Subido por Oscar Venzor

Padres fuertes, hijas felices

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Meg Meeker
Padres fuertes,
hijas felices
10 Secretos que todo padre debería conocer
ciudadela
Madrid, 2008
Tercera edición: febrero de 2008
© Título original: Strong Fathers, Strong Daughters
© Regnery Publishing Inc., 2007
© De la traducción: Mariano Vázquez Alonso
© De la presente edición: Ciudadela Libros, S.L.
C/ López de Hoyos, 327
28043 Madrid
Teléf.: 91.185.98.00
www.ciudadela.es
Diseño de cubierta: Masterfile/Latinstock
ISBN: 978-84-96836-20-4
Depósito legal: M-2 032-2008
Fotocomposición: IRC
Impresión y encuadernación: Cofás
Impreso en España - Printed in Spain
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra en cualquier tipo de soporte o medio, actual o futuro, y la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Este libro está dedicado a todos los grandes hombres
que ha habido en mi vida.
A Walt y a «T», que sois mucho más de lo que yo me merezco.
A mi padre, Wally; gracias por haberme dado la vida
y por hacer de ella lo que es hoy.
A mis hermanos Mike y Bob; sois unos hombres
extraordinarios y os quiero mucho.
Índice
Agradecimientos.
Quisiera manifestar mi agradecimiento a las maravillosas personas que me ayudaron
a hacer este libro. En primer lugar deseo dar las gracias a Doug y Judy por la forma
extraordinaria en que vivís vuestras vidas. Vuestro ejemplo es contagioso y vuestra fe
resulta ejemplar.
También quisiera expresar mi agradecimiento al magnífico equipo de Regnery.
Gracias, Marji Ross, por tus ánimos y tu ejemplo de cómo vive una mujer fuerte. A Karen
Anderson, gracias por tu entusiasmo e inteligencia, y por haberme lanzado a mi carrera de
escritora. A mi editor, Harry Crocker: gracias por ser tan sabio, paciente y tan buena
persona. A Paula Curral y a Kate Morse, gracias por vuestro experto trabajo de edición
final. A Ángela Phelps, gracias por tu entusiasmo y rigor. Y gracias a Hill Pardini, mi
fenomenal ayudante en la investigación.
Finalmente, quiero expresar mi agradecimiento a mi gran amiga Anne Mann, por su
dedicación, sorprendente paciencia y cariño.
Introducción.
En septiembre de 1979 mi padre pronunció una frase que cambió mi vida. Yo
acababa de graduarme en el Holyoke College a principios de aquel año y, como había sido
rechazada por distintas facultades de Medicina, seguía viviendo en casa y pensando en el
plan B. Una noche, cuando subía las escaleras, oí que mi padre estaba hablando por
teléfono con un amigo. Esto no era muy corriente, pues no era un hombre muy sociable, por
lo que una conversación telefónica con un amigo resultaba un hecho notable. Me detuve
ante la puerta de su estudio, que estaba ligeramente entornada, y escuché:
—Sí —estaba diciendo—. Realmente crecen deprisa, ¿verdad? Me alegra decirte
que mi hija Meg está a punto de entrar en la Facultad de Medicina, aunque todavía no está
muy segura de dónde lo hará.
Sentí que me ardía la cara. Creí que me iba a desmayar. ¿Pero qué estaba diciendo?
¿Facultad de Medicina? Si acababa de ser rechazada en no sé cuántos sitios... ¿Que estaba a
punto de entrar en la Facultad de Medicina? ¿Cómo podía decir una cosa así? ¿Qué sabía él
que yo ignoraba?
No fueron solamente sus palabras las que cambiaron el curso de mí vida. El tono en
el que las pronunció, la inflexión de su voz y la confianza con que las había dicho también
me produjeron un impacto sorprendente.
Mi padre creía algo de mí que yo no podía creer. Y no sólo lo creía, sino que, al ser
él médico, acababa de poner su reputación en juego ante su amigo.
A medida que me alejaba de la puerta, mi corazón empezó a latir con fuerza. Me
sentía asustada y excitada a la vez, porque la confianza que mi padre había puesto en mí me
daba cierta esperanza. Estudiar Medicina había sido mi sueño desde que era una
adolescente. Y, con una nueva confianza en mí misma, a finales de 1980 empecé a estudiar
Medicina, tal como mi padre había dicho. El revisaba las materias y me hacía preguntas
específicas sobre las clases. ¿Entendía los temas de Anatomía? ¿Dedicaba tiempo suficiente
a la Histología? ¿Necesitaría diapositivas, aunque sólo fuera por pura diversión? No
importaban las respuestas que yo pudiera darle; hacía un paquete y me lo enviaba a mi
apartamento para que tuviera algo interesante que hacer las noches de los viernes; las
cuales, evidentemente, se convertían en noches de estudio.
No me interpreten mal. Mi padre no era un hombre que viviera su vida
exclusivamente a través de la de sus hijos. De hecho, muchas veces había intentado
desanimarme en mi empeño de estudiar Medicina, porque preveía, de forma muy acertada,
los problemas que eso comportaría. Yo quería estudiar la carrera. Pero, ¿quería hacerlo sólo
por complacerlo? No era eso; yo no necesitaba una cosa así. Si realmente deseaba ir a la
facultad era porque quería ser lo que era su amigo: un cirujano ortopédico. Este hombre me
dejo asistir a sus operaciones y me pasé horas en el quirófano. Aquello fue lo más
interesante que había visto en mi vida y deseé ardientemente poder hacerlo algún día.
Lo que mi padre me dio fue confianza. Como yo lo consideraba una especie de
gigante en el campo médico, y un coloso también en nuestra casa, nunca dudé de él. No
importaba lo que pudiera decir, para mí siempre tenía razón.
También logró que creyera en mí misma. Me transmitió, no recuerdo exactamente
cómo, que podía hacer lo que deseara. Me dijo que cuando él estudiaba no había muchas
mujeres, pero que los chicos habían sido buenos estudiantes. Y si ellos lo habían sido, yo
también podría serlo.
Mi padre siempre procuró que yo supiera que me quería. Era un hombre muy
especial, callado, poco sociable y muy inteligente. Publicaba trabajos clínicos en diferentes
idiomas y bromeaba diciendo que sólo los tipos un poco raros se hacían patólogos, como lo
era él. Pero me quería. Yo era su hija, y eso significaba algo importante. ¿Me lo decía a
menudo? No hablaba mucho. Entonces, ¿cómo es que yo lo sabía? Pues lo sabía porque le
había oído decir a mi madre que estaba preocupado por mí. Yo le vi llorar cuando mi
hermano y yo nos marchamos de casa para ir a estudiar nuestras carreras. Asistió a muchas
de mis pruebas atléticas, y también faltó a muchas otras. Pero eso no tiene importancia.
Sabía muy bien que yo era muy buena en los deportes. (De hecho, pensaba que mucho
mejor de lo que en realidad era, pero yo no tenía ganas de disuadirlo). Sabía que me quería
porque hacía que toda la familia fuera unida de vacaciones. La mayoría de las veces yo
detestaba ir, en especial cuando era una adolescente, pero él me obligaba a ir de todos
modos. Sabía algo que yo no sabía. Sabía que necesitábamos estar juntos. Compartir las
mismas cosas.
Mi padre me protegía mucho; hasta el punto de que yo me sentía un poco cohibida
para salir con un chico. Él era cazador y quería que mis amigos lo supieran. Al entrar en
casa lo primero que veían era la cabeza de un alce en la pared; y mi padre quería asegurarse
de que los muchachos supieran que era él quien había cazado al animal.
No era un buen conversador, y a menudo tampoco prestaba demasiada atención a lo
que se decía. Algunas veces estaba distraído y como ausente. Cuando yo estaba en la
facultad solíamos ir a correr, y mientras lo hacíamos me preguntaba siempre lo mismo; y
nunca escuchaba las respuestas, porque siempre, siempre, estaba pensando en otra cosa. A
mí no me importaba.
Mi madre escuchaba nuestros problemas mucho mejor que mi padre, pero yo sabía a
quién tenía que recurrir si mi vida o mi salud se veían amenazadas: a mi padre. Él era seco
y serio, pero amaba profundamente a su familia; y para él lo más importante en este mundo
era asegurarse de que su familia estaba cuidada. Y, de hecho, estábamos muy bien
cuidados.
Actualmente mi padre es un anciano y me paso más tiempo cuidando de él que él de
mí. Pero conozco muy bien cuáles son los lazos que nos unen, porque él me los supo
mostrar en su momento. Ya no corremos juntos porque su escoliosis le obliga a caminar
muy despacio y su espina dorsal parece una C mayúscula; también me repite las mismas
preguntas, y no porque esté pensando en otras cosas, sino porque le falla la memoria.
Todavía le quedan algunos mechones de cabello blanco, pero su carácter peculiar y su amor
por mí continúan iguales. Es una buena persona.
La mayor parte de ustedes también son buenas personas, pero lo son pese a que han
sido despreciados por una sociedad que no les tiene en cuenta, que, en cuanto miembros de
una familia, ha ridiculizado su autoridad, negado su importancia y tratado de llenarles de
confusión respecto al papel que desempeñan. Yo les digo que los padres cambian las vidas
de sus hijas, como mi padre cambió la mía. Ustedes son líderes naturales, y sus familias
buscan un tipo de cualidades que solamente tienen los padres. Usted fue hecho hombre por
una razón, y su hija busca en usted la guía que no puede conseguir en su madre.
Lo que usted diga con una frase o transmita con una sonrisa tiene infinita
importancia para su hija.
Quisiera que se viese a sí mismo a través de los ojos de su hija. Y no sólo por el
bien de ella, sino por el de usted; porque si pudiera verse como ella lo ve, aunque sólo fuera
durante diez minutos, su vida nunca volvería a ser la misma. Cuando era niño, sus padres
constituían el centro de su mundo. Si su madre se mostraba contenta, ese día era bueno para
usted. Si su padre estaba cansado, a usted se le ponía un nudo en el estómago durante todo
el día.
El mundo de su hija es más pequeño que el suyo, no sólo física sino también
emocionalmente. Es más frágil y tierno porque su carácter ha sido amasado como un bollo
de pan recién hecho. Cada día que ella se levanta, las manos de usted la recogen y la ponen
sobre la tabla del hogar para empezar el amasado. Ese trabajo diario irá cambiándola para
convertirla en lo que un día será.
Tanto usted como yo hemos pasado por el horno y tenemos una envoltura crujiente.
La vida nos ha dañado unas veces, nos ha mostrado su lado sonriente otras, y en algunas
ocasiones casi nos ha matado. Pero hemos sobrevivido; y no porque nuestros padres
siguieran queriéndonos, sino porque en nuestra vida, cuando lo hemos necesitado, ha
habido una persona —un amigo, un cónyuge o un hijo— que ha cuidado de nosotros. Y
gracias a que existe esa persona que nos cuida, podemos seguir levantándonos cada
mañana.
Su hija se levanta todas las mañanas porque usted existe. Usted ya estaba en este
mundo antes que ella y a usted le debe ella su ser. El epicentro de su pequeño mundo es
usted. Los amigos, los familiares, los maestros, los profesores o tutores influirán en
distintos grados, pero no habrán forjado su carácter. Usted sí. Porque usted es su padre.
Padres, son ustedes mucho más fuertes y poderosos de lo que creen. La razón que
me impulsó a escribir este libro fue la de mostrarle a usted la forma de utilizar su poder
para mejorar tanto su vida como la de su hija, y al hacerlo así conseguir que su vida se
vuelva más rica, más gratificante y más beneficiosa para aquellos seres a los que quiere.
Las ideas que se presentan en estas páginas son muy sencillas. Pero todos sabemos lo difícil
que es llevar a la práctica las verdades sencillas. Sabemos que debiéramos amar mejor. O
ser más pacientes, o ser más valientes, diligentes o leales. Pero, ¿podemos serlo?
En parte, es una cuestión de perspectiva. El querer de una manera mejor a su hija
puede parecerle complicado, pero para ella es una cosa muy sencilla. Ser un héroe para su
hija quizás le suene a usted a algo abrumador, pero en realidad puede ser algo muy fácil.
Protegerla y enseñarle principios religiosos, informarla sobre el sexo y la humildad no
requiere una licenciatura en Psicología. Simplemente significa ser un buen padre.
No he seleccionado atributos paternos para debatirlos al azar. Me he limitado a
observar y a escuchar a sus hijas durante muchos años, y he tomado nota de lo que dicen
sobre ustedes. He hablado con innumerables padres. He tratado a hijas y aconsejado a
familias. He leído textos de Psiquiatría, trabajos de investigación, revistas de Psicología,
estudios religiosos y publicaciones pediátricas. En eso ha consistido mi trabajo. Pero le diré
que ningún trabajo de investigación, ni texto sobre diagnósticos o manual de instrucciones
puede cambiar la vida de una joven de forma tan profunda como la relación con su padre.
Nada.
Desde la perspectiva de su hija, nunca es demasiado tarde para fortalecer la relación
que mantiene con usted. Por tanto, sea valiente. Su hija necesita la guía y el apoyo que
usted puede darle; desea y quiere mantener un lazo fuerte con usted. Y, como bien saben
los padres que han tenido éxito con sus hijas, también usted necesita mantener unos fuertes
lazos con ella. Este libro le enseñará a fortalecer esos lazos, o a rehacerlos, y a saber
utilizarlos para modelar mejor la vida de su hija. Y la suya.
Capítulo 1. Usted es el hombre más importante de su vida.
Hombres, hombres buenos: los necesitamos. Nosotras —las madres, hijas y
hermanas necesitamos su ayuda para criar saludablemente a nuestras jóvenes. Necesitamos
cada gramo del valor y de la inteligencia masculina que poseen, porque ustedes, padres, en
mayor medida que cualquier otra persona, son los que marcan el curso de la vida de
nuestras hijas.
Su hija necesita lo mejor que hay en usted, su fortaleza, su valor, su inteligencia y
su audacia. Necesita también su empatía, firmeza y autoconfianza. Ella le necesita.
Nuestras hijas necesitan el apoyo que sólo los padres pueden proporcionarles; y si
usted quiere ser el guía de su hija, si desea ser un baluarte entre ella y esa cultura tóxica que
nos rodea, si pretende instalarla en un lugar más sano y mejor, sin duda se verá
ampliamente recompensado. Experimentará el amor y la adoración que sólo pueden llegar
de una hija. Sentirá el orgullo, la satisfacción y la alegría que no podrá encontrar en
ninguna otra fuente.
Después de escuchar a las hijas durante más de veinte años —y de recetar
antibióticos, antidepresivos y estimulantes a jóvenes que habían carecido del amor paterno
— sé muy bien lo importantes que son los padres. He escuchado, hora tras hora, a jóvenes
que me contaban cómo iban a vomitar para poder mantenerse delgadas. He oído a
adolescentes de catorce años decir que habían tenido que prestarse, con mucho desagrado
por su parte, a hacer felaciones a sus novios para mantenerlos a su lado. He visto cómo
chicas jóvenes se saltaban los entrenamientos de tenis y se escapaban del colegio para ir a
tatuarse en el cuerpo las iniciales o las imágenes de sus personajes favoritos, simplemente
para ver si sus padres las tenían en cuenta.
Y también he escuchado muchas conversaciones mantenidas entre hijas y padres.
Cuando usted está presente, ellas cambian. Todo se modifica en ellas: sus ojos, sus bocas,
sus gestos y su lenguaje corporal. Las hijas nunca se muestran indiferentes en presencia de
sus padres. Quizás no tengan muy en cuenta a su madre, pero a usted sí le consideran. Se
les ilumina la cara, o bien ponen a llorar. Le observan muy de cerca. No se pierden ninguna
de sus palabras. Esperan que usted les preste atención; y a veces lo esperan con frustración
o, incluso, con desesperación. Necesitan un gesto de aprobación, un ademán que las
estimule o, simplemente, una mirada que las persuada de que usted se preocupa por ellas y
quiere ayudarlas.
Cuando está con usted, su hija trata de superarse. Si le enseña algo, lo aprende más
deprisa que otras cosas. Si usted le sirve de guía, ella adquiere más confianza. Se asustaría
o se sentiría abrumado —tal vez las dos cosas— si llegara a comprender cuán
profundamente influye sobre la vida de su hija. Ni los novios, los hermanos, o incluso los
maridos pueden modelar su carácter de la manera que usted lo hace. Influirá en toda su
vida, porque ella le concede una autoridad que no puede darle a ningún otro hombre.
Muchos padres (en especial padres de adolescentes) creen que tienen una escasa
influencia sobre sus hijas —indiscutiblemente, menos influencia de la que tienen sus
compañeros o los líderes de la cultura que las rodea— y piensan que ellas necesitan vivir la
vida a su manera. Pero su hija se enfrenta a un mundo notablemente distinto de aquel en el
que usted se crió: un mundo menos amistoso, de sospechosa moral e, incluso, claramente
peligroso. Es difícil encontrar vestidos de «niña pequeña» a partir de los seis años. Las
tendencias de la moda se inclinan por los modelos que convierten a las adolescentes de
trece o catorce años en jovencitas que puedan atraer a muchachos mayores que ellas.
Entran, pues, en la pubertad mucho antes que lo hicieron las chicas de una o dos
generaciones anteriores (y los chicos se fijan en cómo se les va desarrollando el pecho a
niñas que no tienen más de nueve años). Antes de los diez, esas niñas ya han visto en las
revistas o en programas de televisión escenas insinuantes o de abierta sexualidad, aunque
tal cosa pueda disgustarle a usted. Se enterarán de lo que es el sida en primaria; y, muy
probablemente, sabrán cómo y por qué se transmite la enfermedad.
Cuando mi hijo estaba en cuarto de primaria, la profesora decidió dar a su clase un
cierto aire científico. Los escolares tenían que hacer un trabajo sobre alguna de las
enfermedades infecciosas que figuraban en una lista que ella les había proporcionado. Mi
hijo eligió escribir sobre el sida (se trataba de una elección muy popular por lo mucho que
se hablaba del tema). Se puso a estudiar las características del virus y de los medicamentos
que se utilizaban para combatir la enfermedad. Un día, después de recogerle en la escuela,
nos paramos en el supermercado para hacer unas compras. Mientras estaba aparcando, él
empezó a hablarme de los descubrimientos que había hecho sobre el tema. Y entonces me
dijo:
—Mamá, no acabo de entenderlo. Sé que el sida es muy grave y que las personas
que lo tienen se mueren. Y ya entiendo que los hombres se lo pueden transmitir a las
mujeres, ¿pero cómo es posible que unos hombres se lo transmitan a otros hombres? No
entiendo cómo puede suceder eso.
Tuve que respirar profundamente. Ahora bien, yo no soy una persona aprensiva.
Soy médico. Estoy acostumbrada a hablar con pacientes sobre los riesgos que entrañan las
relaciones sexuales. Y creo firmemente que se debe tratar a todos los pacientes por igual, ya
sean heterosexuales u homosexuales. Pero en este caso yo sabía que mi hijo era demasiado
pequeño, era muy pronto para explicarle detalles específicos sobre determinados actos
sexuales que van más allá de lo que es un coito normal. Una cosa es explicarle cómo se
concibe un hijo y otra muy distinta es hablarle de actos sexuales que no puede entender y
que no deberían formar parte de los conocimientos propios de su edad. Me sentí como si se
estuviera violando su derecho a la intimidad. Nunca me he reservado ningún tipo de
información ante mis pacientes, porque creo que saber cómo funcionan las cosas es
importante, pero también estoy convencida de que hay que respetar las distintas edades.
Asombrar a los niños rompe su saludable sentido de la modestia. Una modestia que
desempeña una función protectora. Así pues, allí, en el parking del supermercado, le
expliqué a mi hijo, lo más delicadamente que pude, la esencia de los hechos; pero él no
salía de su asombro. Ese conocimiento y las imágenes mentales que pudo crear le
mostraron algo que no necesitaba saber y para lo que no estaba preparado a su edad. En el
mundo de hoy, los adultos tenemos un ímprobo trabajo si queremos que nuestros niños
sigan siendo niños. Porque nuestros hijos se ven forzados a entrar en un mundo de adultos
de manera prematura; un mundo que nuestros padres, por no mencionar a nuestros abuelos,
hubieran considerado pornográfico.
Cuando su hija tenga doce o trece años se enterará de lo que es el sexo oral y no le
faltarán oportunidades de ver en alguna película a alguien que lo practica. Se sentirá
cómoda empleando la palabra «preservativo» y sabrá cómo es ese artilugio porque lo habrá
visto en la televisión o en la escuela. Muchos profesores bienintencionados, y convencidos
de que hay que romper los tabúes que disponen que los adultos no deben hablar a los niños
sobre el sexo, se enorgullecerán de hablar con ella sobre ese tema de forma abierta y
sincera. El problema radica en que, lamentablemente, muchos educadores sexuales se han
quedado notablemente anticuados, en que la información que poseen está obsoleta. Y
además, algunos de los personajes llamados «famosos» tampoco ayudan demasiado. Sharon
Stone, por ejemplo, indicaba recientemente a los adolescentes que deberían practicar más el
sexo oral que el coito, porque, me imagino yo, creía que esas prácticas sexuales eran más
seguras. Pero ¿es que acaso no sabe que cualquier enfermedad de transmisión sexual1 que
un chico pueda contraer en el coito, también puede contraerla en el sexo oral? Lo dudo.
Seguramente cree que sus recomendaciones son el no va más de la nueva era de la
educación sexual; pero el problema estriba en que sus especulaciones están trasnochadas y
no ha tenido tiempo de leer los nuevos descubrimientos científicos. Ella no ve lo que vemos
los médicos. No obstante, sus palabras, y las de otras figuras como ella, llegan a millones
de adolescentes, enviándoles un mensaje sobre el «sexo seguro» que, desgraciadamente, no
es seguro.
Imagínese estas dos escenas:
En la primera, usted regresa al final de su jornada de trabajo, entra en casa y allí está
ella. Tiene doce años y está chillando y corriendo detrás de su hermano de nueve, porque
éste le ha quitado alguna cosa. Cuando le ve a usted, deja de llorar y de correr, porque no
quiere que la vea comportándose de ese modo.
En la segunda, llega a casa y la ve mirando la tele. En el momento en que usted
entra en la sala, ella coge inmediatamente el mando a distancia y empieza a hacer zapping.
¿Por qué? Porque no quiere que usted se entere de lo que estaba viendo y teme que se
disguste con ella. ¿Por qué? Pues porque lo que veía no era precisamente un programa
inocente. Los programas que hoy se ven en la tele no son los que usted veía cuando era un
muchacho. Han cambiado drásticamente sin que nos diéramos cuenta. Los estudios
muestran que el contenido sexual de los programas ha pasado del 67 por ciento en 1998 al
77 por ciento en 20052. Si usted creció en la década de los sesenta o de los setenta, la
cantidad de componentes sexuales que había en los programas de entonces era
prácticamente inexistente. Nos ocuparemos de este punto más adelante, pero consideremos
ahora un detalle: tres cuartas partes de los programas que ve su hija tienen un componente
sexual (a menos que siga viendo programas juveniles inocentes, cosa que dudo). Por si esto
fuera poco, la intensidad de esos elementos sexuales se ha vuelto más fuerte3. En la década
de los sesenta, los componentes sexuales en televisión eran prácticamente inexistentes. En
los años ochenta, los programas de máxima audiencia ya incluían besos y alusiones a
caricias sexuales. Pero eso debió resultar demasiado aburrido. Ahora, en esos mismos
programas se pueden ver alusiones al coito y al sexo oral.
Para sus hijos —especialmente para los que se hallan en la pre-adolescencia—
semejantes imágenes y conversaciones cargadas de un componente sexual pueden resultar
traumáticas. Recuerde que su hija llegará a la pubertad muy probablemente antes que sus
amigos varones. Esto quiere decir que a partir de los nueve o diez años tiene que vigilar con
sumo cuidado los estímulos a los que se encuentra expuesta. Mientras usted y yo ni siquiera
prestamos atención a una escena en la que una pareja se mete bajo las sábanas, puede estar
seguro de que esa misma escena fomenta toda clase de preguntas en la mente de su hija.
Ella está formando sus propias impresiones sobre el sexo y pensando en cómo se
comportan los jóvenes y los adultos en ese campo. Si se la obliga a formar semejantes
impresiones cuando todavía es demasiado joven, lo que ahora resulta muy frecuente, tales
impresiones la abrumarán de forma negativa.
***
Cuando Anna tenía diez años, su madre la trajo a mi consulta para su
reconocimiento anual. Era una magnífica estudiante, buena deportista y una niña muy
centrada. No obstante, su madre me dijo que últimamente había mostrado un notable afán
de enfrentamiento con su padre. Ella no tenía la menor idea de los motivos de tal
comportamiento. El padre de Anna había hablado mucho con su hija, buscando tiempo para
dedicárselo y poder mostrarse amable y atento. Pero esto no había servido de nada. Ni su
madre ni yo podíamos imaginarnos qué estaba pasando. Anna se limitaba a encogerse de
hombros cuando se le preguntaba por qué se mostraba tan enfadada con su papá. Su madre
y yo pensamos que quizás estaba viviendo una temprana «rebelión» de la pubertad. (Tenga
mucho cuidado cuando escuche este término, porque nueve de cada diez veces no se trata
de algo normal. Hay muchas cosas que se pueden estar fraguando bajo ese
comportamiento).
Al cabo de dos meses, Anna y su madre volvieron a presentarse en mi consulta. Las
cosas habían empeorado en casa. Anna no quería saber nada de su padre, y la madre estaba
a punto de volverse loca. ¿Es que la chica echaba algo en falta? ¿Habría abusado su padre
de ella? El simple hecho de pensar en esto la hacía sentirse culpable, pero estaba tan
preocupada por el comportamiento de su hija que incluso esas terribles posibilidades habían
pasado por su cabeza. Después de conversar las tres, yo hablé con Anna a solas. Intentamos
repasar los hechos más recientes de su vida, para tratar de descubrir dónde había podido
empezar su enfado. En el colegio no había el menor problema. Siempre se había entendido
muy bien con su padre y con su hermano. No había tenido ninguna gresca con los
compañeros de clase. Con mucho cuidado tanteé la posibilidad de que hubiera sufrido algún
abuso físico o sexual por parte de alguien. Ella dijo que no. La creí. Finalmente se echó
hacia delante y hundió la cabeza entre los hombros.
—Vi ese programa de la tele —empezó a decir.
Agucé el oído.
—No quería que mis padres lo supieran, porque se habrían enfadado mucho
conmigo.
—Anna, ¿qué tipo de programa era? —le pregunté.
—No sé su nombre ni nada. Yo sólo estaba haciendo tiempo antes de cenar. Ya
había terminado mis deberes y mamá dijo que podía ver la tele, así que me puse a verla. Al
hacer zapping en los canales, vi que estaba pasando esa cosa. Sabía que no debía verlo,
pero no pude evitarlo.
Se detuvo, esperando sin duda que yo permitiese que las cosas se quedaran en ese
punto. Estaba claramente trastornada. Se sentía culpable, furiosa y enferma.
Esperé un rato. Como supuse que ella no iba a seguir hablando, lo hice yo.
—Anna, ¿quiénes eran los que estaban en ese programa?
—No lo sé; sólo ese chico y esa señora. ¡Qué asco! Ella estaba, bueno ya sabe,
medio desnuda.
—Ya veo. ¿Qué estaban haciendo?
—Humm. No estoy muy segura, pero era algo que no me gustó nada. La mujer tenía
unas tetas muy grandes y ese tipo estaba encima de ella. Pero, mire, yo ya lo sé todo sobre
eso, porque mi mamá me lo dijo. Pero era muy feo. Quiero decir que ese tipo le había roto
la blusa y se había puesto encima de ella. La pobre quería levantarse, pero él no la dejaba.
Él era muy fuerte y la sujetaba con fuerza para que no pudiera moverse.
—Anna, siento que hayas visto una cosa así. Debiste sentirte muy mal.
—No lo sé. Supongo. Quiero decir que ya sé que sólo era una película y todo eso.
No se lo dirá a mis padres, ¿verdad? No me volverían a dejar ver la tele en mucho tiempo si
se lo cuenta.
Preferí cambiar de tema, porque estaba claro que sus padres tendrían que enterarse
de aquello si querían ayudarla.
—Anna, ¿por qué estás tan furiosa con tu padre? ¿Tiene eso algo que ver con lo que
viste en la tele?
Yo sabía muy bien que era así, pero quería que ella encontrase la relación entre una
cosa y otra.
—Bueno, creo que nunca pensé que eso fuera así. Quiero decir que ya sé que papá y
mamá tuvieron que hacer el sexo una vez, ya sabe, para que yo naciera. ¿Cree que papá se
portó así con mamá? He estado pensando que si ella tuvo que aguantar todo eso fue por mi
culpa. Porque si no me hubieran tenido, entonces mi padre no hubiera sido tan malo con mi
madre. ¿Cree que le habrá hecho tanto daño?
Se mostraba sumamente preocupada.
—No, en absoluto. Tu papá jamás haría una cosa así a tu mamá. Cariño, lo que has
visto no es normal. Son cosas de la televisión. El sexo es algo verdaderamente maravilloso
y no tiene nada que ver con eso. Estoy totalmente convencida de que tu padre jamás haría
una cosa así a nadie.
Tuve que repetírselo muchas veces para que me creyera.
Anna había estado pasando por unos días amargos, pensando en su pobre padre. A
lo largo delos dos meses últimos, él había sido para ella un violador y un agresor de
mujeres. Y el pobre hombre no había tenido el más leve indicio de lo que estaba pasando.
¿Ejerce la televisión un papel importante sobre la mentalidad de su hijita? Esté seguro de
que sí. Pero usted puede controlarlo.
***
Tal vez llegue a casa y advierta que ella no está en su cuarto.
Está agotado y, aunque se imagine que su hija está viendo programas de televisión
que usted no aprueba, se siente tranquilo porque, al fin y al cabo, ella está en casa y bien
segura, y usted se encuentra demasiado cansado para intervenir. (Una advertencia para que
su vida no se complique: no permita que su hija vea la tele o utilice el ordenador en su
habitación. Trate de que la televisión se vea en plan familiar, cuando usted o su esposa
están presentes y puedan decidir qué programas ver).
Se siente muy cansado. Pero si está leyendo estas páginas será una prueba de que es
un padre motivado, sensible y cariñoso. Es usted una buena persona, pero, posiblemente, se
siente agotado. Bien, tengo que darle buenas y malas noticias.
La buena noticia es que para vivir una vida más rica y hacer que su hija tenga una
magnífica educación no es necesario que usted modifique su carácter. Solamente ha de
permitir que salga a flote lo mejor que tiene dentro. Ya posee todo lo que necesita para
mantener una mejor relación con su hija. No es necesario que «encuentre su lado
femenino», o deje de ver los partidos de fútbol, de beber cerveza o de hablar con su hija
sobre el sexo, el control de natalidad y los preservativos. Naturalmente, ella necesita que
usted la guíe, le preste atención y la instruya; y hablar con ella sobre estos temas tan serios
es más fácil de lo que usted piensa.
Y ahora viene la mala noticia. Es imprescindible que haga un alto, abra más los ojos
y vea a qué se enfrenta su hija hoy, mañana y al cabo de diez años. Esto es duro y asusta,
pero así están las cosas. Aunque usted desee que el mundo sea prudente y amable con ella,
el hecho cierto es que es más cruel de lo que uno pueda imaginarse. Y aunque sólo sea una
adolescente y lleve la vida inocente y sana propia de su edad, la agresividad del mundo la
rodea: la promiscuidad sexual, el abuso de alcohol, las palabras groseras, las drogas ilegales
y los muchachos y hombres que son auténticos depredadores y que solamente desean
aprovecharse de ella.
Para mí es lo mismo que sea usted dentista, camionero, policía o maestro; que viva
en una casa con un gran jardín o en un apartamento; la suciedad está en todas partes. Hubo
un tiempo en que esa agresividad y esa promiscuidad se hallaban «contenidas», en cierto
sentido; en las bandas de delincuentes, en los traficantes de drogas, y en «las malas gentes»
que se encontraban bien delimitadas en barrios o centros que todo el mundo conocía. Eso se
acabó. Hoy está en todas partes.
Lo crea o no, yo no soy uno de esos médicos especializados en presagiar desastres.
Siempre quiero pensar que los chicos sabrán apartarse de esa suciedad, o que serán lo
suficientemente espabilados para olfatear el peligro. Muchas veces —especialmente
durante los últimos diez años—, he tenido en mi consulta a una encantadora chiquilla de
trece o catorce años y me he dicho si debería preguntarle por su actividad sexual. No he
querido hacerlo. Sé que si descubro que mantiene relaciones sexuales me llevaré un gran
disgusto. Es demasiado joven. Los riesgos que está corriendo son demasiado grandes.
Finalmente vence la parte más sabia y más clínica de mi cerebro. Y le pregunto:
—¿Tienen tus amigas relaciones sexuales? (Ésta es la manera más fácil de descubrir
si ella también las tiene).
—¿Tienes novio?
—¿Has pensado alguna vez en el tema del sexo? ¿Lo has hecho?
Y aquí es donde entramos en la zona más complicada. Porque para los adolescentes
la palabra «sexo» quiere decir coito. Por tanto, no puedo dejar las cosas así.
Desgraciadamente, he de hacer preguntas más específicas sobre su conducta sexual.
Mi experiencia es ésta: durante los últimos diez años he sostenido cientos de
conversaciones de esa índole, y puedo decirle que en muchas ocasiones una «buena chica»
bajó la cabeza y afirmó que tenía relaciones.
Por triste que esto sea, es necesario estudiar el tema; por ello entraremos en detalles,
en un capítulo posterior, sobre las causas que motivan estas conductas. Pero, padres: es
necesario que sepan que sus hijas están creciendo en una cultura que está robándoles sus
derechos más preciados. ¿Creen que exagero al hablar así del mundo al que se enfrentan?
Ustedes deciden. Echemos un vistazo a los datos que se han publicado en Estados Unidos
sobre estos temas.
Actividad sexual.
•Uno de cada diez chicos americanos de doce años de edad da positivo en la prueba
de herpes genital.4
•Las infecciones por herpes tipo 2 aumentaron en un 500 por ciento durante la
década de 1980.5
•El 11,9 por ciento de las mujeres sufrió una violación.6
•El 40,9 por ciento de las chicas de catorce a diecisiete años experimentó sexo no
deseado, accediendo a él por temor a que sus novios se enojasen.7
•Si una adolescente ha tenido cuatro compañeros sexuales, y su novio ha tenido
cuatro compañeras, y los dos mantienen relaciones sexuales, es como si la joven hubiera
tenido quince parejas.8
•Si el número arriba mencionado aumenta a ocho parejas por parte de cada uno
(cosa que nada tiene de inusual, sobre todo en el bachillerato superior), su hija estará
expuesta a 255 parejas.9
•El 46,7 por ciento de los estudiantes (chicas y chicos) habrá tenido relaciones
sexuales antes de que terminen el bachillerato.10
•Se producen de cinco a seis millones de nuevos casos de infecciones por
papilomavirus (HPV) anualmente.11
•El HPV se produce por contacto sexual. Algunos de estos HPV pueden producir
cáncer, y otros no. El HPV es el causante de aproximadamente el 99 por ciento de todos los
casos de cáncer de útero en la mujer.12
•Las chicas adolescentes corren mayor peligro de contraer enfermedades de
transmisión sexual, porque la membrana que recubre el cuello del útero es todavía
inmadura. Durante la adolescencia, su útero está recubierto con una capa llamada «epitelio
columnar». A medida que la joven crece y llega a la veintena, esta capa es reemplazada por
el «epitelio escamoso», que es más resistente a los virus y a las bacterias.
•Si una joven toma contraceptivos orales durante más de cinco años, es cuatro veces
más propensa a desarrollar cáncer de cuello uterino (cáncer cervical).13 Esto se debe
probablemente a que aumenta el número de parejas y a una utilización deficiente del
preservativo.
•El 90 por ciento de las personas infectadas con herpes tipo 2 no saben que lo
están.14
•En Estados Unidos hay 42 millones de personas infectadas con herpes tipo 2, y
cada año se infecta un millón más.15
Depresión.
•El 35,5 por ciento de las jóvenes que cursan bachillerato han tenido pensamientos
de tristeza y desesperación durante periodos superiores a dos semanas. Muchos médicos
denominan a estos síntomas «depresión clínica». El 12,4 por ciento de las mujeres
afroamericanas, el 18,6 de las caucásicas y el 20,7 de las hispanas han pensado en el
suicidio durante el año pasado.16
•Las relaciones sexuales favorecen notablemente la depresión en las jóvenes.17
•El 11,5 por ciento de las mujeres intentó suicidarse el año pasado.18
Alcohol.
•El 27,8 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicos y chicas) bebe alcohol
antes de los trece años.19
•El 74,9 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicas y chicos) ha bebido una
o más veces diarias durante varios días.20
•El 44,6 por ciento de las chicas de bachillerato ha bebido diariamente una o más
21
veces.
•Durante el mes pasado el 28,3 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicos
y chicas) ha bebido más de cinco veces seguidas más de un día.22
Drogas.
•El 8,7 por ciento de los estudiantes de bachillerato ha consumido cocaína en
distintas formas.23
•El 12,1 por ciento de los estudiantes de bachillerato ha utilizado inhaladores, una o
más veces.24
Utilización de elementos electrónicos (televisión, ordenadores, DVD,
juegos de vídeo y música).
•Los niños se pasan seis horas y media al día, como promedio, usando elementos
electrónicos.25
•Durante el 26 por ciento del tiempo utilizan más de un aparato.26 Esto significa que
seis horas y media diarias de permanencia ante pantallas electrónicas equivale a ocho horas
y media (lo que viene a ser la duración de un día de trabajo a jornada completa).
•Los niños pasan más de tres horas diarias viendo la televisión.27
•Leen un promedio de cuarenta y cinco minutos diarios.28
•Los niños que tienen un televisor en su dormitorio ven diariamente una hora y
media más la televisión que los que no lo tienen.29
•El 55 por ciento de los hogares tiene canales por cable.30
•Las cadenas HBO y Showtime ofrecen un 85 por ciento (la cantidad más elevada
de todos los canales) de programación violenta.31
Aunque podríamos seguir con estos datos abrumadores, parece que ciertas
tendencias están cambiando. Muchos colegios tienen programas «anti-gang»
(antiviolencia), y para apartar a los chicos del consumo del alcohol, el tabaco o las drogas
ilegales. El número de embarazos en las adolescentes y el promedio de actividad sexual en
esas mismas edades parecen estar reduciéndose. Pero, sean cuales fueren los indicios de
progresos en este campo, todavía no es suficiente. Las hijas se encuentran expuestas a un
riesgo terrible y son los padres los únicos que pueden interponerse entre ellas y ese mundo
tóxico que las rodea.
No crea que usted no puede luchar contra los elementos que rodean a su hija,
porque, en realidad, sucede todo lo contrario. Sí, es cierto que tanto la televisión como la
música, las películas y las revistas ejercen una enorme influencia sobre las chicas,
marcando las pautas de lo que deben pensar y vestir, e incluso influyendo en su nivel
escolar; pero su influencia no llega ni con mucho a la que puede ejercer un padre. Se han
realizado muchos estudios sobre el tema, y los padres siempre ocupan el primer puesto en
el escalafón. El efecto que producen los padres cariñosos y atentos en la vida de sus hijas se
puede apreciar en las chicas de todas las edades.
Chicas jóvenes.
•Las chicas que se sienten unidas a sus padres resuelven mejor sus problemas.32
•Los bebés de seis meses muestran en las pruebas realizadas un mayor nivel de
desarrollo mental si los papás se ocupan de ello.33
•Los niños tienen menor estrés escolar si los padres están presentes en el hogar.34
•Las chicas cuyos padres les proporcionan cariño y control consiguen mayores
éxitos académicos.35
•Las chicas que se sienten más cerca de su padre muestran menos ansiedad y
comportamientos más controlados.36
Chicas mayores.
•La vinculación con los padres constituye el factor más importante a la hora de
impedir que las chicas se entreguen al sexo prematrimonial y caigan en las drogas y el
alcohol.37
•Las chicas que tienen padres cariñosos muestran un carácter más enérgico.38
•Las hijas que perciben que sus padres se preocupan por ellas y que se sienten
unidas a ellos muestran un menor índice de intentos de suicidio y menos problemas
psicológicos del tipo de la depresión, la baja autoestima, el uso de sustancias nocivas y
problemas de peso.39
•Las chicas que tienen padres protectores son el doble de constantes en sus
estudios.40
•El sentimiento de autoestima mostrado por una hija es la mejor prueba del afecto
que siente por ella su padre.41
•Las chicas que tienen cerca la figura paterna se sienten más protegidas, poseen una
mayor autoestima, son más constantes en sus estudios y es menos probable que abandonen
el colegio.42
•Las chicas que tienen padres que se preocupan por ellas poseen una mayor
habilidad oral y un funcionamiento intelectual superior.43
•El 21 por ciento de los chicos de doce a quince años dijo que su mayor disgusto lo
constituyó el hecho no haber disfrutado de tiempo suficiente con sus padres. El 8 por ciento
de los padres dijo que su mayor disgusto fue no haber tenido tiempo suficiente para
dedicárselo a sus hijos.44
•Las chicas cuyos padres se divorciaron o separaron antes de que ellas cumplieran
los veintiún años tienden a ver reducida la duración de sus vidas en unos cuatro años.45
•Las chicas que disfrutan de buenos padres tienden menos a coquetear para
conseguir la atención masculina.46
•Los padres que ayudan a sus hijas se hacen más competentes, más capacitados para
lograr los objetivos propuestos, y más exitosos.47
•Las chicas postergan el inicio de su actividad sexual si sus padres lo desaprueban;
y son menos proclives a ser sexualmente activas si sus padres rechazan el control de
natalidad.48
•Las chicas que tienen la protección de sus padres esperan más tiempo a iniciarse en
el sexo, y muestran promedios más bajos de embarazos durante la adolescencia. Las
adolescentes que viven con ambos progenitores son tres veces menos propensas a perder su
virginidad antes de cumplir los dieciséis años.49
•El 76 por ciento de las jóvenes dice que los padres influyeron en su decisión de
iniciar su actividad sexual.50
•El 97 por ciento de las chicas que dijeron poder hablar con sus padres sobre temas
sexuales mostró unos promedios más bajos de embarazos adolescentes.51
•El 93 por ciento de las adolescentes que poseen un padre cariñoso mostró menor
riesgo de embarazo no deseado.52
•Una hija de familia de clase media tiene un riesgo cinco veces menor de quedarse
embarazada si su padre vive en casa.53
•Las chicas que viven con su padre y su madre (en contraposición a las que
solamente viven con su madre) tienen un porcentaje significativamente menor en los
retrasos del crecimiento y el desarrollo, y menos alteraciones del aprendizaje,
incapacidades emocionales o alteraciones de la conducta.54
•Las chicas que viven solamente con sus madres tienen una menor capacidad para
controlar sus impulsos y un sentimiento moral más débil.55
•Los niños son más propensos a confiar en su padre y buscar en él apoyo emocional
cuando su progenitor se involucra en sus actividades diarias.56
•El control y el consejo paternales constituyen elementos determinantes contra el
mal comportamiento de los
•Los niños muestran un mejor aprovechamiento escolar sí sus padres les imponen
normas y les muestran afecto.58
Su hija sigue el ejemplo de usted, que es su padre, tanto en lo que se refiere al uso
de drogas, tabaco y alcohol, como a la tentación de la delincuencia, las relaciones sexuales,
el concepto de autoestima, los cambios de humor y las relaciones con los chicos.
Cuando usted está a su lado, ya sea comiendo juntos, haciendo las tareas
domésticas, o incluso cuando está presente pero no habla mucho, la calidad y la estabilidad
de la vida de su hija —y podrá apreciarlo fácilmente— mejora en gran medida. Incluso si
piensa que tanto usted como ella se mueven en planos diferentes, incluso si cree que
dedicarle tanto tiempo no va a servir para nada, o duda de que su actuación pueda ejercer
algún impacto sobre ella, el hecho comprobado clínicamente es que está haciéndole a su
hija el mayor de los regalos. Y, al mismo tiempo, también se está usted beneficiando.
Porque las investigaciones demuestran que el cuidado prestado por los padres a los hijos
puede aumentar el crecimiento emocional y los valores morales y psicológicos del
hombre.59
Su hija verá este tiempo que usted le dedica de una manera muy diferente a como lo
ve usted. A lo largo de los años, ya sea en momentos puntuales o en la vida cotidiana, ella
irá absorbiendo su influencia y observará cada uno de sus movimientos. Quizás no entienda
por qué está usted alegre o disgustado, molesto o afectado de alguna manera, pero seguirá
siendo para siempre el hombre más importante de su vida.
Cuando ella tenga veinticinco años, comparará a su novio o a su marido con usted.
Cuando tenga treinta y cinco, el número de hijos que tenga se verá influido por la vida que
tuvo a su lado. La ropa que lleva reflejará algo de usted. Incluso cuando tenga setenta y
cinco años, la manera en que se enfrente al futuro dependerá de algún lejano recuerdo del
tiempo que pasaron juntos. Tanto si fueron felices como dolorosas, las horas que usted pasó
a su lado, o que no pasó, habrán resultado muy significativas para ella.
***
A los dieciocho años, Ainsley dejó su hogar en una pequeña población del Medio
Oeste y empezó su vida en un colegio de Ivy League.60 Durante el primer curso todo
marchó bien, pero en el segundo algo cambió en su interior. Ahora, a sus cincuenta y un
años, todavía no sabe explicar qué fue lo que cambió.
Durante ese segundo año de estudios, Ainsley empezó a rebelarse. Bebía demasiado
y faltaba con frecuencia a clase. Finalmente tuvo que llamar a sus padres para decirles que
regresaba a casa. Empaquetó sus posters, sus libros y su desencanto, y se puso al volante de
su coche.
Ainsley se pasó las siguientes veinticuatro horas montada en su Jeep, asustada,
liberada y ansiosa. ¿Qué dirían sus padres? ¿Se pondrían a gritar, a llorar, o harían ambas
cosas? En medio de su incertidumbre, le pareció sentir algo bueno. Sin saber todavía cómo
o por qué, creía necesitar la ayuda de sus padres, al menos durante el medio año siguiente.
Cuando finalmente aparcó su vehículo en la acera de la casa paterna, vio el
Chevrolet de su padre en el garaje. Nadie había salido a recibirla. Subió los escalones y,
como si fuera una extraña, atisbó por los cristales de la ventana para tratar de verlos antes
de que ellos la vieran a ella. Estaban bebiendo café en la cocina. Por alguna razón se sintió
más culpable en ese preciso momento.
La puerta no estaba cerrada. Ainsley sabía que los cinco minutos siguientes iban a
cambiar su vida para siempre. En cuanto empujó la puerta abierta vio, en primer lugar, el
rostro enrojecido e hinchado por el llanto de su madre. Parecía cansada, malhumorada y
triste. Ainsley se dirigió hacia ella y la abrazó.
Entonces observó la mirada de su padre. Y se sintió confundida por la expresión que
él mostraba. Parecía extrañamente tranquilo y amable. Le abrazó y quiso llorar, pero le
resultó imposible.
Su madre le dijo que se había comportado estúpidamente. Había arrojado por la
ventana su futuro. Había avergonzado a su familia. Ainsley permaneció callada escuchando
lo que le decía. Pero entonces, en mitad de la larga perorata materna, su padre se acercó a
ella y le susurró:
—¿Te encuentras bien?
Ella estalló en sollozos.
En ese momento Ainsley se dio cuenta de que su padre la conocía mejor que ella
misma. Aunque se sentía confusa, comprendió que él veía en su interior. Él se había dado
cuenta, mejor que nadie, de que algo se había roto dentro de la hija que tanto quería. El
padre de Ainsley no fue a cumplir sus turnos de trabajo en el McDonald's ni en la
gasolinera. Aguardó, escuchó y se guardó el sufrimiento para sí mismo. No le preocupaba
lo que pudieran pensar amigos y familiares. Tampoco se preocupaba por las consecuencias
que aquella expulsión tendría en la vida de su hija. A él solamente le preocupaba ella en ese
momento.
—No se puede imaginar cómo me afectó aquello —me dijo Ainsley—. Eso pasó
hace treinta años. El amor que siento por él en este momento es algo tan fresco y tan
reciente como lo fue entonces. Supe que me quería. Seguramente se sentía orgulloso de mí,
pero eso siempre estaba en la periferia de nuestra relación. Él no quería permitirse que la ira
o el disgusto superaran su amor. En esos momentos, una vez que hube traspasado la puerta
del cuarto, tuve la impresión clara de lo que yo significaba para él. Supe entonces que era a
mí, y no a los logros que pudiese alcanzar, a quien realmente amaba.
Ainsley se calló bruscamente mientras enrojecían sus mejillas y su nariz. Sonrió a
través de las lágrimas y sacudió la cabeza, maravillándose todavía ante la calidad humana
de aquel hombre al que ella tanto quería y echaba de menos. Su padre había marcado la
diferencia en su vida. Usted también marcará la diferencia en la vida de su hija.
Tendrá que hacerlo así porque, desgraciadamente, vivimos en una sociedad que no
es saludable para las chicas; y solamente hay una cosa que se interpone entre esa
lamentable sociedad y su hija: usted.
Los padres cambian de forma inevitable el curso de la vida de sus hijas, y de este
modo incluso pueden salvarlas. El reloj empieza su tictac en el momento en que usted pone
los ojos en sus primeros instantes de existencia, y no deja de funcionar hasta que ella
abandona el hogar. Es el reloj que marca las horas que pasó a su lado, las oportunidades
que se le presentaron para influir en ella, para forjar su carácter, y para ayudarla a
encontrarse a sí misma y a disfrutar de la vida. En los próximos capítulos veremos de qué
modo pueden ayudar los padres a sus hijas: física, emocional, intelectual y espiritualmente.
Capítulo 2. Ella necesita un héroe.
«¿Qué vas a ser de mayor?». Es posible que usted empezara a oír esa pregunta
cuando tenía ocho años. Lo más probable es que sus primeras ideas se centraran en el sueño
de ser Superman, o en querer ser un vaquero, un bombero, un caballero medieval o una
estrella del fútbol. En cualquier caso, en realidad lo que usted quería era ser un héroe.
Bueno, pues tengo noticias: su hija necesita un héroe, y le ha escogido a usted.
Pensemos por un momento en los héroes: son personajes que protegen a la gente,
son perseverantes, muestran un tipo de amor altruista, son leales a sus convicciones íntimas,
saben distinguir lo que está bien de lo que está mal y actúan de acuerdo con ello. Ningún
bombero piensa en las posibilidades que tiene de salir con vida cuando se mete entre las
llamas y las ruinas ardientes para salvar a una persona que se encuentra aislada y
aterrorizada.
Los héroes son humildes; pero para aquellos a los que salvan son los personajes más
grandes del mundo.
Así pues, ¿cómo se puede convertir usted en un héroe para su hija? Para empezar,
digamos que usted debiera saber que ella no puede sobrevivir sin tener uno. Necesita un
héroe para poder abrirse paso por esta traicionera sociedad. Y también debiera saber que
convertirse en héroe en este siglo xxi no es nada fácil. Se requiere fortaleza emocional,
autocontrol y aguante físico. Es necesario saber manejarse en situaciones embarazosas,
incómodas o incluso amenazadoras para la propia vida, a fin de poder rescatar a su hija.
Quizás necesite aparecer en una de esas fiestas en las que los amigos de su hija —y
tal vez ella misma— han estado bebiendo demasiado, para llevársela a casa. Tal vez
necesite hablar con ella sobre la ropa que viste y la música que oye. Y, sí, también es
posible que tenga que coger el coche a altas horas de la madrugada para ir a casa de su
novio e insistir en que ella debe regresar a casa.
He aquí lo que su hija necesita.
Liderazgo.
Cuando su hija nació reconoció su voz porque usted tenía el tono más grave que el
de su madre. De pequeña miraba su figura, que le parecía enorme, y se daba cuenta de que
usted no era sólo grande, sino también listo y fuerte. Durante sus años escolares, acudía a
usted en busca de orientación y dirección.
Al margen de cualquier impresión que pueda ofrecer, la vida de su hija se centra en
descubrir lo que a usted le gusta de ella y lo que desea de ella. Sabe que es más listo. Le
concede autoridad porque necesita que usted la quiera. No puede sentirse bien consigo
misma hasta que sepa que su padre está satisfecho de ella. Por consiguiente, es necesario
que usted sea prudente y sepa utilizar su autoridad de forma cuidadosa y sabia. Su hija no
quiere verle como un igual. Quiere que sea su héroe, alguien más sabio, más fuerte y más
firme que ella.
La única forma en que, a la larga, llegará a distanciarse de su hija es perdiendo su
respeto, fallando en la dirección o en la protección que le debe. Si usted no sabe cubrir sus
necesidades, ella buscará a otro que lo haga; y ahí es donde comienzan los problemas. No
deje que eso suceda.
Hoy en día la idea de tener que asumir la autoridad paterna resulta incómoda para
muchos hombres. La cosa suena políticamente incorrecta. Algunos psicólogos y educadores
demasiado modernos nos han dicho que la autoridad resulta sofocante, obstructiva y que
dañará el espíritu infantil. Los padres se quejan de que si obligan a sus hijos a seguir
demasiadas normas, los chicos se rebelarán. Pero el mayor peligro procede de los mismos
padres que deponen su autoridad, particularmente durante los años de adolescencia de sus
hijos. La autoridad no constituye una amenaza para la relación que mantenga con su hija;
por el contrario, es lo que más le acercará a ella y lo que hará que le respete más.
De hecho, las chicas que terminan yendo a las consultas de los psicólogos, o incluso
a los centros de detención o de internamiento, no son precisamente aquellas que han tenido
unos padres con autoridad. Todo lo contrario. Son muchas las jóvenes que pasan mucho
tiempo en las consultas, contando el daño que ha representado para ellas el abandono de sus
padres, el hecho de que no se hayan preocupado por ellas o, simplemente, que las hayan
ignorado. Hablan de padres que han fracasado —o no se han atrevido—a establecer sus
reglas. Mencionan a padres que se han centrado más en sus propios conflictos personales
que en los de sus hijas. Hablan de padres que quisieron evitar a toda costa cualquier tipo de
conflicto, y que, por consiguiente, no han querido comprometerse hablando con sus hijas, o
enfrentándose a ellas cuando se equivocaban en sus decisiones.
Su instinto natural es el de proteger a su hija. Olvídese de lo que la sociedad del
momento o los psicólogos más vanguardistas le puedan aconsejar. Hágalo.
Y hágalo pronto. Ella quiere que usted sea una figura con autoridad; y, a medida
que vaya madurando, es probable que le ponga a prueba para comprobar si es usted una
persona seria. Como norma, los padres saben que los adolescentes empezarán a retarles. El
baloncesto a dos se volverá más competitivo, y el hijo pronto empezará a rebelarse contra la
autoridad del padre.
Deje que le diga un secreto: muchas hijas también desafían a sus padres. Se
lanzarán a una confrontación de poder con usted, no para ver lo fuerte que es, sino para
comprobar hasta qué punto se preocupa por ella.
Por tanto, recuerde que cuando su hija se enfrenta directamente a las reglas que
usted ha fijado, alegando y gritando que no es justo, en realidad lo que está haciendo es
formularle una pregunta: ¿Sirvo para enfrentarme a ti, papá? ¿Eres lo suficientemente
fuerte como para poder controlarme? Tenga por seguro que ella sabe que la respuesta es un
sí.
Cuando yo estaba en el colegio, mi padre era tan protector que llegué a pensar si no
estaría rozando un estado psicótico. Yo asistía a un colegio sólo para chicas (eso había sido
una decisión mía) y, en realidad, no causé a mis padres muchos problemas. Era la hija
mayor y tenía un claro sentido de la responsabilidad, como le corresponde al primogénito.
Una noche de verano, en el año anterior a mi graduación, me invitó a cenar un chico muy
guapo que se había graduado recientemente y que ya tenía un empleo muy respetable.
Cuando llegó a casa para recogerme, mi padre se presentó en la sala. Por desgracia, o por
suerte para mí, vio algo en aquel muchacho que no acabó de convencerle. Pude apreciarlo
fácilmente, porque, en realidad, a mí el chico me parecía encantador. Mi padre me preguntó
a qué hora regresaría. Y me recordó que estaba viviendo en su casa durante aquel verano y
que eso incluía una especie de toque de queda. Le respondí que estaría de vuelta a
medianoche.
Fuimos a cenar a un restaurante muy agradable y, después, fuimos a otro para tomar
el postre y beber algo (por entonces había que tener dieciocho años para poder tomar una
copa en un establecimiento público). No es necesario decir que yo estaba tan encantada con
aquel chico que me olvidé de la hora. Eran ya las doce y media. De repente, en la
tranquilidad de aquel delicioso restaurante oí que me llamaban por megafonía para
avisarme de que tenía una llamada telefónica. Me sentí verdaderamente mortificada. Sabía
muy bien quién me llamaba.
Estaba tan avergonzada que le pedí a mi acompañante que me llevara a casa. Estaba
furiosa con mi padre. Él me estaba esperando en el porche, con las luces de la casa
encendidas. Mi chico me acompañó hasta las escaleras. El pobre muchacho necesitaba ir al
lavabo, pero antes de que pudiera hacerlo, mi padre le dijo que no le importaban en
absoluto los motivos por los que me había retenido hasta tan tarde, sobre todo cuando sabía
muy bien que yo tenía que estar en casa una hora antes. Y siguió diciendo al pobre
muchacho que no volviera por aquella casa, porque no había sabido respetarme. Mi
acompañante se quedó tan impactado con lo que oyó que se fue sin ni siquiera pasar al
lavabo.
Yo estaba roja de ira y dispuesta a tener una auténtica disputa con mi padre. Le dije
que ya tenía veinte años y que sabía muy bien cuándo debía regresar a casa. Me negaba a
ser tratada como una adolescente descontrolada. Le grité. Pero él también me gritó,
haciéndome saber tajantemente que estaba en su casa y que tenía todo el derecho a decirme
cuándo había de estar de regreso en su hogar. No le dirigí la palabra durante dos días. No
estaba tan fastidiada por lo de las normas paternas como por haberme llamado al
restaurante. Y lo peor, haber echado de casa a mi acompañante con cajas destempladas.
Tuve unas cuantas citas más con aquel chico (como no volvió por mi casa, nos
encontrábamos fuera), y seguí pensando que era una persona maravillosa. Siempre se
mostraba inteligente y amable conmigo, y era muy agradable estar con él. Además, también
era muy correcto, y aunque mi padre pensara lo que quisiera, yo pude comprobar que me
trataba con mucho respeto, cosa que me agradaba. Un día me pasé por su casa sin avisarle.
Me sentía muy cómoda con él y me apetecía darle una sorpresa. Cuando llamé a su puerta
me abrió una espléndida rubia veinteañera. Creí que me ponía mala. Y mucho más cuando
descubrí que el muy zorro no solamente salía con ésta sino también con otras mujeres.
Entonces me di cuenta de que mi padre había visto en aquel hombre algo que yo no
había sabido percibir. Aquel padre adusto, que insistía en marcar horarios aunque yo ya no
fuera una adolescente y que me había dicho lo que pensaba sobre el hombre con el que yo
salía, tenía razón esta vez, como la había tenido en otras muchas ocasiones. Nunca dimitió
de la autoridad que él sentía que debía ejercer como padre; y ahora puedo decir que nada le
sienta mejor a una adolescente o a una chica joven que verse protegida por los fuertes
brazos de su padre. Su autoridad me alejaba de todo problema, hacía que me sintiera amada
y, por encima de todo, me hacía sentirme orgullosa de que él fuera mi padre.
Su hija necesita la guía que usted pueda fijarle sobre lo que está bien y lo que está
mal, lo que es una conducta adecuada y lo que no lo es. Cuando termine primaria, o el
bachillerato, o se case —todas ellas experiencias que le son nuevas— necesitará saber lo
que usted cree que es mejor para ella. Y ahí tendrá que estar usted presente. Ella confía en
su opinión. Por tanto, hágasela saber. No tenga miedo. Y no trate de escurrir el bulto de las
grandes cuestiones que presenta la vida. Su hija necesita saber qué piensa usted de sus
propósitos: si cree que ella debe permitirse sus propias pasiones o dedicarse a ayudar a
otros.
***
Cuando Ellie tenía quince años, vino a mi consulta para un reconocimiento. Se
sentía excitada, y al cabo de unos pocos minutos de charla me dijo el motivo.
—Mi padre y yo acabamos de regresar de Perú —comentó—. Fue un viaje muy
guay. No se puede imaginar lo hermosas que son allí las montañas y lo sorprendente que es
la gente que conocimos.
—Qué bien, Ellie. ¿Y quiénes fuisteis en ese viaje?
—Solamente mi padre y yo.
—¿Y qué pasó con tu madre y con tus hermanos? ¿No les apetecía ir de vacaciones
con vosotros?
—¡Oh, no! No fuimos de vacaciones —dijo—. Fuimos a llevarle medicamentos a la
gente de los Andes, que carece de todo. Mi padre y yo habíamos proyectado este viaje hacía
un año, y supongo que era algo que él quería hacer conmigo.
—Tuvo que ser muy divertido.
—Bueno, yo no lo llamaría así. Resultó sumamente duro. Todos los días teníamos
que subir montañas de tres y cuatro mil metros de altura y montar clínicas en cuartos vacíos
y, a veces, al cielo raso. Yo tomaba la tensión y daba tratamientos de flúor a los niños, y mi
padre trataba sus enfermedades.
Yo dejé de examinarla por un momento, imaginándome a aquella encantadora
muchacha escalando montañas para poder poner flúor en la boca de chicos desconocidos, y
durmiendo en pleno campo.
—¿Me puedes decir qué impulsó a tu padre a llevarte en ese viaje?
—Bueno, no lo sé. Él siempre fue de esa clase de personas que se preocupan por los
pobres o por los enfermos. Incluso aquí, en casa, siempre me llevó con él desde que yo era
muy pequeña, cuando iba al dispensario y al comedor social. Recuerdo que un día mi
madre se enfadó mucho con él porque habíamos ido a comprar comida china para la cena.
Cuando volvíamos a casa, vio a una persona que estaba revolviendo en un depósito de
basura del parque. Paró el coche, cogió el paquete de comida china y le preguntó al hombre
qué le gustaba más de lo que allí había. El hombre escogió los rollitos de huevo, que son los
favoritos de mi madre. Por eso ella se enfadó tanto. Mi padre nunca le dijo a mi madre que
se los había dado al tipo del parque, simplemente que los había olvidado. Así que imagino
que llevarme a Perú fue una cosa muy natural para él. Le encanta ocuparse de los demás.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté—. ¿Te gustó lo que hiciste en Perú?
—Oh, sí, me encantó. Fue increíble. Yo quería ir. Ya sabe. Ver cómo mi padre, que
es un médico tan importante, se entrega a ayudar a la gente que no tiene nada y que se
muere de enfermedades y de miseria, me animó a hacer lo mismo que él. Pero mi padre es
un tío sorprendente. Siempre está pensando en lo que necesitan los demás, sin preocuparse
de lo que necesita él. Creo que eso es muy guay, y quiero hacer lo mismo. Por eso fui con
él.
El hecho de que el padre de Ellie viviera plenamente sus convicciones sirvió para
que su hija siguiera su ejemplo.
Reconsidere sus propias convicciones y piense en qué tipo de mujer quiere que se
convierta su hija. Porque ella aprenderá no solamente de lo que usted diga, sino también de
lo que haga.
Una de las mejores cosas que pueden hacer los padres es cuidar las expectativas que
sus hijas han puesto en la vida. Las grandes y las pequeñas. Su forma de hablar, su forma
de vestir, de comportarse en el colegio, e incluso los deportes que practican o los
instrumentos musicales que escogen para estudiar. Un padre puede ayudar a su hija a
conseguir sus objetivos, a definir las metas más elevadas en su vida; el resultado será que
su autoestima se afianzará enormemente. Y eso hará que se acerque más a usted, porque
reconocerá en usted a un líder y un aliado que le ayuda a dirigir mejor su vida.
Mis pacientes adolescentes saben muy bien que soy una firme defensora de que las
chicas retrasen lo más posible su actividad sexual. Saben que hablaré con ellas sobre el
sexo; y saben también lo que voy a decirles. Y aunque no quieran hacerme caso, casi
siempre responden de manera positiva, porque saben que yo estoy de su parte, que me
preocupo por su futuro.
Los padres deben ser estrictos, pero también han de ser cariñosos y amables. Es una
cuestión de equilibrio. Los errores son muy fáciles de exponer: No deje que su hija lo
considere un enemigo. No utilice su autoridad de modo cruel o dañino. No pretenda vivir su
propia vida a través de ella. No trate de convertirla en un robot. Pero no deje de dirigirla.
Si no consigue que ella acepte la autoridad que le corresponde a usted como padre,
si no establece unos criterios elevados, si no actúa para proteger a su hija, si no le
proporciona unos principios morales, su hija sufrirá, como sufrió mi paciente Leah.
***
Conocí a Leah cuando ella tenía dieciséis años. Cuando abrí la puerta de la sala de
espera, la vi sentada al lado de su madre. Las dos tenían un aire muy solemne. Estaban
leyendo revistas, hablando o comentando los cuadros de las paredes.
—Hola Leah, soy la doctora Meeker. Encantada de conocerte—y le tendí la mano.
—Hola.
No levantó la vista.
Esperé.
Siguió sin alzarla.
La madre rompió el incómodo silencio.
—Soy la madre de Leah, doctora Meeker. En realidad ella no quería venir, pero yo
la obligué porque hay algo que no marcha bien. Estoy muy preocupada por su depresión.
Mientras me hablaba la madre, no dejé de observar a Leah. Todo cuanto pude ver de
ella fue la coronilla de su cabeza. Estaba encogida en su asiento, las manos cruzadas
metidas en las mangas de su camisa y las piernas asimismo cruzadas bajo la silla metálica.
Durante el tiempo que hablaba su madre, Leah ni se movió.
—¿Cuándo cree que empezó su depresión?
—Bueno... verá doctora Meeker, es algo un poco embarazoso. Leah miraba a su
madre moviendo la cabeza, como si quisiera hacerla callar.
—Leah, tenemos que hablar de esto. Sé que es muy duro, pero es muy importante.
La mirada de Leah volvió a fijarse en la alfombra.
—Verá, hace cosa de un par de meses Leah fue a casa de un amigo. Él era su mejor
amigo. Se conocían desde que cursaban primaria. En cualquier caso, pasaban mucho
tiempo juntos. Ya sabe, nada de encuentros sentimentales ni cosas de esas. En realidad,
Leah había empezado a salir con otro chico que se llama Jeremy.
La madre hizo una pausa y Leah empezó a revolverse en su asiento.
—Bueno, de todos modos este amigo, «su amigo», no Jeremy, le pidió a Leah que
le ayudase con un trabajo que estaba haciendo. Ellos estudiaban juntos todo el tiempo,
doctora Meeker. Ese día concreto, creo que era martes, ¿o era jueves, Leah?
Yo me estaba poniendo un poco impaciente, pero esperé.
—Bueno, no importa. Ella le dijo que sí, que le ayudaría, y ambos se fueron a su
casa después de clase. Al parecer, corrígeme Leah si me equivoco, al parecer estaban
sentados en un sofá estudiando cuando, de repente, él se lanzó encima de ella.
La madre se calló un momento. Leah empezó a sollozar.
—Leah —dije yo—. ¿Fue eso lo que pasó?
Ella asintió con la cabeza. Su madre continuó:
—No sé todo lo que pudo pasar, ya sabe usted, sexualmente. Pero fuera lo que
fuese, eso la trastornó.
Lea se puso a llorar más fuerte.
Durante los cuarenta y cinco minutos siguientes me enteré, por las palabras de
aquella tímida chica de dieciséis años y por las de su madre, de que el amigo de confianza
de Leah se había «vuelto contra» ella y la había obligado a participar en muchos actos
sexuales.
—Leah, ¿te das cuenta de que lo que hizo ese muchacho es ilegal, que debería estar
en la cárcel ahora mismo? ¿Qué hizo tu padre?
Entonces me comentó con una voz monótona cuál había sido la respuesta de su
padre:
—Mi papá me dijo: «Los chicos siempre serán chicos». Y se fue a jugar al golf.
***
El ataque sexual sufrido por Leah fue un hecho devastador para ella, pero el golpe
que terminó de hundirla fue el hecho de que su padre no le diera importancia y no la
defendiera. Habría podido convertirse en su héroe. Hubiera podido ir en tromba a la casa
del joven y exigirle una sería disculpa. Incluso hubiera podido decidir que el asunto pasase
a manos de la policía. Pero, en lugar de eso, se fue a jugar al golf.
Si su padre hubiera hecho alguna cosa para defenderla —incluso una simple y
airada llamada telefónica al joven— hubiera podido ahorrarle a su hija meses de angustia.
En lugar de ello, fueron necesarios dieciocho meses de tratamiento para poder curar la
depresión sufrida por la chica.
Constituye un principio fundamental del comportamiento humano que el hecho de
saber que hay una autoridad por encima de nosotros hace que nos sintamos bien. Sí.
Aunque queramos evitarla de forma instintiva cuando tenemos un grave problema, siempre
recurrimos a ella. En el momento en que nos vemos obligados a enfrentarnos a un
problema, a un desafío, a un lío del que no podemos salir, necesitamos a alguien que nos dé
una respuesta; a alguien que nos pueda ofrecer ayuda; a alguien que nos pueda tender una
mano y que sepa lo que se ha de hacer.
Padre: eso es lo que su hija necesita y quiere de usted. A su hija no tienen por qué
gustarle sus manías, sus reglas, su ropa o sus opiniones políticas, pero usted no debe perder
nunca su respeto. Y no lo perderá si vive con dignidad y actúa con autoridad. Si lo hace, se
convertirá en un héroe a sus ojos. Es lo que ella quiere que usted sea. Y, como médico que
soy, puedo decirle que no le dé la espalda. Por favor. Ella le necesita, posiblemente más de
lo que usted se imagina.
Son muchos los psiquiatras que piensan que la respuesta del padre es el factor más
importante para una rápida recuperación mental de un ataque sexual. De hecho, la respuesta
de un padre al ataque sexual sufrido por su hija puede constituir un punto de inflexión tan
importante en su vida como el propio ataque sufrido. Piense en esto durante un momento.
Un ataque sexual puede representar el suceso más traumático experimentado por una chica.
Ahora bien, tenga en cuenta que muchos psicólogos y psiquiatras dicen que la respuesta de
usted a la agresión que ha sufrido su hija es tan importante como el propio hecho. Es
decisiva para que ella pueda tener en el futuro una buena salud emocional. Esto es algo que
tiene mucho sentido, y vamos a decir por qué.
Cuando un niño (o un adulto) es humillado o dañado, su instinto natural es volverse
contra el ofensor, luchar y defenderse. En este caso, todo el cuerpo de la joven está
pidiéndole luchar, correr, hacer algo; pero ella es físicamente más débil que su atacante. Y
entonces piensa en usted. A sus ojos, usted es mayor, más fuerte e inteligente. Su interior le
está diciendo: «Él puede ayudarme. Él es la respuesta. Mi padre hará las cosas bien porque
me quiere. Mi padre le matará. Él me defenderá». Incluso antes de que usted se haya
enterado de lo que pasó, ella ya se ha imaginado su heroica respuesta. Su madre no puede
hacerlo, pero usted sí.
Si usted hace lo que le dice su instinto, si se muestra ofendido y actúa, ella se sentirá
reafirmada. Se sentirá querida. Se sentirá defendida. Ella sentirá que se ha hecho justicia.
Sentirá que debe cerrar ese horrible incidente. Cuando usted responde como un héroe,
ambos, ella y usted, salen ganando.
Pero si responde como lo hizo el padre de Leah, conseguirá justo todo lo contrario.
Su hija se sentirá desacreditada, no querida e indefensa. Pensará que su padre no es lo que
ella había pensado. No sentirá la necesidad de cerrar el penoso incidente, creerá que no se
le ha hecho justicia; e incluso llegará a pensar que ese tipo de ataques es todo cuanto le
cabe esperar de los chicos. Y el resultado será una depresión profunda y duradera.
Leah fue traicionada por su amigo y su padre le falló; por eso cayó en la depresión,
en la confusión mental, y en un sentimiento de indefensión y de ansiedad que los cuidados
de una madre no pueden aliviar si no hay dieciocho meses de tratamiento. ¿Se habría
recuperado antes si su padre hubiese actuado como un héroe? Sé que la respuesta es que sí,
porque he visto a cientos de Leahs. Y creo que si su padre hubiese actuado como debiera, y
no se hubiera encogido cómodamente de hombros, habría podido evitar la depresión de la
chica.
Padre: esto no es una opción; no hay vuelta de hoja, su hija necesita que usted sea su
héroe.
Perseverancia.
Uno de los aspectos más difíciles de ser un héroe no es precisamente el de decidir
qué es bueno y conveniente para su hija, sino el de saber qué pasos está dando ella. Es muy
duro mantenerse siempre firme. Los padres se cansan. Las hijas pueden volverse
desafiantes y manipuladoras, y terminar agotando a sus padres. Y aquí es donde entra en
juego la perseverancia.
Yo he podido comprobar esto en mi propio hogar. Mi marido y yo trabajamos
juntos. Con los pacientes, él es claro y determinante, y espera que sigan sus consejos.
Después, viene a casa. Cuando nuestra hija de diecisiete años insiste en ir con los amigos a
una fiesta en la playa hasta la una de la madrugada, él la escucha atentamente. Son las diez
de la noche y ambos nos encontramos agotados. Como la chica no lo está, mira a su padre y
le dice: «Por favooooor, papi». Entonces sucede algo peculiar. Las convicciones racionales
se borran de su cabeza. Este hombre que tan sólo hace unas horas fue claro y firme sobre lo
que es mejor para sus pacientes, cae en la más completa de las sensiblerías.
—Bueno, cariño; supongo que si me prometes que estarás de vuelta a la una, podrás
ir.
—¿Estás loco? —digo yo—. ¿Chicos y chicas de diecisiete años en una playa hasta
la una de la madrugada? No me lo puedo creer.
Con demasiada frecuencia los padres ceden ante las hijas y después tratan de
justificarse diciéndose: «Todos los chicos prueban el alcohol, el sexo, y un poco las drogas;
no puedo impedírselo a ella indefinidamente». O bien, se dicen: «Ahora ya tiene diecisiete
años y es lo suficientemente madura para saber manejarse». Pero ésta es la misma hija a la
que, cuando tenía diez años, usted prometió proteger de todas esas cosas, aunque no había
peligro. Y ahora ese peligro es mucho mayor.
Claro que otros chicos prueban el sexo, las drogas y el alcohol; pero los otros no son
su hija. Y ella le respetará más si usted no cede. En el momento en que ceda en sus
convicciones, pierde talla ante los ojos de su hija. Ella piensa que usted es más inteligente
que los otros padres y más fuerte que su novio; y que la cuida y sabe lo que le conviene
mejor que otras personas. Permítame que le cuente un secreto sobre las hijas de todas las
edades: les gusta presumir de lo duros que son sus padres, no sólo físicamente, sino
también de lo estrictos y exigentes que son con ellas. ¿Por qué? Porque esto les permite
«darse tono» sobre lo mucho que ellos las quieren. Se daría cuenta de esto sí pudiera estar
al tanto de las conversaciones privadas que tienen las amigas.
Si sólo tuviera que pelear por ella una, dos, o incluso diez veces, la cosa no sería tan
grave. Pero es posible que tenga que luchar doscientas veces. Usted sólo dispone de
dieciocho breves años antes de que su hija pueda decidir por su cuenta. Si no le muestra el
camino recto ahora, ella no lo encontrará más tarde. La perseverancia para poder
mantenerla en ese camino no es tarea fácil. Puede mostrarse molesta con sus
intervenciones. Puede enfadarse. Incluso puede decirle que le odia. Pero usted ve lo que a
ella no le es posible ver. Usted sabe cómo reaccionan los muchachos de dieciséis años
cuando advierten su seriedad. Sabe también que incluso una sola cerveza puede bastar para
que ella no conduzca con seguridad. Usted sabe mucho más que ella; y aunque le resulte
muy duro perseverar en llevarla por el buen camino, tiene que hacerlo.
Y esa labor no se limita a establecer normas de conducta, sino a saber dirigirla
mediante el ejemplo. Cuando usted persevera, ella aprenderá la lección. Le verá como un
héroe; y si admira lo que hace su héroe, hará lo mismo.
Vamos a tocar ahora un asunto muy delicado: el divorcio. Es muy importante que
todo buen padre conozca el impacto que tiene el divorcio sobre la hija. Sólo de ese modo
podrá ayudarla.
Montañas de investigaciones hechas sobre hijas e hijos revelan de forma irrefutable
que el divorcio daña a los chicos. Las cosas son así. Las hijas a menudo se sienten
abandonadas, culpables, tristes y enojadas. Con frecuencia caen en la depresión. Por mucho
que el padre trate de convencer a su hija de que no es culpa suya, eso no servirá de nada. En
la adolescencia, los jóvenes suelen considerarse el centro de su familia y de sus amigos; y
creen que cuanto pueda sucederles ocurre en gran medida por ellos. Así pues, puede que su
hija no sólo se sienta responsable de su divorcio, sino que también se sienta desolada y
culpable por no poder cambiar las ideas de usted, o las de su madre. Estos sentimientos
aflorarán por mucho que usted haga para evitarlo. Solamente con el tiempo y la madurez
logrará superarlo.
Su hija también se sentirá abandonada. Se dirá: «¿Qué hice mal? ¿No valgo lo
suficiente para que se quede en casa? Si mamá me quisiera verdaderamente no se habría
ido». Y aquí es en donde usted tiene que empezar a ayudarla.
Su hija espera que el matrimonio de sus padres dure. Si ella ve que sus padres
rompen su compromiso, se siente confundida. Para ella, los héroes luchan. Aunque, en la
realidad, algunas veces usted no pueda hacerlo. Porque si mamá se marcha, tiene una
aventura o abandona la familia por la bebida, la lucha que usted puede sostener es muy
limitada.
Pero siempre que, por amor a su hija, pueda luchar, deberá hacerlo. La intensidad de
su lucha, de su perseverancia, del valor que muestre influirá siempre en su hija. Algunas
veces esa perseverancia que usted va a mostrar por amor a ella exigirá continuar viviendo
con su alocada madre. Tal vez signifique sacrificar su propia felicidad en favor de la de
ella. Esto es lo que hacen los héroes. Es lo que espera su hija de usted. Tomar la decisión
heroica en el trabajo, en el matrimonio y en todo lo que tenga que ver con su vida dará
forma a su hija, a lo que es ahora y a lo que será en el futuro. Usted necesita guiarla sabia,
consistente y heroicamente.
Y, a veces, el heroísmo proporciona una segunda oportunidad.
***
Doug se volvió para mirar por la ventanilla. El único motivo que había tenido para
pasar unos días de vacaciones en Florida era la celebración de los veinticinco años de
matrimonio con su esposa, Judy; recuperarla y llevar un soplo de aire fresco a la relación.
Lo último que quería oír eran las quejas de Judy sobre las críticas que muchos amigos de
ella le habían hecho por volver de nuevo con su marido.
De repente, sus ojos se cegaron. Oyó unos chirridos metálicos. Los cristales saltaron
en pedazos y los neumáticos reventaron. Sintió que su cuerpo era lanzado por el aire. No
podía darse cuenta de lo que había sucedido. ¿Había explotado una bomba? ¿Se estaba
muriendo, estaba ahogándose?
Después siguió un silencio terrible. Doug se esforzó por mantener la calma. Su
mente de ingeniero se impuso. «Respira hondo. Trata de imaginarte cuál es el problema.
Enfréntate a él y busca una solución». Empujó la puerta de su destrozado coche tratando de
abrirla.
Doug hizo una pausa en su relato. Me estaba contando el terrible accidente que
había tenido hacía más de diez años. El gran miedo que entonces sintió fue que, mientras
empujaba la puerta para escapar del coche y salvar a Judy, no lograba oír nada: ni gritos, ni
chillidos, nada. Entonces vio el zapato de Judy. Mientras hablaba, sus negros ojos miraron
hacia otra parte; y se echó a llorar.
Continuó hablando con los ojos llenos de lágrimas. El accidente había ocurrido en la
carretera de Florida que va hacia los Cayos. Un coche que venía en dirección contraria se
saltó la línea continua y se estrelló contra el lateral en el que estaba Judy. Ella estuvo en
coma. Pasó semanas en la UCI de un hospital desconocido. Los médicos le dijeron a Doug
que la mujer iba a morirse. Pero no murió.
Mientras aguardaba en el hospital, Doug le pidió a un amigo que tratase de buscar
su agenda entre los restos del coche alquilado. Necesitaba poner de nuevo orden en su vida.
Al fin y al cabo, él era ingeniero.
Su amigo regresó con la agenda. Para Doug, aquello fue como una revelación. Me
dijo:
—Si Dios hizo que recuperara mi agenda de entre los restos de aquel coche
destrozado, seguramente también podría devolverme a mi esposa.
Se puso a rezar. Siguió manteniendo la esperanza de que algún día Judy abriría los
ojos, que abandonaría la cama del hospital y saldría de allí por su pie.
Y llegó el día en que Judy abrió los ojos. Fijó la mirada en Doug y en los médicos.
Pero tras aquellos ojos estaba el vacío. No reconocía a nadie, no recordaba nada.
Mindy, la hija de Doug, retoma el relato.
—Cuando mi padre trajo a mi madre a casa desde Florida, yo tenía diecinueve años
y estaba muy asustada. La mami que yo conocía había muerto, y otra persona se había
puesto su ropa. Parecía delgada y enferma. No podía recordar las películas que habíamos
visto juntas ni las interminables noches que se había pasado a mi lado, ayudándome con los
deberes. Yo me sentía desolada. La vida se volvió realmente dura, muy dura. La madre que
yo conocía se había ido. La esposa de mi padre era otra. Me sentí muy protectora con mi
hermana pequeña y también con mi padre. Nuestra relación se volvió muy especial.
Comencé a desempeñar el papel de mi madre, por más que no lo deseáramos ni mi padre ni
yo, llevando el gobierno de la casa y ocupándome de mi hermana.
El lenguaje corporal de Mindy hablaba por sí solo. No se sentía ni cansada ni
incómoda; por el contrario, era atenta conmigo y clara en sus explicaciones. Mientras
hablaba me miraba directamente a los ojos. En ocasiones se echaba a llorar, y en otras reía.
Antes del accidente había querido y respetado profundamente a su padre. Después
del accidente, su amor y respeto por él se vieron incrementados. Él se convirtió en su héroe.
—Cuando trajo a mamá a casa, ella no podía recordar nada. Mi padre sacó los
álbumes de fotos y contrató a un monitor para que la ayudase. Aunque mi padre nunca
había sido una persona paciente, se puso a trabajar con ella semana tras semana, mes tras
mes. Y no dejó de ayudarnos, tanto a mí como a mis hermanos pequeños.
»Quizás otro padre no hubiera sido capaz de hacerlo: despertar cada mañana a una
esposa que no te conoce y volver a enseñarle los componentes de veinticinco años de vida.
Pero él nunca se rindió. Sabía, por supuesto, que mi madre ya no volvería a ser la misma.
Ignoraba también lo que le depararía el futuro. Y era precisamente ésa la parte más
sorprendente de su actuación: que siempre estaba mirando hacia delante.
»Cambió su plan de vida. Se jubiló anticipadamente y trasladó a mi madre al norte,
en donde la vida podría resultar más tranquila y más sencilla. Sé que todavía sigue
preocupándose mucho por ella».
—¿Cuál fue la lección más importante que te enseñó tu padre?
—Una plena lealtad —los ojos de Mindy resplandecen—. Nunca se desmoronó.
Siguió adelante. Depositó su vida en las manos de Dios y luchó por mi madre.
Ahora, de adulta, Mindy se da cuenta de que su padre no sólo estaba luchando por
Judy; también lo hacía por ella. Quería que su hija gozara de estabilidad. Quería que ella
compartiese la fortaleza de su fe. Deseaba que su hija mayor lograse encontrar su propia
fuerza. ¿Fue un héroe? Mindy me dijo que lo fue, plenamente. Nadie podría llegarle a la
suela de los zapatos.
***
Doug es un héroe. Estoy segura de que él no lo cree así. Los héroes nunca creen
serlo. Pero Doug es lo que un padre debiera ser. Todos los hombres son capaces de hacer lo
que hizo Doug.
Quizás usted no piense así. Tal vez piense que la vida de esa persona fue muy triste.
Incluso puede llegar a pensar que fue un tonto por haber seguido en la brecha.
Pero usted no ha visto el rostro de Doug cuando hablaba. Usted no ha oído cómo
hablaba serenamente, impartiendo la sabiduría alcanzada con esa experiencia. Era algo
extraordinario. Doug tiene algo que yo quiero para mí, y que posiblemente usted también
quiera tener. Es esa paz indescriptible, esa alegría que llega sólo cuando se persevera y se
hace lo que está bien, incluso en medio de la angustia.
Doug es un gran héroe porque salvó a su familia. Eso es lo que hacen los héroes.
Conocen las necesidades más profundas del corazón humano.
Esto es algo muy serio y no quisiera hablar de ello sin concederle la importancia
que tiene. Es difícil, pero es también una gran verdad, y alguien tiene que decirles a los
padres que reivindiquen su masculinidad. En gran parte de la sociedad, la masculinidad o
bien ha sido menospreciada (a menudo por las feministas) o mostrada de forma equivocada
(como en la música rap). La auténtica masculinidad es el ejercicio moral de la autoridad. Y
su hijita la necesita.
He aquí algunos consejos que todos los padres deberían tener en cuenta:
1.Trazarse un plan: las aspiraciones que usted tiene para su hija serán más claras
cuando ella es joven. Cuando es muy pequeña, usted sabe con claridad meridiana lo que
espera de ella: escríbalo ahora y téngalo presente en su mente y en la de ella. A las
adolescentes les encanta enredarle a usted con su forma de pensar. Así pues, tenga escritas
sus normas como si fueran los Diez Mandamientos, y no se aparte de ellas.
2.Mantenga el valor cuando esté bajo el fuego enemigo: sí, con toda seguridad que
tendrá que soportar los disparos de los amigos, de los psicólogos vanguardistas, de los
programas televisivos, de su esposa y de su hija. Sea agradable, pero manténgase firme. En
las mejores personas van unidas la amabilidad, la fuerza y la perseverancia.
3.Sea el líder: recuerde que usted tiene mucha más experiencia que su hija. Aunque
el cociente intelectual de ella sea más elevado que el suyo, no sabe tomar decisiones tan
bien como puede hacerlo usted. Usted puede ver las cosas en su justa perspectiva y sopesar
las consecuencias de las acciones de un modo que ella no puede hacer. Los hijos jóvenes,
en especial los que son inteligentes, tienen una sorprendente habilidad para manipular a sus
padres. Así pues, querido hombre, mucho cuidado. Cuando su hijita de dos años tenga una
rabieta póngala en dique seco e ignórela hasta que se tranquilice. Cuando su hija tenga
dieciséis años, haga exactamente lo mismo. Y si tiene que mantener su postura durante una
semana o un mes, hágalo. Y nunca tome como ataque personal el veneno que sale de su
encantadora lengua. Todavía es una niña. Así que diríjala, no la deje ir. Ya tendrá ella
tiempo de desempeñar su papel durante el resto de su vida, cuando tenga su propio hogar.
4.No se hunda, persevere: los héroes continúan en la batalla hasta el final; jamás
huyen. Por tanto, siga en la lucha; continúe comprometido con su hija y su familia; pase
con ellos todo el tiempo que le sea posible y manténgase firme, amoroso, amable y
paciente, y recuerde que usted es más resistente que su hija. Con frecuencia los padres
dicen que los hijos se muestran muy reacios en las crisis de divorcio. Pero no lo son; los
chicos no tienen alternativa. Usted sí. Usted puede optar por no salir corriendo cuando las
cosas se complican. Como su hija no puede decirle esto, se lo diré yo: si existe alguna
posibilidad de continuar con el matrimonio, hágalo. Incluso si su matrimonio parece
condenado al fracaso, continúe; siga en el hogar con sus hijos mientras le sea posible;
hágalo por ellos. Divorciarse cuando su hija tiene veinte años es mejor para ella que cuando
tiene catorce. Y quizás se dé cuenta de que el mejor remedio para un mal matrimonio es
hacerse notar. Las cosas pueden mejorar.
No se doblegue por los comentarios y las presiones de sus allegados. Tendrá amigos
(probablemente la mayor parte de ellos) que se mostrarán mucho más tolerantes con sus
hijas. ¿Y qué? Los riesgos que se corren así son muy grandes. Yo los compruebo todos los
días en mi consulta; y siento aprecio —y las hijas y las esposas también lo sienten— por los
padres que se comportan como héroes; padres que no se relajan hasta que la batalla se aleja
del hogar (y ni siquiera entonces).
Es una advertencia que tiene mucha trascendencia; pero he visto a bastantes padres
heroicos que saben muy bien que se trata de una advertencia que todo hombre honesto debe
cumplir. Lo único que se requiere es que usted sea un hombre, todo un hombre: lo cual
quiere decir un hombre de valor, de perseverancia y de integridad. Fue creado hombre por
una razón: para ser un esposo amante y fuerte y un buen padre. Así pues, hágale caso a su
corazón y actúe rectamente. Sea un héroe.
Capítulo 3. Usted es su primer amor.
Santo Tomás de Aquino consideraba el amor como la raíz de todas las demás
pasiones: odio, celos y miedo. Cuando hablo con las hijas acerca de sus padres, las
conversaciones suelen estar cargadas emocionalmente. Ellas adoran a sus padres o los
odian; y, algunas veces, las dos cosas al mismo tiempo. Su hija desea asegurarse su amor, y
a lo largo de su vida necesitará que usted se lo demuestre.
Una hija se identifica fácilmente con la madre, pero usted constituye un misterio
para ella. Usted es su primer amor; por tanto, los primeros años de su relación con ella son
cruciales. El amor que usted le proporciona es el punto de partida. Usted tendrá otros
amores en su vida, pero ella no. Todo hombre que entre en su vida será comparado con
usted; toda relación que tenga con un hombre será filtrada a través de la relación que tenga
con usted. Si usted mantiene una buena relación con ella, escogerá novios que la traten
bien. Si le ve a usted como un ser abierto y cálido, confiará en otros hombres. Si, por el
contrario, se muestra frío y poco cariñoso con ella, le resultará difícil expresar su amor de
una manera saludable.
Naturalmente, usted sentirá amor por su hija —especialmente en esos primeros años
de su vida—, pero eso no garantiza que ella se sienta amada por usted. Las reacciones de
las hijas a las palabras, a las acciones y situaciones son más complejas, reflexivas y
diversas que las de los padres. En cualquier cosa que usted haga ella podrá ver una larga
serie de posibles significados. Cuando le compra una pulsera por su cumpleaños, usted cree
que le ha hecho un simple regalo. Pero ella puede pensar que es algo cargado de
significado, ya sea tal significado bueno o malo.
Una de mis preguntas habituales cuando estoy analizando a una chica es: «Dime a
quién quieres en tu vida». Casi la mitad de las chicas responden: «A mamá y a papá,
supongo. Ya sabe, hay que quererlos». Una cuarta parte me mira suspicazmente. Y la otra
cuarta parte se encoge de hombros y dice: «No sé».
Mis observaciones no son únicas. Una encuesta a escala nacional realizada por la
National Commission of Children (Comisión Nacional del Niño) descubrió que cuando se
les preguntó a los niños si sus padres «cuidaban realmente» de ellos, el 97 por ciento de los
chicos de entre diez y diecisiete años, pertenecientes a familias en las que no había habido
separación de los padres, contestó que creían que sus padres cuidaban de ellos. En el caso
de familias de padres separados, el porcentaje bajaba al 71 por ciento. En familias de uno
solo de los progenitores, la cifra seguía bajando hasta llegar al 55 por ciento.
Si usted mantiene una familia estable le habrá hecho un gran favor a su hija. Pero tal
como está la sociedad en nuestros días, necesitará mantenerse muy vigilante. Para estar
seguro de que su hija se siente querida por usted, veamos seguidamente algunos puntos
prácticos que debe tener en cuenta.
Palabras.
Utilícelas. Una de las mayores diferencias entre los hombres y las mujeres es su
utilización de las palabras. A las mujeres les gusta hablar; a los hombres, no. Así están las
cosas. Usted puede pasarse tres horas viendo un partido de fútbol con su hijo, sin decir una
palabra, y seguro que ambos se sentirán muy a gusto. Pero su hija no está hecha de la
misma pasta. Tiene que hablar con ella. Una buena regla es emplear el doble de las palabras
que normalmente utilizaría, incluso si eso implica decir las cosas por duplicado. Las hijas
pueden tender a la duda. Repítale los cumplidos para que ella sepa que usted es sincero.
Cuando ella habla quiere que usted le conteste. Su hija es sensible, no solamente
consigo misma sino también con los demás; y siempre se está preguntando: «¿Le gustará
que esté con él? ¿Está callado porque estará pensando en algo? ¿Estará enfadado? ¿Estará
deprimido?». Ella quiere que usted sea feliz porque de ese modo su vida será mejor. A
menudo actúa como su ayudante personal, haciendo lo que puede para mejorar las cosas.
Usted es el centro de su mundo.
En justa reciprocidad, usted debe, en primer lugar y sobre todo, decirle que la
quiere. Y no solo decírselo en ocasiones especiales, sino de forma regular. Eso puede
resultar fácil cuando tiene cinco años; pero necesita oírlo todavía más cuando tiene quince.
Necesita que usted se lo diga todo el tiempo. Cuando una hija oye decir «te quiero» a su
padre, se siente completa.
Pero su trabajo no termina aquí, porque la pregunta siguiente puede ser: «Yo
también te quiero, papá, pero, ¿por qué? ¿Por qué me quieres?».
Tal vez encuentre esto exasperante, pero ella necesita oír esas palabras. Necesita
saber por qué usted siente de ese modo, desea comprobar su sinceridad. Los hombres
pueden encontrar esto frustrante, pero yo le haré una advertencia. Las niñas de siete años
pueden quedarse contentas con un «te quiero». Las chicas de diecisiete querrán una
explicación. Y no es que esté tratando de presionarle. Sencillamente necesita saberlo.
Por tanto, es necesario que usted sea rápido. Reflexione sobre el carácter de su hija;
elogie sus mayores virtudes; háblele de su sensibilidad, de su compasión o de su valor. Su
hija dibujará un cuadro en su mente de cómo la ve usted, y de la persona que querrá ser.
Sea extremadamente cuidadoso. Muchas veces los padres hacen comentarios
inocentes que lastiman a sus hijas. Si usted comenta su peso, su físico, su capacidad
deportiva o sus logros académicos, ella centrará tales comentarios en su «yo externo», y se
preocupará por retener su cariño por medio de esos logros y de ese físico. Pero su hija
prefiere que la admire por sus cualidades profundas e intrínsecas. Trate de que sus
comentarios sean positivos, de que se refieran a esas cualidades, y no se equivocará.
En vez de decir, «te quiero porque eres muy guapa», dígale que la quiere porque no
hay nadie en el mundo como ella.
Expresar las emociones puede resultar difícil para los hombres. Pero las personas
amorosas no son gente fácil. Si usted no se siente cómodo verbalizando su cariño, puede
escribirle una carta. Las chicas de todas las edades adoran las cartas y las notas. Quizás
piense que eso es un poco sensiblero, pero le garantizo que a ella no se lo parecerá.
Manifiéstele razonadamente el cariño que siente por ella, escríbaselo de forma sencilla y
deje la carta en su cama, en su mochila o en su escritorio. Eso no importa. Se sentirá
admirada por usted. Si no está convencido de lo que le digo, haga una prueba.
Escríbale una nota resaltando sus cualidades de diversas formas. Déjela en donde
pueda encontrarla. Después, seis meses o un año más tarde, vaya a ver dónde está. Le
aseguro que la encontrará guardada en un sitio muy especial. La habrá conservado porque
ella siempre necesitará estar unida a usted y sentirse querida por usted. Incluso si los
sentimientos recíprocos cambian a medida que ella se haga mayor, las palabras escritas en
ese papel no habrán cambiado. Y ella necesita esas palabras.
Vallas.
En general, los hombres son más hábiles para construir vallas que las mujeres. No
me refiero a las vallas físicas, sino a los muros y límites que deben rodear el mundo de su
hija.
Cuando ella tiene dos años, usted sabe definir muy claramente el territorio de su hija
entre lo que es seguro para ella y lo que no lo es. Establece las normas de su
comportamiento, y crea los límites de su actuación, de su lenguaje y de su conducta, porque
no desea que algo pueda hacerle daño.
A medida que ella va creciendo, usted elimina algunas de esas vallas o les concede
más margen. Amplía el territorio en el que ella puede moverse, pero sigue manteniéndola
bajo custodia. Cuando llega a los trece años, es necesario reforzar algunas de estas
defensas, especialmente porque ella puede intentar romperlas. Usted no puede permitírselo,
porque todavía es una niña. Y porque esas defensas y vallas le hacen sentirse querida.
Las hijas que tienen un horario de salida restringido saben que se las quiere tener en
casa y que, probablemente, se las está esperando. Las chicas que no tienen estas
limitaciones se sienten muy sorprendidas. Las chicas a las que sus padres les dicen que
cuiden su lenguaje saben muy bien que lo que ellos quieren es que se conviertan en mujeres
bien habladas. Las que, por el contrario, pueden decir tacos en presencia de sus padres no
piensan eso.
Las adolescentes tratan a menudo de manipular a sus padres, reprochándoles que no
confíen en ellas. Y, a veces, este tipo de manipulación resulta eficaz. Dígale, por tanto, a su
hija que los límites y vallas que ha establecido no son por falta de confianza, sino para
mantenerla a salvo y para que se mueva en la dirección correcta. Todos tenemos límites a
nuestro alrededor que respetamos, porque de este modo la vida es más segura.
Hace poco estuve hablando con Steve, un policía de California. Me pudo contar
historias y más historias de jovencitas que tenían problemas porque sus padres, o bien se
encontraban ausentes, o no sabían ponerles los límites adecuados.
Hablamos de lo difícil que les resulta a los padres ser realistas en lo que se refiere a
sus hijos. Como queremos que obren bien, suponemos que así lo hacen. Queremos pensar
que nuestros hijos son más fuertes, más maduros y que están más capacitados para resolver
situaciones comprometidas que los demás chicos. Y ahí es donde está el error.
Steve me dijo que recordaba cuando su hija Chelsea, que por entonces tenía
dieciséis años, quiso ir al cine con su novio de diecisiete.
—Yo le conocía a él —continuó diciendo—. Era un buen chico. Los dos lo eran.
Le dijo a Chelsea que podía ir, pero que antes quería tener una charla con ella.
—Puso los ojos en blanco y protestó un poco —me dijo riendo—. Supongo que
pensó que iba a echarle todo un sermón. Pero le dije que solamente quería hacerle unas
cuantas preguntas. Nos sentamos un momento y entonces le pregunté qué haría ella si su
novio en vez de llevarla a un cine corriente la llevaba a un autocíne.61
—Pues iría al autocine —dijo ella.
—Okay —dije yo—. Digamos que vas al autocine y en un momento dado él se baja
del coche, abre el maletero y saca una caja de cerveza. ¿Qué harías tú?
Chelsea me dijo que ella no bebía. La noté un poco agitada. Siguió diciéndome que
yo la conocía bien, y que había dado muchas muestras de que podía confiar en ella. Ya
empezaba a levantarse de la mesa, pero yo le dije:
—Un momento más, Chelsea; ya casi hemos terminado. Sólo un par de preguntas:
¿Le dejarías que te trajese a casa?
—Bueno —dijo ella—. No quisiera que se emborrachase, pero si veo que está
bebido te llamaría para que me vinieses a buscar—. Sonrió y me miró dando la cosa por
resuelta. Pero yo le dije:
—Muy bien, confío en que me llames siempre que lo necesites. Pero, dime,
¿cuántas cervezas tiene que tomarse Tom para que tú consideres que no debe conducir?
—¡Vamos, papá! —dijo—. Eso no es difícil de saber: tal vez seis o siete.
Tuvo que admitir que la respuesta de Chelsea le cogió desprevenido. Le había
contestado adecuadamente a todas las preguntas. Pero entonces recordó que ella solo tenía
dieciséis años y que era necesario que él siguiera manteniendo las vallas protectoras.
Querer a Chelsea implicaba no dejarla ir a un autocine y que no hubiera alcohol de
por medio, sino una simple película en un cine convencional, y después un rápido regreso a
casa.
Con frecuencia los padres sobrestiman la madurez de sus hijas. A todos se nos ha
contado que las chicas maduran antes que los chicos, lo cual es parcialmente cierto. Pero
los investigadores saben ahora que algunas chicas no desarrollan plenamente su capacidad
cognitiva hasta que se encuentran en la veintena. Así se explica en un artículo publicado
por The Medical Institute.
El doctor Jay Gield, jefe del departamento de Psiquiatría Infantil del National
Institute of Mental Health, se ha pasado más de trece años desarrollando métodos de
diagnóstico y estudios del cerebro de más de mil ochocientos chicos. Mediante aparatos de
resonancia magnética de alta tecnología, ha descubierto que el cerebro de los adolescentes,
aunque ha desarrollado todo su tamaño, se encuentra muy lejos de su plena madurez.
Bastante después de que se haya estabilizado el tamaño del cerebro, continúa su
desarrollo en niveles más importantes. Una de las zonas cerebrales que tarda más en
madurar es el córtex pre-frontal —sede de las llamadas funciones «ejecutivas»—,
encargado de planificar, establecer prioridades, organizar los pensamientos, suprimir los
impulsos y sopesar las consecuencias de las propias acciones. Esto quiere decir que una
parte del cerebro de los jóvenes, la que es necesaria para tener buen juicio y saber tomar
decisiones, es la última en desarrollarse.
Según estudios que se han llevado a cabo recientemente, el córtex pre-frontal no
alcanza su nivel de auténtica madurez hasta que la persona llega a la mitad de la veintena.
Es muy poco justo esperar que [los adolescentes] tengan los niveles de los adultos a la hora
de mostrar capacidades organizativas o decisorias, antes de que su cerebro haya concluido
su etapa de pleno desarrollo.
Es ésta otra razón que avala la idea de que los padres necesitan mostrarse
protectores con sus hijas. Muchos temen que reforzar las normas fijadas sirva tan solo para
hacerlas rebeldes. Cierto es que algunas hijas se muestran rebeldes, pero no por culpa de las
reglas. Lo hacen así porque tales reglas no están debidamente equilibradas con otras cosas.
Las reglas no han de constituir el centro de la relación con su hija. Y ahí es en donde
interviene el cariño.
Pero usted necesita imponer esas reglas. He visto a chicas cuyos padres no les
pusieron ningún tipo de cortapisa y que terminaron en reformatorios para jóvenes. Y sé que
la mayoría de padres (y madres) muy concienzudos se equivocan plenamente al mostrarse
demasiado laxos.
Los riesgos para su hija pueden encontrarse muy cerca de su propio hogar. Por
ejemplo, ninguna chica de diecisiete años —sin que importe para nada su buena conducta—
debería estar sola en casa pasada la media noche. ¿Por qué? Pues porque otros chicos
descubrirán que está sola y acudirán a visitarla. Hay ocasiones en las que ella no querrá
llamar a ningún adulto para pedirle ayuda, dejando aparte a la policía. Y ninguna chica de
diecisiete años tiene la capacidad necesaria para establecer juicios adecuados en algunos
casos. Esto nada tiene que ver con el carácter o la inteligencia. Lo que pasa, sencillamente,
es que resulta fácil para una chica pensar que tener a unos cuantos amigos en casa no es
nada del otro mundo. Seguramente no pasará nada. Pero, ¿y si pasa? Ella no debería correr
ese riesgo.
Silencio.
La mayoría de las hijas me cuenta que sus padres las saben escuchar mejor y las
sermonean menos que sus madres. Pero esto puede ser una trampa. Es más difícil lograr la
atención del padre. Las madres son más capaces de conocer el humor de las chicas, y les
resulta más fácil preguntarles cosas.
Pero lo que ella busca es que usted le preste atención, porque intuye la fuerza y la
preocupación que palpitan tras su silencio. Se da cuenta de que usted está profundamente
interesado en lo que ella tenga que decir; y eso hace que una hija se considere importante,
madura, tenga confianza en sí misma y se sienta querida.
Muchos padres se quejan de que sus hijas adolescentes no quieren hablar con ellos.
Por lo general están equivocados. Lo que sucede es que tales padres las han desanimado.
Las hijas no querrán hablar con sus padres si saben que el resultado será solamente una
reprimenda constante por su parte. Ellas quieren que sus padres les presten atención cuando
les muestran sus sentimientos y creencias más complejos. Si una hija tiene confianza en que
su padre la escuchará, vendrá una y otra vez a hablar con él. Escucharlas no es cosa fácil,
especialmente cuando parece que sus palabras carecen de sentido y que las ideas
manifestadas son superfluas. Pero escúchela de todos modos. Siéntese con ella. Mírela a los
ojos. No deje que su mente se vaya por otros derroteros. Y ya verá como se ve
recompensado con la confianza, el cariño y el afecto de su hija.
Tiempo.
Ser padre significa que usted tendrá que prescindir de parte de su tiempo sin
resquemor. No es cosa fácil, lo sé. Los hombres se pasan la mayor parte del tiempo
trabajando para otros. Cuando usted regresa a casa y todavía aparecen más demandas de
uso de su tiempo, tal vez sienta la necesidad de desinteresarse de su propia familia.
Su hija se da cuenta de esto; y como quiere complacerle, tal vez no le diga hasta qué
punto tiene necesidad de su tiempo. Así que es usted quien ha de tomar la iniciativa para
estar a su lado.
Me doy cuenta de que muchos buenos padres se sienten presionados en lo que al
tiempo se refiere. No hay bastante para ninguno de nosotros; y esa falta de tiempo, o su
mala utilización, nos produce una gran ansiedad. Hemos de buscar algunos huecos para
dedicarnos a nuestros hijos, y no deseamos perder el tiempo en eso. Queremos emplearlo en
lo que nos parece más productivo e importante. Y aquello otro solamente sirve para
incrementar la presión que padecemos.
Pero pasar algún tiempo con nuestra hija no debiera producir presión alguna, porque
ella no necesita que usted haga nada. Lo único que ella necesita es estar con usted. Por
tanto no se dedique a buscar actividades que la puedan distraer. Ella no quiere que le dé una
vuelta en su carrito de golf. (Y seguramente tampoco quiere ver la tele con usted). Lo que
desea es tener su atención. Y la necesita de forma regular.
Muchos padres se sienten incómodos al estar a solas con sus hijas. Estar mano a
mano con ellas puede resultarles un poco difícil. Pero si usted empezó a hacerlo cuando era
una niña, le será más fácil cuando se convierta en una adolescente. La recompensa puede
ser muy grande. Las hijas dicen a menudo que las conversaciones más importantes de su
vida han sido las mantenidas con sus padres.
Hágalo así, y de modo sencillo. Evite todo tipo de actividad que implique
competición con su hija. Emplee siempre ese tiempo para establecer un equilibrio
emocional, para relajarse con ella y pasarlo bien. Ya tendrá ocasión más tarde para
enfrentarse a los problemas que inevitablemente acompañan a la existencia.
Si cree que eso es una pérdida de tiempo, recapacite sobre ello. Uno de los
principales tratamientos para las chicas que tienen problemas de anorexia es pasar ratos
como los descritos con sus padres. De esta manera los padres aprenden, no a hurgar en el
problema, sino a pasarlo bien juntos; y eso ayuda a las hijas a centrarse en esa relación
saludable y a separar su enfermedad de lo que ellas son realmente. Los problemas de
alimentación pueden convertir a las chicas en seres manipuladores y volubles; pueden
hacerlas mentirosas, chillonas, lloronas e irrespetuosas. En pocas palabras, personas muy
difíciles de tratar. Así pues, decirle a un padre que pase tiempo a solas con su hija tal vez no
sea lo que él prefiera escuchar. Pero hacerlo, es decir, disfrutar unos momentos agradables
con ella puede servir tanto al padre como a la hija para que ambos sepan que, bajo la
máscara de la enfermedad y de los trastornos que ella causa, la chica todavía es una
muchacha que merece ser querida, y que ése es el primer paso que hay que dar para su
recuperación.
Como veremos en los siguientes capítulos, «el tiempo familiar» ha ido
disminuyendo en estas últimas décadas. Una de las consecuencias de tal situación es que la
comunicación entre los diferentes miembros de la familia es peor. A lo largo de los últimos
cuarenta y cinco años, la suma del tiempo que los padres pasan con sus hijos ha bajado en
un promedio de diez a veinte horas semanales. Al final, eso significa que los padres han
perdido casi tres horas diarias de comunicación con sus hijos.
Para los padres divorciados, el desafío es todavía mayor. Y para los padres que no
tienen la custodia de los hijos, el tiempo perdido puede ser enorme. Pero usted necesita
encontrar esas pequeñas bolsas de tiempo para poder emplearlas con su hija. Esos
momentos pueden marcar una gran diferencia para ella. Bastará su sola presencia física
para que pueda sentirse protegida.
Algunos de los mejores trabajos médicos sobre la manera de alejar a los chicos de
los problemas proceden del Add Health Study.62 Basándose en una enorme cantidad de
pruebas, el estudio muestra que los niños que se sienten unidos a sus padres (y que pasan
más tiempo con ellos) disfrutan mucho más que los que no lo hacen. Los padres alejan a los
chicos de los problemas. Concretamente, las hijas que pasan más tiempo con sus padres son
menos proclives a la bebida, a tomar drogas, a tener relaciones sexuales en la adolescencia
o a tener hijos de solteras. El tiempo que usted pasa con ellas, cuenta.
Voluntad.
«Si el amor no hace trascender al hombre, es que no es amor. Si el amor es siempre
discreto, siempre prudente, siempre sensible y calculador, y no se deja llevar más allá de sí
mismo, no es amor en absoluto. Podrá ser afecto, podrá ser calidez de sentimientos, pero no
tiene en sí la verdadera naturaleza del amor».
Así se expresaba el pensador Oswald Chambers a finales del siglo XX. El amor,
pensaba él, es un sentimiento apasionado que necesita llenar por completo nuestra relación
con los demás. No puede ser algo calculado, algo que se quita y se pone, sino que tiene que
estar presente de forma permanente en la relación con su hija. Pero, como padre que usted
es, ya sabe que el amor también requiere trabajo y esfuerzo de voluntad. Los sentimientos
románticos experimentan muchos altibajos entre los amantes. Incluso el amor más perfecto
necesita un acto de voluntad. Si se quiere que perdure, el amor ha de ser nutrido, cuidado,
desarrollado y practicado. Y ha de vivir en el mundo real. El auténtico amor es resuelto.
Requiere esfuerzo; le obliga a que reprima su lengua cuando usted está enojado y quisiera
decir una barbaridad; y obliga a muchos hombres a que realicen auténticas hazañas.
Por muy natural que sea el amor que usted sienta por su hija, siempre se presentarán
retos: desde llantos intempestivos cuando es todavía un bebé o las rabietas del jardín de
infancia, hasta otras manifestaciones estresantes propias del crecimiento, que pueden
traducirse en sueño interrumpido, malhumor y lenguaje inapropiado. Su hija, tenga la edad
que tenga, reacciona al estrés de forma distinta a usted. Si usted se encuentra agobiado,
siempre tiene la posibilidad de ir a un partido de fútbol, a dar un paseo, o a irse de pesca. Su
hija no. Ella quiere solventar sus tensiones con usted. Eso le hace sentirse mejor. Por
consiguiente, esté preparado y no se sorprenda si se comporta así desde una edad temprana.
Muchos padres me preguntan si sus hijas pueden experimentar el síndrome premenstrual
antes de la pubertad. Mi respuesta es que sí. No parece que esto tenga mucho sentido
médico, pero yo lo compruebo repetidamente.
También resulta inevitable que su hija pase por distintas fases. Ahora estará muy
cerca de usted, y más tarde se alejará; ahora le adorará, y poco después no querrá saber
nada de usted. Y tendrá que quererla no solamente cuando se muestra dulce y cariñosa, sino
también cuando se haya convertido en un auténtico dolor de muelas. Incluso cuando
muestre ese carácter variable necesitará comunicarse con ella; y habrá de reprimirse cuando
se comporte de un modo desagradable.
¿Cómo podrá conseguirlo? Con disciplina. Con aguante. Con voluntad. Si necesita
separarse emocionalmente de ella durante un tiempo, hágalo. Si necesita una momentánea
separación física, de acuerdo. Pero vuelva siempre. La voluntad, la paciencia, la calma y la
perseverancia son cosas que valdrán la pena en la relación con ella. Nada expresará mejor
el auténtico amor que esta combinación de cualidades. Hágale saber que nada de lo que ella
pueda hacer, tanto si se va de casa, como si se queda embarazada, si se hace un tatuaje en el
tobillo o se pone un piercing en la lengua, nada impedirá que siga queriéndola. Dígaselo si
es necesario.
El amor del que habla Chambers tiene que hacernos trascender. Nos golpeará en lo
más sensible y nos pondrá cabeza abajo. Los hijos conflictivos constituyen un gravísimo
problema porque su cuidado nos obliga a andar con el corazón en la mano. Toman el
colegio a broma. Se van en coches a toda velocidad. Tienen accidentes y resultan heridos.
Pero el amor es un sentimiento voluntario. Su hija no puede obligarle a usted a que
la quiera o a que piense que es maravillosa. Lo haría si pudiera, pero no puede. Su forma de
quererla, y cómo se lo demuestre, depende de usted.
La mayoría de los padres se apartan bruscamente de sus hijas adolescentes pensando
que necesitan más libertad y más espacio para desarrollar sus actividades. Pero, en realidad,
su hija adolescente le necesita a usted más que nunca. Así que manténgase a su lado. Si
usted no lo hace, se preguntará por qué la ha abandonado.
Sé que éste es un tema muy delicado. Pero vale la pena plantearlo y afrontarlo. He
aquí la historia de un padre que mantuvo el amor a su hija en momentos muy difíciles, y
venció.
***
Cuando Allison tenía trece años cambió de colegio. Su familia se había mudado
recientemente, y ella odiaba los cambios. Al llegar al nuevo colegio, se encontró con
algunas compañeras que compartían su misma deteriorada visión del mundo. El padre de
una chica bebía demasiado, la madre de otra se había escapado de casa. Ella y sus amigas
se metieron en una serie de problemas, bebiendo y fumando drogas. Tras varios meses de
trabajo intenso y de consejos constantes, los padres de Allison pensaron que debía dejar el
colegio —incluso el hogar— y recibir tratamiento en un centro para chicas. Ella se puso
furiosa. Empezó a mentir a sus padres y a robar. Esto resultó especialmente duro para su
padre, que era un hombre de negocios muy respetado en la comunidad.
Él me dijo que se sintió terriblemente culpable por haber hecho cambiar de
residencia a su familia; y se preguntaba en voz alta en qué había fallado a Allison.
El fin de semana antes de que ella ingresara en un centro para seguir un programa
de rehabilitación, John hizo algo soberbio. Doloroso, pero soberbio. Le dijo a Allison que
ellos dos iban a irse de camping a una isla, en la que habría muy poca gente. Estoy segura
de que no resultaba precisamente divertido pensar en cómo lo iban a pasar los dos;
milagrosamente, Allison empaquetó sus cosas, aunque John había pensado que tendría que
hacerlo él. La chica incluso metió su equipo en el coche, y ambos se fueron.
Ninguno de los dos dijo una palabra durante las casi cuatro horas que duró el viaje.
Tomaron el ferry hasta la isla y montaron la tienda. No hablaron mucho de lo que harían en
aquel fin de semana. Hicieron caminatas, prepararon tortitas y leyeron (apostaría a que John
escogió una isla porque sabía que así ella no podría escaparse). No hubo entre ellos
conversaciones turbulentas. De hecho, John dijo que ni siquiera tocó el tema del malhumor
de ella, ni tampoco hablaron del programa de tratamiento. Se limitaron a hacer camping.
Tras regresar a casa, Allison se marchó al cercano centro de rehabilitación para su
estancia de ocho meses. Mejoró, se recuperó de la depresión y pudo volver a casa para
reemprender la vida familiar. Aun así, sus primeros años de bachillerato fueron revueltos y
la relación que John mantuvo con su hija siguió siendo tensa. Pero cuando ella cumplió
dieciocho, las cosas habían cambiado mucho. Y cuando terminó sus estudios, según me dijo
él, sus amigos sentían envidia de la relación que tenía con Allison.
Cuando ella ya tenía veintitantos, habló con sus padres de aquellos años difíciles. Se
sentía culpable por haberles hecho tanto daño. Les dijo que lo lamentaba mucho y que no
sabía qué le había podido pasar entonces.
Yo le pregunté qué le había hecho cambiar. Sin dudarlo, me respondió que habían
sido aquellos días de camping que había pasado con su padre.
—Aquel fin de semana me di cuenta de que él era inquebrantable. Por supuesto que
tenía que sentirse muy mal; pero vi entonces que, hiciera yo lo que hiciese, nunca podría
apartarlo de mi vida. No puede imaginarse el bien que me hizo eso. Naturalmente no quise
decírselo entonces. Pero aquellos días de camping lo cambiaron todo. Creo que me salvó la
vida. Yo estaba muy cerca de caer en la autodestrucción.
Usted siempre será el primer amor de su hija. Y eso constituye el gran privilegio y
la oportunidad de convertirse en un héroe.
Palabras, vallas, silencio, tiempo y voluntad: ¿cuál es la diferencia
que realmente establecen?
En el capítulo 1 hemos descrito una serie de problemas a los que tendrán que
enfrentarse todas las chicas. Seamos ahora más concretos. Antes de que su hija termine el
bachillerato (quizás incluso mucho antes), ella o muchas de sus amigas empezarán a dar
vueltas al tema de la dieta. La mayoría de las adolescentes pasan por un periodo de
obsesión con el peso, y muchas caen en auténticas alteraciones de la alimentación. Según
mi experiencia, las madres comprenden por qué y cómo sus hijas se ven atrapadas en esta
peligrosa moda. Los padres, por lo general, se rascan la cabeza —aunque ellos constituyan
un elemento crucial en el proceso de recuperación— y se preguntan: «¿Pero cuál es el
problema? Métete un poco de comida en la boca y trágala». Pero ustedes, hombres, lo ven
todo muy fácil. A su hija, atormentada por sus demonios interiores (en esa vida interior tan
activa que tiene toda chica) no le es posible «tragarla».
Las alteraciones alimentarias han alcanzado el rango de plaga. Esta patología
incluye la anorexia nerviosa, la bulimia, los atracones y la obesidad. El elemento común en
todas estas alteraciones es una obsesión por la comida; ya sea por reducirla, por huir o por
entregarse a ella. Hay magníficas oportunidades para que su hija caiga en una de estas
patologías antes de que termine el bachillerato. Por tanto, ¿qué va a hacer usted para
impedir que pase algo de esto?
En primer lugar, le será de ayuda tener un conocimiento básico de la etiología de
estas enfermedades. No es necesario que usted se convierta en un psicólogo o en un
experto, pero le ayudará intentar observar la vida a través de los ojos de su hijita; ver lo que
ella ve, oír lo que ella oye y entender lo que ella siente. ¿Es eso realmente necesario? Sí, es
realmente necesario; porque, según las mejores investigaciones científicas, nadie tiene un
efecto más poderoso que usted en la prevención y en la ayuda para que ella pueda
recuperarse de estas alteraciones de la comida.63
La anorexia y la bulimia nerviosas son enfermedades complicadas. Son sumamente
penosas para los padres y frustrantes para los médicos. Para ayudar a que usted tenga un
atisbo de lo que pasa por la cabeza de una chica, voy a tratar de simplificar un tema muy
complejo con unos conceptos útiles y unos consejos sobre las formas de proteger a su hija.
Según la National Eating Disorders Association, los factores más significativos causantes
de estas alteraciones dietéticas son la baja autoestima, los sentimientos de inadecuación, la
depresión, la ansiedad, la dificultad para expresar las emociones, problemas en las
relaciones familiares, la presión social que ensalza la delgadez y algunos factores físicos o
genéticos. Naturalmente, otros factores pueden contribuir también, y es importante darse
cuenta de que cada alteración es diferente de otra; son tan distintas como puedan serlo las
personalidades de las muchachas. Por desgracia, el 90 por ciento de las alteraciones
dietéticas (la anorexia y la bulimia) tienen lugar en las chicas y mujeres de edades
comprendidas entre los doce y los veinticinco años, cuando el desarrollo de sus mentes y de
sus cuerpos las hace más vulnerables. Es imprescindible comprender que cada una de estas
enfermedades debe ser tomada muy en serio, porque constituyen auténticas amenazas para
la vida. La anorexia (que literalmente significa pérdida del apetito) nervosa (que quiere
decir neurosis) puede producir un descenso de la presión arterial y del ritmo circulatorio,
deterioro cerebral y fallo cardíaco. La bulimia nervosa se caracteriza por un deseo
imperioso de comer, seguido de maniobras tendentes a evitar el aumento de peso
consiguiente: vómitos voluntarios y abuso de laxantes o enemas. Aunque resulte difícil de
reconocer desde el exterior, la bulimia puede resultar igualmente devastadora. Llevará a la
rotura de dientes, erosión de los epitelios del esófago, problemas gástricos, desequilibrios
químicos, fallos cardiacos y, finalmente, la muerte. Por tanto, si usted sospecha que su hija
puede padecer alguna de estas alteraciones, o su instinto le dice que se encuentra a punto de
sufrirlas, busque la ayuda oportuna inmediatamente.
Las alteraciones dietéticas forman parte, por lo general, de un proceso que empieza
con cambios en su forma de pensar, después en sus sentimientos y, finalmente, en su
comportamiento. Por consiguiente, trate de penetrar en su mente y de ver lo que ella pueda
ver en un día normal, tal como lo manifiesta en su diario.
Voy al colegio para la clase de álgebra de primera hora. Me encuentro nerviosa
porque no estoy segura de haber respondido bien a las preguntas de los ejercicios. El
profesor me saca a la pizarra para que diga las respuestas y siento que me hundo. Me quedo
helada en la silla. Tim se sienta a tres puestos de mí, y sé que está pensando ahora que soy
una tonta. Y si no es ahora, lo pensará dentro de unos minutos. ¡Uf! Y lo fea que es mi
blusa. No quiero que se fijen en ella.
Me levanto y doy las respuestas. La mayor parte eran correctas. Dos estaban
equivocadas y todos se rieron. ¿Por qué lo hicieron? Soy más lista que todos estos
imbéciles. Me alegro de haber terminado con las respuestas. Anna y Jessie se sentaron
conmigo en el almuerzo. Son mis mejores amigas. Puedo hablar con ellas de cualquier
cosa. Anna está en mí mismo equipo de fútbol. Jessie me fastidia porque solamente come
ensaladas en el almuerzo y, además, no les pone nada. Me siento culpable porque yo sí le
pongo, y porque ella es más delgada y es más bonita que yo. Usa ropa de talla O. ¡Qué
suerte tiene! A mí no me gusta ir de tiendas con ella porque hace que me sienta gorda.
Supongo que lo estoy. Uso una talla 2; pero creo que podría bajar hasta la O si me lo
propusiera.
También odio sentarme al lado de Anna, y eso también me hace sentirme culpable.
Todos los chicos se van con ella. Es un fastidio. Quiero decir que Anna es mucho más
divertida y mona que yo. Quizás es debido a que es fuerte y atlética. Es posible que piensen
que es fea. Seguro que lo piensan. Pero no me hablan mucho de eso. Detesto ser tímida.
No puedo dejar de pensar en los chicos y en Jessie. Debería empezar a comer más
ensaladas. Me sentiría mucho mejor si perdiese un par de kilos. Empezaré a correr. Eso
ayuda.
Echemos un vistazo a ese mismo diario, un mes más tarde:
¡Qué bien! He perdido cuatro kilos en sólo tres semanas. No está mal. Corro todos
los días. Ya casi estoy en la talla O. Mis amigas me dicen que estoy fenomenal. Sigo
teniendo algunos problemas con el álgebra pero, ¿a quién le importa eso? Al leer Cosmo
hoy saqué una serie de buenas ideas sobre lo que realmente les gusta a los chicos, y me
sentí muy bien. Me encantan los vestidos de Cosmo. Quiero ser actriz, pero necesito vencer
mi timidez y perder algo más de peso. Voy a estar muy bien, lo sé, y voy a llevar una ropa
guay. Sé que esto parece un poco estúpido, pero a veces me imagino que estoy en las
páginas de Cosmo y que me entrevistan. Pero nunca lo conseguiré si sigo así. No hay
manera; ellas son mucho más flacas y esbeltas que yo. Tengo que continuar con esto.
Dos meses más tarde:
Estoy confundida y me siento culpable. He estado en esa página de Internet y me he
enterado de que si vomito puedo perder peso más rápidamente. Lo intenté. Fue algo de mal
gusto pero funciona, así que continuaré haciéndolo. También sigo corriendo. Ya estoy en
siete kilómetros diarios. A veces me encanta correr, otras lo detesto. Mi padre empieza a
meterse en mis cosas. Me pregunta qué me está pasando. Dice que estoy irritable. Quizá sea
gracioso, pero ya no tengo el período. No sé. Me mira divertido. No solemos estar juntos
mucho, y yo trato de evitarlo porque no quiero que se entere de lo de los vómitos. ¡Ni
pensarlo! Nadie tiene que saberlo.
Cuatro meses más tarde:
El colegio marcha fatal. La gente me vuelve loca. Me ponen de los nervios. No
quiero ir al colegio, pero mi padre me obliga. Piensa que tengo cáncer o algo así. Odio
hacer mis deberes. No sé cuál puede ser el problema, simplemente no puedo concentrarme.
Finalmente he con seguido la talla O. La comida sabe horrible. No puedo soportarla. Todos
los días me voy de casa antes de que mis padres puedan enterarse de que no he desayunado.
No quiero ir al colegio. Anna y Jessie se están volviendo muy raras y me parece que no
quieren saber de mí nunca más. Quizás se sienten celosas, pero, ¿por qué? Quiero decir que
ellas están mucho más delgadas que yo. Es decir, ya he perdido algo de peso; si me
desaparecieran esos bultos de los muslos creo que empezaría a comer de nuevo. No puedo
concentrarme en mates ni en ciencias porque las tengo por la mañana, y después viene el
almuerzo. No puedo dejar de pensar en lo que voy a comer. ¿Tomaré algún
acompañamiento con la ensalada? Jessie no lo toma. No, no puedo. He de hacerlo mejor
que ella. Tomaré solo agua. Llegó la hora de la comida. Anna y Jessie se me acercaron. Yo
quería salir corriendo. Odio ver cómo come la gente. Tienen mucha suerte. Ellos pueden
comer, pero yo no. Quiero decir, creo que yo también podría pero quiero ser diferente.
Tomé un poco de agua, y como tenía tiempo libre me fui a correr. Mi profesor se puso
como loco y me hizo ir al despacho del director porque llegué media hora tarde a clase.
¿Qué me importa?
Seis meses más tarde:
Mi padre y yo nos hemos peleado. No sé qué puede pasarle. No entiende las cosas.
Quiero decir, ¿qué hay de malo en perder unos kilos? No me va a pinchar más; qué
gracioso, dice que eso le fastidia. Yo ya sé por qué: porque estoy demasiado gorda. El otro
día me salté el examen de francés. Odio el francés. No puedo aguantar hasta que terminan
las clases. Lo único que quiero es poder dormir todo lo que me dé la gana. ¡Estoy tan
cansada! Será mejor que tome vitaminas o algo. Me está sucediendo algo raro. Cuando me
ducho se me cae un montón de pelo. El estómago me duele continuamente. Me parece que
esto es muy gracioso, porque la verdad es que estoy comiendo demasiado. Hace dos días
me comí una ensalada, y ayer comí judías. Sé que no debí hacerlo. Me producen dolor de
estómago. También me pongo nerviosa cuando corro. Antes podía correr hasta diez
kilómetros, pero he bajado a cuatro porque sentí esa hinchazón en el cuello, como si el
corazón se me fuera a salir por la boca. No le puedo decir a nadie que ahora corro menos
porque me dirían que soy una perezosa. Sé que piensan que debiera perder algunos kilos
más, y no quiero que crean que no lo estoy intentando. Esto me hace sentir unas veces bien
y otras horriblemente. No puedo dejar de pensar en que tengo que correr más. Tampoco
dejo de pensar en lo que no debo comer. Es como si tuviera un monstruo que no dejara de
estar zumbando en mi cabeza. Necesito sentarme en mi cuarto y quitarme todo eso de la
mente.
Siete meses más tarde:
Creo que todos los que me rodean están locos, lo juro. Quiero decir que todo el
mundo reacciona de forma exagerada, especialmente mi padre. Está en el hospital conmigo
todos los días, y siempre que ve el tubo en mi nariz yo diría que hace esfuerzos para no
llorar. Esto es muy estúpido, ¿por qué no me sacan de aquí? Cuando se vayan me quitaré el
tubo. Me están matando. ¿No se darán cuenta? Solo tengo que perder un poquito más de
peso. Mi estómago es demasiado grande. Me sentiría mucho mejor si solamente me dejaran
comer lo que yo quiero. Quisiera decirles: dejadme sola un par de días y comeré. ¿Qué le
pasa a esta gente?
No sé lo que me sucedió, pero de repente lo vi todo negro, los oídos empezaron a
vibrar y la cabeza me dolió mucho. Mi padre dice que me desmayé y que me caí de la
cama. Cuenta que los médicos me llevaron corriendo y me metieron en una máquina.
También me metieron algo en la boca para que pudiera respirar. Había muchos timbres y
muchas voces que susurraban, muchos tubos y cables. Alguien le gritó a otro algo sobre
una inyección de algo. Realmente no puedo acordarme mucho. Lo único que sé es que
todos están locos, todos locos. ¿No se darán cuenta?
Así es como suele suceder. Al principio su hija oirá ciertas cosas. Empezará a
pensar que su vida podría ser mucho mejor si fuera un poquito más delgada. Sopesará el
tema y pensará en modos de lograrlo. Esos pensamientos no desaparecerán porque sus
amigas quieren tener una talla menos (pesen lo que pesen), y ella querrá hacer lo mismo.
Cree que si estuviera más delgada llamaría la atención de más gente y se sentiría mejor
consigo misma. Sucede también que muchas chicas fantasean sobre el sueño de convertirse
en modelos, posar para las revistas, actuar en la televisión o en el cine, y consideran algo
magnífico volverse más delgadas y más bonitas. Seguirán haciendo dieta y ejercicio,
esperando poder realizar sus fantasías o, al menos, parecerse a las modelos y a las actrices
que admiran. Hacia cualquier parte que miren, en el colegio, en los deportes o en casa
viendo la televisión, esos pensamientos se verán reforzados.
Ahora bien, nada malo hay en comer adecuadamente y en hacer ejercicio, siempre
que esto se haga con moderación y por buenas razones. Pero estas chicas de riesgo lo llevan
a los extremos. Y aún más: cambian su carácter. Una chica de riesgo se vuelve sumamente
celosa de otras chicas que son populares y que atraen la atención. Piensa que ella no es
popular porque es gorda, o porque hay algo que no funciona en ella. Duda de sí misma y
está llena de ansiedad; y es muy poco probable que, de ese modo, pueda hacerse popular.
En su afán por sentirse mejor, más mona y más sexy, por volverse más popular y llamar
más la atención, continúa con su dieta y sus ejercicios. Poco a poco, su dieta se vuelve más
estricta; y entonces empieza a pasar hambre y se obliga a vomitar.
Los investigadores creen que las alteraciones alimentarias son difíciles de detectar
porque la mayoría son subclínicas.64 Las chicas saben ocultar esas alteraciones muy bien.
Aunque se encuentren metidas en una trampa mental y emocional, aferradas a sus
pensamientos y a sus conductas obsesivas, procuran ocultarlo. Para los padres resulta
especialmente difícil comprender que la adicción a pasar hambre que padecen sus hijas les
hace sentirse muy bien. No es lo mismo que las adicciones al alcohol o a las drogas, que
muestran de forma inmediata señales de alarma como los estados de decaimiento, de
resaca, de «malos viajes», y de hundimiento cuando desaparece el efecto de los chutes. Por
el contrario, pasar hambre, al menos al principio, ofrece recompensas. La gente comenta la
pérdida de peso de la chica y lo bien que se la ve ahora.
He aquí la buena noticia: los investigadores ponen también de manifiesto que
ustedes, padres, si se involucran en el problema de sus hijas, pueden jugar un papel muy
importante a la hora de impedir que se desarrollen esas horribles enfermedades; y esa
intervención también resulta crucial para que ellas puedan curarse.65 Permítaseme que diga,
antes de nada, que este tipo de alteraciones no son culpa del padre. Son muy complicadas y
en su aparición intervienen muchos factores. Pero recuerde siempre que la fortaleza de la
relación con su hija puede tener un efecto profundo para prevenir estas alteraciones, para
impedir su progresión o para curarla en el caso de que ya esté inmersa en la enfermedad.
Veamos algunas cosas prácticas que puede hacer usted.
Dedíquele tiempo.
El propósito del tiempo que usted le dedica es ayudarla a que deje de querer sentirse
mejor siendo distinta de lo que es. Las investigaciones demuestran que las hijas que sienten
una profunda conexión emocional con sus padres también se sienten más unidas a ellos. Y
cuanto más unida se sienta a usted, menor es la probabilidad de que se deprima o que caiga
en alteraciones de la comida.66 Uno de los trabajos realizados sobre este tema afirma: «El
grupo asintomático mostró los niveles más bajos de depresión y los más elevados de
vinculación de seguridad paterna»67.
Así pues, ¿cómo puede establecer usted esa fuerte vinculación? En primer lugar:
préstele atención cuando está con ella. No desconecte y piense en cualquier otra cosa
mientras ella le habla; no la ignore cuando se sienta a su lado en el partido de béisbol, y no
piense que ella no se dará cuenta de que no le presta atención. Practique actividades con las
que puedan disfrutar juntos. Por supuesto que habrá ocasiones en las que le arrastrará a ver
tiendas, y otras en las que usted la llevará a una exposición de coches. Eso es normal. Pero
esté donde esté, asegúrese de que ella percibe que usted se da cuenta de que está a su lado.
Hágale preguntas y escúchela. Las chicas odian sentirse invisibles. Sin su atención se
sienten inseguras y no queridas. No corneta el error de pasar muy poco tiempo o de prestar
muy poca atención a su hija. Es posible que lo lamente durante toda su vida.
No se preocupe si el tiempo que pasa con ella no es muy agradable. Llévela a dar un
paseo por el parque. Si termina discutiendo sobre su novio no estará mal, porque incluso la
discusión es una forma de unión entre ustedes. No tendría ocasión de discutir si no se
preocupase por ella; cosa que su hija reconocerá, tanto si lo confiesa más tarde como si no.
Esas discusiones no son necesariamente lo mejor que puede pasar entre usted y su hija, pero
no tienen por qué dañarles. La única norma que debe seguirse es que cuando se termina una
discusión, se ha terminado. No vuelva a ella. Póngale fin y pase a otra cosa antes de que se
acabe el día. Y la próxima vez vuelva a invitarla a salir.
Cuando la saque, no la lleve muy lejos. Pídale que se siente con usted en el porche,
que le ayude en la cocina o que trabaje con usted en el garaje, aunque sea durante un rato.
Lo que importa es que cuando usted muestra auténtico interés en estar con ella, su hija se
siente más unida a usted. Así pues, concédale tiempo y atención, y pronto verá cómo ella
siente que su padre la quiere.
Préstele atención.
A las chicas les gusta hablar más que a los chicos, y más que a los padres. Para ellas
es saludable hablar mucho; pero eso puede ser un problema para usted, porque los hombres
son expertos en desconectar. Usted tiene un montón de cosas en la cabeza, es menos oral
que las mujeres y, además, todos nosotros, cuando estamos preocupados por algo, tendemos
a no prestarle mucha atención a los demás.
Por consiguiente, cuando estén juntos probablemente sea ella la que hable más.
Limítese a escucharla pacientemente, pero de verdad, no trate de fingir interés. Las hijas se
dan cuenta inmediatamente cuando los padres no las atienden. Lo que ha de evitar —para
que ella no se vea frustrada y emocionalmente distanciada— es precisamente aquello que
sucedería si ella pensase que usted no la está escuchando. Su tarea consiste asegurar los
vínculos que los unen. Y eso lo conseguirá si pasa tiempo con ella y le presta atención.
Puedo garantizarle una cosa: si presta atención a su hija durante diez minutos
diarios, al cabo de un mes habrá conseguido establecer una nueva relación con ella. Haga lo
que haría naturalmente, como hombre que es: pase más tiempo escuchando que hablando.
Sí la escucha, ella se sentirá querida. Usted se convertirá en algo especial para ella, porque
su hija sabe mejor que nadie que la mayoría de la gente no escucha. La vida emocional de
los niños es egocéntrica, y eso es precisamente lo que desarrollan muy bien sus amigas. Por
ello su hija se muere por que la oigan. No es necesario que usted esté de acuerdo con ella;
ni tiene tampoco por qué darle unas réplicas inmediatas. Y no se preocupe si le pide que le
aclare algún pensamiento enrevesado. El simple hecho de que usted esté allí y le dedique un
poco de tiempo significa mucho más que lo que probablemente podría resolver ella
mediante su confusa lógica.
Si está a su lado, la mira y la escucha, ella querrá que esos ratos se repitan. De este
modo su autoestima se fortalecerá, desaparecerá su sentimiento de soledad y se sentirá más
cómoda al expresar sus sentimientos. Finalmente, y gracias a usted, que es el hombre más
importante de su vida y que, evidentemente, está a gusto en su compañía, ella se sentirá
más atractiva. Pensará que aquellos chicos que no quieran estar con ella tendrán algún
problema (porque usted es mucho más listo y más maduro que ellos). Ésta es, pues, una
buena actitud; una actitud que habrá de proteger a su hija a largo plazo.
Póngale límites.
Las limitaciones siempre constituyen una obligación para las chicas, especialmente
durante sus años de adolescencia. Tenga presente que, diga lo que diga, el mismo hecho de
que usted mantenga firmemente las normas de comportamiento que ha establecido hará que
ella se sienta más querida y valorada. Su hija sabe muy bien que esas normas son una
prueba de que usted se preocupa por ella. Y lo que es igualmente importante: con ellas, su
hija se prepara para establecer normas por sí misma, al demostrarle que ese proceder es
necesario. De las reglas que usted marque (y de su propia conducta) ella sacará la lección
de lo que es aceptable y de lo que no lo es; de lo que es bueno y de lo que es malo, y de lo
que debe y no debe hacer.
Muchas de las chicas que padecen alteraciones alimentarias son amables, listas y
desean complacer a los demás. Hágale saber a su hija que la persona a la que tiene que
complacer es a usted. Hágale saber también que le gusta tal como es, y que ha de seguir
siendo así sin que le importe lo que hagan o piensen sus amigas. Guíela y ayúdela a
rechazar comportamientos dañinos. Si hace una norma de esto para usted, ella también lo
hará. Las chicas que se han esforzado en ser fuertes, ya sea en los deportes, emocional,
intelectual o físicamente, han aprendido a saber estimularse para lograr el éxito. No tienen
arrebatos de última hora o se vuelven débiles de voluntad. Lo mismo sucederá con el
carácter de su hija. Ella hará suyas la disciplina, las reglas y los límites que usted haya
puesto en su vida.
La importancia de las palabras.
Hemos hablado de la importancia de saber escuchar; igualmente importante es lo
que usted pueda decir. Lo que usted diga a su hija puede ayudarla a alejarse de esas
alteraciones dietéticas. La clave está en saber escuchar intensa y largamente. Y después,
siga escuchando. Procure comprender a lo que ella se enfrenta, lo que está en su interior y
los conflictos que vive. Recuerde que cuando usted era niño, pequeñas cosas podían
parecerle grandes problemas. Los padres desempeñan un papel importante para sus hijas a
la hora de establecer la verdadera perspectiva de las cosas.
Es posible que, como padre, considere que su primera obligación es satisfacer las
necesidades básicas de su hija, pero no se olvide de que también debe desempeñar un
importante papel como maestro. De hecho, éste es su papel principal. Por consiguiente, no
guarde para sí sus conocimientos, compártalos con ella. Impártaselos poco a poco, cuando
usted estime que está preparada para recibirlos; cuando sean importantes para enfrentarse al
conflicto en el que se encuentre sumida en ese momento.
Muéstrese sereno, paciente y sincero. Dígale que las mujeres que aparecen en las
revistas no son los mejores modelos a seguir, y que la gente que juzga a los demás por su
apariencia probablemente tiene serios problemas de autoestima. Dígale que lo que
realmente importa no es lo delgado que uno pueda estar, sino su carácter. Y señálele
también las mejores cualidades que ella tiene, lo que más le gusta de ella y lo que espera de
ella.
Veamos a continuación algunas recomendaciones sumamente importantes. Se
pueden aplicar tanto a usted como a cualquier amigo íntimo o familiar que tenga relación
con su hija; así pues, no se sienta incómodo al decirles a otras personas adultas lo que
pueden, y lo que no deben, decirle a su hija. Está usted en su derecho.
1.No le comente a menudo el aspecto que tiene.
2.No hable de la necesidad que usted tiene de hacer dieta.
3.No haga comentarios sobre el cuerpo de su hija. Muchos padres piensan que obran
bien cuando les dicen a sus hijas lo bonito que tienen el cuerpo, las piernas, etc. Algunos
incluso son muy toscos y mencionan las zonas corporales de su hija de una forma vulgar.
No lo haga. Eso solamente serviría para crear obsesiones en usted y en ella.
4.No le haga frecuentes comentarios sobre su ropa. Por supuesto que usted tiene sus
propias ideas sobre lo que ella debe llevar, y sobre cómo ha de arreglarse. Pero no ha de
decirle que la apariencia tiene gran importancia. (Esta es una buena razón para justificar los
uniformes de los colegios. Establecen un estándar común de limpieza y de apariencia, y
afirman la igualdad de todos y el concepto de que los vestidos y las modas carecen de
importancia). Su hija es una niña y quiere que usted esté a gusto con ella. Demuéstrele que
lo está, y que lo que importa es ella y no la ropa que lleve.
5.No insista en la importancia de hacer ejercicio. Sí, por supuesto, en que el
ejercicio saludable es importante, pero no conviene que su hija saque la conclusión de que
es beneficioso sólo porque mejora su aspecto. Tenga mucho cuidado con eso.
6.No le haga sentir la necesidad de que tiene que hacer cosas para llamar su
atención. Compórtese con ella naturalmente, como la persona que forma parte de su vida
cotidiana. Su hija reclama su atención y hará lo que sea para lograrla. Si usted le habla
constantemente de algo, ella lo tendrá muy en cuenta. Por tanto, sea cuidadoso con los
temas que le reitera; piense en cómo puede influirle eso. Su hija le observa, y quiere que
usted también esté pendiente de ella.
La importancia de la voluntad.
Querer a los hijos puede representar un trabajo. Al principio resulta fácil; pero los
hijos difíciles, enfermos, las hijas con problemas de atención o alteraciones alimentarias
pueden convertir ese amor en algo penoso que requiere toda la determinación y fuerza de
voluntad que se puedan atesorar. Inevitablemente, habrá momentos en los que su hija le
vuelva loco; esos momentos en los que usted no puede entender por qué no controla sus
emociones; o si tiene una alteración alimentaria, por qué no deja de pasar hambre, de
vomitar, de hacer ejercicio de forma obsesiva, de mostrarse huraña. La fuerza de voluntad
le aconsejará que guarde su enfado y su frustración; del mismo modo que también le dice
que se guarde sus lágrimas cuando ve a su hija vestida con su primer traje largo, en su
primer recital de piano, o cuando otra chica la llama «gordita» en el patio del colegio.
Para querer bien a su hija, para tenerla cerca, para fortalecer los lazos que les unen,
usted ha de tener una voluntad de acero. Habrá momentos en que querrá alejarse de ella. No
lo haga. En lugar de eso, tómese un descanso. Habrá momentos en los que querrá gritar. No
lo haga. Trácese un plan para aplicarlo cuando crea que puede perder los estribos, y
póngalo en práctica. Habrá momentos en los que no sepa cómo expresar a su hija el cariño
que siente por ella. Pero hágalo. Les hará sentirse mejor a los dos.
Piense en el tipo de padre que quisiera ser. Seguramente, lograrlo constituirá un
gran trabajo para usted. Pero el amor no es simplemente sentirse bien. Es hacer lo que a
veces uno no quiere hacer, una y otra vez, si ello es necesario para el bien de otra persona.
El amor es realmente sacrificio.
En los primeros años de su existencia ella sentirá su cariño. Al final de su vida,
usted estará en su recuerdo. Y lo que suceda en el ínterin dependerá de usted. Quiérala
extraordinariamente. En eso consiste la esencia de la paternidad.
Capítulo 4. Enséñele humildad.
Muchos padres ponen los ojos en blanco al oír la palabra humildad. La asociamos a
debilidad, y por eso no queremos que nuestras hijas sean débiles o fácilmente manipulables.
Queremos que sean fuertes, autosuficientes e independientes. Queremos que tengan
autoestima. En los tiempos que corren, la humildad es una virtud políticamente incorrecta.
Pero la auténtica humildad es el punto de partida de todas las demás virtudes.
Humildad significa tener una adecuada perspectiva de nosotros mismos, vernos tal y como
somos. También significa comprender que todas las personas tienen el mismo valor.
Enseñar humildad a su hija es algo vital, pero delicado. Usted no puede decirle
sencillamente que es igual que su hermano, que es como todos los demás, porque ella
necesita sentirse única e importante ante sus ojos.
Enseñarle humildad exige de usted, como padre, más que eso. La humildad carece
de sentido si no se sabe moldearla. Si quiere que su hija ame la lectura, usted tendrá que
leer. Si quiere que sea deportista, váyase a correr. Pues lo mismo pasa con la humildad. Si
usted la vive, ella la aprenderá. Recuerde, ella es como una esponja que le sigue por todas
partes; que espera a ver lo que usted piensa, siente y hace.
Asumir la humildad puede resultar difícil a muchos hombres. Pero no hacerlo
constituye un peligroso juego de auto-decepción. Usted y yo conocemos a hombres que
carecen de humildad. Sus vidas se han convertido en depósitos fútiles de las cosas sin valor
a las que se entregan.
He conocido a muchos hombres de éxito que encierran una extraordinaria
humildad. Han tenido éxito profesional, intelectual y emocionalmente, porque han
comprendido que la vida es más importante que ellos. Su trabajo y su propio ser forman
parte de un cuadro mucho más grande. Sus éxitos no solamente les benefician a ellos, sino
que también ayudan a los que les rodean. La humildad del padre es un don para su hija.
En cierta ocasión le preguntaron a la escritora inglesa Alice Thomas Ellis: «¿Cuál es
el momento más importante en la historia de la mujer?». Ella contestó: «La Anunciación».
¿Por qué necesita su hija humildad? ¿Qué tiene que ver con su felicidad, con su autoestima
y con sus éxitos en la vida? Veamos seguidamente algunas respuestas.
La humildad la hará sentirse importante.
Sé que parece una contradicción decir que la humildad hará que su hija se sienta
más importante, pero es cierto. Para desplegar plenamente sus capacidades su hija necesita
comprender quién es, de dónde viene y adónde va. Y esa comprensión necesita ser precisa.
Tal vez tenga talento para la música. Tal vez sea lista o deportista. Como cualquier
padre entusiasta, usted se siente orgulloso de sus logros; gasta tiempo y dinero para que sus
talentos puedan desarrollarse plenamente. Y la anima a que asista a reuniones sociales, a
conciertos de piano o a partidos de baloncesto.
Su apoyo y los ánimos que le da son importantes para ella. Pero también ha de ser
cuidadoso. Si todo lo que usted hace es estimular su autoestima con aplausos y halagos, ella
terminará por verse solamente a través de ese espejo y puede llegar a albergar sentimientos
de frustración. Si no logra comprender la virtud de la humildad, empezará a mirarse en los
modelos equivocados tratando de sentirse mejor consigo misma.
La humildad consiste en vernos de forma sincera. Nos coloca en el mundo real. Si
pretendemos que nuestras hijas sobresalgan en todo lo que hacen, que sean más bonitas,
más listas, mejores que los demás, podemos confundir nuestras prioridades y las suyas.
Nuestras hijas no necesitan demasiados halagos para sentirse bien consigo mismas.
En lo profundo de su ser, su hija sabe que es buena para algunas cosas y no tan buena para
otras. A menudo ve sus capacidades de forma más realista que sus padres; y cuanto más la
alaben ellos, más se preguntará: «¿Por eso me quieren tanto mis padres? ¿Porque toco muy
bien el violín?».
Otro problema es el egocentrismo. Cuando las actividades familiares giran en torno
a lo que creemos que «necesitan» o «quieren» nuestros hijos, a fin de hacerles sentirse
mejor consigo mismos, estamos fomentando su egocentrismo. Muchas veces, las chicas que
sobresalen en algo adquieren un sentimiento de superioridad sobre sus camaradas. Y
cuando sucede esto se aíslan de sus amigos y de su familia. Empieza a aparecer la
competitividad. Su sentido de superioridad hace que su mundo les resulte pequeño. No
encuentran la menor alegría en lo que les rodea. Se centran en el éxito, no en los amigos.
El escritor Henry Fairlie estaba en lo cierto al apuntar: «El orgullo nos incita a
complacernos exageradamente con nosotros mismos, no nos anima a que nos
complazcamos con la humanidad y con aquello que compartimos generalmente con todos
los demás, como seres sociales».
El orgullo es lo opuesto a la humildad. Recuerde lo que Dante escribió sobre el
orgullo en la Divina comedia. Los orgullosos arden en sus propios placeres, solos y aislados
para toda la eternidad. En cuanto Dante abandona su círculo, el Ángel de la Humildad se le
aparece llevando consigo esplendor, paz y contento: «Lo envolvía tal auténtica umilita que
parecía estar diciendo: estoy en paz». La humildad trae consigo un profundo gozo y una
gran satisfacción, porque nos impide caer en la manía del egocentrismo.
No permita que eso le pase a su hija. Haga que su mundo sea más grande que ella
misma y que el talento que pueda tener. Guíela suavemente para que reconozca su fuerza, y
también sus limitaciones. Déjela que falle. Hágale saber que usted sigue queriéndola a
pesar de sus posibles fallos. Dígale que ella es importante para usted, no por lo que hace
sino por lo que es. Esta es una magnífica oportunidad para enseñarle una de las lecciones
más importantes de la vida: las personas son valiosas porque son humanas, no por lo que
hacen.
Pero si, por el contrario, le enseña a que desarrolle solamente su talento, su
inteligencia o su belleza, estará aumentando su autoestima y la estará preparando para que
otros puedan explotarla. Cuando ella va de tiendas, ¿qué ve?: millones de productos que le
prometen que se va a sentir mejor. Cuando compra las revistas de moda, no ve más que
mujeres sexys en las portadas, como modelos a emular. Cuando sigue una dieta, espera
volverse más bella, más popular y famosa.
A todas horas, su hija se ve incitada a comprar cientos de productos para cambiar su
imagen, todos los cuales se preocupan de lo superficial, no de lo que es verdaderamente
real e importante. Las investigaciones han demostrado que, por ejemplo, la gente compra
ropa de determinadas firmas sólo para aparentar frente a los demás. Los anunciantes dirán a
su hija que su vida será más completa, excitante y agradable si compra sus productos,
porque saben que la invitación a darse tono es funcional, es un buen reclamo publicitario. Y
funciona porque a demasiadas de nuestras hijas se les ha metido eso en la cabeza. Cuando
los padres no enseñan humildad —es decir, que todos hemos sido creados iguales y que
somos igualmente valiosos— los anunciantes, las revistas y los llamados «famosos» le
enseñarán otra cosa muy diferente.
Vogue y Cosmopolitan le dirán a su hija de dieciocho (o de diez) años que su valor
e importancia se basan en tener una figura esbelta y un pecho atractivo, en llevar vestidos
caros y a la moda y en ser una de esas chicas en las que se fijan los hombres. Paris Hilton
—un producto del dinero, el marketing y la dieta— será para ella la quintaesencia de la
belleza. Su hija se verá influenciada por todo cuanto Paris pueda hacer, y tratará de imitarla.
Se servirá de Paris Hilton para llenar el vacío emocional, social y espiritual que pueda
sentir. Eso puede ser muy peligroso. Porque el anhelo por seguir la carrera y la aparente
clase de esa modelo hará que su hija odie no ser tan bonita, tener tanto dinero o una figura
tan esbelta como ella. Y de ese modo se estará alejando cada vez más de una vida en la que
reine la humildad.
¿Puede ser una mujer hermosa y, al mismo tiempo, humilde? ¿Puede ser su hija una
persona brillante que busque apasionada mente el éxito en su profesión, y que al mismo
tiempo sepa darse cuenta de que no es ella solamente la única responsable de su éxito? Por
supuesto. La humildad hará que los logros de su hija sean más espléndidos todavía; y se
sentirá más satisfecha y más feliz que si hubiera tratado de imitar la vida de Paris Hilton.
El marketing, la publicidad y las modelos del momento sólo conseguirán ofrecer a
su hija una vida dominada por la vacuidad. Pero usted puede encauzarla en otra dirección
enseñándole que ella es valiosa simplemente por lo que en realidad es, y porque usted la
quiere. Su vida tiene el mismo valor que la de los demás. El talento, la inteligencia y la
belleza son cosas maravillosas, pero nunca lograrán que su vida tenga más significado ni le
darán más relieve como mujer. Eso sólo se lo proporcionará la humildad.
La humildad fortalecerá sus relaciones.
Resulta difícil pasar por la vida sin encontrarse con alguien que no presuma de
alguna cualidad de la que uno carece; o asistir a una reunión en la que la conversación se
centre en una persona o un tema que uno desconoce; o no verse humillado jamás por un
jefe, un profesor, un pariente o, incluso, un amigo. Todos nos hemos sentido alguna vez
estúpidos, débiles o insignificantes; y, por lo general, en algún momento de nuestra vida
nos hemos visto menospreciados por alguien que se considera superior a nosotros.
Les decimos a nuestras hijas que las chicas inseguras suelen poner motes a sus
compañeras en el colegio. Y, con frecuencia, es cierto. Chicas que son gordas suelen llamar
«gordas» a otras; chicas torpes llaman estúpidas a otras; y muchachas que no tienen el
menor encanto llaman «feas» a algunas compañeras. Las peleonas tratan de sentirse
superiores a las demás y proclaman las debilidades de las otras para afirmar su propia
superioridad.
Sin embargo, la humildad impide intimidar y sentirse intimidada. Cuando su hija
reconozca que todos los seres humanos tienen el mismo valor y no se considere por encima
de las demás, no se preocupará por afirmar su superioridad, ni tomará en cuenta las
intimidaciones de las necias. Ha de saber que nuestro valor no está en lo que hacemos, en lo
que tenemos o en lo que somos capaces de ser, sino en el hecho de que somos seres
humanos. Y los matones no pueden sentirse superiores sobre aquellos a quienes consideran
inferiores. La humildad nos iguala a todos. Incluso puede hacer que el matón inseguro se
sienta intimidado. Esto es cierto. La humildad hace que vivamos en la realidad. Nos impide
ser absorbidos por una vida de rencor y autodestrucción.
Las chicas que poseen la virtud de la humildad tienen más posibilidades de
mantener amistades más profundas y duraderas. Con humildad, su hija es libre para
disfrutar de otras personas por lo que éstas son; no deseará apartarse de otras chicas. Y esto
es sumamente importante, porque ella es una criatura social. Necesita a los demás. Necesita
a los adultos para hablar con ellos, a sus amigas para estar con ellas y a los muchachos para
aprender lo que son las relaciones. Nadie puede ser feliz en el aislamiento. No fuimos
hechos para ello.
La humildad es el fundamento de todas las relaciones sanas. Hace que cada parte de
la relación se muestre respetuosa, sincera y relajada. Si su hija vive con humildad,
descubrirá quién es realmente y lo que es verdaderamente importante en su vida.
Experimentará alegría y satisfacción. Su hija fue creada para vivir en una intrincada red de
relaciones. La humildad la mantiene dentro de esa red. El egoísmo y el orgullo la arrojarán
fuera.
Para muchas personas la humildad es un fundamento de las enseñanzas de la
tradición judeocristiana, en la que todos son iguales a los ojos de Dios porque Él nos creó y
nos quiere a todos y a cada uno de nosotros. Comparados con Dios, que nos hizo del barro,
podemos sentirnos esencialmente insignificantes. Pero (mi frase favorita en la Biblia) «Dios
nos hizo»; así pues tenemos un sitio y un propósito, y Él quiere llenarnos con todas las
cosas buenas. Todo lo que tenemos que hacer para huir del sofocante entorno de nuestras
vidas, para vernos con humildad, es reconocer que no somos el origen del poder, del talento
y de la inteligencia. Como se dice en los Evangelios: «Bienaventurados los pobres de
espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos».
El gran teólogo Oswald Chambers dijo: «No se trata de lo que poseemos sino de
nuestra pobreza; no de lo que llevemos con nosotros, sino de lo que Dios puso en
nosotros». Dios ha llenado a su hija con dones inimaginables. La humildad le enseña que
son, de hecho, «dones» por los cuales se ha de sentir agradecida, y no orgullosa.
Veamos seguidamente el caso de un padre que supo gozar de la humildad.
***
En un principio, Andy quería ser sacerdote. Ingresó en el seminario, pero pronto se
dio cuenta de lo mucho que deseaba casarse. Así que abandonó el seminario, ingresó en la
Facultad de Medicina y ahora es un médico muy reconocido, que da clases en un
importante hospital de Pennsylvania.
Aunque Andy abandonó la idea de hacerse sacerdote, jamás perdió la fe. Su amor a
Dios y sus oraciones siguieron muy vivos en él. Tenía tres hijas, y llegó un día en que
decidió hacer un viaje con Amy, su hija mediana. Estaba convencido de que ambos tenían
que hacer algo juntos.
Cuando Amy cumplió los diecisiete años, la llevó a la República Dominicana como
miembro de un equipo médico compuesto por quince voluntarios. Era verano. La
temperatura rozaba los treinta y ocho grados. Cogieron un viejo autobús escolar para llegar
a la aldea en la que iban a prestar gratuitamente sus servicios médicos.
Los médicos se instalaron en un cuarto de bloques de cemento, prepararon mesas de
camping como mesas de exploración y organizaron su equipo. Los otros voluntarios del
equipo se dedicaron a desinfectar el lugar, barrer el suelo y preparar las lámparas.
Yo también estaba allí, y pude observar el trabajo de Andy. Era profundamente
paciente y amable; hablaba siempre en tono bajo, sin que le importaran las incomodidades
del precario hospital.
Una tarde vi que estaba hablando y rogándole algo a una mujer. Ella, a punto de
llorar, le contestaba de forma brusca, y terminó saliendo violentamente del cuarto.
Andy se repuso y terminó de ver al resto de los pacientes; después se subió al
destartalado autobús escolar, antes de que los demás terminaran su jornada de trabajo. Amy
iba con él. Andy —que es un hombre alto y fuerte— se sentó y se cubrió el rostro con las
manos. Sentada un poco más atrás, pude escuchar su conversación.
—Lo dejo —dijo a su hija—. Es hora de regresar a casa, Amy. Esto fue un craso
error.
Entonces le contó a Amy por qué se había marchado la mujer del centro. Ella había
llegado quejándose de dolores en el pecho. Aunque Andy es un médico especialista en
neumología, no encontró nada anormal en los pulmones de aquella mujer. Finalmente se
dio cuenta de que el problema no era que padeciese del corazón o de los pulmones, sino que
su novio la golpeaba sistemáticamente en el pecho. Andy le dijo que tenía que librarse de
aquellos abusos, que tenía que decirle a su familia que la llevase a otra población. Eso era
imposible, le dijo la mujer. No tenía coche, ni bicicleta, ni dinero, ni familia (ninguno de
los habitantes de la aldea tenía coche o bicicleta).
Andy se dio cuenta de que no podía hacer nada. No había medicina que pudiera
curar a aquella mujer. Tampoco podía protegerla de la brutalidad de su novio.
Andy había visto a aquella pobre y ultrajada mujer como un ser precioso, quizás
más precioso que él mismo. Aquel día, en el autobús y bajo aquel calor, no pudo evitar el
llanto. Se había visto cara a cara con sus limitaciones de un modo que jamás se había
podido ver en su cátedra del hospital de Pennsylvania. En aquel centro disponía de un
equipamiento de millones de dólares que podía utilizar siempre que quisiera; tenía un
magnífico equipo médico y toda una perfecta infraestructura a su servicio. Allí podía palpar
el poder y el éxito.
Pero aquel día en la aldea sólo se tenía a sí mismo, y sus limitaciones.
Andy pensó en dejar el país al cabo de una semana.
—¿Qué sentido tiene quedarse aquí? —se preguntó En realidad no podemos ayudar
a esta gente. No tenemos suficientes medicinas ni recursos; y, aunque los tuviésemos, en
cuanto nos marcháramos aquí todo volvería a ser como antes. No tenemos nada que
ofrecerles. Necesitan demasiado y nosotros no somos bastante para ellos. Ninguno de
nosotros lo es.
Pero Amy le dijo:
—De acuerdo, papá, ¿pero qué podemos decir del amor a Dios? Siempre podríamos
entregarles eso.
—Eso no les serviría de mucho. Lo que a ellos les hace falta es agua, alimentos y
electricidad. No necesitan que venga alguien a hablarles de un Dios invisible que les ama.
¿Dónde está ese Dios? Creerán que es un Dios cruel y que les ha abandonado.
Andy se sentía en esos momentos más enfadado que triste. El antiguo seminarista se
cuestionaba la existencia de Dios.
Después de cenar, les pregunté sobre la conversación que habían mantenido.
—¿Qué es lo mejor que podemos dar a los demás? —les pregunté.
Finalmente llegamos a la conclusión de que todo lo que podíamos dar era
esperanza; y que la única forma de encontrar esa esperanza estaba en Dios. Así pues,
nuestro objetivo era mostrarles la luz divina mediante nuestro trabajo. Nuestra fe nos había
llevado hasta allí, y teníamos que actuar de acuerdo con ella.
Las conversaciones que siguieron entre padre e hija les llevaron a la gran pregunta
de la vida. En esas conversaciones, Andy nunca mencionó la necesidad de vivir
humildemente ni el reconocimiento de los valores que existen en todos. Eso se daba por
supuesto. Sus acciones hablaban por él. Él simplemente vivía su fe. Y su hija Amy seguía
sus pasos.
La humildad la hará equilibrada.
Los padres dicen siempre que a ellos no les importa lo que hagan sus hijos mientras
sean felices. Yo, que soy madre de cuatro hijos, pienso lo mismo. Soy increíblemente
egoísta. Si mis hijos son felices duermo mejor por la noche y disfruto más por el día.
Pero pensemos un momento: ¿es eso lo que realmente queremos usted y yo para
nuestras hijas? ¿Será la felicidad la meta hacia la cual tiendan?
Todos buscamos la felicidad. Es nuestro derecho constitucional. Y la felicidad es un
gran estado vital. Pero si usted le enseña a su hija que la felicidad es su «meta de llegada»,
podría hacerla desgraciada. Veamos por qué.
Si hace de la felicidad su meta, tanto ella como usted descubrirán que hay miles de
cosas que podrían hacerla feliz. Quizás conseguir una plaza en el mejor centro educativo. O
tener un hijo a los quince años. O expresar sus creencias con total libertad, como, por
ejemplo, poniéndose una sudadera que diga: «A la mierda la autoridad».
El problema que se presenta al hacer de la felicidad la meta de todo es la falta de
barreras de contención. La búsqueda, sin más, de la felicidad puede justificar la
autocomplacencia. Puede estimular el egoísmo. Yo he visto cómo se «estropeaban» hijos.
Y lo que es más importante: en realidad ese deseo puede llevar a la desgracia, puesto que
no hay límites para «los deseos» de un niño —ni de un adulto—. Y tales deseos y
necesidades nunca llegan a satisfacer otra necesidad más profunda. De modo que la
felicidad siempre permanece fuera de nuestro alcance.
La paradoja está en que la felicidad se encuentra de forma plena sólo cuando se la
rechaza de forma rutinaria. Según puedo ver en mi profesión, las chicas más felices son
siempre aquellas que viven con humildad. Y las más desgraciadas son las más
autocomplacientes en su búsqueda de la felicidad.
Si lo piensa bien, esto tiene un sentido perfecto. La autocomplacencia resulta fácil y
no requiere fuerza de carácter. Comerse cuatro pasteles le sienta bien mientras los está
comiendo, pero eso le puede producir malestar de estómago y, desde luego, le va a hacer
engordar. Ver telenovelas en vez de hacer las tareas caseras tal vez le parezca agradable,
pero eso no va a prepararla para la vida cuando termine el bachillerato. Practicar el sexo
siempre que le apetezca y con quien más le guste, puede resultarle agradable durante un
rato, siempre que no contraiga una enfermedad de transmisión sexual, se quede
embarazada, o termine sintiéndose profundamente deprimida. (Yo considero la depresión
en las chicas adolescentes como una enfermedad de transmisión sexual, porque casi
siempre va unida al sexo precoz).
La humildad nos enseña reglas y autocontrol; porque somos parte de una comunidad
mucho mayor, y necesitamos trabajar juntos para el bien de todos. La humildad nos enseña
responsabilidad, y a tener en cuenta las necesidades de los demás. Nos enseña a mirar hacia
fuera en vez de centrarnos de forma obsesiva en nosotros; y nos recuerda que no somos los
únicos que contamos.
El resultado de todo esto es que las chicas que actúan con humildad viven la
auténtica felicidad y esa verdadera alegría que únicamente puede proceder de unas
magníficas relaciones con la familia, los amigos y todos los demás. Disponemos de normas
para hacer que nuestras relaciones sean saludables. Y entre esas reglas está la de privarnos
en ciertas ocasiones de algunas cosas para poder ayudar a los demás.
Pero, sea cual sea el modelo hacia el que se vuelva su hija, siempre encontrará a
alguien que le diga que sea complaciente consigo misma. Oirá esas voces en la radio, en la
televisión, en la tienda o de boca del amigo poco aconsejable. Todos ellos tienen sus
razones para vivir bien. Y tratan de apartarla de lo que verdaderamente es real. Le dicen
que no es necesario sacrificio alguno, que tome lo que le apetezca; que no se requiere
disciplina, que disfrute, simplemente. Complácete hasta que estés llena... o hasta que estés
vacía.
Todo lo que un padre necesita hacer para ver esto de primera mano es darse un
paseo por los comercios de modas y estudiar 105 rostros de las jóvenes que los frecuentan.
La expresión de muchos de esos rostros es de cansancio, de aburrimiento, de falta de
compromiso, de falta de propósito. Pero ellas creen que van a encontrar la felicidad yendo
de compras, o con las drogas y el sexo; con cualquier cosa que pueda colmar su sensación
de vacío.
Usted no querrá que a su hija le suceda algo así, ni ahora que tiene seis años ni, por
supuesto, cuando tenga dieciséis. Pero ése podría ser su futuro, a menos que le enseñe lo
que es verdaderamente importante, de dónde proceden los auténticos valores y por qué ella
los necesita. Ese podría ser su futuro a menos que le enseñe la humildad que la asentará en
la verdad. La humildad la preparará para una vida que tiene auténtica profundidad, porque
incluye servicio y enfrentamiento a las dificultades. Proporcionará gozo porque le enseñará
a mirar hacia afuera, y no solamente hacia sí misma. Le dará la sabiduría necesaria para
discernir lo que está bien y lo que está mal. Como padre, usted debe enseñarle las normas
que le serán útiles para que no se perjudique a sí misma ni a los demás. Y esas normas le
servirán de pauta para el resto de su vida.
La humildad la hará vivir en la realidad.
Todo niño nace con un mecanismo natural de supervivencia que le obliga a ser
territorial. «Mío» es una de las palabras más simpáticas, pero también más frustrantes, que
cualquier pequeño de dos años repite insistentemente. A medida que su hija va pasando del
jardín de infancia a la primaria, y de ésta al bachillerato, es probable que viva periodos en
los que se muestre más egoísta y más territorial que las otras. Naturalmente, hay chicas que
son menos egocéntricas que otras, menos interesadas en luchar por dominar un terreno
personal que otras. A algunas niñas les resulta muy duro compartir y no quieren otra cosa
que arrancarles a sus amiguitas los juguetes que tienen en la mano. Este comportamiento
llena de frustración a muchos padres, especialmente si son personas generosas. Pero todos
hemos de esperar estos comportamientos egoístas cuando nuestras hijas son jóvenes,
porque forman parte de su etapa de crecimiento.
Las niñas que insisten en hacer lo que les place, y que siempre quieren ser las jefas
en el patio, resultan unas personitas muy difíciles. Pueden llegar a ahuyentar a las otras
niñas. El egoísmo es un mal hábito. Pero intentar quitárselo a las chicas (o a cualquier
adulto) es un arduo trabajo. Es necesario emplear tiempo, disciplina y mantener una lucha
constante contra una sociedad que promueve el egoísmo como virtud. Nuestras hijas se ven
bombardeadas por anuncios que estimulan la vanidad y el ego. Nuestras hijas estudian —y
admiran— a las estrellas del pop que son famosas por su egocentrismo. Nuestras hijas van
al colegio y hablan con sus amigas del nuevo modelo, del nuevo bolso o del nuevo peinado.
Y se van a la cama todas las noches pensando que no tienen cosas que podrían hacerlas más
felices. Y lo irónico del asunto es que, cuanto más tienen, más quieren.
Lo más destructivo de nuestra sociedad es esa idea que penetra en las mentes de
nuestras hijas y que les dice que ellas merecen más. Creen que tienen derecho a una serie de
cosas; y que, como padre, usted tiene la obligación de proporcionárselas. Ella piensa que
unos buenos padres del siglo XXI deben obrar así.
Hace poco me encontraba viendo un partido de fútbol y escuché lo que un padre
decía de su hija, que iba a dejar el colegio en otoño. Durante los dos últimos años la chica
les había hecho pasar muy malos ratos. A los dieciséis empezó a salir con un chico de
veinte que no tenía trabajo fijo. Su padre decía que «había sido un gran error permitir que
aquella relación continuara».
Al cabo del año, la factura de su teléfono móvil ascendía a trescientos dólares. Los
padres se lo quitaron. Ella se puso furiosa. Después tuvo dos o tres accidentes de coche y la
compañía de seguros puso el precio de la póliza por las nubes. Muy acertadamente, los
padres la obligaron a que pagara el incremento de precio de la póliza. El padre se sentía
muy mal porque la chica se metía continuamente en problemas; pero, aunque tanto él como
su esposa la ayudaban. La actitud de la chica no cambiaba. Estaba muy enojada porque sus
padres no le permitían usar el coche para ir al instituto y le hacían pagar parre de la
matrícula.
—Pero creo que lo que más me molesta —decía el padre— es que cree que nuestro
deber es pagarle todos los gastos del colegio. Como somos sus padres, hemos de costear su
educación, su teléfono móvil y su coche. Cree que éstos son sus derechos.
Yo podía notar la frustración que le dominaba. No era solamente que su hija
estuviera pasando por la crisis de la adolescencia, Mostraba una mala actitud que tenía que
cambiar, si no quería comportarse así para siempre. Tenía unos buenos padres a los que
juzgaba ahora muy duramente. Ellos se cuestionaban todo lo que su hija hacía —todo
cuanto había hecho a lo largo de sus dieciocho años de existencia— y se preguntaban qué
habían podido hacer para tener una hija tan egoísta.
—En realidad es una buena chica —decía su padre moviendo la cabeza—. Es dulce,
lista y muy afectuosa. Pero algunas veces la detesto, porque no parece apreciar nada de lo
que hacemos por ella.
La mayoría de las adolescentes no suelen apreciar los sacrificios el trabajo de sus
padres. Eso es normal. Lo que ya no es norma: es la idea de esta chica de que «se merece»
lo que tiene, y que es «su derecho» seguir teniéndolo. Ahora bien, muchos padres al
conocer su actitud se dirían «¡qué mocosa tan consentida!». Y creo que eso es lo que
justamente piensan sus padres. Pero, en realidad, ella tiene una peligrosa idea que
comparten muchos jóvenes. La única diferencia es que ella la expresa. Su problema es que
no tiene humildad.
No sabe considerar las necesidades de los demás. La cosa es así de sencilla. Desde
que nació, su intuición le dijo que tomara cuanto necesitase, que todo era suyo y que podía
conseguir más. Tales fueron los deseos que gobernaron su conducta. Y todo lo que la rodea
potencia esa forma de pensar. Las tiendas alimentan sus aspiraciones mostrándole cada día
nuevos productos. El colegio hace lo mismo, al no proporcionarle unas adecuadas normas
de comportamiento. Y sus padres también caen en el mismo error porque desean a toda
costa ser unos buenos padres y darle cuanto creen que necesita o desea.
Evidentemente, no hay nada malo en que proporcionemos a nuestras hijas todas las
oportunidades que sean necesarias para que descubran su talento, facilitándoles una buena
educación y dándoles las cosas materiales que realmente necesitan. Se las proporcionamos
porque las queremos. El problema surge cuando, año tras año, nos centramos en sus
necesidades y en sus deseos y sólo pensamos en la manera de complacerlas, de modo que
así fomentamos su conducta. Nuestras hijas se convierten en el centro de nuestra vida, que
ya les pertenece. Este egoísmo intenso estropea y hace desgraciada a una hija.
La humildad es una virtud difícil, y lleva toda una vida aprenderla; por tanto,
empiece a enseñársela va. Recuerde que, si no lo hace, ella sufrirá mucho. Usted debe
enseñarle, cuanto antes mejor, cuáles son las prioridades de su familia. ¿Quiere que el
centro de la vida familiar sean los hijos? ¿O cree que debiera serlo usted, o usted y su
esposa, o Dios? Si no establece con claridad las prioridades de su familia, sus hijos lo harán
por usted.
Por lo que he podido ver en mi consulta, la evidencia es aplastante: las chicas que
muestran una solidez emocional y una consistencia intelectual y moral son chicas humildes,
que entienden el papel que deben desempeñar en el ámbito familiar y que saben que la
familia no debe girar en torno a ellas.
Lo que muchos padres ignoran es que, al ceder ante el egoísmo de su hija, hacen
recaer sobre ella una gran presión. Cuando ella es el foco de atención; cuando tiene poder
suficiente para manipular la estructura familiar, las vacaciones o la economía; cuando es
ella la que decide las innumerables posibilidades que pueden hacerla más feliz, se vuelve
no sólo egoísta sino también neurótica. En realidad, su hija no necesita todo ese poder.
Todavía es una niña. Y usted es su padre. Es usted quien tiene que decidir. Es usted quien
tiene que establecer las prioridades. Cuando usted pone realismo en su vida, le facilita las
cosas, porque le fija límites. Cuando le enseña a que piense en los demás, a que se ponga en
su lugar, a que sepa conocer a todo el mundo —a sus amigos, vecinos, a su hermana y a su
hermano— está realizando algo importante para ella, porque le está mostrando el don de la
amistad y el de vivir plenamente como el ser cariñoso y sociable que es.
Si enseña a su hija a que sea buena, más que simplemente feliz, terminará siendo las
dos cosas. Enseñarle a su hija humildad es un magnífico regalo que le hace. Y solamente se
la puede enseñar con el ejemplo.
Capítulo 5. Protéjala y defiéndala.
Imagínese que ha salido a una excursión de caza con unos cuantos amigos. El grupo
se interna en el bosque y descarga el equipo en la cabaña, que está a un par de kilómetros
del sendero, y las primeras nieves han cubierto los árboles y el suelo del bosque. Usted
come un sándwich y bebe un par de cervezas, enciende el fuego de la chimenea y se sienta
para charlar un rato con su compañero. Decide acostarse pronto para salir temprano por la
mañana y sorprender los ciervos cuando pasten en la fresca nieve.
Cuando se echa en la cama, ve que hay unas cuantas revistas en el suelo. Se siente
relajado, pero todavía no tiene sueño, así que coge una. Es Playboy, que tiene las páginas
arrugadas por haber sido bastante hojeada. Como su compañero está en la ducha. Decide
echarle un vistazo. Lo primero que ve en la revista son las llamativas fotos de esas
espléndidas mujeres de pechos exuberantes. Las mira un instante y va pasando las páginas.
Le gustan las fotos, pero no constituyen una buena ayuda para conciliar el sueño. Por
último llega a la página central y siente cierta curiosidad por ver a la modelo que figura allí.
Desdobla la página. Y admira aquel magnífico cuerpo.
Pero entonces se fija en la cara de la modelo. ¡Dios! ¡Es su hija! Usted se queda tan
atónito que no es capaz de cerrar la revista. Quisiera vomitar, pero no le es posible porque
está dominado por la ira, el disgusto, el dolor y una enorme pena. Su amigo está secándose
todavía en el baño, y antes de que pueda ver la revista (que se imagina que ya habrá visto
un millar de veces), se levanta silenciosamente y la arroja a la estufa. Fuera con ella.
Quisiera encontrar todos los ejemplares para poder quemarlos también. Pero eso es
imposible.
No quisiera que una cosa así le sucediera a ningún padre. Pero es importante
comentarlo porque sirve para que usted se dé cuenta de que es necesario definir claramente
los códigos morales referentes al sexo. Cuando afecten a su propia hija, los criterios deben
estar muy claros.
Y también es importante porque no puedo dejar de insistir lo suficiente sobre la
poderosa y seductora fuerza que tiene la sociedad en la que vive su hija. La campaña más
agresiva dirigida contra su salud emocional y física se refiere a su sexualidad. Ella confía
en la defensa que usted pueda hacer contra esa campaña. Y los padres debieran saber que
los mensajes sexuales que ven y oyen sus hijas hoy día en la sociedad en la que viven son
mucho más persuasivos, poderosos y gráficos que hace treinta años.
Por muy incómodo que pueda sentirse pensando (y hablando) sobre la actividad
sexual de su hija, tiene que hacerlo. Muchos padres no hablan con ellas porque se sienten
culpables. Con frecuencia escucho: «¿Cómo le voy a decir a mi hija que no tenga relaciones
durante el bachillerato, si yo las tuve?».
Tenga presente que lo que usted haya podido hacer no le descalifica para que ahora
sea un buen padre. Su hija corre peligro. Usted tiene que protegerla. Y, sinceramente, ella
no necesita oír hablar de la vida sexual que usted haya podido tener.
Es un tema delicado, pero tiene que hacerlo. Todos los días ella escucha, alto y
claro, los mensajes equivocados. Es necesario que usted le hable todavía más alto y más
claro. Y su voz es la única que ella quiere escuchar.
Conozcamos las buenas noticias. Las conversaciones que pueda tener con ella no
tienen por qué ser descripciones detalladas de las enfermedades que se transmiten
sexualmente, o de cómo utilizar las píldoras anticonceptivas, o de la calidad de los
preservativos.
Lo que ella quiere que le diga es cuáles son las normas establecidas. Cuándo es
apropiado tener relaciones sexuales y por qué. Bastará con que le hable de ello
cuidadosamente. No es necesario que sea un experto en nada; y mucho menos cuando se
toca el tema de la píldora, de los preservativos o de las peculiares actividades sexuales de
las quinceañeras. Sea simplemente su padre. Proteja su sexualidad y defienda su derecho a
la modestia. Insístale en que el sexo es tan sólo una sencilla función corporal que está
íntimamente unida a sus sentimientos, a sus pensamientos y a su carácter. Dígale que
mucho de lo que oiga y vea sobre el sexo está equivocado. Háblele franca, amorosamente, y
con respeto.
Establezca un plan de defensa.
Los padres constituyen la influencia más importante para las decisiones que las
adolescentes puedan tomar sobre el sexo.68 Las investigaciones no se refieren «solamente a
los padres que son buenos, amables o magníficos comunicadores». Aluden, tan sólo, padres
(ya sea el padre o la madre).
Pero el padre, en particular, tiene un enorme impacto sobre su hija. Ella compara a
todos los demás muchachos y hombres usted. Usted es el responsable de enseñarle lo que
debe espera: qué tipo de comportamiento debe adoptar ante las exigencias de sus amigos
varones.
Así pues, ¿cómo va a desarrollar esta inmensa tarea? Piense seriamente en su hija,
pues a medida que ella se va convirtiendo e n mujer, se convierte también en un ser sexual.
Píense, cuando su tiene tres años, en lo que quiere que sea cuando tenga veinte. Debe
hacerlo, porque incluso cuando tiene tres años usted le envía mensajes sobre su cuerpo,
sobre si es bello o regordete. Y todos esos mensajes tienen su importancia.
Su hija necesita que usted la abrace a menudo. Y si usted es ama respetuoso y
cariñoso, eso mismo es lo que ella esperará de los muchachos. También necesita saber —
todo el tiempo— que usted la quiere.
Todas las chicas a partir de los once años creen estar gordas. Se sienten feas,
gorditas, con granos y poco atractivas. Vigile comporta su hija. Muchas chicas andan con
aires desgarbados si creen que son altas. Si son bajas, querrán usar zapatos con plataforma.
Las chicas, por lo general, no confían en su aspecto. Así que debe abrazarla mucho. El
efecto de esos abrazos puede ser muy intenso.
Pocos son los padres que se dan cuenta de lo importante que es abrazar a sus hijas.
Innumerables chicas me dijeron que habían tenido relaciones sexuales con un muchacho
(que ni siquiera era su novio) sencillamente por el contacto físico; porque sus padres nunca
las abrazaron ni les mostraron afecto. Esa necesidad es especialmente acuciarte durante la
adolescencia. A menudo los padres piensan que sus hijas adolescentes quieren que se las
deje solas, y que no les gusta que las abracen. Eso no es verdad; y de hecho, podría
constituir una gran equivocación. Ella necesita que usted la toque durante esos años,
incluso más que cuando tenía cinco. Sé que la opinión popular es que las adolescentes
«necesitan su espacio», que son muy pícaras y pueden confundirle, que es mejor dejarlas
tranquilas y no hacerles caso. Pero eso no es cierto. Su hija adolescente lo necesita. Es
mucho más difícil abstenerse de formar parte de la vida de su hija que integrarse
directamente en ella y saber exactamente lo que hay que hacer. Sea su padre: defiéndala,
sea su apoyo y no se abstenga de abrazarla.
Demuéstrele que la ve, que la tiene en cuenta, que la encuentra bonita. Hágale saber
que la modestia es otra forma de respeto —para ella, para usted y para lo que espera de los
chicos—, y que no debe seguir las corrientes de la moda ni alardear de su sexualidad sólo
porque sus amigas lo hagan.
Todo esto puede constituir una dura batalla. Los anuncios de la televisión sobre un
champú «muy estimulante» quizás no signifiquen nada para usted; pero debe recordar que a
su hijita de siete años ya se le está diciendo que ser sexy es muy importante. La marea de
los mensajes que le llegan es rápida y agresiva. A medida que se va desarrollando su
atención, así va creciendo también la fuerza de los mensajes que destruyen su inocente
sexualidad. Para cuando ella sea una adolescente, usted tendrá tentaciones —como tantos
otros padres— de llevarse las manos a la cabeza y desentenderse del asunto.
Pero no puede hacer eso. Su hija se merece algo mejor que una vida de
promiscuidad, o de modelo de revistas porro, que es exactamente la clase de existencia para
la que la están preparando los medios. Usted tiene que intervenir.
Quizás le resulte difícil creer que este proceso devastador pueda afectar a su
encantadora niña que salta del asiento para abrazarle cuando usted llega a casa del trabajo;
o a su hija de tercero, que promete ser una concertista de plano; o a su jovencita de
bachillerato que tiene la posibilidad de una beca para Yale. Quizás no lo vea, pero está ahí.
La industria textil actúa como si la edad de la inocencia terminara a los siete años.
Mucho antes de que llegue a la adolescencia, su hija verá películas para mayores; y si no es
en su casa, las verá en casa de alguna amiga. Cuando tenga nueve o diez años, habrá oído
hablar del sexo oral, y ya sabrá cómo se propagan el herpes genital y las enfermedades de
transmisión sexual. Sus amiguitas le enseña7an revistas gráficas. Leerá Cosmo y otras
revistas en las que las modelos posan de modo seductor en ropa interior y en medias con
lizas, Cuando tenga once o doce años, tendrá clase de educación sexual en el colegio, y oirá
palabras como preservativo, abuso sexual, heterosexual, homosexual, bisexual y
masturbación. Pero más importante todavía será el tiempo que pase viendo la televisión,
oyendo música o navegando por Internet. Un tiempo que cada vez se hará más largo y, por
consiguiente, también más larga será su exposición al material sexual.
«¿Entonces, qué se puede hacer?», preguntará usted. La mayoría de los padres
quieren creer —con cierta desesperación— que tales influencias no van a dañar a sus hijas.
Como pediatra, puedo decirle que están equivocados.
Muchas chicas adolescentes me dicen que creen que tienen que practicar el sexo
para ser aceptadas, atractivas, deseables y sofisticadas. No piensan así porque sean
adolescentes, sino porque eso es lo que se les ha venido diciendo, con nauseabunda
repetición, en las revistas, en las películas, en la música y la televisión, desde que eran
pequeñas.
Lo veo continuamente en las jóvenes. Cuando practican el sexo por primera vez —
no tiene que ser necesariamente un coito— se muestran curiosas y, por lo general, se
quedan muy a disgusto. El desagrado les hace pensar que hay algo en ellas que no funciona,
porque todo el mundo les dice que el sexo es magnífico. Así que vuelven a practicarlo una
y otra vez. En poco tiempo se tornan emocionalmente frías. El instinto les dice que han
tenido intimidad con otra persona, pero en su interior sienten que no hubo amor, que no
existió verdadera entrega, ni se produjo un momento de profundidad emocional. Se les crea
gran confusión sobre las relaciones amorosas porque el sexo llegó antes que el amor.
El sexo separado del amor origina un sentimiento de gran vacío, y una notable
confusión sobre la manera de amar. La repetición de actos sexuales como algo mecánico
hace que el amor y el sexo no logren encajar. La consecuencia de todo esto es que la
satisfacción se hace imposible y las chicas se sienten hastiadas.
Lo bueno de esto es que cuando usted le hable a su hija de que el sexo está
íntimamente unido a todos los aspectos de su vida, ella le creerá, porque lo que le dice
tiene, de forma intuitiva, sentido para ella. Cuando usted le asegura que el pudor es una
forma importante de protegerse y de honrar su integridad, también lo entenderá, porque los
niños tienen un innato sentido del pudor. Usted deberá ser el protector de su hija, y deberá
luchar contra una sociedad que le miente sobre el sexo y le niega su derecho al recato.
Usted puede evitarse peleas diarias sobre ropa, revistas de moda, música o
televisión, estableciendo algunas reglas generales. Si la sociedad obliga a su hija a crecer
deprisa, prolongue el periodo del crecimiento usted. Cuando llegue el momento de escoger
su ropa, haga que la elija dentro de unas normas. Si necesita algunas pautas, adopte las
establecidas en el colegio de mi hija: blusas de cuello cerrado y faldas por debajo de la
rodilla. Dígales que el motivo de esas normas no es que deba avergonzarse de su cuerpo,
sino que ha de ser respetuosa con él.
¿Debe leer revistas para mujeres adultas a los ocho años? No. Quíteselas. Si su
madre las tiene, manténgalas fuera de su alcance. ¿Debe ir su hija a pasar la noche a casa de
amigas cuyos padres les permiten ver películas para mayores? No. Haga que otros padres
—y también su hija— conozcan las normas que usted ha fijado. Y haga que su hija llame a
casa si se violan esas reglas. Tal vez ella se sienta avergonzada, pero lo superará. Defienda
el derecho de su hija a seguir siendo una niña.
Defenderla de esta sociedad contaminada constituye todo un reto cuando ella tiene
ocho, nueve o diez años. Esos retos pueden intensificarse a medida que se va haciendo
mayor. Observe que digo «pueden». Y lo hago así porque he descubierto que chicas cuyos
padres son razonables y firmes en sus normas y no las abruman, entienden rápidamente que
ellos están de su parte y saben lo que está pasando en su mundo. Eso reduce las batallas
sobre el tema de las películas, vestidos y todo lo demás.
Sin embargo, cuando las batallas suban de tono, tendrá que recurrir a otros métodos.
De todos modos, no sea mezquino, no le grite ni se muestre agresivo. La amabilidad y la
fortaleza en sus ideas actúan mejor. Cuando su hija de dieciséis años se ponga un bikini que
a duras penas le tapa el pecho y la zona púbica, sonría y dígale que el color es precioso,
pero que el conjunto le parece un poco escaso parra su bonita figura. Dígale que le quedaría
mejor un bañador más discreto para que sus amigas no se sientan celosas. Cuando ella
tenga veinticinco años, se lo agradecerá.
Mantenerse en guardia respecto a la sexualidad de su hija es difícil. No es una
guerra corta. Pero el hecho de enseñarle pudor y recato constituye una prueba de fortaleza y
no un mero producto de padre gazmoño. Con ello obtendrá magníficos beneficios.
Protéjala de la actividad sexual.
Según el Medical Institute for Sexual Health, durante la década de 1960 los médicos
tuvieron que enfrentarse básicamente a dos infecciones transmitidas sexualmente: la sífilis
y la gonorrea. Yo me encontraba entonces en primaria. En la década de 1970, cuando ya
estaba estudiando bachillerato, la infección por chlamydia era muy corriente. Pero, en
realidad, nadie le prestaba demasiada atención, porque la revolución sexual estaba en auge,
y lo último de lo que querían oír hablar los estudiantes era de eso. A principios de los años
ochenta, cuando ya estaba estudiando Medicina, apareció el sida, aunque tampoco se le dio
mucha importancia al principio.69 Después, el herpes simple tipo 2 (el herpes genital)
aumentó de forma salvaje en Estados Unidos.70 Tampoco en este caso leería usted nada al
respecto en los periódicos. Recuerdo que me enseñaron que el cáncer de cuello de útero
estaba probablemente causado por una infección transmitida sexualmente. Se llegó a tal
conclusión porque se observó que las monjas nunca tenían esa enfermedad. En los años
noventa se obtuvieron pruebas de lo anterior, cuando los investigadores descubrieron que el
cáncer cervical de las mujeres estaba causado casi exclusivamente por el papilomavirus
humano, una enfermedad transmitida por vía sexual.71 Se apuntó que la pornografía, que
estimula los comportamientos sexuales, había ayudado a extender la enfermedad. Un
estudio había mostrado que con el incremento del sexo oral entre los adolescentes, el herpes
simple tipo 1 causaba más infecciones genitales que el herpes tipo 2.72
En los últimos cuarenta años, los médicos han pasado de tratar dos tipos de
enfermedades de transmisión sexual a más de veinticinco. Las cifras exactas dependen de
cómo se cuenten estas enfermedades. Por ejemplo, ¿cuenta el virus del sida (VIH) como
una o como dos infecciones, puesto que hay dos tipos de virus? Y en el caso del papiloma
hay de ochenta a cien tipos. Por fortuna, solamente doce causan infecciones genitales que
pueden producir cáncer cervical. Por tanto, ¿se debe considerar el papiloma como uno o
como doce tipos de infección? La respuesta más sencilla es que, las cuente usted como las
cuente, nuestras chicas se enfrentan a una epidemia de enfermedades de transmisión sexual.
De los entre quince y dieciocho millones de nuevos casos de enfermedades de
transmisión sexual que se producen cada año, dos tercios tienen lugar en jóvenes de edades
inferiores a veinticinco años.73 Esto es algo que me disgusta, y como padre que es, también
debería disgustarle a usted.
No se crea que porque su hija estudie en un colegio privado, en uno religioso o en
una escuela pública de una población pequeña y tranquila se encuentra a salvo de todo esto.
No lo está. El problema de los microbios es que no hacen discriminaciones. Este tipo de
infecciones cruza todas las barreras socioeconómicas, raciales y religiosas. Quizás no lo
hicieran hace diez años, pero ahora vivimos en otros tiempos.
Soy pediatra y he visto cómo se desarrollaba esta epidemia: aunque yo, como la
mayoría de mis colegas, no la reconocí inmediatamente. Al igual que muchas madres y
padres de mi generación, crecí viendo la televisión y los cambios surgidos en los medios de
comunicación como Internet, y las modas de la mercadotecnia que empezaron a utilizar el
sexo para vender cosas a los chicos. Algunos de estos cabos me molestaron, pero mi
generación creció sin tener en cuenta las protestas paternas (incluyendo las de nuestros
propios padres) nociva influencia de la televisión y de cierta música, sobre lo radicales y
poco respetuosos que eran los chicos y sobre la caída de los principios morales. Así que,
cuando se produjo todo esto, debo decir no le presté mucha atención. Los cambios forman
parte de la vida.
En mi época de médico residente atendí a muchas adolescentes a sus bebés. Me
gustaba mi trabajo. Como había estudiado en Holyoke, un colegio femenino, me atraían
mucho los temas de higiene para las madres jóvenes. Se nos había enseñado que la mejor
forma de ayudarlas era mediante una vigilancia en la facultad y haciéndolas responsables
del control de natalidad, a través de anticonceptivos orales o insertándoles bajo la piel un
óvulo de Norplant. Prevenir el embarazo es clínicamente muy sencillo; pero aun así yo me
quemaba trabajando con chicas que, de todos modos, se quedaban embarazadas. Así que
decidí tomarme un descanso.
Entretanto, mi marido y yo nos ocupamos de educar a nuestras tres hijas. A medida
que fueron creciendo, les gustaba ir de tiendas para comprarse vestidos. Como su padre
nunca las acompañaba, lo hacía yo. Cuando llegaron a la adolescencia quisieron ir a
comprarse los vaqueros a Abercrombie & Fitch74, donde los compraban sus amigas. Nada
más entrar en la tienda pudimos ver un enorme póster de un atractivo joven de unos
veintitantos años, aparentemente desnudo. Pronto pude advertir que ese tipo de marketing
sexualizado, dirigido a los adolescentes, estaba por todas partes.
No le concedí mucha importancia hasta que advertí los cambios que se estaban
produciendo en mis pacientes. Las chicas iniciaban su actividad sexual cada vez más
jóvenes. En los años noventa, yo tenía pacientes que ya eran activas en el campo sexual a
los catorce o quince años. Pronto pude comprobar un incremento del herpes genital. Y
empecé a ver algunas lamentables consecuencias de esto.
Una joven madre tuvo a su hijita sin saber que había contraído herpes, porque ella
nunca había tenido dolores causados por la enfermedad. Poco tiempo después de su
nacimiento, la niña, que en un principio parecía sana, empezó a mostrar una seria patología.
Se puso azul, temblaba continuamente y su respiración era tan irregular que parecía que se
iba a morir. Una resonancia magnética mostró que todo su tejido cerebral tenía
perforaciones. La pequeña estaba sufriendo las consecuencias del herpes materno. Y aquí
estaba lo más sorprendente: no sólo la madre jamás había sabido la infección que tenía, sino
que su marido, que había contraído el herpes muchos años antes de una antigua novia, no
había querido decirle nada a su esposa para no asustarla.
Abundan este tipo de casos. Tuve a una adolescente de trece años con un cáncer
cervical avanzado. Poco antes de que cumpliera catorce, su ginecólogo le extirpó gran parte
del útero para evitar el desarrollo de la enfermedad. Si esa pobre criatura se quedara
encinta, tendría un embarazo sumamente peligroso, porque su útero se vería casi
imposibilitado para albergar al feto.
He visto la presión que ejerce el afán de tener relaciones sexuales en las chicas, en
todo tipo de chicas. A los padres les cuesta, algunas veces, darse cuenta de cómo han
cambiado las cosas; pero tienen que reconocerlo, antes o después, y a menudo de forma
dramática. En los años setenta, la mayoría de las chicas adolescentes no eran sexualmente
activas. Hoy en día, la mayoría lo son.
Las estadísticas nos hablan de la importancia de este problema. No se puede relegar.
La epidemia de enfermedades de transmisión sexual constituye una continua amenaza para
su hija. La presión ejercida por el entorno social para que tenga un comportamiento que
conlleva altos riesgos es enorme. Si una adolescente no es sexualmente activa, es muy
posible que se la considere como un ser marginado, como una chica poco a la moda, o una
cretina anormal. Usted tendrá que equilibrar esta presión a la que la someten sus
compañeras y compañeros. Si no le enseña las razones por las que debe retrasar las
relaciones sexuales, empezará a tenerlas. Será necesario que le enseñe cuáles son sus reglas.
Es la única forma de actuar, porque sus amigas tienen relaciones sexuales; y sus amigos,
incluso los mejores, esperan tener relaciones con ella poco después de empezar a salir.
También advertí otra tendencia en mi práctica médica. El prematuro inicio de la
actividad sexual no sólo incrementa los casos de enfermedades de transmisión sexual, sino
que muchas de mis pacientes tienen, en edades tempranas, múltiples parejas. Y también
observé otra cosa: un rápido incremento en el número de chicas que padecen depresión. Al
igual que a mis colegas, no me enseñaron el tratamiento de los estados depresivos mientras
estuve en la facultad. Dejamos ese tema para los psiquíatras. No teníamos medicación
antidepresiva, ni siquiera un pleno conocimiento de las raíces de la depresión, como lo
tenemos ahora.
He llegado a ver a niñas de tan solo nueve años a las que sus padres trajeron a mi
consulta porque sabían que algo terrible les estaba sucediendo. Con el tiempo encontré una
evidente correlación en mis pacientes: si eran sexualmente activas, corrían el riesgo de caer
en la depresión. Y esto llegó al punto de que tuve que considerar la depresión como otra
enfermedad de transmisión sexual. Los estudios no podían confirmar lo que yo estaba
viendo en mi práctica médica, por la sencilla razón de que no se habían hecho (aunque
terminaron haciéndose, como veremos más adelante). Nadie prestaba atención a nuestras
chicas.
Todos los días, cuando dejo mi consulta, me sorprende la desconexión social y
cultural reinante. En mi práctica veo cada vez con mayor frecuencia muchachas muy
jóvenes que padecen depresiones y enfermedades de transmisión sexual. Y compruebo que
en tiendas, revistas y televisión existe una cultura popular que no parece preocuparse por
ello. Programas de marketing de productos bien conocidos y famosos seducen a las
jovencitas para que se entreguen a la actividad sexual. El sexo sirve para vender ropa,
champú. discos CD y hasta bolígrafos. Se les vende el sexo en atractivos mensajes de los
medios de comunicación. Pero, al margen de ese mundo ficticio, yo veo cómo ese mismo
sexo produce en chicas muy jóvenes una infección tras otra. Veo cómo caen en la
depresión; y las veo también intentando suicidarse.
Pero todo el mundo se callaba. Nosotros, los médicos, nos callábamos. Los
sacerdotes nunca hablaban del sexo; jamás lo mencionaban en sus homilías. Los padres no
querían sacar a colación el tema. No supimos proteger a nuestros hijos. Dábamos por
supuesto que ellos terminarían viendo películas no autorizadas en las que el sexo era el
protagonista. Dejamos que fueran los profesores los que les hablaran del tema de los
preservativos, como si eso fuera la respuesta para prevenir la depresión, o incluso el
creciente número de enfermedades de transmisión sexual.
Finalmente, empecé a hablar del tema con mis colegas: «¿Les decís a las chicas los
riesgos del papiloma, o que la chlamydia puede producirles esterilidad, o lo que el herpes
puede causar a sus bebés?».
No, ellos no les hablaban de eso. Y no porque fueran malos médicos, sino por dos
razones principales. En primer lugar, porque no tenían tiempo para entrar en largas
conversaciones. Las compañías sanitarias presionan a los médicos para que vean muchos
enfermos al día. En segundo lugar, porque muchos creen que hablar de esto con los jóvenes
no sirve para nada. Continuamente oía: «Ahora todos los chicos son sexualmente activos.
Mira a tu alrededor, no se puede hacer nada al respecto».
Así que muchos se limitaban a utilizar métodos anticonceptivos, a entregarles cajas
de píldoras, o a decirles a las chicas que insistieran para que sus novios utilizaran el
preservativo. Yo comprendía las razones que tenían mis colegas para obrar así. Se sienten
abrumados. Y yo también. Pero lo cierto es que muchos de nosotros —médicos, profesores
y enfermeras— no hacemos bien nuestro trabajo. Nos preocupamos por paliar los daños
que ya se han producido, en vez de procurar que los muchachos vayan por buen camino.
Los preservativos sirven para controlar el peligro. Para mí, eso no es suficientemente
bueno.
He estudiado los datos clínicos. He pensado mucho e intensamente sobre mis
pacientes. He hablado con los chicos y con sus padres. He consultado con mis colegas.
Existe una solución para el problema de las chicas que tienen relaciones sexuales muy
tempranas, y con muchos chicos. La respuesta es: USTED.
Los padres pueden conseguir que sus hijas crezcan con ideas saludables sobre la
sexualidad. Usted puede hacer que su hija tome las decisiones correctas sobre el sexo.
Usted sabe muy bien que su hija adolescente no debería tener nada que ver con las píldoras
anticonceptivas, con el uso de los preservativos o con las enfermedades de transmisión
sexual. Ella se merece cosas mejores que ésas. Si usted viera lo que yo veo todas las
semanas en mi consulta, sabría lo que tiene que hacer. Y tendría éxito.
Es necesario que conozca algunos datos, porque su hija necesita que la ayude.
Échele un vistazo a lo que indican las investiga iones médicas sobre lo que le pasa a su hija
y a sus amigas:
•Si continúan los actuales niveles de actividad sexual entre los jóvenes, para el año
2025 (menos de veinte años a partir de ahora) el 39 por ciento de los hombres y el 49 por
ciento las mujeres darán positivo en la prueba de herpes genital. 75
•Entre tres y cuatro millones de adolescentes de Estados contraen cada año una
enfermedad de transmisión sexual. Eso significa que unos diez mil chicos contraen una
enfermedad de ese tipo cada día.76
•A escala nacional, los índices más altos de gonorrea se chicas de quince a
dieciocho años.77
•Entre las enfermedades más frecuentes de Estados Unidos. en 1995, las de
transmisión sexual representaron un 87 por ciento del total.78
•Cerca de uno de cada cuatro adolescentes americanos sexualmente activos padecen
en estos momentos una enfermedad de transmisión sexual.79
•Aunque los adolescentes representan tan solo el 10 por ciento de la población,
contraen el 25 por ciento de las enfermedades de transmisión sexual.80
•El papilomavirus causa entre el 95 y el 99 por ciento de los cánceres cervicales. 81
•Algunas modalidades de papilomavirus se han vinculado a cánceres de cabeza y
cuello de útero. 82
El 45 por ciento de las adolescentes afroamericanas y de las jóvenes adultas dan
positivo en la prueba de herpes genital. 83
Quizás, como padre que usted es, se sienta impresionado por estas estadísticas.
Bien. Hemos de reconocer que tenemos un problema serio entre las manos.
Eso fue lo que le pasó al padre de Ángela. Si hubiera sabido lo desgraciada que su
hija iba a sentirse —me dijo él más tarde—, la habría ayudado; quizás antes de que la
depresión quedase fuera de control.
Cuando Ángela tenía dieciséis años, empezó a salir con un chico que ella creyó que
iba a ser «el único» (las chicas suelen pensar así). Tack era mayor que ella y se preparaba
para graduarse en el instituto e ir a la universidad. Puesto que ya llevaban saliendo un mes,
Ángela creyó que ya era tiempo de concederle a Tack lo que él quería. (Un mes, según el
criterio de muchas adolescentes, es tiempo suficiente de relación; significa que la cosa es
seria). Ella tenía dudas porque era virgen. Había oído hablar a sus amigas de sus
experiencias sexuales y de lo desagradables que habían sido, y prefería esperar. Pero dijo
que no quería perder al chico con el que pensaba que podría casarse. (Padres: ésta es
exactamente la clase de pensamiento común en las adolescentes que ustedes tienen que
corregir).
Un día se fueron al cine y después a cenar. Camino de regreso a casa, Ángela le
hizo saber a Tack la decisión que había tornado. Él se puso muy contento. Pero antes de
que se excitara demasiado, ella le dijo que existían ciertas limitaciones. Quería tener sexo
con él, pero al mismo tiempo quería seguir siendo virgen. Y también le dijo que quería estar
a salvo de cualquier infección, por lo que harían sexo oral. A Tack eso le pareció bien, al
menos de momento, según le dijo. Así pues, lo hicieron. En el asiento trasero de su coche
intercambiaron sexo oral.
Al cabo de un par de días, él se lo contó a sus amiguetes. Y como suelen hacer
chicos y chicas, unos se lo contaron a otros. Muy pronto, la mayoría de los amigos sabían lo
que Ángela había hecho me dijo que se quedaron muy sorprendidos porque todo el mundo
en su clase daba por sentado que ella era la única chica que nunca se sentiría presionada por
el sexo. Era una joven de principios
Cuatro semanas más tarde, Ángela empezó a sentir dolores en la zona genital, que
se hacían sumamente intensos al orinar que incluso le causaban molestias al sentarse. Tenía
una intensa infección de herpes genital, que no estaba causada por el herpes tipo 2 sino por
el de tipo 1 (herpes oral). Los fuertes, dolores le duraron cuatro días y requirieron el uso de
fármacos muy potentes para poder controlarlos. Pero para Ángela lo más doloroso fue lo
que hizo Tack; pues el joven no solo les dijo a los amigos que la chica había contraído
herpes, sino que la apodó «la señorita herpes», haciendo que Ángela fuera rápidamente
rechazada por todos sus compañeros. La joven se sintió humillada y cayó en una fuerte
depresión. Y téngase en cuenta que, mientras sufrió todo esto, ella seguía considerándose
virgen.
Seis meses más tarde, en el baño de su casa, se tomó dos frascos de Tylenol. Ya no
podía soportarlo más. Y como la vida carecía de valor para ella, decidió quitársela.
Sus padres no salían de su asombro. Su hija tenía buenos amigos, excelentes notas y
un futuro prometedor. Nunca relacionaron su intento de suicidio con Tack, porque le
consideraban un chico magnífico y respetable. Estaban convencidos de que jamás se habría
aprovechado de ella. Para esos padres, la pareja nunca había tenido relaciones sexuales.
Jamás dé por seguras semejantes suposiciones en la vida de su hija. Son muchos los
padres que lo hicieron y tuvieron que pagar por ello un precio terrible.
He aquí otro hecho médico muy importante: cuantas menos parejas tenga una
muchacha, es menos probable que contraiga una enfermedad de transmisión sexual.84 Y
cuanto más espere para iniciar las relaciones sexuales, más probable será que tenga menos
parejas.85
Por tanto, padres, debéis ayudar a vuestras hijas, enseñándolas a que sepan esperar.
Incluso lo dice la doctora Julíe Gerberding, jefa del Centro para el Control y Prevención de
las Enfermedades. Recientemente, esta doctora envió una carta al Congreso sobre el tema
de la prevención de las infecciones por papilomavirus en las jóvenes. ¿Por qué? Porque las
infecciones están descontroladas y las mujeres (especialmente, las mujeres jóvenes) sufren
la mayor parte de los problemas causados por estas epidemias.
Tuve el honor de testificar en una sesión del Congreso en la que la doctora
Gerberding dijo que el papilomavirus causa cáncer cervical en las mujeres, y que es
necesario evitar la proliferación de este virus. Afirmó que el mejor sistema es que las
mujeres reduzcan al mínimo el número de sus parejas y que retrasen el inicio de su
actividad sexual todo lo que puedan. Dijo también que las mujeres deberían evitar contacto
sexual con una persona infectada. (El problema que se presenta en estos casos es que el
papilomavirus no presenta síntomas, a menos que las tensiones produzcan verrugas; si bien
esas tensiones no causan cáncer. Además, sólo un 1 por ciento de las infecciones por
papilomavirus produce verrugas).
Ahora bien, usted puede preguntarse cuál es el mejor plan de seguridad. Pues, al
parecer, la panacea de todas las panaceas es el preservativo. Pero, ¿por qué la doctora
Gerberding no insiste en la importancia de usarlo para prevenir las infecciones por
papiloma? La cosa es sencilla: los preservativos no protegen adecuadamente contra la
infección, porque ésta se extiende por contacto cutáneo. Por más que los médicos, las
clínicas de salud y los profesores de programas de sexualidad hayamos pedido a los
adolescentes que usen preservativos, e incluso se los hayamos facilitado gratuitamente, la
triste realidad es que no protegerán a su hija de todos los riesgos a los que se enfrente en la
actividad sexual, incluida la depresión.
Cuando los padres y los chicos me preguntan si los preservativos son efectivos, les
doy la mejor respuesta que tengo. La respuesta más acertada médicamente que puedo dar
es: depende.
La eficacia de los preservativos para prevenir el embarazo y las infecciones de
transmisión sexual depende de muchos factores. En primer lugar, para que sean eficaces
deben ser utilizados una sola vez en cada episodio de coito, y deben estar colocados de
forma correcta mientras son utilizados. Los estudios realizados al respecto que
frecuentemente se utilizan de forma incorrecta.86 Además, depende del tipo de infección. Se
aprecia una gran eficacia del uso del preservativo en la prevención del sida; sin embargo, su
eficacia es bastante menor en la prevención del papilomavirus.87 Las infecciones se
trasmiten de modo muy diferente. El virus del sida reside en fluidos corporales, y es natural
que una pieza de goma constituya una barrera bastante eficaz contra los fluidos. Pero un
herpes. Como una herida de sífilis, puede encontrarse en una zona de la piel que no
protegida por el preservativo.
Otros factores de riesgo son los problemas que se presentan por roturas o
filtraciones de los preservativos, la forma de utilizarles momento en que se utilizan. Los
estudios demuestran que cuanto más practique el sexo un adolescente, menos
probabilidades hay de que use el preservatívo.88
Creo que existen dos razones para esto. La primera es que los adolescentes no
piensan como lo hacen los adultos. Creen que las desgracias no les van a suceder a ellos.
Por tanto, piensan que si han tenido relaciones sexuales unas cuantas veces y «no han
cogido» una infección, es que no la van a coger nunca. Y, con frecuencia, muchos no saben
que están infectados. Hay que recordar que entre el 70 y el 80 por ciento de las veces, una
persona infectada no presenta síntomas. Dicho porcentaje es válido para el herpes, la
clamidia y muchas otras infecciones, cuyas consecuencias aparecerán más tarde. Por tanto,
las adolescentes pueden llegar a pensar que se encuentran perfectamente hasta que dan a luz
un bebé cuyo cerebro está dañado a causa del herpes.
En segundo lugar, veo que hay algo en el interior de los chicos —tanto de ellos
como de ellas— que cambia tras haber mantenido un tiempo de relaciones, ya sea con una
o con varias parejas. Parece como si ya no se preocupasen del mismo modo. Muchos
adoptan la actitud de «por qué molestarse». Creo que dejan de usar el preservativo porque
no piensan que corren peligro; y si lo corren, les da igual. Esta es mi opinión personal.
El punto capital para ustedes, padres, es que los preservativos, por sí solos, no son
prevención suficiente para sus hijas. Al menos, a largo plazo. Así pues, necesitan ayudarlas
de un modo que sus padres no llegaron a ayudarles a ustedes, cuando tenían su misma edad.
Pero hoy la vida es diferente, realmente distinta.
La depresión como enfermedad de transmisión sexual.
En mí profesión paso mucho tiempo escuchando y aconsejando a las adolescentes.
Y veo muchas depresiones. Las padecen tanto chicas como chicos, y su gravedad tiene
diferentes grados. La vinculación entre la actividad sexual de las adolescentes y la
depresión es tan fuerte que hace varios años empecé a decirles a mis pacientes que no
podría tratar su depresión si no dejaban de mantener relaciones sexuales, al menos durante
un tiempo. Muchos de los chicos que habían mantenido relaciones durante largo tiempo
pensaron que les resultaría imposible dejarlo durante más de unos pocos meses. Al
principio se resistieron, y dijeron que no podían o que no querían. Les pedí que, al menos,
tratasen de dejarlo durante una semana, y que después viniesen a verme. Por lo general,
accedieron. A la visita siguiente les dije que «el sexo ensucia sus cabezas». No obstante,
tuve que escuchar a alguna adolescente que aseguraba que eso no era cierto. Entonces les
dije que me resultaría imposible tratar su depresión de forma adecuada a menos que dejasen
de tener relaciones.
Hace mucho tiempo que los investigadores saben que las relaciones sexuales de los
adolescentes y la depresión están muy relacionadas; pero la pregunta es cuál de las dos se
produce primero, la actividad sexual o la depresión. Los jóvenes deprimidos son mis
susceptibles a incurrir en comportamientos de alto riesgo, el sexo es uno de ellos. El año
pasado se publicó un excelente trabajo sobre los adolescentes, el sexo y el carácter. Los
investigadores concluyeron que «tener relaciones sexuales y consumir drogas sitúa a los
adolescentes, especialmente a las chicas, en peligro de caer en depresión». Concluyeron
también que «debido a que las chicas pueden tener una sensibilidad interpersonal mayor, y
que ello mantener niveles más elevados de estrés durante la adolescencia, la actividad
sexual probablemente inducía a dicho estrés».89 Las evidencias eran tan claras que los
autores dijeron que a las chicas que mantenían relaciones sexuales deberían investigárseles
posibles depresiones. Estas conclusiones confirmaban mi experiencia clínica.
En realidad, esto es de sentido común. Las jóvenes se deprimen cuando
experimentan una pérdida que no pueden expresar mediante una emoción sana. Es algo
muy común en la actividad Cuando una chica practica el sexo pierde su virginidad y, muy
frecuentemente, pierde también el respeto por sí misma. Su novio puede obligarla a hacer
algo que ella no desee hacer, o dañar sus sentimientos, o dejarla por otra chica, o
despreciarla porque no es buena en el sexo. Se quedaría sorprendido si supiera cuántas
adolescentes me han dicho que han dejado de creer que el sexo sea alzo agradable. El sexo
se les vende como algo maravilloso. Pero ellas se sienten casi siempre desilusionadas con la
realidad: y en vez de creer que todo cuanto les contaron los medios de comunicación estaba
equivocado, piensan que son ellas las que no están bien. Así que practican el sexo con
diferentes parejas, una y otra vez. Pero la intimidad y el romanticismo que, lógicamente,
esperaban encontrar nunca llegan. Y todo lo que consiguen es hastiarse y deprimirse.
Pierden la autoconfianza y la autoestima. Y muchas sienten que también han perdido una
parte de sí mismas que ya nunca podrán recuperar.
Son chicas que han crecido viendo en la televisión programas con un fuerte
componente sexual. Son muchachas que leen revistas de moda que las inducen a mostrarse
apetecibles y que las incitan a mantener relaciones sexuales. Son chicas que ven vídeos y
escuchan discos que no hablan más que de sexo. Y cuando lo experimentan realmente, y
ven cómo fracasan las expectativas que tenían puestas en ello y se sienten mal, creen que
han fracasado como seres humanos. Nosotros, los adultos, hemos de procurar que eso no
les suceda.
Hace algunos meses me llamaron de un laboratorio farmacéutico que estaba
trabajando en una vacuna contra el papiloma que iba a comercializarse en breve. Se quería
que los médicos recomendaran dicha vacuna a las chicas antes de que llegaran a la
pubertad. Poco después de que se produjese esa llamada telefónica, también se pusieron en
contacto conmigo los realizadores de un programa de televisión que querían que les
comentase si estaba bien que las chicas llevaran un tipo de ropa sexualmente sugestivo,
adornado con frases publicitarias como «Soy sexy» o «¿Necesitas algo?».
¿Se puede imaginar usted qué sucedería si una compañía tabacalera fabricase
camisetas para los adolescentes con frases como «¿Quiere pasárselo bien? ¡Fume!», o
«¡Vivan los cigarrillos!»? ¿Y qué sucedería si mientras se hiciese eso, un laboratorio
médico estuviese preparándose para lanzar al mercado una vacuna contra el cáncer de
pulmón para las jovencitas, una vacuna que el Gobierno recomendase poner a toda niña, a
partir de los nueve años de edad?
El hecho es que en nuestra sociedad se está vendiendo el sexo a nuestras
adolescentes; y como consecuencia de ello, se están alcanzando porcentajes astronómicos
de enfermedades de transmisión sexual y de depresión clínica en los adolescentes. Y no
confíe en que alguien va a hacer algo para impedirlo. La única persona que puede proteger
a su hija de esta nefasta cultura de la moderna mercadotecnia es usted.
Y ahora las buenas noticias. Usted es, con mucho, un protector más eficaz de su hija
que cualquier preservativo, profesor de sexología, enfermera o médico. Es lo que nos dicen
las chicas todos los días. Quieren que sean sus padres quienes hablen con ellas. Quieren que
se les diga qué está bien y qué está mal, y lo que deben hacer. Si quiere que su hija no tenga
relaciones sexuales demasiado pronto, necesita hablar con ella claramente. Necesita luchar
por su inocencia y por su salud física y mental. Es una lucha que puede —y que debe—
ganar.
No puede confiar en lo que le digan a su hija en el colegio, como suelen hacer tantos
padres. A lo largo de estos años hemos visto cómo, tanto en los colegios como en los
medios de comunicación, enseñaba a los chavales a utilizar el preservativo, y cómo esto ha
coincidido con el rápido aumento de las enfermedades de transmisión sexual. La conclusión
es clara: los preservativos no son la solución.
La segunda opción es enseñar a chicos y chicas a retrasar la actividad sexual hasta
que sean mayores. Algunos educadores constan que esta opción es imposible; pero el
movimiento abstencionista que está tomando auge entre los jóvenes en todo el país es un
signo esperanzador. La popularidad de estos programas entre los adolescentes demuestra
que están buscando ayuda y estímulos para poder retrasar el momento en que tengan sus
relaciones sexuales. Nunca olvidaré lo que decía la participante de una conferencia a la que
asistí hace algunos años. Estaba interviniendo con un grupo de adolescentes que debatían
sobre el sexo. Una de las chicas hablaba sobre el hecho de ser madre adolescente. Otra
mencionaba los motivos que la habían llevado a dejar las relaciones sexuales para
convertirse en una «virgen de segunda clase». Pero esta chica, que probablemente tendría
diecisiete o dieciocho años, dijo en aquella sala llena de médicos: «Nos sentimos
confundidas. Hemos oído toda clase de cosas de nuestros amigos y de nuestros profesores.
Resulta duro, va saben, imaginarse estas cosas. Pero, en realidad, es lo que me pasó a mí y
a muchas de mis amigas. Queremos y necesitamos ayuda, pero no siempre la tenemos.
Tenemos un auténtico problema; ¿y saben cuál es ése problema? Ustedes. Ustedes son el
problema. Ustedes, los médicos y otros adultos. ¿Acaso no creen que podemos hacer algo?
Estoy cansada de oírles decir que estamos descontroladas. Pues oigan esto: ¡no lo
estamos!». Y después de decir eso, se bajó del estrado.
Por muy estridente que se hubiera mostrado aquella chica, tenía razón. Les hemos
fallado a nuestros hijos. No les hemos proporcionado normas. Nos hemos encogido de
hombros ante la epidemia de enfermedades de transmisión sexual que hay entre los
adolescentes y nos hemos limitado a decir que no se puede hacer nada, excepto
proporcionarles preservativos e inmunizar a niñas de nueve años contra el papiloma. Pero
mientras los adultos hemos renunciado a hacer algo, ¿adivinan lo que está sucediendo con
la actividad sexual de los adolescentes en todo el país? Pues que está empezando a declinar.
Lo veo en mi práctica profesional, y en las amigas de mis hijas. Hablan abiertamente de
sexo (no de los detalles, por supuesto). Tal vez usted debiera saber que muchas de las
amigas de sus hijas no quieren tener relaciones sexuales, algunas no las tienen, y muchas
otras están buscando ayuda paterna para no ser sexualmente activas. Acusan la presión de
sus compañeras, tratan de evitarla y buscan desesperadamente que sus padres les presten
ayuda.
Realmente, los hijos nos escuchan y buscan información sobre la abstinencia sexual
porque saben de forma instintiva que es buena. Si mi propia experiencia clínica puede
servir de referencia, ella explicaría por qué la incidencia de la actividad sexual en las
adolescentes ha empezado a reducirse.
Recapitulando.
No quisiera atacar la educación sexual que se imparte en los colegios, pero es
necesario que usted sepa que a su hija se le está dando un mensaje contradictorio, porque si
por un lado se le aconseja que se abstenga del sexo, por el otro se le dice que si lo practica
debería insistir en que su novio use el preservativo.
Una paciente mía de trece años me dijo que durante las clases de educación sexual
su profesora les animó a que se abstuvieran del sexo hasta que fueran mayores, porque era
peligroso y porque las enfermedades que se podían contraer eran muchas. Pero no les
explicó cómo podían evitar el sexo.
Después, ante el asombro de esta chica, la profesora cogió un plátano y mostró a la
clase cómo debía utilizarse el preservativo. Fue pasando el plátano con el correspondiente
preservativo de chica en chica, para que todas las alumnas hicieran prácticas.
—¿Qué he de hacer? —me preguntaba mi paciente—. ¿Debo esperar, o no? Mi
novio quiere que tengamos relaciones sexuales. Supongo que todo el mundo lo hace,
porque mi profesora nos dijo que nos aseguráramos de que usan el preservativo. Estoy
confundida.
Esto es lo que veo y oigo todos los días: adolescentes que están recibiendo mensajes
confusos en sus colegios, en las iglesias, en los grupos cívicos.
Esté bien seguro de que su hija oye mucho más sobre sexo, sobre control de
natalidad, sobre el aborto, las enfermedades de transmisión sexual y el sexo oral de lo que
usted jamás oyó a los trece años. Algunas de las cosas que oye están bien, otras están
equivocadas, pero en cualquier caso puedo garantizarle dos cosas. La primera es que usted
puede oponerse a lo que le enseñan; y la segunda es que su hija quiere saber lo que usted
piensa sobre el sexo. Lo crea o no, usted tiene más influencia sobre ella que sus profesoras,
que revistas y que las tiendas de moda. Y debe usar esa influencia. Si cree que su hija tiene
que esperar para mantener relaciones sexuales, es muy probable que ella se reserve. Los
trabajos realizados sobre el tema demuestran que las chicas que perciben que sus padres
quieren que sean sexualmente activas, o que utilicen anticonceptivos, son menos propensas
que otras chicas a tener relaciones sexuales en la adolescencia.
Yo soy una decidida partidaria de ayudar a las chicas a que retrasen las relaciones
sexuales, por muchas razones. Yo he suministrado anticonceptivos, incluyendo
preservativos, y no creo que eso ayude a las chicas a tener una vida más saludable. Se
pueden evitar los embarazos, pero la depresión, las infecciones y la baja autoestima se
convertirán en problemas mayores cuando les enseñemos a nuestras hijas que la solución
radica en los métodos de control de natalidad. Usted debe decidir lo que quiere para su hija
y debe desarrollar un plan que la proteja. Si no lo hace, los chicos llenos de testosterona que
hay en su colegio trazarán para ella planes completamente diferentes.
Qué hacer.
He aquí un modelo de planificación basado en lo que he visto —tanto en las
investigaciones como en la propia experiencia— que funciona bien con los padres:
1.Enséñele pronto el respeto a sí misma.
Cuando tenga tres años, empiece a decirle que su cuerpo es especial. Es hermoso y
ella necesita mantenerlo como algo especial. A medida que vaya creciendo hágale saber
que las partes de su cuerpo que cubre el bañador son muy íntimas y que sólo un médico,
usted o su madre pueden verlas. Hágale saber también que si alguien le toca esas partes
íntimas debe decírselo a usted. No deje que ande desnuda por casa. Háblele de los vestidos
antes de que ella los compre. Incluso sí está divorciado y su ex-mujer no está de acuerdo
con usted, mantenga su postura por el bien de su hija. Le garantizo que, a la larga, enseñarle
recato le hará sentirse mejor consigo misma.
2.Cuando salga con un chico, controle la situación. Si hace falta, barra el garaje.
Todo chico que salga con su hija ha de saber que necesita ser responsable a los ojos
de usted. No importa si la lleva solamente a tomar un café o al cine. Tampoco importa si
sólo es «un amigo». Hágale saber que usted estará esperando. Y cuando la traiga a casa,
asegúrese de que le ve.
Muchos padres cometen el error de quedarse dentro de casa. Tienen miedo de que
se les considere demasiado controladores o sobreprotectores. No quieren avergonzar a sus
hijas. Pero ellas me han dicho que se sienten más queridas cuando su padre insiste en que se
limiten a darles la mano a sus novios como gesto de despedida; y también cuando el padre
hace acto de presencia en las fiestas que ella da a sus amigos.
Si su novio va a buscarla, dígale a su hija que no le haga esperar abajo, que suba a
casa a buscarla. Antes de que se vayan, pregúntele a su hija a qué hora piensa volver. (Por
supuesto. usted ya lo sabe, porque ha establecido con ella un horario de antemano.
Simplemente, lo que usted pretende es que el muchacho sepa cuándo tiene que estar ella en
casa). Después diga al novio que espera volverle a ver a las nueve, a las diez, o a la hora de
regreso que hayan establecido.
Cuando mis hijas salían con sus novios, mi marido acostumbraba a hacer algún
trabajo en el exterior de la casa, incluso por la noche. Quitaba la nieve del jardín, o barría el
garaje. Por lo general, se ponía a hacer esas tareas un poco antes de la hora en que se
suponía que regresarían las chicas. Aseguraba que no lo hacía conscientemente le creía.
Porque para sus tareas nocturnas siempre encendía las de la entrada. ¡Nada de románticas
despedidas en la puerta!.
Tal vez piense que todo eso es innecesario. Después de todo su hija es buena chica.
Y lo es. Pero las buenas chicas, a veces, pueden ser demasiado buenas. Una y otra vez, esas
buenas chicas me cuentan cómo salen con chicos que no les gustan y cómo tienen
relaciones sexuales con los chicos, sólo porque no quieren ofender sus sentimientos.
Por eso, usted deberá proteger a su hija de sí misma. Tenga en cuenta que los chicos
con los que ella salga han de ser para usted —no solo para su hija— dignos de confianza.
3.Establezca un plan con ella.
Enseñe a su hija a dejar el sexo para más adelante. Dígale que su cuerpo no está
todavía preparado, como tampoco lo están sus emociones. Algunos padres animan a sus
hijas a que esperen a terminar el bachillerato. Otros a que esperen a casarse. Desde un
punto de vista médico, el peligro de una infección está en relación directa con el número de
parejas que pueda tener. Cuantas menos tenga, mejor. Una, sería lo óptimo. Desde un punto
de vista psicológico, también eso sería lo mejor. Las chicas que han evitado compromisos
sentimentales durante sus años de adolescencia han tenido un porcentaje menor de
problemas emocionales. Las chicas que han evitado la actividad sexual en esos años han
tenido menos depresiones. Hágale saber que cuanto más espere, mejor.
Muchos padres dan a sus hijas un anillo o un collar para recordarles su compromiso
de retrasar las relaciones sexuales. Sé que hay personas que dicen que esto no sirve para
nada, porque las chicas romperán esa promesa y hasta la criticarán más adelante. Pero están
equivocados. Dar a su hija una prenda como recuerdo de lo mucho que la quiere puede
tener un importante efecto. Es un recuerdo de lo que usted espera de ella y de lo mucho que
la valora. Fortalecerá su autoestima y su valor. Es una promesa tangible. Y aunque ese
anillo o ese collar sólo sirvan para retrasar uno o dos años el inicio de las relaciones
sexuales, habrá valido la pena. Cuanto más espere, menos parejas sexuales tendrá. Y
cuantas menos parejas tenga, menos probabilidades tendrá de coger una infección.
Hace algunos años, Hattie vino a mi consulta para hacerse una revisión. Tenía
dieciséis años y la vida le sonreía, según me contó. Le pregunté si tenía novio. Me contestó
rápida y decididamente que no. Como me llamaba la atención que una chica de dieciséis
años se mostrara tan inflexible, le pregunté por qué.
—No se trata de que no me gusten los chicos; es que he tenido mucho lío en la
cabeza. Y cuando se tiene novio, se hacen cosas que realmente no quieres hacer.
Sentí que mi curiosidad se incrementaba.
—Cosas, ¿cómo cuáles? —le pregunté.
Pareció sobresaltarse un momento, y después me dijo:
—Bueno, ¿ve este anillo? —y me mostró el dedo anular de su mano derecha—. Mi
padre me lo dio hace tres años, antes de que él y mi madre se divorciaran. Desde entonces
no lo veo mucho porque vive en Carolina del Sur. De todos modos, casi me metí en un lío
en una ocasión, y este anillo me ayudó.
Y continuó:
—El año pasado estuve saliendo con un chico muy majo. Es un año mayor que yo.
Salimos durante unos cuantos meses y hablamos de sexo y de todas esas cosas. Él no sabía
lo que significaba este anillo, y yo tampoco quise decírselo porque es una cosa muy
especial entre mi padre y yo. Bueno, una noche en que era bastante tarde, ya sabe,
empezamos a tener sexo. A mí me apetecía. Así que seguimos. Pero, de pronto, al levantar
la mano vi el anillo. Entonces sentí algo raro. Me sentí culpable y confundida. Yo quería
seguir. pero cuando vi el anillo pensé en mi padre, y me detuve.
Su tono era insistente.
—Te creo, Hattie.
Y nada más contarme esa anécdota cambió de conversación pasó a otra cosa.
No admita que alguien le diga —o que le diga a ella— que es posible esperar. Es
algo que se puede hacer perfectamente. Convénzala de que es lo que espera de ella. Y si le
parece bien, regálele un anillo un collar como recordatorio.
Hable con ella.
Los padres se sienten muy violentos ante la idea de hablar de sexo con sus hijas.
Inténtelo y verá cómo no es tan difícil. De la misma manera que habla con ella de otros
asuntos, háblele de esto. Dígale que acuda a usted siempre que quiera saber algo sobre este
tema.
Cuando empiece el bachillerato, pregúntele qué hacen sus amigas y las demás
chicas, incluso aquellas que no le gustan a ella. ¿Beben? ¿Tienen relaciones sexuales?
Hágale ver los puntos de vista que tiene usted. Continúe con estas conversaciones a lo largo
del bachillerato. Observe su comportamiento, cómo les habla a los chicos por teléfono,
cómo se viste, dónde va. Si es una chica muy atractiva, ya tiene usted un buen motivo para
preguntárselo. Hable con ella.
Lo más importante de todo es que sepa lo que usted sueña para su futuro; para ese
futuro que quisiera que fuese feliz, saludable y seguro. Hable con ella en privado, cuando
ambos se encuentren relajados. Las excursiones en coche son buenas para eso, incluso las
horas nocturnas. Muchas chicas de bachillerato me dicen que les encanta ver cómo entran
sus padres en la habitación para darles las buenas noches. Eso les hace sentirse queridas y
seguras. Y la influencia de esos momentos puede durar toda una vida.
Mary, que ahora tiene cuarenta y dos años, es madre de cuatro niños. Me dijo que
desde donde guarda recuerdo y hasta que terminó los estudios, recuerda que su padre
entraba todas las noches en su cuarto para darle las buenas noches.
Su padre, Brett, era médico de familia en una ciudad pequeña, y Mary recuerda que
el teléfono sonaba constantemente. Por lo general, él salía todas las noches de casa para
atender a algún enfermo. Su madre lo esperaba durante horas, por la noche, para poder
cenar con él. Me dijo Mary que lo echaba terriblemente de menos, pero que en el fondo
admiraba el compromiso que él tenía con una profesión que consideraba noble. Se
preocupaba mucho por sus pacientes. Pero ella siempre supo cuánto la quería, a ella y a
toda la familia.
—Sé por qué era algo tan especial para mí que viniera a darme las buenas noches —
me dijo—. Yo no le veía tanto como hubiera querido, y aquellos pocos minutos que
pasábamos juntos representaban un momento muy íntimo. Era solamente nuestro.
Mary sigue diciéndome:
—Algunas noches estaba a punto de quedarme dormida cuando se encendía la luz
del pasillo y él entraba en mi dormitorio. Se acercaba con mucho cuidado y se sentaba en el
borde de la cama. Como era muy grande, el borde se hundía y yo me iba hacia él. A veces
se sentaba allí y hablábamos. Otras veces, si yo estaba demasiado cansada, me daba cuenta
de que se ponía a rezar. El nunca rezaba en voz alta, lo hacía mentalmente. Me decía que
daba gracias a Dios por mí, porque yo era un ser especial. Después, siempre se inclinaba
para besarme antes de marcharse, susurrándome palabras al oído que se me hacían entonces
un poco raras. Me decía: «Recuerda, Mary, tu noche de bodas. Será un momento muy
especial, y tú también lo eres». No puede imaginarse cuánto bien me hizo aquello. Cuando
estaba estudiando el bachillerato y después, en la facultad, conocí a diferentes chicos. Me
preguntaba si ellos sentirían y se comportarían como mi padre. Si no fuera así, los apartaría
de mi camino. Mi padre era un verdadero gigante a mis ojos. ¿Qué hice durante mis
estudios con referencia al sexo? Puedo decirle que pensé mucho en eso. Y siempre que lo
hacía, me parecía estar escuchando sus palabras, que nunca me hicieron sentir mal ni
culpable. Por el contrario, hacían que me sintiera fuerte y con dominio sobre mí misma. Y
por ellas me pude alejar de muchos chicos que querían sexo.
***
Ésta es la protección que sólo usted puede proporcionare a su hija. Una protección
que servirá para acercarlos a ambos. Y ella adquirirá un sentimiento de autoridad sobre su
cuerpo, su sexualidad y su vida. Ningún actor de televisión, estrella pop o revista del
corazón podrán ofrecerle eso. Usted sí puede. Y aunque ellos traten de empujarla hacia la
promiscuidad, usted podrá frenarlos en seco.
Permítame que se lo diga de este modo. Si no quiere que tenga relaciones sexuales
en el bachillerato, debe hablar con ella, debe enseñarla. De otro modo, las tendrá. La
sociedad trata de llevar a nuestras hijas hacía una vida de promiscuidad.
Todas las modelos de Playboy son hijas de alguien. No deje que la suya sea igual.
Proteja su hermoso cuerpo como sólo puede lo usted. Al principio, tal vez ella lo deteste,
pero cuando sea adulta se lo agradecerá. Y ese agradecimiento llegará antes de lo que cree.
Siga en la batalla.
Capítulo 6. Pragmatismo y firmeza.
Kelly se encuentra en la lista preferente de mis pacientes más agradables. Tiene diez
años. Posee un encantador rostro pecoso y un cabello brillante, rojo y rizado. Pero la
cualidad más sobresaliente de Kelly es su energía. En ella todo rebosa energía: sus
inflexiones de voz, su conducta y sus movimientos.
Sus padres, Mike y Leslie, son unos padres excelentes: tranquilos, preocupados,
entusiastas y amigos de la disciplina. Cuando su hijo, (que ahora ya cursa estudios
superiores) era pequeño, decidieron aumentar la familia adoptando una niña. Escogieron a
Kelly.
Sin embargo, Kelly resulta, a menudo, difícil de educar. Tiene una fuerte voluntad y
desafía todo cuanto Mike y Leslie le dicen. Cuando la corrigen, insiste en que no la
entienden; y, a veces, ellos piensan que tiene razón.
Una tarde, Mike y Leslie vinieron a mí consulta para hablarme de su hija. Ambos
tienen profesiones liberales y venían perfectamente vestidos. Cuando les pregunté cómo
marchaban las cosas por casa, Leslie se echó a llorar. Mike se sentó tranquilamente.
—Están descontroladas —dijo Leslie, entre lágrimas- algo le está pasando a Kelly,
pero no sabemos qué es. No para de discutir con nosotros. Todo cuanto hacemos Mike o yo
está mal.
Mike afirmó con la cabeza.
—Leslie tiene razón. Cuando obra mal solemos quitarle alguna cosa, pero ahora ya
no tenemos nada que quitarle. Como deseaba tanto tener un caballo, le alquilamos uno;
supongo que también podríamos quitárselo, pero es lo único que le sirve para hacer
ejercicio y relajarse.
—¿Qué hemos hecho mal? —se lamentaba Leslie—. Hicimos todo lo que estaba en
nuestra mano. ¿Obrará así porque está resentida con nosotros, porque yo trabajo o porque
es una niña adoptada? No lo entiendo. Nunca tuvimos ese problema con su hermano.
Supongo que los tratamos de manera un poco diferente, porque ellos también son
diferentes. No sé. ¿Deberíamos consultar con un psiquiatra, con un consejero? ¿Cree usted
que tiene problemas de aprendizaje? ¿Podría tener un problema de bipolaridad? ¿Por qué
está tan tensa en casa? Por favor, dígame dónde hemos fallado.
Mike observaba a su esposa. El cariño y la preocupación que sentía por Kelly eran
palpables, igual que lo que sentía por Leslie.
La madre estuvo hablando durante casi cuarenta y cinco minutos, mientras Mike y
yo la escuchábamos. Ella lloraba, nosotros esperábamos. Mike afirmaba con la cabeza ante
lo que ella decía y, de vez en cuando, hacía un par de comentarios.
Finalmente, dijo algo que pareció irritar a Leslie:
—Así pues, doctora Meeker, ¿qué podemos hacer?
Leslie saltó.
—Usted no lo comprende, ¿verdad? Necesitamos entender qué es lo que está mal.
¿En qué le hemos fallado? ¿Por qué no nos quiere?
Leslie tomaba la conducta de Kelly a título personal, como si fuera culpable. Quería
saber por qué obraba de ese modo; quería empatizar con ella y comprenderla. Ésta es la
forma en que suelen enfrentarse las mujeres a los problemas.
Estaba claro que Mike entendía las cosas de modo distinto. Yo le observaba —con
su traje impoluto, su camisa blanca, su corbata perfecta— mientras él calculaba, razonaba y
planteaba su forma de ver el problema. Buscaba una solución. Y así, mientras Leslie
asumía una responsabilidad personal por los problemas de su hija, Mike no lo hacía. Las
cosas estaban de ese modo y había que solucionarlas. Leslie se enfrentaba al problema
llevada por profundos sentimientos. La respuesta de Mike era pragmática.
—¿Qué podemos hacer? —repitió nuevamente.
Los tres nos quedamos callados. Debo reconocer que, como mujer, mis sentimientos
hacia Kelly eran muy parecidos a los de Leslie. Pero mientras estábamos allí, sentados en
silencio, comprendí que el punto de vista de Mike era el más acertado. Hice unas
anotaciones. Escribí una serie de cosas referentes al carácter de Kelly —se le había
diagnosticado un «déficit de atención por alteración hiperactiva» (ADHD)— y a su
personalidad.
—Leslie —dije—, Kelly se comporta de un modo diferente debido a que padece
déficit de atención por ser hiperactiva; su mecanismo de actuación trabaja de forma muy
intensa, y ella no puede controlarlo. Ni usted ni Mike le proporcionaron ese mecanismo.
Ustedes han sido unos padres excelentes, pero no pueden cambiar su diagrama interno.
Ella pareció serenarse por un momento. Yo continué.
—Ya saben que yo no creo que se deba medicar a los chicos con déficit de atención,
pero el caso de Kelly es muy serio, pienso que le vendría bien alguna medicación en
pequeñas dosis. Creo que se conseguirían magníficos resultados.
—Lo sé, doctora Meeker, pero a Mike y a mí no nos gustan los fármacos. Creo que
podremos ayudarla sin eso.
Decidí atacar por otro flanco.
—Leslie, supongamos que es culpa suya. Supongamos que la hiperactividad de su
hija de diez años, que se comporta como una charlatana compulsiva y una niña de mucho
carácter, es debida a que usted no la educa bien. ¿Podría ser cierto eso?
Mike me echó una mirada terrible. Por un momento pensé que iba a saltar y darme
un golpe.
Leslie, asombrada, afirmaba con la cabeza.
—Sí, en el fondo es lo que he llegado a pensar. Creo que la he fastidiado bastante.
—Mike, ¿cree usted que es un mal padre?
—No, en absoluto. Lo he hecho lo mejor que he podido. Quiero a Kelly. Ella es
como es.
Mike y Leslie eran creyentes y participaban de forma activa en actividades
parroquiales; por consiguiente, apelé a la imagen de Dios en busca de ayuda.
—De acuerdo, Leslie. Sé que usted cree en Dios. ¿Y qué podríamos decir de Él? Es
un padre perfecto, ¿no? ¿No lo cree así? —le pregunté.
—Sí —respondió.
—Muy bien. Pero ahora echemos un vistazo a las criaturas tan rebeldes que Él tiene.
Creo que mis palabras hicieron recapacitar a Leslie. Pensó que hasta Dios, el padre
perfecto, tenía hijos que obraban fatal.
Mi amiga Bonnie —enfermera y diácono de la Iglesia Episcopaliana— me hizo ese
comentario hace años, tras descubrir que su hija adoptiva se había quedado embarazada a
los diecisiete años. Bonnie quería fundar lo que ella llamaba el club «de las peores madres
de América». Entonces recordó que también Dios tenía un buen ramillete de hijos rebeldes.
Mike creía que Kelly necesitaba un esquema de actividades diarias en el que no
faltara tampoco un poco de diversión; y que no estaría de más algo de la medicación que yo
prescribía. Así que, mientras Leslie seguía lamentándose, él optó por la acción. Convinimos
en que Kelly debería medicarse.
Un mes más tarde, Leslie me llamó para decirme que Kelly estaba muy bien, y que
ella también se sentía mejor. La chica reía, estaba controlada y ya no tenía problemas en el
colegio. Leslie y Míke volvían a sentirse muy bien con ella.
Soy de la opinión de que, a menudo, los únicos que actúan de una forma
pragmática, aportando soluciones a los problemas familiares, son los padres. Los hombres
ven los problemas de una forma distinta de las mujeres. Estas analizan las cosas y quieren
entenderlas; los hombres desean resolverlas, quieren hacer algo. Esta forma de obrar suele
molestar a esposas e hijas, que no pueden evitar que las dominen pensamientos y
emociones, y terminan creyendo, como Leslie, que usted «no lo entiende» o que, incluso, se
muestra poco cariñoso. Pero eso es debido solamente a que usted está menos interesado en
hablar del problema que en buscar una solución para él.
Durante más de veinte años he visto cómo los padres cogen por los cuernos los
problemas de las hijas, los analizan (a veces, de una manera casi mecánica) y los resuelven.
Por supuesto, no estoy diciendo que todos los padres sean analíticos o pragmáticos, o que lo
hagan mejor que sus esposas, sino que por lo general tanto madres como padres tienen
puntos de vista complementarios a la hora de enfrentarse a un problema; los padres buscan
soluciones inmediatamente, mientras que las madres se esfuerzan en comprender. Y su hija
necesita que usted sea esa voz pragmática y razonable.
Por qué su hija necesita su pragmatismo.
Una amiga mía suele bromear diciendo que en el mundo hay dos tipos de mujeres:
las princesas y las «currantes». Las princesas creen que se merecen una vida mejor que la
que tienen, y esperan que los demás las sirvan. Las currantes suponen que cualquier mejora
que pueda producirse en su vida será debida a su esfuerzo y a su trabajo; que son ellas las
únicas artífices de su felicidad. Para la mayoría de nosotros, las princesas son seres que
están muy equivocados; pero cada vez que decimos a nuestras hijas que «se merecen lo
mejor de la vida» estamos creando princesas. No obstante, las princesas se suelen deprimir,
porque no siempre consiguen «lo mejor de la vida». Se les ha enseñado a ser egocéntricas.
Sus vidas están centradas en sus necesidades y en sus deseos; y esperan que los demás —ya
sean sus padres, los profesores, los amigos y, finalmente, sus cónyuges-- se preocupen de
esas necesidades y de esos deseos suyos. Las princesas utilizan el pronombre «yo» de
forma tan habitual que sus vidas se vuelven muy mezquinas. Y su incesante búsqueda de
«lo mejor de la vida» se vuelve desesperada, porque siempre hay algo mejor que no está a
su alcance. Le ponemos mala cara a la niña de nuestro vecino porque no para de gritar «¡Yo
lo quiero!», pero ¿acaso se diferencia de la joven profesional de veinticinco años que no
para de referirse a sí misma en cualquier conversación, y que piensa que los demás no son
más que objetos que ella puede manejar a su gusto para lograr sus fines?
Las jóvenes piensan, sienten y se preguntan sobre sus propios pensamientos y
sentimientos. Y, debido a que muchas chicas (y probablemente su misma hija) poseen la
suficiente sutileza psicológica como para saber lo que sienten y lo que quieren, están muy
bien dotadas para intentar conseguirlo.
Pero es ahí en donde interviene el padre. Cuando ella se entrega a sus ensoñaciones
sobre el tipo de chica que quiere ser y lo que espera conseguir de la vida, está siguiendo las
pautas que usted le marcó. Si enseñó a su hija —aunque fuera de forma inadvertida—que
existen otras personas que están a su servicio para atender a sus necesidades y deseos,
esperará que los demás cumplan ese papel. Si, por el contrario, le enseñó que la vida tiene
límites y que no todas sus necesidades o deseos pueden conseguirse, ella aceptará esta
visión realista y no vivirá confiando, o esperando, que los demás sean los servidores de la
princesa.
La actitud que su hija pueda tener consigo misma procede directamente de usted.
Sus expectativas, sus ambiciones y su aceptación de la propia capacidad proceden de lo que
usted cree, de lo que dice y de lo que hace. Como padre, tiene que preguntarse en qué clase
de mujer quiere que se convierta su hija.
Todo padre que adore a su hija de cuatro años quiere que sea su princesa. Vestimos
a las niñas, las colmamos de atenciones, y nos derretimos cuando nos dicen «te quiero».
Incluso a los catorce, o a los veinticuatro años, las hijas tienen bien asegurado un rinconcito
en el corazón de su padre, que les pertenece a ellas solas. En la mente del padre están
siempre presentes las necesidades de la hija. Las ambiciones que ella tiene se convierten en
los objetivos de él. Todo esto resulta maravilloso y saludable. Pero tenga cuidado.
El daño se produce cuando un padre amante tolera los deseos de su hija hasta el
punto de que ella siempre espera ser el blanco de las miras paternas, y piensa que alguien se
ocupará de todas sus necesidades materiales, físicas o emocionales. Lo mucho o poco que
usted pueda darle no es tan importante como la forma en que lo da. He visto a muchas
chicas ricas que crecieron sin estropearse lo más mínimo; y, por el contrario, a muchachas
pobres que se volvieron muy exigentes y egoístas.
El truco consiste en enseñarle que los regalos, el cariño y la atención son cosas
maravillosas, pero que ella no es el centro del universo. Debe enseñarle a que sepa apreciar
esas cosas y también a que sepa agradecerlas con humildad. Usted no quiere que su hija se
muestre egoísta ni se sienta con derecho a todo porque sí.
Las princesas toman. Las princesas quieren más. Las princesas demandan. Esperan
lo perfecto y carecen de pragmatismo. No actúan, excepto para decirles a los demás lo que
ellas quieren.
Pero las currantes, las laboriosas, saben muy bien que la vida es como es, y confían
en sí mismas para progresar.
Todo lo que tiene que hacer usted, como padre, cuando se enfrente a una situación
problemática, es hacerle a su hija esta simple pregunta: «Entonces, ¿qué puedes hacer tú en
este caso?». Vale la pena hacer esta pregunta en todas las situaciones complicadas que nos
presente la vida.
Inevitablemente, su hija tendrá que enfrentarse al sufrimiento. La gente se muere, y
los seres queridos enferman de cáncer. Tal vez a ella no la inviten a salir sus amigos.
Quizás se quede embarazada a los dieciséis años. Es posible que caiga en alteraciones
alimentarías. Sin duda tendrá que enfrentarse a problemas, como le pasó a usted. Algunos
pueden resolverse, otros no. Pero si ella ha de vivir una vida saludable y plena, necesitará
decidir cómo va a enfrentarse a sus problemas. Las princesas también se encuentran con
problemas, pero esperan que otros se los resuelvan. Cuando las princesas tienen malas
notas, o se quedan embarazadas a los dieciséis años, o son expulsadas del colegio, siempre
es por culpa de otros, que obraron mal; siempre es culpa de los demás. Ellas confían en que
los otros —por lo general, sus seres más allegados, especialmente mami y papi— trabajen
intensamente para resolver sus problemas.
No permita que su hija crezca para ser una víctima de la vida. Nuestra sociedad ya
se esfuerza demasiado en querer que haya víctimas. Por ese motivo forjamos personas
desvalidas, incapaces y terriblemente necesitadas. Pero usted, como padre, puede impedir
eso. Usted puede enseñar a su hija a hacer, no a necesitar.
La acción ayuda, la acción puede curar. Y los padres son expertos en analizar un
problema y buscar la solución. La acción que emprende su hija puede variar, desde la
manera de hacer amigos, a cambiar de colegio o, incluso, pensar de forma diferente. Esa
acción compromete la voluntad y le proporciona energía. La acción significa que su hija
sabrá que es ella, y no los demás, quien establece su propio destino.
He visto a muchas jóvenes con trastornos alimenticios. No pueden empezar a
recuperarse hasta que se comprometen a trabajar duramente en un programa de curación.
Esto es así también en la depresión, en el alcoholismo y en otras muchas circunstancias.
Como médico, mi trabajo es diagnosticar problemas, establecer un plan de tratamiento y
dar instrucciones a mis pacientes. En este sentido, y en gran medida, el padre también es un
médico para su hija.
Permítame que le hable de cómo Bill ayudó a Cara en su anorexia nerviosa. Cuando
Cara tenía dieciocho años, vino a verme —por su propia voluntad— porque se sentía triste,
confusa y aturdida. Y lo que todavía era peor, los dedos de manos y pies se le estaban
poniendo azules. No tenía ni idea de que padecía una alteración alimentaría. Su cerebro
estaba tan confundido que sus pensamientos se encontraban enmarañados y equivocados.
Le diagnostiqué una anorexia nerviosa grave. Estaba a punto de necesitar
hospitalización. El ritmo cardiaco se había ralentizado, se le caía el cabello y su circulación
sanguínea era tan pobre que estaba rozando un estado de hipotermia (de ahí que sus dedos
se tornasen azulados).
Sus padres, Bill y Cheryl, estaban muy asustados. Cheryl lloraba a mares; Bill
guardaba silencio. En casa amenazaba a Cara si ésta no comía. Pidió días de permiso en su
trabajo para poder quedarse con su hija y obligarla a comer. Cheryl le increpaba por tratar a
Cara de ese modo; y Cara le daba la razón a su madre, enfrentándose ambas al padre. Así
pues, la vida en casa era tensa, desgraciada y deprimente.
Después de mantener unas cuantas entrevistas con Cara, hablé con sus padres. La
conversación la llevó casi en su totalidad Bill, porque su mujer no paraba de llorar. Cheryl
no podía entender por qué su hija estaba actuando así, cuáles eran las razones que la
obligaban a no comer, o qué habían hecho ella v su marido para causar su anorexia.
Bill dijo que no podía entender nada. Se consideraba un absoluto fracasado. Me dijo
que ni amenazando a su hija ni premiándola lograba que comiera. Tanto él como su mujer
se encontraban agotados. Ya casi no les quedaban fuerzas para continuar.
Pero Bill quería un plan de acción. No era necesaria toda una planificación; bastaba
con que le sugiriese los primeros pasos.
Cara ingresó en un centro de tratamiento y fue sometida inmediatamente a un
severo plan de comidas. Si no lo seguía, se le pondría un tubo nasal para obligarla a
alimentarse. Se le explicó lo que era la anorexia nerviosa. Los psicólogos la ayudaron a
examinar sus propios sentimientos, hablando de la forma en que se relacionaba con sus
padres y amigos.
Los consejeros siempre le preguntaban: «¿Qué puedes hacer hoy para enfrentarte al
monstruo que hay en tu cabeza?».
El tratamiento de la anorexia nerviosa requiere muchas veces interrumpir y cambiar
o reemplazar los feos y denigrantes pensamientos que pueblan la mente alterada de la
paciente. Se trata de un proceso repetitivo y continuo: interrumpir los pensamientos y
reemplazarlos; volverlos a interrumpir, encontrar las causas que los originan y
reemplazarlos. Con un problema como el de la anorexia no basta la comprensión. Hay que
estimular a cada joven para que se prepare para afrontar un desafío. No puede esperar a que
lo hagan los demás, ni sentir pena por sí misma y enfangarse en los sufrimientos que la vida
trae. A fin de poder encontrar una salida a la enfermedad es necesario hacer algo.
Las esposas pueden sentirse frustradas ante unos maridos que saben establecer
planes de acción, que se fijan metas y unos medios adecuados; pero es necesario que sepan
que los hombres poseen estas cualidades por una sola razón: porque ese programa que se
fijan, esas metas y esas acciones serán las que resuelvan los problemas de la hija.
Enséñela a tener valor.
Cuando hablamos de los hombres, nosotras (mujeres, al fin y al cabo) les vemos
dotados con una cualidad sobresaliente: la dureza del acero. Nada consigue que se derrita el
corazón de una mujer como el valor y la determinación del hombre. Admiramos a aquellos
que arriesgan sus vidas para ayudar a que triunfe el bien sobre el mal, y que tienen el
talante moral de saber distinguir entre uno y otro. La masculinidad significa fuerza. Usted
puede observarlo en la forma en que trabajan los hombres. Los obreros que trabajan en la
construcción inician la faena en horas tempranas y la concluyen tarde. Los pobres soldados
de Irak arriesgan su vida todos los días. Los pilotos continúan con sus vuelos a pesar del
miedo que puedan sentir. Los hombres que se ocupan de las altas finanzas se encuentran
con frecuencia muy estresados, y tienen que entregarse a un trabajo muy duro si quieren
tener éxito en sus negocios. Los hombres trabajan con semejante intensidad porque tienen
valor. Algunas veces también usted puede tener ese mismo valor, ese mismo ímpetu, esa
misma forma de saber silenciar esa frustración y ese estrés que, de otro modo, podrían
llegar a matarle.
Pero todo ello se refiere al lugar de trabajo. Ahora estamos hablando de la vida en
su entorno familiar, que es su lugar de solaz y tranquilidad: una familia cariñosa, una
esposa y unas hijas amantes. ¿No las quisiera usted así?
Pero el hogar también es un lugar de trabajo, porque de la misma forma que sus
compañeros requieren que usted haga cosas y tome iniciativas en la oficina, su esposa y sus
hijas necesitan igualmente que usted haga cosas en casa. No sólo que arregle lo que se haya
podido estropear, sino mostrándose también como el hombre que ellas necesitan que sea. Y
eso puede significar que algunas veces se vea obligado a intervenir en las discusiones para
ayudarlas a resolver sus problemas.
El pragmatismo ayuda a los hombres a encontrar soluciones a los problemas; y el
valor le permitirá a usted adoptar soluciones, día tras día, y año tras año. Estas dos
cualidades les enseñarán a sus hijas a hacer lo mismo.
•* *
Tras los dos primeros meses de primaria, Doug advirtió que se había desvanecido el
entusiasmo que anteriormente sentía Gretchen por el cole. Dejó de hacer a gusto sus
prácticas de lectura. Lloraba cuando, por las mañanas, tenía que ir al colegio. Doug buscó
un momento para hablar de todo esto con su profesora.
—Es una niña encantadora —le dijo ella—. No entiendo qué le pasa. Antes hacía
las cosas muy bien en clase.
Doug se quedó muy perplejo.
Siempre que hablaba con Gretchen sobre el cole, ella decía que lo odiaba. No le
gustaba su profesora. Era mala. Hacía leer a los niños en alto tanto si querían como sí no, y
no les dejaba ir al baño cuando lo necesitaban. Doug pensó que se trataba de pequeños
problemas, pero que no eran lo suficientemente importantes como para que una niña no
quisiera ir al colegio. Su esposa, Julie, estaba preocupada porque pudiera estar sucediendo
algo más serio.
—Tal vez se sienta deprimida; quizás tenga dislexia o le suceda algo que la humille
en el colegio —le dijo a Doug.
La madre quería llevar a la niña a un psiquiatra. Discutieron sobre lo que deberían
hacer. ¿Cuál sería en realidad el problema? ¿Sería el colegio, sería la profesora, habría
alguna chica abusadora en su clase, se estaría enfrentando la niña a algún problema de
hiperactividad o de depresión? Consultaron en Internet. Julie estaba convencida de que
Gretchen estaba deprimida y que necesitaba ayuda; quizás, incluso, medicación.
Doug decidió llevar a cabo un poco de labor detectivesca. De forma periódica,
durante la hora de la comida, iría al colegio de su hija y se pasaría por su clase. Observaría
lo que pasaba allí. De este modo oyó a la maestra decirle de forma brusca a una niña que se
callara, y gritarle a otra que se sentase y se estuviese quieta: o «alguna cosa» por el estilo.
Fue a quejarse al director. Julie también fue a hablar con la maestra y le recriminó
que se portase así con los niños. La profesora se mantuvo en sus trece y no cambió su
forma de actuar. Al parecer, también se habían quejado otros padres, sin conseguir el menor
resultado. Julie quería enviar a Gretchen a otro colegio. Por su parte, la niña también
deseaba marcharse.
Pero Doug le dijo a Julie que, antes de tomar una decisión, él quería intentar algo.
Le pidió que le diera seis semanas. Tulle se tranquilizó. Doug le dijo a su hija que en
adelante la llevaría personalmente al cole en su coche, y que ya no tendría que coger el
autobús escolar. A ella la idea le gustó.
—Necesitaba un poco más de tiempo con ella, antes de que abandonara el colegio
—me dijo el padre—. Pero yo pensé que se guardaba algo en la manga.
Mientras llevaba a la niña al colegio, padre e hija charlaban.
—Cariño —le decía Doug—. Realmente tienes una mala profesora en tu clase. Eso
es algo que tiene que fastidiarte y asustarte un poco.
—Es horrible, papi. No sé por qué me obligas a seguir yendo al cole. Mami dice que
no tengo por qué ir. Llévame a casa, no quiero ir al cole.
Esto es lo que decía Gretchen.
Las conversaciones entre ambos transcurrieron por estos cauces, día tras día. Doug
era la voz del realismo, y aceptaba la idea de que la vida no siempre puede ser perfecta.
Ciertamente, la profesora no hacía bien las cosas con sus niñas de primero. Por supuesto,
tenía mucho carácter y decía cosas que no debería decir, le comentó el padre a Gretchen;
pero seguramente ella podía dominar la situación.
—Ya sé que es una señora mala —le dijo a su hija—, pero has de pensar en lo que
puedes hacer tú para que las cosas vayan mejor en tu clase.
Al principio, Gretchen no quería ni contestar a su padre cuando le hablaba así. Pero
él siguió con su táctica; y de forma muy suave continuó diciendo a su hija durante las
siguientes semanas que dependía enteramente de ella que las cosas mejorasen en la clase.
Finalmente, la niña empezó a tener sus propias ideas.
—Tal vez podría levantar menos la mano, papi. ¿Pero no crees que eso podría
molestarla? O, tal vez —continuó diciendo la niña—podría ir a clase de recuperación
mientras dan la clase de mates.
Gretchen y Doug establecieron sus propios planes. Pensaron en cosas serias y en
cosas tontas. A Gretchen le divertía tener nuevas ideas.
Esto es lo que hay que hacer. Mientras Julie quería retirar a su hija de la clase, con
lo cual la niña perdería el puesto privilegiado que había conseguido, Doug quería enseñar a
Gretchen a ingeniárselas para abordar el problema. Quería que su hija supiese que, cuando
se presentan las situaciones problemáticas, hay muchas cosas que no se pueden cambiar. Le
dijo que no era realista esperar que su profesora dejara de gritar, o que se convirtiera en una
persona más agradable. Pero siempre había algo que ella podía hacer para mejorar la
situación. Él quería que su hija —aunque fuera una niña de primaría— comprendiese la
conocida plegaria: «Señor, concédeme la serenidad para que acepte las cosas que no puedo
cambiar, el valor necesario para cambiar las cosas que puedo cambiar, y la sabiduría para
conocer la diferencia». Gretchen empezó a hacer eso.
¿Le gustaba su clase? No. Pero eso le permitió desarrollar el carácter. Aprendió a
permanecer en un sitio incómodo y a actuar; y a no ser una mera víctima. ¿Le dijo su padre
de forma tajante que se limitara a cerrar la boca, a dejar de quejarse y a portarse mejor? No.
Escuchó a su hija, se dio cuenta de cuál era la situación y comprendió cómo se sentía. Le
dijo que tenía razón al sentirse tan molesta. Pero la ayudó a encontrar soluciones. Ambos
trabajaron conjuntamente, y la pequeña Gretchen aprendió a soportar, a saber comportarse
en los momentos difíciles. Por supuesto, las cosas hubieran resultado más fáciles sí
Gretchen hubiera abandonado el colegio. Pero Doug le dedicó tiempo y trabajo para poder
construir el carácter de su hija, porque sabía que eso era lo que ella necesitaba.
Muchos de ustedes, hombres, que se muestran extraordinariamente activos a la hora
de trazar, de pensar y razonar en su trabajo, llegan agotados a casa, y todas aquellas
habilidades que han practicado a lo largo de la jornada laboral se evaporan nada más
traspasar el umbral del hogar. Mientras que en su trabajo el valor les impulsa a seguir
adelante, en su casa los hombres pueden convertirse en seres débiles y despreocupados.
Pero, padres, también deben mostrar valor y coraje en sus casas. La vida de hogar requiere
un compromiso tan grande y tenaz como el del trabajo. Así pues, ahorren un poco de la
energía laboral para emplearla en el doméstico.
Estoy convencida de que si los padres reservaran nada más que un veinte por ciento
de la energía intelectual, física, e incluso emocional que emplean en su trabajo, y la
aplicaran a sus relaciones familiares, viviríamos en un país completamente distinto. Y no
me estoy refiriendo a que se llegue a casa y se ponga uno a hacer domésticas o a revisar los
trabajos escolares de los hijos. Hablo de entregarse un poco más a la familia como esposo y
como padre. Mucho de lo que usted puede hacer por su hija no es más que involucrarse en
su conversación y escucharla. Por lo general, los hombres hablan poco, pero saben
escuchar. Su cerebro resolutivo puede analizar lo que le dice su hija, y usted puede ayudarla
a pensar formas de salir de situaciones conflictivas.
En ningún sitio es más necesaria su fortaleza masculina y su valor que en su propia
casa. Las mayores dificultades, las alegrías y las penas de la vida, brillan o pierden su lustre
precisamente en el hogar; y lo que usted haga en él puede establecer la diferencia entre
mantener unida a una familia o hacer que se disperse y se hunda. Usted no puede mantener
una buena relación con su esposa ni con sus hijas si nunca está en casa. No podrá
mantenerla a menos que esté a su lado. Es posible que no le apetezca, pero es ahí donde se
ha de mostrar su valor. Es necesario que esté a su lado, las escuche y conozca las
frustraciones y la hostilidad femeninas. Nosotras —las hijas, madres y esposas—
necesitamos que ustedes estén ahí, que nos aporten su coraje y ese raciocinio bien orientado
que resuelve las situaciones.
Muchos de ustedes, padres, pueden encontrarse en el justo medio de un conflicto
entre su hija y su esposa. Cuando las mujeres discuten, las emociones emergen a flor de
piel, las puertas se cierran con portazos y las conversaciones se pueden envenenar. Y usted
se siente desgarrado entre el amor que siente por su esposa y el que siente por su hija. Pero
en tales conflictos los padres son frecuentemente los árbitros perfectos, al saber apartar las
emociones y convertirse en la voz de la razón. Sé que esto no siempre es cosa fácil.
Algunas veces las situaciones son muy complejas y hacen vibrar sentimientos poco
estables.
Por ejemplo, cuando una madre muere o abandona el hogar, y es el padre el que
deberá educar por su cuenta a las hijas, le resultará muy difícil imaginarse lo que debe
hacer y lo que ha de decir en los retos diarios que le presente la vida. Pero todavía resulta
más difícil el desafío que constituye ayudar a su hija a sobrellevar la pena por la pérdida de
la madre, cuando también él ha de soportar la pérdida de su propio matrimonio. Si
finalmente usted vuelve a casarse, las tensiones de su relación pueden redoblarse. Los
problemas que las madrastras tienen con sus hijas suelen ser cosa muy corriente. Veamos
algunas cosas que se deben tener en cuenta para que los padres puedan resolver este tipo de
situaciones particularmente conflictivas.
En primer lugar, recuerde que usted y su hija ya estaban juntos antes de que llegara
su nueva esposa. A los ojos de su hija, ella tiene más derechos que los que pueda tener esa
recién llegada. Sí siente que la relación con usted se ve amenazada, volcará toda su ira
hacia su nueva esposa. Por consiguiente, tenga mucho cuidado. Conceda a su hija todo el
tiempo que necesite para adecuarse a la nueva relación, antes de traer a su hogar a la nueva
mujer. Recuerde que su hija le necesita a usted más que ella. Usted constituye el cordón
umbilical de su hija, y no el de su nueva esposa. Cuando su hija sea adulta podrá volcar su
lealtad en su esposa. Pero, al menos hasta que cumpla veintiún años, las necesidades de su
hija deben estar en primer lugar. Sé que es una obligación muy difícil de cumplir, pero si lo
hace su vida será más sencilla y fácil; y podrá disfrutar de una hija feliz y de un buen
matrimonio.
En segundo lugar, respete el dolor de su hija. Algunas veces los hombres se vuelven
tan pragmáticos que se olvidan de los sentimientos; y se olvidan también de que los demás
necesitan elaborar sus emociones. Lamentar la pérdida de su madre es un proceso muy
importante y saludable para una chica. Decirle a su hija de catorce años que levante el
ánimo porque la vida sigue, cuatro meses después de que su madre se haya ido, es un
comportamiento cruel que no la ayudará en absoluto. De hecho, sólo servirá para que su
hija se aparte de usted y se vuelva amargada e irascible. Uno de los mayores problemas con
los que se encuentran las jóvenes tras el fallecimiento de su madre, o cuando ésta se va de
casa, es una pena no expresada, especialmente si el padre se enamora de otra mujer. Es algo
natural que su hija se sienta enfadada por la pérdida que ha experimentado, y que hasta se
enfurezca con Dios por haberlo permitido; y todavía se puede poner más furiosa porque
usted no impidió la muerte o la marcha de casa de su madre. Durante un tiempo puede
mostrarse airada, trastornada y amargada con todos y con todo. Esto es completamente
normal y hasta saludable. Una vez pase esa etapa, volverá a su ser, si bien con una pena
profunda en su interior. Llorará, se aislará quizás durante un cierto tiempo, o se volverá
huraña. Sus emociones pueden hacerse confusas, pues quizás sienta ira y tristeza al mismo
tiempo. Finalmente, aceptará que la vida es como es; y si usted la ha ayudado en el trance,
sentirá esperanza. Será capaz de mirar hacia el futuro y hacia una nueva vida.
Pero frecuentemente se producen problemas cuando aparece. En escena una nueva
esposa o una novia. El proceso de duelo de su hija se ve entonces interrumpido. Esto puede
resultar demoledor para las chicas, porque se sienten traicionadas. Y, sinceramente, no
logran entenderse con una nueva mujer, al menos antes de que pase cierto tiempo y estén
seguras de que ellas siguen siendo lo primero para usted. Si quiere volver a casarse y tener
una buena familiar, ha de conceder a su hija tiempo suficiente para que complete su duelo.
De otro modo, es posible que ella nunca llegue a entenderse con su segunda esposa.
En tercer lugar, recuerde siempre que ella es una niña v su nueva esposa es adulta.
Exíjale más a esta última que a su propia hija. Su nueva esposa deberá saber manejar la
situación (y si no sabe hacerlo, descúbralo antes de casarse con ella, porque eso constituirá
toda una advertencia). Es corriente que las chicas tengan celos de la nueva esposa; incluso
resulta frecuente que sientan un fuerte desagrado por todo lo que se refiera a ella.
Involuntariamente, su nueva esposa puede alimentar estos sentimientos.
Algunas nuevas esposas no quieren ver huellas de la primera a su alrededor.
Quieren constituir el centro de la familia y no desean que se las compare con la anterior. Se
sienten amenazadas e inseguras. Así pues, tenga en cuenta esta advertencia, no solamente
para su hija, sino también para usted: si su novia no se siente cómoda al oír hablar de su
primera esposa como madre de su hija, debería dar por finalizada esa relación. Si no lo
hace, podría romper la integridad de su familia.
Muchos hombres se sienten tan absortos en su dolor que deciden casarse o mantener
relaciones con mujeres con las que nunca lo habrían hecho en circunstancias diferentes. Así
pues, concédase un tiempo para completar su duelo, y solamente entonces piense en una
nueva relación. Esto es tan importante para su segunda esposa como para usted y para su
hija.
***
Teresa era hija única. Sus padres la adoraban. Cuando Teresa tenía ocho años, a su
madre se le diagnosticó un cáncer de pecho muy agresivo. A pesar de la quimioterapia, de
la cirugía y de las radiaciones, se fue deteriorando muy rápidamente. Al cabo de un año, la
madre de Teresa murió. La niña tenía nueve años. En la ceremonia del funeral se mostró
fría, pálida y rígida. Su padre, Brad, sentía tanto dolor por la muerte de su esposa que buscó
ayuda en los amigos y en un psicólogo. También llevó a Teresa a un asesor psicológico. El
tratamiento duró seis meses,-pero no pareció ser de ayuda. El asesor le dijo que Teresa no
respondía al tratamiento y que Brad estaba perdiendo el dinero y el tiempo con aquellas
sesiones.
Teresa iba al colegio, volvía a casa, entraba en su cuarto y cerraba con llave. Allí,
sobre el cobertor rosa de su lecho, lloraba, hora tras hora. Hablaba muy poco con su padre.
Y jamás lo hacía de su madre. Incluso retiró sus fotografías, lo que afectó mucho a Brad.
Transcurridos doce meses desde la muerte de su madre, Brad empezó a salir con
una mujer. Como Teresa apenas le hablaba, Brad sentía unas enormes ganas de tener
compañía. Helen era una persona organizada y animosa, que aportó un sentimiento de
normalidad a su vida. Siempre que iba a casa, Teresa la miraba con extrañeza y se negaba a
hablarle. Después de tres breves meses de noviazgo, el padre se casó y Helen se instaló en
la casa. Tanto Brad como Helen creían que una vez que estuvieran casados y Teresa se
acostumbrara a su madrastra, cambiaría de conducta y le hablaría. Se sentiría feliz de tener
en casa a una mujer que podría cuidar de ella.
Teresa terminó su formación primaria, pasó a secundaria y empezó sus primeros
años de bachillerato sin problemas. Nunca daba la impresión de ser realmente feliz, pero al
menos se portaba cordialmente con Helen y con su padre. Además, decía ella, su padre le
había pedido que fuese amable con Helen. Él le había dicho que aquella era la vida que
ahora tenían, y que era necesario aceptarla. Le hizo saber que él también tenía necesidades,
y que podría darla mejor como padre si ambos eran felices.
Pero Helen no estaba tranquila. Ella no era tan guapa como lo había sido la madre
de Teresa, y se sentía incómoda cuando Brad su hija hablaban de las cosas que hacían
juntos cuando vivía la esposa anterior. Guardaba silencio cuando se tocaban esos temas; e
incluso, cuando Teresa se refería a su madre, Helen le recordaba que aquella vida ya había
concluido. Ahora era ella la que estaba allí. Ella era la nueva mujer de la casa. Quería que
se le hablase con respeto deseaba que Teresa comprendiese que sería bueno para Brad que
ambas le prodigasen su cariño. Helen era impulsiva, y cuando su hijastra llegó a la
adolescencia perdió los estribos con ella. Le ponía motes y le hablaba mal. Teresa llegó a
odiarla. Le comentó a su padre lo que ella le decía cuando él no estaba presente. Brad
intento que Helen se llevase mejor con su hija, pero su esposa le respondió criticándole por
permitir que la chica fuera tan poco respetuosa con ella. El hogar se convirtió en un campo
de batalla. Finalmente, durante el último año de bachillerato, Teresa se fue de casa. Odiaba
a su madrastra y se juró que nunca volvería a casa mientras Helen estuviera en ella.
Brad manejó aquella desagradable situación con determinación, pragmatismo y
arrojo. En primer lugar reconoció que, aunque su hija pareciese toda una mujer, condujese
el coche, tuviese un trabajo y pagase algunas facturas, seguía siendo, en algunos sentidos,
una escolar que echaba de menos a su madre. Nunca había llegado a completar el duelo por
su pérdida. Brad se dio cuenta de que Teresa necesitaba más tiempo del que él le había
concedido. Así que empezó a pasar más ratos con ella. Y como la chica no quería ir a casa,
se reunían en la casa de un amigo; solían tomar café, y hasta llegaron a irse juntos de fin de
semana. Volvió a reencontrarse con su hija.
Brad no abandonó a su esposa, pero insistió educadamente en disponer de tiempo
para pasarlo a solas con su hija. Helen estaba furiosa; pero Brad le dijo que las cosas
estaban así y que no iba a cambiarlas. Ella tendría que comprenderlo porque era una mujer
adulta, mientras que Teresa era una chica muy joven. Muchas segundas esposas de
naturaleza insegura rechazan que su marido pase tiempo a solas con los hijos del primer
matrimonio. Padres: no permitan que esto les suceda a ustedes. Deben ser fuertes, como
Brad; porque sus hijos necesitan estar a solas con ustedes.
Poco a poco, Teresa empezó a mostrarse más cariñosa con su padre. Este comentó
que, cuanto más cercana se mostraba con él, más nerviosa parecía sentirse algunas veces.
Ella nunca se había portado de ese modo anteriormente, y él se sentía confuso. Su consejero
le dijo que eso era un buen síntoma. Teresa se mostraba más cómoda con él, y eso
significaba también más comodidad a la hora de compartir sus emociones. Se sentía más
cerca de él emocionalmente y también más segura, de modo que ya no tenía miedo de que
su padre pudiese abandonarla (se había sentido abandonada por la muerte de su madre) si
ella le confiaba sus sentimientos. Hablaron de su madre durante dos años; lloraron y
discutieron, y repasaron lo que los tres habían hecho juntos. Durante este proceso, Brad se
dio cuenta de que las calificaciones académicas de Teresa mejoraban. Finalmente, ella
empezó a ir a casa para cenar. Y tres meses antes de graduarse de bachillerato, regresó a
casa. Nunca llegó a hacerse muy íntima de Helen, pero las cosas marchaban bien, según
dijo. Ella tenía la impresión de que había recuperado a su padre. En cuanto a él, incluso
llegó a decirle a su hija que si se casó tan pronto fue porque en aquel tiempo se sentía
absolutamente falto de cariño, y que casi se había vuelto loco por el dolor y la pérdida, por
lo que no pensó adecuadamente. Teresa lo perdonó.
Brad obró bien. ¿Cometió muchas equivocaciones? Seguramente. Hizo muchas
cosas mal, pero eso no importa, porque obró bien en lo más importante. Hoy día tiene una
magnífica relación tanto con Teresa como con Helen. Pero eso no se consiguió fácilmente.
¿Qué fue lo que hizo bien?
Supo iniciar el reencuentro con su hija. Supo moverse: no se limitó a permanecer
sentado viendo cómo se deterioraba la situación. Le devolvió la confianza a su hija. Supo
darse cuenta de lo que Teresa necesitaba, y se lo dio. Logró ver el mundo bajo la
perspectiva de ella. ¿Se portó la chica mal, al odiar a todo el mundo? Bueno, decía él, tal
vez sí, pero él sabía que en el fondo ella no era así. Tan solo era una niña pequeña que
había sido marginada repetidamente.
Helen y Teresa estaban tan enfrentadas y llenas de ira y de frustración que, a veces,
ni siquiera podían pronunciar palabra. Sus sentimientos las sobrepasaban y las
incapacitaban de tal manera que, en ocasiones, les resultaba imposible entenderse. Por otro
lado, Brad, que amaba a las dos mujeres, parecía contemplar toda la situación desde una
perspectiva más amplia. Su acertado punto de vista «¿Qué puedo hacer en este momento?
¿Y qué podré hacer seguidamente para suavizar esta situación?». Adoptó una posición
objetiva con respecto a su hija y a su esposa; estableció un plan práctico (con la ayuda de
un buen consejero) y después, día tras día, argumento tras argumento, se atuvo a él. Se
mostró pragmático, fue decidido y persiguió su objetivo con arrojo masculino. Hizo las
cosas bien, no solamente por él, sino también por las dos mujeres que quería. Y gracias a la
forma en que supo manejar una situación muy complicada, todo el mundo salió ganando.
Salvó su relación con su hija y después con su esposa.
Mantenga unida a su familia.
Durante más de veinte años he venido observando las relaciones entre padres e
hijas, maridos y esposas, y madres e hijas. He tenido que empujar y estimular a mis
pacientes. He tenido que escuchar, y también que aprender, sufrimientos psíquicos y
físicos: he tenido que dar antidepresivos y, en ocasiones, he tenido que pedirle a algún
paciente que abandonara mi consulta. Cuando me licencié en la Facultad de Medicina, a
principios de la década de 1980, hice la firme promesa de comprometerme a trabajar por la
salud de mis pacientes.
La medicina ha experimentado avances científicos enormes que me permiten ver
dentro del cuerpo de mis pacientes de forma tan clara como si estuviera contemplando un
dibujo en un libro de texto. Puedo recetar medicamentos que tranquilizan a los niños, curar
algún tipo de cáncer y prolongar la vida de otros enfermitos que padecen el sida.
Pero todos los elementos de que dispongo en mi arsenal médico no pueden asegurar
a mis pacientes una vida llena de éxitos. Puedo hacer que lleguen sanos hasta que se hagan
adultos, pero al llegar a ese punto tal vez se desplomen. Las hijas pueden sentirse
confundidas por su relación con novios que se muestran fríos. Establecen relaciones con
individuos poco fiables, o se vuelven demasiado confiadas. Muchas jóvenes se sienten
aterrorizadas ante la idea del matrimonio por lo que han llegado a ver —o no han visto—
en su casa, mientras se iban haciendo mayores.
Padres, son ustedes los que pueden establecer la diferencia. Y lo más importante
para establecer esa diferencia es mantener a la familia unida. La causa más corriente de
desgracia e infelicidad, la que afecta a los niños más que ninguna otra cosa, es el divorcio.
El divorcio es el problema central que ha marcado a una generación de jóvenes que corren
un gran peligro de caer en relaciones caóticas, de padecer enfermedades de transmisión
sexual y una gran confusión a la hora de fijarse el objetivo de sus vidas. Por eso son los
padres que logran mantener unidas a sus familias los que pueden establecer la gran
diferencia.
Pero supongamos que ya es demasiado tarde. Supongamos que usted ya se ha
divorciado. Si éste es su caso, no se detenga; utilice todo su arrojo para rehacer y mejorar la
relación con su hija. Si hasta entonces no ha constituido el centro de su vida, trate de que
sea así a partir de ahora.
Piense del siguiente modo: si hubiera perdido su trabajo ¿dejaría usted por eso de
trabajar? Por supuesto que no, porque no podría permitírselo. Pues, del mismo modo,
tampoco puede permitirse perder a su hija. Si ha perdido su relación con ella, preocúpese de
recuperarla. Puede hacerlo. La virilidad considera la dificultad como otro problema más
que hay que resolver. Sé que muchos hombres pierden la confianza en sus relaciones con
las mujeres porque éstas los confunden. He comprobado que esto ocurre una y otra vez.
Pero es exactamente por eso por lo que los hombres —los pragmáticos de la existencia—
deben estimularse para saber hacer frente a las complejidades de las relaciones, y para
simplificar la vida. La prudencia requiere con frecuencia saber esperar. Requiere también la
fortaleza de la virilidad, el autocontrol y el arrojo para saber involucrarse. La furia se apaga.
Los corazones se parten, pero después sobreviven, siguen su camino. Las personas
maduran. Y si usted se convierte en la roca a la que puede asirse su hija, podrá superar
cualquier desafío que se le presente.
***
Alex y Mary tuvieron tres hijas. Mary padeció serias depresiones posparto tras cada
uno de los nacimientos. Alex admitía no haber sabido llevar muy bien las depresiones de su
mujer, y se preocupaba mucho pensando que tal vez ella no lograría reponerse tras los
repetidos episodios de depresión. Ella permanecía días enteros en cama, llorando, incapaz
de salir de su cuarto. El buscó una persona que pudiera ayudarla. Se tomó días de baja para
estar a su lado. Hizo todo cuanto pudo para salvar a su familia. Ambos, marido y mujer, lo
hicieron. De hecho, para cuando las chicas empezaron a cursar el bachillerato, su relación
volvía a ser sólida. Mary no volvió a experimentar ningún otro episodio importante de
depresión de su tercer embarazo.
Cuando su hija Ada cumplió los quince años, Alex notó que empezaba a llevar
vestidos oscuros. Ada era la más joven de las tres chicas; Ellie tenía diecisiete y Alyssa
veinte. Ada cambió de amigos en el colegio. Asistía a una escuela especial para músicos de
talento, pues era una flautista muy brillante. Pero empezó a ignorar a sus amigos y a salir
con un muchacho de diecisiete años que había abandonado sus estudios y que hacía de vez
en cuando trabajos ocasionales.
Alex estaba asombrado. En el transcurso de seis meses. Ada había pasado de ser una
concertista de flauta que disfrutaba quedándose en casa con sus padres por las noches, a
convertirse en una muchacha que se negaba a tocar, a estudiar o a quedarse en casa cuando
se le pedía. Alex solicitó un horario más flexible en su empresa para poder pasar más
tiempo con Ada. La recogía de vez en cuando en la escuela y la llevaba a comer con él.
También se la llevó al cine. La vigilaba por las noches (para asegurarse de que estaba en la
cama). En cierta ocasión la llevó con él a Chicago para pasar el fin de semana.
Todo esto, según me dijo, no le resultaba difícil, porque quería mucho a Ada.
Lamentaba lo que le estaba pasando a la chica. Había tenido con ella una buena relación
(aunque no demasiado íntima) hasta aquel momento. Alex y Mary se sentían culpables y
pensaban que, en cierto modo, habían podido fallarle a su hija. Mary temía que la depresión
posparto que había sufrido hubiera podido dañar emocionalmente a Ada.
A los dieciséis años, Ada se escapó de casa. Alex se sintió desolado. Contrató los
servicios de un detective para encontrarla. Ada había robado dinero a sus padres, había
cogido primero un autobús y luego un tren, y se había dirigido a San Diego, muy lejos de
su hogar en el Medio Oeste.
Alex partió hacia San Diego para traer a su hija de nuevo a casa. La encontró
trabajando como cajera en la tienda de una estación de servicio. Durante un rato la dejó que
siguiera atendiendo a los clientes. Después, sus miradas se cruzaron. El padre esperó hasta
que ella tuvo un rato libre, y entonces salieron a la calle. Ada, que ahora lucía una larga y
negra cabellera, no dejó de increpar a su padre. Se negaba a volver a casa. Tenía un
«amigo» con el cual compartía un apartamento. (Posteriormente, Alex descubrió que el tal
«amigo» era un divorciado de treinta años). Durante tres días, Alex estuvo tratando de
convencer a su hija y rogándole que le acompañara a casa. Ella se negó.
—Si me obligas —le dijo— volveré a escaparme.
El padre regresó a casa sin su hija. Tenía roto el corazón. Creía que le había fallado,
aunque no sabía en qué; y no podía entender por qué Ada los odiaba tanto a él y a su madre.
Todo cuanto ella decía era que había tenido que marcharse. Un año después —doce meses
sin cartas ni llamadas telefónicas— Alex volvió a San Diego. Encontró a su hija trabajando
a tiempo parcial en un negocio de lavado de coches. Parecía enferma y un poco ida. Una
vez más, durante tres días, él trató de convencerla de que volviera a casa, pero la joven se
negó a marcharse con él. Aunque la habían echado de su apartamento y se había separado
de su compañero (por razones que se negó a comentar), prefería vivir en cualquier parte a
regresar al hogar de sus padres.
Pasó otro año. En el decimoctavo cumpleaños de Ada, Alex —al que el corazón se
le deshacía en el pecho— regresó a San Diego. En esta ocasión la encontró viviendo en la
calle. Casi no pudo reconocerla, y temió que se hubiera convertido en una prostituta. Ella lo
negó, y él la creyó, aunque supuso que estaba tomando y traficando con drogas. Se pasó
tres días con ella, pero tampoco esta vez quiso regresar con él. Le compró ropa y regresó a
casa.
Las cosas siguieron así hasta que ella tuvo poco más de veinte años. Alex le escribía
cartas que no llegaba a enviar, pues ella carecía de dirección. Ahorró un dinero que puso en
una cuenta a su nombre. A nadie le habló de esto, temiendo que le dijeran que estaba loco.
Pero él quería a su hija y estaba dispuesto a seguir la lucha. Ada le había partido el
corazón en mil pedazos, pero estaba decidido a seguir queriéndola. No podía cambiarla,
pero podía quererla.
Cierto día de octubre, su teléfono móvil sonó mientras se encontraba en una reunión
de trabajo.
—¿Papi? —era la voz de Ada.
Alex no pudo hablar. Su cabeza era un torbellino.
—¿Estás ahí, papi? Háblame, por favor.
Ella había empezado a sollozar.
—Ada, ¿dónde estás? —logró decir él, finalmente.
—Estoy en la estación de tren de Grand Rapids. Papi...
Estaba llorando y no lograba articular palabra.
—No te muevas. Ada, no te muevas de ahí. Por favor —le rogó él.
Se disculpó ante sus compañeros por abandonar la reunión, cogió el coche y corrió
por la autopista a buscar a Ada. Cuando la vio la encontró totalmente demacrada; se había
afeitado la cabeza. No estaba sucia, pero parecía muy envejecida. Corrió hacia ella, y la
apretó entre sus brazos. Podía sentir cómo temblaba el débil cuerpo de su hija mientras
sollozaba. La llevó al coche y emprendieron el camino de regreso a casa. Al principio
viajaron en silencio, pero lentamente las cosas fueron mejorando.
Ada se quedó en casa y consiguió un trabajo en una estación de servicio; a los
veintitrés años terminó el bachillerato y empezó unos cursos en la universidad local.
Incluso retomó nuevamente la flauta.
Alex me dijo que, al principio, se encontraba tan aliviado que no dejaba de sentirse
entusiasmado. Pero pronto empezó a sucederle algo terrible. La ira empezó a agitarse en su
interior. Se sentía disgustado con Ada. Cuanto más saludable se volvía ella, más a disgusto
se sentía él. Tenía pesadillas en las que se peleaba con su hija físicamente. Cuando la
encontraba discutiendo con su madre, sentía ganas de pegarle.
Estaba muy confundido, y decidió entregarse por entero a su trabajo. Nunca mostró
su ira a su esposa ni a Ada. La guardaba para sí, y el dolor le roía. Me dijo que, algunas
veces, su ira era tan intensa que tenía miedo de hacerle daño a alguien.
Pero no lo hizo. Se mantuvo sereno, aunque cada día constituyera una auténtica
lucha para él despertarse e irse a trabajar, guardándolo todo para sí. Los peores momentos,
según me dijo, eran los que pasaba en casa. Ver a Ada se le hacía casi insoportable.
Algunos días ella estaba encantadora, otros parecía que saltaran chispas. Ella nunca dijo
que lo sentía. Echaba la culpa a las drogas. Dijo que había empezado a tomarlas durante el
bachillerato y que la habían convertido en otra persona.
Ada maduró, dejó la casa y finalmente contrajo matrimonio. Nunca llegó a terminar
sus estudios universitarios, pero su talento musical le permitió encontrar trabajo en una
orquesta, y se transformó.
Actualmente, Ada es una joven casada y vive a un par de horas de la casa de sus
padres. Llama a Alex todas las semanas por su móvil. También habla con su madre, aunque
no como lo hace con su padre. Le pide consejo a él, le dice que lo quiere, le pide que la
vaya a ver y le duele si a su padre no le es posible hacerlo. Nadie puede imaginarse por qué
Ada hizo lo que hizo. No hay explicación para ello; simplemente, sucedió así. Pero sólo la
tenacidad y el arrojo de Alex pudieron recuperarla —aunque llegara a enfurecerse en
silencio—, haciendo que lograra encauzar su vida. Alex y Mary siguen casados y felices,
tras años de duras pruebas.
El comportamiento de Alex me recuerda los versos del poema «Ulises», de
Tennyson:
Ya no poseemos aquel vigor que en los viejos tiempos fue capaz de mover cielos y
tierra; ahora somos lo que somos. Aquel temperamento de corazones heroicos el tiempo y
el destino lo hicieron débil; pero fuerte sigue siendo la voluntad para esforzarse, para
buscar, para hallar, y para no rendirse.
¿Fueron las medicinas, la psicoterapia, la fe y los amigos de Alex los que le
ayudaron para que pudiese salvar a Ada y su matrimonio? Sí, todo eso le ayudó en parte.
Pero, en última instancia, Alex pudo recuperar a su familia porque nunca quiso renunciar a
su hija. Decidió ayudarla y apuró su voluntad para lograrlo; porque eso es lo que hacen los
padres fuertes.
Capítulo 7. Sea usted el hombre que quisiera para marido
de su hija.
Esté preparado. Un buen día, usted y su hija se encontrarán al fondo de una iglesia,
de un templo o de un jardín. Estarán cogidos del brazo; y usted tendrá la mirada fija en un
joven, muy nervioso, que se encuentra allá al fondo, al otro lado de las filas de invitados.
El brazo de su hija se aprieta contra el suyo.
Usted le susurra al oído:
—No hemos llegado tarde, no te preocupes.
—Lo sé, papá. Estoy bien.
Usted traga saliva y se pregunta: «Cómo ha llegado mi hijita tan pronto a esto?».
Y tenga presente otro importante pensamiento: el hombre que usted está mirando
allá, al fondo el pasillo, será indudablemente un reflejo de lo que es usted, ya sea bueno o
malo. Así son las cosas: las mujeres tienden a buscar lo que conocen.
Tal perspectiva quizás le asuste. Si usted ha mantenido una relación complicada con
su hija; si la ha llenado de fríos distanciamientos, de discusiones, o de continuos malos
entendidos, ya puede lamentarlo. Pero siga leyendo estas páginas; porque desde la
perspectiva de su hija, nunca es demasiado tarde para que ustedes dos puedan mejorar su
relación; para romper ese ciclo equivocado y cambiar para mejor.
Vuelva a fijarse en el joven vestido de etiqueta. Si pudiera profundizar y conocer su
personalidad, ¿a quién se parecería él? Usted querría que fuera un joven que se entregara
plena y fielmente a su hija. Quisiera que fuese trabajador, compasivo, sincero y valiente.
Quisiera que fuera el hombre que siempre protegiera a su hija. Quisiera, en definitiva, que
fuese un hombre íntegro.
Antes de que su hija llegue a casarse, usted ha de ser ese hombre. Deberá
preguntarse: ¿soy yo un padre íntegro? ¿Soy sincero? ¿Trabajo duramente por ella y por
toda mi familia? ¿Soy cariñoso y protector con mi esposa y con mi hija? Son preguntas
muy importantes; pero si desea que su hija tenga un buen matrimonio, es en ellas en donde
radica todo. Un buen matrimonio se basa en el respeto. Usted quiere que su hija le respete;
y si usted muestra integridad, eso es lo que obtendrá, y lo que también le enseñará a ella
para que lo pida de su futuro marido. Escoger un cónyuge adecuado es una de las
decisiones más importantes de la vida. A los profesionales no les gustan mucho los hijos;
puede ser un hombre muy activo, o puede ser de los que desayunan en la cama. Hay
esposos que son así. Y usted es el hombre que deberá enseñar a su hija cómo se comportan
los hombres.
Mírelo. Hágalo. Enséñelo.
Permítame que le cuente un escalofriante secreto de los médicos. Mientras estamos
preparándonos para hacer la especialidad, pasamos por momentos muy duros. Una semana
de trabajo normal tiene entre ochenta y noventa horas de tarea, a menudo más. Sometidos a
una gran tensión, pronto aprendemos a tener práctica.
Se nos dice: «Míralo, hazlo, enséñalo». Puede tratarse de cualquier cosa, desde
poner una inyección intravenosa o hacer una punción lumbar hasta intubar a un paciente en
coma. Una vez que se nos dice cómo hay que hacerlo, se supone que lo sabremos hacer, y
que se lo enseñaremos a otro médico en prácticas.
Para que su hija sepa cómo es un buen hombre, tiene que conocer a alguno. Tiene
que ver un modelo de masculinidad en usted. ¿Y qué significa eso? Pues significa que usted
ha de ser una persona íntegra, un hombre que inspire confianza y respeto, un líder. Significa
que usted ha de ser un hombre sincero, que ha de comprometerse con el bienestar de su
familia y que ha de estar dispuesto a sacrificarse por ella.
La sinceridad es algo más que decir la verdad. Significa no tener secretos. El
secretismo no sólo sirve para aislar a unas personas de otras, sino que cuando usted oculta
algo, difícilmente se trata de algo bueno. Por lo general se trata de algo que le molesta o de
lo que se avergüenza. En realidad, es una debilidad.
La sinceridad se asienta en la integridad; y lo estarnos haciendo mal cuando
enseñamos sinceridad a los jóvenes. En realidad, nuestras enseñanzas no están calando. Lo
veo en mi práctica diaria, especialmente en los chicos y chicas que toman drogas. Es un
proceso. Empiezan teniendo secretos con sus padres, diciendo mentiras, ojeando revistas
pornográficas (especialmente en Internet), bebiendo alcohol (posiblemente del bar de su
padre), y después haciendo escarceos con la marihuana entre amigos «solo para ver cómo
es». La marihuana es «una puerta a la droga» que lleva a otras drogas más fuertes,
incluyendo la cocaína y las metanfetaminas. No necesito decir a los padres lo que puede
ocasionar en los muchachos el uso de las drogas.
Los padres saben muy bien que una mala decisión lleva a otra. Los pequeños
problemas, si no se corrigen, pueden convenirse en grandes problemas. Nosotros, los
adultos, conocemos muy bien esa progresión. No obstante, muchos padres están demasiado
distraídos, confundidos o influenciados por un relativismo moral políticamente correcto
como para poder aclarar adecuadamente lo que constituye una conducta buena o mala en
sus hijos. Por eso muchos chicos optan por mentir y engañar; porque es fácil y les hace
creer —al menos, superficialmente— que así tendrán más éxito.
No permita que eso pase en su hogar. Párelo antes de que llegue a suceder. Y si ya
se ha producido, trácese un plan para corregirlo.
Para poder hacer frente al secretismo y la falta de sinceridad es necesario que usted
sea un modelo de integridad y de fuerza, de sinceridad y de franqueza. Usted tiene que ser
el líder de su familia. Tanto su esposa como su hija necesitan un hombre que sea fuerte, no
un ser débil. Y un hombre fuerte sabe muy bien que nada bueno puede venir de
secretismos; nada bueno viene de que usted se aísle de su esposa y de su hija; nada bueno
viene de crear situaciones que den pie a la mentira, al abuso del alcohol o la adicción a la
pornografía.
Ya sé que usted se encuentra continuamente bombardeado por una imaginería
sexual. Yo también tengo marido e hijo, y sé las tentaciones a que han de enfrentarse ellos.
Los anuncios de índole sexual ejercen un tremendo daño en los chicos y en las chicas. Pero
ese daño se multiplica por tres en el caso de los hombres. La imaginería sexual atrapa su
atención de un modo que no sucede con la mayoría de las mujeres. No es que las mujeres
no estén interesadas en el sexo, sino que, para ellas, los estímulos sexuales son muy
diferentes.
Usted se ve seducido todos los días. En su ordenador de la oficina, o en la pantalla
de televisión de la habitación de su hotel, mujeres de todos los tipos y clases tratan de
seducirle a escondidas. Y el problema radica en que, al principio, ese mirar a escondidas le
parece agradable e inocuo, pero el modelo establecido puede convertirse en algo
devastador. La pornografía aplasta su masculinidad, aunque parezca que la favorece. La va
socavando poco a poco, llevándolo a un mayor aislamiento, a una mayor debilidad.
De usted depende mostrarse fuerte, darse cuenta de que su familia necesita su
respaldo. Su hija, su hijo, su esposa necesitan que usted viva sin secretos, ya se refieran a la
pornografía o a cualquier otra cosa. La verdad cura; la verdad es la sede y el núcleo de la
integridad.
Amber, una joven que ahora tiene veintiséis años, me contó una historia de su padre
que ilustra muy certeramente este punto. Amber recuerda que cuando tenía quince años se
despertó una noche al oír gritar a sus padres.
—Mis padres raramente discutían —me dijo— y yo no podía entender por qué lo
hacían en esa ocasión. Pero el hecho es que mi madre estaba más furiosa que mi padre.
Aparentemente, había descubierto algo que él estaba haciendo, y no dejaba de llorar y de
protestar. La pobre había estado enferma todo un año, con un linfoma, y había recibido
sesiones de quimioterapia y radiación para curarse. Yo sufría mucho por ella. Todos nos
esforzábamos por ayudarla. Mi hermana menor y yo cocinábamos. Y, por las tardes, no
hacíamos ruido para que pudiese dormir la siesta. Mi padre también se portaba
maravillosamente. Trataba de ayudar todo lo que podía, pero su trabajo era bastante
agotador. Además —y Amber empezó a sollozar— lo estaba pasando bastante mal con la
enfermedad de mamá. La quería mucho. Creo que sentía pánico ante la idea de que ella
pudiese morir.
Las emociones de Amber eran muy fuertes y, a medida que avanzaba en su relato,
empezó a hablar más alto y más deprisa.
—De todos modos, aquella noche ambos estaban discutiendo, y yo dejé la cama y
bajé por las escaleras al piso de abajo. Seguramente mi madre había visto a mí padre ante
su ordenador y se había encontrado con algo raro. Supongo que él estaba viendo algo, o
escribiéndole a alguien, no estoy segura. Tampoco tenía ganas de saberlo, porque fuera lo
que fuese él era mi padre.
Amber guardó silencio un momento y, después, su tono se suavizó.
—Durante los meses siguientes ellos se gritaban mucho y discutían continuamente.
No nos dijeron, ni a mí ni a mi hermana, lo que estaba pasando; pero, finalmente, un día mi
padre nos llevó a todos al salón, dijo que nos sentáramos e hizo algo que nunca podré
olvidar. Mi hermana y yo estábamos sentadas en el sofá, frente a mi padre y a mi madre,
que había perdido el pelo por la quimioterapia y las radiaciones. Fue él quien llevó toda la
conversación. «Chicas», dijo, «ya sabéis que vuestra madre y yo hemos tenido algunos
problemas». Cuando dijo eso, yo creí que iba a vomitar. Estaba segura de que diría que iban
a divorciarse. Le resultaba muy difícil hablar. Esperamos. Yo me puse sumamente nerviosa.
Finalmente, dijo: «El problema soy yo. No lo he hecho muy bien cuidando a mamá en su
enfermedad, y lo siento mucho por vosotras y por vuestra madre. No espero que lo
entendáis; y ni mamá ni yo vamos a daros detalles, porque es algo entre los dos. De todos
modos, quiero deciros que cometí graves errores. Me he deshecho del ordenador y, puesto
que todos lo utilizamos, tendréis que decirles a vuestras amigas que no habrá más e-mails
de ahora en adelante». Después, nos miró a todas, muy preocupado por lo que pudiéramos
decirle. «¿Es eso todo?», le pregunté. «No vais a divorciaros mamá y tú?». «No, Amber,
nada de divorcio. Mamá nos necesita: a ti, a tu hermana y a mí. Estamos pasando por unos
momentos muy duros, pero hemos de hacer todo lo que podamos para mantenernos unidos.
Y ya sé lo duro que es también esto para vosotras. Y eso fue todo —dijo Amber
evidentemente sorprendida por la escasa explicación que su padre había dado—. Él estaba
sentado allí, muy triste y callado. Nos miramos entre nosotras. Al cabo de un rato, mi
hermana y yo subimos a nuestro cuarto muy confundidas por lo que pudiera estar pasando,
pero tranquilizadas porque ellos no se iban a divorciar.
Amber hizo una pausa. Al poco, continuó:
—Me gustaría poder decir que a partir de aquel momento todo marchó bien. Ahora
es así, pero durante el año siguiente mis padres tuvieron muchas discusiones. Después, mi
madre empezó a mejorar y a hablar más. Por lo que pudimos deducir escuchando a escondídas sus conversaciones, tanto mi hermana como yo llegamos a hacernos una idea de lo que
estaba pasando. Al parecer, mi padre había establecido una relación con otra mujer por
Internet. La cosa no debió ser muy seria, y hasta pienso que ellos nunca llegaron a
encontrarse. Creo que sé cuándo empezó todo eso. De todos modos, estoy segura de que
una cosa condujo a la otra, y que después pudo meterse en otro lío.
Resultaba evidente que Amber no quería emplear la palabra pornografía, porque
nadie quiere relacionar a su propio padre con el sexo.
—Pero ahora viene lo mejor —me dijo—. A partir de aquel día, oí que mis padres
se prometieron que no habría más secretos entre ellos. Y en la medida en que puedo decirlo,
no volvieron a tenerlos. El ordenador se fue a la basura, y ahora han vuelto a ser felices.
Cuando terminamos la conversación, era evidente que Amber se mostraba orgullosa
de sus padres, especialmente de su padre. Sin disculparle, se había dado cuenta de que el
mundo virtual de Internet le había seducido cuando se sintió debilitado por el sufrimiento
que estaba pasando. Trató de mantener en secreto su vida irreal porque sabía que aquello no
estaba bien. Y mientras eso duró, su familia corrió un grave peligro.
—Pero —dijo Amber— él lo consiguió. Se dio cuenta de que aquello no marchaba
bien. Lo contó todo y eso hizo que le pusiera punto final. Y no se puede imaginar usted lo
bien que estuvo que lo hiciera.
Amber todavía no se ha casado, pero tiene un novio formal, con el cual muy bien
pudiera contraer matrimonio. ¿Qué piensa usted que espera ella de ese hombre? ¿Cree que
cerrará los ojos ante cualquier conducta secreta, o que, por el contrario, le animará a ser sin
cero, como hizo su padre? Puesto que el padre de Amber tuvo el coraje de enfrentarse a su
vida secreta y modificar su conducta, también ella espera que los demás hombres hagan lo
mismo. El padre de Amber no sólo cambió su vida sino que también cambió la de ella,
haciendo que ambos se sintieran más unidos. Probablemente, cuando hizo su declaración en
aquella sala no se dio cuenta de que su decisión tendría un gran impacto en el futuro de su
hija y en su futura felicidad.
Internet puede ser un buen aliado, porque le permite trabajar en casa, en vacaciones
o en cualquier sitio en donde se encuentre. Pero también puede constituir su mayor
pesadilla. Utilícelo con cuidado. La pornografía resulta un elemento muy adictivo para los
hombres y los muchachos, y se puede introducir en su vida sin que apenas se dé usted
cuenta de ello. Es más adictiva que el alcohol y más fácil de conseguir que las drogas; pero
resulta igualmente destructiva para hombres, esposas y niños. El doctor Lickona dice: «La
pornografía puede destrozar su conciencia sin que usted siquiera se dé cuenta». Los
hombres íntegros se dan cuenta de todo, especialmente de aquellas cosas que amenazan su
bienestar y el de los seres que tienen en su entorno. Si usted advierte a su hija y a su hijo
que la resistencia a la pornografía es una batalla que ha de sostener todo hombre y todo
muchacho, y les indica cómo pueden enfrentarse a ella y evitarla, les habrá otorgado un
inmenso poder para enfrentarse a las cosas difíciles de la vida. Y le puedo garantizar que su
hija seguirá ese consejo a la hora de dárselo a su futuro esposo.
Todo padre desea tener un yerno que no tenga nada que esconder y cuya relación
con su hija se base en la verdad. Todos los secretos hacen daño. Así pues, hable con su
esposa sobre esto. Hagan un pacto para no tener secretos entre ustedes. Y pónganlo en
práctica. Después, observe a su hija. Si usted tiene una vida sin secretos, ella probablemente
hará lo mismo. Si usted cree que no le oculta nada, es mucho más probable que ella hable
con usted claramente sobre la bebida y sobre otras conductas peligrosas. Pero si descubre
que usted (o su madre) guardan secretos importantes —y los hijos suelen descubrirlo casi
siempre— es muy posible que haga lo mismo.
Si tiene alguna debilidad, enfréntese a ella y busque la manera de evitar las
tentaciones. Si el alcohol es su punto débil, deje de beber con sus amigos y pase más
tiempo sobrio con su familia. Si su debilidad son las mujeres, establezca normas para
protegerse. Billy Graham90 (incluso él, un gigante espiritual de nuestra era) se sintió tentado
por las mujeres; para evitarlo se llevaba siempre a un amigo cuando viajaba, lo que le
impedía estar a solas con una mujer. Tal vez la regla de él no valga en su caso. A usted le
toca decidir. ¿Cuánto valor tiene su hija para usted? Si oculta cosas, su familia hará lo
mismo. Tiene que poner a la familia en primer lugar. Ellos están antes incluso que su
carrera.
En lo que respecta a las mentiras, hable con su hija de la importancia que tiene decir
la verdad. Enséñela a confiar en que los demás no mienten; prepárela para que sepa
distinguir a las personas sinceras (tendrá muchas ocasiones para hacerlo en el colegio).
Dígale que no podrá haber una buena relación entre ustedes si hay lugar para la mentira.
¿Por qué? Porque si usted o ella dicen falsedades, aunque sólo sea una pequeña mentira, la
confianza se romperá entre los dos. Hágale saber a su hija que usted quiere mantener con
ella una relación basada en la confianza; y que sólo de esa forma podrán estar unidos.
También deberá observar con mucha atención su forma de pensar, de hablar y de
comportarse. No es fácil, pero debe hacerlo. Su hija le observa todo el tiempo, y la verdad
es que si usted le miente, aunque ella desconozca los detalles, se dará cuenta de que algo no
marcha. Las hijas son así. Mi marido y yo fuimos amigos durante muchos años de otro
matrimonio. Les llamaremos Bob y Hilary. Nos visitaban frecuentemente y pasaban
muchos fines de semana con nosotros. Eran gente muy simpática y lo pasábamos muy bien
con ellos. Parecían muy felices en su matrimonio. Cierto día mi marido recibió una llamada
telefónica de Bob. Estaba muy furioso y apenado. Después de veintidós años de
matrimonio había descubierto que su mujer había tenido un romance bastante serio durante
cinco años. Nos quedamos estupefactos. Por desgracia hablamos de este tema una noche en
la cocina. Dos de nuestras hijas, que tenían diez y doce años respectivamente, nos oyeron.
Tomaron parte en la conversación y nos vimos obligados a decirles lo que había sucedido.
Nunca olvidaré lo que dijo la mayor de nuestras hijas:
—Mamá, papá, a mí eso no me sorprende nada. La tía Hilary siempre tuvo algo que
me molestó. Era un poco horripilante.
Y, sin más, dio por terminada la conversación. Ella siempre «supo» algo. No crea
usted que le va a ser fácil ocultar cosas a sus hijos. Los chicos tienen una forma particular
de conocer y descubrir los secretos.
No es fácil encontrar hombres buenos.
Los hombres que tienen integridad son honestos. Pero en el clima moral que reina
en nuestros días es difícil encontrar un 'nombre honesto y sincero. Piense en que el 76 por
ciento de los alumnos de bachillerato ha hecho trampa en los exámenes. Por lo que de
entrada, es probable que el muchacho con el que su hija salga sea mentiroso. (Y las
probabilidades también son altas, superiores al 40 por ciento, de que el chico haya tenido
relaciones sexuales, y de que también le mienta sobre eso). Usted dirá que bueno. Que si
todo se va a reducir a un engaño en los exámenes, la cosa no es demasiado importante. En
todo caso, ella no se va a casar con ese muchacho. Tal vez. Pero su hija ya está empezando
a relacionarse y a salir con hombres; y si da por sentado que los novios suelen mentir. Y
que ella tiene que aceptar eso, sus niveles de exigencia serán más bajos de lo que a usted le
gustaría que fueran.
***
Hace seis meses, una de mis antiguas pacientes, Alicia, fue a estudiar a una
universidad muy prestigiosa. Se graduó con honores consiguió, siguiendo los pasos de su
padre, un magnífico trabajo en una compañía de marketing de Nueva Inglaterra. Mientras
vivía allí conoció a un hombre, Jack, que era cinco años mayor que ella. Se enamoró
locamente de él. Estuvieron saliendo durante seis meses , y, como ella quería que él
conociese a su padre, ambos se fueron a la casa familiar para pasar allí un largo fin de
semana. Mientras disfrutaban de esos días, su padre y Jack tuvieron ocasión de hablar
largamente, cosa que hicieron de forma muy cordial pero no de la manera que esperaba
Alicia. Al tercer día de visita, Jack anunció que tenía que marcharse inmediatamente,
porque le había surgido un problema familiar. Así pues, se marchó, y a los pocos días se
reunió con Alicia en Nueva Inglaterra.
Tras esa visita, Jack y Alicia decidieron mudarse de casa para vivir juntos. Él quería
dejar su apartamento, mientras que Alicia se sentía un poco asustada al ver que el
matrimonio se hacía inminente. Jack se mudó al apartamento de ella. Los tres meses
siguientes transcurrieron felices y tranquilos. Él trabajaba como abogado en una empresa
que, según dijo ella, nunca llegó a saber cuál era. Al parecer, había estudiado en una
facultad de Derecho pero no había hecho la licenciatura, cosa que pensaba hacer en el
futuro. Mientras tanto, trabajaba en la compañía y tenía otros trabajos aquí y allá, para
incrementar los ingresos. Finalmente, él le pidió que se casaran, y ella se sintió encantada.
Llamó a casa para darles la noticia a sus padres, que la recibieron sin el menor entusiasmo.
También llamó a su mejor amiga, que respondió de igual manera. De hecho, su padre fue a
verla a su apartamento después de hablar con ella.
—Alicia —le dijo en aquel fin de semana—. No puedes casarte con Jack. Hay algo
que no me gusta. No confío en él.
El padre no pudo precisar qué era lo que no le gustaba de aquel hombre,
simplemente se limitó a decir lo que sentía. Alicia se quedó tan trastornada con aquellas
palabras que le pidió a su padre que se fuese inmediatamente de su casa. Después de todo,
decía ella, ya era una mujer adulta de veinticinco años. Y si tenía que escoger entre su
futuro marido y su padre, se decidía por el primero.
Proyectaron la boda; mientras tanto, la relación con su padre se enfrió al máximo. El
siguió pidiendo a su hija, con todo respeto, que no se casase con Jack. Pero la boda ya era
inminente. Ella había enviado unas preciosas invitaciones de boda a unos cuatrocientos
invitados, había hecho todo tipo de fotografías y hasta había pagado la orquesta y el
catering del banquete. Sólo la factura de los arreglos florales ascendió a ocho mil
quinientos dólares.
Dos semanas antes de la boda, Alicia recibió una llamada telefónica anónima. No
pudo reconocer la voz de la persona que la llamaba. Jack estaba viendo la televisión en otra
habitación. La persona que estaba al teléfono le dijo a Alicia que estaba a punto de cometer
un gran error y que debía romper aquella relación inmediatamente. Alicia no pudo decir
palabra. La mujer que la llamaba sólo le dijo que ella «no era la única». La joven colgó el
receptor sin saber qué hacer. Al principio, maldijo a su padre por haber contratado a alguien
para que hiciese aquella llamada. Pero después comprendió que su padre jamás haría una
cosa así, y que tampoco le mentiría hasta ese extremo. Pensó que seguramente la
informante anónima estaba mintiendo. No quería llamar a su mejor amiga, porque ahora
estaban un poco distanciadas, y tampoco quería llamar a su padre, porque se sentía
humillada. Así pues, al día siguiente, sintiendo que el estómago le daba vueltas, contrató los
servicios de un detective privado. Bastaron veinticuatro horas para que el detective le
informase de que Jack tenía otros cuatro nombres. Tenía tres esposas, nunca había
estudiado Derecho, y actualmente trabajaba como pasante de un gabinete jurídico. Tenía
tres hijos, de distintas mujeres, y estaba buscado en otro estado por malversación de fondos
en un bufete. De alguna forma se había procurado documentos falsos en los que constaba
que había estudiado en una Facultad de Derecho muy importante, y que había conseguido
la licenciatura.
Alicia solamente tenía un sitio al que poder dirigirse. Hizo su llamada telefónica.
—Papá —dijo, llorando quedamente—. ¿Puedes venir inmediatamente? Quiero
decir, ¿puedes venir esta misma noche?
—Por supuesto, cariño. Pero, ¿qué pasa? ¿Necesitas dinero? ¿Te ha hecho daño
alguien?
El hombre no podía salir de su asombro.
Cogió el coche y salió disparado hacia el apartamento de su hija, a la que encontró
esperándole en la puerta. Ella estaba temblando. No quiso entrar en casa, porque Jack
estaba allí. Al ver a su padre, hizo lo que hubiera hecho cualquier chica que tuviese una
buena relación con él. Se echó a llorar. Había soportado ella sola toda la situación, y al ver
salir del coche a su padre, se desmoronó. Él la abrazó y dejó que llorase en sus brazos
durante cinco minutos, sin poder decir una palabra.
—Es Jack, papá. Tenías razón. Es un sinvergüenza y un ladrón. Y le tendió el
informe proporcionado por el investigador privado. —Bueno, sólo podemos hacer una cosa.
—¿Qué?
—Enseñarle esto a Jack, y echarlo a patadas. Vamos a llamar a la policía. Haremos
todo lo que haya que hacer para alejarlo ahora mismo de tu lado.
—¡No, papá! ¿Y si nos dispara, o hace cualquier locura? Ella estaba dominada por
el miedo y fuera de sí.
—Mira, cariño, voy a hablar con él. ¿Quieres acompañarme, o voy yo solo? —
insistió él.
Entraron los dos a ver a Jack. No hubo tiros. El padre de Alicia se quedó con ella los
días siguientes y cambió las cerraduras de las puertas. Cuando se convenció de que su hija
estaba segura, regresó a casa.
—Lo más sorprendente de todo esto —me decía Alicia un año después— es que mi
padre nunca me reprochó nada. Jamás me dijo: «Ya te lo había advertido», o algo parecido.
Simplemente se limitó a ayudarme. Fue algo desolador. Pero he de decirle que estaba muy
asustada. ¿Sabe lo que es vivir con alguien y no tener la menor idea de que esa persona
tiene otra vida, o dos, o tres?
De todos modos, lo mejor de cuanto me dijo en aquella ocasión viene ahora:
—Pero, ¿sabe una cosa?, aunque mi padre me había advertido que tuviera cuidado
con Jack, lo que más me molestó de él durante todo el tiempo de nuestra relación fue lo
diferente que era de mi padre. Por supuesto que no quería decirle esto a nadie. Me refiero a
que Jack hablaba de una manera diferente, y en alguna ocasión le pesqué en mentiras sin
mucha importancia. Mi padre nunca lo hubiera hecho. Mi padre es una persona tranquila y
sincera. Jamás hubiera hecho algo que me obligase a desconfiar de él; lo que pasaba es que
yo no estaba completamente segura de sí podía confiar plenamente en Jack, o no. Pensaba a
menudo si podría vivir con alguien que pudiera mentirme. En mi cabeza, comparaba
cualquier cosa que hacía Jack con lo que hubiera podido hacer mi padre. En el fondo de mi
corazón sabía muy bien que nunca podría casarme con alguien que fuera tan distinto de mi
padre; pero no sé, supongo que estaba totalmente cegada por mi encaprichamiento. ¿Cómo
pude ser tan estúpida?
Me pregunto sí Alicia se da cuenta de que el hombre con el que ahora está saliendo
es muy parecido a su padre.
La historia de Alicia es sumamente importante para mí, no sólo como médico, sino
también como madre de hijas adultas. Tenemos a un hombre, joven y brillante. Tenemos
también a una joven confiada, muy bien considerada en su trabajo y sumamente íntegra.
¿Qué hay, pues, de equivocado? Ella estaba cegada por el cariño y, lo más importante,
había dejado de prestar atención a lo que le decía su padre.
El engaño de Jack estuvo a punto de arruinarle la vida. Las mentiras dañan. Los
secretos dañan. Las vidas de la gente son mejores si viven con sinceridad e integridad. Y si
usted se comporta así en su trabajo y en su vida, su hija se beneficiará de ello.
Las personas están primero.
Naturalmente, los hombres se preparan, desde el primer Lía en que entran en el
colegio, para tener una carrera. Y la mayoría mide el éxito de esa carrera, e incluso su
propia felicidad, en términos de dinero. A todos nos gusta pensar que si tenemos más
serena os más felices. Así pues, son muchos los hombres que sólo piensan en función de las
ganancias, de cosas materiales; cuanto más se progrese profesionalmente, mayor será la
cuenta bancaria y más hermosa será la vida. Pero la lucha constante para tener más nunca
lleva a la felicidad, sólo conduce a la insatisfacción.
Cuando nos damos cuenta de que no necesitamos más, entonces podemos relajarnos
y ser felices. El contento se produce cuando se está satisfecho con lo que uno es y con lo
que uno tiene en el presente. Una persona que vive su vida con integridad poseerá ese
sentimiento de contento y de libertad. Su ejemplo servirá de importante lección a su hija
para que ella conozca las prioridades de la vida. Pero si usted no reconcilia sus necesidades
y deseos con la honestidad, la integridad y la humildad, su hija no lo hará; y tampoco lo
hará el hombre que ella escoja como marido.
¿Le gustaría que su hija se casara con un hombre que creyese que la vida que tiene
con ella no es suficiente? Aunque disfrazara sus sentimientos de perfeccionismo, el caso es
que siempre estaría buscando más. Y empezaría a hacerlo alejándose de ella, de los niños y
de su vida hogareña a fin de encontrar esa falsa realización. Le haría daño a su hija. Como
padre, usted no querrá que su hija ocupe un segundo lugar en esa búsqueda para tener más.
Bien: pues si su hija ve en usted ese mismo esfuerzo constante —y me refiero a algo muy
distinto a trabajar duramente y a tener un buen empleo—, terminará creyendo que esa
búsqueda es necesaria para disfrutar de una vida mejor. Si, por ejemplo, usted le enseña que
para ser feliz necesita una casa más grande, un salario más alto, tener varios coches e ir de
vacaciones a sitios caros y exóticos, ella terminará casándose con un hombre que esté
constantemente fuera de casa para conseguir todo eso.
Las personas que se encuentran insatisfechas con sus posesiones materiales pueden
estar también insatisfechas con lo que son, y con lo que son los demás. Cuando su hijo
político haya conseguido lo que se proponía, tal vez quiera tener una esposa diferente; tal
vez, una esposa que sea más brillante, más comprensiva o más atractiva. No importa lo que
él busque en otra mujer, porque podrá ser cualquier cosa.
No permita que su hija sufra eso. Enséñele que lo más importante de nuestra vida es
la forma de relacionarnos con nuestros seres queridos. Esas relaciones constituyen el único
camino que conduce al gozo y a la alegría profunda. Cuando son buenas, la vida también lo
es, y sentimos que necesitamos muy poco más. Eso es lo que usted quiere que sienta su hijo
político; y si usted modela ese tipo de conducta, su hija buscará un marido que haga lo
mismo.
Requiere un gran valor vivir sabiendo que, aunque se perdieran las posesiones
materiales, se seguiría valorando la vida. Eso significa vivir sin miedo. Vivimos temiendo
que nos quiten las cosas que poseemos; pero no es necesario que sintamos ese miedo. Las
relaciones fuertes nos servirán de soporte. Usted no tiene por qué preocuparse por la
pérdida de las cosas materiales. Su vida no va a hundirse sin ellas. Puede considerar todo
esto como un regalo, y centrarse en las relaciones cariñosas que son lo verdaderamente
importante, porque ellas constituyen los auténticos regalos.
Si vive de esa manera, su hija se dará cuenta de que ella también es un regalo.
Incluso puede decirle eso en alguna ocasión. Es un regalo que ha cambiado su vida gracias
al amor. Convénzala de que ella es suficiente para usted. Su hija necesita saberlo para que,
cuando escoja un marido, ese otro hombre también la considere un regalo, que la considere
«suficiente». Vivir sin «nada que ocultar, nada que ganar y nada que perder» es poseer la
auténtica libertad. Usted quiere que su hija viva con libertad y sin miedo. Por tanto,
muéstrele cómo conseguirlo. Sea usted como el hombre con el que quisiera que ella se
casase; porque hay muchas probabilidades de que cuando ella sea mayor le busque a usted
(aunque sea de forma subconsciente) en otro hombre. Y si usted no tiene mucha idea de
cómo es un buen padre, busque a su alrededor hasta que encuentre uno que lo haga
verdaderamente bien. Entonces, obsérvelo, aprenda de él, imítelo. Y a medida que vaya
practicando, irá cambiando la vida de su hija. Ella absorberá lo que es usted. Y un buen día
encontrará la persona adecuada y le recompensará con un yerno al que usted podrá respetar.
Encuentre la armonía, por usted y por su hija.
Los padres inteligentes saben que, en la vida de sus hijas, la diferencia entre la
plenitud y el desastre, entre el gozo y la ansiedad, puede depender de una decisión
equivocada. Su pequeñita de tres años lleva su patinete a la calle. Su hija adolescente de
catorce años deja al grupo de amigos al salir del cine y se va sola con su novio. Su hija de
diecinueve años regresa a casa conduciendo, después de haber tomado «sólo» un par de
copas.
Como padre que es, tendrá que vivir con esa tensión. Usted quiere que su hija esté
segura, pero también quiere que sea independiente. Quiere que sea valiente, pero no
temeraria. Quiere que sepa amar, pero que no sea demasiado dependiente. Aunque no
pueda cambiar su personalidad, o determinar todos los cambios que surjan en su vida,
puede apoyarla, situarla en la dirección correcta y ayudarla a madurar. Y el modo que ella
tenga de madurar dependerá de lo que vea cuando le observe a usted enfrentarse a los
grandes retos de la vida, cuando muestre usted arrojo en medio de los desafíos. ¿Y dónde
puede ella advertir su valor? En todas partes. Mi cuñada observaba cómo su padre, que era
médico, iba a las cárceles a realizar autopsias de reclusos que habían muerto de sida,
cuando ningún otro médico lo hacía. Hace poco escuché a un padre de dos gemelas de
quince años decirles que podían encontrarse bien, incluso volver a ser felices, después de
que su madre muriera de un cáncer de pecho. Pude ver angustia en sus ojos, pero también
firmeza en su voz.
Quizás su matrimonio no sea como usted hubiera querido que fuese; pero se
necesita valor para mantener unida a la familia y situar las necesidades de sus hijos por
delante de lo que usted pudiera creer —a menudo erróneamente— que constituiría su
propia felicidad. Los hombres valerosos siempre tienen reservas, y hacen lo que deben. La
integridad no está completa sí no hay humildad. Y la verdadera humildad procede de
encontrar el equilibrio entre lo que usted es y lo que es el mundo. Y la gran recompensa es
que los padres humildes son personas a las que gusta tener cerca; las hijas quieren a los
padres humildes y se separan de los altivos.
La humildad y el equilibrio también juegan su papel a la hora de conocer la
diferencia entre el amor saludable y el amor agobiante. Usted querrá protegerla. Su hija lo
necesita para que luche por ella y la cuide, para que sea fuerte por ella. Su hija quiere que
todo el mundo sepa que si usted fracasa con ella, ha fracasado como padre. No permita que
se hunda. Los padres que se encogen de hombros y se dan la vuelta destrozan los
sentimientos de sus hijas.
***
Conocí bastante bien al padre de Allison. Es un hombre de maneras suaves, un
abogado de éxito que se esfuerza por ser un buen padre. Viven en el lago Michigan, donde
Allison suele dar frecuentemente fiestas con hogueras en la playa. Durante su último año de
bachillerato, dieron una fiesta que a su padre le pareció muy adecuada para conocer a los
compañeros de clase de su hija. Creía, como suele ocurrirles a muchos padres, que los
adolescentes necesitan tener su propio espacio. Así que, una vez que se encendieron las
hogueras en la playa, él y su mujer se marcharon y dejaron que los jóvenes estuvieran a su
aire. No querían molestar a Allison. Sospechaban que algunos de los muchachos beberían,
pero supusieron que no podrían tener muchos problemas estando en la playa.
Cuando las hogueras se apagaron, los muchachos empezaron a marcharse. Uno se
ofreció a llevar en su coche a algunos amigos a casa. Era el conductor más adecuado,
porque, si bien había tomado algunas copas, no estaba tan bebido como los otros. Cuando
regresaban, perdió el control y dos de los muchachos resultaron muertos. A partir de ese
momento, las vidas del joven, la de los padres de los chicos muertos y la de los padres de
Allison ya no fueron las mismas. Los padres de Allison fueron demandados judicialmente y
la chica tuvo que ir a la cárcel; y todo porque su padre no quiso molestar a su hija. Padres:
ustedes tienen que intervenir.
Preste atención a su instinto y proteja a su hija. Es una equivocación muy corriente
dejar a las hijas a su libre albedrío demasiado pronto. Por favor, no lo haga. No va a
convertirse en un padre súper protector ni autoritario porque trate de convencerla de que
beber en exceso es algo muy peligroso, incluso una seria amenaza para la vida. Protéjala,
pero hágalo con sutileza e inteligencia. Esté allí. Sea el hombre íntegro, con razón y con
músculos, que sabe conducirla en la dirección correcta.
Hace poco hablé con un padre separado que acababa de regresar de un viaje a
México, a donde se había llevado a su hija y a algunas de sus amigas de dieciocho años a
pasar unos días de vacaciones. Tras dos noches de descanso en el complejo turístico, las
chicas quisieron vivir, como era natural, la vida nocturna de la localidad, y le preguntaron si
podían ir unas horas a bailar a un club. Como él no quería parecer gazmoño ni
«desconfiado», les dijo que sí. De todos modos, estableció unas cuantas normas. Primera,
tenían que estar juntas. Segunda, no podían abandonar el club. Tercera, sólo dos copas por
cabeza. Cuarta, tenían que regresar a casa a las once y media de la noche. Esas eran las
condiciones y ellas las aceptaron.
Después de cenar, las chicas se arreglaron y tomaron un taxi para que las llevara a la
ciudad. Mike tomó otro taxi, quince minutos después, y las siguió. Con discreción, se puso
a pasear por las callejuelas próximas, echando de vez en cuando un vistazo al club. Esperó
y paseó. A las once y media regresó a la parada de taxis. No había señales de las chicas. A
las doce menos cuarto empezó a preocuparse y entró en el bar. Allí estaban ellas, las cuatro,
riendo a carcajadas, con las mejillas coloradas. Su hija estaba charlando con un tipo
barbudo de unos treinta años.
—¿Hasta qué hora se puede tomar un taxi para ir al complejo turístico? —le
preguntó a un taxista.
—Hasta las doce, no más tarde —fue la respuesta.
Así que, al cabo de quince minutos, ya no habría taxis que las pudieran llevar a
casa. ¿Sabrían ellas esto? A las doce menos cinco entró en el bar y le dio unos golpecitos en
el hombro a su hija. Cuando la chica se dio la vuelta, se puso furiosa.
—¿Sabes qué hora es? —le preguntó él.
—Ya nos íbamos, ya nos íbamos —dijo ella con una risita tonta—. Lo siento, papá.
Pero ya sabes que no llevo reloj.
Reunió a las amigas, y los cinco tomaron el último taxi que salía de la ciudad hacia
el complejo turístico.
—Me estaba poniendo colorado —me dijo Mike—. Estaba tan alterado y tan
disgustado que tuve que esperar hasta la mañana siguiente para hablar con ellas.
—Así que esperé hasta después del desayuno, cuando todos nos encontrábamos
sentados en la playa. Entonces les pregunté cómo había ido la noche.
—Fabulosa, señor Trent —me dijo una de ellas.
Mi hija permanecía callada. Sabía muy bien que yo estaba muy enfadado.
—¿Os limitasteis a tomar sólo un par de copas? —les pregunté.
—Todas afirmaron con la cabeza.
—¿A qué hora nos marchamos de allí? ¿Alguna lo sabe?
—Sí. Sobre las once y media, como usted nos pidió, señor Trent.
—Verás, papá, estábamos muy a gusto —dijo Lizzie—. Yo me sentí muy
avergonzada cuando entraste allí. ¿Por qué tuviste que hacerlo? —me preguntó.
—Liz, o cualquiera de vosotras —volví a preguntar—. ¿Sabéis a qué hora terminaba
el servicio de taxis?
Lo miraron desconcertadas. Silencio.
—Pues terminaba a medianoche; justo a medianoche. ¿A qué hora os saqué yo del
bar?
Nuevo desconcierto en sus miradas
—¿A las once y media? —preguntó una de ellas.
—Nada de eso. A las once cincuenta y cinco —silencio por su parte—. ¿Qué
habríais hecho sí hubierais perdido el último taxi?
—Papá —dijo Liz—. Nos habíamos encontrado allí con unos chicos muy
agradables. Venían de Estados Unidos. Uno de ellos, que se llamaba Zach, nos dijo que
tenía coche. Se ofreció a traernos a casa con su amigo.
El hombre ya no pudo contenerse.
—¿Te estás burlando de mí? ¿Ibas a dejar que un individuo al que acababas de
conocer en un bar te trajese a casa?
—Papá, no lo entiendes. Era un chico muy agradable. De verdad.
(Advertencia para todos los padres: siempre que su hija le diga que un chico es
«muy agradable», significa que tiene una agradable sonrisa).
—Creo que lo que más me molestó —me dijo Mike— fue que estas chicas no se
dieran cuenta de lo que yo les estaba diciendo. No lograba convencerlas de por qué no
deberían dejarse acompañar por unos muchachos «muy agradables» a los que habían
conocido en un bar. Además, se habían saltado las normas que habíamos establecido.
También descubrí que una de las chicas se había pasado toda la noche bailando y bebiendo
con un individuo que estaba casado y de vacaciones con su mujer y sus hijos en nuestro
mismo complejo turístico; y que le había dicho que era soltero y que estaba allí por
negocios. Bebieron demasiado; no se preocuparon de ser personas responsables ni de tener
en cuenta la hora de regreso. Y el mayor de los errores fue que incluso mi propia hija estaba
dispuesta a que un extraño la llevase en su coche. ¿Qué hubiera pasado si yo no las hubiera
seguido?
La pregunta de Mike es muy corriente. Conocía muy bien a su hija y creía conocer
también a sus amigas. Liz es una chica inteligente, estudiante de primer año de un centro
Ivy League, y jamás se había metido en problemas. ¿Qué le pasó entonces? Pues,
simplemente, que el hecho de que fuera una chica inteligente, responsable y estudiara en
una magnífica universidad no había cambiado su desarrollo mental. Seguía teniendo el
cerebro de una chica de diecinueve años y no el de una de veinticinco. Caminaba por la
cuerda floja, entre la diversión y el desastre, y no podía darse cuenta de que se tambaleaba
sobre el lado malo. Por suerte para ella, tenía un padre que confiaba en su instinto
masculino para protegerla. Y haciendo caso a su instinto había podido salvar a su hija.
¿Habrían pasado Liz y sus amigas aquella noche sin que les ocurriera nada? Puede
que sí; pero también es posible que no. Mike no podía correr ese albur, e hizo muy bien en
no hacerlo. Supo establecer el equilibrio justo entre confianza y protección.
Ese equilibrio se rompe cuando la protección se convierte en una pequeña
manipulación. Los pediatras usan el término «sobreprotección» cuando se refieren a padres
que cuidan excesivamente a sus hijos y de alguna forma los manipulan. Las intenciones de
estos padres sobreprotectores suelen ser buenas: quieren que sus hijas disfruten de las
máximas oportunidades. El problema radica en que los hijos pueden sentirse presionados y
sofocados por sus padres, y volverse amargados y desconsiderados. Por tanto, trate de
mantener el equilibrio; establezca unos límites de protección y cuide de su hija; pero
concédale también la libertad necesaria para que sepa escoger las actividades que le hagan
disfrutar, y asegúrese de que sus días están llenos de oportunidades para ese tiempo de ocio.
Por último, los hombres con integridad mantienen a sus hijas en un plano humano.
Aunque no es necesario que le enseñe a tener miedo de los medios electrónicos y de
comunicación, sea lo suficientemente cauto para que ella no centre su vida en los teléfonos
móviles, en las PlayStation, y en los demás artilugios de distracción. Equilíbrelo todo. He
conocido a padres que han aplastado todos esos elementos electrónicos de sus hijos bajo las
ruedas de su furgoneta. Y también he conocido a otros que animan a sus hijos adolescentes
a que se vayan a un campamento de electrónica o informática para que se pasen allí un par
de meses. Trate de tener a su hija unida a usted el máximo del tiempo posible. Salgan a
pasear juntos, vayan a cenar, a jugar al golf o a pescar. Háblele, abrácela. Internet puede
crearle ciertas emociones pasajeras, pero no podrá consolarla cuando esté triste. Usted sí;
por eso debe estar a su lado.
¿Y qué tiene todo esto que ver con su futuro marido? Todo.
Si su hija aprende de usted a mantener el equilibrio adecuado, hará lo mismo y
procurará que el muchacho con el que se comprometa observe esa misma conducta. Si, por
el contrario, no aprende de usted que equilibrio es sinónimo de amor, valor y fe en un
hombre, quizás se equivoque en su matrimonio. Y ese error puede llevarla a casarse con el
hombre equivocado.
Vigilen, padres. Individuos como éstos los hay por todas partes, y siempre hay
chicas encantadoras que se enamoran de ellos. Caen en la tentación de cuidar a estos pobres
seres tan necesitados, a estos «palomos» de alas rotas, y ¡rataplán! Ella se casa con él, se
pone a trabajar para apoyarle hasta que él se sienta «suficientemente fuerte» para conseguir
su propio trabajo, y muy pronto el peso con el que ella tiene que cargar se vuelve
insoportable.
O lo que todavía es peor. Tal vez un día él llegue a pegarle. La violencia entre
chicos y chicas, y entre hombres y mujeres es algo terrible para nosotros, los padres. Según
el Programa Nacional de Prevención de Violencia Juvenil, casi todas las estudiantes de
secundaria y bachillerato han sufrido abusos físicos o psíquicos durante el noviazgo. Y más
concretamente, el 9 por ciento de las estudiantes de esos mismos cursos han sido golpeadas
o heridas físicamente, y a propósito, durante el noviazgo. Otro 9 por ciento dicen haber sido
forzadas para mantener relaciones sexuales. Y un espectacular 96 por ciento de los
estudiantes informan de que han sufrido abusos emocionales o psicológicos durante sus
noviazgos. En todas las estadísticas, las chicas han mostrado ser mucho más susceptibles de
correr estos peligros que los chicos.
***
Tara estudiaba en un colegio de una pequeña población del sur. Estaba muy
emocionada porque dicho colegio tenía un magnífico programa para aquellos estudiantes
que quisieran enseñar a personas ciegas o sordas. Al cabo de varios meses de su primer año
de estudios, se hizo amiga de un chico de su clase que pertenecía al equipo de baloncesto.
Se había educado en una zona residencial de clase media; era todo un muchacho urbanita.
Pero se mostraba agradable, simpático y muy respetuoso con ella. Le dijo que ella era la
chica más guapa de todo el colegio.
Por su parte, ella se pasaba horas enteras oyéndole hablar y charlando con él en las
cafeterías. En varias ocasiones él le pidió que se hicieran novios, para poder ir a cenar o al
cine, pero Tara no aceptó, porque quería mantener aquella relación en el terreno de la
amistad. A él no le gustó su decisión, y se volvió cada vez más agresivo; la joven no quería
tener novio todavía; quería concentrarse en sus estudios. La tensión creció entre los dos,
pero Tara sentía pena por él, porque había tenido una vida terrible. Nunca había conocido a
su padre y su madre estaba en la cárcel (por un homicidio en segundo grado, como más
tarde pudo saber ella). Sus hermanos se encontraban solos, y él se preocupaba
continuamente por ellos. Quería terminar su formación para conseguir un buen trabajo y
poder ayudarlos. Tara admiraba ese proceder y no rompió la relación con el chico porque
pensaba que él la necesitaba. Pero, aunque parezca irónico, también tenía miedo de que si
rompía totalmente la relación, él pudiera hacerle algún daño. Era un muchacho grande y
fuerte y a ella le asustaba enfadarlo. (Padres, tomen nota: son muchas las chicas que
piensan de este modo. Tienen miedo a romper una relación con un chico por lo que él
pueda hacerles). En último lugar, ella tampoco quería romper la relación porque creía que
podría ayudar al muchacho a cambiar su vida. (Otra advertencia para los padres: esto
también es muy frecuente entre las chicas guapas. Creen que pueden conseguir que los
hombres dejen de beber, de gritarles, de comportarse mal...).
Cuando se acercaba el fin de curso, Tara se dispuso a regresar a casa para pasar allí
el verano, por lo que fue a despedirse de su amigo. Él se puso furioso; y esa noche, cuando
la chica se disponía a acostarse, entró en su cuarto y, aprovechando que su compañera ya se
había marchado y ella estaba sola, la violó. Había estudiantes en los cuartos contiguos, pero
él le puso una almohada en la boca para que no pudiera gritar. Tara se quedó embarazada, y
los cinco años siguientes fueron un infierno para ella. Todo porque quiso ser amable con
aquel muchacho y ayudarle.
***
Los alcohólicos y los depresivos necesitan ayuda. Pero la pueden obtener de un
médico. Su hija necesita ser protegida, y usted es su escudo. Usted debe modelar una
relación sana a su lado. Muéstrele lo que es un amor limpio. Un amor que esté debidamente
equilibrado. De ese modo, ella también sabrá lo que es un amor insano y desequilibrado. Y
si por desgracia llega a vivirlo, podrá alejarse de él antes de que las cosas se descontrolen.
Pero si las cosas llegaran a ese punto, dispóngase a ayudarla.
Si usted quiere que ella se case con un hombre íntegro, un hombre que la quiera
bien, un hombre que tenga el valor suficiente para protegerla y que sea más humilde que
arrogante y narcisista, entonces enséñele lo que es la integridad. Enséñele a amar la vida
más que a temerla. Enséñele la integridad, que significa que usted no tiene nada que
ocultarle. Muéstrele el amor, que sitúa a la familia por delante de las posesiones materiales.
Muéstrele la fuerza de carácter, y ella sabrá incorporarla a su propia persona.
La integridad la hará sentirse bien. Cuanto más la vea, cuanto más la viva, más
confiará en ella. Y eso es lo que tratará de encontrar en el hombre con el que se case.
Capítulo 8. Enséñela a conocer a Dios.
Su hija necesita a Dios. Y quiere que sea usted quien le hable de Él y quien le diga
lo que Él piensa de ella. Quiere creer que existe algo más que lo que ve con los ojos y oye
con los oídos. Quiere saber que existe alguien que es más inteligente, más capaz y más
amoroso (incluso) que usted. Si usted es un padre normal, se sentirá contento de que ella
quiera creer en alguien superior, porque sabe demasiado bien que en muchas ocasiones
podrá defraudarla. Tal vez se olvide de que ella daba un recital, o falte a sus partidos de
fútbol por culpa de sus viajes de negocios; o quizás pierda los estribos y le diga cosas
desagradables. Usted no es más que un buen padre que trata de hacerlo lo mejor que puede.
Necesita, pues, alguien que le apoye, alguien a quien su hija pueda volverse cuando usted
no esté. Ambos necesitan un padre mejor y más fuerte.
No suelo hacer a la ligera este tipo de declaraciones. Las hago como médico,
basándome en lo que he observado, estudiado y conocido por experiencia. Y también como
alguien que confía en los estudios científicos, con sus correspondientes correlaciones y
hechos constatables. Cuando, por ejemplo, prescribo un medicamento a mis pacientes,
necesito saber que la medicación va a ser eficaz. Si receto Zithromax en un caso de
neumonía, tengo que saber que hay una gran probabilidad de que ese antibiótico cure la
infección. No puedo decir a un paciente: «Buena suerte. Espero que esto le funcione, pero
no estoy muy segura». La Academia Americana de Pediatría me pondría de patitas en la
calle si tal cosa hiciese.
Por consiguiente, si hago una afirmación sobre lo que puede ir bien a los críos es
porque estoy muy bien informada. Y esto es exactamente lo que pasa con lo que le voy a
decir a usted. En temas referentes a nuestros hijos —lo que es bueno para ellos y lo que
necesitan— la mayoría de los padres han sido embaucados por los medios de comunicación
para que crean cosas que son absolutamente falsas, en especial en lo referente a la religión.
Esos medios suelen tratar la religión —concretamente el cristianismo— como algo
represivo, anticuado, irreal, poco inteligente y, tal vez, incluso psicológicamente dañino
para los chicos. Esto es lo que dicen los medios informativos. Las pruebas estadísticas
dicen algo muy diferente. Quisiera exponerle, con una mente abierta, los siguientes puntos.
Todos los adultos tenemos prejuicios sobre lo que los chicos quieren y necesitan. Y esto es
lo que nos dicen las pruebas.
La religión protege a los jóvenes. Estudios realizados sobre adolescentes confirman
este hecho con notable solvencia. Definimos aquí a la religión como la fe en Dios y la
participación activa en el culto realizado en una iglesia o en un templo. Las investigaciones
demuestran que la religión (algunos estudios se refieren al tema como «religiosidad», lo
cual para mí equivale a religión) ayuda a los adolescentes a:
•Mantenerse alejados de las drogas.91
•Evitar la actividad sexual.92
•Evitar el tabaco.93
•Tener una buena perspectiva en la vida.94
•Sentirse bien y felices.95
•Resolver sus problemas.96
•Encontrarse mejor, tanto de salud como de aspecto.97
•Postergar su iniciación sexual.98
•Ser menos rebeldes.99
•Evitar el mal carácter.100
•Ser buenos estudiantes.101
Además...
•Evita que vean películas que no sean apropiadas para su edad.102
•Protege a las jóvenes de películas y vídeos pornográficos.103
•Hace que no pierdan el tiempo ante videojuegos.104
•Estimula a las jóvenes para que obtengan mejores calificaciones escolares.105
•Evita en las jóvenes los síntomas depresivos.106
•Afecta de modo positivo a la relación de jóvenes y adultos.107
•Les proporciona una guía moral.108
•Les proporciona sentimientos de seguridad mental y psicológica.109
•Contribuye a su equilibrio en el paso de la infancia a la adolescencia.110
•Les enseña a marcar límites y a alejarse de problemas.111
Otros estudios realizados principalmente entre adultos, pero con implicaciones para
los chicos, afirman que la religión:
•Puede reducir las tentativas de suicidio.112
•Conduce a un mayor fortalecimiento del yo.113
•Ayuda a reducir la paranoia.114
•Ayuda a reducir la ansiedad.115
•Ayuda a reducir la inseguridad. 116
Todo esto no son meras especulaciones, esperanzas o deseos sin fundamento; son
hechos. Muchos de estos trabajos proceden de excelentes estudios aparecidos recientemente
en Soul Searching: The Religious and Spiritual Lives of American Teenager, realizados por
Christian Smith, y cuya lectura les recomiendo sinceramente. Se trata de un estudio muy
agudo sobre los deseos y creencias de nuestros jóvenes. Resulta interesante comprobar que
las chicas tienden a ser más religiosas que los muchachos, y que ambos sexos desean tener
más conocimientos de la religión que los que nosotros les proporcionamos.
Muchos padres creen que no deben fomentar en sus hijas ideas religiosas, porque
han de ser ellas las que se formen sus propias opiniones en ese sentido. Por supuesto que así
debe ser, pero la cuestión no es ésa. Los padres tratan de enseñar a sus hijos a que no
fumen, a que no falten a clase o a que no conduzcan demasiado rápido. Enseñamos a
nuestros hijos a que sean respetuosos y amables. Les enseñamos lo que consideramos que
deben saber sobre matemáticas, literatura, ciencias e historia. Cuando creemos que algo es
importante, tratamos de enseñárselo a nuestros hijos. Pero relegamos esa enseñanza cuando
se trata de hablarles sobre Dios. Eso se debe en parte, creo yo, a que a la mayoría de
nosotros no nos enseñaron religión en el colegio; desconocemos los temas religiosos y por
eso no les hablamos de ello.
Pero no se trata de nosotros; se trata de nuestros hijos y de lo que ellos necesitan. Es
preciso que le diga a su hija lo que usted cree y piensa. Sus ideas ejercerán un profundo
impacto en lo que ella llegue a creer. Y si usted siente que debe empezar esa iniciación
religiosa a su lado, hágalo. Ella se lo agradecerá.
La clarificación es orden. Cuando digo que su hija necesita a Dios, me estoy
refiriendo a la tradición judeocristiana, que es la vivida por más de dos tercios de los
adolescentes americanos (el 52 por ciento son protestantes; el 23 por ciento son católicos, y
el 1,5 por ciento son judíos).117 El 84 por ciento de los muchachos entre trece y diecisiete
años dicen ser creyentes, el 12 por ciento no están seguros, y sólo el 3 por ciento afirma que
no cree en Dios.118
Estos porcentajes están de acuerdo con la experiencia que tengo de mis pacientes y
de los adolescentes con los que he trabajado a lo largo y ancho del país. Los chicos pueden
hablar de diversa manera sobre la existencia de Dios, pero son pocos los ateos. Como
afirma Christian Smith: «En contra de muchas especulaciones y estereotipos populares, el
carácter de la religiosidad de los adolescentes es extraordinariamente convencional [...] la
gran mayoría [...] no se muestran distantes ni se rebelan ante los temas religiosos»119. El
hecho es que su hija está ansiosa por saber qué piensa usted de Dios, y hay muchas
probabilidades de que siga sus mismas creencias.
Los seres humanos nacen con el sentimiento inherente de que la vida es algo más
que lo que se ve. Cuando pregunto a los jóvenes sobre su vida espiritual, ellos saben muy
bien de lo que estoy hablando. Se dan cuenta de que son un cuerpo carnal, y de que también
pueden, por ejemplo, tocar el piano; pero de algún modo ven dentro de sí una parte real,
maravillosa e invisible que no se puede definir. Existe un ámbito en el interior de cada uno
que corresponde al alma, y cualquier muchacho, por joven que sea, entiende esto: esa
dimensión desconocida, profunda e inexplorada, difícil de definir o especificar. La creencia
de que poseen un alma hace que las jóvenes se sientan bien. Hace que se sientan
importantes y conectadas con lo eterno.
La sabiduría de un padre.
¿Se acuerda de cuando se sentaba en el borde de la cama de su hijita de tres años y
la contemplaba entregada a la paz de su sueño? Entonces se inclina suavemente sobre ella,-
besaba su frente y le subía el embozo para cubrirle sus pequeños hombros. No hay padre
que pueda expresar adecuadamente la experiencia de observar el sueño de su hijo, porque
eso es algo que tiene que vivirse. Ahora bien, imagínese que se dispone a abandonar el
cuarto de su hijita y se da la vuelta para verla una vez más, ¿creería usted que toda la
existencia de su pequeña reside en un conjunto de células?
Seguro que no. Pero ésa sería la forma en que un materialista vería a su hija. Ella no
es más que un producto genético de su ADN y del de su madre. El soplo de aire que entra
en su pequeño cuerpo la mantiene con vida. El tiempo que vive con ella es algo precioso y
lleno de significado, pero no es más que un fenómeno biológico. Sus pensamientos y
sentimientos pueden establecerse a partir de las conexiones neuronales de su cerebro. Un
día usted se morirá, ella también terminará muriendo y eso será todo. La vida se inicia
gracias a la conjunción de partículas de ADN, y cuando éstas dejen de funcionar, todo se
habrá acabado.
No me puedo imaginar que un padre piense de su hija de ese modo. Cuando usted
contempla a su niña dormida, se enfrenta a una realidad espiritual que no puede negar.
Desde el mismo momento en que ella nació, usted percibió el sentido abrumador de su
vida, el hecho de que hay algo misterioso y trascendente en ella que va más allá de usted y
de su esposa. Un hombre puede bromear con sus amigos y colegas sobre la existencia de
Dios. Pero un padre mira a su hija, y sabe. Con frecuencia me encuentro con padres
(particularmente con ellos, con los padres) que se avergüenzan de tocar temas espirituales
con sus hijas. Hablar sobre asuntos de fe es muy parecido a hablar sobre el sexo. Nos
sentimos paralizados. Nos resulta algo chocante. No sabemos por dónde empezar. O, tal
vez, sintamos miedo porque carecemos de todas las respuestas. Quizás nos estemos
enfrentando al hecho de la fe. Eso está bien. Pero usted no tiene por qué proporcionarle
todas las respuestas, y puede mantener una postura sincera, de total sencillez.
Los niños siempre quieren saberlo todo sobre Dios. Sus preguntas son intuitivas. Si
usted no proporciona una guía a su hija, ella buscará las respuestas por su cuenta; lo que
quiere decir que su autoridad quedará suplantada por la de otra persona. Así es como se
generan los nuevos cultos. Usted no le pediría a su hija que le preparase un plato exquisito
para cenar sin darle previamente la receta. Y Dios es más importante que una cena.
Tanto si usted es cristiano, judío o hindú, cuando su hija le pregunte algo sobre
Dios, es necesario que le dé una respuesta que le sirva para que pueda pensar sobre ello. Su
hija necesita oírlo de usted. Y para la mayoría de los padres eso significa ofrecerle a ella la
fe que usted profesa en Dios; esa fe que usted aprendió, entre otros momentos importantes,
cuando contemplaba a su hija durmiendo.
¿Por qué Dios?.
¿Por qué necesita su hija que le hable de su fe y de su forma de comprensión de
Dios? Bueno, Carl Jung escribió que: «Entre mis pacientes de la segunda parte de mi vida...
no ha habido tan siquiera uno cuyo problema no estuviese vinculado con una visión
religiosa de la vida. Vale la pena decir que todos ellos enfermaron porque habían perdido lo
que los seres religiosos de todos los tiempos han proporcionado a sus seguidores; y ninguno
de ellos llegó a curarse realmente sin haber recuperado esa visión religiosa». O, para decirlo
más sencillamente, su hija necesita a Dios por dos razones: porque necesita ayuda y porque
necesita esperanza. Dios le proporciona esa ayuda y le promete que su futuro será mejor.
No importa lo influyente que pueda ser en su profesión, o lo rico o trabajador que
sea; no puede encargar esta tarea a otros, sólo puede ser usted quien le ofrezca esa
información a su hija. Muchos hombres no quieren enfrentarse a ese hecho. Pero usted
puede proteger a su hija de todas las penas y de todos los sufrimientos. Cuando una persona
se siente verdaderamente mal, recurre a Dios. La reacción es natural e instintiva. Lo veo
continuamente. Pero cuando su hija tenga que enfrentarse a esas situaciones, ¿estará
preparada? ¿Sabrá quién es Dios? ¿Sabrá que Dios la escucha? ¿O bien mirará hacia fuera y
se encontrará con la nada? Los padres agnósticos que privan a sus hijas de Dios dicen con
frecuencia que lo hacen así porque no necesitan ayudas extrañas. Dios, dicen, es solamente
para los débiles.
Pero toda hija necesita ayuda, y lo mismo les pasa a los padres. No la prive de esa
ayuda y de esa esperanza. Hay momentos en los que ella las necesitará, cuando se sienta
sola, cuando el único ser al que una pueda volverse sea Dios. Yo he estado acompañando a
pacientes en sus últimos momentos y puedo decirle que la muerte está envuelta en el
misterio. Tuve en mis manos a un bebé prematuro de apenas un kilo de peso durante
cuarenta y cinco minutos, después de haber intentado vanamente salvarlo. Froté los
hinchados pies de una anciana en estado comatoso y pude comprobar cómo su cuerpo
cambiaba al morir. Y no por simples cambios fisiológicos: el ritmo de su corazón se
mantenía regular. Su respiración, aunque muy débil, era normal. Pero algo había cambiado:
ella ya se había ido antes de morir.
Al hablar con Judy sobre sus recuerdos del accidente de coche que sufrió, de su
estado de coma y de su posterior recuperación, le pregunté si había alguna persona a la que
conociera antes del accidente y a la que viese igual después de haberlo tenido.
Su respuesta me golpeó como una corriente eléctrica.
—Sí. Solamente una persona. Dios. Antes del accidente yo rezaba mucho. Asistía a
la iglesia y comprendía lo que era Dios y lo que Cristo significaba. Cuando estaba en coma,
sentí Su presencia. Estaba allí. Se encontraba a mi lado. Y cuando desperté, al principio
solamente pude reconocer a Dios. Todos los demás seres que formaban parte de mi vida me
parecieron extraños.
Una de las cosas que más me gustan de la medicina es que se requiere sinceridad.
Las personas enfermas hablan muy claro. Me he dado cuenta de que los seres que se
encuentran seriamente enfermos manifiestan con claridad sus pensamientos y hablan de
Dios muy llanamente. La mayoría son creyentes. Otros no lo son. Pero, por lo general, los
adolescentes suelen creer en Dios. Tanto sus cabezas como sus corazones son menos
obtusos que los nuestros; aceptan la presencia de Dios y lo aman con mucha mejor
disposición que nosotros.
***
Cuando Jada tenía once años, se le diagnosticó un extraño tumor cerebral. Sus
padres y su hermano mayor estaban desolados. Era una chica fuerte, atlética, y parecía
sumamente sana. Pero cuando su mirada empezó a mostrarse perdida y su cuerpo
experimentó fuertes ataques, se dieron cuenta de que algo terrible le estaba sucediendo. El
padre de Jada era una persona serena y amable que trataba de guardar para sí su dolor y
parecer fuerte ante su esposa y su hijo. Pero siempre que escuchaba el diagnóstico de su
hija sentía que el corazón se le rompía en el pecho.
Stu y Joaquín no creían en Dios. Vivían sus vidas como si Él no existiese. Nunca
iban a la iglesia. Los domingos eran simplemente días para la familia. Pero, a medida que
fue sintiendo más cercana la muerte, Jada empezó a preocuparse por sus padres. También
se preocupaba por su perro y por sus amigas. Pero, principalmente, se preocupaba por sí
misma. A veces se la veía sumamente asustada por el proceso de la muerte.
En cierta ocasión, tras haber pasado la mayor parte del día en cama, Jada se quedó
dormida. Pero no estaba tranquila; se despertó en mitad de la noche y ya no logró dormirse
de nuevo.
Por la mañana abandonó su cuarto y se encontró a sus padres, que estaban hablando
en la cocina. Las palabras que ellos escucharon de los labios de su hija cambiaron sus vidas.
—Mamá, papá, ya no tenéis por qué preocuparos por mí. Anoche vino un ángel a mi
cuarto y me dijo que voy a estar muy bien. Iré al Cielo y eso es muy bonito. Ya no tenemos
por qué preocuparnos más. El ángel también me dijo que algún día vosotros vendréis a estar
conmigo.
Stu se quedó con la boca abierta. Enseguida pensó que Jada había tenido delirios
debido a su tumor cerebral o a la medicación. No dijo palabra. Pero cuando la chica
abandonó la cocina, se dio cuenta de que la actitud de su hija era muy distinta, que incluso
su piel parecía diferente. Por primera vez en meses parecía feliz.
Stu y Joaquín, como cualesquiera otros padres, se mostraron escépticos con respecto
a lo que había ocurrido. Lo guardaron en el fondo de sus mentes, deseando tener semejante
confianza, pero sin poder creer en ello.
Jada murió aproximadamente un año después de la conversación sobre el ángel. Sin
embargo, ni una sola vez, desde que tuvo la visión hasta el día en que murió, perdió la niña
la confianza en aquel encuentro. De hecho, solía hablar de ello con sus padres, diciéndoles
que volverían a verse nuevamente; y que Dios, el ángel y el Cielo eran reales.
***
El gran misterio de la vida es la existencia y la actuación de lo sobrenatural. ¿Estaba
loca Jada? Si fuera ella la única niña que hablara de ese modo, diría que sí. Pero no lo es.
Conozco el caso de otra niña con cáncer que le decía a su desconsolada madre que se fuera
a descansar a casa, porque ella se encontraba muy bien. Le decía que cuando ella se
marchaba del hospital venía el ángel y la ayudaba y le hacía compañía. Esta anécdota la
escuché quince años antes de que conociera la historia de Jada.
Y ha habido otros casos. Como médico, creo en estos testimonios; porque las
descripciones físicas, los sentimientos, y la paz y confianza que producen son idénticos.
Los médicos presenciamos mucho sufrimiento y mucha tristeza. Yo me enfrento a
las limitaciones de los hombres y de las mujeres. No es mucho lo que a veces podemos
hacer por nuestros pacientes. Nuestra inteligencia es limitada y nuestro conocimiento
disperso. Como dijo Thomas Edison: «Sabemos una millonésima parte del uno por ciento
de cualquier cosa».
Una de las ventajas que tienen nuestros jóvenes pacientes es que ellos no tratan de
racionalizar y de controlarlo todo. Permiten que el instinto humano se manifieste; y cuando
lo hacen así pueden conectar con la dimensión espiritual que los trasciende.
Su hija necesita creer en Dios porque la vida la llevará de forma inevitable a un
lugar en donde ni usted ni ningún otro podrá ayudarla. Y cuando llegue allí, o bien estará
completamente sola, o pondrá su confianza en el amor a Dios. Así pues, cuando su hija
experimente eso, ¿sabe usted lo que hará? Cuando no valgan ni sus habilidades ni la ayuda
que usted u otra persona pueda prestarle, ¿qué pensará ella, qué sentirá? ¿Rezará? ¿Sabrá a
quién le está rezando? Lo que ella pueda hacer durante esos momentos cruciales de su vida
depende de usted.
¿Podrá o querrá usted enseñarle a que se vuelva hacia Dios cuando ella necesite
ayuda desesperadamente?
A los ojos de su hija, usted y su madre son el principio y el fin de la línea que trazan
el amor, la ayuda y el apoyo. Más allá de ustedes, ella nada ve. Muchas chicas que se
sienten emocionalmente rechazadas y abandonadas, o simplemente incomprendidas durante
ciertas etapas de su vida, necesitan encontrar seguridad en alguna parte. Por consiguiente se
vuelven hacia alguien que sea más fuerte, más cariñoso y seguro para afianzarse en él.
Muchos se vuelven hacia Dios. Pero otros se vuelven hacia cosas que no son saludables (ya
sean drogas, sexo, alcohol o cultos peligrosos) porque se sienten desesperados.
También muchas chicas sanas necesitan algo o alguien distinto de usted para unirse
a él cuando maduran emocional y psicológicamente. Se trata de un proceso normal y
saludable. Durante los primeros años de su infancia su hija se une fácilmente a usted,
siempre que le proporcione suficiente cariño. A medida que va entrando en la adolescencia
empezará a apartarse de usted para ver qué es lo que puede hallar por su cuenta. Pero
seguirá necesitando un ancla mientras se aventura por nuevos territorios. Cuando usted no
esté allí para ser su ancla, necesitará a otra persona. Muchos padres — y muchos
adolescentes— querrán que ese alguien sea Dios.
Yo creo que las adolescentes necesitan la fe, porque esa fe en Dios les proporciona
esperanza. Y su hija necesita esperanza. Todos la necesitamos. Hay tanto dolor y cinismo
en el mundo que muchos de nosotros nos volvemos duros y fatalistas. Los niños no; ellos
no se sienten tan desilusionados. Se agarran a la esperanza con mayor facilidad que
nosotros, por eso hemos de procurar no retirarles esa esperanza simplemente porque
seamos viejos y tengamos el alma encallecida.
Tuve el privilegio de conocer a un matrimonio judío que sobrevivió al campo de
concentración de Auschwitz, durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque solamente me
encontré con ellos aproximadamente una docena de veces, me dejaron una comprensión
extraordinaria de Dios. La primera vez que los vi me di cuenta enseguida de su acento y de
sus tatuajes. Me horroricé cuando vi esos tatuajes. Quisiera haberles preguntado un millón
de cosas. Pero tenía mucho miedo de escuchar sus respuestas, de conocer los horrores que
los hombres pueden infligir a otros hombres. La simple lectura de libros sobre el tema ya
me había impresionado. Pero estos supervivientes eran de carne y hueso.
Una noche, se pusieron a hablar sobre Dios. Era muy raro que contaran cosas sobre
Auschwitz, pero parecía que hablar de Dios les resultaba un tema fácil. Al principio yo me
quedé estupefacta. ¿Cómo podían hablar del buen Dios? ¿Cómo podía un Dios bueno haber
tolerado aquel terrible sufrimiento? Pero no dije nada, y ellos siguieron con la conversación
hablando con mis padres, que son católicos.
—Heda —oí que decía mi madre—. He de admitir que no creo que mi fe pudiera
sobrevivir a una situación como ésa. ¿Cómo pueden creer realmente que Dios les ayudó?
Las palabras de la mujer resultaron sorprendentes.
—Dios no hizo aquel campo de concentración ni mató a los judíos. El error que
cometió fue dotar a los hombres de libre voluntad y a sus cerebros de imaginación para
torturar a otros seres humanos. Siempre supe que Él odiaba Auschwitz más que yo. Muchos
de nosotros teníamos fe. Necesitábamos tener esperanza. Tanto si lo hacíamos por poder
sobrevivir como si no, necesitábamos saber que la vida era de alguna manera, en algún
sentido, mejor. ¿Sería una vida en el Cielo? No sabíamos muy bien qué pensar. Pero Dios
me concedió esperanza y preservó mi vida. Yo no podía desperdiciar energía odiando a
Dios.
La esperanza mantuvo viva a mi amiga en aquel campo de concentración.
Probablemente, ninguno de nosotros pudiese soportar lo que ella soportó, si bien
todos nosotros padecemos sufrimientos y soledad. Cuando esto le suceda a su hija
necesitará fe y esperanza. El suicidio es la cuarta causa de muerte entre los adolescentes.120
Y he aquí un hecho que da que pensar: por cada adolescente que llega a suicidarse, hay de
cincuenta a cien que lo han intentado.121 Un estudio reveló que el 33 por ciento de los
estudiantes de secundaria y bachillerato ha pensado en matarse.122 La Asociación
Americana de Psicología calcula, basándose en diferentes estudios, que la incidencia de la
depresión clínica entre los adolescentes oscila entre un 9 y un 30 por ciento. Todos los
chicos que sufren depresión necesitan esperanza. También la necesitan los que padecen una
enfermedad terminal. A menudo, nosotros los médicos conocemos el momento en que un
enfermo terminal renuncia a toda esperanza. La muerte se produce muy poco después.
Quisiera decir una cosa más, a propósito de la esperanza. Las chicas, como todos
nosotros, cometen muchos errores. Parte de su trabajo como padre es enseñarle a aceptar
sus fallos. ¿Qué va a hacer ella cuando cometa un error? ¿Se entregará a la autocompasión,
se dedicará a negar ese error o a disfrazarlo? Ninguna de esas opciones es saludable.
Necesita reconocer su error en su justa dimensión. Si se trató de un pequeño error, ayúdela
a reconocer que fue pequeño. Si se trató de uno grande, bien, en ese caso también deberá
enfrentarse a él.
A fin de que ella se haga más fuerte a partir de ese error y pueda seguir adelante de
un modo emocionalmente sano, deben tenerse en cuenta tres elementos.
El primero es que debe admitir el error. Algunos adolescentes lo hacen mucho
mejor que otros. Para ellos no es muy fácil, porque suelen vivir sus fantasías mezcladas con
la realidad. Sea paciente si su hija tiene dificultad en admitir sus fallos; pero esté muy
pendiente de ella, porque eso es algo que necesita aprender.
Segundo: debe decir que lo siente, ya sea a usted, a cualquiera a quien haya herido
o, incluso, a sí misma. Este gesto es sumamente importante para las adolescentes que son
sensibles. Una de mis pacientes padeció un episodio de depresión durante dieciocho meses
porque no podía perdonarse un gran error que había cometido.
Tercero: ella necesita empezar otra vez su vida, seguir adelante partiendo de un
nuevo punto. He visto repetidamente a chicas, pacientes mías, que quisieran decir «lo
siento» y seguir adelante, pero que desconocen la forma de hacerlo. No saben cómo
empezar de nuevo. Es aquí donde Dios puede tenderles una mano con el perdón, que es una
forma de borrar el pasado y volver al punto de partida. Pocas veces empleamos la palabra
misericordia, pero es una hermosa palabra. Todos sabemos lo que significa. Es el perdón y
la gracia cuando nos hemos hundido. Milton describe la misericordia divina en el Paraíso
perdido: «Mi gloria brillará a través del Cielo y de la Tierra/ Pero desde el principio al final
la misericordia será el supremo brillo». El perdón, la misericordia y un nuevo y fresco
comienzo son cosas que todos nos merecemos. Por favor, concédaselas a su hija. Eso le
proporcionará esperanza en el futuro. Y si tiene una forma mejor de darle esperanza,
hágalo. Aunque yo no conozco una forma mejor de hacerlo; ni tampoco me he tropezado
hasta ahora con nadie que la conozca.
¿Por qué usted?
Usted no es solamente el primer hombre sino también la primera figura de autoridad
que hay en la vida de su hija. Su personalidad, se solapa, de forma invisible, con la de Dios.
Si usted es una persona cariñosa, fiable y amable, su hija se acercará a Dios más fácilmente.
No se sentirá asustada por Él. Ella entenderá que Él es bueno, porque sabe muy bien cómo
es la bondad.
Las investigaciones realizadas sobre la influencia que la personalidad del padre
tiene sobre la hija confirman este punto. En uno de los estudios realizados, los
investigadores encontraron una correlación entre la imagen que los niños tenían de Dios y
la de su propio padre. 123 Y las chicas tienden a ver todavía más similitudes entre Dios y sus
padres que los chicos.124 Un estudio realizado por la profesora Jane Dickie, del Hope
College, mostró que los padres influyen fuertemente en la percepción que tienen sus hijas
de Dios, como Ser protector. 125
En otras palabras, ser un buen padre es ser un buen instructor para el conocimiento
de Dios.
Heather estaba muy interesada en conocer a Dios. Cuando la vi, poco antes de que
se marchara para ir a estudiar, le pregunté qué sentía al alejarse de su casa.
—Oh, me siento muy excitada, pero también bastante triste —me dijo.
Como me di cuenta de que quería decir algo más, le pregunté qué estaba buscando y
qué creía que echaba de menos.
—Me siento nerviosa por tener que vivir en otra ciudad y por mi cuenta. También
me atrae el hecho de hacer cursos que nunca hice, y creo que eso estará muy bien. Pienso
hacer un máster en español y otro en ciencias políticas. Verá, quiero aprender el suficiente
español para trabajar en un orfanato, en otro país. Ya sabe, en algún lugar en donde los
niños necesiten ayuda de verdad.
Yo estaba segura de que esta joven era una persona seria y que haría justamente lo
que se proponía.
—¿Y por qué estás tan interesada en trabajar en un orfanato? —le pregunté—. ¿Te
ha llevado tu familia a alguno? ¿Has viajado mucho?
—No, no. Nosotros nunca hemos viajado mucho. No tenemos demasiado dinero.
Además, mi padre siempre trabajó mucho y nunca quiso tomarse vacaciones. Es una
persona un poco aburrida, supongo.
—Entonces, ¿por qué te interesa el español y trabajar en un orfanato?
—Bueno, doctora Meeker, me parece que va a pensar que estoy un poco loca, y
quizás lo que le diga no tenga demasiado sentido para usted; pero verá: mi padre y yo
somos los primeros en levantarnos todos los días en casa. Bueno, en realidad yo me levanto
un poco después que él. Cuando bajo las escaleras siempre lo veo solo, sentado en su silla
de la sala de estar, rezando. Lo sé porque tiene los ojos cerrados. Algunas veces está
leyendo la Biblia o algún libro sobre la Biblia. Y yo ya sé que en esos momentos no debo
interrumpirle.
»Mi padre es un hombre muy creyente. Por eso se levanta muy temprano por las
mañanas, para poder rezar y leer la Biblia. Él es un hombre feliz, pero no es uno de esos
tipos que hablan con todo el mundo. Algunas veces nos dice algo sobre Dios, pero, por lo
general, le gusta practicar lo que aprendió esa mañana leyendo la Biblia. De cualquier
forma, cuando me voy a clase me siento muy bien porque sé que mi padre ha estado
rezando por mí esa mañana. No puedo decirle lo bien que me siento entonces. Así que estoy
segura de que si yo ayudase a los pobres, en especial a los niños pobres, le haría muy
dichoso. Bueno, quiero decir que él desea que yo haga las cosas que quiero hacer, pero a mí
me gustaría parecerme realmente a él. Y él haría eso. ¿Sabe, doctora Meeker?, a mí me
encantaría saber todo lo que él sabe sobre Dios. Y creo que trabajar en un orfanato sería una
buena manera de aprender todo eso. Bueno, creo que usted va a pensar que estoy un poco
loca.
—No, Heather, en realidad te comprendo perfectamente —le dije.
Heather no me dijo que su padre la llevaba mucho a la iglesia (aunque yo sabía que
ellos asistían regularmente a una iglesia metodista), o que le hacía leer la Biblia, o la
enviaba a un grupo de juventudes cristianas. Ella simplemente veía todos los días a su padre
sentado en su silla de la sala de estar. Eso era todo. Eso era cuanto necesitaba para
transformar su vida. Y su padre la había transformado. Era un hombre íntegro, y su fe era
igual que él. Era un hombre sereno, humilde, que creía en Dios. Eso fue todo lo que se
necesitó para inspirar en Heather un sentimiento parecido. ¿Empieza usted a darse cuenta
del poder que tienen los padres sobre la vida de sus hijas? Apostaría a que el padre de
Heather no tiene idea del gran impacto que causa su comportamiento sobre la vida y la fe
de su hija.
Dese cuenta también de lo excitada que estaba Heather por hacer algo por ese Dios
al que no temía en absoluto. Su padre era una persona auténtica y amable, y ella pensaba
que Dios sería igual. Cuando una hija tiene una buena relación con su padre, es muy fácil
que establezca una vinculación natural con Dios.
¿Qué hacer?.
Tanto si usted cree en Dios como si no, su hija le hará preguntas. Y si usted es
creyente, ella querrá saber cómo es ese Dios. Dicen las chicas que sus padres son la primera
influencia sobre su fe. Así que esté preparado.
Antes de nada, deberá preguntarse: «¿Cómo es mi creencia en Dios?». Libérese de
prejuicios. Sea valiente. Si no está muy seguro de sus creencias, trate de buscar alguna
ayuda. Lea la Biblia. Lea libros que estén directamente relacionados con su búsqueda, tanto
si son obras populares como las de C. S. Lewis, muy directas como las de Lee Strobel, o
clásicas como La imitación de Cristo, de Thomas de Kempis, Los Pensamientos, de Blaise
Pascal, o las novelas de Fyodor Dostoievsky. Nada ensancha mejor los límites del intelecto
humano que la fe; ninguna otra materia logra profundizar más en el pensamiento que la fe
en Dios. Así que empiece a caminar por esa senda, por la que han transitado las más
preclaras mentes, en busca de Dios. Empiece por donde se sienta más cómodo. Búsquese
una buena iglesia que le quede cerca de casa y lleve a su hija. Ella está hambrienta de
comprensión y conocimiento; y si usted no se los suministra, le garantizo que se buscará
esa información espiritual en otro lado.
Es interesante constatar que, si bien los jóvenes quieren conocer la religión, no les
gusta que la gente trate de convertirlos.126 Yo lo comprendo. Soy de Nueva Inglaterra, y en
esta tierra solemos dejar en paz a la gente y ocuparnos de nuestros propios asuntos.
Además, la mayoría de esos proselitistas nos han dejado un mal sabor de boca. Hay mucha
hipocresía y un notable sentido de manipulación; dan la impresión de algo que es más
inventado que cierto. Los chicos se dan cuenta inmediatamente de ello, y lo rechazan.
Pero sus hijos confían en usted y quieren informarse a través de usted. Saben muy
bien que usted no posee ninguna agenda secreta. Saben que es una persona sincera, con las
mejores intenciones. Usted posee más autoridad a los ojos de su hija que cualquier pastor,
sacerdote o rabino. En eso carga usted con un peso extra sobre sus hombros. Y es una
buena cosa.
También debiera saber que los chicos respetan la tradición; y que sin ella, y sin su
consejo, se dejarán llevar por la moda o por los caprichos. Por ejemplo, la nueva corriente
que se ha establecido para los jóvenes es creer en algo que se llama «deísmo moralistaterapéutico». La idea es que Dios existe pero que no está involucrado en la vida de nadie.
La meta de la vida es ser feliz y sentirse bien con uno mismo. Y cuando las personas
mueren, se van al Cielo.127
Los jóvenes optan por esa «religión descafeinada» porque no han recibido de sus
padres una buena dosis de lo que es la religión tradicional. Los hijos no pueden escoger si
no les proporcionamos una correcta información religiosa; sin embargo, no les enseñamos a
valorar la herencia judeocristiana, que ha servido de inspiración a algunas de las obras más
bellas del arte, la música, la literatura y la filosofía universales. Esto es algo muy triste,
porque hijos nos están diciendo que no sólo desean que les enseñemos los fundamentos del
judaísmo y del cristianismo, sino también de la teología tradicional. Las investigaciones
demuestran que a los adolescentes les gustan las tradiciones religiosas y las comunidades
convencionales.128 Esto tiene mucho sentido. Nuestros hijos prefieren lo familiar; y, como la
mayoría de la gente, respetan y disfrutan con aquello que ha permanecido firme con el paso
del tiempo. La práctica religiosa convencional proporciona a los muchachos un sentimiento
de seguridad y de continuidad.
Pero este tipo de instrucción no la van a obtener en los colegios públicos, ni
tampoco a través de los medios de información. Y muchos padres dejan que los muchachos
se instruyan por su cuenta. No abandone a su hija de este modo. Ella quiere saber quién es y
cómo es Dios. Y quiere que sea usted el que se lo enseñe.
Dijo San Agustín que en el corazón de todo hombre hay un vacío que sólo Dios
puede llenar. La experiencia que tengo, a través de las chicas, confirma esta verdad.
Muchas de ellas que no han recibido instrucción y comprensión de Dios se sienten
desazonadas.
Para poder ayudar a que su hija encuentre a Dios es necesario que usted actúe. Yo
no aprendí medicina —y usted tampoco habrá aprendido su profesión— sólo en los libros.
Hice prácticas en un hospital. Hablé con médicos, enfermeras y pacientes. Cuando usted
busque a Dios, vaya a una iglesia. Hable con los amigos, obtenga la información que
necesita y después tome su propia decisión. Puede ser una decisión definitiva, puede estar
sujeta a cambios, o puede que necesite años para que se establezca. Pero inicie hoy el
camino, porque necesitará tener respuestas para su hija. Será la decisión más importante de
su vida.
Sé que estos temas son muy personales y que muchos hombres preferirían evitarlos;
pero son los temas importantes los que conformarán la vida de su hija.
Algunos se enfrentan al problema afirmando que en realidad Dios no existe. Si
usted se decanta por el ateísmo, prepárese para defender sus ideas ante su hija. Ella le
presionará para que le dé respuestas, porque la mayoría de sus amigos creerán en Dios y
ella querrá saber por qué usted piensa de manera diferente.
Si usted cree que Dios existe, no se quede ahí. Pregúntese: ¿qué diferencia hay en el
hecho de que yo crea en Dios? Cuando se les preguntó a los chicos si se sentían cerca de
Dios, la mayoría de los que iban a la iglesia dijeron que sí. Su hija necesitará ese
sentimiento de relación con Dios, y estará influenciada por la forma en que usted ve su
propia relación con El; ya sea si tal creencia le inspira a ayudar a otros, o asistir a misa
todos los domingos; si le estimula a rezar, le proporciona un sentimiento de paz y de
esperanza, o simplemente le da fuerzas para enfrentarse a las desgracias. La belleza de la
paternidad estriba en que cada uno de ustedes enseñe a sus seres queridos a su propia
manera y según su personalidad.
***
El padre de Betsy le entregó a su hija un mensaje profundo sobre Dios y la fe
cuando estaba en su lecho de muerte. El hombre padecía una extraña enfermedad pulmonar
que le ahogaba. A lo largo de su vida había sido una persona jovial y trabajadora que estaba
muy orgullosa de su trabajo y de poder atender a las necesidades de Betsy y de sus otros
hijos. Ya próximo a la muerte, se volvió a ella y, a través de la mascarilla de oxígeno, le
dijo:
—Cariño, no te preocupes por mí. Yo amo al Señor y sé que Él también me ama.
Esto es todo lo que realmente necesitas saber. Me siento bien al partir de este mundo, y
dispuesto a verle.
De este modo, el padre de Betsy le proporcionó serenidad, y una magnífica
herramienta para ayudarla a superar su pena y su dolor.
Sea sincero y, al mismo tiempo, esté dispuesto a seguir adelante. No se quede en la
mera creencia de que Dios existe. Su hija necesita más; por consiguiente, dele más.
Descubra verdaderamente a Dios. Emprenda un viaje intelectual. Establezca una meta que
refleje esa fe en su comportamiento; sea más paciente, más amable, más controlado y
cariñoso. Y recuerde lo que la ciencia dice que hace la fe: las adolescentes religiosas se
comportan mucho mejor en la vida que aquellas otras que son menos religiosas.129
Usted será el instructor de su hija en el tema de Dios y de la fe. Ella acudirá a usted
en busca de respuestas, porque le verá como un modelo. Las investigaciones, una vez más,
demuestran que los padres constituyen la influencia más importante en la vida de sus hijas,
también en lo referente a temas religiosos y espirituales.130 Y por mucho que usted se
esforzara en apartarse de estos temas, ¿preferiría, como padre, que su hija acudiera a usted
—y admirase sus creencias y su forma de practicarlas —o que fuera a su novio, a un vecino
o a cualquier otra persona que le inspirara autoridad? Probablemente querría ser usted el
informador, y su hija también. Cuando usted ame a Dios de forma real, así lo hará también
ella. Y nada le acercará más a su hija que esto.
Capítulo 9. Enséñela a luchar.
Mi marido es un excéntrico de buena fe. Detesta viajar y le encanta pasarse horas
perdido en los bosques. Cuando era estudiante en Dartmouth, se construyó un iglú para
dormir los fines de semana (sólo en invierno, por supuesto). Toma parte en cualquier tipo
de maratón que se le ponga a tiro: de bicicletas, de campo a través, urbano, incluso de
canoas. Ha llegado a la meta en unos cuantos maratones importantes. Cose de maravilla y
ha hecho una serie de chaquetas de abrigo para que estén calientes nuestras hijas cuando le
acompañan a estudiar los árboles. Por lo general, duerme entre cinco y seis horas, y con
frecuencia lee a Dostoievski hasta altas horas de la madrugada. No cree que sea importante
regar el césped de nuestro jardín, de modo que siempre que llega el verano me siento
avergonzada cuando vienen nuestros amigos a visitarnos. Va a trabajar montado en una
furgoneta destartalada en cuyo parabrisas lleva una pegatina de Barf (un tipo de detergente
de lavandería que se utiliza en Armenia). Y en más de una ocasión, alguno de sus pacientes
se ha ofrecido a comprarle zapatos.
Compartimos la consulta y, a menudo, nuestros amigos nos preguntan cómo nos las
arreglamos para ser pareja matrimonial y pareja profesional. Yo encuentro un poco
complejo este tema. Seguramente, compartir el trabajo de los pacientes es más fácil que
compartir el de los hijos. Podemos discrepar sobre el tratamiento del asma o de la neumonía
sin que salten chispas. Se trata de una simple diferencia de opinión. Pero, ¿qué sucede si se
trata de nuestros hijos? Aquí sí que puede encontrarse usted con auténticos fuegos
artificiales. Trabajar profesionalmente, uno al lado del otro, es realmente fácil. Su territorio
está perfectamente marcado, igual que lo está el mío. Pero cuando tenemos que ponernos de
acuerdo en lo que debemos hacer con los hijos, las cosas se complican bastante. No se trata
de que nuestro hijo sea paciente suyo y nuestra hija sea mi paciente, o viceversa. Se trata de
nuestros hijos; y ambos tenemos opiniones muy definidas sobre la forma en que han de ser
educados; y nuestros deseos, creencias y emociones envuelven y configuran las posiciones
que adoptamos. Ambos somos tercos, y teniendo una consulta compartida, cuatro hijos y
los estudios de tres, ya puede imaginarse usted el contenido de algunas de nuestras
conversaciones, especialmente cuando he de añadir que mi marido y yo debatimos hasta el
fondo todo cuanto concierne a nuestros hijos.
Después de casarnos, yo decidí que era necesario cambiar algunos de los hábitos de
mi marido. Por un lado, hacía demasiado ejercicio. Por otro, se pasaba largas horas en casa
enfangado en su trabajo. En ambos casos me hacía sentirme sola. Así que me decidí a
establecer un plan.
Durante los primeros diez años de matrimonio me dediqué a estudiarlo (al fin y al
cabo, soy una científica) y a analizar lo que yo creía que debería cambiarse. Hice una lista
mental de cambios bastante larga. Después, durante los siguientes diez años de matrimonio
trabajé para ayudarle a realizar esos cambios, uno a uno. ¿Necesitaba hacer ejercicio todo el
tiempo? Nones; yo no creía que eso fuera necesario, y menos teniendo cuatro hijos y
muchas cosas que hacer en casa. ¿Tenía que ser un adicto al trabajo? No. Si disponía de
tiempo suficiente para escuchar pacientemente a todos sus enfermos y enfermas (muchas de
las cuales eran amigas mías) durante las horas de consulta, entonces también debería tener
tiempo para colgar el teléfono, apagar el ordenador, dejar los libros de medicina en sus
estantes y hablar conmigo.
Gané algunas batallas y perdí otras. Finalmente, en la tercera década de nuestro
matrimonio, decidí tirar la toalla y dejarlo tranquilo. Ahora me siento un poco avergonzada
de todo este tira y afloja que mantuve a lo largo de muchos años, porque creo que fue
bastante egoísta. He repetido muchas frases que seguramente usted también habrá oído,
frases como: «Necesito que estés más tiempo conmigo», «necesito que me prestes más
ayuda con los niños» o «quiero que te comuniques mejor conmigo». La mayoría de las
mujeres tienen esos mismos pensamientos, que van socavando nuestro interior. Queremos
que nuestras vidas sean más cómodas y pensamos: «Sí él hiciera esto, mi vida sería mucho
mejor. Si se propusiera entender esto otro, mi vida sería mucho más rica».
Hace quince años regañé a mi marido por ser tan egoísta. La cosa no funcionó. Los
sábados él tenía una costumbre que me irritaba. Salía del garaje pisando ruidosamente el
suelo de baldosines con sus claveteados zapatos de ciclismo y me preguntaba: «je importa
si voy a dar una vuelta en bici?». Era una pregunta ridícula, porque sus amigotes, tan bien
equipados como él, ya estaban esperándole en la acera.
Hace diez años, le rogué que se quedara en casa y me ayudara con los chicos. La
cosa tampoco funcionó. Hace cinco años le dije, de forma serena y cariñosa, que disfrutaría
más de la vida si no se dejaba llevar por sus deseos egoístas. Eso tampoco sirvió para nada.
Ahora, cuando llegan las mañanas de sábado y le veo preparándose para salir, me limito a
decirle: «Que tengas un buen paseo». Y los dos nos quedamos tan felices.
Cuando el hombre quiere dar un paseo en su bici, da un paseo en su bici. Él es como
es; y he aprendido otra cosa: que él es mucho más que todo eso. Es un hombre muy bueno.
Lo que yo creía que «necesitaba» de él, ya lo tuve. Lo que he abandonado definitivamente
es mi obsesión por cambiarle.
Las mujeres nos centramos más en los sentimientos que los hombres, y esos
sentimientos nuestros se pueden convertir en anhelos que nos hacen desear más y más cosas
de nuestros maridos. Podemos despertarnos pensando: «Tendría un día mucho mejor si mi
marido me prestase un poco más de atención».
Pero los maridos también tienen sus sentimientos, que pueden resultarles
igualmente frustrantes. Cuántas veces habrá pensado usted: «No soporto esa obsesión que
tiene 'mi mujer por los niños, ignorándome. Actúa como si los críos no tuvieran padre».
A las mujeres nos gusta tener relaciones más intensas. Los hombres quieren
disfrutar de paz y quietud cuando llegan del trabajo. Y tanto unos como otras se sienten a
menudo defraudados.
El descontento, la frustración y la angustia forman parte de la experiencia humana.
Pero nuestras vidas se enriquecen cuando comprendemos las pasiones internas que nos
rigen y que rigen tales emociones. Usted no necesita psicoanálisis ni psicoterapia para
comprender esas pasiones. Todo lo que necesita es identificar esas pocas pasiones internas
que dirigen nuestra conducta y que pueden alterar significativamente nuestro modo de vida.
¿Por qué es importante todo esto para usted, como padre que es? Porque necesita
comprender que las emociones de su hija se desbordan con impulsos que, si logran
dominarla, pueden conducirla a la autodestrucción. Su trabajo, como hombre y como padre,
es ayudarla a contener sus emociones. Es algo tan sencillo como eso; pero se necesita
mucho esfuerzo y perseverancia. Y usted tiene que hacerlo, porque querrá hacerlo mejor
que su madre. Su madre puede empatizar con ella, pero usted puede guiarla. Usted ve a su
hija de forma más realista y objetiva de lo que ella misma se ve. No me es posible insistir
más sobre lo mucho que su hija necesita de su dirección y de su autoridad. Desde el mismo
momento en que empieza a andar, las emociones de su hija pueden convertirse en una
amenaza para su bienestar emocional.
¿Estoy exagerando? Decídalo usted, mientras le echamos una ojeada a su cerebro.
Porque hay una cosa que usted puede saber inmediatamente, por su propia experiencia.
Nuestras pasiones nos llevan a hacer cosas —o a pensar en hacerlas— que sabemos que no
deberíamos hacer. Usted ha vivido sus intensas batallas interiores. Ha aprendido a
relacionarse con sus pasiones y a tenerlas bajo control. En ocasiones lo ha hecho bien, y en
otras se habrá equivocado. La cosa es que usted entiende esas batallas internas. Ella no. Ella
es consciente de la tensión que le producen, pero no tiene idea de lo que debe hacer.
Algunas veces ni siquiera sabe clarificar sus conflictos y deseos.
Así pues, lo primero que necesita hacer es entrenarla para que sepa valorar sus
impulsos. ¿Son buenos o malos? ¿Le sirven para fortalecerla o para debilitarla? Después,
usted deberá ayudarla a identificar los pensamientos, emociones y deseos que han de ser
arrancados, uno por uno. Ayúdela a que clarifique su pensamiento, ayúdela a simplificarlo.
Y una vez que haya hecho esto, enséñela a combatir. Hágale saber que usted y ella
luchan en el mismo bando. Y hágale saber también que la defenderá de una sociedad muy
tóxica y enemiga de la mujer.
Entrénela pronto.
Antes de que sus hijos piensen, ya sienten. Los instintos, que son una modalidad de
los sentimientos, les hacen llorar cuando tienen hambre o sienten dolor. Usted atiende sus
demandas porque no quiere que su bebé llore. Desde el momento en que ella nace, su hija
tendrá que enfrentarse sola a sus propios sentimientos. A medida que empieza a moverse y
a agitar sus gordezuelas piernecillas, sus pensamientos se irán formando, sus pataditas se
harán más rápidas, y comenzará a hacer cosas que provoquen una respuesta por su parte.
Preste atención a su lenguaje corporal.
Ella ya tiene un año y ha empezado a andar. Ha decidido subir las escaleras por su
cuenta. Sabe que no debiera hacerlo —usted ya le ha dicho muchas veces «¡no!»—, pero se
anima a subir el primer peldaño. ¿Y qué va a hacer después de eso? Se da la vuelta y le
mira fijamente, esperando la respuesta que su padre va a darle. Se arrastra hasta el segundo
escalón pensando: «¿Lo haré o no lo haré?». Todavía es demasiado pequeña para sopesar
los pros y los contras, pero si se la deja hará lo que quiere hacer. Lo que realmente quiere es
subir, así que empieza a hacerlo. Su conducta está regida por sus deseos. ¿Qué hace usted?
Bueno, pues o bien la anima caminando detrás de ella, o rápidamente le dice un «¡no!», y la
coge. Usted decide. Usted sabe lo que es bueno para ella mejor que ella misma.
Bien, pues por mucho que pueda desagradarle oír esto, lo que es verdad cuando ella
es todavía un bebé será igualmente verdad cuando tenga dieciséis o diecisiete años. Ella
quiere hacer lo que desea hacer (o lo que otros le dicen que debe hacer), porque todavía no
tiene desarrollada plenamente la capacidad para pensar de forma razonada y abstracta. Si
usted tiene hijos adolescentes, conocerá la lógica de los adolescentes. Tal vez quieran
conducir a toda velocidad por una callejuela estrecha para ver qué se siente. No se pueden
imaginar el choque contra una pared a cien kilómetros por hora.
Desde el momento en que su hija empieza a pensar sobre lo que quiere hacer, usted
necesitará desafiar su pensamiento y cuestionar su conducta, de manera que cuando llegue a
la adolescencia pueda preguntarle con toda naturalidad: «Papá, esto es lo que realmente
quiero hacer, pero ¿crees tú que debo hacerlo?». Su hija puede conocer sus propios
sentimientos, pero en última instancia, cuando llega el momento de tomar una decisión,
usted sabe más que ella.
Ayúdela a buscar el equilibrio entre sentimientos, razón y voluntad. No se limite
simplemente a decírselo; muéstrele, con su propia actuación, cómo se puede hallar ese
equilibrio. La razón, la experiencia y nuestra brújula moral nos ayudan a decidir qué
debemos hacer. Como padre, su trabajo es proporcionar a su hija esa guía moral, ser la voz
de la razón cuando ella hable de sentimientos y mostrarle el poder de la voluntad que le
permita vivir con las consecuencias de ese razonamiento moral. Y usted deberá aceptar el
hecho de que muchos de los impulsos de su hija habrán de ser contrastados. Son muchos
los padres que creen erróneamente que las adolescentes poseen capacidad intelectual para
«tomar buenas decisiones» por su cuenta. Pero las adolescentes se dejan llevar mucho más
por sus sentimientos que por su razón. Y, por consiguiente, usted no solamente se verá
obligado a decidir, sino que también necesitará acostumbrar, «entrenar» a su hija desde su
más tierna infancia a que le consulte a la hora de tomar decisiones. Ella no podrá realizar
nada de forma adecuada si no aprende a tener en cuenta su ayuda.
En sus días del jardín de infancia, su hija tal vez pueda meterse con alguna de sus
compañeras, o quizás se calle cuando la maestra le pregunte algo. Hay una regla: cuando se
siente irritada, se pega con alguien. Cuando se propone hacer lo que quiere, se calla ante la
profesora. Está descontrolada y se siente descontrolada, aunque dé la impresión de ser una
niña firme. Su hija necesita su ayuda para separar sus sentimientos de su conducta.
Enséñela, una y otra vez, que no siempre debe dejarse llevar por sus sentimientos. Haga que
practique este tipo de conducta. Si aprende a hacerlo, podrá comportarse mejor con los
demás. Y, lo que es muy importante, se sentirá capaz de controlar sus impulsos.
Algunos padres educan a sus hijas diciéndoles que sus sentimientos son importantes
y que necesitan libertad «para escoger su propio camino». Para tales chicas, el desastre está
justo a la vuelta de la esquina. Esté pendiente de su hija adolescente. Los muchachos la
llamarán (seguramente por el teléfono móvil, de modo que usted no podrá escuchar la
conversación). Le enviarán mensajes. A ella, esto le resultará muy entretenido porque la
hará sentirse mayor y más madura. De repente, «necesita» ir al cine, o a las tiendas de moda
los sábados por la tarde, con un determinado amigo. Habla con él por teléfono durante
horas. De vez en cuando, las fiestas que da ese amigo se acompañan de alcohol o de alguna
droga blanda, pero ella sigue insistiendo en que él es un buen chico. Usted está un poco
preocupado y se pregunta por qué está tan unida a ese tipo un tanto raro. Pero, de repente,
se siente culpable por pensar así del muchacho y lo invita a casa para conocerle un poco.
(Advertencia para los padres: inviten siempre a los acompañantes de sus hijas. Siempre).
El muchacho no parece mala persona, si no se tiene en cuenta que la cintura de sus
pantalones le cae por debajo del estómago. «¿No le resultará incómodo llevarlos así?», se
pregunta usted para sus adentros. Pero cuando ve cómo se relaciona su hija con él, a usted
le parece que ella es otra persona. Se ríe mucho y parece mostrarle cierta agresividad en un
plano sexual. Le toca y se cuelga de él. ¿Por qué? Porque cuando está con él, sus emociones
la dominan y su voluntad desaparece. Así que vigílela como si usted fuera un halcón.
Aunque usted la haya educado bien, sus emociones y «necesidades» del momento pueden
superarla. Si le ha dicho que ella necesita tomar sus propias decisiones basándose
solamente en lo que «sienta», usted va a tener problemas. O lo que es peor: ella va a tener
problemas. Cuando tenga unos años más, la universidad constituirá un nuevo desafío, y
usted debería enterarse de lo que sucede en los campus universitarios en los tiempos que
corren. Si usted fue universitario en su momento, probablemente se quedaría asombrado si
comprobase cuál es el clima moral que se da hoy en esos centros. Uno de mis pacientes es
un estudiante muy brillante de primer año en la Universidad de Michigan. Me dijo que
todos los estudiantes novatos reciben gratuitamente, durante su periodo de
«entrenamiento», siete preservativos diarios. Concluido el periodo de entrenamiento, tienen
que pagarlos.
No menciono esta anécdota para discutir lo adecuado o no adecuado de las
relaciones sexuales prematrimoniales, sino para decirle cuál es el ambiente de permisividad
y las facilidades que se dan hoy día en las universidades para mantener relaciones sexuales
sin control (¿siete preservativos gratuitos diariamente?). No puede sorprender entonces que
el uso del alcohol en menores constituya un problema serlo en los campus universitarios.
Por eso, algunos investigadores comparan ahora el nivel de la actividad sexual en los
campus al existente en los prostíbulos. La Universidad Brown dio recientemente la noticia
de que un amplio grupo de estudiantes bebidos (no simplemente cinco o diez) bailaron
desnudos o parcialmente desnudos durante una fiesta. Muchos de ellos bebieron tanto que
tuvieron que ser llevados a urgencias. Los padres de estos chicos pagan cuarenta mil
dólares anuales para esto.
En los campus universitarios, la noción de una conducta correcta o incorrecta —en
lo que se refiere a sexo, alcohol y, con frecuencia, drogas— está abolida. Y allá donde nos
encontremos que reinan los deseos desbocados de los jóvenes, ya sean chicos o chicas,
podemos estar seguros de que estarán abocándose a la autodestrucción. Y lo más cruel de
todo esto es que nosotros, los adultos, nos limitamos a encogernos de hombros y decir
cosas como «bueno, los jóvenes son jóvenes».
No permita eso. No lo haga con su hija. No la ponga en situaciones en las que sus
sentimientos, intensos, complicados y apasionados, puedan estar sometidos a semejante
presión. Y, especialmente, no la ponga en situaciones como ésas si usted le ha enseñado a
no dejarse llevar por sus impulsos.
Sea su aliado. Enséñele que son las mujeres superficiales las que se dejan llevar por
sus emociones. Usted desea que ella tenga profundidad emocional, sabiduría intelectual,
fortaleza física y capacidad mental. Y nada de esto podrá tenerse si no se desarrolla su
mente y se disciplina su voluntad.
Sepa escoger sus batallas. Por lo general, pase por alto, aunque no le gusten, sus
aficiones alimentarias, su forma de peinarse o sus gustos musicales (a menos que ello
implique alteraciones dietéticas, o que ella esté «colgada» de amigos sospechosos). Ahorre
su energía para temas más importantes: la sinceridad, la integridad, el valor y la humildad.
A medida que su hija se vaya haciendo mayor, sus deseos serán más intensos. Por
eso tiene que empezar pronto su adiestramiento. Pero nunca es demasiado tarde,
especialmente bajo el punto de vista de ella. Su hija quiere que usted la guíe. Si permite que
sus deseos no lleguen a ser contrastados y desafiados, tales deseos podrán destruirla. No
permita que suceda una cosa así.
Expóngale cuál es su propia moral (sin hacer apología de ella).
Hasta bien cumplidos sus años de adolescencia o, incluso, los primeros de su
veintena, el cerebro de su hija y su capacidad para tener plena capacidad racional no estarán
del todo desarrollados. La clave para comunicarse con ella, además de escucharla, es
mostrarse muy claro sobre lo que usted diga y lo que espera de ella. Los mensajes
ambiguos y mezclados no son muy útiles. Ofrecer muchas opciones es algo que supera la
capacidad de comprensión de casi todos los jóvenes. Por supuesto, ellos le dirán todo lo
contrario, pero no les crea. Aunque su hija pueda decirle que ella quiere más oportunidades,
nunca podrá manejarlas tan bien como usted. De hecho, demasiadas opciones, sin la ayuda
de una asistencia adecuada, pueden hacer que se sienta incapacitada y descentrada.
Proporciónele un conjunto de principios morales que sean claros. Para ello, usted
necesitará que haya claridad en su mente y, preferiblemente, también en su vida. Si no
quiere mentir a su hija, no le pida que diga, cuando hay alguna llamada inoportuna, que
usted no está en casa, por ejemplo. Si quiere que sea respetuosa cuando habla con otros, y
con usted, cuide muy bien su propia lengua. No permita que en su casa se digan insultos ni
palabrotas. Si no quiere que beba demasiado, no lo haga usted tampoco.
Los jóvenes tienen una capacidad maravillosa para forzarnos a salir de los límites
morales, porque desean saber cuáles son las reglas de la vida. Quieren hechos, quieren
saber qué piensa usted: y observan lo que usted hace.
No tema mostrarse severo con su hija por miedo a que se rebele. Sé por experiencia
que las hijas respetan a los padres que se mantienen firmes. Tal vez cuando sea mayor
discrepe de sus opiniones y creencias, pero, al menos, sabrá muy bien qué era lo que usted
pensaba. No la arroje a un terreno de confusión y de equivocaciones diciéndole, por
ejemplo, «bueno, eso depende de lo que tú sientas, o de cómo veas las cosas». Dele algo
con lo que ella pueda estar, o no, de acuerdo. Esto le enseñará a pensar, a decidir y a actuar.
La claridad moral que usted le manifieste la fortalecerá para tener su propia personalidad
cuando llegue su momento. Una falta de claridad por su parte quizás haga que su hija pueda
seguir la corriente de los demás con demasiada facilidad; o llegar a creer que los
pensamientos y sentimientos que pueda albergar, aunque no hayan sido debidamente
examinados, son ciertos, sin más.
Uno de los más graves errores que pueden cometer los padres es desdibujar las
líneas entre lo que está bien y lo que está mal. Haga lo que haga y diga lo que diga la
sociedad en que vivimos, en su propio hogar y con su propia hija usted no puede
emborronar las fronteras y aceptar un mal comportamiento. No puede dar por bueno lo
estrambótico y lo aberrante; no puede tolerar la vulgaridad, el abuso o la falsedad. No
puede permitir que su hija arriesgue su futuro por no haber sabido enfrentarse al alcohol, al
sexo o a las drogas, simplemente porque eso era lo que resultaba más fácil.
Cuando un padre sospecha que su hija de dieciséis años bebe en las fiestas, pero lo
deja correr, porque, al fin y al cabo, no va a estar vigilándola todo el rato, y además «ella no
va a conducir»; si sospecha que su hija de quince años está teniendo relaciones sexuales
con su novio, pero no va a hablar con ella sobre eso porque «al menos no está
embarazada»; si permite que su hijita de seis años le diga «cállate», porque «resulta
gracioso e inocente»; si tolera que su hija de diecisiete fume un porro porque «todo el
mundo lo hace», todo eso puede parecer una victoria de la hija. Pero, de hecho, la que ha
salido perdiendo ha sido ella, porque en todos esos ejemplos su padre le ha dejado hacer lo
que quiso. Ser padre es ser un líder, saber tomar decisiones, intervenir en la conducta de su
hija e instruirla y formar su carácter para que ella siempre sepa lo que está bien y lo que
está mal; para que sepa cuándo debe decir que no; y de ese modo sepa ser lo
suficientemente fuerte para poder combatir la tentación. Y para lograr todo eso es necesario
que usted tenga claridad moral.
Es necesario que su hija conozca los modelos de comportamiento de su padre;
porque, de lo contrario, los demás tratarán de venderle los suyos. He aquí algunos de los
más usuales, y contra los que usted tendrá que luchar.
Tengo que ser bella
Usted conoce el poder de la publicidad, pero no puede hacer nada para librar a su
hija de su influencia. Ante la avalancha de anuncios, de revistas de moda... ¿qué puede
hacer un padre?
Muchas cosas. Tener una buena apariencia es algo que está bien, pero es usted —y
no las revistas de moda— el que tiene que establecer los cánones de esa apariencia. Si no...
Bueno, sólo puedo decirle que he tratado pacientes con anorexia nerviosa que sólo tenían
nueve años.
Son muchas las niñas que va comienzan a seguir una dieta en primaria. Por
supuesto, cuando se hacen un poquito mayores ya le prestan mucha atención a su ropa. La
apariencia exterior lo es todo. Si es regordeta, se sentirá fea. Si es alta, se sentirá igualmente
fea. Sí es baja, también se encontrará poco atractiva porque todas las modelos son altas.
Cuando esté en bachillerato se comprará blanqueadores dentales, tintes para el
cabello (que usará una y otra vez), se gastará una fortuna en el cuidado de las uñas y hasta
puede que quiera hacerse algún tipo de cirugía plástica. Si usted vive en una ciudad grande,
conocerá de sobra esta nueva locura contra la que braman los padres. Ahora se ha
convertido en una moda bastante corriente entre los padres acomodados regalarles a sus
hijas, corno premio por tener buenas notas, una operación de cirugía estética. Por lo
general, las chicas prefieren una operación que les agrande el pecho, antes de ir a la
universidad.
Quisiera que esta aberración hablase por sí misma, pero parece ser que no lo hace.
Baste con decir que tal cosa le proporciona a su hija un mensaje totalmente equivocado,
acrecienta su superficialidad, socava los saludables valores que pueda tener y le hace
preguntarse cuántas operaciones habrá de hacerse para sentirse suficientemente bella. Sin
duda, sería indiscutiblemente mejor que tratase de destacar en sus estudios, en el arte o en
los deportes, y no en la habilidad para convertirse en el modelo de las fantasías eróticas de
los jóvenes.
¿Estoy abogando con todo esto para que se deba vestir a nuestras hijas como
espantapájaros, o se conviertan en las más feas del baile? Por supuesto que no. Pero tratar
de mostrarse atractivas es una cosa y convertir a nuestras maravillosas hijas en prostitutas
de alto nivel, otra muy diferente. Y eso es lo que pretende la cirugía plástica, preparando a
las jóvenes para cuando abandonen los dormitorios de los colegios universitarios.
El deseo que tiene su hija de estar atractiva está bien si usted, como padre, la ayuda
a encauzarlo. Los cánones de esa atracción no deben ser los que marque la televisión, sino
los que establezca usted. No deje que ella crea que necesita adoptar esta o aquella
apariencia dictada por la moda del momento. Ella es tal como es, y no necesita ningún tipo
de cirugía plástica. Es atractiva tal como es ahora.
***
Durante su segundo año en la Universidad Vanderbilt, Jackie fue a casa para pasar
las vacaciones de Navidad. Cuando su padre la vio entrar se quedó sorprendido al advertir
algo raro en su rostro. Sus ojos se habían vuelto más oscuros, más grises, y sus cejas
estaban más abultadas de lo normal. Cuando se quitó el abrigo, el hombre tuvo un
sobresalto. Su hija había perdido pecho y los huesos de los hombros sobresalían bajo la
blusa de algodón. Tom nunca había visto a Jackie con aquel aspecto. Ella le sonrió y él la
abrazó cariñosamente. Aquella hija parecía un pajarito, incluso sus brazos y su cuello
aparecían cubiertos por una fina pelusilla.
Tom pensó que tal vez fuera el estrés de la universidad el causante de semejantes
cambios en su hija. No, seguramente la causa estaba en que su madre y él acababan de
divorciarse. O quizás aquello tuviera que ver con la depresión que él había sufrido seis años
atrás; ¿se trataría de algo genético? También podía ser debido al poco tiempo que dedicaba
a sus hijos.
Durante esas vacaciones navideñas, los temores de Tom fueron acrecentándose. Tal
vez su hija tuviera cáncer o sida. Las posibilidades de que padeciese una enfermedad seria
se iban entrecruzando en su cerebro. Llamó a sus compañeros, a amigos, incluso a su ex
mujer. Veía cómo se levantaba su preciosa hija todos los días muy temprano por la mañana
para hacer hora y media de ejercicios gimnásticos delante del aparato de televisión. La
invitó a almorzar y a cenar, pero ella no aceptó. Se mostraba de mal humor. Decía que las
cosas le iban bien en la universidad, pero al padre le parecía que le estaba mintiendo.
—¿Por qué nunca te veo comer? —le preguntó un día. Ella le miró enojada.
—No trates de controlarme. Eres un tipo controlador, papá. ¿No te has dado cuenta
de que ya soy una persona adulta? Mamá me trata así, y no sé por qué tú no haces lo
mismo. Debí habérmelo pensado mejor antes de venir a tu casa en estas vacaciones. Mamá
me lo advirtió.
A Tom se le partió el corazón. No sabía qué pensar ni qué hacer. Llamó a una amiga
médico. Ésta le dijo que probablemente Jackie tenía una alteración dietética.
Después de varios meses de intenso tratamiento médico, me senté un día en mi
consulta con Tom y su hija. Ella se mostraba tranquila y reflexiva. Él también se
encontraba sereno.
—Papá, lo que pasa es que no lo entiendes. Yo me siento gorda. Ya sé que tú no
piensas lo mismo, pero yo sí. Los sentimientos, los pensamientos de que estoy gorda me
asaltan continuamente —susurró con pesar.
—Jackie —dijo Tom con firmeza—. Dime eso de nuevo.
—¿El qué?
—Esos pensamientos; cuéntame lo que ellos te dicen. Quiero oírlo.
Él sabía la identidad de tales pensamientos, porque los había escuchado cientos de
veces. Pero no se trataba de eso.
—Vamos, papá, ya los sabes. Me dicen que soy fea. Si perdiera unos cuantos kilos
gustaría más a los chicos. Bueno, eso me importa poco. Lo que no puedo evitar es pensar
que si perdiera unos cuantos kilos me sentiría mucho mejor.
—Gracias —le respondió Tom—. Pero esos pensamientos no son tuyos. Es la
enfermedad la que está hablando. ¿Podrías arrojarla lejos de ti? ¿Podrías matarla? No eres
tú, cariño. Son esas voces que hay en tu cabeza las que están equivocadas.
Jackie bajó la mirada, frustrada. No discutió. En el fondo de su corazón sabía que su
padre tenía razón. Confiaba en él. Su padre era inteligente y amable, aunque pudiera haber
cometido algunos grandes errores. Era su padre; y a sus veintidós años quería hacerle caso.
—Soy hermosa, soy hermosa —se puso a salmodiar él.
Jackie sabía lo que vendría seguidamente. No quería decirlo. Tal vez lo creyera. En
cierto modo el hambre se había convertido en una especie de amiga, y tenía miedo de
perderla.
Tom aguardaba en silencio.
—Tengo buena apariencia —dijo finalmente Jackie, con voz queda.
Mes tras mes, la tarea de Tom consistió en encontrar formas para poder luchar
contra los demonios que habitaban en la cabeza de su hija. Estaba decidido a vencer.
Jackie regresó a Vanderbilt, y hoy se encuentra perfectamente. ¿Fue su padre quien
la curó de la anorexia? Sí, pero lo más importante fue la determinación de la joven de
vencer a la enfermedad.
La mejor manera de impedir que su hija caiga en la anorexia es ayudarla a que
defina su propia imagen y hablar con ella frecuentemente; y si descubre que tiene
pensamientos malsanos, desafiarlos y vencerlos.
Tengo que ser sexy
Como parte de la revisión médica, me incliné para examinar el abdomen de mi
paciente de doce años. Ella me miró y dijo:
—Doctora Meeker, eso que tiene alrededor del cuello es sexy.
Me quedé sorprendida porque nunca había pensado semejante cosa.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabe; a esa cosa negra que utiliza para escuchar mi corazón. Es sexy.
Pero lo más desconcertante de todo fue que la madre no pareció conceder la menor
importancia a lo que decía la niña. Se limitó a sentarse en una esquina y seguir leyendo su
revista.
El término sexy significa ahora algo que sea atractivo, bonito, excitante, o, incluso,
algo que esté bien. Las palabras pueden ser sexys, las portadas de los libros pueden ser
sexys, incluso los manteles pueden serlo.
Usted y yo oímos la palabra tan a menudo que ya carece de significado para
nosotros. Es simplemente otra palabra más. Pero nosotros tenemos unas mentes adultas.
Nuestras hijas ven todos los días hermosos cuerpos fotografiados, amplios escotes,
bustos protuberantes, largas y esbeltas piernas envueltas en mallas, pies metidos en zapatos
de altos tacones. Ven una serie de artículos que se vinculan al sexo; ven programas de
televisión que, de forma incansable, se refieren igualmente al sexo; oyen una música y ven
vídeos plagados de una imaginería sexual que jamás se vio en las generaciones anteriores.
En la mente de una niña de diez años —y no digamos de una algo mayor— ser sexy
es la forma de vivir ideal, deseada.
Durante sus años de adolescente, su hija habrá tenido el deseo de resultar sexy a sus
amigas y amigos. Necesita la aprobación de sus iguales y anhela vivir la vida que se le
presenta en revistas y espectáculos. Las voces que oye en su cabeza le dirán que si no es
sexy, no es nada.
Por supuesto, usted no quiere que su hija vaya al colegio enseñando el encaje del
sujetador por el escote de la blusa. Pero nuestra sociedad le dirá que ésa es la forma de
vestirse a la moda. Así que tendrá que enseñarle, suave pero firmemente, a hacer las cosas
de otro modo. No le haga sentirse mal por su deseo de querer mostrarse atractiva.
Simplemente convénzala de que la modestia también es atractiva, y más respetuosa con uno
mismo. Ayúdela a que pueda comprender qué tipo de señales está lanzando a los chicos a
través de su ropa y de su comportamiento. Hágale saber que usted se preocupa por sus
intereses, mientras que las empresas textiles no lo hacen. Ella le querrá por decirle eso.
Necesito ser independiente
Las mujeres fuertes son independientes. Piensan por su cuenta, sopesan las opciones
que se presentan ante ellas y toman sus propias decisiones. Los buenos padres quieren que
sus hijas mantengan los pies en la tierra y aprendan a pensar por sí mismas.
Esa teoría está muy bien, pero no tiene en cuenta algo muy importante: que todos
dependemos de los demás; y su hija depende de usted.
Muchas jóvenes se han impregnado de la idea feminista de que las mujeres no
necesitan a los hombres. Pero sí, los necesitamos. Necesitamos padres, maridos, amantes,
protectores y cuidadores. Decir esto no contradice la verdad más elemental de la naturaleza
humana. Necesitamos a los demás. Y las mujeres necesitan a otros seres, además de a las
propias mujeres.
Por tanto, aunque la sociedad le diga a su hija que necesita ser independiente, usted
habrá de asegurarle que esto es un desarrollo saludable y natural de la psicología (y así debe
ser), pero que no constituye ninguna novedad. Los hijos deben aprender —y ganarse— su
propia independencia.
Pero durante la adolescencia los padres se olvidan de dejar su impronta. Todos
solemos creer que las adolescentes son «imposibles». Se nos ha dicho que la adolescencia
es una época normal y saludable, incluso si su hija pasa por un periodo de malos humores,
o se muestra desagradable y descontrolada. Y que usted tiene que «darle su espacio».
Como médico que trata con adolescentes, sé que todo eso está totalmente
equivocado. La «adolescencia» no es normal bajo un punto de vista biológico. Por
supuesto, su hija sufrirá cambios durante la pubertad, pero esos cambios son físicos. Sin
embargo, la imagen que tenemos de la rebelión adolescente y de esa independencia no
procede de la bioquímica de su hija; se trata de algo que es —y ha sido— inventado por el
moderno marketing. Es un «producto» que ni usted ni su hija tienen que comprar.
La idea de que los padres deben dejar a sus hijos adolescentes en paz sólo sirve para
vender más fácilmente ese producto a su hija; y, en realidad, solo es útil para producir o
exacerbar lo que damos en llamar «los problemas de los adolescentes».
Su hija de trece años le necesita a usted más aún que la de dieciséis. Ocúpese de
ella.
Necesito más
Esto es un problema muy sencillo. Pero también es algo que, por lo general, se
ignora. A los padres les resulta difícil decir que no cuando los hijos les ruegan: «Papá, por
favor, papá, necesito...». La cosa empieza por los juguetes, después ya son los discos
compactos, más tarde la televisión en su dormitorio y vaqueros de diseño; en fin, usted ya
conoce la lista. El problema no está en tener cosas. El problema está en pensar que esas
«cosas» le van a hacer más feliz. Antiguamente, los padres entendían muy bien y de forma
instintiva los peligros que conlleva malcriar a los hijos. Hoy día, hay que recordarles a los
padres que el ceder al «yo necesito» es establecer un círculo vicioso de adquisiciones
interminables de cosas materiales que pretenden conseguir una efímera felicidad. Y que
sólo conduce a la codicia, a la ansiedad y la mezquindad.
¿Necesita verdaderamente su hija más juguetes, más bicicletas, más pantalones
vaqueros y zapatos para mejorar su propia vida? Naturalmente que no. Usted sabe eso muy
bien. Y ella necesita aprenderlo. Así pues, actúe en consecuencia.
No puedo decir que no
Si su hija es sensible, sincera y muy mona, usted se enfrenta a un problema muy
serio. Todo padre quiere que su hija posea semejantes cualidades, además de que también
sea disciplinada e inteligente. Se trata de unas maravillosas aspiraciones; pero es necesario
que usted quede debidamente advertido.
A las chicas sensibles les encanta gustar a la gente y se esfuerzan mucho por
conseguir la aprobación de sus padres. Llegan hasta increíbles extremos para lograr su
atención y su adoración; por eso, usted debe demostrarle en todo momento que ella le hace
muy feliz. No obstante, existe un problema con este tipo de chicas a las que les gusta
agradar, y es que les resulta muy difícil decir que no, con lo cual se exponen a que haya
quien quiera sacar beneficio de su amabilidad.
Por todo ello, es necesario enseñar a esa hija tan agradable a que sepa ser firme y a
que diga que no cuando la ocasión le obligue a ello. Enséñele a obrar de acuerdo con lo que
sea mejor para ella, a saber decir que no; y dígale que la base más importante de un carácter
agradable se sienta al vivir de acuerdo con el código moral que usted le ha dado. Descríbale
escenarios para que ella pueda hacerse idea de lo que debe hacer. Si va a pasar la noche a
casa de una amiga y en esa casa las chicas están viendo, por ejemplo, Atracción fatal131 es
necesario que ella abandone la sala de estar y le avise a usted. Naturalmente, usted sabe
muy bien lo duro que eso le resultará a ella. No querrá hacer una escena, pero convénzala
de que las personas a las que realmente tiene que complacer son usted y su madre, y no sus
amigas, que no saben más, ni tampoco a los padres de sus amigas, que tal vez tengan otros
códigos morales. Es necesario que sea educada pero que sepa mantener sus principios; esos
principios que usted le ha inculcado.
***
Andrea tenía dieciocho años, cursaba el último año del bachillerato y estaba a punto
de graduarse. Sus padres se fueron de la ciudad para pasar el fin de semana y la dejaron en
casa con una amiga. La amiga de Andrea llamó a un chico para que fuera a verlas. Unos
llamaron a otros, y no pasó mucho tiempo antes de que unos treinta chicos y chicas se
congregaran en casa de Andrea para beber y pasarlo bien. Andrea se sintió culpable y les
pidió que se marcharan. Pero ellos no querían; y, en lugar de eso, pusieron la música más
alta. Uno de los chicos bebió tanto que se cayó por las escaleras y rompió el pasamanos.
Otro se puso a jugar con un balón en la sala de estar y rompió una ventana.
Entonces llegaron los polis. Muchos de los chicos lograron escaparse antes de que
apareciera la policía. Pero Andrea se quedó, les abrió la puerta y les contó todo lo que había
pasado. ¿Había estado bebiendo? Le preguntaron. «Sólo un poco», respondió ella. El
alcoholímetro demostró que decía la verdad. Pero ahora tanto ella como cinco de sus
amigas tienen antecedentes policiales. El colegio se enteró de lo que había pasado. La
expulsaron del equipo de atletismo en pista. También descubrieron lo sucedido en la
universidad en la que iba a entrar en el otoño. Así que tuvo que pasar el primer año a
prueba.
Los padres no debieron haberla dejado sola en casa. Andrea era una chica
demasiado amable para dejarla a su aire.
***
Frecuentemente, los padres suelen decirme:
—Mi hija es una buena chica. Sabe distinguir perfectamente lo que está bien y lo
que no lo está; y que beber puede causarle problemas. Si va a una fiesta, no tengo la menor
duda de que se comportará adecuadamente.
Pero yo veo continuamente a buenas chicas que tienen problemas porque no saben
cómo decir que no; porque sus padres no las han preparado para situaciones en las que se
encuentren solas; porque sus padres suponen que una adolescente sabe tomar las mismas
decisiones que tomaría un adulto en su caso. Incluso las mejores hijas quieren complacer a
sus amistades. Y usted debe tener presente que lo que ellos hagan, también lo hará ella.
Por último, recordemos que también las chicas encantadoras mueren en accidentes
de coche. Que las chicas encantadoras se quedan embarazadas. Que las chicas encantadoras
se enredan con chicos malos. Enseñar a su hija a decir que no puede salvarle la vida.
Capítulo 10. Unido a ella.
—¿Estás loco?—le dije a mi marido. Pero él no me hizo caso.
Mientras entraba en los dormitorios de nuestras hijas, no dejaba de decir:
—¡Venga, vamos! Os voy a enseñar algo.
Era la una y media de la madrugada.
Yo seguía en el rellano superior de las escaleras. Él fue reuniendo a las chicas, una a
una, y las llevó a la veranda de la parte delantera de la casa. Allí, sobre el suelo de cemento,
mantuvo juntos y sentados durante una hora a aquellos cuerpecillos cansados y soñolientos,
que miraban entre parpadeos las luces relampagueantes que cruzaban el cielo norteño.
Incluso en el mes de junio la noche era lo suficientemente fresca como para que sus
naricillas heladas expulsaran vaho. Yo hubiera querido regañar a mi marido por exponer a
las pequeñas al riesgo de una posible neumonía, pero guardé silencio.
Nadie habló mucho durante la hora pasada en la oscuridad. Nos limitamos a
contemplar aquellas hermosas y brillantes hojas verdes y rojas (al menos, eso es lo que
parecían) que refulgían en la negrura de la noche. Después, todos volvimos a subir las
escaleras y nos metimos de nuevo en nuestros tibios lechos.
No me resultó fácil volver a dormir. La aurora boreal había sido muy hermosa, pero
¿qué iba a pasar con aquellas criaturas que se quedarían dormidas en clase al día siguiente?
Seguí dándole vueltas a la idea durante otra media hora.
No recuerdo muy bien en qué curso estaban nuestras hijas aquel año, y tampoco sé a
lo que tuvieron que enfrentarse al día siguiente. No lo recuerdo, porque la cosa carece de la
menor importancia. Lo que realmente importa es que nuestras cuatro hijas recuerdan el
extraordinario entusiasmo de su padre al compartir aquellos maravillosos momentos con
ellas. Recuerdan aquella noche fría en que estuvieron sentadas junto a su padre, y el
inolvidable rato que entonces pasaron.
Psicólogos, médicos e investigadores emplean incontables horas y dinero
investigando qué es lo que hace que los chicos se mantengan en el buen camino, lejos de las
drogas, de la bebida, del sexo y de las malas compañías. ¿Y qué es lo que han descubierto,
una y otra vez? Pues lo que ya sabían los padres: que usted es la clave para que su hija sea
feliz.
La unión con los padres: que padres y madres estén unidos; y que madres y padres
pasen cierto tiempo con los hijos. Y nadie es más importante para una hija que su propio
padre.
No es necesario que se lea usted todos los trabajos y libros de psicología para saber
lo que tiene que hacer. Nuestras pequeñas estaban unidas a su padre en aquella fría noche
de junio.
Todo lo que su hija necesita es que pase con ella algún tiempo. Hágase la idea de
que usted es el campamento base de la vida de su hija. Ella necesita un lugar para pararse y
situarse, para reorientarse y recordar quién es, de dónde partió y adónde se dirige. Necesita
un lugar para descansar y recuperar la energía. Usted es ese lugar.
Trabaje, juegue y planifique.
A los padres les gusta hacer cosas fuera de casa. Así que voy a proponerle algo:
llévese a su hija con usted. Enséñele a construir algún artilugio. Llévesela de excursión, a
pasear, a un museo, o a cenar. Deje que pase algún tiempo con usted cuando usted hace
aquello que le gusta. Eso le ayudará a abrirse y a compartir su tiempo con ella. Le verá
cuando usted está cómodo y se siente a gusto. Lo bueno de las actividades que se hacen
fuera de casa es que las conversaciones fluyen de forma natural. Y especialmente hoy,
cuando tantos jóvenes viven a base de Internet y de tanto mundo virtual, disponer de una
relación de carne y hueso es más importante que nunca.
El nuestro es un mundo en el que hay mucha soledad; y es también mucha la gente
que anhela tener una relación auténtica. El noventa por ciento de los hijos (y de los padres)
que yo trato, sufren de depresión por sentirse solos. Los sofisticados aparatos electrónicos
no son suficientes. Nada puede sustituir a la viva y real presencia de otra persona.
Los especialistas le podrán decir que la mayor parte de lo que comunicamos a otra
persona no es lo que podamos decirle, sino lo que expresa nuestro lenguaje corporal. Y las
mujeres somos mucho más sensibles a ese lenguaje que los hombres. Así pues, cuando
usted se encuentra con su hija, céntrese en ella. Si la lleva a cenar, no esté constantemente
mirando a quien está sentado en la mesa de al lado. Ella lo notará y no se sentirá tan
importante como podría llegar a sentirse si usted le prestara toda su atención.
***
A Peter y a Elizabeth les gustaban los deportes y las actividades al aire libre. A
Elizabeth, sobre todo, le encantaba correr en pista y campo a través. Y Peter, cuando
llegaba a casa del trabajo, se llevaba a su hija para dar un paseo por los bosques, o para
echar una carrera en la pista del colegio. Cuanto más sobresalía Elizabeth en el deporte,
más orgulloso se sentía su padre.
Un día hubo una carrera por una colina que bordeaba una autopista de cuatro
carriles. Mi hija también tomaba parte en la competición. En cierto momento miré hacia la
autopista, a cosa de un kilómetro escaso de distancia, y vi acercarse a un ciclista de larga
melena gris. Finalmente, me di cuenta de que se trataba de Peter.
Iba sin casco y llevaba la ropa de trabajo, la camisa blanca y las mangas
remangadas, la corbata flotando en torno al cuello, y las perneras del pantalón metidas por
dentro de los calcetines negros. Llevaba la camisa empapada de sudor, mientras pedaleaba
colina arriba.
Finalmente aparcó la bici y, sin siquiera atusarse el cabello ni sacarse las perneras
del pantalón de dentro los calcetines, echó a andar hacia la pista.
Elizabeth ya había dejado de correr. Se encontraba sentada sobre la hierba del arcén,
con las piernas cruzadas, mirando cómo corrían sus compañeras de clase. Cuando vio a su
padre, se levantó y se fue a su encuentro. Él aminoró la marcha, se detuvo a su lado, dobló
su cuerpo de un metro noventa y, tomando a la pequeña por la cintura, la lanzó al aire por
encima de su cabeza como si fuera una muñequita. Después la cogió por las muñecas y
después de hacerla girar en volandas, la estrechó contra su pecho. La pequeña echó a correr
tras sus compañeras. Se sentía feliz.
Peter había conectado con Elizabeth sin palabras. Había profundizado en su relación
con ella. Y no había sido gracias a su participación en la carrera, sino a haber pasado más
tiempo con ella. Y el momento culminante de ese contacto lo había constituido el momento
en el que Peter, encantado por la presencia de su hija, la había lanzado al aire. Él no le
preguntó cómo le había ido en la competición. Tampoco se sentía ridículo por el aspecto
que presentaba. Sin que mediaran palabras, y de forma inmediata, le hizo saber que la
encontraba maravillosa. Eso fue todo. En eso consistió la conexión.
La mayoría de las madres no arrojamos al aire a nuestras pequeñas. Les hablamos.
Tampoco solemos llevarlas de pesca, ni les ayudamos a construir algún tipo de artilugio los
fines de semana. Los padres lo hacen. Pero tanto uno como otra tenéis que alejaros, en
algunos momentos, de vuestros trabajos diarios. Es necesario que paséis más tiempo de
ocio juntos.
La solitaria adolescencia.
Los padres de hoy día quieren que sus hijos tengan teléfonos móviles para que
puedan contactar con ellos en todo momento. También queremos que dispongan de correo
electrónico para que nos envíen mensajes cuando ya estudian lejos de casa.
Dado que la música estimula el desarrollo cerebral, les compramos discos
compactos cuando todavía son muy pequeños, y reproductores electrónicos cuando creen.
Finalmente, les regalamos magníficos equipos cuando son un poco mayores.
En la actualidad, la mayoría de los hogares tienen un ordenador para cada hijo,
porque dependemos en gran medida de Internet y de los textos electrónicos. Muchas chicas
disponen de televisores en sus dormitorios; y las mayores no solo tienen televisores sino
también ordenadores portátiles, teléfonos móviles y equipos de sonido. Los dormitorios de
las jóvenes se han convertido en auténticos reductos electrónicos en los que ellas juegan, se
relajan o se «conectan» con sus amistades durante horas.
Nuestros hijos se pasan ahora más tiempo que nunca con aparatos electrónicos. Así
están las cosas. Pero todo eso conlleva serios riesgos psicológicos. Aunque las chicas se
crean que están utilizando la electrónica para comunicarse, cuando usan un ordenador o un
móvil, en el fondo se encuentran realmente solas. No se hallan cara a cara con nadie.
Aunque las relaciones electrónicas sean reales, resultan profundamente limitadas, e incluso
peligrosas.
Piense por un momento en el móvil que utiliza su hija. Si es una chica normal de
catorce años, en el mismo instante en que deja el cole y se sube al autobús, va está
llamando a su amiga. Charlan durante horas sobre temas insignificantes. En lugar de ver a
esa amiga, su mente se forja unas imágenes de ella que pueden acompañar a sus palabras.
Si la amiga se ríe, ella compone la imagen de su amiga riendo; si la otra discute, se imagina
el gesto de enfado de su rostro o de su mirada. Ella cree que ambas están juntas, pero no lo
están.
Más tarde llega a casa, se conectan al Messenger y se inician los mensajes. Hablan,
pero no escuchan sus respectivas voces. No existen las inflexiones verbales y resulta casi
imposible para ella visualizar a sus amigas. Se comunica con ellas, pero sólo a través de
palabras deletreadas y abreviaciones sofisticadas. Por supuesto, las palabras son muy
importantes. Pueden crear emociones y acompañar a esas emociones, pero sólo si están
bien comunicadas; y las adolescentes no suelen comunicarse en sus mensajes con mucha
riqueza verbal.
Poco después, desconecta el ordenador y se va a su dormitorio para relajarse un
poco o para hacer sus tareas. Se coloca entonces los auriculares para escuchar música; una
música que se va filtrando a través de sus oídos y le inunda el cerebro. Ahora ya no está
comunicándose con nadie.
Después de cenar, se entrega a sus correos electrónicos. Envía recados que
desaparecen para aparecer en las pantallas del ordenador de alguien. De nuevo está
comunicándose; pero de nuevo también está sola.
Si su hija es una chica normal y corriente, se pasará entre seis y ocho horas diarias
en contacto con aparatos electrónicos de una u otra especie. A los padres no suelen
importarles mucho esas actividades de sus hijos, porque les permiten entregarse a sus cosas,
liberarse de la presencia de los chicos y disfrutar de un rato de ocio. Pero si bien la
electrónica puede ayudarle para que usted haga sus cosas, también reduce, y de forma
dramática, el tiempo que podría pasar con sus hijos. Y esa soledad perjudica la relación con
su hija.
Mientras tanto, ella mantiene relaciones que no son de carne y hueso. El correo
electrónico es menos real que el Messenger, éste es menos real que las llamadas telefónicas
y éstas menos reales que un contacto personal.
A la mayoría de las jóvenes americanas les encantan los mensajes instantáneos. Las
chicas no solamente hablan más que los chicos, sino que también teclean más. En este tipo
de mensajes, las palabras se subrayan con interrogaciones, puntos de exclamación y caritas
sonrientes. Este tipo de lenguaje puede tener cierta gracia, y resulta divertido y entretenido
para los chicos, pero está en las antípodas de lo que pudiera ser un contacto humano. Al
cabo de algún tiempo usted podrá darse cuenta de que a su hija le resulta difícil mantener
una conversación con usted, ya sea en el coche, en casa o en un restaurante, porque estar
cara a cara le resulta demasiado intenso y la amedrenta, pues ya se ha acostumbrado al
anonimato de la electrónica. Cuando ella ve su rostro, ya no hay escapatoria para los
sentimientos o pensamientos que usted pueda manifestar. La vida real se convierte en algo
demasiado intenso para sus sentidos. Las voces parecen demasiado altas. El contacto físico
resulta algo extraño. Las miradas perforan y alteran sus perspectivas. Usted se ha
convertido para ella en una figura distante y amenazadora.
No permita que eso suceda. No hay necesidad de eliminar los aparatos electrónicos,
pero asegúrese de que el tiempo que su hija pasa con ellos se compensa con el que pasa con
usted. Las llamadas telefónicas no son demasiado recomendables. Es necesario que ustedes
estén juntos. Es algo fundamental para su desarrollo emocional, intelectual y físico. Es
necesario que se dé cuenta de que su hija ha sido preparada para relacionarse de forma muy
diferente a la que le enseñaron a usted. No es cierto que los hombres tengan mayor
dificultad para la intimidad que las mujeres. No estoy muy segura de que eso sea verdad; al
menos, no en lo que se refiere a las relaciones entre padres e hijas. Usted se pasa horas en
conversaciones personales; ella se las pasa charlando por un aparato. Usted puede
reconocer lo que es real; ella no siempre puede hacerlo.
Puesto que usted tiene que competir con conversaciones electrónicas, canciones
electrónicas y relaciones electrónicas, trate de separar lo más posible a su hija de esas
pantallas. Recuerde que cuando todo se haya dicho y vivido, usted siempre será un
comunicador mejor que todos los teléfonos móviles, correos electrónicos y demás aparatos.
Además de robarle un tiempo que podría emplear para estar con usted, las
comunicaciones electrónicas tienen otro peligro para su hija. Estimulan una notable falta de
sinceridad. Debido a esta peculiaridad, los mensajes instantáneos han conseguido hacerse
un espacio propio en la vida de los jóvenes. Muy especialmente, aprenden a mentir con este
sistema como no lo harían si se encontrasen frente a frente, unos con otros. Y no obran así
porque sean malos chicos, sino porque la cosa les hace gracia. Emplean un lenguaje muy
sucio por la misma razón. Por eso las chicas dicen cosas a los chicos en los mensajes
instantáneos que nunca les dirían si estuvieran con ellos personalmente. Algunas incluso
mantienen un tipo de «cyber-sexo» con uno o con más amigos; amigos y compañeros de
clase con los que personalmente apenas habrían intercambiado unas cuantas frases. Las
pantallas de los ordenadores reducen las inhibiciones.
La mayor parte de las chicas detestan un lenguaje grosero, pero lo practican en los
mensajes porque con esa forma de comunicarse, a base de medias verdades o de mentiras
descaradas, pretenden ser otras personas; y la pornografía verbal forma parte del mundo de
los mensajes electrónicos, que a ellas les resulta divertido e inocuo. Pero usted conoce
mejor la realidad, y sabe que lo que empieza en una pantalla de un ordenador puede
concluir en un verdadero problema.
Así pues, haga que su hija se asiente en un mundo real, muéstrese sincero con ella,
confíe en que ella ha de comportarse sinceramente, y no permita que la electrónica los
separe.
Tensión superviviente.
A ninguno nos gusta buscarnos situaciones estresantes, pero compartir ese tipo de
situaciones crea lazos muy fuertes. Si existe estrés en su vida —¿y qué vida carece de él?—
utilícelo con su hija para unirse más a ella. Resolver un problema entre ambos, realizar un
proyecto juntos (aunque sean cosas muy sencillas, como montar una tienda de camping o
tratar de arreglar un artefacto roto) puede convertirse en algo muy agradable. Fíjese en lo
que les sucedió a Elliot y a Hillary.
***
Cuando Elliot cumplió los setenta años, se jubiló de su puesto de cirujano general.
A él la jubilación no le gustaba. No era ni golfista ni pescador. Tampoco le agradaba andar
recomponiendo trastos en la casa. Así que, un poco aburrido y ya con siete décadas a
cuestas, le pidió a su hija Híllary, también médico, de cuarenta y seis años, que le
acompañase en un viaje profesional, es decir médico, que quería hacer a Nicaragua. Ella
aceptó.
Cuando ambos llegaron a Nicaragua, Elliot estaba radiante. Por el contrario, Hillary
se sintió incómoda con aquellos baños sucios, con el agua que apenas se podía beber y con
aquellos molestos insectos. Pero Elliot no se fijaba en nada de eso. Ella estaba preocupada
pensando en cómo iba a soportar él aquel calor, en el riesgo de que pudiese contraer una
enfermedad tropical, o de que se pudiese romper un brazo o una pierna y tuviese que ser
evacuado —vaya usted a saber cómo— a Estados Unidos. Pero a Elliot no le preocupaba en
absoluto nada de eso.
Tras unos cuantos días dedicados a comprar provisiones y a viajar internándose en
el país, llegaron a la clínica en la que podrían atender a sus pacientes. Si fuera necesaria una
intervención quirúrgica, llevarían al paciente al hospital más cercano y allí lo operarían.
Una de las pacientes tenía un tumor como un pomelo en el útero. Dos hombres
jóvenes tenían hernias inguinales; otro padecía de una masa testicular. A Elliot le encantaba
chapurrear su español para diagnosticar a sus pacientes. Estaba exultante.
Pero todo eso fue antes de que él viera el «hospital». Hillary y una enfermera con
mucha práctica en anestesia le acompañaron. Cuando subieron el camino polvoriento que
conducía al hospital, Elliot no pudo evitar su desencanto. El edificio estaba abandonado. No
había electricidad, aunque, al menos, sí había agua corriente. El conductor del autobús, muy
amable, le condujo hasta un habitáculo sin puerta, de unos tres metros v medio por dos, con
una sola ventana. En el centro del cuartucho había una mesa de operaciones de acero. Una
lámpara pendía del techo. No tenía bombilla y la protección de cristal estaba rota. Elliot
empezó a sudar.
En el umbral esperaba el primero de los pacientes, un joven con una hernia. Hillary
vio la pálida cara de su padre. Respiró hondo y dijo:
—Vamos, papá, puedes hacerlo. Las hernias son fáciles. Eso es lo que siempre me
dijiste. Podemos arreglárnoslas muy bien.
Le hizo un gesto a la enfermera, la cual empezó a colocar todos los medicamentos y
un aparato portátil de oxígeno.
—Esto está muy sucio. Qué va a pasar con las infecciones? Este pobre muchacho
morirá de una de ellas.
—Nada de eso, papá. Iremos paso a paso. Tengo medicación intravenosa y
analgésicos. Me ocuparé de todo. Tú limítate a operar.
Hillary indicó al muchacho que esperase unos minutos hasta que tuvieran todo
dispuesto. Lavó la mesa y sacó del baúl los instrumentos esterilizados, las batas y demás
atuendo. Se daba cuenta de que estaba temblando. En el cuarto hacía mucho calor y
humedad.
Pero, a pesar de todo, siguieron adelante. Elliot operó la hernia de su primer
paciente. Después operó la de otro. Más tarde extrajo el tumor de la mujer y la masa
testicular del hombre. Cada pocos minutos tenía que secarse el sudor de la frente con la
manga de la bata. Se veía obligado a romper toda norma de esterilización. No había aire
acondicionado y, en varias ocasiones creyó que iba a desmayarse. Hillary le observaba y
observaba también a los pacientes. Al cabo de tres días de cirugía ' de doce pacientes
operados —la mitad de los cuales tuvieron infecciones o grandes molestias— Elliot había
tenido más que suficiente.
Una noche se sentó con el resto del equipo para comer las alubias de lata y las
patatas hervidas. No había mucha agua potable.
—Estoy exhausto —declaró—. Lo siento. No puedo seguir trabajando. No logro
operar bien. Mis pacientes contraen infecciones. Les estoy haciendo más mal que bien.
Elliot era un texano de un metro noventa. Empezó a sollozar.
Pero el equipo le dijo que no se desanimase. En particular, Hillary animó a su padre,
diciéndole que si bien ella no era cirujano sabía lo suficiente de cirugía como para poder
ayudarle, especialmente cuando él se sintiera cansado y necesitara sentarse.
De este modo Elliot, operando codo con codo con su hija, pudo concluir las dos
semanas de estancia médica en el país centroamericano. Al final, estaba física y
psíquicamente agotado. En el avión que les llevaba de vuelta a Estados Unidos se sentía
demasiado cansado para poder hablar.
Hillary podría decirle, puesto que su padre ya ha muerto, que aquel viaje hizo que
su relación se estrechase profundamente. De niña había causado disgustos a sus padres.
Pero ella sabía que su padre era un buen hombre, un hombre muy bueno; y, especialmente,
después de trabajar juntos en Nicaragua, sintió como un privilegio el haber vivido aquella
experiencia con él. Le había visto entregado al máximo para ayudar a los demás. Ella
también le había ayudado, y él había querido tenerla a su lado.
«Me conocía y me quería. ¿Qué más se puede pedir a un padre?».
***
¿Puede usted conectar con su hija? Totalmente. Hágalo de forma sencilla. Convierta
esa unión en parte de su vida diaria. Ayúdela en sus tareas, llévela al teatro o a un viaje.
Pero, haga lo que haga, céntrese en ella. Sintonice con ella, escúchela; y no permita que su
trabajo ni sus preocupaciones le puedan distraer del contacto con su hija. Al final del día,
ella será más importante que cualquier otra cosa.
Epílogo.
Cada día es un reto. El trabajo diario resulta duro. Y lo que nos mantiene en la
brecha es la esperanza de que al final de la jornada la vida será un poco mejor, un poco más
feliz, tranquila y gozosa: que nuestra ansiedad podrá cesar; que nuestro anhelo interno por
conseguir «algo más» podrá calmarse.
Muchos días nos sentirnos disgustados. Nos encontramos buscando ese «algo» que
hará que nos sintamos más completos. Pero cuanto más lo buscamos, más alejado se nos
muestra; porque eso que andamos buscando ansiosamente lo tenemos a nuestro lado. No se
trata de su trabajo ni de sus aficiones. No se trata de conseguir más dinero o de tener más
sexo. Se trata de su familia, de sus hijos, de su esposa y de Dios. Ellos constituyen el
verdadero centro de nuestras vidas. Las personas que llegan a darse cuenta de ello,
encuentran lo que estaban buscando. Las que, por el contrario, no lo han comprendido,
nunca se sentirán realmente felices ni satisfechas.
El problema radica en que nos resulta muy fácil perder la perspectiva. Millones de
distracciones y de tentaciones nos están empujando constantemente , pueden lograr que nos
extraviemos.
No somos nosotros, los adultos, los únicos que corremos ese peligro. Nuestros hijos
también pueden extraviarse fácilmente. Su hija se enfrenta todos los días a tentaciones
similares. Todos los días necesitará de la guía de usted y de su ejemplo para entender por
qué la vida es un regalo tan grande y de qué manera hay que vivirla.
La lectura de este libro no le será de utilidad, a menos que ponga en práctica las
ideas que en él se expresan. Por tanto, veamos seguidamente algunas pautas para su plan de
acción.
Muéstrele quién es usted realmente.
Cuando ella es un bebé, sus ojos buscarán su rostro. Sus oídos prestarán atención a
su voz, y todo cuanto hay en su interior necesitará que se dé contestación a una única
pregunta: «Papi, ¿estás ahí?». Si usted se encuentra a su lado, su cuerpo se desarrollará más
saludablemente. Su cociente intelectual irá creciendo y su desarrollo progresará por el
cauce conveniente; pero, lo más importante, ella comprenderá que la vida es buena porque
usted la quiere. Usted es su introducción al amor; usted constituye el amor en sí mismo.
Cuando vaya a la guardería pensará en usted, y hasta es posible que hable de usted.
Si alguna de sus compañeras de clase le dice algo que le molesta, su hija no tendrá
inconveniente en amenazarla diciéndole que será mejor que se calle porque sí no usted, su
héroe, irá a su casa y le dará una buena zurra. Para ella usted puede hacerlo todo; y, lo más
importante, usted puede protegerla siempre.
En primaria se amplían su mundo y los desafíos que se le presentan, pero la
pregunta que hay en su fuero interno sigue siendo la misma: «Papi, ¿sigues estando
conmigo?». Cuando cumpla los trece años y empiece a llevar una barrita de labios; o tenga
quince y participe en algún concurso; o diecisiete y viva en casa de una amiga porque ya no
puede soportarle a usted, seguirá rondando por su cabeza una pregunta : «Papá, ¿sigues
conmigo?». Ella necesita saber que su respuesta siempre será afirmativa. Cuanto más
favorezca usted esa pregunta, más necesaria será una respuesta para ella; incluso llegará al
extremo de forzarle a usted para que se la dé.
Y cuando tenga su primer hijo, cuando se le diagnostique cáncer de pecho a los
treinta años, o su marido la abandone, a ella y a sus hijos, la pregunta seguirá siendo la
misma: «Papá, ¿estás ahí?».
Si sabe que usted está siempre, dispuesto y lleno de amor, le habrá enseñado la
lección más importante: la vida es buena. Los hombres buenos cooperan para que sea así.
Abra los ojos a su mundo.
Ser padre no es una tarea sencilla. Usted tendrá que enfrentarse a muchos
obstáculos, y la mayoría procederán de la sociedad en la que su hija ha nacido, no de la
familia.
Lo primero y principal: el colegio la apartará de usted. ¿Es malo el colegio? Por
supuesto que no; pero algunas de las experiencias vividas en ese ambiente pueden actuar
contra la relación que mantiene con su hija. Ella oirá cosas que a usted no le gusta que oiga.
Oirá comentarios despectivos sobre cosas en las que usted cree. Incluso puede llegar a
mostrarse crítica con usted. Se le enseñará educación sexual, cosa que podrá herirla; y
cuando eso suceda, tal vez se sienta avergonzada y prefiera ocultarse de usted. También sus
amistades y compañeros pueden intentar alejarla de usted. Ésta es la vida del siglo XXI.
¿Qué puede hacer un padre?
Mucho, infinidad de cosas. Es posible que usted, por sí solo, no logre contrarrestar
los cambios de esa sociedad que la rodea, ni tampoco reformar el sistema escolar en que
ella se mueve; pero lo que usted hace y dice, el ejemplo que le ofrece y el liderazgo que
ejerce pueden lograr que su hija se mantenga en el buen camino; o, por el contrario, alejarla
de él. Su influencia es de máxima importancia. Y aunque crea que es demasiado tarde, que
ella ya está muy alejada de usted, no dude en ir a buscarla. No importa la edad que puedan
tener. Sigue siendo su hija . Usted todavía es su padre.
Luche por su cuerpo.
El mayor de los peligros que acechan a su hija es, con mucho, el que procede de ese
agresivo de la sexualidad; el cual, si no es controlado, puede llegar a proporcionarle un
sentimiento, lamentablemente erróneo, de sí misma. Durante su formación en la escuela
elemental a su hija ya se la animará a ser sexy, y tampoco dejará de ver sexo en la
televisión o en las películas. Los discos, los vestidos, los juguetes, vídeos y revistas que ella
pueda ver mientras va de compras, la impregnarán de sexo. ¿Por qué son tan perjudiciales
estas imágenes y estos mensajes? Porque desde que tiene siete años, el sexo (signifique lo
que signifique para ella) estará presente en su cabeza. Y si empieza a tener relaciones
sexuales en la adolescencia, pondrá su salud en grave peligro. Sinceramente, yo preferiría
que mis pacientes adolescentes (y mis propias hijas) fumaran durante esa edad, a que
tuvieran relaciones sexuales. Piense en ello. Si una joven fuma a los dieciséis años y deja de
fumar a los veinte, sus pulmones y su sistema cardiovascular se recuperarán plenamente, y
podrá estar sana el resto de su vida. Pero si, por el contrario, es sexualmente activa durante
esos mismos años correrá un probable peligro de contraer una enfermedad de transmisión
sexual. En algunos casos, estas jóvenes pueden recuperarse; en otros, quizás no. Una vez
que contraiga un herpes —ya sea del tipo 1 o del 2— lo tendrá para el resto de su vida. O
bien puede contagiarse de un papilomavirus y desarrollar, posteriormente, un cáncer
cervical. También existe la probabilidad real de tener problemas de fertilidad causados por
una infección en sus órganos reproductores. Muchas de las enfermedades de transmisión
sexual no muestran síntoma alguno hasta que ya es demasiado tarde.
No permita que esto le suceda a su hija. Proteja su mente y proteja también su
cuerpo. Recuerde que el establecimiento de unas reglas nada tiene que ver con la confianza
que pueda tener en ella, especialmente durante los años de la adolescencia. Establecer unas
reglas y el mantenerse vigilante a la hora de proteger a su hija, es simple cuestión de saber
cuidar su anatomía y sus emociones, además de constituir su responsabilidad como padre.
El cerebro de su hija no se ha desarrollado plenamente en esa etapa de su vida. Los
científicos saben hoy día mucho más sobre el cerebro de los adolescentes de lo que sabían
hace una década; y lo que hemos aprendido de todo ello es que la autoridad paterna resulta
crucial en tal periodo. Sabemos, pues, que al margen de la personalidad que tenga una
joven, de la inteligencia que posea o de su brillantez académica, carece todavía de la
madurez intelectual de un adulto; y que puede, muy fácilmente, tener problemas. Pero usted
puede impedirlo. Por ello es conveniente que conozca a sus relaciones y amistades
masculinas. No permita que salga de noche con chicos. No se preocupe por caer en una
postura de sobreprotección, porque hará muy bien si la mantiene; pues aun en el caso de
que su actuación parezca menos razonable que la de los padres de sus amigas, recuerde que
ellos pueden tener el problema de mostrarse demasiado ingenuos. Comparado con ellos,
usted quizás resulte estricto, pero esa postura posiblemente evitará que su hija tenga
problemas en el futuro. Protéjala y defiéndala, y su hija sabrá que usted la quiere.
Luche por la salud de su mente.
Si ella se impone un tratamiento para adelgazar, estudiará detenidamente su busto,
su cintura y sus piernas. Se preguntará sobre la calidad de su musculatura. Usted no lo hará,
pero ella sí. Incluso se volverá obsesiva pensando en su aspecto. Tales pensamientos
dañarán su autoestima. Usted tiene que saber muy bien cuáles son esos pensamientos que
pueblan la mente de su hija, y necesitará ayudarla a combatirlos. Tiene que decirle que ella
es valiosa por el mero hecho de ser persona, que es bella tal y como es, que gran parte de lo
que ve en la televisión, en las películas y en las revistas no es más que mentira e ilusión.
Trate de interesar a su hija en este tipo de conversación y se sorprenderá de lo bien que
funciona, y cuánto ampliará la relación que mantiene con ella. A sus ojos, usted es un
guerrero. Usted es el que mejor sabe cómo hay que enfrentarse a los problemas, porque es
su padre. Por consiguiente, ayúdela.
No permita jamás que las modas y las costumbres sociales puedan robarle a su hija.
Enséñele el sentido de la familia, la importancia de la humildad y las satisfacciones que
ofrece la costumbre de ayudar a los demás. Enséñele a que vea más allá de sí misma.
Luche por su espíritu.
Y, después, está la fe. Su hija se preguntará, y le preguntará, sobre el sentido de la
muerte y de lo sobrenatural. Querrá que usted le dé respuestas a esas preguntas. Algo en su
interior le impulsará a saber si Dios es real, y si es así, cómo será ese Dios. Así pues,
ayúdela. No le dé la espalda. Del mismo modo que le enseñó a montar en bicicleta, a saber
discernir entre lo que está bien y lo que está mal, a alejarse de las drogas, enséñele también
lo que sabe sobre Dios. Ella es un ser espiritual y desea obtener respuestas a esas preguntas.
Y todavía más que eso: el hecho meridiano es que la fe es buena para ella. Esto es algo que
se ha venido demostrando una y otra vez. Por tanto, profundice en el tema. Llévela a la
iglesia o al templo que corresponda a sus creencias, enséñela a rezar, abra la Biblia y
muéstrele lo que allí se dice. La comprensión de Dios es la aventura intelectual y espiritual
más importante que se pueda emprender. No se la niegue.
Luche por mantener su relación con ella.
Lo que su hija más desea obtener de usted es su tiempo. No escatime ese tiempo que
pueda concederle. Muchos padres consideran necesario entretener a sus hijas haciendo algo
especial. Esto es particularmente cierto con los padres que están divorciados. Pero su hija
no necesita —ni siquiera lo desea— que usted haga con ella cosas especiales. Lo que quiere
es simplemente estar con usted, compartir con usted sus pequeñas tareas, como, por
ejemplo, lavar el coche; en resumen: vivir la vida a su lado. Por tanto, limítese simplemente
a vivir con ella. Pídale que le ayude a limpiar el jardín, a ir a la compra o a cambiar el
aceite del coche. Y hágale saber que usted también necesita toda la ayuda que ella le pueda
proporcionar. Si tiene quince años y quiere ir de tiendas un sábado por la tarde, vaya con
ella y comparta esos momentos; y, si por alguna razón no puede, no la deje ir sola. Dígale
que se quede en casa y que le ayude a hacer algún trabajo doméstico. Lo importante es que
ella necesita pasar más tiempo con usted que con sus amistades. Por consiguiente, esté a su
lado.
Su hija necesita encontrar en usted una guía, tanto si se trata de saber cuál ha de ser
el instrumento musical o el deporte que va a escoger, el colegio al que ha de asistir, o qué
hacer ante el sexo, el alcohol o las drogas. Si ella se siente cerca de usted, es mucho más
probable que tome buenas decisiones. Si sucede lo contrario, puede apostar a que se
producirán notables errores.
Así pues, manténgase unido a ella: háblele, pase tiempo con ella y disfrute también
los momentos de ocio a su lado. Usted puede aportar una extraordinaria riqueza a la vida de
su hija, y ella le aportará incontables satisfacciones a la suya.
Un buen día, cuando haya crecido, algo cambiará entre los dos. Si usted ha
realizado bien su función de padre, ella querrá amar a otra buena persona, a la que escogerá
como marido y que la defenderá y estará también muy unido a ella. Pero jamás le
reemplazará en su corazón, porque usted fue el primero. Y ése es el último regalo que le
hará por haber sido un buen padre.
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1
En ingles STD, son las siglas de «Sexually transmitted disease» (N. del T.).
2
«Sex on TV», Kaiser Family Foundation, 2005.
3
Ibid.
4
D.T. Fleming et al., «Herpes Virus Type 2 in the United States, 1976 to 1994»,
New England Journal of Medicine, 337, 1997, pp. 1105-1160.
5
Ibid., p. 5.
6
Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53, 21 de mayo,
2004.
7
Margaret J. Blythe et al., «Incidente and Correlatos of Unwanted Sex in
Relationships of Middle & Late Adolescent Women», Archives of Pediatric & Adolescent
Medicine, 160, 2006, pp. 591-595.
8
Meg Meeker, Epidemic: How Teen Sex Is Killing our Kids, LifeLine Press,
Washington, DC, 2002, pp. 154-155.
9
Ibid.
10
Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53, p. 17.
11
American Social Health Association, Sexually Transmitted Diseases in America:
How Many Cases and at What Cost?, Kaiser Family Foundation, Menlo Park, CA, 1998.
12
J.M. Walboomers et al., «Human Papillomavirus Is a Necessary Cause of Invasive
Cervical Cancer Worldwide», Journal of Pathology, 189, 1999, pp. 12-19.
13
Bosch et al. , «Effect of oral contraceptives on risk of cervical cancer in women
with the human papillomavirus infection: the IARC multicentric case-control study»,
International Agency of Research on Cancer.
14
D.T. Fleming et al., op. cit.
15
http://medinstitute.orglíncludes/downloadilherpes.pdf
16
Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53: pp. 8-16.
17
Dense Halfors, «Which Comes First in Adolescence: Sex and Drugs or
Depression?», American Journal of Preventive Medicine, 29, 2005, p. 3.
18
Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53, p. 9.
19
Ibid., p. 16.
20
Ibid., p. 12.
21
Ibid.
22
Ibid.
23
Ibid.
24
Ibid.
25
«Generation M: Media in the Lives of 8-18 Year-Olds», Kaiser Family
Foundation, marzo de 2005.
26
Ibid., p. 23.
27
Ibid., p. 12.
28
Ibid., p. 25.
29
Ibid.
30
Ibid.
31
Ibid.
32 M. Esterbrook y Wendy A. Goldberg, «Toddler Development in the Family:
Impact of Father Involvement and Parenting Characteristics», Child Development, 55,
1984, pp. 740-752.
33 F. A. Pedersen et al., «Parent-Infant and Husband-Wife Interactions Observed at
Five Months», in The Father-Infant Relationships, F. Pedersen, Nueva York, 1980, pp. 65
-91.
34
Rebekah Levine Coley, «Children's Socialization Experiences and Functioning in
Single-Mother Households: The Important of Fathers and Other Men», Child Development,
69, febrero 1998, pp. 219-230.
35
Ibid.
36
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competence in kindergartners: differential and combined effects of attachment to mother
and father», Child Development, 70, 1999, pp. 183-201.
37
Journal of the American Medical Association, 10, septiembre, 1997, pp. 823-832.
38
Ibid.
39
American Journal of Preventive Medicine, 1, 30 de enero, 2006, pp. 59-66.
U. S. Department of Health and Human Services, National Center for Health
Statistics, Survey on Child Health, Washington, D.C., GPO, 1993.
41
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Attainments», trabajo presentado en la conferencia sobre el papel de los padres, 10-11. de
octubre, Washington, D.C., que se puede hallar en la obra de: Wade E Horn y Tom
Sylvester, Father Facts 4th, www.fatherhood.org
42
Ibid.
43
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44
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7-9 de diciembre de 1999, por el Global Strategy Group de Nueva York.
45
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46
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47
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48
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49
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50
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Nueva York, 1979, pp. 247-302.
51
E. M. Hetherington y B. Martin, op. cit.
52
Ibid.
53
Barbara Dafoe Whitehead, «Facing the Challenges of Fragmented Families»,
Philantropy Roundtable, 9, 1995, p. 21.
54
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Services, National Center for Health Statiscs, Advance Data 1990, GPO, Washington, D.C.
1990).
55
E. M. Hetherington y B. Martín, op. cit.
56
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empathic concern: A twenty-six-year longitudinal study», Journal of Personality and Social
Psychology, 58, 1990, pp. 709-717.
57
Wade F. Horn y Tom Sylvester, Father Facts, National Fatherhood Initiative,
Gaithersburg, MD, 2002.
58
Ibid.
59
C. D. Ryff y M. M. Seltzer, The Parental Experience in Midlife, Univesity of
Chicago Press, Chicago, 1996.
60
Los centros Ivy League son un conjunto de colegios universitarios y universidades
de Estados Unidos muy famosos por la excelente formación que se imparte en ellos. (N. del
T.)
40
61
Los drive-in o autocines de Estados Unidos son locales a los que los espectadores
van con sus coches y se quedan dentro de ellos para ver la película, gozando así de un
mayor grado de intimidad. (N. del T.)
62
Estudio financiado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos de
Estados Unidos, relativo a la conducta sexual de los adolescentes.
63
Joanne Gutzviller, J. M. Oliver y Barry M. Katz, «Eating Dysfunctions in College
Women: The Roles of Depression and Attachment to Fathers», Journal of American
College Health, 52 (1), pp. 27-32.
64
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Behaviors among Undergraduate Women», Journal of Counseling and Psychology, 35,
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65
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between Fathers and Daughters Contribute to or Offset Eating Disorders?», Health
Communication, 2002; 14(2), pp. 199-219.
66
Joanne Gutzviller, J. M. Oliver y Barrv M. Katz, op. cit.
67
Ibid.
68
With One Voice: America's Adults and Teens Sound Off about National Survey,
The National Campaign to Prevent Teen Pregnancy, Washington, D.C., abril de 2001.
69
«Sex on TV 4: Executive Summary 2005», Henry J. Kaiser Foundation Executive
Summary.
70
D. T. Fleming et al., «Herpes Simplex Virus Type 2 in the United States, 1976 to
1994», New England Journal of Medicine, 337, 1997, pp. 1105-1160.
71
J. M. Walboomers et al., «Human Papillomavirus Is a Necesary Cause of Invasive
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73
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Confronting Sexually Transmitted Disease, National Academy Press, Washington, DC,
1997.
74
Conocidos almacenes estadounidenses dedicados a la moda joven. (N. del T.)
75
D. N. Fisman, M. Lipsich, E. W. Hook, III, y S.J. Goldie, «Projection of the
Future Dimensions and Costs of the Genital Herpes Simplex Type 2 Epidemic in the United
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76
National Center for HIV, STD y TB Prevention, Centers for Disease Control and
Prevention, U.S. Department of Health and Human Services, «Tracking the Hidden
Epidemics», www.cdc/gov.com
77
Ibid.
78
Thomas R. Eng y William T. Butler, op. cit.
79
National Center for HIV, STD y TB Prevention, «Tracking the Hidden
Epidemics».
80
Ibid.
81
Walboomers et al. , «Human Papillomavirus Is a Necessary Cause of Invasive
Cervical Cancer Worlwide», op. cit.
82
J. Mork et al., «Human Papillomavirus Infection as a Risk Factor for Squamous
Cell Carcinoma of the Head and Neck», New England Journal of Medicine, 15, 2001, pp.
1125-1131.
83
D.T. Fleming et al., op. cit.
84
R. Rector, K. Johnson, L. Noyes y S. Martin, «The harmful effects of early sexual
activity and multiple sexual partners among women: A book of charts», The Heritage
Foundation, Washington DC, 2003.
85
Ibid.
86
L. Warner, J. Clay-Warner, J.Boles y J. Williamson, «Assessing. Practices:
Implications for Evaluating Method and User Effectiveness,. Transmitted Diseases, 25,
1998, pp.273-277.
87
National Institute of Allergy and Infectious Diseases, National Health,
Department of Health and Human Services. «Workshop Summary Evidence on Condom
Effectiveness for Sexually Transmitted Disease Prevention», 20 de julio, 2001.
88
L. Ku, E L. Sonenstein y J.H.Pleck, «The Dynamics of Young Men’s Condom
Use During and Across Relationships», Family Planning Perspectives, 26, 1994, pp. 246251.
89
Denise D. Hallfors et al., «Which Comes First in Adolescence: Sex and Drugs or
Depression?», American Journal of Preventive Medicine, 29, 2005, p. 3.
90
Predicador protestante estadounidense.
91
Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, Soul Searching: The Religious and
Spiritual Lives of American Teenagers, Oxford University Press, Nueva York, 2005, pp.
218-264.
92
Ibid., p. 224.
93
Ibid., p. 222.
94
Ibid., p. 152.
95
Ibid., p. 153.
96
Ibid., p. 151.
97
Ibid., p. 225.
98
Michael D. Resnick et al. , «Protecting Adolescents from Harm: Findings from
the Nacional Longitudinal Survey of Adolescent Health», Journal of the American Medical
Association, 278, 1997, pp. 823-832.
99
Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, op. cit., p. 222.
100
Ibid.
101
Ibid.
102
Ibid., p. 228.
103
Ibid., p. 223.
104
Ibid.
105
Ibid., p. 222.
106
J. W. Sinha et al., «Adolescent Risk Behaviors and Religion: Findings from a
National Study», Journal of Adolescence, 3 de mayo, 2006.
107
Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, op. cit., p. 21.
108
Ibid., p. 151.
109
Ibid., p. 152.
110
Ibid., p. 153.
111
Ibid., p. 151.
112
G. W Comstock y K. B. Partridge, «Church Attendance and Health», Journal
Chronic Disease, 25, 1972, pp. 665-672.
113
R. L. Gorsuch y D. Aleshire, «Christian Faith and Ethnic Prejudice: A Review
and Interpretation of Research», Journal for the Scientific Study of Religion, 13, 1982, pp.
281-307.
114
Ibid.
115
Ibid.
116
Ibid.
117
Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, op. cit., pp. 30-71.
118
Ibid.
119
Ibid., p. 260.
120
Centers for Disease Control, Morbidity and Mortality Weekly Report, 9 de junio,
2006, pp. 1-108.
121
Armand M. Nicholi, Jr., ed., The Harvard Guide to Psychiatry, The Belknap
Press of Harvard University Press, Cambridge, MA, 1999, pp. 622-623.
122
A. M. Culp, M. M. Clyman y R.E. Culp, «Adolescent Depressed Mood. Reports
of Suicide Attempts, and Asking for Help», Adolescence, 30. 1995. pp. 827-837.
123
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God», journal for the Scientific Study of Religion, 1997, 36 (1), pp. 25-43.
124
Ibid.
125
Ibid.
126
Christian Smith y Melinda Denton, op. cit., p. 75.
127
Ibid., p. 162.
128
Ibid., p. 27.
129
Ibid., p. 263.
130
Ibid., p. 261.
131
Escabroso film americano de los años ochenta, de muy dudosa calidad
cinematográfica pero de indiscutible éxito comercial. (N. del T.).
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