Subido por Alfonso León

01. Aire frío autor H. P. Lovecraft

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Aire Frío
Por
H. P. Lovecraft
Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué
tirito más que otros al entrar en una habitación fría y parece como si sintiera
náuseas y repulsión cuando el fresco viento de anochecer empieza a deslizarse
por entre la calurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos,
reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a los malos olores,
impresión esta que no negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluznante
que me ha sucedido, para que ustedes juzguen en consecuencia si constituye o
no una razonada explicación de esta peculiaridad mía.
Es una equivocación creer que el horror se asocia inextricablemente con la
oscuridad, el silencio y la soledad. Yo me di de bruces con él en plena tarde,
en pleno ajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio de una
destartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaica patrona y dos
fornidos hombres. En la primavera de 1923 había conseguido un trabajo
bastante monótono y mal remunerado en una revista de la ciudad de Nueva
York; y viéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler, empecé a
mudarme de una pensión barata a otra en busca de una habitación que reuniera
las cualidades de una cierta limpieza, un mobiliario que pudiera pasar y un
precio lo más razonable posible. Pronto comprobé que no quedaba más
remedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé en
una casa situada en la calle Catorce Oeste que me desagradó bastante menos
que las otras en que me había alojado hasta entonces.
El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza de cuatro pisos, que
debía datar de finales de la década de 1840, y provista de mármol y obra de
marquetería cuyo herrumbroso y descolorido esplendor era muestra de la
exquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En las habitaciones,
amplias y de techo alto, empapeladas con el peor gusto y ridículamente
adornadas con artesonado de escayola, había un persistente olor a humedad y a
dudosa cocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama podía pasar y
el agua caliente apenas se cortaba o enfriaba, de forma que llegué a
considerarlo como un lugar cuando menos soportable para hibernar hasta el
día en que pudiera volver realmente a vivir. La patrona, una desaliñada y casi
barbuda mujer española apellidada Herrero, no me importunaba con
habladurías ni se quejaba cuando dejaba encendida la luz hasta altas horas en
el vestíbulo de mi tercer piso; y mis compañeros de pensión eran tan pacíficos
y poco comunicativos como desearía, tipos toscos, españoles en su mayoría,
apenas con el menor grado de educación. Sólo el estrépito de los coches que
circulaban por la calle constituía una auténtica molestia.
Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo el primer extraño
incidente. Una noche, a eso de las ocho, oí como si cayeran gotas en el suelo y
de repente advertí que llevaba un rato respirando el acre olor característico del
amoníaco. Tras echar una mirada a mi alrededor, vi que el techo estaba
húmedo y goteaba; la humedad procedía, al parecer, de un ángulo de la
fachada que daba a la calle. Deseoso de cortarla en su origen, me dirigí
apresuradamente a la planta baja para decírselo a la patrona, quien me aseguró
que el problema se solucionaría de inmediato.
—El doctor Muñoz —dijo en voz alta mientras corría escaleras arriba
delante de mí—, ha debido derramar algún producto químico. Está demasiado
enfermo para cuidar de sí mismo —cada día que pasa está más enfermo—,
pero no quiere que nadie le atienda. Tiene una enfermedad muy extraña. Todo
el día se lo pasa tomando baños de un olor la mar de raro y no puede excitarse
ni acalorarse. Él mismo se hace la limpieza; su pequeña habitación está llena
de botellas y de máquinas, y no ejerce de médico. Pero en otros tiempos fue
famoso —mi padre oyó hablar de él en Barcelona—, y no hace mucho le curó
al fontanero un brazo que se había herido en un accidente. Jamás sale. Todo lo
más se le ve de vez en cuando en la terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la
habitación la comida, la ropa limpia, las medicinas y los preparados químicos.
¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco que gasta ese hombre para estar
siempre fresco!
Mrs. Herrero desapareció por el hueco de la escalera en dirección al cuarto
piso, y yo volví a mi habitación. El amoníaco dejó de gotear y, mientras
recogía el que se había vertido y abría la ventana para que entrase aire, oí
arriba los macilentos pasos de la patrona. Nunca había oído hablar al doctor
Muñoz, a excepción de ciertos sonidos que parecían más bien propios de un
motor de gasolina. Su andar era calmo y apenas perceptible. Por unos instantes
me inquirí qué extraña dolencia podía tener aquel hombre, y si su obstinada
negativa a cualquier auxilio proveniente del exterior no sería sino el resultado
de una extravagancia sin fundamento aparente. Hay, se me ocurrió pensar, un
tremendo pathos en el estado de aquellas personas que en algún momento de
su vida han ocupado una posición alta y posteriormente la han perdido.
Tal vez no hubiera nunca conocido nunca al doctor Muñoz, de no haber
sido por el ataque al corazón que de repente sufrí una mañana mientras
escribía en mi habitación. Los médicos me habían advertido del peligro que
corría si me sobrevenían tales accesos, y sabía que no había tiempo que perder.
Así pues, recordando lo que la patrona había dicho acerca de los cuidados
prestados por aquel enfermo al obrero herido, me arrastré como pude hasta el
piso superior y llamé débilmente a la puerta justo encima de la mía. Mis
golpes fueron contestados en buen inglés por una extraña voz, situada a cierta
distancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuál era mi nombre y el
objeto de mi visita; aclarados ambos putos, se abrió la puerta contigua a la que
yo había llamado.
Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera de saludo, y aunque era
uno de esos días calurosos de finales de junio, me puse a tiritar al traspasar el
umbral de una amplia estancia, cuya elegante y suntuosa decoración me
sorprendió en tan destartalado y mugriento nido. Una cama plegable
desempeñaba ahora su diurno papel de sofá, y los muebles de caoba, lujosas
cortinas, antiguos cuadros y añejas estanterías hacían pensar más en el estudio
de un señor de buena crianza que en la habitación de una casa de huéspedes.
Pude ver que el vestíbulo que había encima del mío —la «pequeña habitación»
llena de botellas y máquinas a la que se había referido Mrs. Herrero— no era
sino el laboratorio del doctor, y que la principal habitación era la espaciosa
pieza contigua a este cuyos confortables nichos y amplio cuarto de baño le
permitían ocultar todos los aparadores y engorrosos ingenios utilitarios. El
doctor Muñoz, no cabía duda, era todo un caballero culto y refinado.
La figura que tenía ante mí era de estatura baja pero extraordinariamente
bien proporcionada, y llevaba un traje un tanto formal de excelente corte. Una
cara de nobles facciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornada
por una recortada barba de color gris metálico, y unos anticuados quevedos
que protegían unos oscuros y grandes ojos coronando una nariz aguileña,
conferían un toque moruno a una fisonomía por lo demás predominante
celtibérica. El abundante y bien cortado pelo, que era prueba de puntuales
visitas al barbero, estaba partido con gracia por una raya encima de su
respetable frente. Su aspecto general sugería una inteligencia fuera de lo
corriente y una crianza y educación excelente.
No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquel chorro de aire frío,
experimenté una repugnancia que nada en su aspecto parecía justificar. Sólo la
palidez de su tez y la extrema frialdad de su tacto podrían haber proporcionado
un fundamento físico para semejante sensación, e incluso ambos defectos eran
excusables habida cuenta de la enfermedad que padecía aquel hombre. Mi
desagradable impresión pudo también deberse a aquel extraño frío, pues no
tenía nada de normal en tan caluroso día, y lo anormal suscita siempre
aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia cedió pronto paso a la admiración, pues las
extraordinarias dotes de aquel singular médico se pusieron al punto de
manifiesto a pesar de aquellas heladas y temblorosas manos por las que
parecía no circular sangre. Le bastó una mirada para saber lo que me pasaba,
siendo sus auxilios de una destreza magistral. Al tiempo, me tranquilizaba con
una voz finamente modulada, aunque extrañamente hueca y carente de todo
timbre, diciéndome que él era el más implacable enemigo de la muerte, y que
había gastado su fortuna personal y perdido a todos sus amigos por dedicarse
toda su vida a extraños experimentos para hallar la forma de detener y extirpar
la muerte. Algo de benevolente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre,
mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiempo que me auscultaba
el pecho y mezclaba las drogas que había cogido de la pequeña habitación
destinada a laboratorio hasta conseguir la dosis debida. Evidentemente, la
compañía de un hombre educado debió parecerle una rara novedad en aquel
miserable antro, de ahí que se lanzara a hablar más de lo acostumbrado a
medida que rememoraba tiempos mejores.
Su voz, aunque algo rara, tenía al menos un efecto sedante; y ni siquiera
pude percibir su respiración mientras las fluidas frases salían con exquisito
esmero de su boca. Trató de distraerme de mis preocupaciones hablándome de
sus teorías y experimentos, y recuerdo con qué tacto me consoló acerca de mi
frágil corazón insistiendo en que la voluntad y la conciencia son más fuertes
que la vida orgánica misma. Decía que si lograba mantenerse saludable y en
buen estado el cuerpo, se podía, mediante el esforzamiento científico de la
voluntad y la conciencia, conservar una especie de vida nerviosa, cualesquiera
que fuesen los graves defectos, disminuciones o incluso ausencias de órganos
específicos que se sufrieran. Algún día, me dijo medio en broma, me enseñaría
cómo vivir, —o, al menos, llevar una cierta existencia consciente— ¡sin
corazón! Por su parte, sufría de una serie dolencias que le obligaban a seguir
un régimen muy estricto, que incluía la necesidad de estar expuesto
constantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de la temperatura podía,
caso de prolongarse, afectarle fatalmente; y había logrado mantener el frío que
reinaba en su estancia —de unos 11 a 12 grados— gracias a un sistema
absorbente de enfriamiento por amoníaco, cuyas bombas eran accionadas por
el motor de gasolina que con tanta frecuencia oía desde mi habitación situada
justo debajo.
Recuperado del ataque en un tiempo extraordinariamente breve, salí de
aquel lugar helado convertido en ferviente discípulo y devoto del genial
recluso. A partir de ese día, le hice frecuentes visitas siempre con el abrigo
puesto. Le escuchaba atentamente mientras hablaba de secretas
investigaciones y resultados casi escalofriantes, y un estremecimiento se
apoderó de mí al examinar los singulares y sorprendentes volúmenes antiguos
que se alineaban en las estanterías de su biblioteca. Debo añadir que me
encontraba ya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus
acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de
los medievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticas contenían raros
estímulos psicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobre la
sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones
orgánicas. Me impresionó grandemente lo que me contó del anciano doctor
Torres, de Valencia, con quien realizó sus primeros experimentos y que le
atendió a él en el curso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y de
la que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo de salvar a su colega,
el anciano médico sucumbió víctima de la gran tensión nerviosa a que se vio
sometido, pues el doctor Muñoz me susurró claramente al oído —aunque no
con detalle— que los métodos de curación empleados habían sido de todo
punto excepcionales, con terapéuticas que no serían seguramente del agrado
de los galenos de cuño tradicional y conservador.
A medida que transcurrían las semanas, observé con dolor que el aspecto
físico de mi amigo iba desmejorándose, lenta pero irreversiblemente, tal como
me había dicho Mrs. Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante,
su voz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientos musculares perdían
coordinación de día en día y su cerebro y voluntad desplegaban menos
flexibilidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta de tan
lamentable empeoramiento, y poco a poco su expresión y conversación fueron
adquiriendo un matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algo de la
indefinida repugnancia que experimenté al conocerle.
El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extraños caprichos, aficionándose
a las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que su
habitación se impregnó de un olor semejante al de la tumba de un faraón
enterrado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo, su necesidad de aire frío
fue en aumento, y, con mi ayuda, amplió los conductos de amoníaco de su
habitación y transformó las bombas y sistemas de alimentación de la máquina
de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera a un punto entre
uno y cuatro grados, y, finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuarto de baño y
el laboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin de que el agua
no se helara y pudieran darse los procesos químicos. El huésped que habitaba
en la habitación contigua se quejó del aire glacial que se filtraba a través de la
puerta de comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a poner unos
tupidos cortinajes para solucionar el problema. Una especie de creciente
horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. No cesaba de hablar
de la muerte, pero estallaba en sordas risas cuando, en el curso de la
conversación, se aludía con suma delicadeza a cosas como los preparativos
para el entierro o los funerales.
Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en una desconcertante y
hasta desagradable compañía. Pero, en mi gratitud por haberme curado, no
podía abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban, así que tuve
buen cuidado de limpiar su habitación y atenderle en sus necesidades
cotidianas, embutido en un grueso gabán que me compré especialmente para
tal fin. Asimismo, le hacía el grueso de sus compras, aunque no salía de mi
estupor ante algunos de los artículos que me encargaba comprar en las
farmacias y almacenes de productos químicos.
Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecía desprenderse de su
estancia. La casa entera, como ya he dicho, despedía un olor a humedad; pero
el olor de las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstante las
especias, el incienso y el acre, perfume de los productos químicos de los ahora
incesantes baños —que insistía en tomar sin ayuda alguna—, comprendí que
aquel olor debía guardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensar
cual podría ser. Mrs. Herrero se santiguaba cada vez que se cruzaba con él, y
finalmente lo abandonó por entero en mis manos, no dejando siquiera que su
hijo Esteban siguiese haciéndole los recados. Cuando yo le sugería la
conveniencia de avisar a otro médico, el paciente montaba en el máximo
estado de cólera que parecía atreverse a alcanzar. Temía sin duda el efecto
físico de una violenta emoción, pero su voluntad y coraje crecían en lugar de
menguar, negándose a meterse en la cama. La lasitud de los primeros días de
su enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo, hasta el punto de
que parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte aun cuando corriese el
riesgo de que el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de
comer, algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser una formalidad
en él, y sólo la energía mental que le restaba parecía librarle del colapso
definitivo.
Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, que sellaba con
cuidado y llenaba de instrucciones para que a su muerte los remitiera yo a sus
destinatarios. Estos eran en su mayoría de las Indias Occidentales, pero entre
ellos se encontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al que ahora se
daba por muerto, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero lo que hice
en realidad, fue quemar todos los documentos antes de enviarlos o abrirlos. El
aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y su
presencia casi insoportable. Un día de septiembre, una inesperada mirada
suscitó una crisis epiléptica en un hombre que había venido a reparar la
lámpara eléctrica de su mesa de trabajo, ataque este del que se recuperó
gracias a las indicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de su vista.
Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vivido los horrores de la gran
guerra sin sufrir tamaña sensación de terror.
Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de los horrores de
forma pasmosamente repentina. Una noche, a eso de las once, se rompió la
bomba de la máquina de refrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó
imposible mantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctor
Muñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice lo imposible por reparar
la avería, mientras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones en una voz
tan exánime y espeluznantemente hueca que excede toda posible descripción.
Mis esfuerzos de aficionado, empero, resultaron inútiles; y cuando al cabo de
un rato me presenté con un mecánico de un garaje nocturno cercano,
comprobamos que nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacía
falta un nuevo pistón. La rabia y el pánico del moribundo ermitaño
adquirieron proporciones grotescas, dando la impresión de que fuera a
quebrarse lo que quedaba de su debilitado físico, hasta que en un momento
dado un espasmo le obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia
el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostro fuertemente vendado y ya
no volví a ver sus ojos.
El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de forma harto
apreciable y a eso de las cinco de la mañana el doctor se retiró al cuarto de
baño, al tiempo que me encargaba le procurase todo el hielo que pudiera
conseguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que
regresaba da alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botín delante
de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansable chapoteo dentro y una
voz ronca que gritaba «¡Más! ¡Más!». Finalmente, amaneció un caluroso día, y
las tiendas fueron abriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en
la búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguir el pistón. Pero,
siguiendo las órdenes de su madre, el muchacho se negó en redondo.
En última instancia, contraté los servicios de un haragán de aspecto
zarrapastroso a quien encontré en la esquina de la Octava Avenida, a fin de
que le subiera al paciente hielo de una pequeña tienda en que le presenté,
mientras yo me entregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar un
pistón para la bomba y conseguir los servicios de unos obreros competentes
que lo instalaran. La tarea parecía interminable, y casi llegué a montar tan en
cólera como mi ermitaño vecino al ver cómo transcurrían las horas yendo de
acá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno, tras mucho telefonear en
vano e ir de un lado a otro en metro y automóvil. Serían las doce cuando muy
lejos del centro encontré un almacén de repuestos donde tenían lo que
buscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba a la pensión con el
instrumental necesario y dos fornidos y avezados mecánicos. Había hecho
todo lo que estaba en mi mano, y sólo me quedaba esperar que llegase a
tiempo.
Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casa estaba
totalmente alborotada, y por encima del incesante parloteo de las atemorizadas
voces pude oír a un hombre que rezaba con profunda voz de bajo. Algo
diabólico flotaba en el ambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus
rosarios al llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de la atrancada puerta
del doctor. Al parecer, el tipo que había contratado salió precipitadamente
dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje en busca de
hielo: quizá se debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitada huida
no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero lo cierto es que estaba
cerrada y, a lo que parecía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido,
salvo un indefinible goteo lento y espeso.
Tras consultar brevemente con Mrs. Herrero y los obreros, no obstante el
miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero
la patrona halló el modo de hacer girar la llave desde el exterior sirviéndose de
un artilugio de alambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas del
resto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimos con
todas las ventanas. A continuación, y protegidas las narices con pañuelos,
penetramos temblando de miedo en la hedionda habitación del doctor que,
orientada al mediodía, abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la
tarde.
Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde la puerta abierta del
cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se
había formado un horrible charco. Encima de la mesa había un trozo de papel,
garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano, terriblemente manchado,
también, al parecer, por las mismas garras que trazaron apresuradamente las
últimas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en donde finalizaba
inexplicablemente.
Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni me atrevo a decir
aquí. Pero esto es lo que, en medio de un estremecimiento general, descifré del
pringoso y embadurnado papel, antes de sacar una cerilla y prenderla fuego
hasta quedar sólo una pavesa, lo que conseguí descifrar aterrorizado mientras
la patrona y los dos mecánicos salían disparados de aquel infernal lugar hacia
la comisaría más próxima para balbucear sus incoherentes historias. Las
nauseabundas palabras resultaban poco menos que increíbles en aquella
amarillenta luz solar, con el estruendo de los coches y camiones que subían
tumultuosamente de la abigarrada Calle Catorce…, pero debo confesar que en
aquel momento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo que sinceramente
ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejor no especular, y todo lo que
puedo decir es que no soporto lo más mínimo el olor a amoníaco y que me
siento desfallecer ante una corriente de aire excesivamente frío.
Ha llegado el final —rezaban aquellos hediondos garrapatos—. No queda
hielo… El hombre ha lanzado una mirada y ha salido corriendo. El calor
aumenta por momentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino que lo
sabe… lo que dije sobre la voluntad, los nervios y la conservación del cuerpo
una vez que han dejado de funcionar los órganos. Como teoría era buena, pero
no podía mantenerse indefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El
doctor Torres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz de soportar lo
que hubo de hacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y oscuro,
cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, y logró curarme. Los órganos
no volvieron a funcionar. Tenía que hacerse a mi manera —conservación
artificial— pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace ya dieciocho
años.
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