Subido por maria paula suarez lizarazo

Cartas a perros y culebras

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CARTAS A PERROS Y CULEBRAS:
UNA LECTURA DE GENTE FREGADA
Ángela Zárate Díaz
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Antropología
Bogotá, Colombia
2022
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CARTAS A PERROS Y CULEBRAS:
UNA LECTURA DE GENTE FREGADA
Ángela Zárate Díaz
Trabajo de grado para optar al título de:
Antropóloga
Director:
Carlos Guillermo Páramo Bonilla
Línea de Investigación:
Antropología Histórica
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Antropología
Bogotá, Colombia
2022
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Por y para mi gente,
eso es todo.
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Resumen
En este trabajo el Tarot y el sufrimiento tienen cara de gente fregada, aquel grupo de personas
que al igual que un trapo, son restregadas por Dios, la Fortuna y la Justicia humana hasta
volverse harapo, así sucio y deshilachado, pero resistente a través del remiendo. Diez
Arcanos Mayores que hacen las veces de capítulos, cumplen el propósito de adentrarse en
diversas expresiones de esta condición existencial, condenada a un sinfín de ilusiones y
carencias. Música, películas, poemas, novelas, historias y testimonios de los vaciados
conforman el cúmulo de fuentes que conducen a una consulta del Tarot, en el que perros y
culebras se preguntan por el futuro de su vida y las decisiones que deben tomar para definirla
en lo posible. ¿El escenario? Una Bogotá a medias, poco presente en sus bondades. ¿La
época? Tiempos que se traslapan y se trascienden. ¿El vestuario? Puros harapos. ¿El fin? Una
lectura de desventuras.
Palabras clave: Gente fregada, Tarot, Música del recuerdo, Bogotá.
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CONTENIDO
Resumen …………………………………………………………………………….
CINCO CENTAVITOS ……………………………………………………………
CARTA I. La Rueda de la Fortuna ……………………………………………….
CARTA II. El Colgado …………………………………………………………….
CARTA III. Los Enamorados …………………………………………………….
CARTA IV. El Diablo………………………………………………………………
CARTA V. La Torre ……………………………………………………………….
CARTA VI. Justicia ………………………………………………………………..
CARTA VII. Templanza …………………………………………………………..
CARTA VIII. La Luna …………………………………………………………….
CARTA IX. Arcano XIII …………………………………………………………..
CARTA X. El Loco ………………………………………………………………...
LA CRUZ CELTA …………………………………………………………………
FUENTES …………………………………………………………………………..
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José María Arzuaga fue un cineasta colombo-español que llegó a Bogotá en 1960. Tuve la
fortuna de conocer su trabajo gracias a una de mis hermanas, quien me encontró en crisis por
ser incapaz de hallar un tema para proponer en Antropología Histórica I, una materia que
cursé en el 2018. Ella me mostró un cortometraje de Arzuaga: Rapsodia en Bogotá. Allí la
ciudad aparecía coloreada por los aires de los sesenta a los que le hacía juego un par de
composiciones de George Gershwin, un músico estadounidense. Lo más curioso de todo es
que en contraste con las imágenes de opulencia y fiesta, aparecían los trabajadores de a pie,
los gamines y los perros callejeros que husmeaban los cestos de basura en busca de alimento.
Cuando me adentré de lleno en la tarea, leí a Arzuaga decir que su admiración hacia el
neorrealismo italiano (un movimiento cinematográfico que honró durante toda su vida) se
debía a que era un tipo de arte que echaba mano del fregado y el profesor Carlos Páramo —
quien evaluó aquella investigación y ahora me acompaña en esta— escribió al final de mi
entrega que como categoría resultaba del todo sugerente… y así lo es.
El comentario de Arzuaga en realidad es una expresión coloquial que empleamos en
Latinoamérica para referirnos a dos asuntos complementarios: el estado desafortunado de
una situación y la viveza de quien la padece. De ahí que sea tan común escuchar frases como
“estoy más fregado, mano” o “qué china pa fregada, ¿no?”, siempre haciendo alusión a este
juego de significados. Comencé a indagar en el término creyendo que era una forma de
referirse a la gente pobre, pero eventualmente el campo me mostró que se trataba en realidad
de una condición existencial que no sólo reconoce a un grupo determinado de personas, sino
que también la suerte que corren en el mundo a modo de condena y voluntad divina. En el
lenguaje antropológico, se diría que es una categoría nativa, puesto que no me la inventé y
mucho menos la forcé a encajar. Emergió y trajo consigo a la gente fregada, quienes son el
propósito y el objetivo de este trabajo.
Fregado viene de fregar, que es frotar con insistencia una cosa contra otra, lo que implica
fuerza, dolor, roce, dureza y precisión, por lo que como condición no es nada más y nada
menos que ese restregar continuo de la vida, siempre ella con uno y viceversa. Tal cual trapo
deshilachado por el día a día, son personas que sobreviven a punta de fe, enjuague y remiendo
sucesivos. Siendo así, se trata de gente que al tiempo que está fregada (mal, arruinada,
jodida), también es fregada (terca, ingeniosa, astuta, vil, difícil). Ser y estar en una misma
existencia, pero con distintos sentidos. Esta —aparente— contradicción es fundamental
porque enmarca el sufrimiento dentro de una lógica de aguante, lo cual no lo justifica, pero
sí brinda un nuevo elemento a considerar: la apuesta del fregado que juega su vida con la
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determinación de quien puede perderla a cualquier momento, pues el hambre, la mala suerte
y el destino son cosas que hay que tomarse en serio.
Desde el principio del trabajo me rehusé a emplear el término “cultura popular”, pues,
además de enmarcar las fuentes dentro de un discurso y análisis específico, resultaba vacuo
a la hora de abordar la vida de la gente fregada. Entonces, varié a “vida popular” hasta que
descubrí a un par de mujeres reírse del término porque les parecía extravagante y fino, propio
de quienes tienen dinero y son fanfarrones con su conocimiento. Desde ese momento tomé
la decisión de no mencionar ni una sola vez en estas páginas la palabra “popular” —salvo
estas, claro está—, porque eso implica poner a los y las fregadas en un lugar que no reconocen
como propio y del que además se burlan con recurrencia. Lo mismo sucedió con “habitus” o
“mito-praxis” o “redundancia” y ni qué decir de “cultura de la pobreza”, un término con
demasiado contenido, pero limitante por la génesis de su estudio: la posición marginal en el
capitalismo, que en este escrito no es sino una de tantas fuerzas que atraviesan a las personas.
Cabe aclarar que no reniego de la labor académica —tampoco tendría sentido por la
naturaleza de este trabajo—, pero sí de sus imposiciones y restricciones, en donde la voz de
la gente sólo es legítima si viene acompañada por un apellido de algún intelectual de
renombre. Por lo tanto, carezco de fundamento e interés para poner en un sólo cesto a Rodolfo
Aicardi y a Pierre Bourdieu, no porque alguno sea mejor que otro, sino porque pertenecen a
órdenes distintos y, de una extraña manera, esto los reafirma en sus propios campos de
acción. En el universo del que voy a hablar, se piensa bajo la lógica de Aicardi y no de
Bourdieu, y mi apuesta está en reconocer está distancia a cualquier costo.
Soy hija y hermana de gente fregada, luchada a pulso para conseguir sobrevivir en este
mundo de fieras, que es una mezcla de infortunio, destino y justicia humana. Cuando entregué
mi primer avance (2020), observé con terror que todo lo que había escrito comenzaba a
replicarse en mi realidad, como si la palabra hubiera salido de la hoja en blanco para cobrar
vida y atormentarnos. Tiempo después comprendí que yo no lo había generado, sino que
recién comenzaba a aceptarlo, pues ciertamente describe una existencia difícil que no es sólo
mía, sino de mi mamá, mis tías, abuelos, vecinos y todos quienes hicieron posible que yo
llegara acá. Junto con mis hermanos somos el intento de varias generaciones fregadas por
dejar atrás su condición y aquí seguimos, jugando la vida y apostando que sea mejor con cada
nacimiento o por lo menos distinto. Conversé extensamente con personas de mi entorno y a
veces aparecen como historias o anotaciones de campo, pero en su mayoría están plasmadas
en las reflexiones e hilos conductores del texto —al igual que mi propia voz— debido a su
insistencia por mantenerse en el anonimato. Ellos y ellas fueron a su vez portavoces de otras
historias cantadas o vividas, un listado infinito de referencias y cuentos que han enriquecido
su existencia y la de miles de personas más. Por efectos del azar, la pertinencia y un montón
de sugerencias —como preferir Reminiscencias (2006[1968]) en voz de Julio Jaramillo y no
de Olimpo Cárdenas—, seleccioné un número pequeño, pero entrañable de fuentes, con las
que espero honrar a la gente fregada.
Soy del Sur de Bogotá y he vivido acá con mi familia por más de 17 años. La banda sonora
de nuestras vidas es la lista de reproducción de los vecinos o la programación de alguna
estación de radio (en especial Candela Estéreo o Radio Santafé) y a ese tipo de composiciones
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las agrupo bajo el nombre de música del recuerdo. Reúne boleros, rancheras, tangos,
guascarrilleras, pasillos, valses, baladas y otros tantos géneros más que cantan al despecho,
la nostalgia y el placer. En el escrito, retomo la letra de los discos bajo el nombre de quien
los hizo famosos, más no necesariamente por sus compositores, ya que de esta manera obran
en la memoria colectiva. Asimismo, varios de estos artistas fungieron como actores de
grandes películas: Pedro Infante, Javier Solís, Antonio Aguilar y Carlos Gardel. Sólo del
último integro con insistencia algunos de sus filmes, puesto que en términos
cinematográficos fui exclusiva con Cantinflas y Don Chinche, uno mexicano y el otro
bogotano. Y a estos se le suma una fuente por capricho: La Estrategia del Caracol.
En términos literarios, incluyo poemas pertenecientes a dos ediciones de “Poesía popular”,
antologías del siglo pasado que reunieron con precisión una cantidad de escritos reconocidos
en Latinoamérica y que aún en nuestros días pueden encontrarse en uno que otro agáchese
de la carrera Séptima. El valor de estos libros está en su difusión pirata y en su inexistencia
absoluta en las grandes librerías de la capital, por lo que agrego a la lista cuatro de las novelas
de Salom Becerra, una de Manuel Zapata Olivella y un relato de Lisandro Duque Naranjo,
tres autores profesionales, sí, pero con una capacidad asombrosa de retratar y hacer hablar a
los de abajo. También incluyo el testimonio de Emma Reyes, una niña fregada que apostó
su vida y consiguió librarse parcialmente de este mal que es Colombia, así como el de
Francisco Correa Múnera, un culebrero que fue entrevistado varias veces por Jorge Villegas.
El único requisito para integrar libremente las historias escritas era que se escuchara con
claridad al fregado, no como un eco o resonancia, sino el propio carraspear y fluir de su voz…
y en todos los casos fue así. Caso aparte, pero análogo, son unas cuantas columnas de Daniel
Samper Pizano de la década de los setenta en las que el autor explora el sentido común
colombiano. Por último, integré sin mesura las historietas de Condorito que en este trabajo
hacen las veces de texto, por lo que ignorar alguna implica perderse parte del argumento.
Cuando entregué la propuesta de investigación (2020), había establecido que mi interés era
reconocer a la gente fregada de Bogotá durante la segunda mitad del siglo XX, pero de nuevo
el campo me mostró que esta delimitación, producto de un criterio de exclusión personal,
resultaba ineficaz en la realidad. Casiano, el godo de Al pueblo nunca le toca, le dijo alguna
vez a su amigo Baltasar que “en este país la historia se repite periódicamente” (Salom,
1994[1979], p. 194) porque ellos siempre han estado abajo y los afortunados arriba. Esta
noción es clave porque establece que la historia para los fregados es sólo una: la de su propia
vida que es un juego perpetuo de ilusiones y carencias. Se trata de existencias que tienden a
la conservación y por eso un testimonio de 1979 encuentra su reflejo en uno del 2022. Los
fregados siguen siendo fregados, cambie el Gobierno, la moneda, el lugar o el año. Las
fuentes que aquí reúno proceden de países y épocas muy dispares entre sí y lo que las hace
afines es el hecho de ser la propia voz de la gente. No se trata de sentirse como Cantinflas, el
Perro Romero o Simeón Torrente, es ser cada uno de ellos, pues son arquetipos de una misma
condición existencial. Cuando esto sucede, los referentes se vuelven constantes al aparecer
en múltiples espacios y tiempos, a veces siendo los mismos y otras con diferentes formas,
pero siempre para darle sentido a la vida de los y las fregadas. Por esta razón podemos decir,
por ejemplo, que Condorito es Don Chinche, a pesar de que el primero nació en Chile en los
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años cuarenta y el segundo en Colombia durante los ochenta. Igualmente sucede con la
música, puesto que los discos de Carlos Gardel (1890-1935), Helenita Vargas (1934-2011) y
Amanda Miguel (1956) son una sola voz: la de los vaciados.
La mayoría de las fuentes que aparecen en esta investigación encuentran su origen en el siglo
XX y perviven hasta nuestros días. Lo más interesante de todo es que por su afinidad, tienen
la capacidad de erigirse como historias modelo, pues agrupan en sí mismas la experiencia
común del fregado. Esto no implica homogeneizar la vida, sino enriquecerla en sus
posibilidades, pues recordemos que se trata de una condición existencial propia de un grupo
determinado de personas. No es un enfoque nuevo y de hecho, así funciona la baraja del
Tarot: engloba el mundo y sus dimensiones en 78 cartas que obran a modo de arquetipos, es
decir, modelos de la realidad que en cierta posición y combinación pueden reflejar desde el
mal de un amor hasta la bonanza de un oficio. “Las cartas de la baraja/ tienen mucho parecido/
con algunas de las gentes” dice José Alfredo Jiménez (2003) en un tema en el que un hombre
dolido compara a su amada con La Sota de Copas, una carta que se asocia con la burla
amorosa, el desinterés y la falta de compromiso en las relaciones. En este sentido, la baraja
se vuelve una teoría de la realidad al ser coherente con los valores de la gente fregada y quizá
por lo mismo su uso sea tan extendido, pues opera como un método de conocimiento legítimo
y por lo demás, afín a su lógica. Por estas razones y teniendo como inspiración el disco de
José Alfredo Jiménez, estructuro el trabajo a partir de diez Arcanos Mayores del Tarot de
Marsella.
Partamos del hecho de que el Tarot es un método de consulta empleado para la interpretación
del presente, el pasado y el futuro. Cientos de veces Doña Doris y Doña Bertica —personajes
de la serie de televisión Don Chinche (Sánchez, 1982)— o mis conocidos, le preguntaron a
las cartas por el devenir de sus vecinos o de alguna empresa personal. Es una herramienta
comúnmente utilizada por su efectividad y sabiduría, además de que en muchas ocasiones
cumple la labor de sanear la angustia ante una tormenta de preocupaciones. Existen varios
tipos de barajas, entre ellos el Rider-Waite, el Egipcio y el Marsella, las cuales varían en sus
ilustraciones y muchas veces en los significados. El último es uno de los más antiguos y
clásicos, difundido con amplitud entre los conocedores. En el 2021 me regalaron un ejemplar
y me dediqué con exclusividad durante seis meses a desentrañar sus mensajes y por ende, a
echar las cartas. No fue fácil y es un conocimiento que sólo se puede aprender con la práctica;
hay quienes dicen que es necesaria toda una vida y aún así no es suficiente, por lo que mi
trabajo parte de unas bases aún en construcción y quizá esto lo haga más libre y retador.
Toda baraja del Tarot cuenta con 22 Arcanos Mayores y 56 Arcanos Menores. Arcano
significa secreto y/o misterio, algo difícil de comprender y que exige una disposición para
adentrarse en sus bondades. La diferencia entre los Mayores y los Menores, es que los
primeros engloban grandes expresiones de lo humano a través de simbolismos complejos,
mientras que los segundos hacen referencia a situaciones y contextos concretos, mucho más
detallados y puntuales. En este trabajo sólo empleé los Arcanos Mayores, una serie de 22
cartas que describen un recorrido de enseñanzas en el que la I lleva a la II y así sucesivamente
hasta llegar a la XXI y volver a empezar. Todas están enumeradas, salvo una: El Loco, ya
que es él quien camina el Tarot —la vida— y se enfrenta a sus retos y parábolas. Al carecer
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de número, puede ubicarse en cualquier parte del camino y recordará la importancia de la
libertad. Dentro de estas 22, seleccioné un total de 10, ya que es la cantidad de cartas que se
requiere para la Cruz Celta que es una forma específica de ubicar en la mesa los arcanos y
por ende, de realizar una lectura. En general se escogen por efectos de la casualidad —aquella
mezcla de suerte y destino—, pero decidí hacerlo adrede porque cada una de ellas se
encontraba de manera insistente en las fuentes, a veces con sus nombres y otras como los
significados que encarnan, por lo que dejé el azar al momento de ubicar las cartas conforme
lo dispone la Cruz Celta. Así pues, erijo un nuevo recorrido de El Loco a través de diez
arcanos, en el que tendrá que verse como mínimo con la suerte, el destino, el trabajo, las
deudas, el amor, el placer, el infortunio, la injusticia, la resignación, el desengaño y la muerte
para conseguir triunfar sobre el día y la noche inclemente.
La noción de carta es bien bonita porque no sólo es la que se juega en el Tarot o el naipe,
sino también la que se le escribe a alguien e incluso, hay quienes le llaman así a los mapas.
Esta multiplicidad de significados es afín a mi trabajo, ya que cada Arcano es una misiva a
la gente fregada y por ende, una guía a quien decida leerme con el propósito de reconocer
esta condición existencial. Son diez capítulos que recorren diversas expresiones del mundo
fregado y que confluyen en una tirada que les da sentido a partir de una inquietud: la de
decidirse a vivir o no. Decidí escribir porque se volvió un ejercicio de ordenamiento activo
que me permitió comprender con cada palabra aquello que antes era sólo un pensamiento o
una experiencia a la que le hacía falta encontrar un lugar propio. En este sentido, coincido
con Salom Becerra (1994[1979]) cuando dijo que “escribo porque creo que tengo algo que
decir. Algo que mucha, muchísima gente siente y piensa como yo, pero que no puede o no
quiere expresar. […] No he tenido ni tengo la pretensión de ser original” (p. 11) y mucho
menos de lograr una obra completa. Hay ausencias que son imperdonables, como la de Darío
Gómez, Johnny Rivera, Pastor López, la India María, Jorge Alzate, Daniela Romo, Vicente
Fernández, Yuri y tantos más que nos han acunado en esta vida de miseria, pero espero
haberlos honrado con otros nombres. Agradezco profundamente lo que he aprendido y cómo
esta investigación me ha permitido acercarme a la gente de mi entorno de una manera distinta,
más íntima y confiable. Sólo me queda por decir que estos son mis cinco centavitos de
felicidad y nadie podrá quitármelos, porque ya están en mi pasado.
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La condición inherente a toda rueda es la de girar. Es una continuación cíclica que, si nos
fijamos con detalle en su forma, parece representar aquello que llamamos infinito, sin
principio y sin fin. De igual modo es su movimiento: lo que está arriba, estará abajo y así
sucesivamente, siempre y cuando exista una fuerza que la impulse, sea a favor o en contra.
Tal cual es la rueda de la fortuna, sólo que en su girar y girar está en juego el devenir de todo
lo que damos por existente en el mundo. ¿Que quién la hace ir hacia un lado o el otro? Algo
que va más allá de nosotros… y también nosotros, por irónico que parezca. En este solo
arcano conviven al mismo tiempo el destino supremo, el azar imprevisible y la apuesta
confiada, todas ellas atravesadas por la suerte.
Francisco Correa Múnera fue uno de tantos en este país: un hombre fregado que desde su
nacimiento careció de las riquezas materiales y espirituales suficientes para avanzar con
confianza y holgura en la vida. Todas sus condiciones precarias lo volvieron culebrero, es
decir, un ser astuto, ingenioso, pícaro y vivo que, junto con su culebra Margarita, recorría las
calles del país vendiendo pomadas y curas milagrosas para las enfermedades más remotas e
increíbles. Entre ellas, las concernientes a la suerte. En sus palabras:
En esta larga vida que he vivido he aprendido tantos secretos, he visto tanta maldad
en el ser humano que usted no se lo imagina, compadre. Porque hay gentes buenas,
pero también hay gentes malas. Hay gentes de buenas, pero hay muchas gentes que
son de malas, que nacieron saladas o que las salaron. Porque hay quienes consiguen
plata de la noche a la mañana, en cambio hay otros que ponen un negocio y fracasan.
No todas las suertes son iguales. Hay ojos buenos y hay ojos malos […] Mire señor
que hasta para pedir limosna se necesita suerte, hombres que roban y son honrados
senadores y padres de la patria y hay hombres que no han robado y están pudriéndose
en las cárceles porque son de malas. (Villegas, 1986, p. 18)
La suerte acá se comporta como un juego de atracción o repulsión que bien puede tenerse,
contagiarse o surgir tan fugazmente como imperceptible. No es fortuito que quienes son
bienaventurados cuenten con grandes riquezas y placeres, en cambio quienes no, padezcan
la vida como un verdadero martirio derivado de la escasez. Pareciera que la suerte tuviera
que ver con una sincronía universal, un acercamiento o rechazo entre dos o más emanaciones,
lo que lleva a que todos estemos en mayor o menor frecuencia con el mundo. La ocasión la
pintan calva, reza el refrán, y nos alerta sobre una oportunidad que surge ante nosotros y que
debe tomarse antes de que sea demasiado tarde. Es calva porque la diosa romana Ocasión
tenía una abundante cabellera en la parte de adelante de su cabeza, pero por detrás carecía de
un solo pelo del que uno pudiera sujetarla para hacerla realidad. El mismo Alci Acosta,
hablando de un amor escurridizo, pero que bien pudiera ser la diosa Ocasión hecha mujer,
nos canta en Si hoy fuera ayer: “pero es tarde ya/ hacer que ella vuelva hacia mí/ Vine a saber
que la amaba/ cuando la perdí” (Acosta, s.f.a) y esto es relevante porque la suerte, en un
primer momento, es la responsable de hacer que la ocasión se presente y también de que uno
la aproveche o no.
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No todas las suertes son iguales, dijo el culebrero, “porque en la vida si tienes suerte/ consigues todo sin proponerte/ Que si la suerte no te
acompaña/ de nada vale que tengas maña”, coindice al decir Celia Cruz y Ray Barretto en Mala suerte (1989). Y es que Fortuna es otra diosa,
quien dota a los hombres y mujeres de grandes dichas o de abundantes desgracias según su propio gusto. Se caracteriza por su inconstancia y
arbitrariedad, como nos muestra esta historieta de Juan Sablazo:
Historieta 1. Pepo, 2010d, p. 62.
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“La vida cual mujer es veleidosa/ lo que hoy te sobra, mañana a lo mejor te faltará” cantó
alguna vez Alberto Beltrán (1965), por lo que la suerte es caprichosa, no a todos se nos
presenta igual ni nos trae los mismos frutos. Alguna vez Bernabé Bernal, personaje de una
de las novelas de Álvaro Salom Becerra, dijo que “mientras otros habían venido al mundo a
gozar, yo había nacido para sufrir” (2013[1975, p. 52]) y eso, como lo explica el mismo autor
en otra de sus obras, es producto de la desgracia de este país y la mala suerte que tiene uno
(1992[1969]). Entonces, nacer en un lecho pobre o en uno rico es una cuestión de suerte… y
de azar, son dos caras de una misma moneda y estructuran todo un universo de sentido.
En una de las películas de Gardel —Melodía de Arrabal—, Gutiérrez, un jugador
experimentado que había ganado en una misma noche varias partidas de naipe, dice: “Basta
por hoy, la suerte se me ha dado vuelta” (Gasnier, 2007[1933]) y es porque la fortuna, como
rueda, se gira y cambia de orden, más allá de nuestra intención o manipulación. Esta vuelta
de tuerca, de suerte, por incontrolable, imprevisible y volátil se debe al azar, que se erige
como una fuerza superior que hace coincidir o alejar dos o más cosas en un momento
determinado, tal cual esfera de la lotería que gira y gira hasta detenerse para concluir en una
serie de números que determinan la desventura de muchos y la fortuna de uno. Así sucede
con el naipe, los dados, el chance, la carrera de caballos, entre otros. Es el azar puesto a
disposición de quien quiera y se atreva a jugar, y siempre habrá una ocasión para ganar, pues
no se sabe cuándo la suerte pueda favorecer. En un mismo sentido operan las tiradas del
Tarot: mediante un barajar azaroso, se busca diagnosticar la suerte pasada, presente y/o futura
del consultante, teniendo la seguridad de que salga lo que salga es por algo y para uno. Pero,
antes que nada, hay que echar las cartas, así como soplar/batir la mano, comprar el boleto,
jugar el número o apostarle al caballo en el que usted cree.
Ganarse el chance es un juego de fuerzas: la de su suerte, la del azar y la de la apuesta.
Jugárselas requiere un carácter, un humor determinado. Usted no puede hacerse el chance si
cree que no va a ganar, tampoco debe hacerlo con avaricia. Sólo hágalo con seguridad y
confianza. Aspire a lo que más quiera, pero aprenda a dominar el deseo, porque la fortuna, al
igual que las guacas, se espanta cuando alguien las quiere desaforadamente. Asemejando la
lógica de los dones, usted se ofrece con humildad y aguarda que la suerte y el azar le
favorezcan, correspondiendo el gesto. Eso es una apuesta: consagrarse, depositarse en algo o
en alguien, ya sea una serie de números, unos dados o un animal, por ejemplo.
Yo conocí a un tipo que apostaba cien pesos al chance y ganaba. Ganó como unas
cinco veces, se ganaba apenas unos 40.000 pesos, algo así. Yo no me acuerdo muy
bien. ¿Por qué apostaba sólo cien pesos? Porque era lo único que tenía o era lo único
que le quedaba, quién sabe. Esa primera vez ganó, volvió a hacerle y siguió ganando,
hasta que un día apostó doscientos pesos. Más nunca volvió a ganar.
Historia de campo, Mercedes
Esta es la historia de Nepomuceno, un hombre fregado. Fue hermano del esposo de una de
mis tías y toda su vida, aunque nadie lo quiera así y yo hasta ahora lo descubra, estuvo signada
por la suerte, el azar y las apuestas. Apostar va mucho más allá del dinero, aunque ciertamente
es importante, pues materializa la intención. Apostar es creer para ofrendar… y uno se ofrece
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de una y mil maneras en la vida. Nepo se las jugó con lo que tenía, que no era mucho, y la
vida le devolvió de igual modo: con lo suficiente. Pero se dejó ganar de la avaricia y quiso
jugar más. Ahí el pacto se rompió, el flujo de correspondencia fue traicionado y la fortuna se
esfumó.
Historieta 2. Pepo, 1971a.
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Pepe Cortisona no iba a ganar la lotería, aún con el número al derecho, pues su apuesta no
fue realizada con entrega ni esfuerzo. “Salió mi número, por fin, el que he seguido tantos
años” dice Condorito y esto no deja de ser interesante. En toda mi familia, cada persona que
hace el chance tiene por lo menos tres series de números que siempre apuestan. Mi hermana
mayor, por ejemplo, lanza parte de la dirección de la residencia que tuvieron mis abuelos en
Puerto Boyacá, también combina los días en que ambos murieron y otro par de series son las
fechas en que nacieron mis sobrinas. Son sus números y con ellos busca conjurar la suerte,
hacerla más próxima, pues son sagrados, se mueven en el plano de lo ininteligible y traen
gracia, ya que el día en que uno nace o muere, para uno, es asunto del azar y de la suerte.
“Plata de juego es sagrada” (Sánchez, 1982, cap. 66) dice William Guillermo, personaje de
la serie de televisión Don Chinche, y esto tiene sentido no sólo por el valor monetario, sino
por el carácter divino de la apuesta y de la sucesión de eventos que la hacen posible:
Échele ojo pa que vaya y cuente el cuento. Usted tiene que empezar desde la
comprada de la residencia en el 79. El abuelo, después de vender la finca en
Camposeco, no quiso comprar más y quería una casa en Armero. Allá le dijeron que
un señor estaba vendiendo en Puerto [Boyacá] una residencia que porque le habían
matado al hijo por ser mozo de la esposa de un policía. Ahí es cuando el abuelo la
compra y llega con todos. Unos años después, llegamos con mi mamá. Pues vea que
una noche de estas yo me soñé con la dirección de la residencia. Cuando me levanté,
a mí se me olvidó. Las casas chanceras cierran a las ocho pa que después se pueda
jugar el sorteo. Por ahí a las cinco yo me acordé del número y prururrún me paré a
hacerlo, pero en el camino yo me distraje, fui hasta al supermercado y yo no sé, a mí
se me olvidó. El punto es que cuando llegué, yo le dije ahí cualquier número y me
devolví. Al otro día, cuando fui a mirar, había caído el de la residencia. ¿El consuelo?
Lo que no es pa uno, no es pa uno.
Relato construido a partir de historias de campo, Diana y Mercedes
Comenzar desde la residencia es narrar el principio de una suma de coincidencias que
hicieron posible que mi hermana, en un 2021, se soñara con el número. Antes de la residencia,
mi familia vivió en dos fincas. En la primera, el abuelo pidió un préstamo para producir
algodón, pero la creciente del río se llevó el cultivo justo antes de que sacaran la cosecha.
Esto lo forzó a que tuviera que venderla para pagar la deuda y con lo que le sobró, compró la
segunda, pero las cosas empezaron a salir mal y después de un montón de desgracias es que
quiso migrar a una casa de pueblo. Si mi abuelo hubiera sido necio en sus deseos y el señor
Pastor Bejarano, dueño de la residencia, se hubiese negado a venderla, capaz que mi familia
habría perdido todo, incluso la vida, en la tragedia de Armero de 1985. Suerte y azar, ¿no?
Pero volvamos al juego. Los números que la gente apuesta están cargados de significado, sea
por las razones que sean: interpretación de manchas, fechas especiales, aparición en sueños,
fijación por gusto, etc., y se considera que tienen un origen que va más allá de nosotros, de
nuestro entendimiento o intención. Recuerdo alguna vez que siendo muy pequeñas, mi mamá
de camino a la casa paró en una casa chancera y nos pidió a cada una un número de dos cifras,
como si nosotras fuéramos algún tipo de amuleto de suerte, portadoras de fortuna. Y es que
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así obra el significado: trae contenido en sí mismo, una fuerza que impulsa la apuesta y favorece la ocasión, la oportunidad, el chance de ganar
y, si se quiere, disminuye el azar. Obviamente esto no garantiza que uno salga victorioso, pero en el mundo fregado funciona como un principio
de atracción que es sólo eso, el comienzo.
Historieta 3. Pepo, 1971b.
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Y así funciona en cada uno de los juegos de azar. En la carrera de caballos, por ejemplo,
usted juega por probabilidad, pero no de carácter meramente estadístico, sino también por
corazonadas y percepciones personales. Por eso Condorito no siguió las instrucciones de los
rufianes, porque en el último momento prefirió confiar en su propio criterio y a fin de cuentas,
en su suerte. Algo así sucede en El Portero (Delgado, 1950), el jinete del caballo al que
Cantinflas le iba a jugar no puede participar en la carrera por andar borracho, entonces se
propone suplantarlo, aún con la desventaja de ser demasiado pesado y alto para participar.
Apuesta, no sólo porque es la única opción que tiene, sino que confía a ojo ciego en Josefina,
la yegua a la que le había seguido bien de cerca en los ensayos. Ella se vuelve su suerte y
comienza a montarla: “todo tiene en esta vida su emancipación, como quien dice, todo está
justificado: hay que saber esperar y callar. A cada chango le llega su cacahuate” (Delgado,
1950) en palabras de él mismo. Entre chiste y chanza resultó ganador contra todo pronóstico.
Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre, como dicen, eso es saber jugar.
Alguna vez, alguien me contó que Héctor Ulloa (Don Chinche) decía que la suerte es como
una cometa, hay que saber cuándo soltar y cuándo halar y esta es la pura lógica de la fortuna
caprichosa que tal cual carrusel —otra rueda— siempre se sube y se baja. Así le pasó al
Culebrero:
Esa fue la época en que me gané las seis loterías, es el recuerdo más feliz de mi
juventud. Seis rifas y cada una valía cinco pesos. Qué alegría tan mierda, hombre
¡CINCO PESOS! Compré un cirio de cuarenta centavos pa’ sobornar a la Virgen, pa’
lamberle […] A los 8 días me gané otros cinco pesos. (Villegas, 1986, p. 64)
Ahora bien, esto le agrega un nuevo matiz al asunto. A través del contacto físico y/o
espiritual, podemos imbuirnos de la fuerza de aquello que favorece o no la suerte. En el caso
de Correa, fue la Virgen que, como respuesta a su plegaria y su ofrenda, lo colmó de gracia
para la victoria. Pero también funciona de otra forma, ¿se acuerda de Gutiérrez, el jugador
de naipe? Luego de ganar una gran cantidad de dinero, se le acerca Pedro, un estafador, y le
dice: “Usted dígame, che, ¿no le sobrarían algunos pesitos para ver detectar la suerte?”
(Gasnier, 2007[1933]). Más allá de su deseo de dinero, está presente la lógica de contagiar la
Fortuna para producir lo semejante —como sucede en la magia simpatética—, todo a partir
de un objeto que estuvo en contacto o le perteneció a la persona agraciada. Este mismo efecto
se genera en las personas, por ejemplo, en Encadenados, Mariluz (1982) hace referencia a
un amor que terminó siendo un martirio por el daño y el sufrimiento que ha acarreado. En un
punto canta “mi suerte necesita de tu suerte/ y tú me necesitas mucho más”, lo que revela una
correspondencia y un fluir de fortunas, siempre y cuando las partes permanezcan en contacto.
Toña la Negra (1995), en Amor perdido, nos muestra qué pasa cuando las fortunas se separan:
“Todo fue un juego/ no más que en la apuesta/ yo puse y perdí/ Fue un juego y yo perdí/ esa
es mi suerte/ Y pago porque soy buen jugador/ Tú vives más feliz/ esa es tu suerte”.
El amor es uno de esos eventos —como el juego— que encapsula a la perfección el universo
de sentido de la gente fregada y, en lo que atañe al presente ensayo, también refleja el
funcionamiento de la Rueda de la Fortuna. Por ejemplo, en Fallaste, corazón, María Dolores
Pradera (1994a) nos dice: “La vida es la ruleta/ en que apostamos todos/ Y a ti te había
tocado/ no más la de ganar/ Pero hoy tu buena suerte/ la espalda te ha volteado/ Fallaste,
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corazón/ no vuelvas a apostar”. Incluso se realizan semejanzas entre las cartas y las apuestas
amorosas, como lo hace Javier Solís (1963a) en As de Corazones:
As de corazones rojos,
en tus labios carmesí.
Dos de trébol en tus ojos,
con esas cartas perdí.
Tu boquita palpitante
es un As de corazón
La creía de diamante
Así las barajas son
O Las Hermanas Calle (2019b) en Carta Jugada: “Te di mi amor y mi vida/ sin que pudiera
pensar/ que fueras carta jugada/ que no se debía apostar/ por eso cuando ganaste/ te fuiste sin
regresar” y se refiere a un sacrificio hecho en vano, porque se ofrendó gratamente y recibió
a cambio dolor y penas. Sea el momento de dar paso a la mala suerte. Ya lo dijo el culebrero,
hay gentes que son de buenas y otras que son de malas, que nacieron saladas o las salaron
(Villegas, 1986, p. 18). Y la gente fregada es una de esas que, viviendo a la deriva del azar,
las persigue el Infortunio. Ya no es la suerte que atrae —salvo que sean sólo desgracias—,
también es la que repele el buen porvenir. Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la
llevo perdida escribió León de Greiff (s.f.) en su Relato de Sergio Stepansky y eso son los
fregados: una apuesta que ya está resuelta… y no es a favor. O que lo diga Gardel: “Por una
cabeza, de un noble potrillo/ que justo en la raya afloja al llegar/ y que al regresar parece
decir/ no olvides, hermano/ vos sabés, no hay que jugar” (2005[1935]) y este personaje, que
vuelve caballo a la mujer de sus deseos, nos revela el final inevitable de sus ilusiones y el
sentido general de su vida.
La gente fregada apuesta porque no tiene otra forma de existir. Apuesta día a día, apuesta lo
poco que tiene, su trabajo, su dinero, el tiempo y su propia vida. Apostar es jugárselas con
toda, es depositar confianza en el orden de las cosas y esperar que el sacrificio sea
correspondido. Es invertir fuerza con el fin de recibir fuerza. Usted pone, yo pongo, ambos
jugamos, uno gana y se lleva todo. ¿Qué le queda al perdedor? El juego, la profunda creencia
de que esta vez no fue suficiente, algo faltó o que no era pa uno, pero la próxima vez puede
serlo. Como todo juego, trae sus desdichas y sus gracias. Al fregado le gusta apostar, aunque
la lleve perdida y es porque no tiene otra opción. Tiene que levantarse con la ilusión de volver
a casa y despertar al día siguiente… y eso es lo que la vida le devuelve, precisamente: la
oportunidad, el “sigue intentando”. Esa es la lógica detrás del algo es algo, peor es nada, de
ganar aun perdiendo. Pero esto no quita el dolor, el resentimiento o la frustración de la
derrota.
— (Hermana Cecilia): ¡Ay, cada día es más difícil conseguir lo indispensable!
— (William Guillermo): Mejor dicho, en la olleta, pues. Créame que lo siento,
hermanita, es que esta vida si… ¿Sabe qué? Es un tango.
— (Hermana Cecilia): Sí, un tango. (Sánchez, 1982, cap. 50)
La descripción del paisa —William Guillermo— no sólo es precisa, sino toda una declaración
del sentir fregado. El tango es una herida abierta que brama dolor y pena, es la nostalgia de
lo perdido hecha canción. Eso es Yira, Yira de Gardel que en palabras de Enrique Santos
Discépolo, su compositor, es una canción de soledad y desesperanza en la que un hombre ya
adulto recién se desayuna con que los hombres son una fiera. Este tango comienza con la
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fortuna: “Cuando la suerte que es grela/ fallando y fallando/ te largue parao (…)/ la indiferencia del mundo/ que es sordo y es mudo/ recién
sentirás” (2005[1930]). Varias expresiones de este tango provienen del lunfardo, jerga “popular” argentina. “Yira” traduce gira, como lo hace
el mundo y la Rueda de la Fortuna. “Grela” se trata de una mujer, por lo general una prostituta, y en este contexto adquiere el significado de
defraudar, de ilusionar y no resultar. Y el “te largue parao” se refiere a dejarlo a uno sin lo que deseaba. Tal cual la suerte fregada. A lo anterior
sumémosle la historia de Suerte negra (2007[1935)]), una de las últimas canciones que grabó Gardel antes de morir y que fue publicada
póstumamente. Narra el devenir de un hombre que canta su desgracia, pues la mujer que ama se fugó con otro. Tras sentir el desespero de la
vida, dice: “Ayer me fui al cementerio/ con mi vida terminada/ pero yo soy de suerte tan negra/ que el portero… no me dejó entrar”. La suerte,
entonces, tras de que no favorece, se burla de los que no la tienen, como muestra Pepo en Náufrago, una historieta en la que él mismo se hace
caricatura y dialoga con su hijo, Condorito:
Historieta 4. Pepo, 2015, p. 17-18.
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Como dice Angélica María en La Basurita, “buscando oriente/ encontré el ocaso/ buscando
dicha/ encontré el dolor” (2001[1976]). Siempre hay una vuelta de suerte para la gente
fregada. Así le ha sucedido una y mil veces a Cantinflas, al igual que a Condorito y a Don
Chinche, siempre hay un ¡plop! que demuestra el giro de la Rueda de la Fortuna. Por
ejemplo, en Soy un prófugo (Delgado, 1946), Cantinflas y Carmelo son dos aseadores de un
banco que tienen como propósito gastar sólo uno de sus sueldos para ahorrarse el otro y
construirse una casita. En sus proyecciones, necesitan nueve años de arduo trabajo para
lograrlo, pero un día entran a robar el banco y el ladrón consigue hacerse con la suya.
¿Quiénes fueron culpados por el hecho? Cantinflas y Carmelo, quienes acaban en la cárcel y
después de fugarse para encontrar el verdadero responsable, son retenidos en una mansión
de estafadores que pretenden quitarles la supuesta fortuna. Esa es la suerte y el azar del
fregado, un juego en el que se comprueba que toda situación, por mala que sea, es susceptible
de empeorar, como dice Salom Becerra (1992[1969], p. 127).
Esto no implica que la gente fregada no se gane el chance o que a veces la suerte no lo
favorezca, sólo que es muchísimo menos probable que suceda, pero ocurre y es toda la ilusión
de una vida. El esposo de una de mis tías no tenía dinero para reunirse con sus hermanos, a
quienes no veía desde hacía mucho tiempo. Con desinterés y poca gana, hizo el chance y
ganó por la pata, es decir, porque alcanzó a caer el último número de la serie que apostó.
Justamente consiguió la cifra que necesitaba y con eso se fue, ni más ni menos. Es un tipo de
suerte que asegura la ocasión a ras, porque cuando devuelve con creces, la persona se vuelve
loca, pero eso es asunto de otro arcano. Por el momento, mencionemos una última expresión
de la mala suerte:
— (Maestro Eutimio) Pero tranquilo, socio, que trabajo no nos ha de faltar.
— (Don Chinche) Así sea por su buen deseo, socio, porque por ahora lo único que
no faltan son los problemas…
— (Maestro Eutimio): Tranquilo, socio, que en cualquier momento le llega su dicha.
— (Don Chinche): Sí, pero cuando no se necesita (Sánchez, 1982, cap. 69).
Y es que a veces pareciera que fuera necesario atravesar un sinfín de desgracias para que la
suerte se asome: “Todo puede llegar, pero se advierte/ que todo llega tarde: la bonanza/
después de la tragedia; la alabanza/ cuando está ya la aspiración inerte” acierta en decir el
poeta Julio Flórez (s.f.b). Esta desventura sólo puede producir el efecto de que la gente
fregada sea absolutamente recursiva y trate de hacerse cargo de su propia suerte a través de
una apuesta trabajada, fruto del esfuerzo y sujeta al azar. La suerte está echada es una
expresión recurrente que hace referencia a un hecho, decisión o disposición que ya se ha
determinado y no puede modificarse; es justo ese momento en el que usted ya lanzó los dados
y aún no han caído. En La estrategia del Caracol (1993) aparece mucho este refrán y es
porque deciden hacer lo imposible: trasladar toda una casa de un lugar a otro para evitar
quedarse en la calle. Es mejor arriesgar lo poco que tienen que resignarse a perderlo todo.
“Desdeñoso semejante a los dioses/ yo seguiré luchando por mi suerte/ sin escuchar las
espantadas voces/ de los envenenados por la muerte” acierta en decir Olimpo Cárdenas
(1982a). Y aquí es cuando aparece el último componente: el destino y los designios de Dios.
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Resulta que en este tiempo estaban esperando, en Cali, a Gardel, y un cliente me había
prestado cien pesos que dizque para que los comprara en boleta para yo revenderlas.
Y estaba yo en el parque Caicedo, sentado en el parque, cuando por radio habló Gardel
de Bogotá; y cantó una canción, como que fue Farolito o una cosa así. Y dijo “esta
canción se las dedico a mis amigos vallecaucanos, que mañana estaré en esa, si Dios
quiere; porque el hombre propone y Dios dispone” —me acuerdo mucho que dijo
Gardel—.
Cuando al otro día, aquí en Medellín…
Se destutanó. (Villegas, 1986, p. 87)
Aunque destino y apuesta puedan parecer cosas contrarias, para los fregados son dos asuntos
que se complementan: Gardel propuso, pero Dios no dispuso. Ahí murió el hombre y nació
la leyenda. “En un libro los dioses escribieron/ las cosas malas y las buenas que vendrán/
Destino por nombre le pusieron/ y es la ley del más allá” nos dice el Grupo Miramar
(2006[1976])… entonces el día en que Gardel tenía que morir era ese y no otro, ya estaba
escrito, Dios lo decidió así, aun cuando para el argentino fuera una cuestión del azar y para
muchos de mala suerte. En cualquier caso, nadie se muere la víspera, reza el refrán,
puntualizando en el hecho de que todos tenemos una hora y nada podrá hacer que no se
cumpla. Una de mis tías dice que “la vida es como una planilla en la que todo se marca, hasta
el día final” (Anotaciones de campo 2021, Aleyda) y responde a la misma lógica de la
voluntad divina y el azar. Si hay algo supremo, es el destino: “si escrito está que seas feliz/
feliz serás/ pero en cambio si el destino te condena/ entre penas vivirás” continúa diciendo
Miramar. La suerte está echada, Dios la echó y, como desconocemos el resultado, sólo nos
queda jugar, como lo hizo Maradona en el Mundial de Fútbol de 1986. El 22 de junio de ese
año Argentina se enfrentó a Inglaterra, el país que unos años antes le había arrebatado Las
Malvinas, lo que significaba una forma distinta de salir victoriosos en una guerra que a son
de hoy les resiente. Durante el segundo tiempo, Maradona anotó uno de los goles más
polémicos y emblemáticos de la historia del fútbol, con la intención de darle un cabezazo al
balón para cambiarle la trayectoria y guiarlo hacia el arco del adversario, por azares del
destino, el argentino recibió la pelota con un puñetazo, consiguiendo anotar y descalificar al
equipo inglés del Mundial, pues los árbitros lo avalaron. Lo interesante del asunto está en las
palabras de Diego Maradona al final del partido, quien afirmó que había anotado un poco
con la cabeza y un poco con la mano de Dios. Esto es pura lógica de gente fregada: apuestacabeza, azar-mano, destino-Dios. Los tres en un mismo momento, impulsados por la suerte.
Tiempo después, con la eventual soberbia por la fama, el jugador sacó a Dios de la ecuación
y se adjudicó el gol por completo a sí mismo y aun así entraría en el razonamiento fregado:
la pura apuesta y la diosa Ocasión.
La suerte y el azar sólo existen en el plano mundano. El destino es cosa de arriba y es el que
domina, el que le da orden al azar y carácter a la suerte. ¿El libre albedrío? Es el presente, es
su apuesta, pero el futuro y el pasado ya están jugados. Hacerse el chance es creer
reiteradamente que se puede ganar porque tal vez es la oportunidad que está escrita para uno.
Si no sale, es que no era pa uno, como dijo mi hermana, porque si lo fuera, nadie se la quita,
es cuestión de una directriz mayor. Alguna vez un indígena al que le compré unos anillos me
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soltó un número de cuatro cifras. Corrí a decirle a mi hermana para que se jugara el chance
o lo que quisiera, pues según mi lógica, ese número no aparecía en vano ni se había grabado
en mi mente con total claridad porque sí. Salió, pero con la cifra revuelta, combinada.
Dejamos el asunto atrás, hasta que un día que parecía de buena suerte bromeé diciéndole que
pagaba hacerse un chance. Con total seriedad me dijo: “Hágaselo, el número ese que me dijo
alguna vez, a lo mejor sea la fortuna suya, que sea su suerte y no era para mí” (Anotaciones
de campo 2022). Ante mi impresión, continuó: “En serio, a lo mejor el destino le está
indicando que es usted la que lo tiene que hacer para que gane y no yo. No es para que lo
haga todos los días, pero si se lo dieron fue por algo. Además, desde que se lo dieron no ha
caído porque yo mantengo mirando”. Y así, como si de nada se tratara, me reveló el
significado completo, de pies a cabeza, de la Rueda de la Fortuna. Quizá, cuando yo misma
le juegue y le tire plata, gane porque es mi destino, así como estaba escrito que mi familia no
iba a morir en Armero y que a Condorito tenían que atracarlo:
Historieta 5. Pepo, 1971b.
Entonces Dios, que es quien estipula cómo caen los dados, es responsable de los favorecidos
y desfavorecidos: “Óyeme Diosito Santo/ tú de aritmética nada sabías/ dime por qué la
platica/ tú la repartiste está mal repartida” dice El Combo de las Estrellas (2005[1976]), para
continuar con “Óyeme Diosito Santo/ en cuál colegio era que tú estudiabas/ Por qué a unos
les diste tanto/ en cambio a otros no nos diste nada” y tiene sentido porque las condiciones
en las que uno nace ya configuran una vida de abundancia o de escasez. Como le sucedió al
desafortunado de Simeón Torrente:
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— ¡Este chino no se va a callar nunca…! ¡parece que supiera a dónde llegó!...
¡Pobrecito!
— Vea, misiá Zoila —replicó el Coronel Torrente, con voz ahogada por la cólera—
el hecho de que yo no pueda pagarle inmediatamente, no la autoriza a ofenderme.
Todo niño que se respeta, llora… ¡Vaya usted a saber por qué…! Además, este
muchachito llegó a una casa pobre pero honorable… ¡Ha de saber que yo peleé
en Palonegro…!
— Pero Coronel… —repuso en tono melifluo misiá Zoila— si yo únicamente quise
decir que parecía que el niño supiera que había llegado a este valle de lágrimas…
— ¡Qué valle ni qué ocho cuartos! —tronó el Coronel—. Yo la conozco mucho a
usted. Por algo la llaman “La Víbora”… Usted quiso decir que el niño lloraba por
haber llegado a esta casa… ¡Y sepa y entienda que yo no le aguanto indirectas a
nadie! ¡Y hágame el favor de retirarse, que cuando me paguen… le pago! (Salom
Becerra, 1992[1969]), p. 18)
Las palabras de misiá Zoila resultaron ser un presagio de toda la vida de Simeón y las del
Coronel no son más que el estandarte de los fregados: “el ser pobre es un orgullo/ porque es
designio de Dios” (Grupo Miramar, 2006) Es una cuestión de honor el padecer un destino
fatal y llegar al final con la integridad del que ha soportado una condena sin caer en la
delincuencia: “juega con tus cartas limpias/ en el juego de la vida/ al morir nada te llevas/
vive y deja que otros vivan” cantó Daniel Santos (2013[1953]). Ese es el único consuelo que
le queda al fregado, haber conseguido triunfar sobre la vida y morir para acercarse a Dios:
“Adiós, muchachos, ya me voy y me resigno/ contra el destino nadie la talla” (Gardel,
2005[1928]). El destino es, entonces, una ley que condena a los y las fregadas a una vida de
fatalidad y por esto mismo es que son jugadores empedernidos, porque tienen que retarlo día
a día para poder sobrevivir. Entonces se llenan de fuerzas: la de la suerte, el azar y la de su
propia apuesta. Suerte para atraer o repeler. Azar para coincidir o alejar. Y su apuesta, para
poder ganar.
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Esta es la vida suspendida, que se mantiene colgada por habilidad, ingenio y esfuerzo.
¿Soltarse de ella? Además de imposible, es inmoral. Entonces sólo queda una opción:
aprender a lidiarla, aunque estemos de cabeza. Estar colgado es una expresión que tendemos
a usar para decir que hay una gran responsabilidad que nos ata y que, por vasta, el tiempo
parece no alcanzar para abordarla del todo o cosechar los frutos de la faena. Este arcano que
es tanto personaje como descripción de un estado, nos habla del trabajo… o mejor aún, de la
necesidad y obligatoriedad de este si uno pretende seguir existiendo. La vida del fregado
pende de un hilo y ese hilo es el trabajo. Las manos desatadas no son más que la
representación de la fuerza invertida, dedicada y culebrera.
Uno nace en un entorno fregado y se hace fregado. Es un sistema que se reproduce a sí mismo
y obra como un mecanismo de supervivencia. El destino parece no estar a favor y por lo
mismo, la vida hay que prolongarla, incluso haciendo lo imposible. Esto es una continuidad
que empieza desde la gestación y termina el día en que, si Dios provee, consiguen enterrarlo
a uno. Ser la basurita del mundo es ser objeto de deshecho y de desprecio, es una tristeza
que embarga hasta a los seres más minúsculos e inocentes: “Cuando vine al mundo/ yo nací
llorando/ ¡Ay, Dios! Desde entonces/ sigo llorando” canta Angélica María (2001[1976]) para
decir después: “¡Ay! Cuánta amargura/ siento al acordarme/ Cuando era niña/ faltó hasta el
agua pa’ bautizarme”. Los niños fregados son seres despojados en vida de su condición de
ángeles, prohibiéndoles el placer, el juego y la dicha. Están atados desde su nacimiento y
portan su pobreza como una condena injusta, pues son conscientes de que aún siendo puros,
hay una gran distancia entre ellos y un niño nacido en cuna de oro: “Sólo puede ser feliz —
en la infancia y a cualquier edad— quien posea bienes y tanto más feliz será cuantos más
bienes posea” declara irrefutablemente Álvaro Salom Becerra (2013[1975], p. 27) y es así
porque el que mora con descanso y comodidad en su lecho, no tiene que estar colgado a nada.
Emma Reyes nació el 9 de julio de 1919 en Bogotá y en su libro Memorias por
correspondencia (2018) narra su infancia con la fidelidad de la niña que padeció la pobreza
y con el dolor de la mujer que recuerda su infortunio. Emma se crio en un ambiente hostil y
huérfano: “en esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte”
(2018, p. 15). Esta triada, que parecen palabras elegidas al azar, reflejan todo un escenario:
alimento que escasea por la falta de dinero; frío por la carencia de amor y trato digno, y
muerte por ser la inmundicia de la vida, pues esta se encarniza en acabar con el que menos
tiene. Siendo así, los niños fregados no tienen derecho a su infancia y sufren la existencia
como cualquier adulto: “¿Joven? —preguntó Simeón— Nunca lo he sido. Los pobres no
tenemos juventud” dice uno de los personajes de Álvaro Salom Becerra (1992[1969], p. 209).
La vida los obliga a ser constantes en sus esfuerzos, siendo ella persistente en sus desgracias.
Tratar de sobrevivir es una labor de tiempo completo y consume tanto el alma como el cuerpo
en igualdad de condiciones, y esta supervivencia está marcada por el trabajo. Es la completa
ironía de ganarse la vida perdiéndola (Salom, 2013[1975]).
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“¡Todos los hijos del pueblo tenemos una misma madre: la miseria!” (Zapata, 2008[1960],
p. 121) dijo Rengifo, un policía que desertó porque sentía la convicción de que su trabajo iba
en contra de sus principios y raíces. Y es cierto, la gente de a pie es forjada con dureza, es
enseñada a soportar penas y a aceptar con resignación su lugar en el mundo. Son expuestos
desde muy pequeños a sensaciones y escenarios de suprema miseria, sea material, moral o
espiritual. Así le pasó a Emma:
Yo seguía amarrada a las plantas y con la cara pegada a la tierra, creo que en ese
momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia y que un niño de cuatro años
puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las
entrañas de la tierra. (Reyes, 2018, p. 60)
Esa fue su reacción cuando Betzabé, una criada que se encargó de ella durante sus primeros
años de vida, dejó abandonado a su hermano, apenas un bebé, en la puerta de alguna casa por
órdenes de la patrona. Es el hecho mismo de deshacerse de una vida porque no es conveniente
o útil. “Cuánta tristeza me da ver/ que tienen hambre, que tienen frío/ No conocen la felicidad/
siempre han vivido en el olvido” canta el Grupo Miramar (2006[1978]) en su canción Pobres
Niños y es relevante porque el abandono o el descuido es un intento de suprimir la existencia
presente y futura de alguien para relegarla al pasado. A la misma Emma le sucedió unos años
después: su cuidadora —que no es madre, porque madre es la que sacrifica su vida— la deja
botada en una estación de tren junto con su otra hermana, Helena, por irse detrás de un
hombre. Para ella, sus hijas representaban una dificultad que decidió dejar en manos del
destino.
Emma y Helena sobrevivieron, así tal cual. Por azares de la vida acabaron en un convento,
no muy distinto al ambiente en el que nacieron. Aunque había techo, el hambre, el frío y la
muerte continuaron signando sus vidas y a esta desafortunada ecuación se le sumó un nuevo
componente: la necesidad del trabajo.
Nuestras vidas estaban dirigidas a dos únicos fines que marchaban al mismo tiempo:
trabajar al máximo para ganar lo que nos comíamos y, según las monjas, salvar
nuestras almas, protegiéndonos de los pecados del mundo, pero el precio que
pagábamos para salvar nuestras almas representaba para nosotras diez horas de
trabajo por día. (Reyes, 2018, p. 124)
Del mismo modo le sucedió a Francisco Correa Múnera, el Culebrero, “esa infancia fue de
lo más duro que se pueda uno imaginar […]. Ya cuando empecé a trabajar, desde muy
chiquito, pues desde los ocho años, ya sabía yo lo que era trabajar y pagarse uno un almuerzo
con su propio trabajo” (Villegas, 1986, p. 52). Si nos fijamos bien, ambos testimonios
vuelven al alimento y esto no es mera coincidencia. El cuerpo puede lidiar con el frío, sea el
físico o el anímico, pero el hambre y la muerte son una cuenta aparte. La primera obliga a
habituarse a la compañía constante de la segunda y ambas cumplen el único propósito de
corroer con fuerza los huesos y los principios. En este escenario, los niños se ven obligados
a intercambiar su tiempo y esfuerzo por una calma relativa en sus necesidades. Después, con
el tiempo, descubrieron la falla, al igual que Comegato:
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Historieta 6. Pepo, 1971a.
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El trabajo es un arma de doble filo porque al tiempo que figura como el inestable salvavidas
de la miseria, garantiza que los de abajo permanezcan abajo y que los de arriba continúen
subiendo. Las ganancias del convento eran producto del esfuerzo de todas las niñas que eran
dejadas allí por ser inconvenientes de una u otra manera. Eran enseñadas a horarios extremos
y retribuidas con un mísero plato de comida que no alcanzaba a saciar el hambre. Al mismo
tiempo, las monjas superioras gozaban de excesivas comodidades y alimentos de calidad.
Algo que las niñas llegaban a entregar por voluntad propia era al mismo tiempo arrebatado
por las monjas en su propio beneficio. El trabajo representa entonces una paradoja: la
posibilidad de tener otro día de vida y la obligación de tener que estarlo para trabajar.
Ese día me di claramente cuenta de que en el convento, como más tarde lo comprendí
en el mundo, la humanidad se dividía en clases sociales y el poder sólo lo podían tener
los de las clases privilegiadas […]. Esas tres señoras representaban la aristocracia y
el resto éramos la chusma. (Reyes, 2018, p. 169)
Chusma necesaria para que la maquinaria del convento funcionara. Eventualmente, Emma
—que era una ficha más— se volvió necesaria por su habilidad en los bordados, aún así, en
cuanto se equivocó, fue reemplazada por otra. Entonces, los niños fregados aprenden desde
muy pequeños a aceptar y lidiar su condición, a reconocer sus alcances y limitaciones, pues
conviven con ellas todo el tiempo:
Y como alelados [los niños] contemplando unos balones como algo inalcanzable y a
mí me dio un pesar. Bueno, claro que también para mí lo serían en este momento,
pero es que ellos son niños, además, uno ya se ha acostumbrado a resignarse ante lo
inalcanzable. (Sánchez, 1982, cap. 38)
Estas palabras del Doctor Pardito, personaje de la novela de Don Chinche, son el reflejo de
una infancia y una adultez rodeadas por la opulencia, pero no la propia. Es la imposibilidad
encarnada, la falta constante de cosas… el estar colgado de plata y de oportunidades. Pero la
gente se las ingenia, no todo es tristeza. En medio de la monotonía tormentosa, los pequeños
y escasos placeres parecen tesoros de la memoria, verdaderas reliquias que le dieron y le dan
calor al alma. Así lo fue para Emma el recordar cómo jugaba con sus amigos en el barrio que
la vio nacer: “Todos nuestros juegos eran alrededor del general Rebollo […] por días y días
sólo vivimos alrededor de su tabla, a veces lo hacíamos pasar por bueno, otras por malo, la
mayor parte del tiempo era como un ser mágico y lleno de poder” (Reyes, 2018, p. 14). El
general Rebollo fue un muñeco creado a partir de basura, quien tuvo ceremonia de bautizo y
un funeral digno, a diferencia de muchos de los niños que lo crearon. En este personaje
místico, encarnaron sus deseos, miedos e ilusiones, y a todos les ahuyentó el frío. Fue el
descanso de jornadas laborales extenuantes, así como de malos tratos paternos.
El trabajo en la vida fregada, como nos explicó Emma, cumple funciones materiales y
espirituales. Se erige como el medio por excelencia mediante el cual redimen sus culpas y
pecados, pues los honra y gratifica. Alguna vez publicaron una edición especial de Condorito
en conmemoración de sus 66 años de existencia: Condorito al desnudo (2015). Allí, Pepo,
su creador vuelto caricatura, dialoga a la par con su hijo, como él lo llama. En una de esas
conversaciones dice lo siguiente:
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— (Pepo): ¿Viste que eres subido por el chorro? Por eso te hice humilde en un
principio.
— (Condorito): Oye, pero he tenido que trabajar muy duro todos estos años. Me has
hecho mozo, sabiendo que los zapatos me aprietan las patas a morir.
— (Pepo): Recuerda que el trabajo dignifica. (p. 5)
La dignidad aquí no es un juego, mucho menos una arbitrariedad. Es la bandera alzada con
orgullo tras un combate diario por hacerse un lugar en el mundo, por rechazar todos los malos
tratos que son justificados bajo el estandarte de que todo lo pobre es robado. Es un llamado
al reconocimiento de humanidad: Ahí tienen su hijueputa casa pintada, dejaron grabado
todos los inquilinos de La Estrategia del Caracol (Cabrera, 1993) después de volar su casa
—literalmente— y burlarse de quienes querían despojarlos de su hogar. El trabajo dignifica
porque es el mecanismo mediante el cual se establece la distancia con el delincuente, para
acercarse a Jesús de Nazaret, quien cargó su cruz y fue recibido en el Cielo por el Supremo.
Jesucristo es una figura relevante, pues encarna el ideal de hombre fregado. En medio de un
día lluvioso en Bogotá, Simeón Torrente se encaminó a la iglesia Santa Bárbara a hacer su
primera comunión… sin que nadie lo supiera, ni siquiera el cura. Cuando comulgó, esto fue
lo que sintió: “El Divino Huésped entró a su casa. Ahora ya no estaba solo. Lo acompañaba
otro pobre. El hijo del carpintero de Nazareth; el que había recorrido bajo el sol y la lluvia
—hambriento y haraposo como él— los caminos de Galilea” (Salom, 1992[1969], p. 47). La
identificación es clara: Jesús resulta ser mucho más cercano que Dios. Del mismo modo fue
para Filiberto y Romualdo, otro par de niños desafortunados:
Jesús era de los mismos. Hijo de un artesano como ellos. Nacido en un pesebre
semejante al tugurio que los había visto nacer. Su niñez también había sido de
privaciones y trabajo. […] Entre gentes hambrientas, enfermas y haraposas había
transcurrido su vida en la tierra. Había sido además el defensor de todos los oprimidos
y explotados y el acusador implacable de los verdugos y los explotadores. Jesús no
era para ellos el hijo de un Dios, un personaje mayestático e inaccesible, sino un
caudillo revolucionario, un compañero de lucha y de infortunio, una camarada en el
dolor y la esperanza. (Salom, 1977[1973]), p. 44)
Los 33 años de Jesucristo son la expresión de miles de vidas lamentables en el mundo. Sus
enseñanzas y acciones constituyen un ejemplo de resistencia, pues a semejanza de ellos, tuvo
que soportar la furia humana y reclamó dignidad para él y los suyos. Es un sentido total de
pertenencia y de ahí la importancia de lidiar con humildad la existencia bajo la promesa de
la vida eterna, como lo muestra este diálogo de Si yo fuera diputado (Delgado, 1952), una de
las películas de Cantinflas:
— (Don Juan): Y las verdaderas satisfacciones de la vida no las proporciona el
dinero.
— (Cantinflas): Pues no las proporcionará, oiga usted, pero sí ayuda mucho, pa qué
lo negamos
— (Don Juan): Recuerde el evangelio: bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia porque ellos serán hartos.
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— (Cantinflas): ¿Hartos? ¡Hartísimos! Muchísimos los que tienen sed y hambre, tío
Juan.
Como vemos en las palabras de Cantinflas, la aceptación del camino del Divino Niño no
implica una resignación total a la pobreza. Más bien, opera como un mecanismo que los
impulsa a avanzar y lidiar la tormenta con mayor convicción. Así fue para Simeón Torrente
(Salom, 1992[1969]), a quien la fe le tambaleó no una ni dos ni tres, sino incontables veces
en toda su vida, a pesar de que Jesús y todo su dolor fueron enseñanza y fortaleza permanente
para él: pero el Hijo de Dios, por lo demás pobre y hombre, también dudó de su Padre en el
último momento y tanto Simeón como Jesucristo retornaron a Él, porque es el consuelo de
los tristes y los afligidos.
Entonces el trabajo es tanto alimento espiritual como material, por lo que demanda del
máximo esfuerzo. Entre usted más trabaje, más cerca estará de merecer el Cielo y mejor
persona será. “Yo, como buen idiota, era buen trabajador. Pertenecía a esa legión infinita de
imbéciles que creen sinceramente que el trabajo dignifica” dice Bernabé Bernal (Salom,
2013[1975], p. 130), quien pasó años trabajando para las cloacas de la burocracia, que era la
manera en la que se refería a las entidades del Estado. Su papel, en medio de todo, fue
fundamental: trabajó con el fin de honrar la verdad y la justicia, contribuyendo al bien de
miles de ciudadanos. Nunca sucumbió ante un soborno, a pesar de encontrarse rodeado de
corrupción. ¿Por qué legión de imbéciles? Porque son los que obran con bien… y sólo reciben
el mal. Bernabé pudo haberse hecho rico, pero prefirió ser honrado y esta decisión tiene
sentido porque a fin de cuentas la dignidad es lo único que verdaderamente poseen por
completo los pobres. Nadie podrá arrebatarles la conciencia limpia, aunque estén tras las
rejas.
La pobreza es una verdadera desgracia y tragedia, pues acarrea mucho sufrimiento debido a
que el dinero siempre es escaso, aunque se trabaje arduamente. En Jornalero, Pepe Aguirre
(2020) nos cuenta de un hombre pobre que ha tenido que entregar su vida al trabajo:
Trabaja y trabaja semanas enteras
tirando la fragua, golpeando el cincel.
Hoy cumple veinte años de dura tarea,
veinte años de yugo en el mismo taller.
Recibe amarguras como recompensa,
hasta el desahucio por su vejez.
Este es el premio que muchos reciben,
premio que brinda el instinto burgués.
Los ricos se enriquecen a costa del empobrecimiento de la gente trabajadora y este jornalero
no es sino la expresión de miles de millones de personas en el mundo. Así funcionan las
cosas: “la humanidad se divide en trabajadores y hombres de trabajo. Los trabajadores son lo
que trabajan y los hombres de trabajo son los que no trabajan y viven del trabajo de los
trabajadores” (1977[1973]) estableció Clímaco Arzayús, un hombre de trabajo, claro está. El
esfuerzo constante y desmesurado deja marcas en los cuerpos, ya sea en forma de manchas,
arrugas, canas, cicatrices, callos, jorobas, torceduras, enfermedades y otras variantes. Es
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gente que envejece prematuramente por cargar en sus huesos, músculos y espíritus el cansancio de
una vida que se escapa con cada suspiro de desilusión. La única satisfacción que obtienen es la de
un trabajo bien hecho, que “es el supremo placer de los imbéciles” diría Bernabé (Salom,
2013[1975]). El costo de ese placer es altísimo:
Historieta 7. Pepo, 2010a, p. 61.
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Todero es la manera en la que llamamos a aquella persona que tiene como oficio muchos
oficios. Curiosamente, es uno de los trabajos más exigidos y, por ende, peor remunerados.
En todos los casos, se trata de labores manuales y cotidianas, tanto que quienes las abordan
se consideran poco indispensables, como si cualquier persona pudiera hacerlo si así fuera su
deseo, pero la verdad es que ni lo uno ni lo otro. Es gente que se conoce por su trabajo, más
no por sus rostros o nombres, pues pasan desapercibidos. Lo cierto es que el todero es quizá
la labor más importante de todas, ellos y ellas son el verdadero motor del mundo. Los
hombres, por lo general, son maestros de construcción, que es lo mismo que decir plomero,
cerrajero, electricista, soldador, mecánico, etc. También los hay zapateros, tinterillos,
culebreros, meseros y todos esos que referenciamos únicamente al momento de encargar
trabajos, pues se olvidan tiempo después. Las mujeres son cocineras, niñeras, amas de casa,
parteras, tejedoras, cajeras, secretarias, placeras, sirvientas, enfermeras y más, mucho más y
puede que todo a la misma vez. Es gente voluble, que se acomoda a las circunstancias y
asume cualquier rol conforme se amerite, de ahí que Cantinflas y Condorito, en cada película
e historieta, respectivamente, encarnaran labores diferentes.
“Claro que este oficio lo coge a uno, en primera medida, por la ignorancia, porque uno no ha
estudiado nada. También por la pobreza, porque un hambre es espantosa” (Villegas, 1986, p.
66) explicó el Culebrero. Entonces, el todero llega a serlo por experiencia y consigue hacerse
experto en cada uno de sus oficios, pues esto le garantiza un abanico de posibilidades que
puedan salvarlo de la ruina extrema. Obviamente llegan a especializarse más en uno que en
otro, pero saben de todo, al fin y al cabo. Lo curioso del asunto es que muchos de estos
trabajos, como el de sobandero, tinterillo y maestro, terminan siendo un reemplazo del
médico, el abogado y el ingeniero, pues no sólo son más accesibles, sino que los superan en
confianza y amabilidad. A lo anterior sumémosle la eficacia: son tareas que están siempre a
la mano, que ameritan una intervención física y directa, como lo puede ser coser un remiendo,
preparar arepas o reparar una tubería. Son cosas que se hacen bien o se hacen bien.
Ahora bien, la experiencia no es algo que esté disponible a la vuelta de la esquina. Lograrla
exige muchos ensayos de prueba y error, así como cierta viveza y habilidad para cogerle el
tiro. El ingenio no está solo en aprenderse las fórmulas, sino en recitarlas con autoridad.
Mucho del poder del todero está en su nivel de credibilidad, que se evalúa en sus resultados
y en su capacidad para venderse. Este asunto es decisivo en un culebrero, por ejemplo, un ser
que —como el animal que le da el nombre— debe enredar, enroscarse en las mentes de quien
lo escuchan para convencerlos de comprar una de sus curas milagrosas:
La reconocida y maravillosa pomada indostánica con manteca de culebra, manteca
del oso negro, aceite de dragonero, aceite de pescada y mil un preparados secretos de
la selva. […] Vean la clase de gente que lleva mis productos, señores, nada menos
que el doctor me lleva tres, gracias doctor. […] Tres cajitas en diez pesos, del cielo
hoy llovió maná, en Colombia la pomada indostánica para toda la humanidad. Los
ancianos la bendicen y los niños la veneran y en Colombia, dice el caballero, esta es
una santa bendición del cielo. (Villegas, 1986, p. 29)
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Funciona igual en otros sentidos. Hay que ser lo suficientemente fregado para hacerse con la vida… y el dinero:
Historieta 8. Pepo, 1971b.
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Pero esta labor no es por lo general bien remunerada y mucho menos es fácil, peor aún en
una ciudad como Bogotá, en donde uno gana poco, pero le toca gastar mucho:
— (Maestro Taverita): ¿Qué, sacándole el jugo a la quincena, Rosalbita?
— (Rosalbita): ¡Ay, qué va! Usted sabe cómo está todo de caro. Apenas unas luces
y unas mediecitas y ya se me fue todo el sueldito.
— (Maestro Taverita): Dígamelo a mí. Yo que no tengo sueldo, muchas veces me
toca escoger entre desayunar o comprar los materiales… Por eso toda la vida me
ha tocado luchar a brazo partido. (Sánchez, 1982, cap. 4)
El Maestro Taverita y Rosalbita son dos personajes de una de las novelas más memorables
de la historia de la televisión colombiana: Don Chinche. En ella, se cuentan las aventuras y
desventuras de un grupo de vecinos de un barrio clase media-baja de Bogotá, todos ellos
gente fregada, luchada a brazo partido. Uno de los tópicos más frecuentes es la falta de trabajo
y es que esa es la otra cara del todero o de los oficios devaluados, pues no garantizan un
salario fijo, ni un contrato de permanencia, mucho menos una retribución justa y suficiente.
Es gente que vive del diario, que lucha por cubrir el presente, esperando que el mañana traiga
consigo mayor fortuna… pero como dijo Gardel en El día que me quieras (Reinhardt,
2007[1935]) “¡Pero cómo, señor, cómo, a quién pedir, a quién suplicar! ¿Trabajar? ¿Acaso
hay pan para todos los que quieren ganárselo? Meses y meses buscando trabajo […],
descendiendo a todas las miserias para comer”. El trabajo muestra entonces su parecido con
la diosa Ocasión, que a duras penas se cruza al frente de uno.
—
—
—
—
(Doña Doris): ¿No le gustan las maticas?
(Don Chinche): Lo que no me gusta es la olla.
(Doña Doris): Mejor dicho, las materas…
(Don Chinche): No, mejor dicho, la olla, Doña Dorisita, uséase la falta de mosca,
que en mi caso es falta de camello, uséase falta de ocupación laboral…
— (Doña Doris): Ay, maestro, qué pecao… pero piense en todos los que faltan que
no tienen empleo, caray.
— (Don Chinche): No, claro, entonces como todo el mundo está vaciao, yo tengo
que totearme de la risa porque no tengo ni cinco. (Sánchez, 1982, cap. 17)
Mal de muchos, consuelo de tontos, reza el dicho. La falta de trabajo es una preocupación
que prende todas las alertas, pues las deudas son muchas y el hambre no da espera. Don
Chinche, el personaje principal de la novela, quien es maestro de obra y mecánico, siempre
se refiere a esta situación como “la olla” y si pensamos en una de arroz, el rico sería quien
devora el contenido, dejando la pega para los pobres, quienes deben raspar y raspar para
conseguir por lo menos un grano. Eso es estar en la olla: encontrarse con lo poco, tener que
lucharlo y saber que muy posiblemente no haya nada para uno. Así lo describe Bernabé, por
ejemplo, “paralelamente conmigo avanzaba un perro callejero que los husmeaba [a los tarros
de basura] y hundía el hocico en ellos, en busca de residuos alimenticios. Lo miré con
simpatía fraternal. […] Ni él ni yo teníamos medios de subsistencia ni una profesión definida”
(Salom, 2013[1975], p. 100). Por eso es gente que se rebusca, que se hunde en las
profundidades del material con el fin de sacar provecho hasta de lo más inservible.
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Rebuscarse es un tipo de atención y de trabajo especial, es una habilidad, es dedicarse a encontrar
otras ollas, en donde se esté cocinando algo distinto y se alcance a raspar cualquier cosa. Rebuscar
es pedir rebaja o caminar cuadras y cuadras comparando precios para ver dónde es más barato. Es
sacarle el quite a la vida.
Historieta 9. Pepo, 2010d, p. 59.
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A propósito de la olla y del hambre, la comida es uno de los centros de la vida social de la
gente fregada. Compartir el alimento es ofrecer el trabajo realizado, es convidar las
desgracias y el sudor propio y ajeno con el fin de intercambiar calor. Rechazar un plato de
comida en este mundo es un insulto, pues hay mucha fuerza invertida en él. Varias veces se
le escuchó a Doña Bertica —una opita con una mano de oro por la sazón y quien es la
responsable de cocinar en el restaurante al que van todos los vecinos de Don Chinche—,
decir “perdonará lo pobre, pero es con todo cariño” y esto no es una cuestión meramente de
humildad. Es toda una declaración de clase: yo, que no tengo nada y que no gano mucho, le
entrego a usted todo lo que puedo, para que se llene y trabaje bien. Pasa lo mismo en miles
de hogares colombianos, incluido el propio, en donde las mujeres ofrendan fuerza con la
comida para recibir a cambio bienestar y agradecimiento.
Lo anterior es aún más relevante si nos ponemos a pensar en que la comida también se
distingue para ricos y pobres. Por eso el chiste de Cabellos de Ángel tiene sentido, así como
el cambio de dieta que tuvo que hacer Don Chinche después de encontrarse colgado de plata:
— (Don Chinche): De manera que a partir de mañana otra vez al proletario calado
con aguapanela.
— (Pastora la lora): Algo es algo, peor es nada, ra
— (Don Chinche): Sí, ese era el dicho de mi madrecita, pobrecita, pero es que no es
justo que tenga uno que estar aquí como quien ve llover y no se le requiera ni pa
un remiendo. (Sánchez, 1982, cap. 12)
La carne es un lujo, como lo son también la mayoría de las frutas y los vegetales. En cambio,
las harinas son de lo más accesible que hay, por eso es que se consumen tanto, además de
que son la fuente de energía por excelencia. Acá se acostumbra a comer papa, arroz y plátano
en un mismo plato, que se encuentran tanto en el seco como en la sopa. Es muy poco frecuente
la ensalada y yo creo que es de lo que más sobra en los restaurantes. De hecho, esta distinción
es la misma que hay entre un almuerzo ejecutivo y un corrientazo: el que tiene, que pague
por alimentos de mayor costo; el que no, que se conforme con lo que haya al día. Todo es un
asunto de trabajo, pues define qué tan lleno tiene el bolsillo y qué tan vacío el estómago.
— (Eutimio): ¿Usted cree que puede estar uno conforme sin hacer nada y viendo que
hasta el Doctor Pardito levantó puesto?
— (Don Chinche): Ah, pero socio, tampoco compare, porque el Doctor Pardito es…
doctor. En cambio, nosotros somos maestros.
— (Eutimio): Por eso, yo también sé trabajar y qué culpa si no cae trabajo. (Sánchez,
1982, cap. 41)
El desempleo es un problema común y esto es lo que lo hace aún más crítico. Trabajar deshoja
la flor de la vida y cuesta mucho sudor, pero es necesario hacerlo. Cuando hay abundancia
de escasez, como dice Don Chinche, la situación se pone crítica… tanto, que no hay nada
que hacer. Y ya que esto sucede reiteradamente, al pobre se le achanta que vive atenido, que
es vago y, tras del hecho, exigente. Y la verdad es que cuando no hay opción, la única
alternativa es reposar y esperar.
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Historieta 10. Pepo, 2010c, p. 75.
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Trabajar no es una opción, pero si lo fuera, muy seguramente muchos decidiríamos no
hacerlo:
— (Cantinflas): No más no ofenda, jovencita, que aquí también hay dignidá.
— (Paz): ¿Y si la tienes por qué no trabajas? No hay nada más noble ni que dignifique
más al hombre ni que sea mejor que el trabajo.
— (Cantinflas): Qué va, chinita. Mira, no más te voy a decir una cosa: ¿Trabajan los
ricos? A que no. Entonces si el trabajo fuera bueno ya lo tendrían acaparado los
ricos y entonces no más ellos trabajarían. (Bastillo, 1940)
Este es un diálogo de la película Ahí está el detalle de Cantinflas, quien como siempre hace
el papel de enamorado, sólo que esta vez de una sirvienta, Paz, quien labura en una casa de
ricos y le guarda siempre una porción de comida para él a escondidas de sus patrones.
Cantinflas no hace nada y ella le insiste que comience a hacerlo para que se puedan casar.
Pero la respuesta siempre es negativa y lo es por el desengaño, la resignación y la falta de fe:
¿de qué sirve trabajar, si nunca alcanza? ¿acaso no vivo igual de hambriento cuando trabajo?
Estos estados son frecuentes en la gente fregada, pero no pueden darse el lujo de que sean
demasiado largos, pues corren el riesgo de perderlo todo… que no es nada, pero es lo que
hay.
Esto último se complementa con la viveza, el ser astutos para sacar provecho de las
situaciones. Cantinflas tenía a Paz, como Condorito siempre tuvo a Chuma y Don Chinche a
Eutimio. Siempre hubo alguien de quien pudieran sacar algún tipo de provecho,
principalmente en lo que se refiere al dinero y la comida. Aunque pueda parecer deshonroso
y deshonesto, lo cierto es que estos vínculos son claros. Nunca se esconde el principio
material de la relación, porque se sabe de antemano que es entre pares y que, además, no es
el único motivo que los acerca. Entre Cantinflas y Paz había amor. Condorito y Chuma
guardaron compadrazgo. Don Chinche y Eutimio fueron socios y compartieron las ganancias
del “chalet”, es decir, el garaje que tienen como taller de trabajo. Siempre hay una
reciprocidad basada en el cariño, pero esto funciona distinto cuando es con gente pudiente.
Ahí surge el fregado y el reclamo justo por su labor y condición, aunque no haya hecho
mucho. Es una cuestión de honor: los ricos se lucran con la vida del pobre, da lo mismo
engañar a este o aquel, todos son lo mismo.
El trato era que yo le arrendaba un local de esos y ella me daba un millón de pesos.
El compromiso ella lo hizo creyendo que yo no iba a poder, ¿me entiende? Pero
entonces yo ahí me moví y conseguí un contacto. Ahí comenzó la pelea. Que yo para
qué necesitaba tanta plata, que quién sabe cómo fue que logré sacar eso. Yo le
expliqué y a la final terminó dándome eso como de mala gana. Pero yo no entiendo:
si ella fue como yo, es decir, pobre, arrastrada, ¿por qué se comporta así conmigo?
¿qué tiene contra mí? Es como si humillarme le sirviera pa tener más plata, pa mostrar
que no necesita y yo sí, como pa alejarse de uno. Entonces yo también le hago lo
mismo, ¿me necesita? Que se espere. A veces hasta le legalizo horas de trabajo
fingiendo estar en la oficina y en realidad ando saliendo tarde.
Historia de campo, Anónima.
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La gente se ha atrevido a llamarle a esta actitud “malicia indígena”, que es algo que sólo le pasa a
los de abajo, a los necesitados y viene del pensamiento de que los indígenas siempre están tratando
de sacarle a uno algo, de cobrarle más o engañarlo. Y si acaso es así, digo yo, es porque está en
juego su honor y pretenden reclamarlo. El testimonio es de una mujer que ha trabajado como
secretaria por más de cinco años en una misma empresa. A son de hoy, no cuenta con contrato ni
salario fijo. No consigue ganarse ni siquiera un mínimo. En retorno recibe humillaciones y
desprecios de su patrona que irónicamente, está más amarrada a la plata que ella. No se trata de un
robo, la mujer está reclamando el precio justo de los malos tratos y de otras tantas veces en que la
señora se negó a pagarle. Es un rencor de clase que siempre pasa factura, porque tal cual deuda se
acumula hasta que consigue saldarse.
Historieta 11. Pepo, 2010a, p. 84.
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La gente fregada es gente de deudas. Es un elemento fundamental en la supervivencia, así
como en el orden social. Las hay de muchos tipos: laborales, amorosas, familiares,
comerciales, entre otras. Por lo general opera como un mecanismo mediante el cual se recibe
algo y, ante la imposibilidad de corresponder, se queda comprometido el nombre y la
reputación. “No es ningún pecado deber y menos en estos tiempos. El que esté libre de
culebras que tire la primera piedra” establece el Doctor Pardito (Sánchez, 1982, cap. 51).
Ciertamente la culebra es un animal poderoso, puesto que aparece una y otra vez en distintos
contextos y con igual diversidad de significados. Acá viene a denotar deuda y es preciso
porque invoca la extensión, el peligro y lo engañoso del animal, que caza salarios y aprieta a
su presa como una boa constrictor. Aún con esto —o quizá debido a ello—, no deja de ser
atractiva a la vez que necesaria y frecuente. A fin de cuentas, la plata no sirve más que para
complicar la vida: la enreda hasta que la ahoga.
En el capítulo 39, Don Chinche se dirige al teléfono a hacer las llamadas de todos los días:
el cobro de tantos trabajos que hizo y que nunca le fueron pagados. Cuando comienza a
marcar, canta, precisamente, Deuda de Julio Jaramillo (1951):
Por qué tú eres así
El alma entera te di
y te burlaste tranquilamente
de mi pasión.
Si triunfa el bien sobre el mal
y la razón se impone al fin
Sé que sufrirás
porque tú hiciste sufrir mi corazón.
Es una deuda que tienes que pagar
como se pagan las deudas del amor
Es un juego de analogías. Usted que me debe, tendrá que pagarme algún día, cuando las cosas
se ordenen. Pagar es corresponder lo que quedó pendiente, para saldar su nombre y su honra.
Así tal cual es la práctica del fiado. Implica la confianza del vendedor y una responsabilidad
en el comprador. Fiar es quedar pendiente en la totalidad o parte del pago, lo cual puede
llevar a la adquisición inmediata del producto o servicio, como también a dejarlo “pisado”.
Esto último se aclara con una imagen: hagamos de cuenta que usted pisa una hoja, pero eso
no garantiza que sea suya, de hecho, si levanta el pie, muy seguramente se irá volando,
entonces usted de a poquitos contribuye para cogerla, hasta que la tiene por completo en sus
manos. En los negocios, se paga un abono cada tanto bajo la condición de que el vendedor
los reserva para usted, como le pasó al Culebrero:
Compré de contados unos zapatos […] Costaban 1.50 y yo pisé el negocio con 10
centavos y continué dando de a 5 […] cuando ya completé un peso, llevaba a mis
amigos y con orgullo les mostraba los zapatos que estaban exhibidos en la vitrina y
les decía: Vea hombre los zapatos que estoy pisando. El día que acabé de pagarlos y
me los puse me fui orgulloso pa’ Guayaquil y me emborraché. (Villegas, 1986, p. 6)
42
Estar en deuda equivale a hallarse en un lugar incómodo, en el limbo —que no es aquí ni es
allá—, es encontrarse atado, como quien jura un compromiso que sólo puede consumarse
cuando la obra esté completa: el día que usted paga sabe que puede volver a deber. Es un
ciclo que no termina y se reanuda constantemente. ¿Que por qué la gente fía? Que nos lo
explique Cantinflas en el El portero (Delgado, 1950):
— (Lechero): ¿Usted cree que el patrón acepte?
— (Cantinflas): Pues si no acepta es pior, porque pierde el dinero y pierde al cliente,
mientras que si acepta a lo mejor pierde el dinero, pero conserva al cliente que es
lo principal.
Y así la deuda se configura y se vuelve algo cotidiano, que no por ello deja de incomodar,
pues siempre está el límite: cuando ya comienzan a asfixiarlo a uno. Al coronel Epaminondas
y a su hijo Simeón Torrente la culebra se les alargó demasiado hasta que terminó
enrollándolos por completo y fue así porque el uno y el otro vivían en medio de la necesidad.
Alguna vez el patriarca se aventó a escribir una carta a sus acreedores, que comenzaba con
el siguiente artículo: “1o. Que [el suscrito] no desconoce ni trata de eludir las obligaciones
que ha contraído y que, con la ayuda de Dios, seguirá contrayendo para subsistir” (Salom,
1992[1969], p. 50). La deuda cumple una función social que es mediada por el intercambio
de dinero y de intereses. Tiene como fin la ganancia de cada una de las partes implicadas, ya
sea por solidaridad o conveniencia. Muchas veces cuando el gesto no es correspondido, se
fragmenta la relación y, de alguna forma, así se salda la deuda. La persona queda manchada
y no es digna de confianza.
Aunque mentiría si dijera que todas las deudas funcionan igual. Cuando es entre pares prima
el significado anterior, pero cuando hay una relación radicalmente desigual, la culebra
inyecta su veneno. Estoy hablando de las casas de empeño y los gota a gota. Ambas operan
bajo el principio de que todo tiene un precio, incluso la vida. Entonces se ponen en juego
cosas sagradas para cumplir con el intercambio equivalente y de ahí que estos mundos de
bonanza resulten muy peligrosos. Están plagados de avaricia y envidia: un desliz y usted
puede perderse en la locura, comienzan a perseguirlo hasta las sombras. Por este motivo es
que siempre son el último recurso y no por ello menos frecuente, se llega a él cuando ya la
cuerda que lo tiene colgado a uno le está ahorcando el pie. Las casas de empeño siempre son
retratadas en Don Chinche y en los libros de Salom Becerra como lugares crueles e
inhumanos: ahí los y las fregadas se ven forzados a dejar todo lo que tienen en exceso. El
papá de Simeón Torrente, para darle el estudio empeñó la espada con la que luchó la Guerra
de los Mil Días (Salom, 1992[1969]). Don Chinche quiso empeñar su bicicleta, su único
medio de trabajo, para poder traer a Rosalbita de Estados Unidos (Sánchez, 1982). Siempre
son cosas por las que han peleado y que han logrado ganar en el juego de la vida, pero el
mundo parece castigarlos por cada exceso que tienen. Paradójicamente, deben desatarse de
lo material para salvar aquello que comprometen, la vida. Asimismo funcionan los gota a
gota. Al tiempo que a usted le sueltan de a peso, lo van desangrando… gota a gota. Se vuelve
tan necesaria la relación, que genera una inevitable dependencia. La necesidad lleva al interés
primario, pero luego —cuando la culebra ya se enroscó— se vuelve el origen mismo de su
desgracia. Ahí, usted ya cayó y no hay nada qué hacer.
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Este fue el aviso fúnebre que mandó a hacer Simeón Torrente (Salom, 1992[1969], p. 215)
antes de morir. Su vida estuvo signada desde pequeño por el hambre, el frío y la muerte. Tres
circunstancias que atravesadas por el trabajo, moldearon su cuerpo y su espíritu, así como
los de su familia. Cuanto más se esforzaba, en sentido directamente proporcional, crecía su
miseria que iba de la mano con las deudas. ¡Debo luego existo! Decía con total resignación.
Todos sus acreedores, roto el pacto de mutua ganancia, lo acosaron hasta sus últimos días.
Nunca pudo descansar, aunque hubo días de reposo, sea por la enfermedad, el desempleo o
la resignación. ¿Colgado? Sí, como suspendido y estancado en un espiral sinfín. Estar de
cabeza es hallarse en una posición de desventaja, pero tiene sus gracias: los sentidos se
vuelven culebreros hasta que le llega a uno la hora final. Don Simeón Torrente ha dejado
de… deber.
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Existir es encontrarse permanentemente en relación. El entorno al que somos lanzados al
nacer configura nuestros alcances y limitaciones con las personas, los objetos y los espacios
que nos rodean o no. Es la completa habitabilidad y el extrañamiento en y del mundo: es el
lugar que ocupamos en él, que nos es dado, sí, pero que también es decidido. Los Enamorados
es un arcano que describe nuestras relaciones y el papel que ocupamos en ellas, así como la
manera en que estas configuran las intenciones, pretensiones y resoluciones que lleguemos a
tener en lo que dure el juego de la vida. Hombre y mujer, como una dupla que se conecta por
lo divino y lo humano, no es sino la expresión de un lugar de nacimiento y que en el caso de
la gente que aquí nos compete, está marcada por el inevitable infortunio de la propia
existencia.
No es lo mismo nacer en un entorno plagado de comodidades a uno en el que la constante
presencia de la miseria hace sus estragos en los cuerpos y las almas de lo más desafortunados.
Sin pensarlo mucho, la vida en el primero resulta fácil, soluble y accesible, pero en el
segundo, encarna un verdadero infierno, pues no sólo hay que lidiarla, sino lucharla a
cualquier precio. Aún en medio de todo esto, la solidaridad, que es tan escasa en una ciudad
como esta, llega a asomarse con mayor frecuencia en los lugares donde prevalece la pobreza.
Me atrevería a decir que es así porque hay un juego de reconocimiento, de una paridad que
acerca a las personas que tienen como signo la vida fregada. Es una decisión que implica
valentía y coraje, pues cuando todo parece oscuro se asoma una mano, sea amiga o vecina,
que levanta el ánimo y, sólo por un momento, desvanece la tristeza. “Da gusto conversaciones
así, ¿no, socio? Sentirse uno como apuntalao, como… respaldado por la solidaridad humana”
(Sánchez, 1982) se le oyó decir alguna vez a Don Chinche luego de que Doña Doris
prometiera colaborarle con la cuenta del único teléfono que hay en el barrio y que se
encuentra en el “chalet” del Maestro. Apuntalado es una expresión que utilizamos para decir
que uno se siente respaldado, como si pudiera relajarse tan sólo un momento porque alguien
decide llevar la batalla junto a usted. Palabras más, palabras menos, es la plena entrega de
fuerza y calor para ensanchar el alma. Es la lógica de dones que opera bajo el principio pleno
de la solidaridad.
Don Chinche es todo un manifiesto al respecto: un vecindario en el centro de Bogotá en el
que los saludos y las preocupaciones mutuas nunca hacen falta, así como los favores que no
son deudas, puesto que existe una reiterativa reciprocidad y, por lo mismo, no se llega a la
asfixia. Simplificar la solidaridad a una fórmula resultaría demasiado tacaño con un valor
que es tan amplio, por lo que valga definirla acá como la entrega interesada de cariño.
Interesada porque usted está genuinamente preocupado por el devenir de su vecino o amigo.
Muchas veces Doña Bertica, a pesar del enojo de Don Joaco, su esposo, fió a sus clientes con
la tranquilidad de quien no le importa recibir el pago a cambio, sino la gratitud y el bienestar
de ellos. Tanta era la cosa que Don Joaco se estresaba porque el negocio —un restaurante—
no estaba resultando rentable. “¡Qué grande es el corazón de los pobres!” dice el tío Juan en
Si yo fuera diputado (Delgado, 1952), una de las películas de Cantinflas en las que este,
siendo peluquero, intercambia su servicio con el Tío para que le ofrezca clases de derecho
con el fin de defender a los que menos tienen. El corazón es un órgano que tiene el tamaño
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de la mano y en este universo de fregados, mano y corazón son expresión de lo mismo: la
amplitud, que es tanto soltura de lo poco como disposición de lo mucho.
El barrio es una noción fundamental para la gente fregada. Es el espacio en el que se
desvanece la indiferencia capitalina para dar paso al reconocimiento de seres que han llevado
una existencia compartida. Es, a fin de cuentas, el lugar de uno y de la gente de uno. Salom
(1992[1969], 1994[1979] y 2013[1975]) siempre insistió en que Bogotá fue perdiendo por
completo su cordialidad. Yo no lo diría así, más bien aumentó desmesuradamente la
desconfianza, sea por el recrudecimiento del Conflicto o por la agudización de la pobreza.
En cualquier caso, el barrio es un espacio de cordialidad y confianza, por paradójico que
resulte, y sólo puede llegar a serlo si se habita en él por un largo periodo de tiempo o se
recorre con intensidad sus calles. Esto es importante: hay gente fregada que es nómada —o
gitanos, como lo dirían ellos mismos— y otra que es sedentaria. Unos viven en movimiento,
nunca permanecen mucho tiempo en un lugar determinado, sea por su oficio o espíritu, como
lo fue el caso del Culebrero (Villegas, 1986). Otros, por el contrario, habitan casi que toda su
vida en un vecindario, por ejemplo, Don Chinche (Sánchez, 1982), quien heredó su terreno
por vía materna.
Por las calles se camina la vida, en ella se aprende a ser fregado y se sufren todas las
calamidades de una existencia condenada. En Melodía de Arrabal (Gasnier, 2007[1993]),
ante el desespero de Marga —una mujer que padece su existencia—, Gardel —haciendo el
papel de Roberto— mantiene este diálogo con ella:
— (Roberto): ¿Estás triste, Marga?
— (Marga): Fatigada de esta vida, Roberto, ¡harta! Este arrabal sucio y sombrío me
envenena el alma. Este barrio viejo que me verá morir y que me tiene presa en su
cárcel de vicio.
— (Roberto): … no digas eso, Marga. Trabaja y canta este viejo arrabal en sus días
laboriosos. Nosotros somos la noche del arrabal, la noche siniestra, pero hay otra vida
pugna, noble e intensa. Este viejo barrio también tiene su encanto, su misterio, su
pasado, su melodía… la humilde melodía del arrabal. ¡Penas, alegrías, pasión, coraje!
Y si algún día todo destino me alejara de sus tontadas, ¡las cosas de este viejo barrio
que hay por recordar!
El arrabal es lo que acá tendemos a llamar periferia. Son todos estos barrios que, sin ser
planeados, erigieron sus espacios a punta del sudor de gente pobre y desplazada. Están
ubicados en los alrededores de las grandes ciudades y, aún cuando consiguen estar dentro de
ellas, no gozan de la condición plena de habitar una metrópoli. El cariño que siente Roberto
hacia su viejo arrabal no es sino la expresión de la vida vivida, del tiempo pasado que ha
forjado al hombre de hoy. Del mismo modo lo hace Rolando Laserie en Las Cuarenta (2006):
“Esta calle de mi barrio donde he dado el primer paso/ vuelvo a vos cansado el mazo en inútil
barajar/ con una daga en el pecho, con mi sueño hecho pedazos/ que se rompió en un abrazo
que me diera la verdad”. La calle del barrio es, entonces, un espacio de nostalgia, pena,
alegría y, finalmente, de abrigo. Recorrer las calles es como andarse y aprehenderse la vida.
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Pero sumemos ahora un nuevo lugar: el inquilinato o aquellas casas viejas y grandes en las
que los dueños arriendan por habitación. Aunque parezca tan sólo un escenario, en La
Estrategia del Caracol (Cabrera, 1993) las paredes, el piso, las vigas, las puertas, los ladrillos
y todo el material del inquilinato son en realidad las vidas de cuantas personas habitaron allí.
Por eso irse, tras las insistencias de desalojo, no era una opción. Había que llevarse la casa
porque dejarla equivalía a botar lo trabajado y, aún peor, abandonarse a ellos mismos. En
hogares como estos, donde pueden vivir perfectamente más de 50 personas en una misma
edificación, todos se conocen y se parecen entre sí. Son gentes vaciadas y llevadas por la
vida. Aunque en la película de Cabrera el asunto se pintaba con esperanza, también tiene un
contraste oscuro:
Todo en aquella casa ultrajaba la vista, el oído y el olfato: el espectáculo de unos
escombros humanos cubiertos de andrajos, los juramentos y maldiciones de unas
gentes desesperadas que ya no creían en Dios ni en los hombres y que se injuriaban
unas a otras con epítetos atroces; y las emanaciones nauseabundas que saturaban el
ambiente. El hombre, la mugre y la ordinariez deambulaban como espectros por el
inmueble sombrío que parecía un compendio de la miseria humana. (Salom,
1977[1973], p. 155)
Aunque no es objeto de este capítulo abordar la negrura del ambiente miserable, valga decir
que Salom tiene razón al hablarnos de las tensiones que existen en un inquilinato. Son
espacios extremadamente reducidos y en los que todo es de dominio público. El chisme es
un arma de doble filo: le permite a usted conocer y acercarse a la gente, pero también puede
implicar afectaciones a su honor y reputación, dos aspectos de valor para la gente fregada.
Aún con este riesgo, ni hombres ni mujeres dejan de chismear porque así pasan el tiempo,
distinguen las desgracias y fortunas de cada quien y, por medio de esto, conocen el
funcionamiento general de ese organismo que es el inquilinato o el barrio del cual forman
parte. La vecindad no trae consigo una solidaridad innata, pero sí la posibilidad de que exista,
de que emerja cuando más se le requiera. Cuando Emma y su hermana Helena no tuvieron
qué comer, allí estaban sus vecinos para auxiliarlas (Reyes, 2018). Lo mismo fue para
Eutimio cuando perdió a Pipo, el marrano que tenía como mascota: todos acudieron a él para
brindarle consuelo y ponerse a la búsqueda del animalito (Sánchez, 1982).
La solidaridad no necesariamente implica amistad, pero esta última sí requiere de la primera
para considerarse incondicional. Eutimio, opita de raíz, llegó a Bogotá en busca de la quimera
del progreso. Siempre sufrió del mal de tierra, que es la forma en la que le decimos a la
constante falta y nostalgia por el lugar en el que se nace y al que uno se encuentra atado.
Eventualmente, Eutimio y Don Chinche se volvieron inseparables. Además de ser socios,
eran amigos y compañeros de infortunios. De igual modo pasa con Casiano y Baltasar, el uno
godo y el otro liberal, aún en una época donde la sangre corría por estos rencores heredados
“el primero no podía vivir sin el segundo ni este sin aquel” (Salom, 1994[1979], p. 18). Eran
enemigos inseparables o amigos acérrimos. En las mujeres la situación se repite: ¡cuántas
veces la señorita Elvia, enamorada de Don Chinche, no se fue a llorar sus penas de amor con
Rosalbita, Doña Doris y Doña Bertica! Siempre es una mano, un corazón, que se le ofrece a
quien se encuentre perdido o perdida. Esta es la base de todo.
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De ahí que en las películas de Carlos Gardel o Cantinflas siempre haya un amigo fiel que, en medio
de las ocasiones en que la vida peligra, aparece como lucero que guía y brinda consejo. Por eso en
Adiós, muchachos, Gardel le canta a sus amigos con sus últimos alientos: “Dos lágrimas sinceras
derramo a mi partida/ por la barra querida que nunca me olvidó/ Y al darle a mis amigos el adiós
postrero/ les doy con toda mi alma mi bendición” (2005[1928]). Y bueno, quizá para terminar de
reforzar la idea, que Condorito y su compadre Chuma no nos dejen dudas:
Historieta 12. Pepo, 2010a, p. 67.
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Los amigos son pilares para los fregados, pues en medio de su constante carencia son el único
lujo que pueden darse por abundancia y que gozan con verdadero placer y compañía.
Entonces se erige una “comunidad” de gente fregada, en la que se conocen, se apoyan o se
casan y mediante la cual reproducen su condición. Aclaro que bajo ningún pretexto estoy
diciendo que el pobre es pobre porque quiere, porque así lo escoge y lo busca. Estar pobre
no es lo mismo que serlo y esta distinción, aunque parezca únicamente gramatical, es la
premisa de este escrito. Ser pobre, como ser fregado, es un estado que propicia un hábito
frente al funcionamiento de las cosas. Va más allá de la carencia de dinero, aunque también
es cierto que este aspecto ocupa un lugar relevante. “Veinticinco años de pobreza me han
enseñado a ser pobre” (Salom,1992[1969], p. 133) dijo alguna vez Simeón Torrente y ahí
está el detalle: si lo pensamos como una forma de existencia, requiere de un sentir, pensar y
hacer específicos en el mundo que le permite a la persona habitar en él y sobrevivir a las
desventuras que vienen con su propia condición. Y esto, como no es único de alguien, es
extensivo a quienes padecen de la misma suerte y habitan en entornos similares. Se transmite
desde la gestación y se perfecciona con la experiencia de vida, por lo que uno podría
aventurarse a decir que la madre fregada, consciente e inconscientemente, enseña a sus hijos
cuanto sabe, porque como sentido del mundo y lógica particular, los prepara para enfrentarse
a la realidad que se abre ante ellos, deseando, eso sí, que gocen de mejor fortuna que ella y
sus antepasados.
Todos los fregados y fregadas se deben a su madre. La madre es símbolo de sacrificio y
devoción, pues —al igual que la Virgen María— entrega la vida por su hijo sin
arrepentimiento ni amargura. Mujer que se atreva a abandonar a los hijos que parió, no es
digna de ser madre. Aunque a ciencia cierta no se sabe si la Señorita María era
biológicamente la mamá de Emma (Reyes, 2018), la niña nunca la considero como tal: “Otro
día [el niño] me preguntó si yo tenía papá y mamá, yo le pregunté que qué era eso y me dijo
que él tampoco sabía” (Reyes, 2018, p. 29) y esto se rectificó cuando la botó a ella y a su
hermana por irse detrás de un hombre. Una verdadera madre hubiera desplazado sus placeres
y libertades por mantener a su hija, pues aunque tenga que llegar a negarse a sí misma,
primero está su deber que es dado por obra y gracia del Espíritu Santo. Un hijo es una mensaje
divino y Dios escribe recto sobre renglones torcidos. La mujer que se vuelve madre olvida
su vida desde el embarazo: carga un cuerpo dentro de sí y su obligación es hacerlo un hombre
o una mujer honrada, tal como ella lo es o incluso mejor.
Un día, un dulce día, con manso sufrimiento
te romperás cargada como una rama al viento
y será el regocijo
de besarte las manos y de hallar en el hijo
tu misma frente simple, tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos, un poco casi nada… (p. 31)
Escribió el poeta José Pedroni (s.f.). En este mundo fregado la mayor plenitud que puede
sentir una mujer es convertirse en madre. El parto, muy a su manera, es el principio de una
vida sin epidural en la que madre e hijo se hallan unidos por hilos de sangre que no sólo los
conectan, sino que los llevan a través de un mismo sino. La madre ve en su hijo una extensión
50
de sí misma y, aún en lo lejano, aspira al reencuentro con esa otra parte suya, como lo describe
Guillermo Aguirre en El Brindis del Bohemio (s.f.):
¡Por mi madre! Bohemios; por la anciana
que piensa en el mañana
como en algo muy dulce y muy deseado
porque sueña, tal vez, que mi destino
me señala el camino
por el que volverá pronto a su lado. (p. 20)
Esta unión de sangre, aunque también pertenece al padre, es principalmente de la madre. Los
hombres acá se muestran fríos y distantes, su rol es por lo general el de la disciplina y el
mantenimiento económico de los miembros de la familia. La mujer, en cambio, ejerce su
maternidad sin descanso, es la principal responsable del bienestar de los hijos. Por eso los
fregados se deben a ella, porque son “la antorcha que ilumina/ las sombras del hogar” como
dijo Olimpo Cárdenas en Madrecita Humilde (1982b) para luego completar con “mi madre
es un manojo/ de tiernas intenciones/ El manto en el invierno/ y el fresco en el calor/ Es
brújula que guía/ alentando ilusiones/ Mi madre es todo eso/ y es puro corazón”. Son luz
cuando el padre de la criatura decide esfumarse, lo cual es mucho más recurrente en un país
como este. Juan José fue el hijo bastardo de Clímaco Arzayús, un hombre desbordante en
dinero y perteneciente a la clase política colombiana que retrata Salom Becerra en su libro
El Delfín (1977[1973]). Contrario al personaje principal de la novela —Julián Arzayús, hijo
legítimo del adinerado anteriormente mencionado—, Juan José tuvo que crecer en medio de
la miseria por carecer de padre y de suerte. Su mamá, Virginia, tuvo tres caminos para
escoger: “el de la prostitución, el de la mendicidad y el del trabajo. Y sin vacilar optó por
este. Se parapetó detrás de una máquina de coser y por espacio de veintiún años libró la
batalla de su supervivencia y la de su hijo” (p. 155). Qué hubiera sido de Juan sin su mamá.
Seguramente habría muerto por inanición o frío. Estas madres solteras, echadas para adelante,
sufren un destino amargo, como lo describió Julio Sesto en su poema Las abandonadas (s.f.):
No hay quien las ampare, no hay quien las recoja,
más que el mismo viento que arrastra la hoja…
De sus hondas cuitas, ni el señor se apiada
porque de estas cosas… ¡Dios no sabe nada!
Marchan con los ojos fijos en el suelo,
cansadas, en vano, de mirar el cielo.
Y así van las pobres, llorando un cariño,
recordando un hombre y arrastrando un niño. (p. 33)
Virginia cargó como veneno el rencor hacia Clímaco Arzayús y esta misma sustancia fue
heredada por su hijo, quien años más tarde se pararía frente al Congreso a deslegitimar el
puesto que estaba ocupando su hermano en el Gobierno, al no poder hacerlo con su padre ya
muerto. Este mismo resentimiento se refleja en La hija de nadie, cantada por Yolanda del
Río (1988): “Son culpables los padres más crueles/ que jamás merecieron ser hombres/ Van
por ahí engañando mujeres/ y negando a sus hijos el nombre/ Yo no entiendo por qué no se
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mueren/ antes que hagan maldad y traiciones” lo que lleva a la huérfana de padre a
agradecerle a su mamá por criarla. Otras mujeres deciden nunca contar la verdad sobre el
abandono y fingen la muerte del progenitor, como le paso a la de La limosna de un hijo en
voz de la Ronca de Oro, Helenita Vargas (2015f): “Hijo mío/ él es tu padre y siempre te lo
negué/ porque el día en que tu naciste/ con otra mujer se fue/ pero si tú no te opones y lo
quieres perdonar/ dale el beso que te pide/ dile que puede pasar”.
También hay otro tipo de mujer abandonada: la que es viuda. Una de ellas fue Doña Doris
(Sánchez, 1982), quien siempre se debió a su esposo, por lo que darse la oportunidad de
reiniciar la vida no era una opción. Son mujeres que no sólo se han negado a sí mismas, sino
que además son puestas socialmente en un lugar incómodo. Rondan por las calles de sus
barrios tal cual almas en pena, guardando luto hasta el último suspiro. Pero la vida es
culebrera y Doña Doris llegó a amar de nuevo y ahí, en un artilugio de contacto con el muerto,
solicitó permiso para casarse. Este mismo dilema es el que describe Rafael de León (s.f.b) en
uno de sus poemas cuando una viuda enamorada se atreve a cuestionar la obligatoriedad
permanente de su estado: “¿Pero es que yo ya no tengo/ derecho a querer?/ ¿Qué ley ciega
me prohíbe que al sol/ deje mis rosas abiertas/ y que me mire al espejo/ y que me vista de
fiesta/ y que en mi jardín antiguo/ florezca la primavera?” (p. 10). Lo anterior, a propósito de
un juicio cruel que le hace uno de sus hijos: “Mi hijo mayor (veinte años/ dulce y moreno),
con pena/ me habló esta mañana: —Madre,/ ese traje no te sienta/ ni esas flores, ni ese pelo/
ni ese pañuelo de hierbas…/ Yo no me atreví a mirarlo/ y me sentí muy pequeña/ como si
fuese mi madre/ la que hablándome estuviera” (p. 10). Ser viuda, entonces, se equipara a un
estado de orfandad en el que se retorna a la indefensión de una niña que está en búsqueda de
amparo.
Los hijos tienen el deber de devolver a sus madres el esfuerzo realizado, en especial si fue
una crianza plagada de dificultades, rebeldías y dolores. Las honran constantemente o eso es
lo que pretenden, de ahí que el hombre fregado aspire en su vida a una compañera que sea
por lo menos la mitad de buena que su mamá, “a la mare de mi alma/ la quiero desde la cuna/
por Dios, no me avasalles/ que mare no hay más que una /y a ti te encontré en la calle” (s.f.c,
p.7) dice Rafael de León en Toito te lo consiento. La figura materna se vuelve así un referente
sentimental y encarna el amor deseado: eterno, inmenso, entregado e incondicional, que todo
lo acepta y todo lo tolera. En el momento en que un hombre escoge a una mujer como esposa
busca que sea la expresión de su propia madre: “Pienso que cuando muera tu madre y eso
ocurrirá muy pronto, vas a necesitarme más que ahora… tú necesitas una persona que te
anime, que te empuje” (Salom, 2013[1975], p. 126) le dijo Bonifacia a Bernabé Bernal antes
de convertirse en su pareja ante Dios y él mismo se atrevió a decir que “en mi amor por
Bonifacia había una mezcla de gratitud y necesidad de protección. Yo era un solitario en
busca de compañía; un triste ansioso de consuelo; un pusilánime sediento de valor. Bonifacia,
antes que mi mujer, iba a ser mi enfermera espiritual” (p. 127) como lo había sido su madre
antes de morir.
Aquí el amor se revela compañero de infortunios. “Nadie como tú para quererme tanto/ por
eso te llamo, llorando mi pena/ porque en la tiniebla de mi cruel quebranto/ sin tu amor mi
vida sería una condena” canta Daniel Santos en Busco tu recuerdo (s.f.) y este es,
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precisamente, el fin del vínculo romántico: compartir la vida fregada. El corazón vuelve y
aparece, pero esta vez como el origen del querer, siempre en contraposición con la razón:
“Este amor salvaje/ que llena mi alma entera/ es ternura y coraje/ como si yo tuviera enferma
la razón” dice Toña la Negra (2014). Así las cosas, amar es algo visceral, que se siente en las
tripas, devora el cuerpo y enciende el alma. Opera como una fuerza que impulsa la vida desde
adentro, tal cual llama que calienta o luz que ilumina. Aún así, el amor también “es morirse
a cada paso/ con una espada de punta/ y seguir viviendo luego” (de León, s.f.a, p. 4), por lo
que no existe como una totalidad alegre. Este y el dolor son uno mismo, porque cuando se
quiere en el infortunio se reconoce la inevitable desventura, que a veces tiene cara de
despecho. El sacrificio se vuelve una noción fundamental, ya que en su ofrenda con
pretensiones de reciprocidad emanan tanto el dolor como las dichas.
El amor es un juego en el que no sólo gana el mejor postor, sino el que tenga mejor suerte y
en esto el pobre carece de ambas cosas. Su querer siempre se muestra de una manera más
noble y pura, como si fuera el único amor verdadero y genuino, pues no está mediado por lo
material. Por ejemplo, en Amor de pobre, Alci Acosta (2004) nos dice que “tienes que
quererme sin mirar los trapos/ que cubren el cuerpo y la vanidad/ Yo te entrego mi alma
entera y desnuda/ y prometo amarte/ con sinceridad”. Esta nobleza tiende a aparecer con
mayor frecuencia cuando el ser deseado no es de la misma clase de quien lo pretende. En Ni
el dinero ni nada, Antonio Aguilar (1969b) canta: “Porque soy como soy sin razón me
desprecias/ porque vivo entre gente que dices que no es de tu altura/ Ni me dejas cantar en
tus rejas como otros cantan/ Ni me dejas gritar que te quiero con honda ternura”, que se
complementa con una de Pedro Infante, El Plebeyo (2000), en la que dice “Después de
laborar vuelve a su humilde hogar/ Luis Enrique el plebeyo, el hijo del pueblo/ el hombre
que supo amar/ y que sufriendo va esa infamante ley/ de amar a una aristócrata siendo un
plebeyo él”. Evidentemente, ni siquiera en cuestiones del corazón todos tenemos el mismo
valor. Y así lo descubrió el amante pobre de Gabriela cuando la vio junto a su nuevo esposo,
un hombre de inmensa riqueza:
El mundo es un vil mercado
donde se puede vender
todo, hasta lo más sagrado,
y novios hay que han comprado
por esposa una mujer.
Pero en esposa comprada
no se puede tener fe
que una mujer desgraciada
si está de otro enamorada.
(Arcesio Escobar, s.f., p. 22)
Las mujeres siempre son representadas como seres que privilegian sus intereses económicos
sobre los sentimentales. En Pobreza fatal del Grupo Miramar (2006[1976]) y Pobre del
pobre de Los Delfines (2015[1959]), se canta esta misma historia: un par de mujeres que
deciden casarse con hombres ricos y dejar abandonados a aquellos que son puros de corazón,
53
quienes resultan ser nada más y nada menos que pobres. Lo mismo le sucedió a Washington cuando
perseguía con interés al objeto de sus deseos:
Historieta 13. Pepo, 1971a
54
Todas las mujeres —como la suerte— son caprichosas en el mundo de los hombres fregados,
sean ricas o pobres. La diferencia está en que las primeras ambicionan mayores fortunas,
mientras que las segundas pretenden una vida honrada en la que puedan cumplir los designios
de Dios y para ello necesitan acaparar todos los ingresos. El único beneficio que puede
obtener un hombre fregado con una mujer adinerada son sus riquezas, pero como le sucedió
a Casiano —el godo de Al pueblo nunca le toca (Salom, 1994[1979])— en cuestión de días
perdió toda su fortuna e incluso a su esposa. En cambio, con la mujer fregada, los hombres
garantizan su vida diaria y, además, comparten su infortunio. Es mejor lidiar con una
ambición pequeña que con una grande y monstruosa, aunque eso implique para ellos vivir
vaciados, sin un peso encima y restringiendo al máximo su propia avaricia —que es inmensa,
por lo demás—. En cualquier caso, “la mujer es un billete/ que se juega ilusionado como
puede darte un premio/ te puede salir pelao” dice asertivamente Cuco Valoy (1989) y
complementa al señalar que “saben dar su miel cuando están queriendo/ pero si no, nos dan
su veneno”. Al igual que la suerte y las apuestas, la mujer es una culebra: nunca se sabe
cuáles son sus intenciones y por eso mismo todo lo que provenga de ella puede resultar falso.
A propósito de esto, en Mis desengaños Julio Jaramillo hace un contraste interesante al
respecto: “sólo me queda el consuelo de mi madre/ con ella tengo el cariño de verdad/ Ya no
quiero que me agobien los pesares/ convencido de la propia realidad” (1990a, el subrayado
es propio). La mujer sólo es culebra cuando es novia o esposa, ya que se redime ante los hijos
al revelarse pura y de buenas intenciones.
Esta identificación de la mujer con la culebra y el veneno no es arbitraria. Eva fue tentada
por una serpiente a comer del árbol de la ciencia del bien y el mal y, del mismo modo, ella
instó a Adán a probar el fruto prohibido. Ahí ocurre el primer pecado que derivó en la
expulsión del Edén, forzando a la pareja a errar eternamente por el mundo como un par de
fregados. Pero volvamos al punto inicial: Eva fue la serpiente de Adán y más allá de si tuvo
buenas o malas intenciones, las consecuencias fueron definitivas. Ella, que era su propia
costilla, lo enredó por medio de la palabra hasta conseguir transmitirle el mismo veneno que
le había sido suministrado por el Demonio. A esto sumémosle que uno de los principales
defectos que se les atribuye a las mujeres es que no pueden parar de hablar, como si su lengua
fuera la misma culebra dispuesta a engañar:
55
Historieta 14. Pepo, 2010c, p. 87.
56
Ahora bien, desde el punto de vista femenino la situación varía considerablemente. La mujer
debe su vida al hombre, que bien puede ser padre, hermano, pareja o hijo. Esta
responsabilidad les viene dada desde que alcanzan el tamaño suficiente para asumir labores
del hogar, por lo que son criadas con el fin de ser buenas esposas y madres, al igual que
mujeres pobres pero honradas. Así lo fue, por ejemplo, la esposa de Simeón Torrente: “En la
mirada de Librada Acosta, auténtico exponente de su clase, había una mezcla indecible de
abnegación y ternura, de piedad y nostalgia, de sufrimiento y resignación” (Salom,
1992[1969], p. 128). Es como si Librada encarnara a una de tantas Vírgenes que pasan por
el mundo, sirviendo y cuidando con el corazón en la mano. Lo curioso de todo es que tienen
como obligación formar al hombre, desprenderlo de su espíritu bohemio y acercarlo a la
imagen de José de Nazareth. Por eso se vuelven como las madres de ellos, quienes hablan
con autoridad y restringen a modo de protección, con el fin de disipar los vicios y, como dice
Helenita Vargas (1996a), hacerlos hombres, hombres de verdad.
El hombre de verdad es el que sólo tiene en su cabeza el bienestar de su familia, que deja de
lado sus placeres y deseos para enfocarse en su trabajo. Suena sencillo, pero la vida es
traicionera y atrae constantemente el desvarío que lleva a la inestabilidad del espíritu y la
flexibilización de la moral. Por ejemplo, Cantinflas en Ahí está el detalle (Bastillo, 1940)
disfruta con creces la comida y el licor, la buena vida que llaman. Se rehúsa a casarse porque
sabe que de hacerlo, Paz —la enamorada— frenará sus decisiones y por ende lo que tiene
más preciado: su libertad. El hombre es como el cóndor al que le canta Claudia de Colombia
(2004): “el amor como un cóndor bajará/ mi corazón golpeará, después se irá/ La luna en el
desierto brillará/ tú vendrás solamente un beso me dejarás/ quién sabe mañana adónde irás”.
Son seres poco definitivos que no aseguran nada por miedo a amarrarse toda la vida. La
misma Ronca de Oro (2015d) lo canta en No te pido más: “cómo quieres que te dé mi corazón/
(…) Y no me dices que no, tampoco que sí/ Y me estoy desesperando, pero te sigo esperando/
no seas así”.
Siguiendo con Helenita Vargas, en Consejos a las mujeres (2015b), hace una clasificación
interesante a propósito de los hombres, que no tiene por qué ser definitiva, pero revela
aspectos precisos sobre la cotidianidad en las relaciones. Primero, está el hombre infiel, quien
quiere a muchas y es incapaz de decidirse por una, por lo que la Ronca establece que es un
ser por el que no vale la pena derramar lágrimas y es mejor dejarlo. Luego, está el hombre
que compra horas de amor y por el hecho de utilizar a la mujer como satisfacción, Helenita
le aconseja a ella que le mienta, lo hunda y le finja pasión, como quien dice que no se ofrezca
gratis, sino que por lo menos le saque provecho material. El tercero es el hombre que presume
a la mujer como un trofeo “para hacerse amar” y a ese hay que odiarlo y humillarlo con el
fin de vencer su soberbia. El último es el hombre que aparece para mendigar amor, “niégate,
húyele/ y será mejor”, porque muy seguramente sólo la utilizará para su propio beneficio.
Como buena canción de despecho, termina diciendo “jamás olvides/ que en cosas de amor/
tenerlos es bueno/ dejarlos, mejor”, como si fuera un juego en el que se disputa el poder y el
propio honor, y en el que se reclama que una no es “letra de cambio/ ni moneda que se
entrega/ que se le entrega a cualquiera/ como cheque al portador” en palabras de Paquita la
del Barrio (1992).
57
Historieta 15. Pepo, 2010b, p. 20-21.
Si el amor es una guerra, esta se produce por el juego entre las ilusiones y las carencias. Son inconformidades que surgen a partir de lo anhelado,
pero que no hallan su materialización en la realidad. Los unos quieren fortuna, las otras bienestar… y a ciencia cierta, ni lo uno ni lo otro. Son puras
quimeras de gente fregada. Así nos lo ilustra Pepo con humor:
58
El amor es juguetón en la juventud, que es propia del desvarío. Pero en la adultez, cuando
todo es más oscuro e incierto, sufre una transmutación que lleva a abrazar el matrimonio,
primero como una apuesta fregada, para luego volverse una nueva cruz, una carga en medio
del infortunio. Las mujeres anhelan este momento con impaciencia y los hombres rehúyen a
la idea, pero eventualmente juntos se unen por una cuestión de necesidad anímica, física o
material. Por eso el Doctor Pardito se atrevió a decir que el matrimonio ya le resultaba un
mal necesario debido a que por su edad y la de Doña Doris, a quien pretendía, corría el riesgo
de acabar su vida en soledad (Sánchez, 1982). El hombre fregado, por serlo, tiene únicamente
dos opciones: insistir en su libertad y deambular sin una mano junto a la suya toda la vida o
hallar una compañía permanente que lo acabe como bohemio. Unas de cal y otras de arena.
— (Doña Bertica): Pero no ve que mi guambitico anda de novio… qué camino le queda
sino casarse ¿Y cómo va a hacer para levantar vida y mantener a la mujer?
— (Don Joaco): ¡Como le toca a todo el mundo! A mí me tocó hacerme detrás de un
mostrador a atender clientela. (Sánchez, 1982, cap. 76)
Por este motivo es que el hombre bohemio auténtico y necio no se casa, porque de hacerlo,
tendría que encadenarse a un trabajo, una mujer, unos hijos y a la famélica necesidad.
Entonces, aquel que se atreva a renunciar a sus excesos, aunque sea parcialmente, lo hará por
una motivación fuerte y, por lo general, momentánea, la cual radica en una mujer que como
ninguna otra consiguió flecharle el corazón y alimentar sus quimeras en el noviazgo. Otra
vez la mujer-culebra, que encanta con sus movimientos, atrae con sus colores y en su acto
final muerde con su veneno. El teatro del noviazgo terminó, aparecen las criaturas
monstruosas. Aquella mujer delicada, voluptuosa, coqueta, se quita la máscara y se revela
pesadilla. La vida del pecado y el placer empieza a desaparecer hasta que al final quedan sólo
los huesos. “El golpe más rudo que he soportado y el error más grande que he cometido a lo
largo de mi existencia [han sido] la muerte de mi madre y mi matrimonio con Bonifacia
[respectivamente]” (Salom, 2013[1976], p. 125) declaró Bernabé Bernal, quien llamaba a su
esposa “Mi enemiga”.
Para las mujeres este tránsito de solteras a casadas constituye el primer paso para la
materialización de una vida digna y honrada como Dios manda. Antes de llegar a este punto
han trabajado con dedicación para sostenerse, sea en labores no remuneradas o en aquellas
que, aún siendo del hogar, al servicio de otros exigen un pago en dinero. Son absolutamente
pragmáticas en contraste con los hombres cándidos, ya que no sólo padecen el frío de la
realidad cruda, sino que deben administrarlo desde pequeñas en pro de sus familias. Tienen
los pies clavados en la tierra y las manos en el cielo, porque a través de ellas efectúan
verdaderos milagros de supervivencia. Muchas, para salir de su desconsuelo, buscan hombres
con dinero, pero otras tantas escogen aquellos de las que están enamoradas. Son
caprichosamente analíticas y manipuladoras para lograr sus fines y aún con un corazón de
oro, son mordaces. Saben que sus cuerpos son objeto de deseo y usan eso a su favor. En el
momento en que fichan al hombre que quieren como pareja, no lo sueltan: “aunque es
humano y ella así lo quiera/ y lo prefiera casi tanto como yo/ sólo al pensarlo mi alma se
rebela/ y si no es mío nunca de las dos” canta Toña la Negra en De mujer a mujer (2001).
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“El matrimonio, entre pobres, es una sociedad simpatiquísima, en la que uno de los socios
produce y el otro consume, el uno pide y el otro da” explica Salom (1992[1969], p. 132),
pero yo diría que ambos socios producen, consumen, piden y ofrecen en distintas
proporciones y dependiendo de si es hombre o mujer. Lo fregado está en que ambos pierden:
“¡Ahora sí a pelear, a sufrir y a aguantar hambre hasta que la muerte los separe…!” (Salom,
1992[1969], p. 137) exclamó el mismísimo Diablo después de que consiguiera que Simeón
se echara sobre sí el yugo del matrimonio.
Historieta 16. Pepo, 2010b, p. 44.
El rito del matrimonio marca un antes y un después. La relación de noviazgo, que era un
juego de atracción, se vuelve una guerra íntima de intereses y necesidades, ya que ambas
partes comienzan a habitar un mismo espacio y a compartir un mismo devenir. Se vuelve una
disputa por el poder y el manejo de las cosas:
— (Doña Bertica): Pues no ve que como ahora se viene el chino pa’cá… pero no se
preocupe, mijo, que él se queda por ahí en un rinconcito mientras consigue con
qué mantenerse.
— (Don Joaco): Mire, Bertolda, no me vaya a sacar la chispa que yo no le he
chistado nada de eso, ole.
— (Doña Bertica): Pues entonces chiste…
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—
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—
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—
(Don Joaco): ¿De quién es el muérgano ese?
(Doña Bertica): … mío.
(Don Joaco): ¿Y de quién es este rancho?
(Doña Bertica): … suyo.
(Don Joaco): ¡Y suyo, pendiola!
(Doña Bertica): … gracias.
(Don Joaco): ¿Y quién manda aquí?
(Doña Bertica): … pues usté
(Don Joaco): ¡Mamola! Con ese cuento a otro. Como el muérgano es suyo, el
rancho este es suyo y usted es la que manda aquí, qué me tiene que meter en
vainas a mí, ole. (Sánchez, 1982, cap. 1)
A veces estos conflictos escalan a altos niveles de violencia. Alguna vez, ante el asombro de
todos en el barrio, Doña Bertica y Don Joaco discutieron con severidad, pues ella afirmaba
que él la engañaba con una mujer mucho más joven. Cuando ya se disponía a dejarlo, él le
gritó:
¿Y eso con permiso de quién? ¿Usted cree que se manda sola o qué, Bertilda? ¡Pase
pa la tienda carajo y no me obligue a proceder! ¡Quihubo! ¡Pase pa la casa que
tenemos que hablar! ¿con permiso de quién se va a largar así porque sí? ¡Ole! Yo no
soy ningún mono pintado a la pared ni me gusta que me hagan esos desplantes, ole.
Yo no le he hecho nada, carajo. (Sánchez, 1982, cap. 49)
Proceder implicaba quitarse la correa y golpearla. Afortunadamente no llegaron a ese punto,
pero el ademán habla por sí mismo. Cuerpo y alma son ofrendados con el matrimonio, lo que
implica que los del uno le pertenecen al otro y viceversa, como lo explicita la canción
Propiedad privada, versionada tanto por hombres como mujeres: “para que sepan todas a
quién tú perteneces/ con sangre de mis venas te marcaré la frente/ para que te respeten aún
con la mirada/ y que sepan que tú eres mi propiedad privada” (Vargas, 2015c). Para Don
Joaco, su esposa no podía obrar con independencia, no sólo porque estaban casados, sino que
se le sumaba el hecho de que ella era su posesión y, como tal, tenía el deber de implicarlo en
sus decisiones. Aunque sería falso decir que el matrimonio y sus cuestiones son únicamente
de dos. Cuando se da el sí ambas partes vienen con sus respectivas familias, amigos y demás
conocidos, quienes terminan implicados en la convivencia y la suerte de los recién casados.
A Doña Bertica, por ejemplo, la acompañó Doña Doris cuando reunió el valor para irse. Lo
mismo que a Gardel en Cuesta Abajo lo impulsó su amigo Jorge a comprometerse con Rosa,
la eterna enamorada de buen corazón (Gasnier, 2007[1934]). Cada detalle, aunque parezca
único e íntimo, circula por toda una red de relaciones individuales y comunes de la pareja.
El matrimonio es una sociedad porque implica mucha gente representada en dos cuerpos.
Una de las figuras más relevantes es la de la suegra, quien es consejera y verdugo a la vez.
En el caso de los hombres, estos nunca reciben por completo la bendición de la madre de su
esposa, ya que para ella ningún hombre es suficiente o tiene los pantalones bien puestos. Esto
genera un estado de desconfianza permanente, pues él sabe que está siendo evaluado y, por
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lo general, reprobado. Con el paso del tiempo, esta tensión no hace sino aumentar, como lo
demuestra Condorito y su suegra, Doña Tremebunda:
Historieta 17. Pepo, 2010c, p. 82.
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Con respecto a las mujeres, estas deben pasar por la aprobación explícita de la madre del
fregado, pues recordemos que al volverse esposas reemplazarán en gran medida las funciones
que tenía la suegra con su hijo. Estas siempre recibirán con agrado el matrimonio, debido a
que aspiran que la constitución de un hogar los haga detener su desvarío y avanzar con
honradez en la vida. Fácilmente dan su aprobación, aunque esto no implica la aceptación
total de la mujer con quien manifiestan una constante rivalidad al ser desplazadas en la vida
de sus hijos. Este contraste lo explicita Rafael de León (s.f.c, p. 6):
Toito te lo consiento
menos faltarle a mi mare.
Y me he enterado casualmente
de que le faltaste ayer.
Y nadie me lo ha contao;
nadie, pero yo lo sé.
Que tengo entre dos amores
mi corazón repartío
si encuentro al uno llorando
Es que el otro le ha ofendido.
El poder que las suegras cumplen es tan fundamental que pueden incidir en la permanencia
o no de una de las partes en el matrimonio, como lo revela Yayita:
La decisión de irse o la de echar al ser
amado y al que se está unida por obra de
Dios, no es fácil. Pero muchas mujeres
deciden hacerlo “por una defensa de lo más
sagrado/ Antes muerta que ver a mis hijos
seguir tus ejemplos” canta Helenita Vargas
en Tus maletas en la puerta (2015e). La
mujer del disco toma la determinación de
echar a su esposo por borracho y
maltratador, lo cual demuestra que aunque
los hombres den el paso del matrimonio,
esto no garantiza del todo que abandonen su
espíritu bohemio, que representa una
verdadera tragedia para las esposas. Este
acto de expulsarlos o irse de ellos es una
forma de reclamar respeto y dignidad, así
como calma en sus vidas y la de sus hijos.
Preferir ser madre soltera dice mucho del
infierno en el que se vivía, ya que no sólo
implica la sanción social, sino llevar por
completo el sostenimiento del hogar. Son
mujeres absolutamente valientes y se
rebuscan la vida para salir adelante.
Historieta 18. Pepo, 2010b, p. 41.
Una de las canciones más conocidas de la
Ronca de Oro es Señor (Vargas, 2015a), en la que con profundo coraje se levanta ante el
hombre que la ha hecho sufrir y le canta sus verdades. Comienza con lo difícil de creer de la
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situación, como buscando el reconocimiento de su experiencia que es puesta en duda: “Pocos
lo conocen como lo conozco yo/ […] Pocos han probado esa hiel amarga que hay en su
interior/ Pocos adivinan que guarda soberbia en lugar de amor/ De mis desengaños todos
estos años es testigo Dios”, para continuar con el famoso coro en el que dicta su sentencia:
“Usted es un mal hombre/ sin nombre, Señor/ Usted es un canalla que abandona sin razón/
es el fiel prototipo del cinismo y del rencor/ Usted es una copa que guarda veneno en vez de
licor”. Cuando las mujeres consiguen salir victoriosas contra el amor que profesan por estos
malos hombres, alzan su voz para gritar “ya te olvidé/ vuelvo a ser libre otra vez/ vuelvo a
volar hacia mi vida/ que está lejos y prohibida para ti/ Ya te olvidé/ ya estás muy lejos de mí/
Tú lo lograste con herirme, lastimarme y convertirme en no sé qué” en palabras de Rocío
Durcal (2014). Esta independencia requiere de mucha paciencia y abnegación; como la
necesidad es latente, son mujeres que se ponen a la marcha sin queja alguna y a veces gozan
de la solidaridad de su gente.
Por eso las madres son seres sagrados en el universo fregado. Ellas mismas condensan el
buen querer, las lógicas de cuidado y la defensa, a veces mordaz, de todo lo que hay de divino
en la tierra. El barrio, el viejo arrabal, es como una gran madre que cobija a todos sus hijos
desafortunados y les brinda abrigo y protección, al tiempo que los diestra a ser seres fuertes
y pacientes con su propia existencia. La madre cría con un poco de hambre y un poco de frío,
porque eso templa el alma y enriquece al pobre. De igual modo administra la vida con total
soltura, aunque sólo haya un peso; es la mano que multiplica y el corazón que abraza/abrasa.
Es la eterna acompañante y consejera en la que la dupla flechada de Los Enamorados se
deposita, esperando que a cada momento las decisiones tomadas —que son su apuesta frente
a Dios— valgan la pena. Hombre y mujer revelan el principio de un entramado extenso de
relaciones complejas en las que la fortuna, el trabajo y el amor, como cosas de Arriba y de
Abajo, tienen tanto de luminoso como de oscuro.
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Cuando
la frialdad de la razón es superada por los impulsos sanguíneos del corazón,
comienza a circular por el cuerpo una llama tan abrasadora que vuelve ceniza todo lo que
hay por noble y divino en el mundo. Tras su paso incandescente gobierna la suprema
oscuridad, la negrura de la vida que resulta densa, incómoda y errónea. Dos cuerpos que
creyeron entregarse por voluntad propia, en realidad profesaban la debilidad de la carne. El
Diablo es el arcano del espíritu explosivo que, estando sujeto al deseo vasto e irresistible,
efectúa una danza de atracción entre el bien y el mal, la vida y la muerte, la cual se encarna
en el cuerpo tierroso de los mortales. En suma, esta es la carta de la tentación y el pecado.
En algún tiempo, el diablo —muchas veces Satanás— fue uno de los ángeles más fieles y
talentosos que tuvo Dios a su servicio. Se dice que por su ingenio y conocimiento del mundo,
se le otorgó el nombre de Lucifer, portador de luz, quien secundaba al Supremo. Llegó a ser
tanto su brillo que empezó a consumirse en soberbia: su sed de poder no se saciaba con su
talento o hermosura, era necesario gobernar en lo Alto. Y así, se armó en rebelión junto con
varios ángeles para enfrentar a Dios, quien triunfó y los condenó a errar en la tierra e incluso
más abajo. Desde ese momento encarnó el mal y comparte su miseria con los mundanos, a
quienes vive engañando para que traicionen al Creador. Lo atractivo en el Diablo es que es
un experto en pasiones y placeres por lo que no es extraño que hombres y mujeres en todo el
mundo pequen al caer en sus tentaciones. El propósito de todo aquel que lleve una Cruz
consigo es la de no pecar en lo absoluto, pero el Diablo es culebrero y ahí es cuando los
colombianos, con suprema viveza, nos atrevemos a decir que el que peca y reza, empata.
Como si Dios llevara algún tipo de libro de cuentas en el que cada pecado es una deuda que
se salda con pagos traducidos en sacrificios cristianos, como arrodillarse ante él para orar…
o el de trabajar hasta la extenuación de la vida.
El Diablo acá no es un ser mítico con cuernos y cola que aparece para plantearnos tratos que
tienen como fin arrebatar nuestras almas. El Diablo en el universo de la gente fregada está en
el vicio, la tentación y los sentimientos negros que alborotan el orden de las cosas. Antonio
Plaza (s.f.), en un poema del que hablaremos después, se atreve a poner como epígrafe unas
palabras de San Jerónimo que son del todo elocuentes: Vicio en el corazón es ídolo en el
altar. Lo que significa que todo pecado reiterativo y por ende irresistible emocionalmente
provoca un desplazamiento de Dios y de lo sagrado que concluye en la adoración del
Adversario. En la carta del tarot, el Diablo está sobre un altar y el hombre y la mujer, ya
transformados en esclavos, se encuentran sujetos a él por sus deseos obsesivos. El corazón
en las palabras del Santo se entiende como un espacio de capricho, pues siendo el origen de
todos los sentimientos humanos es proclive al desvarío cuando el espíritu está debilitado o lo
consume la duda.
Los fregados habitan constantemente en la luz y la oscuridad, dejándose poseer por ambas
fuerzas, ya sea por consuelo o necesidad. Se acercan y se alejan de Dios durante toda la vida
porque sus mandatos le resultan poco claros y demasiado injustos. En medio de una
existencia que es sólo sufrimiento, el Diablo brinda placeres y satisfacciones pasajeras, lo
cual significa una atracción al abismo que una vez en sus profundidades revela la necesidad
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del Supremo. Es un ir y venir peligroso en el que se apuesta la vida y se genera un efecto
placebo que vuelve más ligeras las penas… hasta que deja de funcionar y todo vuelve a
desatarse. Una y otra vez acontece lo mismo, como un ciclo que se reproduce sobre sí y en
el que la persona se recarga, se desahoga para volverse a recargar y así sucesivamente.
Lo cierto es que en la tierra parece reinar el Diablo y aún más en este país. Simeón Torrente
describía el mundo como “ferozmente individualista, montado sobre los pilares del sexo y el
dinero, donde imperaba la codicia y la sensualidad, la gula y el odio” (Salom, 1992[1969], p.
177), como si fuéramos un gran compendio de la miseria humana. De ahí que nuestra lucha
sea por alcanzar a Dios y hallar el descanso eterno, porque la vida no es sino pecado y
pobreza. Hay que enseñarse a dominar los impulsos, porque de llegar a darles cuerda libre
pueden consumirlo todo. Una de las principales lecciones que recibió Emma Reyes (2018),
en el convento en el que pasó gran parte de su niñez, era el temor a las tentaciones del mal:
“[La monja] partía a hablar sobre la pasión, que la comparaba con las tempestades del mar
[…], nos lo describía de una forma tan violenta, que nosotras, que no lo conocíamos,
teníamos la idea más terrible y monstruosa del mar” (p. 152). La pasión, como muchos otros
pecados, tiende a dominar el cuerpo y contaminar el alma, como si fuera una fuerza
destructora que no sólo aleja a Dios, sino que logra la increíble hazaña de volver a los
fregados mucho más fregados. Y aún así, esta gente no puede resistirse, porque disfrutan de
un poco de libertad y satisfacción, lo que parece justificarlo todo. Se dedican, entonces, a
empatar.
Cuando el alma se alza hacia el cielo para ser juzgada se le despoja de su cuerpo, ya que sin
él es pura y transparente. Lo que hay de oscuro en nuestras carnes es la sangre que las
constituye y que está, por lo demás, fuera de nuestro control: ella fluye por cada uno de
nuestros órganos con distintas velocidades, temperaturas y funciones gracias al corazón. Si
este deja de palpitar, todo se acaba… y si lo hace en exceso, también. En nada tiene que ver
la razón en este movimiento, pues no se puede manipular para hacerlo variar a conveniencia.
Lo único que le queda es ser consciente de su fluir con el fin de comprenderlo, pues este tiene
su propio lenguaje. Cuando algo nos enoja o altera nuestros sentidos de alguna manera, el
corazón palpita con mayor velocidad enviando sangre con igual rapidez, como si llevara —
precisamente— el diablo adentro. Esta expresión se refiere a una forma descontrolada de
hacer las cosas, como si algo urgiera desde el fondo del ser y fuera de vida o muerte. Si el
Diablo está en la sangre, produce este mismo efecto arrasador y justo aquí se encuentra la
diferencia de los sentimientos nobles y deshonrosos, lúcidos y oscuros, blancos y negros.
Tienen una naturaleza distinta, es decir, aquello que los crea y/o reproduce pertenece a
lugares no sólo disímiles, sino radicalmente opuestos. Los primeros son energía de vida y
creación; los segundos traen la muerte y la destrucción. Es el mismo contraste que hay entre
Dios y Satanás: lo sagrado y lo profano, dos fuerzas contaminantes. Y ya sabemos que este
último se encarga de retar una y otra vez al otro y nosotros, que somos tanto carne como
alma, lidiamos con ambos mundos.
La gente fregada, que es gente de necesidades, padece como una condena la carne: siempre
hay escasez de lo mínimo. El hambre y la sed imperan en sus caminos, así como la desgracia,
lo que los hace más proclives de que la sangre se altere y se lleve todo por delante. Una carne
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satisfecha —aunque no creo que esto suceda, pues hasta los mismísimos ricos siempre
quieren más—, teóricamente, es una carne que no tiene por qué gruñir. Y como los fregados
viven… fregados, pues su carne no tiene nada más que hacer que mostrar sus colmillos
anhelando la atracción de lo deseado y encegueciendo la razón. Por eso, para controlarla —
o eso creen—, buscan con afán el dinero, que es la llave que abre todas las puertas de lo
posible. En Melodía de Arrabal (Gasnier, 2007[1933]), Gardel hace el papel de un jugador
de naipe llamado Roberto, quien vive estafando junto con otro par de amigos a aquel que ha
ido acumulando dinero a lo largo de la noche. El método es sencillo: él, que tiene las manos
ágiles, baraja el mazo ocultando cartas o destinando las indicadas a sus compañeros. De
partida en partida, la persona pierde todo su dinero y cree que fue una vuelta de suerte, cuando
en realidad todo estuvo planeado para que fuera así. ¿Por qué engañar y no dedicarse a
trabajar? La verdad es que lo primero no sólo es más fácil y divertido, sino que produce
mayor ganancia. El todo sea que usted logre tener la técnica y, de ahí, que la suerte lo
acompañe.
Aquí hay dos asuntos: el de apostar y el de estafar. Los juegos de azar lucen supremamente
atractivos para la gente fregada, porque por un poco que usted apueste puede multiplicar en
millones la cifra. Y aparece con triunfo la avaricia, esa forma específica en que la sangre
hierve porque desea excesivamente poseer el imposible y devorarlo de un solo mordisco. Es
tanto el anhelo que en varias culturas y tradiciones es una fuerza que espanta. Así le sucedió
a Don Joaco y a sus vecinos, quienes juraban que había una guaca detrás de la pared del
restaurante (Sánchez, 1982, cap. 34-36). Duraron días y días planeando la intervención, así
como soñando las riquezas y lo que harían con ellas… hasta que por fin consiguieron perforar
la pared. ¿Encontraron algo? Claro: las cosas del vecino. Y como si no fuera suficiente la
desilusión, acabaron en la cárcel por invadir propiedad privada. La plata enloquece a la gente,
la vuelve tan volátil como el mismo dinero; genera un estado de ilusión peligroso y agresivo,
al que cualquier racionalidad le es insuficiente. Aunque claro que tiene su propia lógica: la
de la rueda de la fortuna. Un día, tal vez, a usted le brille la guaca o le caiga el chance, pero
para eso debe dominar su avaricia, que no es controlarla, sino comprenderla y recibirla con
humildad.
La suerte no le favorece a los fregados y eso, quizá, es buena suerte. Son personas de pura
sangre que al comenzar a satisfacerse pierden su bondad, contaminan su espíritu y se
desaparece su sentido de solidaridad. Una de mis tías alguna vez me dijo: “Yo prefiero un
hijo pobre y honrado, que rico e hijueputa” (Anotaciones de campo 2021) y tiene sentido,
porque el dinero —su falta absoluta o su abundancia excesiva— aumenta el mal de la
avaricia. Casiano, el godo de Al pueblo nunca le toca (1994[1979]), se acuesta con la esposa
de uno de los hombres más ricos del país y aguarda a que este último muera para unirse en
matrimonio con la mujer. El día en que esto sucede lanza su apuesta ya resuelta y gana, pero
lo hace con avaricia. El descontrol de la sangre se encarga de hacerle perder hasta el último
peso, estafándolo y dejándolo de nuevo en la ruina. Y su amigo, Baltasar, un pobre de lo más
noble, le dice con razón que “lo que por agua viene, por agua va […] [Quiero] decir que lo
que se gana sin esfuerzo, se pierde sin dificultad” (p. 49-50). La estafa es, entonces, una
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forma manual y directa de conseguir lo que por suerte nunca se llegaría a obtener. Podría decirse
que es una apuesta que le garantiza a usted una victoria segura, pero no una ganancia permanente.
Cuando alguien elige este camino ya está consumido por la avaricia y no hay nada que hacer, salvo
esperar pacientemente que la vida dé vuelta y el orden reine de nuevo. En esto radica la mala suerte
que es necia en los fregados: todo descontrol se castiga, pero, como dicen tienden a decir, que les
quiten lo bailao. No pueden parar de jugar o estafar, porque aún perdiéndolo todo se deleitan con
lo vivido:
Historieta 19. Pepo, 2010c, p. 36.
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“Tenía 15 años y ya me gustaba mucho el trago. Las propinas y el dinero que recibía me lo
tomaba por las noches en Guayaquil” confiesa Francisco Correa Múnera, el Culebrero
(Villegas, 1986) y esto le agrega un matiz interesante al asunto: la plata se traga, se bebe,
porque es lo mismo que una botella de cerveza o de aguardiente. Tomar es importante en el
mundo de los fregados, porque a través del licor pausan los dolores y la vida desgraciada:
“Cuando tú tengas penas, cuando tengas problemas/ o por un loco amor estés perdiendo la
cabeza/ para calmar los nervios y te sientas tranquilo/ te recomiendo, hermano, unos vasos
de cerveza” nos canta Rodolfo Aicardi y los Hispanos (2007a). Beber implica
simultáneamente tener la intención de olvidar y la de celebrar. En el momento en que ingresa
el alcohol al cuerpo, la persona tiene la intención de conjurar el placer y avivar los sentidos,
y en cuanto el intestino lo absorbe, el Diablo aparece y efectúa el trato. Es un don maligno
porque vuelve adicción el placer pasajero: la persona ansía tener más y más hasta que la letra
menuda del contrato infame cumple su propósito y se asoma la destrucción. Ahí, el Diablo
triunfó por medio del vicio.
La cantina es el lugar por excelencia al que se va a tomar. Es un espacio de recuerdo y
(des)consuelo en el que varias mesas se ofrecen para recibir una y mil intenciones de cuanto
fregado se aparezca. Contiene en sí misma, como los productos que ofrece, la ventaja de
producir un doble servicio en uno: el cobijo del regocijo y la desdicha. Si usted tiene una vida
complicada —de esas que parecen saladas por Dios— la cantina lo recibe para que usted se
depure, como dice Aicardi en Perdido y borracho (2007b): “en tanto mi casa y mi lecho/ será
esta cantina y aquí moriré”. El trago, en su debida proporción, tiene ese efecto mágico y
simbólico de poner a hervir la sangre, llenándolo a usted de euforia porque evapora todo lo
que lo atormenta, pero cuando se sobrepasa el límite el líquido carmesí ya no está en una
ebullición controlada, sino que se vuelve lava que calcina todo lo que hay a su alrededor. Las
criaturas oscuras que habían muerto por el licor, ahora renacen fortalecidas. Bernabé Bernal,
quien siempre condenó su timidez y honradez, lo explica así:
Bajo los efectos del primer grado de embriaguez siento que en mí se despierta un
hombre diferente. Eufórico, optimista, dueño de sí mismo. Pienso, digo y hago las
cosas que piensan, dicen y hacen los individuos normales, los que no padecen de mi
terrible enfermedad. Me siento capaz de luchar, asumo actitudes valerosas, como
determinaciones audaces. Pero si bebo hasta emborracharme totalmente, me
sobreviene una depresión aguda. Mi timidez recobra sus fueros. Me vuelvo silencioso
y taciturno. Me acomete el temor de haber dicho o hecho tonterías, recuerdo mi
tragedia y me asaltan unos deseos incontenibles de llorar. (Salom, 2013[1975], p. 85)
Los tragos que consumen principalmente los fregados son la cerveza y el guaro. En un tiempo
lo fue la chicha también, pero dejó de tomarse con igual intensidad debido al eslogan que
introdujo el Gobierno a mediados del siglo XX que señalaba que esta embrutecía a la gente…
a la gente que no les convenía, a los pobres, beneficiando en cambio a varias empresas que
producían cerveza embotellada y marcada. Con esto jodieron al fermentado de maíz y surgió
para imponerse el de cebada. En cualquiera de los casos, la gente fregada necesita del alcohol,
venga como venga, porque es el único mecanismo accesible por el que pueden detener sus
penas y darle cuerda a la propia existencia. El Diablo se aprovecha, justamente, de esa
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necesidad y genera dependencia y/o adicción, lo cual no es un secreto para nadie y la gente fregada
se dedica a sacarle provecho, a cualquier costo:
Historieta 20. Pepo, 2010d, p. 32.
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Garganta de Lata, quien corrige el letrero de su superior, es un personaje recurrente en las
historietas de Condorito. Siempre está ebrio y defiende insistentemente el valor del alcohol,
el cual le brinda abrigo, pero con frecuencia le juega malas pasadas. Con el trago “olvidarás
las penas, tendrás mucha alegría/ pero al final todito será una fantasía” nos recuerda Aicardi
(2007a), quien precisa la ilusión del alcohol. Asimismo, lo hace Gardel al pensar en un amor:
“Busco aquí en mi copa, retener soñada/ tu visión sagrada/ tu pureza fiel/ pero el alcohol
miente y en mi sed demente/ la cruz de tu imagen sabe solo a hiel” (2007[1934]). El licor
termina siendo, entonces, una estafa del Diablo, porque genera el efecto que describe Rodolfo
Aicardi en Penas por un amor (2012[1980]): creyendo que las penas las borrará el trago que
embriaga, se dispone a tomar y más tomar… para al final, terminar recordando henchido de
dolor, como lo canta Pibe Campos: “He buscado la distancia/ con afán para olvidarte/ he
querido con el trago/ tu nombre borrar de mí/ pero ha sido siempre en vano/ todo, todo lo que
intento/ porque lejos de borracho/ siempre estoy pensando en ti” (s.f.). Por esta razón, el
alcohol es una bebida social. Es muy poco común que se tome solo porque, de hacerlo, haría
aún más evidente la miseria y la desgracia. Si se toma para celebrar u olvidar, siempre habrá
alguien ahí para acompañar la dicha y la inevitable pena que vendrá tras cada trago. Quizá
uno de los poemas más famosos al respecto sea El brindis del bohemio (s.f.) de Guillermo
Aguirre, en el que seis alegres desgraciados, en un Año Nuevo, se reunieron para jartar:
Era curioso ver aquel conjunto
de aquel grupo bohemio
del que brotaba la palabra chusca,
la que vierte veneno,
lo mismo, que melosa y delicada,
la música de un verso.
A cada nueva libación, las penas
hallábanse lejos
del grupo, y una nueva inspiración llegaba
a todos los cerebros
con el idilio roto que venía
en alas del recuerdo. (p. 17)
Jartar es lo mismo que hartar, que significa satisfacer y el alcohol, como vimos, lo hace muy
bien. Llena los cuerpos, aún cuando estén vacíos de alimento y cuando las penas vuelven a
abundar tras el desengaño, el hombro de un amigo siempre estará ahí para volcar las penas.
En el poema de Aguirre, los seis hombres alzan su brazo y, de uno en uno, realizan un brindis.
Esta es una práctica que sólo puede hacerse en colectividad y que figura como
reconocimiento del pasado, el presente o el futuro, bien puede ser con ánimo, pero también
con profunda resignación, como sucede en Cuatro Copas de Antonio Aguilar: “Me invitas
una copa o te la invito/ tenemos que brindar por nuestras cosas/ No vamos a llegar a
emborracharnos/ no más nos tomaremos cuatro copas” (1969a). Otra canción con el mismo
espíritu de homenajear lo vivido es el tango Los Mareados (1968), cantada por Floreal Ruíz:
“Esta noche, amiga mía/ el alcohol nos ha embriagado/ ¡Qué importa que se rían/ y nos
llamen mareados!/ Cada cual tiene sus penas/ y nosotros las tenemos/ Esta noche beberemos/
porque ya no volveremos a vernos más”.
Cantina que se respete, además de licor y mesas para la clientela, tiene para acompañar el
dolor música de despecho, que no es sino la expresión del amor y odio que se tiene hacia un
ser amado que nos ha roto el corazón. Son canciones que le hacen honor a esa herida abierta
de la que emanarencor, tristeza, ira y esa profunda sensación de ahogo ante lo perdido. Ahí
está el mérito de todos estos artistas, quienes son la misma voz de sus escuchas. La música,
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junto con el trago, conforma un método terapéutico que le pone palabras a ese manojo de
sensaciones que circulan aceleradamente por la sangre, lo cual contribuye a que la persona
se sienta abrigada por la experiencia común y consiga liberar lo que la oprime:
Póngale la Mona como para que no vaya a salir el nombre a relucir por ahí. Ella había
vuelto de por allá después de que el tipo la golpeara y le restregara la moza por el
frente, pavonéandose como si nada y jurando que él podía tenerlas a las dos al mismo
tiempo. La Mona llegó acá huyendo y en una noche nos fuimos a tomar. Eso fue una
perra ni la más hijueputa. Ella cogió y le timbró al fijo del man. Cuando va es que le
contesta y la Mona le pone Rata inmunda. Pues pa que vea que el tipo se la escuchó
completa sin decir nada. (Historia de campo 2020, Anónima)
“Rata inmunda/ animal rastrero/ escoria de la vida/ adefesio mal hecho/ Infrahumano/
espectro del infierno/ maldita sabandija/ Cuánto daño me has hecho” canta Paquita la del
Barrio en Rata de dos patas (2001). Originalmente esta canción fue compuesta para el
expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, pero Paquita la volvió un himno para las
mujeres, tanto que nadie recuerda —o a nadie le importa— su propósito original. El sentido
ya está decidido y nadie podrá cambiarlo. Las mujeres también jartan, aunque menos que los
hombres, pues tienen tanto a su cargo que no encuentran descanso para librarse con el
alcohol. Aun así, cuando lo hacen, por lo general se debe a un hombre: “Por tu amor que
tanto quiero/ y tanto extraño/ que me sirvan otra copa/ y muchas más/ que me sirvan de una
vez/ pa todo el año/ que me quiero seriamente/ emborrachar” canta María Dolores Pradera
(1994b). Tienden a ser consumidoras más pasivas y aseguran el dinero para hacerlo. Sufren
la pena y al día siguiente, con todos sus corotos, avanzan en la vida con la frente en alto.
En los hombres el asunto es más peligroso. Daniel Samper Pizano, en su columna “El Credo”
de 1972, reúne consignas del sentido común colombiano, cosas que no nos cuestionamos
porque las creemos verdades absolutas, hechos indiscutibles. Una de ellas es “Que lo que
pasa con los obreros es que lo que ganan durante una semana se lo toman en cerveza el
sábado” (1980b, p. 25). Aunque no es exclusivo de los sectores menos favorecidos, para el
que aquí nos compete, la experiencia y las historias lo confirman. El alcohol es una necesidad,
más que un capricho; en él se halla contenido el hombre reprimido que está en búsqueda de
la mínima expresión de placer porque su existencia le resulta miserable. El problema acá es
que se llega al exceso… y a los hombres esto los vuelve lava:
— (Sarita): ¿Y su mamá de qué vivía?
— (Cantinflas): De milagro, Sarita, aquí entre nos mi papá le entraba muy regio a la
cervecita.
— (Sarita): ¿Y todo lo que ganaba se lo gastaba en cerveza?
— (Cantinflas): No, pues a poco cree usted que el tequila se lo daban gratis.
(Delgado, 1952)
El consumo excesivo de bebidas embriagantes es perjudicial para la salud… y para las
mujeres y sus hijos. Encarna un verdadero problema en las familias y por eso es que se
censura tanto su consumo, porque los cuerpos de sus integrantes son la cuenta de cobro de
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tanto placer pasajero. La sangre se alborota nublando la razón y aparecen los puños, los
golpes y los abusos:
Siempre borracho entraba
y siempre altivo
el ebrio sin motivo
puñetazos le daba a su querida.
[…]
Ella malhumorada,
él displicente,
la riña era frecuente
y al fin a puñetazos la rendía. (p. 17)
Así lo describe un poema de Ismael Enrique Arciniegas (s.f.b), en donde la mujer, desposada
por necesidad con el hombre, recibe constantes maltratos cada vez que él ingiere alcohol. Un
día, ambos concibieron un hijo y, según cuenta el poeta, no fue capaz de golpearla: “entonces
se detuvo el inhumano/ no levantó mano/ la respetó el borracho, ¡ya era madre”. Más allá de
si es así o no en todos los casos —que no creo y lo sé—, el punto está en que hay un juego
de honor: no la golpea porque eso sería irrespetarse a sí mismo e insultar a su propia madre.
En el momento en que su esposa tuvo a su hijo en el lecho, no sólo se hizo evidente el pacto
de sangre que los uniría por toda la vida, sino que ella se volvió una figura sagrada semejante
a la Virgen María, como lo son todas las mamás. Golpearla significaba perder su calidad de
hombre e hijo, dos de las cosas más valiosas para el fregado.
El honor no es un juego. Mezclado con la dignidad, el honor implica una representación
íntegra del propio ser; una moral alta y clara que pretende tener su reflejo en el actuar, por lo
que es una cualidad fácilmente identificable y, por ende, admirable. Para la gente fregada, es
una cuestión de respeto, por lo que se erige como un espacio de lucha y de reafirmación
constante. Es tal cual un objeto de valor que está plagado de significado y que, por lo mismo,
se protege con la vida misma. En el momento en que alguien le genera una mancha, por
pequeña que sea, comienza a delirarle el corazón al dueño, le hierve la sangre y lo abruman
los sentimientos negros. La negrura de estas sensaciones se debe a que por lo general resultan
destructivas en todos los aspectos, pues corroen al propio ser y lo que se halle alrededor.
Aunque la razón se nubla, todo el asunto tiene su propio sentido, su lógica: es la defensa
plena de lo insultado y ahí hay una deuda-ofensa que se debe pagar a cualquier precio con el
fin de limpiar el nombre y restaurar el objeto manchado, es decir, el honor.
“Que no se atreva nadie a mirarte con ansia/ y que conserven todas respetable distancia/
porque mi pobre alma se retuerce de celos/ y no quiero que nadie respire tu aliento/ porque
siendo tu dueña no me importa más nada/ que verte sólo mío” canta Helenita Vargas en
Propiedad privada (2015c) y nos señala la relación que hay entre hombres y mujeres, en
donde el uno le pertenece a la otra y viceversa. En el momento en que se comprometen,
asumen un contrato de propiedad, lo que implica que cualquier obstrucción representa una
ofensa para el dueño, ya que significa una burla hacia su seguridad y confianza, de ahí que
exista un estado permanente de vigilancia, de celos. Estos últimos son sentimientos negros
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debido a su naturaleza e inevitable consecuencia. Son un trato posesivo que hace desvariar
la mente bajo la premisa de que uno puede perder fácilmente lo que posee. En Enojo (2015),
Yayita destruye una camisa de Condorito para cumplir dos propósitos: desterrar cualquier
intrusión y marcar a su hombre.
Historieta 21. Pepo, 2015, p. 23-24.
Y la verdad es que una camisa no es nada. En Mi religión gitana Yolanda del Río (2012b)
describe lo que una mujer siente tras la traición: “Pero llegó el rencor/ y me arrancó tu amor/
del tiempo donde estaba/ así se derrumbó mi altar mayor/ Y se rompió el cristal/ de mi alma
enamorada” y aquí el altar, como en las palabras de San Jerónimo, tenía como objeto de
adoración a un vicio: un hombre que resultó siendo una farsa. Y cuando se rompe la ilusión,
después de haber sido manchado el honor, en la sangre circula odio y dolor con una fuerza
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muchísimo más monstruosa: la de querer matar. Así lo describe Yolanda del Río (2012a) en
otra de sus canciones: “Se me está acabando lo buena que soy/ y me está llegando lo malo
por dentro/ Yo no sé matar, pero voy a aprender/ para disipar todo el mal que me has hecho/
Si llego a ser asesina por ti/ bajarás por eso derecho al infierno”. Esto mismo lo expresan
también Las Hermanas Calle en su tema más famoso, La Cuchilla (2019d): “Si no me querés,
te corto la cara/ con una cuchilla de esas de afeitar/ El día de la boda te doy puñaladas/ te
arranco el ombligo/ y mato a tu mamá”. Querer acabar con la vida de alguien, en este mundo,
es una cuestión de ofensas y deudas. Las mujeres de estas dos últimas canciones llevaban
mucho tiempo sintiéndose ofendidas hasta que algo detonó la furia: una mancha en el honor.
El impacto instantáneo fue la exteriorización de lo que se habían guardado y ahí, en ese punto,
ya no hay retorno. El deseo oscuro desborda con creces la razón. “Le juro que si yo tuviera
un machete, yo mato a ese hijueputa. Es mucho lo que he sufrido” (Historia de campo, 2021),
me contó una mujer que prefirió mantenerse anónima. Es muy poco probable que esto se
haga realidad, porque las mujeres no cobran así. Lo de ellas es una dosis baja, pero continua,
diaria, de pequeñas victorias contra el hombre que las ha humillado.
Los sentimientos negros tienen su origen en la carencia, sea por un arrebato o una pérdida o
incluso algo imposible de tener. Es ese conglomerado de emociones que llamamos ira,
rencor, odio, celos, envidia, soberbia, lujuria y otros tantos más, que cuando aparecen traen
una intención oscura, algo que socialmente no se debe hacer, sentir o pensar y que si no se
dominan, arrasan con todo lo que hay por delante. Son sensaciones propias del corazón,
tienen una raíz íntima con este órgano y él se encarga de hacerlas fluir por la sangre limitando
todos los sentidos o volviéndolos en extremo sensibles. En Si te vas qué me queda, Julio
Jaramillo canta “pero vete ya o me cegaré/ con este dolor ya no sé qué haré/ Esa fiera que es
el hombre en el despecho/ quizá despierte en mí y ya no sé lo que haga” (1990c),
mostrándonos cómo opera el asunto en los hombres, quienes son fieras incapaces de controlar
sus impulsos. Las mujeres, para ellos, son espacios en disputa, seres por los que se libran
batallas de pura sangre entre semejantes y estos escenarios son constantemente referidos en
canciones y poemas. El más famoso de todos es El Duelo del Mayoral, de Manuel Muroty
(s.f.), que narra la rivalidad de un hombre con otro, pues ambos pretendían a una misma
mujer:
No pude evitarlo, la envidia es muy negra
y la pena de amor es muy mala
y cuando la sangre se enrabia en las venas
no hay quien pueda, señora, calmarla…
Y una noche, lo que hacen los celos,
lo esperé allá abajo, junto a la cañada;
retumbaba el cielo, llovía y el río
igual que mis venas hinchado bajaba.
[…]
No fue lucha de hombres, fue lucha de toros,
eso bien lo sabe la vieja cañada,
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pero más que el amor y el ensueño
pudieron la envidia y la rabia,
y al fin mi machete lo dejó tendido
sobre su guitarra.
[…]
Todavía en el suelo me dijo llorando:
— ¡Quiérela que es buena…!
¡Quiérela… como yo la he querido
que aunque me muero
la llevo metida en el alma.
Y tuve celos, señora, del que así me hablaba
y tuve celos de aquel que moría
y aun muriendo la amaba.
Y la sangre cegó mis pupilas
y el machete en la mano temblóme con rabia
y lo hundí en su pecho con odio y con furia
y rasgué sus carnes buscándole el alma
porque en el alma se llevaba a mi hembra
y yo no quería que se la llevara. (p. 13-14)
Más allá de una disputa por hombría, se trató de un duelo de honores. El ataque del hombre
que narra no fue sorpresivo: se había concertado con antelación el encuentro entre ambos,
quienes se reconocieron como iguales, y acordaron definir a muerte la propiedad de la mujer.
La sangre ya estaba enrabiada en los pretendientes y cegaron otras posibilidades de resolver
el conflicto. La alusión a los toros es una conexión con la fiera negra y fuerte, que exhala
vapor por su nariz y con los ojos rojos, plagados de odio, se dispone a matar a quien lo azara.
Se efectúa, entonces, una danza oscura de vida y muerte en la que el hombre hecho bestia
reta al destino con su propia apuesta. Y cuando emana sangre, el fuego se apaga y sólo cenizas
quedan: el sacrificio no valió la pena porque, a fin de cuentas, el muerto, ya drenado y de la
mano de Dios, fue puro amor y ensueño hasta el final. Esta es la destrucción del Diablo, que
carcome el alma y la vuelve guiñapos dejando a los hombres esclavos de su mal. Lo mismo
sucede en el caso de Condorito y Pepe Cortisona, su eterno enemigo:
77
Historieta 22. Pepo, 1971b.
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Esta furia por defender lo que es propio se equipara incluso con el hambre y la sed, dos males
que aquejan constantemente a la gente fregada. Por ejemplo, en un poema anónimo se narra
la historia de un hombre pobre a quien su esposa le pide que traiga claveles rojos. Después
de deambular por largo rato, consigue las flores y cuando pretende volver a casa se encuentra
con el Amo, quien se burla e insulta a la mujer del peón, además de arruinarle el regalo, y
este, recogiendo unos claveles blancos, sin pena ni gloria explica que: “De ideas malas
llevaba un enjambre/ al ver al amo una nube me cegó los ojos/ mi puñal en su pecho hundí
con hambre/ los claveles blancos empapé en su sangre/ y a mi moza llevé… claveles rojos”
(Anónimo, s.f., p. 36). Ambos escritos, el de Muroty y este, junto con la historieta de
Condorito, coinciden en tres cosas importantes: primero, el dominio de las emociones sobre
la razón; segundo, la necesidad de limpiar el honor manchado por medio de una ofrenda de
sangre; tercero, el mismo lugar de ataque y herida. ¿Qué hay en el pecho de significativo?
Nada más y nada menos que el corazón, el centro de toda emoción humana. Quitar la vida
con una herida en este órgano es todo un manifiesto de la muerte sentimental, es una
liberación del mal cometiendo el mal. Dones por dones.
Existe otro tipo de muerte dada por honor en el universo fregado y es el caso en el que la
mujer es asesinada junto con su amante, como sucede en una de las canciones más escuchadas
de Alci Acosta, La Cárcel del Sing Sing (s.f.b): “Yo tuve que matar a un ser que quise amar/
y aunque aun estando muerta yo la quiero/ Al verla con su amante, a los dos los maté/ por
culpa de ese infame moriré”, pues ha sido condenado a morir por su crimen. Socialmente
está claro que se rechaza este tipo de justicia propia e incluso los victimarios reconocen el
exceso de sus acciones —lo cual no implica que se arrepientan—, para ellos es un cobro por
la ofensa realizada y que, como lo dicen las fuentes, es producto de una ira desmedida en la
sangre que clama venganza. De igual modo lo describe Juan Pablo López en su poema La
Leyenda del Horcón (s.f.), en la que un hombre envejecido narra su historia clamando perdón
a su hijo:
A la una de la mañana
de otro día juntamente
llegó el hombre de repente
convertido en una fiera humana;
de un golpe echó la ventana
contra el suelo en mil pedazos
y avanzando a grandes pasos
ciego de rabia y dolor
vio que su único amor
descansaba en otros brazos.
Como un sordo movimiento
enseguida se sintió,
después un cuerpo cayó
y otro cuerpo en el momento
ni un quejido, ni un lamento,
salió de la habitación
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y para concluir su misión
cuando los vio dijuntos
los enterró a los dos juntos
[…]
Yo jui m’hijo el que maté
a tu madre desgraciada
porque en la cama abrazada
con otro la encontré
—Hizo bien, tata querido—
gritó el hijo sin encono—
venga viejo lo perdono
por lo tanto que ha sufrido
pero áura tata le pido
que no la maldigas más,
que si jue mala y audaz
por mí perdónela, padre,
que una madre siempre es madre
¡déjela que duerma en paz…! (p. 9-10)
Es una situación a la que se le reconoce valentía. Entre los hombres fregados la justificación
de su acto es evidente, pues los amantes se burlaron del hombre que entregó su corazón, al
cual acuchillaron simbólicamente al traicionarlo. Es un dolor que ameritaba una cuota mayor
del mismo para resolverse. Se genera entonces una admiración colectiva que incluso llega a
extenderse a las mujeres, como le sucedió a La Hija del Penal, que se enamoró de un
prisionero: “Estaba preso, sí, porque mató al traidor/ que de su hermana el honor burlaba/ Y
cuando conocí su gesto de valor/ juré quererlo con alma brava” (Helenita Vargas, 1996b). Es
así porque se efectúa un intercambio de rencores, heridas y sufrimiento que salda la deuda.
Valga la pena aclarar que no todos los hombres ni las mujeres engañadas llegan a cometer
homicidio, es una forma en que se expresa la lógica de dones que sostiene que “es muy justo
que tú sufras el dolor que yo sufrí/ que tus ojos lloren tanto como lo hice yo por ti/ que te
sientas muerta en vida como un día me sentí/ y ni así podrás pagarme lo que me hiciste tú a
mí” (Marini, s.f.b). Muchas mujeres, por ejemplo, pagan la traición con infidelidad, de ahí
que sea tan famoso el segundo tema más escuchado de Paquita la del Barrio (1993): “Tú que
me dejabas/ yo que te esperaba/ yo que tontamente siempre te era fiel […]/ Tres veces te
engañé/ tres veces te engañé/ la primera por coraje/ la segunda por capricho/ la tercera por
placer”.
De hecho, estos dones son en su mayoría representados mediante el uso metafórico de la
copa, puesto que es un recipiente que se llena con ilusiones, esperanzas, deseos y amor, el
cual se le ofrece a alguien más, quien puede recibirlo con gratitud y correspondencia, pero
también puede devolverla con odio, traición, ira, rencor y todos estos sentimientos negros de
los que hemos hablado. Helenita Vargas (2015a) canta, por ejemplo, que “Usted es una copa
que guarda veneno en vez de licor”, haciendo referencia al engaño y el sufrimiento que le ha
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traído amar a un mal hombre, sin nombre, Señor. Quizá la mejor canción —de paso un
símbolo nacional, digo yo— para referirse a este asunto sea La Copa Rota, de Alci Acosta
(s.f.d):
Aturdido y abrumado, por la duda de los celos
se ve triste en la cantina a un bohemio ya sin fe
con los nervios destrozados y llorando sin remedio
como un loco atormentado por la ingrata que se fue
[…]
Una noche como un loco mordió la copa de vino
y le hizo un cortante filo que su boca destrozó.
Y la sangre que brotaba, confundiose con el vino
y en la cantina este grito a todos estremeció.
No te apures compañero si me destrozo la boca,
no te apures que es que quiero con el filo de esta copa
borrar la huella de un beso traicionero que me dio.
Mozo, sírveme la copa rota,
sírveme que me destroza
esta fiebre de obsesión.
Mozo, sírvame la copa rota,
quiero sangrar gota a gota
el veneno de su amor.
Romper la copa equivalía a eliminar lo que la ingrata le había ofrecido en ella: traición y
mentira. La mezcla entre vino y sangre es la expresión del licor como mecanismo para
evaporar la pena, anhelando que cada trago difumine la obsesión. Palabras más, palabras
menos, es sangrar el vino, beberse la sangre con el fin de digerir el dolor, como les dijo Jesús
a sus discípulos: Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de
alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el
perdón de los pecados. Es la constitución de la triada sagrada del dolor, la sangre y el vino,
que son uno mismo. De igual modo, se encuentra en Cuesta abajo de Gardel (2005a[1934]):
“por seguir tras de su huella/ yo bebí incansablemente/ en mi copa de dolor/ pero nadie
comprendía/ que si yo todo lo daba/ en cada vuelta dejaba/ pedazos de corazón”, refiriéndose
al amor obsesivo que profesaba hacia una mujer, quien lo llevó a consumirse en la herida
sangrante y profanar sus principios.
En el mundo fregado hay un claro contraste entre dos tipos de mujer, quienes pertenecen a
su vez a dos espacios concretos: la de casa y la de calle. De igual modo, representan universos
distintos: el sagrado y el profano, Dios y el Diablo. A las primeras las llaman esposas y
madres. A las segundas, aún siendo madres, las reúnen bajo las categorías de prostitutas y
amantes, es decir, objetos de deseo que tienen como fin último la satisfacción sexual ajena a
cambio de dinero. A estas últimas, específicamente a una, Raquel, es que Gardel le canta
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Cuesta Abajo, pues su aventura con ella fue amarga y voraz, lo llevó a través de un remolino que
lo sumió en la completa miseria y el pecado (Gasnier, 2007[1934]). Existen muchísimas referencias
a las prostitutas en el universo fregado, pues son miel y veneno al mismo tiempo, encarnan a Eva
hecha serpiente y, por ende, en ellas habita el vicio, la tentación y los sentimientos negros, en suma,
el Maligno. Son la cara B de las mujeres honradas y el problema radica en que los hombres inventan
placeres en el pecado, en palabras de Pirela (1995b), para resolver su angustia del presente, como
Condorito en la guerra:
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Historieta 23. Pepo, 2010c, p. 68-70.
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En Un día con el diablo (Delgado, 1945), San Pedro deja a Cantinflas en los alrededores del
Cielo a la espera de que se apruebe su ingreso a la vida eterna. En el entretanto, como se
podría esperar de un fregado, se pone a explorar y descubre un telescopio que le muestra el
Infierno. La imagen es placentera: son mujeres bailando balé. Sin pensarlo, se avienta y llega
a la oficina de Satanás, quien le pregunta cómo es que vino a parar ahí si no estaba condenado.
Cantinflas, después de su retahíla elocuente, le responde que fue por un aparatito en el que
vio “unas changuitas muy sabrosas”. Todo fue una ilusión, una propaganda de Abajo para
atraer a los turistas, afirmó el Diablo. Y tiene sentido, porque en la tierra el mecanismo es el
mismo. El hombre es tentado por su insistencia en hallar satisfacción física y emocional, para
luego desengañarse. A lo anterior se le suma el hecho de que la representación por excelencia
del placer es la mujer prostituta, engañosa y culebrera:
Brindo por la mujer, mas no por esa
en la que halláis consuelo en la tristeza,
rescoldo del placer, ¡desventurados!,
no por esa que brinda sus hechizos
cuando besáis sus rizos
artificiosamente perfumados. (p. 19)
Dice uno de los seis bohemios que se reunieron en un Año Nuevo para brindar (Aguirre,
s.f.a). El contraste es evidente: alza su copa por la madre, no por la prostituta. Lo mismo hace
Blanca Villafañe en Besos Callejeros al compararse con las Otras: “Y qué me importa/ saber
si tú tienes/ una en cada esquina/ si esas son mujeres/ de la mala vida” (2012[1960]). Aquí
opera el sentido de otredad: es la separación de lo diferente, del contraste, la dualidad
necesaria que hace que ambos mundos, como polos opuestos, puedan existir. Las callejeras
son mujeres artificiosas, encantadoras en el sentido en que generan una impresión mágica e
incendiaria en los hombres, una que sólo podría provenir del Mal. ¿Recuerda el poema de
Antonio Plaza que tenía como epígrafe las palabras de San Jerónimo? Pues está dedicado A
una ramera (s.f.) de la que el personaje del poema está profundamente enamorado:
¡Maldita la hora
en que te vi, mujer! Dejaste herida
mi alma que de llanto está nutrida;
horrible sufrimiento me devora
que hiciste la desgracia de mi vida
más dolor tan inmenso, tan profundo,
no lo cambio, mujer, por todo un mundo
¿Eres demonio que arrojó el infierno
para abrirme una herida mal cerrada?
¿Eres un ángel que me mandó el Eterno
a velar mi existencia infortunada?
¿Este amor tan ardiente, tan interno
me enaltece, mujer, o me degrada?
No lo sé, no lo sé… yo pierdo el juicio. (p. 44)
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Un hombre confundido está llevado por el Diablo, pues tiene como altar al vicio que es el
mismo Mal. Lo curioso de todo es que se efectúan analogías entre la condición fregada y las
prostitutas, lo que difumina un poco la frontera de la otredad, demostrando un contenido
común. Por ejemplo, Antonio Plaza (s.f.b) dice “Yo mendigo, mujer, y tú ramera/ descalzos
por el mundo marcharemos” ( p. 44), precisando en la unión por escasez y falta de sustento.
Bernabé Bernal se atreve a ser más explícito: “Las prostitutas alquilan el cuerpo y los pobres
el alma” (Salom, 2013[1975], p. 178). Lo que se efectúa ahí es un reconocimiento de pares,
que a ciencia cierta parecen estar amarrados al Diablo por la pura y física necesidad, como
se refleja en la carta del Tarot, puesto que si nos fijamos bien tanto el hombre como la mujer
tienen atadas las manos, las cuales son el principal medio de sustento de la gente fregada.
Pero esta difuminación relativa de la diferencia también funciona con las mujeres. Llega un
punto en que cualquier ruptura iguala a la mujer perdida con la prostituta, pues se encargaron
de jugar con el corazón del hombre. Así se entrevé en El que pierde una mujer, cantada por
Javier Solís: “El que pierde una mujer no sabe lo que gana/ pues si se nos va un querer, otro
vendrá mañana/ Dale amor a una mujer y verás cómo te paga/ o te engaña o te empalaga o se
busca otro querer” (1963b). Lo mismo sucede en la película Las luces de Buenos Aires
(Millar, 2007[1931]) en la que Gardel interpreta a un gaucho enamorado llamado Anselmo:
—
—
—
—
—
—
(Pablo): No tome más, va a quedar knock out.
(Anselmo): Déjeme, estas cosas se olvidan con un buen trago.
(Pablo): Lo que sobran son mujeres.
(Anselmo): ¿Usted sabe lo que era esa mujer para mí?
(Pablo): Todavía no está perdida.
(Anselmo): Ya terminó, amigo, ella y todas las mujeres. ¡Todas son iguales! Y yo
hago mal en afligirme.
La mujer que lo tenía así se llamaba Elvira, una campesina como él que por su voz angelical
fue reclutada por un teatro en Buenos Aires. En cuanto ella llega a la ciudad, su disposición
cambia y se avergüenza de su condición agraria. Comienza a coquetear con muchos y olvida
su relación con Anselmo y, ahí, con varias copas encima, él la iguala a todas las mujeres,
porque la reconoce traicionera, engañosa… y prostituta, a fin de cuentas. Este es el sentido
detrás del imaginario de la mujer fría, calculadora y desinteresada, que pasa por la vida de
los enamoradizos tal cual torbellino que les da tres vueltas para dejarlos al final pasmados:
“Pa’ qué vas a saber que estoy sufriendo/ pa’ qué vas a saber de aquel que no ama/ no tiene
sentimiento pal cariño/ no tienes corazón ni sabes nada” canta Oscar Agudelo en China
Hereje (s.f.a). La etimología de hereje, hereticus, significa opción, libre elección. La mujer
del tema de Agudelo bien podría ser una prostituta, porque es una mujer que escoge una vida
disidente de la norma. Punto que confirma Raquel cuando detiene a Carlos Gardel y a un
mozo de irse a puñetazos por ella: “No, no, no. Así no vale la pena. Jugarse por una mujer
está bien cuando la mujer es el premio, pero yo… yo soy libre. Hasta hoy, por lo menos. Así
que por qué gastarse” (Gasnier, 2007[1934]). Claro está que no es una vida fácil y muchas
veces no es una elección, pero así se ha recogido en el pensamiento fregado, en donde usted,
por puro rencor, es capaz de desearle a la mujer que antes amó una vida desgraciada: “Pero
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algún día vendrá la recompensa/ carranchilosa en la calle te he de ver/ vendiendo paleta o por
ahí mantequeando/ Ingrata, piojosa falsaria y cruel mujer” (Las Hermanas Calle, s.f.).
Volvamos a Anselmo para terminar con el Diablo. Cuando él —Carlos Gardel— y Pedro se
encuentran lamentando la pena de amor provocada por Elvira, una de tantas, acompañan su
pesar con unas copas en medio de una cantina. En el punto de quiebre, el gaucho alza su voz
y canta Tomo y Obligo (2007[1931]), un tango salido del corazón y que pasaría a la historia
sin pretenderlo. Se dice que este fue, precisamente, el último tema que cantó Gardel en vida,
justo antes de fallecer en Medellín por un accidente aéreo aquel mítico 24 de junio de 1935.
“Tomo y obligo, mándese un trago/ que hoy necesito el recuerdo matar” es una declaración
de principios fregados: el Diablo, aún maldadoso y retador, es necesario para sobrellevar la
propia desesperación de la existencia. “Lejos del pago/ quiero en su pecho mi pena volcar/
Beba conmigo” es una invitación a tomarse el dinero con otro, sea amigo o conocido, para
hallar consuelo en el hombro ajeno. “Y hoy al verla envilecida, a otros brazos entregada/ fue
pa’ mí una puñalada y de celos me cegué” reflejando el palpito de la sangre que circula dolor
por cada reconditez del cuerpo desbordando la razón. “Y le juro todavía, no consigo
convencerme/ cómo pude contenerme y ahí nomás no la maté” porque ella le manchó el
honor y el don maligno debía cobrarse con muerte. “Tomo y obligo, mándese un trago/ de
las mujeres mejor no hay que hablar/ todas, amigo, dan muy mal pago/ y hoy mi experiencia
lo puede afirmar” reconociendo la prostituta que hay en cada mujer, porque son traicioneras,
culebreras… y libres. Termina y termino diciendo “Fuerza, canejo, sufra y no llore, que un
hombre macho no debe llorar”.
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87
Pensar la vida como una tragedia no es un razonamiento en vano o lanzado al aire por un
espíritu pesimista. Es la constante experiencia del infortunio, el fracaso y la pérdida ante una
existencia que nunca termina de resolverse. Es el augurio de nacimiento de esa masa
homogénea que llaman pueblo, la cual en su lucha diaria por sobrevivir lo único que obtiene
y a lo que está condenada aquí, ahora y siempre es a tener grandes derrotas y pequeñas
victorias. Y en el juego de librar la vida, se queman descubriendo a cada paso quién es amigo
y quién es enemigo, perdiendo a los unos y ganando a los otros. La Torre revela, entonces,
el castigo divino de Dios, el sacrificio de los pobres y la búsqueda constante de sentido, una
triada que vaticina continuas tempestades y la eventual aceptación de la propia miseria.
Se cuenta que en un tiempo todos hablábamos la misma lengua y que bajo la dirección de un
Rey tirano se inició la construcción de una torre mítica tan alta como el cielo, desde la que el
descendiente de Noé pretendía dominar —como lo hace Dios— la totalidad de la tierra. Día
tras día, el anhelo fue un ladrillo más, hasta que el Supremo omnipotente bajó su mirada y
con un ventarrón disipó la masa esclava y trabajadora haciéndoles hablar distintos idiomas
evitando que pudieran comprenderse entre sí. Erigir la torre resultaba imposible y por lo
mismo fueron condenados a errar por el mundo, divididos, buscando comprensión. Esta es la
historia de la Torre de Babel, así como la del arcano que nos compete ahora, aunque con sus
justas variaciones, claro está. En la carta se trata de un hombre y una mujer que están siendo
expulsados de sus ambiciones por un elemento divino que quiebra la cima de la torre y de la
cual caen partículas de fuego. La posición de ambos asemeja a El Colgado, con la diferencia
de que nada los amarra, pues si fuera así estarían obligados a morir calcinados. Entonces pies
en el aire porque hay asincronía y desfavorabilidad con el mundo, y las manos en la tierra
para volver a labrar camino tras la tormenta. Ese es el matiz fregado.
Historieta 24. Pepo, 1971b.
En algunas barajas del Tarot, La Torre tiene
el nombre de La Mansión de Dios, pues no
sólo encarna la determinación humana por
cambiar lo escrito, sino la mano del
Supremo que dicta con fierros el destino. El
pobre está condenado a ser pobre y no sólo
me refiero al hecho de carecer dinero o
bienes, también es la lógica detrás de la
supervivencia de miles de “semihombres de
vidas muertas” (p. 85), como le llamó
Zapata Olivella (2008[1960]) en su novela
La Calle 10 a la gente fregada. ¿De qué
manera un hombre o una mujer pueden
quitarse lo vivido y aprendido? Muriendo,
no hay más, por eso Condorito con su
encanto y candidez limpia su plato de
desgracias sin poder variar su propio estado.
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Esto mismo fueron los personajes de Salom Becerra, un devenir común contado bajo distintos
nombres en el que todos “navegan a la deriva en el mar sin orillas de su propia amargura”
(1994[1979], p. 10). Échele ojo y léalo de nuevo, no es sólo poesía: estar a la deriva es
hallarse sin rumbo fijo. El mar sin orillas es la existencia padecida, pues fuerza a estar
nadando todo el tiempo, sin descanso alguno. Y la propia amargura es nada más y nada menos
que el sentimiento trágico de la vida, es decir, la sensación de tener un presagio justificado
de continuo fracaso.
¿Por qué vine yo a nacer?
¿Quién a padecer me obliga?
¿Quién dio esa ley enemiga
de ser para padecer?
[…]
¿Por qué estoy en donde estoy
con esta vida que tengo,
sin saber de dónde vengo,
sin saber adónde voy;
con traidora libertad
e inteligencia engañosa,
ciego a merced de horrorosa
desatada tempestad?
Dice Rafael Pombo en su poema La hora de las tinieblas de 1855, en el que reclama
constantemente al orden del mundo por favorecer a unos pocos y en cambio desfavorecer a
muchos. Dios tiene esta doble cara en la que es tanto capricho como sentido, pues sus
designios, a la vez que injustos, parecen tener algún significado posterior y superior que
fortalece el alma, lo cual no disminuye el hambre. Este no es el Edén, mucho menos el Cielo,
entonces sólo queda lidiar la tempestad. Los eventos meteorológicos, tales como la tormenta,
el rayo, los ventarrones y afines, son referencias comunes para ilustrar y definir la existencia
fregada y, de hecho, son interpretados como fuerza divina y mensajes sagrados del de Arriba:
“Aullando entre relámpagos/ perdido en la tormenta/ de mi noche interminable, Dios/ busco
tu nombre/ No quiero que tu rayo/ me enceguezca entre el horror/ porque preciso luz/ para
seguir” (2006) canta Francisco Canaro en un tango durísimo que es puro dolor. El hombre
alza su vista hacia el cielo relampagueante y le reclama a Dios por la oscuridad densa que ha
signado su vida desde el nacimiento, pidiéndole tan solo una explicación: “¿cuál es el bien
del que lucha en nombre tuyo/ limpio y puro?, ¿para qué?”. Ni él ni usted ni yo lo sabemos,
lo cierto es que es una marca de nacimiento que no excluye al niño y mucho menos al anciano.
Parmenio, habitante de la calle y padre de cuatro criaturas, tras una fría noche capitalina
levantó a sus hijos y a su esposa con un vociferante “¡Abran los ojos, mis hijos! ¡Hoy hay
más hambre que ayer!” (Zapata, 2008[1960], p. 10), lo que significaba que todos debían
ponerse al trabajo de pedir limosna o rebuscar dinero con el único fin de consumir la cantidad
mínima de alimento que consiguiera engañar al estómago hasta el día siguiente. Como una
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bola de nieve que se avienta desde la altura, el hambre es un mal que se acumula y crece a
cada momento y para lidiarlo los pobres aprenden a jugar con él.
La tormenta que es la vida fregada condena a los seres a una existencia de frialdad y
oscuridad. En El Juego de la Vida (2013[1953]), Daniel Santos dice que “cuatro puertas hay
abiertas/ al que no tiene dinero/ el hospital y la cárcel/ la iglesia y el cementerio” y,
ciertamente, estos cuatro lugares dominan los cuerpos y los espíritus de quienes habitan los
barrios pobres, como si se encontraran en una danza catastrófica en la que se turnan e
intercambian puestos para empeorar una existencia que de por sí es miserable. Así sucede en
el vecindario de Don Chinche (1982) y en el inquilinato de La Estrategia del Caracol (1993),
presentándose como los espacios concretos que son y, otras, como las situaciones que
encarnan: la enfermedad, la condena, el desconsuelo y la muerte. Y aquí el contexto no puede
ignorarse, pues todo acontece en una ciudad que antes y ahora es mezquina con los que menos
tienen, ya que los lanza a sobrevivir en medio de las necesidades, las deudas, el desempleo,
la injusticia y la corrupción. De ahí que la gente tienda a decir que todo tiempo pasado fue
mejor, porque cada vez está peor y no se vislumbran horizontes de mejora: “La población
parece abandonada / dormida a pleno sol / ¿Y qué hay de bueno? / Y uno responde
bostezando: ¡Nada!/ ¡Ni una sola ilusión inesperada / que brinde ameno rato!” escribe el
poeta Luis Carlos López en su poema Tedio de la Parroquia (2009).
En Bogotá la vida es avara con sus gentes y aún peor con quienes la llevan como una condena.
Nada les brinda en exceso, pero en cambió sí les niega con abundancia, como si tuviera
envidia de que gozaran de sus riquezas y placeres. Para alcanzar siquiera a perfumarse con
la buena vida, hay que dejar mucho de lado y multiplicar diabólicamente el esfuerzo, a
cualquier costo. “Mira tanta gente pobre/ que vende su sangre pa’ poder vivir/ No te das
cuenta que el rico/ es feliz mirando al pobre sufrir” canta El Combo de las Estrellas en su
canción Plegaria Vallenata (2005[1976]) señalando los sacrificios desmedidos que se
realizan para recibir a cambio burlas y sustentos fugaces. Nunca aterriza la solidaridad entre
clases distintas, como lo precisa Angélica María: “Yo nunca he tenido/ quién de mi se apiade/
soy una plumita/ soy basurita/ que lleva el aire” (2001[1976]). En un escenario así, es
imposible no sentirse solo y miserable, como abandonado y botado tal cual deshecho que ha
perdido su utilidad o no interesa. Es una gran tristeza que invade la sangre y deprime al
corazón:
¿Por qué ocultas ahora la cabeza
en el rincón del ala entumecida?
¡Oh, cuán solos estamos! Ves ya empieza
a anochecer. Qué iguales nuestras vidas…
Nuestra desolación… Nuestra tristeza.
Describe Julio Flórez (s.f.a) en un poema tristísimo en el que un hombre desdichado halla
refugio en el dolor de una garza viuda. Este punto es clave porque aún en su melancólica e
insoportable soledad hay alguien o algo con lo que se siente afín. Esta leve identificación es
un reconocimiento de pares, de dolores iguales que acercan a los seres, aún en los escenarios
más irónicos:
90
Historieta 25. Pepo, 2010a, p. 37.
91
“Desgrasiado [sic]: tedejo esto cien pito por lástima eres mas muerto deambre [sic] que yo.
Chao” y firma “El Escupito”, que bien podría reemplazarse por “La Basurita”, en referencia
a la canción de Angélica María (2001[1976]). Un escupitajo es una sustancia pegajosa y
desagradable que atormenta la garganta y de la cual el portador busca desesperadamente
deshacerse. Esta misma es la definición de la mugre... y de alguien que roba por necesidad.
Un viejo refrán atina al decir que el ladrón se juzga por su condición y tiene sentido que sean
los pobres quienes lo refieran, porque más que nadie comprende el yugo de la necesidad.
Hace ya un buen tiempo fue viral el caso de Leder Correa, un jamundeño que fue encarcelado
por haberse robado un caldo Maggi en la ciudad de Cali. Él mismo reconoció el delito, pero
consideró injusta la pena (2 a 6 años en prisión), ya que había sido un hurto famélico, es
decir, de alguien a quien la bola de nieve del hambre estaba por aplastar. Quienes no
comprendieron sus razones, entre ellos los dueños del Supermercado, quisieron castigarlo de
sobremanera por ser un escupito, basurita que lleva el viento. ¿Sabe de adónde vino a recibir
la ayuda? Pues de sus compañeros de cárcel que, indignados, reunieron la suma solicitada
por los denunciantes para retirar los cargos: 128.000 pesos, hágame el favor. El caldo Maggi
más caro de la historia.
Y así y en distintos contextos, la historia se repite una y otra vez. Cómo no tener un
sentimiento trágico de la vida si a cada vuelta de la esquina hay un infortunio a la espera:
“Hermano caballo: mejor es tu suerte/ que la de los hombres a quienes la vida/ clavó con su
zarza despiadada y fuerte…/ y van por el mundo cubriendo una herida” (s.f.a, p. 33) escribe
Ricardo Nieto en un poema en el que compara la suerte del humano con el de un par de viejos
equinos que son desechados en cuanto sus ancas y sus piernas no dan abasto con el peso del
jinete. Al respecto, diría con razón Bernabé Bernal que “este pesimismo es hijo legítimo de
la experiencia. ‘Cada cual habla de la feria como le va en ella’, reza el antiguo refrán. Y a mí
me ha ido como los perros en misa” (Salom, 2013[1975], p. 202), es decir, que lo han
golpeado, maltratado y expulsado hasta de lo más sagrado. La gente fregada son seres “a una
eterna desgracia condenados/ y que viven y mueren olvidados/ en medio del dolor y la
orfandad” (Escobar, s.f., p. 30) tal cual perro callejero que, por hambre y necesidad, se cuela
en una iglesia a olfatear bolsillos y manos recibiendo a cambio la furia del que lleva su
estómago lleno y el corazón vacío de bondad.
En El día que me quieras (Reinhardt, 2007[1935]), Gardel interpreta el papel de Julio
Arguelles, un hombre que se gana la vida cantando tangos en un cafetín, a pesar de ser
heredero de una gran riqueza. Gracias a su oficio conoce el amor de su vida, Margarita, una
bailarina. Decide irse con ella, aún con la oposición de su padre, Carlos Arguelles, quien
pretendía casarlo con la hija de un socio. Entre ires y venires, Margarita enferma de gravedad
y Julio, desesperado, se acerca a su progenitor en búsqueda de apoyo monetario. No recibe
respuesta y, poseído por la necesidad, entra a la casa con intenciones de llevarse algo de valor
para pagar un doctor. El Señor Arguelles sospecha que hay un ladrón y se dispone a matarlo
con un revólver:
— (Julio): ¿Comprende usted ahora por qué un hombre puede robar?
— (Dávila): No, un hombre de honor no roba.
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— (Julio): Pero yo robé y usted fue testigo de mi hazaña, ¿recuerda? Contra el pobre
muerto de hambre que robaba, el Señor Arguelles no volvió a tirar.
El Señor Dávila estaba, esa oscura noche en el que el padre de Julio quiso capturar al ladrón
y tiempo después, en un crucero hacia Buenos Aires, lo reconoce sin saber que es el hijo del
Señor Arguelles. Lo más triste de todo es que después de haberse salvado de los tiros y
conseguido el dinero, el cantante de cafetín llega a casa con la ilusión viva, pero la bailarina
ya había exhalado su último suspiro. La vida que es desgraciada, eso es. “¿Cuándo vas a
convencerte de que este mundo es una selva poblada de fieras que se devoran unas a otras
para sobrevivir?” (Salom, 2013[1975], p. 83) le dijo Fermín a Bernabé Bernal, tratando de
que su amigo no siguiera siendo víctima de la injusticia. Si Julio hubiera sido atendido por
su padre, muy probablemente habría alcanzado a asistir a Margarita, pero su confianza en las
fieras lo volvieron presa, igual que a Bernabé, quien unos años después acabaría en la cárcel
por no haber robado nada, en realidad. Hurtar por necesidad se justifica en este universo, si
y solo si no se vuelve vicio o maña. Mucha gente es incapaz de hacerlo, pero comprenden a
aquel que lo hace por supervivencia. Ambas historias, la de Julio, quien robó, y la de Bernabé,
que fue incapaz de hacerlo, aunque parezcan contrarias, defienden el honor bajo una misma
premisa: la pureza de sus espíritus. Ahí está la tan despojada y maltrecha dignidad.
“La gente se aprovecha de la necesidad de uno” (Sánchez, 1982, cap. 66) le respondió la
Señorita Elvia a Doña Doris luego de salir de una prendería y/o casa de empeño en la que les
ofrecieran unas chichiguas por las cosas que llevaron. Por lo general, las personas se dirigen
a estos lugares con sus tesoros más preciados: objetos llenos de emociones, recuerdos y
significado, que son recibidos por un hombre que, si no fuera porque le faltan los cuernos y
la cola, lo confundirían muy fácilmente con el Diablo. Con total desprecio, este ser diabólico
evalúa el “verdadero valor” del objeto para determinar cuánto dinero está dispuesto a darle a
su cliente. Sí, ellos también tienen que comer y sostener a sus familias, pero el abuso es
excesivo, comenzando por la propia definición de valor. Para nadie es un secreto que estos
lugares mueven mucha plata y, por ende, tienen dos únicos intereses: comerse a la gente en
deudas y despojarlos de sus objetos. Es un juego en el que la prendería siempre gana y al
pobre le corresponden las migajas. Todo lo anterior no desvirtúa la utilidad de estos negocios,
que resultan ser un acceso más directo ante la urgencia de dinero, pero sí muestra cómo las
fieras apuntan a la yugular y los pobres se desangran en la lucha mientras reclaman un trato
digno.
— (Misiá Victoria): No, y que vine a cobrar unos centavitos, pero nadie quiere
pagar…
— (Don Joaco): Diga más bien que nadie puede… es que la situación está fregada.
(Sánchez, 1982, cap. 77)
¿Desde hace cuánto la situación está así? No lo sé, pero cada vez es más grave y en todos los
sentidos. Con el paso del tiempo la gente ha tenido que irse exponiendo a peores condiciones
laborales o situaciones indignas para poder solventar lo mínimo, que no es nada. “Ningún
pobre puede decir: ‘De esta agua no beberé’. La necesidad tiene cara de perro” (Salom,
2013[1975, p. 63), lo que implica que ante cualquier oportunidad de obtener ganancia, la
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persona sin pensarlo dos veces debe agarrar con fuerza la Ocasión para que esta no se atreva a
escaparse. Son los ojos de un animal hambriento que clama atención y auxilio. El perro es por
excelencia el compañero de los y las fregadas: sufren su misma suerte, son astutos para conseguir
el alimento y, ante todo, son leales a su gente. Están ahí, con una paciencia absoluta y un cariño
que asemeja a todo lo bueno y todo lo bonito en el mundo. Por eso hay millones de expresiones
que identifican su fortuna con la de la gente, porque son uno mismo, para bien y para mal. Este es
un pueblo de perros y culebras.
Historieta 26. Pepo, 2010c, p. 67.
94
El pueblo es un hombre y una mujer que son arrojados constantemente de la torre de sus
esfuerzos por disposición divina y por intervención humana. Asemeja una masa homogénea
de esqueletos hambrientos, angustiados y tristes que sólo son recordados en su miseria cada
cuatro años. “Es un rebaño, una recua, una manada, que se limita a poner los votos en las
urnas, los muertos en el cementerio y el dinero en la Administración de Impuestos” (Salom,
1994[1979], p. 132), por lo que como animales que se dirigen al matadero, el pueblo no es
sino el medio de un fin mayor: el provecho ajeno. “Lloro por este pueblo infeliz, analfabeto
y muerto de hambre, que lo han explotado y engañado sin lástima toda la vida” (Salom,
1994[1979], p. 32) dijo alguna vez Baltasar, el liberal de Al pueblo nunca le toca, cuando el
candidato de su partido, Benjamín Herrera, perdió con creces —y corruptamente— contra el
conservador Pedro Nel Ospina en las urnas en 1922. Quién diría que justo 26 años después,
otro Ospina, sobrino del anterior mencionado, desataría no sólo las lágrimas de Baltasar, sino
la rabia de un pueblo envenenado desde hacía siglos que halló la cúspide de su explotación
un 9 de abril.
El Bogotazo fue una tormenta, pero no por juicio de Dios, sino por justicia propia. El pueblo
encontró en el asesinato de Gaitán un mecanismo mediante el cual vengarse de tanta miseria
impuesta y, al fin y al cabo, una liberación de su sangre. “En Colombia se es heredoconservador o heredo-liberal. Los padres transmiten a sus hijos no sus ideas, porque no tienen
ninguna, sino sus resentimientos, que son muchos” (Salom, 1992[1969], p. 141) y esto es
clave porque más que una ideología, son las emociones las que unen a la gente y las hace
afín a una u otra causa o situación. Y acá se podría argumentar que el Bogotazo fue un asunto
meramente emocional, producto de la rabia, el rencor, el resentimiento y la ira que se llevaba
acumulando desde hace varias generaciones en los miles de individuos con historias propias
que estuvieron en Bogotá aquella tarde de viernes en que Juan Roa Sierra jaló el gatillo en
contra del cuerpo del candidato liberal. Se efectuó así un intercambio de sangre y destrucción
que se extendió a lo largo del día.
La capital siempre ha sido un escenario fregado. La misma ciudad es un reflejo de sus gentes
más abandonadas y solitarias. Y en un ambiente tan frío y lúgubre, no es de extrañar que el
infortunio haga sus estragos en cuanto cuerpo y espíritu se le atraviese. Gane quien gane
todos perdemos, reza un grafiti cerca a la estación Restrepo de Transmilenio. Sé que lo
pintaron en el 2019, cuando Bogotá andaba eligiendo su Alcaldía. Exactamente lo mismo
decía Casiano, el amigo acérrimo de Baltasar: “Gane quien ganare, esto seguirá igual o peor”
(Salom, 1994[1979], p. 17). Y lo más jodido de todo es que entre el grafiti y Casiano hay un
siglo de diferencia. Acá hay un sentimiento trágico de la vida sustentado en la experiencia de
años y años, la cual ha demostrado que suba un godo o liberal, de derecha o de izquierda y
tanta clasificación se apetezca, mi suerte y la suya —que no somos un pueblo, sino un par de
individuos, como esos tantos vueltos masa— seguirá siendo la misma.
Salom (1994[1979]) describía a Gaitán de la siguiente manera:
El color de su tez era el mismo de las gentes a quienes el sol del infortunio les ha
tostado la suya. La mirada entre maliciosa y agresiva era la misma de los seres que
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han sufrido todos los rigores de la adversidad. El genio, virilmente enérgico, era el
mismo de los humildes que, acosados por la injusticia, se vuelven soberbios. (p. 153)
Efectivamente era un político particular, lo cual no lo hacía excepcional. Sus investigaciones,
junto a miles de procesos adelantados en pro de los colombianos, lo hacían objeto de
admiración por parte de los más humildes, pero no era uno de ellos. Su carrera académica y
profesional demuestra que, a pesar de su interés social, poseía los medios y el genio de
quienes nacen favorecidos por la fortuna y eso, aunque parezca asunto del azar, es una de las
tantas distancias entre el rico y el pobre. En suma, encarnaba el típico prototipo del hombre
esforzado que no cuadra ni arriba ni abajo, pero que busca estar más cerca de la altura que
del suelo. Aun así, nadie puede negar que Gaitán fue una ilusión y su asesinato representó el
quiebre de esa quimera colectiva. Un político no es una imagen estática y permanente; un
político es lo que la gente hace de él… y al caudillo liberal lo habían vuelto salvador. A
ciencia cierta, no sabemos si este país hubiera sido distinto, pero bajo el espíritu fregado, que
ha tenido tantas ilusiones como desengaños, todo habría sido lo mismo. Gane quien gane,
perdemos todos. Por esta razón la gente que menos tiene es la más desconfiada de la política,
porque quienes ganan son los representantes, no los representados.
Ese 9 de abril Bogotá se incendió. Fue una explosión que nadie vio venir y que se llevó el
Centro de la ciudad por delante. “La estupefacción, un dolor lacerante y una ira salvaje se
pintaba en todos los rostros” (Salom, 1994[1979], p. 160) y no sólo ahí, sino en las calles, las
paredes, el tranvía, los vidrios, los negocios y en todo cuanto se viera por ahí. Los
sentimientos negros, traducidos en decepción, ira, rencor y remordimiento, fluyeron por las
arterias del pueblo y de la ciudad nublando la razón y saciando su hambre de destrucción,
que es el cobro recurrente del honor ofendido. Honor de pobres y de pueblo:
La ira removía los más sepultados resentimientos. Como si de improviso la rígida ley
de la sociedad que mantenía oprimidos los nervios, hambrientos los estómagos,
paralizados los músculos, sucios los ojos, dejara por un instante de oprimir y sueltas
las furias, tomaran rumbos imprevistos. (Zapata, 2008[1960], p. 83)
La gente incendió por esa extraña e incomprendida necesidad de liberar todo cuanto habían
callado y sufrido. Gaitán fue sólo una excusa espontánea, un detonante, tanto que Manuel
Zapata Olivella en La Calle 10 (2008[1960]) lo desaparece. Esta novela, audaz y carnal en
todos sus dolores, narra la explosión del Bogotazo sin que sea necesariamente en 1948,
porque un evento de tan grandes y potentes magnitudes debe entenderse desde las vísceras,
no desde la estrategia política. Si partimos de la sangre y sus rencores heredados, Gaitán no
era nada, porque la miseria va mucho más allá de sus denuncias y discursos, tanto en tiempo
como en espacio. En el relato de Zapata, todos sus personajes tienen sembrados en sus
corazones semillas de ira y rencor, han sufrido una y mil injusticias que no solo han sido
ignoradas, sino objeto de burla de cuanta persona con poder se atraviese, como le pasó a
Condorito cuando lo robaron y la policía, por una coincidencia, silenció su denuncia
sentenciándola como falsa:
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Historieta 27. Pepo, 2010c, p. 77-78.
97
A Parmenio, uno los personajes de La Calle 10 (2008[1960]), un Tranvía le decapitó a uno
de sus hijos y en el espectáculo de miseria que se hizo en torno al cuerpo, se hizo presente su
cansancio. De un momento a otro, cayó sobre él la conciencia de ser una víctima del mundo
y en consecuencia, afloró el rencor: “Se sentía al borde de la rebelión. A él también le
sobraban fuerzas para destruir” (p. 19). El rencor es una cierta clase de rabia que al no poder
ser expresada se va acumulando en los corazones de la gente desafortunada. Parmenio era
uno de ellos, al igual que toda su familia, deambulando por las calles en busca de alimento.
Tras la muerte de su hijo, la policía se lo llevó para anotar los hechos y él “les diría cuanto
callaba desde mucho tiempo atrás. Reclamaría por su hijo muerto, por sus pequeñas criaturas
hambrientas, por su mujer y su hija. ¿A nombre de qué principio los condenaban al hambre
y la miseria? ¿por qué mataban a sus hijos” (p. 19). Al mismo tiempo, ocurría el asesinato de
Mamatoco, un boxeador y periodista reconocido de la primera mitad del siglo XX. Era un
ser de abajo que le rendía a los de abajo; trabajaba por el bien de su gente y clamaba justicia
para el pueblo. ¿Parecido a Gaitán? Sí, pero menos politiquero y afortunado. Dirigía junto al
poeta Tamayo La Voz del Pueblo, un periódico pequeño que hacía circular por la ciudad y en
el que denunciaba los abusos policiales y de la clase política. El 14 de julio de 1943, apareció
muerto en una calle de Teusaquillo con un total de 19 puñaladas en el cuerpo. Y aquí es
cuando Zapata Olivella vuelve el Bogotazo-no-Bogotazo un acontecimiento mucho más
íntimo y visceral: su causa no fue sólo la sevicia del asesinato de Mamatoco, también la
cabeza decapitada del hijo de Parmenio y muchas más historias de individuos fregados por
Dios y por el hombre. Fue el rencor que halló finalmente vía de escape.
Yo no creo que el pueblo haya delinquido… Si asaltó tiendas, fue porque tenía
hambre… Si saqueó sastrerías fue porque estaba desnudo… Si se emborrachó, fue
porque quiso probar, al fin, licores que nunca había podido saborear… Y si incendió
edificios, lo hizo para desahogar la ira y el dolor que le produjeron el asesinato de su
caudillo y para protestar contra ese aberrante privilegio de unos pocos que es la
propiedad. (Salom, 1994[1979], p. 175)
Estas fueron las palabras que le dijo Baltasar al Juez que lo estaba procesando por destrucción
de bienes públicos y privados el 9 de abril, lo que confirma el hecho de que la insurrección
de ese día fue mucho más que la muerte de Gaitán. En ese mismo punto coincidió Parmenio
mientras saqueaba un supermercado: “Un sentimiento de venganza [lo] impulsaba […] a
vaciar hasta el último grano. Sabía que actuaba contra los opresores, contra los asesinos de
su hijo, contra los que le habían negado el trabajo y el derecho de alimentarse” (Zapata,
2008[1960], p. 98). Entonces la tormenta producida no fue sino la voluntad de cuerpos
ahogados en necesidad y odio.
Mucho se ha dicho sobre Juan Roa Sierra, el asesino de Gaitán, quien fue linchado aún
después de muerto por una muchedumbre de bogotanos y que, por lo mismo, fue incapaz de
rendir testimonio alguno sobre sus móviles o intenciones. Ha pasado a la historia como el
peor de los villanos y Gaitán como el mejor de los héroes… ¿pero acaso no resulta curioso
que el caudillo haya sido asesinado por un don nadie, es decir, un hijo legítimo del pueblo?
En este punto recae Lisandro Duque (1997), quien escribe un relato fascinante sobre Roa
Sierra y los días previos a su muerte. Era, en suma, un hombre fregado, sin trabajo y sin
98
dinero, que deambulaba por la vida en busca del diario. Estuvo casado, pero se había separado
de su mujer porque le resultaba absurdamente incrédula y un hombre necesita a su lado
alguien que le alimente sus quimeras. Había aprendido desde muy pequeño que “solo, tengo
que hacer la vida. Y solo, tengo que seguir” (Duque, 1997, p. 117), reconociendo su
infortunio y la necesidad del pobre, por el que nadie se apiada.
En medio de su desgracia, envió una carta a Gaitán solicitándole trabajo, implorándole
auxilio a riesgo de inanición. Él no le respondió, pero sí su secretario ignorando su petición.
En ese momento, cuando más hambre padecía, el ser que llenaba plazas diciendo que
brindaría mano amiga al desfavorecido, se la negó a él, uno de tantos fregados que se
ilusionaban con verlo en el poder para cambiar su suerte. Todo cambió para Juan Roa ese día
y comenzó a acumular un rencor profundo hacia Gaitán:
Sierra no necesitó someterse al ejercicio de odiar a quien tenía que matar. Él no
requería esa coartada moral, común en los sicarios; simplemente iba a matar a quien
odiaba, a eliminar a alguien de quien se había sentido desairado por la sencilla razón
de que los hombres caídos en desgracia son muy susceptibles y tienden a darles el
carácter de brutales a las frases que se limitan a ser sobrias y pertinentes, pero que no
tienen ni una pizca de solidaridad. Frases de un político que, por “no ser un hombre
sino un pueblo”, se volvió incompetente para comunicarse con quien no fuera un
pueblo sino un hombre, un simple Juan escindido de la muchedumbre. (Duque, 1994,
p. 117)
Y como todo lo del pobre es robado, a Juan Roa le quitaron la cualidad de ser autor intelectual
del magnicidio y se le adjudicó a tan distintas instituciones como variadas personalidades
adineradas del país. Por la construcción pública de la imagen de Gaitán y esta historia
simplista de un Bogotazo ocurrido por su muerte, se le negó a cada uno de los pobres las
piedras que lanzaron y los lugares que saquearon en contra de esa clase privilegiada que los
tenía —y aún los tiene— en la miseria absoluta. Al asesino lo lincharon con sevicia porque
mató la ilusión, sí, pero también porque llegó a representar el Infortunio y al Gobierno… el
problema estuvo en que no era lo uno ni lo otro y los Ospina, así como muchos otros
apellidos, siguieron reinando como si nada.
Este es un pueblo de mala suerte, condenado por el azar y el destino. Es un juego de
persistentes derrotas. Los muertos del 9 de abril los pusieron los pobres y en esta lógica fallida
de intercambio equivalente, nada ganaron con tanta sangre derramada, salvo ejercer su
legítimo derecho a destruirlo todo. Tras el Bogotazo, volvió a invadir la ciudad la desgraciada
sensación del fracaso: “Y la Gloria, esa ninfa de la suerte/ sólo en las viejas sepulturas danza/
Todo nos llega tarde, ¡hasta la muerte!” escribe Julio Flórez (s.f.b) reconociendo la poca
proximidad de la fortuna. En Fracasado, Oscar Agudelo (2004) describe la sensación de no
haber resultado ganador en esta apuesta que es la vida: “Demasiadas ambiciones/ demasiados
sueños vagos/ me llevaron de la mano/ destrozando mi ilusión”. Creer en algo es anhelar su
favor y cuando esto no sucede, por más que haya esfuerzo de por medio, acontece la derrota,
que es tanto la sensación de vencido como la de haber perdido el sentido. Al igual que el de
la canción Salud, dinero y amor (Contreras, 1991), el fregado no puede vivir libre de
99
preocupación porque carece de las tres y cuanto más las lucha, más inminente se vuelve el fracaso.
Es una combinación entre la desgracia y el infortunio:
Historieta 28. Pepo, 2010a, p. 28.
100
La rabia y el rencor hacia un orden establecido y en el que uno figura siempre como perdedor,
genera ese estado constante de envidia, que es de los sentimientos negros más voraces y
dañinos. Aunque es evidente que la expresión final de Condorito es de ira ante la injusticia,
su imagen creada del policía gordo y satisfecho no es sino el reflejo de la carencia y la ilusión,
es decir, de aquella dupla mortal que define la envidia. Esta forma parte de uno de los siete
pecados capitales según la Iglesia Católica, pues es originaria de miles de formas distintas en
las que se presenta la tentación del Diablo. No es únicamente el deseo de poseer algo que no
se tiene, sino también de atraer el mal sobre el otro afortunado. Podría decirse, por ejemplo,
que Juan Roa Sierra envidiaba las comodidades y la suerte de Gaitán, porque no eran las
mismas suyas. Asimismo, fue la del Rey de la Torre de Babel: envidiaba el puesto de Dios y
trajo consigo una tormenta que confundió a las gentes, perdiéndolo todo. Y aparece también
de muchas formas, más comunes, por lo demás. En Niégalo todo —cantada por Julio
Jaramillo— un amante le dice a su pareja que “no le digas a nadie cómo te quiero/ hazle creer
al mundo que no es así/ porque existe la envidia de tal manera/ que destruir pudieran lo que
hay en ti” (1990f). Es una fuerza de muerte que corroe todo lo que hay por vivo y honrado
en el mundo, de ahí que sea uno de los pilares de la brujería.
“¡Cuídese, compadre, que este mundo está lleno de maleficios y mala suerte” (Villegas, 1986,
p. 18), dice el Culebrero Francisco Correa Múnera, un hombre que por su oficio, conoce la
brujería de primera mano, pues se encarga de vender toda clase de brebajes y artilugios para
los males del cuerpo y del espíritu que han sido ocasionados por la envidia. Estar salado es
una expresión frecuente con la que describimos a alguien que tiene mala suerte y se remite
al mineral porque los lugares en donde abunda son estériles. Estar atravesado por el infortunio
equivale a decir que nada se engendra, ni crece y mucho menos fructifica en y con uno. Los
pobres son gente de mala suerte por lo general, pero tienen pequeñas victorias que son la
justificación de una vida que se padece y no se disfruta. Aún así, hay veces en que la desgracia
es excesiva, como maldita y ahí es cuando aparece la brujería: “Es usted de malas en el juego,
de malas en el amor, juega lotería y pierde, juega chance y pierde, tiene su negocio y va para
atrás, todo lo que usted hace pierde, cuídese, señor, a usted le han tirado sal” (Villegas, 1986,
p. 19). Bien podríamos aventurarnos a decir que la gente fregada está salada por Dios, pero
también hay una intención de muerte en las personas, incluso las que son como uno. Ser
fregado es habitar constantemente el mundo de la envidia, hasta en su expresión más mínima:
Ay, mamita, porque la envidia es muy grande, mijita, por Dios, no ve que como al
otro le salen trabajos y a él no… Y como aparte de eso, dejémonos de bobadas,
mamita, pero es que el joven Eutimio es mono y el maestro Chinche es así como
morenito, ¿si o no? (Sánchez, 1982, cap. 32)
Esa fue la respuesta que le dio Doña Doris a Rosalbita, luego de que ella le preguntara por
qué Don Chinche había insultado al Maestro Eutimio sabiendo que eran socios y amigos
íntimos. Todo resultó siendo un malentendido, pero es interesante como las habladurías
terminan expresando toda una lógica: aquí las suertes son objeto de envidia, que es una forma
de deseo, pero dañina. Doña Doris creía que le pasaba a Don Chinche quien de forma
desagradecida trataba a su amigo, como si estuviera lleno de un sentimiento negro y viscoso
cargado de repudio.
101
Cuando la suerte no está a favor de uno o de alguien, puede deberse a un brujo, que son seres
de pura maldad y, a su vez, aparecen los curanderos, que son la mano de Dios y traen la
salvación. “Hombre que sabe dónde está la yerba que cura, la yerba que mata, la yerba que
emboba, la yerba que enloquece. Las yerbas que nos dan la vida y las yerbas que nos dan la
muerte” (Villegas, 1986, p. 33). Es la magia negra y la magia blanca, que no son sino la
expresión de la intención humana de daño o de curación. Cuando a alguien le hicieron
brujería, le tiraron sal, su salud se deteriora considerablemente y no consigue hallar descanso
alguno, como el estado que cantan Las Hermanas Calle en La Jarretona (s.f.): “Ya estoy
ojihundido, en los meros huesos/ toito culiseco de tanto sufrir/ Y vos, jarretona, echando
barriga/ durmiendo con otro y burlándote de mí”. Es como si se arrebatara de a poco la vida
y al ser una fuerza maligna de destrucción, es necesaria la inversión de fuerza vital para
restaurar el orden. La Torre en el Tarot es una de las cartas que podrían llegar a implicar
brujería, pues se asocia con cambios repentinos y desafortunados. El hombre y la mujer ya
no caen de la torre por designio de Dios, sino que la misma edificación se despedaza por
intención maléfica de alguien que quiere infringir daño. Las llamas del fondo de distintos
colores representan la lluvia de hechos desafortunados que perseguirán al embrujado, de las
cuales no podrá escapar salvo que se efectúen una serie de contras para neutralizarlas e,
incluso, combatirlas del todo.
Es tan frecuente el asunto de la brujería que aparece como metáfora de miles de sensaciones
y situaciones fregadas. En Rondando siempre tu esquina, Lucho Bowen (s.f.) canta: “Qué
me has dado vida mía, que ando triste noche y día/ rondando siempre tu esquina/ mirando
siempre tu casa/ y esta pasión que lastima/ y este dolor que no pasa/ Hasta cuándo iré
sufriendo el tormento de tu amor” como si la mujer que desea le hubiera suministrado algún
tipo de brebaje o maleficio para tenerlo pensando constantemente en ella. Lo mismo dice
Ana Gabriel: “Fue como hechizo lo que pasó/ un amor veló mi corazón/ no pude ponerle
condición/ pero si acaso no soy igual/ no piensen mal” (2009), demostrando la dificultad que
tiene la persona para hacerle frente al embrujo, pues se encuentra sujeta a él. En Cuesta abajo
(Gasnier, 2007[1934]), Gardel está enamorado de una prostituta, quien es vil y caprichosa
con él. Su amigo Jorge le insiste en que se quede en Buenos Aires con Rosa, la perfecta
enamorada que ansía desposarlo:
— (Carlos): Dejáme ir, hermano, pero no le digas la verdad. Me despreciaría y se
moriría de pena. Pero vos comprendés, hermano, es como hierba mala que no se
puede arrancar… es más fuerte que yo, más fuerte que yo.
— (Jorge): Sí, es como un embrujo…
El amor es como un embrujo, porque domina el cuerpo y el alma, lo pone a arder y a estar
fijo en un solo punto. Por eso es que las referencias románticas se remiten a los males
producidos por la brujería, ya que el efecto parece ser el mismo cuando la relación no
funciona. “Fue tu amor mi locura, mala suerte/ pues tu infame proceder como un hechizo/ la
fortuna de mi amor se deshizo/ por quererte, qué mala suerte” canta Celia Cruz con Ray
Barretto (1989), describiendo el proceso mediante el cual se pierde la suerte para comenzar
a caer en el remolino del infortunio definitivo y atroz. En este mismo sentido, la presencia de
la brujería se percibe como una sombra negra que se manifiesta de varias formas, por
102
ejemplo, los ojos hundidos, la prominencia de los huesos, el cambio en el color de la piel,
entre otros. En Dos almas, Leo Marini hace referencia a esto, pues cuenta la historia de una
pareja que eran uno por obra y gracia de Dios, pero “un día en el camino/ que cruzaban
nuestras almas/ surgió una sombra de odio/ que nos apartó a los dos” (s.f.a). Cuando el
maleficio no se cura, a la persona la persigue toda la vida la desgracia, si es que no le extingue
el pálpito con prontitud: “Pero siempre tu recuerdo/ donde quiera me ha perseguido/ como
una sombra negra/ de amargura y dolor” (Campos, s.f.).
Los ojos y la mirada son reiteradamente señalados como el origen del amor maldito y
desafortunado y, por ende, del maleficio. Rodolfo Aicardi tiene una canción dedicada por
completo a este asunto, Ojitos Hechiceros (2007), en el que describe cómo la mirada de la
mujer consigue encantar y eclipsar su sentir, como llenándolo todo y dejándolo fuera de sí.
Lo mismo pasa con la boca: “Qué labios maldecidos/ por qué quieren dañarme/ si yo sin ti
me muero/ mi vida dónde estás” canta Julio Jaramillo en No me toquen ese vals (s.f.b). Ojos
y labios como espacios en los que se arrebatan suertes para entregar desgracia, como sucede
con el mal de ojo, en el que una persona de muy mala vibra observa con envidia y odio a la
persona que es objeto de su negrura con el fin de enfermarla. A la final, el asunto es de un
intercambio energético desigual, que provoca el derrumbe de la existencia ajena. Cuando las
ofensas son profundas la gente busca la brujería como un medio para desquitarse, pues no
sólo aspiran que sea algo difícil de combatir, sino que destruya como un veneno a su víctima:
“si fuera vil gitano te dijera/ tres frases que contengan brujería/ que vayas por el mundo
muerta en vida/ y vivas mil años de hechicería” dice Alci Acosta en Odio gitano (s.f.c).
Y ante tanto infortunio divino y mundano aparecen las contras, que son mecanismos de
sanación y objetos de protección que debilitan el embrujo hasta erradicarlo. El más conocido
es la manilla de azabache que las madres le ponen a sus bebés recién nacidos, tiene como fin
librarlos de todo mal y peligro. También hay anillos de acero y plata, camándulas, rosarios,
entre otros, que cumplen el mismo propósito, pero en el adulto. El principio es combatir la
magia negra con magia blanca, pues estas contras están rezadas y cubiertas por el manto de
Cristo, de ahí que en los procesos de curación del embrujo le recomienden a uno que no se
deje poseer de los sentimientos negros y pensamientos oscuros, pues podrían contribuir a
alimentar el mal. “Quite esa mala gana, compadre/ que te va a matar esa amargura” dice
Rodolfo Aicardi (2012a) en una canción que es de puro curandero: Tabaco y ron. Aunque
tenga un sentido literal —invocar el despecho del trago y el cigarrillo—, también es cierto
que tiene un significado mágico: comienza con “Traigo la contra, la contra, pura contra/ para
la amada mía: tabaco y ron” y termina diciendo “lleva compadre tu cruz/ y no se la des a
nadie/ y no se la des a nadie/ y no se la des a nadie/ que todos ya llevamos una cruz”, como
refiriéndose a aquellos objetos de protección que no deben ser tocados por nadie salvo el
portador, pues se podría transmitir la mala suerte del uno o del otro.
El costo de hacerle brujería a alguien es alto. Una persona que sucumbe a este medio para
arruinar a otra está condenada a fracasar, como si la fuerza divina arreciara para condenar al
envidioso. La gente fregada espera de corazón que en algún momento de sus vidas todo el
dolor padecido, así como las injusticias, sean saldadas tal cual deuda. Bien sea para que
produzca bonanza o para que desfavorezca al maligno, como dice Alci Acosta (s.f.e): “Ahora
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verás lo que es tener las alas rotas/ ahora sabrás lo que es llorar por la derrota/ lo que me trajo
tu maldad no tiene nombre/ pero ha llegado sin piedad el contragolpe” y si nos fijamos bien,
el hombre de la canción nunca está infringiendo el dolor por sí mismo, ni tampoco se acerca
a una persona con la capacidad de hacerlo. Simplemente, es la cuota esperada del paso del
tiempo.
Este es un pueblo salado por Dios y por la voluntad humana. El ser fregado es una condición
que oscila entre ambas intervenciones, pues es gente que todo el tiempo está desafiando al
Supremo para poder sobrevivir, al tiempo que lidia con sus propias culebras y las de otros.
La serpiente es un ser que a lo largo de la existencia fregada toma distintas formas, atrayendo
e incitando sentimientos y acciones de diversa índole. El hermano de la Señorita Elvia, Floro
tiende a presentarse diciendo: “Pa servirle a Dios, al Diablo y a su persona” (Sánchez, 1982,
cap. 72) y estas son palabras de poder, porque implica un reconocimiento pleno de
servidumbre ante dos fuerzas que se pugnan en la realidad miserable y desafortunada de los
que menos tienen. Son hijos del Bien y del Mal y por lo tanto, habitan en la frontera que los
divide dejándose atraer por el uno o por el otro y aprendiendo a jugar con ambos. La Torre
es una tormenta porque es la representación de la batalla espiritual y corporal entre estos dos
órdenes que se hallan tanto en el interior como en el exterior de los y las fregadas. La Mansión
de Dios —el mundo fregado— sólo puede existir si aparece simultáneamente la destrucción
y la creación, dos cualidades que tiene el fuego, por ejemplo, así como la ceniza. Eso fue el
Bogotazo y Juan Roa Sierra: liberación del incendio de varias generaciones y tras la quema,
ocurrió el reinicio de la vida diaria, cotidiana, jodida, pero vengada al menos una vez. Son
pequeñas victorias versus grandes derrotas, que traen consigo un sentimiento trágico de la
vida, el cual vuelve la experiencia mucho más siniestra, susceptible del pecado y del Mal,
pero no se azare que para todo hay una contra.
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El mundo está lleno de manos curtidas y pies callosos prematuramente desgastados por la
lucha diaria en contra de la muerte. Es la búsqueda incesante de miles de personas por
conseguir dominar el suspiro del presente, el cual está siendo asfixiado a razón del orden de
las cosas y el capricho de unos pocos por mantenerlas invariables a conveniencia propia.
Justicia es una mujer con una balanza equilibrada en la izquierda y una espada alzada en la
derecha, con la frente en alto y la posición rígida. Contraria a varias alegorías, en el Tarot de
Marsella la Justicia no es ciega ni sus ojos están cubiertos por un manto o una venda en
representación de su imparcialidad. Aquí ella ve… y ve muy bien a quién castiga, pues su
rostro se dirige hacia el filo y no al cuidado de la igualdad. De manera paradójica, en el
mundo fregado la Justicia es la misma injusticia.
El ser rico o pobre no es una distinción meramente económica, aunque parte de este punto.
Tiene que ver con un trato y unas maneras específicas de actuar, sentir y pensar en el mundo,
a propósito de las dificultades o facilidades que varían conforme la pertenencia a un grupo u
otro. No tiene que ver con identidades fijas y enclaustradas, más bien se trata de condiciones
existenciales que se encuentran en relación y que determinan el lugar de cada uno: “Los de
arriba estarán siempre arriba y los de abajo, abajo” (Salom, 1994[1979], p. 29) le respondió
Zoila a Baltasar con un pragmatismo y una frialdad propia de las mujeres que administran la
necesidad en pro de sus familias. Argumentaba que aún con la victoria de un liberal o un
conservador en las elecciones de 1922, al pueblo nunca le toca y por ende, resultaban un
desperdicio de fuerzas las lágrimas de su esposo. Arriba y abajo dan cuenta de una escala
social en la que los ricos están en lo alto, pues el cielo parece ser el espacio de todos los que
gobiernan y ordenan el mundo; en cambio, la tierra es trabajo de los pobres, quienes son
responsables de darle cuerda a la realidad propia y ajena a través de su fuerza y sudor.
La sociedad de la época se dividía en la “high class” o, simplemente, la “jai”, formada
por terratenientes sabaneros y ricos propietarios urbanos, príncipes de la sangre y del
dinero, que detentaban el poder económico y el político y la plebe, compuesta por
gentes de clase baja y la media, obreros, artesanos, empleados de ínfimos salarios, la
inmensa masa de los “minus habentes”, de los siervos de la gleba, de los explotados,
de los humillados y ofendidos. (Salom, 1994[1979], p. 112)
Así describió Álvaro Salom Becerra a la Bogotá de 1934, dividida principalmente en dos
bandos: el de los ricos y el de los pobres, siendo los primeros una minoría en contraste con
los segundos, pura masa. La distinción a primera vista parece sencilla, pues es un sistema
clasificatorio basado en la cantidad de dinero y privilegios, así como en la posición y el
temperamento. Es tan sólido que me atrevería a decir que entre 1934 y 2022 no hay mucha
diferencia y que las palabras de la Señora Zoila más que resignación hacia el pasado, lo
fueron hacia el futuro. Se trata de un sistema en el que los de abajo sirven a los de arriba y
no por gusto, sino porque carecen de opción, ya que podrían quedarse en la calle o morirse
de inanición si no les trabajan. La necesidad ha sido, es y será una constante, mientras la
Justicia no vuelva su rostro hacia la balanza que se tuerce.
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Historieta 29. Pepo, 1971b
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La política es un juego de apariencias y resulta curioso que ante la cantidad de basura en el
piso, el alcalde de Pelotillehue únicamente vea la suciedad en Condorito. ¿Qué es lo que en
realidad quiere limpiar? Su propia imagen y lo que le resulta repulsivo con el fin de reafirmar
la posición que ostenta y establecer una distancia inquebrantable con su antípoda: el pobre.
Es un mecanismo de protección y legitimidad de clase que actúa mediante la explotación y
humillación del otro, el contrario y ajeno. “¡No le digo! Se tienen que aprovechar siempre de
los más vaciados” (Sánchez, 1982. cap. 4) dijo Don Chinche luego de que un ladrón le sacara
el sueldo a una mujer en el bus. Vaciado es el contraste con la llenura, la opulencia y el
exceso; es una forma de decir que no se tiene ni un peso porque todo lo del pobre es robado
y además adquiere la connotación de reprendido, como regañado por la vida y por los ricos.
“¡Mire esos pies, señor cura! ¡sólo mire esos pies!” (Pepo, 1971b) exclamó el alcalde
Cipriano Cachuleo con desprecio ignorando la conciencia del fregado sobre su propio estado
y creyéndose amo del mundo.
— (Baltasar): Perdóneme, Excelentísimo Señor… —contestó humildemente—. Pero
yo estaba convencido de que el pueblo había llegado al poder… Y como yo soy
hijo del pueblo creí…
— (Olaya Herrera): Usted está profundamente equivocado… —replicó,
interrumpiéndolo—. Los pueblos nunca llegan al poder… los que llegan son los
dirigentes… ¡La entrevista ha terminado! ¡Buenas tardes! (Salom, 1994[1979], p.
108-109)
En 1930, tras 44 años del partido conservador en el poder, llegó a la presidencia el liberal
Enrique Olaya Herrera. Ante la ilusión, el hambre y su fidelidad al partido en tiempos de
sangre por corbatas rojas o azules, Baltasar le escribió una carta para solicitarle auxilio y
trabajo, al igual que lo haría años después Juan Roa Sierra ante Gaitán (Duque, 1997), con la
diferencia de que el primero recibió como respuesta una audiencia personal con el
destinatario y el segundo, un simple mensaje de cortesía de un tal secretario. Y como tiende
a pasar en la política, sólo hubo decepciones, pues los pueblos nunca llegan al poder, mucho
menos si son pobres. No importa si los dirigentes son liberales o conservadores, a ambos los
une su riqueza y posición social. Tiempo después, Casiano —conservador— le diría a
Baltasar sobre Guillermo León Valencia —otro conservador y presidente de Colombia entre
1962 y 1966— que: “de un individuo cuyo programa social consiste en un verso de su padre:
‘la vida es una copa para todos llena’, no tenemos nada qué esperar los pobres… Claro que
siempre ha estado llena… Para los ricos de champaña y para los pobres… ¡de mierda!”
(Salom, 1994[1979], p. 188). Es un claro contraste entre un “ellos” y un “nosotros” que,
aunque se decore con banderas, colores y distinciones de diversa índole, mantiene las copas
rebosantes de lo uno y de lo otro, siempre en detrimento de los que menos tienen. Entonces
el pueblo es un medio, no un fin y resulta conveniente mantener su estado a través de la
manipulación de las ilusiones y las carencias.
En Las luces de Buenos Aires (Millar, 2007[1931]) Gardel interpreta a Anselmo, un gaucho
argentino con una voz majestuosa que tiene como novia a Elvira, una cantante que es
contratada por un teatro en Buenos Aires. Gaucho es la denominación que reciben las
personas de origen o vida rural en el Cono Sur, trabajadoras arduas del sector agropecuario
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y reconocidas por su relación con los pingos —caballos—, la cual se extiende a lo largo y
ancho del continente bajo distintas denominaciones. Acá en Colombia, por ejemplo,
hablamos de llaneros, así como en Chile lo hacen de huasos. Elvira llegó a la capital con la
ilusión del progreso que tal cual luz, la eclipsó y la llevó a los confines de la miseria y la
degradación. A pesar de que fue invitada, la ciudad se movió bajo sus propias reglas y fue
tratada como alguien que no pertenece y que se ha salido de su lugar. Del mismo modo pasó
con Anselmo cuando fue a visitarla, recibió rechazo y desprecio por su vestimenta y
comportamiento. Ninguno de los dos había nacido en la urbe, mucho menos ostentaban
grandes riquezas y por ende, representaban una molestia, como lo era Condorito para el
alcalde y su política de higiene. Se trata de lunares que manchan la homogeneidad simulada
de las apariencias y que incomodan a la vista por ser existencias reprimidas en las realidades
de cada país. Muy seguramente si Condorito, Anselmo, Elvira y Baltasar hubieran sido gente
adinerada, el trato y la intención sería otra, como lo sintetiza el Culebrero:
El que tenía cuatro pesos era rico, riquísimo y por consiguiente buena persona. En
cambio, el pobre, ese lo volteaban a ver como basura y no valía nada y sólo le decían
ña Juana, ño Pedro. El rico era Don y podía hacer lo que le venía en gana. (Villegas,
1986, p. 52)
Cuanto más dinero posea una persona, mayor será su posición en la sociedad y por ende,
mejor el trato que recibe por parte de todos y todas. En cambio, si es poco o nada lo que
posee, entra formar parte de esa masa sin nombre de peones que sobreviven en medio del
infortunio y la desgracia. Si el mundo fuera una balanza que sostiene la Justicia, su equilibrio
sólo posible porque los pobres ponen sus cuerpos y los ricos el dinero. De lo contrario, ya
estaría claramente inclinada hacia un lado o el otro, pues son existencias que no pueden jugar
en igualdad de condiciones, como lo demuestra la historia de Juan José y Julián Arzayús, el
uno bastardo y el otro hijo legítimo de un político colombiano multimillonario de una de las
novelas de Salom Becerra, El Delfín (1977[1973]). El primero fue pobre y nunca en su vida
fue capaz de despojar a ser alguno de sus pertenencias o ganancias, en cambio el segundo,
rico de nacimiento, vivía del robo indiscriminado y extendido de dineros ajenos. Alguna vez
Juan José fue juzgado de ladrón por un policía en el Capitolio Nacional, pues lo encontró
corriendo por las escaleras con una copia del Código Civil bajo el brazo. Con el ingenio de
la necesidad, el joven se defendió diciéndole:
Mi delito consistió en correr. Y eso pueden hacerlo solamente los ricos, porque si un
rico corre las gentes le abren paso respetuosamente y comentan: “¡Pobre Don
Sutano!¡Debe tener un enfermo grave en su casa!”. Pero si quien corre es un pobre el
comentario general será: “Ese tipo debe ser un ladrón y lo que lleva en la mano es sin
duda el botín del delito!”. (Salom, 1977[1973], p. 160)
La clave estuvo además en que tanto el policía como él eran gente de pueblo y su
entendimiento común permitió que Juan José pudiera sortear una noche más en su vida. A
Julián nunca la policía lo increpó, mucho menos le apuntó con su revólver, aún cuando sus
robos no eran precisamente de libros y se realizaban a plena luz del día. La justicia que es
tanto institución como persona abraza al rico con sus amplios mantos y al pobre lo hiere de
109
muerte con su espada o dicho de manera más sencilla: la ley es un perro que no muerde sino
a los de ruana. Perro porque sus dientes asemejan el filo del metal y ruana porque era —y
en algunos lugares aún lo es— la prenda por excelencia de los más pobres. Justicia y ley son
dos caras de una misma moneda, pues en teoría la primera determina lo justo, lo equitativo y
la segunda simplemente lo reglamenta, lo hace norma, pero en la práctica dejan de ser valores
para convertirse en cómplices: “Las mayorías eran derrotadas, invariablemente, por las
minorías. Las leyes eran dictadas por los ricos a los pobres y aplicadas por los fuertes a los
débiles. La justicia defendía la gula de los de arriba contra el hambre de los de abajo” (Salom,
1977[1973], p. 28). Ni la una ni la otra son de fiar si su propia constitución y acción es
cuestión de dinero. El Doctor Guacaneme, juez y primer jefe de Simeón Torrente le dijo lo
siguiente el primer día que lo recibió como portero:
Le voy a hablar con entera sinceridad. Yo no creo sino en la justicia divina. La de
aquí abajo es una farsa. Por tanto, administrarla es contribuir a la farsa y un hombre
serio como yo no puede prestarse a eso… Para que usted sepa en qué terreno pisa, le
cuento que la ley es un perro que no muerde sino a los de ruana… ¡Si yo, en nombre
de esa ley, muerdo a un caballero de frac, se me viene Roma encima, me botan del
puesto y me traga la tierra…! Naturalmente, todo esto aquí entre nos… Frente al
público hay que representar la comedia… Salir al escenario disfrazados de Justicia,
con una venda en los ojos, una espada en la mano derecha y una balanza en la
izquierda y exclamar patéticamente “Dura lex, sed lex”. (Salom, 1992[1969], p. 103104)
La ley es dura, pero es ley, traduce la locución del Juez y aunque parezca un chiste, es
cierto… por lo menos para los pobres. Simeón recibió las palabras con desagrado y
desconfianza, pero también como una orden. En la celebración de un carnaval estudiantil en
Bogotá, parodió a la Justicia como la había descrito Guacaneme, mostrándola corrupta,
susceptible al dinero y a las bondades de algún soborno. “Así pasa en la realidad. La balanza
de la justicia se inclina siempre al lado de quien tenga más plata” comentó un cachaco entrado
en años al ver la carreta sobre la que estaba Simeón; “¡L’uancho pa los jailosos y l’angosto
pa nosotros los pobres…!” exclamó una mujer del pueblo con razón; “¡La justicia capitalista
no es ciega sino que ve demasiado…! ¡Y, además, busca auxilio de unos anteojos para no
equivocarse en la elección de sus víctimas…!” complementó un estudiante de derecho que
portaba consigo una copia de El Capital. Y cuando la gente del común celebraba el ingenio
del portero disfrazado, el magistrado Uladislao Peñuela envió a un policía a acabar el
espectáculo. La ley condenó a Simeón a cinco días de arresto por actividad subversiva en
contra del Gobierno y sus legítimas instituciones políticas: “Todo el que se queje, el que
reclame, el que proteste es, a los ojos de los que detentan el poder, un agitador comunista, un
apátrida, un elemento subversivo, un terrorista, un enemigo de las instituciones”
(2013[1975], p. 176) dijo Baltasar frente a un juez que estaba a punto de imputarlo por los
mismos cargos, pues había participado del desmadre que se armó el 9 de abril de 1948. La
dureza del asunto para Simeón no sólo estuvo en la celda oscura e incomunicada en la que
cumplió sentencia, sino en la noticia que recibió cuando salió: el Coronel Epaminondas
Torrente, su padre, había fallecido en el entretanto debido a un ataque cardiaco producido a
110
raíz de su encarcelamiento. Si este hubiera sido un mundo justo, muy posiblemente Simeón
habría tenido a su progenitor por un poco más de tiempo o incluso lo hubiera podido
acompañar en su lecho de muerte, pero las cosas nunca han sido así en este país de fregados.
Se trata de la “injusticia de la justicia” como diría el Culebrero de La estrategia del Caracol
(Cabrera, 1993).
— (Doctor Pardo): Voy a poner la demanda, hágame el favor y écheme una firmita
aquí.
— (Don Chinche): No, no, (ríe), juguemos a otra cosa…
— (Doctor Pardo): ¿Cómo así, Maestro?
— (Don Chinche): No, que se le agradece mucho su voluntad, Doctor, pero si ese
fuera el remedio, pues cada quien tendría lo de cada cual, ¿no es cierto? Y usted
sabes que así no son las vainas, pa qué. (Sánchez, 1982, cap. 23)
Así le respondió el Maestro Chinche al Doctor Pardito —abogado de profesión— luego de
que le propusiera instaurar una demanda por el robo de sus herramientas. Su respuesta es una
clara incredulidad —extendida en toda su gente— hacia la efectividad de la justicia, pues
además de ser una fachada de y para los adinerados, es insistente en sus recriminaciones
infundadas en contra de los pobres. Cuando al Pelúo, personaje de La Calle 10 (Zapata,
2008[1960]), lo descubrieron transportando el cuerpo de su mujer, Saturnina —que murió
por inanición—, los peones de la Justicia, que utilizan uniforme, placa y bolillo, lo acusaron
de haberla matado. La situación le pareció irreal: “Jamás pensó que su mujer muerta
interesaría tanto a la ‘gente’ cuando en vida nadie se ocupó de ella. ¿Por qué no hacían algo
por su hijito que se moría de fiebre?” (p. 20). Porque a los pobres hay que dominarlos o
acabarlos y a él estaban a punto de hacerle lo primero, mientras que su bebé ya había sido
condenado a lo segundo.
A lo largo de toda la novela, Manuel Zapata Olivella (2008[1960]) es insistente en poner
entre comillas la palabra gente cuando se refiere a aquellas personas desalmadas e injustas
que reproducen el orden de las cosas y que por lo general gozan de algún tipo de fortuna.
Tiene un sentido político, pero también irónico, ya que quienes se atreven a tratar a los pobres
como basura o mugre no merecen una denominación amplia y extensa de humanidad, pues
carecen de corazón: “De qué estás hecho tú/ de piedra o hielo/ que no sabes sentir” canta
Helenita Vargas (2005) para continuar diciendo “Tú no eres como yo/ estoy segura de eso/
Tú no eres como yo/ a ti no te hizo Dios/ de carne y hueso”. De un mismo modo lo expresa
Salom Becerra (1992[1969]) al respecto del colegio en el que estudió Simeón Torrente:
Los gentiles siguieron gozando del favor de las señoritas Urruchurto [las directoras
de la institución] y Simeón siguió sufriendo las consecuencias de su pobreza y de su
nombre. Y los primeros siguieron acumulando “cincos” y medallas y menciones de
honor; y nuestro mártir siguió coleccionando “ceros” y humillaciones y castigos. (p.
68)
Gentil —al igual que noble— tiene un doble significado, contradictorio entre sí: por un lado,
se refiere a todas aquellas personas que no siguen las enseñanzas de Dios y tienden al mal, a
la opulencia y el exceso; por el otro lado, se trata de una cualidad del ser generoso, amplio y
111
honrado. Cuando Salom dice “los gentiles” o Zapata Olivella pone entre comillas la palabra
gente, están jugando con esta dualidad de las palabras a modo de burla y defensa de los de
abajo: ¿acaso no resultan siendo más gente/gentiles quienes menos tienen y no aquellos que
se jactan en sus riquezas arguyendo verdadera nobleza? Para la muestra, un botón: durante
el Paro Nacional del 2021, se empleó reiterativamente la categoría Gente de bien para
referirse de manera irónica a todas aquellas personas que estaban en contra de la movilización
social y que además solicitaban la intervención armada por parte del Gobierno. Al tiempo
que argüían la defensa de la Patria y la Paz, exigían un saldo de sangre, demostrando la
completa banalidad de la Justicia. En uno de sus libros, Salom (1992[1969]) utiliza las
palabras de Arquímedes para referirse al control que tienen los ricos sobre toda existencia:
dame una palanca y moveré el mundo. Y el punto de apoyo de los gentiles es el dinero:
112
Historieta 30. Pepo, 2010c, p. 91-92
113
El dinero es una cuestión transaccional en la que el papel moneda pretende reemplazar el
valor de la cosa deseada. El hombre rico de la historieta no solo estaba pagando la
recuperación de Condorito, también la agilidad del proceso, el silencio de la víctima y su
exclusión del accidente, de ahí que multiplicara por cuatro la suma inicial. Entregó la
cantidad que le resultaba suficiente y que en cambio al herido le parecía excesiva. Es la
relatividad del valor basada en las diferencias propias de cada condición existencial.
El dinero se obtiene trabajando o arrebatándoselo a quien lo posee. El despojo puede
ser habilidoso o violento. En el primer caso el autor es un respetable financiero cuyos
conocimientos se aprovechan en la gerencia de un banco o de una compañía de
seguros; en el segundo es un vulgar ladrón, indigno de conmiseración y merecedor de
que sobre él recaiga el peso de todas las leyes divinas y humanas. Las dos formas de
delincuencia resultaban incompatibles con mi temperamento. El dilema, para mí, sólo
tenía un término: debía trabajar. (Salom, 2013[1975], p. 56-57)
La diferencia entre el trabajo y el arrebato es que en el segundo la ganancia es muchísimo
mayor, pues el esfuerzo con horario nunca ha sido bien remunerado. Este un país de miles de
Bernabé Bernal, quienes han sido enseñados al trabajo excesivo como forma de honradez,
aunque la remuneración sea una miseria. Las personas que incurren en el despojo violento y
que por ello reciben el peso de toda la Justicia, son juzgadas por la gente pobre desde su
condición: si el móvil fue la necesidad y el hambre, queda eximido de la culpa; si por el
contrario lo motivó la avaricia, no hay defensa alguna y merece todo el castigo divino y
humano. Todo lo anterior bajo el matiz de quien haya sido objeto del hurto. En los barrios
fregados, por ejemplo, es común el linchamiento o el asesinato del ladrón, puesto que existe
una tensión propia de la Justicia inservible y un rencor producto del despojo habilidoso del
que son víctimas los pobres día tras día por parte de jefes, bancos, acreedores, entre otros.
Era un tipo que le decían “El Guajiro”. Aquí en la esquina de la carnicería, estaba una
señora comprando pollo. Cuando le devolvieron las vueltas, un man que era de Ciudad
Bolívar pasó y le rapó el billete, como de unos 20.000 pesos. La señora comenzó a
gritar “¡Ladrón, ladrón! ¡Cójanlo!” cuando es que sale “El Guajiro” de arriba de una
casa y tome: le metió su tiro. Ahí quedó botado y el otro como que se fugó.
Historia de campo 2021, Pedro.
Dedicarse a robar para sobrevivir implica habitar con la posibilidad de que ocurran este tipo
de situaciones, pues no sólo hay una exposición continua a prácticas inmorales, sino a perder
la vida violentamente. Por estas y tantas razones más, la gente se ve obligada a trabajar,
aunque les consuma su existencia como una enfermedad que avanza lento, pero seguro. Se
genera entonces un mercado de la necesidad en el que el pobre se vende a cambio de unos
cuantos pesos que tendrán como fin aplacar el hambre y la sed. La remuneración nunca será
justa porque además de que la balanza está inclinada y la espada es para los de ruana, también
se hallan en disputa dos sentidos distintos del valor, es decir, del costo de las cosas. El uso
del dinero ya configura de por sí una realidad de equivalencia en la que el papel moneda se
vuelve pan o agua o incluso tiempo, pero este intercambio que parece tan estático se relativiza
cuando entran a jugar las condiciones existenciales propias y ajenas en las que, por ejemplo,
114
el esfuerzo del pobre no tiene mayor valor para los ricos y por esto mismo resulta siendo tan
mal pago:
Historieta 31. Perpo 1971a
115
“La pobreza aflige al pobre, pero al rico le da el doble” (Sánchez, 1986, cap. 11) dice con
sabiduría el maestro Taverita. Las personas con menos recursos potencian al doble —incluso
más— el trabajo diario que realizan, el cual siempre es en beneficio ajeno. Los adinerados
obtienen sus fortunas con el sudor de la frente de los pobres, es decir, el provecho de la
necesidad comprada, por lo que los de abajo están inexorablemente condenados a servir a los
de arriba como escalera humana (Salom, 2013[1975]). El laburo es el espacio por excelencia
en el que interactúan los que más y los que menos tienen, generándose así entornos de
explotación y humillación: “El jefe era para ellos un ser sobrenatural y todopoderoso, a quien
debían sumisión y reverencia. En el fondo eran gentes honradas y buenas. Pero capaces de
cometer todos los delitos que les ordenaran sus dirigentes” (Salom, 2013[1975], p. 117). Por
la plata baila el perro dice el refrán y tiene sentido si pensamos que en una existencia en
exceso austera, un mínimo de solvencia económica equivale a un oasis del desierto por el
que el más sediento, para alcanzarlo, sería capaz de llegar a lo inimaginable. Es la
reproducción exacta de la cadena alimenticia en la que la presa lucha desaforadamente para
salvarse del depredador que es tanto su jefe como la muerte… y a veces hay que aliarse con
el enemigo por necesidad: “por eso no ha de extrañarte/ si alguna noche borracho/ me vieras
pasar de brazo con quien no debo pasar” canta Rolando Laserie (2006) en Las Cuarenta.
Clímaco Arzayús, propietario de varios latifundios, decía que “el rendimiento de un
empleado u obrero es directamente proporcional al grado de hambre que tenga en un
momento determinado” (Salom, 1977[1973], p. 17) argumentando la inconveniencia de los
aumentos salariales, pues disminuyen el hambre y por ende, la capacidad de trabajo. Se
constituye una maquinaria en la que se reproducen los estados de miseria para sostener y
aumentar los de opulencia. “Más de una vez traté de rebelarme, […] de buscar otros medios
de vida, pero mi pusilanimidad endémica se levantaba siempre a defender sus fueros y me
convencía de que fuera de la protección [de mi jefe] no había salvación para mí” (Salom,
2013[1975], p. 123) confesó Bernabé Bernal, quien era el eslabón más bajo de la cadena
burocrática que es el gobierno y en el que se veía forzado a apoyar la compra de votos, la
corrupción, el silenciamiento de los campesinos, entre otros. Él necesitaba de su trabajo
porque la vida, de por sí imposible, se tornaba inviable del todo sin las pocas ganancias que
obtenía. Lo interesante del asunto es que la gente con plata está convencida de que sus
ganancias las obtienen por su propio esfuerzo y con eso justifican los malos tratos y la
explotación:
Jornalero, al juzgar por lo que he visto
al juzgar por lo que he oído,
la verdad voy a decir:
Es amargo cuando dice un holgazán
“si te gusta, bien y si no, te vas”.
[…]
Aquellos que sólo ambicionan dinero
se creen inmortales, se creen superior
116
a pobres humildes que los enriquecieron
perdiendo su fuerza y la juventud.
Canta Pepe Aguirre en Jornalero (2020), una canción dedicada a todos los trabajadores que
reciben amarguras como recompensa. Los pobres pierden su juventud al brindárselas a los
ricos, quienes viven en medio de excesos, placeres y despreocupaciones. Alguna vez Simeón
Torrente se acercó a uno de sus excompañeros de colegio —aquellos gentiles que recibían
medallas y diplomas de honor por ser hijos de ilustres fortunas— para solicitarle un préstamo,
pues él y su familia se hallaban al borde de la desnutrición. “¡Créeme que me encantaría
servirte! ¡Pero es absolutamente imposible! […] ¡Si yo tuviera plata te la prestaría de mil
amores…! ¡Pero estoy peor que tú! […] Lo poco que gano se me va en impuestos… ¡Mi
situación es terrible!” (Salom, 1992[1969], p. 148) le respondió el muy gentil sentado en su
propia oficina de gerencia, a quien minutos antes había llamado otra “gente” para advertirle
de la solicitud de Simeón: “Por acá estuvo hace un rato aquel infeliz que estudió con nosotros
[…] ¡Está mas varado que un corcho en remolino…! ¡Claro…, como esa gente no trabaja y
quiere que todo le caiga del cielo…!” (Salom, 1992[1969], p. 148). Y lo cierto es que ni del
cielo ni de la tierra, porque la Justicia cuando quiere cierra sus párpados que son el manto
natural con los que oculta a la vista las situaciones de clara inequidad.
Historieta 32. Pepo, 1971a
“En contra de nosotros” como si ella hubiera querido arrebatarles sus riquezas y
comodidades. Esto demuestra una extraña y perturbadora conciencia de inestabilidad de la
propia fortuna, que es tanto suerte como dinero. No es fácil dejar la pobreza porque el mundo
está siempre en contra, pero sí lo es caer en ella. El dinero es una ilusión, se pierde fácilmente
y puede desaparecer de un momento a otro, como nos recuerda Alberto Beltrán (1965) en
Bájate de esa nube: “ven aquí a la realidad/ no mires a la gente/ con aire de superioridad”
porque “la vida cual mujer es veleidosa/ [y] lo que hoy te sobra/ mañana a lo mejor te faltará”.
Entonces los gentiles viven en un estado de constante sospecha entre ellos mismos y aún peor
con los pobres, pues más que nadie saben que la vida que tienen es fruto del azar del
nacimiento y que carecer de facilidades —un escenario impensable— los llevaría a la muerte
segura. Julián Arzayús recibió con frialdad el cuerpo de Jesús hecho hostia en su primera
comunión, pues no sentía ninguna afinidad con él, ya que “Jesús había condenado la
117
desigualdad y la injusticia; [en cambio] él tendría que luchar por que siguieran imperando
pues el fin de estas sería el de sus propios privilegios” (Salom, 1977[1973], p. 44). La lucha
de los ricos es la de reproducir el estado de los y las fregadas para mantener el orden del
mundo en el que ellos imperan y los otros sirven, lo que les acarrea un saldo alto de paranoia:
Historieta 33. Pepo, 1971b
118
“Dios nos ampare […] de un pobre rico, de un esclavo libre y de un indio mandando” (Salom,
1977[1973], p. 62) solía decir Clímaco Arzayús, temiendo el poder y la revuelta de los
peones. Nunca se atrevió a estar cerca de los pobres, pues a la vez que los consideraba
fácilmente intercambiables sentía repudio hacia ellos. En la primera comunión de Julián,
Clímaco incluyó a Filiberto y Romualdo, dos niños famélicos hijos del albañil Orlando
Piraquive, quien le solucionaba los problemas técnicos de su mansión, aunque él lo
desconocía por completo debido a que su secretario era el que se encargaba de todo. La
invitación no fue por consideración o nobleza, sino por imagen, ya que la fiesta era demasiado
extravagante y el pueblo estaba hambriento, lo que podría desencadenar fuertes críticas o,
peor aún, protestas. Cuando su asistente le presentó al par de fregados “Arzayús los miró con
asco, se colocó a prudente distancia como si temiera el contagio de su miseria y dijo: —¡No
resisto este espectáculo! Si estos fetos permanecen un minuto más delante de mí, no podré
contener las náuseas” (Salom, 1977[1973], p. 42). Ordenó que fueran bañados y perfumados
para hacerles desaparecer su condición y cuidarse a él y a todos sus invitados de la mala
suerte y la pobreza.
El contagio es un asunto importante. Entrar en contacto con algo es imbuirse de su energía y
temperamento, como si dos fuerzas se compartieran por un momento e intercambiaran en
justa medida sus respectivas condiciones. Arzayús se alejó de Filiberto y Romualdo porque,
de estar más cerca, le “prenderían” su suerte fregada y le arrebatarían la propia. A Emma
Reyes también le sucedió en el convento, lugar en el que ella y todas sus compañeras eran
tratadas como miserables hormigas a las que se les tiene un profundo desprecio: “cuando [la
monja] tenía que tocarnos para hacernos una observación o para hacerse paso entre las filas
o en los salones de trabajo, nos tocaba únicamente con la punta del dedo índice, como quien
toca una cosa sucia o contagiosa” (Reyes, 2018, p. 158). Esta actitud es una disposición
típicamente gentil que se manifiesta con niños, jóvenes y adultos pobres, aun cuando son de
la misma sangre. En Mis Harapos un hombre fregado en voz de Enrique Rodríguez (2008)
nos cuenta lo que le pasó cuando fue a saludar a su primo adinerado: “Y una noche, de esas
noches/ tan amargas que he sufrido/ mis harapos con su esmoquin/ se rozaron al pasar/ Me
miró como al descuido/ no dejó su blanca mano/ se estrechara con la mía/ contagiándole
calor”. Ofrecer la mano es un acto de completa dignidad y reciprocidad entre dos personas
que se consideran iguales, pares en sus circunstancias y existencias. Es un acto supremamente
importante en la vida social, pues acompaña el saludo, la despedida y la realización de algún
trato. El primo pobre pensaba en su sangre, el rico en su fortuna y ahí es cuando acontece el
rechazo, porque el primero quería mostrar cariño mientras que el segundo estaba espantado
de recibir algo más mortal, como su miseria. Asimismo, le pasó al Maestro Eutimio (Sánchez,
1982, cap. 8) cuando terminó de arreglar una tubería en la casa de la señora Lucrecia, a quien
le ofreció en vano su mano como agradecimiento del pago. No la estrechó porque implicaba
acercar el vínculo, juntar las personas, transmitir la fuerza y eso es algo que ni ella ni su gente
pueden permitir.
De acuerdo con la Iglesia Católica el peor de los pecados capitales es la soberbia, pues es
originaria tanto de pensamientos como de acciones viles y descontroladas hacia los demás.
Se trata de un sentimiento de superioridad por una posesión o cualidad poco común, como lo
119
es la riqueza, la profesión, el conocimiento, entre otros. La señora Lucrecia se sentía superior
a Don Chinche y a Eutimio porque había estudiado, tenía un trabajo estable y un sueldo
mensual. Consideraba que tenía el derecho de jugar con el pago de ambos porque en la
escalera que es la vida, ella se encontraba un par de peldaños más arriba, lo que le permitía
pisarles la mano y tirarles improperios desde lo alto. Ella pertenece a ese grupo de personas
que acá osaremos llamar gente pudiente. Pudiente es aquel que ostenta riqueza y poder, por
lo que no sólo engloba al multimillonario, sino también a aquel ser particular que amasa una
pequeña fortuna y que se vale de su inestable opulencia para aprovecharse de los que menos
tienen y jugar con los que más. Uno de estos personajes resulta ser Aristóbulo Aldana,
asistente de Arzayús:
Era un exponente clásico de la picaresca bogotana: malicioso, ladino, zalamero,
guasón, su ignorancia estaba compensada por un talento vivaz que le permitía
moverse con propiedad en todos los lugares y circunstancias, nadar con los peces
grandes y los chicos, burlarse de los de arriba, engañar a los de abajo y explotarlos a
todos. (Salom, 1977[1973], p. 23)
Por lo general, los pudientes nacen y crecen en entornos pobres, pero no por ello comparten
sus mismas circunstancias. Son seres dotados de una malicia ingeniosa que actúa en ellos
como propulsores de todas sus ideas y empresas. Tienen una viveza particular porque, a
diferencia de la gente fregada, no les preocupa su honradez y gozan de mayor suerte. Son
expertos manipuladores e irónicamente son mucho más soberbios que los adinerados de
nacimiento, puesto que tienen que interactuar a diario con ambos mundos. Están situados
justo en el centro de la escalera: ni son ricos ni son pobres… o más bien, son ricos y son
pobres.
— (Baltasar): ¡Estoy en una situación espantosa! —exclamó—.
— (Don Nicomedes): ¿El negocio consiste entonces en que yo lo saque de ella? —
preguntó—. Ni se lo sueñe….
— (Baltasar): Pero es que usted no me ha dejado terminar… —repuso—.
— (Don Nicomedes): Ni hace falta que termine… —dijo—. Ya sé lo que me va a
decir… Que está muy pobre, que necesita dinero, que yo se lo consiga y que usted
algún día me lo paga… ¿No es así?
— (Baltasar): Exactamente… —replicó— ¿Usted qué come para adivinar?
— (Don Nicomedes): Me basta verlo a usted, saber dónde trabaja y cuánto gana y
estar enterado de que tiene 9 hijos… Sólo a usted se le ocurre convertirse en un
garañón y transformar su casa en un puesto de monta… Usted está fregado porque
quiere…
— (Baltasar): ¿Porque quiero? —preguntó sorprendido—. (Salom, 2013[1975], p.
74)
Para los pudientes, la gente fregada es responsable de su condición, porque si fueran más
astutos e ingeniosos gozarían de otra suerte. El requisito es sólo uno: venderle el alma al
Diablo, lo que equivale a decir que deben estar dispuestos a cruzar del todo la frontera entre
lo sagrado y lo profano. No van en busca del oasis, sino del desierto entero y si tienen que
120
Historieta 34. Pepo, 2010c, p. 57-58
dejar de lado su familia, honradez y honestidad, se entregan a ello con el hambre desaforada de una presa que se ha vuelto depredador. Tras la
metamorfosis adquieren el talante del rico y alzan la bandera del esfuerzo, pues lo consideran el camino por excelencia hacia la buena vida.
En pocas palabras, son la copia barata de los ricos:
121
Roteque es una palabra chilena para referirse de manera despectiva a la gente de escasos
recursos y con ella el mayordomo establece de tajo una distancia con Condorito. No le
importa estar cerca de él para insultarlo, pues lo utiliza como un mecanismo de superioridad
que marca instantáneamente la distancia entre los dos. En El día que me quieras (Reinhardt,
2007[1935]) Gardel interpreta a Julio, el hijo de un millonario que ha abandonado su fortuna
para casarse con una bailarina de la que está enamorado. Siempre fue resistente a las
obligaciones exigidas por el dinero, como las interacciones frías o los matrimonios por
conveniencia. Alguna vez estando en un barco de vuelta a Buenos Aires, mantiene la
siguiente conversación con un hombre adinerado:
— (Julio): Yo pienso a veces en la cantidad de miserias que son necesarias para juntar
una gran fortuna…
— (Señor Dávila): ¿Cómo?
— (Julio): A fuerza de amontonar dinero, el corazón…
— (Señor Dávila): Usted es un artista, señor Quiroga, el corazón en los negocios…
— (Julio): Sí, lo sé, es un artículo de lujo.
Los gentiles y los pudientes marchitan su corazón por el dinero, pues se exponen a un
sinnúmero de situaciones que los vuelve amargos y duros. La plata los enloquece porque en
el afán desaforado de reunir la mayor cantidad posible pierden cualquier sentido de amor,
amistad y solidaridad, de ahí que sean comúnmente señalados como demonios o sujetos
diabólicos. En Caballero a la medida (Delgado, 1954), Cantinflas tiene una compañera de
vida llamada Capulina, una perrita pequeña y criolla que lo sigue a todas partes. Ambos viven
bajo arriendo donde Don Simón, un pudiente vil y grosero que es dueño de medio barrio.
Aprovechando la ausencia de Cantinflas, decide desalojarlos y Capulina opone toda su
resistencia mordiéndolo y él, tal cual bestia, acaba con su encanto haciendo uso de su bastón.
Arrebatarle la vida era quitarle una parte a su dueño, por quien Don Simón sentía una fuerte
envidia por ser tan agraciado y gozar de la atención de Lita, la mujer que él pretendía. El
dinero como un veneno pudre lo que hay de puro y sentimental en las personas, volviéndolas
agresivas con toda existencia que consideren inferior. Asimismo sucede en La Calle 10
(Zapata, 2008[1960]), cuando el “Artista” obtiene dinero por medio de un espectáculo en el
que se burla del “Oso”, un hombre que sufre de varias deformidades en el cuerpo. Tras la
función el “Artista” le dice “¡Cuidado vuelves a recoger las monedas que me tiren al suelo!
¿Acaso crees que las dan por tu linda cara? […] Vives de mí, comes de mí. Tú no eres más
que un parásito. Tanto gritar para proporcionarte la comida y todavía quieres robarme” (p.
51) y emerge con potencia el estado de sospecha, como si temiera que aquel del que se burla
y se lucra resultara siendo un reflejo de sí mismo en la pobreza.
Todo fregado puede ser potencialmente un pudiente, el punto está en que sepa jugar bien sus
cartas, esté dispuesto a apostar lo que hay de noble en él y existan las condiciones ideales
para avanzar los peldaños de la riqueza. En Al pueblo nunca le toca (Salom, 1994[1979]),
Casiano consigue hacerse millonario mediante el matrimonio con una viuda rica. De la noche
a la mañana se levanta con la billetera llena, varias propiedades a su nombre y una nueva
vida. A partir de ese momento, transforma su rutina, lo que consume, la forma en la que viste
y hasta la manera en que trata a quienes antes eran sus amigos, como Baltasar. Pero lo que
122
por agua viene, por agua se va y perdió todo tratando de encajar en el mundo de las fieras
que duermen con oro en la mano derecha y un revólver en la izquierda:
— (Baltasar): Eso te pasa por desertar de las filas del pueblo, por pasarte al enemigo
con armas y municiones, por traicionar a tu clase… —dijo—.
— (Casiano): Lo que me ha pasado confirma mi tesis de que los de arriba no dejan
subir nunca a los de abajo… —repuso—. Y cuando tratan de subir, los matan o
los compran para ponerlos a su servicio o los estafan y arruinan… En fin, a lo
hecho, pecho… En todo caso fue una experiencia interesante. (p. 150)
Historieta 35. Pepo, 2010c, p. 28
La actitud de Casiano ante su riqueza revela un aspecto sumamente imitativo, de apariencias.
Cuando alguien consigue mejorar sus condiciones de existencia, aunque sea por un momento,
adopta la soberbia agresiva y mordaz de quienes poseen grandes cantidades de dinero, pues
es una forma de alejar el fantasma de la suerte fregada y acercar la buenaventura del
acomodado. En Melodía de Arrabal (Gasnier, 2007[1933]), Gardel interpreta a Roberto, un
as en el naipe quien vive de estafar a cuanto jugador se atraviese. En un momento consigue
una gran fortuna junto con su cómplice, Pedro, quien le dice “cómo hemos cambiado” y él le
responde “de ropa, porque somos tan ladrones como antes”. Y este mismo diálogo aplica
para Casiano, pues aún disfrazándose de rico, seguía siendo fregado, lo que lo llevó a la
inevitable quiebra.
123
Las apariencias no son un juego únicamente de los ricos. La pobreza no es ninguna virtud y
mucho menos algo de lo que sentirse orgulloso, por eso la gente que menos tiene vive tapando
su miseria con ilusiones y acciones de típico fanfarrón. Una entrada magistral está pensada
para el qué dirán, pues si fuera por comodidad Condorito habría invertido en su propia casa
que está al borde del desplome. En el mundo del dinero, las opiniones y los chismes son
fundamentales, pues establecen las posiciones que ocupan las personas en su entorno social
y así, el grado de respeto y admiración que reciben por parte de la gente. Al respecto del papá
de Simeón, Salom (1992[1969]) decía que:
Y la clase del Coronel, la desventurada clase media, colocada entre la espada de la
“jai” y la pared de la “guacherna”, seguía representando la farsa de la holgura;
engañándose a sí mismo con una “prosperidad a debe”; ganando menos que los de
abajo pero gastando más que los de arriba; haciendo milagros para cubrir apariencias;
tomando “pola” y eructando champaña. (p. 83)
Esta clase media de Salom es esencialmente imitativa… tanto que fingen ser clase media, ya
que en realidad están más cerca de la pobreza extrema que de la comodidad propia de un
integrante de esta ilusoria mitad. Cuando Salom describe las condiciones de vida de sus
personajes nos revela escenarios de miseria absoluta en los que esqueletos humanos habitan
pequeñas habitaciones, cubren sus huesos con harapos, llenan sus estómagos con aire y
respiran ansiosamente el halo de la muerte. Su único medio de subsistencia es la fuerza de
trabajo que les permite garantizar un día y nada más que eso. Si quisiéramos aventurarnos a
hablar de una clase media, estaría conformada por pudientes, pero los fregados en definitiva
no pertenecen a este grupo. Están a años luz de la “jai” y conocen la “guacherna” como su
propia gente, es decir, a la chusma del mundo, la gentuza, los tales y los nadies. Por lo
anterior, los pudientes y los gentiles nacieron para joder y que nadie los joda y los fregados
para vivir jodidos (Salom, 2013[1975]). Este es el orden de las cosas.
Aún con el desagrado, la sospecha y la soberbia, los ricos necesitan del pobre, más
específicamente de su trabajo. La gente fregada se hace valer a sí misma mediante un
mecanismo que es bien ingenioso, “para salir adelante, mejor que crear afectos es crear
intereses” (Salom, 2013[1975], p. 64), es decir, se fuerzan a ser necesarios e imprescindibles
dentro de lo posible:
A ella nadie le trabaja porque es insoportable. Yo le renuncié porque me tenía jarta y
mientras yo no estuve, cambió de secretaria como unas tres veces. Todas me llamaban
a mí que cómo es que hacía pa aguantarme a la señora, que las tenía cansadas y que
querían renunciar. Y así se fue por seis meses: cambie aquí, cambie allá. Volví a
trabajar con ella porque necesitaba la plata y era el único lugar en donde me
contrataban por lo de la pandemia. Usted viera cómo me trataba de bien esa señora.
Como se dio cuenta que sin mí esa vaina no andaba y que ninguna china le duraba,
pues ahí se pilló cómo era la vuelta. Yo aproveché y le pedí que me cubriera el pago
total del seguro y que sólo le iba a trabajar medio tiempo.
Historia de campo 2021, Anónima.
124
El cobro es fuerte porque la necesidad lo es aún más, tanto del jefe como del trabajador. No
es una situación equitativa de reciprocidad absoluta, sino que, tal cual un par de enemigos,
se ven forzados a reconocer la existencia del otro como parte constituyente del propio ser,
sea para bien o para mal. En Soy un prófugo (Delgado, 1946), Cantinflas y Carmelo, dos
barrenderos de un banco, mantienen el siguiente diálogo:
—
—
—
—
(Cantinflas): Nos parecemos en que los tres limpiamos.
(Carmelo): ¿Él también limpia?
(Cantinflas): Pues él limpia los clientes…
(Carmelo): Lo que habrá ganado el viejo, ¿verdad? Qué sabroso ser presidente de
un banco.
En el momento en el que el fregado se iguala a su jefe en alguna condición, sea por el oficio
o por la necesidad, se genera un estado de exigencia mínima que imbuye al pobre de fuerza
para alzarse en contra de la Justicia corrupta. Deja de ser la espera ilusoria ante un poder
omnipotente que sea realmente justo para pasar a la acción directa que equilibra la balanza
con el propio esfuerzo y vence el juicio de la espada mediante el ingenio. Aquí la presa no
necesitó ni quiso volverse depredador, sino que descubrió en su propia naturaleza métodos
de supervivencia ágiles, como lo demostró tantas veces Condorito. Pepo fue el creador de
este personaje fascinante, un cóndor antropomorfo totalmente ingenioso que a veces aparece
gentil, otras pudiente y muchas más como el fregado con remiendos que es. Esta maleabilidad
le brindó la capacidad de enfrentarse a todos bajo la consigna de que “el siervo tiene el
mínimo derecho de burlarse del amo” (Salom, 2013[1975], p. 205) como diría Bernabé
Bernal en sus últimos días… y este cóndor sí que supo hacerlo bien:
Historieta 36. Pepo, 2010d, p. 16
125
126
Si la vida nunca ha sido vida, pues se trata de una persistente tormenta de privaciones e
infortunios, no tiene sentido hablar de grandes riquezas y fortunas, mucho menos de
aclamadas hazañas propias de algún héroe mítico. Esta es la existencia a ras de miles de seres
condenados a la miseria, ángeles hechos carne y hueso que al estar sujetos a la tierra se ven
obligados a elongar su pureza para alzarse sobre la maldad. Se trata de una disposición que
busca dominar el cuerpo y forjar el espíritu como método de supervivencia, insuflando ánimo
en la justa medida e impulsando a la persona a creer en la posibilidad de un día más. La
Templanza es el arcano por excelencia de la energía controlada, la mesura y la paciencia;
símbolo de la esperanza que abraza y ensancha al corazón. Obra como un paliativo que
aminora e incluso alivia la angustia del presente y la incertidumbre del futuro.
La representa una mujer joven, sonriente, tranquila y humilde. De hecho, parece ser
un ángel juguetón y honesto. Porta un vestido con varios pliegues (¿parches largos y
harapos?) y colores, mostrándose austera y natural en un ambiente silvestre. Quizá
tiene que ver con una fortaleza ante un hecho pasado o presente que exige o demanda
mucho y frente al cual hay que permanecer sereno. La mujer juega con dos jarrones
que elongan, vuelven chicle el agua; la estiran ante cualquier pronóstico.
Anotaciones de campo 2021.
El ángel es un ser alado y divino que es portador de la palabra de Dios, por lo que encarna en
sí mismo el mensaje sagrado y el milagro premonitorio. Son los intermediarios entre la tierra
y el Cielo, conocen de primera mano la maldad y cumplen la labor de proteger a los justos
de todo peligro guiándolos siempre hacia el Señor. Su pureza y lealtad son absolutas, y
emergen como seres portadores de luz en los momentos más aciagos: Ángel de la guarda, mi
dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, hasta que me pongas en paz y
alegría con todos los santos Jesús, José y María. Son seres de fuerza a los que se les confía
la propia suerte anhelando que en su trasegar consigan interceder por los pobres de espíritu
ante el Supremo. El ángel de la carta juega con el agua —la vida— con sumo cuidado, pues
en su paso de un recipiente al otro está el devenir de la gente fregada y por esto mismo es
que el líquido parece estirarse, demostrando el triunfo ante la imposibilidad de la vida. Este
ser místico que entra en contacto con la tierra representa la Templanza porque trae consigo
un mensaje: Bienaventurados los que sufren porque serán consolados. Como una de las siete
virtudes del catecismo, la templanza enseña control, satisfacción austera y valoración de la
propia condición.
127
Historieta 37. Pepo, 2015, p. 19-20
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La pobreza es un estado de carencia latente que se manifiesta de forma física y anímica en
los cuerpos y hogares de las gentes más desafortunadas. Actúa como una ausencia presente
de lo inalcanzable o incluso de lo perdido, tal cual fantasma que no consigue realizarse y está
condenado a errar por el mundo en busca de sentido. Se trata de una condición de persistentes
privaciones, ya sean impuestas por el orden del mundo o por voluntad propia, que al final de
la vida se erigen como cicatrices que relatan la experiencia de lo sufrido. Una existencia
rodeada por la miseria trae consigo la noción de sacrificio, la cual vincula dos significados
que resultan siendo afines entre sí: el de padecer grandes dolores y el de obtener algo a
cambio por ellos. Es el dar para recibir y acá los dones tienen un carácter positivo (sumar)
y/o negativo (restar). Condorito convidó a su compadre Chuma a compartir el alimento para
entregarle fuerza, vitalidad y agradecimiento, pero para ello tuvo que negarse a sí mismo la
compañía de sus mascotas. Sumó restando y esta es una lógica típicamente fregada, pues
tienen que perder para ganar porque de lo contrario están condenados a morir. Esta misma es
la premisa de las apuestas: hay que jugar mil veces para tener la posibilidad de triunfar al
menos en una sola ocasión.
Mártir viene del griego martyros que significa testigo y describe a aquella persona que lleva
marcada en su cuerpo y alma las miles de privaciones e injusticias que ha sufrido por su
condición existencial o sus convicciones. Es un ser que se distancia considerablemente del
héroe debido a que ha sufrido en carne propia la persecución, la sangre y la crueldad, por lo
que no es común su adoración o reconocimiento en vida. Han muerto torturados o
condenados por la soberbia humana, lo que los hace dignos de devoción tras adquirir el
carácter de santidad. Así lo fue en el caso de San Esteban, lapidado por defender las
enseñanzas de Jesús, a quien también podemos considerar un mártir por haber sufrido la
persecución de los gentiles hasta su crucifixión. Se vuelven figuras relevantes en el mundo
fregado debido a que condensan el sentido del dolor abriéndoles el camino de la redención y
la humildad: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Entonces se vuelven pruebas
definitivas de la vida eterna, pues habiendo sido humanos consiguieron alzarse en su pureza
hacia la Gloria del Señor, tornándose inspiración para los tristes y afligidos. En ellos, la gente
pobre se ve a sí misma hallando comprensión, consuelo y, aún más importante, fuerza. Salom
Becerra (1992[1969]) hace una comparación interesante al respecto, igualando a Simeón
Torrente con un mártir y contrastándolo con el héroe patrio Simón Bolívar:
Don Simón fue un prohombre; don Simeón apenas logró ser un hombre de pro. Don
Simón libertó un mundo; don Simeón no pudo libertarse nunca de las cadenas que lo
ataron inexorablemente al tenebroso mundo de las deudas. ¡Don Simón nació para
vencer y venció! ¡Don Simeón nació para deber y… debió! Durante toda la
tragicomedia de su vida. Don Simón ganó cien batallas; don Simeón perdió todas las
que libró para dejar de ser lo que su mala suerte quiso que fuera. Don Simón dio su
apellido a una nación, un departamento y varios municipios; don Simeón no permitió
que su nombre, por consideraciones de caridad y estética, fuera impuesto a ninguno
de sus inocentes hijos. Don Simón se hizo acreedor a la gratitud y la veneración de
los pueblos; don Simeón no fue jamás acreedor de nadie y sí deudor de todas las
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personas naturales y jurídicas que encontró a su paso, desde la cuna hasta el sepulcro.
(p. 14-15)
Entre Simón y Simeón hay más que una letra de diferencia. Todo lo que poseyó a favor el
libertador, le fue negado al infortunado esclavo: desde la riqueza, la educación y el
reconocimiento hasta la suerte y el destino, aun cuando realizó mayores hazañas de
supervivencia que las de Bolívar. La existencia de Simeón Torrente estuvo atravesada por la
carencia, lo que lo llevó a rebuscarse la vida —como si acaso esta nunca le hubiera
pertenecido del todo— evitando la enfermedad, el crimen, el pecado y la muerte que son las
únicas puertas abiertas para los pobres. La gente que menos tiene está condenada a prolongar
sus respiros como un principio de honradez: “Si tú has dispuesto que yo sea pobre mientras
viva, porque así conviene a mi salvación, ¡bendita sea mi pobreza!” (Salom, 1992[1969], p.
170) le decía nuestro mártir a Dios tratando de respetar su divina voluntad. Los designios del
Señor son desconocidos y generan que ante su manifestación desfavorecida sean asumidos
como enseñanzas y parábolas que redimen el espíritu. Justo antes de que Doña Doris y el
Doctor Pardo contrajeran nupcias, a él le robaron su traje mientras la esperaba en un parque:
“Es que yo no sé por qué me pasan a mí estas vainas” le comentó a su futura esposa y ella le
respondió “Una dificultad más que debes de vencer” (Sánchez, 1982, cap. 81). ¿Vencer para
qué? Para sortear los días y alzarse hacia el Cielo en la hora final.
El sufrimiento templa —endurece— el espíritu, lo vuelve más resistente y le permite a la
persona encarar sus dificultades con una resolución distinta, mucho más viva y consciente.
Para llegar a este punto, es necesaria una cuota altísima de sufrimiento que se va acumulando
conforme pasa el tiempo hasta que un día empieza a surtir efecto como un lenitivo que no
cura la enfermedad, pero ayuda a transitarla.
— (Maestro Taverita): ¿Si estará donde le corresponde?
— (Don Chinche): ¿Cómo así?
— (Maestro Taverita): No, pues, un muchacho como Eutimio tan sano, pues debería
estar en su terreno, en su campo y no expuesto a los peligros de la ciudad…
— (Don Chinche): Bueno, pero… pero también tiene derecho a progresar, Maestro.
— (Maestro Taverita): Jum, bonito progreso, maestro Don Chinche. Usted y yo lo
disfrutamos que da gusto, ¿no?
— (Don Chinche): Nah, eso sí pa qué, la cosa se está poniendo cada vez más fregada,
¿oyó?
— (Maestro Taverita): Ole, y de veras que se está demorando como mucho el
maestro Eutimio, ¿no? Ojalá no lo haya agarrado por ahí el progreso, por allá
abajo en el Centro. (Sánchez, 1982, cap. 11)
El Maestro Eutimio, opita y campesino, es uno de los seres más puros de corazón que hayan
existido. Totalmente tímido e ingenuo llegó a la ciudad con la intención de establecerse y
colaborarle a su mamá, Doña Bertica. A lo largo de la teleserie, todos se preocupan por su
inocencia debido a la ferocidad típica de la ciudad. Saber que el dolor genera una coraza para
enfrentar mejor la vida no implica que sea justo este proceso. Jesucristo no tenía que sufrir,
tampoco San Esteban y mucho menos los miles de fregados que pasan por el mundo vueltos
130
Historieta 38. Pepo, 2010a, p. 92
olvido. Lo crítico del asunto está en que no hay opción, por más que se quiera evitar, pues el
haber sido templado por la vida opera como un mecanismo de supervivencia: “No voy a
llorar/ porque la vida es la escuela del dolor/ donde se aprende también a soportar/ las penas
de una cruel desilusión” canta Julio Jaramillo en Deuda (1951), reconociendo la fatídica
condición del sufrir en la vida del fregado. Salom tendía a cuestionar reiteradamente que se
le llamara “vida” al padecer de la gente pobre, que no es sino un sofocante esplín: “si vivir
es prestar, deber y pagar; volver a prestar, volver a deber y volver a pagar…, Simeón y su
madre siguieron viviendo” (Salom, 1992[1969], p. 121). Esplín es un sentimiento trágico
propio de la melancolía que describe aquella sensación de estar hastiado del giro inverso de
La Rueda de la Fortuna, bajo el que se “comprueba que toda situación, por mala que sea, es
susceptible de empeorar” (Salom, 1992[1969], p. 127).
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El dolor, la decepción y el infortunio templan porque son fuego que quema hasta el eventual
endurecimiento del carácter. La pobreza es una reunión de todo lo que hay por duro y difícil
en el mundo, por lo que no es de extrañar que las gentes más desfavorecidas sean las más
resistentes, como si toda su existencia fuera un eterno ir y venir para conseguir agua. La
opulencia es sinónimo de debilidad, ya que las comodidades flexibilizan en exceso el
temperamento, como lo hicieron en Julián, hijo legítimo del millonario Clímaco Arzayús:
Mientras que la gula debilitó la personalidad del Delfín, el hambre fortaleció la del
bastardo. Mientras que los mimos y halagos ablandaron el carácter de Julián, la
hostilidad del medio endureció el de Juan José. Mientras que el dinero y el poder
impulsaron al primero a la “dolce vita”, la pobreza y la necesidad de subsistir
impelieron al segundo a una vida austera de sacrificio y esfuerzo. Mientras que su
condición de príncipe heredero y elegido de Dios destruyó la voluntad de Arzayús, la
suya de hijo natural de una costurera consolidó y fortificó la de Jiménez. En virtud de
una curiosa paradoja todas las circunstancias que rodearon a aquel le sirvieron de
freno, al paso que todas las que envolvieron la vida de [Juan José] le sirvieron de
aguijón. (Salom, 1977[1973], p. 156)
Juan José era el hermano bastardo de Julián, quien fue abandonado junto con su madre y
sometido a una vida de eterna carencia. El dolor de la miseria lo templó y el regocijo de la
fortuna debilitó a Julián. Dos hermanos de sangre con destinos no sólo distintos, sino
opuestos: el uno mártir y el otro gentil. El aguijón que impulsa al pobre se basa en la lógica
de restar para sumar, es decir, de herir para fortalecer y este arduo proceso implica enseñarse
a la paciencia. Muchas veces al maestro Eutimio lo venció la nostalgia por su tierra, un
verdadero paraíso en contraste con Bogotá, y salía afanado con sus maletas a comprar un
tiquete de bus que lo alejara de la sordidez de la ciudad. En una de esas, Doña Bertica estaba
inconsolable, llorando cada vez que le volvía el recuerdo y Doña Doris con una lucidez digna
de los ángeles le dijo: “Usted lo que tiene que hacer es tener paciencia, ¿si? Esperar con
resignación, pero con esperanza” (Sánchez, 1982, cap. 13). El juego de la vida es
impredecible y por lo mismo es que hay que mantener una luz de espera que sea lo
suficientemente consistente, pero no abrasadora porque podría conducir a la total pérdida de
sentido ante el fracaso. La esperanza es esa pequeña llama y la resignación es el adelanto al
infortunio, por lo que la paciencia es una actitud de anhelo y de cuidado, pues las cosas
pueden resultar con el tiempo, pero muy probablemente no lo hagan. El corazón del fregado
se revela entonces como un pájaro espino que canta hasta morir, buscando siempre algún
consuelo que lo alivie: “mira, mi corazón es un triste mendigo/ que vive taciturno, enfermo
y sin abrigo/ pidiendo lenitivo para sus grandes males/ si tú me amas de veras nunca me
abandones/ que yo, mi eterna amada, te daré mis canciones” (Jaramillo, 1990d).
Patiens significa sufrir y es la raíz latina de la paciencia, lo que descubre un sentido doloroso
y enfermo de la espera. Muchas veces se muestra con un carácter pasivo, pero no por ello
implica un estado de tranquilidad, como lo fue en el caso de Doña Bertica, quien no tenía
otra opción sino la de aguardar a que su hijo decidiera volver, a pesar de que estuviera
consumida en tristeza y desasosiego. En otras ocasiones, la paciencia se vuelve un esfuerzo
activo de buscar la expresión o el desarrollo de lo deseado, tal cual lo refleja el refrán El que
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persevera alcanza. Se erige como una inversión justa y constante de energía, sin llegar a ser
excesiva y mucho menos nula. Templar es trabajar con entrega y distancia buscando el punto
medio en el que se aminore el calor del afán y el frío del desinterés.
Historieta 39. Pepo, 1971a
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Trabajar la tierra es imbuirla de fuerza en justa medida con paciencia y gracia. La tierra no
es únicamente el suelo, también lo son las personas, los oficios, las familias y todo aquello
de lo que se anhele algo. Pretender en exceso sólo puede traer el desconsuelo, por lo que la
gente fregada se enseña a controlar sus impulsos a punta de sufrimientos y decepciones.
— (Zoila): ¡Sí, que vivan el gran partido liberal y el doctor Olaya Herrera, aunque
usted, sus hijos y yo nos muramos de hambre…! —replicó irónicamente—.
— (Baltasar): ¿Por qué serán tan brutas las mujeres? —preguntó, ya colérico—. ¿No
entiende usted que con el triunfo de Olaya Herrera vendrá la solución de todos los
problemas?
— (Zoila): Hasta no ver no creer… —repuso—. ¿Cuánto tiempo llevamos esperando
que se nos arregle la situación? (Salom, 1994[1979], p. 96)
Baltasar nunca volvió a ser el mismo después de que el liberal Enrique Olaya Herrera se
burlara del pueblo. Esperó con paciencia el paso de la hegemonía conservadora y cuando por
fin se realizó su esperanza aterrizó sobre él la sensación del desconsuelo. Zoila, a quien había
tratado de bruta, terminó teniendo la razón… como casi siempre la tuvo. En este sentido las
mujeres son mucho más realistas distinguiendo con mayor facilidad un hecho imposible, ya
que son las principales responsables de velar por las existencias infortunadas de sus familias
y entornos inmediatos. En Caballero a la medida (Delgado, 1954), Lita es una enfermera de
buen corazón que efectúa verdaderos milagros en el hospital en el que trabaja como
voluntaria: consigue multiplicar un solo plato de comida en más de diez para alimentar a
todos los niños desfavorecidos de su barrio. Con suprema resignación se acerca a Cantinflas
y le dice:
— (Lita): …cuando las cosas vienen chuecas…
— (Cantinflas): ¿Y ahora? ¿Qué le pasa, Lita?
— (Lita): Que ya no hay modo de seguir adelante. Los que tienen con qué, como
Don Simón, sólo ayudan si se les da algo en cambio; y otros, los que como usted
desean ayudar de corazón, se tienen que quitar el pan de la boca para ayudar a los
demás…
— (Cantinflas): No se desavalorine, Lita, que el día menos pensado cambian las
cosas.
Los hombres son fuerzas de calor y las mujeres de frío. Se encuentran correlacionados porque
tienen un sentido esperanzador o práctico que conjuntamente permite transitar la vida con
mayor claridad. Hombres y mujeres se necesitan para templar su espíritu, es decir,
mantenerlo a raya del exceso del optimismo o del pesimismo. Esto bajo ningún pretexto
significa que los unos no sean de hacer o las otras de creer. Lo son de maneras distintas: ellas
sueñan soluciones directas a su vida, como el matrimonio, el empleo, la familia y el hogar;
ellos trabajan por sus libertades, placeres y anhelos de fortuna. Como fregados se encuentran
en medio de las ilusiones y las carencias interactuando con ambas y aprendiendo a lidiarlas,
pues no hay mal que dure cien años, pero sí una vida que lo aguante. Soportar la existencia
en medio de la miseria implica hallarse sometido a regímenes de suprema austeridad, pues
todo exceso cobra factura en forma de hambre, sed y carencia. Las pocas cosas que se llegan
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a poseer adquieren el valor de reliquias por ser elementos que atestiguan el sufrimiento, el
aguante y el hastío por la vida.
Historieta 40. Pepo, 1971b
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Las reliquias son restos de santos (mártires) que son conservadas con fines de adoración y
reconocimiento. Abarcan desde partes del cuerpo hasta elementos que estuvieron en contacto
con la persona y que por ende están contagiadas o imbuidas de su divinidad. Afirmar que las
cosas de la gente pobre son verdaderas reliquias equivale a decir que, por un lado, son
atesoradas con gran empeño y, por el otro, están imbuidas de la misma condición fregada. La
casa de Condorito es él mismo hecho edificación: con parches, rotos, escasez, inestabilidad
y mala suerte. “¡Menos mal se me ocurrió instalar el teléfono!” como si aquel hogar ya a
punto de caer mereciera una oportunidad más… al igual que su dueño, quien es la basura del
mundo y el destino. Los lugares que se frecuentan están cargados del humor, el ánimo, el
temple de quienes los recurren, así como de sus preocupaciones y angustias. No son como la
persona, sino que son ellos y ellas mismas materializadas de distintas formas. Este es un
principio básico en la magia, por ejemplo, en donde una foto o un mechón o las uñas poseen
la misma vitalidad de la persona a la cual se le puede afectar o abonar por medio de la
intervención sobre estos elementos. Son cuerpos —partes— de uno mayor.
La pieza es el lugar por excelencia de habitabilidad de la gente fregada. Una pieza es un
pedazo de algo, un trocito pequeño de varios que en conjunto conforman una edificación más
grande y compleja. Es la unidad mínima de un inquilinato y consta de nada más y nada menos
que de cuatro paredes que se cierran en torno a una masa indistinta de elementos. En su
unidad más pura consta de una bacinica, un colchón y un chifonier o mesa que intercambian
funciones. El baño, la cocina y la zona de lavandería son espacios comunes, por lo que no
están integrados dentro de la pieza. Existen algunos que incluyen una cocina chiquitica y un
baño aún más diminuto y por lo mismo, tienden a costar más. La gente “vive” ahí en
condiciones de hacinamiento, pues en una misma casa llegan a encontrarse más de 80
personas y suponiendo que hayan 20 habitaciones, estamos hablando de grupos familiares de
cuatro que duermen, comen, orinan y sobreviven en un cubo de juguete. Salom (1994[1979])
decía al respecto de Bernabé Bernal y su hogar que “la miseria, en forma de hambre y
desnudez, se paseaba espectralmente por las estancias de su casa en ruinas que, por obra de
un milagro, se sostenía aún en pie. Zoila y sus nueve hijos eran diez esqueletos cubiertos de
harapos” (p. 105)… y aún con esto valoraban ante todo el techo que los cubría como si fuera
la mano de Dios que abriga de las inclemencias del frío y de la calle. Algo es algo, peor es
nada.
La pieza es remendada cada vez que existen las posibilidades de hacerlo, al igual que la ropa
y todo aquello a lo que todavía puede sacársele provecho. Las cosas siempre logran dar más
de sí, como la gente fregada que las tiene o las viste o las usa. Remendar es un acto de
dignidad: a través de la aguja que pasa por la tela para unirla o taparla con un parche, la
persona se da una nueva oportunidad porque ella misma es hilacha, roto y desgaste. Los y las
fregadas cubren sus cuerpos con harapos al no tener más y al sentirse seguros en ellos por ser
el recordatorio latente de que fue posible la victoria del ayer y podrá serlo la de hoy. Cabe
aclarar que una prenda remendada —como la pobreza— no es objeto de orgullo, mucho
menos implica un deseo de permanencia. En cuanto la gente tiene dinero, cambia sus ropas,
su estilo de vida y todo lo que le recuerde al pasado desafortunado, así sea por un solo día. A
diferencia de los mártires y los Santos, la gente pobre no tiene la convicción de serlo y
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quisiera no tener que morir en un estado de miseria. Están buscando todo el tiempo ser otra
cosa y cuando no lo consiguen hallan consuelo en su honradez que se refleja en las ropas y
en su forma pura de querer: “tienes que quererme sin mirar los trapos/ que cubren el cuerpo
y la vanidad/ yo te entrego mi alma entera y desnuda/ y prometo amarte con sinceridad”
(Acosta, 2004).
Alguna vez Pepo caracterizó a Condorito
como 16 personajes famosos de todo el
mundo, entre ellos Rasputín, Fidel Castro,
Dante Alighieri y otros, pero hubo uno muy
especial: Cantinflas. Dibujado con su
pantalón descaderado, el saco blanco roído,
el trapo a modo de gabardina, la pañoleta roja
al cuello y el pequeño sombrerito que a duras
penas cubre su coronilla. Lo interesante del
asunto está en que verdaderamente
Condorito y Cantinflas son uno mismo:
jodidos, pobres, ingeniosos, humildes,
coquetos y honrados. Si no fuera por el
reconocimiento a la figura mexicana, no
habría mayor diferencia entre el uno y el otro,
ya sea en su vestimenta o vida. La
representación es todo un manifiesto de las
gentes de abajo, quienes encuentran en
ambos personajes una escapatoria a la
inmundicia de la vida y por ende, un
consuelo afín a su suerte fregada. Quizá el
mayor emblema de su condición sea aquel
pequeño retazo en la rodilla: el parche.
Coser un parche es reconocer la antigüedad
de la prenda, así como su carácter indivisible
Historieta 41. Pepo, 2010b, p. 50
con el dueño: “Aparentaba quince años más
de los que tenía realmente. Y la pobreza de su atuendo contribuía a envejecerlo. Porque el
dueño, aunque no lo quiera, comparte la antigüedad de las prendas que lleva encima” (p. 175)
comentaba Salom Becerra (1992[1969]) al respecto de los cuarenta y dos años de Simeón
Torrente. Entonces un pantalón roto es el propio cuerpo maltrecho, hambriento, necesitado y
desgastado. Desecharlo implica tirar a la basura al ser mismo y eso sólo lo puede hacer Dios,
por lo que el valor está en que no hay otra opción y por ende, hay que templar la vida, forzarla
a dar más. Ahí es cuando se pone el parche, que es la herida vuelta cicatriz. Y comienza el
tratamiento: ubicar con destreza un pedacito de tela sobre la lesión, atravesarla con la aguja,
recoger el hilo para que no se enrede, volver a traspasar la piel cuidándose de no agrandar el
daño, tirar de nuevo del hilo… y así sucesivamente hasta que se efectúa el milagro de
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sanación. La obra está hecha y la prenda que se deshacía se levanta con refuerzo: “Dios deja
padecer, pero no perecer” (Salom, 1994[1979], p. 183).
Lo valioso para los y las fregadas es todo aquello con lo que están unidos a la vida. Se trata
de un sentido distinto del valor de las cosas, pues no sólo se refiere al costo, sino también a
los gustos, intereses, acontecimientos y emociones que rodean al objeto o a la prenda. Los
inquilinos de La Estrategia del Caracol (Cabrera, 1993) se rehusaban a dejar su hogar porque
estaba hecho de sí mismos en forma de historias, relaciones y costumbres. No importa qué
tan roído o acabado esté, es único porque es propio y está cargado de uno. Los espacios y
objetos se erigen como evidencias del tiempo sufrido y disfrutado, pues han acompañado
cada giro de tuerca. El pasado es aquí la prueba del triunfo sobre el destino condenatorio y
cada testimonio de ello se atesora con el corazón. Las madres tienden a guardar sutiles
memorias de sus hijos: ombligos, mechones, dientes, aretes, manillas, entre otros, que
constituyen un verdadero relicario del dolor y la dicha ante la vida surgida. También hay
muchas mujeres que conservan las cartas de un amor fulminante, aunque no sea el actual, ya
que les recuerda el calor de otros tiempos. Y los hay hombres que conservan sombreros
heredados o relojes de un amigo que se ha ido. Todos protegen como el Ángel de la Guarda
sus reliquias.
“Los ricos dejan joyeros colmados de alhajas y cofres repletos de billetes, chequeras, pólizas,
escrituras, títulos de acciones… Los pobres: un sombrero grasoso, un traje raído y cubierto
de remiendos, un gabán deshilachado, un par de zapatos destrozados” (Salom, 1992[1969],
p. 121) o por lo menos eso fue lo que le dejó el Coronel Epaminondas Torrente a su hijo
Simeón, puros harapos. El harapo es tanto vestimenta como estado y describe una prenda
maltrecha y vieja que cubre cuerpos no menos desgastados, de ahí que nunca vayamos a ver
a un rico con un remiendo. Es tan importante que marca un “ellos” y un “nosotros”, como lo
experimentó el “Profeta” de La Calle 10 después de haber huido tras robarle un rosario a una
monja y haber encontrado abrigo entre la multitud “que tenía su olor, que se cubría con
harapos iguales a los suyos” (Zapata, 2008[1960], p. 35), gente de comida escasa, calzones
remendados y zapatos rotos que podrían llegar a comprender su necesidad. Quizá de las
canciones más precisas al respecto sea Mis harapos en voz de Enrique Rodríguez (2008):
Y una noche, de esas noches
tan amargas que he sufrido
mis harapos con su esmoquin
se rozaron al pasar.
Me miró como al descuido.
No dejó su blanca mano
se estrechara con la mía
contagiándole calor
Y él su esmoquin lo vestía
mi elegante primo hermano
Y aléjose avergonzado
de su primo el soñador.
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Historieta 42. Pepo, 1971a
A lo largo de toda la canción el pobre se distancia del primo rico a partir de sus harapos, que
son a la vez sus sueños, deseos y honradez. La gente adinerada se percibe vacía, hueca y
carente de rectitud, pues la fortuna los enloquece y debilita, en cambio al fregado la rudeza
de la existencia le enseña a ser cándido.
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Cándido nos sugiere algo o alguien resplandeciente, vívido y esperanzador. Se refiere a
alguien sencillo e ingenuo —puro, sincero— que halla consuelo en pequeñas cosas, a pesar
de que estas no le resuelvan del todo la vida. Un calendario bastó para animar a Condorito,
pues en medio de su realidad asfixiante le brindó consuelo. Siendo la vida imposible,
cualquier fortuna, por pequeña que sea, es dicha:
— (Coronel Epaminondas): Lo veo y no lo creo… —decía mirando la pechuga que
sostenía en la diestra y la copa de vino que empuñaba en la siniestra—.
— (Simeón): ¡Aquí ha intervenido descaradamente la Divina Providencia…!
— (Doña Eduvigis): Qué tal misiá Encarnación y don Rosendo y la señora Tránsito
vieran este banquete… —decía riéndose—. Me parece oírlos “¡Para eso sí
tienen…!”. Voy a tener que enterrar los huesos en el solar, porque si los llegan a
ver en la canasta de la basura, van a creer que recibimos una herencia o que nos
ganamos una lotería… ¡Y quién los aguanta! (Salom, 1992[1969], p. 95)
Simeón trabajó arduamente para poder brindarle un banquete de cumpleaños a su papá, el
Coronel. Ninguno de los tres había tenido sentido tanto gozo. Las palabras de Doña Eduvigis
son el claro ejemplo de que los pudientes no pueden ver a un pobre feliz, pues sienten que
esa comodidad está reservada para quienes tienen dinero y por ende, la celebración se realiza
a costa de ellos. Es un efecto curioso de la envidia, ya que a través de la dicha fregada, los
pudientes descubren “que con orgullo, soberbia y vanidad/ no logrará[n] felicidad” (Beltrán,
1965). Pero volvamos al punto: Salom (1992[1969]) decía que “los pobres son felices con
cualquier cosa. Una gallina, una botella de vino y unas galletas son suficientes” (p. 95) y
tiene razón, aunque lo diga de manera tan descarnada. Cualquier cosa es la efímera
abundancia de algo o la resolución justa de la necesidad. Existe un refrán que dice que
siempre van a faltar cinco centavos pa’l peso y ahí está la suerte fregada, siempre imprecisa,
inexacta e insuficiente, empujando a los seres a buscarse lo poquito, a anhelar lo suficiente y
a realizar lo imposible. La gente sigue adelante a pesar del infortunio porque quiere comprarle
a la vida cinco centavitos de felicidad, parafraseando esa poderosa canción interpretada por
Olimpo Cárdenas (2006) y escrita por Héctor Ulloa, el actor que le dio vida a Don Chinche.
Entonces cualquier cosa es una noción de a centavo, como un calendario en manos de un
náufrago.
Durante las décadas del cincuenta y el sesenta, la moneda con el valor más bajo en Colombia
era la de cinco centavos, como lo son hoy los cincuenta pesos. Justamente por eso Héctor
Ulloa tituló su canción Cinco Centavitos, pues “es lo menos que se puede pedir de algo. […]
Uno mira la vida con ilusión, pero la mira muchas veces con inseguridad, en todos los
terrenos, incluido el terreno romántico. Entonces, uno le pide a la vida ‘deme cuando sea
eso’” (Humar y Penagos, 1997) y resulta preciso porque muestra la lógica de la pieza, del
pedazo, el parche, lo poquito que no es nada, pero hace toda la diferencia. Siempre que Doña
Bertica (Sánchez, 1982) invitaba a alguien a comer le decía perdonará lo pobre, pero es con
todo cariño, como diciéndole que dentro de ese plato hecho a punta de retazos se encuentra
la verdadera abundancia. Alguna vez le escuché decir a un hombre —maestro de
construcción, por lo demás— que “en la comida está la vida, eso decía mi mamá”
140
(Anotaciones de campo 2022) y es importante porque en el bocado del pobre hay pizcas de
fuerza, energía y amor que son pilares para darle sazón a la existencia fregada.
— (Mercedes): Se llamaba Lorenza y le decíamos La Negra. Era la esposa de Don
Lucio y vivían ahí al frente de nosotros. Todas las noches nos subíamos a la
montaña a echarle ojo a ver dónde alumbraba la guaca y una vez apareció una
lucecita allá en la finca de Don Lucio. Nos pusimos a ver dónde era que estaba y
a la otra noche nos fuimos a buscarla. Ahí suavecito nos colamos, cuando es que
llegamos y resultó que era que La Negra salía todas las noches a revisar los huevos
de una gallineta…
— (Yo): Uy, pero esa también es una guaca…
— (Mercedes): ¡Claro!, nosotros cogimos y nos le robamos todos los huevos.
Historia de campo 2021.
Una guaca puede ser un entierro indígena, una caneca rebosante de plata o unos huevos. Y
aunque los y las fregadas busquen montones, se encuentran con lo mínimo vuelto un festín
de fortuna. La gente fregada se enseña a desear (atraer) lo poco para que la vida dé lo
suficiente y cuando por azares del mundo aparecen esos “cinco desvalorizados miserables
cochinos billetes de peso” (Villegas, 1986, p. 28) —como diría el Culebrero— todo el
sufrimiento adquiere sentido, pues está bajo la lógica de sumar restando. Ante tanta
desventura los pobres se contentan con lo poquito porque es la única dicha posible y
alcanzable en sus vidas, a pesar de que tengan que rebuscarse día tras día esos cinco
centavitos y nada más. Don Chinche decía que “con tal de estar vivo, no todo se ha perdido”
(Sánchez, 1982, cap. 33) porque en cada respiro habita la esperanza, esa gloriosa sensación
de percibir a unos pocos centímetros el aliento de lo anhelado. Uno de seis bohemios que se
reunieron en un Año Nuevo a beber las penas y embriagar las alegrías, alzó su copa y brindó
“por la esperanza/ que a la vida nos lanza/ a vencer los rigores del destino/ por la esperanza,
nuestra dulce amiga/ que las mitiga” (Aguirre, s.f., p. 18), reconociendo el valor que
impregna el querer, esa pequeña llamita que impulsa al esqueleto cubierto de harapos a dar
un paso tras el otro. La clave del juego de la vida está en nunca dejar de apostar y así evitar
caer derrotado ante lo fregado… y para ello la gente se permite pequeños placeres:
— (Doña Bertica): Que el pite sueldo no le debe alcanzar [a Rosalbita] ni siquiera pa
las medias…
— (Don Joaco): No, porque se lo gasta todo en revistas…
— (Doña Bertica): Jum, y qué hace la pobrecita si alguna distracción debe tener la
mamita, ¿no? (Sánchez, 1982, cap. 2)
El placer es una distracción del sufrimiento. Es aquella gotica de valeriana que relaja los
nervios e induce un estado de serenidad y disfrute simultáneos. Puede provenir de unas
revistas, por ejemplo, pero también del alcohol, la ropa, las mujeres, la comida, entre otros.
“El goce cuando es ponderado es virtud y no pecado” (Sánchez, 1982, cap. 3) decía el
Maestro Taverita puntualizando en la mesura, pues cuando se llega al exceso ya es tentación
del Diablo. El todo sea que no lleve al pecado y provenga de una intención noble y pura de
querer sanarse: “Quién es aquel/ que no buscó momentos felices/ para olvidar un poco lo
141
triste/ de una gran decepción” cantó Nelson Ned en Yo también soy sentimental (2000[1973]).
Tal cual efecto terapéutico, el placer templa el dolor y lo hace más transitable, de ahí que la
gente fregada sea una mezcla de candidez y pragmatismo forjada al calor del esfuerzo y el
ingenio.
Historieta 43. Pepo, 2010a, p. 63
142
No sólo de pan vive el hombre, sino de ingenio también. Hay que aguzarse en una existencia
jodida para conseguir sobrevivir día tras día, pues camarón que se duerme se lo lleva la
corriente. Bernabé Bernal (Salom, 2013[1975]) decía que el supremo placer de los pobres es
un trabajo bien hecho y lo es así porque en los múltiples oficios que desempeñan son
verdaderos expertos, capaces de idear soluciones astutas a los problemas más escurridizos e
imposibles. Un buque de maní es una expresión del rebusque, claro está, pero también del
valor fregado que impulsa a los seres a buscar la capitanía de su destino sin dejar de lado los
anhelos, las satisfacciones más profundas y su honradez.
— (Don Chinche): ¿Y qué hace sumercé voleando canasto tan temprano por estos
lares?
— (Señorita Elvia): ¡Mire, yo prefiero volear canasta como busté dice y no tanto allá
voleando otras cosas!
— (Don Chinche): Eso sí, cada quién volea lo que puede. (Sánchez, 1982, cap. 1)
Ningún trabajo es deshonra: si alguien se somete al yugo del laburo es porque está necesitado
y busca un medio para resolver que resulte afín a sus creencias y posibilidades. El pobre será
pobre, pero es honrado. Gana de a peso, de a pieza y parche, con el cansancio de sus manos
y pies, acercándolo velozmente a la eternidad del Cielo. Simeón siempre fue un pobre
asediado por toda clase de problemas y carencias, “pero como la necesidad aguza el ingenio,
las muchas que lo hostigaban [le] afilaron el suyo” (Salom, 1992[1969], p. 83) y entre
maromas y piruetas, consiguió resistir la vida durante seis décadas. La gente fregada es
experta en navegar tormentas porque su vida ha sido un solo viaje a la deriva en el mar sin
orillas de su propia desgracia, parafraseando a Salom Becerra (1994[1979]). Como marineros
de infortunios, se dedican a jugar con el agua —la vida— de un al lado a otro pretendiendo
alcanzar la Tierra prometida mediante el sufrimiento del mártir y el esfuerzo del trabajador.
Sangre y sudor en una misma ecuación de suma y resta en la que se obtiene como resultado
la Templanza, que es la fuerza de voluntad con la que el aventurero toma el timón de su
existencia y aguanta el rayo de la injusticia y la tempestad de sus pasiones.
143
144
Sobre los cielos oscuros se alza una luz hipnotizante que contagia a todos los seres de su
potencia. Dos perros, que estaban sumidos en la total desesperación, se descubren fulminados
por una energía superior que además de poseerlos los fuerza a seguir viviendo con la ilusión
de llegar a alcanzarla algún día. Debajo de estos impulsos incontrolables se arrastra un ser
indefinido que recuerda la desgracia y la imposibilidad de la vida fregada y que interrumpe
continuamente cualquier encantamiento que desfigure la realidad. La luna es un astro que
brilla en las noches mostrando una de sus caras y ocultando la otra, como si tuviera algún
secreto o se mofara de quienes buscan consuelo en su presencia. Esta carta, que tiene el
nombre de aquella circunferencia plana y luminosa, se erige como el arcano por excelencia
de las quimeras, las falsedades y el pasmo abrumador.
La palabra ilusión en nuestro idioma posee un doble significado que para estos fines son
complementarios. El primero describe una sensación de constante expectativa y plenitud ante
la esperada presencia de lo deseado. El segundo reconoce la trampa, el espejismo creado por
el anhelo obsesivo y que lleva al eventual desengaño de la anterior definición. Por este
motivo, ilusión, sueño y quimera son sinónimos, pues tienen el poder de crear realidades que
no son las propias a partir de los deseos más profundos y oscuros de cada persona. Es un
estado reconfortante y muchas veces necesario para soportar la vida, pero resulta
excesivamente peligroso debido a los altos grados de dolor que acarrea el descubrimiento de
la alucinación. El principal disfraz de la ilusión es el de la esperanza, que hace creer que es
cuestión de tener paciencia para que las cosas se realicen, cuando en realidad las cartas ya
están echadas y no a favor de uno. Siendo así, podríamos aventurarnos a decir que
Transmilenio es un sistema de tráfico de ilusiones, por ejemplo:
Después de tanto tiempo usando el Transmilenio, he aprendido que es tan ineficiente
que la arbitrariedad no sólo es común, sino que es la regla. Las intenciones no van a
hacer que el bus llegue pronto. En el país del sagrado corazón hay que pedirle a los
Cielos que el bus llegue rápido y que el sistema mejore, y no a los gobernantes. Por
eso mismo y ya inmersa en esta lógica, pienso insistentemente que si la vida quiere
realmente que yo llegue temprano, el bus estará ahí para mí. De lo contrario —y como
siempre pasa— todo es una ilusión y no queda nada más que resignarse en masa.
Anotaciones de campo 2019.
Así describí alguna vez mi experiencia en el Sistema Integrado de Transporte Público de
Bogotá. Varias veces me asomé esperando que el bus que se acercaba a lo lejos fuera el mío
o que las pantallas negras con letras rojas que anuncian el tiempo de espera cumplieran su
promesa, pero ni lo uno ni lo otro. Nos vendieron ilusiones para entregarnos a cambio
desengaños. El pasaje se vuelve entonces la oferta de una quimera que al descubrirse no es
sino atraco, mugre, hacinamiento y dolor de gentes que amanecen antes que el sol y se
acuestan con la plenitud de la luna. Y aún con esto, sería imposible subirse a uno de esos
biarticulados si no existiera aquel mítico anhelo de que las cosas lleguen a funcionar
correctamente siquiera por una vez en la vida.
145
Historieta 44. Pepo, 2010a, p. 81
146
Entre Transmilenio y los juegos de azar no hay mayor diferencia. Se trata de una constante
apuesta del fregado por intentar llegar a tiempo o conseguir una suma determinada de dinero.
Ambos elementos resultan siendo ilusorios porque están muy lejos de concretarse, pero por
un artilugio de necesidad y ambición consiguen convencer a la gente día tras día de que es
posible su materialización y por ende el cambio de su propia condición existencial a una
Rueda de la Fortuna que gire a su favor. El automóvil de Condorito es la representación
exacta de una quimera: asumida como una seguridad, pero totalmente incierta, como un bus
rojo en la lontananza que parece decir B72 y en realidad es un B75. Contraria a la esperanza,
la ilusión es un asunto de negatividad, pues es el fruto maligno de la experiencia reiterativa
del fracaso que genera dichas inalcanzables y derrotas insuperables. Como una melodía que
entona un flautista para hipnotizar a las ratas de un misterioso pueblo, la ilusión se muestra
sumamente atractiva y entrañable, tal cual “torrente de inspiración divina seductora”
(Aguirre, s.f., p.18). En Por una cabeza, Gardel (2005[1935]) hace énfasis al respecto, ya
que la quimera tiene el cuerpo de una mujer apuesta y el fracaso de un caballo de carreras
que afloja a punto de llegar a la meta:
Por una cabeza, metejón de un día
de aquella coqueta y risueña mujer
que al jurar sonriendo el amor que está mintiendo
quema en una hoguera todo mi querer.
[…]
Cuántos desengaños, por una cabeza.
Yo juré mil veces no vuelvo a insistir
pero si un mirar me hiere al pasar
su boca de fuego
otra vez quiero besar.
Héctor Ulloa —el actor de Don Chinche— explicaba que su canción Cinco Centavitos “está
dedicada a una mujer, una mujer llamada ilusión, es así de fácil. La ilusión es eso, es ese…
eventualmente inasible, pero siempre presente” (Humar y Penagos, 1997). Inasible quiere
decir que no puede ser agarrado con las manos, pues en el momento en que se está a punto
de hacerlo, la mujer se esfuma, así como la victoria del pingo “que al regresar parece decir/
No olvides, hermano/ vos sabes, no hay que jugar” (Gardel, 2005[1935]). Del mismo modo
le pasó a Don Chinche, cuando estaba coqueteando con la Señorita Marina —la empleada de
la Tía Magola— y con total picardía comenzó a cantar Cinco Centavitos (Cárdenas, 2006):
“Quiero comprarle a la vida/ cinco centavitos de felicidad […]/ Quiero tenerte en mis brazos/
tan sólo un minuto poderte besar”, pues estaba convencido de su victoria amorosa que resultó
siendo uno de los muchos intentos fallidos del Maestro.
El amor se vuelve entonces una expresión pura y auténtica de la ilusión. En uno de sus
poemas, Miguel Ramos (s.f.) describe el enamoramiento a distancia de una salmantina hacia
un seminarista de ojos negros: “cuando en ella fija sus ojos abiertos/ […] parece decirle: te
quiero… te quiero…/ Yo no he de ser cura, no, no puedo serlo/ Si yo no soy tuyo, me muero,
me muero” (p. 12). Tiempo después, la mujer buscó de nuevo cruzar su mirada con la del
147
Historieta 45. Pepo, 2010a, p. 89
seminarista y ante su ausencia descubrió que su sueño había muerto sin llegar a realizarse y
cargó la pena hasta el final de sus días. Inasible, pero siempre presente porque de lo contrario,
sería insoportable lidiar la vida: “tu querer fue un cariño como de santo/ tibia luz en las noches
de mi extravío/ te adoré y a pesar de quererte tanto/ hoy me has enseñado que amor se escribe
con llanto” canta Felipe Pirela (1995a) concretando el valor de la ilusión como la luz de la
luna que expande sus rayos en la negrura de la existencia. Julio Jaramillo (1990g) coincide
en este punto: “En noches de luna/ se agranda el paisaje/ se avivan los tintes/ con vivo color/
Me duele muy hondo/ me duele el tatuaje/ me duele la vida/ por falta de amor”. La gente
fregada experimenta las ilusiones desde el infortunio, la pobreza y la ambición:
148
“Pobre del pobre (Ay, del pobre)/ que vive soñando un cielo (Un cielo azul)/ Pobre del pobre
(Ay, del pobre)/ que llora sin un consuelo” cantan Los Delfines (2015[1959]) haciendo
explícito el contraste entre lo anhelado y lo vivido, que a veces se confunde por los efectos
de la ilusión. Mente y corazón se hallan a la deriva de los deseos más profundos al tiempo
que están sujetos a la condición precaria del cuerpo. Aquí la quimera cumple una función de
vida o muerte: “siempre habrá juventud/ si existe una ilusión/ por ese amor, ¡salud!” (Garzón
y Collazos, 2010), pues se trata de existencias que envejecen prematuramente y encuentran
en aquellos sueños imposibles un consuelo a su miseria. El problema radica en que puede
conducir al desvarío, por eso Los Cuyitos (2014b) dicen que “no ambiciones con locura/ lo
que no se ha de tener/ bello es confiar y confiar/ en lo que no puede ser”. La ilusión a la vez
que seductora e imposible, tiene la capacidad de fortalecer el ánimo y ensanchar el espíritu,
dotándolo de fuerza y fe, por eso películas o series como La Estrategia del Caracol (Cabrera,
1993) y Don Chinche (Sánchez, 1982) resultan tan inspiradoras: la esperanza de sus
personajes, así como sus buenaventuras al final del día, son la quimera del espectador
fregado. “Esto es como para no creer” dice Fray Luis —hablando por el público— después
de que los inquilinos de la película de Cabrera (1993) consiguieran mover el primer trozo de
la casa a través de una polea… y con suprema astucia Don Jacinto —como el filme— le
responde “creer es poder”, realizando una invitación a soñar y a caminar.
La consigna creer es poder encapsula el mismo sentido que el de la fe mueve montañas. La
concreción de algo está a una distancia de confianza hecha virtud que, por lo sólida y fuerte,
es capaz de llegar hasta lo imposible. La fe no sólo es una posibilidad, sino también una
energía de sanación y resistencia:
Tenga fe en Dios, crea en los secretos y cárgueme esta contra, amigo. Eso no le sirve
a todo el mundo, hay que tener fe. El que no tenga fe que no la lleve. Para todo hay
que tener fe, caballero, si usted va a una Iglesia a pedirle a un Santo, a sobornarlo con
una veladora pa que lo socorra, pa que se gane la lotería usted tiene que ir con fe, si
no, nada le sirve. (Villegas, 1986, p. 19)
Así lo dijo Francisco Correa Múnera, el Culebrero, cuando se encontraba vendiendo la contra
de los siete metales vírgenes hindúes para la envidia y los maleficios. Tener fe es creer en la
ilusión, depositarse tanto en lo lejano e improbable a tal punto que se vuelva real. Una contra
no le sirve a quien no crea en su poder porque solo será un artilugio decorativo: ¡Dichosos
los que crean sin haber visto! Le respondió Jesucristo a Tomás, quien dudaba de la
resurrección del hijo de Dios. Ver es una forma de comprobar y por ende de negar la
confianza, la fe. Aquí no se trata de ver para creer, sino de creer para poder ver y esto requiere
de una cuota alta de humildad. El mismo Tomás se atrevió a decir que hasta no tocar las
heridas infligidas a Jesús en la Cruz no se fiaría del testimonio de los otros discípulos,
demostrando incredulidad y arrogancia. En una de sus canciones Julio Jaramillo (s.f.a) canta
un poco sobre esta disposición de los puros de corazón, que bien podría ser un tema de entrega
amorosa o una hacia Dios: “con la fe verdadera de un alma noble y pura/ con íntima ternura,
mi amor te consagré/ te dije que era tuyo, te dije que te amaba/ que sólo en ti pensaba y así
lo cumpliré”. Para tener fe hay que ser honrado, es decir, bueno, honesto e íntegro y por lo
general, pobre.
149
— (Coronel Epaminondas): Esta vida ya no es vida… —decía—. ¡No sé qué camino
coger! Mañana no hay para el desayuno… La vieja Encarnación me dijo que no
fiaba una pastilla de chocolate más… Y sin esperanza de que esto cambie…
— (Doña Eduvigis): Hay que tener fe… —decía […] mientras remendaba unos
calzoncillos de su marido, desgarrados no precisamente por la metralla de
Palonegro sino por la acción inexorable del tiempo—. Dios no ha muerto ni hay
noticias de que esté enfermo… Unas vienen de cal y otras de arena… (Salom,
1992[1969], p. 41)
Hay que confiar en Dios como se confía en una ilusión disfrazada de esperanza. Creer en una
quimera es configurar en sí una realidad, aunque no se materialice o no se pueda ver nunca.
Doña Eduvigis y el Coronel se consagraron al Señor y murieron en su pobreza; ella misma
decía que “Dios da para todo… menos para el arriendo” (Salom, 1992[1969], p. 84). A pesar
de esto, la gente se deposita en un orden superior porque les brinda consuelo ante la
imposibilidad de la vida. Aquello que no lograron resolver con el propio sudor de sus frentes,
se le entrega al dueño de los Cielos para que se haga su voluntad. En el entretanto, sólo queda
conformarse y hacerse culebra para serpentear los obstáculos, así lo demuestra el sentir de
Simeón Torrente: “El ejemplo de aquel otro pobre, nacido entre las pajas de un pesebre y
crecido entre la viruta de un taller, quien —como él— había sido herido en el cuerpo y en el
alma, lo consolaba y fortalecía” (Salom, 1992[1969], p. 83).
Hombres y mujeres buscan a Dios, a su Hijo y a los santos como un par de perros
desesperados que le ladran a la luna en medio de la oscuridad de su existencia. La luz es una
energía de ilusión, pues no se palpa ni se come ni se escucha, sólo se percibe en la negrura
—su contrario— y ante su presencia los seres encuentran calor o compañía. La Luna riega
sus rayos al igual que el sol, pero a diferencia de este, abraza a las criaturas de la noche,
agotadas por el día de extenuante labor, para recibirlas en su lecho y acunarlas. Emma Reyes
(2018) en su libro Memorias por Correspondencia resalta continuamente el frío y la crueldad
de su niñez y cómo halló alivio en Jesús, quien es la luz del mundo: “nunca he amado más a
Jesús, lo amaba chiquito recién nacido, lo amaba ayudando a San José en la carpintería, lo
amaba hablando con los discípulos, lo amaba en la cruz, en la resurrección y en el cielo” (p.
177). Amaba porque sentía su cercanía, aunque no pudiera poseerlo del todo; se entregaba a
él como el sujeto de sus delirios y admitía sus enseñanzas como las de un padre que guía su
rebaño. Lo mismo sentía Simeón cuando veía al Divino Niño crucificado que desde la altura
lo miraba como diciéndole: “¿por tan poco lloras? Estas cubierto de harapos… ¡Mírame a mi
desnudo! Tus zapatos están rotos… ¡Mírame a mí descalzo! […] Te han herido… ¡Mira mis
sienes y mis manos y mi costado y mis pies! ¡Perdónalos porque no saben lo que hacen!”
(Salom, 1992[1969], p. 68). La sangre de Cristo es el elixir de los pobres y sus enseñanzas
en vida el consuelo de los afligidos como lo reza el Evangelio según san Mateo:
31 No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué
vestiremos?
32 Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe
que tenéis necesidad de todas estas cosas.
150
33 Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os
serán añadidas.
34 Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su
afán. Basta a cada día su propio mal. (Mateo 6:31-34)
Tal cual ilusión, estas palabras abrigan el alma y constituyen el camino guía de los menos
afortunados, pero no suplen por completo el retorcijón de un estómago vacío que no consigue
saciarse con la Palabra:
Historieta 46. Pepo, 2010d, p. 48
151
El poder de los Cielos y sus enviados en la tierra se limita a ser el de apoyo espiritual.
“Jesucristo […] nunca había enriquecido a un pobre. Había convertido el agua en vino, pero
no la miseria en opulencia […]. Y no lo había hecho porque despreciaba la riqueza y
aborrecía el dinero” (Salom, 1992[1969], p. 84), por lo que su presencia en la vida
desgraciada se vuelve enseñanza y resistencia. Sin poder ofrecerles la dicha material en vida,
los anima a ganarse con su propia sangre el regocijo eterno del Cielo, lo que resulta a la vez
que noble, injusto. Los hijos de Baltasar, el liberal de Al pueblo nunca le toca (Salom,
1994[1979]), se burlaban de su padre porque les decía: “¡Nútranse con esperanza!
¡Aliméntense con ideales!” (p. 70) augurando que algún día el pueblo llegaría al poder.
Nacieron, sobrevivieron y murieron… y nunca vieron a un esqueleto cubierto de harapos
gobernar el país. En cualquier caso, las palabras del patriarca son importantes: en el mundo
fregado, las ilusiones se comen y al circular por todos los sistemas fisiológicos se vuelven
proteínas y vitaminas que engrosan el alma. Es la lógica plena del alimento que
nutrepermitiendo la extensión de la vida a pesar del sufrimiento excesivo.
Los pobres aprenden primero a rezar que a leer y a escribir (Zapata, 2008[1960]), pues
confían más en la voluntad de Dios que en la de las letras. Rezar es una forma de comunicarse
con lo divino buscando el cielo para rendirle devoción y hallar abrigo. “Fatigaré tu oído de
preces y sollozos/ lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto/ y ni pueden huirme tus
ojos amorosos/ ni esquivar tu pie el riego caliente de mi llanto” (s.f.a, p. 40) escribió Gabriela
Mistral en su poema El ruego en el que narra el rezo de una mujer herida de corazón. Durante
su estancia en el convento, Emma Reyes (2018) aprendió a tener fe y a hablarle todo el tiempo
al Supremo: “Lo único que nos era permitido era rezar en voz alta […] y como siempre
estábamos llenas de deudas, tratábamos de rezar lo más que podíamos durante el trabajo” (p.
124), pues también es una forma de redención. Las monjas habían ingeniado un sistema de
endeudamiento que obligaba a las niñas a duplicar su esfuerzo para alcanzar la salvación.
Cada vez que había que rendirle homenaje a alguna figura divina del cielo o de la tierra, las
pequeñas entregaban un ramillete espiritual (Reyes, 2018, p. 125) a falta de dinero:
La cantidad de misas, horas de silencio, rosarios y demás se volvían deudas ante Dios que
eran cobradas por la Srta. Carmelita, dueña del Convento, quien se tomaba el asunto muy
seriamente, desplazando incluso al Señor: “Si la próxima vez usted no me paga lo que me
152
debe —ya no era a Dios sino a ella—, yo no me ocupo más de sus cuentas” (Reyes, 2018, p.
127). Si nos fijamos bien, todo el ramillete constituye una forma de comunicación ligada con
la sacralidad, como si Emma fuera un lebrel que ladrara en dirección a la luna buscando su
favor mediante cantos de honor y súplica. La plegaria es un mecanismo de direccionamiento
de los designios del Supremo por medio del cual se realiza una solicitud a cambio de algo.
Algunos ofrecen ramilletes, otros rezos e incluso sufrimiento: “¡Tú que todo lo ves, mira mi
larga miseria y compadéceme! ¡Tú que todo lo oyes, escucha mi súplica! ¡Tú que todo lo
puedes, sálvame! ¡Dame, Señor, la ayuda que me niegan los hombres!” (Salom, 1992[1969],
p. 161) rogaba Simeón Torrente. A Dios se le depositan los problemas que no pueden
resolverse por mano propia.
Dios proveerá si así lo dicta y una plegaria es la apuesta fregada para dirigir esa voluntad.
“Mira cómo son las cosas/ como en ti confío, te sigo rezando/ ya que no me diste plata/ dame
salud para seguir luchando” le canta El Combo de las Estrellas (2005[1976]) al
Todopoderoso. Es interesante porque adquiere un doble sentido: el de petición, pero también
el de reclamo, ya que el sufrimiento es excesivo y la retribución escasa. Por eso Alfonso Ortiz
(2004[1964]) pide por los pobres en su canción Oración Caribe: “Piedad, piedad para el que
sufre/ Piedad, piedad para el que llora/ Un poco de calor en nuestras vidas/ Un poquito de luz
en nuestra aurora”. Incluso a veces se torna tan insoportable el dolor que se pide la suprema
tranquilidad por medio del abandono de lo deseado: “Pobrecito corazón que por dentro va
sangrando/ lo atormenta tu traición y por eso está llorando/ le pregunto yo a mi Dios si podré
seguir viviendo/ le pido resignación porque lo sigo queriendo” dicen Las Hermanas Calle en
Sácame este corazón (2019c).
Los santos y las vírgenes se vuelven figuras fundamentales, ya que resultan ser mucho más
cercanas debido a su condición inicial humana, lo que implica un reconocimiento en carne
propia de la maldad y el sufrimiento de la vida. María tuvo que ver a su hijo crucificado
injustamente por la sevicia de los hombres; su condición pura de madre, mujer y esposa
doliente la dotó de un manto de sacralidad. San Antonio de Padua murió muy joven por su
falta constante de salud y a él se le encomiendan las labores de búsqueda: “¡Ay, caray, San
Antoñito bendito! Ahora dirá que no le estoy ayudando… ¡Ay, sí, cierto, la veladora, caray!...
pero mire, hágame un favorcito, ¿sí? Póngase las pilas porque usted como que me está
abandonando y a mí se me hace el colmo” (Sánchez, 1982, cap. 15) le decía Doña Doris a
una estampita del santo pidiéndole que le trajera el amor del Maestro Eutimio. Lo mismo en
el caso de san Judas de Tadeo, quien fue condenado a muerte por un par de hechiceros
mientras realizaba su peregrinaje para convertir a los paganos en creyentes de un solo Dios,
de ahí que sea el patrono de las causas difíciles y desesperadas. Para santos los colores, pues
existe una gran variedad de ellos a quienes se les realiza plegarias de distinta índole para la
realización de un milagro.
Mirari es la raíz latina de milagro que traduce admirar, es decir, sentirse sorprendido ante la
realización de lo imposible, de la ilusión, como cuando Jesucristo resucitó a Lázaro o le curó
la lepra a un enfermo. Pedir la materialización de la quimera implica un intercambio de dones
con lo divino y, además, una insistencia constante en la plegaria: “Aquí estoy, Señor, con la
cara caída/ sobre el polvo, parlándote un crepúsculo entero/ o todos los crepúsculos a que
153
alcance la vida/ si tardas en decirme la palabra que espero” (Mistral, s.f.a, p. 40). En Bogotá
existe un cerro en el que se rinde devoción al Señor Caído de Monserrate, a quien se le
realizan promesas a cambio de milagros. Prometer quiere decir que se asegura sufrimiento
como pago a una petición cumplida y hay gente que, cumplido el favor pedido al santo, está
obligada a subir la montaña de rodillas o descalza a pleno sol sobre la piedra hirviendo. Es
una lógica sagrada de dones. Valga precisar que los milagros no son un asunto de todos los
días: tener fe no garantiza la buena fortuna, pero sí la acerca. Ante tanta plegaria incumplida,
surge el reclamo o el cuestionamiento hacia Dios.
154
Historieta 47. Pepo, 2010d, p. 85-86
Las dudas sobre Dios resultan ser recurrentes en la experiencia fregada. Si es cierto que de
Él sólo se desprende amor, bondad y gracia, ¿por qué existe la pobreza, la desgracia, el mal
y el infortunio? “Simeón era un creyente fervoroso. Pero no era un santo. Y como los
problemas crecían y se agravaban y la solución no llegaba, lo invadía el desaliento. La fe se
convertía en escepticismo y las súplicas en reproches que lindaban con la blasfemia” (Salom,
1992[1969], p. 161). ¿Ese era el buen Dios? pregunta Coné en su pura inocencia mostrando
desencanto ante el Todopoderoso que oculta crueldad bajo su máscara de compasión y amor
al prójimo. Se trata de un asunto de eficacia mediante el rezo en el que se eleva una súplica
para recibir un favor y cuando no surte efecto, particularmente en los momentos más duros
y aciagos, la ilusión se marchita y la persona ve con plena claridad su miseria. Emerge una
sensación de rabia, tristeza, soledad y desengaño. “Padre nuestro que estás en el cielo/ ¡Por
155
qué te has olvidado de mí!” comienza diciendo Gabriela Mistral (s.f.c) en Nocturno, del
mismo modo que lo hace Lila Morillo (1968) en uno de sus temas: “Padre nuestro/ que estás
en los cielos/ que todo lo sabes/ que todo lo ves/ ¿Por qué me abandonas/ en esta agonía?”
llegando incluso al reclamo “si un pecado es el amor/ para qué me has encendido/ de este
modo el corazón”. Si Dios engendró al mundo, creó con él tanto el bien como el mal, la luz
y la oscuridad, lo sagrado y lo profano, por ende es responsable de las circunstancias nobles
e impuras, así como de la escasez y el destino fatal de los fregados: “Dios aumenta la riqueza
de los ricos y la pobreza de los pobres. Ayuda generosamente a los malvados y desampara a
los buenos. Permite que los hombres se dividan en verdugos y mártires, en felices y
desgraciados. […] ¿En dónde está, Señor, tu justicia?” (Salom, 1992[1969], p. 169).
Este desengaño espiritual no es producto de un capricho, sino del intentar una y otra vez
variar la voluntad de Dios que parece condenar a muchos a una existencia que no es vida. Es
una búsqueda permanente de asir la ilusión que se inculca desde la niñez y dura hasta el
respiro final. Emma Reyes, siendo tan solo una nené, ya experimentaba la decepción de una
quimera que se hace agua: “le pedí [a María] que yo quería tener el pelo crespo, porque mi
pelo liso no me gustaba y no podía peinarme bonito, también le pedí que yo pudiera cantar…
Pero nunca me dio nada de lo que le pedí” (Reyes, 2018, p. 191). Asimismo lo experimentó
Simeón Torrente tras encomendarse a san Judas de Tadeo para ganar la lotería y salvar a su
familia de la muerte por inanición. Lo intentó una y mil veces y siempre estaba a poco de
ganar: la cifra salía combinada, al revés, incompleta y así sucesivamente. Ya con piedra en
mano, se dirigió al santo y le dijo: “¡Vengo a notificarle que nuestra amistad ha terminado…!
[…] Es una determinación unilateral, como unilateral fue la estimación en nuestras
relaciones. Porque usted, Judas, no correspondió a mi confianza y a mi aprecio. […] ¡Usted
me traicionó!” (Salom, 1992[1969], p. 169) y dejó de rezarle porque no resultaba eficaz.
Quizá una de las canciones que mejor expresa este ardor producido por la ilusión rota sea
Tormenta de Francisco Canaro (2006), en esta un hombre hecho desengaño le reclama al
Supremo en medio de la tempestad de su vida:
Lo que aprendí de tu mano
no sirve para vivir
Yo siento que mi fe se tambalea,
que la gente mala vive, Dios,
mejor que yo.
Si la vida es el infierno
y el honrado vive entre lágrimas
¿Cuál es el bien
del que lucha en nombre tuyo
limpio y puro?, ¿para qué?
La situación se pone aún más crítica cuando los representantes de lo divino son incapaces de
transmitir el valor de la fe, ya sea por su actuar equívoco o por su falta de credibilidad. A
Emma Reyes un cura trató de abusarla siendo una niña y esto significó para ella el final de
un periodo de plegaria intensiva que había durado toda su niñez: “Pasaron varios días y yo
seguía mal, mal de todo y empecé a pensar que esta vez estaba serio. Todo el convento, la
sacristía, las monjas, los curas, María y su hijo, todo eso me hacía sufrir y sentí que no podía
verlos más” (Reyes, 2018, p. 211-212). Después de esto, Emma tomó la determinación de
huir y consiguió respirar un aire distinto, una nueva ilusión. Se presenta, entonces, una
desconfianza hacia la Iglesia y sus miembros, quienes son el mismo designio del
Todopoderoso: “Yo no creo en los curas porque soy ateo y lo seguiré siendo mientras Dios
156
Historieta 48. Pepo, 2010c, p. 14-15
no modifique su conducta conmigo… Yo seré amigo suyo cuando él resuelva ser amigo mío” (Salom, 1994[1979], p. 171) decía Baltasar
al no ver ninguna expresión de lo divino en su vida ni siquiera la del Espíritu Santo:
157
El cura de Condorito tenía buenas intenciones, pero no todos son así. En El Delfín (Salom,
1977[1973]) Aldana —el asistente del millonario Clímaco Arzayús— soborna a un Padre
para que se dirija a una de las fábricas de su patrón con el fin de convencer a los obreros de
evitar un levantamiento o exigir un aumento de sus miserables salarios. Este fue el discurso
que pronunció:
Tenéis salarios bajos. ¿Pero de qué le vale al hombre tener un salario alto si pierde su
alma? ¿Queréis más dinero para malgastarlo en las mesas de las tabernas, en las
ruletas de los garitos y en las camas de las prostitutas? Recordad el Evangelio de San
Mateo. ¿Os preocupáis por el alimento y el vestido? ¡Insensatos! ¡El que alimenta las
aves del cielo y viste los lirios del campo os alimentará y vestirá a vosotros! […]
Sufrid ahora que después gozaréis. (p. 32)
En medio de la carencia, las palabras del cura resultaron siendo sanadoras y revitalizantes.
Brindó exactamente la cuota necesaria para volver a fortalecer la ilusión, una por medio de
la cual mantuvo a los pobres abajo y a los ricos arriba. No se trata de que la gente sea ingenua
o carezca de astucia, sino que en su universo de sentido el discurso cala por su
correspondencia con la manera en que experimentan y lidian su pobreza. Si quieres que Dios
se ría, cuéntale tus planes reza el refrán, indicando que los designios del Supremo —por más
que resulten injustos— no son arbitrarios, pues están enfocados a ser parábolas andantes para
la salvación de los puros de corazón. Es mejor vivir con la ilusión de Dios que sin ella, porque
así por lo menos se cree y se confía en la posibilidad de cambio o en el valor de la enseñanza.
La duda es importante porque rectifica la fe y para ello son fundamentales las últimas
palabras de Jesucristo: Dios mío, por qué me has abandonado y Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu. Reclamo y perdón en un mismo momento, como también le sucedió
en múltiples ocasiones a Simeón: “¡Permíteme a mí que desde la cruz de mi miseria, te
pregunte por qué no me socorres…! ¡Perdóname! […] Fortifica mi fe y aumenta el poder de
mi entendimiento para que yo pueda comprender tus designios” (Salom, 1992[1969], p. 162).
De hecho, existe una oración de reconocimiento del pecado y la súplica del perdón que es
entonada fervorosamente en las misas:
Yo confieso ante Dios Todopoderoso
y ante ustedes hermanos
que he pecado mucho
de pensamiento, palabra, obra y omisión.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Por eso ruego a Santa María siempre Virgen,
a los ángeles, a lo Santos
y a ustedes hermanos
que intercedan por mí ante Dios Nuestro Señor.
Amén.
Se acompaña de tres golpes en el pecho como forma de castigo, aprehensión y control de la
sangre que lleva al pecado. En la tierra, cuerpo y alma son uno mismo y el sufrimiento tiene
como fin último la pureza del espíritu que se alza hacia Dios en busca de paz. La gente
158
fregada habita en medio de la ilusión y el desengaño, disfrutando la una y padeciendo la otra
como un ciclo interminable de fe y duda que se sucede infinitamente. Los pobres
experimentan esta dualidad todo el tiempo, a veces renegando del Todopoderoso, pero
siempre entregándose con devoción a Él:
—
—
—
—
(Zoila): Primero que todo vamos a rezar…
(Baltasar): Rezarán ustedes porque yo no creo en esas pendejadas.
(Zoila): Por eso estamos como estamos…
(Baltasar): ¿Y cómo es que estamos? —gritaba—. ¿Nos hace falta algo? ¿Usted
no se siente muy orgullosa de estar casada con un liberal?
— (Zoila): ¡Orgullosísima! —respondía—. Pero no nos vamos a amargar el
miserable bocado… ¡Atención, niños! —se santiguaba y comenzaba a rezar:
“Unos tienen y no pueden, otros pueden y no tienen; nosotros tenemos y podemos
¡bendigamos al Señor!”.
— (Baltasar): Pues aunque nosotros es muy poco lo que tenemos y podemos
¡bendigámoslo! (Salom, 1994[1979], p. 63)
Santa Teresa de Jesús decía que la vida no es más que una mala noche en una mala posada,
puntualizando en la brevedad del sufrimiento terrenal en comparación con la salvación eterna
en el cielo. Toda escasez, carencia y miseria se vuelve banal al final, por lo que el problema
está en el entretanto, cuando el transcurrir en la pobreza tiene más cara de muerte que de otra
cosa. La fe no sólo es religiosa, sino también vital: es la creencia noble y pura en que todo
tiende al bien y en caso de que no, por lo menos podrá lucharse un día más. Como cualquier
ilusión, trae consigo el peso irrevocable del desengaño: “Me he limitado a sumar fracasos y
decepciones, a restar oportunidades de mejora, a multiplicar mis esfuerzos en beneficio de
los demás y a dividir mi sueldo entre mi enemiga y los demás acreedores” (Salom,
2013[1975], p. 190) decía Bernabé Bernal. Siendo la vida una guerra, los pobres pierden
todas las batallas, aún cuando libran cada frente con valentía e ingenio. Están condenados a
la cadena perpetua de la explotación y la miseria (Salom, 2013[1975]), lo que los sume en
un estado de invariable desencanto acumulado, como lo canta Rolando Laserie (2006) en Las
Cuarenta:
Aprendí todo lo bueno,
aprendí todo lo malo.
Sé del beso que se compra,
sé del beso que se da.
Del amigo que es amigo
siempre y cuando le convenga.
Y sé que con mucha plata
uno vale mucho más.
La vez que quise ser bueno
en la cara se me rieron.
Cuando grité una injusticia
la fuerza me hizo callar.
La esperanza fue mi amante,
el desengaño mi amigo.
Cada carta tiene un contra
y cada contra se da.
Decir que la esperanza es amante establece de tajo un juego de seducción que se presenta
atractivo y, por ende, fatal. El desengaño es amigo porque retira la ilusión y la vuelve
conciencia sobre el propio estado. Así lo personifica Gardel en Cuesta abajo (Gasnier,
2007[1934]), cuando se siente insoportablemente embriagado por Raquel —una amante de
159
ilusión— de quien su amigo Jorge —vuelto desengaño— lo salva mostrándole el camino de
la honradez. Aunque la verdad es que casi nunca el quiebre de la quimera es favorable:
Historieta 49. Pepo, 2010c, p. 84
160
La ilusión perdida es un hecho muy difícil de procesar, pues afecta varias esferas de la vida
privada y pública llevando a la persona a sentirse perdida, ahogada y sin sentido, como lo
dice Manuel Acuña en su poema Nocturno (s.f.): “Que ya se han muerto todas/ las esperanzas
mías/ que están mis noches negras/ tan negras y tan sombrías/ que ya no sé ni dónde se alza
el porvenir” (p. 40). La quimera enriquece el caminar por ser fuerza de impulso, pero en
cuanto se esfuma el motor se ahoga e imposibilita cualquier movimiento. Los y las fregadas,
por su condición y fracaso inminente, habitan esta experiencia con regularidad. Es la caída
del telón que revela el verdadero rostro de todos los actores en la farsa de obra que es la vida:
“¡Mi sueño no puede ser/ más que de espina y de llanto/ con despertar de agonía/ para volver
a soñarlo!” (s.f.d, p. 44) como dice Rafael de León en Diálogo de la voz y la noche. La ilusión
misma se vuelve amargura y desconsuelo porque parte del desengaño es darse cuenta que es
imposible. Las esperanzas son diarias y mucho más concretas, pero las ilusiones son de largo
alcance y aún con toda la insistencia en su materialización resultan vanas en la tierra de las
fieras. “¿Tú no sabes que es grosero/ el mundo? ¿Que es traicionero el amor?/ ¿Que no se
aprecia en la vida/ la pura miel escondida en una flor?/ ¿Bajo qué cielo caíste?” (Álvarez y
Álvarez, s.f., p. 34) le decía en vano un jardinero a su rosa perdida, que había sido separada
de su tallo por un caballero. El destino de la flor no sólo era incierto, sino que perdido, pues
lejos de su cuidador y de su fuente de vida estaba condenada a morir… como lo estamos
todos tras ser lanzados del abrigo de Dios a volvernos polvo.
“Todo aquello que creí/ fue visión de alucinado/ Fracasado, me repito y bien lo sé/ que jamás
había alcanzado/ lo que tanto yo soñé” canta Oscar Agudelo (2004) describiendo el
desengaño de la gran quimera que es su vida, la cual lo ha golpeado tantas veces que ya no
consigue reconocerse. Se muestra como un dolor hondo que tira al piso, como un boxeador
que ha recibido el gran nocaut y halla en el asfalto su lugar de vencido y fracasado. El impacto
enfría la sangre y afina la vista, que reconoce al instante la frialdad del mundo como en Yira,
yira de Gardel (2005[1930]):
Cuando rajés los tamangos
buscando este mango
que te haga morfar,
la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás.
Verás que todo es mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa,
yira, yira.
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda el dolor,
no esperes nunca una ayuda
ni una mano ni un favor.
La canción hace referencia a un hombre que recién se desayuna: a los 40 años descubre que
su vida ha sido toda una ilusión y que está solo, completamente solo lidiando el peligro y el
161
desengaño. Varias de las palabras pertenecen al lunfardo, por lo que la primera estrofa podría
traducirse como “Cuando rajés los zapatos/ buscando el dinero/ para poder comer/ la
indiferencia del mundo/ que es sordo y es mudo/ recién sentirás”. Yira quiere decir gira y en
la canción viene a significar que el mundo —la vida— sigue en movimiento a pesar de la
desgracia de unos, quienes buscan sentido y caminan en vano su circunferencia. El hombre
de la canción recibe consejo de un fregado, quien ha lidiado una existencia igual de
quimérica, por lo que el desengaño —hecho experiencia común— se vuelve útil: “son penas
tristes las que me matan/ penas que enferman mi corazón/ que han de servirme de desengaño/
para mi pobre lamentación” cantan Los Cuyitos (2014a). El cúmulo de la desilusión hace que
el pasado adquiera el valor de amigo y enemigo, que es tanto de consuelo como de dolor.
Historieta 50. Pepo, 2010a, p. 75
162
En la carta de La Luna aparece un animal que podría ser un cangrejo o una langosta que
habita las corrientes del tiempo girando su rostro hacia el cielo. Esta escena representa la
experiencia de lo vivido que pretende asomarse entre los perros encantados por la ilusión
para recordarles su infortunio y traerlos de vuelta a la profundidad de su existencia. La gente
fregada es intensamente nostálgica, no sólo porque consideran que todo tiempo pasado fue
mejor, sino que encuentran en lo ido un testimonio cruel y sangriento de su victoria diaria
ante la vida. De alguna forma el pasado se vuelve ilusión, pues constituye una prueba de lo
imposible, es decir, del haber logrado sobrevivir teniendo al mundo, a Dios y a la suerte en
contra. El ayer es un hecho, pero el hoy es incierto porque el triunfo anterior no implica el
actual o el posterior, pero sí lo reconforta, aunque se encuentre lleno de pena y dolor. “Tengo
miedo del encuentro/ con el pasado que vuelve/ a enfrentarse con mi vida/ Tengo miedo de
las noches/ que pobladas de recuerdos encadenan mi soñar” canta Carlos Gardel
(2005b[1934]) en Volver, un tango dedicado a la vida transcurrida en Buenos Aires, de la
cual el hombre del tema se había alejado por dolor.
Con el pasado se efectúa una danza de atracción y repulsión simultánea en la que se busca
atesorar los buenos momentos y olvidar los crueles y dolorosos, como un conjuro que hace
aparecer el espejismo de la ilusión, teniendo en cuenta la imposibilidad de su presente:
“Muchas veces volví a la plaza aquella/ cerré los ojos y te vi a mi lado/ Las campanas
doblaron mi pena/ Pobre mi corazón, cuánto ha llorado/ Añoranza, añoranza/ Añoranza del
ayer" dice Julio Jaramillo (1990b). Del mismo modo lo hace Gardel (2005a[1934]) en uno
de sus tangos cuando dice “ahora, cuesta abajo en mi rodada/ las ilusiones pasadas/ yo no las
puedo arrancar/ Sueño con el pasado que añoro/ el tiempo viejo que lloro/ y que nunca
volverá”. La nostalgia está en la condena y la añoranza del pasado que se asoma como una
langosta en el mar del infortunio para traer consigo la derrota de la ilusión concreta: “te juro
que en mis locos delirios te llamo/ parece tenerte de nuevo a mi lado/ Yo he sufrido ya tanto
y tanto he llorado/ que el pecho me duele y en vano te he esperado” (Agudelo, s.f.c). Cuando
la ilusión se disfraza de esperanza mantiene a los seres en un estado constante de vigilia, con
la impaciencia prudente de quien anhela la materialización de la quimera y aguarda sin llegar
al desengaño, hasta que el tiempo se vuelve excesivo: “Todas las ilusiones que te amaron/
las que quisieron compartir tu suerte/ mucho tiempo en la sombra te esperaron/ y se fueron,
cansados de no verte” escribió Ismael Arciniegas (s.f.a) reconociendo el desengaño que se
inyecta en los corazones como un veneno de culebra que inicialmente paraliza para luego
devorar la totalidad de la ilusión.
La gente fregada lleva grabado el recuerdo de la flor de su ilusión que “la mató el frío de un
invierno cruel de ingratitud y dolor” (de Angelis, 2015), tal cual canción triste que se plasma
en un acetato y es puesta a sonar con la aguja de la memoria. “Recordar es vivir y regresando
hacia el pasado/ entre sombras y luz, atrás todo ha quedado/ una historia de amor que fue
mentira/ una gran ilusión que alegra nuestras vidas/ en brumas del ayer se han quedado
perdidas” canta el dueto colombiano Garzón y Collazos (2010), quienes hacen énfasis en el
valor del pasado como consuelo. Recordar es vivir porque se trae al presente —aunque sea
en forma de espejismo— todo aquello que se insufló de energía en algún momento de la triste
y desolada existencia. Esa pequeña luz que brilla en el pasado es una victoria ante la
163
oscuridad del fregado y por esto mismo es que en Cinco Centavitos Héctor Ulloa, en voz de
Olimpo Cárdenas (2006), se atreve a decir: “Quiero tenerte en mis brazos/ tan solo un minuto
poderte besar/ aunque después no te tenga/ y viva un infierno y tenga que llorar/ aunque me
mate la angustia/ de saber que fuiste y ya no serás”. Justo ahí se encuentra el poder de la
experiencia por más que resulte peligrosa o grosera e incluso inmoral, como lo es el amor de
un pobre cantante de cafetín por una prostituta (Gasnier, 2007[1934]). Lo único que llegan a
poseer con plenitud los desfavorecidos por la fortuna son sus recuerdos y nadie, ni siquiera
el gentil o el pudiente, podrá quitarle lo bailao, como dijo uno de aquellos seis bohemios que
se reunieron un Año Nuevo a tomar, quien alzó su copa y brindó “por el ayer que en la
amargura/ hoy cubre negrura/ mi corazón, esparce su consuelo/ trayendo hasta mi mente las
dulzuras/ de goces, de deliquios, de desvelos” (Aguirre, s.f., p. 18).
La Luna como arcano es una de las cartas más confusas de la baraja, incluso de las más
sombrías. Nos habla de la “sospecha y la cautela. Revela los miedos y lo que hay reprimido.
Describe un momento de confusión en donde el pasado juega un rol importante, pues pesa y
se carga consigo a modo de consuelo o condena. Representa lo engañoso y aconseja atención”
(Anotaciones de campo 2021). Toda quimera trae por sí misma una cuota de desengaño; son
dos opuestos que se complementan y se erigen el uno al otro, como las dos caras de la luna.
En el universo fregado esta relación juega un papel importante, pues se entrega la fe, el aliento
y su vida. Aun reconociendo el espejismo, la gente se deja atraer porque el engaño trae
consuelo y goce efímero que lo es todo en una persistente existencia de privaciones: “Basta
de carreras, se acabó la timba/ un final reñido yo no vuelvo a ver/ pero si algún pingo llega a
ser fija el domingo/ yo me juego entera/ qué le voy a hacer” (Gardel, 2005[1935]) confiesa
un apostador de caballos empedernido que acostumbra a perder. Los perros buscan a la luna
porque en ella encuentran fuerza y consuelo, ladran para expresar su profunda tristeza y
nostalgia ante lo inalcanzable. Cada rayo de luz que se desprende de la luna y cae sobre la
tierra se vuelve tesoro de la memoria al ser dicha o victoria. Quizá de las canciones más
bonitas y reconocidas de Julio Jaramillo (2006[1958]) sea aquel vals peruano que para estos
fines es una oda a La Luna:
Amada es imposible
borrar de mi memoria,
me persigue el recuerdo
de tu extraño mirar.
Esa risa tan tuya,
tus labios tentadores
que dejaron su encanto
prendido en mi ansiedad.
[…]
Que de reminiscencias
hay en los sueños míos.
Crepúsculos enteros he llorado por ti.
Que aún están mis ojos
del llanto humedecidos
evocando esas horas
que aún viven en mí.
164
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De los Arcanos Mayores del Tarot, esta es la única carta que no lleva nombre, aunque
muchos y muchas la distinguen como La Muerte. Se trata de un esqueleto con guadaña en
mano que pasa su filo por cuerpos carnosos, volviéndolos pedazos de una existencia que se
escapa a cada suspiro. Corta la vida sin extinguirla, tal cual limpión que después de fregarse
con fuerza, comienza a deshilacharse, a hacerse trapo desgastado, hasta que un día, vuelto
agujeros y parches mal cocidos, se tira a la basura. Además de anunciar la expiración final e
inevitable, describe la presencia insistente de la hoz en aquellos seres que han sido
condenados a errar entre la vida y la muerte, cuidándose de ambas, así como sintiéndose
explicablemente atraídos hacia la una y la otra.
El Arcano XX: El Juicio es otra de las cartas de la baraja que
podría llegar a retratar la muerte. Muestra un ángel que
entona su trompeta para realizar un llamado divino, en el
que hombres y mujeres se levantan de sus tumbas con el fin
de ser evaluados a plenitud en su conciencia. Constituye el
paso previo que determina el ingreso definitivo al Reino de
Dios y por ende a la vida eterna. Es la penúltima carta
enumerada del mazo y antecede el final del recorrido de los
Arcanos Mayores, es decir, El Mundo (la XXI), el cual
describe la plenitud de la vida, el confort total, la perfección
y la obra maestra que se consuma. La principal razón por la
que prefiero el Arcano XIII al XX es porque honra a la
muerte en todas sus formas de existencia, aun cuando se
presenta paradójicamente en vida, en cambio la otra la
supera al desconocer su valor intrínseco y volviéndola un
paso necesario, sí, pero transitorio, a fin de cuentas. Ser
fregado implica convivir con la muerte desde el nacimiento,
por lo que es una fuerza de larga duración que acompaña, pero también que traiciona y justo
esto es lo que reúne el Arcano sin nombre: pura contradicción que hace sentido en la
tragicomedia de aquellas gentes hechas trapo por cuestiones del destino, la suerte y el azar.
Los sesenta años de Simeón Torrente (Salom, 1992[1969]) discurrieron en medio de la
pesadumbre, con una infancia triste, una adolescencia fracasada y una adultez desesperada.
Su llegada al mundo, así como toda su vida, careció de total importancia para el país, al igual
que la de sus padres, su esposa y sus hijos. Todos ellos fueron seres desconocidos para la
historia, obligados por la necesidad a incrementar la fortuna ajena en detrimento de la propia.
El trabajo no es un gusto, sino una obligación que los lanza a la explotación, al cansancio y
el desgaste continuo, pues se erige como el único mecanismo honrado de supervivencia. Si
lo que está en juego es el después, hay que apostar con coraje y determinación el ahora. Cada
centavo es un segundo más en la tierra, sea porque se vuelve alimento o placer y en esta
existencia que va de pa’trás, tanto lo uno como lo otro cobra una factura altísima en los
huesos, las carnes y el espíritu:
166
Historieta 51. Pepo, 2010b, p. 86-87
167
“La vida es muy corta y hay que aprovecharla… El que guarda [manjares], guarda pesares”
(Salom, 1994[1979], p. 42) dijo Casiano, el godo de Al pueblo nunca le toca, luego de cortejar
en vano a Azucena —una vecina del inquilinato—, quien lo rechazó a razón del pudor y la
honra. Esta noción del pesar es importante porque asume el carácter fugaz y efímero de las
cosas, como si todo el tiempo existiera el riesgo de que desaparecieran. Así le explicó luego
Casiano a Doña Filomena después de que ella le reprochara la escena de coqueteo: “Yo me
refería a toda la ropa que tiene Azucena, sin estrenar, y le decía que se la pusiera, porque
cualquier día de estos se la podían robar” (Salom, 1994[1979], p. 43). Aquel sentimiento
trágico de la vida también describe la posibilidad de que todo en cuanto pertenece al fregado
es susceptible de perderse… y muy seguramente ocurra así. Es la costumbre obligada del
arrebato en el que los pobres pierden y remiendan en contraste con los ricos que ganan y
despilfarran. El anciano de 130 años llegó a esa edad porque poseía los medios para hacerlo,
en cambio Condorito —quien ganó el concurso— envejeció prematuramente por el vicio y
el esfuerzo desmedido. Dos cuerpos igual de achacados a simple vista, pero procedentes de
tiempos y lugares distintos. Es la puesta en escena del afortunado en esmoquin y el
desgraciado en harapo.
La gente fregada comienza a morir —no a vivir, como se piensa normalmente— desde el
momento de su nacimiento. Día tras día envejecen con creces, sea por el esfuerzo o por la
falta de todo lo necesario. No solo se refleja en su estado físico, sino también a nivel anímico,
siendo poseídos desde muy temprano por la nostalgia, la amargura y el desaliento. En La
oración de los caballos viejos el poeta colombiano Ricardo Nieto (s.f.) hace una comparación
elocuente entre un par de equinos entrados en años y los pobres humanos —o humanos
pobres— lanzados a sobrevivir en la tierra de las fieras:
Hermano caballo igual es tu sino
al de los mortales
a ti, cuando inútil, te arroja el destino
a morir de hambre a un negro camino,
y aquellos arroja a los hospitales.
Serviste, ¿Y ahora qué pides? ¿Qué quieres?
Así son los hombres no solo contigo
que tan noble y dulce, que tan bueno eres;
en esta tragedia de todos los seres
es solo el sepulcro el único amigo.
[…]
Empleados oscuros de las oficinas,
música ambulante, pobres artesanos,
artistas… poetas… que parecen ruinas,
del caballo viejo somos los hermanos…
¡Como a él no nos quedan sino las espinas!... (p. 33)
Espinas de un rosal al que se le ha despojado de todo pétalo carmesí para dejarlo hecho rama
y prisión de tanto pobre vencido y caballo viejo se le atraviese. Dos seres unidos por su
168
desafortunada condición de deshecho, siendo dominados por los jinetes del mundo a través
de la embocadura que mantiene sus cabezas gachas produciéndoles dolor ante cualquier acto
de rebeldía o cambio de posición. El pingo y los fregados son hermanos por su carácter de
herramientas inferiores y aunque sus proezas son mayores que las de sus amos, la muerte los
aguarda con prontitud en su lecho sin llegar a reconocerles el esfuerzo y el desgaste:
Historieta 52. Pepo, 2010a, p. 57
169
Guata de Tambor era un pobre envejecido prematuramente por el hambre, la miseria y la
carencia. Aunque para todos la muerte es una certeza, no a todos se nos presenta igual y
mucho menos con la misma frecuencia: hay gentes destinadas a encararla cada noche ante el
frío desolador de Bogotá, mientras que hay otras rodeadas de comodidades en sus mansiones.
La riqueza, así como la suerte, constituye un juego de probabilidades en el que la persona
que menos posea tiene mayor posibilidad de morir y viceversa. Cuando al Coronel
Epaminondas —padre de Simeón Torrente— lo despidieron de su trabajo tras 20 años de
ardua tarea, se encontró con la incómoda situación de resultar inútil por su vejez, sin la
capacidad de emplearse en un nuevo oficio y obligado a sobrevivir con unos cuantos pesos
devengados de su pensión. Tal cual vela, la vida del Coronel había comenzado a extinguirse
desde su llegada al mundo y aún con los esfuerzos titánicos por preservarla ante la tempestad
de la pobreza, la mecha deliraba por la creciente de la esperma: “Cada mes de vida equivalía
a un año. La dolorosa sensación del fracaso, la depresión del ocio y la obsesión de la muerte
próxima, lo apabullaban […]. El corazón oprimido por el peso de interminables años de
amargura, comenzaba a flaquear[le]” (Salom, 1992[1969], p. 109).
Cada giro de infortunio se acumula en el cuerpo y en el espíritu, pues “la pobreza es una
enfermedad hereditaria, crónica e incurable” (Salom, 1992[1969], p. 207) que carcome las
carnes jóvenes y las intenciones nobles, volviéndolas andrajos andantes que deambulan por
la vida tal cual esqueletos sin palpito. El palo no está pa cucharas es un refrán que se utiliza
para describir la gravedad de una situación, en la cual no se da abasto para una nueva
dificultad o pérdida. Es toda una proclama porque distingue el cansancio y el desgaste del
asediado por la falta de fortuna: “¡Estoy desesperado! […]. Mi mujer y mis hijos están en
último grado de desnutrición y mi casa parece ya un campo nudista… Hace ocho días nos
cortaron el agua y la luz y próximamente nos lanzarán a la calle…” (Salom, 1994[1979], p.
106) le decía Baltasar a Casiano con total angustia y hambre. En este caso, el palo eran sus
condiciones precarias de existencia que no se prestaban para algo peor y mucho menos
mejor… como tallar una cuchara. Las palabras de Baltasar describen un estado de profunda
desesperanza y abatimiento, pues reconoce la falta de fuerzas, así como desconoce
posibilidad alguna de cambio. Del mismo modo lo cantan Los Cuyitos (2014a) en
Recordando el pasado: “Siento que mi alma se desespera/ siento mi vida que ya se va/ pero
en silencio sufro una pena/ pena que nunca podré olvidar” porque se la lleva tallada en el
esqueleto y en el corazón. La pena es un padecimiento que asfixia y abruma el alma,
volviéndola triste, amarga, desinteresada y sin propósito, como lo precisa Juan de Dios Peza
(s.f.) cuando dice que “Nada me causa encanto y atractivo/ no me importa mi nombre ni mi
suerte/ en un eterno spleen, muriendo vivo/ y es mi única ilusión la de la muerte” (p. 21).
Uno de los poemas más reconocidos de Gabriela Mistral es Nocturno (s.f.c). Allí la autora le
realiza un reclamo a Dios por su abandono y descuido del mismo modo que lo hizo Jesucristo
en la cruz. En medio de su pesadumbre y falta de consuelo consigue decir “Ha venido el
cansancio infinito/ a clavarse en mis ojos, al fin:/ el cansancio del día que muere/ y del alba
que debe venir/ ¡El cansancio del cielo de estaño/ y el cansancio del cielo de añil!”. La vida
se vuelve así un desgaste perpetuo y por lo tanto, adquiere el carácter de muerte. A la gente
fregada sólo le queda resistir aquella fuerza de destrucción, aun cuando el veredicto ya esta
170
dictaminado, como lo canta Gardel (2005[1928]) en Adiós, muchachos: “El Dios, el juez
supremo/ no hay quien se le resista/ ya estoy acostumbrado su ley a respetar/ pues mi vida
deshizo con sus mandatos”. La muerte deambula en el mundo de los vivos y se ensaña en
esceso con los pobres, a quienes acorrala hasta conseguir extinguirles la luz de su existencia.
En este juego de ires y venires, los fregados encuentran en el desespero una fuerza de impulso
que les permite escaparse con destreza de los momentos más aciagos, al igual que lo hacen
las culebras cuando se sienten amenazadas… aunque ciertamente no todas las veces lo
logran:
Historieta 53. Pepo, 2010c, p. 25
171
Morir implica eliminar de tajo las esperanzas y las ilusiones, las cuales imbuyen a los seres
de su fuerza al dotarlos de energía y determinación para enfrentar la realidad que los oprime.
No se trata de un afecto per se a la vida, sino a los placeres que hay en ella que son la cuna
de los desafortunados: “Brindo porque ya hubiese a mi existencia/ puesto fin con violencia/
esgrimiendo en mi frente mi venganza/ si en mi cielo de tul, limpio y divino/ no alumbrara
mi sino/ una pálida estrella: ¡Mi esperanza!” (Aguirre, s.f., p. 18). Pero no siempre la llama
de la vela se mantiene fuerte ni alumbra con igual potencia y cuando emerge el desengaño,
se provoca en los más desfavorecidos una atracción por la muerte, un deseo culposo por
ansiar el final de los tiempos. “La muerte es una gran solución, porque automáticamente [la
persona] deja de sufrir, de deber, de pagar impuestos, de ver a su mujer, de aguantar los
irrespetos de sus hijos y las impertinencias de sus amigos” (Salom, 2013[1975], p. 147) le
decía Dámaso Bernal a su sobrino Bernabé, quien acudió a él en busca de trabajo. La muerte
es un asunto que se resuelve buscando los medios para evitarla o aquellos para encontrarla.
La gente honrada no se suicida porque Dios lo prohíbe, pero eso no evita que acaricien la
idea, en especial cuanto más desesperados se encuentren:
Yo no era un hombre sino un andrajo, un detritus, un excremento humano, que no
podía, ni debía, ni merecía seguir viviendo. Acaricié el revólver que guardaba en el
bolsillo derecho del pantalón y extraje los proyectiles que conservaba en el izquierdo.
Los miré largamente. Con la mirada llena de esperanza de un enfermo a la droga que
lo va a curar. Bastaba que uno de ellos hendiera mi carne y mis huesos para que se
solucionaran todos mis problemas. Un trozo de plomo, incrustado en la cabeza o en
el corazón, y me liberaría para siempre de mi dolencia incurable. (Salom, 2013[1975],
p. 90-91)
El suicidio es asumido como un evento antinatural que violenta el carácter sagrado de la vida
cruzando la frontera de lo profano y condenando el alma a un sinfín de sufrimientos. Es la
definición por excelencia del tabú, que no sólo describe la restricción y/o prohibición de un
hecho concreto, sino la contaminación de fuerzas oscuras y en este caso de la muerte. Bernabé
Bernal no llegó al suicidio, pero la Parca ya había comenzado a emanar frío y angustia dentro
de él, por lo que encontraba en el revólver la serenidad absoluta. Si la cultura ordena, el tabú
revuelca, ya que el suicida ve en la vida la muerte y en la muerte la vida, de ahí que reconozca
en un arma, una soga, una altura, una piedra o una sustancia letal la cura de todos sus males.
Y aún así no es tan sencillo acceder al método: “He llegado a pensar seriamente en el
suicidio… Lo malo es que no tengo revólver, pero ni siquiera dinero para comprar cianuro o
estricnina… Tendré que irme a pie hasta el Salto de Tequendama, porque no tengo para el
pasaje” (Salom, 1994[1979], p. 106) le relataba Baltasar a Casiano. La muerte que es tan
obsesiva en perseguir a los pobres parece escurrirse en cuanto siente que es deseada.
Sentir atracción por la muerte es cuestionarse acerca de la separación del cuerpo y del espíritu
teniendo la certeza de que es una forma de transformación de la miseria actual. En Reír
llorando, Juan de Dios Peza (s.f.) dice que “yo le llamo a los muertos mis amigos/ y a los
vivos mis verdugos” (p. 21), por lo que la tierra se muestra insoportable y cualquier
alternativa a esta resulta ser una mejor opción. En Apoyo moral, Condorito reacciona ante un
172
hombre que está a punto de cometer suicidio y a pesar de mencionarle motivos y privaciones
de llegar a hacerlo, no deja de comprenderlo e incluso de justificar la decisión:
Historieta 54. Pepo, 2010c, p. 49
173
Aún con el placer y las ilusiones, la muerte se vuelve una nueva esperanza que se encuentra
más próxima que cualquier otra ocasión de intentar cambiar la vida. Aquella rubia voluptuosa
que le señala Condorito al hombre resulta inalcanzable para ambos y debido a esta marcada
imposibilidad creciendo el desespero, así como las ansias de querer morirse. Más allá de
concretar la acción o decidirse a explorar los métodos, la Parca atrae de maneras misteriosas.
Acercarse a la muerte no implica caer en ella, sólo refleja su presencia constante, pues además
de pasearse por los entornos pobres, efectúa juegos en los que seduce, reta y engaña:
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(Entrevistador): ¿Cuántos años tenía usted cuando decidió matarse?
(El Culebrero) Tendría por ahí qué, unos veintipico de años o una cosa así.
(Entrevistador): ¿Y no tenía penas de amores, ni nada?
(El Culebrero): No, nada.
(Entrevistador): ¿Estaba aburrido? ¿Insatisfecho?
(El Culebrero): Vivía aburrido, desengañado de la familia mía, porque yo sufrí
mucho con la familia mía.
[…]
(Entrevistador): Y cuando se despertó usté qué sintió, es decir…
(El Culebrero): ¿Qué?
(Entrevistador): En este, en este sentido; usté quería matarse, ¿sí?
(El Culebrero): Sí, yo quería matarme.
(Entrevistador): ¿Y quería matarse en serio?
(El Culebrero): Sí, claro.
(Entrevistador): Pero cuando se despertó…
(El Culebrero): No, de esas locuras…
(Entrevistador): …vio que no se había podido matar qué, ¿qué sintió?
(El Culebrero): De esas locuras que le dan a uno, qué le dijera yo, que le dan a
uno por hacer una cosa y la tiene que hacer.
(Entrevistador): Correcto, pero es decir, ¿Cuándo usted se despertó sintió como
alegría de no haberse matado o, por el contrario, jartera de estar nuevamente vivo?
(El Culebrero): Jartera de estar vivo. (Villegas, 1986, p. 95-96)
Y aún con el cansancio y el desinfle, el Culebrero llegó a cumplir más de 66 años. Su
determinación por vivir no estuvo mediada por el amor ni el cariño propio o hacia otros, sino
por la resignación ante lo imposible, el valor de lo sagrado y el endurecimiento del temple a
través del padecer continuo y agudo. Tras acariciar el revólver, Bernabé Bernal se alejó de la
idea del suicidio con una pregunta que cambia todo: “¿Si iba a tener el valor de matarme, por
qué no lo podía tener para vivir? (Salom, 2013[1975, p. 91). Aquí el dolor empieza a tornarse
en fuerza y le permite a la persona enfrentar su infortunio y avanzar aún en medio del rosal
de espinas que es la vida. Por esta razón es tan importante la historia de Jesús, así como la de
todos los mártires que creyeron en Él, quienes fueron recompensados con la vida eterna por
su sangre derramada. De acuerdo con la Iglesia, el suicidio es un pecado porque viola la
voluntad del Supremo, de ahí que enseñe a la abnegación y aceptación del sufrimiento como
gracia divina. Las personas que se entregan a la muerte, el Cielo las condena a una eternidad
de amarguras aún peor que las de la tierra, configurándose así un temor hacia Dios que
sobrepasa con creces el horror a la muerte. En Interrogaciones, Gabriela Mistral (s.f.b) se
dirige al Todopoderoso para preguntarle:
174
¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?
¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vacías,
las lunas de los ojos albas y engrandecidas
hacia un ancla invisible las manos orientadas?
¿O tú llegas después que los hombres se han ido,
y le bajas el párpado sobre el ojo cegado,
acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido,
y entrecruzas las manos sobre el pecho callado? (p. 40)
El poema tiene un único fin: saber si el amor incondicional de Dios basta para perdonar a
aquellos que denegaron su luz, pues sufrieron y aún con su pecado mantuvieron la pureza de
corazón… como Yin Yin, el sobrino de Mistral, que decidió irse a la edad de 18 años. Las
interrogaciones de la autora revelan un sentido mucho más amplio: el valor del alma y su
destino después de que la carne deja de palpitar. Los desafortunados lidian con su condición
porque tienen fe en que Dios recompensará su padecer, si no en vida, por lo menos en muerte
cuando el espíritu se despoja de toda sangre. “Los hombres como yo no deben vivir… Yo no
debí haber nacido jamás” (Salom, 2013[1975], p. 128) decía con amargura Bernabé Bernal
y aunque realmente lo creía, nunca se decidió del todo a abrazar el Más Allá por voluntad
propia. Al igual que un perro, ladró para ahuyentar la Parca una y otra vez, a pesar de que en
sus noches más oscuras tuviera que aullarle a la luna por misericordia. En este sentido, sólo
le queda una opción honrada al fregado: aguardar a que la muerte se decida a venir por sí
misma.
“¿Por qué no me moriré pronto?” (Salom, 1994[1979], p. 28) se preguntó Baltasar alguna
vez anhelando la aparición decidida de la Parca. A veces la espera se torna infinita en un
presente que es sólo tormenta, por lo que la gente se inquieta con regularidad por el día final.
Conocí a una mujer que aseguraba que ella debía haber vivido hasta los cincuenta años
porque más le resultaba imposible. A son de hoy tiene casi 60 y con una actitud entre cansada
e impresionada me dijo un día: “Yo he vivido 9 años de más” (Anotaciones del campo 2020,
Anónimo) y esto revela toda una expresión del Arcano XIII. Ante la imposibilidad de cometer
suicidio y la agonía de la espera que se hace eterna, la gente conjura consciente e
inconscientemente a la muerte. Habitan así dos sentidos contradictorios entre sí: el de no
querer morir y el de ansiar la culminación del propio padecer… y sobre ambos la voluntad
del Dios, siempre desconocida, lejana y a la final, propia del azar.
— (Chofer): ¡Hola, animal…! ¿Está muy aburrido con la vida? —le gritó.
— (Simeón): Aburrido no es palabra, ¡completamente desesperado! —respondió
Simeón—. Si usted no hubiera frenado, me habría hecho un gran servicio… ¡La
próxima vez que me vea, acelere la marcha…! (Salom, 1992[1969], p. 189)
El carro que estuvo a punto de atropellar a Simeón Torrente y por ende, de librarlo de la vida,
representó la clásica alucinación de la muerte, que juega a hacerse cercana y termina
esfumándose cuando ya está a punto de culminarse la acción. Al igual que la luna, la muerte
brilla por la acción de la vida —el sol—, ya que se muestra como la ilusión del supremo
175
descanso, de la paz absoluta frente a la existencia cruda y desgraciada. “¿Se da cuenta
sumercé cómo pasa de rápido el tiempo? Ya casi es hora de irnos. Siempre nos tocó sufrir,
pero sumercé no va a sufrir nunca más… nunca más” (Cabrera, 1993) le expresó Doña
Eulalia a su esposo Lázaro, postrado en cama por una enfermedad incurable. Justo después,
ella le apuntó con una escopeta y apagó lo que aún había de vida en él. En la Biblia hay dos
historias muy reconocidas que tienen como protagonistas a un Lázaro. Una se trata de un
hombre de fe en Betania que muere tras estar varios días enfermo y a quien Jesús resucita de
su tumba diciendo “Lázaro, ven afuera” (Juan 11:43). Doña Eulalia de una manera afín,
aunque polémica, efectuó el mismo milagro con su esposo: lo revivió, pero en el Cielo, y lo
entregó a la dicha de la serenidad eterna, pues como dijo Jesucristo cuando consolaba a la
hermana de Lázaro de Betania “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel
que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25-26). La otra parábola describe a
un pobre asediado por la lepra llamado Lázaro, quien mendiga boronas de un opulento
soberbio y vanidoso. Ambos fallecen, pero el primero es abrazado por Abraham en el Reino
de Dios y el segundo, vislumbrando la escena, es entregado al Hades, el tormento del
inframundo:
24 Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta
de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.
25 Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro
también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado.
[…]
27 Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre,
28 porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos
también a este lugar de tormento.
29 Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos.
30 Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fueres a ellos de entre los
muertos, se arrepentirán.
31 Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán
aunque alguno se levantare de los muertos. (Juan 16: 24-31)
Doña Eulalia le dio consuelo a su Lázaro y al igual que el leproso del Evangelio de san Juan
fue recibido en el Cielo por su fe y sufrimiento en la tierra. En contraste, todos los gentiles
son entregados a las fauces del Infierno y allí sólo ecuentran la abundancia del castigo. La
gente fregada verdaderamente descansa en paz porque su vida sólo es carencia, miseria,
infortunio y desgracia. “Y esperar que cualquier día/ el viaje hemos de emprender/ El viaje
feliz, feliz/ del que no hemos de volver” cantan Los Cuyitos (2014b), dejando entrever la
sensación resignada y a la vez esperanzadora de la espera por la muerte que, por lo demás,
es un motivo de festejo. En un momento difícil para mi familia, una de mis tías dijo: “Uno
debe estar alegre cuando alguien se muere y triste cuando alguien nace” (Anotaciones de
campo 2021, Aleyda), porque fallecer implica librarse de todo el mal de la vida y reposar
junto a la Santísima Trinidad. Del mismo modo lo experimentó Simeón Torrente el día en
que murió:
176
Mi amigo [Jesús], en su bondad infinita se ha compadecido de mí y ha resuelto
llevarme con Él. O para hablar en términos judiciales: ha considerado que yo ya
cumplí la pena y se dispone a abrirme las puertas de este horrible presidio que es el
mundo. ¡La felicidad que siento ahora es la misma de un hombre, condenado a sesenta
años de prisión, que ve acercarse la hora de su libertad…! La muerte es eso: un auto
de libertad incondicional, dictado por el Juez Supremo. (Salom, 1992[1969], p. 207)
El Arcano XIII es la transformación, el cambio de un estado a otro y particularmente en lo
que a la muerte se refiere, implica el fin del dolor, la transmutación del sufrimiento en
descanso eterno. Es el final de existencias atormentadas que aspiran a una nueva forma de
vida, mucho más amplia, justa y receptiva en la que se les ofrece todo lo que les fue negado
en la tierra. Simeón tendía a decir: “cada vez que veo un entierro […] siento envidia del
muerto. A ese tipo, me digo, ya nadie le cobra, ni lo insulta, ni lo amenaza con la cárcel…
¡Feliz él! ¡Cómo me gustaría ir en ese cajón…!” (Salom, 1992 [1969], p. 189), ya que también
se erige una ilusión del Más Allá en la que el fregado se despoja de su propia condición y se
regocija en una nueva gracia. “Pensá, caballero, que tarde o temprano/ nos llega la muerte ya
sin excepción/ En el otro mundo somos todos iguales/ el pobre y el rico ante nuestro Señor”
canta Pepe Aguirre en Jornalero (2020) y esto es importante porque para los más
desfavorecidos el Cielo es el lugar en el que por fin encuentran el respeto hacia su dignidad
y la justicia en contra del gentil o pudiente. Daniel Santos (2013[1953]) lo expresa también
en una de sus canciones: “En el juego de la vida/ nada te vale la suerte/ porque al final de la
partida/ gana el albur de la muerte” para continuar diciendo “Juega con tus cartas limpias/ en
el juego de la vida/ al morir nada te llevas/ vive y deja que otros vivan”, lo que quiere decir
que la opulencia en la tierra es un estorbo en el Cielo y cuando el rico carece de sus
posesiones, se descubre igual de desnudo que el pobre y en ese escenario la única diferencia
que importa es la de la pureza del alma y del corazón. En el poema La gran miseria humana,
Gregorio Escorcia (s.f.) explora este punto con mayor detenimiento al describir el encuentro
de un hombre con las sombras de una calavera en el cementerio:
Aquí en este campo santo
se terminan los amores,
las alegrías, los dolores,
el poderío y el encanto,
cesa en los ojos el llanto
y el mundo vivo suspira;
aquí no llega la ira
de la muchedumbre inquieta;
aquí termina el poeta
y se enmudece la lira.
En este mundo idealista,
de egoísmo y de censura,
tan sólo la sepultura
es la que no es egoísta.
Ella recibe humanista
al santo y al condenado,
al pobre y al acaudalado,
al perverso, al bueno, al caco,
al honrado, al gordo, al flaco,
al bruto y al ilustrado.
[…]
Aquí en este campo santo
donde sucumbir es ley
es esqueleto de un rey
al de un esclavo igual. (p. 14-15)
177
Polvo eres, polvo serás le dijo Dios a Adán cuando lo expulsó del Edén, dando a entender un
ciclo constante de correspondencia en el que la vida lleva a la muerte y esta a la primera y
así sucesivamente, por lo que en nada importa la carne, el dinero y las posesiones. Como
condena, fuerza a hombres y mujeres a errar en el pecado y la miseria retándolos a merecer
el regocijo del Cielo o a sucumbir ante el Infierno. El problema de la ilusión del Más Allá es,
precisamente, el Más Acá, ya que mientras se espera el día final hay que lidiar con las
dificultades del entretanto.
Historieta 55. Pepo, 2010d, p. 69
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La enfermedad es una forma de muerte que va conquistando cada centímetro de fuerza y
coraje de todo fregado. En el momento en que la persona cae en cama, la invade el desánimo,
la tristeza profunda y el anhelo de pasar a la siguiente vida. Es una sensación deprimente
porque inmoviliza y cuando se es gente de a pie no hay una experiencia más claustrofóbica
y limitante. A esto se le suma el eterno mal del pobre: la falta de dinero que, por lo demás,
resulta mucho más aguda en dichas circunstancias… y en este escenario sólo queda apelar a
Dios y su Reino:
Paulatinamente fue desprendiéndose del mundo que lo rodeaba, de ese mundo donde
imperaba la ley del más rico. Arriba estaba la paz que nunca había alcanzado abajo.
Porque arriba no circulaba el dinero que, abajo, divide a los hombres en amos y
siervos, arma el brazo de los parricidas y llena la bolsa de las prostitutas. (Salom,
1992[1969], p. 109)
Así vivió sus últimos días el Coronel Epaminondas, padre de Simeón Torrente, quien
envejeció con rapidez y se encontró anhelando la muerte tanto más la sintió a su lado, pues
sin poder laburar no contaba con dinero para procurarse la existencia y mucho menos para
tratarse. En este universo de gente fregada, el enfermo —así como el viejo— representa una
dificultad, un problema que por serlo tiene que resolverse. Cuando el conocimiento empírico
y tradicional dejan de ser suficientes, buscan boticarios o médicos baratos que tengan la
capacidad de diagnosticar con facilidad el quid del asunto, al igual que suministrar las drogas
o los placebos pertinentes para calmar las distintas dolencias. Si es temporal, todo está en la
fe, el cuidado y el alimento, pero cuando ya es la muerte hecha enfermedad sólo queda
aguardar a que el esqueleto termine de cortar con su guadaña el hilo de la vida y esto, aunque
llegase a ser deseado en algún momento de dificultad, no deja de ser amargo. “Cuando las
arrugas surcan ya la frente/ y el alma tenemos llena de consejos/ la vida que todo lo ve
brutalmente/ nos manda morirnos dolorosamente” (p. 33) dice Ricardo Nieto (s.f.) en uno de
sus poemas, haciendo referencia al desespero del final, el cual se debe al desgaste del cuerpo
y el alma por el paso del tiempo y aunque quisieran permitirse trabajar, compartir y gozar, la
Parca llega para quedarse, transmitiendo su frialdad y desconcierto. De las canciones más
duras al respecto es el clásico de Oscar Agudelo La cama vacía (s.f.b) que narra la historia
de un hombre postrado en un hospital que le escribe una carta a su amigo desahogando su
dolor y angustia:
Querido amigo quisiera
que al recibir la presente
te halles bien y que la suerte
te acompañe por doquiera.
Por mi parte mal pudiera
decirte que estoy mejor
si al contrario en mi dolor
postrado en mi lecho abyecto
yo soy un pobre esqueleto
que a mí mismo me da horror.
La carta es para decirte
que si podés algún día
vení a hacerme compañía
vos que tanto me quisiste.
Estoy tan solo y tan triste
que lloro sin contenerme.
Ya nadie suele quererme
todos se muestran impíos.
De tantos amigos míos
ninguno ha venido a verme.
179
Tras varias lamentaciones, el hombre termina la misiva enviándole buenos deseos a su amigo,
quien al recibirla espera al domingo para poder acompañar en su agonía al enfermo de tisis.
Ese día ingresa decidido al hospital con el corazón en la mano y encuentra ante sí una cama
vacía con la marca del cuerpo ausente de su compañero ido. Este desengaño previo a la
muerte es una sensación recurrente en la gente fregada, ya que en retrospectiva reconocen el
fracaso de la vida y por ende el quiebre de la ilusión suprema. Tanto esfuerzo visto desde la
enfermedad y la vejez resulta vano, insuficiente e injusto, como lo termina de precisar Carlos
Gardel (2005[1930]) en Yira, yira:
Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres que vos apretás
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao.
Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa que vas a dejar
te acordarás de este otario
que un día, cansado,
se puso a ladrar.
Cinchar significa trabajar y manyar comprender. Otario se refiere a alguien que es ingenuo,
casi que tonto y cuando dice que se puso a ladrar precisa un sentimiento trágico en el que se
reniega del abandono de la vida, tal cual perro callejero que deambula buscando suerte al
tiempo que se expone a una cadena de eventos desafortunados. Se cuenta que las últimas
palabras del militar independentista Hermógenes Daza fueron algo así como Quiero una
cama, vengo a morir. Ahí les dejo su mundo de mierda (Salom, 1992[1969]) y esta sensación
de repudio y amargura tiene su raíz en el orden permanente e invariable de las cosas, puesto
que a lo largo del tiempo y el espacio los ricos han ganado y gobernado, mientras que los
pobres han muerto prematuramente por el trabajo excesivo y el sufrimiento letal. “Todo nos
llega tarde… ¡hasta la muerte!/ Nunca se satisface ni alcanza/ la dulce posesión de una
esperanza/ cuando el deseo acósanos más fuerte” dice Julio Flórez (s.f.b) lamentando en su
poema la desgracia de los que son desfavorecidos por la suerte y a quienes incluso la muerte
les llega como un golpe del infortunio.
Si el viejo y el enfermo son un problema, el muerto lo es aún peor. Cuando la pobreza se
hace presente, se tiende a decir que la persona no tiene ni dónde caerse muerta y este refrán,
que parece sólo una exageración, refleja en sí mismo toda una realidad de los más
desfavorecidos, a quienes se les llega a negar el entierro de sus congéneres por falta de dinero.
Todo es una dificultad para el que no tiene y aunque aspire a guardar sagrada sepultura, el
costo de este lujo es verdaderamente exorbitante, por lo que el cuerpo sin pulso se ve en la
incómoda posición de no encontrar lugar de descanso, recuerdo y pésame. Candelario no
había muerto, pero su condena ya estaba resuelta y el inconveniente para Condorito radicaba
en el paso a seguir con la carne inerte:
180
Historieta 56. Pepo, 2010a, p. 9
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El funeral se vuelve un acto de reconocimiento y despido que reúne una cantidad limitada de
ceremonias que en su conjunto, tienen como fin honrar al muerto y calmar al vivo en su
duelo. Aún en medio del doloroso final, estos ritos operan como mecanismos de reafirmación
social, por lo que no es de extrañar que la condición de la víctima iguale la pobreza o riqueza
del ataúd que la contiene, así como de todo el ajuar y el protocolo a lugar. Simeón decía al
respecto que:
El entierro de mi madre […] fue como había sido su vida: ¡de tercera! ¡Pobrecita! Al
fin dejó de sufrir… Ahora está ya gozando de la paz que no termina. Y no necesitaba
ser llevada a la iglesia, porque los santos están en ella por derecho propio. Las
exequias, las misas y los responsos son para los ricos con disfraz de cristiano, para
los ladrones de frac y los asesinos de smoking, para todos esos impostores que quieren
llevar la farsa más allá de la tumba… ¡Que pretenden contrarrestar, con oraciones
ajenas, sus delitos y pecados en el mundo! (Salom, 1992[1969], p. 164)
Ese fue el único consuelo que pudo permitirse Simeón, pues unos días antes había llegado
incluso a desear la muerte al ver que el funeral de su madre estaría a cargo de la caridad
pública. A pesar de su aparente desinterés, realmente lo afectó reconocer su pobreza en una
circunstancia tan triste, la cual actuaba como una pared imposible de derribar que le impedía
acceder a un evento mucho más digno y justo que compensara el martirio y el amor infinito
de su mamá. Muchos años después, Simeón quiso evitarle este mismo dolor a su esposa e
hijos y decidió planear su propio entierro para el cual tuvo que endeudarse, evidentemente.
Con 400 pesos asegurados gracias a su amigo Ezequiel, llamó a Don Venancio Madero —
dueño de una funeraria ubicada en la Calle 22 de Bogotá— para proceder en su plan,
recibiendo la mala noticia de que para ser enterrado en este país hay que tener plata, mucha
más de la que se había procurado. Para dar cuenta del hecho, estas fueron las cuentas que le
ofreció Don Venancio (Salom, 1992[1969], p. 210):
“¿De manera que entonces no me puedo morir? […] Nunca tuve con qué vivir y ahora que
se me presenta la oportunidad de morir, ¡tampoco puedo…!” (Salom, 1992[1969], p. 211)
dijo con amargura un Simeón ya viejo y cansado. La suma multiplicaba casi nueve veces lo
que tenía, lo cual era bastante si tenemos en cuenta que el salario mínimo para la época era
de 420 pesos, un monto que —al igual que en nuestros días con el millón de pesos—
182
constituía un privilegio, pues eran realmente pocos los que podían acceder a él. En este
sentido, Simeón debió de haber ahorrado la totalidad de sus ganancias durante más de 2 años
para poder permitirse un entierro respetable… un cálculo que no está lejos de la realidad de
miles de colombianos en pleno 2022. Con el paso del tiempo mucha más gente pudo acceder
a los seguros funerarios, los cuales garantizan un final con todos los juguetes siempre y
cuando se les entregue una cantidad determinada de dinero mensualmente. Aún así, en el
pasado eran muy poco comunes y para la gente fregada eran casi que inexistentes por
inalcanzables, entonces recurrían a una segunda opción, inmoral y crítica, pero útil: los
anfiteatros. Cuando Simeón vio que no podía costearse ni el ataúd, escribió una carta en la
que autorizaba entregar su cuerpo a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de
Colombia. No sé con cuánta regularidad se llegaba a este punto, pero ha aparecido de manera
reiterativa en las fuentes, por lo que parece ser que era una práctica más común de lo que se
cree.
Un anfiteatro en una institución educativa es un espacio de almacenamiento de cadáveres,
los cuales son empleados para realizar prácticas de anatomía básica, así como de cirugía.
Representan un problema para las personas religiosas, ya que no sólo implica la evasión de
la sagrada sepultura, sino también una profanación del cuerpo hecho a imagen y semejanza
de Dios. En La Calle 10, el Pelúo expresa su horror y preocupación ante la muerte de su
esposa, Saturnina:
Sabía quiénes la habían dejado morir, y aunque le hubiera sido placentero dejar
expuesto el cadáver a sus miradas como acusación, se resolvió a enterrarla sin cura,
sin velas, sin coronas, porque fue buena y no dejaría que la despedazaran en el
anfiteatro de la Facultad de Medicina. Rezaría y haría que su hijo lo imitara. ¿Para
qué más? Saturnina fue tan pura, que prefirió morirse de hambre antes que robar.
(Zapata, 2008[1960], p. 8)
La disección es inmoral y según cuenta el libro, muchas veces los policías y los entes
gubernamentales se deshicieron de los cadáveres pobres de esta manera, si no en fosas
comunes o incinerándolos en masa. En la actualidad aún quedan residuos de dichas prácticas,
por lo que es común escuchar la desconfianza de hombres y mujeres cuando se habla de las
cremaciones, un método que goza de mayor aceptación, pero que no termina de calar del
todo. Cuando alguien fallece su cuerpo es procesado para las exequias, las cuales incluyen
sala de velación y misa funeraria. De ahí es retirado a un horno crematorio en donde es
incinerado y pasado unos días los familiares reciben una urna bendecida que contiene las
cenizas. Existe la opción de dejarlas en el cementerio o llevárselas a casa, pero todo tiene su
precio. La gente está prefiriendo cremar porque resulta más barato y menos traumático, pues
de sepultar el cuerpo en la tierra o guardarlo en una bóveda se hallan en la obligación de
retirarlo a los cuatro años para extraer los huesos y depositarlos luego en un osario, que es
un agujero en los muros del cementerio que hay que comprar para dichos fines. En cambio,
con el cuerpo hecho polvo las personas evitan este desgaste, pero quedan con la incomodidad
de no saber qué hacer con las cenizas: “Uno no puede dejar eso así como así porque eso
forma parte de uno” (Anotaciones de campo 2021, Mercedes). Los difuntos son
verdaderamente un problema y el terror de desechar los restos humanos está en la posibilidad
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de dejar el alma en el limbo, sin la capacidad de alcanzar a Dios, pero si se mantienen en la
cotidianidad del mundo de los vivos, se corre la suerte de ser contagiados por la fuerza de la
muerte y caer así en la desgracia. Existen cientos de cuentos en los que las familias aseguran
convivir con el fantasma de su familiar ido e incluso con alguien más, ya que nunca tienen la
seguridad de que las cenizas sean en realidad las de su propia sangre.
La muerte de un ser querido no deja de ser un hecho traumático y doloroso por más que se
invoque el descansar en paz. Oprime la sensación del abandono y la soledad, pues al fin y al
cabo se pierde una compañía en la tierra de las fieras y la vida infortunada. “Yo la quería con
toda el alma/ como se quiere una sola vez/ pero el destino cruel y sangriento/ me dejó sin su
querer/ Sólo la muerte arrancar podrá/ aquel idilio de tierno amor” canta Leo Marini (s.f.c)
en su canción Dónde estás corazón, en la que narra la pérdida de su querida y condena los
designios de Dios quien varía las suertes sin un orden predecible y más bien burlesco. Lo
mismo hizo Gardel (2013) en el tango Sus ojos se cerraron, un tema de puro duelo y rencor
en el que un hombre llora con amargura la muerte de su esposa, reprochándole su despedida
repentina y precipitada: “Por qué tus alas tan cruel quemó la vida/ por qué esa mueca siniestra
de la suerte/ Quise abrigarla y más pudo la muerte/ ¡Cómo me duele y se ahonda mi herida!”.
Y con esto llega la pregunta de si los muertos acompañan a los vivos, sea para cuidarlos,
jugar con ellos o atormentarlos: “¡Oh, padre de los vivos, adónde van los muertos/ a dónde
van los muertos, señor, adónde van!” (p. 42) se cuestiona Amado Nervo (s.f.) en uno de sus
poemas y le hace juego Gustavo Bécquer cuando dice que “¿Vuelve el polvo al polvo?/
¿Vuela el alma al cielo?/ ¿Todo es vil materia, podredumbre y cieno?” (p. 37). Estas
interrogaciones que parecen tan vagas e irresolubles muestran una preocupación por el que
ya no está, al tiempo que por el portador del corazón aún latiente, pues el juego continúa para
los muertos vivientes que deambulan por su existencia pendiendo de un hilo.
Historieta 57. Pepo, 2010c, p. 37
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El muerto al hoyo y el vivo al baile tiende a decir la gente cuando reconoce la necesidad de
dar por finalizado el duelo, pues la vida exige una partida de naipe con la muerte en la que
se apuesta el día a día. Dejarse consumir por la tristeza no es una opción en la realidad de los
y las fregadas, quienes avanzan a punta de ingenio culebrero esquivando la Parca y retándola
a participar en un juego de atracción y repulsión: “No le temo a la muerte/ más le temo a la
vida/ ¡Cómo cuesta morirse/ cuando el alma anda herida/ Se va la muerte cantando/ por entre
las nopaleras/ En qué andamos pelona/ me llevas o no me llevas” le canta Antonio Aguilar
(2014) a aquel esqueleto andante que corta a ricos y pobres por igual con su guadaña. Pelona
porque así quedamos todos cuando los gusanos han perforado las carnes y el tiempo ha
cumplido en su paso la descomposición: sin cabellera ni belleza ni posesiones, así nos recibe
la muerte, hermana gemela de la diosa Ocasión —calva también— que se escurre al sentir el
deseo y aparece con determinación cuando menos se la espera. El Arcano XIII habla de un
nuevo resurgir, de un parto continuo sin epidural en el que la muerte es la eterna compañera
de los vicios, los pecados y los placeres asomándose a veces amiga y otras enemiga, pero
siempre caprichosa… y ante una presencia tan arbitrariamente juguetona hay que volverse
bufón para conseguir echar las cartas y triunfar en la plena oscuridad de una existencia de
cementerio.
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Surge
como una corriente de impulso y de fuerza que envuelve a los seres más
desafortunados para luego lanzarlos a errar por el mundo con la inspiración de lo imposible.
Describe la libertad, el ánimo y la energía vital necesaria para poder enfrentar la crudeza de
una existencia que es sólo desorden y angustia. Al igual que un bufón, El Loco se arma de fe
y humor en la obra de su propia tragicomedia haciendo reír a los demás a costa de su mala
suerte al tiempo que trata de conseguirse el pan en medio de su miseria. Como un espíritu en
ciernes, arrasador, apasionante y explorador, este misterioso arcano imbuye a todos los demás
con su determinación, a veces mínima, otras excesiva, pero siempre llamativa, tal cual faro
en el centro de una tormenta que guía a un náufrago ya famélico a enfrentarse con su destino
y así conseguir alcanzar su luz, que abraza y no quema.
El Loco es una de las cartas más curiosas del Tarot. Partamos del hecho de que dentro de los
22 Arcanos Mayores es el único que no tiene número, por lo que no precede o antecede a
ninguno, pero tiene la capacidad de abordarlos a todos. Puede ubicarse al principio del
camino, como también al final o en la mitad y siempre traerá consigo una reflexión sobre la
manera en que se enfrenta el mundo. La palabra Fool en inglés quizá resulta más precisa para
abarcar todos los significados de El Loco, pues no sólo es el bromista o el que tiende a las
tonteras, sino también el truhan, el necio y el ingenioso. Describe un personaje que valora y
afina su condición a través del espíritu carismático del que se encuentra dotado. El arcano
muestra un bufón parecido a un vendedor ambulante que avanza sobre un camino culebrero
llevando consigo únicamente una pequeña bolsita de corotos y un palo a modo de bastón. En
la parte inferior izquierda aparece un perro que empuja, retiene o persigue, simulando el
actuar del instinto contrariado que domina el cuerpo y la mente. Si nos fijamos bien, esta
carta y la anterior (Arcano XIII) son espejo una de la otra, con seres de carne o de hueso que
se inclinan sobre la tierra, miran hacia el horizonte y sostienen una herramienta que cumple
la función de apoyar sus intenciones: caminar y transformar la vida en medio del azar. El
Arcano sin nombre y el Arcano sin número se reconocen hermanos, por lo que gozan de tan
variadas como curiosas similitudes, así como de una sutil diferencia que logra distinguirlos.
Se trata de la dirección del movimiento, uno se dirige hacia la izquierda y el otro hacia la
derecha. Si ubicamos El Loco antes del Arcano XIII, se efectúa un juego de rivalidad en el
que se destaca la valentía del bufón, así como su espíritu retador; si lo situamos después,
aquel tonto declara la victoria sobre la hoz, dándole la espalda y siguiendo su andar como
paria del destino:
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En uno de sus artículos, Daniel Samper Ospina relató su encuentro con un León de Greiff ya
viejo y enfermo, todo aporreado y maltrecho. En 1972, el poeta colombiano sufrió un
accidente que le cambió la vida, pues tuvo una fractura en el cráneo que le produjo un
deterioro progresivo de sus capacidades cognitivas. Samper tuvo la oportunidad de visitarlo
tras el incidente y al preguntarle cómo se encontraba, de Greiff le respondió “entre fregado
y más jodido” (Samper, 1980a[1972], p. 317) y es interesante porque esta condición
existencial parece discurrir a través de un espectro de infortunios en el que siempre se puede
estar peor y muy difícilmente mejor. A lo anterior se le suma la mala suerte del país, la cual
describe de manera cómica el periodista en otra de sus columnas al asegurar que Colombia
es el Imperio de la sal (Samper, 1980[1978]), pues provoca giros desfavorables en la rueda
de la fortuna de cada persona que pisa o habita el territorio:
Carlos Gardel salió de Medellín hacia la muerte… Roman Polanski estuvo en el
Festival de Cine de Cartagena y ahora deambula, perseguido por la justicia de
continente en continente… La hija de Deborah Kerr pisó la playa colombiana y cayó
presa… Rostropovich, uno de los más grandes músicos del siglo, a quien se lo rapan
en todos los países, no pudo tocar en la Universidad Nacional… Jayne Mansfield se
presentó en Bogotá y a los pocos meses murió en un accidente de tránsito. Pinina vino
a grabar una telenovela, precedida de inmenso prestigio, y desde entonces no la
contrata nadie… El Circo Egred se desintegró entre nosotros, a fuerza de caídas del
trapecio y suicidios… Un famoso artista del Jaripeo o Rodeo Mexicano, que se había
paseado por todo América sin una sola herida, fue destrozado por una vaca en la Plaza
de Santamaría… Al legendario Andrés Segovia le robaron su mejor guitarra en
Bogotá… (p. 94-95)
Y así continúa a lo largo de tres páginas mencionando reconocidas personalidades del mundo
que recibieron por parte de esta república fregada el beso de la muerte, lo que equivale a
decir que les cayó un bulto de sal y los ahogó —muchas veces literalmente— en vuelcos
contrarios a la buena fortuna. Si eso es para el que viene de paso, la premisa se agrava para
el que nace, sobrevive y muere acá, pues su existencia no sólo está condenada a ser más corta,
sino más complicada. Todo se define a partir del nacimiento, pues una cuna de oro augura
bonanza y una de paja, desgracia: “Yo a ratos me pongo a pensar y digo: Hombre, antes es
una gracia ser uno medio algo en la vida. Pues hasta un pájaro necesita alas para volar en la
vida y yo no tuve nada” (Villegas, 1986, p. 52) contaba Francisco Correa Múnera, el
Culebrero, quien siempre estuvo a la deriva de la pobreza, el trabajo excesivo y la mala suerte.
La comparación con el pájaro es clave porque revela una ilusión mucho más íntima e inocente
y es la del vuelo pleno y libre, sin ataduras, en el que el mundo de los vivos se muestra
amplio, rico y abundante en paisajes. Pero estamos hablando de seres que nacen sin alas, sin
medios ni posibilidades, pues todo en cuanto existe se les ha negado y su propia presencia
representa una molestia, como lo precisa Vicky en Pobre gorrión (2007), cuando un pajarito
está siendo asediado por el infortunio: “La tarde gris, tus alas desplumadas/ la lluvia cruel, tu
cabeza mojada/ Buscaste entonces donde refugiarte/ un tibio nido para calentarte/ Te
equivocaste, gorrión, te equivocaste/ el nido que soñabas no era tuyo”. La vida se vuelve así
una tormenta de constantes privaciones donde nada favorece ni viene dado por naturaleza y
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por ende, cada quimera está condenada a hacerse polvo, “qué importa mi amor/ si al fin pobre
soy/ Y es mi destino seguir mi camino sin luna y sin sol” cantan Los Delfines (2005[1959])
en Pobre del pobre, mostrando la falta de calor y de ilusión en los que menos tienen. De esta
manera, los y las fregadas se la pasan librando su condición a cada instante:
Historieta 58. Pepo, 2010a, p. 26
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Resulta curioso que de todas las maneras de antropomorfizar a un cóndor, Pepo haya decidido
quitarle las alas y el plumaje a su personaje, manteniendo únicamente el pico, la cresta, el
rabo y las patas. Más allá de una directriz gráfica, podríamos aventurarnos a decir que lo hizo
así porque quería que Condorito perteneciera y por ende representara un sector social
específico, pues siendo fregado no tenía sentido que tuviera las partes que le permitieran
escaparse de su condición existencial o que lo protegieran ante el frío del mundo, pero en
cambio que sí conservara aquellas que representan el hambre, la picardía, la paciencia y el
esfuerzo. Las únicas veces en las que el protagonista chileno tuvo alas era porque había
muerto y empezaba a ascender al Cielo, un lugar en el que precisamente se alcanza la libertad
y se recibe opulencia en recompensa por el sufrimiento. En una realidad como esta, los pobres
asemejan a polluelos calvos, ciegos y abandonados, por lo que tienen una cita diaria con la
muerte, a la que esperan evitar en cuanto no los consuma. De esta manera, se lidia la vida
como si se cargara una cruz a cuestas y cada quien está obligado a soportar el peso de su
propia miseria. En el relato de Lisandro Duque (1997) al respecto del Bogotazo, Juan Roa
Sierra dice “Solo, tengo que hacer la vida. Y solo, tengo que seguir” (p. 115) y es así porque
la vida de alguien no implica la de uno, de modo que la única misión en la tierra de cada loco
es la de aguantar su grado particular de fregadez. El Arcano sin número emprende su
peregrinación en soledad y acaso el perro que lo acompaña no sea sino el guardián de su
determinación.
En entornos de carencia y escasez generalizada, es recurrente sentirse solo y rechazado por
el mundo. Aunque haya demasiada gente en las mismas condiciones, no deja de imperar el
abandono. En Hola, soledad, Rolando Laserie (s.f.) canta: “Yo soy un pájaro herido/ que
llora solo en su nido/ porque no puede volar/ y por eso estoy contigo/ soledad yo soy tu
amigo/ ven que vamos a charlar”, describiendo la angustia de hallarse sin compañía en la
propia tormenta. Pueden haber amigos, familiares y pareja, pero el destino es exclusivo, al
igual que sus contratiempos, de ahí que hay quienes gozan de una familia, pero no tienen un
techo que los resguarde; otros que se levantan con trabajo, pero se acuestan sin cariño;
algunos que apuestan con fervor y llegan al final de la vida con los bolsillos igual o peor de
vacíos… y así, en cientos de miles de fórmulas, todas ellas fregadas, aunque de manera
distinta. Si todos están en lo suyo, es muy difícil confiar y ser solidario, pues se tiende a la
traición, la envidia y al provecho sobre lo ajeno: “Cómo quieren que yo dé amor/ si en mi
vida no tuve calor/ sólo rencor” reclama Rodolfo Aicardi (2010b) y tiene sentido si lo
pensamos desde la lógica de los dones en donde no se ofrece aquello de lo que se carece… y
aún con esto, logran el artilugio de amar, confiar y ayudar. Por eso es tan grave cuando se
quiebra esta apuesta, ya que no sólo se rechaza un don mágico, sino que se genera uno
negativo, como el que cuenta Oscar Agudelo en La cama vacía (s.f.b) al darle voz a un
enfermo delirante que lamenta su estado final: “Cuando uno está en condición/ tiene amigos
a granel/ pero si el destino cruel/ hacia un abismo nos tira/ vemos que todo es mentira/ y que
no hay amigo fiel” (Agudelo, s.f.b).
Sin ser deseada, la soledad se vuelve una buena maestra de la vida, pues endurece los
corazones y templa el espíritu, haciéndolo más fuerte y resistente. “Aprendí que en esta vida
hay que llorar si otros lloran/ Si la murga se ríe, uno se debe reír/ No pensar ni equivocado,
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para qué si igual se vive/ y además corres el riesgo que te bauticen gil” canta
memorablemente Rolando Laserie (2006) en Las cuarenta, una enseñanza vuelta canción
que ilustra los engaños de la quimera, así como de aquellos que se hacen llamar amigos. No
por nada la gente tiende a decir mejor solo que mal acompañado, pues recordemos que fue
uno de los doce discípulos quien traicionó a Jesús alertando a los gentiles mediante un beso
dado a la mejilla del Hijo de Dios. Ya lo diría Leo Marini (1958) “la vida no me importa/
pues sólo me ha dado/ traiciones y envidias/ Yo sé que todo es falso/ que amor y amistad son
tan solo mentiras”… pero el anhelo de una mano, un hombro o un pecho se mantiene, aunque
sólo les preste abrigo hoy y mañana ya no esté. Olimpo Cárdenas (1982a) le canta a esta
fuerza que los lleva a sobreponerse: “Desdeñoso semejante a los dioses/ yo seguiré luchando
por mi suerte/ sin escuchar las espantadas voces/ de los envenenados por la muerte”.
Historieta 59. Pepo, 2010c, p. 61
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Igualarse a Dios es creer en lo imposible, en la manipulación del destino y la fortuna. Es
sentirse dueño de la vida y por ende, libre y pleno. Cuando llegó la hora de que Simeón
Torrente ingresara a estudiar, el Coronel Epaminondas se vio en la obligación de empeñar la
única pertenencia de valor que le quedaba: la espada con la que peleó en la Guerra de los Mil
Días. Se había resistido una y mil veces a hacerlo, aún en los momentos más críticos y
aciagos, pero viéndose acorralado por Doña Eduvigis —su esposa— y la mirada piadosa de
su hijo, desistió y terminó de convencerse diciendo “lo posible se ha hecho, lo imposible se
hará” (Salom, 1992[1969], p. 58) y esta consigna, que parece tan banal, revela todo un
engranaje espiritual que lleva a los seres a mostrarse desdeñosos ante la vida con el fin de
obtener una victoria sobre ella. Del mismo modo sucedió en La Estrategia del Caracol
(Cabrera, 1993), cuando Don Jacinto deja de lado el orden de las cosas y con una energía
sobrenatural le apuesta al traslado físico de su hogar confiando en que se hará realidad:
— (Don Jacinto): Si le digo que es posible, Romero, es porque es posible…
— (Perro Romero): Ese no es el punto…
— (Don Jacinto): Entonces el punto es que si usted no cree en usted, menos va a
creer en mí…
— (Perro Romero): ¡Shhhh! Hable pacito…
— (Don Jacinto): Usted ya sabe que por vías legales vamos a perder.
— (Perro Romero): Entiéndame, Jacinto, yo soy abogado…
— (Don Jacinto): Ni qué abogado ni qué derechos, hombres. ¡Usted ni se ha
graduado!
— (Perro Romero): Sólo me falta la tesis, pero aunque no lo sea todavía, yo estoy
hecho pa pensar como abogado…
— (Don Jacinto): Entonces ni hablar. Vayamos buscando dónde coño irnos, porque
que nos echan, nos echan.
— (Perro Romero): ¿Y qué ganamos con hacer lo que usted dice?
— (Don Jacinto): … nuestra dignidad.
— (Perro Romero): Su estrategia no tiene antecedentes, Jacinto.
— (Don Jacinto): Eso es precisamente lo que más me gusta. Mire, Romero, no
jodamos más. Hagamos una cosa: usted haga lo suyo y yo lo mío. Si lo suyo no
funciona, no importa, pero por una vez tenga fe en las personas y no sólo en las
leyes.
La actitud del viejo español es temeraria, decidida y disparatada, como la de todo loco que
cree en lo imposible y llega a hacerlo realidad, sea por necesidad, agrado o un deseo íntimo
de resultar creíble. Se trata de personas que son perspicaces para librar su existencia,
aspirando a la mayor ilusión y consiguiendo en el camino lo poco, que es algo, ya que peor
sería nada. “Creían que estaba loco porque salía con el paraguas al que le ponía una bandera
y todo el mundo se quedaba viéndome y, entonces, empezaba a anunciar las repollas”
(Villegas, 1986, p. 94) contaba el Culebrero, un hombre capaz de volver a su favor a la masa
más indiferente. Tal cual serpiente, el Culebrero efectuaba movimientos hipnóticos que
cumplían el único fin de captar la atención, pues en el momento en que lo conseguía,
declaraba el triunfo ante el afán del día. Este ingenio sólo puede ser producto de la vaciadema,
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como le decía Don Chinche (Sánchez, 1982) al hecho reiterativo de no tener ni un peso, de
encontrarse tan inútil como un plato sin comida. Aquí hay un asunto interesante con la
ambición que sin llegar a ser satisfecha, motiva y ofrece consuelo en una vida que no se tiene,
sino que se consigue y bajo este sentido los pobres luchan incesantemente por alcanzar la
gloria: “Por una cabeza, todas las locuras/ su boca que besa/ borra la tristeza/ calma la
amargura” canta Gardel (2005[1935]) en uno de sus tangos en el que el deseo empuja a un
jugador a apostar una y otra vez, a pesar de la baja probabilidad de conseguir la victoria. El
problema radica en el descontrol inherente de toda locura que lleva al desgaste excesivo de
los seres al volverlos esclavos de su codicia. Así lo fue para Ícaro a quien se le advirtió sobre
los límites de su empresa y siendo terco, voló y voló más alto… hasta que el sol derritió sus
alas. Justo por eso surge la necesidad de la templanza que actúa como un balde de agua fría
capaz de entibiar la marea ardiente del deseo al disminuir la velocidad con la que corre la
sangre al verse enfrentada al objeto de sus anhelos. Señor, dame la serenidad para aceptar
las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para
poder diferenciarlas reza una plegaria que tiene como objeto el intercambio y equilibrio entre
la razón y la emoción.
A falta de alas, la gente camina y lo hace aunque tenga que llevar a rastras sus pies, ya
desgastados, curtidos y callosos por el sudor y el esfuerzo. Los y las fregadas son personas
enseñadas a andar como perros callejeros en busca del pan de cada día, emprendiendo
diversos senderos con el resurgir del sol: “Los primeros días fueron muy duros. Gamineaba
en las calles y vivía de lo que podía, limosnita que me daban, comida que me robaba,
pequeños mandados que me pagaban” (Villegas, 1986, p. 54) relataba Francisco Correa
Múnera al recordar la temporada después de haberse escapado de casa debido al maltrato
constante por parte de su padrastro. La noción de camino es fundamental en la vida fregada,
pues a la vez que destino es culebra que engaña, traiciona y efectúa giros repentinos de
infortunio, como lo lamentan Los Diablitos (2010): “Los caminos de la vida/ no son como
yo pensaba/ como los imaginaba/ no son como yo creía […]/ son muy difíciles de andarlos,
difíciles de caminarlos/ y no encuentro la salida”. De esta forma, el pobre está condenado a
errar entre sendero y sendero buscando alivio para su sufrimiento y esperando con una
paciencia de santo el encuentro definitivo con la muerte. “Un amor que se me fue/ otro amor
que me olvidó/ por el mundo yo voy penando/ amorcito quién te arrullará/ pobrecito que
perdió su nido/ sin hallar abrigo muy solito va” comienza cantando Julio Jaramillo (1990e)
para luego decir “Caminar y caminar/ ya comienza a oscurecer/ y la tarde se va ocultando/
amorcito que al camino va/ amorcito que perdió su nido/ sin hallar abrigo en el vendaval”,
pues describe el dolor de un hombre vuelto pájaro que ha sido rechazado múltiples veces y
pierde el sentido en medio de la tormenta de su existencia, la cual lo fuerza a seguir andando
a pesar del dolor.
Los caminos culebreros hacen a la gente fregada caminantes audaces y experimentados.
Partiendo de su condena de nacimiento, consiguen darle una nueva forma a su destino que
no tiene la intención de cambiarlo, sino de hacerlo propio, íntimo, fiel a sus intenciones y
deseos. “Yo soy el aventurero/ el mundo me importa poco/ y hago de mí lo que quiero/ soy
honrado y buen amigo/ vacilador más sincero” canta Antonio Aguilar (1969c) en uno de sus
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grandes éxitos dedicado a todos los hombres que tienen como bandera la libertad y se alzan
sobre su miseria de manera honesta, pícara y divertida. En Sibarita, Condorito —con la
misma actitud y porte de El Loco— resiste su pobreza haciendo gala de su ingenio y
ambición, habitando a sus anchas el pedazo de mundo que le corresponde:
Historieta 60. Pepo, 2010c, p. 81
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Un sibarita es una persona que tiene gustos refinados y como es muy poco lo que pueden
llegar a alcanzar los pobres, lo mínimo se vuelve un artículo de lujo. Un almuerzo en el centro
de la ciudad que es tan común para los gentiles e incluso para los pudientes, tiene un valor
altísimo para el fregado, a quien se le niega esta práctica por carecer de dinero y nombre.
Alguna vez mantuve una conversación con una mujer que tiende a jugar semanalmente el
chance y le pregunté qué quería hacer con la plata y me contestó “Yo quisiera conocer el tren
de la Sabana y luego visitar las minas de Zipaquirá” (Anotaciones de campo 2021, Anónimo),
sin querer me reí, pues esperaba una ambición mayor y le dije que con toda la suma del
premio podía hacerlo unas mil veces como mínimo, a lo que ella me respondió “Bueno, sí,
mejor Melgar” (Anotaciones de campo 2021, Anónimo) y con eso comprendí que para ella
ese par de lugares tan cercanos a Bogotá representaban el mundo entero de sus ilusiones. No
ganó, pero sé que ahora anhela otras cosas y se permite volar un poco más alto, ya que tal
vez el truco está en apostar lo máximo para obtener lo mínimo, siempre con humildad, como
un Condorito que deambula en los barrios más finos para obtener el alimento y así conseguir
disfrutar a su manera la dicha de las sobras. A la final también es un triunfo contra los ricos
a quienes les produce escozor la felicidad de los pobres.
La libertad es uno de los valores más importantes de los fregados. Aunque tiende a ser una
ilusión, cada milímetro que consiguen conquistarle al destino mediante la apuesta de sus
deseos lo vuelven gloria y nadie, absolutamente nadie, podrá quitarles lo bailao. Vivo en el
sur de Bogotá por lo que desplazarme a cualquier parte de la ciudad representa un viaje en
Transmilenio de mínimo una hora y en el entretanto es común la romería de cientos de
vendedores que buscan el sustento del día. En uno de los trayectos, se subió una mujer en
estado de embarazo y con un niño en coche a vender dulces mientras nos contaba su vida.
Venía de Ciudad Bolívar y había escapado muy joven de su casa debido al maltrato y
encontrando abrigo en la casa de su novio había quedado encinta. Ante las miradas que la
reprobaban dijo: “De pronto usted piensa que uno llega viejo, todo feo y gordo… pero se
siente libre. Y eso, hermano, yo lo valoro más que nada” (Anotaciones de campo 2021), como
diciendo que no se arrepentía de sus decisiones porque al fin y al cabo las había tomado ella
y se encontraba libre de las circunstancias insoportables de su lugar de nacimiento. Por un
solo momento, fue dueña de sí misma y consiguió mantenerse firme en su determinación,
como también lo hizo Don Chinche cuando salió de pelea con el Maestro Eutimio y se rehusó
a recibir cualquier favor de su socio o de Doña Bertica —mamá de Eutimio—: “Disculpe,
Doctor, pero uno puede estar muy vaciado en la vida, pero tiene que ser digno” (Sánchez,
1982, cap. 33) le comentó al Doctor Pardito que le increpaba su exagerada actitud.
El Loco es libertad porque ignora el juicio del sentido común y se apropia de sus pies para
echarse a andar. Tiene el mismo espíritu de aquel clásico de Aicardi (2012c) que dice
“Déjame vivir mi vida/ yo no soy malo con nadie […]/ si soy un borracho, si soy un perdido/
si soy mujeriego, si soy un bandido/ yo vago en el mundo/ yo soy vagabundo”. Vagabundus
describe a la persona que deambula por el mundo sin rumbo fijo, muchas veces sin casa ni
trabajo ni compañía y de acuerdo con Rodolfo Aicardi (2012c), aun siendo impuesto, también
es decidido. El problema radica en que los caminos posibles están determinados por las
condiciones existenciales: “soy un pobre caminante/ sin rumbo ni dirección/ No sé ni de
195
Historieta 61. Pepo, 2010c, p. 41-42
dónde vengo/ no sé dónde ahorita estoy/ Vago solito en el mundo/ ¡Ay, qué desgraciado soy!” cantan las Hermanas Lago (2019),
mostrando el infortunio de El Loco. De igual modo lo hacen Sonia y Carlos: “Como yo soy un errante a nadie hago falta yo/ moriré
rezando sólo sabe Dios en qué lugar” (2019), pues el hoy se juega, pero el mañana es igual de lejano que improbable y oscuro. En este
contexto emerge el bohemio, melancólico, libre, desbordante en espíritu y profundamente artista de su camino:
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A Gardel y a Condorito los une un espíritu bohemio caracterizado por el sufrimiento, el
infortunio y la nostalgia, así como la ilusión, el deseo y el placer que hacen contrapeso.
Brindar por el arte es sentirse inspirado por la belleza del dolor, es encontrar confort en la
melancolía de un tango y así hallar vida en una pluma, una voz o un porte bien empuñados
capaces de trascender en su tiempo y aliviar decepciones profundas del corazón. Así lo
escribió alguna vez Daniel Samper (1980[1979]) en una columna dedicada a los recitadores
de salón, seres anodinos que se ganaban la vida con el llanto ajeno, pues hacían de narradores
expertos de aquellos poemas de pena y de dolor. “Los que gozaban de esas reuniones sabían
que la persona culta no era la persona leída, sino la escuchada. Porque la poesía entraba por
los oídos y no por los ojos” (Samper, 1980[1979], p. 387) y aún más importante, por el
corazón, órgano de los sentimentalismos. Todo fregado es en cierto grado un bohemio, pues
valora los impulsos de su alma sobre los de la razón y se permite navegarlos y disfrutarlos
con el fin de calmar su angustia del presente: “Soy errante, soy bohemio, ya me cansé de
sufrir/ los amores que he tenido nunca me han hecho feliz” dicen Sonia y Carlos (2019). El
bohemio se integra en este universo como un espíritu decidido y arriesgado que goza sus
tardes en cantinas o cafetines y tiene como bandera la libertad.
Se trata de cigarrillos andantes que se consumen con cada bocanada de inspiración: “El humo
de los olorosos cigarrillos/ en espirales se elevaban al cielo/ simbolizando al disolverse en
nada/ la vida de los sueños” (p. 17) decía Guillermo Aguirre (s.f.). Fumar es un elemento
fundamental en la lógica fregada, ya que no sólo constituye un hábito de control, sino que
distrae del desgaste al brindar calor efímero. Hombres y mujeres sostienen en sus manos
estos cilindros cargados de tabaco para sentir que dominan el tiempo y el espacio en un
momento que es tan fugaz como el envoltorio que se torna ceniza. “No hay nada más rico
que tomarse un tinto con un cigarrillo” (Anotaciones de campo 2022, Anónimo) me dijo una
mujer que fumó desde los seis años, por lo que se efectúa aquí un valor supremo del placer
vuelto placebo. Del mismo modo actúa el alcohol: “Qué saben de la vida los que no han
sufrido/ los que nunca han sentido/ una pena de amor/ Dicen que soy borracho/ que voy por
el mundo/ como alma perdida/ Si bebo es por mi gusto/ y a nadie le importa” diría Leo Marini
en Yo vivo mi vida (1958). Condorito todos los días se emborrachaba para recordar a Gardel,
quien a través de su arte vivo le brindaba consuelo y comprensión en la tormenta de su vida.
Alzar la copa por el tango es hacerlo por la nostalgia y los locos encuentran alivio en un
pasado superado y eso es justamente la bolsita que carga el bufón: un artefacto de la memoria.
Ser bohemio es negar el orden del mundo, mostrarse disidente y vivir de acuerdo con los
valores de la plena independencia. Por lo general, se trata de gente adinerada que escapa de
su comodidad buscando purgarse de los efectos de la burguesía, sin llegar de hecho a hacerlo
del todo. La gente pobre es bohemia en la medida que busca su libertad y valora el arte de un
bolero o un tango como fuente de inspiración para su trasegar. La palabra bohemio surge
como una denominación con la que los franceses se referían a los gitanos que habían migrado
de Bohemia, una antigua región que en la actualidad forma parte de la República Checa. Esta
asociación no es en vano, pues los gitanos son vistos como representaciones de la libertad y
el camino, siempre disidentes del orden establecido y burlescos frente a la autoridad. Ambas
personalidades se distancian en el hecho de que el bohemio nace en la sociedad que rechaza
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y el gitano acepta su condición relegada al tiempo que disfruta de ella, una diferencia
paradójicamente afín en la gente fregada.
“Gitano del recuerdo/ me iré por los caminos/ y cantaré como antes las canciones del ayer”
escribió el argentino Héctor Blomberg (s.f.a) en Canción a Myriam Gray, un poema en el
que un hombre deambula en su memoria buscando a la amada que no volverá. Asimismo, lo
canta Yolanda del Río (2012b): “Y te me fuiste ayer/ con el atardecer/ de un día que no
esperaba/ La noche se hizo gris/ y se quedó sin luz/ mi religión gitana”, pues el hombre de
sus sueños —a quien se le entregó como un voto de fe— emprendió de nuevo su camino
anhelando otro querer. Vuelto emblema, el gitano representa esta inestabilidad propia del ser
que no es estático, ya que se trata de un pueblo nómada que camina su existencia más allá de
las fronteras del mundo y que construye su realidad a través del cambio. Ser gitano del
recuerdo equivale a decir que se recorre la memoria para volver a sentir, para traer a la vida
aquello que ya no existe e incluso purgar un dolor o un sufrimiento. Y aquí surge una nueva
acepción generalizada: el gitano como un ser malicioso, conocedor de tantos secretos como
artilugios de defensa y purificación perversa: “si fuera vil gitano te dijera/ tres frases que
contengan brujería/ que vayas por el mundo muerta en vida/ y vivas mil años de hechicería”
canta Alci Acosta (s.f.c) en un tema en el que convoca la magia negra, una fuerza capaz de
infringirle daño a alguien a quien se le tiene rencor o envidia. En la lógica fregada, los gitanos
son gente de caminos culebreros, sea por infortunio de la naturaleza o por intervención oscura
y se identifican con ellos cuando encuentran en su pasado un motivo de rencor o venganza
que los mantiene atados y les dificulta su andar. Buscar a un gitano —en este universo—
implica querer intervenir en el orden del Supremo, ansiando libertad y respiro del ahogo a
cualquier costo.
Los gitanos como valor implican el movimiento constante, la transformación continua y la
aceptación plena y gustosa del cambio permanente. Surgen entonces los gitanos del mar: los
marineros. “— ¿A dónde partes marinero?/ — Al mar, al mar…/ Hasta que un día me
amortajen/ y ya no vuelva nunca más/ sobre mis sueño las mareas/ rodarán, cantarán” (p. 28)
escribe Héctor Blomberg (s.f.b) en otro de sus poemas donde enfatiza el ir y venir de los
hombres del agua, quienes gozan de la inmensidad del horizonte azul, así como de los
placeres que los esperan en cada parada. “Amo el amor de los marineros/ que besan y se van/
Dejan una promesa/ no vuelven nunca más/ En cada puerto una mujer espera/ los marineros
besan y se van/ Una noche se acuestan con la muerte/ en el lecho de mar” (p. 30) escribió
Pablo Neruda (s.f.) en Farewell (Despedida), quien condensa en una sola estrofa la fugacidad
de la vida decidida, consonante con la marea y dispuesta a apagarse en sus profundidades,
siempre y cuando haya habido el goce de un vaivén cristalino y poderoso. Ser marinero es
conocer y dominar los peligros del océano —que es la misma vida— para conseguir arribar
en la tierra prometida que augura tranquilidad y opulencia. La gente fregada admira a los
gitanos del mar porque consiguen desprenderse del valor de lo material, así como de la
condena estática del pobre, quien por falta de medios y exceso de responsabilidades ve el
mar como un sueño lejano, distante e imposible. Él que como un náufrago sobrevive al mar
de su miseria, anhela la poesía de una tormenta azul en la que el dinero, el prestigio y la
belleza poco importan.
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No se trata de que la gente fregada sea bohemia, gitana o marinera, sino de que anhelan un
espíritu marcado por la libertad y dichas figuras encapsulan a la perfección esta quimera.
Tienen algo de cada una sin llegar a ser totalmente alguna, pues carecen de las posibilidades
y las condiciones para serlo: “Como no soy pajarillo/ nunca lograré volar/ como no soy
marinero/ no podré cruzar el mar/ Yo perdí desde la infancia a mis padres/ desde ahí me
quedé como el errante/ condenado a navegar” explican Sonia y Carlos (2019). Sin mar ni
capacidad de viaje ni el estómago lleno por el arte, los más desafortunados gozan de su
existencia en un espacio muy concreto que los recibe sin un peso: “los parques son la finca
de recreo para los pobres” (Salom, 2013[1975], p. 32), recordó Bernabé Bernal luego de que
Bonifacia —su esposa— lo reprimiera por pasársela en la calle a una edad ya avanzada. Se
dirigió al Parque Nacional porque buscaba aire fresco, tranquilidad y libertad. Cuando llegó,
ubicó un banco, se sentó y estiró las piernas sintiéndose dueño del sol. “La presencia del
alegre grupo infantil lo retrajo a su niñez. Los recuerdos fueron emergiendo atropelladamente
del fondo de su memoria” (Salom, 2013[1975], p. 33) y empezó a recorrer los caminos de su
vida, tal cual gitano, sin ser perturbado por el afán del dinero o la angustia del tiempo que se
escapa. Duró horas y horas sentado, contando sus dichas con la mano y lamentando la
infinidad de sus desgracias, reflexionando sobre su historia, así como la de las demás
personas que lo habían acompañado a lo largo de su existencia. Buscó a los muertos que eran
tanto amigos cortados por la hoz como oportunidades desaprovechadas, ilusiones quebradas
y ambiciones fútiles.
El parque es un lugar de concentración en el que el único componente capaz de alterar la
tranquilidad es la de un robo o un aguacero típicamente bogotano. Por lo general, es el espacio
en el que el fregado se siente dueño de sí mismo, libre de cualquier molestia y así arquitecto
de su tiempo. Si los ricos tienen praderas, piscinas privadas, cabañas y caballos de
entretenimiento, los pobres tienen pasto, lagos artificiales, tiendas ambulantes y perros
eufóricos que reflejan la emoción de sus dueños. No hay nada más grato que ir un agosto a
volar cometa o celebrar un cumpleaños con el piso repleto de pollo asado y gaseosa o tener
una jornada extenuante de diversión y celebrarla con una oblea desbordante de crema y
arequipe. Es un placer de los dioses sentarse en un columpio y confiar en que el viento se
vuelve amigo que empuja y sostiene. Todo en un parque parece más claro y feliz porque es
un lugar de ocio en donde surge el impulso de querer vivir. Bernabé Bernal estuvo toda una
tarde sentado en el Parque Nacional y tomó la resolución de escribir sus memorias, un
propósito que mal que bien lo inspiró a sortear su vejez.
Existe otro sitio que le hace juego al parque y es la cafetería, un establecimiento de paso que
acoge a cientos de trabajadores extenuados para recargarlos con un tinto y algún pan o
pasaboca. Es una mezcla entre panadería y cantina, donde los comensales pueden durar horas
o minutos estableciendo aireadas conversaciones mientras aspiran el humo de múltiples
cigarrillos consumiéndose, así como el olor distintivo a café de greca. Quizá la mejor canción
para expresar el valor de este espacio sea Cafetín de Buenos Aires en la versión de Roberto
Goyeneche (2003):
Como una escuela de todas las cosas
ya de purrete me diste entre asombros
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el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.
[…]
En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía, dados, timba
y la poesía cruel
de no pensar más en mí.
Me diste en oro un puñado de amigos
que son los mismos que alientan mis horas:
José, el de la quimera;
Marcial, que aún cree y espera;
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía.
La cafetería es un lugar de reunión y ensamblaje de vidas vueltas harapo en el que se cosen
y se vuelven a deshilachar existencias con el único objetivo de sanear la angustia del presente.
Sobre mesas que nunca preguntan —parafraseando a Goyeneche (2003)—, hombres y
mujeres purgan sus penas, resuelven el mundo y alivian sus preocupaciones, todo a la vez y
sin llegar a hacerlo por completo. Casi todas las películas de Gardel tienen como personaje a
un cantante pobre de cafetín en el que se cruzan historias y eventos, muchos de ellos
desafortunados, pero igual de inspiradores. A diferencia de la cantina, la cafetería es un lugar
diurno que se presta a la conversación continua. Allí no se duermen los dolores, sino que se
procesan al mismo ritmo con el que se fuma una cajetilla de cigarrillos o se toma una taza de
café. Allí se mastica, se bebe y se deshecha, se propone, se discute y se lamenta. Queriendo
comprender el orden del mundo, se produce un intercambio de experiencias con el sentido
de pedir consejo:
Vení, hermano, sentáte a tomar café conmigo.
Quiero conversar contigo y a escucharme preparáte.
Escucháme te lo imploro, tomá, fumá un cigarrillo,
con el humo del pitillo disimulo si es que lloro.
Perdoná si te hago a vos víctima para escucharme,
es que quiero desahogarme…
¡Mozo! Café para dos.
Canta la orquesta de Francisco Canaro (2009) en un tango en el que un hombre le cuenta a
su amigo la angustia que siente por llegar a perder a su amada debido a los celos. Invitar un
café es convidar a conversar y por ende demostrar interés, por eso es que es un espacio
importante para establecer relaciones basadas en la confianza y la cercanía. Son olletas y
olletas repletas de aquel brebaje oscuro y azucarado que tiene la cualidad de soltar la lengua
y avivar la llama de la inspiración. No solamente se llora o se lamenta con un tinto, sino que
200
también es el escenario de carcajadas estruendosas a propósito de los giros inesperados de la
fortuna. Los fregados tienen esa curiosa capacidad —habilidad, si se quiere— de burlarse de
sí mismos y de toda desgracia que los rodee, a veces con resignación e incredulidad, pero
siempre con una marcada intención de aligerar la pena y poner todo en perspectiva. Cuando
la mente y el corazón están a oscuras comienza a acercarse la muerte, pero una simple broma
tiene el poder de totear el fuego de la vida y ahuyentar a la Pelona de un solo brinco.
Historieta 62. Pepo, 2010b, p. 62
201
Esta cómica anatomía de Condorito es la misma de Don Chinche o la de Cantinflas y, por lo
tanto, la de los fregados. Cada detalle está justificado por una expresión del universo de esta
gente, que en medio de la pobreza y la mala suerte construyen su realidad al tiempo que
afinan sus cuerpos para resistirla. Aquí aparece el bufón, un ser grotesco que se burla de su
propia miseria, como también lo hacen los pobres. Si nos fijamos en el hígado de Condorito,
veremos que este ríe a carcajadas y tiene sentido si pensamos que este órgano es el
responsable de desintoxicar el cuerpo de sustancias nocivas, como el alcohol o la tristeza,
que fluyen por la sangre encegueciendo la razón y fatigando el corazón. Cuando el hígado
deja de sonreír, el cuerpo comienza a tornarse amarillo y se seca chupando al igual que un
gota a gota todas las ilusiones y alegrías. A esta enfermedad se le conoce como cirrosis, un
padecimiento en el que el hígado lucha por volver a su luz tras varias lesiones dadas por los
excesos y que al tratar de restablecerse produce de sobra las sustancias que terminan por
descomponerlo. Julio Jaramillo y José Alfredo Jiménez fallecieron por este mal en medio de
una fuerte desolación e intranquilidad producidas por el deterioro progresivo, pero eficaz.
Poco a poco comenzaron a reír llorando, como lo escribió Juan de Dios Peza (s.f.) en uno de
sus poemas en el que el hombre más gracioso del mundo asiste a un terapeuta porque es
incapaz de reír. Luego de que le recomienda ir donde Garrik, el enfermo admite que ese es
su nombre y termina diciendo:
Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida
sin encontrar para su mal remedio.
¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe
porque en los seres que el dolor devora
el alma gime cuando el rostro ríe!
Si se muere la fe, si huye la calma,
si solo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.
El carnaval del mundo engaña, tanto
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto,
y también a llorar a carcajadas. (p. 22)
Muchas veces la gente fregada llega a este punto cuando la quimera de sus pasos se ha vuelto
trizas. Dejan de reconocer cualquier tipo de encanto y se sumen en un estado de depresión en
el que no hay alternativa y de haberla, es demasiado dispendiosa e improbable. Pero son
existencias que no dan espera, pues hay que comer, beber y dormir, y para ello, trabajar. La
fe que había muerto, enciende su chispa y propaga al cuerpo con una nueva ilusión, como
cuando Cantinflas es rechazado por la mujer que anhela y tras escribir una carta llena de
lágrimas se dispone a encontrarse con una nueva amante, porque “a cada chango le llega su
cacahuate” (Delgado, 1950) y todo es cuestión de tener paciencia. Al igual que Simeón
202
Torrente (Salom, 1992[1969]), Cantinflas se defendió con la fe y el humor, un escudo y una
lanza capaz de detener el filo inquebrantable de la espada de la (in)Justicia.
— (Simeón): Me burlo de la vida, porque si la tomara en serio ya me habría vuelto
loco… ¿Quiere saber cuál es mi fórmula para resolver todos los problemas? ¡Tres
cucharadas de fe y cuatro gramos de humor…!
— (Misiá Pela): ¡Pues con esa fórmula se van a morir de hambre dentro de poco…!
(Salom, 1992[1969], p. 137-138)
Misiá Pela era la suegra de Simeón, una mujer que le hacía alusión a su nombre por sus
insistentes amarguras e improperios. Nunca confió en que fuera un buen esposo para su hija,
Librada, pero la vida es culebrera y sorpresivamente fue un hombre fiel, trabajador y
amoroso. En contraste con la falta de dinero y alimento, el matrimonio tuvo en grandes
proporciones el cariño, el cuidado y la risa, siempre melancólica, aunque revitalizadora. Los
pobres ríen con dolor, porque al tiempo que los aflige la desgracia se mofan de ella para
sobrellevarla, tal cual payaso que tiene pintada una sonrisa extravagante y encima un par de
lágrimas que le hacen juego. A mi mamá le dicen Mechitas, como si ella misma fuera un
pequeño cordón de algodón capaz de consumirse a carcajadas. Son miles las historias en que
la abruma la tentación de reírse —como ella misma dice— y ante la imposibilidad de expulsar
el tormento cosquilloso comienza a llorar. Alguna vez a mi abuela le dio por estrenarse unos
zapatos de charol para asistir al funeral de una de sus hermanas. Sus hijos la acompañaron y
ya dentro de la Iglesia, en algún punto se arrodilló e imploró piedad por el alma de la difunta.
Cuando llegó el momento de levantarse, no pudo hacerlo del dolor que le producía el roce
del zapato en el talón ya cubierto de ampollas y llagas. Mechitas se encontraba a su lado y
ante los intentos fallidos de María del Carmen —mi abuela— para levantarse, la agarró la
tentación de reírse, quizá por los nervios, el pánico, la tristeza y una ligera pizca de burla
que, al igual que la sal, hace toda la diferencia. Brotaron las lágrimas al igual que un diluvio
que sólo puede detenerse por la voluntad del Supremo. Una prima se acercó a consolarla y le
preguntó por qué le dolía tanto… y mamá sólo podía continuar reír llorando.
Incluso en un gesto tan instintivo como una risa, existen diferencias notables con los ricos,
seres camaleónicos de pura prudencia que se avergüenzan de no sentir tanta felicidad como
creen:
Las gentes distinguidas (y no hay que más distinga un hombre de otro que el dinero)
administran la alegría con eutrapelia y el dolor de la parsimonia. Entre ellas es de mal
tono reír a carcajadas y de pésimo gusto derramar lágrimas. Los pobres son, en
cambio, extrovertidos. Dan rienda suelta a su dicha y no pueden refrenar sus penas.
El dinero levanta barreras de hielo entre padres e hijos; la falta de dinero tiende sólidos
puentes entre unos y otros. (Salom, 1992[1969], p. 95)
No se trata de que los pobres sean más felices que los ricos, sino que valoran las cosas de
manera distinta, mucho más profunda y propia de su condición fregada. El humor es una
lanza que bien empleada efectúa el milagro de hacer perder al gentil o al pudiente una partida
de miles del juego de la vida. Ahí tiene su hijueputa casa pintada escribieron los inquilinos
de La Estrategia del Caracol (Cabrera, 1993) como burla al verdadero desgraciado: el
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adinerado. Disfrutamos de Cantinflas, Don Chinche y Condorito porque, como héroes del
recuerdo, demuestran el legítimo derecho de los pobres a burlarse de sus patrones. Hacen reír
porque en medio de una existencia tan restregada por Dios, la Fortuna y la Justicia de los
hombres, una carcajada se torna en el antídoto ideal —por lo gratuito y lo eficaz— para el
veneno de la miseria. Para vencer la soberbia y la humillación basta el ridículo, ese chispazo
que provoca un incendio de carcajadas que incinera en cuestión de segundos cualquier
angustia o dolencia (Salom, 1977[1973]) y no hay una personalidad que sea más experta en
esto que la de un payaso.
Los payasos son buena papa, es decir, seres gentiles, bondadosos y atentos, siempre
dispuestos a echarse una burla para hacer reír al otro, igual de triste o desgraciado que él
mismo. Se vuelven verdaderas candilejas que alumbran con el fulgor de varias mechas la
oscuridad inclemente del dolor: “Eres luz de abril, yo tarde gris/ eres juventud, amor, calor,
fulgor de sol” cantaba José Augusto (1975) en una canción compuesta por Charles Chaplin
que narra la historia de un payaso que salva a una bailarina del suicidio para luego cuidarla
y enseñarle todo acerca del mundo del circo. Él se enamora de ella, pero cuando le llega el
éxito lo abandona, dejándolo como un arlequín que llora su miseria, como lo dice un tango
en voz de Ignacio Corsini (1929): “Perdóname si fui bueno/ si no hice más que sufrir/ si he
vivido entre las risas/ por quererte redimir/ Cuánto dolor que hace reír/ soy un arlequín/ un
arlequín que salta y baila/ para ocultar su corazón lleno de pena”. La figura del payaso en la
gente fregada es tan importante porque consigue reunir gentes sumidas en la amargura de su
propia soledad: cuando todos lloran sus penas, quiebra el halo de la muerte al hacerlos reír al
unísono, llegando a contagiarlos del calor del otro, que no sólo es amigo o familia, sino
compañero de infortunios. Tener este poder sólo puede ser producto de una gran tristeza,
pues únicamente quien conoce el sufrimiento es capaz de tornarlo ridículo: “Payaso, soy un
triste payaso/ que oculto mi fracaso/ con risas y alegrías/ que me llenan de espanto” canta en
una ranchera Javier Solís (2007) para continuar diciendo “no puedo soportar mi careta/ ante
el mundo estoy riendo/ y dentro de mi pecho/ mi corazón sufriendo”. La tierra es un teatro
tragicómico en el que el payaso —como el fregado— ríe sus penas y llora sus alegrías y acaso
el único consuelo sea verse acompañado por otros desdichados:
El payaso con sus muecas y su risa exagerada
nos invita, camaradas, a gozar del carnaval.
No notáis en esa risa una mueca disfrazada;
en su cara almidonada nos oculta una verdad.
Ven, payaso, buen amigo, compañero de tristezas,
ven y siéntate a mi mesa si te quieres embriagar
que si tú tienes tus penas, yo también tengo las mías
y el champán hace olvidar. (D’Arienzo, 2005)
Todo loco es un payaso, ya que siendo un ser en constante contradicción, persiste en librar
su vida riendo, aun cuando paga su gracia con el costo desmedido de las lágrimas. Este arcano
motiva a hacer lo imposible: calentar el espíritu con el frío inclemente de una existencia que
no encuentra orilla en el mar de sus angustias. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer
(Jaramillo, 1990e) y la única luz presente para El Loco es la de su propia determinación que
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asemeja a un perro compañero que replica su andar clamando atención en los momentos más
aciagos y gruñendo en aquellos de excesiva ambición. “Culebra ponzoñosa, ¡aquí está el
guardián! Hágale, lance los dados y échese a apostar, pues alas para qué si lo que tiene son
risas al caminar” parece decirle el pequeño gozque al bufón melancólico y soñador.
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El Tarot es una baraja de cartas utilizada como método de interpretación de la realidad.
Creer en el mazo y en sus posibilidades es confiar en la Fortuna, diosa y señora del orden de
las cosas, que por medio del tarotista efectúa un evento sin igual: la unión paradójica entre el
destino y el azar. Las cartas escogidas por intuición reflejan todo un universo de sentido, ya
que se leen al igual que pistas de una línea vital definida, pero que por lo incognoscible está
sujeta a cambios y modificaciones en el presente, de ahí que sugiera consejos o medidas de
precaución. Mucho se dice que el Tarot es el que llama, el que busca y encuentra a los
creyentes para luego guiarlos con el poder de la inquietud hacia una persona que conoce de
sus bondades. El que se acerca con escepticismo o tono de burla a la baraja —así como al
chance, al naipe y a los juegos de apuesta en general— jamás obtendrá lo que desea, pues
ellas responden con desdén al interés fingido, pero cuando la curiosidad o la preocupación es
pura, seria y decidida el Tarot devuelve el don con amabilidad, comprensión y sabiduría. En
las cartas está la magia porque en ellas se encuentran todas las fuerzas divinas y humanas
puestas en juego. La clave está en creer.
La lectura de cartas es un trabajo en conjunto. Tanto el tarotista como el consultante observan,
conectan e interpretan puesto que cada uno goza de una experiencia teórico-práctica sobre
las cartas y la vida en cuestión. Desde mi perspectiva, la baraja es buena para pensar, ya que
cuestiona a ambas partes y a través de cada arcano se reconoce el entramado de relaciones
que constituye la realidad de una persona y su entorno. Por lo general, en una sesión se
enfrentan espacialmente el tarotista y el consultante, a quienes los separa una mesa con velas
y el mazo a elección (existen varios tipos: Marsella, Rider Waite, Egipcio, entre otros).
Comienza el barajar teniendo en mente la pregunta o la situación a comprender y cuando ya
se siente que el azar ha intervenido, se seleccionan las cartas con la mano izquierda, pues es
la extremidad por excelencia de la intuición. Se organizan según la tirada y empieza el juego.
Una tirada es una forma particular de seleccionar, distribuir y desentrañar los secretos que
aparecen como respuesta a una inquietud determinada, por lo que hay miles de maneras para
echar las cartas. Incluso el mismo tarotista tiene la posibilidad de moldearlas a su estilo o si
prefiere, crear una nueva. Para esta ocasión escogí la tirada de la cruz celta que requiere de
diez cartas y está indicada para la comprensión de asuntos complejos, ya que brinda un
contexto general y pertinente sobre la realidad de las cosas. Cada posición indica un lente
distinto con el cual abordar el arcano: presente, obstáculo, futuro inmediato, entorno del
consultante, son algunos de ellos. Este trabajo es un experimento por sí mismo, así que decidí
dejar el azar en la tirada, más no en la selección de las cartas que tal vez estaban destinadas
a ser las que fueron. Una a una las fui abordando para comprender sus múltiples significados,
pero de aquí en adelante es la Fortuna quien va a dictaminar el sentido. De hecho, así aprendí
el Tarot: carta por carta hasta recorrer las 78 y luego, con un poco más de confianza en el
azar y el destino, me lancé a jugar con las tiradas. La totalidad de este escrito es el reflejo de
un camino hecho a punta de parches que tuvo como único propósito reconocer a la gente
fregada y justamente esta es la inquietud que le presento ahora al Tarot. Entonces ya sólo nos
queda confiar y realizar la lectura.
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Los Enamorados es la primera carta, ubicada en el espacio de la situación, como la cuestión
concreta de la inquietud. Dentro de la línea temporal, figura en el presente y muestra una
persona enmarcada por sus relaciones, principalmente por aquellas que se refieren a las
afectivas. Lo interesante de este arcano es que no se limita al amor, sino que reitera en la
necesidad de tomar decisiones como, por ejemplo, irse de la casa y empezar una vida familiar
en matrimonio. Refleja una preocupación por las relaciones, en especial por lo que respecta
a la madre, símbolo de nobleza, humildad e incondicionalidad, a quien se le toma por
consejera debido a su experiencia lidiando la pobreza y el infortunio. En este sentido, es una
figura importante para tomar cualquier disposición futura, ya que siendo fuerza de impulso
también puede llegar a ser una limitante. La mujer del costado izquierdo busca bienestar,
seguridad y madurez, entonces su duda parece estar en saber si el compañero que señala es
el indicado para realizarse como madre y esposa. En cambio, el hombre cuestiona si ha
llegado la hora de sentar cabeza y parece dudar de su capacidad para mantener un hogar.
Siendo así, podríamos concluir que el quid del asunto está en determinar si habrá buena
fortuna al tomar una decisión, en especial una que determinará un nuevo rumbo hacia la vida
o la muerte.
El obstáculo que impide que él y ella, ambos fregados, se decidan termina siendo el Arcano
XIII, la carta por excelencia del cambio, lo que implica un estado de precaución ante las
dificultades que pueda acarrear cualquier determinación. La muerte es sinónimo de
transformación, pues no sólo significa el fin de la vida, sino el dejar atrás algo para dar pie a
algo nuevo. Existe una atracción a la ilusión de un más allá que sea tranquilo, justo y divino,
pero en el entretanto la vida comienza a gastarse velozmente, cansando el cuerpo y
volviéndolo vulnerable y débil. Cuando se presenta la necesidad de una resolución, por lo
general, se debe a un desespero por encontrarse en un mismo estado, desalentador y
desgastante. La resistencia al cambio surge por el problema de la muerte, pues requiere
inversión de tiempo y dinero, un par de lujos para los pobres. Tal vez el anhelo está en el
descanso, en parar por un momento y encontrar un lugar de reposo, pero más que nadie saben
que la vida es culebrera y cualquier paso en falso puede resultar letal.
La base de este obstáculo está en la Templanza, que enseña a los seres a permanecer en su
lugar y mantenerse pacientes ante cualquier eventualidad. Definitivamente es una carta de
nivelación y equilibrio que calma los afanes de una existencia que es sólo sufrimiento.
Promueve la resignación con esperanza y acá el fregado encuentra una razón para quedarse
en su lugar: el dolor que se vive ya es suficiente para alcanzar la gloria después de la muerte;
buscar un cambio implica la posibilidad de empeorar y no hacerlo, de seguir igual. Lo
interesante es que, aún con todo, su candidez lo guía a mantener sus afectos y deseos, a
comprender que en cualquier caso siempre habrá un remiendo por hacer y un hueco por tapar.
La clave está en el ingenio, arma destructiva que quebranta la dureza de la vida y la torna en
agua que un ángel pasa de un recipiente a otro. El fundamento del Arcano XIII está en una
contradicción: el esfuerzo desmedido por templar la vida y la resignación provocada por el
devenir desafortunado de las apuestas.
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Cuando se está en medio de una oscuridad permanente es natural la búsqueda de placeres
fugaces para calmar la angustia del presente y aquí aparece El Diablo. El fregado se aferra a
este pasado reciente que lo llama a sucumbir ante el deseo porque le permite paliar su
condición mediante sustancias que actúan como placebos que alivian, pero no tratan. Si lo
pensamos desde la adrenalina, El Diablo produce sentimientos negros que obnubilan la mente
y la llevan a un estado de éxtasis en el que no distingue amigo de enemigo, ya que su honor
es la bandera de su sufrimiento. El interés en el placer hace hervir la sangre y entrega a los
seres a un círculo de dependencia que los hace proclives a desear el mal ajeno. Tal cual copa
que se va llenando llega el punto en que se reboza y sume a la carne en una oscuridad aún
peor de la que estaba huyendo. Si en Los Enamorados está la pregunta por avanzar en la vida,
este arcano aparece para recordar que quizá no es necesario, pues basta con una copa o una
apuesta para sentirse bien… pero no es un efecto permanente y de esta inestabilidad, surge
la duda.
La Torre se ubica en la perspectiva del fregado y adquiere una doble significación. En primer
lugar, define un sentimiento trágico de la vida en la que se obtienen grandes derrotas en
contraste con las pequeñas victorias. La persona es consciente de su lugar en el mundo, así
como de la mala suerte que lo atormenta desde el nacimiento. Es un intercambio constante
entre infortunio y fatalidad que origina una sensación de fracaso inminente. Y ante esto surge
la segunda parte: el anhelo de destrucción. Alguna vez un pueblo hambriento hizo arder una
ciudad y quiso incendiarlo todo porque estaba cansado, por un solo día la gente obtuvo
venganza e hizo tambalear su propia torre robando, golpeando, matando y liberando su ira
en el cuerpo de un asesino que representaba al Gobierno. No es una aspiración que alcance
regularmente estas proporciones, pero que sí recorre los entornos fregados en forma de
hechizo y brujería para afectar al otro y conseguir arrastrarlo a la espiral de mala suerte de
este pueblo jodido. La Torre en la cruz celta muestra así el dolor por una vida que no es vida
y el deseo por terminar de acabarla del todo, aunque implique un cataclismo. Palabras más,
palabras menos, para tomar la decisión de Los Enamorados, el fregado quiere poder acabar
con su condición, aun si es una hazaña poco probable.
Como futuro inmediato, tenemos El Loco, el arcano del espíritu vagabundo que avanza en su
trasegar al sentirse con fuerza y energía. Aún en su soledad y desengaño, comprende que su
existencia sólo es posible si desafía constantemente a la muerte y al orden de las cosas. Se ve
a sí mismo como un bohemio inspirado, un gitano astuto y un marinero de su destino que se
aferra a su libertad aún en tiempos de engaños y culebras. En su propia realidad, descubre
espacios de comunión y esperanza, que lo abundan en nostalgia, cariño e ilusión. Aprende a
ser payaso porque todo sería insoportable si llorara por cada giro desafortunado; a veces
fingiendo y otras riendo a su manera, deambula en su miseria imbuyéndose del calor de una
carcajada estruendosa y legítima. Como premonición, el Arcano sin número augura un
periodo particularmente caótico motivado por su irracionalidad y asunción de riesgos, por lo
que indica una decisión tomada por el frenesí de avanzar y la preocupación por quedarse solo
o sola. Pero calma, pues no hay que olvidar que es una carta que invita a caminar y a reír aún
en lo imposible.
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Y aparece quizá una de las cosas más bonitas de esta tirada: La Rueda de la Fortuna como
un elemento a favor en la lógica fregada. Esta posición es exclusiva para las afectaciones
positivas que tiene el consultante, aquellas cosas que lo reconfortan y le dan el halo de la
berraquera, como diríamos en Colombia. Este Arcano es el pleno juego del azar que a veces
gira para bien y otras tantas para mal produciendo victorias e infortunios de acuerdo con su
capricho. Los y las fregadas parecen no caerle bien a esta carta, porque siempre resultan
desfavorecidos con un número de chance combinado o al revés o al que no se le echó ni un
peso en la pata (última cifra de la cifra). Quizá se deba a que están destinados a perder 9,9 de
cada 10 apuestas, pero ese 1% es el alimento de una ilusión. Tener a La Rueda de la Fortuna
en la posición siete de la cruz celta implica una confianza en la Ocasión, esa misera
posibilidad que puede estar deambulando por ahí y a la que se le tiene que agarrar por el
único pelo que tiene en la cabeza. Esto quiere decir que de tomar una decisión, las cosas muy
seguramente van a salir mal… pero puede que no y ahí está el detalle.
En el entorno aparece La Luna, esa carta misteriosa y temible en el Tarot por su tendencia al
engaño y el infortunio. De esta forma, muestra un contexto de carencia e ilusión en el que la
fuerza de la gente radica en su capacidad de mantener y retornar a su fe, que puede ser Dios
o también un querer. El todo es que obre como un sistema de confianza que de ser ineficaz,
lleva a la amargura del desengaño, un periodo por lo general breve en el que se cuestiona
todo el sentido de una existencia tan oscura. Pero la luz es necesaria y no hay mayor calor
que el de una quimera atractiva y seductora que impulsa el caminar. Basta con una plegaria
para sentir el contacto de lo divino y por ende, el consuelo que llena y abriga. A la final el
pasado no es sino el registro de lo posible, del triunfo sobre la muerte aún en tiempos aciagos
y culebreros. La Luna termina siendo entonces una invitación a creer, ya que en medio de la
desilusión y las dificultades la gente aspira a un milagro. Esta posición le aconseja al fregado
que se ande con cautela por el deterioro de su fe, ya que habita entornos de continuo
resentimiento e incredulidad.
La carta número nueve de la cruz celta es la Justicia, que viene a ubicarse en el espacio de
las esperanzas y los temores. Sobre la inquietud de llegar a tomar una decisión, este arcano
nos muestra el deseo del pobre por tener las cosas a su favor, la aspiración de que su esfuerzo
sea valorado y correspondido, obteniendo lo que le pertenece y de esta manera conseguir
vivir con lo necesario e incluso más. De acuerdo con el sentido puro de la carta, la aspiración
del fregado está en su crecimiento y realización gracias a su honradez y arduo trabajo, lo cual
lo lleva a cultivar los frutos del reconocimiento en un mundo más justo y libre. Pero la
realidad es otra y hay quienes necesitan que se mantenga así por el beneficio propio. Los
temores están en la inequidad y el orden de las cosas, que obliga a los que menos tienen a
servir de escalera para los que nacen en cuna de oro. Es una desventaja que impide que una
decisión honesta y planeada tenga un buen término porque siempre hará falta el dinero, la
comida y la estabilidad. En contraste con el infortunio divino, surge el humano que promueve
la pobreza y ahoga a los seres en preocupaciones… y los fregados sólo anhelan poder
alcanzar su ilusión mediante el sudor y el cansancio, pues Dios parece haberlos abandonado.
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Entonces tenemos que los fregados quieren tomar una decisión de vida o muerte, pero le
tienen miedo al cambio, puesto que se han enseñado a calmar su afán para no terminar de
arruinar su existencia. Aun así, su infortunio resulta excesivo y buscan el placer para lidiar
con sus penas, pero resulta insuficiente, ya que su vida es una constante tormenta de
privaciones de la cual quisieran escapar a cualquier costo. Confían en el azar y la suerte para
que cambie su destino, que es el mismo del entorno en el que habitan: pura carencia e ilusión,
y aún con esto saben que el único medio posible para su supervivencia es el trabajo y aspiran
a alcanzar lo deseado por medio del esfuerzo… siempre injusto y mal remunerado. Entonces
la Cruz Celta nos responde con Arcano XII, como queriendo decir que sea cual sea la decisión
que tomen, no dejarán de estar colgados, por lo que cualquier opción implicará la reiteración
de su condición, la de ser gente fregada desde el nacimiento hasta la muerte. Si unimos este
arcano con El Loco (futuro inmediato), veremos que hay una invitación a caminar su
existencia, a pesar de la mala suerte, pues quien no arriesga un huevo, no tiene un pollito. El
Colgado muestra sus manos y recuerda la habilidad, el ingenio y el esfuerzo propio del
vaciado, que avanza en su vida como paria del destino, regocijándose en la imagen de Jesús,
el hijo del Supremo crucificado —y atado— que fue digno de los Cielos por su pureza e
inteligencia. Con una imagen de payaso que se divierte en su miseria amarrada, la lectura de
desventuras le dice al fregado que decida lo que quiera, pero que recuerde ser culebra por
vivo y perro por jodido. Siendo así, pa servirle a Dios, al Diablo y a su persona, el todo sea
jugar.
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Graffiti ubicado en la Cra. 13 con 13 en Bogotá.
Foto: Manuela Silva
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