Erase una vez, a la lejanía de un bellísimo y espectacular pueblito con paisajes únicos en su existencia, se encontraba un muchachito muy respetuoso y amable con toda la gente, sus padres estaban muy orgullosos de él, ya que todo lo que le inculcaron se le había grabado muy al fondo de su corazón y cada célula de su cuerpo tenía marcado todos los valores que sus padres le enseñaron; amor, respeto, responsabilidad, tolerancia, humildad, etc. No obstante, él se daba cuenta que sus padres también tenían unos antivalores, su padre era borracho y siempre estaba enojado cuando estaba a solas y su madre por otra parte era muy avariciosa, siempre presumía cosas que no tenía, aun así, el muchacho estaba muy feliz porque de todas maneras sus padres lo querían. El muchacho era muy listo y sabia que la gente tenía sus fortalezas, pero también debilidades, se concentraba mucho observando a la gente y gracias a eso él podía identificar de manera precisa todas las fortalezas y debilidades que tenían la gente. Se consideraba un observado, ya que se dedicaba a observar y escuchar a la gente sin decir ni una sola palabra. Sabia muy bien que tenia la capacidad de dañar a las personas prácticamente permanentemente ya que no atacaría algo físico, si no que atacaría directamente a su persona, a su alma. Él sabia que si atacaba a su alma esa persona nunca se iba a recuperar, también gracias a eso se percataba de las personas malas y de las buenas, tenia la capacidad de diferéncialos y así podía juntarse con las personas correctas.