Catador de arenas, de Marcelo Báez Meza —Deja ya de recordar. Pensar en el tiempo es tal vez pensar inevitablemente en el olvido, en la «fugacidad de la existencia». Gesualdo Aretino es guayaquileño, licenciado en diseño gráfico y multimedia, con nada muy tangible en su mano como el ratón de computadora, que le ayudará a presionar sobre la pantalla y jugar con los husos horarios de Ecuador y Francia, entre los que rápidamente se hallará inmovilizado. Encallado, podríamos decir, como queda un barco cerca de la costa, de cualquier costa. Enfrascado y cayendo grano a grano en la ausencia continua del despertar, enfermo crónico de la memoria. No por no recordar, sino por celebrarla hasta el desquicio, con detalle de escultor. Gesualdo es para el lector más que un personaje. Es reloj, viajero inmóvil, coleccionista, es olvido y recuerdo, es incluso plegaria, hueso y arena. Juliette Perec, el tiempo mismo de esta historia, ha llegado al puerto desde Antioquia, donde había buscado a la comunidad de insomnes perpetuos, que tal vez solo existía en Macondo. “Lo más temible de la enfermedad del insomnio”, lee el doctor Maurice Piccoli en la versión francesa de Cien años de soledad, “no era la imposibilidad de dormir […] sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido” (p. 167). Juliette nació en Rennes, y padece de Insomnio Fatal Familiar (IFF), enfermedad neurodegenerativa, cuya característica principal es la incapacidad de conciliar el sueño. Durante la lectura pausada o de prisa de 182 páginas, el lector no sabrá bien qué es eso que sus manos sujetan, si el corazón de Juliette, una bomba de tiempo, una clepsidra, o acaso un reloj suizo. Pero la exactitud es un invento. “El tiempo se desvanece acumulándose” (p. 23). ¿Qué es lo que tengo yo en mis manos?, me pregunto. Y alguien responde: “Es una nouvelle que no deja de hacer tic-tac, tic-tac…” (p. 26). Catador de arenas es de hecho una «novela-reloj» que no deja de contarse inclusive cerrando el libro por la noche, cuando el cansancio vence y el sueño –afortunados somos- nos besa riéndose. Gesualdo y Juliette, junto a Simone y Maurice continuarán tratando de ajustar los priones que han provocado esa realidad desigual en que se ha convertido desde su inicio ésta, su historia. Marcelo Báez Meza (Santiago de Guayaquil) es docente universitario, editor, traductor, crítico de cine, narrador y poeta. Nos entrega en su tercera novela una trama desentramada, sin mayor misterio que la aleatoriedad con que la Muerte elige al siguiente que ha de suspender su propio goteo. No hay experimento, hay sencillamente una historia que quiere ser contada en honor a la memoria, incluso antes de que concluya por sí misma, porque “destino de todo personaje es la muerte” (p. 78), dice Maurice. Y si la exactitud es un invento, la precisión es inventora en la tinta de Báez. El autor nos comenta en las últimas páginas que el primer borrador del relato fue escrito durante el segundo semestre del 2004, endeudado en principio con El libro del reloj de arena, de Ernst Jünger, hallado en una ya no-existente librería de Guayaquil, cuyo propietario amaba los libros raros. Menciona también que en el 2007 encontró lo que sería la segunda deuda del Catador: El reloj horizontal, de Christopher Wilkins encontrado al azar, -¿o acaso por un asunto de destino?- en Buenos Aires. Por último nos devela generosamente la tercera deuda, referente a los datos sobre el IFF, resultados de una «obsesiva búsqueda por la red». Al igual que esta novela-reloj, mientras esta reseña era escrita, se escuchaba la versión de Gould de la Variaciones Goldberg de Bach. Tal vez contagiada por la circunferencialidad de las variaciones de la música hecha narración, como si constantemente volver a su origen quisiera. Para no olvidar y perpetuar la historia de una pasión filtrada por el desacople de dos culturas, de dos husos horarios, de la enfermedad y la muerte. Lejos de Tokio, en Ecuador, los personajes quedan perdidos en la traducción. “¿Cuál es el objetivo de unir un universo X con un universo Y? Debería haber una ley que prohíba este tipo de abordajes. Debería existir una especie de seguro emocional que ofrezca protección contra este tipo de experiencias” (p. 152)… La historia de Gesualdo y Juliette, a diferencia de otras, difícilmente puede ser la historia de cualquiera de nosotros. Amor, pasión, sí, pero también rarezas que coinciden en cuerpos que van consumiéndose circularmente. ¿Una vez más la cuestión del destino? Es probable. Como también la manera peculiar en que el Catador llegó a mis manos. Catador de arenas fue presentada en Quito en el Centro Cultural Benjamín Carrión, el 16 de diciembre del 2010. Ha recibido el Premio Único Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil (IX Concurso Nacional de Literatura, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 2005). Entre las publicaciones de Báez se encuentran: Tan lejos, tan cerca (Alfaguara, Quito, 2001) y Tierra de Nadia (Libresa, Quito, 2000). Sus relatos son parte de antologías internacionales como Relatos vertiginosos. Antología de cuentos mínimos (Alfaguara, México, 2000) y El dinosaurio anotado (Alfaguara, México, 2002). …Y así, con riesgo de estallar o detenerse, Gesualdo se encontrará en la habitación 202 de un hotel porteño sumergido en la arena de la memoria. Así también, la “meliflua contabilidad de los recuerdos se podría gastar páginas enteras” (p. 149), queriendo comprender la ausencia del despertar, donde no hay siquiera un asomo de pesadilla. La pesadilla es precisamente eso. Hasta que imagina que su esposa le dice en voz baja: —Deja ya de recordar. Catador de arenas Marcelo Báez Meza Colección Crónica de sueños, Ed. Libresa Guayaquil, 2010 Norka Guevara Guayaquil, Ecuador Enero, 2011