Subido por Pepito Grillo

Cuando la casa se quema

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Giorgio Agamben / Cuando la casa se quema
05/10/2020
«Nada de lo que hago tiene sentido, si la casa se quema». Sin
embargo, precisamente mientras la casa se quema, es necesario
seguir adelante como siempre, hacer todo con cuidado y
precisión, acaso con mayor aplicación, incluso si nadie debiera
darse cuenta de ello. Puede ocurrir que la vida desaparezca de la
Tierra, que no quede memoria alguna de lo que se ha hecho, para
bien o para mal. No obstante, tú continúa como antes, es tarde
para cambiar, ya no hay tiempo.
«Lo que sucede a tu alrededor / ya no es asunto tuyo». Como la
geografía de un país que debes abandonar para siempre. Y aun
así, ¿de qué modo te concierne todavía? Precisamente ahora que
ya no es asunto tuyo, cuando parece que todo se ha acabado, cada
cosa y cada sitio se presentan en su apariencia más genuina, de
algún modo te tocan más de cerca, tal como son: esplendor y
miseria.
La filosofía, lengua muerta. «La lengua de los poetas es
siempre una lengua muerta… curiosa de decir: lengua muerta que
se utiliza para dar más vida al pensamiento». Tal vez no una
lengua muerta, sino un dialecto. Que filosofía y poesía hablen en
una lengua que es menos que la lengua, esto da la medida de su
rango, de su especial vitalidad. Pesar, juzgar el mundo en función
de un dialecto, una lengua muerta, y sin embargo, que surge,
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donde no hay ni una sola coma que cambiar. Sigue hablando este
dialecto, ahora que la casa se está quemando.
¿Qué casa se está quemando? ¿El país donde vives o Europa o
el mundo entero? Tal vez las casas, las ciudades ya se han
quemado, no sabemos desde hace cuánto tiempo, en un gran
incendio, que hemos fingido no ver. Todo lo que queda de
algunas de ellas son trozos de pared, una pared con frescos, una
franja del techo, nombres, muchos nombres, ya arrancados por el
fuego. Y sin embargo, los cubrimos tan cuidadosamente con yeso
blanco y palabras mentirosas, que parecen intactos. Vivimos en
casas, en ciudades quemadas de arriba abajo como si aún
estuvieran en pie, la gente finge habitarlas y sale a las calles
enmascarada entre las ruinas como si aún fueran los barrios
familiares de antaño.
Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha
vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún
más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento.
Que una civilización —una barbarie— se hunda para no volver
a levantarse, esto ya ha sucedido y los historiadores están
acostumbrados a marcar y fechar cesuras y naufragios. ¿Pero
cómo podemos ser testigos de un mundo que se va a arruinar con
los ojos vendados y la cara cubierta, de una república que se
derrumba sin lucidez ni orgullo, en la abyección y el miedo? La
ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos pretenden
gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse
técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios
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o un nuevo cielo — sólo prohibiciones, expertos y médicos.
Pánico y vileza.
¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni
sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociera ni orden ni
ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino
que se sostiene realmente en el principio — incluso antes de él?
Una cultura que se siente al final, sin vida ya, trata de gobernar
como puede su ruina a través de un estado de excepción
permanente. La movilización total en la que Jünger veía el
carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta
perspectiva. Los hombres deben ser movilizados, deben sentirse
en todo momento en una condición de emergencia, regulada en el
más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirla.
Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era
acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos
unos de otros.
¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha
estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y
1918, ocurrió algo en Europa que arrojó a las llamas y a la locura
todo lo que parecía permanecer íntegro y vivo; luego otra vez,
treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado
ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas
visible bajo las cenizas. Pero quizá el incendio ya había
comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la
humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del
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fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser
repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir
viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué permanecía
de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes.
Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, qué perdimos, a qué
escombros —o a qué impostura— nos aferramos.
Y ahora que no hay más llamas, sino sólo números, cifras y
mentiras, estamos ciertamente más débiles y más solos, pero sin
posibles compromisos, más lúcidos que nunca.
Si sólo en la casa en llamas se hace visible el problema
arquitectónico fundamental, entonces se puede ver lo que está en
juego en la historia de Occidente, qué es lo que ha tratado de
comprender con tanta fuerza y por qué sólo podría fracasar.
Es como si el poder intentara a toda costa asir la nuda vida que
ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de
ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo
policiales, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino
escurrirse de él, porque es por definición inasible. Gobernar la
nuda vida es la locura de nuestro tiempo. Hombres reducidos a su
pura existencia biológica ya no son humanos, gobierno de los
hombres y gobierno de las cosas coinciden.
La otra casa, la que nunca podré habitar, pero que es mi
verdadera casa, la otra vida, la que no viví mientras creí que la
vivía, la otra lengua, que deletreé sílaba por sílaba sin poder
hablarla nunca — tan mías que nunca podré tenerlas…
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Cuando pensamiento y lenguaje se dividen, se cree que se
puede hablar olvidando que se está hablando. Poesía y filosofía,
mientras dicen algo, no olvidan lo que están diciendo, recuerdan
el lenguaje. Si recordamos el lenguaje, si no olvidamos que
podemos hablar, entonces somos más libres, no estamos
obligados a las cosas y las reglas. El lenguaje no es un
instrumento, es nuestro rostro, lo abierto en lo que estamos.
El rostro es la cosa más humana, el hombre tiene un rostro y no
simplemente un hocico o una faz, porque mora en lo abierto,
porque en su rostro se expone y se comunica. Por eso el rostro es
el lugar de la política. Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su
propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre.
No deben estar ahí más rostros, sino sólo números y cifras.
Incluso el tirano no tiene rostro.
Sentirse vivir: ser afectados por la propia sensibilidad, ser
consignados delicadamente al propio gesto sin poder asumirlo o
evitarlo. Sentirme vivir hace que la vida sea posible para mí,
incluso si estoy encerrado en una jaula. Y nada es tan real como
esta posibilidad.
En los años venideros, sólo habrá monjes y delincuentes. Y sin
embargo, no es posible simplemente hacerse a un lado, creer que
podemos salir de los escombros del mundo que se ha derrumbado
a nuestro alrededor. Puesto que el derrumbe nos afecta y nos
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apostrofa, también somos nosotros sólo uno de esos escombros. Y
tendremos que aprender a usarlos con cautela de la manera más
justa, sin hacernos notar.
Envejecer: «crecer sólo en las raíces, no ya en las ramas».
Hundirse en las raíces, sin más flores ni hojas. O, más bien, como
una mariposa borracha revoloteando sobre lo que se ha vivido.
Todavía hay ramas y flores en el pasado. Y todavía se puede
hacer miel con ellas.
El rostro está en Dios, pero los huesos son ateos. Por fuera,
todo nos empuja hacia Dios; por dentro, el ateísmo obstinado y
burlón del esqueleto.
Que el alma y el cuerpo estén indisolublemente unidos — esto
es espiritual. El espíritu no es un tercero entre el alma y el cuerpo;
es sólo su inerme y maravillosa coincidencia. La vida biológica es
una abstracción, y es esta abstracción la que se supone que
gobierna y cura.
Sólo para nosotros no puede haber salvación: hay salvación
porque hay otros. Y esto no es por razones morales, porque yo
debería actuar por su bien. Sólo porque no estoy solo hay
salvación: sólo puedo salvarme como uno entre muchos, como
otro entre los otros. Solo —ésta es la verdad especial de la
soledad— no necesito salvación, de hecho soy propiamente
insalvable. La salvación es la dimensión que se abre porque no
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estoy solo, porque hay pluralidad y multitud. Dios, encarnándose,
ha dejado de ser único, se ha convertido en un hombre entre
muchos. Por esta razón el cristianismo ha tenido que vincularse a
la historia y seguir su destino hasta el final — y cuando la
historia, como parece estar ocurriendo hoy en día, se extingue y
decae, el cristianismo también se acerca a su ocaso. Su
contradicción irremediable es que buscó, en la historia y a través
de la historia, una salvación más allá de la historia, y cuando la
historia llega a su fin, falta el suelo bajo sus pies. La iglesia era de
hecho solidaria no con la salvación, sino con la historia de la
salvación, y como buscaba la salvación a través de la historia,
sólo podía terminar en la salud. Y cuando llegó el momento, no
dudó en sacrificar la salvación por la salud.
Es necesario arrebatar la salvación de su contexto histórico,
encontrar una pluralidad no histórica, una pluralidad como salida
de la historia.
Salir de un lugar o de una situación sin entrar en otros
territorios, dejar una identidad y un nombre sin asumir otros.
Hacia el presente sólo se puede retroceder, mientras que en el
pasado se avanza en línea recta. Lo que llamamos pasado es sólo
nuestra larga regresión hacia el presente. Separarnos de nuestro
pasado es el primer recurso del poder.
Lo que nos libera del peso es la respiración. En la respiración
ya no tenemos peso, somos empujados como en vuelo más allá de
la fuerza de gravedad.
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Tendremos que aprender a juzgar de nuevo, pero con un juicio
que no castigue ni recompense, no absuelva ni condene. Un acto
sin propósito, que aparta la existencia de toda finalidad,
necesariamente injusta y falsa. Sólo una interrupción, un instante
a caballo entre el tiempo y lo eterno, en el que sopla apenas la
imagen de una vida sin fin ni proyectos, sin nombre ni memoria
— por esto salva, no en la eternidad, sino en una «especie de
eternidad». Un juicio sin criterios preestablecidos y, sin embargo,
precisamente por esto político, porque restituye la vida a su
naturalidad.
Sentir y sentirse, sensación y autoafección son contemporáneos.
En cada sensación hay un sentirse sentir, en cada sensación de sí
mismo hay un sentir otro, una amistad y un rostro.
La realidad es el velo a través del cual percibimos lo posible, lo
que podemos o no podemos hacer.
Saber reconocer cuáles de nuestros deseos infantiles se han
agotado no es fácil. Y, sobre todo, si la parte de lo agotado que
bordea lo inagotado es suficiente para que aceptemos seguir
viviendo. Se tiene miedo de la muerte porque la parte de los
deseos inagotados ha crecido sin medida posible.
«Los búfalos y los caballos tienen cuatro patas: eso es lo que yo
llamo Cielo. Poner el cabestro a los caballos, perforar las fosas
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nasales de los búfalos: eso es lo que llamo humano. Por eso digo:
cuidado con que lo humano no destruya el Cielo dentro de ti,
cuidado con que lo intencional no destruya lo celestial».
Queda, en la casa en llamas, la lengua. No la lengua, sino las
fuerzas inmemoriales, prehistóricas y débiles que la custodian y
recuerdan, la filosofía y la poesía. ¿Y qué es lo que custodian, qué
es lo que recuerdan de la lengua? No esta o aquella proposición
significante, no este o aquel artículo de fe o mala fe. Más bien, el
hecho mismo de que haya lenguaje, de que sin nombre estamos
abiertos en el nombre y en esto abierto, en un gesto, en un rostro
somos desconocidos y estamos expuestos.
La poesía, la palabra es lo único que nos queda de cuando aún
no sabíamos hablar, un canto oscuro dentro de la lengua, un
dialecto o un idioma que no podemos entender del todo, pero que
no podemos evitar escuchar — aunque la casa se queme, aunque
en su lengua que se quema los hombres sigan hablando en vano.
Pero, ¿hay una lengua de la filosofía, como hay una lengua de
la poesía? Al igual que la poesía, la filosofía mora íntegramente
en el lenguaje y sólo el modo de esta morada la distingue de la
poesía. Dos tensiones en el campo de la lengua, que se cruzan en
un punto y luego se separan incansablemente. Y quien dice una
palabra justa, una palabra simple y que surge, mora en esta
tensión.
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Quien se da cuenta de que la casa se está quemando, puede ser
empujado a mirar con desdén y desprecio a sus semejantes que
parecen no darse cuenta. Pero, ¿no serán precisamente estos
hombres que no ven y piensan los lémures a los que tendrás que
rendir cuenta en el último día? Darse cuenta de que la casa se está
quemando no te eleva por encima de los demás: al contrario, es
con ellos con quienes tendrás que intercambiar una última mirada
cuando las llamas se acerquen. ¿Qué puedes decir para justificar
tu afirmación de conciencia a estos hombres tan inconscientes que
parecen casi inocentes?
En la casa en llamas continúas haciendo lo que hacías antes,
pero no puedes dejar de ver lo que las llamas te muestran ahora
desnudo. Algo ha cambiado, no en lo que haces, sino en la forma
en que dejas que salga al mundo. Un poema escrito en la casa en
llamas es más justo y verdadero, porque nadie podrá escucharlo,
porque nada asegura que pueda escapar de las llamas. Pero si, por
casualidad, encuentra un lector, entonces éste no podrá de
ninguna manera escapar del apóstrofe que lo llama desde esa voz
inerme, inexplicable y sumisa.
Puede decir la verdad sólo quien no tiene ninguna probabilidad
de ser escuchado, sólo quien habla desde una casa que a su
alrededor las llamas consumen implacablemente.
El hombre desaparece hoy, como un rostro de arena borrado en
la orilla. Pero lo que ocupa su lugar ya no tiene un mundo, es sólo
una nuda vida muda y sin historia, a merced de los cálculos del
poder y la ciencia. Tal vez es sólo de este estrago que algo más
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puede un día aparecer lenta o abruptamente —no un dios, por
supuesto, pero ni siquiera otro hombre— un nuevo animal, tal
vez, un alma de otra manera viviente…
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