19 de agosto de 2011

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LA PLÁCIDA PLAZA LAVALLE
Jueves 18 de agosto de 2011
LA CULEBREANTE COLA DEL COLÓN
Por radio Amadeus (que se fundió con radio Cultura en “una propuesta integradora”, de
modo que en vez de tener, aparte de la venerable Radio Nacional, dos radios de música
clásica ahora tenemos una sola, pero integrada, ¿vio?) me enteré de que este fin de
semana iban a dar en el Colón un espectáculo gratuito para niños (y, seamos
políticamente correctos, por qué no, también niñas): la versión coreografiada de “El
carnaval de los animales”. De modo que por la tarde me jui pa’ nuestro Primer Coliseo,
donde di con una larga cola que, averigüé felizmente a tiempo, no era para el sábado,
sino para el debut de la nietita de Antonio de Raco, que parece que es un prodigio
lástima que no pude ir. Averigüé asimismo que las entradas para el finde se iban a
entregar el viernes a partir de las diez.
Fue así como, tras depositar a Vale en la escuela, me vine al centro, estacioné el
portaaviones y enfilé para el teatro, ufano de hipotetizar que con el tornillo polar que
hacía (dos grados sobre de efectiva y dos bajo de sensación térmica) y en siendo apenas
las ocho y media de la madrugada, sería poco menos (o, mejor dicho, más) que el
primero. ¡Qué va! La cola ya daba la vuelta por Libertad y Tucumán. Gente joven, gente
mayor, familias con párvulos en brazos o enroscados en los pies. La organización:
prácticamente tudesca. Como a las nueve, la hilera había pegado media vuelta y
regresaba por Libertad. Para cuando abrieron la boletería, a las diez en punto, volvía a
girar sobre sí frente a la entrada de Toscanini y a subir nuevamente hasta Tucumán, de
modo que había tres bandas, dos que avanzaban hacia el norte y una hacia el sur. Como
a las nueve y media nos entregaron a cada uno un vale para las cuatro entradas
reglamentarias. Con ese ingenioso artilugio resolvieron de un plumazo el problema de
los posibles colados o advenedizos de último momento. Me llamó poderosamente la
atención el crisol de razas. Nunca imaginé una concurrencia tan heterogénea y poco
blanca. No es racismo, sino experiencia histórica: nuestra burguesía amante de la
música clásica suele ser, toda ella, descendiente de descendientes de los barcos.
Las dos mujeres jóvenes y la señora como de mi edad con quienes trabé
conversación lamentaban en diversas tonalidades el triunfo de Cristina. La señora
mayor, tan parecida a las señoras mayores de mi época, atildada, circunspecta y muerta
de frío, se negó a irse a tomar un café mientras yo le cuidaba el lugar, No, señor;
gracias, pero yo hago la cola como todos. Hay que ser consecuente con lo que se piensa.
La señora resultó radical de viejo cuño, de los que deben quedar ella y dos más.
Llegué a la puerta de Toscanini a las once menos veinte. Nos dejaban ingresar en
dos filas de diez. Allí aguardábamos tras la puerta cancel. Cuando pasaba la primera
tanda, dejaban ingresar una tercera. Tras la puerta, dos escritorios con sendos señores
que repartían las entradas, a la izquierda para el sábado, a la derecha para el domingo.
Los boletos venían en una larga ristra por riguroso orden de fila, número y sección y se
iban dando de arriba, de modo que nadie podía elegir localidad y a cada uno le iban
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tocando las más remotas. No deja de sorprenderme, como me asombrará mañana, que el
personal es todo jovencicísimo: chicas y muchachos de veinticortos, no los viejos
acomodadores que se sabían de memoria desde Las bodas de Fígaro hasta Turandot (y
nada más allá, o sea, acá).
Antes de salir, me castigo con mi feca y trío de medias lunas, servidos, claro, por
una muchachita pecosa (¡han juvenecido hasta los camareros!).
EL LUSTRABOTAS PRÓSPERO
De camino a Corrientes a desempeñar el portaaviones resuelvo hacerme lustrar los
topsáiders (pronto será hora de decirles adiós y ya tengo sus sustitutos… ¡Cuánto
mundo me sacaré de los pies con ellos!) que están que dan lástima. El “bolero”
(Chapulina dixit) impera en la esquina sureste de Lavalle y Libertad. Resulta ser que es
salteño, que tiene un hijo de 27 pirulos, abogado y secretario de un juzgado en Salta, y
una hija de 19 que estudia también derecho. Lleva 25 años en Buenos Aires; siempre
lustrando zapatos; siempre en esta esquina. Pa` éestar séentau aquí cóon este frío háy
que ser máacho, chancea. Úna vez mée vino á ver mi padre y mée dijo, ¡Hijo, te has de
éestar múuriendo de frío! Yo le pregunté (dejo de acentuar fonéticamente, que el acento
ya puede conjeturarse) si quería un café. ¡No hijo, que te va a costar un dineral! No, si
yo lo arreglo, y llamé con el celular al bar aquí de enfrente, ¿Quién habla?, Daniel; me
puedes traer un tostao mixto y dos cafés para mis viejos que los tengo aquí y una mesita
y dos sillas. Y me trajeron la mesita y aquí nomás se sentaron. ¿Hijo, como cuánto te
cuesta esto?, ¡Nada, viejo!, ¡Cómo “nada”!, No señor, a Daniel lo conocemos desde
hace años y nos trae siempre cambio; esto es una atención. ¿Y usted va de vez en
cuando a Salta? Sí, en el auto, con mi señora y mi hija. ¿Su señora también es salteña?,
No, la gorda es de acá. Pero la que más extraña a mi hijo es su hermana. No puede estar
tranquila si no la llama todos los días. Y cuenta y cuenta historias de su familia,
mientras las manos, diestras e independientes, colocan trozos de cuero para proteger los
calcetines, empapan el zapato de un líquido jabonoso, lo secan, le pasan el betún, lo
cepillan con dos tipos de cerda y lo dejan como espejo.
Pago los nueve pesos (¡euro y medio!), que estiro a diez, y sigo a recuperar el
portaaviones, lelo y maravillado de los arcanos de este país.
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