San Padre Pío y el Rosario (II) Rezaba tantos rosarios diariamente que se le llegó a llamar “Rosario viviente”. Era, en el sentido estricto del término, “el hombre hecho oración”. Jamás se cansaba de rezar. Es más, en sus cartas a sus directores espirituales, se quejaba de no disponer de tiempo para la oración. Una vez dijo: « Yo quisiera que los días tuvieran cuarenta horas” Rezaba todo el tiempo, en el altar, en el confesionario, en la basílica, donde se le veía levantar su rosario para mostrarlo a los fieles, que desde abajo lo miraban y rezaban con él y gracias a él. Rezaba en las escaleras, en los corredores, en su celda, el día y la noche, excepto durante algunas breves y raras horas del sueño. Dormía sólo durante las horas escasas que se acordaba para el reposo y jamás sin rezar el rosario que llamaba “su arma”, “su espada”. Sin embargo, con frecuencia tuvo que enfrentarse a quienes él llamaba “los cosacos”, los demonios. Fue, sin duda, para agradecerle tanto amor que la Virgen María curó a Padre Pío durante su visita de gracia a San Giovanni Rotondo. Todos recuerdan con emoción el rostro estático de Padre Pío, su mirada maravillosa fija sobre una estatuilla de la Virgen que un peregrino le presentó para que la bendijera. Él la tomó y con los ojos profundos y luminosos, llenos de lágrimas, depositó un beso prolongado sobre el Corazón maternal de María. ¿Qué vio a través de la materia inerte que sostenía en las manos? ¿Qué mundo misterioso el Espíritu Santo había construido en el alma del santo? Murió con el rosario entre las manos, musitando hasta su último suspiro los dulces nombres de Jesús y María. Sus amores. 1. Cuando se pasa ante una imagen de la Virgen hay que decir: “Te saludo, María. Saluda a Jesús de mi parte” 2. Escucha, Madrecita: yo te quiero mucho más que a todas las criaturas de la tierra y del cielo…después de Jesús, naturalmente…; pero te quiero mucho. 3. Madrecita hermosa, Madrecita querida eres bella. Si no existiera la fe, los hombres te llamarían diosa. Tus ojos son más resplandecientes que el sol; eres bella, Madrecita; yo me glorío de ello, te amo, ¡ah! ayúdame. 4. María sea la estrella que os ilumine la senda, os muestre el camino seguro para llegar al Padre del cielo; sea como el ancla a la que os debéis sujetar cada vez más estrechamente en el tiempo de la prueba. 5. María sea la razón única de tu existencia y te guíe al puerto seguro de la salvación eterna. Sea para ti dulce modelo e inspiradora en la virtud de la santa humildad. 6. Madre mía, infunde en mí aquel amor que ardía en tu corazón por Él; en mí, que cubierto de miserias, admiro en ti el misterio de tu inmaculada concepción y que ardientemente deseo que, por ese misterio, purifiques mi corazón para amar a mi Dios y a tu Dios, mi mente para elevarme hasta él y contemplarlo, adorarlo y servirlo en espíritu y verdad, el cuerpo para que sea su tabernáculo menos indigno de poseerlo cuando se digne venir a mí en la santa comunión.