La exposición Renée Ferrer Cuando decían que no eras el hombre que me convenía, me burlaba abiertamente con sarcasmo, y no lo creía. Comentaban que yo tenía gustos que no iban con los tuyos. Yo pensaba cambiarte. A mí, tu sensibilidad me parecía fácil de congeniar con mi sentido práctico y creo que nunca tuve muy en cuenta nuestras diferencias, tus veleidades intelectuales pensaba ponérmelas en el bolsillo, guardarlas como un detalle. La verdad es que nuestros intereses distaban mucho de ser iguales. Me fascinaba el arte en sus múltiples variaciones, fugarme con la música, perderme en el interior de un cuadro, y tú no eras precisamente un exquisito. Yo me enfrascaba en mis libros de contabilidad, las idas regulares al box, y te dejaba hacer. Empezaste a estudiar pintura hasta que vinieran los hijos. A mí me pareció bien, hasta que vinieran los hijos. Cuando quedé embarazada me arreglé como pude para seguir pintando. No fue fácil, porque de cualquier contratiempo doméstico la pintura tenía la culpa. Traté de que dejaras esas clases. Ciertamente me descontrolaba cuando el chico se enfermaba y tú no estabas en casa. Pero fuimos sorteando la situación entre altercados, orgasmos y buenos momentos. En realidad, yo te quería. Yo todavía te quiero; pero siento que se debe hacer algo más que criar hijos a través de los años. No alcanzo a comprender cómo estos niños que tuviste conmigo no te bastan. Hay un cierto desamor en salir tanto, cuando todavía son pequeños; en dejarse atrapar por otras cosas robándoles el tiempo. Me enerva tu paciente voluntad; ese muro rotundo de tu voluntad entre nosotros. Si yo dejaba esas clases en aquel momento nunca las hubiera podido reiniciar; me hubiera hundido como una botella abierta que se llena y se va al fondo. Las propias circunstancias te superan, se encargan de ahogarte; y un día por una cosa, y al siguiente por otra, lo abandonas todo porque te parece que no vale la pena. Cuando te das cuenta ha pasado media vida y ya no tienes fuerzas para más intentos, te refugias en tu trinchera de madre, de esposa, en las comisiones de beneficencia; y de los viejos anhelos sólo te queda la frustración silenciada: el recuerdo de que eras diferente. Tuve que aceptar esas clases finalmente. Hoy es un gran día para mí. La primera exposición de mis cuadros se inaugura a las ocho de la noche. Ese día fui a la peluquería, me puse el vestido nuevo y me sentí hermosa. No debía olvidar la exposición de mi mujer, al salir de la oficina. Aunque no me interesa mucho la pintura me lo pidió y no me cuesta nada darle el gusto. Estaba tan impaciente que llegué demasiado temprano. El orgullo se me escapaba de la piel. Los cuadros dispuestos en caballetes poco menos que verticales recibían el enfoque correcto de las luces. En las paredes, libres de cualquier artificio, colgaban los más grandes. Todos tenían para mí algún trazo subyugante, algún recuerdo inmovilizado dentro del marco, una espina quizás. Fueron años de trabajo y de terca persistencia. Los minutos se volvían interminables mientras la gente llegaba presurosa, ya sobre la hora. Mi profesor manifestaba sin retaceos su complacencia. Aunque el acto debía iniciarse a las ocho, yo quise esperar un poco más. Al rato no hubo otra alternativa que empezar. Escuché palabras elogiosas, dentro de la mesura, naturalmente. Puesto que era una principiante, no podía pretenderse un Picasso. Pero tenía aptitudes. Lo decían todos. Eran las nueve y tú no llegabas. Caramba, qué tarde es, ni siquiera me di cuenta. Cómo se me pudo pasar la hora de la exposición de mi mujer. Una viscosa decepción me arrinconó desde entonces dejándome a un lado y ya no le saqué los ojos de encima a la puerta de entrada. A las nueve y media se retiraron los últimos visitantes, los amigos, y mi profesor, con renovados apretones de manos. No se vendió ningún cuadro, pero era un comienzo. Convine con el encargado de la galería que al día siguiente los retiraría temprano. Me fui a casa cargando mi derrota, donde rebotaban los halagos, que ahora me sonaban intrascendentes. Cuando llegué vi la luz encendida en el dormitorio. Entré. Me hice el dormido y al día siguiente, con un pretexto cualquiera, justifiqué mi ausencia.