Subido por Miguel Acosta

Adorno, Theodor W - Notas sobre literatura

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Akal / Básica de Bolsillo / 73
Th. W. Adorno
NOTAS SOBRE LA LITERATURA
Obra completa, 11
Edición de Rolf Tiedemann
con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y
Klaus Schultz
Traducción: Alfredo Brotons Muñoz
Maqueta de portada
Sergio Ramírez
Diseño interior y cubierta
RAG
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© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974
© Ediciones Akal, S. A., 2003
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ISBN: 978-84-460-4662-2
Notas sobre literatura I
Dedicado a Jutta Burger
El ensayo como forma
Destinada a ver lo iluminado, no la luz
Goethe, Pandora[1]
Que el ensayo en Alemania está desacreditado como producto mestizo; que
carece de una tradición formal convincente; que sólo intermitentemente se
han satisfecho sus enfáticas demandas: todo eso se ha constatado y censurado
bastante a menudo. «La forma del ensayo sigue hasta ahora sin haber todavía
cubierto el camino de autonomización que su hermana, la poesía, hace ya
tiempo que ha recorrido: el de la evolución a partir de una unidad primitiva e
indiferenciada con la ciencia, la moral y el arte»[2]. Pero ni lo fastidioso de
esta situación ni de la mentalidad que reacciona a ella acotando el arte como
reserva de irracionalidad, igualando el conocimiento con la ciencia
organizada y eliminando por impuro lo que no encaja con esa antítesis, ha
alterado en nada el prejuicio nacional. Aun hoy en día, el elogio del écrivain
es suficiente para marginar académicamente al destinatario. A pesar de toda
la grávida comprensión que Simmel[3] y el joven Lukács, Kassner[4] y
Benjamin han confiado al ensayo, a la especulación sobre objetos específicos,
culturalmente ya preformados[5], el gremio sólo tolera como filosofía lo que
se reviste con la dignidad de lo universal, de lo permanente, hoy en día si es
posible de lo originario, y no se ocupa de una obra espiritual particular más
que en la medida en que en ella se ejemplifiquen las categorías universales;
en que al menos lo particular se haga transparente en ella. La tenacidad con
que este esquema pervive sería tan enigmática como su componente afectiva
si no lo alimentaran motivos que son más fuertes que el penoso recuerdo de
lo que de cultivo falta en una cultura que históricamente apenas conoce al
homme de lettres. En Alemania el ensayo provoca rechazo porque exhorta a
la libertad del espíritu, la cual, desde el fracaso de una ilustración no más que
tibia desde los días de Leibniz, hasta hoy tampoco se ha desarrollado
verdaderamente bajo las condiciones de una libertad formal, sino que siempre
ha estado pronta a proclamar como su aspiración más propia el sometimiento
a cualesquiera instancias. Pero el ensayo no permite que se le prescriba su
jurisdicción. En lugar de producir algo científicamente o de crear algo
artísticamente, su esfuerzo aún refleja el ocio de lo infantil, que sin ningún
escrúpulo se inflama con lo que ya han hecho otros. Refleja lo amado y lo
odiado en lugar de presentar el espíritu, según el modelo de una ilimitada
moral de trabajo, como creación a partir de la nada. La dicha y el juego le son
esenciales. No empieza por Adán y Eva, sino con aquello de lo que quiere
hablar; dice lo que a propósito de esto se le ocurre, se interrumpe allí donde
él mismo se siente al final y no donde ya no queda nada que decir: por eso se
lo considera una memez. Sus conceptos ni se construyen a partir de algo
primero ni se redondean en algo último. Sus interpretaciones no son
filológicamente definitivas y concienzudas, sino por principio
sobreinterpretaciones, según el automatizado veredicto de ese vigilante
entendimiento que se contrata como alguacil de la estupidez contra el
espíritu. El esfuerzo del sujeto por penetrar lo que como objetividad se oculta
tras la fachada es estigmatizado como ocioso: por miedo a la negatividad en
general. Todo sería mucho más sencillo. A quien, en lugar de aceptar y
ordenar, interpreta se le cuelga la estrella amarilla de quien, desvigorizado,
con inteligencia mal encaminada, sutiliza y mete cosas allí de donde nada hay
que sacar. Hombre con los pies en el suelo u hombre con la cabeza en las
nubes, ésa es la alternativa. Pero una vez se ha dejado aterrorizar por la
prohibición de ir más allá de lo que se quiso decir en su momento y lugar, ya
está uno condescendiendo con la falsa intención que hombres y cosas
albergan en relación consigo mismos. Entender no es entonces sino mondar
lo que el autor ha querido decir cada vez o, en todo caso, las emociones
psicológicas individuales que el fenómeno indica. Pero como resulta difícil
detectar lo que alguien pensó, qué sintió en tal punto y hora, nada esencial se
obtendría de tales intuiciones. Las emociones de los autores se extinguen en
el contenido objetivo que aprehenden. Sin embargo, para desvelarse la
plétora objetiva de significados que se encuentran encapsulados en cualquier
fenómeno espiritual, exige del receptor precisamente aquella espontaneidad
de la fantasía subjetiva que en nombre de la disciplina objetiva se condena.
La interpretación no puede extraer nada que la interpretación no haya al
mismo tiempo introducido. Los criterios para ello son la compatibilidad de la
interpretación con el texto y consigo misma, y su capacidad para hacer hablar
a todos los elementos del objeto juntos. Ésta asemeja el ensayo a una
autonomía estética a la que fácilmente se acusa de ser un mero préstamo del
arte, por más que se distingue de éste por su medio, los conceptos, y por su
aspiración a la verdad despojada de apariencia estética. Esto es lo que Lukács
no comprendió cuando en la carta a Leo Popper[6] que introduce El alma y
las formas llamó al ensayo una forma artística[7]. Pero no es mejor la
máxima positivista de que lo que se escriba sobre arte no debe ello mismo
aspirar de ningún modo a la exposición artística, esto es, a la autonomía de la
forma. La tendencia positivista general, que contrapone rígidamente al sujeto
todo objeto posible en cuanto objeto de investigación, se queda, en este como
en todos los demás momentos, en la mera separación de forma y contenido:
tal, pues, como en general difícilmente puede hablarse de algo estético de una
manera no estética, despojada de toda semejanza con el asunto, sin caer en la
trivialidad ni perder a priori contacto con el asunto. El contenido, una vez
fijado según el arquetipo de la proposición protocolaria, en la práctica
positivista debería ser indiferente a su exposición y ésta convencional, no
exigida por el asunto, y para el instinto del purismo científico todo prurito
expresivo en la exposición pone en peligro una objetividad que saltaría a la
vista tras la supresión del sujeto y, por tanto, la consistencia del asunto, el
cual se afirmaría tanto mejor cuanto menos recibiera el apoyo de la forma,
por más que la norma misma de ésta consista precisamente en presentar el
asunto puro y sin añadidos. En la alergia a las formas como meros accidentes
se acerca el espíritu científico al tercamente dogmático. La palabra
irresponsablemente chapucera se imagina que la responsabilidad reside en el
asunto, y la reflexión sobre lo espiritual se convierte en el privilegio del
carente de espíritu.
Todos estos abortos del rencor no son sólo la no verdad. Si el ensayo
declina deducir primero las producciones culturales de algo subyacente a
ellas, se embrolla con exceso de aplicación en la promoción cultural de la
prominencia, el éxito y el prestigio de engendros destinados al mercado. Las
biografías noveladas y la afín escritura de premisas enganchada a ellas no son
una mera degeneración, sino la tentación permanente de una forma cuya
sospecha de falsa profundidad para nada protege de la conversión en hábil
superficialidad. Esto se detecta ya en Sainte-Beuve[8], de quien sin duda
desciende el género del ensayo moderno, y con productos que van desde los
perfiles de Herbert Eulenberg[9], el prototipo alemán de una inundación de
cultura literaria de pacotilla, hasta las películas sobre Rembrandt, ToulouseLautrec y las Sagradas Escrituras, ha seguido favoreciendo la neutralización
de obras espirituales como mercancías que asimismo, en la historia moderna
del espíritu, hace irresistiblemente presa de lo que en el bloque del Este
recibe el ignominioso nombre de la herencia. Donde más obvio resulta el
proceso quizá sea en Stefan Zweig[10], que en su juventud consiguió algunos
notables ensayos y en su libro sobre Balzac acabó cayendo en la psicología
del hombre creador. Esta literatura no critica los conceptos abstractos
fundamentales, los datos sin concepto, los clichés gastados, sino que
presupone todo esto implícitamente, pero tanto más aprobatoriamente. La
escoria de la psicología comprensiva se fusiona con categorías corrientes
extraídas de la concepción del mundo del filisteo de la cultura, como la
personalidad y lo irracional. Tales ensayos se confunden ellos mismos con
aquel folletín con que confunden la forma los enemigos de ésta. Exonerada
de la disciplina de la servidumbre académica, la libertad intelectual misma se
hace servil, acepta gustosa la necesidad socialmente preformada de la
clientela. Lo irresponsable, en sí momento de toda verdad que no se agote en
la responsabilidad por lo existente, responde entonces ante las necesidades de
la consciencia establecida; los malos ensayos no son menos conformistas que
las tesis doctorales malas. Pero la responsabilidad no sólo respeta a
autoridades y gremios, sino también el asunto.
Del hecho de que el mal ensayo narre de personas en lugar de elucidar el
asunto la forma, sin embargo, no es inocente. La separación de ciencia y arte
es irreversible. De ella únicamente no se apercibe la ingenuidad del fabricante
de literatura, el cual se tiene por al menos un genio de la organización y hace
con las obras buenas quincalla para malas. Con la objetualización del mundo
en el curso de la progresiva desmitologización, la ciencia y el arte se han
escindido; no se puede restaurar con un pase de magia una consciencia para
la que intuición y concepto, imagen y signo, fueran lo mismo, si es que tal
cosa existió alguna vez, y su restitución sería una regresión a lo caótico. Sólo
como consumación del proceso de mediación cabría pensar tal consciencia,
como utopía, tal como los filósofos idealistas desde Kant la concibieron con
el nombre de intuición intelectual, la cual ha fracasado siempre que ha
apelado a ella un conocimiento actual. Cada vez que la filosofía cree que,
mediante un préstamo de la poesía, puede abolir el pensamiento
objetualizador y su historia, según la terminología habitual la antítesis de
sujeto y objeto, y espera que hable el ser mismo en una poesía montada a
partir de Parménides y Jungnickel[11], con ello no hace precisamente sino
aproximarse a la más lixiviada cháchara cultural. Con listeza de campesino
disfrazada de primordialidad, se niega a cumplir las obligaciones del
pensamiento conceptual, las cuales sin embargo ha suscrito en cuanto ha
utilizado conceptos en la proposición y el juicio, mientras que su elemento
estético no pasa de ser una aguada reminiscencia de segunda mano de
Hölderlin o del expresionismo, o incluso del Jugendstil[12], pues ningún
pensamiento puede confiarse tan ilimitada y ciegamente al lenguaje como
finge hacer la idea del decir primordial. La violencia que en esto ejercen
recíprocamente la imagen y el concepto surge de la jerga de la
peculiaridad[13], en la cual tiemblan conmovidas palabras que al mismo
tiempo callan sobre lo que las conmueve. La ambiciosa trascendencia del
lenguaje al sentido desemboca en una oquedad de sentido fácilmente
taponable por un positivismo al que uno se siente superior y del que sin
embargo es marioneta precisamente por esa oquedad de sentido que el
positivismo critica y que uno comparte con las cartas del juego de éste. Bajo
el hechizo de estas evoluciones, el lenguaje, cuando todavía se atreve a
moverse entre las ciencias en general, se aproxima a la artesanía, y el
investigador científico es el que, negativamente, más fidelidad estética
demuestra al rebelarse contra el lenguaje en general y, en lugar de rebajar la
palabra a mera paráfrasis de sus números, preferir la tabla, la cual reconoce
sin reservas la reificación de la consciencia y con ello encuentra por sí misma
algo así como una forma sin préstamo apologético del arte. Cierto que éste ha
estado de siempre tan entrelazado con la tendencia dominante de la
Ilustración que desde la antigüedad se ha aprovechado de los hallazgos
científicos en su técnica. Pero la cantidad se transmuta en calidad. Si la
técnica se absolutiza en la obra de arte; si la construcción se hace total y
elimina lo que la motiva y se le contrapone, la expresión; si el arte, por tanto,
pretende ser ciencia inmediatamente, correcto según la norma de ésta,
entonces está sancionando la manipulación preartística del material, tan
privada de sentido como el ser de los seminarios de filosofía, y hermanándose
con la reificación la protesta contra la cual, por más silenciosa y
reificadamente que se haya formulado, ha sido hasta el día de hoy la función
de lo carente de función, del arte.
Pero no porque el arte y la ciencia se escindieran en la historia ha de
hipostasiarse su oposición. La aversión a la mezcla anacrónica no santifica
una cultura organizada por compartimentos. Pese a toda su necesidad, esos
compartimentos acreditan institucionalmente también la renuncia a la verdad
entera. Los ideales de lo puro e inmaculado, que son comunes al ejercicio de
una verdadera filosofía, orientada a valores de eternidad, a una ciencia a
prueba de golpes y de la corrosión, herméticamente organizada toda ella, y a
un arte de intuiciones sin conceptos, portan la huella de un orden represivo.
Al espíritu se le exige un certificado de competencia, a fin de que no
sobrepase, además de los límites culturalmente confirmados, la cultura oficial
misma. Lo cual presupone que todo conocimiento puede potencialmente
convertirse en ciencia. Las teorías del conocimiento que distinguen entre
consciencia precientífica y científica también han concebido, pues, esta
diferencia simplemente como una diferencia de grado. Pero el hecho de que
no se haya ido más allá de la mera afirmación de esa convertibilidad, sin que
jamás ninguna consciencia viva se haya transformado en serio en científica,
indica lo precario de la misma transición, una diferencia cualitativa. La más
simple reflexión sobre la vida de la consciencia bastaría para ilustrar sobre en
qué escasa medida le es posible a la red científica capturar todos los
conocimientos que no son en absoluto barruntos gratuitos. La obra de Marcel
Proust, que está tan poco falta como Bergson del elemento científicopositivista, es un intento único de expresar conocimientos necesarios e
irrefutables sobre el hombre y las relaciones sociales que no pueden ser
recogidos sin más por la ciencia, mientras que su pretensión de objetividad no
sería ni disminuida ni abandonada a una vaga plausibilidad. La medida de tal
objetividad no es la verificación de tesis asentadas mediante su repetida
comprobación, sino la coherente experiencia humana que el individuo tiene
de la esperanza y la desilusión. Esta experiencia es la que, confirmándolas o
refutándolas en el recuerdo, confiere relieve a sus observaciones. Pero su
unidad individualmente cerrada, en la cual sin embargo aparece el todo, no
podría repartirse o reordenarse en las personas separadas y los aparatos de,
por ejemplo, la psicología y la sociología. Bajo la presión del espíritu
cientificista y de sus desiderata también latentemente omnipresentes en el
artista, Proust, con una técnica ella misma imitativa de las ciencias, una
especie de método experimental, intentó bien salvar, bien restablecer lo que
en los días del individualismo burgués, cuando la consciencia individual aún
confiaba en sí misma y no se achantaba de antemano ante la censura
organizadora, pasaba por los conocimientos de un hombre experimentado del
tipo de aquel extinto homme de lettres al que Proust resucita como caso
supremo de diletante. A nadie, sin embargo, se le habría ocurrido rechazar
como irrelevantes, contingentes e irracionales las comunicaciones de alguien
experimentado por ser sólo las suyas y no susceptibles de generalización
científica sin más. Pero a la ciencia, con toda certeza, le pasa desapercibido lo
que de sus hallazgos se escurre por entre las mallas científicas. En cuanto
ciencia del espíritu, incumple lo que promete al espíritu: abrir desde dentro la
obra de éste. El joven escritor que quiere aprender en las escuelas superiores
lo que es una obra de arte, la forma lingüística, la cualidad estética e incluso
la técnica estética, la mayoría de las veces oirá decir algo de ello
esporádicamente, en todo caso recibirá informaciones extraídas tal cual de la
filosofía que en ese momento se encuentre en circulación y adheridas más o
menos arbitrariamente al contenido de las obras de que se esté hablando. Pero
si se dirige a la estética filosófica, se le endilgarán frases de un nivel tal de
abstracción que ni guardan relación con las obras que él quiere entender ni
son en verdad unas con el contenido que él busca a tientas. Pero de todo ello
no solamente es responsable la división del trabajo del kosmos noetikos en
arte y ciencia; sus líneas de demarcación no las pueden eliminar la buena
voluntad y la planificación comprehensiva. Sino que el espíritu
inapelablemente modelado según el patrón del dominio de la naturaleza y la
producción material se entrega al recuerdo de ese estadio superado que es
promesa de uno futuro, a la trascendencia de las endurecidas relaciones de
producción, y eso paraliza su enfoque de especialista precisamente de sus
objetos específicos.
En relación con el procedimiento científico y su fundamentación filosófica
como método, el ensayo, según su idea, extrae la plena consecuencia de la
crítica al sistema. Incluso las doctrinas empiristas, que conceden a la
experiencia inconcluible e inanticipable la prioridad sobre el orden
conceptual fijo, siguen siendo sistemáticas en la medida en que se ocupan de
condiciones del conocimiento concebidas como más o menos constantes y las
desarrollan con la máxima consistencia. El empirismo no menos que el
racionalismo ha sido desde Bacon –ensayista él mismo– «método». La duda
sobre el derecho incondicionado de éste casi no la ha realizado, dentro del
mismo procedimiento del pensamiento, más que el ensayo. Éste tiene en
cuenta la consciencia de la no identidad, aun sin expresarla siquiera; es
radical en el no radicalismo, en la abstención de toda reducción a un
principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en fragmentario.
«Quizá el gran señor de Montaigne sintiera algo parecido al dar a sus escritos
la denominación maravillosamente hermosa y acertada de “Essais”. Pues la
simple modestia de esta palabra es una cortesía orgullosa. El ensayista
rechaza sus propias orgullosas esperanzas que sospechan haber llegado
alguna vez cerca de lo último: las que él puede ofrecer no son más que
explicaciones de poemas de otros y, en el mejor de los casos, de
explicaciones de sus propios conceptos; eso es todo lo que él puede ofrecer.
Pero él se sume irónicamente en esa pequeñez, en la eterna pequeñez del más
profundo trabajo mental frente a la vida, y aun la subraya con irónica
modestia»[14]. El ensayo no obedece la regla del juego de la ciencia y la
teoría organizadas, según la cual, como dice la proposición de Spinoza, el
orden de las cosas es el mismo que el de las ideas. Puesto que el orden sin
fisuras de los conceptos no coincide con el de lo que es, no apunta a una
estructura cerrada, deductiva o inductiva. Se revuelve sobre todo contra la
doctrina, arraigada desde Platón, de que lo cambiante, lo efímero, es indigno
de la filosofía; contra esa vieja injusticia hecha a lo pasajero por la cual se lo
vuelve a condenar en el concepto. Se arredra ante la violencia del dogma de
que lo merecedor de dignidad ontológica es el resultado de la abstracción, el
concepto invariable en el tiempo frente al individuo aprehendido por él. La
falacia de que el ordo idearum es el ordo rerum estriba en la suposición de
algo mediado como inmediato. Del mismo modo que algo meramente fáctico
no puede pensarse sin concepto, pues pensarlo siempre significa ya
concebirlo, así tampoco se puede pensar el más puro concepto sin ninguna
referencia a la facticidad. Incluso los productos de la fantasía presuntamente
liberados del espacio y el tiempo remiten, por más que de manera derivada, a
la existencia individual. Por eso el ensayo no se deja intimidar por la
depravada profundidad de que verdad e historia se oponen irreconciliables. Si
la verdad tiene en efecto un núcleo temporal, todo el contenido histórico se
convierte en momento integrante de ella; lo a posteriori se convierte
concretamente en lo a priori, como exigían Fichte y sus seguidores sólo en
general. La referencia a la experiencia –y el ensayo le confiere tanta sustancia
como la teoría tradicional a las meras categorías– es la referencia a toda la
historia; la experiencia meramente individual, con la que la consciencia
comienza como con lo que le es más próximo, está ella misma mediada por la
comprehensiva de la humanidad histórica; que en cambio ésta sea mediata y
la de cada cual lo inmediato es mero autoengaño de la sociedad y la ideología
individualistas. Por eso el ensayo revisa el menosprecio de lo producido
históricamente en cuanto un objeto de la teoría. La distinción entre una
filosofía primera y una mera filosofía de la cultura que presupone a aquélla y
construye sobre ella, distinción con la que se racionaliza teóricamente el tabú
que pesa sobre el ensayo, resulta insostenible. Pierde su autoridad un
procedimiento del espíritu que venere como un canon la escisión entre lo
temporal y lo atemporal. Niveles superiores de abstracción no invisten al
pensamiento ni de mayor unción ni de contenido metafísico; por el contrario,
éste se volatiliza con el progreso de la abstracción, y en algo quiere el ensayo
compensar de eso. La misma objeción habitual contra él de que es
fragmentario y contingente postula el carácter dado de la totalidad, pero con
ello la identidad de sujeto y objeto, y se comporta como si se estuviera en
poder de todo. Pero el ensayo no quiere buscar lo eterno en lo pasajero y
destilarlo de esto, sino más bien eternizar lo pasajero. Su debilidad atestigua
la misma no identidad que tiene que expresar; el exceso de intención más allá
del asunto y, por tanto, aquella utopía rechazada en la desmembración del
mundo en lo eterno y lo pasajero. En el ensayo enfático el pensamiento se
desembaraza de la idea tradicional de verdad.
Con ello suspende al mismo tiempo el concepto tradicional de método. La
profundidad del pensamiento se mide por la profundidad con que penetra en
el asunto, no por la profundidad con que lo reduce a otro. Esto el ensayo lo
aplica polémicamente, ya que trata lo que según las reglas del juego se
considera derivado sin recorrer él mismo su definitiva derivación. Piensa en
libertad y junto lo que junto se encuentra en el objeto libremente elegido. No
se encapricha con un más allá de las mediaciones –y eso son las mediaciones
históricas en las que está sedimentada toda la sociedad–, sino que busca los
contenidos de la verdad en cuanto ellos mismos históricos. No pregunta por
ningún protodato, en perjuicio de la sociedad socializada, la cual,
precisamente porque no tolera nada no acuñado por ella, lo que menos puede
tolerar es lo que recuerde a su propia omnipresencia y necesariamente cita
como complemento ideológico esa naturaleza de la que su praxis no deja
nada. El ensayo denuncia sin palabras la ilusión de que el pensamiento puede
escapar de lo que es thesei, cultura, a lo que es physei, por naturaleza.
Proscrito por lo fijo, por lo reconocidamente derivado, por los artefactos,
honra a la naturaleza al confirmar que ésta ya no es para los hombres. Su
alejandrinismo responde al hecho de que la lila y el ruiseñor, allí donde la red
universal les permite aún sobrevivir, hacen aún creer por su mera existencia,
que la vida sigue viviendo. Abandona el camino real a los orígenes, el cual
meramente lleva a lo más derivado, al ser, a la ideología duplicadora de lo
que es sin más, sin que por ello desaparezca completamente la idea de
inmediatez, postulada por el sentido mismo de mediación. Todos los grados
de lo mediado son inmediatos para el ensayo antes de que éste se ponga a
reflexionar.
De la misma manera que niega los protodatos, niega la definición de sus
conceptos. La filosofía ha alcanzado la plena crítica de éstos desde los más
divergentes aspectos; en Kant, en Hegel, en Nieztsche. Pero la ciencia no ha
hecho nunca suya tal crítica. Mientras que el movimiento que comienza con
Kant, en cuanto dirigido contra los residuos escolásticos en el pensamiento
moderno, sustituye las definiciones verbales por la conceptuación de los
conceptos a partir del proceso en que se producen, las ciencias particulares,
por mor de la seguridad de su operación, persisten en su precrítica obligación
de definir; en esto los neopositivistas, que al método científico lo llaman
filosofía, coinciden con la escolástica. El ensayo, en cambio, asume el
impulso antisistemático en su propio proceder e introduce los conceptos sin
ceremonias, «inmediatamente», tal como los recibe. A éstos no los precisa
más que su relación mutua. Pero para ello encuentra un apoyo en los
conceptos mismos. Pues es mera superstición de la ciencia preparatoria que
los conceptos serían en sí indeterminados, que no los determinaría sino su
definición. La ciencia ha menester de la idea del concepto como una tabula
rasa para consolidar su ambición de dominio; como el único poder en vigor.
En verdad, todos los conceptos los concreta ya implícitamente el lenguaje en
que se encuentran. El ensayo parte de estos significados y, siendo ellos
mismos lenguaje, los hace avanzar; querría ayudar a éste en su relación con
los conceptos, tomarlos reflexivamente tal como son ya inconscientemente
nombrados en el lenguaje. Esto es lo que barrunta el procedimiento del
análisis semántico, sólo que convirtiendo en fetiche la relación de los
conceptos con el lenguaje. El ensayo es tan escéptico con respecto a esto
como a su definición. Arrostra sin apología la objeción de que uno no sabe
fuera de toda duda qué ha de representarse bajo los conceptos. Pues detecta
que la exigencia de definiciones estrictas contribuye desde hace tiempo a
eliminar, mediante manipulaciones que fijan los significados de los
conceptos, lo irritante y peligroso de las cosas que viven en los conceptos.
Pero, por eso mismo, ni puede pasarse sin conceptos generales –tampoco el
lenguaje que no fetichiza al concepto puede prescindir de ellos–, ni procede
con ellos arbitrariamente. Por eso se toma la exposición más en serio que los
procedimientos que separan método y asunto y son indiferentes a la
exposición de su contenido objetualizado. El cómo de la expresión tiene que
salvar lo que de precisión se sacrifica cuando se renuncia a la circunscripción,
pero sin entregar el asunto tratado al arbitrio de los significados conceptuales
decretados de una vez por todas. En eso Benjamin ha sido el maestro
insuperado. Tal precisión, sin embargo, no puede resultar en atomista. No
menos sino más que el procedimiento definitorio impulsa el ensayo la
interacción entre sus conceptos en el proceso de la experiencia espiritual. En
ésta aquéllos no constituyen un continuo de operaciones, el pensamiento no
avanza en un solo sentido, sino que los momentos se entretejen como los
hilos de un tapiz. La fecundidad de los pensamientos depende de la densidad
de esa trama. Propiamente hablando, el pensador no piensa en absoluto, sino
que se hace escenario de la experiencia espiritual, sin desenmarañarla.
También el pensamiento tradicional recibe de ésta sus impulsos, pero
eliminando su recuerdo en cuanto a la forma. El ensayo, en cambio, la escoge
como modelo sin, en cuanto forma refleja, simplemente imitarla; la mediatiza
con su propia organización conceptual; procede, por así decir, de una manera
metódicamente ametódica.
Con lo que mejor se podría comparar la manera en que el ensayo se
apropia de los conceptos sería con el comportamiento de quien en un país
extranjero se ve obligado a hablar la lengua de éste en lugar de ir acumulando
sus elementos como se enseña en la escuela. Leerá sin diccionario. Si ha visto
la misma palabra treinta veces, cada vez en un contexto diferente, se ha
asegurado de su sentido mejor que si hubiera consultado la lista de
significados, normalmente demasiado estrechos en relación con el cambio
constante de contexto y demasiado vagos en relación con los inconfundibles
matices que el contexto aporta en cada caso. Por supuesto, el ensayo en
cuanto forma se expone al error lo mismo que tal aprendizaje; su afinidad con
la experiencia espiritual abierta tiene que pagarla con la falta de esa
seguridad, a la que la norma del pensamiento establecido teme como a la
muerte. El ensayo no tanto desdeña la certeza libre de dudas como denuncia
su ideal. Se hace verdadero en su progreso, que lo lleva más allá de sí, no en
la obsesión de buscador de tesoros por los fundamentos. Sus conceptos
reciben la luz de un terminus ad quem oculto a él mismo, no de un terminus a
quo evidente, y con esto expresa su método mismo la intención utópica.
Todos sus conceptos han de exponerse de tal modo que se presten apoyo
mutuo, que cada uno se articule según las configuraciones con otros. En él se
reúnen en un todo legible elementos discretamente contrapuestos entre sí; él
no levanta ningún andamiaje ni construcción. Pero los elementos cristalizan
como configuración a través de su movimiento. Ésta es un campo de fuerzas,
tal como bajo la mirada del ensayo toda obra espiritual tiene que convertirse
en un campo de fuerzas.
El ensayo desafía amablemente al ideal de la clara et distincta perceptio y
de la certeza libre de dudas. En conjunto cabría interpretarlo como protesta
contra las cuatro reglas que el Discours de la méthode de Descartes erige al
comienzo de la ciencia occidental moderna y su teoría. La segunda de esas
reglas, la división del objeto en «tantas partes… como sea posible y requiera
su mejor solución»[15], delinea aquel análisis de elementos bajo cuyo signo
la teoría tradicional hace equivalentes los esquemas de ordenación
conceptuales y la estructura del ser. Pero el objeto del ensayo, los artefactos,
se resisten al análisis de elementos, y únicamente pueden construirse
partiendo de su idea específica; no en vano trató a este respecto Kant
análogamente las obras de arte y los organismos, aunque al mismo tiempo
distinguiéndolos insobornablemente contra todo oscurantismo romántico.
Como lo primero no se debe hipostasiar la totalidad, ni tampoco el producto
del análisis, los elementos. Frente a lo uno y lo otro, el ensayo se orienta a la
idea de aquella reciprocidad que tolera tan poco la pregunta por los elementos
como por lo elemental. Los momentos no pueden desarrollarse puramente a
partir del todo ni a la inversa. Éste es y no es mónada; sus momentos, como
tales de índole conceptual, apuntan más allá del objeto específico en el que se
juntan. Pero el ensayo no los persigue hasta allí donde, más allá del objeto
específico, se legitimarían: de hacerlo, caería en la mala infinitud. En lugar de
eso, se acerca al hic et nunc del objeto hasta que éste se disocia en los
momentos en los que tiene su vida en lugar de ser meramente objeto.
La tercera regla cartesiana, «conducir ordenadamente mis pensamientos,
empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir
ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más
compuestos», contradice flagrantemente a la forma ensayo, pues ésta parte de
lo más complejo, no de lo más simple y de siempre habitual. Mantiene la
actitud de quien se pone a estudiar filosofía teniendo ya de algún modo a la
vista la idea de ella. Difícilmente empezará por los escritores más simples,
cuyo common sense suele resbalar por los sitios en los que habría que
demorarse, sino que más bien recurrirá a los supuestamente más difíciles, que
entonces proyectan retrospectivamente su luz sobre lo sencillo y lo iluminan
como una «posición del pensamiento respecto a la objetividad»[16]. La
ingenuidad del estudiante que se contenta precisamente con lo difícil y
formidable es más sabia que la pedantería adulta que con dedo amenazante
exhorta al pensamiento a comprender lo sencillo antes de atreverse con eso
complejo que, sin embargo, es lo único que le atrae. Tal aplazamiento del
conocimiento meramente lo impide. Frente al convenu de la inteligibilidad,
de la representación de la verdad como un conjunto coherente de efectos, el
ensayo obliga a pensar desde el primer paso el asunto con tantos estratos
como éste tiene, con lo cual funciona como correctivo de aquel terco
primitivismo que siempre se asocia a la ratio corriente. Si, falsificando según
su costumbre lo difícil y complejo de una realidad antagonística y escindida
en mónadas, lo reduce a modelos simplificadores y luego diferencia éstos a
posteriori mediante presunto material, el ensayo se sacude la ilusión de un
mundo sencillo, lógico él mismo en el fondo, que tan bien se adapta a la
defensa de lo que meramente es. Su carácter diferenciador no es un añadido,
sino su medio. El pensamiento establecido se complace en atribuirlo a la
mera psicología de quienes conocen, creyendo así despachar lo que ella tiene
de vinculante. Las altisonantes protestas científicas contra el exceso de
agudeza no atañen en verdad al método poco fiable por petulante, sino a lo
que de extraño hay en el asunto la manifestación de lo cual permite.
La cuarta regla cartesiana, «hacer en todo recuentos tan completos y
revisiones tan generales» que se «esté seguro de no omitir nada», el principio
propiamente hablando sistemático, reaparece inalterado en la polémica de
Kant contra el pensamiento «rapsódico» de Aristóteles. Corresponde al
reproche que se hace al ensayo de no ser, como diría un maestro de escuela,
exhaustivo, cuando todo objeto, y por supuesto el espiritual, encierra en sí
infinitos aspectos sobre cuya elección no decide sino la intención del que
conoce. La «revisión general» sólo sería posible si se estableciese de
antemano que los conceptos de su tratamiento absorben el objeto tratado; que
no queda nada no anticipado por ellos. Pero la regla de la integridad de los
miembros individuales pretende, como consecuencia de esa primera
hipótesis, que el objeto se puede exponer en una cadena ininterrumpida de
deducciones: una suposición propia de las filosofías de la identidad. Lo
mismo que sucedía con el requisito de definición, la regla cartesiana, en
cuanto guía para la práctica del pensamiento, ha sobrevivido al teorema
racionalista en que estribaba; también de la ciencia empíricamente abierta se
exige revisión comprehensiva y continuidad en la exposición. Así, lo que en
Descartes había de ser una conciencia intelectual que velara por la necesidad
del conocimiento se transforma en arbitrariedad, la de una «frame of
reference», de una axiomática que hay que colocar al principio para satisfacer
la necesidad metódica y por mor de la plausibilidad del conjunto, sin que ella
misma pueda demostrar ya su validez o evidencia, o, en la versión alemana,
de un «proyecto» que, con el pathos de dirigirse al ser mismo, meramente
escamotea sus condiciones subjetivas. El requisito de continuidad en la
conducción del pensamiento tiende ya a prejuzgar la concordancia en el
objeto, la propia armonía de éste. Una exposición continua contradiría un
asunto antagonístico, a no ser que definiera la continuidad al mismo tiempo
como discontinuidad. Inconscientemente y sin teoría, en el ensayo como
forma se deja sentir la necesidad de anular también en el procedimiento del
espíritu las pretensiones de integridad y continuidad teóricamente superadas.
Si se resiste estéticamente al mezquino método que lo único que quiere es no
omitir nada, está obedeciendo a un motivo crítico-gnoseológico. La
concepción romántica del fragmento como obra no completa sino que
procede al infinito mediante la autorreflexión defiende este motivo
antiidealista en el seno mismo del idealismo. Ni siquiera en el modo de
presentación puede el ensayo actuar como si hubiera deducido el objeto y no
quedara nada más que decir. A su forma le es inmanente su propia
relativización: tiene que estructurarse como si pudiera interrumpirse en
cualquier momento. Piensa en fragmentos lo mismo que la realidad es
fragmentaria, y encuentra su unidad a través de los fragmentos, no
pegándolos. La sintonía del orden lógico engaña sobre la esencia
antagonística de aquello a lo que se le ha impuesto. La discontinuidad es
esencial al ensayo, su asunto es siempre un conflicto detenido. Mientras
armoniza los conceptos entre sí gracias a su función en el paralelogramo de
fuerzas de las cosas, retrocede con espanto ante el superconcepto al que
habría que subordinarlos a todos; lo que éste meramente finge conseguir su
método sabe que es irresoluble, y sin embargo trata de conseguirlo. La
palabra intento, en la que la utopía del pensamiento de dar en el blanco se
empareja con la consciencia de la propia falibilidad y provisionalidad,
participa, como la mayoría de las terminologías sobrevivientes, una
información sobre la forma que se ha de tomar tanto más en cuenta en tanto
que no lo hace programáticamente sino como característica de la intención
que avanza a tientas. El ensayo tiene que lograr que en un rasgo parcial
escogido o hallado brille la totalidad, sin que ésta se afirme como presente.
Corrige lo casual y aislado de sus intuiciones haciendo que éstas se
multipliquen, confirmen o limiten bien en su propio avance, bien en su
relación de mosaico con otros ensayos; no por abstracción en unidades típicas
extraídas de ellas. «En esto, pues, se diferencia un ensayo de un tratado.
Escribe ensayísticamente quien redacta experimentando, quien vuelve y
revuelve, interroga, palpa, examina, penetra en su objeto con la reflexión,
quien lo aborda desde diferentes lados, y reúne en su mirada espiritual lo que
ve y traduce en palabras lo que el objeto permite ver bajo las condiciones
creadas en la escritura»[17]. La desazón que produce este procedimiento, la
sensación de que se lo puede prolongar a capricho, tiene su verdad y su
falsedad. Su verdad porque, en efecto, el ensayo no concluye y pone al
descubierto la incapacidad para hacerlo como parodia de su propio apriori; se
le imputa entonces como culpa aquello de lo que en realidad son culpables
aquellas formas que borran las huellas del capricho. Pero esa desazón es falsa
porque la constelación del ensayo no es tan caprichosa como se la imagina el
subjetivismo filosófico que transfiere la constricción del asunto al del orden
conceptual. Lo que lo determina es la unidad de su objeto junto con la de la
teoría y la experiencia que se han introducido en el objeto. La suya no es la
vaga apertura del sentimiento y el estado de ánimo, sino la que debe el
contorno a su contenido. Se rebela contra la idea de obra capital, ella misma
reflejo de la de creación y totalidad. Su forma acata el pensamiento crítico
según el cual el hombre no es creador, nada humano es creación. El ensayo
mismo, siempre referido a algo ya creado, ni se presenta como tal ni aspira a
nada que lo abarcara todo, cuya totalidad equivaliera a la de la creación. Su
totalidad, la unidad de una forma construida en y a partir de sí, es la de lo no
total, una totalidad que ni siquiera en cuanto forma afirma la tesis de la
identidad de pensamiento y asunto que rechaza como contenido. La
liberación de la constricción de la identidad concede a veces al ensayo lo que
escapa al pensamiento oficial, el momento de lo indeleble, del color
imborrable. Ciertos términos extranjeros empleados por Simmel –cachet[18],
attitude– revelan esta intención sin que ella misma se trate teóricamente.
Es a la vez más abierto y más cerrado de lo que le gustaría al pensamiento
tradicional. Más abierto en la medida en que, por su estructura, niega toda
sistematicidad y se basta tanto mejor a sí mismo cuanto más estrechamente se
atiene a esa negación; los residuos sistemáticos en los ensayos, por ejemplo la
infiltración en estudios literarios de filosofemas aportados tal cual y
ampliamente difundidos, no tienen más valor que las trivialidades
psicológicas. Pero el ensayo es más cerrado porque trabaja enfáticamente en
la forma de exposición. La consciencia de la no identidad de exposición y
asunto le impone a la primera un esfuerzo ilimitado. Esto es lo único que el
ensayo tiene de parecido con el arte; por lo demás, debido a los conceptos
que en él aparecen, los cuales traen de fuera no sólo su significado sino
también su referencia teórica, está necesariamente emparentado a la teoría.
Por supuesto, con ésta se comporta tan cautelosamente como con el concepto.
Ni se deduce rigurosamente de ella –el error cardinal de todos los trabajos
ensayísticos tardíos de Lukács–, ni es un pago a cuenta de futuras síntesis. La
experiencia espiritual se ve tanto más amenazada de desastre cuanto más se
esfuerza por consolidarse como teoría y adoptar los gestos de ésta, como si
tuviera en sus manos la piedra filosofal. Sin embargo, por su propio sentido la
misma experiencia espiritual tiende a tal objetivación. El ensayo refleja esta
antinomia. Igual que absorbe conceptos y experiencias de fuera, también
teorías. Sólo que su relación con ellas no es la del punto de vista. Cuando la
falta de punto de vista del ensayo no es ya ingenua y obediente a la
prominencia de sus objetos; cuando más bien aprovecha la relación con sus
objetos como medio contra el hechizo del comienzo, de manera por así decir
paródica realiza efectivamente la polémica, de lo contrario impotente, del
pensamiento contra la mera filosofía del punto de vista. Devora las teorías
que le son próximas; tiende siempre a la liquidación de la opinión, incluso de
aquella de la cual parte. Es lo que ha sido desde el principio, la forma crítica
par excellence; y ciertamente, en cuanto crítica inmanente de las obras
espirituales, en cuanto confrontación de lo que son con su concepto, crítica de
la ideología. «El ensayo es la forma de la categoría crítica de nuestro espíritu.
Pues quien critica tiene necesariamente que experimentar, tiene que crear
condiciones bajo las cuales un objeto se haga de nuevo visible, de manera
diversa que en un autor dado, y ante todo tiene ahora que poner a prueba,
ensayar la fragilidad del objeto, y precisamente en esto consiste el sentido de
la ligera variación que el objeto experimenta en manos de su crítico»[19].
Cuando, puesto que no reconoce ningún punto de vista externo a sí mismo, se
reprocha al ensayo su falta de punto de vista y relativismo, entra en juego
precisamente aquella noción de la verdad como algo «fijo», una jerarquía de
conceptos que Hegel, tan poco amigo del punto de vista, destruyó: ahí es
donde el ensayo se toca con su extremo, la filosofía del saber absoluto.
Querría salvar al pensamiento de su arbitrariedad asumiéndola reflexivamente
en su propio proceder, en lugar de enmascararla como inmediatez.
Por supuesto, esa filosofía ha seguido adoleciendo de la inconsecuencia de
al mismo tiempo criticar el superconcepto abstracto, el mero «resultado», en
nombre de un proceso en sí discontinuo, y sin embargo hablar, por costumbre
idealista, de método dialéctico. Por eso el ensayo es más dialéctico que la
dialéctica cuando ésta se presenta a sí misma. Toma la lógica hegeliana al pie
de la letra: ni se puede blandir inmediatamente la verdad de la totalidad
contra los juicios individuales, ni se puede hacer finita la verdad
convirtiéndola en un juicio individual, sino que la aspiración de la
singularidad a la verdad se toma literalmente hasta la evidencia de su no
verdad. Lo audaz, anticipatorio, no completamente saldado de todo detalle
ensayístico arrastra a otros tantos como negación; la no verdad en que a
sabiendas se enreda el ensayo es el elemento de su verdad. Sin duda, hay
también algo de no verdadero en su mera forma, en la referencia a algo
culturalmente preformado, derivado, como si esto fuera en sí. Pero cuanto
más enérgicamente suspende el concepto de algo primero y se niega a
desdevanar la cultura de la naturaleza, tanto más profundamente reconoce la
esencia de crecimiento natural de la cultura misma. Hasta el día de hoy se
perpetúa en ésta el ciego sistema natural, el mito, y eso precisamente es lo
que refleja el ensayo: su tema propiamente dicho es la relación entre la
naturaleza y la cultura. No en vano se sumerge, en vez de «reducirlos», en los
fenómenos culturales como en una segunda naturaleza, una segunda
inmediatez, a fin de superar la ilusión de ésta a fuerza de tesón. Se engaña tan
poco como la filosofía del origen acerca de la diferencia entre cultura y lo que
subyace a ésta. Pero para él la cultura no es un epifenómeno por encima del
ser que haya que destruir, sino que lo subyacente a ella mismo es thesei, la
falsa sociedad. Por eso para él el origen no vale más que la superestructura.
Su libertad en la elección de los objetos, su soberanía frente a todas las
priorities del hecho o de la teoría, las debe a que para él todos los objetos
están en cierto sentido a la misma distancia del centro: del principio que
embruja a todos. No glorifica la ocupación con lo originario como más
originaria, pues, que la ocupación con lo mediado, porque para él la misma
originariedad es objeto de reflexión, algo negativo. Esto corresponde a una
situación en la que la originariedad, en cuanto punto de vista del espíritu en
medio del mundo socializado, se ha convertido en una mentira. Ésta se
extiende desde la elevación a protopalabras de conceptos históricos extraídos
de las lenguas históricas hasta la formación académica en «creative writing»
y el primitivismo cultivado profesionalmente, las flautas de pico y el finger
painting, en los que la inopia pedagógica se hace pasar por virtud metafísica.
El pensamiento no queda al margen de la rebelión baudeleriana de la poesía
contra la naturaleza como reserva social. Tampoco los paraísos del
pensamiento son ya sino los artificiales, y por ellos deambula el ensayo.
Como, según el dicho de Hegel, no hay nada entre el cielo y la tierra que no
esté mediado, el pensamiento se mantiene fiel a la idea de inmediatez a través
de lo mediado, mientras que se convierte en presa de esto en cuanto
aprehende inmediadamente lo inmediado. El pensamiento se aferra
astutamente a los textos, como si éstos estuvieran ahí sin más y tuvieran
autoridad. Así consigue, sin el engaño de algo primero, un suelo, por más que
dudoso, bajo sus pies, de un modo comparable a la antigua exégesis teológica
de las Escrituras. La tendencia, sin embargo, es la opuesta, la crítica:
mediante la confrontación de los textos con su propio enfático concepto, con
la verdad de la que cada uno habla aunque no quiera hablar de ella, minar la
aspiración de la cultura y moverla a parar mientes en su no verdad,
precisamente en aquella apariencia ideológica en la cual la cultura se revela a
merced de la naturaleza. Bajo la mirada del ensayo, la segunda naturaleza se
interioriza a sí misma como primera.
Si la verdad del ensayo se mueve por su no verdad, no ha de buscarse en la
mera oposición a lo que en él haya de deshonesto y reprobable, sino en esto
mismo, en su movilidad, su carencia de aquella solidez cuya exigencia la
ciencia transfirió de las relaciones de propiedad al espíritu. Quienes creen que
tienen que defender al espíritu contra la falta de solidez son sus enemigos: el
espíritu mismo, una vez emancipado, es móvil. En cuanto quiere más que
meramente la repetición y el adobo administrativos de lo ya existente cada
vez, tiene algún flanco sin cubrir; abandonada por el juego, la verdad ya no
sería más que tautología. Históricamente, pues, el ensayo está emparentado
con la retórica, a la que la mentalidad científica desde Descartes y Bacon
quiso dar el golpe de gracia, hasta que, muy consecuentemente, en la era
científica ha sido degradada a ciencia sui generis, la de las comunicaciones.
Probablemente, la retórica nunca ha sido más que el pensamiento en su
adaptación al lenguaje comunicativo. Ha apuntado al lenguaje inmediato: a la
satisfacción sucedánea de los oyentes. Ahora bien, precisamente en la
autonomía de la exposición que lo distingue de la comunicación científica
conserva el ensayo huellas de lo comunicativo de las que ésta carece. Las
satisfacciones que la retórica quiere proporcionar al oyente se subliman en el
ensayo como idea de la felicidad de una libertad frente al objeto que da a éste
más de lo suyo que si se lo integrase despiadadamente en el orden de las
ideas. La consciencia cientificista, orientada contra toda representación
antropomórfica, ha sido siempre aliada del principio de realidad y tan
enemiga de la felicidad como éste. Mientras que el fin de todo dominio de la
naturaleza ha de ser la felicidad, al mismo tiempo siempre se presenta como
regresión a la mera naturaleza. Esto resulta evidente hasta en las filosofías
supremas, hasta en Kant y Hegel. Pese a que tienen su pathos en la idea
absoluta de la razón, a ésta la denigran al mismo tiempo como impertinente e
irrespetuosa en cuanto relativiza algo válido. Contra esta propensión, el
ensayo salva un momento de sofística. La hostilidad del pensamiento crítico
oficial a la felicidad es rastreable especialmente en la dialéctica trascendental
de Kant, la cual querría eternizar la frontera entre entendimiento y
especulación e impedir, según la característica metáfora, el «vagabundeo por
los mundos inteligibles». Mientras que la razón que se critica a sí misma
pretende estar en Kant con los dos pies firmemente asentados en el suelo,
fundamentarse a sí misma, según su más íntimo principio está
impermeabilizándose a cualquier novedad y a la curiosidad, el principio de
placer del pensamiento, tan denostado también por la ontología
existencialista. Lo que por lo que al contenido se refiere ve Kant como
finalidad de la razón, la instauración de la humanidad, la utopía, lo impide la
forma, la teoría del conocimiento, que no permite a la razón ir más allá del
ámbito de la experiencia, el cual, en el mecanismo del mero material y las
categorías inalterables, se reduce a lo que de siempre ha sido ya. Sin
embargo, el objeto del ensayo es lo nuevo en cuanto nuevo, no retraducible a
lo viejo de las formas existentes. Al reflejar el objeto por así decir sin
violencia, se queja en silencio de que la verdad haya traicionado a la felicidad
y con ello también a sí misma; y esta queja provoca la ira contra el ensayo.
En éste a lo que de persuasivo hay en la comunicación se le priva de su
finalidad originaria, en analogía con el cambio de función de muchos rasgos
en la música autónoma, y se lo convierte en pura determinación de la
exposición en sí, en lo constrictivo de su construcción, la cual no querría
copiar la cosa sino reconstituirla a partir de sus membra disiecta
conceptuales. Pero las chocantes transiciones de la retórica, en las que la
asociación, la multivocidad de las palabras, la omisión de la síntesis lógica le
hacían las cosas más fáciles al oyente y lo sometían, una vez debilitado, a la
voluntad del orador, en el ensayo se funden con el contenido de verdad. Sus
transiciones repudian la derivación rigurosa en aras de conexiones oblicuas
entre los elementos que no caben en la lógica discursiva. Utiliza los
equívocos no por negligencia, ni por desconocimiento de la prohibición
cientificista que sobre ellos pesa, sino para llevar a donde la crítica del
equívoco, la mera separación de los significados, rara vez llega: al hecho de
que siempre que una palabra cubre una diversidad, lo diverso no es
completamente diverso, sino que la de la palabra alude a una unidad, por más
recóndita que sea, en la cosa, sin que, por supuesto, se la pueda confundir,
según suelen hacer las actuales filosofías restauracionistas, con parentescos
lingüísticos. También en esto raya el ensayo con la lógica musical, el
estrictísimo y sin embargo aconceptual arte de la transición, a fin de
obsequiar al lenguaje oral algo que perdió bajo el dominio de la lógica
discursiva, a la cual sin embargo no se la puede pasar por alto, sino
meramente burlar en sus propias formas gracias a la penetrante expresión
subjetiva. Pues el ensayo no se encuentra en simple oposición al
procedimiento discursivo. No es ilógico; él mismo obedece a criterios lógicos
en la medida en que el conjunto de sus proposiciones tiene que ajustarse
consistentemente. No pueden quedar en meras contradicciones, a menos que
se fundamenten como pertenecientes al asunto. Sólo que el ensayo desarrolla
los pensamientos de modo distinto a como hace la lógica discursiva. Ni los
deduce de un principio ni los infiere de observaciones individuales
coherentes. Coordina los elementos en lugar de subordinarlos; y lo único
conmensurable con los criterios lógicos es la quintaesencia de su contenido,
no el modo de su exposición. Si por comparación con las formas en que de
modo indiferente se comunica un contenido preparado el ensayo, debido a la
tensión entre la exposición y lo expuesto, es más dinámico que el
pensamiento tradicional, como yuxtaposición construida es al mismo tiempo
más estático. En esto solamente estriba su afinidad con la imagen, salvo que
esa misma es una estaticidad en la que las relaciones de tensión se encuentran
en cierta medida detenidas. La fácil flexibilidad del curso de los
pensamientos del ensayista le obliga a una mayor intensidad que la del
pensamiento discursivo, pues el ensayo no procede, como éste, ciega y
automáticamente, sino que a cada instante tiene que reflexionar sobre sí
mismo. Por supuesto, esta reflexión no se extiende solamente a su relación
con el pensamiento establecido, sino en la misma medida también a la
relación con la retórica y la comunicación. De otro modo, lo que se imagina
supracientífico resulta ser vanamente precientífico.
La actualidad del ensayo es la de lo anacrónico. El momento le es más
desfavorable que nunca. Se ve triturado entre una ciencia organizada en la
que todos pretenden controlar todo y a todos y que excluye con el hipócrita
elogio de intuitivo o estimulante lo que no está cortado por el patrón del
consenso; y una filosofía que se conforma con el vacío y abstracto resto de lo
todavía no ocupado por la actividad científica y que, por eso mismo, es para
ella objeto de una actividad de segundo grado. Pero el ensayo se ocupa de lo
que hay de ciego en sus objetos. Le gustaría descerrajar con conceptos lo que
no entra en conceptos o que, por las contradicciones en que éstos se enredan,
revela que la red de su objetividad es un dispositivo meramente subjetivo. Le
gustaría polarizar lo opaco, desatar las fuerzas latentes en ello. Se esfuerza
por la concreción del contenido determinado en el espacio y el tiempo;
construye la imbricación de los conceptos tal como éstos se imaginan
imbricados en el mismo objeto. Se sustrae al dictado de los atributos que se
adscriben a las ideas desde la definición del Banquete, «eternas en su ser, ni
engendradas ni perecederas, ni sujetas a cambio ni a disminución»; «un ser
por y para sí mismo eternamente uniforme»[20]; y, sin embargo, sigue siendo
idea, pues no capitula ante el peso de lo que es, no se inclina ante lo que
meramente es. Pero esto no lo mide por algo eterno, sino por un entusiasta
fragmento del período tardío de Nietzsche: «Supuesto que digamos sí a un
único instante, con ello hemos dicho sí no sólo a nosotros mismos, sino a
toda la existencia. Pues nada es autosuficiente, ni en nosotros mismos ni en
las cosas: y si nuestra alma no ha vibrado y resonado de felicidad como una
cuerda más que una sola vez, para condicionar ese único suceso fueron
necesarias todas las eternidades, y toda la eternidad fue aceptada, redimida,
justificada y afirmada en ese único instante de nuestro sí»[21]. Sólo que el
ensayo desconfía aun de tal justificación y afirmación. Para la felicidad que
Nietzsche consideraba sagrada no conoce otro nombre que el negativo.
Incluso las manifestaciones supremas del espíritu que la expresa no dejan de
estar envueltas en la culpa de obstaculizarla en la medida en que siguen
siendo mero espíritu. Por eso la ley formal más íntima del ensayo es la
herejía. La contravención de la ortodoxia del pensamiento hace visible
aquello, el mantenimiento de cuya invisibilidad constituye la secreta y
objetiva finalidad de esa ortodoxia.
[1] Ed. esp.: La vuelta de Pandora, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1973, vol. III, p. 919. [N.
del T.]
[2] Georg von Lukács, Die Seele und die Formen, Berlín, 1911, p. 29 [ed. esp.: «Sobre la esencia y
forma del ensayo (Carta a Leo Popper)», en El alma y las formas, Barcelona, Grijalbo, 1975, p. 32].
[3] Georg Simmel (1858-1918): filósofo y sociólogo alemán, representante del neokantismo
relativista. Sólo admitía la objetividad de las normas lógicas y de los principios morales. [N. del T.]
[4] Rudolf Kassner (1873-1959): escritor y filósofo de las culturas. Alguien lo ha definido como una
especie de Jorge Luis Borges pero en alemán y sin el genio literario de éste. [N. del T.]
[5] Cfr. Lukács, loc. cit., p. 23 [ed. esp. cit., p. 28]: «El ensayo habla siempre de algo ya formado o,
en el mejor de los casos, de algo que ya ha existido en otra ocasión; es, pues, por su esencia por lo que
no extrae cosas nuevas de una nada vacía, sino que meramente ordena de nuevo las que ya en algún
momento estuvieron vivas. Y como sólo las ordena de nuevo, como no forma algo nuevo a partir de lo
informe, está también vinculado a ellas, debe decir siempre “la verdad” sobre ellas, hallar expresión
para su esencia».
[6] Leo Popper (1886-1911): ensayista húngaro, teórico y crítico del arte en lengua húngara y
alemana, prematuramente muerto de tuberculosis. Fue uno de los más íntimos colaboradores de Lukács
antes de la Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[7] Cfr. Lukács, loc. cit., p. 5 [ed. esp. cit., p. 16] y passim.
[8] Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869): escritor francés, autor de numerosos ensayos
biográficos sostenidos por una sólida documentación. [N. del T.]
[9] Herbert Eulenberg (1876-1949): poeta, dramaturgo y novelista neorromántico alemán, autor de
títulos tan elocuentes como Schubert y las mujeres. [N. del T.]
[10] Stefan Zweig (1881-1942): novelista, poeta, dramaturgo, ensayista y traductor austríaco,
especialmente preocupado por la decadencia moral del mundo contemporáneo. Huido de Alemania en
1935, en 1942, no pudiendo resistir intelectualmente las victorias del nazismo, se suicidó junto con su
segunda esposa. [N. del T.]
[11] Max Jungnickel (1890-1945): poeta alemán de profundas creencias nacionalsocialistas. [N. del
T.]
[12] Jugendstil: nombre alemán (junto con Wiener Sezession) para designar lo que en inglés se llama
Modern Style, en francés Art Nouveau, en italiano Floreale y en español modernismo. [N. del T.]
[13] La jerga de la autenticidad [Jargon der Eigentlichkeit] es el título original de un libro escrito
por Adorno entre 1962 y 1964 y publicado en 1967, pero que en la traducción española (Madrid,
Taurus, 1982) queda relegado a subtítulo de La ideología como lenguaje. Por no romper con los usos
ya tradicionales de los traductores españoles de Heidegger (que es, junto con Jaspers, el autor con el
que Adorno está ajustando cuentas en esa obra), para «Eigentlichkeit», que en otros contextos vertemos
por «peculiaridad» o «propiedad», mantenemos aquí el término «autenticidad», que normalmente
debería corresponder a «Echtheit» o a «Authentizität» (cfr. infra «Extranjerismos», nota de traductor de
la p. 222). [N. del T.]
[14] Lukács, loc. cit., p. 21 [ed. esp. cit., p. 27].
[15] Descartes, Philosophische Werke, ed. Buchenau, Leipzig 1922, vol. 1, p. 15 [ed. esp.: Discurso
del método, Madrid, Espasa-Calpe, 1970, p. 40].
[16] La primera parte de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de Hegel, titulada «La ciencia de
la lógica», comienza con un «Concepto previo» en el que se tratan los tres primeros «posicionamientos
del pensamiento respecto de la objetividad» (ed. esp.: Madrid, Alianza, 1997, pp. 125-185). [N. del T.]
[17] Max Bense*, «Über den Essay und seine Prosa», en Merkur I (1947), p. 418.
* Max Bense (1910-1990): filósofo, escritor y promotor de la llamada «poesía concreta». Sus
trabajos abarcan campos tan diversos como la historia de la filosofía, la teoría de la ciencia, la lógica, la
cibernética, la estética, la semiótica, la crítica cultural y la política. Su filosofía neopositivista intentó
establecer los fundamentos de la civilización técnica como culminación del proceso civilizador. [N. del
T.]
[18] La palabra francesa «cachet», además del de «remuneración» u «honorarios», también tiene el
sentido, que es en el que Simmel la suele emplear, de «sello» (tal como, por ejemplo, aparece en la
expresión «sello de elegancia»), «impronta», «carácter». [N. del T.]
[19] Bense, loc. cit., p. 410.
[20] Cfr. Platón, El banquete o Del amor, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1969, p. 589. [N.
del T.]
[21] Friedrich Nietzsche, Werke, vol. 10, Leipzig 1910, p. 206 (Der Wille zur Macht II, § 1032).
Sobre la ingenuidad épica
«Tan grato como avistar tierra para los náufragos / a los que Poseidón
hundió en medio de la mar / la bien construida nave dejándola a merced de
las olas y el viento, / y unos pocos que consiguieron salir del espumoso mar a
nado / … con júbilo pisan la tierra ya a salvo, / así fue para ella ver a su
esposo, / y no le quitaba del cuello los níveos brazos»[1]. Si se la mide por
estos versos, por la metáfora de la felicidad de los esposos reunidos, no como
si se tratara de una metáfora meramente interpolada sino como el contenido
que aparece nudo hacia el final del relato, la Odisea no sería nada más que el
intento de prestar oído al rompimiento del mar una y otra vez contra los
acantilados, de reproducir pacientemente cómo el agua sumerge los escollos
para retirarse bramando de ellos y hacer que lo firme brille con color más
profundo. Tal bramar es el sonido del discurso épico, en el que lo unívoco y
firme se junta con lo multívoco y fluyente para al punto separarse de ello. La
informe marea del mito es lo perenne, mientras que el telos del relato lo
diverso, y la identidad implacablemente rigurosa en que se sujeta al objeto
épico sirve precisamente para consumar la no identidad de éste con lo
falsamente idéntico, la monotonía inarticulada, para consumar su misma
diversidad. La epopeya quiere contar algo digno de ser contado, algo que no
sea igual que cualquier cosa, que no sea intercambiable y que merezca a título
propio ser transmitido.
Sin embargo, como el narrador se dedica al mundo del mito en cuanto su
material, su empresa, hoy tocada de imposibilidad, ha sido ya de siempre
contradictoria. Pues el mito por el que en cuanto lo concreto, se deja llevar el
discurso racional y comunicativo del narrador con su lógica de la subsunción
que equipara todo lo narrado, lo cual sería aún diverso del orden nivelador
del sistema conceptual – tal mito es precisamente del tipo esencial de lo
perenne que en la ratio despertó a la consciencia de sí mismo. El narrador ha
sido de siempre aquel que se opone a la fungibilidad universal, pero lo que en
la historia, hasta el día de hoy, ha tenido que contar ha sido siempre lo
fungible. Por eso a toda épica le es inherente un elemento anacrónico: al
arcaísmo homérico de aquella apelación a la musa que debe ayudar a dar
noticia de lo extraordinario tanto como a los desesperados esfuerzos del
Goethe tardío y de Stifter[2] por fingir situaciones burguesas como si fueran
realidad primordial, abierta a la palabra introcable lo mismo que a un nombre.
Pero desde que existe la gran épica, esta contradicción se ha sedimentado en
el comportamiento del narrador como el elemento de la poesía épica que se
suele destacar como objetualidad. En comparación con el estado de
consciencia ilustrado al que pertenece el discurso narrativo, con la esencia de
los conceptos generales, este elemento objetual aparece siempre como un
elemento de estulticia, como un no entender, como un no saber a qué
atenerse, un obstinado mantenerse en lo particular cuando al mismo tiempo
éste está ya determinado como disuelto en lo general. El epos imita el hechizo
del mito para suavizarlo. K. Th. Preuss[3] ha llamado a este comportamiento
«protoestulticia», y así ha caracterizado precisamente Gilbert Murray[4] la
primera fase de la religión griega, la inmediatamente precedente a la
olímpico-homérica[5]. En la rígida fijación con ese término del relato épico a
su objeto, que debe romper el poder del temor a aquello a lo que la palabra
identificadora mira cara a cara, el narrador se apodera por así decir del gesto
de temor. La ingenuidad es el precio que paga por ello, y la opinión
tradicional lo computa como ganancia. El elogio tradicional de esta estulticia
narrativa que no ha surgido sino en la dialéctica de la forma ha hecho de ella
una ideología restauradora, hostil a la consciencia, una ideología con cuyas
últimas partidas se trapichea en las antropologías filosóficas falsamente
concretas de nuestros días.
Pero la ingenuidad épica no es sólo mentira destinada a mantener a la
reflexión general apartada de la ciega intuición de lo particular. Dado que, en
cuanto esfuerzo antimitológico, surge del afán ilustrado, por así decir
positivista, de conservar fielmente y sin distorsión lo que una vez fue y tal
como fue, y con ello a romper el encanto que ejerce lo sido, de romper el
mito en sentido estricto, en la limitación a lo ocurrido una sola vez le queda
un rasgo peculiar que trasciende a la limitación. Pues lo ocurrido una sola vez
no es meramente el desafiante residuo que se opone a la comprehensiva
universalidad del pensamiento, sino también el más íntimo anhelo de éste, la
forma lógica de algo real que ya no sufriera el abrazo del dominio social y del
pensamiento clasificatorio que toma a éste por modelo; el concepto que se
reconcilia con su asunto. En la ingenuidad épica vive la crítica de la razón
burguesa. Ésta se aferra a aquella posibilidad de experiencia destruida por la
razón burguesa que precisamente pretende fundamentarla. La limitación a la
descripción de un objeto es el correctivo de la limitación que afecta a todo
pensamiento cuando, merced a su operación conceptual, se olvida del objeto
único, lo recubre con su hilar en lugar de propiamente hablando conocerlo.
Del mismo modo que es fácil burlarse de la simplicidad homérica, la cual al
mismo tiempo era ya ella misma lo contrario de la simplicidad, o bien sacarla
taimadamente al campo de batalla contra el espíritu analítico, así sería fácil
demostrar la parcialidad de la última novela de Gottfried Keller y reprochar a
la concepción del Martin Salander[6] que el triunfante «qué malos son hoy
los hombres» delate ignorancia pequeñoburguesa de los fundamentos
económicos de la crisis, de los presupuestos sociales de los Gründerjahre[7],
y pase por alto lo esencial. Pero, por otra parte, únicamente tal ingenuidad
permite contar de los funestos inicios de la era del capitalismo tardío e
imputárselos a la anamnesis, en lugar de meramente informar de ellos y, en
virtud del protocolo que únicamente sabe del tiempo como de un índice,
arrojarlos con engañosa presencialidad a la nada de aquello a lo que ya no
puede adherirse ningún recuerdo. En tal recuerdo de lo que propiamente
hablando ya no se puede recordar en absoluto, la descripción de Keller de los
dos deshonestos abogados, que son gemelos, duplicados, expresa entonces
tanto de la verdad, es decir, de la fungibilidad hostil al recuerdo, como sólo
volvería a ser posible para una teoría que todavía determinara con
clarividencia la pérdida de la experiencia a partir de la experiencia de la
sociedad. Gracias a la ingenuidad épica, la palabra narrativa, cuya actitud
hacia el pasado tiene siempre algo de apologético, la justificación de lo
sucedido como digno de atención, se corrige a sí misma. La exactitud de la
palabra descriptiva trata de compensar la falsedad de todo discurso. El
impulso de Homero a describir un escudo como un paisaje y a elaborar una
metáfora en una acción hasta que ésta, devenida independiente, desgarra el
tejido de la narración, este impulso es el mismo que llevó una y otra vez a los
más grandes narradores del siglo XIX, al menos en Alemania a Goethe,
Sitfter y Keller, a dibujar y pintar en lugar de escribir, y el mismo impulso
puede haber inspirado los estudios arqueológicos de Flaubert. El intento de
emancipar a la exposición de la razón reflexiva es el siempre desesperado
intento del lenguaje de llevar al extremo su intención determinante, curar lo
negativo de su intencionalidad, la manipulación conceptual de los objetos, y
dejar que lo real emerja puro, no perturbado por los órdenes violentamente
impuestos. La estulticia y ceguera del narrador –no es casual que la tradición
haya querido ciego a Homero– expresan ya la imposibilidad y carácter
desesperado de tal empresa. Precisamente el elemento objetual del epos,
radicalmente opuesto a toda especulación y fantasía, conduce a la narración,
por su imposibilidad apriorística, al borde de la locura. Los últimos cuentos
de Stifter dan la más clara noticia de la transición de la fidelidad objetual a la
obsesión maníaca, y jamás ha participado de la verdad ningún relato que no
se haya asomado al abismo en que se precipita el lenguaje que quiera
superarse a sí mismo en el nombre y en la imagen. La prudencia homérica no
constituye una excepción. Cuando en el último canto de la Odisea, en la
segunda nekyia[8], el alma del pretendiente Anfimedonte cuenta a la de
Agamenón en el Hades la venganza de Odiseo y del hijo de éste, aparecen los
siguientes versos: «Los dos, concertada la atroz muerte de los pretendientes, /
entraron en la ínclita ciudad de Ítaca; en efecto, Odiseo / iba detrás, delante
de él venía Telémaco»[9]. El «en efecto»[10][11] mantiene, en atención al
contexto, la forma lógica de explicación o de afirmación, mientras que el
contenido de la frase, en cuanto enunciado puramente expositivo, no está en
absoluto en tal conexión con lo que la precede. En el contrasentido mínimo
de la partícula, el espíritu del lenguaje narrativo, lógico en la intención, choca
con el espíritu de la exposición sin palabras que añora, y precisamente la
forma lógica de la ilación amenaza al pensamiento que no hilvana, que
propiamente hablando ha dejado de ser pensamiento, con arrojarlo allí donde
se pierden la sintaxis y el tema y el tema refuerza su superioridad
desmintiendo a la forma sintáctica que trata de abarcarlo. Pero ése es el
elemento épico, propiamente hablando antiguo, de la locura de Hölderlin. En
el poema «A la esperanza» se lee: «En el verde valle, allí donde la fresca
fuente / mana rumorosa día a día de la montaña y la amable / siempreviva me
florece en otoño, / allí, en el silencio, tú benigna, quiero yo / buscarte, o
cuando a medianoche / la vida invisible bulle en la floresta / y sobre mí las
siempre alegres / flores, las ardientes estrellas, brillan»[12]. El «o», y a
menudo algunas partículas en Trakl[13] también, equivale a aquel «en
efecto» homérico. Mientras que el lenguaje, para seguir siendo lenguaje en
general, aún pretende ser, a juzgar por tales giros, síntesis de la conexión de
las cosas, renuncia al juicio en las palabras cuya utilización disuelve
precisamente la conexión. El encadenamiento épico, en el que la conducción
del pensamiento acaba por relajarse, se convierte en gracia que en el lenguaje
pasa antes que el derecho de juicio, juicio que a pesar de ello el lenguaje
sigue siendo inevitablemente. La fuga del pensamiento, imagen del sacrificio
del discurso, es la fuga del lenguaje de su prisión. Cuando en Homero, como
sobre todo ha destacado Thomson, las metáforas cobran autonomía con
respecto a lo significado, la acción[14], en ello se acuña la misma hostilidad
contra la atadura del lenguaje en el contexto de las intenciones. La imagen
lingüísticamente plasmada pierde el significado propio para arrastrar al
lenguaje mismo a la imagen en lugar de hacer a la imagen transparente en el
sentido lógico del contexto. En el gran relato la relación entre imagen y
acción tiende a invertirse. De ello ha dado testimonio la técnica de Goethe en
Las afinidades electivas y en Los años de peregrinaje, donde intermitentes
novelas miniatura reflejan la esencia de lo representado, y lo mismo han
pretendido alegoresis homéricas del tipo de la célebre fórmula schellingiana
de la odisea del espíritu[15]. No es que los epos fueran dictados por una
intención alegórica. Pero en ellas la violencia de la tendencia histórica en el
lenguaje y en el contenido material es tan grande que en el curso del proceso
entre subjetividad y mitología, hombres y cosas, debido a la ceguera con que
el epos se entrega a su representación, se transforman en meros escenarios
sobre los cuales se hace visible aquella tendencia, precisamente allí donde la
coherencia pragmática y lingüística aparece quebrada. «No luchan
individuos, sino ideas entre sí», se lee en un fragmento de Nietzsche acerca
de El certamen de Homero[16]. La conversión objetiva de la pura exposición
alejada del significado en la alegoría de la historia es lo que se hace visible en
la descomposición lógica del lenguaje épico lo mismo que en el
desgajamiento de la metáfora de la marcha de la acción literal. Sólo mediante
el abandono del sentido se asemeja el discurso épico a la imagen, a una figura
de sentido objetivo que emerge de la negación de un sentido subjetivamente
racional.
[1] Homero, Odysee, XXIII, 210 ss. (Voss) [ed. esp.: Odisea, Barcelona, Planeta, 1980, p. 374].
[2] Adalbert Stifter (1805-1868): escritor austríaco. Sus relatos, que según Nietzsche contienen parte
de la mejor prosa alemana del siglo XIX, atestiguan un sentido poético, casi aristocrático, de la belleza,
pero tras el cual se adivina el desconcierto por el triunfo histórico de la brutalidad y el egoísmo. En la
colección de relatos publicada en 1853 bajo el título de Bunte Steine [Piedras de colores] define su
programa narrativo como la inmersión en las pequeñas cosas que dominan a los hombres y la
naturaleza. [N. del T.]
[3] Konrad Theodor Preuss (1869-1938): etnólogo alemán, que trabajó principalmente en el estudio
de las culturas precolombinas. Acuñó el término «Urdummheit» [«protoestulticia»] para caracterizar a
las religiones prehoméricas. [N. del T.]
[4] George Gilbert Aimé Murray (1866-1957): helenista británico. En sus traducciones,
especialmente de obras teatrales, trató de remedar los ritmos originales con rimas de tono heroico.
Además de desarrollar una intensa actividad académica desde su cátedra en Oxford, fue un pacifista
comprometido, presidente de la Liga de la Unión de Naciones (1923-1938) y autor de varios libros
sobre política internacional. [N. del T.]
[5] Cfr. G. Murray, Five Stages of Greek Religion [Las cinco etapas de la religión griega], Nueva
York, 1925, p. 16; cfr. U. v. Wilamowitz-Möllendorf*, Der Glaube der Hellenen [La creencia de los
helenos], I, p. 9.
* Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf (1848-1931): lingüista alemán. Se especializó en la cultura
griega, de cuya literatura y filosofía realizó numerosas traducciones y estudios. Mantuvo una agria
polémica con Nietzsche a propósito de la publicación por éste, en 1872, de El nacimiento de la
tragedia, que Wilamowitz criticó por inexacto en sus datos y arbitrario en su conclusiones. [N. del T.]
[6] Gottfried Keller (1819-1890): poeta y novelista de expresión alemana. En la transición entre el
romanticismo y el realismo, su obra, fuertemente marcada por el humanismo de Feuerbach, tiene un
marcado carácter sarcástico y aun pesimista en la contemplación de la realidad social y política en que
se inspira. Su novela Martin Salander data de 1886. [N. del T.]
[7] Por Gründerjahre («años de fundación») se conoce en Alemania la crisis de crecimiento
industrial producida en el último tercio del siglo XIX. [N. del T.]
[8] «Nekyia»: en griego, «evocación de los muertos». [N. del T.]
[9] Odysee, XXIV, 153 ss. [ed. esp. cit., p. 383].
[10] «En efecto»: «nähmlich» en alemán. [N. del T.]
[11] Schröder*** traduce: «y en verdad que Odiseo se quedó atrás». La traducción literal de «ἦ como
partícula de refuerzo y no explicativa no altera en nada el enigmático carácter del pasaje.
*** Rudolf Alexander Schröder (1878-1962): arquitecto, ensayista y, movido por un espíritu
precursoramente paneuropeísta, traductor al alemán de innumerables textos griegos (la Odisea en
1910), latinos, franceses, ingleses y holandeses. Su obra de creación evolucionó desde el nacionalismo
a propósito de la Primera Guerra Mundial, al ideal de reconciliación entre el humanismo antiguo y el
cristianismo. La balada del viajero, escrita en 1937, supuso su ruptura con la Alemania nazi. Debido a
la ambigüedad de las dos primeras, sólo la tercera de las estrofas que compuso para el nuevo himno
alemán de la República Federal Alemana fue oficialmente aceptada. [N. del T.]
[12] Friedrich Hölderlin, An die Hoffnung, en Obras completas [Texto según Zinkernagel] (InselVerlag, Leipzig, s. a.), p. 139. Entre Voss* y Hölderlin hay conexiones histórico-literarias.
* Johann Heinrich Voss (1751-1825): erudito y poeta alemán. Suyas son sendas traducciones en
alejandrinos de La Ilíada y La Odisea, así como idilios que, a pesar de un cierto sentimentalismo,
constituyen una buena descripción de la pequeña burguesía del norte de Alemania en su tiempo. [N. del
T.]
[13] Georg Trakl (1887-1914): poeta lírico austríaco. Marcado por las relaciones incestuosas con su
hermana, por la guerra, por el alcohol y la droga, su exigua obra, de estilo muy próximo al de los
expresionistas, resulta fundamental para la comprensión de la literatura alemana del cambio de siglo
que vivió. [N. del T.]
[14] «No, no one would deny that... true similes have been in constant use from the beginnings of
human speech... But, besides these, there are others which, as we have seen, are formally similes, but in
reality are disguised identifications of transformations» [«No, nadie negará que... desde los comienzos
del habla humana se han usado constantemente verdaderos símiles... Pero, aparte de éstos, hay otros
que, como hemos visto, son símiles formalmente, pero en realidad identificaciones disfrazadas de
transformaciones»] (J. A. K. Thomson, Studies in the Odyssey [Estudios sobre la Odisea], Oxford,
1934, p. 7). Según esto, las metáforas son huellas del proceso histórico.
[15] Cfr. Schelling, Werke [Obras], vol. 2, Leipzig 1907, p. 302 [System des transzendentalen
Idealismus] (ed. esp.: Sistema del idealismo trascendental, Madrid, Anthropos, 1988, p. 427). Por lo
demás, la interpretación alegórica de Homero Schelling la rechazó expresamente más tarde, en la
Philosophie der Kunst (cfr. loc. cit.: vol. 3, p. 57 [ed . esp.: Filosofía del arte, Madrid, Tecnos, 1999, p.
73]).
[16] Nietzsche, Werke [Obras], vol. IX, p. 287.
La posición del narrador en la novela contemporánea
La tarea de comprimir en unos pocos minutos algo acerca de la situación
actual de la novela en cuanto forma obliga a entresacar de ella, aunque sea
violentándola, un momento. Éste será la posición del narrador. Hoy se la
caracteriza por medio de una paradoja: ya no se puede narrar, mientras que la
forma de la novela exige narración. La novela ha sido la forma literaria
específica de la época burguesa. En su comienzo está la experiencia del
mundo desencantado en el Don Quijote, y su elemento sigue siendo el
dominio artístico de la mera existencia. El realismo le era inmanente; incluso
las novelas de temática fantástica han intentado presentar su contenido de tal
modo que de él emanara la sugestión de lo real. A lo largo de una evolución
que se remonta hasta el siglo XIX y que hoy se ha acelerado al máximo, este
modo de proceder se ha hecho cuestionable. Desde el punto de vista del
narrador, por el subjetivismo, que no tolera ya nada material sin
transformación y precisamente con ello socava el precepto épico de
objetualidad. Quien aún hoy se sumergiera, como Stifter por ejemplo, en el
mundo de los objetos y produjera un efecto a partir de la abundancia y la
plasticidad de lo contemplado con humilde aceptación, se vería forzado al
gesto de la imitación artesanal. Se haría culpable de la mentira que consiste
en entregarse al mundo con un amor que presupone que el mundo tiene
sentido, y acabaría por incurrir en el insoportable kitsch del arte folklórico.
No menores son las dificultades por lo que al asunto respecta. Del mismo
modo que la fotografía relevó a la pintura de muchas de sus tareas
tradicionales, así han hecho con la novela el reportaje y los medios de la
industria cultural, especialmente el cine. La novela debería concentrarse en lo
que la crónica no puede proveer. Sólo que, a diferencia de la pintura, en la
emancipación del objeto el lenguaje le impone unos límites y la obliga a
fingir ser una crónica: de manera consecuente, Joyce ligó la rebelión de la
novela contra el realismo con la rebelión contra el lenguaje discursivo.
Rechazar su intento como arbitrariedad individualista de un excéntrico
sería miserable. La identidad de la experiencia, la vida en sí continua y
articulada que es la única que permite la actitud del narrador, se ha
desintegrado. Sólo se necesita constatar la imposibilidad de que cualquiera
que haya participado en la guerra cuente de ella como antes uno podía contar
de sus aventuras. Con razón el relato que se presenta como si el narrador
fuera dueño de tal experiencia produce impaciencia y escepticismo en el
receptor. Estampas como la de uno que se sienta a «leer un buen libro» son
arcaicas. Lo cual no se debe meramente a la falta de concentración de los
lectores, sino a lo comunicado mismo y a su forma. Contar algo significa en
efecto tener algo especial que decir, y precisamente eso es lo que impiden el
mundo administrado, la estandarización y la perennidad. Antes de cualquier
pronunciamiento de contenido ideológico, ya la pretensión del narrador de
que el del mundo sigue siendo esencialmente un curso de la individuación, de
que con sus impulsos y sentimientos el individuo puede aún equipararse al
destino, de que el interior del individuo es aún inmediatamente capaz de algo,
es ideológica: la literatura biográfica de pacotilla que uno se encuentra por
doquier es un producto de la descomposición de la forma novelística misma.
De la crisis de la objetualidad literaria no está excluida la esfera de la
psicología, en la que, aunque con poca fortuna, se refugiaron precisamente
esos productos. También a la novela psicológica le son birlados sus objetos
en sus propias narices: con razón se ha observado que en una época en la que
los periodistas no dejaban de embriagarse con las conquistas psicológicas de
Dostoyevski, la ciencia, especialmente el psicoanálisis de Freud, ya hacía
mucho que había dejado atrás esos hallazgos del novelista. Por lo demás,
probablemente se ha errado con tan fraseológico elogio de Dostoyevski; si es
que en él la hay, es una psicología del carácter inteligible, de la esencia, y no
del carácter empírico, de las personas que uno se encuentra por ahí. Y
precisamente en eso es él avanzado. No sólo el hecho de que las
informaciones y la ciencia se hayan incautado de todo lo positivo,
aprehensible, incluso de la facticidad de lo íntimo, obliga a la novela a
romper con esto y a asumir la representación de la esencia y de su antítesis,
sino también el de que cuanto más densa e ininterrumpidamente se estructura
la superficie del proceso vital social, tanto más herméticamente recubre ésta
como un velo la esencia. Si la novela quiere seguir siendo fiel a su herencia
realista y decir cómo son realmente las cosas, debe renunciar a un realismo
que al reproducir la fachada no hace sino ponerse al servicio de lo que de
engañoso tiene ésta. La reificación de todas las relaciones entre los
individuos, que transforma todas las cualidades humanas de éstos en aceite
lubricante para el suave funcionamiento de la maquinaria, la universal
enajenación y autoenajenación, exige que se la llame por su nombre, y para
esto la novela está cualificada como pocas otras formas artísticas. Desde
siempre, y por supuesto desde el Tom Jones de Fielding[1], tuvo su verdadero
objeto en el conflicto entre los hombres vivos y las petrificadas relaciones. La
misma enajenación se le convierte por tanto en medio estético. Pues cuanto
más extraños se han hecho entre sí los hombres, los individuos y los
colectivos, tanto más enigmáticos se hacen al mismo tiempo los unos a los
otros, y el intento de descifrar el enigma de la vida exterior, el impulso
propiamente dicho de la novela, se transmuta en la preocupación por la
esencia, la cual aparece por su parte sobrecogedora y doblemente extraña
precisamente en la sólita extrañeza impuesta por las convenciones. El
momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es él
mismo producto de su objeto real, una sociedad en la que los hombres son
separados los unos de los otros y de sí mismos. En la trascendencia estética se
refleja el desencantamiento del mundo.
Todo esto apenas halla cabida en la consideración consciente del novelista,
y hay motivo para suponer que cuando lo halla, como por ejemplo en las
novelas tan cargadas de intención de Hermann Broch, ello no reporta el
máximo beneficio para la forma. Por el contrario, los cambios históricos de la
forma se convierten en sensibilidades idiosincrásicas de los autores, y lo que
esencialmente decide sobre su calidad es hasta qué punto funcionan como
instrumentos de medición de lo exigido y de lo prohibido. Nadie ha superado
a Marcel Proust en sensibilidad contra la forma de la crónica. Su obra
pertenece a la tradición de la novela realista y psicológica, en la línea de su
extrema disolución subjetivista, la cual, sin ninguna continuidad histórica con
el escritor francés, pasa por productos como el Niels Lyhne de Jacobsen[2] o
el Malte Laurids Brigge[3] de Rilke. Cuanto más estrictamente se aferra al
realismo de lo externo, al gesto del «así fue», tanto más se convierte cada
palabra en un como si y más crece la contradicción entre su pretensión y el
hecho de que no fue así. Justamente esa pretensión inmanente que el autor
plantea como inalienable, la de que él sabe exactamente lo que pasó, es lo que
se ha de probar, y la precisión hasta lo quimérico de Proust, la técnica
micrológica por la que la unidad de lo vivo acaba escindiéndose en átomos,
es un esfuerzo sin par del sensorio estético por producir esa prueba sin
transgredir los límites que impone la forma. Él no se habría empeñado en la
narración de algo irreal como si hubiera sido real. Por eso su obra cíclica
empieza con el recuerdo de cómo se duerme un niño y todo el primer libro no
es más que un despliegue de las dificultades que tiene el niño para dormirse
cuando su bella madre no le ha dado el beso de buenas noches. El narrador
instaura por así decir un espacio interior que le ahorra la salida en falso al
mundo ajeno que descubriría la falsedad del tono de quien se finge
familiarizado con ese mundo. El mundo es arrastrado imperceptiblemente a
ese espacio interior –a esta técnica se le ha dado el nombre de monologue
interieur–, y lo que ocurre en el exterior se presenta del mismo modo en que
en la primera página se dice del instante del dormirse: como un trozo de
interioridad, un momento de la corriente de la consciencia, protegido contra
la refutación por el orden espacio-temporal objetivo cuya suspensión persigue
la obra proustiana. Desde presupuestos completamente diferentes y con un
espíritu completamente diferente, la novela del expresionismo alemán, el
Estudiante vagabundo de Gustav Sack[4], apuntaba a algo parecido. El afán
épico por no representar nada objetivo sino lo que se pueda llenar completa y
totalmente acaba por superar la categoría épica fundamental de la
objetualidad.
La novela tradicional, cuya idea se encarna quizá de la manera más
auténtica en Flaubert, cabe compararla con el escenario de tres paredes en el
teatro burgués. Esta era una técnica de la ilusión. El narrador levanta un
telón: el lector ha de participar en lo que sucede como si estuviera
físicamente presente. La subjetividad del narrador se acredita en la capacidad
de producir esta ilusión y –en Flaubert– en una pureza de lenguaje que, al
mismo tiempo, mediante la espiritualización, la sustrae al ámbito empírico en
que se vuelca. Sobre la reflexión pesa un grave tabú: se convierte en el
pecado cardinal contra la pureza del asunto. Junto con el carácter ilusorio de
lo expuesto, también este tabú está perdiendo hoy en día su fuerza. Con
frecuencia se ha resaltado que en la nueva novela, no sólo en Proust sino
igualmente en el Gide de los Faux-Monnayeurs, en el último Thomas Mann,
en El hombre sin atributos de Musil, la reflexión rompe la pura inmanencia
de la forma. Pero tal reflexión apenas tiene ya más que el nombre en común
con la preflaubertiana. Ésta era moral: una toma de partido pro o contra los
personajes de la novela. La nueva es una toma de partido contra la mentira de
la representación, propiamente hablando contra el narrador mismo, el cual, en
cuanto comentarista supervisor de los acontecimientos, trata de corregir su
inevitable apreciación. Atentar contra la forma se halla en el propio sentido
de ésta. Únicamente hoy en día puede comprenderse completamente el medio
de Thomas Mann, la enigmática ironía irreductible a ninguna burla sobre
contenido, a partir de su función en la construcción de la forma: con el gesto
irónico, que recoge la propia elocución, el autor se desprende de la pretensión
de estar creando algo real, a la cual sin embargo ninguna palabra, incluidas
las suyas, puede escapar; del modo más evidente quizá en la fase tardía, en El
elegido o en La engañada, donde el escritor, jugando con un motivo
romántico, reconoce, mediante el uso del lenguaje, el carácter de espionaje
que tiene el relato, la irrealidad de la ilusión, y precisamente así devuelve,
según sus palabras, a la obra de arte aquel carácter de chanza superior que
poseyó antes de que, con la ingenuidad de la falta de ingenuidad, presentara
de un modo demasiado llanamente la apariencia como lo verdadero.
Cuando, por entero en Proust, el comentario se entreteje de tal modo con la
acción que desaparece la diferencia entre ambos, el narrador está atacando
una componente fundamental de la relación con el lector: la distancia estética.
Ésta era inamovible en la novela tradicional. Ahora varía como las posiciones
de la cámara en el cine: al lector tan pronto se le deja fuera como, a través del
comentario, se lo lleva a la escena, tras los bastidores, a la sala de máquinas.
Entre los casos extremos, de los que se puede aprender más sobre la novela
actual que de cualquier caso medio considerado «típico», se cuenta el
procedimiento por el que Kafka absorbe completamente la distancia. A base
de shocks destruye el recogimiento contemplativo del lector ante lo leído. Sus
novelas, si es que en absoluto caen todavía bajo este concepto, son la
respuesta anticipada a una constitución del mundo en la que la actitud
contemplativa se convirtió en escarnio sanguinario, porque la amenaza
permanente de catástrofe no permite ya a ningún hombre la observación
neutral y ni siquiera la imitación estética de ésta. Absorben también la
distancia narradores menores que ya no se atreven a escribir ni una palabra
que en cuanto relación de hechos no pida perdón por haber nacido. Si en ellos
se patentiza la debilidad de un estado de consciencia de aliento demasiado
corto para tolerar su propia representación estética y que apenas produce ya
hombres capaces de tal representación, en la producción más avanzada, a la
que no resulta ajena tal debilidad, la absorción de la distancia es
mandamiento de la forma misma, uno de los medios más eficaces para
romper la coherencia superficial y expresar lo subyacente, la negatividad de
lo positivo. No se trata de que la descripción de lo imaginario reemplace
necesariamente la de lo real, como en Kafka. Éste es poco apropiado como
modelo. Pero la diferencia entre lo real y la imago queda fundamentalmente
cancelada. Es común a los grandes novelistas de la época que la vieja
exigencia novelística del «Así es», pensada hasta el final, desencadena una
desbandada de arquetipos históricos, en el recuerdo espontáneo de Proust lo
mismo que en las parábolas de Kafka y en los criptogramas épicos de Joyce.
El sujeto poético, que se declara libre de las convenciones de la
representación objetual, reconoce al mismo tiempo la propia impotencia, la
supremacía del mundo de las cosas, que reaparece en medio del monólogo.
Se prepara así un segundo lenguaje, con frecuencia destilado de los residuos
del primero, un lenguaje reificado, desintegrado y asociativo, que crece a
través del monólogo no meramente del novelista sino de los innumerables
alienados del lenguaje primero que constituyen la masa. Si hace cuarenta
años, en su Teoría de la novela, Lukács planteó la pregunta de si las novelas
de Dostoyevski eran sillares para futuros epos si no ellas mismas ya tales
epos, las novelas de hoy, las que cuentan, aquellas en las que la subjetividad
de la propia fuerza de la gravedad se convierte en su contrario, equivalen en
realidad a epopeyas negativas. Son testimonios de una situación en la que el
individuo se liquida a sí mismo y que se encuentra con la preindividual que
en otro tiempo pareció garantizar un mundo pleno de sentido. Estas epopeyas
comparten con todo el arte actual la ambigüedad de que no les corresponde a
ellas decidir si la tendencia histórica que registran es recaída en la barbarie o
apunta pese a todo a la realización de la humanidad, y no son pocas las que se
sienten harto cómodas en lo bárbaro. No hay obra de arte moderna que valga
algo y no goce también con la disonancia y la relajación. Pero por encarnar
precisamente sin compromiso el horror y poner toda la felicidad de la
contemplación en la pureza de tal expresión, tales obras de arte sirven a la
libertad, a la cual únicamente traiciona la producción mediocre, pues ésta no
da testimonio de lo que le sucedió al individuo de la era liberal. Sus
productos están por encima de la controversia entre el arte comprometido y
l’art pour l’art, por encima de la alternativa entre la zoquetería del arte
tendencioso y la zoquetería del placentero. Karl Kraus formula en una
ocasión la idea de que lo que en sus obras habla moralmente como realidad
física, no estética, le ha sido otorgado únicamente bajo la ley del lenguaje, es
decir, en nombre de l’art pour l’art. Hoy en día la absorción de la distancia
estética en la novela y por tanto la capitulación de ésta ante la realidad
hegemónica y ya sólo alterable de un modo real, no transfigurable en la
imagen, las impone aquello a que por sí misma aspira la forma.
[1] Henry Fielding (1707-1754): novelista, periodista, dramaturgo y poeta inglés. Considerado por
Walter Scott como padre del género en inglés, Tom Jones (1749) es su novela más popular. [N. del T.]
[2] Jens Peter Jacobsen (1847-1885): novelista danés que en Niels Lyhne (1880) hace una radical
profesión de fe atea. [N. del T.]
[3] Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1904-1910): novela en la que Rilke establece un
combate consigo mismo, con sus aspiraciones y angustias infantiles, tras el cual atravesó una crisis
física y mental que él definió como un «largo período de sequedad» en lo literario. [N. del T.]
[4] Un estudiante vagabundo [o bohemio], novela autobiográfica del alemán Gustav Sack (18851916), poeta y narrador del expresionismo temprano, muy influido por la lectura de Nietzsche. Se
publicó póstumamente en 1918. [N. del T.]
Discurso sobre poesía lírica y sociedad
Ante el anuncio de una conferencia sobre poesía lírica y sociedad muchos
de ustedes se sentirán inquietos. Esperarán un análisis sociológico de esos
que se pueden pegar a voluntad a cualquier objeto, a la manera en que hace
cincuenta años se inventaban psicologías y hace treinta fenomenologías de
todas las cosas concebibles. Les asaltará además el recelo de que el examen
de las condiciones bajo las cuales nacen las obras y las de su efecto intentarán
usurpar petulantemente el lugar de la experiencia de las obras tal como son;
de que subsunciones y relaciones repriman la percepción de la verdad o
falsedad del objeto mismo. Les irritará que un intelectual se haga culpable de
lo que Hegel reprochaba al «entendimiento formal», a saber, que
contemplando el todo desde arriba se sitúe por encima de la existencia
individual de la que habla, es decir, que no la vea en absoluto, sino que la
etiquete. Lo penoso de tal proceder se les hará particularmente sensible en el
caso de la poesía lírica. Lo más delicado, lo más frágil, va a ser hollado,
puesto precisamente en el torbellino en mantenerse intocado por el cual
consiste el ideal al menos del sentido tradicional de la poesía lírica. La
manera en que se va a analizar una esfera de la expresión que tiene
precisamente su esencia en no reconocer o, como en Baudelaire o Nietzsche,
superar con el pathos de la distancia el poder de socialización va a convertirla
arrogantemente en lo contrario de lo que ella sabe que es. ¿Puede hablar,
preguntarán ustedes, de poesía lírica y sociedad una persona que no carezca
de musas?
Evidentemente, la sospecha únicamente puede afrontarse si las obras líricas
no se emplean abusivamente como objetos para la demostración de tesis
sociológicas, sino si en ellas mismas descubre algo esencial, algo del
fundamento de su cualidad, su referencia a lo social. Ésta no debe apartar de
la obra de arte, sino introducir más profundamente en ella. Pero la más simple
reflexión lleva por supuesto a que esto es lo que cabe esperar. Pues el
contenido de un poema no es meramente la expresión de emociones y
experiencias individuales. Por el contrario, éstas sólo llegan a ser artísticas
cuando, precisamente gracias a la especificación de su recepción de forma
estética, cobran participación en lo universal. No se trata de que lo que
expresa el poema lírico tenga que ser inmediatamente lo vivido por todos. Su
universalidad no es ninguna volonté de tous, una universalidad de la mera
comunicación de lo que justamente los demás no pueden comunicar. Sino
que la inmersión en lo individual eleva al poema lírico a lo universal
poniendo de manifiesto algo no adulterado, no aprehendido, aún no
subsumido, y por tanto anticipando espiritualmente algo de una situación en
la que nada falsamente universal, es decir, profundísimamente particular,
sigue encadenando a lo otro, a lo humano. De la individuación sin reservas es
de donde la obra lírica espera lo universal. Pero su riesgo peculiar lo tiene la
poesía lírica en el hecho de que su principio de individuación nunca garantiza
la generación de algo obligatorio, auténtico. No tiene el poder de impedir que
se quede anclada en la contingencia de la mera existencia aislada.
Sin embargo, esa universalidad del contenido lírico es esencialmente
social. Sólo entiende lo que dice el poema quien en la soledad de éste percibe
la voz de la humanidad; es más, incluso la misma soledad de la palabra lírica
está predibujada por la sociedad individualista y finalmente atomista, del
mismo modo que, a la inversa, su carácter vinculante general vive de la
densidad de su individuación. Pero por eso pensar la obra de arte está
justificado y obligado a preguntarse concretamente por el contenido social, a
no contentarse con el vago sentimiento de algo universal y comprehensivo.
Tal determinación del pensamiento no es una reflexión extraña al arte y
externa, sino que la exige toda obra lingüística. Su material propio, los
conceptos, no se agotan en la mera intuición. Para que se los pueda ver,
exigen siempre que se los piense, y el pensamiento, una vez puesto en marcha
por el poema, no se puede detener cuando éste lo ordene.
Pero este pensamiento, la interpretación social de la poesía lírica, como por
lo demás de todas las obras de arte, no puede según esto apuntar sin
mediación a la llamada posición social o el interés social de las obras, ni
siquiera de sus autores. Más bien tiene que precisar cómo el todo de una
sociedad, en cuanto una unidad en sí llena de contradiciones, aparece en la
obra de arte; en qué la obra de arte se somete a su voluntad y en qué la
trasciende. Usando el lenguaje de la filosofía, el procedimiento debe ser
inmanente. Los conceptos sociales no deben agregarse desde fuera a las
obras, sino ser extraídos del preciso examen de éstas. La frase de Goethe en
Máximas y reflexiones según la cual lo que no entiendes tampoco lo poseen,
no vale únicamente para la relación estética con las obras de arte, sino
igualmente para la teoría estética: nada que no esté en las obras, que en su
forma propia, legitima la decisión sobre lo que su contenido, lo poetizado
mismo, representa socialmente. Determinar esto requiere por supuesto saber
tanto del interior de la obra de arte como de la sociedad exterior. Pero este
saber solamente es vinculante cuando se redescubre a sí mismo en el puro
entregarse a la cosa. Sobre todo es necesaria vigilancia frente al concepto,
hoy en día desgastado hasta lo intolerable, de ideología. Pues ideología es no
verdad, falsa consciencia, mentira. Se evidencia en el fracaso de las obras de
arte, en su falsedad en sí, y es blanco de la crítica. Pero reprochar a las
grandes obras de arte, cuya esencia consiste en dar forma y por ello
únicamente en la reconciliación tendencial de las contradicciones básicas de
la existencia real, que sean ideología constituye no meramente una injusticia
para con su propio contenido de verdad, sino también una falsificación del
concepto de ideología. Éste no afirma que todo espíritu no sirve más que para
que ciertas personas disfracen como universales ciertos intereses particulares,
sino que quiere desenmascarar el espíritu falso determinado y concebirlo al
mismo tiempo en su necesidad. La grandeza de las obras de arte no reside
únicamente en el hecho de que dejan hablar a lo que la ideología oculta. Lo
quieran o no, su éxito va más allá de la falsa consciencia.
Permítanme que me apoye en su propio recelo. Ustedes sienten la poesía
como algo contrapuesto a la sociedad, algo totalmente individual. Su
afectividad insiste en que así debe seguir siendo, en que la expresión lírica,
sustraída a la gravedad objetual, conjura la imagen de una vida libre de la
compulsión de la praxis dominante, de la utilidad, de la presión de la
autoconservación tenaz. Sin embargo, esta exigencia a la poesía lírica, la de
la palabra virgen, es en sí misma social. Implica la protesta contra una
situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría,
opresiva, y la situación se imprime en negativo en la obra: cuanto más pesada
se hace su carga, tanto más inflexiblemente se le resiste la obra, sin inclinarse
ante nada heterónomo y constituyéndose enteramente según la propia ley
cada vez. Su distancia de la mera existencia se convierte en medida de la
falsedad y maldad de ésta. En la protesta contra ella el poema expresa el
sueño de un mundo en el cual las cosas serían de otro modo. La idiosincrasia
del espíritu lírico contra la supremacía de las cosas es una forma de reacción
a la reificación del mundo, al dominio de las mercancías sobre los hombres,
el cual se extendió a partir el comienzo de los tiempos modernos y desde la
revolución industrial se ha desarrollado hasta convertirse en la fuerza
dominante de la vida. También el culto que Rilke rinde a las cosas pertenece
al círculo mágico de tal idiosincrasia en cuanto intento de asimilar y disolver
aun las cosas extrañas en la expresión subjetivo-pura, de darles crédito
metafísico por su extrañeza; y la debilidad estética de este culto a las cosas, el
gesto afectadamente misterioso, la mezcla de religión y artesanía artística,
traiciona al mismo tiempo la fuerza real de la reificación, la que ya no puede
dorarse con ningún aura ni recogerse en el sentido.
No se hace sino dar otro sesgo a tal visión de la esencia social de la poesía
lírica cuando se dice que su concepto, tal como nos es inmediatamente, en
cierta medida una segunda naturaleza, es de índole totalmente moderna. De
manera análoga, la pintura paisajista y su idea de «naturaleza» sólo en la era
moderna se han desarrollado autónomamente. Sé que con esto exagero, que
ustedes podrían ponerme muchos contraejemplos. El más persuasivo sería el
de Safo. De la poesía lírica china, japonesa, árabe, no hablo porque no se las
puedo leer en el original y sospecho que la traducción las hace entrar en un
mecanismo de adaptación que hace del todo imposible una adecuada
comprensión. Pero las manifestaciones del espíritu lírico en sentido
específico que procedente de épocas arcaicas nos es familiar no destellan sino
esporádicamente, tal como a veces los fondos de la pintura antigua anticipan
presagiosamente la idea del cuadro paisajista. No constituyen la forma. Los
grandes poetas del pasado remoto que los conceptos histórico-literarios
incluyen en la poesía lírica, Píndaro por ejemplo, y Alceo[1], pero también la
mayor parte de la obra de Walther von der Vogelweide[2], están
enormemente lejos de nuestra noción primaria de poesía lírica. Carecen de
ese carácter de lo inmediato, de lo inmaterial, que, legítima o ilegítimamente,
nos hemos acostumbrado a considerar como criterio de la poesía lírica y del
que únicamente una educación rigurosa nos aparta.
Sin embargo, lo que queremos decir con poesía lírica, antes de que
ampliemos históricamente el concepto o de que lo enfrentemos críticamente
con la esfera individualista, tiene en sí, y ello tanto más cuanto más «puro» se
dé, el momento de ruptura. El yo que habla en la poesía lírica es un yo que se
determina y expresa como contrapuesto a lo colectivo, a la objetividad; no es
tampoco uno, sin mediación, con la naturaleza a la que su expresión se
refiere. Por así decir, la ha perdido, e intenta restaurarla mediante animación,
mediante inmersión en el yo mismo. Sólo la humanización devolverá a la
naturaleza el derecho que le arrebató el dominio humano de ella. Incluso las
obras líricas en las que no queda ningún resto de la existencia convencional y
objetual, ninguna materialidad cruda, las más elevadas que conoce nuestra
lengua, deben su dignidad precisamente a la fuerza con que el yo, escapando
a la alienación, despierta en ellas la apariencia de naturaleza. Su pura
subjetividad, lo que en ellas aparece compacto y armónico, da testimonio de
lo contrario, del sufrimiento por una existencia ajena al sujeto, tanto como del
amor a ella; más aún, propiamente hablando, su armonía no es nada más que
la concordancia de tal sufrimiento y tal amor. Incluso el «Espera, que pronto /
descansarás tú también»[3] tiene el gesto del consuelo: su insondable belleza
es inseparable de lo que calla, la idea de un mundo que rehúsa la paz.
Únicamente por coincidir con la tristeza causada por ello establece el tono del
poema que la paz, pese a todo, existe. Como interpretación de la «Canción
nocturna del caminante», uno está casi tentado de recurrir al verso del poema
vecino de igual título: «Ah, estoy cansado del tráfago». Por supuesto, su
grandeza estriba en que no habla de algo enajenado, perturbador, en que en sí
mismo la agitación del objeto no se opone al sujeto: lo que resuena es más
bien la propia agitación de éste. Se promete una segunda inmediatez: lo
humano, el lenguaje mismo, aparece como si fuera otra vez la creación,
mientras que todo lo externo se apaga en el eco del alma. Pero, más que en
apariencia, se convierte en la entera verdad, porque, gracias a la expresión
lingüística del buen cansancio, se mantiene por encima aun de la
reconciliación de las sombras de la nostalgia e incluso de las de la muerte:
para el «Espera, que pronto» la vida entera, con la enigmática sonrisa de la
tristeza, se convierte en el breve instante que precede al sueño. El tono de paz
atestigua que la paz no se ha conseguido, sin que no obstante el sueño se
rompa. La sombra no tiene poder alguno sobre la imagen de la vida vuelta a
sí misma, pero, como último recuerdo de la distorsión de ésta, es lo único que
confiere al sueño la pesada profundidad bajo la canción ingrávida. A la vista
de la naturaleza en calma, de la que se ha extirpado la huella de la similitud
humana, el sujeto interioriza la propia inanidad. Imperceptiblemente, sin
ruido, la ironía roza lo consolador del poema: los segundos que preceden a la
felicidad del sueño son los mismos que separan la breve vida de la muerte.
Después de Goethe, esta sublime ironía se ha ido degradando en sarcástica.
Pero siempre ha sido burguesa: de la exaltación del sujeto liberado forma
parte, como sombra, su rebajamiento a algo intercambiable, a mero ser para
otro; de la personalidad, el «¿Pero tú qué eres?». Pero el «Canto nocturno»
tiene su autenticidad en su instante: el trasfondo de eso destructor lo saca del
juego, mientras que lo destructor no tiene todavía ningún poder sobre la
fuerza sin violencia del consuelo. Se suele decir que un poema lírico perfecto
tiene que poseer totalidad o universalidad, tiene que dar el todo en su
limitación, lo infinito en su finitud. Pero si eso ha de ser algo más que un
lugar común tomado de aquella estética que tiene siempre a mano como
panacea el concepto de lo simbólico, lo que indica es que en todo poema
lírico la relación histórica del sujeto con la objetividad, del individuo con la
sociedad, debe haber hallado su sedimento en el medio del espíritu subjetivo
devuelto a sí. Y este sedimento será tanto más imperfecto cuanto menos
temática haga la obra la relación entre el yo y la sociedad, cuanto por el
contrario más espontáneamente cristalice por y a partir de sí en la obra.
Ustedes pueden reprocharme que, por miedo al torpe sociologismo, con
esta definición he sublimado tanto la relación entre poesía lírica y sociedad
que propiamente hablando ya no queda nada de ella; precisamente lo no
social en el poema lírico sería ahora lo social en él. Podrían recordarme
aquella caricatura de Gustave Doré en la que un diputado ultrarreaccionario
que culmina su elogio del ancien régime exclamando: «¿Y a quién, señores
míos, a quién tenemos que agradecer la Revolución de 1789, sino a Luis
XVI?». Ustedes podrían aplicar esto a mi concepción de la poesía lírica y la
sociedad: en ella la sociedad desempeña el papel del rey ejecutado y la poesía
el de aquellos que le combatieron; pero la poesía lírica es tan poco explicable
a partir de la sociedad como la Revolución atribuible al mérito del monarca al
que derribó y sin cuyas locuras quizá no habría estallado en aquel momento.
Falta saber si el diputado de Doré no era en realidad más que un
propagandista tonticínico, tal como el dibujante lo presenta en burla, y si no
hay en su involuntario chiste más verdad de la que admite el sano sentido
común; la filosofía de la historia de Hegel tendría bastantes cosas que aducir
en defensa de ese diputado. De todos modos, la comparación no es del todo
justa. La poesía lírica no se ha de deducir de la sociedad: su contenido social
es precisamente lo espontáneo, que no se sigue sencillamente de las
relaciones existentes en cada caso. Pero la filosofía –la de Hegel de nuevo–
conoce la tesis especulativa según la cual el individuo está mediado por lo
universal y viceversa. Ahora bien, eso quiere decir que tampoco la resistencia
a la presión social es nada absolutamente individual, sino que en ella se
mueven artísticamente, a través del individuo y de la espontaneidad de éste,
las fuerzas objetivas que impelen a una situación social oprimida y opresora,
más allá de sí, hacia una digna del hombre; fuerzas por tanto de una
constitución global, en ningún modo meramente de la rígida individual que se
opone ciegamente a la sociedad. Si de hecho se puede considerar al lírico
como un contenido objetivo que lo es gracias a la propia subjetividad –y de lo
contrario no se podría explicar lo más simple en que se basa la posibilidad de
la poesía lírica como género artístico: su efecto sobre otros que no son el
poeta en monólogo–, es sólo porque la vuelta sobre sí misma, la absorción en
sí misma de la obra de arte lírica, su alejamiento de la superficie social, está
socialmente motivada por encima de la cabeza del autor. Pero el medio para
esto es el lenguaje. La paradoja específica de la obra lírica, la subjetividad
que se transmuta en objetividad, está ligada a esa prioridad de la figura
lingüística en la poesía lírica, de la cual deriva la primacía del lenguaje en la
poesía en general, incluida la forma de la prosa. Pues el mismo lenguaje es
algo doble. Mediante sus configuraciones se conforma totalmente a las
emociones subjetivas; un poco más, en efecto, y podría pensarse que es él el
que las engendra. Pero a pesar de eso sigue siendo el medio de los conceptos,
lo que establece una referencia indispensable a lo universal y a la sociedad.
Las obras líricas supremas son por consiguiente aquellas en las que el sujeto,
sin resto de mera materia, suena en el lenguaje hasta que el lenguaje mismo
adquiere voz. El autoolvido del sujeto que se somete al lenguaje como a algo
objetivo y la inmediatez e involuntariedad de su expresión son lo mismo: así
media el lenguaje poesía lírica y sociedad en lo más íntimo. Por eso la poesía
lírica se revela garantizada socialmente del modo más profundo no cuando la
sociedad habla por su boca, no cuando comunica nada, sino cuando el sujeto
con el don de la expresión coincide con el lenguaje, con aquello a lo que éste
aspira por sí.
Pero, por otra parte, tampoco hay que absolutizar el lenguaje como la voz
del ser contra el sujeto lírico, tal como les gustaría hacer a no pocas de las
teorías ontológicas del lenguaje hoy en boga. El sujeto, de cuya expresión,
por oposición a la mera significación del concepto objetivo, ha él menester
para llegar a aquel estrato de la objetividad lingüística, ni es un añadido al
contenido propio de ésta ni le es externo. El instante de autoolvido en que el
sujeto se sumerge en el lenguaje no es su sacrificio al ser. No es de violencia,
tampoco de violencia contra el sujeto, sino de reconciliación; el lenguaje
mismo no habla más que cuando ya no habla como algo ajeno al sujeto, sino
como la voz propia de éste. Cuando el yo se olvida de sí en el lenguaje, está
del todo presente; de lo contrario, el lenguaje, en cuanto esotérico
abracadabra, sucumbiría a la reificación lo mismo que en el discurso
comunicativo. Pero esto remite a la relación real entre individuo y sociedad.
No es meramente que el individuo esté socialmente mediado en sí, no es
meramente que siempre sus contenidos sean al mismo tiempo sociales. Sino
que, a la inversa, tampoco la sociedad se forma y vive más que gracias a los
individuos cuya quintaesencia ella es. Si antaño la gran filosofía construyó la
verdad, hoy sin duda despreciada por la lógica de la ciencia, de que sujeto y
objeto no son en absoluto polos rígidos y aislados, sino que únicamente
podrían determinarse a partir del proceso en que se reelaboran y alteran
recíprocamente, la poesía lírica es la prueba estética de ese filosofema
dialéctico. En el poema lírico el sujeto niega, mediante identificación con el
lenguaje, tanto su mera contradicción monadológica de la sociedad como su
mero funcionamiento en el seno de la sociedad socializada. Pero cuanto más
crece la sobrecarga de ésta sobre el sujeto, tanto más precaria es la situación
de la poesía lírica. La obra de Baudelaire es la primera que registró esto por
cuanto, suprema consecuencia del dolor cósmico europeo, no se limitó a los
sufrimientos del individuo, sino que escogió como objeto de su reproche la
modernidad misma en cuanto lo antilírico por antonomasia y prendió la
chispa poética gracias al lenguaje heroicamente estilizado. En él se anuncia
ya una desesperación que aún mantiene el equilibrio en la punta de su propia
paradoja. Cuando luego se agudizó hasta el extremo la contradicción entre el
lenguaje poético y el comunicativo, toda poesía lírica se convirtió en un juego
del todo por el todo; no, como querría la opinión zoquete, porque se hubiera
vuelto incomprensible, sino porque, gracias a la vuelta a sí mismo del
lenguaje como lenguaje artístico, por el esfuerzo en pos de su objetividad
absoluta, no disminuida por ninguna consideración sobre la comunicación, al
mismo tiempo se aleja de la objetividad del espíritu, de la lengua viva, y
sustituye una ya no presente por la actividad poética. El momento poetizante,
elevado, subjetivamente violento, de la débil poesía lírica posterior es el
precio que tiene que pagar por el intento de mantenerse inalterada,
inmaculada, objetivamente en vida; el falso brillo es el complemento del
mundo desencantado al que escapa.
Por supuesto, todo esto ha de matizarse para no ser maltinterpretado. Lo
que he afirmado es que la obra lírica es siempre también la expresión
subjetiva de un antagonismo social. Pero como el objetivo que produce
poesía lírica es en sí el mundo antagonista, el concepto de poesía lírica no se
agota en la expresión de la subjetividad a la que el lenguaje presta
objetividad. El sujeto lírico no meramente encarna, y tanto más
vinculantemente cuanto más adecuadamente se manifiesta, al todo. Sino que
la subjetividad poética debe a sí misma el privilegio de que sólo a muy pocos
hombres ha permitido jamás la presión de la miseria de la vida captar lo
universal en la autoinmersión, desarrollarse en general como sujetos
autónomos, dueños de la libre expresión de sí mismos. Los otros, aquellos
que no sólo se enfrentan alienadamente al inhibido sujeto poético, como si
fueran objetos, sino que han sido rebajados a objeto de la historia en el
sentido más literal, tienen sin embargo el mismo o mayor derecho a buscar el
sonido en que sufrimiento y sueño se desposan. Este inalienable derecho se
ha abierto paso una y otra vez, aunque de manera tan impura, mutilada,
fragmentaria e intermitente como no puede dejar de ser para aquellos que
tienen que soportar la carga. En el fondo de toda poesía lírica individual se
halla una corriente colectiva subterránea. Si ésta significa efectivamente el
todo y no por sí misma meramente un status económico un poco más
elevado, el refinamiento y la ternura de quien se puede permitir ser tierno,
entonces forma parte también esencial de la sustancialidad de la poesía lírica
individual la participación en tal corriente subterránea: ésta es sin duda la que
en general hace del lenguaje el medio en el que el sujeto se convierte en más
que solamente sujeto. La relación del romanticismo con la canción popular
no es más que el ejemplo más significativo, aunque seguramente no el más
decisivo. Pues el romanticismo realiza programáticamente una especie de
transfusión de lo colectivo a lo individual gracias a la cual la poesía lírica
individual fue, técnicamente hablando, víctima de la ilusión de vinculación
universal, sin que esa vinculación se le otorgara por sí misma. Muchas veces,
por el contrario, poetas que despreciaban todo préstamo del lenguaje
colectivo han participado, gracias a su experiencia colectiva, de esa corriente
subterránea colectiva. Cito aquí a Baudelaire, cuya poesía lírica ofende no
meramente al juste milieu, sino también a toda compasión social burguesa, y
que, sin embargo, en poemas como «Les petites vieilles»[4] o de la sirvienta
de gran corazón de los «Tableaux parisiens»[5] fue más fiel a las masas, a las
que se enfrenta con una máscara trágico-altiva, más fiel que toda la poesía de
los pobres. Hoy en día, cuando el presupuesto de aquel concepto de poesía
lírica del que parto, la expresión individual, parece resquebrajado hasta lo
más profundo en la crisis del individuo, la corriente subterránea colectiva de
la poesía lírica empuja hacia arriba en los más distintos lugares, primero
como mero fermento de la misma expresión individual, pero luego también
acaso como anticipo de una situación que rebasa positivamente a la mera
individualidad. Si las traducciones no engañan, por ejemplo García Lorca,
asesinado por los esbirros de Franco y a quien ningún régimen totalitario
podría haber tolerado, es portador de tal fuerza; y el nombre de Brecht se
impone como el del lírico al que fue concedida la integridad lingüística sin
que tuviera que pagar el precio de lo esotérico. Renuncio a juzgar sobre si
aquí el principio poético de individuación fue superado por uno superior o si
el motivo es la regresión, el debilitamiento del yo. Es posible que en muchos
casos la fuerza colectiva de la poesía lírica contemporánea se deba a los
rudimentos lingüísticos y anímicos de una situación aún no totalmente
individuada, preburguesa en el más amplio sentido: al dialecto. Pero la poesía
lírica tradicional, en cuanto la más rigurosa negación estética del
aburguesamiento, ha estado, precisamente por eso, ligada hasta hoy a la
sociedad burguesa.
Como las consideraciones de principio no bastan, quisiera concretar con
ayuda de unos cuantos poemas la relación del sujeto poético, que siempre
representa un sujeto mucho más general, colectivo, con la antitética realidad
social. A este respecto, los elementos materiales, a los que ninguna obra
lingüística, ni siquiera la poésie pure, se puede sustraer por entero, necesitan
de interpretación tanto como los llamados formales. Especialmente habrá que
destacar cómo unos y otros se interpenetran, pues sólo gracias a esa
interpenetración mantiene propiamente hablando el poema lírico en sus
límites la campanada de la hora histórica. Sin embargo, no quisiera escoger
poemas como los de Goethe, de los que ya he destacado algunas cosas sin
analizarlas, sino algo posterior, versos que carecen de aquella autenticidad
incondicionada de la «Canción nocturna». Cierto que los dos de los que
quiero decir algo participan de la corriente subterránea colectiva. Pero
quisiera dirigir ante todo su atención hacia cómo en ellos se representan
diversos grados de una relación contradictoria fundamental de la sociedad en
el medio del sujeto poético. Permítanme repetir que no se trata de la persona
privada del poeta ni de su psicología, ni de su llamada perspectiva social, sino
precisamente del poema en cuanto reloj solar filosófico-histórico.
En primer lugar, querría leerles «De paseo», de Mörike:
Entro en una amable pequeña ciudad,
la roja luz del crepúsculo baña las calles.
Por una ventana abierta ahora mismo,
por encima de la más rica profusión de flores,
se oyen flotar sonidos de campana de oro
y una voz parece un coro de ruiseñores,
tanto que las flores tiemblan,
tanto que los aires cobran vida,
tanto que las rosas brillan con un rojo más intenso.
Me quedé un buen rato asombrado, ahogado de placer.
Cómo he llegado al otro lado de la puerta
ni yo mismo verdaderamente lo sé.
¡Ah, aquí, qué luminoso es el mundo!
Agitan el cielo olas púrpura,
a la espalda la ciudad en una bruma dorada;
¡cómo murmura el arroyo entre los álamos, cómo murmura en el fondo del molino!
Estoy como ebrio, extraviado.
¡Oh, musa, tú me has tocado el corazón
con un soplo de amor!
Lo que se impone es la imagen de esa promesa de felicidad que aún hoy,
en un buen día, hace al visitante la pequeña ciudad del sur de Alemania, pero
sin la más mínima concesión a la ñoñería de los cristalitos de colores, al idilio
de la ciudad de provincias. El poema produce el sentimiento de calor y
protección en la estrechez y, no obstante, es al mismo tiempo una obra de
estilo elevado, no contaminada de apacibilidad ni de comodidad, nada de un
elogio sentimental de la estrechez frente a la amplitud, nada de felicidad en el
rincón. La fábula y el lenguaje rudimentarios ayudan en igual medida a fundir
con mucho arte en uno la utopía de lo sumamente cercano y la de lo
sumamente lejano. La fábula conoce la pequeña ciudad únicamente como
escenario fugaz, no como de permanencia. La grandeza del sentimiento que
entraña el arrebato producido por la voz de la muchacha y percibe no sólo
ésta sino la de toda la naturaleza, el coro, no se patentiza sino más allá del
limitado escenario, bajo las olas púrpura del cielo abierto, allí donde la ciudad
dorada y el murmurante arroyo convergen en la imago. En lo lingüístico
contribuye a ello un elemento imponderablemente refinado, apenas fijable en
detalles, antiguo, como de oda. Como de lejos recuerdan los ritmos libres a
las estrofas sin rima griegas, como también, por ejemplo, al pathos repentino,
y sin embargo no producido más que con los discretos medios de la inversión
de palabras, del verso conclusivo de la primera estrofa: «Tanto que las rosas
brillan con un rojo más intenso». Decisiva la sola palabra «musa» al final. Es
como si esta palabra, una de las más desgastadas del clasicismo alemán, por
el hecho de aplicarse al genius loci de la amable ciudad pequeña brillara una
vez más, verdaderamente como a la luz del sol poniente, y fuese, ya a punto
de desaparecer, capaz de todo el poder de arrebato que de modo cómicamente
irremediable escapa a la invocación de la musa con palabras del lenguaje
moderno. La inspiración del poema difícilmente se acredita tan plenamente
en ninguno de sus rasgos como en el hecho de que la elección de la palabra
más chocante en el lugar crítico, cuidadosamente motivada por el gesto
lingüístico latentemente griego, resuelve a la manera de un Abgesang[6]
musical la apremiante dinámica del todo. La poesía lírica consigue en el más
reducido espacio aquello por lo que en vano se esforzó la épica alemana
incluso en concepciones como la de Hermann y Dorothea[7].
La interpretación social de tal logro se centra en el grado de experiencia
histórica que se evidencia en el poema. El clasicismo alemán, en nombre de
la humanidad, de la universalidad de lo humano, había emprendido la tarea
de sustraer la emoción subjetiva a la contingencia que la amenaza en una
sociedad en la que las relaciones entre los hombres ya no son inmediatas,
sino meramente mediadas por el mercado. Había aspirado a la objetivación de
lo subjetivo, del mismo modo que Hegel en la filosofía, e intentado superar
conciliadoramente, en el espíritu, en la idea, las contradiciones en la vida real
de los hombres. Sin embargo, la persistencia de estas contradicciones en la
realidad había comprometido la solución espiritual: frente a la vida no
apoyada en ningún sentido, que se tortura en el tráfago de intereses
concurrentes o, tal como se representa en la experiencia artística, prosaica;
frente a un mundo en el que el destino de los hombres individuales se
consuma según leyes ciegas, el arte, cuya forma se da como si hablase desde
una humanidad lograda, se convierte en frase. El concepto del hombre tal
como lo había conseguido el clasicismo se retiró por ello a la existencia
privada del hombre individual y sus imágenes; sólo en ellas parecía aún a
salvo lo humano. Necesariamente, tanto en la política como en las formas
estéticas la burguesía renunció a la idea de la humanidad como totalidad
autodeterminante. El aferrarse a la estrechez de lo propio de cada cual, que
obedece él mismo a una constricción, es lo que hace entonces tan
sospechosos ideales como los de lo cómodo y apacible. El sentido mismo se
vincula a la contingencia de la felicidad individual; por así decir
usurpatoriamente, se le atribuye una dignidad que únicamente lograba con la
felicidad del todo. La fuerza social en el ingenio de Mörike consiste, no
obstante, en que él reunió las dos experiencias, la del elevado estilo clasicista
y la de la miniatura privada romántica, y en que con ello reconoció los límites
de ambas posibilidades y las equilibró con tacto incomparable. En ningún
impulso de la expresión va más allá de lo que verdaderamente podía
cumplirse en su momento. Lo orgánico de su producción, a lo cual con tanta
frecuencia se hace referencia, no es probablemente nada más que ese tacto
filosófico-histórico que apenas ningún poeta en lengua alemana ha poseído
en la misma medida que él. Los rasgos supuestamente enfermizos de Mörike
de los que informan los psicólogos, así como el agostamiento de su
producción en los últimos años, son el aspecto negativo de su saber extremo
acerca de lo que es posible. Los poemas del hipocondríaco párroco de
Cleversulzbach[8], al que se cuenta entre los artistas ingenuos, son piezas de
virtuosismo insuperadas por ningún maestro del l’art pour l’art. Lo huero e
ideológico del estilo elevado le es tan presente como lo mediocre, lo lóbrego
pequeñoburgués y lo ciego frente a la totalidad del Biedermeier[9], período al
cual pertenece cronológicamente la mayor parte de su poesía lírica. Empuja al
espíritu en él a preparar una vez más imágenes que no se traicionen ni por el
ropaje ni por la mesa de tertulia, ni por los dos de pecho ni por los chasquidos
de lengua. Como en el filo de la navaja se encuentra en él lo que, en eco
débil, como recuerdo, aún sobrevive precisamente del estilo elevado junto
con los signos de una vida inmediata que prometían consumación cuando
ellos mismos estaban ya propiamente hablando condenados por la tendencia
histórica, y las dos cosas saludan al poeta, en el curso de un paseo, sólo
cuando están a punto de desaparecer. Él participa ya de la paradoja de la
poesía lírica en la incipiente era industrial. Tan vacilantes y frágiles como sus
soluciones entonces fueron luego las de los grandes líricos posteriores,
incluidos aquellos que parecen separados de él por un abismo, como aquel
Baudelaire de cuyo estilo decía Claudel que era una mezcla del de Racine y el
de los periodistas de su tiempo. En la sociedad industrial la idea lírica de la
inmediatez que se restablece a sí misma, en la medida en que no evoca
impotente un pasado romántico, se convierte cada vez más en un destello
súbito en el que lo posible trasciende a la propia imposibilidad.
El breve poema de Stefan George sobre el que aún quisiera decirles algo
ahora surgió en una fase muy posterior de esta evolución. Es una de las
célebres canciones del Séptimo anillo, un ciclo de obras sumamente
condensadas, pese a toda la ligereza del ritmo muy cargadas de contenido, sin
ningún ornamento Jugendstil. El gran compositor Anton von Webern ha sido
el primero en arrancar con su música la temeraria audacia de estos poemas al
vergonzoso conservadurismo del círculo de George; en éste, entre ideología y
contenido social media un abismo. El poema dice así:
En el tejido del viento
no fue mi pregunta
más que un sueño.
No fue más que una sonrisa
lo que tú diste.
De la húmeda noche
brillo desprendido –
urge ahora el mayo·
y ahora tengo
por tus ojos y tu pelo
todos los días
que vivir anhelante[10].
Se trata sin duda de estilo elevado. La felicidad de las cosas próximas, que
aún aflora en el poema mucho más antiguo de Mörike, queda prohibida. La
rehúsa precisamente aquel pathos nietzscheano de la distancia, continuador
del cual se sabía George. Entre Mörike y él se encuentran, aterradores, los
residuos del romanticismo; los restos idílicos están irremisiblemente
anticuados y han degenerado en reconfortantes cordiales. Mientras la poesía
de George, la de un individuo autoritario, presupone como condición de su
posibilidad la sociedad burguesa individualista y el individuo que es para sí,
sobre el elemento burgués de la forma convenida se pronuncia un anatema en
nada distinto al que pende sobre el contenido burgués. Pero como no puede
hablar a partir de ninguna estructura global distinta de la burguesa que ella
rechaza no sólo a priori y tácitamente sino también expresamente, esta poesía
lírica queda bloqueada: finge por sí y su propia autoridad una situación
feudal. Esto es lo que se esconde detrás de lo que el cliché llama la actitud
aristocrática de George. Ésta no es la pose que solivianta al burgués que no
puede manosear estos poemas, sino que, por más hostilmente que gesticule
contra la sociedad, es producida por la dialéctica social que niega la
identificación con lo existente y su mundo de formas al sujeto lírico, por más
que éste esté aliado hasta lo más íntimo con lo existente: no puede hablar
desde ningún otro lugar que el de una sociedad pasada, ella misma
autoritaria. Provee el ideal de lo noble que dicta la elección de cada palabra,
imagen, sonido en el poema; y la forma, de un modo casi inaprehensible, por
así decir importada a la configuración lingüística, es medieval. En tal medida
es el poema, como todo George, efectivamente neorromántico. Pero lo que se
evoca no son realidades ni sonidos, sino una situación anímica de
decaimiento. La latencia del ideal artísticamente sacada a flote, la ausencia de
cualquier arcaísmo grosero, eleva a la canción por encima de la desesperada
ficción que sin embargo ofrece; se lo puede confundir tan poco con la poesía
de estampas murales de Frau Minne[11] y de aventuras[12] como con el
acervo de requisitos de la poesía lírica en el mundo moderno; su principio de
estilización preserva del conformismo al poema. Para la reconciliación
orgánica de elementos en conflicto le ha quedado tan poco espacio como el
que realmente allanaban éstos en su época: sólo mediante selección, mediante
omisión, se los domina. Allí donde las cosas próximas, lo que comúnmente se
denomina experiencias concretamente inmediatas, encuentran algún tipo de
acceso a la poesía lírica de George, éste no se les permite más que al precio
de la mitologización: nada puede seguir siendo lo que es. Así, en uno de los
pasajes del Séptimo anillo, el niño que cogía bayas se convierte, sin palabras,
como con una varita mágica, por ensalmo, en un niño de cuento de hadas. La
armonía de la canción se consigue desde la disonancia extrema: se basa en lo
que Valéry llamó refus, en una despiadada recusación de todo aquello con
que la convención lírica imagina poseer el aura de las cosas. El
procedimiento meramente se queda todavía con modelos, las puras ideas
formales y esquemas de lo lírico mismo que, despojándose de toda
contingencia, hablan una vez más con tensión expresiva. En medio de la
Alemania guillermina, el estilo elevado del que esa poesía lírica se desprende
polémicamente no puede apelar a ninguna tradición, menos aún a la herencia
clasicista. No se lo obtiene alegando figuras y ritmos retóricos como pretexto,
sino evitando ascéticamente todo lo que pudiera disminuir la distancia
respecto al lenguaje envilecido por el comercio. Para resistir verdaderamente
aquí a la reificación en soledad, el sujeto no puede una vez más intentar
retirarse a lo propio como a su propiedad –asustan las huellas de un
individualismo que mientras tanto ya se ha entregado a sí mismo al mercado
en el folletín–, sino que el sujeto debe salir de sí callándose. Tiene por así
decir que hacer de sí mismo la vasija para la idea de un lenguaje puro. Los
grandes poemas de George se proponen la salvación de ésta. Formado en las
lenguas románicas, pero especialmente en aquella reducción de la poesía
lírica a lo más simple mediante la cual Verlaine la reconvirtió en el
instrumento para lo más diferenciado, el oído del discípulo alemán de
Mallarmé oye la lengua pura como ajena. La enajenación de ésta, producida
por el uso, la supera intensificándola hasta convertirla en la enajenación de un
lenguaje propiamente ya no hablado e incluso imaginario, en el cual descubre
lo que sería posible en su composición pero que nunca ocurrió. Los cuatro
versos «y ahora tengo / por tus ojos y tu pelo / todos los días / que vivir
anhelante», que cuento entre lo más irresistible que jamás se le haya
concedido a la lengua alemana, son como una cita, pero no de otro poeta, sino
de lo irremisiblemente perdido por el lenguaje: El Minnesang[13] tendría que
haberlos logrado si éste, si una tradición de la lengua alemana, casi podría
decirse si la lengua alemana misma, se hubiese logrado. Con este espíritu
quería Borchardt traducir a Dante. Oídos sutiles se han escandalizado del
elíptico «gar» que sin duda se emplea en lugar de «ganz und gar» y hasta
cierto punto por mor de la rima[14]. Tal crítica se puede aceptar, así como
que la palabra, tal como se la ha arrojado en el verso, no tiene ningún sentido
en absoluto. Pero las grandes obras de arte son aquellas que tienen suerte en
sus puntos más discutibles; así como, por ejemplo, la música suprema no se
reduce puramente a su construcción, sino que la rebasa con un par de notas o
compases superfluos, así sucede también con el «gar», un goethiano «poso
del absurdo» con el que el lenguaje escapa a la intención subjetiva con que se
aplicó la palabra; incluso no es probablemente más que este «gar» el que, con
la fuerza de un dejà vu, establece la categoría de este poema: aquello por lo
que la melodía lingüística rebasa al mero significar. En la época de la
decadencia del lenguaje, George capta en éste la idea que el curso de la
historia le negó al lenguaje y junta versos que suenan no como si fueran
suyos, sino como si existieran desde el comienzo de los tiempos y tuvieran
que ser así para siempre. Pero el quijotismo de esto, la imposibilidad de tal
poesía restauradora, el peligro de caer en la artesanía, se añaden aún al
contenido del poema: el quimérico anhelo de lo imposible que siente el
lenguaje se convierte en expresión del insaciable anhelo erótico del sujeto, el
cual se libra de sí mismo en el otro. Fue precisa la transmutación de la
individualidad desmesuradamente exasperada en autoaniquilamiento –¿y qué
es el culto del George tardío a Maximin[15] sino la abdicación de la
individualidad por más que interpretándose a sí misma de un modo
desesperadamente positivo?– para preparar la fantasmagoría de aquello que
en vano buscó la lengua alemana en sus más grandes maestros, la canción
popular. Únicamente en virtud de una diferenciación que ha llegado tan lejos
que ya no puede soportar la propia diferencia ni nada que no sea lo universal
del individuo liberado del oprobio de la individualización, representa la
palabra lírica al ser-en-sí del lenguaje contra su servicio en el reino de los
fines. Pero con ello también al pensamiento de una humanidad libre, por más
que la escuela de George se lo haya ocultado a sí misma con el mezquino
culto de las alturas. La verdad de George reside en el hecho de que, en la
consumación de lo particular, en la sensibilidad contra lo banal tanto como en
último término también contra lo selecto, su poesía lírica rompe los muros de
la individualidad. Si la expresión de ésta se ha retirado a la individual,
saturándola por completo con la sustancia y la experiencia de la propia
soledad, entonces precisamente este discurso se convierte en la voz de los
hombres entre los cuales ha caído la valla.
[1] Alceo (ca. 600 a.C.): poeta griego. Compuso cantos satíricos y revolucionarios, himnos y
exaltaciones del vino y el amor, la belleza femenina y masculina. En una de esas canciones se declaró
admirador de su contemporánea Safo. Cultivó si no inventó el verso llamado alcaico, luego imitado por
Horacio. [N. del T.]
[2] Walter (o Walther) von der Vogelweide (ca. 1170-1230): poeta alemán, uno de los trovadores
más importantes de su época. [N. del T.]
[3] Goethe: Wanderers Nachtlied, I [Canción nocturna del caminante, I]. [N. del T.]
[4] «Les petites vieilles» [«Las viejecitas»]: poema de Baudelaire en Les fleurs du mal (ed. esp.
bilingüe: Les fleurs du mal / Las flores del mal, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977, pp. 248 s.). [N. del
T.]
[5] «Tableaux parisiens» [«Cuadros parisienses»]: sección de Les fleurs du mal (ed. esp. cit., pp.
232-287) en la que se encuadra el poema mencionado en la nota anterior. [N. del T.]
[6] «Abgesang»: tercera y última estrofa de las canciones de los ministriles y maestros cantores
alemanes. Su melodía descendente contrasta con la ascendente de las dos primeras estrofas, llamadas
Stollen. Éstas forman el Aufgesang y la forma tripartita global recibe el nombre de Bar. [N. del T.]
[7] Hermann y Dorothea: poema épico escrito en hexámetros y dividido en nueve cantos que Goethe
publicó en 1797. [N. del T.]
[8] Cleversulzbah: localidad suaba de la que Mörike fue párroco entre 1834 y 1843. [N. del T.]
[9] Biedermeier: término empleado para designar el modo de vida y el arte burgueses en Alemania y
otros países del norte de Europa aproximadamente entre 1815 y 1848. La palabra procede del nombre
de un maestro de escuela ficticio caricaturizado en una revista satírica y que llegó a simbolizar al
hombre de bien, respetuoso con la autoridad, pacífico y satisfecho. Tanto en las artes plásticas como en
música se emplea para definir un estilo simplificado, cómodo, trivial y superficialmente sentimental,
que busca la relajación tanto física como espiritual del público filisteo y conservador de clase media.
[N. del T.]
[10] En una traducción al español no es posible reflejar cabalmente la costumbre de George y su
círculo de no escribir los sustantivos con mayúscula inicial (como es normativo en alemán); sí el no
menos peculiar empleo de signos de puntuación de su propia cosecha, como por ejemplo el punto alto.
[N. del T.]
[11] Frau Minne, literalmente «la señora del amor», es la diosa pagana de la pasión cantada en la
poesía alemana desde la Edad Media en adelante (incluido Wagner: véase Tristán e Isolda, Acto II,
Escena 1). [N. del T.]
[12] Junto con Frau Minne, la mención de las «aventuras» concreta la alusión de Adorno a la poesía
trovadoresca alemana. [N. del T.]
[13] «Minnesang»: nombre que recibe el canto de los trovadores (ministriles) medievales alemanes.
[N. del T.]
[14] En los versos citados, «gar» [aquí «incluso»] parece en efecto elipsis del habitual «ganz und
gar» [«total y absolutamente»]. [N. del T.]
[15] Maximin Kronberger (1888-1904): protegido de Stefan George, que lo conoció en 1903. Su
temprana muerte supuso un profundo cambio en la poesía de George, que convirtió a su amado
Maximin en personaje casi mitológico. [N. del T.]
En recuerdo de Eichendorff
Je devine, à travers un murmure
Le contour subtil des voix anciennes
Et dans les lueurs musiciennes,
Amour pâle, une aurore future!
Verlaine[1]
La relación con el pasado espiritual en la cultura falsamente resucitada está
envenenada. Al amor al pasado lo acompaña muchas veces el rencor contra el
presente, la fe en una posesión que se pierde en cuando se la tiene por
imperdible, el sentimiento de bienestar en lo confiadamente recibido, bajo
cuyo signo gustan de huir del horror aquellos cuyo acuerdo ayudó a
prepararlo. La alternativa a todo eso parece cortante: el gesto de «Eso ya no
vale». La alergia a la falsa felicidad de la seguridad se apodera afanosamente
también del sueño de la verdadera, y la aguzada sensibilidad contra el
sentimentalismo se concentra en el abstracto punto del mero ahora, para el
cual lo ocurrido una vez vale tanto como si nunca hubiera existido. La
experiencia sería la unidad de la tradición y el abierto anhelo de lo extraño.
Pero su misma posibilidad está amenazada. La ruptura reconocida por
Hermann Heimpel[2] en la continuidad de la consciencia histórica resulta en
una polarización entre bienes culturales anticuarios, cuando no aderezados
para fines ideológicos, y una actualidad que, precisamente por carecer de
memoria, está pronta a someterse a lo meramente existente incluso
reflejándolo cuando se opone a ello. El ritmo del tiempo se ha distorsionado.
Mientras que la metafísica del tiempo llena de fragor los callejones
filosóficos, el tiempo mismo, antaño medido por el curso constante de la vida
de los seres humanos, se ha enajenado de éstos; probablemente por eso se
habla tan afectadamente de él. El pasado de la verdadera tradición se
superaría en su contrario, en la más avanzada forma de la consciencia; pero
una consciencia avanzada que fuera dueña de sí misma y no tuviera que
temer verse desmentida por la más reciente información tendría por ello
también la libertad de amar el pasado. Los grandes artistas de vanguardia,
como Schönberg, no necesitaron confirmarse a sí mismos, mediante la rabia
contra los predecesores, que habían escapado a su jurisdicción. Escapados y
liberados, podían percibir la tradición como iguales a ella, en lugar de insistir
en una diferencia que no hace sino sofocar la sumisión a la historia con la
demanda de un radical, por así decir natural, nuevo principio. Se sabían
ejecutores de la voluntad secreta de la tradición que rompían. Ésta sólo se
niega cuando ya no se rompe con ella porque ya no se la nota y por tanto
tampoco se pone a prueba la propia fuerza en ella; lo que es distinto no teme
la afinidad con aquello de lo que se aparta. Lo presente no sería el ahora
intemporal, sino uno que estuviera saturado de la fuerza del ayer y que por
consiguiente no necesitara idolizarlo. A la consciencia avanzada
correspondería corregir la relación con el pasado, no disimulando la ruptura,
sino arrancando lo presente a lo pasajero del pasado y no sometiéndolo a
ninguna tradición. Ésta vale tan poco como a la inversa la creencia en que los
vivos tendrían razón contra los muertos o en que el mundo comenzó con
ellos.
Joseph von Eichendorff se resiste ásperamente a tal esfuerzo. Los que lo
elogian son ante todo conservadores culturales. No pocos lo invocan como
principal testigo de una religiosidad positiva de la clase que Eichendorff
afirmó con abrupto dogmatismo, especialmente en los últimos trabajos
histórico-literarios de su vida. Otros lo secuestran con espíritu ruralnacionalista para una especie de poética costumbrista a lo Nadler[3]. Les
gustaría hasta cierto punto reubicarlo; su «fue de los nuestros» favorecerá
pretensiones patrióticas con cuya forma más reciente, sin embargo, el
universalismo restaurativo de Eichendorff tiene probablemente poco en
común. Frente a tales partidarios la alusión contemporánea al anacronismo de
Eichendorff no es sino harto convincente. Claramente recuerdo de mi
bachillerato cómo un profesor que ejerció considerable influencia sobre mí
me llamó la atención sobre la trivialidad de la imagen en los versos «Fue
como si el cielo hubiera / besado en silencio a la tierra», para mí tan obvios
como la composición de Schumann. Fui incapaz de refutar la crítica, sin que
ésta me convenciera del todo de cómo es que Eichendorff está expuesto a
todos los reproches pero, sin embargo, es inmune contra cada uno de ellos.
Lo que, según el dicho brahmsiano, cualquier burro oye es incompatible con
la cualidad de los poemas de Eichendorff. Pero cuando ésta se proclama
misterio que hay que respetar, bajo tan humilde irracionalismo se esconde la
pereza para poner a contribución la esforzada pasividad que el poema exige,
así como, en último término, la disposición a seguir admirando lo otrora
aprobado y contentarse con el vago convencimiento de que ahí tiene que
haber algo más que lírica conservada en antología o ediciones de clásicos.
Pero en una hora en que ninguna experiencia artística se acepta ya
incuestionablemente; en una hora en que ni en nuestra infancia ninguna
autoridad de los libros de lectura nos permite apropiarnos de una belleza que
entendemos porque todavía no la entendemos, toda contemplación de lo bello
exige que sepamos el motivo de que se lo llame bello. Vanidosa y falsa
resulta la ingenuidad que se dispensa de ello; el contenido de la obra de arte,
que es espíritu, no tiene por qué temer al espíritu que trata de comprenderlo,
sino que busca a este mismo.
Salvar a Eichendorff de amigos y enemigos mediante el conocimiento es lo
contrario de una terca apología. El elemento de sus poemas que fue presa de
las sociedades corales no está inmune contra el destino de éstas y lo ha
favorecido muchas veces. Hay en él un tono de afirmación, de magnificación
de la existencia como tal, que le ha llevado directamente a esos libros de
lectura. Por supuesto, la inmortalidad apócrifa que ahí ha encontrado no se ha
de despreciar. Quien de niño no haya aprendido de memoria el «A quien Dios
quiere demostrar justo favor / lo manda por el ancho mundo» no conoce un
nivel de elevación de la palabra por encima de lo cotidiano que debe conocer
quien quiera sublimarlo, expresar la grieta entre la determinación humana y
lo que la disposición del mundo hace de él. Del mismo modo, tampoco las
canciones del molinero[4] de Schubert están sumamente próximas más que a
aquel que antes ha cantado en el coro de la escuela la vulgar composición de
«Caminar es el placer del molinero»[5]. No pocos versos de Eichendorff,
«Sobre todo me gusta mirar a las estrellas, / que brillaban cuando yo iba hacia
ella», la primera vez suenan a cita memorizada del libro escolar de lecturas
piadosas.
Sin embargo, no por eso hay que defender los tonos demasiado lisos con
los que Eichendorff alaba y agradece. En las generaciones que han pasado
desde sus días ha emergido lo ideológico que hay en el Eichendorff alegre en
el mundo y social, hasta provocar a veces la sonrisa en la prosa. Pero con él
ni siquiera en este nivel son las cosas tan simples. Una canción de camaradas
de tono goethiano contiene los siguientes versos:
Más listo es el beber,
que sabe ya a idea,
con él no hace falta escala,
lleva enseguida a lo alto.
La mención de la palabra idea como por descuido de estudiante no
meramente roza a la gran filosofía a cuya época pertenece Eichendorff, sino
que tal palabra inerva una espiritualización de lo sensible que va mucho más
allá de esa época, la cual nada tiene en común con la anacreóntica tardía y no
ha llegado a sí misma sino en los mortales poemas del vino de Baudelaire:
tan fugaz y efímera es desde entonces la idea, lo absoluto, como el aroma del
vino. No es probablemente conveniente, según hace un difundido manierismo
histórico-literario, justificar el tono afirmativo de Eichendorff como a lo
oscuro, de lo cual pocos testimonios ofrecen esos poemas y frases en prosa,
que por el contrario están incuestionablemente emparentadas con el dolor
cósmico europeo. A éste responde el comprado coraje de Eichendorff, esa
resolución a la alegría, tal como se manifiesta con violencia
sorprendentemente paradójica al final de uno de sus poemas más grandes,
«Crepúsculo»: «Guárdate, mantente despierto y alerta». Lo que en Schumann
una vez se indica «en tono alegre» se parece ya, en él como en Eichendorff,
al rilkiano «Como si aún tuviéramos alegría»:
Afuera, oh hombre, ve lejos por el mundo
si el corazón te oprime en el ánimo enfermo;
nada está tan turbiamente puesto en la noche,
la mañana fácilmente lo restituye todo.
La impotencia de tales estrofas no es la de la felicidad limitada, sino del
conjuro en vano, y la expresión de su vanidad, con el sin duda escépticamente
vienés «fácilmente»[6] en lugar de «quizá»[7], es al mismo tiempo la fuerza
que reconcilia con ellas. El final de «Crepúsculo» quiere disipar el miedo
infantil, pero: «Mucho se pierde durante la noche». El Eichendorff tardío ha
asimilado a tal punto la precoz gratitud del joven, que ésta interioriza su
propia mentira y, sin embargo, conserva su propia verdad:
Dios mío, te doy las gracias
porque la juventud, hasta por encima de todas las cumbres,
me bañaste en el rojo de la aurora y en sonido,
y en la cima de la vida,
antes de terminar el día,
del corazón inadvertidamente
apartaste el falso brillo,
para que no vagara cegado por la gloria,
cuando la noche
oscurece en serio esplendor.
Tan irremisiblemente como está hoy perdido, brilla radiante lo apacible
mismo de estos versos, y ya no dura meramente la noche de la muerte del
individuo. Eichendorff magnifica lo que es y, sin embargo, no está pensando
en lo que es. No fue un poeta de la patria[8], sino el de la nostalgia[9], en el
sentido de Novalis, del que se sabía próximo. Incluso en aquel «Fue como si
hubiera el cielo» que incluyó entre los Poemas espirituales y que suena como
si estuviera tocado con el arco de un violín, mantiene el sentimiento de la
patria únicamente porque éste no se refiere inmediatamente a la naturaleza
animada, sino que, con un acento de infalible tacto metafísico, se lo expresa
de modo meramente metafórico:
Y mi alma extendió
ampliamente sus alas,
voló por las silenciosas tierras
como si volara hacia casa.
En otro lugar, la catolicidad del poeta no retrocede ni ante el verso, como
siempre triste: «El reino de la fe ha terminado».
Pese a todo, la positividad de Eichendorff es hermana de su
conservadurismo, su alabanza de lo que es de la idea de lo conservador. Pero
donde más ha cambiado la valoración del conservadurismo ha sido en la
poesía. Mientras que hoy en día, tras el desmoronamiento de la tradición, en
cuanto arbitraria alabanza de la ataduras ayuda meramente a la justificación
de un mal statu quo, en otro tiempo quiso algo muy distinto, que sólo puede
ponderarse cabalmente teniendo en cuenta su contrario, la incipiente barbarie.
Cuánto tiene en Eichendorff su origen en la perspectiva del feudal desposeído
es tan evidente, que sandia sería la crítica social de ello; pero lo que él tenía
en mente no era solamente la restauración del orden desmoronado, sino
también la oposición a la tendencia destructiva de lo burgués mismo. Su
superioridad sobre todos los reaccionarios que hoy echan mano de él la
prueba el hecho de que él, como la gran filosofía de su época, comprendió la
necesidad de la Revolución ante la cual temblaba: encarna algo de la verdad
crítica en la consciencia de aquellos que tienen que pagar el precio por el
curso progresivo del espíritu del mundo. Cierto que su escrito sobre la
nobleza y la Revolución adolece de miopía en muchos respectos y que sus
reservas contra el propio estamento no están libres de lamentos puritanos por
la «epidemia de adicción al brillo y el placer» de éste, la cual él pone por
supuesto en relación con la mentalidad capitalista que se extendía entre los
feudales, con su inclinación a hacer de la propiedad de la tierra, «en su
constante necesidad de dinero mediante desesperadas especulaciones con los
bienes, una mercancía vulgar». Pero no sólo habló «de los petulantes
espadones de la Guerra de los Siete Años que con dignidad viril
inimitablemente ridícula hicieron profesión de una cierta gallardía», sino que
también reprochó a los nacionalistas alemanes de la era napoleónica el
«terrorismo de un burdo patrioterismo». Si, con un toque de crítica social,
comparte los argumentos contra la nivelación cosmopolita corrientes entre las
derechas de su tiempo, este feudal de ningún modo hizo causa común con los
Jahn[10] y Fries[11]. Sorprendente su sensibilidad para las simpatías
revolucionarias y disolventes de la aristocracia; él las afirmó: «Se incubaba…
un extraño aire de tormenta por todo el país; todos sentían que algo grande
estaba en marcha, una tácita, temerosa expectación, no se sabía de qué, había
más o menos invadido todos los ánimos. En esta cargada atmósfera
aparecieron, como siempre antes de las catástrofes inminentes, figuras
extrañas y aventureros inauditos, como el conde de Saint Germain[12],
Cagliostro[13] y otros, por así decir como emisarios del futuro». Y sobre
figuras como el barón de Grimm[14] y el emigrante radical conde de
Schlabrendorf[15], escribió frases que concuerdan tan poco con el cliché del
conservador como aquellas partes de la Filosofía del derecho de Hegel que
tratan de las fuerzas de la sociedad burguesa que se autotrascienden. Las
frases dicen: «De estas sociedades secretas emergieron más tarde, cuando la
Revolución se convirtió en un hecho, algunos personajes sumamente
memorables. Así el infatigablemente inquieto fanático de la libertad barón de
Grimm, que constantemente atizó y orientó las llamas como el viento de
tormenta hasta que éstas se volvieron contra él y lo devoraron. Así también el
célebre ermitaño parisino conde de Schlabrendorf, que, contemplándola
como una gran tragedia cósmica, juzgándola y a menudo dirigiéndola
tranquilamente desde su celda, dejó que pasara por delante de él la gran
convulsión social. Pues él estaba tan por encima de todos los partidos, que en
todo momento pudo dominar claramente el sentido y el curso de la batalla de
los espíritus sin que le alcanzara su confuso fragor. Este mago profético se
presentó aún joven en la gran escena, y no bien acabada la catástrofe, la
canosa barba le había crecido hasta la cintura». Ciertamente, aquí la simpatía
por la revolución ya se ha neutralizado como culta humanidad contemplativa,
pero ésta todavía se eleva dominante por encima del culto actual de lo
incólume, orgánico y totalista: el conservadurismo de Eichendorff es lo
bastante amplio como para incluir su propio contrario. Su libertad para ver lo
irrevocable del proceso histórico está totalmente ausente en el
conservadurismo de la fase burguesa tardía; cuanto menos se pueden
restablecer ya los órdenes precapitalistas, tanto más encarnizadamente se
aferra la ideología a su esencia presuntamente ahistórica, absolutamente
garantizada.
Pero el fermento preburgués en el conservadurismo de Eichendorff, que
coloca por encima del mismo aburguesamiento la inquietud de la nostalgia, la
erupción y la feliz inutilidad, penetra profundamente hasta en su lírica. En
Dirección única, escribe Benjamin: «El hombre… que se sabe en
consonancia con las más antiguas tradiciones de su estamento o de su pueblo
contrapone a veces ostentosamente su vida privada a las máximas que él
sustenta espontáneamente en la vida pública y, sin la menor opresión de la
conciencia, considera en secreto su propio comportamiento como la prueba
más concluyente de la inquebrantable autoridad de los principios por él
proclamados»[16]. Esto no podría por cierto decirse de la vida privada de
Eichendorff, pero sí de su hábito poético. Habría que añadir la pregunta de si
precisamente tal falta de fiabilidad no expresa, junto al mismo estar seguro,
también el correctivo de la seguridad, la trascendencia hacia una sociedad
burguesa en la que el conservador no está totalmente domesticado y algo lo
atrae hacia sus oponentes. En Eichendorff a éstos los representan los
vagabundos, los apátridas de un tiempo en cuanto mensajeros del futuro de
aquellos que, como quiere la filosofía en Novalis, están en casa en todas
partes. En vano se buscará en él el elogio de la familia como la célula
germinal de la sociedad. Si algunos relatos –no la gran novela juvenil
Presagio y presencia– terminan convencionalmente con el matrimonio del
héroe, en la lírica el poeta, en cuanto aquel que no tiene ninguna
permanencia, se confiesa con inconfundible burla contrario a las ataduras. El
motivo procede de la poesía popular, pero la insistencia con que Eichendorff
lo repite dice algo sobre él mismo. Canta el soldado: «Y si habla de casarse, /
salto a mi caballo: / quedo yo en libertad / y ella en el castillo»[17]. Y el
músico itinerante: «Alguna beldad pone sin duda ojitos, / piensa que yo le
gustaría mucho / con sólo que yo me decidiera a ser algo, / que no fuera un
pobre miserable. / ¡Dios te depare un hombre / bien provisto de casa y finca! /
Si estuviésemos los dos juntos, / mi canto me abandonaría». Incluso el
célebre poema de los dos camaradas interpretaría mal quien pensara que la
estrofa del primero que encontró un amorcito, a quien el suegro compró casa
y finca y que fundó cómodamente su familia, proyecta la imagen de la vida
adecuada. La estrofa final con el repentino llanto «Y cuando veo camaradas
tan osados» se refiere a la mediocre felicidad del primero no menos que a la
pérdida del segundo; la vida adecuada está bloqueada, quizá es ya imposible,
y en el último verso, «¡Ah, Dios, llévanos amorosamente a ri!», un estallido
de desesperación destroza irremisiblemente el poema.
Lo contrario de ésta es la utopía: «¡Habla ebria la lejanía / como de futura,
gran felicidad!» y no de la pasada: tan poco de fiar era el conservadurismo de
Eichendorff. Pero es una utopía que se desvía en lo erótico. Del mismo modo
que los héroes de su prosa oscilan entre imágenes femeninas que se mezclan
unas con otras sin nunca perfilarse las unas frente a las otras, así la lírica de
Eichendorff se muestra apenas ligada a la imagen concreta de una amada:
cualquier bella determinada sería ya una traición a la idea de consumación
ilimitada. Incluso en «Por encima del jardín atravesando los aires», uno de
los poemas de amor más apasionados en lengua alemana, ni aparece ella
misma ni el poeta habla de sí. Lo único que se expresa es el júbilo: «¡Es tuya,
es tuya!» Sobre el nombre y la consumación ha caído una prohibición de
imágenes. A la antigua tradición de la poesía alemana, a diferencia de lo que
sucede con la francesa, le era extraña la abierta representación del sexo, y en
su nivel medio eso tuvo que expiarlo amargamente con mojigatería y
filisteísmo idealista. Pero en sus más grandes representantes el silencio fue
para ella una bendición, la fuerza de lo no dicho la comprimió en la palabra y
otorgó a ésta su dulzura. Incluso lo no sensible y abstracto se convirtió en
Eichendorff en símil de algo informe: arcaica herencia, anterior a la forma, y,
al mismo tiempo, trascendencia tardía, lo incondicionado más allá de la
forma. El poema más sensual de su mano se mantiene en la invisibilidad
nocturna:
Sobre cumbres y sembrados
hasta dentro del brillo,
¿quién puede descifrarla?
¿quién puede alcanzarla?
Los pensamientos se mecen,
la noche calla,
los pensamientos son libres.
Sólo la descifra
quien ha pensado en ella,
en el rumor de la floresta,
cuando ya nadie vela
más que las nubes que vuelan.
Mi amor es callado
y hermoso como la noche.
Quien aún era contemporáneo de Schelling busca las Fleurs du mal, el
verso «O toi que la nuit rend si belle»[18]. El desencadenado romanticismo
de Eichendorff lleva inconscientemente al umbral de la modernidad.
La experiencia del elemento moderno en Eichendorff, probablemente hoy
abierta por primera vez, es la que más directamente lleva al centro del
contenido poético. Es verdaderamente anticonservador: renuncia a lo
dominador, al dominio especialmente del propio yo sobre el alma. La poesía
de Eichendorff se deja arrastrar confiadamente por la corriente del lenguaje y
sin miedo a hundirse en ella. Tal generosidad que no escatima consigo misma
se la agradece el genio de la lengua. El verso «¡Y no me gusta guardarme!»,
que aparece en un poema suyo que él mismo puso al principio de su edición,
preludia de hecho toda su oeuvre. En esto está intimísimamente emparentado
con Schumann, lo bastante generoso y refinado como para despreciar incluso
el propio derecho a la existencia: así desemboca en el mar el éxtasis del tercer
movimiento de la Fantasía para piano de Schumann[19]. Herido de muerte
está ese amor y olvidado de sí mismo. En él el yo ya no se endurece más en sí
mismo. Querría reparar algo de la injusticia primordial de ser yo en absoluto.
Eichendorff es ya un bâteau ivre, pero que se encuentra todavía en el río
entre las verdes orillas y con banderitas de colores. «Noche, nubes, adónde
van / lo sé muy bien», se dice de modo laxamente expresionista en
«Ruiseñores», modelado pese a todo como una canción popular: esta
constelación es todo Eichendorff. El músico itinerante dice: «En la noche
escuché luego a mi amor / en la ventana, en dulce duermevela», imagen de
una soñadora con los cabellos revueltos, imposible de alcanzar ya por
ninguna representación exacta pero, gracias a la sincopación de la expresión
que aúna la dulzura de la muchacha y la fatiga de la vela, más mágica que
cualquier descripción; con el mismo espíritu se la llama en otro lugar «niña
de dulce ensueño». A veces en Eichendorff las palabras son balbuceadas sin
ningún control, y la relajación llevada hasta el extremo las aproxima a lo que
ya siempre ha sido: «Canción, con lágrimas medio escrita».
Qué poco vale un concepto de cultura que reduce tajantemente las artes a
un común denominador lo atestigua la poesía alemana, que, desde que
Lessing opuso Shakespeare al clasicismo, no quiso, en extrema
contraposición con la gran música y la gran filosofía, ni integración, ni
sistema, ni unidad subjetivamente fundada de lo diverso, sino libre
respiración y disociación. De esta corriente subterránea que va del Sturm und
Drang y el joven Goethe hasta el expresionismo y Brecht pasando por
Büchner y algunas cosas de Hauptmann[20], participó Eichendorff
secretamente. Su lírica no es en absoluto «subjetivista», tal como suele
imaginarse el romanticismo: como sacrificio a los impulsos del lenguaje,
erige una muda oposición al sujeto poético. A muy pocos conviene tan mal el
cómodo esquema de vivencia y poesía[21] como a él. La palabra
«confuso»[22], una de sus favoritas, tiene un sentido totalmente diferente del
«turbio»[23] del joven Goethe: anuncia la suspensión del yo, su entrega a una
caótica urgencia, mientras que la turbiedad goethiana siempre significa el
espíritu cierto de sí mismo, que aún se está formando. Un poema de
Eichendorff empieza: «Oigo murmurar los arroyuelos / en el bosque, de aquí
para allá, / en el bosque en el murmullo / no sé dónde estoy»: de manera que
esta lírica no sabe nunca dónde estoy, porque el yo se disipa en aquello de lo
que se cuchichea. Genialmente falsa es la metáfora de los arroyuelos que
murmuran «de aquí para allá», pues el movimiento de los arroyos sólo tiene
un sentido, pero el de aquí para allá refleja la perturbación de aquello que los
sonidos dicen al yo que escucha en vez de localizarlos; un poco de
impresionismo anticipan también tales giros. Un límite extremo alcanzan
aquellos versos de «Crepúsculo» que gustaban especialmente a Thomas
Mann. En la escena de caza de «Presagio y presencia» en que están
interpolados, conservan, motivada por los celos, una cierta comprensibilidad
de lo superficial. Pero ésta no llega muy lejos. El verso «Pasan nubes como
sueños pesados» conquista para la lírica el modo específico de significar de la
palabra alemana Wolken[24], en cuanto distinta por ejemplo de nuage: la
palabra Wolken y lo que la acompaña es lo que pasa por este verso como
pesados sueños, en absoluto sólo la imagen que significa. En la continuación,
aislado de la novela, el poema da plenamente testimonio de la
autoenajenación del yo que ya se ha alienado de sí mismo hasta la locura de
la esquizoide exhortación «Si quieres a un cervatillo más que a los otros, / no
lo dejes pacer solo» y la fantasía persecutoria del aislado que por arte de
magia le convierte al amigo en enemigo.
La autoalienación de Eichendorff no tiene nada en común con esa fuerza
de la intuición objetual, esa capacidad de concreción que lo convenu equipara
a la facultad poética. Su obra lírica propende a lo abstracto no meramente en
la imago del amor. Casi nunca obedece a los criterios de la experiencia
sensible-poética del mundo que se extrajeron de Goethe, Stifter y también
Mörike. Suscita por tanto la duda sobre la justificación incondicional de esos
mismos criterios en cuanto formación reactiva, el intento de compensar por lo
que la filosofía idealista sustrajo precisamente al espíritu alemán. En los
cuentos de la colección de los Grimm no se describe jamás un bosque, ni
siquiera se lo caracteriza; y, sin embargo, ¿qué bosque sería tan bosque como
el de los cuentos? Con razón Wolfdietrich Rasch[25] ha llamado la atención
sobre la escasez de versos de «intuitividad exacerbada, con especiales
estímulos ópticos» en Eichendorff, como el verso «Ya brilla el campo como
pulimentado». Pero tampoco resuelve nada la pregunta retórica de si resulta
absolutamente necesario mostrar en qué consiste lo fascinante de sus versos.
Pues él consigue los efectos más extraordinarios con un tesoro imaginativo
que ya en su tiempo tenía que estar gastado. De aquel castillo del que estaba
prendida la nostalgia de Eichendorff no se habla más que como precisamente
sólo del castillo; se ofrece el obligado aparato de claro de luna, cuernos de
caza, ruiseñores y mandolinas, pero sin que los requisitos dañen mucho a la
poesía de Eichendorff. A ello contribuye el hecho de que él fue
probablemente el primero en descubrir la fuerza expresiva en los fragmentos
de la lingua morta. Él liberó los valores líricos de los extranjerismos. En el
poema utópico «Bella lejanía», al «Confuso como en sueños» sigue
inmediatamente la «Noche fantástica», y el abstracto «fantástico»[26], a la
vez arcaico y virginal, evoca todo el sentimiento de la noche, al que un
epíteto más preciso haría trizas. Pero a los requisitos no los resucitan tales
hallazgos, ni tampoco nueva manera de verlos, sino la constelación en que
entran. Toda la lírica de Eichendorff quiere resucitar lo muerto, como postula,
al final de la sección titulada «Vida de rapsoda», la frase, necesitada de un
plazo de prórroga: «Duerme una canción en todas las cosas, / que ahí sueñan
y sueñan, / y el mundo se pone a cantar / con sólo que des con la palabra
mágica». Esta palabra, de la que dependen los versos probablemente
inspirados por Novalis, no es nada menos que el lenguaje mismo. Si el
mundo canta lo decide que el poeta dé en el blanco, en lo oscuro del
lenguaje[27], como en algo que al mismo tiempo ya es en sí. Éste es el
antisubjetivismo del romántico Eichendorff. Por lo pronto, aquí, en el poeta
del anhelo, en el cual estaba presente mucho barroco intacto, se echa de ver la
alegoría. La consumación de su intención alegórica la fijan casi
protocolariamente dos estrofas:
Pasó una boda por el monte,
oí cantar a los pájaros,
entonces pasaron muchos jinetes como un relámpago, sonó el cuerno de caza,
¡aquella era una alegre cacería!
Y antes de que me diera cuenta, todo se disipó,
la noche oculta el grupo,
sólo desde los montes murmura aún el bosque,
y me estremezco en el fondo del corazón.
En la visión de la boda que de repente desaparece, la alegoría de
Eichendorff, completamente tácita y por ello tanto más enfática, apunta al
mismo centro de la esencia alegórica, la caducidad; el estremecimiento que le
produce lo efímero de la fiesta, que sin embargo significa duración, vuelve a
transformar la boda en una boda de espíritus; congela lo repentino de la vida
misma en algo fantasmal. Si al comienzo del romanticismo alemán se
encontraba la especulativa filosofía de la identidad, en la que lo objetual es el
espíritu y el espíritu naturaleza, entonces Eichendorff concede una vez más a
las cosas ya reificadas en la inmovilidad la fuerza de significar, de apuntar
más allá de sí. Este instante de relampagueo de un mundo cósico que, por así
decir, aún tiembla en sí explica probablemente en alguna medida lo
marchitable en el marchitarse de Eichendorff. «De la patria, roja tras los
relámpagos», empieza un poema, como si el relampaguear fuera un trozo
coagulado, nuncio de aflicción, del paisaje en el que hace ya mucho tiempo
que el padre y la madre están muertos. Así parecen a veces las claras auras
solas entre nubes de tormenta relámpagos que pudieran encenderse en ellas.
Ninguna de las imágenes de Eichendorff es sólo lo que es, y ninguna puede
tampoco reducirse a su concepto: esto flotante de los momentos alegóricos es
su medio poético.
Por supuesto, sólo el medio. En su poesía las imágenes son
verdaderamente sólo elementos, condenados a sucumbir en el poema mismo.
El olvidado estético alemán Theodor Meyer, en su libro La ley estilística de
la poesía, de una concepción tan modesta en su exposición como audaz en su
pensamiento, desarrolló hace más de cincuenta años contra el Laocoonte de
Lessing y la tradición derivada de éste, y seguramente sin conocer a
Mallarmé, una teoría que resumen por ejemplo las frases: «De una
consideración más atenta podría resultar que tales imágenes sensibles no
pueden en absoluto crearse con el lenguaje, que a todo lo que pasa por él,
incluso a lo sensible, el lenguaje le imprime su propio sello; que la vida que
el poeta querría ofrecernos para que las gozáramos vicariamente él nos las
presenta por tanto en formas físicas que, distintas de los fenómenos de la
realidad sensible, sólo son propias de nuestra representación. Entonces el
lenguaje no sería el vehículo, el medio representacional de la poesía. Pues el
contenido no lo recibiríamos en imágenes sensibles sugeridas por el lenguaje,
sino en el lenguaje mismo y en las formas creadas por él y únicamente
peculiares de él. Se ve que la cuestión del medio representacional de la poesía
no es ociosa, una discusión por si el emperador lleva o no lleva barba; se
convierte enseguida en la cuestión de la vinculación del arte al fenómeno
sensible. Si resultara que la doctrina del vehículo es un error, también se
hundiría con ella la definición del arte como intuición»[28]. Esto se aplica
exactamente a Eichendorff. El «lenguaje como medio representacional de la
poesía», en cuanto algo autónomo, es su vergueta de zahorí. La
autodisolución del sujeto está a su servicio. Quien no gusta de guardarse
encuentra para sí los versos: «Y así debo yo, como la ola allá en el torrente, /
apagarme en mi rumor, sin ser oído, en el umbral de la primavera». El sujeto
mismo se hace rumor: lenguaje, perviviendo meramente en el eco que se
apaga igual que éste. El acto de lingüistización del hombre, un hacerse
palabra de la carne, imprime en el lenguaje la expresión de la naturaleza y
transfigura una vez más su movimiento en vida. «Murmullo»[29] fue su
palabra favorita, casi una fórmula; el «No tengo nada más que murmullo» de
Borchardt podría colocarse como divisa encima del verso y la prosa de
Eichendorff. Este rumor, sin embargo, se pierde por el recuerdo demasiado
apresurado de la música. El rumor no es sonido, sino ruido, más emparentado
con el lenguaje que con el sonido, y el mismo Eichendorff se lo representa
como análogo al lenguaje. «Abandonó deprisa el lugar», se cuenta del héroe
de «La estatua de mármol», «y cada vez más deprisa y sin descansar se
precipitó por los jardines y viñedos, otra vez hacia la tranquila ciudad; pues
también el rumor de los árboles se le antojó un cuchicheo comprensible,
perceptible, y también los largos álamos fantasmales parecían seguirle con
sus alargadas sombras». Esto vuelve a ser de esencia alegórica: como si la
naturaleza se hiciera lenguaje significativo para el melancólico. Pero en la
propia poesía de Eichendorff la intención alegórica la sostiene no tanto la
naturaleza, a la que se la atribuye en ese pasaje, como su lenguaje por lo
remoto de su significado. Imita el rumor y la solitaria naturaleza. Expresa por
tanto una alienación que ningún pensamiento, sino sólo el puro sonido,
supera. Pero también lo contrario. Las cosas enfriadas se recuperan por la
similitud de su nombre consigo mismas, y la marcha del lenguaje despierta
esa semejanza. Un potencial del joven Goethe, el paisaje nocturno de
«Bienvenida y despedida»[30], en Eichendorff se convierte en ley formal: la
del lenguaje como segunda naturaleza, en la que la objetualizada, perdida
para el sujeto, vuelve a éste como animada. Eichendorff se aproxima mucho a
la consciencia de esto, y por cierto que no casualmente en una canción de
sobremesa para el cumpleaños de Goethe en 1831, el último de los suyos:
«Cómo murmuran bosques y fuentes / y cantan del eterno puerto». Si de las
pinturas de Renoir dice Proust que desde que fueron pintadas el mundo
mismo tiene otro aspecto, aquí se celebra con profunda mirada en la lírica de
Goethe lo gigantesco de que por ella la naturaleza misma se haya
transformado, por él se haya convertido, en la murmurante. Pero el «puerto»
que según la interpretación de Eichendorff cantan bosques y fuentes es la
reconciliación con las cosas por medio del lenguaje. Éste trasciende a la
música sólo gracias a esa reconciliación. El apego a los requisitos de los
elementos lingüísticos no contradice esto tanto como provee la condición
para ello. Las siglas de un romanticismo él mismo ya objetualizado
representan en la poesía de Eichendorff el desencantamiento del mundo, y
con ellas precisamente se logra el despertar mediante el autosacrificio.
Únicamente lo más tierno tiene en Eichendorff fuerza contra lo más duro,
como en el poema de Brecht sobre Lao Tse: «Que el agua blanda en
movimiento con el tiempo vence a la piedra. Tú me entiendes». El agua
blanda en movimiento: ésa es la corriente del lenguaje, aquello a lo que éste
querría ir de y por sí, pero la fuerza del poeta es la de la debilidad, la de no
oponerse a la corriente del lenguaje antes que la de dominarla. Contra el
reproche de trivialidad está tan indefensa como los elementos; pero lo que
consigue, liberar a las palabras de sus significados circunscritos y hacer que
brillen en cuanto se tocan, demuestra la pedante pobreza de semejantes
objeciones.
La grandeza de Eichendorff no ha de buscarse allí donde él está seguro,
sino allí donde la vulnerabilidad de su gesto se expone al máximo. El poema
«Anhelo» dice así:
Brillaban tan doradas las estrellas,
estaba yo solo en la ventana
y oía a gran distancia
un cuerno de postillón en la tierra silenciosa.
El corazón se me encendió en el pecho,
y pensé en secreto:
¡Ah, quién pudiera marcharse con ellos
en la soberbia noche de verano!
Dos jóvenes compañeros
pasaron por la ladera de la montaña,
les oí cantar caminando
a lo largo de la silenciosa región:
de barrancos de vértigo
en los que los bosques murmuran tan tenuemente,
de fuentes que desde los abismos
se precipitan en la noche del bosque.
Cantaban de estatuas de mármol,
de jardines que sobre la roca
crecen salvajes en glorietas crepusculares,
palacios al claro de luna
en los que las muchachas escuchan desde la ventana
cuando se despierta el son de los laúdes
y los manantiales murmuran desvelados
en la soberbia noche de verano.
Este poema, imperecedero como el que más salido de mano humana, casi
no contiene ningún rasgo que no se pueda considerar derivado, secundario,
pero cada uno de estos rasgos se convierte en carácter por el contacto con el
siguiente. ¿Qué menos comprometedor podría decirse del paisaje nocturno
que que es silencioso? ¿Y qué sería más kitsch que el cuerno de postillón?
Pero el cuerno de postillo en la tierra silenciosa, el profundo contrasentido de
que el sonido no mate el silencio sino que, como su propia aura, haga de él
verdadero silencio, nos lleva vertiginosamente más allá de lo habitual, y el
verso inmediatamente siguiente, «El corazón se me encendió en el pecho»,
con el desusado pretérito[31], que parece no poder librarse de la desbocada
palpitación del presente, ofrece por el contraste con lo precedente una
dignidad y un incisividad de la que nada sabe ninguna de sus palabras
aisladas. O bien: qué débil sería, según todos los criterios de selección, el
atributo «soberbia» para la noche de verano. Pero el campo de asociaciones
del adjetivo incluye la belleza creada por el hombre, toda la riqueza de telas y
bordados, y aproxima por tanto la imagen del cielo estrellado a la arcaica de
la capa y la tienda: el grávido recuerdo de esto lo hace refulgir. Qué evidente
es la dependencia de los cuatro versos sobre las montañas de aquellos del
«¿Conoces tú el país?»[32] de Goethe, pero a qué distancia cósmica del
poderoso hechizo de «Cae la roca y por encima de ella el torrente» está el
pianissimo de «En los que los bosques murmuran tan tenuemente», la
paradoja de un fragor suave, por así decir únicamente perceptible aún en el
espacio acústico íntimo y en el que se diluye el paisaje heroico y se sacrifica
la precisión de las imágenes a su disolución en abierta infinitud. Tampoco es
así la Italia del poema la meta confirmada del sentido, sino ella misma otra
vez sólo alegoría del anhelo, llena de la expresión del destino, de lo
«asilvestrado», apenas presente. Pero la trascendencia del anhelo queda
capturada al final del poema, una ocurrencia formal del genio que surge en
contenido metafísico. Se cierra circularmente como en recapitulación
musical. La soberbia noche de verano vuelve a aparecer, anhelo ella misma,
como consumación del anhelo de quien querría marcharse en la soberbia
noche de verano. El poema rodea, por así decir, el título goethiano «Anhelo
dichoso»[33]; el anhelo desemboca en sí como en su propia meta, tal como,
en su infinitud, en la trascendencia de todo lo determinado, el anhelante
experimenta el propio estado; tal como el amor se dirige tanto al amor mismo
como a la amada. Pues en el momento en que la última imagen del poema
llega a las muchachas que escuchan en la ventana, se descubre como erótico;
pero el silencio con que en todas partes Eichendorff encierra el deseo se
transmuta en esa idea suprema de felicidad en la que la consumación misma
se revela como anhelo, la eterna contemplación de la divinidad.
Tanto por la periodización de la historia del espíritu como por su propio
hábito, Eichendorff pertenece ya a la fase de decadencia del romanticismo
alemán. Cierto que aún ha conocido a muchos de la primera generación, entre
ellos a Clemens Brentano, pero el lazo parece roto; no es casual que
confundiera el idealismo alemán, en palabras de Schlegel una de las grandes
tendencias de la época, con el racionalismo. Con plena incomprensión,
Eichendorff reprochó a los seguidores de Kant, para el cual supo encontrar
palabras llenas de comprensión y respeto, «una especie de preciosismo
pictórico chino, sin todas las sombras que sin embargo son las únicas que dan
verdadera vida al cuadro», y les criticó que «negaran sin más como
perturbador y superfluo lo misterioso e insondable que atraviesa toda la
existencia humana». A la ruptura de la tradición que revelan tales frases de
ignorante de quien él mismo aún estudió en el Heidelberg de los años grandes
corresponde su actitud hacia las conquistas románticas como hacia una
herencia. Pero muy lejos de disminuir la lírica de Eichendorff, semejantes
reflexiones sobre la historia del espíritu únicamente prueban lo necio de un
punto de vista basado en el esquema de ascenso, cima y decadencia. A las
poesías de Eichendorff les tocó más que a los inauguradores del
romanticismo alemán, que para él ya eran históricos y a los que ya no
comprendía del todo. Si, según palabras de otro de sus epígonos,
Kierkegaard, el romanticismo consumó en cada vivencia el bautismo del
olvido y la consagró a la eternidad del recuerdo, entonces hacía sin duda falta
el recuerdo para dar completa satisfacción a la idea del romanticismo, que
contradecía su propia inmediatez y presente. Únicamente las palabras
difuntas salidas de la boca de Eichendorff han vuelto a la naturaleza, sólo el
luto por el instante perdido ha salvado lo que el vivo perdió una y otra vez
hasta hoy.
Coda: las canciones de Schumann
El Ciclo de canciones sobre poemas de Eichendorff, op. 39, es uno de los
grandes ciclos líricos de la música. Éstos constituyen, desde las Canciones
del molinero y el Viaje de invierto de Schubert hasta las Canciones de
George, op. 15, de Schoenberg, una forma peculiar que mediante la
construcción evita el peligro inherente a toda canción, la minimización de la
música en los pequeños formatos de género: el todo se erige a partir de la
coherencia de elementos miniaturísticos. La calidad del ciclo de Schumann se
ha puesto de siempre tan poco en duda como su conexión con la feliz
elección de poesía grande. Aquí se encuentran muchos de los versos más
importantes de Eichendorff, y los pocos que no lo son inspiraron la
composición por peculiaridades especiales. Con razón se califica a las
canciones de congeniales. Pero eso no significa que meramente repitan el
contenido lírico de su tema; en tal caso serían, según la máxima economía
artística, superfluos. Sino que arrancan a los poemas un potencial, aquella
trascendencia hacia el canto que surge en el movimiento por encima de todo
lo imaginaria y conceptualmente determinado, en el murmullo de la
escansión verbal. La brevedad de los textos elegidos –a excepción de la por
así decir extraterritorial tercera, ninguna composición ocupa más de dos
páginas– permite la máxima precisión en cada uno y excluye de antemano la
repetición mecánica. En la mayoría de los casos se trata de canciones
estróficas con variaciones, a veces de formas tripartitas según el esquema a–
b–a, otras también de formas totalmente aconvencionales, que desembocan
en un Abgesang. Los caracteres están exactísimamente sopesados los unos en
función de los otros, por medio bien de crecientes contrastes, bien de
transiciones de unión. Pero precisamente lo perfilado de los caracteres
individuales hace necesario un plan del todo para no dispersarse en detalles;
la eterna pregunta de si el compositor era consciente de tal plan es irrelevante
ante lo compuesto. Puesto que siempre se habla del formalismo de
Schumann, es posible que haya algo de ello cuando se trata de formas
tradicionales y ya ajenas a él; pero cuando se las crea propias, como en sus
tempranos ciclos instrumentales y vocales, demuestra no sólo el más sutil
sentido formal, sino, además, de la máxima originalidad. Alban Berg, en su
ejemplar análisis de «Ensueño» y su posición dentro de las Escenas
infantiles, ha sido el primero en llamar la atención, convincentemente, sobre
esto. La estructura de las canciones de Eichendorff, en muchos puntos
emparentada con las Escenas infantiles, demanda análoga comprensión si es
que se quiere ir más allá de la aseveración meramente repetida de su belleza.
Esa estructura del Ciclo de canciones se encuentra en la más estrecha
relación con el contenido de los textos. El título Ciclo de canciones, debido a
Schumann, ha de tomarse literalmente: la sucesión se dispone según las
tonalidades y al mismo tiempo recorre un camino modulatorio desde la
melancolía de la primera, en fa sostenido menor, hasta el éxtasis de la última,
en el mayor del mismo tono. Lo mismo que las Escenas infantiles, el todo se
articula en dos partes; y por cierto que en la más sencilla relación de simetría,
con la cesura detrás de la sexta canción. Habría que señalarla con una clara
interrupción. La última canción de la primera parte, «Bella lejanía», está en si
mayor, con resuelta ascensión a la región de la dominante; la última de todo
el ciclo, en fa sostenido mayor, lleva esta ascensión aún una quinta más lejos.
Esta proporción arquitectónica expresa una proporción poética: la sexta
canción termina con la utopía de la gran felicidad futura; la última, la «Noche
de primavera», con el jubiloso «Es tuya, es tuya» en presente. La cesura es
reforzada por el plan tonal. Mientras que todas las canciones de la primera
parte están escritas en tonalidades sostenidas, al principio de la segunda parte
bajan dos veces, sin indicarlo, a la bemol, para recoger luego,
recapitulatoriamente, las tonalidades prevalecientes en la primera parte, hasta
que se llega a la tonalidad inicial y, al mismo tiempo, con el paso a mayor, se
produce la máxima intensificación modulatoria. La sucesión de tonalidades
está equilibrada hasta el detalle; la segunda canción presenta el paralelo en
mayor de la primera, la tercera su dominante; la cuarta baja al sol mayor
emparentado en terceras, la quinta restablece el mi mayor anterior y la sexta
se eleva más allá, hasta si mayor. De las dos canciones en la menor de la
segunda parte, la primera se abre sobre un acorde de dominante que recuerda
al mi mayor; a continuación, «Lejos de casa» en lugar de en la menor está en
la mayor; la siguiente vuelve a alcanzar mi mayor como tonalidad dominante
de la mayor, en analogía con la proporción arquitectónica de la tercera con la
primera. De forma semejante, la décima, en mi menor, corresponde a la
cuarta, en sol mayor, ambas en tonalidades con un solo sostenido. Sin
embargo, en vez del mi mayor de la quinta, la undécima sólo aporta la mayor
y de este modo, debido a la gran distancia, confiere toda la intensidad
modulatoria a la transición a la tonalidad extrema, fa sostenido mayor.
Estas proporciones armónicas proporcionan la forma interna del ciclo. Así,
éste comienza con dos piezas líricas, triste la una, de tono forzadamente
alegre la segunda. La tercera, «Conversación en el bosque», la balada sobre la
Lorelei[34], contrasta tanto por el tono narrativo como por el alcance más
amplio y la estructura biestrófica; en la primera parte ocupa una posición tan
especial como en la segunda, y localizada en análogo lugar, «Melancolía».
Las canciones cuarta y quinta vuelven al carácter íntimo, pero intensifican su
delicadeza: «La calma» es una canción en piano, «Noche de luna» en
pianissimo. La sexta, la «Bella lejanía», trae la primera gran erupción. Abre
la segunda parte una pieza entre canción y balada, y también la siguiente da
la expresión lírica en el medio de la narración. La «Melancolía» que sigue es,
formalmente, un intermezzo, como antes la «Conversación en el bosque»,
pero ahora completa y absolutamente lírico, por así decir la autorreflexión del
ciclo. La décima canción, «Crepúsculo», constituye, como exige el poema, el
centro de gravedad del conjunto, el lugar más profundo, más oscuro, del
sentimiento. Éste continua reverberando en la undécima, la visión de caza
«En el bosque». Tras esto, finalmente, con el contraste más fuerte de todo el
ciclo, la elevación de la «Noche de primavera».
Por lo que a cada una de las canciones respecta, valdrá la pena observar lo
siguiente: la primera, «De la patria, roja tras los relámpagos», está indicada
«No rápido» y por eso siempre se toma demasiado lenta; debe pensarse en
tranquilas blancas, no en negras. Lo que ante todo llama la atención son los
acentos de acorde disonantes; la breve parte central presenta un mayor
pálidamente titileante, con breves esbozos motívicos en el piano; una
indescriptiblemente expresiva variante armónica cae sobre las palabras
«Entonces descansaré yo también». Dentro de la forma global del ciclo, esta
canción cumple una función introductoria. Melódicamente no va todavía más
allá de sí, se contenta con intervalos de segunda. – La segunda canción, «Tu
imagen radiante», la más comparable con las canciones de Schumann sobre
textos de Heine, tiene una parte central apremiante, cuyo impulso reconduce
la recapitulación. Ésta empieza con una extensión de la dominante en
ausencia de la tónica, de modo que la corriente armónica fluye más allá de las
divisiones formales. Una vez más, hay esbozos de voces secundarias
autónomas, una especie de contrapunto armónico en la sombra que es
característico del estilo de toda la obra; muy consecuentemente trabaja luego
también el postludio con imitaciones del tema por movimiento contrario. –
La «Conversación en el bosque» es uno de aquellos modelos schumannianos
de los que partió Brahms. Constituye la forma el contraste entre el relato de
una balada y la voz fantasmal. Musicalmente lo más original son los
escindidos acordes alterados que expresan la amenazadora atracción. – La
cuarta, enteramente cantada para sí, estalla súbitamente en el centro y
enseguida vuelve a ser suave. Sobre la palabra «wissen»[35] cae un acorde de
subdominante al que el doble retardo confiere un color como de triángulo. –
De la «Noche de luna» es tan difícil hablar como, según el dicho de Goethe,
de todo lo que ha tenido una gran influencia. Pero a propósito de la
composición, de la claridad hecha sonido, se pueden al menos señalar rasgos
por los que evita la monotonía, como la fricción de las segundas añadida en la
segunda estrofa sobre las palabras «durch die Felde»[36]. El distintivo de la
canción es el gran acorde de novena con que arranca. Por su modo de
plasmación y su resolución figurativa, no incurre en la voluptuosidad de que
muchas veces se reviste en Wagner, Strauss y posteriores. Las terceras
dispuestas en capas unas sobre otras sugieren más bien el sentimiento del
poema, al prolongar el oído los mismos intervalos hasta el infinito, más allá
de lo que realmente suena, mientras al mismo tiempo la identidad de los
intervalos de tercera pone a salvo precisamente esa claridad de cuya relación
con lo infinito resulta el tono de la canción. La forma se aproxima al Bar; la
última estrofa reproduce en calidad de Abgesang el gesto expansivo del
poema, mientras que los dos últimos versos recapitulan el comienzo y
vuelven a cerrar en sí la trascendente estructura. Ningún oído que la haya
percibido alguna vez puede negar la dilatación rítmica sobre las palabras
conclusivas «Als flöge sie nach Haus»[37], donde dos compases de tres por
ocho se convierten en un gran compás de tres por cuatro. Este ritardando
logrado por medios estrictamente compositivos dio lugar a un procedimiento
brahmsiano que finalmente acabó con el incuestionado predominio de los
períodos de ocho compases en Schumann. – La «Bella lejanía» empieza en el
tercer grado, hasta cierto punto de una tonalidad oscilante, de modo que el si
mayor de la extática conclusión funciona como si no estuviera allí de
antemano, sino que se hubiera producido en el curso de la melodía; la palabra
«phantastisch» se refleja en una disonancia dulcemente incisiva. También
aquí tiene claramente la estrofa conclusiva la esencia del Abgesang; pero la
canción en conjunto renuncia a la simetría por repetición, fluye con libertad
verdaderamente inaudita hacia donde melódica y armónicamente quiere
llegar.
«En un castillo», la pieza caballeresco-romántica con que empieza la
segunda parte, se distingue por las audaces disonancias, probablemente
únicas en su especie en Schumann y en lo anterior del siglo XIX, las cuales
resultan de la colisión de la línea melódica y las vinculaciones tendentes al
coral del rico acompañamiento por grados contiguos; es como si la
modernidad de esta armonización hubiera querido proteger del
envejecimiento al poema anticipadamente. – La sorda prisa de «Oigo
murmurar los arroyuelos» se articula en sencillísimos compases binarios, sin
variación rítmica alguna, pero con matices armónicos tan expresivos y, al
final, con un acento tan crudo, que de ella emana la más violenta conmoción.
– El intermezzo-adagio «Melancolía» se mantiene en una ininterrumpida
dicción legato de armónicas voces instrumentales; la desviación modulatoria
a la región de la subdominante en la palabra «Sehnsucht»[38] deja caer sobre
ella por un segundo, de soslayo, como desde fuera, una luz macilenta; la
tónica, mi mayor brilla enfermiza frente al re mayor apuntado. –
«Crepúsculo», quizá la pieza más magnífica del ciclo, por la forma una
simple canción estrófica, es, en agudo contraste con la precedente,
contrapuntística, con esa infinitamente productiva reinterpretación de Bach
que escandaliza al historicismo cuando, así transformado, Bach
verdaderamente revive. El prototipo repensado es sin duda el tema de la Fuga
en si menor en el primer volumen de El clave bien temperado. El do en el
contrapunto del segundo compás, extraído de la escala armónica menor, tiene
una especie de gravedad que, comunicándose luego al todo, horizontal y
verticalmente, arrastra a toda la música a las profundidades. La primera y la
segunda estrofas terminan con el oscuro sonido de un acorde largamente
reverberante, como sonaría la canción en un espacio vacío; la tercera, «Si
tienes un amigo aquí abajo», adensa el tejido contrapuntístico mediante el
añadido de una tercera voz independiente; la cuarta finalmente simplifica la
canción, conservando idéntica la melodía, hasta lo homófono, y hace el
notable último verso, «Guárdate, mantente despierto y alerta», lo más conciso
posible, como un recitativo. – La canción siguiente, «En el bosque», nace de
la retumbante repetición del sonido del cuerno y el siempre recurrente
contraste entre ritardando y a tempo, que por lo demás entraña
extraordinarias dificultades para la ejecución. El sentido formal de Schumann
triunfa en el hecho de que, por así decir, para equilibrar los momentos
pertinazmente retardatarios, escribe un Abgesang que se desliza casi sin
resistencia y precisamente por ello sumamente inquietante, el cual sin
embargo marca continuamente el ritmo del cuerno hasta en las dos últimas
notas de la voz cantante. – La «Noche de primavera» finalmente, tan famosa
como únicamente lo es «Era como si el cielo hubiera»[39], parece tan fundida
de una sola pieza como para burlarse del examen analítico; pero su unidad se
la debe precisamente a la múltiple articulación del comprimido curso.
Análogamente a lo que sucede en «Noche de luna», la idea de la canción –
aquí la de quien arrebatado llega más allá de sí– está implícita en el material
de partida. La melodía tiene como núcleo un acorde de séptima transcrito. En
éste es melódicamente importante el intervalo de séptima, cuya inercia va
más allá de las terceras de la tríada y las interpolaciones de segundas, y que,
en un espacio compositivo de ordinario definido por éstas, contribuye a dar la
palabra a una subjetividad que se libera de sus cadenas. Sin embargo, el
ingenio de Schumann no se quedó en el simbolismo de los afectos, sino que
estructuralmente desplazó el crítico intervalo de séptima al centro. A él se
apunta ya en la secuencia de finales y comienzos de frase en «Jauchzen
möcht’ ich, möchte weinen»[40]; en la palabra «Sterne»[41] se hace
extensivo a la parte vocal y, finalmente, antes de «Sie ist deine»[42], es
variado por la frase acompañante del piano, de modo que el curso melódico
es idéntico a la curva emocional. La canción de la máxima erupción es una
canción en piano, que después de cada ola vuelve a su calmo fondo y no a
otra cosa debe la tensión sin aliento que únicamente se descarga en el forte de
los dos últimos versos. La frase intermedia «Jauchzen möcht’ ich, möchte
weinen» contrapone al acompañamiento en acordes que la persigue una voz
de nuevo no más que apuntada, sin que por ello se interrumpa el movimiento.
La tensión sin aliento se intensifica al máximo cuando, ante las palabras «Mit
dem Mondesglanz herein»[43], se suprime por entero una buena parte del
compás. La repetición de la primera estrofa conduce al clímax no sólo por las
variantes armónicas y melódicas, sino porque en el punto decisivo el
contrapunto de la parte central se añade, ahora completamente libre y pleno, y
lleva al postludio, en el cual este motivo, el verdadero júbilo, deja tras de sí,
olvidado, todo lo demás.
[1] «¡Adivino, a través de un murmullo, / el contorno sutil de unas voces antiguas / y en los fulgores
musicales, / amor pálido, una aurora futura!». Paul Verlaine, Ariettes oubliées [Arietas olvidadas]
(1874), II [ed. esp.: Poesía completa, Barcelona, Río Nuevo, 1979, vol. I, p. 181]. [N. del T.]
[2] Hermann Heimpel (1901-1988): historiador alemán, conocido especialmente por sus trabajos
sobre la Edad Media. Fundador en 1956 del Instituto Max Planck de Historia. [N. del T.]
[3] Josef Nadler (1884-1963): historiador de la literatura alemana en cuyas muy documentadas
investigaciones sobre su origen en las diversas variantes regionales se filtran no pocas connotaciones
antisemitas. [N. del T.]
[4] Adorno alude aquí a La bella molinera, op. 25, D. 795, ciclo de canciones compuesto en 1824
por Schubert sobre textos del poeta Wilhelm Müller (1794-1827), autor también de los poemas del
Viaje de invierno y cuyo apellido además significa precisamente «molinero». [N. del T.]
[5] En su traducción de la primera parte del presente libro, Manuel Sacristán ilustra sobre esta frase
en una nota: «primer verso, varias veces repetido, incluso en cada una de las estrofas, de una canción
como de excursión dominguera» (cfr. Manuel Sacristán, Notas de literatura, Barcelona, Ariel, 1962, p.
76). [N. del T.]
[6] «Fácilmente»: «leicht». [N. del T.]
[7] «Quizá»: «vielleicht», literalmente «muy fácilmente». [N. del T.]
[8] «Patria»: «Heimat». [N. del T.]
[9] «Nostalgia»: «Heimweh». [N. del T.]
[10] Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852): educador de convicciones nacionalistas al que se considera
el «padre de la gimnasia moderna» por haber promovido el cultivo de la gimnasia como parte de la
formación de los jóvenes alemanes. [N. del T.]
[11] Ernst Fries (1801-1833): dibujante, pintor y litógrafo alemán. Estilísticamente situado en la
transición del romanticismo al realismo, sobre todo en sus paisajes representa cabalmente el
Biedermeier pictórico. [N. del T.]
[12] Conde de Saint-Germain (siglo XVIII): aventurero célebre en Francia entre 1750 y 1760.
Asombró en los salones de la corte por su prodigiosa memoria, sus talentos como narrador y sus
prácticas de espiritismo. Afirmaba vivir desde los tiempos de Jesucristo. [N. del T.]
[13] Giuseppe Balsamo, conocido como Alejandro, conde de Cagliostro (1743-1795): aventurero
italiano. En contacto con las logias masónicas místicas, tras recorrer Europa fue muy famoso en París
por sus talentos como sanador y su práctica de las ciencias ocultas. [N. del T.]
[14] Melchior, barón de Grimm (1723-1807): escritor y crítico alemán, que se distinguió por la
severidad de sus críticas a la vida intelectual parisina, formuladas desde un acerbo escepticismo
filosófico. [N. del T.]
[15] Gustav, conde de Schalbrendorf (1750-1824): terrateniente de Silesia que se afincó en París
desde el comienzo de la Revolución para vivirla como uno de los pocos nobles alemanes no
reaccionarios. [N. del T.]
[16] Walter Benjamin, Schriften, Frankfurt am Main, 1955, vol. I, pp. 523 s [ed. esp.: Dirección
única, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 26].
[17] En estos versos resulta intraducible el juego de palabras con los dobles sentidos de Freien
(pretender, prometerse en matrimonio, casarse, y la libertad) y, más rebuscadamente, de Schloss
(castillo, pero también cerrojo). [N. del T.]
[18] «Oh tú, a la que la noche hace tan bella» (Baudelaire: «Le jet d’eau» [«El surtidor»], en Les
fleurs du mal, ed. esp. cit., pp. 178 s.]. [N. del T.]
[19] Robert Schumann: Fantasía para piano en do mayor, op. 17 (1836-1838). [N. del T.]
[20] Gerhardt Hauptmann (1862-1946): escritor alemán. Tanto en sus dramas como sus novelas
pasó, con muchas circunvoluciones, del verismo al simbolismo, del lirismo religioso a la épica
visionaria. Premio Nobel de Literatura en 1912. [N. del T.]
[21] «Esquema de vivencia y poesía»: alusión a Dilthey, autor en 1905 de Vivencia y poesía,
Lessing, Goethe, Novalis, Hölderlin. [N. del T.]
[22] «Confuso»: «wirr». [N. del T.]
[23] «Turbio»: «dumpf». [N. del T.]
[24] «Wolken»: «nube» en alemán. [N. del T.]
[25] Wolfdietrich Rasch (1903-1986): germanista alemán. [N. del T.]
[26] «Fantástico»: «phantastisch». [N. del T.]
[27] Juego de palabras intraducible: en alemán dar en el blanco es, literalmente, dar en lo negro [ins
Schwarze treffen]. [N. del T.]
[28] Theodor A. Meyer: Das Stilgesetz der Poesie, Leipzig, 1901, p. 8.
[29] «Murmullo»: «Rauschen». [N. del T.]
[30] Cfr. «Salutación y despedida», en Goethe: Obras completas, Madrid, Aguilar, 1973, vol. I, p.
810. [N. del T.]
[31] entbrennte en lugar de entbrannte. [N. del T.]
[32] Cfr. «Mignon», en Goethe: Obras completas, cit., vol. I, p. 841. [N. del T.]
[33] Cfr. «Dichosa nostalgia», en Goethe: ibid., p. 1668 s. [N. del T.]
[34] Lorelei: nombre de un acantilado situado río arriba de Sankt Goarshausen (Alemania) y que
domina la orilla derecha del Rin desde una altura de 132 metros. Formado por rocas pizarrosas contra
las que choca la corriente, antaño era muy temido por los navegantes. Según una leyenda seguramente
motivada por la pureza con que allí se produce el eco y ampliamente difundida por poetas como
Brentano, Heine y otros románticos, era una sirena o bruja llamada Lorelei la que atraía con su canto a
los náufragos. [N. del T.]
[35] «wissen»: «saber». [N. del T.]
[36] «durch die Felde»: «por los campos». [N. del T.]
[37] «Als flöge sie nach Haus»: «Como si volara hacia casa». [N. del T.]
[38] «Sehnsucht»: «Anhelo». [N. del T.]
[39] Verso inicial de «Noche de luna». [N. del T.]
[40] «Jauchzen möcht’ ich, möchte weinen»: «Quisiera gritar de alegría, quisiera llorar». [N. del T.]
[41] «Sterne»: «Estrellas». [N. del T.]
[42] «Sie ist deine»: «Es tuya». [N. del T.]
[43] «Mit dem Mondesglanz herein»: «Al claro de luna». [N. del T.]
La herida Heine
Quien quiera contribuir en serio al recuerdo de Heine en el centenario de
su muerte y no limitarse a un mero discurso solemne tiene que hablar de una
herida; de lo que duele en él y en su relación con la tradición alemana, y de lo
que especialmente en Alemania se ha reprimido después de la Segunda
Guerra Mundial. Su nombre resulta escandaloso, y sólo quien así lo acepta
sin paños calientes puede esperar ser de alguna ayuda.
Los primeros en difamar a Heine no fueron los nacionalsocialistas. Es más,
éstos casi lo glorificaron cuando debajo de la «Lorelei»[1] pusieron aquel
ahora famoso «Poeta desconocido» que inesperadamente sancionó como
canción popular los versos secretamente burlones que recuerdan a figurillas
de ninfas del Rin parisinas en alguna ópera perdida de Offenbach. El Libro de
canciones había producido un efecto indescriptible mucho más allá de los
círculos literarios. Como consecuencia suya, la lírica acabó arrastrada al
lenguaje de la prensa y el comercio. Por eso cayó Heine hacia 1900 en
descrédito entre los responsables culturales. Si el veredicto de la escuela de
George puede atribuirse al nacionalismo, la de Karl Kraus no se puede borrar.
Desde entonces el aura de Heine es penosa, culposa, como si sangrara. Su
propia culpa se convirtió en coartada para aquellos enemigos cuyo odio al
hombre medio judío acabó provocando el horror indecible.
Evita el escándalo quien se limita al prosista, cuya estatura, en medio del
desconsolador nivel de la época entre Goethe y Nietzsche, salta a la vista.
Esta prosa no se agota en la capacidad para la agudeza lingüística consciente,
una fuerza polémica extraordinariamente rara en Alemania, no inhibida por
servilismo alguno. Platen[2], por ejemplo, la sintió cuando lanzó un ataque
antisemita contra Heine y recibió una réplica que hoy en día sin duda se
llamaría existencial si no se pusiera tanto cuidado en mantener el concepto de
lo existencial puro de todo contacto con la existencia real de los hombres.
Pero por su contenido la prosa de Heine va mucho más allá de tales piezas de
bravura. Si, desde que Leibniz volvió la espalda a Spinoza, toda la Ilustración
alemana fracasó por cuanto en cualquier caso perdió el aguijón social y se
decidió por lo sumisamente afirmativo, entonces entre los nombres famosos
de la poesía alemana Heine fue el único que, pese a toda su afinidad con el
romanticismo, conservó un concepto no aguado de Ilustración. La
incomodidad que, pese a su actitud conciliadora, provoca deriva de ese
severo clima. Con cortés ironía se niega a reintroducir enseguida de
contrabando lo recién demolido por la puerta trasera, o por la puerta del
sótano a las profundidades. Puede dudarse de que ejerciera tan fuerte
influencia sobre el joven Marx como gustaría a no pocos jóvenes sociólogos.
Políticamente, Heine fue un acompañante poco seguro: incluso para el
socialismo. Pero frente a éste, él se aferró a la idea, bastante pronto enterrada
en aras de sentencias como «Quien no trabaje no coma», de una felicidad
incólume en la imagen de una sociedad justa. En su aversión a la pureza y el
rigor revolucionarios se anuncia la desconfianza hacia lo rancio y ascético,
cuya huella no falta ya en más de un documento socialista temprano y mucho
después favoreció funestas tendencias de desarrollo. Heine el individualista,
tanto que incluso en Hegel no vio más que individualismo, no se sometió sin
embargo al concepto individualista de interioridad. Su idea de consumación
sensible incluye la consumación en lo externo, una sociedad sin coacción ni
negación.
No obstante, la herida es la lírica de Heine. Antaño entusiasmaba su
inmediatez. Interpretó el dicho goethiano sobre el poema ocasional, que toda
ocasión encontró su poema y todos tuvieron por favorable la ocasión para
escribir poesía. Pero esa inmediatez estaba al mismo tiempo
extraordinariamente mediada. Los poemas de Heine eran precipitados
mediadores entre el arte y la cotidianeidad desprovista de sentido. Las
vivencias que elaboraban se les convertían bajo mano, lo mismo que al
folletinista, en materia prima sobre la que se puede escribir; los matices y
valores que descubrían los hacían al mismo tiempo fungibles, los entregaban
al poder de un lenguaje listo, preparado. Para ellos la vida de la que sin
muchos rodeos daban testimonio era venal; su espontaneidad era lo mismo
que la reificación. En Heine mercancía e intercambio se apoderaban de la
voz, la cual antes tenía su esencia en la negación del tráfico. Tan grande se
había ya entonces hecho la fuerza de la sociedad capitalista desarrollada, que
la lírica no podía seguir pasándola por alto si no quería hundirse en el
provincianismo de la patria chica. Con ello Heine se alza en la modernidad
del siglo XIX hasta la misma altura de Baudelaire. Pero Baudelaire, más
joven, arranca heroicamente a la modernidad misma, a la experiencia de lo
implacablemente destructor y disolvente, sueño e imagen, e incluso
transfigura en imagen la pérdida misma de todas las imágenes. Las fuerzas de
tal resistencia crecieron con las del capitalismo. En Heine, al que aún puso en
música Schubert, no estaban tan tensas. Se entregó más dócilmente a la
corriente, por así decir aplicó a los arquetipos románticos heredados una
técnica poética que correspondía a la era industrial, pero no alcanzó los
arquetipos de la modernidad.
Esto precisamente es lo que avergüenza a las generaciones posteriores.
Pues desde que existe arte burgués tal que tienen que ganarse la vida sin
protectores, han reconocido los artistas secretamente, junto a la autonomía de
su ley formal, la ley del mercado, y han producido para consumidores. Sólo
que tal dependencia se ocultaba tras el anonimato del mercado. Éste permitía
al artista aparecer puro y autónomo a sus propios ojos y a los de los demás, e
incluso se remuneraba esta ilusión. Al Heine romántico, que vivía de la
felicidad de la autonomía, el Heine ilustrado le arrancó la máscara, puso en
primer plano el carácter, hasta entonces latente, de mercancía. Eso es lo que
nunca se le ha perdonado. La complacencia de sus poemas, que juega consigo
misma y por tanto se autocritica una y otra vez, demuestra que la liberación
del espíritu no fue una liberación del hombre ni, por consiguiente, tampoco
del espíritu.
Pero la cólera de quien percibe el secreto de la propia degradación en la
confesada del otro se ceba en su flanco débil, el fracaso de la emancipación
judía. Pues su fluidez y obviedad, tomadas del lenguaje comunicativo, son lo
contrario de la sensación de hallarse a gusto y protegido en el lenguaje. Del
lenguaje sólo dispone como de un instrumento quien no está en él de veras. Si
fuese completamente el suyo, arrostraría la dialéctica entre la palabra propia y
la ya dada de antemano, y la tersa estructura lingüística se le desintegraría.
Pero para el sujeto que la usa como algo agotado la lengua misma le es
extranjera. La madre de Heine, a la que él amaba, no dominaba del todo el
alemán. Su falta de resistencia a la palabra corriente es el exceso de celo
imitativo del excluido. El lenguaje asimilativo es el de la identificación
malograda. La célebre historia de que el joven Heine, cuando el viejo Goethe
le preguntó qué trabajo llevaba entre manos, contestó que «un Fausto», tras
lo cual fue despedido poco amablemente, el mismo Heine la explicaba por su
timidez. Su petulancia era hija de la emoción de quien quiere por su vida ser
aceptado y con ello irrita doblemente a los autóctonos, los cuales, al
reprocharle a él la imposibilidad de su adaptación, acallan la propia culpa de
haberlo excluido. Éste sigue siendo aún el trauma del nombre de Heine hoy
en día, y únicamente se lo puede curar si se lo reconoce en lugar de dejarlo
seguir llevando una existencia turbia, preconsciente.
Pero la posibilidad de salvación se encuentra encerrada en la misma lírica
de Heine. Pues la fuerza del burlón impotente rebasa su impotencia. Si toda
expresión es la huella de un sufrimiento, él consiguió convertir la propia
insuficiencia, la carencia de lengua de su lenguaje, en expresión de la ruptura.
Tan grande fue el virtuosismo de quien tocó el lenguaje como sobre un
teclado, que llegó a elevar la inadecuación de su palabra a medio de a quien
le ha sido dado decir lo que sufre. El fracaso transformado en éxito. No en la
música de los que la pusieron a sus canciones: sólo en las escritas cuarenta
años después de su muerte por Gustav Mahler, en las que el
resquebrajamiento de lo banal y derivado llega a la expresión de lo más real,
al lamento salvajemente desatado, se reveló completamente la esencia de
Heine. Sólo las canciones mahlerianas sobre los soldados que desertan por
nostalgia, los estallidos de la Quinta sinfonía, las canciones populares con la
cruda alternancia de mayor y menor, la convulsa gesticulación de la orquesta
mahleriana liberaron a la música de los versos de Heine. Lo de antiguo
conocido adquiere en la boca del extranjero algo de desmedido, y eso
precisamente es la verdad. Las cifras de ésta son las grietas estéticas; ella se
niega a la inmediatez de un lenguaje redondo, pleno.
En el ciclo que el emigrante llamó El retorno a la patria se encuentran los
versos:
Mi corazón, mi corazón está triste,
pero mayo brilla alegre;
yo estoy de pie, apoyado en el tilo,
en lo alto de los viejos bastiones.
Allá abajo fluye el azul
de los fosos en callada calma;
un muchacho va en canoa,
y pesca y silba además.
Más allá se yerguen amables,
en diminuta, abigarrada figura,
villas y jardines y personas,
y bueyes y prados y bosque.
Las muchachas blanquean ropa,
y saltan en corro por la hierba:
la rueda del molino pulveriza diamantes,
oigo su lejano zumbido.
Al pie de la vieja torre gris
hay una garita;
un mozo de guerrera roja
marcha allí de arriba para abajo.
Juega con su mosquetón,
que destella al rojo del sol,
presenta armas y pone arma al hombro:
ojalá me matara de un tiro.
Cien años ha tardado en convertirse la intencionadamente falsa canción
popular en un gran poema, la visión del sacrificio. El tema estereotipado de
Heine, el amor sin esperanza, es metáfora del desarraigo, y la lírica a ella
dedicada un esfuerzo por atraer la alienación misma al círculo de la
experiencia próxima. Pero hoy en día, literalmente cumplido el destino
sentido por Heine, el desarraigo se ha convertido ya en el de todos; todos
están dañados en su esencia y en su lenguaje tanto como lo estuvo el
excluido. La palabra de éste representa la de ellos: ya no hay más patria que
un mundo en el que ya no habría excluidos, el de la humanidad realmente
liberada. La herida Heine sólo se cerrará en una sociedad que haya
consumado la reconciliación.
[1] «Lorelei»: Véase supra «En recuerdo de Eichendorff», nota del traductor de la p. 89 [N. del T.]
[2] August von Platen-Hallermünde (1796-1835): poeta y escritor alemán. Partidario del
neoclasicismo y del cultivo del arte por el arte, juzgó con desprecio el romanticismo. [N. del T.]
Retrospectiva sobre el surrealismo
La difundida teoría del surrealismo que se recoge en los manifiestos de
Breton pero domina también la literatura secundaria lo pone en relación con
el sueño, con lo inconsciente, incluso con los arquetipos de Jung, los cuales
habrían encontrado en los collages y en la escritura automática su lenguaje
gráfico liberado del aditamento del yo consciente. Así, los sueños jugarían
con los elementos de lo real del mismo modo que el surrealismo. Pero si
ningún arte tiene obligación de entenderse a sí mismo –y uno está tentado a
considerar como casi incompatibles su autocomprensión y su éxito–,
entonces tampoco es necesario someterse a esa concepción programática y
repetida por los divulgadores. Más aún, lo fatal en la interpretación del arte,
incluso en la filosóficamente responsable, es que se vea obligada a expresar
lo extraño llevándolo al concepto, por medio de lo ya sólito, y por tanto a
eliminar con la explicación lo único que precisaría de explicación: en la
medida en que las obras de arte esperan su explicación, en esa misma medida
cometen, aunque sea contra su propia intención, un acto de traición a favor
del conformismo. Si el surrealismo no fuese en realidad más que una
colección de ilustraciones literarias y gráficas de Jung o hasta de Freud, no
meramente duplicaría de manera superflua lo que la teoría misma enuncia en
lugar de revestirla de metáforas, sino que además sería de una inocuidad que
apenas dejaría margen para el scandal al que el surrealismo aspira y que
constituye su elemento vital. Ponerlo en el mismo nivel que la teoría
psicológica de los sueños lo somete ya a la vergüenza de lo oficial. Al «Esa
es una figura paterna» de los iniciados se agrega el «Ya lo sabemos», y lo que
se supone meramente sueño nunca, como reconoció Cocteau, daña a la
realidad, por más dañada que pueda resultar la imagen de ésta.
Pero esa teoría es errónea. Así no se sueña, nadie sueña así. Las creaciones
surrealistas no son más que meramente análogas al sueño, en la medida en
que derogan la lógica habitual y las reglas de juego de la existencia empírica,
pero sin dejar de respetar las cosas aisladas violentamente separadas unas de
otras; es más, aproximan a la figura de las cosas todo su contenido, y
precisamente también el humano. Éste es desmenuzado, reagrupado, pero no
disuelto. Cierto que el sueño no procede de otro modo, pero sin embargo el
mundo de las cosas aparece en él incomparablemente más velado, menos
puesto como realidad que en el surrealismo, donde el arte hace estremecer al
arte. El sujeto, que en el surrealismo opera mucho más abierta y
desinhibidamente que en los sueños, aplica su energía precisamente a su
autodisolución, para la que en el sueño no necesita de ninguna energía; pero
por eso resulta todo por así decir más objetivo que en el sueño, donde el
sujeto, ausente de entrada, colorea y penetra todo lo que ocurre entre
bastidores. Los mismos surrealistas se han dado cuenta mientras tanto de que
tampoco, por ejemplo, en la situación psicoanalítica se asocia como ellos
hacen en su poesía. Por lo demás, incluso la espontaneidad de las
asociaciones psicoanalíticas está muy lejos de ser espontánea. Todo analista
sabe cuánto trabajo y esfuerzo, cuánta voluntad hace falta para dominar la
expresión involuntaria que, gracias a tal esfuerzo, se forma ya en la situación
analítica, por no hablar de la artística de los surrealistas. En las ruinas del
mundo del surrealismo no sale a la luz el en sí del inconsciente. Si se los
juzgara por su relación con éste, los símbolos resultarían con mucho
demasiado racionalistas. Tales desciframientos reducirían la exuberante
multiplicidad del surrealismo a unas cuantas molduras, las reducirían a un par
de magras categorías como el complejo de Edipo, sin lograr la fuerza que
emanaba, si no de todas las obras de arte surrealista, sí al menos de su idea;
tal parecer haber sido también, en efecto, la reacción de Freud con respecto a
Dalí.
Tras la catástrofe europea, los shocks surrealistas han perdido su fuerza. Es
como si hubieran salvado a París mediante la preparación para el miedo: la
destrucción de la ciudad fue su centro. Si se quiere, pues, superar el
surrealismo en el concepto, no se deberá recurrir a la psicología, sino al
procedimiento artístico. Su esquema son sin duda los montages. Se podría
mostrar fácilmente que también la pintura propiamente hablando surrealista
opera con sus motivos y que la yuxtaposición discontinua de las imágenes en
la lírica surrealista tiene carácter de montaje. Pero, como se sabe, estas
imágenes proceden, en parte literalmente, en parte según el espíritu, de
ilustraciones de finales del siglo XIX entre las que se movieron los padres de
la generación de Max Ernst; ya en los años veinte hubo, más acá del ámbito
surrealista, colecciones de tal material gráfico, como Our Fathers de Allan
Bott[1], que participaron –parasitariamente– del shock surrealista y, por amor
al público, se ahorraron al mismo tiempo el esfuerzo de extrañamiento a
través del montage. La práctica propiamente hablando surrealista reemplazó,
sin embargo, esos elementos por otros insólitos. Precisamente por aquellos a
los que, por el sobresalto que producen, debían el «¿Dónde he visto ya eso
antes?». Así pues, la afinidad con el psicoanálisis no es en un simbolismo del
inconsciente donde se deberá suponer, sino en el intento de descubrir,
mediante explosiones, experiencias infantiles. Lo que el surrealismo añade a
los reproductores del mundo de las cosas es lo que hemos perdido de nuestra
infancia: de niños aquellas revistas ilustradas ellas mismas ya anticuadas
entonces debieron de asaltarnos como ahora hacen las imágenes surrealistas.
El momento subjetivo de esto se encuentra en el tratamiento del montage:
éste, tal vez en vano pero indiscutiblemente según la intención, querría
producir percepciones como debieron ser entonces. El huevo gigantesco del
que en cualquier instante puede salir el monstruo de un juicio final es tan
grande por lo pequeños que éramos nosotros la primera vez que nos
estremecimos ante el huevo.
Pero lo anticuado contribuye a este efecto. Lo que resulta paradójico de la
modernidad es que, siempre ya fascinada por la eterna igualdad de la
producción de masas, tenga historia en absoluto. Esta paradoja la enajena y
en las «estampas infantiles de la modernidad» se convierte en expresión de
una subjetividad que, junto con el mundo, se ha enajenado también de sí
misma. En el surrealismo, la tensión que se descarga en el shock es la que hay
entre la esquizofrenia y la reificación, no por tanto precisamente una
animación psicológica. El sujeto que dispone libremente de sí, liberado de
toda consideración con respecto al mundo empírico, el sujeto absolutizado, a
la vista de la reificación total que le remite enteramente a sí y a su protesta, se
descubre a sí mismo como desanimado, virtualmente como lo muerto. Las
imágenes dialécticas del surrealismo lo son de una dialéctica de la libertad
subjetiva en la situación de falta de libertad objetiva. En ellas se petrifica el
dolor cósmico europeo como Níobe[2], que perdió a sus hijos; en ellas la
sociedad burguesa aparta de sí la esperanza en su supervivencia. Es poco
probable que alguno de los surrealistas conociera la Fenomenología de
Hegel, pero una frase de ésta que hay que pensar en conexión con la más
general sobre la historia como el progreso en la consciencia de la libertad
define el contenido surrealista: «La única obra y el único acto de la libertad
universal es, por tanto, la muerte, y además una muerte que no tiene ningún
ámbito ni cumplimiento internos»[3]. El surrealismo ha hecho asunto propio
de la crítica ahí dada; eso explica sus impulsos políticos contra la anarquía,
que sin embargo eran incompatibles con ese contenido. De la frase de Hegel
se ha dicho que en ella la Ilustración se supera por su propia realización; no a
un precio menor, no como un lenguaje de la inmediatez, sino como
testimonio de la inversión de la libertad abstracta en el dominio de las cosas y
por tanto en mera naturaleza, podrá concebirse el surrealismo. Sus montages
son las verdaderas naturalezas muertas. Al componer lo anticuado crean
nature morte.
Estas imágenes no son tanto la de algo interno como más bien fetiches –
fetiches mercancía– a los que en otro tiempo se adhirió lo subjetivo, la libido.
Es con éstas, no mediante la introspección, como aquéllas recuperan la
infancia. Los modelos del surrealismo serían las pornografías. Lo que ocurre
en los collages, lo que en ellos queda convulsivamente suspendido como el
tenso gesto de la voluptuosidad alrededor de la boca, se parece a las
modificaciones que se producen en una representación pornográfica en el
instante de la satisfacción del voyeur. Senos cortados, piernas de maniquíes
con medias de seda en los collages: ésas son notas recordatorias de aquellos
objetos de los impulsos parciales que una vez despertaron la libido. En ellas
lo olvidado se revela cósico, muerto, como aquello que el amor quería
propiamente hablando, aquello a lo que él mismo quiere asemejarse, aquello
a lo que nos asemejamos. El surrealismo es afín a la fotografía en cuanto
despertar petrificado. Sin duda son imagines lo que cosecha, pero no las
invariantes, sin historia, del sujeto inconsciente, que la concepción
convencional querría neutralizar, sino históricas, en las cuales lo más interno
del sujeto se hace consciente de sí mismo como lo exterior a él, como
imitación de algo socio-histórico. «Venga, Joe, imita la música de
entonces»[4].
Pero con ello el surrealismo es el complemento de la Sachlichkeit[5], con
la que es contemporáneo su nacimiento. El horror que ésta, en el sentido que
da a la palabra Adolf Loos[6], siente ante la ornamentación como crimen lo
moviliza el shock surrealista. La casa tiene un tumor: sus balcones. El
surrealismo los pinta: de la casa crece una excrecencia de carne. Las
imágenes infantiles de la modernidad son la quintaesencia de lo que la
Sachlichkeit recubre con tabú porque eso le recuerda su propia esencia cósica
y que es incapaz de dominar ésta, que su racionalidad sigue siendo irracional.
El surrealismo colecciona lo que la Sachlichkeit niega a los hombres; las
distorsiones dan testimonio de lo que la prohibición ha hecho con lo deseado.
A través de ellas salva aquél lo anticuado, un álbum de idiosincrasias en las
que se esfuma la pretensión de felicidad que los hombres encuentran negada
en su propio mundo tecnificado. Pero si hoy el mismo surrealismo parece
obsoleto, ello se debe a que los hombres renuncian ya ellos mismos a la
consciencia de la renuncia que había quedado fijada en el negativo del
surrealismo.
[1] Alan Bott (1893-1952): escritor y editor británico. Tras escribir varios libros sobre su experiencia
como as de la aviación británica durante la Primera Guerra Mundial, en 1930 reunió en un solo
volumen una serie de materiales gráficos y literarios bajo el título: Nuestros padres (1870-1900):
modales y costumbres de los antiguos victorianos; una colección de imágenes y textos sobre su
historia, moral, guerras, deportes, inventos y política. En 1944 fundó la editorial PAN Books. [N. del
T.]
[2] En la mitología griega, a Níobe, que se había jactado de ser más fértil que Leto, los hijos de ésta,
Apolo y Artemisa, mataron a su numerosa prole. [N. del T.]
[3] Ed. esp.: G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1973, p. 347. [N. del T.]
[4] Cfr. Bilbao-Song, de Happy End, texto de Bertolt Brecht, música de Kurt Weill. [N. del T.]
[5] Sachlichkeit o (más comúnmente) Neue Sachlichkeit, a veces traducida como «Objetividad» (y
«Nueva objetividad»): movimiento artístico centrado en Berlín, que nació hacia 1918 y murió en 1933.
Lo formaron personalidades muy dispares, que apenas compartían la ideología antimilitarista y
antiburguesa, así como una estética de exacerbado expresionismo. Los nazis lo condenaron y
persiguieron como «arte degenerado» [Entartete Kunst]. Sus dos principales representantes son George
Grosz y Max Beckmann. [N. del T.]
[6] Adolf Loos (1870-1933): arquitecto austríaco. La simplicidad geométrica de sus muros lisos y la
ausencia general de ornamentación, hacen de él uno de los pioneros de la arquitectura moderna. [N. del
T.]
Signos de puntuación
Tomados aisladamente, cuanto menor es el significado o expresión de los
signos de puntuación, cuanto más constituyen en el lenguaje el polo opuesto
de los nombres, tanto más resueltamente consigue cada uno de entre ellos su
status fisiognómico, su propia expresión, la cual sin duda es inseparable de la
función sintáctica, pero que sin embargo de ningún modo se agota en ésta. La
experiencia de Enrique el Verde[1], que preguntado por la P mayúscula
gótica exclama «¡Eso es el Pumpernickel!»[2], vale aún más para las figuras
de puntuación. ¿No parece el signo de admiración un dedo índice
amenazadoramente erguido? ¿No parecen los signos de interrogación luces
intermitentes o una caída de párpados? Los dos puntos, según Karl Kraus,
abren la boca: ay del escritor que no sepa saciarla. El punto y coma recuerda
ópticamente un mostacho colgante; más fuertemente aún siento yo su sabor a
salvajina. Tontiastutas y autosatisfechas, las comillas se pasan la lengua por
los labios.
Todos son señales de tráfico; en última instancia, éstas son imitaciones de
ellos. Los signos de admiración son rojos, los dos puntos verdes, los guiones
ordenan stop. Pero el error de la escuela de George fue confundirlos por eso
con signos de comunicación. Más bien lo son de dicción; no sirven diligentes
al tráfico del lenguaje con el lector, sino jeroglíficamente a uno que tiene
lugar en el interior del lenguaje, en sus propias vías. Superfluo por tanto
ahorrárselos como superfluos: entonces meramente se ocultan. Todo texto,
aun el más densamente tejido, los cita por sí, amistosos espíritus de cuya
presencia sin cuerpo se alimenta el cuerpo del lenguaje.
En ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical como en los signos
de puntuación. Coma y punto corresponden a la semicadencia y a la auténtica
cadencia. Los signos de admiración son como silenciosos golpes de platillos,
los signos de interrogación modulaciones de fraseo hacia arriba, los dos
puntos acordes de séptima dominante; y la diferencia entre coma y punto y
coma únicamente la captará correctamente quien perciba el diferente peso del
fraseo fuerte y débil en la forma musical. Pero tal vez la idiosincrásica
oposición contra los signos de puntuación que se produjo hace cincuenta
años, y que ningún observador atento pasará totalmente por alto, no sea tanto
revuelta contra un elemento ornamental como plasmación de la virulencia
con que música y lenguaje divergen. Sin embargo, difícilmente se podrá tener
por casualidad el hecho de que el contacto de la música con los signos de
puntuación lingüísticos estuvo ligado al esquema de la tonalidad, que desde
entonces se ha desintegrado, y de que el esfuerzo de la nueva música podría
sin duda describirse perfectamente como un esfuerzo por conseguir signos de
puntuación sin tonalidad. Pero si la música está obligada a mantener la
imagen de su semejanza con el lenguaje, es posible que el lenguaje esté
obedeciendo a su semejanza con la música cuando desconfía de los signos de
puntuación.
La diferencia entre el punto y coma griego, aquel punto alto que quiere
impedir a la voz que se hunda, y el alemán, que con el punto y el trazo
inferior consuma el hundimiento y no obstante, puesto que conserva el punto,
deja a la voz en suspenso, verdaderamente una imagen dialéctica, esta
diferencia parece reproducir la diferencia entre la antigüedad y la era
cristiana, la era de la finitud rota por la infinitud; aun a riesgo de que resulte
que el signo griego que usamos hoy en día fuera inventado por los
humanistas del siglo XVI. En los signos de puntuación se ha sedimentado
historia, y ésta es, mucho antes que el significado o la función gramatical, la
que, petrificada y con ligero escalofrío, mira desde cada uno de ellos. Poco
falta, pues, para que uno no quisiera tener por los verdaderos signos de
puntuación más que los de la Fraktur[3], cuya imagen gráfica conserva
rasgos alegóricos, y los de la Antiqua[4] por meras imitaciones secularizadas.
La esencia histórica de los signos de puntuación se manifiesta en el hecho
de que en ellos queda anticuado precisamente aquello que en otro tiempo fue
moderno. Los signos de admiración se han hecho insoportables en cuanto
gestos de autoridad con los que el escritor trata de poner desde fuera un
énfasis que el asunto mismo no ejerce, mientras que la contrapartida musical
del signo de admiración, el sforzato, sigue siendo hoy tan imprescindible
como en tiempos de Beethoven, cuando señalaba la irrupción de la voluntad
individual en el tejido musical. Pero los signos de admiración han degenerado
en usurpadores de la autoridad, aseveraciones de la importancia. Fueron ellos,
no obstante, los que un día acuñaron la forma gráfica del expresionismo
alemán. Su proliferación se rebelaba contra la convención y era al mismo
tiempo síntoma de la impotencia para modificar la estructura del lenguaje
desde dentro, por lo cual en lugar de eso se la sacudió desde fuera.
Sobreviven como monumentos conmemorativos de la ruptura entre la idea y
lo realizado en aquella época, y su desvalida evocación los redime en el
recuerdo: gesto desesperado que en vano aspira a trascender el lenguaje. En
él se quemó el expresionismo; con los signos de admiración éste se aseguró el
propio efecto, que en consecuencia explotó con ellos. En los textos
expresionistas se parecen hoy a las cifras millonarias en los billetes de banco
de la inflación alemana.
Los diletantes literarios se dan a conocer en el hecho de quererlo enlazar
todo. Sus productos enganchan las frases entre sí mediante partículas lógicas,
sin que impere la relación lógica afirmada por esas partículas. A quien no
puede pensar nada verdaderamente como unidad le es insoportable todo lo
que recuerde a lo fragmentado y separado; sólo quien es capaz de un todo
sabe de cesuras. Pero éstas sólo se pueden aprender con el guión. Pero en éste
toma el pensamiento[5] consciencia de su carácter fragmentario. No por
casualidad este signo se descuida precisamente cuando cumple su fin: cuando
separa lo que finge conexión, en la era de la progresiva decadencia del
lenguaje. Hoy en día no sirve ya más que para preparar neciamente para
sorpresas que precisamente por eso ya no lo son.
El guión serio: su maestro insuperado en la literatura alemana del siglo XIX
fue Theodor Storm[6]. Rara vez se encuentran los signos de puntuación tan
profundamente aliados con el contenido como en sus relatos, líneas mudas
hacia el pasado, arrugas en la frente de los textos. Con ellos la voz del
narrador cae en un preocupado silencio: el tiempo que insertan entre dos
frases es tiempo de gravosa herencia y tiene, yermo y desnudo entre los
acontecimientos sucesivos, algo de la desgracia del contexto natural y del
pudor de tocarla. Tan discretamente se esconde el mito en el siglo XIX; busca
refugio en la tipografía.
Entre las pérdidas con las que la puntuación participa de la decadencia del
lenguaje se encuentra la de la barra que separa entre sí por ejemplo versos de
una estrofa que se cita en un texto en prosa. Puesta como estrofa, desgarraría
de manera bárbara el tejido del lenguaje; simplemente impresos como prosa,
los versos hacen un efecto ridículo, porque el metro y la rima aparecen como
casualidad chistosa; pero el guión moderno es demasiado craso para realizar
lo que en semejantes casos debería realizar. La capacidad de percibir
fisiognómicamente tales diferencias es, sin embargo, la premisa de todo
empleo adecuado de los signos de puntuación.
Los tres puntos con los que en la época en que el impresionismo se
comercializó hasta convertirse en un estado de ánimo gustaba de dejarse
frases significativamente abiertas sugieren la infinitud de pensamiento y
asociación que no tiene precisamente el gacetillero que se ha de limitar a
simularla mediante la tipografía. Pero si, como hizo la escuela de George,
aquellos puntos tomados en préstamo a las infinitas fracciones decimales de
la aritmética se reducen a dos, uno se imagina que puede seguir reclamando
impunemente la infinitud ficticia disfrazando como exacto lo que por su
propio sentido quiere ser inexacto. La puntuación del gacetillero impúdico no
es superior a la del púdico.
Las comillas no se deben usar más que cuando se transcribe algo al citar, a
lo sumo cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere.
Como recurso irónico han de rechazarse. Pues dispensan al escritor de aquel
espíritu cuya reivindicación es inalienablemente inherente a la ironía y pecan
contra su propio concepto al apartarse del asunto y presentar como
predeterminado el juicio sobre éste. Las abundantes comillas irónicas en
Marx y Engels son sombras que el proceder totalitario proyecta
anticipadamente sobre sus escritos, los cuales pretendían lo contrario: la
semilla de la que nació lo que Karl Kraus llamaba la jerigonza de Moscú. La
indiferencia hacia la expresión lingüística que revela la entrega mecánica de
la intención al cliché tipográfico despierta la sospecha de que se ha frenado
precisamente la dialéctica que constituye el contenido de la teoría y de que el
objeto se subsume a ésta desde arriba, sin negociación. Cuando hay algo que
decir, la indiferencia hacia la forma literaria indica siempre dogmatización
del contenido. Su gesto gráfico es la ciega sentencia de las comillas irónicas.
Theodor Haecker[7] se horrorizaba con razón de que el punto y coma
estuviera agonizando: reconocía en ese hecho que ya no hay quien sepa
escribir un período. Forma parte de esto el miedo a los párrafos de a página
que producía el mercado; el cliente que no quiere esforzarse y al que, para
ganarse la vida, primero se adaptaron los redactores y luego los escritores,
hasta que al final de la propia adaptación inventaron ideologías como la de la
lucidez, la dureza objetiva, la precisión concisa. Pero en esta tendencia
lenguaje y asunto no se pueden separar. Con el sacrificio del período el
pensamiento se hace de corto aliento. La prosa se rebaja a la frase
protocolaria, hija favorita de los positivistas, al mero registro de hechos, y
puesto que la sintaxis y la puntuación desisten del derecho a articular éstos, a
informarlos, a ejercer la crítica sobre ellos, el lenguaje se dispone a capitular
ante lo que meramente es ya antes de que el pensamiento tenga sólo tiempo
para consumar celosamente por sí mismo esta capitulación por segunda vez.
Comienza con la pérdida del punto y coma, termina con la ratificación de la
imbecilidad por la racionalidad purificada de todo añadido.
La sensibilidad del escritor para la puntuación se comprueba en el
tratamiento de los paréntesis. El prudente se inclinará por ponerlos entre
guiones y no entre corchetes, pues el corchete saca totalmente los paréntesis
de la frase, crea por así decir enclaves, cuando nada de lo que aparece en la
buena prosa debe ser prescindible para la estructura global; con la admisión
de tal prescindibilidad, los corchetes renuncian tácitamente a la pretensión de
integridad de la forma lingüística y capitulan ante la zoquetería pedante. En
cambio, los guiones, que apartan a los paréntesis del flujo sin encerrarlos en
prisiones, mantienen en igual medida la relación y la distancia. Pero del
mismo modo que la ciega confianza en su capacidad para hacerlo sería
ilusoria pues esperaría del mero medio lo que únicamente pueden hacer el
lenguaje y el asunto mismo, así de la alternativa entre guiones y corchetes
puede desprenderse lo inadecuadas que son las normas abstractas de
puntuación. Proust, al que nadie llamará fácilmente zoquete y cuya pedantería
no es más que un aspecto de su magnífica capacidad micrológica, trabajó
despreocupadamente con paréntesis, presumiblemente porque en los períodos
largos los paréntesis resultaban tan largos que su mera longitud habría
anulado los guiones. Necesitan diques más firmes para no inundar el período
entero y provocar aquel caos del que cada uno de estos períodos se había
desprendido con enorme esfuerzo. Pero la razón para el uso proustiano de la
puntuación únicamente reside en el diseño de toda su obra novelística: que se
rompa la apariencia de continuo de la narración, que por todas sus ventanas
esté dispuesto a penetrar el narrador asocial para iluminar el oscuro temps
durée con la linterna sorda de un recuerdo en absoluto tan arbitrario. Sus
paréntesis, que interrumpen tanto la imagen gráfica como la dicción, son
monumentos de los instantes en que el autor, cansado de apariencia estética y
desconfiando de la autosuficiencia de los acontecimientos que él después de
todo no va hilando más que a partir de sí, toma abiertamente las riendas.
En relación con los signos de puntuación el escritor se encuentra en
necesidad permanente; si al escribir no se fuera totalmente dueño de uno
mismo, se sentiría la imposibilidad de colocar correctamente ni uno solo y se
dejaría de escribir por completo. Pues las exigencias de las reglas de
puntuación y de la necesidad subjetiva de lógica y expresión no se pueden
unificar: en los signos de puntuación pasa a protesto la letra de cambio
librada al lenguaje por quien escribe. Éste no puede ni confiarse a las reglas
muchas veces rígidas y groseras, ni tampoco ignorarlas, si no quiere caer en
una especie de autodisfrazamiento ni, por llamar la atención sobre lo
inaparente –y la inapariencia es el elemento vital de la puntuación–, herir la
esencia de aquéllas. Pero, a la inversa, si su intención es seria, quizá no
sacrifique nada de lo que busca a algo universal con lo que nadie que escriba
hoy en día puede sentirse total y absolutamente identificado y con lo que en
general solamente podría identificarse al precio del arcaísmo. El conflicto
debe soportarse cada vez, y hace falta mucha fuerza o mucha estupidez para
no desanimarse. Sería en todo caso aconsejable que con los signos de
puntuación se procediera como los músicos con las progresiones armónicas y
vocales prohibidas. Para cada puntuación, como para cada una de tales
progresiones, puede observarse si es portadora de una intención o es
meramente fruto del descuido; y, más sutilmente, si la voluntad subjetiva
rompe brutalmente la regla o si el sentimiento ponderado la piensa
cuidadosamente y la hace vibrar al ponerla en suspenso. Eso se comprobará
especialmente en los signos más inaparentes, las comas, cuya movilidad es la
que más se adapta a la voluntad expresiva, pero que, precisamente por tal
proximidad al sujeto, despliegan la perfidia del objeto y se hacen
especialmente sensibles, con pretensiones de las que difícilmente se las
creería capaces. En todo caso, hoy en día procederá de la mejor manera quien
se atenga a la regla de que mejor por defecto que por exceso. Pues los signos
de puntuación, que articulan el lenguaje y por tanto aproximan la escritura a
la voz, se han separado de ésta como de toda escritura precisamente por su
independencia lógico-semántica y entran en conflicto con su propia esencia
mimética. De esto trata de compensar en algo el empleo ascético de los
signos de puntuación. Todo signo cuidadosamente evitado es una reverencia
que la escritura tributa al sonido al que ahoga.
[1] Enrique el Verde es el protagonista de la novela autobiográfica del mismo título (también
traducido como El gallardo Enrique), publicada por Gottfried Keller en 1854-1855 (reelaborada en
1879-1880). [N. del T.]
[2] Pumpernickel: pan negro de Westfalia. [N. del T.]
[3] Fraktur: la escritura que en los países latinos llamamos gótica. [N. del T.]
[4] Antiqua: escritura de modelo romano. [N. del T.]
[5] Juego de palabras entre Gedanken («pensamiento») y Gedankenstrich («guión»). [N. del T.]
[6] Theodor Woldsen Storm (1817-1888): poeta y novelista alemán, cuya prosa fue evolucionando
desde el romanticismo a un progresivo realismo en los análisis psicológicos, aunque sin llegar nunca a
presentar el mundo burgués como problema. [N. del T.]
[7] Theodor Haecker (1879-1945): filósofo representante del existencialismo católico. El régimen
nazi le prohibió cualquier pronunciamiento público. [N. del T.]
El artista como lugarteniente
La recepción de Paul Valéry en Alemania, hasta hoy no del todo
conseguida, plantea dificultades especiales porque su reivindicación se basa
ante todo en la obra lírica. Ni que decir tiene que la lírica ni remotamente se
puede transponer a una lengua extranjera como sucede con la prosa; de
ningún modo la poésie pure del discípulo de Mallarmé, implacablemente
impermeable a toda comunicación con un grupo hipotético de lectores. Con
razón decía George que la tarea del traductor de lírica en absoluto consiste en
introducir a un autor de otro país, sino en erigirle un monumento en la lengua
propia o, con la formulación que Benjamin dio a la idea, en ampliar y elevar
la lengua propia mediante la irrupción de la obra poética extranjera. Sin
embargo, a pesar de la intransigencia de su gran traductor[1], o quizá gracias
precisamente a ella, el material histórico de la literatura alemana es
impensable sin Baudelaire. El caso de Valéry es totalmente diferente; por lo
demás, ya Mallarmé permaneció también esencialmente cerrado para
Alemania. Que la selección de versos de Valéry en la que Rilke se probó no
consiguiera nada de lo logrado por las grandes obras de traducción de George
ni tampoco por las que por ejemplo Borchardt hizo de Swinburne[2] no
depende solamente de la inaccesibilidad del objeto. Rilke violó la ley
fundamental de toda traducción legítima, la fidelidad a la palabra, y
precisamente con Valéry recayó en la práctica de una imitación poética
aproximada que ni hace justicia al modelo ni tampoco, por la fuerza de su
rigurosa reproducción, se eleva en sí misma a la plena libertad. Basta
comparar con el original la versión que hace Rilke de uno de los poemas más
célebres y de hecho más bellos de Valéry, Les pas, para darse cuenta de la
mala estrella que guió el encuentro.
Pero ahora bien, como se sabe, la obra de Valéry de ningún modo se
compone meramente de lírica, sino también de prosa de índole
verdaderamente cristalina, que se mueve provocativamente por la angosta
cresta entre la configuración estética y la reflexión sobre el arte. En Francia
se encuentran jueces sumamente competentes, entre ellos Gide, que incluso
conceden el mayor peso a esta parte de la producción de Valéry. Con
excepción de Monsieur Test y Eupalinos, hasta hoy en Alemania también ha
sido apenas conocida. Si vengo aquí a hablar de uno de los libros en prosa, no
es meramente para dar al conocido nombre de un autor desconocido un poco
de resonancia que él no necesitaría mendigar, sino para, con la fuerza objetiva
inherente a su obra, atacar la terca antítesis entre arte comprometido y puro.
Ésta es un síntoma de la funesta tendencia a la estereotipia, al pensamiento en
fórmulas rígidas y esquemáticas, tal como la produce por doquier la industria
cultural y como ha penetrado también desde hace tiempo en el ámbito de la
consideración estética. La producción amenaza con polarizarse en por un lado
los estériles administradores de los valores eternos y por otro los poetas de la
catástrofe, a los cuales uno a veces ya no sabe si los campos de concentración
no les sirven estupendamente como encuentro con la nada. Quisiera mostrar
qué contenido histórico y social alienta precisamente en la obra de Valéry, la
cual se niega todo cortocircuito con la praxis; quisiera dejar claro que la
persistencia en la inmanencia formal de la obra de arte no tiene
necesariamente que ver con la preconización de ideas inalienables pero
deterioradas y que en tal arte y en el pensamiento que de él se nutre y le
equivale puede revelarse un saber de las transformaciones históricas de la
esencia más profundo que en manifestaciones que pretenden tan
ansiosamente la transformación del mundo que amenaza con escapárseles la
pesada carga precisamente del mundo que se trata de transformar.
El libro al que me refiero es de fácil acceso. En alemán ha aparecido en la
Biblioteca Suhrkamp con el título de Danza, dibujo y Degas[3]. La
traducción es de Werner Zemp[4]. Es atractiva, aunque no siempre reproduce
tan profundamente como requiere la gracia, con infinito esfuerzo conseguida,
del texto de Valéry. Pero, a cambio, sí conserva el elemento de ligereza como
tal, el carácter de arabesco y la paradójica relación de éste con el pensamiento
cargado al máximo; por lo menos, del tomito difícilmente emanará el terror
de la ininteligibilidad. Envidia produce la facultad de Valéry para formular
juguetona, etéreamente, las experiencias más sutiles y difíciles, tal como él
mismo se propone como programa al comienzo del libro sobre Degas: «Así
como a veces un lector algo distraído pasea el lápiz por los márgenes de un
libro y, por su distracción y el humor de la punta, esboza figurillas o vagos
ramajes junto al texto impreso, así quiero yo escribir lo que sigue, según el
antojo y el capricho, al margen de este par de estudios de Edgar Degas.
Acompaño estas imágenes con algo de texto que no es necesario leer, o no de
un tirón, y que únicamente mantiene con estos dibujos una conexión laxa, es
más, no está en absoluto en ninguna relación inmediata con ellos» (7 [13]).
Esta facultad de Valéry no es justo reducirla al talento de los latinos para la
forma que una y otra vez se aduce como tapagujeros, ni tampoco al
excepcional suyo propio. Se alimenta del infatigable impulso a objetivar y, en
palabras de Cézanne, realizar, que no tolera nada oscuro, no aclarado,
irresuelto; para el que la transparencia hacia afuera se convierte en medida
del éxito en el interior.
Tanto más fácilmente podría causar sin duda escándalo que un filósofo
hable sobre un libro que un poeta esotérico escribió sobre un pintor
obsesionado por la artesanía. Prefiero aclarar de antemano este escrúpulo que
provocarlo ingenuamente; sobre todo porque con ello se abre un acceso al
asunto mismo. No considero tarea mía pronunciarme sobre Degas, ni
tampoco me siento a la altura de esa tarea. Los pensamientos de Valéry a los
que me quisiera referir van todos más allá del gran pintor impresionista. Pero
se han adquirido gracias a esa proximidad con el objeto artístico de la que
solamente es capaz quien él mismo produce con la máxima responsabilidad.
Las grandes intuiciones sobre el arte se deben en general o bien a la distancia
absoluta, como consecuencia del concepto, sin dejarse perturbar por el
llamado entendimiento en arte, como en Kant o también en Hegel, o bien a tal
absoluta proximidad, a la actitud de quien se queda tras las bambalinas, de
quien no es público, sino que co-realiza la obra de arte bajo el aspecto del
hacer, de la técnica. El entendido medio, por empatía, en arte, el hombre de
gusto, corre, por lo menos hoy y probablemente ya de siempre, el peligro de
errar las obras de arte por rebajarlas a proyecciones de su contingencia en
lugar de someterse a la disciplina objetiva de aquéllas. Valéry ofrece el caso
casi único del segundo tipo, de aquel que sabe de la obra de arte por métier,
el preciso proceso de trabajo, pero en el cual este proceso se refleja enseguida
tan felizmente que se transmuta en la intuición teórica, en aquella
universalidad buena que no omite lo particular sino que lo conserva en sí y
por la fuerza del propio movimiento lo lleva a lo vinculante. Él no filosofa
sobre arte sino que, en una consumación, por así decir sin ventanas, de la
configuración misma, abre brecha en la ceguera del artefacto. Expresa así
algo del compromiso que hoy en día pesa sobre toda filosofía consciente de sí
misma; el mismo compromiso que, en el polo opuesto, el concepto
especulativo, logró Hegel en Alemania hace ciento cuarenta años. El
principio del l’art pour l’art, exacerbado hasta la consecuencia extrema, con
Valéry se trasciende a sí mismo, fiel a la frase de las Afinidades electivas de
que todo lo perfecto en su especie apunta más allá de su especie. La
consumación del proceso espiritual estrictamente inmanente a la obra de arte
misma significa al mismo tiempo: superar la ceguera y la parcialidad de la
obra de arte. No por otra cosa han girado siempre los pensamientos de Valéry
en torno a Leonardo da Vinci, en el cual al principio de la época se pone, sin
mediación, precisamente aquella identidad de arte y conocimiento que al
final, a través de cien mediaciones, ha encontrado en Valéry una magnífica
autoconsciencia. La paradoja en torno a la que se ordena la obra de Valéry y
que también se anuncia una y otra vez en el libro sobre Degas no es otra que
el hecho de que en toda manifestación artística y en todo conocimiento de la
ciencia de lo que se está hablando es de todo el hombre y de toda la
humanidad, pero esta intención no puede realizarse sino mediante una
división del trabajo olvidada de sí misma y brutalmente exacerbada hasta el
sacrificio de la individualidad, hasta la autoentrega de cada hombre
individual.
Estos pensamientos no los introduzco yo arbitrariamente en Valéry: «Lo
que llamo el “gran arte” es, en una palabra, el arte que reclama para sí todas
las facultades de un hombre y cuyas obras son tales que todas las facultades
de otro tienen que sentirse llamadas y ponerse a contribución para
entenderlas…» (138 [69]). Precisamente eso es lo que, con una sombría
mirada de reojo a la filosofía de la historia, se exige también del artista
mismo, quizá justamente en recuerdo de Leonardo: «Más de uno exclamará
aquí: ¡qué más da! Yo por mi parte creo que es bastante importante que en la
producción de la obra de arte intervenga el hombre completo. Pero ¿cómo es
posible que a lo que hoy se cree poder descuidar sin más se le diera antaño
tanta importancia? Un aficionado, o un conocedor de los tiempos de Julio II o
de Luis XIV, se asombraría sobremanera de enterarse de que casi todo lo que
a él le parecía esencial en la pintura está hoy en día no sólo descuidado, sino
que resulta absolutamente irrelevante para las intenciones del pintor y para
las exigencias del público. Es más, cuanto más refinado ese público, más
avanzado, lo cual quiere decir que tanto más alejado está de aquellos ideales
antiguos. Pero de lo que uno se aleja así es del hombre total. El hombre
entero se muere» (135-136 [68]). Dejemos de lado si la expresión «hombre
entero», que comporta penosas asociaciones[5], ofrece la adecuada
traducción de lo que Valéry quería decir; pero en todo caso apunta al hombre
indiviso, aquel cuyos modos de reacción y facultades no están disociadas
ellas mismas, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones
aprovechables, según el esquema de la división social del trabajo.
Pero Degas, la insaciabilidad de cuya exigencia para consigo mismo
desemboca según Valéry en esta idea del arte, no es presentado por éste como
el extremo opuesto de un genio universal, a pesar de que el pintor no sólo
trabajó, según es sabido, como escultor, sino que también escribió sonetos, a
propósito de los cuales entabló memorables controversias con Mallarmé.
Valéry dice de él: «El trabajo, el dibujo se habían vuelto en él una pasión, un
riguroso ejercicio, objeto de una mística y una ética que se bastaban a sí
mismas, una preocupación suprema que superaba absolutamente a cualquier
otro asunto, un impulso a tareas nunca resueltas, precisamente delimitadas,
que le liberaba de cualquier otra curiosidad. Era y quería ser especialista en
un dominio que puede elevarse hasta una cierta universalidad» (114 [58]).
Tal elevación de la especialización a la universalidad, la obstinada
intensificación de la producción según la división del trabajo, contiene según
Valéry el potencial de una posible reacción contra aquella desintegración de
las facultades humanas –en la más reciente terminología de la psicología se
diría: la debilitación del yo– de la que se ocupa la especulación de Valéry.
Éste cita una declaración hecha por Degas a los setenta años: «Hay que tener
una elevada opinión no tanto de lo que se está haciendo en este momento
como más bien de lo que un día se podrá hacer; sin esto no vale la pena
trabajar» (114 [59]). Valéry lo interpreta así: «Así habla el verdadero orgullo,
antídoto de cualquier vanidad. Del mismo modo que el jugador medita febril
sobre sus partidas y por la noche se ve acosado por el espectro del tablero de
ajedrez o de la mesa de juego sobre la que caen las cartas, atribulado por
combinaciones tácticas y soluciones tan emocionantes como nulas, así
también el artista que lo es esencialmente. Un hombre que no se sienta
continuamente asediado por un presente que lo llene tan intensamente es un
hombre sin determinación: un terreno baldío. El amor, sin duda, y la
ambición lo mismo que la codicia, reclaman mucho espacio en la vida de un
hombre. Pero la existencia de una meta segura y la certeza a ésta ligada de
que está cerca o lejos, alcanzada o no alcanzada, trazan determinados límites
a esas pasiones. Por el contrario, el deseo de crear algo de lo que emane un
mayor poder o perfección que los que de nosotros mismos esperamos aleja a
una distancia infinita de nosotros el objeto en cuestión, que se escapa y se
niega en cada uno de los instantes terrenales. Todo progreso por nuestra parte
lo aleja tanto como lo embellece. La idea de dominar por completo la técnica
de un arte, de estar alguna vez en condiciones de poder disponer de sus
medios tan seguramente y sin esfuerzo como uno dispone del uso normal de
sus sentidos y miembros es de aquellas fantasías a las que algunos hombres
tienen que reaccionar con una tenacidad infinita, con esfuerzos, ejercicios y
tormentos infinitos» (114-116 [59]). Y Valéry resume la paradoja de la
especialización universal: «Flaubert, Mallarmé, cada uno en su campo y a su
modo, son ejemplos literarios de la plena consunción de una vida al servicio
de la imaginaria exigencia omnicomprensiva que atribuían al arte de escribir»
(116 [59]).
Permítaseme recordar mi afirmación de que el desacreditado artista y esteta
Valéry comprende más profundamente la esencia social del arte que la
doctrina de su inmediata aplicación práctico-política. Aquí se la puede
encontrar corroborada. Pues la teoría de la obra de arte comprometida, tal
como hoy en día circula por todas partes, sin darse cuenta pasa por alto el
hecho absolutamente dominante en la sociedad de mercado de la alienación
entre los hombres tanto como entre el espíritu objetivo y la sociedad que éste
expresa y rige. Quiere que el arte hable inmediatamente al hombre, como si
en un mundo de mediación universal se pudiese realizar inmediatamente lo
inmediato. Pero con ello precisamente degrada palabra y forma a meros
medios, a elemento del sistema de efectos, a manipulación psicológica, y
socava la coherencia y la lógica de la obra de arte, la cual ya no ha de
desplegarse según la ley de la propia verdad, sino seguir la línea de mínima
resistencia de los consumidores. Valéry es actual y el contraejemplo de aquel
esteta en que lo convirtió el vulgar prejuicio, pues al espíritu pragmático y de
corto aliento opone la exigencia de una causa inhumana por mor de lo
humano. Pero que la división del trabajo no puede eliminarse negándola, ni la
frialdad del mundo racionalizado aconsejando irracionalidad, es una verdad
social que el fascismo demostró del modo más patente. Sólo por un más, no
por un menos de razón pueden sanar las heridas que el instrumento razón
inflige en el todo irracional de la humanidad.
Con respecto a esto Valéry no adoptó ni ingenuamente la posición del
artista aislado y alienado, ni hizo abstracción de la historia, ni se hizo
ilusiones sobre el proceso social que terminó en la alienación. Contra los
arrendatarios de la interioridad privada, la astucia que bastante a menudo
cumple su función en el mercado pregonando la pureza de quien no mira ni a
derecha ni a izquierda, él cita una frase muy hermosa de Degas: «De nuevo
uno de aquellos eremitas que saben cuándo sale el próximo tren» (129 [65]).
Con toda dureza, sin ningún añadido ideológico, más desconsideradamente
de lo que podría ser cualquier teórico de la sociedad, Valéry expresa la
contradicción del trabajo artístico como tal con las condiciones sociales de la
producción material hoy dominantes. Como más de cien años antes Carl
Gustav Jochmann[6] en Alemania, acusa al arte mismo de arcaísmo: «A
veces se me ocurre la idea de que el trabajo del artista es un trabajo de índole
todavía totalmente primitiva; el artista mismo es algo superviviente;
perteneciente a una clase de obreros o artesanos en vías de extinción, que
realiza trabajo doméstico aplicando métodos y experiencias sumamente
personales y empíricos; vive en confusión familiar con sus instrumentos,
ciego a su entorno, sólo ve lo que quiere ver; se sirve para sus fines de ollas
rotas, trastos caseros e innumerables cachivaches más… ¿Cambiará alguna
vez esta situación y quizá, en lugar de este ser extraño que utiliza
instrumentos tan ampliamente dependientes del azar, un día se encontrará a
un señor rigurosamente vestido de blanco, provisto de guantes de goma en su
laboratorio de pintura, que se atenga a un estricto horario muy preciso,
disponga de aparatos muy especializados e instrumentos selectos: cada cosa
en su sitio, cada cosa reservada para un empleo determinado…? Hasta ahora,
por supuesto, todavía no se ha eliminado de nuestro hacer el azar, como
tampoco de la técnica el misterio, del horario la borrachera; pero no garantizo
nada» (33-34 [24]). La utopía irónicamente presentada por Valéry podría
seguramente describirse como el intento de mantener la fidelidad a la obra de
arte y liberarla al mismo tiempo, por la modificación del procedimiento, de la
mentira que parece desfigurar a todo el arte, y especialmente a la lírica, la
cual se mueve bajo las condiciones tecnológicas dominantes. El artista debe
transformarse en instrumento, incluso convertirse en cosa, si no quiere
sucumbir a la maldición del anacronismo en medio de un mundo reificado.
Valéry resume el proceso del dibujo en una frase: «El artista da un paso
adelante y uno atrás, tan pronto se inclina de este lado como del otro, entorna
los ojos, se comporta como si todo su cuerpo fuera un accesorio de sus ojos,
como si él mismo fuera de pies a cabeza un mero instrumento al servicio del
apuntar, puntear, rallar, precisar» (67 [39]). Con esto arremete Valéry contra
aquella noción infinitamente difundida de la esencia de la obra de arte que,
según el modelo de la propiedad privada, atribuye ésta a quien la ha
producido. Mejor que nadie sabe él que de su obra al artista sólo le
«pertenece» lo mínimo; que en verdad el proceso de la producción artística, y
por tanto también el despliegue de la verdad contenida en la obra de arte,
tiene la rigurosa forma de una legalidad forzada por el asunto, y que frente a
ésta la tan cacareada libertad creadora del artista carece de peso. En esto
coincide con otro artista de su generación, igual de consecuente, también
igual de incómodo, Arnold Schönberg, que en su último libro, Style and
Idea[7], todavía desarrolla que la gran música consiste en el cumplimiento de
«obligations», de obligaciones, que el compositor, por así decir, contrae con
la primera nota. Con el mismo espíritu dice Valéry: «En todos los terrenos el
hombre verdaderamente fuerte es aquel que mejor comprende que a uno no le
regalan nada, que todo tiene que hacerse, comprarse; y quien tiembla cuando
no nota resistencias; quien se las crea él mismo… Para éste la forma es una
decisión fundada…» (120 [61]). En la estética de Valéry impera una
metafísica de lo burgués. Al final de la época burguesa quiere él purificar al
arte de la tradicional maldición de su insinceridad, hacerlo honesto. Le exige
que pague las deudas que inevitablemente toda obra de arte contrae al
presentarse como real sin ser real. Se admiten dudas sobre si la noción de
obra de arte que tienen Valéry y Schönberg como una especie de proceso de
intercambio es toda la verdad, si no está sujeta precisamente a aquella
constitución de la existencia con la que la concepción de Valéry prohíbe
jugar. Pero hay algo de liberador en la autoconsciencia que el arte burgués
acaba por lograr de sí como burgués en cuanto que se toma en serio como la
realidad que no es. El hermetismo de la obra de arte, la necesidad de su
impronta en sí, la han de curar de la contingencia por la que queda a
remolque de la constricción y el peso de lo real. En el momento de la
obligación objetiva, no en un desdibujamiento de los límites entre los
ámbitos, es donde ha de buscarse la afinidad de la filosofía del arte de Valéry
con la ciencia y no en último lugar su afinidad electiva con Leonardo.
La relevancia que concede a la técnica y la racionalidad frente a la mera
intuición que se ha de sobrepujar; el realce del proceso frente a la obra
acabada de una vez para siempre, no pueden sin embargo entenderse del todo
únicamente sobre el trasfondo del juicio de Valéry acerca de las amplias
tendencias evolutivas del arte más reciente. En éste percibe él un retroceso de
las fuerzas constructivas, un abandono a la receptividad sensible; en resumen
y en verdad, precisamente el debilitamiento de las fuerzas humanas, del
sujeto total al que él refiere todo arte. Las palabras que, a modo de despedida,
dedica a la poesía y la pintura de la era impresionista acaso puedan
entenderse del mejor modo en Alemania si se las aplica a Richard Wagner y a
Strauss, a los cuales involuntariamente retratan: «Una descripción se
compone de frases que, en general, pueden intercambiarse unas por otras: yo
puedo describir una habitación por medio de una serie de frases cuya
sucesión es más o menos indiferente. La mirada vaga como quiere. Nada es
más natural y más cercano a la “verdad” que este vagabundeo, pues… la
“verdad” es lo dado por el azar… Pero si esta aproximación no vinculante,
junto con la costumbre de ligereza que de ella resulta, comienza a predominar
en las obras, podría acabar por llevar a los escritores a renunciar a toda
abstracción, del mismo modo en que dispensará al lector de siquiera la más
mínima obligación de atención, para hacerle receptivo, única y
exclusivamente, a los efectos momentáneos, al poder de convicción del
shock… Esta manera de crear arte, sin duda defendible en principio y a la que
tantas cosas de admirable belleza se han de agradecer, lleva de todos modos,
lo mismo que el abuso que se ha hecho del paisaje, a un debilitamiento de la
faceta espiritual del arte» (135 [68]). Y poco después, aún más radicalmente:
«El arte moderno tiende a explotar casi exclusivamente el aspecto sensorial
de nuestra facultad sensible a costa de la sensibilidad general o afectiva, a
costa también de nuestras fuerzas constructivas, así como de nuestra
capacidad de añadir duraciones temporales y, con la ayuda del espíritu, de
realizar transformaciones. Sabe de maravilla cómo excitar la atención, y usa
cualquier medio para excitarla: tensiones extremas, contrastes, enigmas,
sorpresas. A veces, gracias a sus sutiles medios o a la audacia de la ejecución,
obtiene botines muy valiosos: estados sumamente complejos o sumamente
efímeros, valores irracionales, sensaciones apenas en germen, resonancias,
concordancias, premoniciones de incierta profundidad… Pero estas ganancias
tienen un precio» (136-137 [68-69]).
Sólo aquí se descubre completamente el contenido de verdad objetivo y
social de Valéry. Él representa la antítesis a las alteraciones antropológicas
ocurridas bajo la cultura de masas tardoindustrial, dominada por regímenes
totalitarios o consorcios gigantescos, y que reduce a los hombres a meros
aparatos receptores, puntos de referencia de los conditioned reflexes, y
prepara por tanto la situación de dominio ciego y nueva barbarie. El arte que
él propone a los hombres tal como éstos son significa fidelidad a la imagen
posible del hombre. La obra de arte que exige lo máximo de la propia lógica
y de la propia exactitud así como de la concentración del receptor es para él
símil del sujeto dueño y consciente de sí mismo, de quien no capitula. No por
otra razón cita con entusiasmo una declaración de Degas contra la
resignación. Toda su obra es una protesta contra la tentación mortal de
facilitarse las cosas renunciando a toda la felicidad y a toda la verdad. Mejor
perecer en lo imposible. El arte densamente organizado, articulado sin
lagunas y, precisamente por su fuerza consciente, totalmente sensualizado
que le fascina es de difícil realización. Pero encarna la resistencia contra la
indecible presión que lo que meramente es ejerce sobre lo humano.
Representa lo que algún día podríamos ser. No atontarse, no dejarse engañar,
no ser cómplice: ésos son los comportamientos sociales que se decantaron en
la obra de Valéry, la cual se niega a jugar el juego del falso humanismo, del
consentimiento social con la degradación del hombre. Para él construir obras
de arte significa negarse al opio en que se ha convertido el gran arte sensible
a partir de Wagner, Baudelaire y Manet; rechazar la humillación que hace de
las obras medios y de los consumidores víctimas de la manipulación
psicotécnica.
Se trata del derecho social del Valéry etiquetado como esotérico, de
aquello que de su obra afecta a cada cual, también y precisamente porque
desprecia hablar al gusto de nadie. Pero espero una objeción y no quisiera
tomármela a la ligera. Cabe preguntar si en la obra y la filosofía de Valéry,
después de lo que ha pasado y aún amenaza, el arte mismo no está
desmesuradamente sobreestimado; si no pertenece por eso mismo a ese siglo
XIX cuya insuficiencia estética tan claramente percibió. Puede además
preguntarse si, pese al giro objetivo de la interpretación de la obra de arte, no
impone, por ejemplo como Nietzsche, una metafísica del artista. Sobre si
Valéry, o también Nietzsche, han sobrevalorado el arte no me atrevo a
decidir. Pero sí que me gustaría decir, para acabar, algo sobre la cuestión de
la metafísica del artista. El sujeto estético de Valéry, sea él mismo, Leonardo
o Degas, no es sujeto en el sentido primitivo del artista que se expresa. Toda
la concepción de Valéry se dirige contra esta noción, contra la entronización
del genio, tal como en especial en la estética alemana está tan profundamente
arraigada desde Kant y Schelling. Lo que exige del artista, la autolimitación
técnica, el sometimiento al asunto, no tiende a la limitación, sino a la
ampliación. El artista que porta la obra de arte no es el individuo que en cada
caso la produce, sino que mediante su trabajo, mediante la actividad pasiva,
él se convierte en lugarteniente del sujeto total social. Al someterse a la
necesidad de la obra de arte, elimina de ésta todo lo que meramente podría
deberse a la contingencia de su individuación. Pero en tal lugartenencia del
sujeto total social, precisamente de ese hombre total, indiviso, al que apela la
idea de lo bello de Valéry, se piensa al mismo tiempo una situación que anule
el destino de ciego aislamiento, en la que por fin el sujeto total se realice
socialmente. El arte que llegara a sí mismo como consecuencia de la
concepción de Valéry trascendería al arte mismo y se consumaría en la vida
recta de los hombres.
[1] Stefan George tradujo al alemán a Baudelaire entre otros poetas simbolistas franceses. [N. del T.]
[2] Charles Swinburne (1837-1909: poeta, dramaturgo y crítico inglés. Revolucionario radical (en
1848 y en 1870), en lo moral influido por Sade, admirador de Hugo y Baudelaire, amigo de Mazzini, la
conjugación en sus obras de un erotismo extremo con la búsqueda del ideal de la libertad total lo
convirtió en uno de los máximos exponentes literarios de las revueltas políticas de su tiempo. [N. del
T.]
[3] Cfr. Paul Valéry, Tanz, Zeichnung und Degas, trad. alem. de Werner Zemp, Berlín, Frankfurt am
Main, s. a. [1951] [ed. esp.: «Danza Dibujo Degas», en Piezas sobre arte, Madrid, Visor, 1999, pp. 1387]. – Las cifras entre paréntesis en lo que sigue se refieren a las páginas de este volumen [entre
corchetes las de la edición española citada].
[4] Werner Zemp (1906-1959): traductor y editor alemán. [N. del T.]
[5] «Vollmensch» [«hombre entero»] recuerda a expresiones racistas como «volldeutsch» [«alemán
puro»] o «vollrassisch» [«de raza pura»]. [N. del T.]
[6] Carl Gustav Jochmann (1789-1830): filósofo y esteta alemán, autor de un libro de tan
significativo título como Regresiones de la poesía. [N. del T.]
[7] Style and idea, Londres, Williams and Norgate, Ltd., 1951 [ed. esp.: El estilo y la idea, Madrid,
Taurus, 1963]. [N. del T.]
Notas sobre literatura II
Sobre la escena final de Fausto
No pocas cosas en la presente coyuntura histórica hablan en favor del
alejandrinismo, la inmersión interpretativa en los textos tradicionales.
Expresar inmediatamente intenciones metafísicas da vergüenza; atreverse a
hacerlo sería exponerse a ser regocijadamente mal entendido. Hoy en día
desde luego también está prohibido adscribir ningún sentido a lo que existe, e
incluso negarse a ello, el nihilismo oficial, ha degenerado en mensaje
positivo, una contribución a la ilusión, que siempre que es posible justifica la
desesperación en el mundo como su contenido esencial: Auschwitz como
situación límite. De ahí que el pensamiento busque refugio en los textos. En
ellos se descubre lo propio omitido. Pero no es lo mismo: lo descubierto en
los textos no hace patente lo omitido. Es en tal diferencia donde se expresa lo
negativo, la imposibilidad; un «Ah, si así fuera» tan alejado de la seguridad
de que lo sea como de que no. La interpretación no se incauta de lo que
encuentra como verdad válida y, sin embargo, sabe que, sin la luz cuya estela
sigue en los textos, no habría ninguna verdad. La colorea como la pena
insospechada por la afirmación de sentido y convulsivamente negada por la
insistencia en lo que es el caso. El gesto del pensamiento interpretativo
equivale al «Ni negar ni creer» de Lichtenberg[1], que no entiende quien
quiera equipararlo al mero escepticismo. Pues la autoridad de los grandes
textos es, secularizada, aquélla inalcanzable a la que la filosofía en cuanto
doctrina aspira. Considerar los textos profanos como sagrados, ésa es la
respuesta al hecho de que toda trascendencia se ha trasplantado a lo profano y
únicamente sobrevive cuando se oculta. El viejo concepto blochiano de
intención simbólica apunta sin duda a este tipo de interpretación.
Ya el viejo Goethe tuvo que afrontar la contradicción, hoy convertida en
divergencia irreconciliable, entre el lenguaje íntegramente poético y el
comunicativo. La segunda parte de Fausto escapó a un deterioro del lenguaje
cuyo curso quedó establecido en el momento en que el discurso
reificadamente corriente invadió al de la expresión, el cual pudo oponerle tan
poca resistencia porque los dos medios antagonistas eran a la vez, sin
embargo, el mismo, nunca completamente separados el uno del otro. Lo que
en el estilo tardío de Goethe se considera forzado son sin duda las cicatrices
que le quedaron a la palabra poética de la defensa contra la comunicativa, a la
que a veces ella misma se parecía. Pues de hecho Goethe no cometió ningún
acto de violencia contra el lenguaje. Él no rompió, como al final resultaba
inevitable, con la comunicación, ni exigió de la palabra pura una autonomía
que, contaminada por la consonancia con la palabra del comercio, resulta
siempre precaria. Por el contrario, su esencia restitutiva trata de que la
contaminada despierte como poética. Eso no podía lograrse en ninguna
aislada, del mismo modo que en la música un acorde de séptima disminuida,
tras la afrenta infligida por la vulgaridad del salón, nunca vuelve a sonar
como aquel poderoso al comienzo de la última sonata para piano de
Beethoven. Pero el giro raído y degradado hasta convertirse en metáfora se
inflama sin duda de nuevo cuando se lo toma literalmente. Este instante
alberga en sí la eternidad del lenguaje en la conclusión del Fausto. El Pater
Profundus celebra, como «amoroso en el bramar», el «rayo que cayó
flameante / para mejorar la atmósfera / portadora de ponzoña y bruma en su
seno» (vv. 11.876-81)[2]. Con el propósito de mejorar la atmósfera se
justifica desde entonces el más triste comunicado de un consejo cuando
quiere ocultar al intimidado populacho el hecho de que una vez más no se ha
hecho nada. Aunque la abominable costumbre ya no sea una canibalización
de la frase de Goethe, cuyo conocimiento por supuesto difícilmente cabe
esperar de los señores amantes de las citas, ya en tiempos de Goethe la
socorrida frase tenía poco de feliz. Pero él la inserta en la representación del
abismo y la cascada que, en enorme vuelco, transmuta la de la catástrofe
permanente en una expresión de bendición. «Mejorar la atmósfera» es obra
de los temibles mensajeros del amor que devuelven el hálito del primer día a
los asfixiados por el vulturno. Redimen de la banalidad que no deja de haber
y al mismo tiempo sancionan el pathos de las fragorosas imágenes naturales
como el de una sublime conformidad a fin. Cuando, pocos versos antes del
final, la Mater Gloriosa exclama: «¡Ven! ¡Elévate a las más altas esferas!»
(v. 12.094)[3], su lema se transforma en el vano lamento de la madre
burguesa por la falta de sentido de la realidad de su vástago, el cual con harto
contento permanece allí, en la certeza sensible de un paisaje cuyos
desfiladeros conducen a una «atmósfera más elevada». –
«Melindrosamente»[4] es una palabra peyorativa, que probablemente lo era
también entonces. Pero cuando la Magna Peccatrix implora «por los rizos
que tan melindrosamente / secaron los miembros santos»] (vv. 12.043-4)[5],
la forma se completa con la fuerza verbal de la determinación adverbial,
recibe la delicadeza del cabello, signo del amor erótico, en el aura del
celestial. Lo inalcanzable se convierte en acontecimiento aquí, en el lenguaje.
Los extremos se tocan: uno encuentra divertido el verso de Friederike
Kempner que, en lugar del él mismo ya imposible Miträupchen, habla del
Miteräupchen a fin de, mediante la e soberanamente añadida, proveer la
sílaba que le faltaba a su troqueo[6]. Del mismo modo, en una carrera
llevando un huevo en una cuchara un muchacho torpe sujeta el huevo contra
la regla a fin de llevarlo incólume a la meta. Pero la escena final de Fausto
emplea el mismo recurso cuando el Pater Seraphicus habla del torrente de
agua que cae (11.911)[7]; también en Pandora Goethe emplea [mal]
«esquivado»[8]. La explicación filológica de que se trata de una forma de la
preposición del alemán altomedieval no palía la sorpresa que el arcaísmo,
indicio de un apuro métrico, pudiera causar. Pero sí la inconmensurable
distancia de un pathos que desde la primera nota está tan lejos de la ilusión
del habla natural que nadie pensaría en ésta ni en reírse. El paso de lo sublime
a lo ridículo, como se sabe mínimo, es decisivo en el estilo elevado; sólo lo
que se lleva al borde de la ridiculez tiene tanto peligro en sí que lo redentor se
enfrenta a ello y vence. A la gran poesía le es esencial la suerte que la salva
de la caída. Lo arcaico de la sílaba, sin embargo, no se transmite como
evocación en vano romantizante de un estrato lingüístico irrecuperable, sino
como enajenación del actual, del cual sustrae. Eso la convierte en portadora
de esa modernidad asocial de la que el estilo tardío de Goethe no ha perdido
nada hasta hoy. El anacronismo acrecienta la fuerza del pasaje. Éste conlleva
el recuerdo de algo primordial, el cual revela la del habla apasionada como
una presencia del plan del mundo; como si desde el principio hubiera estado
decidido así y no de otro modo. Quien así escribía podía también hacer que
un par de versos más abajo el coro de los niños bienaventurados cantara
«Entrelazad las manos / en un alegre corro» (11.926-7)[9], sin que lo que
luego pasó con la palabra corro perjudicara al nombre. La paradójica
inmunidad a la historia es el sello de autenticidad de esa escena.
En la estrofa de la Mulier Samaritana de San Juan aparece –una vez más
por mor del verso, una vez más haciendo de la necesidad virtud– Abram en
lugar de Abraham (12.046)[10]. A la luz del exótico nombre la conocida
figura del Viejo Testamento, recubierta de innumerables asociaciones, se
convierte abruptamente en el caudillo de una tribu nómada oriental. Su fiel
recuerdo es arrancado a la tradición canonizada con poderoso arrebato. La
tierra tantas veces prometida se convierte en una prehistoria presente.
Expandido más allá de los relatos de los patriarcas contraídos hasta el idilio,
adquiere color y contorno. El pueblo elegido es judío como griega la imagen
de la belleza en el tercer acto. Si la cuidadosamente escogida designación del
Chorus Mysticus en la estrofa conclusiva dice algo más que el vago cliché de
una metafísica dominical, entonces los contenidos, lo quisiera Goethe o no,
aluden a la mística judía. La cadencia judía del éxtasis, enigmáticamente
disimulada en el texto, motiva el movimiento de las esferas de ese cielo que
se abre por encima del bosque, el acantilado y el desierto. La invocación del
Pater Extaticus: «¡Flechas, atravesadme, / lanzas, subyugadme, / mazas,
hacedme trizas, / rayos, fulminadme!» (11.858-61)[11]; por entero los versos
del Pater Profundus: «¡Oh Dios!, ¡calma los pensamientos, / ilumina mi
turbado corazón!» (11.888-9)[12], son los de una voz hasídica[13],
procedente de la potencia cabalística de la gewura[14]. Ése es «el pozo al que
ya antaño / llevó Abram sus reses» (12.045-6)[15], y ahí se inflamó la
composición de Mahler en la Octava sinfonía.
Quien no quiera que Goethe acabe entre las esculturas en yeso que rodean
su propia casa en Weimar no puede esquivar la cuestión de por qué su poesía
es llamada con razón bella a pesar de las prohibitivas dificultades para una
respuesta que plantea la gigantesca sombra de la autoridad histórica de su
obra. La primera sería sin duda una peculiar cualidad de grandeza que no se
ha de confundir con monumentalidad, pero parece desafiar la definición más
precisa. Quizá lo más parecido sea la sensación de respirar al aire libre. No es
una sensación inmediata de lo infinito, sino que se produce allí donde se va
más allá de algo finito, limitado; la relación con esto le impide evaporarse en
un vacío entusiasmo cósmico. La grandeza misma es experimentable en
aquello que ella sobrepasada; no es en esto en lo que menos electivamente
afín es Goethe a la idea de Hegel. En la escena final de Fausto, esta grandeza
puramente presente en la forma lingüística es una vez más la de la
contemplación de la naturaleza como en la lírica juvenil. Pero su
trascendencia puede calificarse de concreta. La escena comienza con el
bosque que se balancea, la incomparable modificación de un motivo del
Macbeth de Shakespeare, al que se despoja de su contexto mítico: el canto de
los versos hace que la naturaleza se mueva. Poco después el Pater Profundus
empieza: «Como el cantil de rocas a mis pies / descansa sobre el fondo del
abismo, / como mil arroyos manan fúlgidos / hasta la terrible caída de la
espuma de la corriente, / tan recto como con poderoso impulso propio / el
tronco se levanta por los aires: / así es el amor omnipotente / que da forma a
todo, que todo lo cobija» (11.866-73)[16]. Los versos se refieren al escenario,
un paisaje jerárquicamente dividido, que asciende por niveles. Pero en lo que
en él sucede, la caída del agua, parece como si el paisaje expresara la historia
de su propia creación alegóricamente. El ser del paisaje se detiene como símil
de su devenir. Es este devenir encerrado en él lo que hace que, en cuanto
creación, se asemeje al amor, cuyo imperio se celebra en la ascensión de la
parte inmortal de Fausto. Cuando la palabra de la historia natural invoca la
existencia caída como amor, se revela el aspecto de reconciliación de lo
natural. En la rememoración del propio ser natural descolla por encima de su
sumisión a la naturaleza.
Lo limitado como condición de la grandeza tiene en Goethe, lo mismo que
en Hegel, su aspecto social: lo burgués como mediación de lo absoluto. Las
dos cosas chocan violentamente. Tras los enfáticos versos: «A quien siempre
se esfuerza afanosamente, / a ese podemos salvar» (11-936-7)[17], que no en
vano se encierran entre comillas[18], máxima del ascetismo intramundano,
los ángeles continúan: «Y si en él el amor ha de hecho / participado desde las
alturas, / sale a su encuentro el cortejo beatífico / con bienvenida cordial»
(11.938-41)[19]: como si a lo máximo a que aspira la poesía sólo se añadiera
al esfuerzo como un accidente suplementario; el «gar»[20] levanta
didácticamente el índice. Del mismo espíritu es el nimio y condescendiente
elogio de Margarita como la «buena alma, / que una vez sólo se olvidó de sí»
(12.065-6)[21]. Para demostrar su propia generosidad, el comentarista señala
que en el cielo no se cuenta el número de noches de amor y con ello llama la
atención sobre el filisteísmo del pasaje, que disculpa mesándose los cabellos
a la que tuvo que sufrir toda la humillación de la sociedad masculina mientras
con su amante, el asesino de su hermano, se comporta mucho más
magnánimamente. Mejor que disimular burguesamente lo burgués, debería
concebírselo en su relación con lo que sería diferente. Esta relación define
quizá la humanidad de Goethe y la del idealismo objetivo juntas. La razón
burguesa es la universal y una particular al mismo tiempo; la de un orden del
mundo transparente y de un cálculo que promete a lo racional una ganancia
segura. En tal razón particular se forma la universal, que supera a aquélla; el
buen universal sólo se realizó por medio de la situación determinada, en su
finitud y falibilidad. El mundo más allá del intercambio sería al mismo
tiempo aquel en el que ninguno de los participantes en el intercambio
recibiría más que lo suyo; si la razón pasara abstractamente por alto los
intereses individuales, sin equidad aristotélica, violaría la justicia y la misma
universalidad reproduciría lo particular malo. La demora en lo concreto es un
momento inextinguible de lo que se libera de la particularidad, mientras que,
sin embargo, en tal movimiento el ser determinado de ésta se determina tan
limitado como el ciego dominio de algo total que no respete a la
particularidad. Si en un borrador de la primera aparición de Margarita, el
joven celebraba «lo encantadoramente limitado de las circunstancias
burguesas», esto limitado antes amado penetró en el lenguaje del viejo
Goethe. Se funde tan poco con éste como en la sociedad burguesa lo
individual con el todo. Pero de ello se nutre la fuerza de ascenso. A saber, en
cuanto sobriedad. La palabra que, disonante aun en medio de la exaltación
extrema, examinándose y sopesándose a sí misma, se mantiene dueña de sí
elude la ilusión de reconciliación que hace que ésta fracase. Solamente lo
sensato, restrictivo, por ejemplo en el gesto lingüístico de los ángeles más
perfectos, que de su vestigio terrenal dicen «Y aunque fuera de asbesto, / no
sería bien puro» (11.956-7)[22], satura a la elevación con el peso de la mera
existencia. Aquélla se alza por encima de ésta llevándosela consigo en lugar
de, impotente, dejarla, idea desprendida, por debajo de sí. Humanamente, el
lenguaje deja estar lo no idéntico, positivo en las palabras de protesta del
joven Hegel, heterónomo, no lo sacrifica a la unidad sin fisuras de un
principio ideal de estilización: en la rememoración de los propios límites el
espíritu se convierte en el espíritu que llega más allá de ellos. Lo pedante,
cuya impronta no falta en la escena final en su conjunto, no es únicamente
una peculiaridad, sino que tiene una función. Endosa los compromisos que
circunscriben la trama, así como aquellas que contrae la poesía misma al
desarrollar la trama. Ahora bien, como la palabra obligación retiene su
grávido significado doble, la de una cuenta por saldar y la de la culpabilidad
del contexto vital, lo terrenal se mueve tal como requiere el símil del bosque
que se balancea. El sedimento de lo pedestre, no completamente
espiritualizado, quiere, mediante su diferencia del espíritu, garantizar la
capacidad de redención de éste. Se incluye la dialéctica del nombre extraída
del prólogo en el cielo, donde Fausto para Mefistóteles significa el doctor,
pero para el Señor su siervo[23]. La sobriedad es la del consejero privado y la
sagrada en uno.
La cita ficticia «A quien siempre se esfuerza con trabajo», lo mismo que
los versos de los ángeles más jóvenes que le siguen, se refiere, como se sabe,
a la apuesta, sobre la que por supuesto ya se ha decidido en la escena del
entierro, donde los ángeles se llevan la parte inmortal de Fausto. Lo cual no
ha resuelto completamente la cuestión de si el diablo ha ganado o perdido la
apuesta. Qué sofísticamente hay quien se ha agarrado al subjuntivo de «Si a
un instante le dijera yo» para inferir que Fausto en realidad no dice el
«Detente, eres tan bello» de la habitación de estudio[24]. Cómo no se ha
distinguido, con la más compasiva largesse, entre la letra y el sentido del
pacto. Como si la fidelidad filológica no fuera el dominio de quien insiste en
firmar con sangre porque es una savia muy especial[25]; como si en una
poesía que, como casi ninguna otra alemana, concede a la palabra la prioridad
sobre el sentido, la apelación estúpidamente sublime a éste tuviera la más
mínima legitimación. La apuesta se pierde. En el mundo en el que las cosas
se hacen bien[26], en el que lo igual se intercambia por lo igual –y la apuesta
misma es una imagen mítica del intercambio–, Fausto ha perdido la partida.
Sólo el pensamiento racionalista, reflexivo en el sentido dado por Hegel al
término, querría retorcer su injusticia hasta convertirla en justicia dentro de la
esfera del derecho. Si Fausto ganase la apuesta, sería absurdo, un escarnio a
la economía artística, poner en su boca, en el instante de su muerte,
precisamente los versos que, según el pacto, le entregan al diablo. En lugar de
eso, la ley misma queda en suspenso. Una instancia superior pone término a
la eterna equivalencia de crédito y débito. Ésa es la gracia a la que apunta el
seco «gar»: verdaderamente, aquella que prevalece sobre el derecho; en la
que se rompe el ciclo de causa y efecto. Le asiste el apremio de la naturaleza,
pero no es exactamente lo mismo. La respuesta de la gracia a la condición
natural, por mucho que en ésta se haya anticipado, surge sin embargo
repentinamente como una cualidad nueva y pone una cesura en la continuidad
de los acontecimientos. Esta dialéctica la poesía la dejó bastante clara con el
motivo del diablo engañado, al que, según su criterio, el entendimiento
legitimador que, como Shylock, insiste en la apariencia, se le escatima lo
prometido. Si la cuenta hubiese salido tan a ras como quieren quienes creen
tener que defender la gracia frente al diablo, el poeta podría haberse ahorrado
el arco más osado de su construcción: que el diablo, en él ya el de la frialdad,
resulta chasqueado por su propio amor, la negación de la negación. En la
esfera de la apariencia, del reflejo polícromo[27], la verdad misma aparece
como lo no verdadero; sin embargo, a la luz de la reconciliación, esta
inversión se invierte de nuevo. Aun la condición natural de deseo, que
pertenece al contexto de la peripecia, se descubre como lo que ayuda a
escapar al enredado en ella. La metafísica de Fausto no es la del esfuerzo
afanoso al que en el infinito le espera la recompensa neokantiana, sino la
desaparición del orden de lo natural en otro.
¿O tampoco es eso? ¿No está la apuesta olvidada en la «extrema vejez» de
Fausto, junto con todos los crímenes que en la peripecia cometió o permitió,
incluso el último contra Filemón y Baucis[28], cuya cabaña al señor del
territorio nuevamente sometido a los hombres le resulta tan intolerable como
a toda razón que domine a la naturaleza lo que no sea igual a ella misma?
¿No es la forma épica de la poesía, que se llama tragedia, la de la vida como
un vencimiento? ¿No es por tanto Fausto redimido porque ya no es en
absoluto quien suscribió el pacto?; ¿no reside la moraleja de esta obra
maestra entre las maestras en lo poco idéntico que el hombre es consigo
mismo, en lo liviano y exiguo que es eso «inmortal» que se sustrae como si
nada fuera? La fuerza de la vida, en cuanto la de la pervivencia, se iguala con
el olvido. Nada sobrevive, y no inalterado, más que por medio del olvido. Por
eso la segunda parte lleva como preludio el sueño inquieto del olvido. Quien
despierta, para el que «el pulso de la vida late con frescor vivo»[29], que
«mira de nuevo a la tierra»[30], sólo puede hacerlo porque nada sabe ya del
horror sucedido antes. «Eso fue hace mucho tiempo». También al comienzo
del segundo acto, que lo muestra una vez más en la estrecha habitación
gótica, «en otro tiempo de Fausto, inalterada», se enfrenta él a la propia
prehistoria sólo como alguien dormido, prendado de la fantasmagoría de lo
por venir, de Helena. El hecho de que tan pocos detalles de la primeta parte
se recuerden en la segunda; de que la conexión se afloje hasta el punto de que
a los intérpretes no les queda más que la magra idea de la purificación
progresiva, esa misma es la idea. Pero cuando, en una infracción de la lógica
cuya irradiación cura de todos los actos de violencia de la lógica, en la
invocación de la Mater Gloriosa como la sin par despunta como a través de
eones el recuerdo de los versos de Margarita en la mazmorra, entonces se
expresa con alborozo aquel sentimiento que debió de sobrecoger al poeta
cuando, poco antes de su muerte, releyó en la tapia de un gallinero la canción
nocturna que sobre ella había escrito en una vida anterior. También esa
cabaña se ha quemado. La esperanza no es el recuerdo conservado, sino el
retorno de lo olvidado.
[1] Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799): ilustrado alemán de los más variados intereses, desde
la física a la estética pasando por la anticipación de los análisis freudianos del inconsciente. Sus
Aforismos, publicados póstumamente, revelan un espíritu lúcido y de humor con frecuencia cáustico.
En filosofía recibió la influencia directa de Kant, pero criticó cualquier dualismo: cuerpo y alma, Dios y
mundo no son para él más que abstracciones de una única realidad. Para él el conocimiento es producto
de la reacción del sujeto al efecto que ejercen sobre él las fuerzas de una materia externa en cuya
existencia podemos creer tanto como en la nuestra: no hay ni puede haber ninguna prueba
absolutamente indudable. [N. del T.]
[2] Cfr. ed. esp.: Fausto, Barcelona, Planeta, 1980, p. 348. [N. del T.]
[3] Ed. esp. cit., p. 354. [N. del T.]
[4] «Melindrosamente»: «Weichlich». [N. del T.]
[5] Ed. esp. cit., p. 352. [N. del T.]
[6] Friederike Kempner (1828 ó 1836-1904): poetisa alemana conocida con los sobrenombres de «El
genio del humor involuntario» o «El cisne de Silesia». No encontrando editor, publicó por cuenta
propia ocho ediciones de su antología. La leyenda cuenta que su familia se gastó una fortuna en
comprar las ediciones a fin de evitar el ridículo. Sin embargo, los poemas de Kempner se hicieron
sumamente populares tras un artículo del respetado crítico Paul Lindau en el que recomendaba los
poemas en tono irónico. En el último verso del citado por Adorno, Wirklichkeit [Realidad], se le
recomienda a una «oruguilla humana» [«Menschenräupchen»] que no amargue la vida de sus colegas,
denominados «Mitraupen» («co-orugas»; no «Miträupchen», en diminutivo, como seguramente
recuerda mal Adorno), pero convirtiendo además el barbarismo en barbaridad, «Mite-Raupen», por mor
de la medida canónica. [N. del T.]
[7] «abestürzt», en lugar de «abstürtz». Ed. esp. cit., p. 349. [N. del T.]
[8] «abegewendet», en lugar de «abgewendet». Ed. esp.: La vuelta de Pandora, en Obras completa,
Madrid, Aguilar, 1973, vol. III, p. 904. [N. del T.]
[9] «Hände verschlinget / Freudig zum Ringverein». Ed. esp. cit., p. 349. [N. del T.]
[10] Ed. esp. cit., p. 352. [N. del T.]
[11] Ed. esp. cit., p. 347. [N. del T.]
[12] Ed. esp. cit., p. 348 (¡con omisión del segundo verso de esta cita!). [N. del T.]
[13] Los hasídicos (del hebreo hasidim, «los piadosos») son los observantes más estrictos de las
normas del judaísmo ortodoxo. [N. del T.]
[14] «Gewura»: en la Cábala, uno de los diez sefirot o esencias arquetípicas, concretamente el que
representa la potencia y la severidad. [N. del T.]
[15] Ed. esp. cit., p. 352. [N. del T.]
[16] Ed. esp. cit., pp. 347-348. [N. del T.]
[17] Ed. esp. cit., p. 349. [N. del T.]
[18] En cursiva tanto en la edición alemana de Insel-Verlag, Frankfurt am Main, 1979, p. 337, como
en la española citada. [N. del T.]
[19] Ed. esp. cit., p. 349. [N. del T.]
[20] «gar»: aquí «de hecho». [N. del T.]
[21] Ed. esp. cit., p. 353. [N. del T.]
[22] Ed. esp. cit., p. 350. [N. del T.]
[23] Ed. esp. cit., p. 12. [N. del T.]
[24] Ed. esp. cit., p. 50. [N. del T.]
[25] Aunque Adorno no la entrecomilla, «una savia muy especial» es una frase textual de Fausto (ed.
esp. cit., p. 51). [N. del T.]
[26] «las cosas se hacen bien» [«es mit rechten Dingen zugeht»]: alusión al verso «Es geht nicht zu
mit rechten Dingen!», que en español ha recibido muy diversas traducciones: desde, por ejemplo, «¡No
debe venir con buenas intenciones!» (Cansinos Assens, en Obras completas, loc. cit., vol. III, p. 1340)
hasta «En verdad parece esto un sueño, un cuento de hadas» [sic] (U. S. L., en Barcelona, Orbis, 1983),
pasando por «No debe de tratarse de ninguna cosa buena» (Juan Leita, en La pasión del joven Werther.
Goetz von Berlichingen. Fausto, en Barcelona, Carroggio, 1980, p. 278), «Esto huele a magia»
(Francisco Pelayo Briz, en Madrid, Espasa-Calpe, 1969, o «¡Eso no está muy claro!», que es la José
María Valverde en la ed. esp. que aquí venimos citando como referencia (p. 84). Todas ellas se ajustan
más o menos al sentido que el verso tiene en el contexto original, sentido que a su vez Adorno
distorsiona hábilmente para traerlo a su propio texto. [N. del T.]
[27] «reflejo polícromo», ed. esp. cit., p. 142. [N. del T.]
[28] En premio por haber sido los únicos que habían acogido hospitalariamente a Zeus y Hermes
peregrinos, los dioses salvaron a Baucis y a su esposo Filemón del diluvio con que habían castigado a
quienes no les habían dado cobijo, y les concedieron el deseo por ellos formulado de vivir ambos el
mismo tiempo, sirviendo a los dioses como sacerdotes. Los dioses convirtieron su cabaña en templo y,
a su muerte, los transformaron en árboles que se elevaban el uno junto al otro. [N. del T.]
[29] Ed. esp. cit., p. 141. [N. del T.]
[30] Ed. esp. cit., p. 142. [N. del T.]
Lectura de Balzac
A Gretel
Cuando el campesino viene a la ciudad, para él todo dice: cerrado. Las
imponentes puertas, las ventanas con persianas, las innumerables personas
que no conoce y a las que no puede hablar so pena de ridiculez, incluso los
comercios con mercancías carísimas le rechazan. Un áspero relato de
Maupassant se ensaña con la humillación de un suboficial que en un medio
desconocido confunde un respetable círculo familiar con un burdel: a esto, a
lo misterioso y fascinantemente prohibido, se parece a los ojos del recién
llegado todo lo cerrado. La distinción sociológica de Cooley[1] entre grupos
primarios y secundarios según si hay o no relaciones cara a cara llega a
sentirla dolorosamente en carne propia quien es abruptamente lanzado de
unos a otros. Literariamente, Balzac fue probablemente el primero de tales
paysans de Paris y mantuvo su porte cuando se puso perfectamente al
corriente. Pero al mismo tiempo en él se encarnaban las fuerzas productivas
de la burguesía en el umbral del altocapitalismo. A la exclusión reacciona
como ingenio inventivo: muy bien, me imaginaré lo que sucede al otro lado,
y el mundo se enterará de algo entonces. El rencor del provinciano que, en su
ultrajada ignorancia, se obsesiona con lo que, según su imaginación, sucede
incluso en aquellos círculos más elevados, allí donde menos se espera, se
convierte en el motor de la fantasía exacta. A veces aflora el romanticismo
barato con cuyo negocio comercial formó Balzac compañía en su primera
época; a veces la ironía pueril de frases del tipo: cada vez que uno pasa un
viernes, hacia las once de la mañana, por delante de la casa del número 37 de
la calle Miromesnil y los postigos verdes del primer piso aún no están
abiertos, puede estarse seguro de que la noche anterior allí tuvo lugar una
orgía. Pero a veces las fantasías compensatorias del ignorante del mundo
aciertan con ese mundo con más exactitud que el realista que en él se
apreciaba. La misma alienación que le motivaba a escribir, como si cada frase
de la industriosa pluma tendiera un puente a lo desconocido, es la esencia
secreta que él quería adivinar. Lo que separa a los hombres entre sí y los aleja
del escritor mantiene también en marcha el movimiento de la sociedad, cuyo
ritmo imitan las novelas de Balzac. El destino aventurero e inverosímil de
Lucien de Rubempré[2] lo echan a rodar los cambios técnicos, descritos con
conocimiento de causa, en los procedimientos de impresión y en el papel que
posibilitaron la literatura como producción de masas; el primo Pons[3], el
coleccionista, está también pasado de moda porque como compositor se ha
quedado rezagado con respecto a los progresos por así decir industriales de la
técnica de instrumentación. Tales intuiciones de Balzac valen lo que pesan en
investigación porque derivan de y a la vez reconstruyen un concepto del
asunto que la investigación, en su ceguera, se esfuerza por eliminar. De su
visión intelectual se desprende que en el altocapitalismo los hombres, según
la expresión posterior de Marx, son máscaras de personajes. La reificación
irradia en el frescor de la mañana, en los relucientes colores del origen, más
espantosamente que la crítica de la economía política en pleno mediodía. Al
agente de una funeraria en 1845 que parece el genio de la muerte no lo ha
superado ninguna sátira del americanismo cien años después, ni siquiera la de
Evelyn Waugh[4]. La desilusión, que dio nombre a una de sus más grandes
novelas y a un género literario, es la experiencia de la falta de coincidencia
entre los hombres y su función social. El carácter de totalidad de la sociedad,
que antes pensaron teóricamente la economía clásica y la filosofía hegeliana,
él lo hizo descender fulminantemente, por medio de la cita, del cielo de las
ideas a la evidencia sensible. De ningún modo resulta esa totalidad
meramente extensiva, la fisiología de la vida entera en sus diferentes
apartados que el programa de la Comédie humaine pretendía constituir. Se
hace intensiva como conjunto de funciones. En ella se desencadena el
dinamismo de que la sociedad únicamente se reproduce como total, por
medio del sistema, y que para ello necesita del último hombre como cliente.
Esta perspectiva probablemente parezca recortada, demasiado inmediata,
como siempre que el arte se atreve a conjurar intuitivamente la sociedad
devenida abstracta. Pero las vilezas individuales con que visiblemente se
disputan la plusvalía invisiblemente ya apropiada permiten que la ignominia
aflore tan plásticamente como por lo demás únicamente podría conseguirse a
través de las mediaciones del concepto. En sus maniobras para conseguir una
herencia, la Présidente recurre al picapleitos y a la concierge[5]: la igualdad
se realiza en la medida en que el falso todo unce a su culpa a todas las clases.
Incluso la escalera de servicio, ante la que el gusto literario lo mismo que el
conocimiento mundano arrugan la nariz, tiene su verdad: únicamente en los
márgenes se descubre lo que sucede en las cloacas de la sociedad, el
submundo de su esfera de producción, y de donde en una fase posterior
surgieron las atrocidades totalitarias. La época de Balzac fue propicia a tal
verdad excéntrica, una acumulación primitiva[6], una anticuada barbarie de
conquistadores en medio de la revolución industrial francesa de principios del
siglo XIX. Sin duda, la apropiación del trabajo ajeno casi nunca se efectúa
puramente según las leyes del mercado. La injusticia inherente a esas mismas
leyes se multiplica en cada acto aislado, un beneficio suplementario de culpa.
Los versados pueden declarar a Balzac culpable de la mala psicología de las
películas. La hay bastante buena en él. Esa concierge no es un monstruo sin
más, sino que era lo que sus conciudadanos llaman una buena persona antes
de ser presa de su social disease, la codicia. Igualmente, Balzac sabe que el
conocimiento –el asunto– va más allá del mero motivo del provecho, que la
fuerza productiva rebasa las relaciones de producción; sabe también que la
individuación burguesa en cuanto proliferación de rasgos idiosincrásicos
destruye al mismo tiempo a los individuos, glotones inveterados o avaros;
barrunta lo maternal como secreto de la amistad; tiene el instinto de que al
noble la mínima debilidad lo lleva a la ruina, tal como Pons entra en la
maquinaria del hundimiento por su gourmandise. La Madame de
Nuncigen[7] que ante terceros se refiere a una aristócrata por el nombre de
pila para provocar la apariencia de que la trata podría ser de Proust. Pero
cuando Balzac confiere realmente a sus personajes rasgos de marionetas,
éstos se legitiman más allá de la esfera psicológica. En el tableau économique
de la sociedad, las personas se comportan como las marionetas en el modelo
mecánico del castillo de Hellbrunn[8]. No por nada muchas de las caricaturas
de Daumier se parecen a Polichinela. En el mismo espíritu, las historias de
Balzac demuestran la imposibilidad social de la buena educación y la
integridad. Con risa sardónica dicen: quien no sea un delincuente, debe
arruinarse; a veces lo gritan. Por eso la luz de lo humano cae sobre proscritos,
la puta capaz de una gran pasión y del autosacrificio, el galeote y asesino que
obra como altruista desinteresado. Porque el Balzac psicólogo sospecha que
los burgueses son delincuentes; porque todos los que, desconocidos e
impenetrables, deambulan por las calles, parece como si hubieran cometido el
pecado original de toda la sociedad: por eso para él las personas son los
delincuentes y excluidos. Eso quizá explica que él descubriera para la
literatura la homosexualidad, a la que está dedicada la novela corta
Sarrasine[9] y sobre la que basa su concepción de Vautrin[10]. A la vista de
la irresistible ascensión del principio de intercambio, él quizá soñara en el
reprobado, de antemano sin esperanza, como la forma incólume del amor: a
quien cree capaz de éste es al falso canónigo[11] que, como jefe de los
bandidos, ha renunciado al intercambio de equivalentes.
Balzac profesó un amor especial a los alemanes, a Jean Paul, a Beethoven;
se lo devolvieron Richard Wagner y Schönberg. A pesar de la tendencia
visual, en general su obra tiene algo de musical. Si, por su propensión a las
grandes situaciones, por los apasionados ascensos y caídas, por la
desordenada abundancia de vida, mucho sinfonismo del siglo XIX y
comienzos del XX recuerda a novelas, a la inversa las de Balzac, arquetipos
del género, son musicales por lo fluido, por la forma en que las figuras
emergen y vuelven a ser engullidas, por la presentación y transformación de
personajes que se mueven en un escenario onírico. Si la música novelesca
parece repetir su movimiento en la cabeza como en la oscuridad, amortiguada
frente a los contornos de la objetualidad, la cabeza le zumba a quien, tenso
ante la continuación, vuelve las páginas de Balzac, como si todas las
descripciones y acciones de éstas fueran el pretexto para el salvaje y
abigarrado caudal sonoro de que se ve inundada. Brindan lo que al niño le
prometían las líneas de las flautas, los clarinetes, las trompas y los timbales
antes de que él supiera leer correctamente la partitura. Si la música es la
repetición en el espacio interior del mundo desobjetualizado, entonces el
espacio interior proyectado hacia fuera como mundo de las novelas de Balzac
es la retransposición de la música dentro del caleidoscopio. De su descripción
del músico Schmukke[12] se puede también inferir, pues, de qué clase era su
germanofilia. Es de la misma esencia que el efecto del romanticismo alemán
en Francia, desde el Cazador furtivo y Schumann hasta el antirracionalismo
del siglo XX. Sin embargo, en el laberinto de las frases de Balzac, frente al
terror latino de la clarté la oscuridad alemana no únicamente encarna la
misma cantidad de utopía que de Ilustración, a la inversa, reprimieron los
alemanes. Además, Balzac quizá apuntara a la constelación de lo ctónico y la
humanidad. Pues la humanidad es la rememoración de la naturaleza en el
hombre. Él la persigue hasta allí donde la inmediatez se oculta del complejo
funcional de la sociedad y fracasa ante éste. Pero igualmente arcaica es
también la fuerza poética que en él da lugar al macabro scherzo de la
modernidad. El hombre total, el sujeto trascendental por así decir que tras de
la prosa de Balzac se erige como creador, el de una sociedad convertida por
embrujo en segunda naturaleza, tiene una afinidad electiva con el yo mítico
de la gran filosofía alemana y la música a ésta correspondiente, el cual extrae
de sí mismo todo lo que es. Si bien se la califica de lo humano por la fuerza
de identificación originaria con lo otro como lo cual ella se sabe a sí misma,
al mismo tiempo tal subjetividad nunca deja de ser inhumana en el acto de
violencia que ejerce sobre ello para someterlo a su voluntad. Balzac arremete
contra el mundo de tanto más cerca cuanto más se aleja de él creándolo. La
anécdota según la cual en los días de la Revolución de Marzo[13] volvió la
espalda a los acontecimientos políticos y se fue a su escritorio con las
palabras «Volvamos a la realidad» lo describe fielmente aunque fuera
inventada. Su gesto es el del Beethoven tardío, que en camisa, tarareándolas
furioso, pintó en la pared de su habitación notas de su Cuarteto en do
sostenido menor agrandadas hasta lo gigantesco. Como en la paranoia, rabia
y amor se imbrican. No de otro modo juegan los espíritus elementales sus
malas pasadas a los humanos y ayudan a los pobres.
A Freud no se le escapó que el paranoico tiene un sistema lo mismo que
los filósofos. Todo está conectado, todo se rige por las relaciones, todo sirve
a un secreto y siniestro fin. Pero lo que va madurando en la sociedad real de
la que Balzac habla a veces, como aquellas condesas que dicen «bien, bien»
porque hablan un francés fluido, no es en absoluto diferente. Se forma un
sistema de dependencias y comunicaciones universales. Los consumidores
están al servicio de la producción. Si no pueden pagar las mercancías, el
capital entra en la crisis que los aniquila. El sistema de crédito encadena el
destino de uno al del otro, lo sepan ellos o no. El todo amenaza con la
destrucción a los que lo componen reproduciéndolos, y en tanto su superficie
no es todavía totalmente estanca, deja entrever ese potencial. En los lugares
más inesperados de la Comédie humaine reaparecen como transeúntes un
montón de personajes familiares, los Gobseck, Rastignac y Vautrin, en
constelaciones que únicamente el delirio combinatorio puede imaginar, sólo
el Dictionnaire biographique des personnages fictifs de la Comédie humaine
ordenar. Pero las ideas fijas que por todas partes creen ver las mismas fuerzas
en acción producen cortocircuitos en los que por un instante todo el proceso
se ilumina. Por eso al alejamiento del sujeto con respecto a la realidad la
obsesión con ésta lo transmuta en proximidad excéntrica.
Balzac, que simpatizaba con la Restauración, percibe en el industrialismo
temprano síntomas que no se suelen adscribir más que a la fase de
degeneración. En las Illusions perdues anticipa el ataque de Karl Kraus a la
prensa; éste lo invocó. A los que peor trata es precisamente a los periodistas
restauracionistas; la contradicción entre su ideología y el medio a priori
democrático los obliga al cinismo. Tales situaciones objetivas no se avienen
con la opinión de Balzac. Los conflictos en el nuevo modo de producción que
se impone son tan intensos como su fantasía y se continúan en la estructura
de sus obras. En Balzac el aspecto romántico y el realista se funden
históricamente. Los financieros, pioneros de una industria aún no establecida,
son aventureros épicos, cuyas categorías el escritor, todavía nacido en el siglo
XVIII, mantiene incólumes en el XIX. Sobre el fondo de un orden
preburgués que pese a las sacudidas resiste, la racionalidad relajada adquiere
algo de irracional que equivale al contexto de culpa universal que esa ratio
sigue siendo; en sus primeras razzias preludia la irracionalidad de su fase
tardía. Las normas del homo oeconomicus aún no se han convertido en los
modos estandarizados de comportamiento humano; la caza del beneficio
todavía se parece a la sed de sangre de predadores no domesticados, el todo al
implacablemente ciego encadenamiento del destino. En Balzac la invisible
hand de Adam Smith se convierte en la mano negra sobre el muro del
cementerio. Lo que asustó tanto a la especulación de Hegel en la Filosofía del
derecho como al positivista Comte, las tendencias explosivas de un sistema
que reprime las estructuras de raíz natural, en la arrebatada contemplación de
Balzac arde como naturaleza caótica. Su épica se embriaga con lo que los
teóricos hallaron tan insoportable que Hegel apeló al Estado como árbitro y
Comte a la sociología. Balzac no ha menester ni del uno ni de la otra, porque
en él la obra de arte misma aparece como una instancia que con amplio gesto
abarca las fuerzas centrífugas de la sociedad.
La novela balzaquiana vive de la tensión entre lo pasional en los hombres y
una concepción del mundo que, en cuanto estorbo para la actividad, tiende a
no tolerar ya la pasión. Bajo las prohibiciones y renuncias a las que entonces
como ahora están sometidas, las pasiones se intensifican hasta el frenesí. Si
no se consuman, al mismo tiempo se deforman, y si son insaciables, se
convierten en peculiaridades llenas de pathos. Pero los instintos no
desaparecen del todo en los esquemas sociales. Se adhieren a los bienes aún
sumamente inaccesibles, sobre todo a los sujetos a un monopolio natural, o
bien, como la avaricia, la codicia o el afán de promoción, se ponen al servicio
del capitalismo expansivo, el cual, hasta que no está completamente
asimilado, necesita de las energías suplementarias de los individuos. La
consigna enrichissez-vous pone a las figuras de Balzac en danza. Mientras
que hasta bien entrado el siglo XX el mundo protoindustrial no vuelva el
doble sentido de la palabra bazar, el de las Mil y Una Noches y el del
comercio, contra los aún no adaptados a él –el azar quiso que el nombre de
uno de los más importantes discípulos de Saint-Simon sonase igual[14]–, la
gente se atropella ante él como agentes y viajeros extraviados al mismo
tiempo, agentes de la plusvalía y donquijotes de una riqueza de cuyo
acrecimiento, como feudales sin mucho trabajo, esperan sacar algo,
caballeros errantes que embisten contra los molinos de viento de la fortuna, la
cual los arroja al suelo según la ley de la tasa media de beneficio. Tan
variopinta es la irrupción del horror, tan encantador el desencantamiento del
mundo, tanto se puede contar del proceso cuya prosa se cuida de que pronto
no haya nada más que contar. Como el lírico de la época, su novelista
también ha cortado las flores del mal allí donde en el atlas popular del
socialismo se indica «ciénaga del capitalismo». Por más que el aspecto
romántico de la obra de Balzac pueda resultar subjetivamente del retraso
histórico, de la visión precapitalista de quien vuelve nostálgicamente la vista
atrás como víctima de la sociedad liberal y, sin embargo, le gustaría participar
de las recompensas de ésta, con todo deriva igualmente de la realidad social y
de una concepción realista, que apunta a ésta, de la forma. Balzac no necesita
más que describirla con un desmoralizadamente encarnizado «Así de horrible
es el mundo», y las catastróficas protuberancias se convierten en aureolas.
¿Qué lector alemán de Balzac que conscientemente cogiera el original
francés no se desesperaría ya por los innumerables vocablos desconocidos
por él para diferencias específicas de los objetos, que él tiene que buscar en el
diccionario a fin de no perder el hilo de la lectura hasta que finalmente,
resignado y avergonzado, se confía a las traducciones? Responsable de esto
quizá sea la precisión artesanal del mismo francés, el respeto a los matices del
material tanto como de la elaboración, en lo cual tanta cultura se sedimenta.
Pero Balzac va más allá. A veces presupone el conocimiento de terminologías
totalmente técnicas de campos especializados. Esto forma parte de un
contexto más vasto de su obra. A menudo éste arrastra al lector desde las
primeras frases de una narración. La precisión simula una proximidad
extrema a los asuntos y por tanto presencia física. Balzac ejerce la sugestión
de lo concreto. Pero ésta está tan sobrevalorada, que uno no puede transigir
con ella ingenuamente, atribuirla a ominosa riqueza de la visión épica. Por el
contrario, es a esa concreción a lo que el celo en ella remite: una evocación.
Para ser penetrado por la mirada, el mundo no puede seguir siendo mirado.
Sobre el hecho de que el realismo literario se volvió obsoleto porque como
representación de la realidad no acertaba con ésta, no se puede citar mejor
testimonio que al mismo Brecht que luego se metió en la camisa de fuerza del
realismo como si fuera un disfraz. Él vio que el ens realissimum son
procesos, no hechos inmediatos, y que no se los puede copiar: «La situación
se hace tan complicada porque una simple “reproducción de la realidad” dice
menos que nunca sobre la realidad. Una fotografía de las fábricas Krupp o
AEG no informa de casi nada sobre estas empresas. La auténtica realidad se
ha ido deslizando hasta convertirse en la funcional. La reificación de las
relaciones humanas, en consecuencia la fábrica por ejemplo, ya no las
restituye»[15]. En la época de Balzac eso aún no se podía reconocer. Él
reconstruye el mundo desde las sospechas del outsider. Para lo cual necesita,
reactivamente, la seguridad permanente de que es así y no de otro modo. La
concreción sustituye a esa experiencia real que no meramente falta, de modo
casi inevitable, a los grandes escritores de la era industrial, sino que resulta
inconmensurable con el propio concepto de ésta. La excentricidad de Balzac
arroja luz sobre un rasgo de la prosa del siglo XIX en su conjunto desde
Goethe. El realismo, por el cual también se dejan llevar algunos propensos al
idealismo, no es primario, sino derivado: el realismo por pérdida de la
realidad. La épica que ya no domina lo objetual que trata de proteger está
obligada por su actitud al exceso, a describir el mundo con minuciosidad
exagerada, precisamente porque éste se ha hecho ajeno, ya no se puede tocar
con los dedos. Esa objetualidad más moderna, que luego en obras como el
Ventre de Paris de Zola se llevó a la disolución del tiempo y la acción, una
conclusión muy moderna, contiene ya en el modo de proceder de Sitfter,
incluso en las fórmulas lingüísticas del Goethe tardío, un núcleo patógeno, el
eufemismo. Análogamente, los dibujos de los esquizofrénicos no trazan un
mundo fantástico a partir de la consciencia aislada. Más bien garabatean los
detalles de los objetos perdidos con una exactitud que expresa la pérdida
misma. Esa, no la semejanza impecable con las cosas, es la verdadera del
concretismo literario. En el lenguaje de la psiquiatría analítica sería un
fenómeno de restitución. Por eso es tan insensato asimilar los principios
estilísticos realistas de la literatura con –según el cliché del bloque del este–
una relación sana, no decadente, con la realidad. Esta relación sería normal,
tomada enfáticamente la palabra, cuando el sujeto literario exorcizara el
horror social rompiendo la fachada endurecida y por tanto alienada de la
empiría.
Marx apoya en Balzac una observación sobre la función capitalista del
dinero en oposición al antiguo acaparamiento: «La exclusión del dinero de la
circulación sería precisamente lo contrario de su utilización como capital, y la
acumulación de mercancías en el sentido del atesoramiento sería una pura
tontería. Así, en Balzac, que tan profundamente había estudiado todos los
matices de la avaricia, el viejo usurero Gobseck chochea ya cuando comienza
a formar un tesoro de mercancías acumuladas»[16]. Pero el camino que lleva
a Balzac a esa «profunda comprensión de las condiciones reales» que Marx le
reconoce en otro lugar[17] discurre en la dirección opuesta al análisis
económico. Como a un niño, le fascinan la espantosa imagen y las tonterías
del usurero. El emblema de éste es el tesoro del que infantilmente se rodea.
Sólo históricamente se ha convertido en una tontería, el rudimento
precapitalista en el corazón del filibustero de la circulación. Es esta clase de
fisionomía, de literatura no teóricamente orientada, la que satisface a la teoría
dialéctica y capta la tendencia. El hecho de que el arte tome prestadas ciertas
tesis de la ciencia, la ilustre, se le adelante para ser alcanzada por ella, no
justifica ninguna relación legítima entre el arte y el conocimiento. Sólo
deviene conocimiento cuando se entrega sin reservas al trabajo con su
material. Pero en Balzac esto consistía en el esfuerzo de una fantasía que no
para hasta que sus productos se parecen tanto a sí mismos que se parecen
también a la sociedad ante la que se baten en retirada.
Balzac está todavía, o ya, libre de la ilusión burguesa de que el individuo
es esencialmente para sí y la sociedad o el medio influye sobre él desde fuera.
Sus novelas no representan solamente la supremacía de los intereses sociales,
especialmente económicos, sobre la psicología privada, sino también la
génesis sociales de los caracteres en sí mismos. Motivan a éstos en primer
lugar sus intereses, los de la carrera y la ganancia, el producto híbrido de un
status jerárquico feudal y una disposición capitalista burguesa. Ahí no se
reconoce, sin embargo, la divergencia entre determinación humana y rol
social. Los que por la fuerza de sus intereses funcionan con ruedas del
engranaje comercial conservan un residuo de propiedades que pierden en la
evolución posterior. Los intereses y la psicología de los intereses no van
juntos. En Balzac los mismos personajes que en cuanto líderes económicos
arruinan a sus competidores tanto por medios económicos como criminales se
arruinan a sí mismos cuando les domina el sexo, para el cual los intereses no
les dejaban tiempo. El viejo Nuncingen, brutal y sin conciencia, es víctima de
la jovencita Esther, que por sí misma le engaña con todas sus mañas de
prostituta y sus mejores fuerzas, porque ella es el ángel que en vano se lanza
bajo las ruedas de la fortuna para salvar al amado.
A Lucien Chardon, que de la noche a la mañana se ha convertido en un
periodista de éxito, el duque de Rhétoré trata de ganarlo para la causa del
realismo con las palabras: «Vous vous êtes montré un homme d’esprit, soyez
maintenant un homme de bon sens»[18]. Con ello ha codificado la
concepción burguesa de la razón y el entendimiento. Es lo contrario de lo que
predica Kant. El espíritu –las «ideas»– no guían, no «regulan» el
entendimiento, sino que lo estorban. Balzac diagnostica esa salud que tiene
un miedo mortal a que alguien pueda ser demasiado listo. A quien domina el
espíritu en lugar de dominarlo él como un medio, el asunto le afecta como un
fin. Una y otra vez es derrotado, por ejemplo en los gremios, por aquellos a
los que les es indiferente, él no hace sino retardarlos. Ellos pueden dedicar su
energía intacta a la táctica para conseguir algo. Frente a los éxitos de éstos, el
espíritu se convierte en estupidez. La reflexión que no se acomoda a las
situaciones, exigencias, necesidades del momento, es decir, la falta de
ingenuidad, falla como ingenuidad. El bon sens y el esprit no meramente no
son lo mismo, sino que entre ellos impera una antinomia. Quien tiene esprit
difícilmente captará bien los desiderata del bon sens. «Nunca he entendido el
lenguaje de los hombres». Pero el bon sens está siempre en alerta para
rechazar al esprit en cuanto tentación a la vana extravagancia. Lo que el
psicólogo Lipps[19] llamaba la estrechez de la consciencia, que no permite a
ningún ser humano realizarse en todas sus facetas, más allá del limitado
acopio de sus fuerzas libidinosas, hace que uno sólo pueda tener o el uno o el
otro. Los que juegan sin verse perniciosamente afectados desprecian a la
anima candida por idiota. Esa incapacidad de los hombres para elevarse por
encima de la situación de sus intereses inmediatos, repleta de objetos de
acción, no se debe primariamente a mala voluntad. La mirada que se alza por
encima de lo más próximo deja esto tras de sí como algo malo e impedido
para funcionar. Hoy en día no faltan estudiantes que temen aprender
demasiado sobre la sociedad a través de la teoría: ¿cómo podrán entonces
ejercer las profesiones para las que sus estudios les preparan? Caerían en lo
que les encanta llamar una esquizofrenia social. Como si la tarea de la
consciencia fuera, para facilitarse las cosas, eliminar contradicciones que en
absoluto tienen lugar en la consciencia sino en la realidad. Ésta, en cuanto
reproducción de la vida, plantea legítimas demandas a los individuos, de
igual modo que, por la misma reproducción, constituye una amenaza mortal
para ella misma y para todos. Al entendimiento preocupado por su propia
conservación demasiada razón le resulta perjudicial. A la inversa, al espíritu
que no quiere apartarse de su camino toda concesión al funcionamiento de la
praxis dominante no sólo lo contamina, sino que detiene su movimiento, lo
atonta.
En aquella carta, desgraciadamente canonizada en la estética marxista, que
escribió a Margaret Harkness, Engels celebró en su vejez el realismo de
Balzac[20]. La obra de éste la tomó sin duda por más realista de lo que
setenta años después parece. Esto debería quitar a la doctrina del realismo
socialista algo de la autoridad que fundamenta en el voto de Engels. Es más
esencial, sin embargo, hasta qué punto el mismo Engels se desvía de la teoría
luego oficial. Cuando prefiere Balzac a «todos los Zolas pasados, presentes y
futuros», difícilmente puede haber querido referirse a otra cosa que a esos
momentos en que aquél es menos realista que el sucesor de mente
cientificista, que sus buenas razones tuvo para reemplazar el concepto de
realismo por el de naturalismo. Lo mismo que en la historia de la filosofía
ningún positivista es lo bastante positivista para su sucesor sino un
metafísico, así sucede también en la historia del realismo literario. Pero en el
instante en que el naturalismo se consagró a la representación protocolaria de
los hechos, el dialéctico se pasó al bando de lo que los naturalistas
proscribían ahora como metafísica. Él se rebela contra la ilustración
automatizada. A fin de cuentas, la misma verdad histórica no es otra cosa que
aquella metafísica que aparece renovándose en la permanente desintegración
del realismo. Es precisamente la fidelidad a las fachadas de un procedimiento
purificado de las deformaciones balzaquianas lo que, tanto en la industria
cultural como en el realismo socialista, armoniza con las intenciones
impuestas por las que ni por un segundo se deja distraer la narrativa de
Balzac: la planificación se afirma sobre datos desestructurados, pero lo
literariamente planeado es la tendencia. Contra ésta, y por tanto contra todo el
arte tolerado en el este desde Stalin, dirigen su dardo las frases de Engels.
Para él la maestría de Balzac la demuestran precisamente las descripciones
que, en contra de sus propias simpatías de clase y prejuicios políticos,
desacreditan la tendencia legitimista. El escritor está con el espíritu del
mundo porque la fuerza de producción original que gobierna su prosa es
colectiva, una con la histórica. Engels llama a esto el máximo triunfo del
realismo de Balzac, la «dialéctica revolucionaria en su justicia poética»[21].
Pero este triunfo estaba vinculado al hecho de que la prosa de Balzac no se
inclina ante las realidades concretas, sino que las mira de frente hasta que
dejan que el horror transparezca. Lukács lo señaló tímidamente[22]. Como
éste en seguida repite, para Engels se trata aún menos «de la salvación de la
grandeza imperecedera de su» –el de Balzac– «realismo». Su propio concepto
no es una norma constante: Balzac la hizo tambalear por mor de la verdad.
Aunque el clasicismo hegeliano las vindique, las invariantes también son
entonces incompatibles con el espíritu de la dialéctica.
Como medio de circulación, el dinero, el proceso capitalista, afecta y
modela a las personas cuyas vidas trata de captar la forma novela. En el
espacio vacío entre los sucesos en la bolsa y los cruciales para la economía,
de los que aquélla se separa temporalmente sea porque descuenta los
movimientos de ésta o se autonomiza según su propia dinámica, la vida
individual cristaliza en medio de la fungibilidad total y, sin embargo, por su
individuación, se ocupa de los asuntos del complejo funcional: ése es el clima
en que se mueve la rothschildiana figura del barón de Nuncingen. Pero la
esfera de circulación de la que hay que contar aventuras –entonces las
acciones subían y bajaban como los flujos sonoros de la ópera– distorsiona al
mismo tiempo la economía, con la que el escritor Balzac estaba tan
apasionadamente comprometido como lo había estado el joven Balzac
homme d’affaires. La inadecuación de su realismo deriva en último término
del hecho de que, por mor de la descripción, no rasgó el velo del dinero, algo
de lo que apenas era ya capaz. Cuando la fantasía paranoide se hace
sofocante, él se aproxima a los que imaginan que la fórmula del destino
social que gobierna a los hombres depende de las maquinaciones y
conspiraciones de los banqueros y magnates financieros. Balzac es miembro
de una larga serie de escritores que desde Sade, en cuya Justine la fanfarria
balzaquiana se antoja «insolent comme tous les financiers»[23][24], alcanza a
Zola y al primer Heinrich Mann. Lo seriamente reaccionario en él no son las
opiniones conservadoras, sino su complicidad con la leyenda de la rapacidad
del capital. En solidaridad con las víctimas del capitalismo, agranda hasta
convertir en monstruos a los ejecutores de la sentencia, los cobradores que
presentan el pagaré. Pero, cuando aparecen, los industriales son adscritos, a la
manera saintsimoniana, al trabajo productivo. La indignación por la auri
sacra fames forma parte del eterno arsenal de la apologética burguesa.
Distrae: los bárbaros cazadores están meramente repartiéndose el botín. Pero
esta apariencia tampoco se puede explicar por la falsa consciencia de Balzac.
La relevancia del capital financiero, que anticipa la expansión del sistema, es
incomparablemente mucho mayor en el industrialismo temprano que en el
tardío, y con ella se corresponden usos como los de los especuladores y
usureros. Ahí el novelista tiene donde agarrarse mejor que en la esfera
propiamente dicha de la producción. Precisamente porque el mundo burgués
no permite que se cuente lo decisivo, agoniza la narrativa. Las deficiencias
inmanentes al realismo balzaquiano son ya, potencialmente, el veredicto
sobre la novela realista.
Lo que Hegel llamaba el espíritu del mundo, el gran movimiento histórico,
fue el ascenso de la burguesía capitalista. Balzac lo pinta como camino de
devastación. En sus novelas, los traumas dejados en el orden tradicional por
la victoria económica de la bourgeoisie profetizan el sombrío futuro que
venga en la nueva clase la injusticia que ésta ha heredado de la antigua
destronada y transmite. Eso es lo que ha mantenido joven a la Comédie
humaine a pesar de su envejecimiento. Pero su élan, su dinámica, es el nacido
con el despegue económico. Confiere al ciclo su aliento sinfónico. Aun la
resistencia a la tendencia está inspirada por ésta. Lo que De Coster[25], que
comparte con Balzac no pocos rasgos aunque por supuesto ya estropeados
por él al convertirlos en algo indecentemente afirmativo, añadió a su obra
principal como subtítulo, Un libro alegre pese a la muerte y las lágrimas,
también podría reclamarlo el autor de los Contes drolatiques[26]. El progreso
del conjunto de la sociedad que atraviesa a la Comédie humaine no coincide
con la curva de la vida individual. Aún ilumina a las víctimas de todas las
intrigas de una manera que hoy en día ya no sería propio ni siquiera de los
afortunados, caso de que éstos se extraviasen en una representación
cualquiera. El placer púber de leer a Balzac se nutre del hecho de que por
encima del sufrimiento de todo lo singular voltea muda como un arco iris la
promesa de una justicia global. El fundamento de las dos novelas sobre
Rubempré se asienta en la historia del invento de David Séchard. Unos
estafadores de provincias lo despojan de los frutos de éste. Pero el invento
tiene éxito y, tras todas las catástrofes, el buen hombre, gracias a una
herencia, alcanza todavía un modesto bienestar. Ulrich von Hutten, que
muere perseguido y sifilítico y proclama su alegría de vivir, es como el
prototipo de las figuras de Balzac, extraídas de la prehistoria burguesa cuyos
riscos y simas la mirada del novelista reconoce desde la cima.
Lucien de Rubempré comienza como un joven entusiasta con elevadas
ambiciones literarias. Balzac quizá dudara de las dotes de quien debuta con
sonetos sobre flores y una imitación de las novelas bestseller de Walter Scott.
Pero es tierno, vulnerable, todo lo que más tarde se llamará distinguido e
introvertido. En cualquier caso, tiene bastante talento para crear un nuevo
tipo de folletinesca crítica teatral. Se convierte en un gigolo, en el cómplice
de su salvador, el gran criminal al que acaba por traicionar. Quien trata con el
espíritu ingenuamente, sin ensuciarse las manos, es, según las mores del
mundo que él no ha tenido quien le enseñe, un mimado. Él se niega a la
separación de felicidad y trabajo. Incluso en éste y en los esfuerzos que
supone, él trata de no mancharse con lo que debe pactar quien quiere hacer
carrera. El mercado selecciona con mucha precisión entre lo que le es
sospechoso en cuanto autosatisfacción espiritual del intelectual y lo estimado,
socialmente útil, a lo cual repugna de corazón el espíritu que lo produce; el
sacrificio de éste se recompensa en el intercambio. Quien no está dispuesto a
transigir también quiere vivir cómodamente: esto lo deja inerme. La
configuración de la pureza y el egoísmo franquea al mundo la entrada en el
dominio del extraño al mundo. Puesto que éste se ha negado a prestar el
juramento burgués, el mundo tiende a hundirlo por debajo de lo burgués, a
degradar al bohémien hasta convertirlo en un escritorzuelo venal, parte del
lumpen. Él se enloda más fácilmente que los demás sin ni siquiera darse
cuenta, y eso sirve al mundo como circunstancia agravante del castigo.
Confiadamente, Lucien se deja arrastrar a relaciones de cuyas implicaciones
el borracho sólo a medias se percata. Su narcisismo imagina que el amor y el
éxito le están reservados a él personalmente, cuando desde el comienzo es
empleado meramente como una figura fungible. Su deseo de felicidad,
todavía no sofocado y modelado por la adaptación a la realidad, desdeña los
controles que podrían indicarle que las condiciones para su satisfacción
destruyen la de la existencia espiritual: la libertad. Inconscientemente
prevalece en él el momento parasitario que desfigura a todo espíritu: de lo
que los burgueses llaman idealismo hay sólo un paso a la esclavitud salarial
de quien, aunque sea a justo título, se considera demasiado bueno para
ganarse la vida con un trabajo burgués y ciegamente se hace dependiente de
lo mismo que le espanta. Incluso la frontera entre lo que le está permitido y la
traición se le desdibuja: su consciencia únicamente se refuerza en los manejos
que él considera indignos de sí. Lucien es incapaz de distinguir entre los
entusiastas amoríos con Coralie y la corrupción. Pero el ingenuo se precipita
demasiado abierta y bruscamente como para poder salir bien parado; el atajo
es vengado como un crimen, porque por así decir reconoce inocentemente lo
que se oculta en la jungla de la equivalencia burguesa. Al talento que, en
lugar de formarse tranquilamente, se lanza de cabeza al río del mundo le
espera la soga de cáñamo. Pero Antonio se ha convertido en el cínico
moralista Vautrin. Éste ilustra al joven fracasado, que no sólo ha tenido que
perder sus ilusiones, sino convertirse en el abominable ser sobre el que las
ilusiones le habían engañado.
Entre los hallazgos del Balzac literato se cuenta la no identidad entre lo
escrito y el que lo escribe. La crítica de ésta ha sido desde Kierkegaard uno
de los motivos determinantes del existencialismo. Balzac está por encima de
eso. Él no instituye al escritor como criterio de lo escrito. Su ingenio está
demasiado impregnado de artesanía, el escritor sabe demasiado bien que la
escritura no se agota en la pura expresión de un yo supuestamente inmediato,
para que anacrónicamente confunda al escritor con la pitia, cuya voz
únicamente resuena por inspiración de la propia hondura. Este católico estaba
tan libre del moho de una concepción ideológica de esa clase –la misma que
luego sirvió para la caza de literatos– como del prejuicio sexual y de
cualquier puritanismo. Concede al pensamiento el lujo de ir más allá de la
persona que lo piensa. Sus novelas prefieren adoptar como pauta las palabras
de la pequeña volatinera Mignon: dejadme parecerlo hasta que lo sea. Toda la
Comédie humaine es una enorme fantasmagoría, su metafísica la de la
apariencia. En el momento en que París se convierte en la ville lumière, es
una ciudad de otro planeta. Las condiciones para reconocerla como tal son
sociales. Llevan al espíritu muy por encima de la contingencia y la falibilidad
de quien se convierte en su poseedor; también la fuerza de producción
espiritual se multiplica por efecto de la división del trabajo, algo que los
existencialistas ignoran. Cual sea el talento que tenga Lucien, florece héctico
en contradicción con lo que él es y con su ideal. Únicamente gracias a lo que
a los de sólida posición enfurece como futilidad de los literatos, se convierte
realmente en un escritor durante un par de meses. La no identidad con los que
lo poseen es la condición del espíritu y su mácula en uno. Proclama que éste
solamente en medio de lo existente, de lo que él se despega, representa lo que
sería diferente, y que lo profana con meramente representarlo. En la división
del trabajo él es el lugarteniente de la utopía y la malvende, la hace
equivalente a lo existente. Harto existencial es el espíritu, no demasiado poco.
[1] Charles Horton Cooley (1864-1929): sociólogo estadounidense, representante de la escuela
psicologista que pone esencialmente el acento en las relaciones interpersonales en el seno de los grupos
sociales. [N. del T.]
[2] Lucien de Rubempré: protagonista de la novela Ilusiones perdidas, escrita por Balzac entre 1835
y 1843. [N. del T.]
[3] Balzac escribió El primo Pons en 1846-1847. [N. del T.]
[4] Evelyn Arthur St. John Waugh (1903-1966): novelista inglés. Tras una primera etapa de
desenfadado humor, la Segunda Guerra Mundial, durante la que participó en la lucha de los partisanos
yugoslavos, le inspiró nostalgia (Retorno a Brideshead), la sátira del americanismo (Los seres
queridos) y la oposición entre la civilización y la barbarie (Oficiales y caballeros). [N. del T.]
[5] La «présidente» [«presidenta»] y la «concierge» [«portera»]: personajes de El primo Pons. [N.
del T.]
[6] Cfr. Georg Lukács, Balzac und der französiche Realismus, Berlín 1953, p. 59 [ed. esp.: Ensayos
sobre el realismo, Buenos Aires, Ediciones Siglo XX, 1965, p. 45].
[7] Madame de Nuncigen: protagonista de la novela de Balzac La casa Nuncigen (1837). [N. del T.]
[8] Adorno se refiere al pueblo reproducido en miniatura en los jardines del castillo de Hellbrunn
(Salzburgo). [N. del T.]
[9] Sarrasine: novela escrita por Balzac en 1830. [N. del T.]
[10] Vautrin: personaje recurrente en la Comedia humana, donde aparece en tres novelas (Papá
Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas), así como en la obra de teatro
que lleva su nombre (estrenada en 1840). Representa el mal encarnado, el ángel caído que lucha contra
la sociedad por la intermediación de los jóvenes a los que ama (primero Rastignac, luego Rubempré) y
trata de modelar maquiavélicamente. Finalmente, tras muchos avatares, termina como representante del
orden social. [N. del T.]
[11] Personaje de Ilusiones perdidas. [N. del T.]
[12] Schmucke (no Schmukke): amigo fraternal de Sylvain Pons en El primo Pons. [N. del T.]
[13] «Revolución de Marzo»: de 1848. [N. del T.]
[14] Alusión a Armand Bazard (1791-1832): socialista francés. Fundador de la Carbonería en
Francia, fue junto con Enfantin uno de los más importantes propagandistas de las doctrinas de SaintSimon. [N. del T.]
[15] Bertolt Brecht, Dreigroschenbuch, Frankfurt am Main 1960, pp. 93 s.
[16] Karl Marx, Das Kapital, Primer volumen, Libro I, «El proceso de producción del capital»,
Berlín 1957, p. 618 [ed. esp.: El capital. Crítica de la economía política, México, Fondo de Cultura
Económica, 1974, vol. I, p. 497].
[17] Cfr. Karl Marx, loc. cit., Tercer volumen, Libro III, «El proceso de la producción capitalista en
su conjunto», p. 60 [ed. esp. cit., vol. III, p. 56].
[18] «Vos, que habéis demostrado ser un hombre de espíritu, sed ahora un hombre de buen sentido».
Cfr. Balzac: Un grande hombre de provincias en París, 2.a parte de Ilusiones perdidas, en La comedia
humana, Barcelona, Lorenzan, 1968, vol. XII, p. 232. [N. del T.]
[19] Theodor Lipps (1851-1914): filósofo alemán que hacía de la psicología la base de su
pensamiento lógico, ético y estético. [N. del T.]
[20] Cfr. Engels a Margaret Harkness, Londres, abril de 1888; en Karl Marx y Friedrich Engels,
Über Kunst und Literatur, Berlín, 1953, pp. 121 ss. [ed. esp.: Carlos Marx y Federico Engels, Sobre
arte y literatura, Buenos Aires, Revival, 1964, pp. 180 ss.].
[21] Engels a Laura Lafargue, 13-12-1883; en Correspondance Friedrich Engels æ Paul et Laura
Lafargue, París, 1956, p. 154.
[22] Cfr. Georg Lukács, Karl Marx und Friedrich Engels als Literaturhistoriker, Berlín, 1952, p. 65.
[23] En francés: «insolente como todos los financieros». [N. del T.]
[24] Marqués de Sade, Histoire de Justine, vol. I, en Holanda, 1797, p. 13.
[25] Charles de Coster (1827-1879): escritor belga de expresión francesa. Junto a numerosas
recopilaciones de leyendas de su tierra, su obra más conocida son Las aventuras de Uylenspiegel y de
Lamme Goedzack en el país de Flandes y en otros lugares (1868), protagonizadas por el legendario
pícaro Till Eulenspiegel (véase infra «El curioso realista. Sobre Siegfried Kracauer», nota del traductor
de la p. 385). [N. del T.]
[26] Ed. esp.: Cuentos libertinos, Barcelona, Edicomunicación, 1999. [N. del T.]
Desviaciones de Valéry
A Paul Celan
En rápida sucesión han aparecido en alemán dos volúmenes con prosa de
Paul Valéry. La editorial Insel publica, en excelente traducción de Bernhard
Böschenstein[1], Hans Staub[2] y Peter Szondi[3], una selección de los
Cuadernos de notas. El título Rumbos[4] reproduce el Rhumbs del original,
las marcas graduadas en la rosa de los vientos, así como el ángulo entre una
de esas marcas y el meridiano, de donde la desviación de un curso con
respecto a la dirección norte; lo que Valéry tiene en mente son «desviaciones
de una determinada dirección, privilegiada por mi espíritu» (W 9)[5]. – La
Biblioteca Suhrkamp ha elegido las Piéces sur l’art con el título abreviado de
Sobre arte. La versión es de Carlo Schmid[6], probablemente el primero y
único político alemán de los front benches que conoce la estatura y el nombre
de Valéry y heroicamente saca tiempo para textos tan difíciles y exigentes
como éstos. Los dos volúmenes se sitúan en polos opuestos de los escritos en
prosa de este lírico. Uno contiene ocurrencias de las que él, como hombre de
orden, según un pasaje del prólogo, se avergüenza coquetamente; el otro
declaraciones oficiales con ocasión de exposiciones y actos por el estilo. En
éstas Valéry a veces muestra el gesto del miembro de la Academia; algo
quizá más peligroso para él que la «apariencia de vida» de las anotaciones,
cuya coherencia subterránea les confiere más unidad y forma de lo que habría
podido hacer una arquitectura exterior.
Lo tardío de la publicación quizá favorezca a ambos libros en Alemania.
Combinan no sólo, como Proust, lo progresista con una autoridad del éxito
hoy en día rara en este país. Además, el campo de tensiones de Valéry
anticipa en treinta años el del arte contemporáneo: el de la emancipación y la
integración. A veces, Valéry se niega altanero a sí mismo la aptitud como
estético (K 114 [178]), con lo cual, por supuesto, lo que quiere es señalar el
fracaso de la filosofía académica ante las cuestiones de la producción actual,
de forma similar a como discute la competencia objetiva de la historia
literaria (K 161). Pero él es demasiado listo como para hacerse sospechoso de
un resentimiento para el que él sí veía razones: «Uno llama sofista a otro
cuando se siente más estúpido que él. Quien no puede atacar al pensamiento,
ataca al pensador» (W 99). Pero lo que agudiza su pensamiento es la
sumisión sin reservas al objeto, nunca el juego consigo mismo. En el proceso
se le desintegran los clichés cuyo desmontaje los intelectuales mediocres
suelen achacar a la vanidad de quien a toda costa quiere tener razón. La
capacidad para ver las obras de arte desde dentro, en la lógica de su
producción –una unidad de acción y reflexión que ni se esconde detrás de la
ingenuidad ni volatiliza apresuradamente sus determinaciones concretas en el
concepto general–, es sin duda la única forma posible de estética hoy en día.
La prueba es que las formulaciones de Valéry no son susceptibles de ninguna
otra crítica que la que sigue su línea de pensamiento.
La palabra estética ha adquirido entretanto aquella ligera resonancia
arcaica que el sensorio de Valéry fue el primero en registrar en tantas otras
cosas, como la virtud. En cuanto teoría de lo bello, cuyas leyes querría
establecer de una vez por todas –y la voluntad de hacerlo no era ajena a
Valéry, por poco que la suscribiera–, se ha hecho tan reaccionaria como el
pathos emparentado con esa concepción del arte, que eleva a éste por encima
de la realidad empírica, la sociedad, a lo absoluto. Este pathos Valéry lo
heredó de Mallarmé, aunque el ensayo sobre la procesión triunfal de Manet
en las Piezas sobre arte se eleva también categóricamente por encima de la
frase l’art pour l’art que tan simplistamente se le atribuye; él elogia e
interpreta al pintor como alguien a quien Zola no amó menos que Mallarmé.
Pero en la vanguardia francesa se ha hecho costumbre encasillar a Valéry
entre los reaccionarios, y eso ciertamente va a perjudicar su recepción
alemana. Según algunas observaciones de Pierre-Jean Jouve[7], se situaría a
la derecha de Baudelaire. Ése es el lugar que le señala el culto autoritarioclasicista de la forma, que junto con sus siniestras implicaciones políticas
constituía ya un aspecto del mismo Baudelaire y luego en Mallarmé se separó
de los impulsos socialrevolucionarios de las Fleurs du mal, mientras que el
izquierdista Baudelaire desembocaría en el surrealismo pasando por
Rimbaud. Los surrealistas han desacreditado a Valéry. A él mismo se le
podría ya aplicar un pasaje de Rumbos digno de Nietzsche: «El odio habita en
el adversario, explora sus profundidades y desmembra las más finas raíces de
las intenciones que alberga en su corazón. Lo conocemos mejor que a
nosotros mismos y mejor de lo que él se conoce a sí mismo. Él se olvida de
sí, nosotros no lo olvidamos. Pues nosotros lo percibimos a través de una
herida, y ninguno de nuestros sentidos es tan fuerte, ninguno agranda tanto ni
define tan precisamente lo que le toca como una parte herida de nuestro ser»
(W 98). A los libros no les faltan algunas cosas ligeramente reaccionarias,
desde la reverencia ante Mussolini como la voluntad todopoderosa «que
conduce al regimiento más allá de las montañas» (K. 146) hasta la
presuntuosa afirmación de que lo menester eran «órdenes sociales que
admitan y conserven una aristocracia que no carezca ni de riqueza ni de gusto
y que sienta en sí el coraje para darse los lujos que le pertenecen» (K 60) o la
fatal satisfacción moltkeana[8] de: «Este mundo de la dulce delectación no es
nuestro mundo, y yo afirmo que en el fondo hay que alegrarse de que así sea»
(K 67). Valéry era antipolítico, como el Thomas Mann de las Reflexiones[9].
Sin embargo, precisa más bien su actitud en palabras que podrían ser de Karl
Kraus: «La política es el arte de impedir que las personas se ocupen de lo que
les atañe» (W 32). La intención antipolítica es bastante fácil de asimilar a la
reaccionaria de un rentista. Pero la acusación sería un poco corta de vista.
Valéry describe una reunión política: «Uno sube a la tribuna, tumulto, gritos
animales, la oposición “destemplada”, etc. Comienza… ¿Es un discurso?
Pero poco a poco, incisivo, el trabajo del pensamiento surge, empieza a
funcionar. Lo que se muestra es el pensamiento mismo trabajando. Ya no hay
soluciones fáciles, ni fórmulas sencillas, ni programas políticos, ni tácticas
parlamentarias, ni comparaciones sorprendentes, ni réplicas contundentes…
Sino la enorme perplejidad creativa que anda a tientas, el futuro desconocido,
el presente mal conocido, la lógica insuficiente, el saber informe, el
seguimiento de pistas falsas, el objeto inaprehensible, la palabra grosera, la
decisión siempre en suspenso… Todo aquello que el arte del orador
enmascara, todo aquello en que el pensamiento concuerda con la confusión
real de las cosas, se hace visible…» (W 32 s.). La misma repugnancia hacia
lo persuasorio muestra Valéry también en cuanto estético, por ejemplo hacia
Wagner. Él encuentra en general «indigno pretender que los demás sean de
nuestra opinión» (W 67). Su aversión a la política como técnica de
dominación y como forma de la ideología va más allá de ese engagement que
tan farisaicamente se le predica al artista. Lo que se comporta como el ça ne
me regarde pas[10] del individualista parisino simpatiza en secreto con la
anarquía.
Sin embargo, el parti pris antipolíticamente político de Valéry afecta
también a su juicio artístico. Entonces pierde nivel; así, cuando se maravilla
de «que se haya llegado alguna vez a meter veinte figuras humanas en un
lienzo o en un fresco, y esto en las más diversas posturas, y que en torno a
ellas no hayan faltado ni frutos, ni flores, ni árboles, ni edificios» (K 98
[169]). Puesto que hoy en día no se hacen tan bien las cosas, se encuentran
incluso frases como: «El gusto exclusivo por lo nuevo delata una
degeneración del sentido crítico, pues nada es más fácil que juzgar sobre la
novedad de una obra» (W 121). O: «Las artes no se llevan bien con las prisas.
¡Diez años duran nuestros ideales! La absurda superstición de lo nuevo –que
tan desastrosamente ha ocupado el lugar de la antigua y benéfica creencia en
el juicio de la posteridad– pone tenaz empeño en el más engañoso de todos
los fines y lo malgasta en crear lo más perecedero de todo, en crear lo que ya
por esencia tiene que ser perecedero: el encanto de lo nuevo» (K 148 [194]).
Si en las obras de arte también envejece precisamente el «encanto de lo
nuevo», asimismo lo hacen las que carecen de tal encanto; las que no rompen
con él la desgastada consciencia de su época, de la cual forma parte la dudosa
confianza en el juicio de la posteridad, envejecen mal.
Pero sólo en los momentos reaccionarios puede leerse lo que en Valéry
sigue operando. Pues en sus libros lo progresista y lo regresivo no están
diseminados, sino que lo progresista es arrancado por la fuerza a lo regresivo
y la inercia de esto transformada en el propio impulso. El Valéry teórico,
como bien se suele decir, ha tendido el puente entre los extremos Descartes y
Bergson. Pero tanto para el cartesiano, el guardián de las innatas ideas
eternas, que hay en él como para el bergsoniano atento a lo fluido,
«indeterminado», que se burla de la fijación conceptual, Hegel, que piensa
dinámicamente y sin embargo dentro de rígidos contornos, sin ninguna
transición ni flotante ni fluctuante, debe de haberle resultado en principio
muy distante. Tanto más insistente es su alegato en favor de la dialéctica, a la
que Valéry, en contra de su formación y temperamento, únicamente se ve
obligado por la «libertad con respecto al objeto», al cual trata de hacer
justicia con su pensamiento. Su esencia filosófica, obstinada como las olas en
golpear contra el malecón, va socavando lo común a los dos archienemigos
filosóficos, la ilusión de lo inmediato como algo primero absolutamente
seguro. La crítica en el punto de partida de la propia consciencia de cada cual
como tal inmediatez y el giro implícito contra la pureza de quien no es capaz
de salir de sí los realizó Valéry en un experimento intelectual que uno
supondría en la Fenomenología, quizá también en la Filosofía del derecho,
del Hegel olvidado en Francia desde Cousin[11] hasta la recentísima ola
alemana: «Un hombre que todo lo valorara sólo según su experiencia, que no
juzgara sobre nada que no hubiera visto y vivido, que no se pronunciara más
que autónomamente, que exclusivamente se permitiera opiniones extraídas de
los hechos, provisionales y fundamentadas, que a cada pensamiento que se le
ocurriera añadiera enseguida si lo había producido él mismo o lo había leído
o lo había oído (el primero es un origen azaroso y desconocido, el otro sólo
un eco); y que cualquier cosa que pensara o entendiera, nada fuera sino
mediado por el azar o el reflejo, sería sin duda el hombre más honesto, más
independiente y más veraz de la tierra. Su pureza, sin embargo, le impediría
comunicarse y su veracidad le condenaría al no ser» (W 33 s.). Ni se puede
vivir autárticamente en la certeza inmediata del ego cogitans, ni es plausible
la creencia en la naturaleza como inmediatez: «Ninguna intuición es más
ingenua que aquella que cada tres años conduce al descubrimiento de la
“naturaleza”. La naturaleza no existe. O, más precisamente: en todos los
casos, lo que se toma como dado ha sido, antes o después, fabricado. La idea
de que uno vuelve a establecer contacto con las cosas en su pristinidad resulta
estimulante. Uno se imagina que hay algo así como lo prístino. Pero el mar,
los árboles, los soles –y sobre todo el ojo humano–, todo es arte» (W 35). En
los ensayos Sobre el arte esto se amplía hasta convertirse en una denuncia de
aquel concepto estético del bosque y la pradera que el filisteo mima como
herencia winckelmanniana: «La voluntad de lo simple en el arte resulta
mortal siempre que quiera bastarse a sí mismo y nos induce a ahorrarnos
alguna molestia» (K 78). Lo inmediato, lo simple es para Valéry, como para
Hegel, no lo primero, sino resultado de una mediación. Esto lo explica con
una anécdota de belleza china: «Ya pobre y viejo, uno de los mejores
maestros de equitación de todos los tiempos obtuvo del Segundo Imperio un
puesto de caballerizo en Saumur. Allí fue un día a visitarlo su alumno
predilecto, un joven capitán de caballería y brillante jinete. Baucher le dijo:
“Quiero montar un poco en su honor”. Le ponen un caballo; él atraviesa la
pista al paso, vuelve… El otro, deslumbrado, ve aproximarse un perfecto
centauro. “Ya está”, le dijo el capitán, “nada de exhibiciones. He alcanzado la
cima de mi arte: cabalgar al paso sin un fallo» (ibid.). Lo mismo que detecta
lo inmediato como mediado, también está abierto para lo inmediato como
telos de la mediación. Eso es para él la cultura. El arte del Renacimiento no
fue considerado por el pueblo italiano «algo superfluo, algo que sólo en casos
excepcionales forma parte de la existencia, sino una de sus condiciones
naturales y tan buena como necesaria, cuya ausencia le supondría una
sensible privación» (K 155 [198]). Esto no está lejos de la definición
hegeliana del arte como manifestación de la verdad. Esta afinidad electiva
alcanza hasta a la lógica. En la hegeliana de la esencia no harían una mala
figura análisis como: «Toda palabra tiene siempre varios significados, el más
notable de los cuales es seguramente la razón misma por la que se pronunció
la palabra. Así “Quia nominor Leo” no significa “Pues yo me llamo león”,
sino: “Soy un ejemplo gramatical”» (W 111). A la inversa, Hegel plagió
proféticamente a Valéry en frases como: «Cuanto peor es el artista, más se lo
ve a él mismo, su particularidad y arbitrio». Anticipaban con mucho adelanto
la dinámica de la idea de ese progreso a cuyo período tardío el subjetivista
Valéry, al menos estéticamente, aún pertenecía. Sus representantes son, según
él, Manet, Baudelaire y Wagner, en los cuales se han convertido en principio
y han ascendido a lo más alto el encanto sensual y la distinción, compartidos
por el impresionismo y el simbolismo. Valéry fue uno de los primeros en
hacer recuento de lo perdido en fuerza de objetivación y coherencia. Él
mismo marcado por el simbolismo, estaba inmunizado contra la laudatio
temporis acti, aunque valoraba el precio que la armonía de las obras tenía que
pagar a cambio de su penetración subjetiva. El arte moderno postvaleryano
ha extraído las consecuencias de ello independientemente de él. La
emancipación de la semejanza con el objeto en pintura y escultura, de la
tonalidad en música, la motiva esencialmente el impulso a recrear puramente
a partir de sí en la obra algo de aquella objetividad de la que se la desprovee
en cuanto es un reflejo subjetivo a algo dado previamente, sea cual sea su
forma. Cuanto más se despoja críticamente la obra de arte de todas las
condiciones que no sean inmanentes a su propia forma en cada caso, tanto
más se aproxima a una objetividad de segunda potencia. En tal medida, la
radicalización del arte introdujo lo que retrospectivamente aún censuraba en
el progreso de su propia época. A esto se añade que en medio de una
sociedad perpetuamente encadenada la emancipación del sujeto, el deber y la
dicha de éste, al mismo tiempo resulta también apariencia y contribuye a la
apariencia general. El sujeto estético ha perdido irremisiblemente la autoridad
de todo lo tradicional. Ha de recurrir a sí mismo, sólo puede contar con lo que
pueda desdevanar de sí; verdaderamente, para él el único abierto es el camino
crítico. No le cabe esperar en ninguna otra objetividad. Remitido a sí,
artísticamente es por necesidad lo más próximo e inmediato a sí mismo. Pero
socialmente sigue siendo derivativo, mero agente de la ley del valor. Cuanto
más profundamente expresa su verdad en cada caso propia como la única
para él alcanzable, la única que él puede llenar, tanto más se enreda en la no
verdad. La aflicción socialmente inconsciente de Valéry por lo pasado da
testimonio de esta antinomia tan fielmente como la autonomía estética que él
defiende pensando en las auténticas obras de antaño concuerda, por su
hermética obturación del horror comunicativo, con tendencias para las que
Valéry es anatema y que él mismo habría condenado sin vacilación como
decadentes. En el hecho de que en la fase del tachismo y de los experimentos
con música aleatoria se haya actualizado la teoría de Mallarmé del
lanzamiento de dados se manifiesta una coherencia a la que se ajusta toda la
obra de su discípulo Valéry. Así como según él la tensión entre la ley
constructiva y la contingencia en el arte aumentaba hasta la explosión, así la
desviación se asociaba ya constitutivamente a su propia anacrónica
insistencia en conceptos como orden, regularidad y duración. Para él es
garantía de la verdad. Él contradice categóricamente la concepción del
conocimiento del common sense: «Toda visión de las cosas que no es
extraña, es falsa. Si algo real se hace familiar, no puede sino perder realidad.
La reflexión filosófica consiste en volver de lo familiar a lo extraño, en
afrontar lo real en lo extraño» (W 144). En una sociedad cuya totalidad se ha
cerrado herméticamente como ideología, sólo puede ser verdadero lo que no
se parece a la fachada. La consciencia crítica del artista conservador de lo
banal como engaño se transforma en el efecto alienación de Brecht. Ni en sus
ideas ni en la praxis del artista puede lo universal reconciliarse con lo
particular tan sin fisuras como se imaginaban el arte y la estética
tradicionales. El reaccionario Valéry, acordándose de lo que se ha olvidado
en el camino del progreso, de lo que se sustrae a la gran tendencia de la que,
sin embargo, él mismo es portavoz en cuanto lo es de la dominación estética
de la naturaleza, tiene que ponerse del lado de la diferencia, de lo que no
aflora. De ahí el nombre náutico de sus cuadernos. Ninguna interpretación
podría exponerlo con más precisión que su propia formulación del «accidente
que es mi sustancia» (W 80).
Proust, declarado antípoda de Valéry en quien de antemano se sospechan
racionalidad clásica y estructura ordenada, habría estado de acuerdo en esto:
lo que, no sin reticencias, Valéry se ve obligado a aceptar es la ley formal de
toda la obra proustiana. Pero la entusiasta confianza de Proust en el contenido
de verdad de lo inconmensurable, del recuerdo involuntario, en Valéry está
melancólicamente rota: «Las ideas acertadas son siempre inesperadas. Toda
idea inesperada es acertada durante unos instantes» (W 108). La evidencia de
lo involuntario, el núcleo temporal de la verdad como la de lo siempre nuevo,
la verdad que se manifiesta súbitamente, tiene el aspecto de lo ilusorio y
frágil. Ésa es la razón del dolor que la intuición irrefutablemente brutal
produce tanto en Valéry como en Proust. El sucesor de Baudelaire, que
gloriaba las mentiras de la amada, añade al spleen de éste una fisonomía
afligida, como Proust no habría sabido proyectar de manera diferente sobre
Albertine: «Los hombres suplican en silencio a los hombres que les digan lo
que no piensan. “¡Decidnos lo que queremos oír!” “¡Dime algo amable!”,
cantan los ojos» (W 137). La lucidez larochefoucauldiana[12] y la
sensibilidad neorromántica se funden en esta observación. Como Proust,
Valéry repudió la rígida escisión entre pensamiento e intuición a la que se
acoge con satisfacción la consciencia reificada: «… a menos que por
inspiración se entienda una fuerza tan flexible, ajustada, sagaz, informada y
calculadora que se la pudiera llamar indistintamente inteligencia o
conocimiento» (W 48). A veces el acuerdo llega hasta la tesis filosófica: «El
pasado no es en absoluto lo que se tiene por tal. El pasado no es lo que una
vez fue; es sólo lo que queda de lo que una vez fue. Eso son vestigios y
recuerdos. Del resto simplemente no existe nada» (K 163 [204]). La reflexión
sobre el concepto clásico de lo duradero y permanente, del que Valéry no se
ocupa, conduce a la negación del momento aere perennius. En la filosofía de
la historia de Valéry se abre una brecha en la estructura de las verités
éternelles. Pero el denominador común de Proust y Valéry no es otro que
aquel Bergson cuya loa fúnebre pronunció Valéry durante la ocupación
nacionalsocialista.
En ninguna parte se puede probablemente reconocer con más claridad en
Valéry la compulsión a trascender antitéticamente esa especie de posición
que con orgullo de propietario custodia toda la filosofía tradicional que en su
relación con la música. Él se llamaba amusical cuando no antimusical: «La
música me aburre al poco rato» (W 118). Quien de un compositor mediocre
como Honegger elogia su «poderoso aliento» (K 34) describe los rasgos
operáticos de aquel Racine «cuyas tragedias Lulli solía escuchar con tanta
aplicación y cuyas líneas y temas suenan como inmediatamente trasladados a
las bellas formas y los purísimos desarrollos de Gluck» (K 31 [105]), sin
saber que en Gluck apenas hay «desarrollos» y que el primitivismo de sus
formas habría provocado en él un sarcasmo sanguinario si se las hubiese
encontrado en la pintura. Sin embargo, inmediatamente después caracteriza
las malas costumbres en la dicción de los versos de un modo que al pie de la
letra podría aplicarse a malas interpretaciones musicales: «Se los rompe, se
los omite; otras veces no parece sino que se los quisiera imponer por la
fuerza: se subraya, se exagera la disposición en líneas, las sílabas acentuadas
de los alejandrinos, los elementos formales convencionales, que en mi
opinión tienen su utilidad, pero que se convierten en medios groseros si la
dicción no los envuelve en las prendas de su gracia» (ibid. [ibid.]). Tan lejos
y tan cerca estaba Valéry de la música. En principio aceptaba el esquema que
simplemente opone lo visual en cuanto estáticamente racional a lo fluido y
caótico del aconceptual arte temporal. En contraposición a la poesía y a la
música, a la pintura le adscribe un momento cósicamente positivista. De ahí
sus reservas sobre el efecto mágico de la pintura. El simbolista Valéry, pues,
tomó también partido por los impresionistas y no por Puvis de
Chavannes[13]: «La pintura no puede pretender, sin correr ciertos riesgos,
simular nuestros sueños. El Embarque para Citérea no me parece que sea de
lo mejor de Watteau. Los mundos encantados de Turner a veces consiguen
desencantarme» (K 90). No protegiendo desesperadamente su mágica
herencia, sino sólo renunciando a ella, pasando por la desilusión, puede el
arte sobrevivir y convertirse en aquel lenguaje como el cual lo leía Valéry. En
esto termina su interpretación de Manet. Los «naturalistas», entre los cuales
lo cuenta en este contexto, tienen, análogamente a Baudelaire, «un mérito
real: han descubierto (o más bien introducido) poesía, y a veces del máximo
nivel, en objetos o asuntos tenidos hasta su época por indecorosos o
insignificantes» (K 110 [165]). Pero no era tan intransigente con la música
como con las pseudomorfosis de ésta. Ya al comienzo de Rumbos se habla,
en sorprendente paralelismo con Kierkegaard, del «oído filosófico» (W 16).
Valéry mismo lo poseía. Él, que no se reconocía oído musical, como lírico no
podía engañarse sobre el hecho de que «los caminos de la música y de la
poesía» se cruzan (W 57). «Era la era del simbolismo: cada uno según su
disposición y escuela, estábamos bastante ocupados en aumentar al máximo
la cantidad de música que la lengua francesa permite introducir en el
discurso» (K 35). Pero él no se atiene al programa sinestésico de la Art
Poétique de Verlaine, sino que analiza su contradictoria experiencia. El
dardo: «Poner en música buenos versos es como iluminar un cuadro con una
vidriera de iglesia» (W 61) está maliciosamente dirigido contra la música.
Pero yerra el tiro: de lo contrario, la calidad de las canciones difícilmente
podría depender tanto de la de los poemas; aquéllas más se instalan en los
espacios vacíos de éstos, más tapan sus imperfecciones, que los reproducen.
Pero, en cambio, el extrañamiento de una imagen producido por el rayo que
atraviesa vidrios pintados no es un mal símil para la transformación de
buenos versos en una buena canción. Valéry concede, pues, también lo que
Goethe no quiso declarar: su actitud antimusical previene una amenazante
seducción a la que luego sin embargo cede impávido. «Mi “injusticia” para
con la música deriva quizá de la sensación de que un tal poder sería capaz de
animar hasta lo absurdo» (W 63), de instaurar contextos de sentido más allá
de lo racional: «… ante todo no tengáis prisa por llegar al umbral de sentido»
(K 32). Según esto, la postulación de Valéry de esa pura poesía que ascienda
por encima del sentido de la lengua parafrasea los criterios de un músico
consciente de sí mismo: «¡Qué vergüenza escribir sin saber qué son lenguaje,
palabra, metáfora, cambios de idea y de tono; cuando no se concibe la
estructura de la secuencia temporal de una obra ni los presupuestos para su
conclusión, apenas se conoce el porqué y en absoluto ya el cómo! La
vergüenza de ser una pitia…» (W 166). El anhelo de que el sentido se
desvanezca en el verso es inherente a la música, que las intenciones sólo las
conoce en cuanto cambiantes. Valéry señala el correlato de esto en el
lenguaje: «Si el sentido se hace consciente del sonido, del ritmo, éstos se
hacen valer sólo por un instante: como necesidad que se agota de inmediato,
como auxilio de la significación que transmiten y que luego los absorbe sin
dejar rastro» (K 29)[14]. Lo que atestigua la contrastante unidad de ambos
medios es el hecho de que mientras que en la lírica las estructuras musicales
trascienden el lenguaje significativo, la música se asemeja estructuralmente a
la prosa, de cuyas huellas Valéry querría proteger al verso. La estética de este
antimusical a veces suena como una estética de la música: «Todas las partes
de una obra deben “trabajar”» (W 169). No de otro modo emplea la
terminología musical el concepto de trabajo temático. Este acuerdo
inconsciente de Valéry con la música favorece no pocas veces a obras que él
nunca oyó: «En las obras muy cortas el efecto del más mínimo detalle es del
orden de magnitud del efecto global» (W 170): ésa es la fisionomía de Anton
von Webern. Para el Valéry de cristalina óptica todo arte acaba por
transformarse en la música por él temida; para él no meramente todo arte es
lenguaje, como en la obra de juventud de Benjamin, sino que hay «aspectos,
formas, incluso momentos en el mundo de lo visible, que son canto» (K 83).
En colores y formas lo descubre la absorbente mirada del poeta.
Pero su difícil posición con respecto a la música es relevante no meramente
para la delimitación general de las artes entre sí y su unidad. Hoy en día ha
ocupado el centro de la composición una compleja problemática en torno a la
cual gira Valéry: la relación de la construcción integral, que piensa hasta el
final la idea de la autonomía de la obra, su independencia con respecto a cada
uno de los receptores, con el azar. A la idea de la obra de arte integral,
herméticamente cerrada en sí y meramente comprometida con su lógica
inmanente, idea que deriva de la tendencia global de las artes occidentales al
progresivo dominio de la naturaleza, en concreto al control total de su
material, le falta algo. El arte que se acomoda y debe a la corriente de
racionalización civilizatoria el desarrollo histórico de sus fuerzas productivas,
sin embargo, al mismo tiempo significa también la protesta contra ésta, el
tener en cuenta lo que en ella no aflora y lo que elimina; precisamente lo no
idéntico a que la palabra desviación alude. No se confunde por tanto sin
fisuras con la racionalidad total, pues según su propio concepto, él es
desviación, sólo como tal tiene derecho a vivir y la fuerza para afirmarse en
el mundo racional. Si fuese meramente idéntico con la racionalidad,
desaparecería en ésta y moriría, cuando por el contrario no puede desviarse
de ella a menos que quiera asentarse irremediablemente en reservas,
impotente frente a la inexorable dominación de la naturaleza y las
prolongaciones sociales de esta dominación, y tolerado exactamente en la
misma medida que esclava de ella. La actual figura estética de tal paradoja es
el azar, lo no idéntico con la ratio, lo inconmensurable como momento de la
identidad misma, de una legalidad racional de tipo peculiar, estadística, sobre
la que Valéry reflexiona con frecuencia. En cuanto azar, la figura alienada de
sí misma de la subjetividad se abre paso en la obra de arte objetiva, cuya
objetividad nunca puede ser en sí, sino que es mediada por el sujeto, por más
que no quiera tolerar ya ninguna intervención inmediata del sujeto. Al mismo
tiempo, el azar proclama la impotencia de un sujeto que se ha convertido en
demasiado inane como para estar legitimado para en absoluto hablar todavía
por sí inmediatamente en la obra de arte. Niega la ley por mor de la libertad
estética y, sin embargo, en su heteronomía sigue siendo lo opuesto a la
libertad. Valéry afirma esto como si estuviera hablando contra el sueño
contemporáneo de una música totalmente determinada y completamente
independiente del sujeto: «En todas las artes –y precisamente por eso son
artes–, al haber sido así por necesidad que debe hacernos creíble una obra
felizmente llevada a término, sólo puede insuflarle vida un acto de libre
creación. La ensambladura y la armonía última de las propiedades
mutuamente independientes que deben entretejerse nunca se obtienen por
medio de una receta o un automatismo, sino por un milagro o en último
término por el esfuerzo: por un milagro combinado con los esfuerzos que
haga una voluntad» (K 18 s.). Por eso el azar resulta orientado por su
voluntad, como la del arte más reciente, sometido a la racionalidad del todo.
Pero también indica, sin embargo, los límites de la racionalidad en el material
que procesa; sólo que a éste ya lo ha exprimido tanto que su carácter
abstracto coincide de nuevo con la mera conformidad a ley, la unidad formal
del concepto, a la cual se opone el azar: lo no idéntico como idéntico. El
extrañamiento del sentido que introduce el azar en toda obra remeda al de la
época: al reconocer sin disimulos el extrañamiento sentido de la totalidad,
eleva una protesta contra él. Todo lo cual experimentó Valéry. Por eso, como
Mallarmé, simpatiza, sin reservas apologéticas, magnánimamente
despreocupado de la contradicción con su inclinación primaria, con el azar,
por más que todo su pathos derive del hecho de que el espíritu se adueña de
sí mismo cuando la obra se adueña de él. La constelación de ambos
momentos se bosqueja en el ensayo de Pièces sur l’art sobre la dignidad de
los procedimientos artísticos en los que interviene el fuego: «Sin embargo,
toda la vigilancia del excelente artesano del horno, todo lo que su
experiencia, su ciencia del calor, de las circunstancias peligrosas, de las
temperaturas para la fusión y la reacción del material, le permiten prever,
dejan incólume en su inmensidad la ennoblecedora incertidumbre. Todas
ellas no abolen el azar. Su elevado arte permanece bajo el dominio del riesgo
y es por así decir santificado por éste» (K 12 [90]). A lo que escapa a la
necesidad no lo ataca él menos que a ésta, y lo que espera del azar es la
indiferencia de uno y otra. Precisamente el momento extraño al sentido del
azar, verdaderamente un valor límite en el temps espace, lo asocia él con el
temps durée bergsoniano, la memoria involuntaria como única forma de
supervivencia. Pues en la anarquía de la historia esta misma memoria es
contingente: eso es lo que define en Valéry la dignidad del azar. Hablando de
una exposición de cerámica dice: «Nada se parece tanto al capital de nuestros
conocimientos acumulado hasta el día de hoy, a nuestro haber en los libros de
la historia, que esta colección de cosas que nos ha conservado el azar. Todo
nuestro saber es, como ella, un residuo. Nuestros documentos históricos son
despojos que una época abandona a la otra, como quiere el azar y en
completo desorden» (K 164 [204]). Sin embargo, esta salvación no aminora
su desconfianza hacia la contingencia inmediata del proceso artístico de
producción, hacia lo demasiado fácil. El énfasis que pone en los materiales
resistentes, que introducen el azar en la obra de arte, deriva precisamente de
esta desconfianza hacia el azar de la mera subjetividad. «Por eso en todas las
artes cuya materia no opone ya ninguna resistencia positiva por su mero serasí, a los verdaderos artistas les asalta la sensación de los peligros y el
aburrimiento de una excesiva facilidad de creación» (K 9 s. [89]). Si el azar,
en cuanto algo sustraído al control del artista, puede ser incompatible con la
idea hoy por supuesto ya un poco anticuada del «acto de libre creación», su
incompatibilidad define la pregunta por cómo todavía es en absoluto posible
el arte.
Las contradicciones de Valéry tienen todas una faceta sociohistórica. Lo
mismo que, siguiendo la costumbre neorromántica, los ensayos sobre la
pintura italiana del Renacimiento, en especial Veronese, adoran la autoridad
sin más ni más, los aires de grandeza, el control soberano que en el
individualismo burgués parecen haber saltado en astillas hasta la amorfia,
Valéry quizá sospechó en los músicos gente frívola, cuyos efímeros
espectáculos están asentados en el espacio de un modo tan poco estable,
comprometido, seguro, y son tan poco inmanentes al orden como los mismos
errabundos. Entre sus ideales no es el último el de un arte que se habría
desprendido del vagabundeo, de su odio social por más sublimado que fuera,
mientras que sin embargo este carácter vagabundo, no completamente
sometido a los controles de un orden sedentario, es lo único que permite al
arte sobrevivir en medio de la civilización. Pero la pureza de un pensamiento
que no se deja encadenar por la ideología que ha jurado tampoco se detiene
ante este motivo. Valéry, que, como hijo de la era racional, no reconoce en el
arte la nítida escisión entre producción y reflexión, es demasiado reflexivo
como para engañarse sobre el hecho de que incluso los artistas que desdeñan
la atención al mercado permanecen encadenados a la precaria posición del
espíritu en la sociedad dominante, con la cual, aunque se opongan, deben
condescender. Hoy en día los artistas son intelectuales lo acepten o no, y
como tales lo que la teoría de la sociedad llama personas terciarias: viven de
la desviación de beneficios. Mientras que ellos mismos no realizan ningún
«trabajo socialmente útil», no contribuyen en nada a la reproducción material
de la vida, son los únicos que representan la teoría y toda consciencia que
apunta más allá de la ciega coerción de las condiciones materiales; tan
inermes frente a la desconfianza de lo existente de que viven sin servirlo
lealmente como frente a la de sus enemigos, para los que no son más que
agentes impotentes del poder. Por eso, en cuanto punto neurálgico de la
sociedad, atraen sobre sí el odio de toda la sociedad. Pero no se han de
defender mediante el encarecimiento abstracto del espíritu, sino expresando
también su lado negativo. Sólo cuando cayera el velo ideológico de su propia
existencia, sólo en la autorreflexión implacable, que al mismo tiempo sería la
de la sociedad, alcanzarían ellos su verdad social. Valéry contribuye a ello.
La mancha que ensucia todo pensamiento Valéry la incorpora a éste. «Sin sus
parásitos, ladrones, cantantes, místicos, bailarines, héroes, poetas, filósofos,
hombres de negocios, la humanidad sería una sociedad de animales; o ni
siquiera una sociedad: una especie; faltaría la sal de la tierra» (W 36). La
misma lista de personas terciarias podría hallarse en Marx, cuyo nombre
Valéry difícilmente habría pronunciado. La conexión del espíritu y de la
producción espiritual con lo que en el lenguaje de la economía política se
llama esfera de circulación no le es ajena. «Si “hacer negocio” significa que
uno compra con la intención de revender, es hombre de negocios el artista o
el autor que observa, viaja, lee y hasta vive sólo para producir, para poner en
el mercado su impresión. – En lugar de adquirir para sí. – Pero quién sabe,
adquirir para sí mismo quizá carezca de sentido» (W 41 s.). Quien
intransigentemente insiste en la pureza de la obra por sí misma ve hasta qué
punto esta pureza del en sí estético se debe a un para otro, el mercado;
mientras que los artistas mezquinos dicen tonterías sobre la creación y
precisamente porque la elogian ideológicamente, están seguros de la
aprobación general en el mercado, Valéry reconoce la paradójica conexión
con su carácter de mercancía de la obra autónoma. Ésta no se convierte en
general en algo objetivo más que si el productor no es inmediato a sus
experiencias, sino que las objetualiza; la verdad enajenada de sí misma se
convierte en el modelo declarado de la obra absoluta. Lo que para sí mismo
es originalidad y genio, socialmente es un monopolio natural. A esto alude
una de esas agudas observaciones que, dice Nietzsche, producen una sonrisa
apenas perceptible: «Y bien, podría decirse a sí mismo un genio, ¿soy, pues,
una curiosidad?… Y lo que a mí me parece tan natural, la imagen que se me
escapó, una palabra inmediatamente iluminadora, que a mí nada me ha
costado, diversión efímera de mi visión interior, de mi oído secreto, de mis
horas, y luego las casualidades al pensar y al hablar… ¿hacen de mí un
monstruo? – Rara es mi rareza. – ¿Sólo soy, pues, una rareza? Y sin haber
cambiado en lo más mínimo, bastarían cien mil como yo para que pasara
desapercibido… Y entre un millón, ¿sería yo cualquier imbécil?… ¿Una
millonésima de mi valor anterior?…» (W 68 s.). Semejantes reflexiones
culminan en una sorprendente comparación del espíritu, la autoenajenación y
el carácter de mercancía: «Cuanto más “consciente” es una consciencia, tanto
más extraños, extranjeros, le parecen su persona, sus opiniones, sus actos, sus
propiedades y sus sentimientos. Así que tiende a disponer de su posesión más
propia y personal como de algo externo y contingente» (W 146). No se puede
dejar de reconocer una pizca de autodestructividad en esto. Como en
Nietzsche, no faltan motivos antiintelectuales junto a salvaciones arriesgadas
de lo más precario en el espíritu. Se pueden oír gritos procedentes de la era
del prefascismo: «La tarea de los intelectuales es removerlo todo por medio
de signos, nombres, símbolos, sin el contrapeso de acciones reales. Eso hace
sus discursos estupendos, su política peligrosa, sus placeres superficiales. Son
estimulantes sociales, con las ventajas y los peligros de todos los
estimulantes» (W 37). Pero allí donde Valéry sitúa su experiencia específica,
en la producción artística, no deja margen para tales pamplinas. La intuición,
la marca comercial de los antiintelectuales, casa mal con él. Él la polariza en
los extremos de la consciencia y el azar, y cuelga burlonamente la estrella
amarilla de las personas terciarias precisamente a los que gozan de los
favores oficiales: «A los poetas les es o debería ser intolerable la imagen
según la cual lo mejor de sus obras lo han recibido de poderes imaginarios.
Intermediarios: qué concepción tan humillante. Yo, por mi parte, nada quiero
saber de eso. Yo no invoco más que al azar que hay en el fondo de todos los
hombres; y luego a un trabajo tenaz que lucha precisamente contra este azar»
(W 95).
Lo que en tales modelos saca punta pero en conjunto define el ritmo del
movimiento de pensamiento de Valéry sería, según el uso de la historia de la
filosofía oficial, el conflicto entre motivos racionalistas e irracionalistas. Sin
embargo, la valoración de éstos en Francia es inverso al que tienen en
Alemania. Aquí se acostumbra a imputar a la racionalidad el progreso y al
irracionalismo, en cuanto herencia romántica, la Restauración. Pero en Valéry
el momento tradicional coincide con el cartesiano-racionalista y la autocrítica
del cartesianismo es irracionalista. El momento racional-conservador en
Valéry es el autoritario-civilizatorio, el control declarado de lo inconsciente
por parte del yo autónomo. «Sacudirse los sueños, las escorias, las cosas a las
que la ausencia y la negligencia han permitido crecer y ampliarse; los
productos naturales, las inmundicias, los errores, las tonterías, los temores,
las obsesiones. Los animales vuelven a meterse en su agujero. El maestro
regresa del viaje. El aquelarre está desconcertado. Ausencia y presencia» (W
17). Ahora como siempre, tal dominio lo justifica cartesianamente la
perceptio clara et distincta. Las dudas de Valéry incluso sobre las respuestas
definitivas, fermento de sus desviaciones irracionales, se miden por ese
carácter definitivo: «Pero nuestras respuestas correctas son rarísimas. La
mayoría son débiles o nulas. Con tanta precisión nos percatamos de ello que
acabamos volviéndonos contra nuestras preguntas. Pero por ahí habría
precisamente que comenzar. Habría que plantearse en sí una pregunta que
precede a todas las demás y que pregunta a cada uno por su valor» (W 70). El
cartesianismo se trasciende gracias a su propio motor metódico, la duda:
«Con frecuencia me imagino a un hombre que estuviese en posesión de todo
lo que conocemos en cuanto a procedimientos y recetas exactas, pero que
ignorase todos los conceptos y designaciones que no provocan imágenes
claras, que no llevan a acciones unitarias y repetibles. Nunca ha oído hablar
ni de espíritu, ni de pensamiento, ni de sustancia, nunca de libertad y
voluntad, de tiempo y espacio, de fuerzas, de vida, instinto, memoria, causa,
de dioses, nunca de moral; nunca de orígenes; en una palabra: sabe todo lo
que sabemos e ignora todo lo que ignoramos, pero ni siquiera conoce sus
nombres. Así lo expongo a las dificultades y los sentimientos que éstas
producen; así lo alumbro. Ahora lo pongo en movimiento y lo dejo a merced
de las circunstancias» (W 148 s.). La insistencia en la exigencia de lo
absolutamente cierto termina en lo abierto, en lo según los criterios de
Descartes incierto. El sum cogitans es convencido de la contingencia de su
mera existencia, sobre la cual en aquél no se reflexionaba y que habría
movido el suelo bajo los pies de las Meditaciones. La plena consecuencia
epistemológica de ello, la no identidad de lo que es con su concepto, se extrae
explícitamente: «Los pequeños hechos inexplicados siempre contienen en sí
lo suficiente para desvigorizar todas las explicaciones de los grandes hechos»
(W 140). Sin pretender zanjarlo, Valéry reduce el debate del racionalismo a la
matemáticamente elegante fórmula: «Lo que no se fija no es nada. Lo que se
fija está muerto» (W 112). Si algo puede en general aspirar todavía al nombre
de filosofía, son tales antítesis. Dejándolas irreconciliadas, el pensamiento
expresa los propios límites: la no identidad del objeto con su concepto, que
debe tanto exigir esa identidad como comprender su imposibilidad.
En Valéry el debate del racionalismo tiene también su dimensión
filosófico-histórica, la de una dialéctica de la Ilustración. En ésta reconoció
algo central, el surgimiento de un pensamiento meramente instrumental
todavía, el triunfo de la razón subjetiva sobre la objetiva gracias al progreso
de la racionalidad como tal: «A esto se agrega que las ideas, incluso las
fundamentales, pierden paulatinamente el carácter de esencialidades para
convertirse en instrumentos» (W 38). No vacila ante la conclusión de que con
ello la razón desencadenada se vuelve contra sí misma: «La ciencia ha
destruido la certeza de la razón y del sentido común» (ibid.). El escalofrío
que le sobrecoge ha sido superado desde entonces por los horrores de la
praxis: «Con la objeción del sentido común, el hombre retrocede ante lo
inhumano, pues en el sentido común no hay más que el hombre, sus
ancestros, las pautas del hombre y las capacidades y relaciones humanas.
Pero la investigación e incluso los poderes apartan del hombre. La
humanidad saldrá adelante como pueda. Quizá la humanidad tiene un gran
futuro» (W 39). La imbricación de la racionalidad subjetiva desatraillada y la
autoalienación del sujeto se le escapa tan poco como la conexión de esta
tendencia con la totalitaria: «Una idea demasiado exacta del hombre, una
percepción demasiado clara de su mecanismo, la completa ausencia de
supersticiones en las cosas humanas, el rechazo categórico a considerar al
hombre como cosa en sí, como su propia meta, una visión demasiado
estadística de los vivientes, una previsión demasiado exacta de sus
reacciones, de los cambios y reversiones ya hoy establecidos que los
sentimientos experimentarán dentro de unas semanas o años, un sentimiento
demasiado fuerte del orden y del ideal de Estado: todo esto quizá no está en
el lugar correcto en la cumbre. ¿Y si gobernara el entendimiento?…» (W 100
s.). Del nuevo ideal de Estado habla con símiles, como Karl Kraus: «El
Estado es un ser enorme, terrible y débil. Un cíclope de una fuerza y una
torpeza considerables, hijo deforme del poder y del derecho, que los han
engendrado a partir de sus contradicciones. Sólo vive gracias a los
incontables hombrecillos que desmañadamente mueven sus manos y pies
inertes, y su gran ojo de cristal no ve más que céntimos y millones. El Estado
es amigo de todos y enemigo de cada uno» (W 100).
Así de peliagudo es el conservadurismo de Valéry. A pesar de toda la
aversión contra el mundo administrativo, se niega a atrincherarse tras las
invectivas contra la decadencia y la perversión. Lo que afecta a la razón, a los
hombres en cuanto sus portadores, al sujeto, es su propio principio: «El
pensamiento es brutal, no sabe de concesiones. ¿Qué hay de más brutal que
un pensamiento? (W 109), o bien: «¿No es el espíritu lo más vil en el mundo?
El cuerpo retrocede ante la inmundicia y el crimen. Como una mosca, el
espíritu se posa en todo. Ni la náusea ni el disgusto, ni el arrepentimiento ni
el remordimiento, se originan en él; para él no son más que un objeto de la
curiosidad. Le atrae el peligro, y si el cuerpo no fuera tan poderoso, el
espíritu, con una especie de tontería y una absurda y urgente avidez de
conocimiento, la conduciría al fuego» (W 144). En Valéry el espíritu puro
confiesa la propia no verdad. Pero su complicidad con lo abominable no es
nada distinto del legado de la violencia que desde hace milenios ejerce sobre
todo lo que es sometiéndolo al principio de su propia autoconservación. En
Valéry el espíritu está lo bastante acerado como para mirar cara a cara su
propio secreto.
Para quien tanto arriesga tampoco es tabú el arte. En cuanto
espiritualizado, éste está imbricado con el progreso y la ciencia para lo bueno
y para lo malo. «En todas las artes hay un ámbito sometido a las leyes de la
naturaleza que ya no puede ni considerarse ni tratarse como antaño: no es
posible sustraerlo a las empresas de la facultad cognoscitiva y la fuerza
creativa de hoy en día» (K. 46 [131]). El orgullo de Valéry no se establece en
ninguna Elba de irracionalidad como en un principado: «Ni la materia, ni el
espacio, ni el tiempo son desde hace veinte años lo que eran desde siempre.
Cabe esperar que tan significativas novedades transformen toda la técnica de
las artes, que por tanto actúen sobre el mismo proceso creativo y hasta que
quizá puedan determinar de un modo asombroso lo que en el futuro se
entienda por arte» (ibid.). El enemigo jurado del naturalismo no tiene
miramientos para con los románticos: «Su espíritu se procuró refugio en una
Edad Media que ellos se arreglaban; ante el químico buscaban la seguridad
en el horno del alquimista. Sólo se sentían a gusto en el mundo de la leyenda
o de la historia, es decir, en los antípodas de la física. Escaparon a los
condicionamientos de una existencia marcada por los mecanismos de la
sociedad mediante la huida a la pasión y las efusiones del ánimo, hicieron
una institución (y hasta una comedia) del cultivo y la explotación de éstas. A
la idolización del progreso se respondió con la idolización de la maldición del
progreso; eso fue todo y produjo dos lugares comunes» (K. 118 s.). Por
supuesto, en el gesto casi maxweberiano con que el artista toma partido por la
racionalidad del arte el elemento reaccionario aflora como aprobación de
evoluciones cuya representante hasta hoy ha sido la industria cultural. La
verdad es que en el arte el espíritu y lo que desde el principio no es igual a él
se han interpenetrado cada vez más estrechamente: «Ahora bien, el paso del
tiempo o, si se prefiere el demonio de los encadenamientos inesperados
(aquel que de lo que es extrae y acuña las consecuencias más sorprendentes y
a partir de ahí compone lo que será), se divierte confundiendo de modo
maravilloso dos conceptos antes exactamente contrapuestos» (K. 120). Pero
cuando Valéry define esos dos «conceptos» como «lo maravilloso y lo dado»
(loc. cit.), y espera «que estos dos enemigos se hayan conjurado desde
antiguo para envolver nuestros órdenes vitales en una secuencia ilimitada de
transformaciones y sorpresas» (loc. cit.), esta confianza se parece demasiado
al entusiasmo de los poetas por las posibilidades de visionario que el cine iba
a abrir. La supremacía de los medios de masas mecánicos impide muchas
veces incluso a Valéry pensar en si el progreso del dominio racional de la
naturaleza no se trastoca en ideología cuando, convertido en arte, destila
magia. También Valéry paga tributo a una época en la que lo positivamente
«dado», cuyo culto ha dejado en sus meditaciones algo más que meramente la
huella, converge sin esfuerzo con el encantamiento del mundo: la supremacía
de lo que es el caso se convierte en su aura mágica.
Valéry no es ciego a los crímenes de la industria cultural ni a su
fundamento social: «De la producción de un mundo de prodigios en las
fábricas viven miles y miles de personas. El artista, sin embargo, no ha tenido
ninguna clase de participación en esta producción de prodigios. Ésta es hija
de la ciencia y del capital. El burgués ha puesto su dinero en fábricas de
sueños y especula con la ruina del sentido común» (K 121). Pero esta crítica
resulta ambigua. No arma a Valéry contra una banalidad como la que por lo
demás le sirve de indicio de lo no verdadero: «Casi todos los sueños que la
humanidad había tenido y que se han sedimentado en nuestras fábulas de los
más diversos órdenes acaban ahora emergiendo del recinto de lo imposible y
de lo pensado» (loc. cit.). Se olvida de añadir que, como en las fábulas
mismo, hasta ahora el cumplimiento de los deseos no ha redundado en la
bendición de una humanidad que, en medio de todos los aplazamientos
utópicos, persiste en la condena a la renuncia. Según Valéry: «En la cima de
su poder, Luis XIV no poseyó la centésima parte del poder sobre la
naturaleza y los medios para procurarse una diversión, para cultivar su
espíritu o proveerle vivencias que hoy en día tantos hombres de sólo
medianos ingresos tienen a su disposición» (loc. cit.). Semejantes
comparaciones son precarias. Difícilmente se puede comparar lo que ha sido
la felicidad en diferentes épocas. Pero a uno le gustaría sin embargo creer que
el placer del Roi Soleil superó en algo al que se tiene ante la pantalla del
televisor. En 1928, cuando Valéry anotó estas ideas, en Europa quizá no era
posible todavía prever adónde se dirigía la cultura consumista. Sin duda, el
rumbo del mundo desde entonces ha refutado a Valéry cuando glorifica al
«hombre de nuestro tiempo», que puede volar adonde quiera, acostarse «a
dormir cada noche en un palacio» (K 122), podría adoptar cien formas de
vida y a cada instante transformarse en un hombre feliz. Pues las cien formas
de vida no ocultan ya el esqueleto de su unidad estandarizada. Tampoco son
en absoluto el reino nativo de aquel a quien le son impuestas; su felicidad es
meramente la caricatura subjetiva de ésta y muchas veces ni eso siquiera. La
unidad de arte y ciencia no había de adquirirse a tan buen precio como
sardónicamente se figura Valéry. Por supuesto, como modelos del arte
racional él consideraba mucho antes las utopías técnicas de los futuristas y
constructivistas que el juste milieu de la radio y el cine. «Un buen libro es
ante todo una perfecta máquina de leer, cuyas condiciones las pueden definir
con bastante exactitud las leyes y los métodos de la óptica fisiológica; al
mismo tiempo, es una obra de arte, una cosa» (K 21 [98]). Klee bautizó a un
célebre cuadro «Máquina de gorjear».
Con tanto más acierto atinó Valéry con lo que significan los desarrollos
más recientes para los bienes culturales tradicionales: «Confesemos, sin
embargo, que únicamente por sentimiento del deber admiramos todavía lo
que nos obliga a estimar la complejidad del problema, las rigurosas
condiciones a que un artista se ha sometido» (K 98 [168-169]). Pues «todas
las obras perecen» (W 92). En lugar de lamentar lacrimógenamente la
decadencia de las obras tradicionales, él se percata de su ineluctabilidad por
propia experiencia. En él persistió lo bastante del fin de siécle como para
impedirle verter lágrimas de cocodrilo sobre la pérdida del justo medio por la
modernidad: «Todo esto –ya lo he dicho– sólo fue posible por el precedente
de algunos hombres de primera fila. Nunca son sino tales los que abren los
caminos: para inaugurar una decadencia, no se necesita menos valor que el
que se requiere para llevar algo a su posible apogeo» (K 103 [171]). Esa
decadencia, la de las obras mismas como de su recepción, la dicta
objetivamente el encogimiento de la consciencia histórica, del sentido de la
continuidad en general. Valéry es probablemente el primero en dar cuenta de
esto, antes del Brave New World[15] de Huxley: «Supuesto que la inmensa
transformación de la que somos testigos, que vivimos y que nos mueve, se
desarrolle más, alcance plenamente hasta el fondo lo que todavía nos queda
de costumbres, articule de un modo totalmente distinto necesidades y medios
de vida, entonces pronto la época convertida en algo completamente nuevo
alumbrará hombres a los que ningún hábito del espíritu atará ya al pasado.
Los libros de historia pondrán a su disposición relatos que se les antojarán
extraños, casi incomprensibles, pues para ninguna cosa de su tiempo habrá un
ejemplo en el pasado y nada del pasado sobrevivirá en su presente» (K 123).
Se admite que la cultura se merecía el advenimiento de la barbarie. Su
incipiente comicidad la revela culpable: «Uno de los efectos más seguros y
más crueles del progreso es por tanto que añade a la muerte una pena
accesoria que cada vez se agudiza más totalmente por sí misma en la medida
en que la revolución de las costumbres y las imágenes mentales adopta
formas cada vez más claras y se precipita. No bastaba con perecer: uno tiene
que hacer ininteligible, casi ridículo, y –por más que se sea Racine o
Bossuet– ocupar su lugar junto a las figuras extravagantes, abigarradas,
tatuadas, expuestas a las sonrisas y un tanto horripilantes que se alinean en
las galerías y se adhieren insensiblemente a los productos finales, explicados
como hombres, de la filogénesis…» (K 124). Lo que le pasa a la cultura
revela que no es sino lo que todavía no ha trascendido, mera historia natural.
Valéry verifica la frase de Kafka: el progreso aún no ha comenzado.
Esto arroja luz sobre su teoría del tiempo. Ésta remite inmediatamente a
Baudelaire, al culto a la muerte como le Nouveau, como lo absolutamente
desconocido, el único refugio del spleen, que ha perdido el pasado y al que el
progreso imprime el estigma de la igualdad eterna. Con paradoja
kierkagaardiana, la utopía se emboza en la X: «Uno se refugia en lo
desconocido. En ello se oculta uno de lo conocido. Lo desconocido es la
esperanza de la esperanza. El pensamiento cesaría en lo indeterminado. La
esperanza es ese acto íntimo que crea ignorancia, transforma el muro en nube,
y ningún escéptico, ningún pirroniano tan destructivo del juicio y la razón, de
la evidencia y la probabilidad, que ese demonio rabioso que es la esperanza»
(W 27). Pero Valéry analiza también este pasaje nebuloso. Lo define como
un instante, como lo único consumado; como el diferencial que se eleva un
poco por encima del pasado perdido y el futuro sin esperanza. La pasión de
Valéry por el impresionismo se centra en la inmortalización del instante en
los procedimientos artísticos que elevan la presencia de espíritu a la más alta
virtud del espíritu: «El genio depende de un instante. El amor nace de una
mirada; y una mirada genera odio eterno. Y nosotros no somos nada sino por
haber sido y poder ser un instante fuera de nosotros» (W 28). El extremo
opuesto de esta idea es el concepto burgués del tiempo de trabajo abstracto
por el que se truecan las mercancías. Valéry se revuelve idiosincrásicamente
contra el amanecer de una época sin tiempo: «La idea de que “el tiempo es
oro” es el colmo de la villanía. El tiempo es maduración, clasificación, orden,
perfección. El tiempo crea el vino y las bondades del vino, de esos vinos que
se modifican lentamente y que se han de beber cuando han alcanzado una
determinada edad, lo mismo que una mujer de un determinado tipo tiene su
edad, que hay que esperar o no dejar pasar, para amarla. Las mismas grandes
naciones que carecen de un sentido refinado para la rica complejidad del
vino, para el oculto equilibrio de sus cualidades, para los años que necesitan y
para los que les bastan, han adoptado e impuesto al mundo también esa
inhumana “ecuación temporal”. Carecen también del sentido para las mujeres
y para los matices de las mujeres» (W 28 s.). Rara vez se ha dicho algo más
incisivo en defensa de la Europa condenada. La consciencia del tiempo se
constituye entre los polos de la duración y del hic et nunc; lo que amenaza ya
no conoce ni a la una ni al otro, la duración queda cancelada, el ahora
intercambiable, fungible. Contra ello se lanza Valéry, descendiente del vieux
capitaine de Baudelaire, como náufrago heroico: «El espíritu abomina de la
recurrencia infinita, y ahora las olas que van a perecer le saludan todo el
día…» (W 81). Para tal espíritu la puesta de sol se convierte en una alegoría
baudeleriana de sí mismo: «Hay una sensación de decapitación en la
profundidad implícita en esta duración. Lentamente cae la cabeza de este día.
El disco es engullido» (loc. cit.).
El espíritu condenado a muerte simpatiza con lo material, lo ello mismo no
espiritual en el seno del espíritu. Valéry coincide con Walter Benjamin, cuya
estética aprendió sin duda de él más que de cualquier otro, en un
materialismo de segundo grado. Para él las cosas materiales son el antídoto
contra el espíritu autodestructor, del que él por lo demás, como Nietzsche,
sospecha que es un «megáfono» cuya amplificación falsea la experiencia. En
una atrevida meditación, son cosas materiales, el pan y el vino, condiciones
de la religión del logos, el cristianismo: «Allí donde el pan y el vino son raros
o faltan, la religión que los consagra actúa en el desarraigo, como un
extranjero que sólo puede vivir de alimentos insólitos, de remoto origen. En
la tierra del arroz, de las patatas, de los plátanos, de la cerveza, de la leche
agria y del agua clara, el pan y el vino son productos exóticos y el acto
sacramental de tomar lo más simple de encima de la mesa para hacer de ello
lo más sublime es ajeno a la vida cuya hambre de lo sobrenatural quiere
aplacar con la forma de lo que renueva y prolonga físicamente la vida» (W
30). Toca aquí Valéry un momento de irresistible disolución inmanente que
el entusiasmo por las vinculaciones está pronto a sofocar: el hecho de que el
contenido del cristianismo, lo mismo que el de las otras grandes religiones,
no se puede aislar de los contenidos fácticos de la vida que han desaparecido
históricamente. Si el cristianismo se libera de todo lo material, determinado
en el espacio y el tiempo, se convierte en espíritu puro, se abandona
verdaderamente a la desmitologización: entonces no sólo pierde la autoridad
en que se sustenta, sino que, como consecuencia del mero simbolismo, acaba
por volatilizarse en lo humano y por perder aquella sustancialidad contra
cuya atrofia a manos de la liberal advertía la teología dialéctica aunque sin
poder detener el proceso. El hecho de que el Valéry estético silencie todo eso
meramente acentúa la elasticidad de modelos intelectuales como el del pan y
el vino. Él honra lo material como el único estrato en que el espíritu artístico
se adueña de sí mismo. Cuanto más profundamente éste, en el proceso de
producción, se sumerge en aquello en que trabaja, cuanto más se adapta su
propia forma a lo que se le resiste, tanto más alto se eleva él mismo: «Poeta
es aquel en quien produce ocurrencias la dificultad peculiar de su arte, y no lo
es aquel a quien aquéllas lo abandonan por causa de ésta» (W 46). Es
precisamente el artista espiritual quien ha perdido la ingenuidad para tolerar
en el arte cualquier cosa que no se le haya convertido en exterior; el pathos
de la objetivación y la simpatía con el material devienen uno. Con el gesto
del justement, en el poema prefiere tomar partido por la imagen gráfica que
por la coherencia de sentido: «El espíritu del escritor se mira en el espejo que
le proporciona la prensa de imprenta» (K 21; cfr. K 17). El Valéry
antiidealista de ningún modo está con esto glorificando la materia a la manera
fichteana, como vehículo del espíritu, y así rebajándola una vez más. Por el
contrario, le concede con tristeza la victoria que el espíritu meramente
usurpa. Tan efímera es ésta que todos los artefactos se convierten en víctimas
de la violencia destructiva de la materia tanto como de la propia insuficiencia:
«Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la
humedad, los animales, el tiempo, y el propio contenido» (W 161). Tal
tristeza, sin embargo, hace en secreto causa común con la fragilidad. El
espíritu sólo se convierte en espíritu cuando se hace consciente de su propio
origen natural: «Unos pensadores tienen el mérito de ver claro lo que todos
los demás ven oscuro; otros la de ver oscuro lo que nadie ve aún. Muy rara
vez se encuentran estos méritos reunidos. Todo el mundo acaba por alcanzar
a los primeros. Los segundos son absorbidos o aniquilados por éstos, sin
dejar huellas y para siempre. Los primeros desaparecen en la masa en que se
disuelven; los segundos en éstos o simplemente en el tiempo. Tal es la suerte
de los pensadores» (W 65). Pensar en esto, en lugar de privarse sin
compasión de comer y de beber, sería su libertad humana. Este pensamiento
extremo Valéry lo expresa epigramáticamente, como agudeza resultante de
las reflexiones sobre la cerámica: «Un determinado género de poesía podría
dedicarse a ser leída en el fondo de nuestros platos» (K 162 [205]).
Para la experiencia estética de Valéry la fuerza y la espontaneidad del
sujeto no se afirman en la proclamación de éste, sino, hegelianamente, en su
alienación: cuanto más profundamente se separa la obra del sujeto, tanto más
ha realizado el sujeto en ella. «Una obra dura precisamente cuanto es capaz
de parecer totalmente distinta de como su autor la planeó» (W 175). Valéry
critica cortantemente lo que es demasiado débil como para objetivarse, las
meras intenciones; lo que los autores siempre piensan a propósito de sus
obras o ponen en las obras, sin que esto se emancipe de ellos y se convierta
en algo en sí elocuente y convincente. «Una vez aparecida una obra, la
interpretación que le dé su autor no tiene más importancia que la de otro…
Mi intención no es más que mi intención y la obra es la obra» (W 171). Él, en
quien las capacidades poética y filosófica se producían recíprocamente como
en casi nadie más, odiaba a los «poetas filosóficos» que «confunden a un
pintor de marinas con un capitán de barco» (W 61); «filosofar en verso
significó y sigue significando querer jugar al ajedrez con la reglas de las
damas» (W 92). Su autorreflexión sobre las obras de arte es contrapunteada
por lo más difícil de comprender para quien las aborda desde fuera: no
pertenecen a su autor, no están esencialmente hechas a imagen de éste, sino
que él está ligado a ellas y a su material desde el primer movimiento de
concepción, se convierte en el órgano ejecutivo de lo que la obra quiere:
«Sobre una obra operan fuerzas completamente distintas a un “autor”» (W
48). La fuerza de producción artística es la de la autoextinción. «Incluso en
prosa, necesariamente escribimos siempre lo que no queríamos escribir. Esto
quiere lo que nosotros queríamos» (W 167). El convenu del artista creador
acaba siendo corregido antitéticamente: «La obra cambia al autor. Con cada
uno de los movimientos que se le arrancan experimenta él un cambio. Una
vez acabada vuelve a actuar sobre él. Se convierte entonces, por ejemplo, en
aquel que ha sido capaz de producirla. Luego se convierte en algo así como el
constructor del todo realizado, lo cual es un mito» (W 90). Con ello se dice
implícitamente que el sujeto estético no es individuo productor en su
contingencia, sino un sujeto social latente como cuyo lugarteniente actúa el
artista individual. De ahí el desprecio de Valéry por las doctrinas de la
inspiración: para él la obra no es un regalo al sujeto como propiedad privada,
sino algo exigente, que le niega la felicidad y lo incita a un esfuerzo
ilimitado. A un gran artista él le hace decir de su obra: «… el efecto global
inmediato, el estremecimiento repentino, el descubrimiento y finalmente el
nacimiento del todo, la emoción compleja, todo esto me está negado, todo
esto es sólo para los hombres que no conocen esta obra, que no han convivido
con ella, que nada sospechan de los lentos tanteos, los disgustos y riesgos…
que únicamente ven un grandioso plan realizado de golpe» (W 90 s.). En
cuanto comadrona de tal objetividad, el artista es lo opuesto de como lo
estiliza la religión burguesa del arte: «Cada poeta acabará valiendo lo que
haya valido como crítico [de sí mismo]» (W 126). Implícitamente emite el
veredicto sobre el relativismo estético. La objetividad del arte, prescrita por la
forma del problema y no por la intención del autor, produce cada vez criterios
perentorios sin que éstos puedan sin embargo reducirse a reglas abstractas, a
categorías a priori: «La meta de la pintura es indeterminada» (W 117). El
artista de Valéry es un minero sin luz, pero los pozos y galerías de su mina le
prescriben sus movimientos en la oscuridad: en Valéry el artista como crítico
de sí mismo es aquel que juzga «sin criterio» (K. 36). Al convertirse el
proceso de producción en el de la reflexión sobre lo que la obra que se
autoaliena quiere de su autor tanto como del recipendiario, se legitima el
pensamiento sobre el arte, cuya fusión con el proceso artístico constituye en
Valéry un reto permanente a la consciencia normal. La obra se despliega en
palabra y pensamiento; le son necesarios el comentario y la crítica: «Todas
las obras viven de palabras. Toda obra de arte exige que se le responda; y de
lo que impulsa a un hombre a crear obras tanto como de las creaciones de
este raro instinto forma parte inseparable una “literatura”, sea ésta llevada al
papel o no, surja de la inmediatez del vivir o de la interiorización bajo la
férula del pensamiento» (K 72). Lo que pasa por divergente, la irracionalidad
estética y la teoría estética, Valéry lo reconoce, filosófico-históricamente, en
su unidad: «Esto me mueve a observar que los artistas que intentaron, con los
medios que les eran propios, ejercer la más fuerte influencia sobre los
sentidos; los que de la intensidad, de los contrastes, de la resonancia, de los
timbres hicieron un uso que linda con el abuso; los que mezclaron los
estímulos más agudos, los que especularon sobre las capas más profundas de
la sensibilidad y su omnipotencia, sobre las correspondencias irracionales de
los centros nerviosos superiores con lo vago y simpático –nuestros maestros
absolutos–, que estos artistas fueron al mismo tiempo los “más intelectuales”,
los más teorizadores, los más obsesionados por las leyes de la estética.
Delacroix, Wagner, Baudelaire: todos son grandes teóricos, todos aspiran a
dominar las almas por la vía de los sentidos» (K 75). Órgano de esta unidad
es la técnica artística que controla por igual la emoción arbitraria y el material
heterónomo. «Según su “oficio” y a su manera… el artista tiene que
desarrollar lo que quiere y lo que piensa» (K 180). El fuerte acento que
Valéry pone sobre la obra, el rechazo de la poesía como vivencia, acaba por
condenar también en los clientes la necesidad ideológica de que el arte les dé
algo. El humanismo de Valéry denuncia la vulgar reivindicación de que el
arte debe ser humano: «Ciertas personas creen que la duración de la vida de
una obra depende de su “humanidad”. Se esfuerzan por ser verdaderas. ¿Pero
qué obras son más antiguas que las historias fantásticas? Lo falso y lo
maravilloso es más humano que el verdadero hombre» (W 124). A la
separación de la obra de arte objetivada con respecto a la inmediatez humana
debe Valéry una intuición importante, una vez más compartida con
Benjamin, en el cual aparece en un contexto metafísico dentro de la crítica de
Las afinidades electivas de Goethe: el arte es absolutamente incapaz de
representar lo moral y difícilmente de la psicología; hablar de todo ello
tendría, según Valéry, tanto sentido como si uno se quisiera entregar a
consideraciones sobre el hígado de la Venus de Milo (W 61). La objetivación
de la obra de arte corre a expensas de la reproducción de lo vivo. Las obras
de arte no cobran vida más que cuando renuncian al parecido humano: «La
expresión de un sentimiento verdadero siempre es banal. Cuanto más
verdadero, más banal. Hay que esforzarse en no serlo» (W 127).
«Supersticiones literarias» llama él a «toda convicción que no deriva de la
comprensión de la condición verbal de la literatura. Esto se aplica, por
ejemplo, a la existencia propia y la psicología de los personajes, criaturas sin
entrañas» (W 180). Pero las criaturas imaginarias tienen en cambio una vida
de estructura propia con despliegue, floración y marchitamiento: «Existen
primero para el deleite, luego para la instrucción, finalmente como
documento» (W 93). La morfología de tal vida termina en una definición
filosófico-histórica de lo clásico que debiera contrapesar levemente todo lo
jamás pensado sobre el concepto más desgastado de la estética: «Las obras
clásicas son acaso aquellas que se pueden enfriar sin perecer, sin
descomponerse, y sería interesante descubrir alguna vez la voluntad de
preservación que contienen los conceptos de “perfección” y “forma cerrada”
en los principios, reglas, en el canon y en las leyes del arte de aquellas épocas
a las que se denomina clásicas» (W 121). Pero con esto salta por los aires el
clasicismo de Valéry. Pues las obras clásicas sobreviven por su autoridad, por
la fama, y ésta es eclipsada por el ciego azar: «La fama de hoy procede a
dorar las obras antiguas no más planificadamente que un tizón o una carcoma
se entregan a su trabajo de destrucción en una biblioteca» (W 52). La mortal
pérdida de autoridad de tanto arte tradicional hoy ha confirmado
fundamentalmente la sospecha de Valéry. En cambio, todo arte, incluso el
avanzado, ha asumido ya en sí algo de conservador, el gesto de la
hibernación. Aun quien va a lo extremo, y quizá éste el que más pronto,
prepara, con los auspicios más inciertos, unas reservas de las que únicamente
dispondría la humanidad reconciliada; lo que hace no es tan actual como él
presume, sino que posiblemente despierte en días mejores. Tampoco esto se
le escapó a Valéry: «La poesía es supervivencia. En una época en que el
lenguaje se simplifica, en que las formas se desatienden y adulteran, en unos
tiempos de especialización, la poesía es algo preservado. Esto significa que
hoy en día no se inventaría el verso» (W 163).
A pesar de todo esto, sin embargo, la estética objetivista de Valéry no se
obstina dogmáticamente. Su reflexión recupera los rasgos fetichistas de sus
orígenes baudelerianos: incluso la deshumanización de la obra de arte se
reduce al sujeto, a su carácter natural y a su mortalidad. La obra de arte
objetivada quiere duración, la utopía de la supervivencia por más impotente e
incluso mortal que pueda ser; hasta tal punto desarrolla Valéry el programa
nietzscheano de una filosofía al mismo tiempo antimetafísica y estética. Por
ésta se entrega él a especulaciones antropológicas: «Hay, sin embargo, otros
efectos de nuestras percepciones que son todo lo contrario a ésas: excitan en
nosotros el deseo, la necesidad, los cambios de estado a los que es propio
querer conservar, reencontrar o incluso reproducir las percepciones
desencadenantes. Si una persona tiene hambre, esta hambre le permitirá hacer
lo que sea menester para saciarla tan rápidamente como sea posible; pero si el
alimento le resulta delicioso, este deleite querrá perdurar, perpetuarse o
renacer en él. El hambre nos apremia a acortar una sensación; el deleite, a
desarrollar una segunda; y estos dos impulsos se harán pronto lo bastante
independientes para que el hombre aprenda a atender al refinamiento de su
alimentación y a comer sin tener hambre. Lo que he dicho del hambre puede
fácilmente extenderse a la necesidad de amor; y por lo demás a todas las
clases de sensaciones, a todas las formas de manifestación de la sensibilidad
en que pueda intervenir la acción consciente a fin de restituir, prolongar o
incluso acrecentar aquello para cuya eliminación parece haber sido expresa y
exclusivamente creada la acción refleja. Ver, saborear, oler, oír, moverse,
hablar nos inducen de vez en cuando a intentar demorarnos en las
impresiones que nos causan, a mantenerlas con vida o a hacerlas renacer» (K
142 s. [189 s.]). De ahí surge la teodicea del arte: «El conjunto de estas
reacciones que acabo de aislar, cuya esencia consiste en tender al in-finito,
podría definir el orden de las cosas que pertenecen al ámbito de lo estético.
Para justificar esta palabra, “in-finito”, y darle su sentido preciso, sólo se
necesita recordar que en este orden la satisfacción hace que la necesidad
renazca, la respuesta regenera la pregunta, la presencia entraña la ausencia y
la posesión el deseo» (K 143 [190]). «Pues todo placer quiere eternidad»[16].
No otro motivo movió a Proust a la construcción de la vida a partir del
recuerdo no forzado, involuntario. Un momento de desesperación, muy
Jugendstil; imposible dejar de reconocer el gesto del sentido que se proyecta
a sí mismo fuera de lo abandonado por el sentido. La consciencia estética,
que –expresamente en Baudelaire, implícitamente también en Valéry–
presupone el desmoronamiento de las religiones, no puede simplemente
secularizar como arte categorías extraídas del ámbito teológico como la de
eternidad, como si tal transposición misma no afectase a su pretensión y
contenido de verdad. La crítica que Valéry hizo de la semejanza con Dios del
yo artístico no debería tampoco haber callado ante la idea de duración de la
obra, de cuya realidad él en todo caso dudaba. Desde entonces, el arte
moderno ha traspasado límites que la generación de Valéry respetaba y en los
que su estética ha envejecido.
Entre los ideales de su clasicismo en sí reflejado, refractado, tampoco
faltan los algo remilgados de la madurez y la perfección (cfr. W 57), cuando
sin embargo las obras ejemplares no son de ningún modo las redondas y
perfectas, sino aquellas en las que más profundas huellas ha dejado el
conflicto entre la intención de perfección y la inalcanzabilidad de ésta. Algo
parecido ve Valéry en las obras arcaicas: «Cuando las grandes epopeyas son
bellas, lo son pese a su grandeza y sólo de modo fragmentario… En el
comienzo de una literatura hay pocos poetas puros, del mismo modo que los
primeros artesanos no conocían ningún metal puro» (W 59). Él, como
Nietzsche, tiene presente hasta qué punto el orden, el canon de la clasicidad,
es arrancado al caos; según Valéry, a los antiguos «el mundo terrenal… se les
antojó muy poco ordenado» (W 176). «Impuro», por tanto, «no es ninguna
crítica» (W 60). «Componer un poema que no contenga más que poesía es
imposible. Si sólo contiene poesía, no está compuesto, no es un poema» (W
167). Esto redunda también en pro de la modernidad. «Lo que siempre nos
admira de los innovadores de ayer es su timidez» (W 46). Las obras de la
generación de Schönberg y Picasso aparecen hoy permeadas de elementos
que se contraponen a su pura consecuencia y construcción; de rudimentos de
lo que ellas rechazaban. Pero eso no amengua su calidad. La autenticidad de
tales productos podría tener su sustancia precisamente en el proceso entre lo
todavía no sido y lo sido en el cual lo nuevo se frota y acrecienta su poder.
Las obras por ejemplo del decenio anterior a la Primera Guerra Mundial
tienen como ventaja sobre las más armoniosas de después de la Segunda esta
tensión que les permite sobrevivirlas; la pérdida de tensión en tanto de lo
posterior podría ser una función de su propia consecuencia. Pero, a pesar de
esta defensa de las rupturas de estilo, la duración, el rudimento burgués de su
pensamiento, era para Valéry una verdad concebida según el modelo de la
posesión, que equivale al orden. En cuanto el único poder dado al hombre
«sobre los acontecimientos», «por comparación con los cuales la acción
directa de aquél no consigue nada», para él, como para todos los clásicos,
«ordenar» es «divino» (W 177). Él apoya su clasicismo con el sólido
argumento de que la habitual distinción estilística entre clásico y romántico
no alcanza la obra de arte lograda[17]. «La diferencia entre clásico y
romántico es sencillamente la que existe entre alguien que conoce y alguien
que no conoce un oficio. Un romántico que haya aprendido su arte se
convierte en un clásico. Por eso el romanticismo acabó llevando a la escuela
de los parnasianos» (W 179). Para él la duración que confiere orden se llama
forma. La crítica que hace Valéry de todo lo que posee un contenido, aunque
fuera espiritual, es decir, la filosofía significada por la obra, hace de la forma
el centro de su estética. Pero el propio concepto de forma resulta débil. «Uno
llega a la forma cuando se esfuerza por dejar el mínimo margen posible a la
colaboración del lector e incluso el mínimo posible de inseguridad y arbitrio
a sí mismo» (W 169). Tan cierto como que toda forma artística dominada
ejerce sobre el recipiendario una coerción que se experimenta como lo
auténtico de la obra, tal coerción no garantiza el valor de la obra. Valéry ha
insistido precisamente en que el concepto estético de forma no contiene
ninguna consideración en absoluto ni al receptor ni al productor. Pero él no
profundiza en esa cuestión, quizá porque de hacerlo se pondría en peligro la
misma metafísica del arte. «La forma», dice en coincidencia con el rancio
formalismo, «está esencialmente ligada a la repetición» (loc. cit.); como si ya
en su época las obras de arte más auténticas no hubieran buscado su ley
formal en la exclusión del externo y regresivo medio formal de la repetición;
como si él no escribiera un par de páginas más tarde: «Pero el espíritu no
soporta la repetición» (W 172). Él no puede contrastar más que un concepto
académico de forma con el supuesto afán de innovación: «La adoración de lo
nuevo es por tanto contrario a la preocupación por la forma» (W 169). Una
forma que se elevase por encima de su parodia, el ejercicio escolar, sería
difícilmente separable de la obsesión por lo nuevo. Pero Valéry se muestra
conjurado con el neoclasicismo al justificar formas establecidas desde fuera,
independientemente de la inmanencia de la forma en la conformidad a ley de
toda obra individual. Quien no quiera deber nada más que al ingenio se deja
seducir por un placer masoquista en tipos que ejercen una autoridad
heterónoma y no confirmada; embaucado por el encanto de una contingencia
ambigua, enmascarada como ley, encanto que rápidamente se consumen
dejando las cenizas del aburrimiento. No poco de las Rumbos podría hallarse
en la Poética musical de Stravinski[18]: «Un gran éxito de la rima consiste en
enfurecer a las personas sencillas que bastante ingenuamente creen que en el
mundo hay algo más importante que una convención. Tienen la cándida
creencia de que cualquier pensamiento puede ser más profundo y duradero
que cualquier convención» (W 167). Desde el punto de vista de la génesis
literaria e incluso fácticamente, el objetivismo estético de Valéry se sustenta
en un sujeto que se sabe irrevocablemente ajeno a la sustancialidad de las
formas y sin embargo conserva una necesidad de éstas. Éste las convoca
como medio disciplinario, como dificultad que el arte debe imponerse a sí
mismo para llegar a ser perfecto; como si esos medios no hubieran hecho
harto cómoda la praxis artística. Lo que le equivoca es el arbitrio de una
subjetividad que ni está ya esencialmente vinculada a esas formas ni, gracias
al trabajo y el esfuerzo propios que por lo demás Valéry no se cansa de exigir
a los demás, tampoco ha constituido la forma a partir de sí mismo, del
ahondamiento en sí mismo, sin preocuparse de modelos ni de un consenso
social pasado. En tal sentido, Valéry, no sin la ironía de lo provocador, elogia
una forma poética que más que las demás provoca la sospecha de ser un
tintineo mecánico: «A veces soy uno que, si en el submundo se encontrara al
inventor del soneto, le diría con todo respeto (en el caso de que en el otro
mundo quedara algo de él): “Querido señor colega, le saludo con toda
humildad. No sé cuánto valen sus versos, que nunca he leído y apuesto a que
no valen nada, pues siempre lo más probable es que los versos sean malos.
Pero por malos, chatos, insípidos, transparentes, bobos que sean, por
puerilmente que hayan podido ser compuestos, ¡de todas formas yo le pongo
a usted en mi corazón por encima de todos los poetas de la tierra y del
submundo! Usted inventó una forma y en la ley de esa forma encontraron los
más grandes su pauta”» (K. 24 s. [102]). Bien podría uno preguntar cómo se
compadece la idea de la invención de una forma con la dignidad de ésta, que
fue lo que provocó esa idea. Ese es el umbral que separa a Valéry de
experiencias alemanas con las que por lo demás converge su especulación. A
fin de que el arte siga siendo para él lo supremo, debe mantener los ojos
obstinadamente cerrados. A fin de cuentas, para él, como para Hegel, el arte
no es un despliegue de la verdad, sino, para decirlo con palabras del segundo,
un mecanismo agradable. En éste el momento de lo civilizador en el sentido
más mundano del término es lo bastante considerable por comparación con el
encarcelamiento en un reino del espíritu que el encarcelado toma literalmente
y absolutiza. Impide, sin embargo, a Valéry alcanzar el pleno concepto de la
obra de arte como un campo de fuerzas constituido por sujeto y objeto. Él aún
lo sintió así. En contraste con la tolerancia hacia lo no completamente serio,
él afirma la incompatibilidad de las obras espirituales que sin embargo
demuestran ser mutuamente dependientes: «A ninguno de ellos» –los artistas
importantes– «me puedo imaginar aisladamente; y, sin embargo, cada uno se
consumió para que ningún otro existiera» (W 95). Por eso desmonta un cliché
que, derivado de la gran filosofía, sólo vale aún para excusar esa cultura
burguesa que eleva a los cielos la libertad allí donde debería haber necesidad,
pues la necesidad domina allí donde debería haber libertad: «Hay que discutir
de gustos y colores» (W 34). No se fía nada de la categoría, sacrosanta en
Francia, del gusto: «Quien nunca ofende al buen gusto es que nunca se ha
aventurado muy lejos dentro de sí. Quien no tiene ningún gusto en absoluto
es que lo ha hecho sin sacar de ello ningún provecho» (W 169). Difícilmente
habría él abandonado entre protestas el estreno parisino de la Segunda
sinfonía de Mahler, como sí hizo el musicien français Debussy. Sin embargo,
en él la obra de arte conserva algo de no vinculante. Su categoría estética
suprema, la ley formal, se basa en la elección, la decisión y la reminiscencia.
Él se rebelaba ante el hecho de que precisamente por un exceso de una
objetividad no fundida con el sujeto, a lo cual se orienta su objetivismo, la
misma objetividad se degradara a ilusión, a mera elaboración subjetiva. Y,
por tanto, a algo ideológicamente ornamental. Pese a toda la polémica contra
la comunicación y los contextos de recepción, la obra de arte valeriana se
acomoda de buena gana al círculo mágico de la sociedad que el pensamiento
latino, sin olvidar nunca el dicho de Cocteau sobre hasta dónde se puede
llegar demasiado lejos[19], vacila en traspasar. «Un poema debe ser una
fiesta del intelecto. No puede ser otra cosa. Una fiesta: eso significa un juego,
pero de significado elevado, regulado, pleno; una imagen de lo que uno
habitualmente no es, de un estado en el que el esfuerzo se redime en el ritmo.
Uno festeja algo representándolo cabalmente en su forma más pura y más
bella» (W 162). La espiritualización de la idea de la fiesta no debería cegar
sobre el hecho de que la obra de arte festiva sigue comprometida con la
afirmación de lo que es. El conformismo estético de la teoría valeriana de la
forma es al mismo tiempo social.
Ni siquiera su neoclasicismo puede, sin embargo, pasarse sin fermento.
Como se sabe, en términos de estrategia artística todo el movimiento
neoclasicista en Francia fue un contraataque a Wagner. El orden estipulado
debía oponerse a la embriaguez, a la oscura mescolanza de las artes, a la
propensión alemana al superlativo (W 49). Valéry suscribió también como
poeta este programa en el plan del drama musical Amphion[20], que después
de que Debussy se hubiera mostrado reticente, acabó siendo puesto en música
por Honegger. Neoclasicista es no sólo el material griego, sino la idea. Se
basa en aquella nítida distinción de las artes hecha por Valéry que desde el
principio niega el drama musical wagneriano. Él la experimentó en su propio
desarrollo como la distinción entre la arquitectura, su primer amor, y la
música; pero no se dio por satisfecho con esa distinción y por tanto tampoco
con copiar el estilo de los siglos XVII y XVIII. En su medio, el lenguaje, que
para él era musical y carecía de significación conceptual, se mantuvo fiel a la
arquitectura. A ello le inspiró el hecho de que ambos géneros artísticos están
emparentados en la medida en que ni imitan ni designan nada objetual.
Refiriéndose a la coincidentia oppositorum: «La composición –es decir, la
unión del todo con lo singular– es mucho más rastreable y exigible en la
música y en la arquitectura que en las artes cuyo objeto es la repetición de
cosas visibles: puesto que éstas toman sus elementos y sus modelos del
mundo exterior a nosotros –el mundo de cosas ya acabadas de crear y de los
destinos ya fijados–, de ahí resulta una cierta carencia de pureza en la forma,
alguna alusión a ese mundo de otra índole, no pocas veces una impresión que
resulta equívoca y es contingente» (K 38). Esto especifica en primer lugar su
idea de forma: el retorno de lo arquitectónico en lo musical. «Aun en las
piezas menos pesadas se debe pensar en lo que confiere duración, y eso
significa en lo que debe quedar en el recuerdo, en la forma por tanto, lo
mismo que los constructores de los chapiteles que con sus filigranas apuntan
ingrávidos al cielo pensar en las leyes que garantizan el sostenimiento del
edificio» (K 37). El artista para quien la reflexión sobre el arte y éste son una
misma cosa extrae de ahí el impulso para su drama musical. Su modelo es la
prehistoria de la música en su contraposición a la arquitectura, las cuales al
mismo tiempo se median mutuamente en la unidad dramática. Sin embargo,
es indiferente si el proyecto tuvo éxito o no: una vez lanzado Valéry a la
aventura de tal mediación, categorías como la nítida separación de las artes,
la primacía ópticamente orientada del orden y en último término el
neoclasicismo corren peligro de muerte. Él saluda con entusiasmo la
descripción que hace E. T. A. Hoffmann de quien poseído por la música,
«cree percibir un sonido de intensidad y pureza extraordinarias al que llama
Eufón y que le abre el universo infinito y particular del oído… Así también
en los órdenes de las artes plásticas el hombre que ve se vive
imprevistamente como alma que canta, y ese estado –“¡Estoy cantando!”– le
provoca una sed de creación que tiende a sostener y perpetuar el don del
instante» (K 94 [166 s.]). Da en la ocurrencia de que «alguien podría redactar
el plan, hacer la notación para esta danza. A una escultura dada se le podría
hacer corresponder un determinado fragmento musical que estuviera
totalmente construido sobre el ritmo de los actos del artista» (K 174 [211]).
Se sublima el motivo naorromántico-baudeleriano de la sinestesia: ya no se
desvanecen sonidos y fragancias en el aire del atardecer, sino que lo separado
se sintetiza en virtud de su rigurosa separación. Esto también sería
incompatible con un concepto dogmático de forma. La devoradora
consciencia de Valéry, que no se detiene en una definición fija, lo hace
estallar mediante la interpretación del arte como un lenguaje de su propia
esencia. Éste es imitación; no de algo objetual, sino de un procedimiento
mimético. En nombre de tal imitación, la categoría estética que por
excelencia aparece como la subjetiva, la de la expresión, se convierte en algo
objetivo: en imitación del lenguaje de las cosas mismas. Esta ligada al hecho
de que la obra renuncie a la semejanza con éstas. «La poesía es el intento de
representar o reproducir con los medios del lenguaje articulado lo que los
gritos, las lágrimas, las caricias, los besos, los suspiros, etc., intentan expresar
oscuramente, y lo que las cosas aparentemente quieren expresar en lo que
tomamos por su vida y su propósito» (W 163). La terminología musical
conoce algo más estrechamente emparentado en la indicación de ejecución
espressivo, que vale tanto para lo expresado como para el sujeto que lo
expresa. Al final del ensayo sobre la dignidad de las artes en que participa el
fuego, la estética de Valéry, en cuanto metafísica de la mimesis, tiende al
extremo: «Las artes del fuego serían por tanto las más venerables de todas, al
imitar tan exactamente la operación supraterrenal de un demiurgo» (K 14
[91]). El arte es imitación no de lo creado, sino del acto mismo de creación.
Esta especulación está detrás de la provocativa opinión, resueltamente
alejandrina, de Valéry de que el proceso artístico de producción es al mismo
tiempo el verdadero objeto del arte: «¿Por qué, pues, no concebir la ejecución
de una obra de arte también como una obra de arte?» (K 174 [211]). Esta
teoría destruye como casi ninguna otra la ilusión de la obra de arte como un
ser. Precisa en cuanto objetiva, ésta se transforma en un devenir, mientras que
la tesis vulgar la representa estática y atribuye su momento dinámico al
supuesto acto creativo del artista que en Valéry se disuelve en esa suprema
imitación. Aclara la paradoja el hecho de que la estética objetivamente
orientada de Valéry, que no aceptaría la obra ni como imitación de algo
exterior ni como la de algo interior, el alma del autor, no está tan tocada por
el «placer inmediato» que las obras de arte le dan como «por la idea que me
inspiran de la acción que las creó» (K 170 [209]). Según el abismal pasaje de
aquel hombre de la prehistoria que, «al acariciar distraídamente alguna vasija
basta, sintió germinar en sí la idea de modelar otra vasija sólo para poderla
acariciar» (K 13 [91]), el arte sería quizá la imitación del amor creador
mismo. En cuanto imitación de un acto de creación en lugar de objetos
sólidos, el arte sería lo contrario de la naturaleza: «Sentimos en nosotros
ciertos anhelos que la naturaleza no puede satisfacer y nos son propias
facultades de las que ésta carece» (K 67). Vuelven así los paradis artificiels
de Baudelaire, mimesis de lo que precede a toda cosicidad, por la libertad
artística que escapa a la maldición de las cosas. Esta teoría de la imitación
liga perfectamente con el ideal de l’art pour l’art el hecho de que la
semejanza de la obra de arte –ya no idéntica a nada– se hace función de su
forma inmanente. «No hay que querer la semejanza por encima de todas las
cosas; ésta debe más bien resultar de la convergencia de observaciones y
acciones que acumulen en la forma del todo una cantidad constantemente
creciente de relaciones entre las partes individuales que el artista ha
percibido. La bondad de un trabajo se distingue por que siempre se puede
llevar más allá la precisión sin que sea menester cambiar de disposición ni de
puntos de referencia» (K 176 [212]). La semejanza en las obras de arte es
tanto mayor cuanto más perfectamente compuestas están en sí mismas: «Para
ella la semejanza, como debe ser, no existía más que precisamente en su
referencia al principio general del arte y su peculiar objeto» (K 177 [213]).
No se nombra y queda velado, pero su símil es el acto de creación, y la obra
de arte es tanto más eminente cuanto más se asemeja a éste; cuanto más
semejante, pleonásticamente podría decirse, es a sí misma. Pues en la
semejanza consigo misma se convierte en símil de lo absoluto, al que
inmediatamente, en su particularidad, no se puede asemejar. «Pero lo que es
bello parece feliz en sí mismo»[21]; esa es la utopía en su forma estética.
Hacia ésta, hacia la pura posibilidad, se mueve el pensamiento de Valéry.
«Resumo para mí todo ese encanto de la mar diciéndome que no deja de
mostrar a mis ojos lo posible» (K 130 [182]). Sólo por la obsesión ciega
consigo misma, no por la intención transparente dirigida hacia lo que sería
más, deviene la obra de arte más de lo que es. Su semejanza consigo misma
hace de ella lenguaje. Únicamente en tal semejanza con el lenguaje tiene todo
el arte su unidad. Su idea es tan distinta del lenguaje significativo como la
semejanza estética en general de la semejanza con las cosas. La
inconmensurabilidad de los lenguajes remite precisamente a este nivel: «Hay
doctrinas que no soportan ser traducidas a una lengua extranjera, que no es la
de su formulación original. Se pierden entonces la confianza con que uno se
las cree, la magia, el pudor que les eran propios desde que cristalizaron en
palabras; en palabras que se han velado y sólo a ellas consagradas» (W 147).
La concepción de la semejanza no objetual acompaña teóricamente al culto
neorromántico del matiz. «Lo bello exige quizá la imitación servil de lo que
en las cosas hay de indefinible» (W 94), reza la más bella frase de Rumbos.
Lo indefinible es lo inimitable, y la mimesis estética se hace una con lo
absoluto, pues imita en lo particular lo inimitable. Ahí se sitúa la promesa
utópica: «Oye este sutil, continuo ruido; es el silencio. Escucha lo que se oye
cuando nada se percibe ya» (W 76).
La utopía de Valéry lleva a la de Proust: «Las flores que la florista vende
enfrente, bajo la gran puerta del palacio, dispensan a todas las personas
mensajes y sueños de amor. Lo que nunca pasará, lo que no puede ser,
embalsama, tiene un perfume» (W 20 s.). Ella es el objeto del anhelo que
tiene el pensador de un pensamiento desprovisto del propio carácter de
coerción: «Lo más hermoso sería pensar en una forma autoinventada» (W
72). La ilimitada labor del pensamiento aspira a la desaparición de éste en la
consumación; el esfuerzo intelectual a la abolición del poder de las «leyes
autoimpuestas» (K 74). El afán de Valéry por hacerse dueño de sí mismo es
por supuesto insaciable y su teoría del arte querría extender la autonomía
hasta allí donde por lo demás meramente la contingencia se le opone. «Ni lo
nuevo ni lo genial me seducen, sino el dominio sobre sí mismo» (W 69). Pero
este ideal trasciende al propio subjetivismo. «Quien trabaja se dice: quiero ser
más poderoso, más inteligente, más feliz… que… Yo» (W 128). La ilimitada
disposición de sí mismo del sujeto significa su superación en algo objetivo.
La obra que imita el lenguaje de las cosas en cuanto similitud con el acto de
creación requiere de la autoridad del productor, al cual a su vez subyuga. Así,
para Valéry se convierte al mismo tiempo en castigo: «Y como castigo harás
cosas muy bellas. Esto es lo que Dios, que en absoluto es Jehová, le ha dicho
en verdad al hombre tras el pecado original» (W 89). Pero él no quiere
hacerse cómplice del castigo. De nuevo en un tono nietzscheano, esto
significa que el castigo socava «la moral, pues establece para el crimen una
compensación claramente finita. Del horror ante el crimen hace un mero
horror ante el castigo: absuelve en suma; hace del crimen algo negociable y
mensurable: se puede regatear» (W 151). El Valéry pensador ve la mancha
del pensamiento mismo como un cálculo por el trueque: «Lo más valioso no
debe costar nada. Y la otra [idea]: estar orgulloso al máximo de aquello de
que se es menos responsable» (W 165). Así se refuta en el pensamiento el
principio de éste, el dominio mismo. Quien pone todo en su poder como
artista denuncia las obras de arte en la medida en que ejercen un poder:
«Nada más lejos de Corot que la preocupación de estos espíritus violentos y
atormentados que tan ansiosos por alcanzar y poseer (en el sentido diabólico
del término) algo de este punto débil y oculto del ser que lo entrega y lo rinde
enteramente dando un rodeo por la profundidad orgánica y las entrañas. Ellos
quieren esclavizar. Corot quiere inducir a lo por él sentido. No piensa en
hacerse señor de unos esclavos. Pero espera hacer de nosotros amigos,
compañeros de su dichosa visión de un hermoso día de mañana plateada
hasta el umbral de la noche» (K 76 [157]). La idea del esfuerzo
irreconciliable del arte es la reconciliación en cuanto su fin.
[1] Bernhard Böschenstein (1931): profesor suizo de lengua y literatura alemanas en la Universidad
de Ginebra. Estudioso de la literatura francesa. [N. del T.]
[2] Hans Staub (1931-1989): poeta suizo en lengua francesa. [N. del T.]
[3] Peter Szondi (1929-1971): crítico literario alemán, especializado en la estética de la época de
Goethe y el idealismo alemán. Hijo de Leopold, psiquiatra judío de Budapest, Peter pasó su
adolescencia en el campo de concentración de Bergen Belsen. Se suicidaría en Berlín, a los cuarenta y
dos años de edad. En palabras de José María Pérez Gay, «Su cuerpo había sobrevivido al Holocausto,
pero no su espíritu». Entre las obras de Peter Szondi: Teoría del drama moderno (1956), Ensayo sobre
lo trágico (1961), Introducción a la hermenéutica literaria (1975), El drama lírico del Fin de siècle
(1975) y Estudios sobre Hölderlin (1970) [ed. esp.: Barcelona, Destino, 1992]. [N. del T.]
[4] «Windstriche»: literalmente, «Líneas [rayas] del viento». [N. del T.]
[5] En lo que sigue, W significa Paul Valéry, Windstriche. Aufzeichnungen und Aphorismen
[Rumbos. Notas y aforismos], Wiesbaden 1959, y K Paul Valéry, Über Kunst. Essays [Sobre arte.
Ensayos], Frankfurt am Main 1959 [ed. esp.: Piezas sobre arte, cit. supra; las referencias halladas a las
páginas de esta edición española aparecerán entre corchetes].
[6] Carlo Schmid (1896-1979): político socialista alemán. Junto con Theodor Heuss y Konrad
Adenauer, entre otros, uno de los padres de la constitución de la República Federal y de la
reconciliación entre alemanes y judíos. [N. del T.]
[7] Pierre-Jean Bouve (1887-1976): poeta, ensayista y novelista francés. Influido por el psicoanálisis
y el pensamiento de los místicos cristianos, en su obra creativa, llena de simbolismos, alienta el mismo
sentimiento trágico con que se aproxima a figuras tan diversas como Mozart y Baudelaire. [N. del T.]
[8] Por Helmuth, conde de Moltke (1800-1891): mariscal de campo prusiano. Fue uno de los
principales ejecutores de la reforma militar diseñada por Bismarck. Discípulo de Clausevitz, hizo del
ejército prusiano el más poderoso de su tiempo. Condujo las operaciones en la guerra contra Austria y
en la de 1870 contra Francia. Escribió obras de estrategia y de historia militar. [N. del T.]
[9] Cfr. Thomas Mann, Reflexiones de un apolítico, Barcelona, Grijalbo, 1978. [N. del T.]
[10] En francés, «eso no me incumbe». [N. del T.]
[11] Victor Cousin (1792-1867): filósofo francés. Profesor en la Escuela Normal y en la Sorbona, fue
ministro de Instrucción pública en el gabinete de Thiers en 1840. Se lo considera como el fundador del
eclecticismo espiritual y de la historia de la filosofía. Fue el primero en introducir en Francia la
filosofía de Hegel. [N. del T.]
[12] Por François, duque de la Rochefoucauld (1613-1680): escritor moralista francés. Tras una
ajetreada vida política, sus Reflexiones o Sentencias y máximas morales (1665; cuarta edición: 1678)
escandalizaron por el extremo pesimismo de una visión del hombre y de la moral que únicamente
reconoce la lucidez como virtud («La mayor parte de las veces, nuestras virtudes no son sino vicios
disfrazados»). [N. del T.]
[13] Pierre Cëcil Puvis de Chavannes (1824-1898): pintor y dubujante francés. En sus cuadros
mostró preferencia por los ritmos lineales, los colores planos y las composiciones hieráticas, sin por
ello excluir el sentimentalismo simbolista. [N. del T.]
[14] Cfr. Th. W. Adorno, Musik, Sprache und ihr Verhältnis im gegenwärtigen Komponieren [La
música, el lenguaje y su relación en la composición contemporánea], en Jahresring [Anillo anual]
56/57. Ein Querschnitt durch die deutsche Literatur und Kunst der Gegenwart [Un perfil de la
literatura y el arte alemanes del presente], Stuttgart 1956, p. 99 (ahora también en Quasi una fantasia.
Musikalische Schriften II [Quasi una fantasia. Escritos musicales II], Frankfurt am Main, 1963, pp. 14
s.).
[15] Libro conocido en español como Un mundo feliz. [N. del T.]
[16] Cfr. «Mas todo placer quiere eternidad», en Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza,
1975, p. 429. [N. del T.]
[17] Cfr. Th. W. Adorno, Klangfiguren [Figuras sonoras], Berlín, Frankfurt am Main, 1959, pp. 182
ss.
[18] Igor Stravinski, Poética musical [Poétique musicale], Madrid, Taurus, 1983. [N. del T.]
[19] «El tacto consiste en saber hasta dónde se puede llegar demasiado lejos». [N. del T.]
[20] Esta obra retoma el mito griego de Anfión, hijo de Zeus y Antíope. Mientras su hermano
gemelo Zeto transportaba las pesadas piedras para construir una muralla, él las orientaba hasta su lugar
correspondiente con su flauta. Esposo de Níobe (véase supra nota de traductor de la p. 102 en
«Retrospectiva sobre el surrealismo»), acabó loco y muerto por Apolo cuando intentaba destruir el
templo dedicado al dios. [N. del T.]
[21] Último verso del poema «A una lámpara», de Mörike. [N. del T.]
Pequeños comentarios sobre Proust
Contra unos pequeños comentarios sobre algunos pasajes de En busca del
tiempo perdido podría decirse que, dentro de esta desconcertantemente rica y
embrollada obra el lector necesita más de la visión de conjunto orientativa
que desea que se lo enrede aún más profundamente en el detalle a partir del
cual sólo con dificultad y esfuerzo podría trazarse el camino al todo. La
objeción no me parece justa con el asunto. Hace tiempo que no faltan las
grandes visiones de conjunto. Sin embargo, en Proust la relación del todo con
el detalle no es la de un plano arquitectónico de conjunto con su relleno por
lo específico: precisamente contra eso, contra la violenta no verdad de una
forma subsumidora, impuesta desde arriba, se revolvió Proust. De igual modo
que la actitud de su obra desafía las nociones tradicionales de lo universal y
lo particular y estéticamente se toma en serio la doctrina de la Lógica de
Hegel de que lo particular es lo universal y viceversa, de que ambos se
median mutuamente, así el todo, contrario a cualquier esbozo abstracto,
cristaliza a partir de descripciones individuales mutuamente imbricadas. Cada
una de ellas esconde en sí constelaciones de lo que al final aparece como idea
de la novela. Grandes músicos de la época, Alban Berg por ejemplo, sabían
que la totalidad viva únicamente se consigue mediante arabescos prolíficos
como vegetales. La fuerza que produce la unidad es idéntica a la capacidad
pasiva para perderse ilimitadamente, sin descanso, en el detalle. Pero, a pesar
de su talento predominantemente óptico y sin analogías baratas con el trabajo
del compositor, a la composición formal interna de la obra proustiana, que a
los franceses de su tiempo les pareció tan alemana no meramente debido a la
longitud y oscuridad de las frases, le es inherente un impulso musical. La
prueba más evidente de éste es la paradoja de que el gran proyecto de salvar
lo fugaz se logra a través de la propia fugacidad, a través del tiempo. La
duración que la obra demanda se concentra en incontables instantes,
diversamente aislados entre sí. En cierta ocasión Proust elogia a los maestros
medievales que en sus catedrales habían colocado adornos tan escondidos
que tenían que saber que nunca nadie los vería. La unidad no está organizada
para el ojo humano, sino que, invisible en medio de la dispersión, sólo sería
evidente para un observador divino[1]. A Proust se lo ha de leer teniendo en
mente aquellas catedrales, perseverando ante lo concreto y sin querer apresar
petulantemente lo que se da meramente a través de las mil facetas, no
inmediatamente. Por eso no quiero ni meramente remitir a pasajes
ostensiblemente brillantes ni presentar una interpretación global que, en el
mejor de los casos, meramente repetiría las intenciones que motu proprio el
autor incluyó en la obra. Sino que, mediante la inmersión en el fragmento,
espero poder sacar a la luz algo de aquel contenido al que no hace inolvidable
otra cosa que el color del hic et nunc. Con tal procedimiento creo mantener
mejor la fidelidad a la propia intención de Proust que si intentase destilarla.
Sobre Por el camino de Swann, 115-123 [96–102][2]
En Introducción a la metafísica[3], Henri Bergson, pariente no sólo
espiritual de Proust[4], compara los conceptos clasificatorios de la ciencia
causal-mecánica con vestidos de confección que les vinieran anchos al cuerpo
de los objetos, mientras que las intuiciones, que él loa, se ajustarían al asunto
tan exactamente como modelos de haute couture. Aunque en Proust podía
expresarse asimismo una cuestión científica o metafísica en un símil extraído
de la esfera de la mondanité, él en cambio se rigió por la fórmula
bergsoniana, la conociera o no. Por supuesto, no por mera intuición. Las
fuerzas de ésta se equilibran en su obra con las de la racionalidad francesa,
una porción conveniente de sentido común con experiencia mundana. Sólo de
la tensión y la combinación de ambos elementos surge el clima proustiano.
Pero sin duda le es propia la alergia bergsoniana a la confección del
pensamiento, al cliché establecido por anticipado: a su tacto le resulta
insoportable lo que todos dicen; tal sensibilidad es su órgano de la no verdad
y, por tanto, de la verdad. Aunque unió su voz al viejo coro sobre la
hipocresía y la falta de sinceridad sociales pero al igual que ese coro en
ningún lugar criticó expresamente el fondo social, contra su voluntad y por
tanto más auténticamente se convirtió, sin embargo, en crítico de la sociedad.
Respetaba en gran medida las normas y los contenidos de ésta; como
narrador, en cambio, dejó en suspenso su sistema de categorías y con ello
quebró su pretensión de evidencia, la ilusión de ser naturaleza. A Proust sólo
lo comprenderá quien, inmunizado contra su errónea apreciación como el
malcriado narcisista que por supuesto también era, sienta la desmesurada
energía de la resistencia contra la opinión a la que se ha tendido a arrancar
cada frase del Proust platónico. Esta resistencia, la segunda alienación del
mundo alienado como medio para su restitución, confiere su frescura a este
refinado. Hace que como modelo literario sea tan inapropiado como Kafka,
pues toda imitación de su procedimiento presupondría esta resistencia como
ya conseguida, la eximiría de ella y fallaría de antemano allí donde Proust
acertó. La anécdota de aquel viejo monje que en la primera noche tras su
muerte se le aparece en sueños a un amigo de su misma orden y le susurra al
oído «Todo completamente diferente» podría servir de máxima a la
Recherche de Proust en cuanto un corpus de búsquedas de cómo realmente
fue pues, en oposición a aquello en que todos coinciden: toda la novela es un
único proceso de revisión de la vida contra la vida: el episodio de la
separación del admirado tío Adolphe revela en último término la total
disparidad entre los motivos subjetivos y lo objetivamente ocurrido. Pero,
pese a esa ruptura, la cocotte que sin culpa alguna provoca la desgracia no se
pierde para la novela. Como Odette Swann, se convierte en una de sus figuras
principales y alcanza los máximos honores sociales, lo mismo que el ayuda
de cámara de aquel tío, Morel, miles de páginas más tarde, provoca la caída
del muy poderoso barón Charlus. En la obra de Proust se recoge una de las
experiencias más singulares, una experiencia que parece sustraerse a toda
generalización que por ello, en el sentido de la Recherche, es el arquetipo de
la verdadera universalidad: que las personas con las que mantenemos una
relación decisiva en nuestras vidas aparecen como designadas y ordenadas
por un autor desconocido, como si las hubiésemos esperado en este y no en
otro lugar; y que, divididas entre diversas personas, nos las volvemos a
encontrar una y otra vez; pero esta experiencia se reduce a que hacia su final
la liberal, que todavía se reconoce erróneamente como abierta, se convierte,
según los conceptos de Bergson, en una sociedad cerrada, un sistema de
disarmonía preestablecida.
Sobre Por el camino de Swann, vol. I, pp. 259-265 [209-214]
Sobre El mundo de Guermantes, vol. II, pp. 37-39 [16]; 113-114 [112]
Entre las ideas enquistadas que la consciencia general guarda como una
posesión y que la obstinación de Proust, la de un niño que no se deja enredar,
destruye, quizá la más importante sea la de la unidad y totalidad de la
persona. En casi ningún pasaje acumula su obra tanto antídoto curativo contra
los falsos curanderos de hoy en día como en éste. La prepotencia de la época
se encuentra estéticamente a la altura de aquella tesis que Ernst Mach[5]
deducía de Hume según la cual el yo es insalvable; pero mientras que éstos
rechazaron el yo como principio unificador del conocimiento, él presenta al
yo empírico pleno la factura de su no identidad. Sin embargo, el espíritu con
que esto ocurre está no sólo emparentado sino también contrapuesto al del
positivismo. Proust realiza concretamente lo que por lo demás la poética sólo
establece como exigencia formal, el desarrollo de los caracteres, y con ello se
muestra que los caracteres no son tales; una caducidad de lo firme que la
muerte ratifica pero de ningún modo produce. Sin embargo, esta disolución
no es en absoluto tanto psicológica como una fuga de imágenes. Con ella la
obra psicológica de Proust ataca a la misma psicología. Lo que en las
personas cambia, se aliena hasta hacerse irreconocible y retorna como en una
recapitulación musical son las imagines en las que las transponemos. Proust
sabe que más allá de este mundo de imágenes no hay ningún en sí de las
personas; que el individuo es una abstracción, que su ser-para-sí solo tiene
tan poca realidad como un mero ser-para-nosotros, que el prejuicio vulgar
considera apariencia. La estructura infinitamente compleja de la novela es
bajo este aspecto el intento de reconstruir, mediante una totalidad que incluye
psicología, relaciones entre personas y psicología del carácter inteligible, es
decir, transformación de las imágenes, aquella realidad que no podría
conseguir ninguna mirada meramente orientada a los datos psicológicos o
sociológicos a fin de aislarlos. También en esto su obra es el final del siglo
XIX, el último panorama. Pero Proust ve la verdad suprema en las imágenes
de las personas, que están por encima de éstas, más allá de su esencia y más
allá de su apariencia inherente a la esencia misma. El proceso de desarrollo
de la novela es la descripción de la trayectoria de estas imágenes. Ésta tiene
estaciones como los tres pasajes que se refieren a Oriane Guermantes: la
primera confrontación de su imagen con la empiría en la iglesia de Combray;
luego su redescubrimiento y modificación cuando la familia del narrador vive
en la casa parisina de la duquesa, en su proximidad inmediata; finalmente la
petrificación de su imagen en la fotografía que el narrador observa en casa de
su amigo Saint-Loup.
Sobre El mundo de Guermantes, vol. II, pp. 742-43 [44-45]
Una de las formulaciones que permiten la caracterización de Proust muy
bien podría hallarse en su obra, que se refleja en sí como una sala de espejos.
Es la de que el nacido en 1871 ya veía el mundo con los ojos de alguien
treinta o cincuenta años más joven; la de que él, por tanto, en una nueva fase
de la forma novela, también representa la de un nuevo modo de la
experiencia. Eso sitúa su obra, que juega con tantos modelos de la tradición
francesa, por ejemplo las Memorias del duque de Saint-Simon[6] o la
Comédie humaine de Balzac, en la proximidad inmediata de un movimiento
enemigo de la tradición cuyos inicios él aún llegó a vivir: el surrealismo. Esta
afinidad incluye cuanto de modernidad hay en Proust. Para él, como para
Joyce, lo contemporáneo deviene mítico. A guisa de metáfora, las acciones
perturbadoras surrealistas, como la de Dalí cuando se presentó en una reunión
social vestido con una escafandra, habrían podido hallarse perfectamente en
una descripción como la de la gran soirée de la princesa de Guermantes en
Sodoma y Gomorra. Pero la tendencia de Proust a la mitologización no
pretende una reducción del presente a lo arcaico e inmutable; y muy
ciertamente que no es producto de ninguna avidez de arquetipos mitológicos
por su parte. Sino que es surrealista en la medida en que arranca imágenes
míticas a la modernidad allí donde más moderna es ésta; en esto es afín a la
filosofía de Walter Benjamin, su primer gran traductor. En la parte dedicada a
Guermantes se describe una velada teatral. La sala, con el muy engalanado
público que la ocupa, se convierte en una especie de paisaje marino jónico, e
incluso se asemeja a un reino subacuático de divinidades naturales marítimas.
Pero el mismo narrador habla de cómo «figuras de monstruos marinos» se
ajustan a imágenes míticas siguiendo únicamente las leyes de la óptica y el
ángulo de incidencia correspondiente, es decir, obedeciendo a una necesidad
propia de las ciencias naturales y ajena a la consciencia. Lo que
contemplamos a nuestro alrededor nos devuelve una mirada ambigua,
enigmática, pues en lo contemplado no hay nada ya que percibamos como
nuestro igual: Proust habla de «los minerales y personas con los que no
tenemos ninguna relación». La mutua alienación social de los hombres en la
sociedad burguesa altoliberal, tal como se exhibía y disfrutaba en el teatro; el
desencantamiento del mundo que hizo que para las personas cosas y personas
se convirtieran en meras cosas, confiere un segundo significado a lo
incomprensible. Que es ilusorio Proust lo recuerda cuando dice que en tales
instantes dudamos de nuestro entendimiento. Sin embargo, es verdad. A
través de la alienación consumada se revela que las relaciones sociales crecen
ciegas como la naturaleza, lo mismo que lo fue el paisaje mítico en cuya
imagen mítica se congela lo inalcanzable e inefable; y la belleza que las cosas
adquieren en tales descripciones es la desesperada de su aparición. En la
detención histórica expresan éstas el sometimiento de la historia a la
naturaleza.
Sobre El mundo de Guermantes, 56-59 [45-46]
La descripción del teatro como paisaje mediterráneo prehistórico introduce
unas páginas sobre la princesa de Guermantes-Baviera, la cual, gracias a esa
descripción, puede ser presentada como una gran diosa. Lo que se dice de ella
y del efecto que ejerce sobre los presentes es un ejemplo de aquellos pasajes
dispersos a lo largo de toda la obra que dan pie a personas poco simpáticas a
clamar contra el esnobismo de Proust y que provocan la imbecilidad de una
progresía mediocre que pregunta por qué habría que interesarse por una alta
aristocracia ya en tiempos de Proust desprovista de su función real y
estadísticamente nada representativa. También André Gide, que por su origen
pertenece en cierto sentido a ese mundo más que Proust, al principio parece
haberse irritado con las princesas proustianas, e incluso André Maurois, cuyo
libro[7] va en no pocos sutiles detalles más allá de la esfera de la divulgación
de la que procede, sabe señalar el esnobismo como un peligro superado por
Proust. En lugar de eso, convendría proceder con Proust según la frase de
Hugo von Hoffmannsthal de que cuando se le reprochaba una debilidad,
prefería explicarla bien a negarla. Pues es tan evidente que el mismo Proust
se dejaba impresionar por su Swann porque éste, como el narrador, no se
cansa de repetir que efectivamente pertenecía al Jockey-Club y que, como
hijo de un corredor de bolsa, era reçu en la alta sociedad, que Proust tuvo por
fuerza que proponerse resaltar la propia inclinación provocadora. Pero la
mejor manera de rastrear su sentido es siguiendo la provocación. El
esnobismo, tal como el concepto domina la Recherche de Proust, es la
guirnalda erótica del statu quo social. Por eso viola un tabú social, que se
vengará sobre quien aborde el espinoso tema. Si el antípoda del esnob, el
proxeneta, reconoce por su oficio la imbricación del sexo con la ganancia que
la sociedad burguesa oculta, el esnob en cambio demuestra algo igualmente
universal, el apartamiento del amor de la inmediatez de la persona a las
relaciones sociales. El proxeneta socializa el sexo, el esnob sexualiza a la
sociedad. Precisamente porque ésta no tolera el amor, sino que lo somete al
reino de sus fines, vigila para que el amor no tenga nada que ver con ella,
para que éste sea naturaleza, inmediatez pura. El esnob menosprecia el
matrimonio por inclinación aprobada, pero se enamora del mismo orden
jerárquico que le exorciza el amor y que de ninguna manera puede soportar
este amor correspondido. Proust saca del saco al gato al que luego su obra
pone el cascabel: no en vano a Proust, como hace cuarenta años a Carl
Sternheim[8], se le reprocha automáticamente que como crítico del
esnobismo sucumbiera a ese vicio que por lo demás él consideraba
inofensivo, mientras que, sin embargo, meramente quien haya sucumbido
idiosincrásicamente a ellas en lugar de negarlas con el rencor del excluido,
puede cantarles las cuarenta a las relaciones sociales. Pero lo que él descubrió
en las existencias supuestamente lujosas justifica su chifladura. Al que se ha
dejado arrebatar el orden social se le transfigura en una imagen de cuento
como una vez sucedió con la amada para el verdadero amante. Al esnobismo
proustiano lo absuelve lo que los instintos de la clase media homogeneizada
le reprochan en secreto: el hecho de que los arcángeles y poderes adorados ya
no lleven espada y ellos mismos se hayan convertido en imitaciones
desamparadas de su pasado liquidado. Como todo amor, el esnobismo querría
escapar de la opresión de las relaciones burguesas a un mundo en el que la
utilidad universal dejara de disimular que las necesidades de los hombres sólo
accidentalmente se satisfacen. La regresión de Proust tiene algo de utopía.
Como el amor, fracasa, pero en el fracaso denuncia a la sociedad que le
impidió existir. Esa imposibilidad del amor, que él representa por medio de
su gente de la society y sobre todo por medio del personaje propiamente
hablando central de la Recherche, el barón de Charlus, que al final
únicamente conserva la amistad de un proxeneta, se ha entretanto extendido
como una fría muerte por toda la sociedad, en la cual la totalidad del
funcionamiento sofoca, allí donde aún vive, el amor que se olvida de sí
mismo. En esto fue Proust lo que en una ocasión atribuye a los judíos:
profético. Cortejó humildemente el favor de reaccionarios acérrimos como
Gaston Calmet[9] y Léon Daudet[10], pero uno que a veces llevaba
monóculo se llamaba Karl Marx.
Sobre A la sombra de las muchachas en flor, 475-478 [372-375]
El barón de Charlus es el hermano del duque de Guermantes. La escena de
su primera aparición demuestra la relación de Proust con la decadénce
francesa que él al mismo tiempo encarna y sobrepasa en la medida en que su
obra la llama históricamente por el nombre. Una célebre novela de aquella
época se titula À rebours[11], a contrapelo: Proust ha peinado la experiencia
a contrapelo. Pero el «Todo completamente diferente» seguiría conservando
el sello de la impotencia de lo aparte si su fuerza no fuese también la del «Así
es». Querría llamar la atención sobre la observación de Proust de que no
pocas personas profieren un sonido como si hiciera un calor exagerado sin
sentirlo así. Su evidencia es pareja a su excentricidad. Lo universal malo se
descompone bajo la ávida mirada de Proust, pero lo que se considera azaroso
adquiere una universalidad oblicua, irracional. Todo aquel que cumpla los
requisitos necesarios para la lectura de Proust tendrá en muchos lugares la
impresión de que a él le ha pasado lo mismo, exactamente lo mismo. Proust
comparte con la tradición de la gran novela la categoría de lo contingente
elaborada por el joven Lukács. Describe una vida desprovista de sentido, una
vida que el sujeto no redondea como cosmos. Pero a pesar de su persistencia,
que supera la de los novelistas del siglo XIX, el azar no está completamente
desprovisto de sentido. Lo acompaña una apariencia de necesidad: como si,
caótica, burlona, espectral en sus fragmentos disociados, hubiera penetrado
en la experiencia una referencia al sentido. Esta constelación de una
necesidad sentida en lo completamente azaroso de modo meramente negativo
–y que también apunta a Kafka– sitúa a la obra obsesivamente
individualizada de Proust muy por encima de la propia individuación: en su
núcleo deja al descubierto lo universal que la mediatiza. Pero tal
universalización es la de lo negativo. Como sus antípodas, los naturalistas
antes que él, Proust tiene razón en la observación más remota, pero esta razón
es la de la desilusión y rechaza todo aliento consolador. Da y toma a la vez:
donde tiene razón, hay dolor. Su medio es la manía persecutoria, con la que la
estructura pulsional de Proust se encontraba estrechamente emparentada y
que tampoco falta en la fisionomía de su Charlus. Quien ha quemado las
naves tras de sí llena de sentido y significado el absurdo, pero es
precisamente su obcecación la que capta lo que el mundo ha hecho de sí y de
nosotros.
Sobre La prisionera, 101-104 [71-76]
El quinto volumen de la Recherche, La prisionera, como ya la segunda
parte del primero, es una representación de los celos. El narrador ha acogido
a Albertina, desconfía de todas las palabras y acciones de ésta y la mantiene
bajo un control al que ella finalmente se sustrae huyendo; después de eso, ella
sufre un accidente mortal. El autor no se cansa de asegurar que, aunque
saborea todos los suplicios que le causa Albertina, él ya no la ama en
absoluto. El amor y los celos no están tan estrechamente ligados como la
noción vulgar da por hecho. Los celos siempre suponen una relación de
posesión que hace de la amada una cosa y atenta por tanto contra la
espontaneidad contenida en la idea del amor. Pero los celos de Proust no son
meramente el intento impotente de retener a la fugitiva a la que él ama por su
carácter huidizo, por aquello que nunca se podrá retener por completo. Sino
que estos celos querrían, como Proust la vida, restaurar el amor. Pero no lo
consiguen sino al precio de la individuación de la amada. Ésta, para no ser
dañada por la propia mentira, habrá de volver a transformarse en naturaleza,
miembro de una especie. Al perder su individualidad psicológica, recibe
aquella otra y mejor que el amor toma por objeto, la de la imagen que cada
persona encarna y que a ella misma le es tan ajena como, según la Cábala, el
nombre místico a quien lo porta. Eso sucede en el sueño. En él, Albertina se
deshace de aquello por lo que, según el orden del mundo, se convierte en un
carácter. Diluyéndose en lo amorfo, obtiene la forma de su parte inmortal, a
la que se agarra el amor: la belleza sin mirada, sin imagen. Es como si la
descripción del sueño de Albertina fuese la exégesis del verso baudeleriano
sobre aquella a la que la noche embellece. Esta belleza otorga lo que la
existencia deniega, seguridad, pero en lo perdido. El pobre, caduco, confuso
amor encuentra refugio allí donde la amada se asemeja a la muerte. Desde el
segundo acto del Tristán, en la época de la decadencia del amor a éste no se
lo ha elogiado tan efusivamente como en la descripción del sueño de
Albertina, que con sublime ironía descubre la mentira del narrador al negar su
amor.
Sobre La prisionera, 276-278 [197-201]
De las cosas últimas ya no se puede hablar inmediatamente. La misma
palabra impotente que las nombra las debilita; tanto la ingenuidad como la
despreocupación altanera en la expresión de ideas metafísicas delatan su falta
de garantías. Pero el espíritu de Proust fue metafísico en el mismo centro de
un mundo que prohíbe el lenguaje de la metafísica: esta tensión mueve toda
su obra. Sólo una vez, en La prisionera, abre una rendija, tan deprisa que el
ojo no tiene tiempo de acostumbrarse a tal luz. Ni siquiera la palabra que
encuentra puede tomarse literalmente. Aquí, en la descripción de la muerte de
Bergotte, se encuentra realmente una palabra cuyo tono, al menos en la
versión alemana, recuerda a Kafka. Dice así: «La idea de que Bergotte no
esté muerto para siempre no es, en consecuencia, del todo increíble». La
reflexión que conduce a ella es la de que la fuerza moral del poeta cuyo
epitafio escribe pertenece a un orden diferente al natural y por tanto promete
que éste no es el último. Esta experiencia sería comparable a la que se
produce en las grandes obras de arte: que es imposible que su contenido no
sea verdad; que su éxito y su autenticidad mismas señalan la realidad de
aquello por lo que nacen. De hecho, a uno le gustaría unir la posición del arte
en la obra proustiana, su confianza en el poder objetivo de su éxito, con
aquella idea que es la última, pálida, secularizada y no obstante inextinguible
de la prueba ontológica de Dios. Aquel con cuya muerte en la obra de Proust
se liga la esperanza no es sólo el testigo de la «bondad y la buena
conciencia», sino él mismo un gran escritor. Su modelo fue Anatole France.
El recuerdo de la vida eterna lo provoca el escéptico volteriano: la
Ilustración, el proceso de desmitologización, ha de retroceder y conducir a la
naturaleza reminiscente de sí misma más allá de la propia coherencia. La obra
proustiana es auténtica porque su intención, que aspira a la salvación, está
libre de toda apología, de todo intento de justificar cualquier cosa existente,
de prometer cualquier duración. Basándose en el non confundar, pone sus
esperanzas en la rendición sin reservas al contexto de la naturaleza; con el
más extremo sentido, para él el resto es, una vez más, silencio. Por eso el
tiempo, el poder mismo de lo efímero, se convierte en la esencia suprema a la
que la obra de Proust, en sus mil refracciones también una roman
philosophique como las de Voltaire y France, eleva su mirada. Su contenido
se aproxima tanto más que el de la teoría de Bergson cuanto más se mantiene
de cualquier positividad. Como bien sabía él, la idea de inmortalidad sólo se
tolera en lo ello mismo efímero, las obras en cuanto las últimas parábolas de
una revelación en un lenguaje verdadero. Así, en un pasaje posterior, la noche
después de que apareciera su primer folletón en Le Figaro, Proust sueña en
Bergotte como si aún estuviese con vida, como si la palabra impresa
protestase contra la muerte, hasta que el poeta, al despertar, se da también
cuenta de la inutilidad de este consuelo. Toda interpretación de este pasaje
resulta insuficiente; no, como quiere el tópico, porque su dignidad artística
sea superior al pensamiento, sino porque ella misma se encuentra asentada en
el límite contra el que también choca el pensamiento.
[1] Cfr. Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 2: A la sombra de las muchachas en flor,
Madrid, Alianza, 1984, p. 243. [N. del T.]
[2] Las referencias son a la primera edición en siete volúmenes aparecida entre 1953 y 1957 con
traducción de Eva Rechel-Mertens (Editorial Suhrkamp, Frankfurt am Main, y Editorial Rascher,
Zúrich) [entre corchetes las páginas correspondientes en la ed. esp.: En busca del tiempo perdido, siete
volúmenes, Madrid, Alianza, 1984].
[3] Ed. esp.: Buenos Aires, Siglo XX, 1973. [N. del T.]
[4] La esposa de Bergson era prima de Proust. [N. del T]
[5] Ernst Mach (1838-1916): físico y filósofo austríaco. Su filosofía empirio-criticista trata de
describir la totalidad de la experiencia a partir de las sensaciones y de las funciones (leyes) por las que
se rigen, eliminando las nociones de sustancia, causalidad, etc., y negando la dualidad y la oposición
entre lo psíquico y lo físico. El idealismo subjetivo de esta doctrina fue criticado por Lenin en
Materialismo y empiriocriticismo (1909). Estableció el papel de la velocidad del sonido en
aerodinámica y la unidad de velocidad igual a la del sonido recibe su nombre. Influyó
considerablemente en Einstein. [N. del T.]
[6] Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755): memorialista francés. Decepcionado por
no haber podido desarrollar la gran carrera política a la que parecía destinarle su título de par de
Francia, vertió su genio literario en numerosos escritos inéditos y en unas Memorias (compuestas desde
1694 hasta su muerte) en las que retrata el final del reinado de Luis XIV en una serie de cuadros
trazados con vigorosa prosa. Era primo segundo del conde de Saint-Simon, filósofo y economista. [N.
del T.]
[7] À la recherche de M. Proust [En busca de M. Proust] (1949). [N. del T.]
[8] Carl Sternheim (1878-1942): dramaturgo y novelista alemán. Representante del expresionismo,
escribió obras satíricas y de crítica social en las que, con un estilo sumamente violento, irónico, cínico,
atacó a la sociedad guillermina, tanto al mundo obrero como, especialmente, a la burguesía. [N. del T.]
[9] Gaston Calmette (1863-1914): periodista francés. Siendo director del Le Figaro (1903), dirigió
una campaña contra el ministro de Haciencia, Caillaux, y murió a manos de la esposa de este último.
[N. del T.]
[10] Léon Daudet (1868-1942): periodista francés, hijo del escritor Alphonse Daudet. Médico
frustrado y bajo la impresión de la muerte de un hijo que atribuyó a la mala gestión de la Sanidad
Pública Francesa, como editorialista de Acción francesa atacó con pareja virulencia a los gobiernos de
la III República y a Freud. [N. del T.]
[11] À rebours (1884): obra de Joris-Karl Huysmans (1848-1907), considerada una novela
emblemática del decadentismo y el simbolismo. Ed. esp.: A contrapelo, Madrid, Cátedra, 1984. [N. del
T.]
Extranjerismos
A Gertrud von Holzhausen[1]
Tras la emisión radiofónica de Pequeños comentarios sobre Proust, por
primera vez desde mi juventud he recibido cartas de protesta por el uso
supuestamente excesivo de extranjerismos. He repasado lo dicho y no he
encontrado ningún derroche especial de extranjerismos, aunque quizá se me
hayan tomado a mal algunas expresiones francesas surgidas en conexión con
el tema francés. Así que en principio apenas me queda otra explicación de la
indignada correspondencia que el contraste entre los textos poéticos y su
interpretación. Por lo que a la gran prosa narrativa se refiere, su interpretación
adopta fácilmente la coloración del extranjerismo. Las frases pueden sonar
más extrañas que el vocabulario. Por el esfuerzo que suponen, dan rabia los
intentos de formulación que, a fin de captar más precisamente el asunto en
cuestión, nadan contra el chapoteo lingüístico habitual, y a fe que cuesta
ajustar fielmente las complejas relaciones conceptuales a la trama de la
sintaxis. La persona ingenua respecto a la lengua achaca lo extraño a las
palabras extranjeras, a las que hace sobre todo responsables de lo que no
entiende; y eso incluso cuando conoce perfectamente las palabras. De lo que
en último término se trata es de defenderse contra las ideas, las cuales se
atribuyen a las palabras: un error de tiro. En los Estados Unidos hice una vez
la prueba de esto cuando en una asociación de emigrantes a la que pertenecía
pronuncié una desconcertante conferencia en la que había tenido buen
cuidado de eliminar todo extranjerismo. Pese a ello, produjo exactamente la
misma reacción con la que ahora me he vuelto a encontrar en Alemania. Tal
experiencia me recuerda mi infancia, cuando charlando anodinamente con un
compañero en el tranvía que nos llevaba al colegio, el viejo Dreibus, un
vecino de nuestra calle, se me dirigió furioso: «Diablo de chiquillo, a la porra
con tu altoalemán y aprende de una vez a hablar alemán bien». Apenas se me
había pasado el susto que me dio el señor Dreibus, cuando no mucho después
lo llevaron completamente borracho a casa en una carretilla, y probablemente
no mucho más tarde murió. Él fue el primero que me enseñó lo que era la
rancune[2], una cosa para la que no hay palabra nativa adecuada, a menos
que se la confunda con el ressentiment[3], hoy en día tan fatalmente querido
en Alemania, el cual igualmente no lo inventó Nietzsche, sino que fue
importado. En resumen, la cólera por los extranjerismos se explica en
principio por el estado de ánimo del encolerizado, para los que algunas uvas
cuelgan de demasiado alto.
Ahora bien, no quiero pasar por mejor de lo que fui. Cuando nosotros, mi
amigo Erich y yo, nos lo pasábamos bien usando extranjerismos en el
Gymnasium, ya nos comportábamos como privilegiados propietarios de uvas.
Hoy en día sería difícil determinar si este comportamiento precedía a la
rancune o al revés; en todo caso, ambas cosas eran congruentes entre sí.
Emplear Zelotentum[4] o Paränese[5] era tan divertido por eso, porque
sentíamos que algunos de los señores a los que se confió nuestra educación
durante la Primera Guerra Mundial no sabían lo que eran. Por supuesto,
podían amenazarnos con suspensos para evitar extranjerismos superfluos,
pero por lo demás nada más podían hacer con nosotros que lo que hicieron
cuando Erich en su redacción «Mis vacaciones de verano, carta a un amigo»
eligió como salutación «Querido Habacuc»[6], mientras yo, más prudente y
formal pero igualmente reticente a revelar el nombre de mi amigo real al jefe
de estudios, encabecé mi redacción sobre el mismo tema con el precoz
«Querido amigo». No negaré que a veces seguía el mal ejemplo de una
anciana tía abuela, de la que la crónica familiar contaba que siendo niña
consultó en su diccionario de francés cómo se decía artesa de amasar, luego
le preguntó a su pobre tutor y cuando éste no supo contestar, ella respondió
en tono maliciosamente triunfal: «¡Toma, toma, toma! ¡La huche!». A pesar
de este siniestro antecedente, nos sentíamos sin embargo vengadores de
Hanno Buddenbrook[7] y con nuestros esotéricos extranjerismos suponíamos
estar lanzando flechas contra los patriotas indispensables desde nuestro reino
secreto, que ni podía alcanzarse desde el Bosque Occidental[8] ni, como a
ellos les gustaba decir, germanizarse de otro modo. Durante la Primera
Guerra Mundial los extranjerismos constituían mínimas células de resistencia
contra el nacionalismo. La presión para pensar según reglas prescritas forzaba
a que la resistencia se refugiara en lo marginal e inocuo, pero en tiempos de
crisis semejantes gestos en sí irrelevantes cobran a menudo un
desproporcionado significado simbólico. Sin embargo, el hecho de que
nosotros empleáramos precisamente extranjerismos difícilmente se debía a
consideraciones políticas. Por el contrario, así como, al menos para el tipo de
persona capaz de expresión, la lengua está eróticamente cargada en sus
palabras, el amor lleva a los extranjerismos. En verdad, es ese amor el que
provoca la irritación por su uso. La primitiva avidez de extranjerismos se
asemeja al de chicas extranjeras, cuanto más exóticas mejor; lo que atrae es
una especie de exogamia lingüística que querría escapar del círculo de lo
inmutable, de la maldición de lo que uno en absoluto es y sabe. Entonces los
extranjerismos hacían sonrojar como la mención de un nombre amado en
secreto. Esta sensación resulta odiosa para grupos nacionalistas que también
en la lengua querrían el menú de plato único. Sólo en este estrato surge la
tensión afectiva que confiere a los extranjerismos esa fecundidad y
peligrosidad que seducen a sus amigos y que sus enemigos sienten más que
los indiferentes.
Pero esta tensión parece ser peculiar del alemán, lo mismo pues que entre
las acusaciones estereotípicas aunque difícilmente dirigidas con toda
honestidad por el nacionalismo alemán contra el espíritu alemán se cuenta la
de que éste se deja impresionar demasiado servilmente por lo extranjero. La
lengua es asimismo testigo de que en Alemania la civilización en cuanto
latinización sólo tuvo éxito a medias. En el francés, donde el elemento gálico
y el romano se interpenetraron tan temprana y profundamente, falta por
completo la consciencia de extranjerismos; en Inglaterra, donde los estratos
lingüísticos sajón y normando se superpusieron, hay ciertamente una
tendencia a la duplicación lingüística, en la que los elementos sajones
representan el carácter arcaico-concreto, los latinos el civilizador-moderno,
pero los últimos están demasiado expandidos y constituyen también
demasiado el signo de una victoria histórica como para ser sentidos como
extraños más que por un romántico intransigente. En Alemania, en cambio,
donde las componentes latino-civilizadoras no se fundieron con la lengua
vernácula más antigua sino que por el contrario fueron apartadas de ella por
la formación de los eruditos y el hábito cortesano, los extranjerismos
perviven inasimilados y se ofrecen al escritor que los escoge con discreción,
tal como Benjamin lo describió al hablar del extranjerismo como la banda de
plata que el autor pone en el cuerpo de la lengua. Lo que por supuesto parece
inorgánico en esto no es en verdad más que testimonio histórico, el del
fracaso de esa unificación. Tal disparidad no sólo significa al mismo tiempo
sufrimiento y lo que Hebbel[9] llamaba el «cisma de la creación» en el
lenguaje, sino también en la realidad; bajo este aspecto se puede considerar el
nacionalismo como el intento violento, tardío y por tanto venenoso de forzar
a destiempo la fallida integración burguesa de Alemania. Ninguna lengua, ni
siquiera la antigua lengua vernácula, es algo orgánico, natural, en lo cual
querrían convertirla las doctrinas restauradoras; pero en toda victoria de un
elemento lingüístico progresista en el sentido de civilizador se precipita algo
de la injusticia infligida al más antiguo y débil. Eso fue lo que sintió Karl
Kraus cuando escribió la elegía por un sonido eliminado en el proceso de
racionalización. Las lenguas occidentales han atemperado esa injusticia, por
ejemplo en la manera como el imperialismo inglés se comportó con los
pueblos sometidos. En general, la compensación como miramiento para con
el sojuzgado define probablemente la cultura en sentido enfático; en
Alemania, sin embargo, no se ha llegado a esta compensación, precisamente
porque el principio latino-racional nunca ha alcanzado una hegemonía
incontestada. En alemán los extranjerismos recuerdan que no se ha cerrado
ninguna pax romana, que lo no domesticado pervivió, así como que el
humanismo, allí donde cogió las riendas, no fue percibido como la sustancia
misma de los hombres que pretendía ser, sino como algo irreconciliado y que
se les imponía. En tal medida el alemán es menos y más que las lenguas
occidentales; menos por esa fragilidad, tosquedad y, en consecuencia, por lo
poco de firme que ofrece al escritor individual, algo que tan crasamente
aparece en el antiguo neoaltoalemán y hoy en día todavía en la relación de los
extranjerismos con su entorno; más porque la lengua no está completamente
atrapada en la red de la socialización y la comunicación. Vale por tanto para
la expresión porque no garantiza ésta de antemano. Concuerda con este
estado de cosas el hecho de que en ámbitos culturalmente más cerrados de la
lengua alemana, como el vienés, donde la Iglesia y la Ilustración median
entre rasgos preburgueses-cortesanos, más elitistas, y la lengua popular, los
extranjerismos, de los que este dialecto está plagado, pierden esa esencia
extraterritorial y agresiva que por lo demás les es propia en alemán. Uno no
necesita más que haber oído una vez a un Portier[10] hablar de una
rekommendierte Brief[11] para comprender la diferencia, una atmósfera
lingüística en la que lo extraño es extraño y al mismo tiempo familiar, tal
como en la conversación de esos dos condes sobre El difícil[12] de
Hoffmannstahl en la que uno protesta de que «nos haga decir demasiadas
palabras terminadas en -ieren, mientras el otro contesta: «Sí, ya se podría
haber reprimido [sich menagieren] un poco».
En alemán no se ha conseguido ninguna reconciliación de esa clase, ni la
puede producir la voluntad individual del escritor. Éste puede, sin embargo,
sacar provecho de la tensión entre el extranjerismo y la lengua
incorporándola a la propia reflexión y a la propia técnica. El extranjerismo
puede interrumpir beneficiosamente el momento conformista de la lengua, el
turbio arroyo en el que se ahoga la intención específica de la expresión. Su
dureza y perfilamiento, precisamente lo que resalta del continuo lingüístico,
vale para precisamente impulsar lo pretendido y lo ocultado por la mala
universalidad del uso lingüístico. Más aún. La discrepancia entre
extranjerismo y lenguaje puede ponerse al servicio de la expresión de la
verdad. El lenguaje participa en la reificación, la separación entre cosa y
pensamiento. El sonido habitual de lo natural resulta engañoso a este
respecto. Al reconocerse a sí mismo como prenda, el extranjerismo recuerda
abruptamente que todo lenguaje real tiene algo de prenda. Hace de sí el chivo
expiatorio del lenguaje, el portador de la disonancia que éste configura, no
engalana. No es con lo que menos se enfrenta uno en el extranjerismo el
hecho de que arroja luz sobre lo que sucede con todas las palabras: el hecho
de que el lenguaje encarcela a los hablantes una vez más, el hecho de que
como medio suyo propio ha fracasado. La prueba de ello la pueden aportar
ciertos neologismos, expresiones alemanas que, por mor de la quimera de lo
primitivo, se inventaron para sustituir neologismos. Siempre suenan más
extraños y forzados que los auténticos extranjerismos mismos. Por
comparación con éstos adquieren algo de falaz, una pretensión de identidad
entre discurso y objeto que la esencia conceptual general de todo discurso
refuta. Con los extranjerismos se demuestra la imposibilidad de una ontología
del lenguaje: incluso con los conceptos que se dan como si ellos mismos
fuesen el origen confrontan su ser mediado, el momento de lo subjetivamente
hecho, del arbitrio. La terminología, en cuanto quintaesencia de los
extranjerismos en las disciplinas individuales, especialmente en la filosofía,
es no sólo endurecimiento cósico, sino al mismo tiempo también su opuesto,
la crítica de la pretensión de los conceptos a ser en sí cuando es el lenguaje
mismo el que ha inscrito en ellos algo establecido que también podría ser de
otro modo. La terminología aniquila la apariencia de naturalidad en el
lenguaje histórico y por eso la filosofía ontológica restaurativa, que quisiera
hacer pasar sus palabras por ser absoluto, está particularmente inclinada a
eliminar los extranjerismos. Todo extranjerismo contiene el material
explosivo de la Ilustración, su uso controlado el conocimiento de que lo
inmediato no se puede decir inmediatamente, sino únicamente expresarse
mediante toda la reflexión y mediación. En alemán, en ninguna parte se
ponen mejor a prueba los extranjerismos que en comparación con la jerga de
la autenticidad[13], con esos términos del corte de Auftrag, Begegnung,
Aussage, Anliegen[14] y demás. Todos quieren ocultar el hecho de que son
términos. Tiene una vibración humana, como los órganos Wurlitzer[15], a los
que se incorpora técnicamente el vibrato de la voz. Pero los extranjerismos
desenmascaran esas palabras, pues sólo lo que se retraduce al extranjerismo
desde la jerga de la autenticidad significa lo que significa. Los extranjerismos
enseñan que de la especialización el lenguaje ya no puede curar como
imitación de la naturaleza, sino asumiendo en sí la especialización. Entre los
escritores alemanes, Gottfried Benn[16] fue probablemente el primero que
usó este elemento de los extranjerismos, el científico, como técnica literaria.
Pero es precisamente contra esto contra lo que se dirige la más certera
objeción a los extranjerismos. En la ciencia el privilegio se atrinchera como
rama, especialización, división del trabajo; en los extranjerismos sigue
atrincherado el de la educación. Cuanto menos sustancial es hoy en día el
concepto de ésta, tanto más los extranjerismos, muchos de los cuales en un
tiempo pertenecieron a la modernidad y la representaron en el lenguaje,
adquieren algo de arcaico, a veces de desamparado, como si se pronunciaran
en el vacío. Brecht, que en el lenguaje apuntaba a aquel momento a través del
cual éste, en cuanto general, se resiste al privilegio de lo particular, propendía
claramente a evitar los extranjerismos; por supuesto, no sin una arcaización,
no sin la voluntad de escribir altoalemán como si se tratara de un dialecto.
Benjamin hizo a veces propia esta hostilidad implícita contra los
extranjerismos cuando llamaba a la terminología filosófica un lenguaje de
rufianes. De hecho, el lenguaje filosófico oficial, que trata cualesquiera
inventos y definiciones terminológicas como si fueran puras descripciones de
estados de cosas, no es mejor que los puristas neologismos de un neoalemán
metafísicamente consagrado, que por lo demás deriva inmediatamente de ese
abuso escolástico. A los extranjerismos se los sigue pudiendo acusar de
excluir a quienes no tuvieron la posibilidad de aprenderlos pronto; en cuanto
componentes de un lenguaje de iniciados, pese a todo su carácter ilustrado les
acompaña un tono chirriante; la unión de éste con el de la ilustración
constituye precisamente su esencia. Fuera pensando en lo militar o para
presentarse a sí mismos como gente refinada, los nacionalsocialistas también
toleraron los extranjerismos. Contra la crítica social poco de convincente se
puede aducir aparte de su propia consecuencia. Pues si el lenguaje se somete
al criterio del «Para todos», de la inteligibilidad sin más, los extranjerismos, a
los que mayoritariamente sólo se acusa precisamente de lo que uno se toma a
mal en el pensamiento, no son en gran medida los únicos culpables ni apenas
los más importantes. Las purgas del estilo demócrata-popular no se podrían
contentar con los extranjerismos, sino que tendrían que suprimir la mayor
parte del lenguaje mismo. Consecuentemente, Brecht en una conversación me
provocó con la tesis de que la literatura del futuro debería componerse en
inglés comercial. En este punto de la discusión Benjamin se negó a
secundarle y se pasó a mi bando. El bárbaro futurismo de tales proclamas,
que por lo demás Brecht probablemente no se tomaba demasiado en serio,
confirma alarmantemente en el dominio del lenguaje la tendencia a la
regresión de la Ilustración positivista dejada a su inercia. La verdad, que en
cuanto mero medio para un fin no es todavía más que una verdad para otro,
se encoge tanto como el inglés básico o comercial y sólo se ajusta bien por
tanto a aquello contra lo que el impulso de ese nuevo tipo de hostilidad al
extranjerismo se dirigía en principio, a la impartición de órdenes, del mismo
modo que en un tiempo los europeos, por ejemplo, se las transmitían a sus
criados de color hablándoles por broma como querían que éstos hablaran. El
ideal comunicativo a cuyo servicio se pone una crítica de los extranjerismos
que erróneamente se considera progresista es en verdad un ideal de la
manipulación; la palabra calculada para ser percibida se convierte hoy en día,
precisamente por este cálculo, en un medio para degradar a mero objeto de
manipulación a aquellos a los que se aplica y para uncirlos a fines que no son
los suyos propios, no los objetivamente vinculantes. Lo que en un tiempo se
llamó agitación no puede mientras tanto seguir distinguiéndose de la
propaganda, y su nombre aspira groseramente a transfigurar los reclamos
mediante la apelación a fines superiores, independientes de intereses
individuales. El sistema universal de comunicación, que aparentemente une a
los hombres entre sí y del que se afirma que existe por mor de éstos, se les
impone. Sólo la palabra que, sin tener en cuenta su efecto, se esfuerza por
nombrar su cosa con precisión tiene justamente por ello la oportunidad de
defender la causa de los hombres, sobre la cual éstos son engañados en la
medida en que cada causa[17] se les presenta como si aquí y ahora fuera la
suya. La función de los extranjerismos ya no es la de protestar contra un
nacionalismo que en la era de los grandes bloques de poder ya no coincide
con las lenguas individuales de los pueblos individuales. Pero en cuanto
residuo por segunda vez alienado de una cultura que se desintegró junto con
la sociedad altoliberal, pero que en un tiempo apuntó a lo humano con la
expresión desinteresada, no al servicio del hombre como cliente potencial, de
la cosa, pueden ayudar a la supervivencia de algo del inflexible y penetrante
conocimiento que con la regresión de la consciencia y la decadencia de la
educación amenaza igualmente con desaparecer. Por supuesto, en ello no
pueden hacerse culpables de ninguna ingenuidad; ni presentarse como aún
confiados en que serán escuchados. Sino que con su misma aspereza deben
expresar la soledad de la consciencia intransigente, producir un shock por su
obstinación: en cualquier caso, quizá el shock sea la única posibilidad de
llegar hoy en día a los hombres a través del lenguaje. Como los griegos en la
Roma imperial, los extranjerismos, correcta y responsablemente usados,
deberían apoyar la causa perdida de una flexibilidad, una elegancia y un
refinamiento de formulación que se han perdido y cuyo recuerdo irrita a las
personas. Deberían enfrentar a éstas con todo lo que sería posible si dejara de
haber un privilegio educacional incluso en su más reciente encarnación, la
nivelación de todos en una educación escolar media. Con ello podrían los
extranjerismos conservar algo de aquella utopía del lenguaje, un lenguaje sin
tierra, sin sujeción a la maldición de la existencia histórica, la utopía que vive
en el uso infantil del lenguaje. Sin esperanza, como calaveras, los
extranjerismos aguardan su resurrección en un orden mejor.
Por supuesto, el empleo arbitrario e irreflexivo no los adecua para esto; lo
que en un tiempo pareció que prometían se ha perdido irremisiblemente. Su
legitimidad frente al positivismo de un lenguaje coloquial por debajo del cual
se los sitúa hoy históricamente, universalmente inteligible y por tanto
alienado de su propio contenido únicamente se demuestra allí donde son
superiores al positivismo lingüístico según la propia regla del juego de éste,
la de la precisión. Sólo el extranjerismo puede hacer saltar la chispa que en la
constelación en que se introduzca da el sentido mejor, más fielmente, con
menos concesiones, que el sinónimo alemán disponible. El trabajo del
escritor que libremente sopesa dónde usar un extranjerismo y dónde no honra
no sólo a éste, sino incluso a la tinta roja en la redacción escolar. La defensa
abstracta de los extranjerismos no serviría de nada. No para la ilustración sino
para la legitimación, precisa del análisis de pasajes en los que se hayan
introducido premeditadamente extranjerismos. Los modelos de éste los he
escogido de un texto propio no porque lo considere ejemplar, sino porque las
reflexiones decisivas me son más próximas, porque puedo explicarlas mejor
que las de otros autores. Me refiero intencionadamente a esos Pequeños
comentarios sobre Proust que me reportaron protestas.
Selecciono por tanto una serie de pasajes y les comunico las
consideraciones que me llevaron a emplear los extranjerismos más distantes o
a prohibirme utilizar las expresiones alemanas más o menos
correspondientes. De Proust se dice por ejemplo (p. 196) que como narrador
dejó «en suspenso»[18] el sistema de categorías de la sociedad burguesa al
que él mismo pertenecía por origen, forma de vida y comportamiento. En
lugar de «dejó en suspenso» se podría proponer «desactivó»[19]. Pero eso
sería mucho más duro que «dejó en suspenso», supondría una severa crítica
allí donde precavidamente se deja en suspenso. «Desactivar»[20] se
aproximaría más, pero incluso contendría asimismo un extranjerismo y no
comportaría tanto ese pensamiento en lo suspendido, en cierto modo
colgante. Pero, sobre todo, con «dejar en suspenso» se piensa en una
sentencia judicial que ha sido pronunciada, no revocada. Con ello se
introduce a uno en la esfera de la novela de Proust como en un pleito sobre la
felicidad que recorre infinitas instancias: un momento que ninguna de las
alternativas alemanas captaría.
La página 196 trata de la «disparidad»[21] entre motivos subjetivos y lo
objetivamente sucedido, y ciertamente el montón de extranjerismos no es
bello. Yo traté de evitar el más desusado de ellos, «disparidad», que por estar
hecho de remiendos del latín y el alemán resulta particularmente escandaloso.
Pero en su lugar únicamente se ofrecía la «completa divergencia»[22], y la
sustantivación de una expresión verbal me parecía no meramente más fea que
la expresión directamente apropiada, sino que la «divergencia» tampoco
reproducía con precisión el pensamiento. Pues el fenómeno en la novela de
Proust sobre el que había que llamar la atención se piensa como un dato,
como algo circunstancial, no como algo activo. Lo que finalmente me movió
a la elección de la palabra fue la reflexión sobre todo mi texto, en el que las
formas terminadas en «weisen» son más frecuentes de lo que me habría
gustado. Debía sacrificar las que menos se correspondieran con lo que se
quería decir.
Más aún: de Proust se dice que su novela constituye un testimonio de la
experiencia de que las personas con las que tenemos que ver decisivamente
en la vida aparecen como «designadas»[23] por un autor desconocido (p.
197). La traducción literal de «designiert» sería «indicadas»[24]. Pero ésta
no da con el sentido. Exclusivamente afirmaba que las personas en cuestión
estarían caracterizadas como por un autor desconocido, pero no escogidas
para nosotros, por así decir planificadamente relacionadas con nuestra vida;
la ilusión de una intención oculta detrás del azar que nos pone en el camino
las personas que devienen importantes para nosotros no surgiría en absoluto,
y el pasaje resultaría realmente ininteligible. Pero si en lugar de «designadas»
se dijera «planeadas»[25], en la descripción del fenómeno habría un
momento de racionalidad y definitividad que fijaría burdamente lo vago, lo
distorsionado, inherente a la cosa. Además, hoy en día la palabra «planeado»
es pertinente a un dominio conceptual que en el mundo altoliberal proustiano
introduciría un tono completamente falso, el del mundo administrativo.
Una frase de las pp. 197-198 afirma que en Proust la muerte acaba por
«ratificar»[26] la caducidad de lo firme en la persona, para lo cual
«confirmar»[27] sería demasiado débil, se quedaría en el mero ámbito del
conocimiento, el de la verificación de una hipótesis. Lo que se quería
expresar, sin embargo, era que la muerte, como una sentencia judicial, se
apropia de la decadencia que es la vida misma. Al mismo tiempo, el
momento de lo definitivo que otorga su peso al romanticismo proustiano de
la desilusión está mucho más claro en «ratifiziert» que en el más insulso
«bestätigen».
El caso de «imagines»[28] (p. 198) es instructivo. «Imágenes»[29] es una
expresión demasiado general para captar de algún modo esa transposición del
mundo de la experiencia al inteligible que la mirada de Proust sobre los
hombres consuma. Pero «arquetipos»[30] hacía pensar en Platón, en algo
inalterable, igual a sí mismo, mientras que el mundo de las imágenes
proustiano tiene precisamente su sustancia en lo más efímero. Esto alienante
en el asunto –quizá el secreto más íntimo de Proust– no podía evocarse más
que mediante la alienación de un término derivado del psicoanálisis cuya
función el contexto ha cambiado.
La elección de la palabra «soirée» en lugar de «velada»[31] (p. 199) lleva a
un estado de cosas que es importante en toda traducción, pero al que, al
menos teóricamente, no se le ha prestado apenas la necesaria atención. Se
trata de la importancia de las palabras en diferentes lenguas, de su status en el
contexto, el cual varía independientemente del significado de la palabra
individual. El alemán «schon»[32] significa lo que el inglés «already». Pero
«already» es mucho más pesado, lleva más carga que «schon». En general, si
no se pone un acento especial en el punto del tiempo inesperadamente
temprano, «ya estoy aquí»[33] no se traducirá por «I am already here», sino
por «Here am I»; en los países anglosajones los alemanes pueden fácilmente
reconocerse entre sí por el demasiado frecuente uso de already. Pero tales
distinciones tampoco deberían pasarse por alto en expresiones menos
formales, en sustantivos de contenido concreto. «Velada» es más pesado que
«soirée», carece de la evidencia que la palabra francesa tiene en francés, del
mismo modo que las formas sociales en general no son tan evidentes, tan
segunda naturaleza, como más allá de las fronteras occidentales. La palabra
«velada» comporta algo de forzado, de artificial, como si fuese la imitación
de una soirée, no ésta misma; por eso es preferible el extranjerismo. Pero si
simplemente se quisiera decir «reunión»[34], ciertamente las relaciones de
peso serían más o menos correctas, aunque algo esencial al contenido de la
palabra francesa, la referencia a la noche, se perdería; igualmente también la
referencia al carácter hasta cierto punto oficial del acontecimiento.
El extranjerismo es mejor siempre que, por la razón que sea, la traducción
literal no sea literal. En un pasaje un poco posterior (p. 201), «sexo»[35]
significa «género»[36]. Pero esta palabra alemana es de un perímetro
considerablemente más amplio que la latina; incluye lo que en latín significa
«gens», el clan. Y sobre todo: es mucho más patético que el extranjerismo,
menos sensual se podría decir. El amor de género no es idéntico al sexual,
sino que deja margen a un elemento erótico con el que la expresión «sexual»
subraya un cierto contraste. Cuando en su intento de explicar el concepto de
lo sexual y distinguirlo del más general y menos ofensivo concepto de amor,
Freud llama la atención sobre lo «indecente», lo prohibido, no se piensa sin
más en la palabra alemana para «género»; pero sí en el extranjerismo. Sin
embargo, esto prohibido es esencial en el pasaje en cuestión.
El problema detrás de la expresión «gente de la society»[37], que yo elegí
por un influyente grupo de figuras en la novela de Proust (pp. 201-202),
plantea una paradoja. Pues en alemán, como en inglés, «society» tiene un
doble significado: el de la sociedad como un todo, tal como por ejemplo
constituye el objeto de la sociología, y el de la llamada buena sociedad, la de
los que son aceptados, la aristocracia y la gran burguesía. La envarada «gente
de la sociedad»[38] habría sido por lo menos no completamente clara; se
habría podido pensar en gente de una sociedad acabada de reunir. «Gente de
sociedad»[39] sería totalmente imposible. Además, por comparación con
«society», el alemán «la sociedad»[40] tiene algo de análogamente convulso,
artificial, como «velada» por comparación con «soirée»: el título «De la
sociedad»[41] sobre una columna en una revista de mujeres parece por
comparación con la «society column»[42] una imitación insensatamente
pergeñada. Para resaltar el matiz que me interesaba tuve que emplear
«society», siguiendo el lenguaje coloquial alemán. Aunque la expresión
inglesa es en sí tan equívoca como la alemana, en alemán adquiere aquella
determinidad de que carece la palabra nativa; por no decir nada de un aura
que percibe cualquiera que entienda cómo hace Proust parlotear a su Odette.
Luego la expresión «contingente»[43] (p. 203), sin duda no naturalizada en
alemán e incomprensible para muchísimos oyentes, deriva de la filosofía. Su
uso plantea el problema de la terminología. «Contingente» significa
«azaroso»[44]; pero no lo azaroso individual, ni siquiera la contingencia
universal abstraída de esto, sino la contingencia como carácter esencial de la
vida. Así aparece, pues, la expresión también en mi texto: «Proust comparte
con la tradición de la gran novela la categoría de lo contingente…». Si en
lugar de eso se dijera la categoría de lo «azaroso», se perdería precisión; se
podría pensar, por ejemplo, que la novela en su conjunto o el modo de
presentación tuviera algo de azaroso. Sin embargo, la palabra «contingente»,
gracias a la tradición filosófica que le es inherente, significa lo que a modo de
clarificación añadí en la siguiente frase, la «vida desprovista de sentido, una
vida que el sujeto no redondea como cosmos». No hay traducción literal que
se ajuste a eso. Se puede discutir sobre si los términos filosóficos tienen
legitimidad fuera de lo que se conoce con el abominable nombre,
contradictorio con el asunto mismo, de filosofía técnica. Pero si se rechaza
este concepto de filosofía técnica, si se piensa la filosofía como un modo de
consciencia que no se deja imponer los límites de una específica disciplina
del conocimiento, entonces uno adquiere precisamente con ello también la
libertad de emplear expresiones originarias del ámbito filosófico allí donde el
uso no espera filosofía. Aquí, por supuesto, el empleo del extranjerismo que,
por su origen en una lengua extranjera, realmente apenas se entiende ya
correctamente, adquiere precisamente ese carácter desesperado y provocativo
que en libertad debe querer quien no quiera convertirse en víctima ingenua de
su rama académica.
De la tradición filosófica, en particular de la kantiana, deriva también la
palabra «espontaneidad»[45] (p. 203). Tanto es lo en ella comprimido, que
ninguna traducción haría lo que ella hace sin amplia paráfrasis; pero a
menudo un texto literario requiere una palabra y evita la paráfrasis porque
ésta perturbaría la distribución de acentos. Eso determinó mi elección. Aun
cuando quien carezca de entrenamiento filosófico entrenado no tenga
presente todo lo que en sí alberga el término «espontaneidad», yo no me pude
sustraer del todo a la convicción de que tales términos conservan una cierta
fuerza de sugestión; también para quien no se traslucen completamente
comportan algo de la riqueza que objetivamente se esconde en ellos. En
primer lugar y ante todo, «espontaneidad» significa la capacidad de hacer,
producir, generar; pero por otra parte que esta capacidad es involuntario, no
idéntica con la voluntad consciente de cada individuo. Salta sin más a la vista
que esta duplicidad en el concepto de «espontaneidad» no aparece en ninguna
palabra alemana. De lo que en el pasaje en cuestión se trata es de los celos,
que transforman el amor en una relación de posesión y hacen por tanto de la
amada una cosa: por eso los celos violan la «espontaneidad» del amor. Decir
en cambio que violan la «involuntariedad» carecería de sentido, y tampoco
«inmediatez», en sí más cercana ya al asunto, bastaría, pues, como nadie
sabía mejor que Proust, todo amor contiene elementos mediados. Tenía, pues,
que quedarse en «espontaneidad». Si se elogia a una persona por haberse
comportado espontáneamente en una situación, eso describe su
comportamiento más contundentemente que todos los circunloquios que
busqué.
Lo que en general determina la elección de extranjerismos es la necesidad
de concisión. La compacidad y la compresión como ideal de la exposición, la
omisión de lo evidente, el silencio sobre lo ya impuesto por la fuerza en el
pensamiento y que por tanto no se ha de repetir verbalmente, todo eso es
incompatible con perífrasis o circunloquios profusos que muchas veces serían
necesarios si se quisiese evitar extranjerismos y sin embargo no sacrificar
nada de su sentido. Yo he hablado de «autenticidad»[46] (p. 205) en
conexión con Proust y también en otras ocasiones. Es una palabra no sólo
inusual; el significado que asume en el contexto en que la empleé no está de
ningún modo completamente asegurado. Debería ser el carácter de las obras
lo que les confiriera a éstas un compromiso objetivo, una trascendencia sobre
la contingencia de la expresión meramente subjetiva, al mismo tiempo que un
amparo social. Si yo simplemente hubiese dicho «autoridad»[47], es decir, un
extranjerismo al menos adoptado, con ello por cierto habría quedado indicada
la violencia que tales obras ejercen, pero no el momento de la justificación de
ésta en base a una verdad que en último término remite al proceso social. Se
habría perdido aquella distinción para mí importante entre lo amparado por su
contenido y lo que ha usurpado su lugar mediante la violencia. Ahora bien,
ciertamente se habría podido disponer de una palabra hoy en día muy popular
en Alemania: «validez»[48]. Aquí, sin embargo, se ha de tener en cuenta que
a las palabras les es propio no sólo un status en el contexto, sino también
histórico. La palabra «válido»[49] se encuentra hoy en día totalmente
comprometida por figuras como «enunciado válido»[50]. En ella se hace
evidente una cierta clase de nuclearidad, de cualidad afirmativa entre solemne
y llana que desempeña un pernicioso papel en la ideología contemporánea. A
ningún precio habría podido yo dejarme envolver en eso. Uno no puede
atacar la jerga de la autenticidad[51] y al mismo tiempo hablar de obras
válidas, en cuyo concepto resuenan nociones tanto de una intransferible vieja
verdad como en último término también del reconocimiento público.
Ciertamente, no cabe esperar que todas estas complejas consideraciones y
reflexiones críticas, cuya comunicación habría hecho perder completamente
el equilibrio a un texto dirigido al asunto, las condense la palabra
«autenticidad». Pero en la vacilación que produce se reavivan todos aquellos
conceptos en los que hace pensar y sin embargo se han evitado. Quizá
transmite más que una expresión más coloquial pero por ello menos adecuada
al asunto tratado. La esperanza de que de este modo se cumpla la intención
no está por tanto demasiado descaminada, pues esa «autenticidad» no es un
borrón aislado, sino que el contexto proyecta sobre la palabra mágica una luz
múltiplemente refractada. Con alguna habilidad literaria y suerte en el
extranjerismo se puede introducir lo que la palabra aparentemente menos
exótica nunca podría, pues arrastra demasiadas asociaciones propias como
para poder ser completamente asumida por la voluntad de expresión.
En mi intento por justificar los extranjerismos no podía pasar por alto la
crítica a la que hoy en día se exponen ni adoptar un punto de vista que fuera
tan rígido como suele ser el de los oponentes. Incluso el escrito que se figura
ocuparse puramente del asunto y no de su comunicación puede cegarse a los
cambios históricos a los que el uso comunicativo somete al lenguaje mismo.
Tiene por así decir que formular al mismo tiempo desde dentro y desde fuera.
Esta contradicción afecta también a su relación con los extranjerismos. Aun
allí donde le suenan objetivamente bien, debe sentir lo que les ocurre en la
sociedad actual. En ésta a menudo pueden convertirse en conchas vacías,
como sería la palabra «autenticidad» cuando se la considera puramente para
sí. Tampoco el ser-en-sí del lenguaje es independiente de su ser-para-otros.
Pero la ceguera para esto de la que el escritor que en general se toma el
lenguaje serio tiene necesidad puede convertirse en la estupidez de quien se
imagina seguro en posesión de medios puros cuando, precisamente por su
pureza, éstos ya no valen para nada. El de los extranjerismos es
verdaderamente un problema, y eso no es simplemente una frase. Lo que
demostré con el modelo de la palabra «autenticidad», con la que no me siento
muy cómodo y de la que sin embargo no puedo prescindir, vale sin duda para
el uso de todos los extranjerismos: sobre éste no decide ninguna concepción
lingüística del mundo, ningún abstracto pro y contra, sino un proceso de
innumerables impulsos, inervaciones y reflexiones mutuamente imbricados.
La limitada consciencia del escritor individual tiene poco control sobre hasta
qué punto tiene éxito este proceso. Pero éste es ineludible: repite, por más
que inadecuadamente, aquel proceso que socialmente recorren todos los
extranjerismos como tales y aun el lenguaje mismo, y en el que el escritor
sólo interviene para hacer cambios en la medida en que al mismo lo reconoce
como algo objetivo.
[1] Gertrud von Holzhausen: escritora y traductora alemana, colaboradora ocasional de Adorno en
alguno de sus trabajos como editor. [N. del T.]
[2] «rancune»: «rencor o despecho». [N. del T.]
[3] «Ressentiment»: «Resentimiento». [N. del T.]
[4] «Zelotentum»: «Fanatismo». [N. del T.]
[5] «Paränese»: «Parénesis». [N. del T.]
[6] Habacuc (s. VII-VI a.C.): uno de los doce profetas judíos menores, autor del libro de la Biblia
que lleva su nombre en ca. 597-594. [N. del T.]
[7] Hanno Buddenbrook: protagonista de la novela Los Buddenbrook (1901), de Thomas Mann. [N.
del T.]
[8] «Bosque Occidental» [«Westerwald»]: macizo montañoso-boscoso rodeado por las ciudades de
Colonia, Bonn, Coblenza, Wiesbaden, Frankfurt y Siegen. [N. del T.]
[9] Friedrich Hebbel (1813-1863): dramaturgo alemán. Analista objetivo de la realidad, en su teatro
describe el conflicto entre la moral individual y un medio social mediocre de un modo que anticipa en
muchos aspectos a Ibsen. Es asimismo autor de una trilogía sobre los Nibelungos. [N. del T.]
[10] «Portier»: «Portero». [N. del T.]
[11] «eine rekommendierte Brief»: «una carta certificada». [N. del T.]
[12] El difícil [Der Schwierige]: comedia vienesa (1921) de Hugo von Hoffmannsthal. [N. del T.]
[13] «La jerga de la autenticidad»: véase supra, «El ensayo como forma», nota de traductor de la p.
16. [N. del T.]
[14] «Auftrag, Begegnung, Aussage, Anliegen»: «Misión, encuentro, mensaje, propósito». [N. del T.]
[15] Wurlitzer: firma americana de constructores y vendedores de instrumentos, fundada en 1853.
Una de sus especialidades más importantes han sido los instrumentos automáticos (como, desde 1934 a
1974, el fonógrafo a monedas o juke-box) y los órganos eléctricos de lengüetas (desde 1947). [N. del
T.]
[16] Gottfried Benn (1886-1956: escritor alemán. Sus primeros poemarios describen con violencia y
cinismo expresionistas un mundo desgarrado, absurdo, y denuncian el mito del progreso oponiéndole el
espectáculo de una sociedad decadente. Discípulo de Nietzsche, trató de superar el nihilismo. En 1937
se adhirió al nacionalsocialismo creyendo encontrar ahí una renovación que, más allá del racionalismo
y el funcionalismo, sacara al país de su estado de anquilosamiento. [N. del T.]
[17] En esta frase, el término «Sache» se utiliza en su doble sentido de «cosa» y de «causa». [N. del
T.]
[18] «suspendiert». [N. del T.]
[19] «ausser Kraft gesetzt». [N. del T.]
[20] «ausser Aktion setzen». [N. del T.]
[21] «Disparatheit». [N. del T.]
[22] «völlige Auseinanderweisen». [N. del T.]
[23] «designiert». [N. del T.]
[24] «bezeichnet». [N. del T.]
[25] «geplannt». [N. del T.]
[26] «ratifizierte». [N. del T.]
[27] «bestätigen». [N. del T.]
[28] Plural del latín «imago», imagen. [N. del T.]
[29] «Bilder». [N. del T.]
[30] «Urbilder». [N. del T.]
[31] «Abendgesellschaft»: literalmente, «sociedad nocturna». [N. del T.]
[32] «ya». [N. del T.]
[33] «hier bin ich schon». [N. del T.]
[34] «Gesellschaft»: por lo general, «sociedad». [N. del T.]
[35] «Sexus». [N. del T.]
[36] «Geschlecht». [N. del T.]
[37] «society-Leute». [N. del T.]
[38] «Leute aus der Gesellschaft». [N. del T.]
[39] «Gesellschaftsleute». [N. del T.]
[40] «die Gesellschaft». [N. del T.]
[41] «Aus der Gesellschaft». [N. del T.]
[42] En inglés, literalmente «columna de sociedad»; más corrientemente, en español «ecos de
sociedad». [N. del T.]
[43] «kontingent». [N. del T.]
[44] «zufällig». [N. del T.]
[45] «Spontaneität». [N. del T.]
[46] «Authentizität». [N. del T.]
[47] «Autorität». [N. del T.]
[48] «Gültigkeit». [N. del T.]
[49] «gültig». [N. del T.]
[50] «gültige Aussage». [N. del T.]
[51] «Eigentlichkeit». Cfr. supra «El ensayo como forma», nota de traductor de la p. 16. [N. del T.]
Rastros de Bloch
Sobre la nueva edición ampliada de 1959
El título Rastros moviliza en favor de la teoría filosófica experiencias de
lectura de historias indias. Una rama rota, una impronta en el suelo hablan al
ojo experto infantil, que no se limita a lo que todos ven, sino que especula.
Aquí hay algo, aquí se oculta algo, en medio de la normal, banal
cotidianeidad: «Algo se mueve» (15)[1]. Qué sea nadie lo sabe muy bien, y
por una vez Bloch habla con la escuela de la gnosis de que quizá aún no
existe, sólo deviene, pero il y a quelque chose qui cloche[2], y cuanto más
desconocido el origen del rastro, tanto más insistente la sensación de que es
precisamente esto. A esto se agarra la especulación. Como burlándose de la
fenomenología serena, en lo científico circunspecta, es eso lo que busca como
fenómeno aconceptual y experimenta a tientas con la interpretación.
Infatigable, la mariposa filosófica revolotea ante el cristal de la luz. Las
enigmáticas figuras de lo que Bloch llamó una vez la forma de la pregunta
inconstruible deben cristalizar en lo que en el lapso de un segundo sugieren
como su solución propia. Rastros deriva de lo indecible de la infancia que
una vez lo dijo todo. En el libro se cita a muchos amigos. Se podría apostar a
que son los de la pubertad, parientes de Ludwigshafen[3] de los amigos
íntimos de Brecht en Augsburgo, de George Pflanzelt y Müllereisert[4]. Son
adolescentes que fuman su primera pipa como si fuera la de la paz eterna:
«Maravillosa es la caída de la tarde, / y bellas son las charlas de los hombres
entre sí»[5]. Pero son los hombres de la ciudad de Mahagonny en una
América soñada, junto con Old Shatterland y Winnetou[6] en la banda de
ladrones de Würzburg de Leonhard Frank[7], un olor más picante entre las
tapas del libro que incluso junto al río abundante en peces o en la taberna
llena de humo. El adulto que recuerda todo esto quiere llevar a la victoria a
los peones que otrora jugó sin por ello traicionar la imagen de éstos ante la
demasiado adulta razón; casi todas las interpretaciones primero asimilan la
racionalista y luego la socavan. Las experiencias son tan poco esotéricas
como el sobrecogimiento que en un tiempo produjo el sonido de las
campanas navideñas y que nunca se puede eliminar del todo: lo que es aquí y
ahora no puede serlo todo. Lo prometido se da, aunque sea mentira, como
garantizado a la manera en que por lo demás únicamente sucede en las
grandes obras de arte, de las que el libro de Bloch, nada paciente con la
cultura, no quiere saber gran cosa. Bajo la presión de su forma, toda felicidad
es aún demasiado poco, propiamente hablando ni siquiera lo es en general,
una felicidad: «También aquí crece algo más tropical que lo que ya permiten
las latitudes conocidas de nuestro sujeto (y del mundo); tanto el miedo
excesivo como la alegría “infundada” han ocultado su causa. Están ocultos en
el hombre y aún no han salido al mundo; la alegría es lo que menos ha salido
y sería lo principal» (169). La promesa de ésta sería lo que la filosofía de
Bloch, armada con el arpón de abordaje del pirata literario, querría arrancar a
la pequeña burguesía, a la seguridad muelle, rechazando lo que aquélla quiere
al aquí y ahora, proyectando lo más próximo sobre lo no sido y supremo. La
bipartita felicidad goethiana, la de lo cercano más próximo y la de lo alto más
elevado, se dobla hasta romperse; la de lo cercano más próximo únicamente
lo es si significa la de lo alto más elevado, y lo alto más elevado no está en
ninguna parte sino en lo cercano más próximo. El gesto expansivo quiere ir
más allá de los límites que le fija el origen en lo cercano más próximo, en la
inmediata experiencia humana individual, la contingencia psicológica, el
mero humor subjetivo. La arrogancia del iniciado se desinteresa por lo que el
asombro permanente dice sobre el asombrado y se vuelve hacia lo que se
proclama en el asombro, indiferente a cómo el pobre y falible sujeto llegó a
esto: «La cosa en sí es la fantasía objetiva» (89). Pero su misma falibilidad se
incorpora a la construcción. La inadecuación de la consciencia finita hace de
lo infinito, de lo que ella debe sin embargo participar, algo incierto y
enigmático, pero es confirmada como coactiva y determinada, pues su
inadecuación no es nada más que esa inadecuación subjetiva.
El pensamiento que sigue Rastros es narrativo como el modelo apócrifo
cuya luminosa calcomanía, la historia de aventuras del viaje al fin utópico,
querría Bloch producir. Bloch es movido a la narración tanto por su
concepción como por su natural. Sería entenderla mal leer la narración de
Bloch simplemente como parábola. La univocidad de ésta la privaría de aquel
color que según su óptica figura tan poco en el espectro como el rojo
trompeta en una de las geniales novelas de intriga de Leo Perutz[8]. Por el
contrario, mediante la aventura y el acontecimiento extraordinario querría
construir esa verdad que no se tiene en el bolsillo. Las interpretaciones
convincentes son raras; se presenta ésta o la otra como para los oyentes de un
cuento de hadas de Hauff[9] sentados en torno a uno venido de aquel oriente
del sur de Alemania donde hay una ciudad llamada Backnang[10] y un giro
lingüístico como «ha no»[11]; progresando por supuesto en un movimiento
del concepto que no niega a Hegel pero sabe muy bien lo que se hace. Más
allá de la brecha entre algo concreto que, sin embargo, no representa sino lo
concreto y un pensamiento que se eleva por encima de la contingencia y
ceguera de esto pero olvidando lo que de mejor tiene, retumba el sonido de
quien tiene que proclamar enfáticamente algo especial, que sería distinto a lo
siempre igual. El tono narrativo ofrece la paradoja de una filosofía ingenua;
la infancia, inalterable a través de todas las reflexiones, transforma aun lo
más mediado en lo inmediato, que es lo que se relata. Esta afinidad con lo
objetual, en primer lugar con los estratos de material desprovistos de sentido,
pone a la filosofía de Bloch en contacto con lo inferior, rechazado por la
cultura, abiertamente abominable, donde ella, producto tardío de la
Ilustración antimitológica, espera encontrar aún la salvación. Globalmente se
la podría definir como la del arrojado a las grandes ciudades, a la manera del
pobre B. B.[12], que cuenta tardíamente lo que nunca se ha podido contar. La
imposibilidad de la narración misma, que condena a los descendientes de la
épica a lo kitsch, se convierte en expresión de lo imposible que debe contarse
y definirse como posibilidad. En el instante en que uno toma asiento, se
concede algo al narrador, sin saber si éste satisface las expectativas. Se le
debe, pues, hacer alguna concesión a tal filosofía en cuanto oral, no escrita.
El gesto narrativo impide la producción responsable de textos, y sólo para
quien lee los de Bloch no como textos son éstos elocuentes. El flujo del
pensamiento narrativo arrastra todo lo que, incluido lo humano, comporta,
más allá de la argumentación, un filosofar en el que en cierto sentido no se
piensa en absoluto; eminentemente maligno, en absoluto brillante en el
sentido escolástico. Lo que reverbera en la voz narrativa no es para ésta un
material de reflexión, sino lo que se le asemeja, a ésta, incluido y
precisamente aquello que ella no penetra y funde estilizándolo; preguntar de
dónde han surgido las narraciones o lo que el narrador se propone con ellas
sería necio a la vista de su intención de un anonimato segundo, de
desaparecer en la verdad. «Si esta historia no es nada, dicen los cuentistas en
África, pertenece al que la ha contado; si es algo, pertenece a todos nosotros»
(158). La crítica de esto no puede tampoco, pues, censurar defectos como si
fueran lo corregible de un individuo, sino que debe deletrear las heridas de la
filosofía de Bloch como el delincuente de Kafka las suyas[13].
Pero esta voz narrativa no es de ningún modo auténtica a la manera en que
se entiende el cliché. El oído de Bloch, extraordinariamente refinado aun en
medio de su turbulenta prosa, nota con precisión lo poco que de lo que podría
ser de otro modo se captaría en ese probo concepto, el de la pura identidad
consigo mismo. «Una historia tierna, sentimental, con la ranciedad
crepuscular del siglo XIX, con toda la buhonería que requiere el motivo
romántico de la separación. Su fluctuación adquiere los colores más puros en
el sentimiento semiauténtico; la misma separación es sentimental. Pero
sentimental con profundidad, es un trémolo indistinto entre la apariencia y la
profundidad» (90). Este trémolo sobrevive en los grandes artistas populares
de una época que ya no soporta el arte popular; la voz de Alexander
Girardi[14] se hizo tan excesiva, quejicosa, insincera como la miseria
lloriqueante; su autenticidad era la inautenticidad, la no-domesticidad y el eco
de la propia imposibilidad. Precisamente a las masas, no siempre por su bien,
son a las que conmueve la expresión exagerada cuyo exceso recuerda al
mediocre lo que importaría. Así, una sirvienta varió el «La vida está
odiosamente organizada» de Scheffel[15] en «horriblemente organizada».
Como este trompetero tañe su instrumento Bloch. La filosofía ingenua elige
el incógnito del fanfarrón, del músico de taberna con bajos falsos que, pobre,
irreconocido, hace saber a los asombrados que le pagan un vaso de cerveza
que él en realidad es Paderewski[16]. Una de las intuiciones filosóficohistóricas a las que Bloch debe su fama incendia esta atmósfera: «También el
joven músico Beethoven, que de repente supo o afirmó que era un genio
como no había otro más grande incurrió en un fraude del más chocarrero
estilo cuando se consideró el igual de ese Ludwig van Beethoven que todavía
no era. Se sirvió de este cheque sin fondos para convertirse en Beethoven, de
la misma manera que jamás nada grande se habría producido sin la audacia e
incluso insolencia de tales anticipaciones» (47).
Lo mismo que el músico de taberna, la filosofía en cuanto buhonería ha
conocido días mejores. Desde que fanfarroneaba de poseer la piedra filosofal
y estar en un secreto que debe permanecer eternamente oculto para la
multitud, contiene un elemento de charlatanería. Bloch la absuelve de esto.
Rivaliza con el voceador de la no olvidada feria anual, resuena como una
pianola en el restaurante aún vacío que espera a los clientes. Desdeña la pobre
inteligencia que oculta todo eso e invita a aquella excluida por la elevada
filosofía idealista. La exageración oral reconoce correctivamente que ella
misma no sabe lo que dice; que su verdad es no verdad según el criterio de lo
que es. El tono triunfal del narrador resulta inseparable del contenido de su
filosofía, la salvación de la apariencia. En el espacio vacío entre ésta y lo que
meramente es anida la utopía de Bloch. Quizá lo que él pretende, una
experiencia que todavía no ha sido recompensada con ninguna experiencia,
no puede en general pensarse más que de manera extrema. La salvación
teórica de la salvación de la apariencia es al mismo tiempo la propia defensa
de Bloch. Esto lo asemeja radicalmente a la música de Mahler.
Lo que del conjunto del idealismo alemán ha quedado es una especie de
estrépito que embriaga al Bloch melómano wagneriano. Las palabras se
calientan como si una vez más hubieran de enardecerse en el mundo
desencantado; como si la promesa oculta en ellas se hubiera convertido en el
motor del pensamiento. De vez en cuando, Bloch se embrolla con «todo lo
fuerte» (39), se entusiasma con la «batalla abierta y colectiva» que «forzará
[al destino] a ser el nuestro». Esto desentona con el tenor antimitológico, con
el proceso de revisión de Ícaro en cosas a las que éste aspira. Pero su impulso
contra el derecho de la perennidad del destino y del mito, contra el enredo en
el contexto natural, se nutre de éste mismo, de la fuerza de una pulsión a la
que pocos filósofos han dejado hablar tan libremente. Lo que Bloch dice
sobre la irrupción de la trascendencia no es espiritualista. Él no quiere
espiritualizar la naturaleza, sino que el espíritu de la utopía querría producir
el instante en el que la naturaleza, en cuanto pacificada, estaría ella misma
libre del dominio, no habría más menester de ésta y crearía el espacio para lo
que sería distinto a ella.
En Rastros, que parte de la experiencia de la consciencia individual, la
salvación de la apariencia tiene su sentido en lo que el libro sobre la
utopía[17] llamaba el encuentro con el yo. El sujeto, el hombre, no es todavía
él mismo; aparece como algo irreal, algo que todavía no ha salido de la
posibilidad, pero también como reflejo de lo que podría ser. La idea
nietzscheana del hombre como algo que se ha de superar se transforma en lo
no violento: «pues el hombre es algo que todavía se ha de encontrar» (32). La
mayoría de los relatos contenidos en el volumen tratan de la no identidad del
hombre consigo, con una mirada de reojo plena de comprensión a los
vagabundos, a los jóvenes de los cuentos de hadas, a los estafadores de alto
vuelo y a todos los que se dejan arrastrar por el sueño de una vida mejor:
«Aquí se trata mucho menos de interés propio que de vanidad, insaciable
amor propio y locura. Si el amor propio adopta formas aristocráticas, no es
para pisotear a los inferiores como hace el parvenu o bien el sirviente
convertido en amo; propiamente hablando, tampoco se afirma la aristocracia,
el seigneur por autosugestión no tiene consciencia de clase» (44). Por el
contrario, la utopía se sacude las cadenas de la identidad: en ella barrunta la
injusticia de ser esta y precisamente esta persona. En el nivel de este libro
escrito hace treinta años, Bloch yuxtapone voluntaria y directamente dos
aspectos de tal no identidad. El uno es el materialista: en una sociedad
universal basada en el intercambio los hombres no son ellos mismos sino
agentes de la ley del valor; pues en la historia hasta ahora, que Bloch no
dudaría en llamar prehistoria, la humanidad ha sido objeto, no sujeto. «Pero
nadie es lo que dice ser, menos aún lo que representa. Y ciertamente todos
son no demasiado poco sino demasiado desde el origen para en lo que se han
convertido» (33). El otro aspecto es el místico: el yo empírico, el psicológico,
incluso el carácter, no es el yo supuesto para cada persona, el nombre secreto
con el que únicamente tiene que ver la idea de salvación. El símil favorito de
Bloch para el yo místico es la casa en la que uno está consigo mismo, dentro,
ya no alienado. No se ha de tener seguridad, nada de estado mental[18]
ontológicamente ornado en el que se podría vivir, sino una nota bene sobre
cómo debería ser y no es. La complicidad de Rastros con la felicidad no se
hace firme en la positividad de ésta, sino que la mantiene abierta a una que
sólo se promete; y toda felicidad positiva resulta sospechosa de deslealtad.
Tal dualismo se expone sin protección a la objeción. La inmediatez del
contraste entre el yo metafísico y el social que está por producir no se ocupa
del hecho de que todas las determinaciones de ese yo absoluto procedan del
círculo de la inmanencia humana, el social; al hegeliano Bloch sería fácil
convencerlo de interrumpir en el punto central la dialéctica con un golpe de
mano teológico. Pero la consecuencia apresurada pasaría por alto la dialéctica
en general, sin negarse a sí misma en cierto punto, es posible; incluso la
hegeliana tenía su «máxima» encapsulada, la tesis de la identidad. En todo
caso, el golpe de mano de Bloch le faculta para un modo de proceder del
espíritu que por lo demás no suele expandirse en el clima de la dialéctica, la
idealista tanto como la materialista: nada que sea se idoliza en virtud de su
necesidad, la especulación ataca a la necesidad misma como una figura del
mito.
El hecho de que en Rastros narración y comentario giren en torno a la
apariencia deriva del hecho de que no se respeta la frontera entre finito e
infinito, entre fenoménico y nouménico, entendimiento limitado y creencia
desvinculada. Detrás de cada palabra se encuentra la voluntad de perforar el
bloque que entre consciencia y cosa en sí interpone desde Kant el common
sense; la misma sanción de esta frontera es atribuida a la ideología en cuanto
expresión de la conformidad de la sociedad burguesa con el mundo por ella
instituido, reificado, el mundo para sí, el de las mercancías. Esa fue la
coincidencia teórica de Bloch y Benjamin. Arrancando por pura ansia de
libertad los hitos fronterizos, el primero escapa a la rígida «diferencia
ontológica», habitual en la filosofía de este país, entre esencia y mera
existencia. Reasumiendo motivos del idealismo alemán y en último término
de Aristóteles, lo existente mismo se convierte en una fuerza, una potencia,
que tiende a lo absoluto. La tendencia de Bloch a la buhonería tiene, si se
puede decir así, sus raíces sistemáticas en la connivencia con lo inferior en
cuanto lo materialmente informe tanto como lo que socialmente ha de
soportar el peso. Sin embargo, lo superior, la cultura, la forma, lo que Bloch
llama la «polis», está para él desesperadamente imbricado con el dominio, la
opresión, el mito, la verdadera superestructura: únicamente lo rechazado
contiene el potencial de lo que estaría más allá. Por eso busca él en lo kitsch
aquella trascendencia a la que la inmanencia de la cultura veda el paso. Su
pensamiento funciona como correctivo del contemporáneo no en último lugar
porque no se ufana ante la facticidad. Se separa de la costumbre neoalemana
de clasificar el ser como rama de la filosofía y por tanto condenar a ésta a la
irrelevancia de un formalismo resurrecto. Tampoco, sin embargo, contribuye
a la degradación del pensamiento a mera instancia de ordenación
reconstructiva. Lo inferior ni se volatiliza ni, como en el pensamiento
clasificatorio, se cubre y abandona al punto, sino que se lo arrastra como a los
elementos temáticos en no poca música. La esfera de ésta ocupa en su
pensamiento tanto espacio como en casi cualquiera precedente, incluidos
Schopenhauer y Nietzsche. Resuena en él como una orquesta de estación
ferroviaria en los sueños; el oído de Bloch tiene tan poca paciencia con la
lógica técnico-musical como con la elección estética. Entre el placer infantil
por el tiovivo y su salvación metafísica no hay tampoco ninguna transición,
ninguna «mediación». «Ante todo, cuando el navío con la música llega;
entonces se oculta en lo kitsch (lo no pequeñoburgués) algo del júbilo de la
resurrección (posible) de todos los muertos» (165). Aun en tales atrevidas
extrapolación se presupone tácitamente la crítica de Kant por parte de Hegel:
que poner límites es siempre trascenderlos; que, para limitarse a sí misma
como finita, la razón debería ser ya dueña de lo infinito en cuyo nombre se
limita. La corriente principal de la tradición filosófica separa lo
incondicionado del pensamiento, pero quien no nada aquí no querría privarse
de su conocimiento: por mor de su realización. No se somete resignado. El
«Se ha cumplido»[19] de la escena final de Fausto, la idea kantiana de la paz
perpetua como posibilidad real, planea sobre el elemento crítico de la
filosocía como aplazamiento y negación. Este pensamiento presenta la
consumación según el modelo de una Ôηδον′η física, no como tarea o idea.
En tal medida en antiidealista y materialista. Su materialismo impide la
construcción hegeliana de una identidad, por más que mediatizada sin fisuras,
entre sujeto y objeto, la cual exige que en último término toda objetividad se
asimile en el sujeto, se reduzca a mero «espíritu». Aun negando
heréticamente la frontera, Bloch sigue insistiendo, contra el idealismo
especulativo de Hegel, en la diferencia irreconciliada entre inmanencia y
trascendencia, tan poco inclinada a la mediación en el proyecto a gran escala
como en la interpretación particular. El aquí se define históricomaterialistamente, el más allá se rompe según los rastros que aquí se
encontrarían. Sin pulir, Bloch filosofa a la vez utópica y dualistamente. Como
la utopía no la concibe en la construcción metafísica del absoluto sino con ese
carácter drástico de la teología por el que la hambrienta consciencia de los
vivos se siente engañada por el consuelo de la idea, él no puede captarla más
que como ilusoria. Ni es ni no es verdadera: «Aun el espejismo más evidente
al menos imita o anticipa con perverso aplomo, de manera mentirosa, un
brillo que de algún modo debe hallarse en la tendencia de la vida, en sus
meras pero en todo caso dadas “posibilidades”; pues en sí mismo el
espejismo es estéril, sin palmeras no habría siquiera fata morgana en la
lejanía espacio-temporal» (240).
Las experiencias iniciales que Bloch presenta son bastante plausibles:
«Cuando se duermen la mayoría se vuelve hacia la pared, aunque con ello
dan la espalda a la habitación oscura, que se vuelve extraña. Es como si la
pared de repente ejerciera una atracción y paralizara la habitación, como si el
sueño descubriera en la pared algo normalmente reservado sólo a la muerte
natural. Es como si, además de las contrariedades y los extraños, también el
sueño preparase para morir; entonces la escena parece sin duda ofrecer otro
aspecto, abre la apariencia dialéctica de la patria. En efecto, un agonizante al
que salvaron en el último instante dio de esto la siguiente explicación: “Me
volví hacia la pared y sentí que lo que había ahí fuera, en la habitación, no era
nada, ya no me afectaba para nada, sino que era en la pared donde iba a
encontrar lo que me importaba”» (163). Pero el mismo Bloch llama al secreto
de la pared apariencia dialéctica. No cede a la tentación de tomarse esa
iluminación al pie de la letra. Sólo que para él la apariencia no es ilusión
psicológica, subjetiva, sino objetiva. Su plausibilidad debe por el contrario
garantizar que, como sucede en Benjamin y también en Proust, las
experiencias más específicas, que se pierden por entero en lo particular, se
transformen en universalidad. Lo que inspira el hilo narrativo de la filosofía
de Bloch es el presentimiento de que tal transformación se les escapa de las
manos a las mediaciones dialécticas. En la misma medida en que su
contenido dialéctico se sabe en deuda con la dialéctica, es antidialéctico ese
hilo. Se narra lo que es ahí, por más que no sea tampoco sino futuro; la forma
ignora el devenir que el contenido anuncia, sólo intenta, por así decir, emular
su tempo. Pero la posibilidad de cumplir lo prometido sigue siendo incierta,
como nunca lo fue más que en el materialismo dialéctico. Bloch es teólogo y
socialista, pero no un socialista religioso; lo que como sentido disperso, como
«destello» del fin mesiánico de la historia, acecha en la inmanencia no se
adscribe ni a ésta ni siquiera a su organización racional; el contenido
positivamente religioso no debe ni justificar lo que meramente es ni dominar
trascendentemente. Bloch es un místico en la paradójica unidad de teología y
ateísmo. Las mediaciones místicas en las que se produce la transmisión del
destello presuponen, sin embargo, contenidos doctrinales dogmáticos para
aniquilarlos mediante la interpretación: sean los judíos de la Torah como
texto sagrado o los cristológicos. Sin reivindicación de un núcleo de
revelación, la mística se expone como mera reminiscencia cultural. A la
filosofía de la apariencia de Bloch, para la que tal autoridad está
irremisiblemente perdida, la intimida esto tan poco como los epígonos
místicos de las grandes religiones en su fase final ilustrada; él no postula la
religión a partir de la filosofía religiosa. La especulación se refleja en el
dilema en que por tanto incurre ésta. Pero prefiere acomodarse, prefiere
reconocerse a sí misma como apariencia, a resignarse al positivismo o a la
positividad de la fe. La vulnerabilidad que a propósito subraya es
consecuencia de su contenido. Si éste fuera puramente construido y
presentado, se escamotearía la apariencia en que aquélla tiene su propio
elemento vital.
Se le puede reprochar fácilmente que no permita que lo condicionado
reconozca lo incondicionado: ella misma no es inmune a ese elemento
apócrifo que su intención se jacta de explotar. Lo que se narra se consume en
la narración; la ignición del pensamiento no pensado es el cortocircuito. Es
por eso, no por una falta de fuerza intelectual, por lo que las interpretaciones
de lo narrado quedan en muchos respectos por detrás de esto, como un
sermón antinómico sobre el texto: «Mirad, yo os daré piedras en lugar de
pan»[20]. Cuanto más alto apunta, tanto más su tensa voluntad refuerza el
sentimiento de futilidad. La mezcla de las esferas, no menos peculiar de esta
filosofía que la dicotomía de las esferas, le añade algo perturbador que
desafía todas las ideas establecidas de un puro en sí, todo platonismo. Por
más que Bloch quiera hacer coincidir lo más extremista y lo más trivial,
demasiado a menudo se abre un abismo entre ellos y lo más extremista se
convierte en trivial: «¿Está bueno? pregunté. Al niño todo le sabe mejor en
casa ajena. Pronto advierten lo que allí también falla. Y si las cosas fueran tan
bonitas en casa, no les gustaría tanto salir. A menudo no tardan en sentir que
aquí como allí es mucho lo que podría ser diferente» (9). Ésta es la doctrina
gnóstica de la insuficiencia de la creación como verdad de Perogrullo. La
comicidad involuntaria no perturba la soberanía de Bloch: «En todo caso, no
es siempre lo esperado lo que llama a la puerta» (161). Para esta filosofía la
cultura es demasiado poca cosa, pero a veces aquélla es menos que ésta y se
cae con todo el equipo. Pues así como no hay nada entre el cielo y la tierra de
lo que el psicoanlálisis no pudiera incautarse como símbolo sexual, así nada
hay que no sirva a una intención simbólica, como rastro blochiano, y este
todo limita con la nada. Nunca es Rastros más capcioso que cuando tiende a
lo oculto: una vez las incursiones en mundos inteligibles se convierten en
principio, no hay antídoto contra los sueños del visionario. Se cuentan
muchísimas historias supersticiosas; sin duda se subraya rápidamente la
pobreza de los chismes de portera sobre el mundo de los espíritus, pero no se
hace ninguna distinción teórica entre la intención metafísica y una metafísica
reducida al hecho. Sin embargo, algo habla en pro de Bloch aun cuando la
cursilería amenaza con devorar a su salvador. Pues una cosa es creer en
fantasmas y otra contar historias de fantasmas. Uno está tentado de creer que
en tales historias únicamente obtiene verdadero placer no quien no cree en
ellas, sino quien se abandona a ellas precisamente para gozar de la libertad
del mito. A eso apuntan tanto la reflexión de éste en el relato como la
filosofía de Bloch. Lo que queda de las historias de espíritus no creídas es
aquel asombro ante la insuficiencia del mundo no libre que él no se cansa de
parafrasear. Son un medio de expresión: la de la alienación.
Dando primacía a la expresión sobre la significación, preocupada no tanto
por que las palabras interpreten a los conceptos como por que los conceptos
pongan a las palabras en su sitio, la de Bloch es la filosofía del
expresionismo. Mantiene a éste en la idea de romper la superficie encostrada
de la vida. La inmediatez humana quiere hacerse oír sin mediación: como el
expresionista, el sujeto filosófico de Bloch protesta contra la reificación del
mundo. Él, lo mismo que el arte, no puede contentarse con dar forma a lo que
la subjetividad puede llenar, sino que piensa más allá de ésta y hace
transparente su inmediatez misma en cuanto socialmente mediada, alienada.
Sin embargo, en toda su obra él no extingue en tal transición, como hace su
amigo de juventud Lukács, el momento subjetivo en la ficción de un estado
de reconciliación ya alcanzado. Esto lo protege de una reificación de segundo
grado. Su inervación filosófico-histórica conserva el punto de vista de la
experiencia subjetiva aun allí donde teóricamente, en sentido hegeliano, la
supera. Su filosofía tiene una tendencia objetiva, pero su lenguaje es
inalterablemente expresionista. En cuanto pensamiento, no puede quedarse en
el puro sonido de la inmediatez, pero tampoco puede eliminar la subjetividad
en cuanto fundamento del conocimiento y órgano del lenguaje, pues no hay
ningún orden subjetivo de lo que es que incluya sustancialmente, sin
contradicción, al sujeto y cuyo lenguaje coincida en el propio de éste. El
pensamiento de Bloch no se ahorra la amargura de que en la hora presente el
paso filosófico más allá del sujeto es una regresión a lo presubjetivo y
favorece un orden colectivo en el que la subjetividad no es superada sino
meramente reprimida por una presión heterónoma. Su perenne expresionismo
responde discordantemente al hecho de que la reificación es perenne y de que
la supresión de ésta allí donde se la afirma se ha solidificado como mera
ideología. Las rupturas en su discurso son eco del toque de la hora que obliga
a una filosofía del sujeto-objeto a reconocer la continua ruptura entre sujeto y
objeto.
Su motivo más íntimo lo tiene en común con el expresionismo literario.
Hay una frase de Georg Heym[21] que dice: «Quizá podría decirse que mi
poesía es la mejor prueba de un país metafísico que extiende sus negras
penínsulas hasta bien adentro de nuestros efímeros días»; el mismo sin duda
cuya topografía esbozó la obra de Rimbaud. En Bloch se querría tomar al pie
de la letra la aspiración a una prueba tal, atrapar ese país con el pensamiento.
Por eso su filosofía es una metafísica diferente de la tradicional. No se la
podría reducir a la cuestión del ser, de la verdadera esencia de las cosas, de
Dios, la libertad y la inmortalidad, que por supuesto en ella aún resuena
también por todas partes, sino que querría describir o, según la expresión de
Schelling, «construir» el otro espacio: la metafísica como fenomenología de
lo imaginario. Una vez migrada a lo profano, la trascendencia se representa
como un «espacio». A éste es tan difícil distinguirlo de la buhonería
espiritista de la cuarta dimensión porque, desprovisto de cualquier momento
de lo que es, se convertiría en símbolo, la trascendencia de Bloch en idea; y,
por tanto, su filosofía en aquel idealismo de cuya cárcel él en principio estaba
destinado a evadirse. «Este espacio, me parece a mí, está siempre a nuestro
alrededor, aunque nosotros sólo podemos chupetear sus bordes y ya no
sabemos lo oscura que es la noche» (183). A él quieren llevar los «motivos de
la desaparición» de Bloch. La muerte se convierte en una puerta, como en
muchos instantes de Bach. «Incluso la nada que predican los no creyentes es
irrepresentable, en el fondo aun más oscura que lo que quedara» (196). La
obsesión de Bloch por lo imaginario como algo pese a todo existente
condiciona ese elemento curiosamente estático en medio de todo el
dinamismo, la paradoja del expresionista épico; también el exceso de materia
ciega, no procesada. En algunas ocasiones hace pensar más en Schelling que
en Hegel, más en una pseudomorfosis de la dialéctica que en ésta misma. La
dialéctica difícilmente accedería a una teoría de los dos mundos que a veces
recuerda la ontología de los estratos, la antítesis milenarista entre utopía
inmanente y trascendencia desvelada. Pero sobre la anécdota de un joven
trabajador que mata a un benefactor que le permite darse la buena vida
durante un tiempo y luego lo devuelve a la mina Bloch escribe: «¿La vida
que juega con nosotros no es diferente del hombre rico, el bueno?
Ciertamente se lo ha de suprimir y el trabajador lo mata; hay que suprimir el
destino meramente social que la clase rica impone a la pobre. Pero el hombre
rico sigue ahí como el ídolo del otro destino, del nuestro natural con la
muerte al final, cuya brutalidad el diablo rico ha copiado y hecho perceptible
hasta convertirlo en el suyo propio» (50 s.). O, en una variación: «… en la
muerte, que para nadie es su propia muerte, per definitionem no puede serlo
(pues nuestro espacio es siempre la vida o algo más, pero nunca nada menos
que ésta), en la muerte hay también algo de aquel gato rico que deja correr al
ratón antes de devorarlo. Nadie podría tomarle a mal al “santo” que matara a
tiros a este Dios como el obrero al millonario» (51 s.). Entre la opresión
social y la degeneración de la vida hasta la muerte Bloch construye una
analogia entis antinómicamente sardónica, pero el chorismos platónico no
deja de aullar y la instauración de un orden racional en la tierra no sería más
que una gota de agua sobre la piedra candente del destino y la muerte. La
ingenuidad pertinaz, que no se deja disuadir, invita al adoctrinamiento barato
por ambos bandos, el Diamat[22] y el ser como sentido de lo que es. Así
como todo lo avanzado siempre queda también por detrás de lo que ha dejado
tras de sí, Bloch se distingue del esmerilamiento de la filosofía oficial por un
resto de tierra, de la esterilidad administrativa de la filosofía sectorial por un
elemento de la jungla. Con ello sabotea su recepción como bien cultural, pero
por supuesto también facilita la apócrifa, sectaria.
El esquema demasiado arquitectónico se imprime en el pensamiento
mismo. Aunque rebosa de materiales y colores, la filosofía de Bloch no
escapa sin embargo a lo abstracto. Lo que en ella hay de abigarrado y
particular sirve en gran medida como ejemplo del pensamiento único de la
utopía y la ruptura que alberga en sí como Schopenhauer el suyo: «Pues, a fin
de cuentas, todo lo que uno se encuentra y se le ocurre es lo mismo» (16). La
utopía tiene que destilarla en el concepto general que subsume aquello
concreto que únicamente la utopía sería. La «forma de la pregunta
inconstruible» se convierte en sistema y se la deja imponer por lo grandioso
que tan mal se aviene con la rebelión de Bloch contra el poder y la gloria.
Sistema y apariencia concuerdan. El concepto general, que borra el rastro y
apenas es capaz de superarla verdaderamente en sí, debe sin embargo, por su
propia intención, hablar como si le fuera presente. Se condena de por vida a
la sobreexigencia. Eso sofoca el grito expresionista: la fuerza de voluntad, sin
la que no se descubriría ningún rastro, obra contra lo querido. Pues el rastro
mismo es lo involuntario, inaparente, inintencionado. Su nivelación en la
intención la ultraja del mismo modo en que, según vio Hegel en la
Fenomenología, los ejemplos ultrajan a la dialéctica. El color al que Bloch se
refiere es el gris como lo total. La esperanza no es un principio. Pero la
filosofía no puede callar ante el color. No puede moverse en el medio del
pensamiento, de la abstracción, y practicar la ascesis contra la interpretación
en que ese movimiento termina. De lo contrario sus ideas son enigmas. Ése
fue el camino que tomó Benjamin en Dirección única, tan emparentado con
Rastros. Como aquél, Rastros simpatiza, ya en el título, con lo pequeño; pero,
a diferencia de Benjamin, Bloch no se abandona a ello, sino que lo utiliza,
con intención expresa (cfr. pp. 66 ss.), como categoría. Aun lo pequeño
resulta abstracto, demasiado grande según su propia medida. Él rechaza lo
fragmentario. Dinámicamente, como Hegel, va más lejos, más allá de aquello
que constituye el sustrato de su experiencia; hasta tal punto es idealista
malgré lui. Su especulación quiere, según una antigua fórmula, enraizar en el
aire, ser una ultima philosophia, y sin embargo tiene la estructura de una
prima philosophia, ambiciona la gran totalidad. Piensa el fin como el
fundamento del mundo que mueve a lo que es, en lo cual aquél habita ya
como telos. Hace de esto lo primero. Ésa es su más íntima, insuperable
antinomia. La comparte también con Schelling.
La concepción de lo sometido, de lo que empuja desde abajo, que es lo que
pone fin al mal, es política. También de ello se cuenta como de algo
predeterminado, supone por así decir el cambio del mundo, sin preocuparse
de lo que en los treinta años desde la primera edición de Rastros ha sido de la
revolución ni de lo que ha comportado para su concepto y su posibilidad el
cambio de las condiciones tecnológicas y sociales. Para su juicio basta lo
absurdo de lo existente; no juzga sobre lo que debe ocurrir. «En la rue
Blondel yacía una mujer borracha, el guardia la levanta. “Je suis
pauvre”[23], dice la mujer. “Eso no es excusa para vomitar en la calle”,
gruñe el guardia. “Que voulez vous, monsieur, la pauvreté, c’est dejà à
moitié la saleté”[24], dice la mujer y echa un trago. Así se ha descrito,
explicado y superado ella con un solo trazo. ¿A quién o qué va a detener el
guardia?» (17). A la fuerza del no racionalizar sobre lo racional la acompaña
la sombra de una petitio principii política que a veces se ha podido explorar
allí donde se ha declarado finalizada la historia universal como causa
judicata. Pero el impulso de Bloch no lo refrena lo autoritario y represivo. Él
es uno de los poquísimos filósofos que no se arredran ante la idea de un
mundo sin dominación y jerarquía; sería inconcebible que, por profundidad
conformista, él denigrara la abolición del mal, el pecado y la muerte. Del
hecho de que esto no se haya hecho hasta hoy él no extrajo la pérfida máxima
de que ni se puede ni se debe hacer. Pese a todo, esto confiere a su promesa, a
la transfiguración del happy end, la resonancia de lo que no es vano. Debajo
de Rastros no se encuentra ni uno solo de moho. Dialéctico herético, él
tampoco se contenta con la tesis materialista de que no se debería describir
una sociedad sin clases. Con sensualidad impertérrita se deleita él con la
imagen de ésta, sin apisonarla hasta hacerla engañosamente grande. En el
obrero francés que come langosta o en la celebración popular del 14 de julio
se vislumbra «un cierto mañana en el que el dinero deje de ladrar y de menear
el rabo por conseguir los bienes» (19). Tampoco machaconea el abracadabra
de una unidad inmediata de teoría y praxis. A la pregunta «¿Se debe actuar o
pensar?», responde: «A ningún perro, se dice, se lo saca de detrás de la
chimenea con filosofía. Pero, como señala Hegel, tampoco es ésa su tarea. Y,
además, la filosofía podría pasarse sin esta tarea, pero nunca esta tarea sin la
filosofía. Es el mismo pensamiento el que crea primero el mundo en que se
pueden hacer cambios y no meramente chapuzas» (261). Ninguna
contestación podría insuflar con más rotundidad en el materialismo vulgar la
humanidad real que hace justicia al pensamiento, mientras que en todas partes
se lo rebaja a criada de la acción. Tal humanidad permite decir aún hoy lo que
una vez dijo Benjamin de Bloch: se podía calentar con sus pensamientos.
Éstos se parecen a una potente estufa de cerámica verde, que se alimenta
desde fuera y basta para calentar toda la vivienda con fuerza y seguridad sin
necesidad de chimenea para que no ahúme la estancia. Quien cuenta cuentos
los protege de desvelar que su hora ya ha pasado. La expectativa de lo por
venir se empareja con un escepticismo radical. Ambas cosas se reúnen en el
chiste extraído de una leyenda judía que dice: uno cuenta un milagro y lo
desmiente en el instante de máxima tensión: «¿Qué hace Dios? Toda la
historia es falsa» (253). Bloch omite la interpretación, pero añade: «No es
una mala frase para un mentiroso, no es un mal lema para el mundo, si la
dijesen los mejores» (loc. cit.). ¿Qué hace Dios?: la burda pregunta
enmascara la duda pendiente sobre su existencia, porque «toda la historia es
falsa», porque, contra Hegel y toda la dialéctica, la historia del mundo aún no
es la de la verdad. Al percibirse como engaño por efecto del chiste, la
filosofía es también más de lo que es: «Uno debe ser tan chistoso como
trascendente» (loc. cit.). El chiste abre la enorme perspectiva de los versos de
Karl Kraus: «Nada es verdad / y es posible que algo distinto ocurra»; que la
apariencia que destruye no tenga sin embargo la última palabra. La filosofía
no tiene que dejarse disuadir de lo que no ha alcanzado porque los hombres
aún no lo hayan alcanzado.
[1] Los números puestos entre paréntesis se refieren a Ernst Bloch, Spuren, Neue erweiterteAusgabe
[Rastros. Nueva edición ampliada], Berlín, Frankfurt am Main, 1959.
[2] En francés: «Algo hay que no va bien»; literalmente: «Algo hay que suena». [N. del T.]
[3] Ludwigshafen: ciudad de Renania-Palatinado, en la orilla izquierda del Rin, unida por puentes a
Mannheim. [N. del T.]
[4] Brecht, nacido en Augsburgo, dedicó algunas de sus obras juveniles a sus amigos George
Pflanzelt y Otto Müllereisert. [N. del T.]
[5] Primeros versos de una de las canciones incluidas en Ascenso y caída de la ciudad de
Mahagonny, texto de Bertolt Brecht y música de Kurt Weill. [N. del T.]
[6] Old Shatterland y su amigo Winnetou son dos de los héroes más populares Karl May (18421912), escritor alemán de novelas juveniles, muchas de ellas ambientadas en el Lejano Oeste y
posteriormente llevadas al cómic y al cine. [N. del T.]
[7] Leonhard Frank (1882-1961): novelista alemán nacido en la ciudad bávara de Würzburg. Sus
obras son tan radicales en su estilo expresionista como en su compromiso político de izquierdas.
Durante la Primera Guerra Mundial emigró a Suiza, y en 1933 primero a Suiza, luego a Francia (donde
pasó por varios campos de concentración) y finalmente a los Estados Unidos. Allí leyó y discutió con
Thomas Mann muchos borradores de Doctor Faustus. Volvió a Alemania en 1950. [N. del T.]
[8] Leo Perutz (1884-1957): novelista y dramaturgo austríaco (nacido en Praga). El período de
ocupación nazi lo pasó en Palestina. Especializado en argumentos de enrevesada intriga pero
perfectamente tejidos sobre fondos históricos tratados con extraordinaria fantasía, alcanzó gran
popularidad en Europa durante los años 20. [N. del T.]
[9] Wilhelm Hauff (1801-1827): poeta, novelista y cuentista alemán. Representante de la llamada
escuela suaba, cultivó diversos géneros (la novela histórica, los cuentos fantásticos, el relato corto) sin
llegar en su corta vida a la expresión de su propia originalidad. [N. del T.]
[10] Backnang: pequeña ciudad en un recodo del río Murr al noroeste de Stuttgart. Famosa por el
ambiente de cuento de hadas que crean la arquitectura de sus casas y su entorno en medio del bosque
suabo. [N. del T.]
[11] «ha no»: «¡Ahí va!» o «¡Bueno!» en dialecto suabo. [N. del T.]
[12] Alusión al poema autobiográfico de Bertolt Brecht «Sobre el pobre B. B.»: «Yo Bertolt Brecht,
vengo de los negros bosques. / Muy temprano, cuando aún yacía dentro de su cuerpo, mi madre me
trajo a las ciudades / y el frío del bosque no me abandonará mientras viva, etc.». [N. del T.]
[13] Alusión al relato de Franz Kafka titulado La colonia penitenciaria. [N. del T.]
[14] Alexander Girardi (1850-1918): actor y cantante popular austríaco. [N. del T.
[15] Joseph Viktor von Scheffel (1828-1886): poeta y novelista alemán. La frase citada pertenece a
su narración en verso El trompetero de Säckingen (1854), una de sus obras más populares junto a la
historia de tema medieval en la tradición romántica Ekkehard (1855) y el compendio de canciones
báquicas Gaudeamus (1865). [N. del T.]
[16] Ignaz Jan Paderewski (1860-1941): pianista, compositor y político polaco. Su fama mundial
como intérprete la puso al servicio de la causa de la independencia de su país, del que llegó a ser primer
ministro. [N. del T.]
[17] Ernst Bloch, Geist der Utopie [El espíritu de la utopía] (1918). [N. del T.]
[18] «Estado mental»: «Befindlichkeit», término típicamente heideggeriano. [N. del T.]
[19] Ed. esp. cit., p. 354. [N. del T.]
[20] Cfr. Mateo 7, 9: «¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?». [N. del T.]
[21] Georg Heym (1887-1912): poeta lírico alemán. Con un rigor formal propio del círculo de
George, el universo de pesadilla, violencia, sufrimiento y muerte que evocan sus poemas lo liga al
expresionismo. [N. del T.]
[22] «Diamat» = «Dialektische Materialusmus» [«Materialismo dialéctico»). [N. del T.]
[23] En francés: «Soy pobre». [N. del T.]
[24] En francés: «Qué quiere, señor, la pobreza ya es media suciedad». [N. del T.]
Reconciliación extorsionada
Sobre Contra el realismo mal entendido de Lukács
El nimbo que aun hoy en día rodea al nombre de Georg Lukács incluso
fuera de la zona de influencia soviética se lo debe a los escritos de su
juventud, al volumen de ensayos El alma y las formas, a la Teoría de la
novela, a los estudios Historia de la consciencia de clase, en los que, como
materialista dialéctico, aplica por primera vez a la problemática filosófica la
categoría de la reificación como principio. Inspirado en origen por entre otros
Simmel y Kassner, formado luego en la escuela del sudoeste alemán, Lukács
pronto contrapuso al subjetivismo psicológico una filosofía de la historia
objetivista que ejerció considerable influencia. Por la profundidad y vigor de
su concepción tanto como por la densidad e intensidad, extraordinarias para
la época, de su presentación, la Teoría de la novela estableció un criterio para
la estética filosófica que desde entonces no se ha vuelto a olvidar. Cuando, ya
a principios de los años veinte, el objetivismo lukacsiano se inclinó, no sin
conflictos iniciales, ante la doctrina comunista oficial, Lukács, según es
costumbre en el este, renegó de esos escritos; abusando de motivos
hegelianos, asumió contra sí mismo las objeciones más subalternas de la
jerarquía del partido y se esforzó durante décadas, en ensayos y libros, por
ajustar su capacidad intelectual, evidentemente inquebrantable, al deplorable
nivel del pseudo pensamiento soviético, que mientras tanto había degradado
la filosofía, de la que no dejaba de hablar, a mero medio para los fines de la
dominación. Pero sólo por las obras tempranas entretanto repudiadas y
condenadas por su partido ha despertado alguna atención fuera del bloque
oriental lo que Lukács ha publicado durante los últimos treinta años, incluido
un grueso libro sobre el joven Hegel, aunque el antiguo talento se ha podido
rastrear en algunos de sus trabajos aislados sobre el realismo alemán del siglo
XIX, sobre Keller y Raabe[1]. Fue probablemente en el libro La destrucción
de la razón donde más brutalmente se manifestó la de la del propio Lukács.
En él, de manera sumamente antidialéctica, el prestigioso dialéctico atribuía
de una tirada todas las corrientes irracionalistas de la filosofía reciente a la
reacción y el fascismo, sin reparar mucho en que en esas corrientes, a
diferencia de lo que sucede en el idealismo académico, el pensamiento
también se resistía contra precisamente aquella reificación de la existencia y
del pensamiento a cuya crítica se había dedicado el propio Lukács. Para él
Nietzsche y Freud se convirtieron, sin más, en fascistas, y no dudó en hablar
de las «dotes nada corrientes» de Nietzsche con el tono despreciativo de un
inspector de enseñanza de provincias en la época guillermina. So capa de una
crítica social presuntamente radical, volvía a pasar de contrabando los clichés
más miserables de aquel conformismo contra el que antaño había dirigido la
crítica social.
Ahora bien, el libro Contra el realismo mal entendido, aparecido en
Occidente en 1958 en Claassen-Verlag, muestra huellas de un cambio de
actitud en este hombre de setenta y cinco años. Esto tal vez guarde relación
con el conflicto que le produjo su participación en el gobierno de Nagy[2].
No solamente se trata de los crímenes de la era de Stalin, sino que, en
términos anteriormente impensables, se habla positivamente incluso de una
«toma general de postura a favor de la libertad de escribir». Lukács descubre
póstumamente méritos en su adversario de años Brecht y celebra como genial
su «Balada del soldado muerto», que para los que detentan el poder en
Pankow[3] debe constituir una atrocidad del bolchevismo cultural. Como
Brecht, él querría ampliar el concepto de realismo socialista, que desde hace
décadas ha estrangulado todo impulso rebelde, todo lo incomprensible y
sospechoso para los apparatchiks, de modo que en él quepa algo más que la
más lamentable pacotilla. Aventura una tímida oposición, de antemano
paralizada por la consciencia de la propia impotencia. La timidez no es una
táctica. La persona de Lukács está por encima de toda duda. Pero la
estructura conceptual a la que ha sacrificado su intelecto es tan restringida
que sofoca cuanto en ella quisiera respirar más libremente; el sacrifizio dell’
inteletto no deja a éste incólume. Esto confiere un triste aspecto a la evidente
nostalgia de Lukács por sus escritos tempranos. De la Teoría de la novela se
recupera la «inmanencia vital del sentido», pero rebajada a la consigna de que
la vida no cobra pleno sentido sino en la construcción del socialismo, un
dogma bastante bueno precisamente para justificar en tono filosófico la
rosada positividad que se atribuye al arte en los Estados popular-socialistas.
El libro ofrece un semifrío entre el llamado deshielo y una renovada
glaciación.
Pese a todas las protestas de dinamismo en sentido contrario, Lukács sigue
compartiendo con los comisarios culturales el gesto que opera de arriba abajo
con etiquetas como realismo crítico y socialista. La crítica hegeliana al
formalismo kantiano en estética se simplifica en la afirmación de que en el
arte moderno se sobreestiman desmesuradamente el estilo, la forma y los
medios de presentación (véase esp. p. 15), como si Lukács pudiese
desconocer que es por tales momentos por lo que el arte, en cuanto
conocimiento, se distingue del científico; que las obras de arte que fueran
indiferentes a su cómo superarían su propio concepto. Lo que a él se le antoja
formalismo tiende, mediante la construcción de los elementos según la ley
formal propia de cada uno de ellos, a esa «inmanencia del sentido» por la que
Lukács se sigue guiando, en lugar de, como él mismo considera imposible y
sin embargo defiende objetivamente, insertar por decreto el sentido en la obra
desde fuera. Los momentos del arte nuevo constitutivos de la forma los
malinterpreta deliberadamente como accidentes, como añadidos contingentes
al inflado tema[4], en lugar de reconocer su función objetiva en el contenido
estético. Esa objetividad que él echa de menos en el arte moderno y espera
del material y del tratamiento «perspectivista» de éste devuelve a aquellos
procedimientos y técnicas, los cuales él querría eliminar, que disuelven la
mera materialidad y no hacen por tanto sino ponerla en perspectiva. Él afecta
indiferencia ante la cuestión filosófica de si el contenido concreto de una obra
de arte es de hecho idéntico con el mero «reflejo de la realidad objetiva» (p.
108), a cuyo ídolo se aferra con tozudo materialismo vulgar. Su propio texto
en todo caso descuida todas aquellas normas de presentación responsable que
en sus escritos tempranos había ayudado a establecer. Ningún barbudo
consejero privado podría perorar sobre arte de un modo más ajeno al arte: en
el tono del acostumbrado a la cátedra a quien no se puede interrumpir, que no
se detiene ante las más largas digresiones y que manifiestamente ha perdido
aquellas posibilidades de reacción que en sus víctimas denuncia como
esteticistas, decadentes y formalistas, pero que son lo único que en general
permite una relación con el arte. Mientras que el concepto hegeliano de lo
concreto goza como antes de gran aprecio en Lukács –en especial cuando se
trata de la limitación de la poesía a la copia de la realidad empírica–, la
argumentación misma sigue siendo en gran medida abstracta. El texto apenas
se somete a la disciplina de una obra de arte específica y los problemas
inmanentes a ésta. En lugar de eso, la impone. A la pedantería del estilo
general corresponde el desaliño en el detalle. Lukács no se recata ante
máximas de sapiencia tan gastadas como «Hablar no es escribir»; emplea
repetidamente récord, una expresión de origen comercial y deportivo (p. 7);
califica de formidable la anulación de la diferencia entre posibilidad abstracta
y concreta, y recuerda cómo «tal inmanencia […], por ejemplo a partir de
Giotto, triunfa de modo cada vez más decisivo sobre el alegorismo del
período inicial» (p. 41). Tal vez nosotros, decadentes según el lenguaje de
Lukács, sobrevaloramos en efecto extremadamente la forma y el estilo, pero
hasta ahora eso nos ha salvado de expresiones como «a partir de Giotto»
tanto como de elogiar a Kafka por ser un «brillante observador» (p. 47).
Tampoco es probable que los vanguardistas hayan hablado con frecuencia de
la «serie extraordinariamente variada de afectos que juntos contribuyen a la
construcción de la vida interior humana» (p. 90). Ante tales récords que se
persiguen como en unos juegos olímpicos, uno podría preguntarse si alguien
que así escribe, ignorante del oficio literario que con tan soberano desprecio
trata, tiene algún derecho a participar en discusiones serias sobre asuntos
literarios. Pero en el caso de Lukács, que otrora sabía escribir bien, en la
mezcla de maestrescuelismo e irresponsabilidad uno siente el método del
ajuste de cuentas, de la voluntad rencorosa de escribir mal, de la cual él
confía en extraer la fuerza sacrificial mágica para demostrar polémicamente
que quien se comporta de otro modo y se esfuerza es un inepto. Por lo demás,
la indiferencia estilística es casi siempre un síntoma de solidificación
dogmática del contenido. La forzada modestia de un estudio que se cree
objetivo sólo por eludir la autorreflexión únicamente disimula el hecho de
que la objetividad ha sido extirpada del proceso dialéctico junto con el sujeto.
Se le rinde homenaje de palabra, pero la dialéctica está sentenciada de
antemano para tal clase de pensamiento. Éste se hace no dialéctico.
El núcleo de la teoría sigue siendo dogmático. Toda la literatura moderna,
en cuanto que no se ajusta a la fórmula de un realismo sea crítico, sea realista,
es rechazada y marcada sin vacilar con el sello infamante de la decadencia,
un insulto que no sólo en Rusia tapa todas las atrocidades de la persecución y
el exterminio. El empleo de esa expresión conservadora es incompatible con
la doctrina cuya autoridad Lukács, lo mismo que sus superiores, querría
asimilar con él a la comunidad del pueblo. El discurso sobre la decadencia es
difícilmente separable de la contraimagen positiva de la naturaleza rebosante
de fuerza; las categorías naturales son proyectadas sobre algo socialmente
mediado. Sin embargo, precisamente contra esto se dirige el tenor de la
crítica de la ideología de Marx y Engels. Ni siquiera reminiscencias del
Feuerbach de la sana sensualidad habrían facilitado a este término
socialdarwinista el acceso a sus textos. Todavía en el primer borrador de las
Líneas fundamentales de la crítica de la economía política de 1857-1858, por
tanto en la fase de El capital, se lee: «Ahora bien, en la medida en que todo
este movimiento aparece como proceso social y en la medida en que los
momentos individuales de este movimiento surgen de la voluntad consciente
y fines particulares de los individuos, la totalidad del proceso aparece como
una conexión objetiva de origen natural; resulta ciertamente de la interacción
de los individuos conscientes, pero no se halla ni en su consciencia ni
subsumida en ellos en cuanto un todo. Su propio entrechocar les produce un
poder social que está por encima de ellos, ajeno; su influencia recíproca como
proceso y poder independientes de ellos […]. La relación social de los
individuos entre sí como poder autonomizado sobre los individuos, sea
concebido por poder natural, azar o de cualquier otra forma, es resultado
necesario del hecho de que el punto de partida no es el individuo social
libre»[5]. Tal crítica no se detiene en la esfera en que la ilusión del origen
natural de lo social, investida de afecto, se afirma con la máxima contumacia
y en que se produce toda la indignación por la degeneración: la de los sexos.
Un poco antes, Marx hizo la reseña de La religión de la nueva era de G. F.
Daumer[6] de la que extraía el siguiente pasaje: «La naturaleza y la mujer son
lo verdaderamente divino, por oposición al ser humano y el hombre […]. La
devoción de lo humano por lo natural, de lo masculino por lo femenino, es la
auténtica, la única verdadera humildad y olvido de sí, la suprema y aun la
única virtud y piedad que existe». A lo cual Marx agrega el siguiente
comentario: «Vemos aquí cómo la insulsa ignorancia del fundador
especulativo de una religión se transforma en una muy pronunciada cobardía.
Ante la tragedia histórica que amenazantemente se le viene encima, el señor
Daumer huye a la supuesta naturaleza, esto es, al estúpido idilio rural, y
predica el culto de la mujer para disimular su propia afeminada
resignación»[7]. Cada vez que truena contra la decadencia se repite esta
huida. Lukács se ve forzado a ella por una situación en la que la injusticia
social perdura mientras oficialmente se la ha declarado abolida. La
responsabilidad es desplazada de la situación de la que los culpables son los
hombres a la naturaleza o a una degeneración, según el modelo de ésta,
concebida como contraria. Por supuesto, Lukács ha intentado escamotear la
contradicción entre la teoría marxista y el marxismo oficial, retraduciendo en
conceptos sociales los de arte sano y enfermo: «Las relaciones entre los
hombres son históricamente cambiantes, y también las valoraciones
intelectuales
y
emocionales
de
estas
relaciones
cambian
correspondientemente. Este reconocimiento, sin embargo, no entraña ningún
relativismo. En una determinada época, una determinada relación humana
significa el progreso, otra la reacción. Así, podemos encontrar el concepto de
lo socialmente sano precisamente y al mismo tiempo como fundamento de
todo arte realmente grande, porque esto sano se convierte en componente de
la consciencia histórica de la humanidad»[8]. La debilidad de este intento es
evidente: si se trata ya de relaciones históricas, habría que evitar sin más
palabras como sano y enfermo. No tienen nada que ver con la dimensión
progreso/reacción, se las pronuncia únicamente por mor de su demagógico
atractivo. Además, la dicotomía entre sano y enfermo es tan poco dialéctica
como aquélla entre burguesía ascendente y declinante, que deriva sus mismas
normas de una consciencia burguesa que no se acompasaba con la propia
evolución. – Renuncio a insistir en el hecho de que Lukács reúne bajo los
conceptos de decadencia y vanguardismo –para él ambas cosas son lo
mismo– cosas totalmente heterogéneas: no solamente a Proust, Kafka, Joyce,
Beckett, sino también a Benn, Jünger, incluso Heidegger; como teóricos, a
Benjamin y a mí mismo. Es demasiado cómodo, aunque hoy en día está muy
de moda, señalar que lo atacado no son sino una diversidad de elementos
divergentes, a fin de reblandecer el concepto y rechazar el argumento incisivo
con el gesto de «no es a mí». A riesgo, pues, de simplificar por la oposición a
la simplificación misma, me atengo al nervio de la argumentación de Lukács
y en lo que rechaza no diferencio mucho más que él, salvo allí donde deforma
groseramente.
Su intento de proveer de una conciencia filosóficamente buena al veredicto
soviético sobre la literatura moderna, es decir, la que sacude la normal
consciencia ingenuamente realista, tiene un instrumental restringido, de
origen enteramente hegeliano. Para su ataque a la poesía vanguardista como
desviación de la realidad aborda en primer lugar la distinción entre
posibilidad «abstracta» y «real»: «La correlación, la diferencia y la oposición
de estas dos categorías son ante todo una cuestión de la vida misma. La
posibilidad es –abstracta, es decir, subjetivamente considerada– siempre más
rica que la realidad; al sujeto humano parecen abrírsele miles y miles de
posibilidades, de las cuales apenas un pequeño porcentaje puede realizarse. Y
el subjetivismo moderno, que cree ver en esta ilusoria riqueza la auténtica
plenitud del alma humana, siente con respecto a ella una melancolía mezclada
con admiración y simpatía, mientras la realidad, que rechaza la consumación
de tal posibilidad, es tratada con un desprecio igualmente melancólico» (p.
19). Pese al porcentaje, esta objeción no se puede pasar por alto. Cuando
Brecht, por ejemplo, intentó, mediante una reducción infantil, cristalizar las
por así decir protoformas del fascismo como un gangsterismo, presentando al
resistible dictador Arturo Ui como exponente de un imaginario y apócrifo
trust de coliflores, no de los grupos económicamente poderosos, el irrealista
medio artístico no redundó en beneficio de la obra. Como empresa de una
banda de delincuentes hasta cierto punto socialmente extraterritorial y por
tanto «resistible» a voluntad, el fascismo pierde su horror, el de su carácter
social a gran escala. La caricatura pierde con ello su fuerza, necia según su
propio criterio: la ascensión política del delincuente de poca monta pierde su
plausibilidad dentro de la obra misma. La sátira que no trata adecuadamente a
su objeto se queda también, como tal, sin sal. Pero la exigencia de fidelidad
pragmática sólo puede aplicarse a la experiencia fundamental de la realidad y
a los membra disiecta de los motivos materiales a partir de los cuales el
escritor erige su construcción; en el caso de Brecht, por tanto, al
conocimiento de la conexión efectiva entre economía y política y al hecho de
que los datos sociales de partida están bien establecidos; pero no a lo que de
ahí resulta en la obra. Proust, en el que tan íntimamente se une la más precisa
observación «realista» con la ley formal estética del recuerdo involuntario,
ofrece el ejemplo más penetrante de unidad entre fidelidad pragmática y –
según las categorías de Lukács– el procedimiento irrealista. Si esa fusión
pierde algo de su intimidad, si la «posibilidad concreta» se interpreta en el
sentido de un realismo de la visión global irreflexivo, aferrado a la rígida
contemplación del objeto desde fuera, y si el momento antitético de la
materia únicamente se tolera en la «perspectiva», es decir, en una
translucidez del sentido, sin que esta perspectiva penetre hasta los centros de
la representación, hasta las cosas reales mismas, entonces resulta un abuso de
la distinción hegeliana en pro de un tradicionalismo cuyo atraso estético es
indicio de su falsedad histórica.
Sin embargo, el principal reproche que hace Lukács es el de ontologismo,
con el cual le encantaría hacer responsable de toda la literatura vanguardista a
los existenciales del arcaizante Heidegger. Lukács sigue también la moda y se
pregunta: «¿Qué es el hombre?» (pág. 16), sin miedo a dejar huellas. Pero al
menos la modifica recurriendo a la famosa definición que del hombre hace
Aristóteles como ser social. De ésta deriva la difícilmente discutible
afirmación de que «la propiedad puramente humana, la más profundamente
individual y típica» de las figuras de la gran literatura, «su significatividad
artística», está «inseparablemente ligada a su radicación concreta en las
relaciones históricas, humanas, sociales de su existencia» (loc. cit.).
«Enteramente opuesta» está sin embargo, prosigue, «la intención ontológica
de definir la esencia humana de sus figuras entre los escritores punteros de la
literatura vanguardista. Dicho brevemente: para ellos “el” hombre es: el
individuo eterna, esencialmente solitario, desvinculado de todas las relaciones
humanas y más aún sociales, que existe –ontológicamente– con
independencia de éstas» (loc. cit.). Esto se apoya en una afirmación de
Thomas Wolfe[9] bastante boba, en cualquier caso no normativa para la
forma literaria, sobre la soledad del hombre como hecho ineludible de su
existencia. Pero precisamente Lukács, que pretende pensar radical,
históricamente, debería ver que esa misma soledad está, en la sociedad
individualista, socialmente mediada y tiene un contenido esencialmente
social. En Baudelaire, al que acaban por remontarse todas las categorías
como decadencia, formalismo, esteticismo, no se trataba de la esencia
invariante del hombre, de su soledad o deyección, sino de la esencia de la
modernidad. En esta poesía la esencia misma no es un en sí abstracto, sino
algo social. La idea objetivamente dominante en su obra quiere precisamente
lo históricamente avanzado, lo más nuevo, como el protofenómeno que se ha
de conjurar; según la expresión de Benjamin, es «imagen dialéctica», no
arcaica. De ahí los Tableaux parisiens[10]. Incluso en Joyce el sustrato no es,
como Lukács quisiera hacer creer, un hombre absolutamente intemporal, sino
el más histórico. A pesar de todo el folklore irlandés, no finge ninguna
mitología más allá del mundo por él representado, sino que trata de conjurar
la esencia, buena o mala, de éste, mitificándolo hasta cierto punto en virtud
del principio de estilización que tan poco estima el Lukács de hoy en día. La
estatura de la poesía vanguardista casi podría someterse al criterio de si en
ella los momentos históricos se han hecho esenciales como tales, si no han
sido allanados hasta la intemporalidad. Probablemente Lukács despacharía el
empleo de conceptos como esencia e imagen en la estética como idealistas.
Pero su posición en el campo del arte es fundamentalmente diferente del que
ocupan en las filosofías de la esencia o de los arquetipos, de todo platonismo
recalentado. La posición de Lukács tiene sin duda su más íntima debilidad en
el hecho de que es incapaz de seguir manteniendo esta distinción y categorías
que se refieren a la relación de la consciencia con la realidad, así que las
traslada al arte como si aquí significaran simplemente lo mismo. El arte se
encuentra en la realidad, tiene su función en ésta, está incluso mediado en sí
con la realidad de múltiples modos. Pero, sin embargo, en cuanto arte, según
su propio concepto, se enfrenta antitéticamente con lo que ocurre. La filosofía
ha dado a esto el nombre de ilusión estética. Ni aun Lukács podrá fácilmente
pasar por alto el hecho de que el contenido de las obras de arte no es real en
el mismo sentido que la sociedad real. Si se eliminase esta distinción,
perdería su sustrato toda preocupación estética. Pero el hecho de que el arte
se haya cualitativamente separado de la realidad inmediata en la que antaño
surgió como magia, su carácter de ilusión, no es ni su pecado original
ideológico ni un rasgo que se le haya impuesto desde el exterior, como si
meramente repitiera el mundo sólo que sin afirmar que él mismo es
inmediatamente real. Tal concepción sustractiva constituiría una burla de la
dialéctica. Por el contrario, la diferencia entre existencia empírica y arte
afecta a la composición íntima de éste. Si ofrece esencias, «imágenes», eso
no es un pecado idealista; que muchos artistas hayan profesado filosofías
idealistas no dice nada del contenido de sus obras. Por el contrario, frente a lo
meramente existente el arte mismo, si no es que lo duplica antiartísticamente,
ha de ser, por esencia, esencia e imagen. Sólo así se constituye lo estético;
así, no meramente contemplando la mera inmediatez, se convierte el arte en
conocimiento, es decir, hace justicia a una realidad que esconde su propia
esencia y reprime lo que ésta expresa en aras de un orden meramente
clasificatorio. Sólo en la cristalización de la propia ley formal, no en la pasiva
admisión de los objetos, converge el arte con lo real. En él el conocimiento
no está por entero estéticamente mediado. Incluso el pretendido solipsismo,
según Lukács recaída ilusoria en la inmediatez del sujeto, no significa en arte,
como en las malas teorías del conocimiento, la negación del objeto, sino que
tiende dialécticamente a la reconciliación con éste. Es acogido en el sujeto
como imagen, en lugar de, según el decreto del mundo alienado, petrificarse
reificado frente a él. En virtud de la contradicción entre este objeto
reconciliado en la imagen, es decir, espontáneamente asimilado en el sujeto, y
el exterior realmente irreconciliado, critica la obra de arte a la realidad. Es el
conocimiento negativo de ésta. Por analogía con una expresión filosófica hoy
en día corriente, se podría hablar de «diferencia estética» de la existencia:
sólo gracias a esta diferencia, no negándola, se convierte la obra de arte en
ambas cosas, obra de arte y consciencia. Una teoría del arte que ignore esto es
a la vez trivial e ideológica.
Lukács se contenta con la idea de Schopenhauer de que el principio del
solipsismo sólo puede «llevarse a sus últimas consecuencias en la filosofía
más abstracta», y «aun ahí sólo sofística, rabulísticamente» (p. 18). Pero su
argumentación se vuelve contra sí misma: si el solipsismo es insostenible, si
en él se reproduce lo que él inicialmente, según la terminología
fenomenológica, «pone entre paréntesis», entonces no hay por qué temerlo
como principio de estilización. En sus obras, pues, los vanguardistas han ido
también objetivamente más allá de la posición adscrita a ellos por Lukács.
Proust descompone la unidad del sujeto gracias a la propia introspección de
éste, que acaba por transformarse en un escenario en el que las objetividades
se manifiestan. Su individualista obra se convierte en lo contrario de aquello
por lo que Lukács le censura: se convierte en antiindividualista. El
monologue intérieur, la ausencia de mundo que del nuevo arte indigna a
Lukács es dos cosas, verdad e ilusión de la subjetividad desligada. Verdad
porque en la constitución por doquier atomizada del mundo la alienación
gobierna a los hombres y porque éstos –como se le puede conceder a Lukács–
se convierten en sombras. Pero la ilusión es el sujeto desligado, pues
objetivamente la totalidad social tiene prelación sobre lo individual y se la
consolida y se la reproduce mediante la alienación, la contradicción social.
Las grandes obras de arte vanguardistas hacen saltar por los aires esta ilusión
de la subjetividad poniendo de relieve la fragilidad de lo meramente
individual y al mismo tiempo captan en esto aquel todo de lo que lo
individual es un momento y de lo que, sin embargo, no puede saber nada.
Cuando Lukács dice que en Joyce Dublín y en Kafka y Musil la monarquía
de los Habsburgo se pueden sentir, por así decir fuera de programa, como
«atmósfera del acontecer», pero que sigue siendo un subproducto meramente
secundario, por mor de su thema probandum convierte la riqueza épica que se
acumula negativamente, lo sustancial, en accesorio. Por lo demás, el concepto
de atmósfera es sumamente inadecuado para Kafka. Procede de un
impresionismo que Kafka precisamente supera precisamente por su tendencia
objetiva frente a la esencia histórica. Incluso en Beckett –quizá en él en quien
más–, donde aparentemente se eliminan todas las circunstancias históricas y
sólo se permiten situaciones y comportamientos primitivos, la fachada
antihistórica es la provocadora contrapartida del ser sin más idolatrado por la
filosofía reaccionaria. El primitivismo que constituye el abrupto punto de
partida de sus obras se presenta como fase final de una regresión, de un modo
hasta demasiado claro en Fin de partida, donde se presupone una catástrofe
terrestre diríase que originada en remotas zonas de lo obvio. Sus
protohombres son los últimos. En él se tematiza lo que en la Dialéctica de la
Ilustración Horkheimer y yo llamamos la convergencia de la sociedad
totalmente prisionera de la industria cultural con los modos de reacción de los
anfibios. El contenido sustancial de una obra de arte puede consistir en la
representación exacta, tácitamente polémica de la insensatez creciente, y
perderse en cuanto, siquiera indirectamente por obra de la «perspectiva»,
como en la didáctica antítesis de Tolstoi entre la vida justa y la falsa a partir
de Ana Karenina, se afirme positivamente, se hipostasíe como existente. La
vieja idea predilecta de Lukács de una «inmanencia del sentido» remite
precisamente a aquella situación problemática que según su propia teoría
habría que destruir. Concepciones como la de Beckett, sin embargo, son
objetivamente polémicas. Lukács la falsifica al describirla como «simple
representación de lo patológico, de la perversidad, del idiotismo como forma
típica de la “condition humaine”» (p. 31), según la práctica del censor
cinematográfico que achaca a la representación lo representado. Finalmente,
la confusión con el culto del ser y hasta con el vitalismo menor de
Montherlant[11] (loc. cit.) demuestra ceguera al fenómeno. Se debe ésta al
hecho de que Lukács se niega obstinadamente a reconocer a la técnica
literaria el lugar central que en justicia le corresponde. En lugar de eso, se
atiene invariablemente a lo contado. Pero es únicamente mediante la
«técnica» como la intención de lo representado –a lo cual Lukács asigna el
concepto él mismo sospechoso de «perspectiva»– se realiza en general en la
obra. A saber lo que quedaría de la tragedia ática, que Lukács, como Hegel,
canoniza, si se erigiese como su criterio la fábula que circulaba por las calles.
No menos constitutivos de la novela tradicional, incluso de la según el
esquema de Lukács «realista» –Flaubert–, son la composición y el estilo.
Hoy, cuando la mera fiabilidad empírica ha quedado reducida a reportaje
superficial, ese momento ha cobrado una relevancia extrema. La construcción
puede esperar el dominio inmamente de la contingencia de lo meramente
individual contra la que Lukács lanza sus invectivas. Éste no extrae todas las
consecuencias que se derivan de la idea que surge en el último capítulo de su
libro: que contra la contingencia no sirve de nada referirse a un punto de vista
presuntamente más objetivo. Lukács debería conocer bien la idea del carácter
clave del desarrollo de las fuerzas técnicas de producción. Es cierto que se
acuñó en relación con la producción material, no intelectual. ¿Pero cómo
puede Lukács negar que la técnica artística también se desarrolla según su
propia lógica y convencerse de que la abstracta aseveración de que el cambio
de sociedad comporta un cambio automático y en bloc de los criterios
estéticos dialécticos basta para frenar ese desarrollo de las fuerzas técnicas de
producción y restaurar como obligatorias otras más antiguas, superadas por la
lógica objetiva inmanente? ¿No se convierte, bajo el dictado del realismo
socialista, en abogado precisamente de una doctrina de los invariantes que no
difiere más que por su mayor tosquedad de la por él a justo título rechazada?
Así, a pesar de que también Lukács, en la tradición de la gran filosofía,
concibe al arte como forma de conocimiento y no lo contrapone como lo sin
más irracional a la ciencia, se encierra sin embargo en precisamente la mera
inmediatez de la que de un modo miope acusa a la producción vanguardista:
la de la constatación. El arte no conoce la realidad reproduciéndola de manera
fotográfica o «perspectivista», sino expresando, en virtud de su constitución
autónoma, lo velado por la forma empírica de la realidad. Incluso el gesto de
la incognoscibilidad del mundo que tan infatigablemente censura Lukács en
autores como Eliot o Joyce puede convertirse en un momento del
conocimiento, el de la brecha entre el todopoderoso e inasimilable mundo de
las cosas y la experiencia que en vano trata de zafarse de él. Lukács
simplifica la unidad dialéctica de arte y ciencia hasta convertirla en mera
identidad, como si las obras de arte, gracias a la perspectiva, meramente
anticiparan algo de lo que luego las ciencias sociales diligentemente
confirman. Sin embargo, lo esencial por lo que la obra de arte se diferencia
como conocimiento sui generis del científico consiste precisamente en el
hecho de que nada empírico permanece inalterado, de que los contenidos
objetivos únicamente cobran su pleno sentido objetivo cuando se funden con
la intención subjetiva. Al deslindar su realismo del naturalismo, Lukács no se
da cuenta de que, cuando la diferencia se toma en serio, el realismo se
amalgama necesariamente con aquellas intenciones subjetivas que él a su vez
querría ahuyentar. Por lo demás, resulta insalvable la oposición entre
procedimientos realistas y «formalistas» que él inquisitorialmente erige como
criterio. Si se demuestra la función estéticamente objetiva de los principios
formales que en cuanto irrealistas e idealistas son anatema para Lukács, a la
inversa las novelas de principios del siglo XIX, Dickens y Balzac, que él
eleva sin vacilar al rango de paradigmas, no son tan realistas después de todo.
Marx y Engels pudieron tenerlas por tales en la polémica contra el
romanticismo comercial floreciente en su época. Hoy en día en ambos
novelistas no sólo han aflorado rasgos románticos y arcaico-preburgueses,
sino que toda la Comédie humaine de Balzac se presenta como una
reconstrucción fantástica de la realidad alienada, es decir, en absoluto
experimentada ya por el sujeto[12]. En tal medida, Balzac no es muy
diferente de las víctimas vanguardistas de la justicia de clase lukacsiana,
excepto por el hecho de que, según el sentido de la forma que se revela en su
obra, tenía a sus monólogos por toda la riqueza del mundo, mientras que los
grandes novelistas del siglo XX ocultan toda la riqueza de su mundo en el
monólogo. Por ahí es por donde se desmorona el enfoque de Lukács. Su idea
de «perspectiva» degenera inevitablemente en aquello de lo que en el último
capítulo del libro trata tan desesperadamente de diferenciarse, una tendencia
injertada o, según su terminología, la «agitación». Su concepción es
aporética. No puede sustraerse a la consciencia de que estéticamente la
verdad social sólo vive en obras de arte creadas autónomamente. Pero hoy en
día en la obra de arte concreta esta autonomía comporta necesariamente todo
lo que, según el interdicto lanzado por la doctrina comunista dominante, él,
ahora como antes, no tolera. La esperanza de que medios retrógrados,
inadecuados desde el punto de vista de la estética inmanente, se legitimaran
porque en un sistema social diferente desempeñarían un papel diferente, es
decir, desde fuera, más allá de su lógica inmanente, es mera superstición. No
se puede, como hace Lukács, liquidar en cuanto epifenómeno, sino que se
debe explicar objetivamente, el hecho de que lo que en el realismo socialista
se declara como estado avanzado de la consciencia no hace más que servir los
vestigios fragmentarios e insípidos de formas artísticas burguesas. Ese
realismo no es tanto, como les gustaría a los clérigos comunistas, fruto de un
mundo de salud social restablecida, como del atraso de las fuerzas sociales de
producción y de la consciencia en sus provincias. La tesis de la brecha
cualitativa entre el socialismo y la burguesía no la utilizan más que para
falsear ese atraso, que desde hace ya mucho tiempo no se puede mencionar,
como algo más avanzado.
Al reproche de ontologismo une Lukács el de individualismo, el de un
punto de vista de la soledad, según el modelo de la teoría heideggeriana de la
deyección en Ser y el tiempo. Al origen de la obra literaria en el sujeto
poético con su contingencia Lukács aplica aquella crítica (p. 54) a que
bastante rigurosamente había sometido Hegel una vez el origen de la filosofía
en la certeza sensible de cada individuo. Pero precisamente por estar ya
mediada en sí, esta inmediatez contiene, perentoriamente cuando se la
configura en la obra de arte, los momentos que en ella echa de menos Lukács,
mientras por otro lado, en aras de la reconciliación anticipada de la
objetualidad con la consciencia al sujeto poético le es necesario partir de lo
más próximo a él. La denuncia del individualismo Lukács la hace extensiva
hasta a Dostoyevski. Memorias del subsuelo sería «una de las primeras
descripciones del individuo decadentemente solo» (p. 68). Pero el
acoplamiento de decadente y solo reevalúa como manifestación de
decadencia la atomización ella misma nacida del principio de la sociedad
burguesa. Más allá de esto, la palabra «decadente» sugiere la degeneración
biológica de los individuos: una parodia del hecho de que esa soledad se
remonta probablemente a mucho antes de la sociedad burguesa, pues también
los animales gregarios son, según expresión de Borchardt, una «comunidad
solitaria»; el zoon politikon es algo por instaurar. Un a priori histórico de
todo el arte moderno que no se transciende a sí mismo más que allí donde se
lo reconoce sin paliativos aparece como falta evitable o incluso como ceguera
burguesa. Sin embargo, cuando pasa a la literatura rusa contemporánea,
Lukács descubre en seguida que ese cambio estructural que él da por
supuesto no tuvo lugar. Sólo que eso no le enseña a prescindir de conceptos
como el de la soledad decadente. En el debate de posturas, la posición de los
vanguardistas por él censurados –según su terminología anterior: su «lugar
trascendental»– es la de la soledad históricamente mediada, no la ontológica.
Los ontologistas de hoy en día no están sino demasiado prestos a aceptar
vínculos que, atribuidos al ser como tal, confieren la apariencia de lo eterno a
todas las autoridades heterónomas posibles. En esto no se entenderían tan mal
del todo con Lukács. A éste se le puede conceder que, en cuanto a priori de
la forma, la soledad es mera apariencia, que ella misma es un producto social;
que va más allá de sí misma en cuanto se refleja como tal[13]. Pero aquí
precisamente se vuelve contra él la dialéctica estética. No corresponde al
sujeto individual ir, por elección y decisión, más allá de la soledad
colectivamente determinada. Esto se percibe bastante claramente cada vez
que Lukács ajusta cuentas con la literatura de opinión de las novelas
soviéticas típicas. En conjunto, al leer el libro, ante todo las apasionadas
páginas sobre Kafka (véase, por ejemplo, pp. 50 s.), uno no puede evitar la
impresión de que a la literatura por él proscrita Lukács reacciona como el
legendario caballo de tiro al sonido de la música militar antes de volver a tirar
de su carro. Para defenderse de su fuerza de atracción, él se une al coro de
censores que ha hostigado todo lo interesante desde Kierkegaard, al que él
mismo contó entre los vanguardistas, si no desde la indignación a propósito
de Friedrich Schlegel y el primer romanticismo. Habría que revisar la
discusión sobre esta cuestión. Que una idea o una descripción tenga el
carácter de interesante no se puede sencillamente reducir a la sensación o al
mercado intelectual, que ciertamente han favorecido esa categoría. Ésta, sin
ser garantía de la verdad, hoy en día se ha convertido sin embargo en una de
sus condiciones necesarias; lo que «mea interest», lo que concierne al sujeto,
en lugar de que éste se contente con el omnímodo poder de lo predominante,
de las mercancías.
A Lukács le sería imposible elogiar lo que de Kafka le atrae y sin embargo
ponerlo en su índice si no tuviera secretamente preparada, como los
escolásticos escépticos tardíos, una doctrina de la doble verdad: «Estas
consideraciones derivan una vez más de la superioridad artística
históricamente condicionada del realismo socialista. (No se puede, por lo
demás, protestar lo bastante contra las exégesis que de esta oposición
histórica extraen conclusiones inmediatas –bien en sentido positivo, bien en
negativo– sobre la calidad artística de obras individuales). El fundamento en
cuanto a concepción del mundo de esta superioridad reside en la clara idea
que la concepción socialista del mundo, la perspectiva del socialismo, posee
de la literatura: la posibilidad de reflejar y representar el ser y la consciencia
sociales, los hombres y las relaciones sociales, la problemática de la vida
humana y sus soluciones, más comprehensiva y profundamente de lo que
podía hacerlo la literatura basada concepciones del mundo anteriores» (p.
126). La calidad artística y la superioridad artística del realismo socialista
serían por tanto dos cosas distintas. Lo en sí literariamente válido se escinde
de lo válido en términos de la literatura soviética, que en cierta medida debe
estar dans le vrai por un acto de gracia del espíritu del mundo. Tal duplicidad
sienta mal a un pensador que defiende patéticamente la unidad de la razón.
Pero una vez explica la inevitabilidad de esa soledad –apenas disimula que
está prescrita por la negatividad social, la reificación universal– y al mismo
tiempo comprende hegelianamente su carácter objetivo de apariencia, se
impondría la conclusión de que esa soledad, llevada a sus últimas
consecuencias, se convertiría en su propia negación; de que la consciencia
solitaria, al desvelarse en lo configurado como la oculta a todos, se supera
potencialmente a sí misma. Precisamente esto es evidente en las obras
verdaderamente vanguardistas. Éstas se objetivan en una inmersión sin
reservas, monadológica, en la ley formal propia a cada una de ellas, por tanto
estética y por tanto también mediada según su sustrato social. Únicamente de
aquí extraen su poder Kafka, Joyce, Beckett, la gran nueva música. En sus
monólogos retumba la hora que ha sonado para el mundo: por eso son tanto
más estimulantes que lo que describe el mundo de modo comunicativo. El
hecho de que tal transición siga siendo contemplativa, de que no devenga
práctica, se debe a la circunstancia de una sociedad en la que, pese a la
afirmación de lo contrario, la circunstancia monadológica perdura realmente
por doquier. Más aún, precisamente el clasicista Lukács difícilmente podría
esperar aquí y ahora de las obras de arte que fueran más allá de la
contemplación. Su proclamación de la calidad artística es incompatible con
un pragmatismo que, ante la producción progresista y responsable, se
contenta son el veredicto sumario de «burgués, burgués, burgués».
Lukács cita, aprobatoriamente, mi trabajo sobre el envejecimiento de la
nueva música, para usar mis reflexiones dialécticas, paradójicamente un poco
a la manera de Sedlmayr[14], contra el nuevo arte y contra mis propias
intenciones. Se le podría conceder esto: «Sólo son verdaderos los
pensamientos que no se comprenden a sí mismos»[15], y ningún autor tiene
título de propiedad sobre ellos. Pero la argumentación de Lukács sin duda no
me desposeerá de éste. En la Filosofía de la nueva música[16] se decía que el
arte no puede instalarse en la cima de la expresión pura, la cual es
inmediatamente idéntica a la ansiedad, aunque yo no comparto el optimismo
oficial de Lukács según el cual históricamente hoy en día habría menos
ocasión para tal ansiedad; la «inteligencia decadente» tendría menos que
temer. El ir más allá del puro esto de la expresión no puede sin embargo
significar ni instauración sin tensión, cósica, de un estilo, como yo
reprochaba a la nueva música envejecedora, ni el salto a una positividad no
sustancial en el sentido hegeliano, inauténtica, no constitutiva de la forma
antes de toda reflexión. La consecuencia del envejecimiento de la nueva
música no sería el recurso a la envejecida, sino su insistente autocrítica. Sin
embargo, desde el principio la descripción sin atenuantes de la ansiedad fue
también al mismo tiempo más que ésta, una resistencia mediante la
expresión, mediante la fuerza del nombrar impertérrito: lo contrario de todas
las asociaciones que suscita el difamatorio término «decadente». De todos
modos, al arte del que reniega Lukács le reconoce que responde
negativamente a una realidad negativa, al dominio de lo «abominable». «No
obstante», prosigue, «puesto que refleja todo esto en su inmediatez
distorsionada, puesto que imagina formas que expresan estas tendencias
como los únicos poderes dominantes de la vida, el vanguardismo distorsiona
la distorsión más allá de su fenomenalidad en la realidad objetiva, hace
desaparecer como indignas de consideración, como ontológicamente no
relevantes, todas las contrafuerzas y contratendencias que realmente operan
en ella» (pp. 84 s.). El optimismo oficial de las contrafuerzas y
contratendencias obliga a Lukács a suprimir la tesis hegeliana de que la
negación de la negación –«la distorsión de la distorsión»– es la afirmación.
Únicamente ella es la que hace verdadero en el arte el término fatalmente
irracionalista «multiestratificación»: que en las auténticas nuevas obras de
arte la expresión del sufrimiento y el gusto por la disonancia, que Lukács
censura como «sensacionalismo, anhelo de lo nuevo por lo nuevo» (p. 113),
se encuentran indisolublemente imbricados. Esto habría que pensarlo junto
con esa dialéctica entre el ámbito estético y la realidad que Lukács elude.
Puesto que no tiene por objeto la realidad inmediata, la obra de arte nunca
dice, como el conocimiento: esto es así, sino: así es. Su logicidad no es la del
juicio predicativo, sino la de la coherencia inmanente: sólo en base a ésta, a la
relación que establece entre los elementos, toma postura. Su antítesis a la
realidad empírica, que sin embargo forma parte de ella y de la que ella misma
forma parte, consiste precisamente en que no la define unívocamente como
esto o aquello. No pronuncia ningún juicio; deviene juicio como un todo. El
momento de no verdad que según demostración de Hegel se contiene en todo
juicio individual porque nada es del todo lo que debe ser en el juicio
individual, el arte lo corrige en la medida en que la obra de arte sintetiza sus
elementos sin que tal o cual momento sea expresado por tal otro: el concepto
de mensaje hoy en día tan en boga no tiene nada que ver con las musas. Lo
que en cuanto síntesis sin juicio puede el arte perder de determinidad en el
detalle, lo recupera por una mayor justicia con respecto a lo que normalmente
el juicio excluye. La obra de arte únicamente se convierte en conocimiento
como totalidad, a través de todas las mediaciones, no por sus intenciones
individuales. Ni a éstas se las puede aislar de aquélla, ni a aquélla se la puede
medir por éstas. Pero tal es el principio por el que se comporta Lukács, pese a
sus protestas contra los novelistas juramentados que así se comportan en su
praxis de escritores. Mientras señala muy justamente lo inadecuado de sus
productos estandarizados, su propia filosofía del arte no tiene ninguna
defensa contra esos cortocircuitos, cuyo efecto, la imbecilidad por decreto,
luego le espanta.
Ante la complejidad esencial de la obra de arte, que no habría que
bagatelizar como un caso particular accidental, Lukács cierra obstinadamente
los ojos. Cuando alguna vez aborda obras específicas, subraya en rojo lo que
tiene inmediatamente delante y así pasa por alto el contenido. Se lamenta de
un poema[17] ciertamente muy anodino de Benn que dice:
Ah, si nosotros fuésemos nuestros primeros ancestros.
Un grumo de moco en un cálido pantano.
Vida y muerte, fecundación y procreación
producirían nuestros mudos humores.
Una fibra de alga o el lomo de una duna,
formada por el viento y que se desmorona pesadamente.
Ya la cabeza de una libélula, el ala de una gaviota
iría demasiado lejos y sufriría demasiado.
Aquí lee él «la propensión a algo primitivo tozudamente irreductible a toda
sociabilidad» en el sentido de Heidegger, Klages[18] y Rosenberg[19], y
finalmente una «glorificación de lo anormal; un antihumanismo» (p. 32),
mientras que sin embargo, incluso si se quisiera identificar totalmente el
poema con su contenido, el último verso denuncia schopenhauerianamente la
fase superior de la individuación como sufrimiento, y mientras que el anhelo
de un tiempo ancestral meramente corresponde a la insoportable presión del
presente. La coloración moralista de los conceptos críticos de Lukács es la de
todas sus lamentaciones por la «ausencia de mundo» subjetivista: como si los
vanguardistas hubieran aplicado literalmente lo que en la fenomenología de
Husserl se llama, bastante grotescamente, la aniquilación metodológica del
mundo. Musil es objeto del siguiente ataque: «El héroe de su gran novela,
Ulrich, en respuesta a la pregunta de qué haría él si fuera el amo del mundo,
dice: “No me quedaría otra cosa que suprimir la realidad”. No requiere mayor
discusión que la realidad suprimida es por parte del mundo exterior un
complemento de la existencia subjetiva “sin atributos”» (p. 23). Sin embargo,
la frase incriminada significa obviamente desesperación, dolor cósmico
exacerbado, el amor en su negatividad. Lukács no dice nada sobre esto y
opera con un concepto realmente «inmediato», completamente irreflexivo, de
lo normal, y con el correspondiente de la distorsión patológica. Sólo un
estado mental felizmente depurado de todo resto de psicoanálisis puede
ignorar la conexión entre esa normalidad y la represión social que ha
proscrito las pulsiones parciales. Una crítica social que sigue hablando con
desenfado de lo normal y lo perverso no deja de ser prisionera de lo que hace
pasar por superado. Los fuertes y viriles dos de pecho hegelianos de Lukács a
propósito de la primacía de lo universal sustancial sobre la decrépita «mala
existencia» de la mera individuación recuerda los de los fiscales que
reclaman el exterminio del incapaz de una vida normal y de la desviación.
Cabe dudar de su comprensión de la lírica. El verso «Ah, si nosotros
fuésemos nuestros primeros ancestros» tiene en el poema un valor
completamente diferente que si expresara un deseo literal. La expresión
«nuestros primeros ancestros» está compuesta con una mueca de burla. La
estilización hace que la emoción del sujeto poético se dé –por lo demás, de
modo más anticuado que moderno– como cómicamente inapropiada, como
juego melancólico. Precisamente lo repulsivo de aquello a lo que el poeta
finge querer volver y a lo que no es posible que nadie quiera volver dota de
peso a la protesta contra el sufrimiento históricamente producido. En Benn
reclama que se sienta todo eso tanto como el «efecto alienación» tipo montaje
que produce el empleo de palabras y motivos científicos. Con la exageración
suspende la regresión que Lukács le atribuye sin rodeos. Quien no oye tales
armónicos se parece a aquel escritor de segunda fila que imitaba con celo y
destreza el modo de escribir de Thomas Mann y sobre el que éste en una
ocasión dijo riendo: «Escribe exactamente como yo, pero él se lo toma en
serio». Las simplificaciones del tipo del excurso lukacsiano sobre Benn no
pasan por alto los matices, sino con éstos la obra de arte misma, que sólo
deviene tal por los matices. Son sintomáticas del embrutecimiento que afecta
incluso a los más inteligentes en cuanto obedecen consignas como las del
realismo socialista. Antes ya Lukács, con el fin de acusar a la literatura
moderna de fascismo, había reparado triunfalmente en un mal poema de
Rilke y entrado en él como elefante en cacharrería. Queda por saber si la
involución que en Lukács se puede sentir de una consciencia que antes se
contó entre las más progresistas expresa objetivamente la sombra de la
regresión que amenaza al espíritu europeo, esa sombra que proyectan sobre
los desarrollados los países subdesarrollados que ya comienzan a nivelarse
con ellos; o si esto delata algo sobre el destino de la teoría misma, que no
sólo se empobrece en cuanto a sus presupuestos antropológicos, es decir, en
cuanto a la capacidad intelectual de los hombres teóricos, sino que su
sustancia también se encoge en una disposición de la existencia en la que
entretanto depende menos de la teoría que de la praxis, la cual sería
inmediatamente idéntica con la prevención de la catástrofe.
De la neo-ingenuidad de Lukács ni siquiera está al abrigo el muy estimado
Thomas Mann, al que blande contra Joyce con un fariseísmo que habría
espantado al épico de la decadencia. La controversia sobre el tiempo desatada
por Bergson es tratada como el nudo gordiano. Admitido que Lukács es un
buen objetivista, el tiempo objetivo debe tener la última palabra partout y el
subjetivo ser mera distorsión y decadencia. Fue lo insoportable de ese tiempo
reificadamente alienado, desprovisto de sentido, que el joven Lukács
describió en una ocasión tan penetrantemente a propósito de La educación
sentimental, lo que había llevado a Bergson a la teoría del tiempo vivido, no
por ejemplo, como podría figurarse la estulticia de toda observancia piadosa
para el Estado, el espíritu de la destrucción subjetivista. Pero ahora bien, en
La montaña mágica Thomas Mann también pagó su tributo al temps durée
bergsoniano. A fin de salvarlo para la tesis de Lukács del realismo crítico,
varias figuras de La montaña mágica reciben buena nota, pues, «aun
subjetivamente, tienen un tiempo vivido normal, objetivo». Luego dice
literalmente: «En Ziemsen se da incluso el barrunto de una consciencia de
que la vivencia moderna del tiempo es simplemente una consecuencia del
anormal modo de vida del sanatorio, herméticamente separado de la vida
cotidiana» (p. 54). Al estético se le escapa la ironía bajo la que se encuentra
toda la figura de Ziemsen; el realismo socialista lo ha embotado incluso para
el realismo crítico por él apreciado. El limitado oficial, una especie de
Valentín[20] post-goethiano, que muere como soldado y valientemente
aunque en la cama, se convierte inmediatamente para él en portavoz de la
vida correcta, algo así como lo que Tolstoi tenía planeado pero no consiguió
hacer con Levin[21]. En verdad, sin ninguna reflexión pero con suma
sensibilidad Thomas Mann ha presentado la relación entre los dos conceptos
de tiempo con tanta ambigüedad y tanto doble fondo como corresponde a su
manera de hacer las cosas y a su relación dialéctica con todo lo burgués: la
autoconsciencia reificada del filisteo que en vano huye del sanatorio para
refugiarse en su profesión y el tiempo fantasmagórico de quienes se quedan
en el sanatorio, alegoría de la bohemia y del subjetivismo romántico, se
reparten la razón y la falta de ella. Sabiamente, Mann ni ha reconciliado los
dos tiempos ni ha tomado partido en la construcción de su obra.
El hecho de que la filosofía de Lukács pase completamente por alto el
contenido estético incluso de su texto favorito es consecuencia de ese parti
pris preestético por el material y lo que comunican las obras literarias, a los
cuales confunde con su objetividad artística. Mientras que no se preocupa de
medios estilísticos como aquel de ningún modo muy oculto de la ironía por
no hablar de otros más expuestos, como recompensa por tal renuncia no
recibe un contenido de verdad de las obras despojado de la apariencia
subjetiva, sino que se contenta con su magro sedimento, el contenido
objetivo, del que por supuesto necesitan para alcanzar el contenido de verdad.
Tanto como le gustaría a Lukács impedir la regresión de la novela, repite
como un loro artículos de catecismo como el realismo socialista, la teoría de
la copia del conocimiento sancionada por la concepción del mundo y el
dogma de un progreso de la humanidad mecánico, es decir, independiente de
la espontaneidad entretanto estrangulada, aunque «la fe en una racionalidad,
en un sentido del mundo en último término inmanente, en su apertura, en su
comprensibilidad para el hombre» (p. 44) es ir un poco demasiado lejos a la
vista del irrevocable pasado. Sin embargo, con esto vuelve a aproximarse por
fuerza a aquellas concepciones infantiles del arte que le molestan en
funcionarios menos versados. En vano trata de evadirse. Hasta qué punto está
ya dañada su propia consciencia estética lo revela, por ejemplo, un pasaje
sobre las alegorías en el arte bizantino del mosaico: en literatura obras de arte
de este tipo, de semejante altura, sólo podrían ser «fenómenos excepcionales»
(p. 42). Como si en el arte, incluso en el de las academias y los
conservatorios, hubiera alguna diferencia entre regla y excepción; como si
todo lo estético, en cuanto individualizado, no fuera siempre, según su propio
principio, según su propia universalidad, excepción, mientras que lo que
corresponde inmediatamente a una regularidad universal se descalifica ya
precisamente por eso como algo dotado de forma. Los fenómenos
excepcionales proceden del mismo vocabulario que los récords. El difunto
Franz Borkenau[22] dijo en una ocasión, tras romper con el Partido
Comunista, que no habría podido seguir soportando que los decretos de
ordenación urbana con categorías de la lógica hegeliana y se tratara la lógica
hegeliana con el espíritu en las reuniones de ordenación urbana. Semejantes
contaminaciones, que por supuesto se remontan al mismo Hegel, encadenan a
Lukács a aquel nivel con el que a él tanto le gustaría equilibrar el suyo. La
crítica hegeliana de la «consciencia desgraciada», el impulso de la filosofía
especulativa a elevarse por encima del ilusorio ethos de la subjetividad
aislada, se convierte en sus manos en ideología para estólidos burócratas de
partido que aún no han llegado al sujeto. Su prepotente limitación, residuo de
la pequeña burguesía del siglo XIX, él la eleva a una adecuación a lo real
despojada de la limitación a la mera individualidad. Pero el salto dialéctico
no es desde la dialéctica, el cual mediante la mera opinión transformaría la
consciencia desgraciada en acuerdo feliz a costa de los momentos sociales y
técnicos de producción artística objetivamente puestos. El punto de vista
supuestamente superior debe, según una doctrina hegeliana apenas discutida
por Lukács, resultar necesariamente abstracta. La desesperada profundidad
que él propone contra la idiotez de la literatura del boy meets tractor[23]
tampoco le preserva, pues, de declamaciones a la vez abstractas y pueriles:
«Cuanto más común sea el material tratado, cuanto más investiguen los
escritores diferentes facetas de las mismas condiciones y orientaciones
evolutivas de la misma realidad, cuanto más se transforme ésta, con todas las
distinciones descritas, en una preponderante o puramente socialista, tanto más
debe aproximarse el realismo crítico al socialista, tanto más debe su
perspectiva negativa (que meramente no rechaza) transformarse, pasando por
muchas transiciones, en positiva (afirmativa), socialista» (p. 125). La
jesuítica distinción entre la perspectiva negativa, es decir, «que no meramente
rechaza», y la positiva, es decir, «afirmativa», remite las cuestiones de
calidad literaria a aquella esfera de la convicción reglamentada que Lukács
quería evitar.
Por supuesto, no hay ninguna duda de su voluntad de hacerlo. Sólo se será
justo con el libro si se tiene presente que en países en los que lo decisivo no
se puede llamar por su nombre, lo que se dice en lugar de eso decisivo lleva
grabadas con hierro candente las marcas del terror; pero que, por otra parte,
debido a esto incluso pensamientos débiles, incompletos y desviados cobran
en su constelación un vigor que à la lettre no poseen. Todo el tercer capítulo
debe leerse bajo este aspecto, a pesar de la desproporción entre el gasto
espiritual y las cuestiones tratadas. Numerosas formulaciones bastaría con
pensarlas a fondo para llegar al aire libre. Así la siguiente: «Una mera
asimilación del marxismo (por no hablar de una mera participación en el
movimiento socialista, de una mera pertenencia al partido), tomada para sí,
nada vale. Para la personalidad del escritor las experiencias vitales adquiridas
por tales vías, las aptitudes intelectuales, morales, etc., así despertadas,
pueden ser muy valiosas para contribuir a transformar esta posibilidad en una
realidad. Pero se está en un peligroso error si se cree que el proceso de
conversión de una consciencia correcta en un reflejo correcto, realista,
artístico de la realidad es por principio más directo y simple que el de una
consciencia falsa» (pp. 101 s.). O bien contra el estéril empirismo de la
novela reportaje que hoy en día florece por doquier: «Sorprende sin duda que
también en el realismo crítico la aparición de un ideal de monografía
completa, por ejemplo en Zola, fue un signo de la problemática interna, y
más tarde trataremos de mostrar que la penetración de tales tentativas han
resultado aún más problemáticas para el realismo socialista» (p. 106).
Cuando en este contexto, con la terminología de su juventud, Lukács insiste
en la primacía de la totalidad intensiva frente a la extensiva, le bastaría con
prolongar su exigencia hasta el terreno de la forma creada misma para llegar
necesariamente a lo que, cuando predica ex cathedra, reprocha a los
vanguardistas; es grotesco que, pese a ello, insista en querer «derrotar» al
«antirrealismo de la decadencia». Por un momento está incluso a punto de
comprender que la revolución rusa no ha llevado de ningún modo a una
situación que exija y apoye una literatura «positiva»: «Ante todo, no debe
olvidarse el hecho muy trivial de que esta toma del poder representa desde
luego un salto enorme, pero que en la mayoría de los hombres, por tanto
también en los artistas, no se opera aún, por eso sólo, una transformación
esencial» (p. 112). Ciertamente de manera más atenuada, como si se tratara
de una mera excrecencia, deja caer como de pasada lo que pasa con el
llamado realismo socialista: «Surge entonces una variante malsana e inferior
del realismo burgués o por lo menos una aproximación sumamente
problemática a sus medios expresivos, en las que, como es natural, han de
faltar sus máximas virtudes» (p. 127). En esta literatura no se reconoce el
«carácter de realidad de la perspectiva». Lo cual quiere decir «que lo que sólo
existe como una tendencia hacia el futuro, pero sólo tal que, precisamente por
ello, correctamente entendida, podría proporcionar el punto de vista decisivo
para la valoración de la etapa actual, lo identifican simplistamente con la
realidad misma muchos escritores que a menudo representan como realidades
plenamente desarrolladas brotes sólo dados en germen; en una palabra, que
ellos equiparan mecánicamente perspectiva y realidad» (p. 128). Liberado de
su revestimiento terminológico, esto no significa otra cosa sino que los
procedimientos del realismo socialista y del romanticismo socialista
reconocido por Lukács como su complemento son transfiguración ideológica
de un penoso estado de cosas. El objetivismo oficial de la concepción
totalitaria de la literatura resulta ser para Lukács él mismo meramente
subjetivo. Le contrapone un concepto estético de la objetividad más digno del
hombre: «Pues las leyes formales del arte, en todas sus complicadas
relaciones recíprocas de contenido y forma, de concepción del mundo y de
esencia estética, etc., son igualmente de índole esencialmente objetiva. Su
violación no tiene ciertamente consecuencias prácticas inmediatas como sí
tiene el desprecio de las leyes de la economía, pero da lugar a obras tan
forzosamente problemáticas, cuando no simplemente malogradas, menos
valiosas» (p. 129). Aquí, donde el pensamiento tiene el coraje de ser él
mismo, Lukács emite juicios mucho más pertinentes que las bobadas que dice
sobre el arte moderno: «El desgarramiento de las mediaciones dialécticas
produce en consecuencia, tanto en la teoría como en la praxis, una
polarización falsa: en un polo el principio se endurece pasando de ser una
“guía para la práctica” a un dogma, en el otro desaparece de los hechos
individuales de la vida el momento de contradictoriedad (a menudo también
el de accidentalidad)» (p. 130). Él enuncia sin rodeos la cuestión central: «La
solución literaria no brota por tanto del dinamismo contradictorio de la vida
social, sino que más bien debe servir como ilustración de una verdad en
comparación con ella abstracta» (p. 132). La culpa de esto sería la «agitación
como forma primordial», como modelo del arte y del pensamiento, los cuales
por consiguiente se coagulan, se acorchan, se hacen esquemáticos en el plano
de la práctica. «En lugar de una nueva dialéctica, se nos presenta una estática
esquemática» (p. 135). Ningún vanguardista tendría nada que añadir.
En todo esto queda la impresión de alguien que sacude desesperadamente
sus cadenas y se imagina que su cencerreo es la marcha del espíritu del
mundo. Lo ciega no solamente el poder, que, aunque deja margen a los
pensamientos disidentes de Lukács, difícilmente se los tomará en serio en su
política cultural. Además, la crítica de Lukács queda prisionera en la locura
de que la actual sociedad rusa, que en verdad se halla oprimida y exprimida,
estaría todavía, como se ha sutilizado en China, ciertamente llena de
contradicciones, pero no de antagonismos. Todos los síntomas contra los que
protesta son ellos mismos producto de la necesidad propagandística de los
dictadores y sus secuaces de meter en la cabeza de las masas esa tesis que
Lukács da implícitamente por buena con el concepto de realismo socialista y
extraer de la consciencia todo lo que pudiera distraerlas. La hegemonía de
una doctrina que desempeña funciones tan reales no se quiebra demostrando
su falsedad. Lukács cita una cínica frase de Hegel que expresa el sentido
social del proceso como lo describe la vieja novela educativa burguesa: «Pues
el final de tales años de aprendizaje consiste en que el sujeto escarmienta, se
integra con sus deseos y opiniones en las relaciones existentes y la
racionalidad de las mismas, entra en el engranaje del mundo y logra en él un
punto de vista adecuado» (p. 122[24]). Luego Lukács concluye la reflexión:
«En un determinado sentido, muchas de las mejores novelas burguesas
contradicen esta constatación de Hegel, pero en otro sentido igualmente
determinado confirman su declaración. La contradicen por cuanto la
conclusión de la educación por ellas representada de ningún modo implica
siempre tal reconocimiento de la sociedad burguesa. La lucha por una
realidad que corresponda a los sueños y las convicciones juveniles la
suspende el poder social, los rebeldes se ven obligados con frecuencia a
doblar la rodilla, a la huida a la soledad, etc., pero no se dejan extorsionar la
reconciliación hegeliana. No obstante, en tanto la lucha termina con la
resignación, su resultado se aproxima al hegeliano. Pues por un lado la
realidad social objetiva vence a lo meramente subjetivo de los afanes
individuales, por otro la reconciliación proclamada por Hegel no es ya de
ningún modo totalmente ajena a esta resignación» (loc. cit.). El postulado de
una realidad que debe representarse sin fractura entre sujeto y objeto y que
por mor de tal ausencia de fractura, según la terminología en que Lukács se
obstina, debe «reflejarse», el criterio supremo de su estética, implica sin
embargo que esa reconciliación se ha alcanzado, que la sociedad es justa; que
el sujeto, como Lukács concede en un excurso antiascético, recibe lo suyo y
se encuentra a gusto en su mundo. Sólo entonces desaparecería del arte aquel
momento de resignación que Lukács echa de ver en Hegel y que él por cierto
tendría que constatar en el prototipo de su concepto de realismo, en Goethe,
que predicaba la renuncia. Pero la división, el antagonismo, perdura, y es
mera mentira que en los Estados del este, como los llaman, esté superada. La
maldición que atenaza a Lukács y le impide el anhelado retorno a la utopía de
su juventud repite la reconciliación extorsionada que él detecta en el
idealismo absoluto.
[1] Wilhelm Raabe, conocido a veces por el pseudónimo de Jakob Corvinus (1831-1910): escritor
alemán. Habitan sus novelas personas sencillas contempladas desde una perspectivista nihilista de
regusto schopenhaueriano. [N. del T.]
[2] Imre Nagy (1896-1958): político húngaro. En 1953 sucedió a Rákosi en la presidencia del
gobierno y llevó a cabo una política aperturista (amnistía, abolición de los campos de internamiento,
tolerancia religiosa). Depuesto por Hegedüs en 1955, la revolución de 1956 lo devolvió al poder.
Cuando las tropas soviéticas entraron en Budapest, se refugió en la embahada de Yugoslavia. Tras un
proceso secreto, fue condenado a muerte. Lukács, ex ministro de cultura en el segundo gobierno de
Nagy, fue deportado a Rumanía, pero en 1957 pudo volver a Hungría, donde siguió trabajando, ahora
ya sin ninguna responsabilidad política directa. [N. del T.]
[3] Pankow: sede del gobierno de la antigua República Democrática Alemana en Berlín. [N. del T.]
[4] Subjekt. [N. del T.]
[5] Karl Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie (Rohentwurf) 1857-1858 [Líneas
fundamentales de la crítica de la economía política (primer borrador) 1857-1858], Berlín, 1953, p.
111.
[6] Georg Friedrich Daumer (1880-1875): poeta y filósofo alemán. En el instituto de Nuremberg
recibió clases del mismo Hegel. Primero pietista, luego progresivamente panteísta, acabó atacando
frontalmente al cristianismo en la obra que se cita en el texto, publicada en 1850. Sus poemas, algunos
de ellos utilizados por Brahms, han combatido mejor el olvido que sus obras teóricas. [N. del T.]
[7] Karl Marx, «Recensión del escrito de G. F. Daumer: Die Religion des neuen Weitalters [La
religión de la nueva era], Hamburgo, 1850; en: Neue Reinische Zeitung [Nueva Revista Renana],
reimpreso en Berlín, 1955, p. 107.
[8] Georg Lukács, «Gesunde oder kranke Kunst?» [«¿Arte sano o enfermo?»], en Georg Lukács zum
siebsigsten Geburtstag [Georg Lukács en su septuagésimo aniversario], Berlín, 1955, pp. 243 s.
[9] Thomas Clayton Wolfe (1900-1938): novelista y dramaturgo estadounidense. Entre la epopeya
social y la reflexión lírica, entre la lucidez crítica y el estrangulamiento del pensamiento en una tupida
red de obviedades, su obra ha ejercido una gran influencia en la literatura norteamericana moderna. [N.
del T.]
[10] «Tableaux parisiens»: véase supra «Discurso sobre poesía lírica y sociedad», nota de traductor
de la p. 58. De Walter Benjamin, véase en español «El París del Segundo Imperio en Baudelaire»,
«Sobre algunos temas en Baudelaire», «París, capital del siglo XIX», en Iluminaciones II, Madrid,
Taurus, 1972. [N. del T.]
[11] Henri Millon de Montherlant (1896-1972): escritor francés. En su doble calidad de novelista y
dramaturgo, pero también vitalmente (se suicidó), persiguió un ideal de autoafirmación y libertad
absolutas de un yo heroico frente a una sociedad exaltadora de la mediocridad. [N. del T.]
[12] Cfr. supra Lectura de Balzac, pp. 136 ss.
[13] Cfr. Theodor W. Adorno, Philosophie der neuen Musik, 2 ed., Frankfurt am Main, 1958, pp. 49
ss. [ed. esp.: La filosofía de la nueva música, Buenos Aires, Sur, 1966, pp. 44 ss.].
[14] Hans Sedlmayr (1896-1984): historiador del arte austríaco, acérrimo crítico del arte moderno y
contemporáneo. Adorno bien puede estar pensando especialmente en su libro Verlust der Mitte [La
pérdida del centro], Salzburgo, Müller, 1951. [N. del T.]
[15] Theodor W. Adorno, Minima Moralia, Frankfurt am Main, 1951, p. 364 [ed. esp.: Minima
moralia, Madrid, Taurus, 1999, p. 192].
[16] Theodor W. Adorno, Philosophie der neuen Musik, loc. cit, pp. 51 s. [ed. esp. cit., p. 50].
[17] El primero de los dos Cantos de Benn fechados en 1913. [N. del T.]
[18] Ludwig Klages (1872-1956): filósofo y psicólogo alemán. A partir de la idea de que la actividad
«parasitaria» del espíritu (la inteligencia, el poder técnico) ha roto el ritmo natural de la vida del alma y
ha separado al hombre del cosmos, su filosofía neorromántica presenta una visión pesimista del destino
de la civilización occidental. Fue uno de los fundadores de la grafología científica. [N. del T.]
[19] Alfred Rosenberg (1893-1946): filósofo alemán. Suya es en gran medida la paternidad de la idea
de la existencia de dos razas humanas opuestas: la aria, creadora de valores y cultura, y la judía, agente
de la corrupción cultural. Jefe de la Oficina del Partido Nacionalsocialista para los Territorios
Ocupados del Este, en 1946 fue condenado a muerte por el Tribunal de Nuremberg y colgado de la
horca. [N. del T.]
[20] En Fausto Valentín es un soldado que muere a manos de Mefistófeles cuando trata de proteger
el honor de su hermana Margarita. [N. del T.]
[21] Constantin Levin: personaje de Ana Karenina de Tolstoi, cuya fidelidad correspondida en el
amor a Kitty contrasta con la adúltera relación de Ana y Vronski. [N. del T.]
[22] Franz Borkenau (1900-1957): intelectual y periodista austríaco. Tras llegar a formar parte del
Komintern, en los años treinta rompió con el Partido Comunista alemán. [N. del T.]
[23] En inglés: «chico conoce tractor». [N. del T.]
[24] Cfr. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989, p. 435. [N. del T.]
Intento de entender Fin de partida
A S. B. en recuerdo del otoño de 1958 en París
La obra de Beckett tiene varias cosas en común con el existencialismo
parisino. Reminiscencias de la categoría del absurdo, de la situación, de la
decisión o de su contrario se entreveran como las ruinas medievales en la
terrible casa suburbial de Kafka; a veces las ventanas se abren de repente y
ofrecen a la vista el cielo negro sin estrellas de algo así como la antropología.
Pero la forma, en Sartre como en las obras de tesis concebida de modo hasta
cierto punto tradicional, para nada atrevido sino para el efecto, en Beckett
asume lo expresado y lo altera. Los impulsos son llevados al nivel de los
medios artísticos más avanzados, los de Joyce y Kafka. Para él el absurdo ya
no es un estado de la existencia diluido hasta convertirlo en una idea y luego
ilustrado. El procedimiento poético se entrega al absurdo sin intención. A éste
se lo despoja de aquella universalidad de la teoría que en el existencialismo,
la doctrina de la irreductibilidad de la existencia individual, lo unía pese a
todo al pathos universal de lo universal y permanente. Se rechaza así el
conformismo existencial, se ha de ser lo que se es, junto con la accesibilidad
de la exposición. Lo que de filosofía ofrece Beckett él mismo lo degrada a
basura cultural, lo mismo que las innumerables alusiones y fermentos
culturales que utiliza siguiendo la tradición de la vanguardia anglosajona,
especialmente de Joyce y Eliot. Para él la cultura es un hormiguero como lo
fue para el progreso anterior a él el mondongo de los ornamentos del
Jugendstil, el modernismo como lo envejecido de la modernidad. El lenguaje
regresivo demuele esto. Tal sobriedad acaba en Beckett con el sentido que era
la cultura y con los rudimentos de éste. Así comienza la cultura a florecer.
Beckett consuma con ello una tendencia de la novela más reciente. Lo que
según el criterio cultural de la inmanencia estética se había proscrito como
abstracto, la reflexión, se empalma con la representación pura, el principio
flaubertiano de la cosa puramente cerrada en sí se carcome. Cuantos menos
acontecimientos puedan suponerse como en sí plenos de sentido, más deviene
una ilusión la idea de la forma estética como una unidad de lo que aparece y
lo que se quiere decir. Beckett se deshace de la suya acoplando ambos
momentos como dispares. El pensamiento se convierte tanto en un medio
para producir un sentido no inmediatamente sensibilizable como en una
expresión de la ausencia de éste. Aplicada al drama, la palabra sentido es
polisémica. Cubre en la misma medida el contenido metafísico que se
representa objetivamente en la complexión del artefacto; la intención del todo
como coherencia de sentido que significa a partir de sí; finalmente, el sentido
de las palabras y frases que dicen los personajes, el de su sucesión, el
dialógico. Pero estos equívocos remiten a algo común. De esto se hace en Fin
de partida un continuo. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia,
lo que lo sostiene es una modificación del a priori dramático: el hecho de que
ningún sentido metafísico positivo sea ya lo bastante sustancial, si es que
alguna vez hubo tal, para que en él y en su epifanía la forma dramática halle
su ley. Esto, sin embargo, perturba la forma hasta en su estructura lingüística.
El drama no puede sencillamente tomar de modo negativo el sentido o la
ausencia de éste como contenido sin que por ello todo lo que le es peculiar se
vea afectado hasta convertirse en lo contrario. Lo que es esencial al drama lo
constituía ese sentido. Si quisiera sobrevivirlo estéticamente, se convertiría
inadecuadamente en contenido, devendría una maquinaria matraqueante para
la demostración de una concepción del mundo, como muchas veces en las
obras existencialistas. La explosión del sentido metafísico, el único que
garantizaba la unidad de la coherencia estética de sentido, hace que éstas se
fragmenten con una necesidad y un rigor no menores que los de la del canon
formal en la dramaturgia tradicional. El sentido estético unívoco, sobre todo
su subjetivación en una intención sólida, tangible, surrogaba precisamente
aquella trascendente posesión de sentido cuyo desmentido mismo es lo que
constituye al contenido. Mediante la propia ausencia organizada de sentido,
la acción debe amoldarse a lo que sucedía en el contenido de verdad de la
dramaturgia en general. Tal construcción de lo sin sentido tampoco se detiene
ante las moléculas lingüísticas: si éstas, y sus combinaciones, tuviesen un
sentido racional, en el drama se sintetizarían necesariamente en aquella
coherencia de sentido del todo que el todo niega. Por eso la interpretación de
Fin de partida no puede perseguir la quimera de expresar su sentido por
mediación de la filosofía. Entenderla no puede significar otra cosa que
entender su ininteligibilidad, reconstruir concretamente la coherencia de
sentido de lo que carece de él. Escindido, el pensamiento ya no pretende,
como antes la idea, ser el sentido de la obra misma; una trascendencia que
sería engendrada y garantizada por su inmanencia. En lugar de eso, se
transforma en una especie de material de segundo grado, lo mismo que los
filosofemas que incluyen en La montaña mágica y el Doctor Faustus de
Thomas Mann tienen, como los temas, su destino, el cual sustituye a aquella
inmediatez sensible que disminuye en la obra de arte reflejada en sí. Si hasta
ahora tal materialidad del pensamiento era involuntaria, la pobreza de obras
que forzosamente se confundían con la idea inalcanzable para ellas, Beckett
acepta el desafío y utiliza pensamientos sans phrase como frases, materiales
parciales del monologue intérieur en los que el espíritu mismo se ha
convertido, residuos reificados de la cultura. Si el existencialismo
prebeckettiano explotó, cual Schiller redivivo, la filosofía como pretexto
poético, Beckett, más culto que ninguno, le presenta la factura a aquél: la
filosofía, el espíritu mismo, se declara género invendible, escoria onírica del
mundo de la experiencia, y el proceso poético un desgaste. El dégout, desde
Baudelaire una fuerza productiva artística, es insaciable en los impulsos
históricamente mediados de Beckett. Todo lo que deja de funcionar se
convierte en canon que rescata del reino de sombras de la metodología un
motivo de la prehistoria del existencialismo, la destrucción universal del
mundo de Husserl. Los totalitarios como Lukács, que braman contra el
simplificador verdaderamente terrible como decadente, no están mal
aconsejados por el interés de sus jefes. Odian en Beckett lo que ellos han
traicionado. Sólo la nausea de la saciedad, el taedium del espíritu en sí
mismo, quiere lo que sería completamente diferente; la salud por decreto, sin
embargo, se contenta con el alimento ofrecido, con la comida casera. El
dégout de Beckett no se puede forzar. A la invitación a compartir responde
con la parodia, la de la filosofía que escupe sus diálogos tanto como la de las
formas. Se parodia al existencialismo mismo; de sus invariantes no queda
más que el mínimo existencial. La oposición del drama a la ontología en
cuanto el proyecto de algo de alguna manera también primero y permanente
se hace inequívoca en un pasaje del diálogo que sin querer caricaturiza lo
dicho por Goethe sobre la vieja verdad, lo cual degeneró en convicción
burguesa universal:
HAMM.–¿Te acuerdas de tu padre?
CLOV.–(Con cansancio.) La misma contestación. (Pausa.) Me has hecho
esas preguntas millones de veces.
HAMM.–Me gustan las viejas preguntas. (Con arrebato.) ¡Ah, no hay
nada como las viejas preguntas y las viejas respuestas![1]
Los pensamientos se arrastran y deforman como restos del día, homo
homini sapienti sat. De ahí lo fastidioso de aquello a lo que Beckett se niega
a ocuparse, su interpretación. Él se encoge de hombros con respecto a la
posibilidad de la filosofía hoy en día, de la teoría en general. La
irracionalidad de la sociedad burguesa en su fase tardía se resiste a dejarse
comprender; qué buenos tiempos aquellos en que se podía escribir una crítica
de la economía política de esta sociedad que la tomaba por su propia ratio.
Pues desde entonces se ha deshecho de ella como de un trasto viejo y la ha
virtualmente sustituido por el control inmediato. Por eso la palabra que
interpreta no está a la altura de Beckett, mientras que sin embargo su
dramaturgia, precisamente en virtud de su limitación a la facticidad hecha
trizas, va más allá de ésta, remite a la interpretación por su esencia
enigmática. Si se muestra a la altura de ésta, casi podría convertirse en el
criterio de una filosofía por venir.
El existencialismo francés se había ocupado de la historia. Ésta en Beckett
devora al existencialismo. En Fin de partida se despliega un momento
histórico, la experiencia que se apuntaba en el título de esa porquería de la
industria cultural que es el libro Kaputt[2]. Después de la Segunda Guerra
Mundial todo está destruido, incluida, sin saberlo, la cultura resucitada; la
humanidad sigue vegetando arrastrándose, tras sucesos a los que realmente ni
siquiera los supervivientes pueden sobrevivir, sobre un montón de escombros
que hasta ha perdido la capacidad de autorreflexión sobre la propia
destrucción. Eso se sustrae al mercado, en cuanto presupuesto pragmático de
la obra:
CLOV.–(Sube a la escalera y enfoca el anteojo hacia el exterior.)
Veamos… (Mira, moviendo el anteojo.) Nada… (Mira.)… nada… (Mira.)
… y nada. (Baja el anteojo y se vuelve hacia HAMM.) ¿Qué? ¿Tranquilo?
HAMM.–Nada se mueve. Todo está…
CLOV.–Na…
HAMM.–(Con violencia.) ¡No estoy hablando contigo! (Voz normal.)
Todo está… todo está… todo está ¿cómo? (Con violencia.) Todo está
¿cómo?
CLOV.–¿Cómo está todo? ¿En una palabra? ¿Eso es lo que quieres saber?
Un momento. (Dirige el anteojo hacia fuera, mira, baja el anteojo y se
vuelve hacia HAMM.) ¡Kaputt![3].
El hecho de que todos los hombres están muertos se ha pasado bajo mano,
de contrabando. Un pasaje anterior motiva por qué no se puede mencionar la
catástrofe. Hamm mismo es vaguement culpable de ello:
HAMM.–Naturalmente, el viejo médico ha muerto.
CLOV.–No era viejo.
HAMM.–Pero ha muerto.
CLOV.–Naturalmente. (Pausa.) ¿Y TÚ me lo preguntas?[4].
Pero la situación dada en la pieza no es otra que aquella en la que «ya no
hay naturaleza»[5]. La fase de completa reificación del mundo, en la que ya
no queda nada que no haya sido hecho por hombres, es indistinguible de un
suceso catastrófico suplementariamente provocado exclusivamente por
hombres, en el cual la naturaleza ha sido anulada y después del cual nada más
crece:
HAMM.–¿Brotaron tus semillas?
CLOV.–No.
HAMM.–¿Has escarbado un poco para ver si han germinado?
CLOV.–No han germinado.
HAMM.–Tal vez sea demasiado pronto.
CLOV.–Si tuvieran que germinar, habrían germinado. No germinarán
nunca[6].
Los dramatis personae parecen estar soñando su propia muerte, en un
«refugio» en el que «es hora de que esto se acabe»[7]. El fin del mundo se da
por descontado, como si fuese evidente. Todo presunto drama de la era
atómica sería mofa de sí mismo ya sólo por el hecho de que, al embutirla en
caracteres y acciones humanos, su fábula falsificaría consoladoramente la
crueldad histórica del anonimato y quizá admiraría a los mandatarios que
deciden si se aprieta el botón. La violencia de lo inefable es imitada por la
aversión a mencionarlo. Beckett lo mantiene nebuloso. De lo
inconmensurable con cualquier experiencia sólo puede hablarse
eufemísticamente, como en Alemania se habla del asesinato de los judíos. Se
ha convertido en el a priori total, de modo que la consciencia bombardeada
ya no tiene ningún lugar desde el que poder reflexionar sobre ello. El
desesperado estado de cosas provee con espantosa ironía un medio de
estilización que con ciencia ficción pueril protege de la contaminación a ese
presupuesto pragmático. Si, como le reprocha su compañero con refunfuños
llenos de sentido común, Clov hubiese realmente exagerado, poco cambiarían
las cosas. El parcial fin del mundo en que entonces desembocaría la
catástrofe sería un chiste malo; la naturaleza de la que han sido separados los
recluidos es como si ya no existiera en absoluto; lo que queda de ella
meramente prolonga el sufrimiento.
Sin embargo, esta nota bene histórica, la parodia de la kierkegaardiana del
contacto entre tiempo y eternidad, impone a la vez un tabú sobre la historia.
Lo que según la jerga existencialista sería la condition humaine es la imagen
del último hombre, la cual devora a los anteriores, a la humanidad. La
ontología existencial afirma que hay algo universalmente válido en un
proceso de abstracción inconsciente de sí mismo. Ésta, mientras que, según la
vieja tesis fenomenológica de la intuición de esencias, hace como si
percibiese sus determinaciones obligatorias en lo particular y por tanto uniera
aprioridad y concreción por arte de magia, destila lo que le parece intemporal
tachando precisamente aquello particular, individuado en el espacio y el
tiempo, en cuanto lo cual es la existencia y no su mero concepto. Corteja a
los que están hartos del formalismo filosófico y, sin embargo, se aferran a lo
que únicamente se puede obtener de manera formal. A tal abstracción
inconfesada opone Beckett la cortante antítesis de la sustracción confesada.
No suprime lo temporal en la existencia, la cual sin embargo sólo sería tal
temporalmente, sino que extrae de ella lo que el tiempo –la tendencia
histórica– está realmente a punto de cargarse. Alarga la vía de escape de la
liquidación del sujeto hasta el punto en que éste se contrae en un aquí y ahora
cuyo carácter abstractidad, la pérdida de toda cualidad, reduce literalmente la
ontológica ad absurdum, a aquel absurdo en que se transmuta la mera
existencia en cuanto es absorbida en su nuda igualdad consigo misma. Lo que
aparece como contenido de la filosofía que degenera en tautología, en
duplicación conceptual de la existencia que se proponía comprender, es unan
necedad pueril. Mientras que la ontología moderna vivía de la promesa
irrealizada de la concreción de sus abstracciones, en Beckett el concretismo
de una existencia que se encierra en sí misma como un molusco, incapaz ya
de nada universal, agotándose en la pura autoposición, se muestra como lo
mismo que el abstractismo que ya no es capaz de llegar a la experiencia. La
ontología vuelve a casa como patogénesis de la vida falsa. Ésta se representa
como estado de eternidad negativa. Mientras que el mesiánico Mishkin[8] se
ha olvidado en una ocasión de su reloj porque para él no vale ningún tiempo
terrenal, sus antípodas han perdido el tiempo porque éste aún tendría
esperanza. Cuando entre bostezos los aburridos personajes constatan que
hace el mismo tiempo «que de costumbre»[9], lo que se abre ante ellos es el
abismo del infierno:
HAMM.–Pero siempre pasa lo mismo al atardecer, ¿no es verdad, Clov?
CLOV.–Siempre.
HAMM.–Es un atardecer como los demás, ¿verdad, Clov?
CLOV.–Así parece[10].
Lo mismo que el tiempo está mutilado lo temporal; decir que ha dejado de
existir sería ya demasiado consolador. Es y no es, como para el solipsista el
mundo, de cuya existencia duda mientras a cada frase tiene que concederla.
Un pasaje del diálogo discurre del siguiente modo:
HAMM.–¿Y el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?
CLOV.–(Bajando el anteojo, se vuelve hacia HAMM, exasperado.) ¿Qué
quieres que haya en el horizonte? (Pausa.)
HAMM.–Las olas, ¿cómo son las olas?
CLOV.–¿Las olas? (Enfoca el anteojo.) De plomo.
HAMM.–¿Y el sol?
CLOV.–(Sin dejar de mirar.) Nada.
HAMM.–Sin embargo, tendría que estarse poniendo. Mira bien.
CLOV.–(Después de mirar.) ¡Vete al cuerno!
HAMM.–¿Entonces ya es de noche?
CLOV.–(Mirando.) No.
HAMM.–¿Qué, pues?
CLOV.–(En la misma posición.) Está gris. (Bajando el anteojo y
volviéndose hacia HAMM, más alto.) ¡Gris! (Pausa. Todavía más alto.)
¡GRIS![11].
La historia se ahorra porque la fuerza de la consciencia para pensar la
historia, la fuerza de la memoria, se ha agotado. El drama se convierte en
gesto mudo, congelado en medio del diálogo. De la historia meramente
aparece todavía su resultado como sedimento. Lo que en los existencialistas
se infló como el de una vez por todas del ser-ahí se ha contraído en la punta
de la historia, que se quiebra. La objeción de Lukács, según la cual en
Beckett los hombres se han reducido a su animalidad[12], se cierra con
optimismo oficial al hecho de que las filosofías de lo residual, aquellas que
tras el descuento de lo temporalmente contingente querrían apuntarse en su
haber lo verdadero e imperecedero, se han convertido en el residuo de la vida,
el cómputo de los daños. Por supuesto, tan poco sentido tendría imputar con
Lukács a Beckett una ontología abstracto-sujetivista y luego, por su ausencia
de mundo e infantilismo, colocarla en el índice desempolvado del arte
degenerado, como considerarlo un testimonio político capital. Difícilmente
alentará a la lucha contra la muerte atómica una obra que ya advierte su
potencialidad en la lucha más antigua. El simplificador del horror se niega, a
diferencia de Brecht, a la simplificación. Pero no es tan distinto de éste por
cuanto su capacidad para la diferenciación se convierte en susceptibilidad con
respecto a unas diferencias subjetivas que han degenerado en la conspicuous
consumption de quienes pueden permitirse la individuación. Ahí hay algo de
socialmente verdadero. La capacidad para la diferenciación no se puede
contabilizar, absolutamente y sin ningún reparo, como positiva. La
simplificación del proceso social que se inicia la relega a los faux frais del
mismo modo que desaparecen las prolijidades de las formas sociales que
contribuían al desarrollo de la facultad diferenciadora. Lo que era la
condición de la humanidad, la capacidad para la diferenciación, se va
convirtiendo en la ideología. Pero la consciencia de esto sin sentimientos no
involuciona. En el acto de suprimir, lo suprimido sobrevive como lo evitado,
del mismo modo que en la armonía atonal la consonancia. La estupidez de
Fin de partida se registra y escucha con la máxima capacidad de
diferenciación. La representación sin protesta de la regresión omnipresente
protesta contra una situación del mundo que obedece a la ley de la regresión
de tan buena gana que propiamente hablando ya no se dispone de ningún
contraconcepto que se le pueda oponer. Se vigila que las cosas sean así y no
de otra manera, un sistema de alarma de refinado timbre anuncia lo que
concuerda y lo que no con la topografía de la pieza. Por delicadeza, Beckett
se calla lo delicado no menos que lo brutal. La vanidad del individuo que
acusa a la sociedad mientras su misma justicia se disuelve en la acumulación
de la injusticia de todos los individuos, la desgracia, se manifiesta en
declamaciones penosas como el poema a Alemania de Karl Wolfskehl[13]. El
demasiado tarde, el instante perdido, condena tal retórica movilizadora a la
frase. Nada semejante en Beckett. Incluso la opinión de que él representa
negativamente la negatividad de la época se ajustaría al concepto según el
cual en los países satélites del este, donde la revolución se realizó como un
acto administrativo, uno debe ahora dedicarse a reflejar con frescura y alegría
una época fresca y alegre. El juego de elementos de la realidad sin reflejarla,
que no adopta ninguna posición y que encuentra su felicidad en la libertad de
la actividad por decreto, revela más que cuando se revela tomando partido.
Sólo callando puede pronunciarse el nombre del desastre. En el horror del
último estalla el del todo; pero únicamente aquí, no en la mirada a los
orígenes. El hombre, cuyo nombre genérico universal se ajusta mal al paisaje
lingüístico de Beckett, no es para éste más lo que ha devenido. Sobre el
género decide su último día[14], como en la utopía. Pero en el espíritu tiene
todavía que reflejarse la queja por que ya no sea posible quejarse. Ningún
lloro funde la coraza, sólo queda el rostro en que se han secado las lágrimas.
Eso es lo que se encuentra en el fondo de un comportamiento artístico que
denuncian como inhumano aquellos cuya humanidad ya se ha convertido en
un anuncio publicitario de lo inhumano, aunque todavía ni se lo imaginan.
Entre los motivos de Beckett para la reducción al hombre bestializado, éste es
sin duda el más íntimo. Forma parte del absurdo de su literatura que ésta
esconda su semblante.
Las catástrofes que inspiran Fin de partida han hecho saltar por los aires
aquel individuo cuya sustancialidad y condición absoluta constituía lo que de
común tenían Kierkegaard, Jaspers y la versión sartreana del existencialismo.
Ésta había incluso certificado a la víctima de los campos de concentración la
libertad de aceptar o negar interiormente el martirio infligido. Fin de partida
destruye esta clase de ilusiones. El individuo mismo, en cuanto categoría
histórica, resultado del proceso capitalista de alienación y desafiante protesta
contra éste, se ha hecho una vez más patente como algo efímero. La posición
individualista se situó en el polo opuesto al principio ontológico de todo
existencialismo, incluido el de Ser y tiempo. La dramaturgia de Beckett lo
abandona como a un búnker anticuado. En su estrechez y contingencia, la
experiencia individual no ha recibido de ninguna parte la autoridad para
interpretarlas a ellas mismas como cifra del ser, a no ser que se afirme a sí
misma como carácter fundamental del ser. Pero eso precisamente es lo que es
falso. La inmediatez de la individuación era engañosa. Lo que concierne a la
experiencia humana individual es mediado, condicionado. Fin de partida da
por supuesto que la aspiración del individuo a la autonomía y el ser ha
devenido inverosímil. Pero mientras que la prisión de la individuación es
descubierta como al mismo tiempo prisión y apariencia –el escenario es la
imago de tal autoconscienciación–, el arte sin embargo no es capaz de romper
el hechizo de la subjetividad escindida; únicamente de hacer sensible el
solipsismo. Beckett choca por tanto con su antinomia actual. La posición del
sujeto absoluto, una vez abierta brecha en ella como manifestación de un todo
que la sobrepasa y en general la produce, no se puede mantener; el
expresionismo envejece. Pero al arte le está vedada la transición a la
obligatoria universalidad de la realidad objetual, que contrarrestaría la
apariencia de la individuación. Pues, a diferencia del conocimiento discursivo
de lo real, del cual no se separa gradual sino categóricamente, en él sólo vale
lo llevado al estado de subjetividad, lo que es conmensurable con ésta. La
reconciliación, su idea, únicamente puede concebirla como entre lo alienado.
Si fingiese el estado de reconciliación pasándose al mero mundo de las cosas,
se negaría a sí mismo. Lo que se ofrece como realismo socialista, no está,
como se asegura, más allá del subjetivismo, sino por detrás de éste, y es al
mismo tiempo su complemento preartístico; el «Oh, hombre» expresionista y
el reportaje social ideológicamente sazonado encajan perfectamente entre sí.
La realidad irreconciliada no tolera en el arte ninguna reconciliación con el
objeto; el realismo, que de ninguna manera llega a ponerse a la altura de la
experiencia subjetiva, menos aún a superarla, meramente imita sus gestos.
Hoy en día la dignidad del arte no se mide por si con suerte o habilidad
escapa a esta antinomia, sino por cómo la asume. En eso Fin de partida es
ejemplar. Se pliega tanto a la imposibilidad de seguir representando según la
costumbre del siglo XIX, de trabajar con materiales, como a la comprensión
de que los modos subjetivos de reacción que en lugar de reproductibilidad
proporcionan la ley formal, no son ellos mismos algo primero y absoluto,
sino algo último, objetivamente puesto. Todo contenido de la subjetividad
que necesariamente se hipostasía a sí misma es vestigio y sombra del mundo
del que ella se retira para no ponerse al servicio de la apariencia y la
adaptación que el mundo le exige. Beckett no responde a esto con un acopio
de cosas imperecederas, sino precisamente con lo que, de manera precaria y
revocable, aún le permiten las tendencias antagonistas. Su dramaturgia
recuerda aquel pasatiempo que en la vieja Alemania gustaba de practicarse de
pasearse entre los postes fronterizos de Baden y Baviera como si éstos
cercasen un reino de la libertad. Fin de partida se halla en una zona de
indiferencia entre dentro y fuera, neutral entre los materiales sin los que
ninguna subjetividad podría expresarse ni siquiera ser y una animación que
hace que los materiales se desvanezcan, como si se hubiese empañado el
vidrio a través del cual se los contempla. Tan miserables son los materiales,
que el formalismo estético se salva irónicamente de sus detractores de uno y
otro lado, los ensalzadores del material en el Diamat y los jefes de negociado
de la expresión auténtica. El concretismo de los lémures, que han perdido el
horizonte en el doble sentido de la palabra, pasa inmediatamente a la más
extrema abstracción; el mismo estrato material condiciona un procedimiento
por el cual los materiales, por ser tocados justamente cuando están
desapareciendo, se aproximan a las formas geométricas; lo más estrecho se
convierte en lo general. La localización de Fin de partida en esa zona se
burla del espectador con la sugestión de algo simbólico que sin embargo,
como en Kafka, rechaza. Puesto que ningún estado de cosas es meramente lo
que es, cada uno aparece como signo de algo interior, pero lo interior cuyo
signo sería ya no es, y no otra cosa quieren decir los signos. La férrea ración
de realidad y personajes con que el drama cuenta y administra coincide con lo
que queda de sujeto, espíritu y alma teniendo en cuenta la catástrofe
permanente: del espíritu que surgió de la mímesis, la imitación ridícula; del
alma que se escenifica, el sentimentalismo inhumano; del sujeto, su
determinación abstracta: existir y sólo por eso cometer un crimen. Las figuras
de Beckett se comportan tan primitivo-conductistamente como
correspondería a las circunstancias posteriores a la catástrofe, y ésta las ha
mutilado de tal forma que no pueden reaccionar de otra manera: moscas que
se estremecen tras haber sido medio aplastadas por el matamoscas. El
principium stilisationis estético hace lo mismo con los hombres. Los sujetos
completamente rechazados sobre sí, el acosmismo convertido en carne, no
consiste en otra cosa que en las miserables realidades de su mundo encogido
hasta las necesidades básicas, personae vacías que en verdad no hacen ya
sino meramente dejarse atravesar por el sonido. Su phonyness[15] es el
resultado del desencantamiento del espíritu como mitología. Para malvender
la historia y así quizá hibernar, Fin de partida ocupa el nadir de lo que en el
zénit de la filosofía confiscó la construcción del sujeto-objeto: la identidad
pura se convierte en la de lo destruido, en la de sujeto y objeto en el estado de
completa alienación. Si en Kafka los significados estaba decapitados o
enredados, Beckett para los pies a la mala infinitud de las intenciones: su
sentido es la ausencia de sentido. Esta es objetivamente, sin ningún propósito
polémico, su respuesta a la filosofía existencialista que, bajo el nombre de
deyección y más tarde de absurdidad, transfigura en sentido la misma
ausencia de sentido amparándose en los equívocos del concepto de sentido.
Beckett no opone a éste ninguna concepción del mundo, sino que lo toma al
pie de la letra. Lo que resulta del absurdo, una vez arrancados del ser-ahí los
caracteres del sentido, ya no es nada universal –con lo cual lo absurdo
volvería a ser ya de nuevo idea–, sino tristes detalles que se burlan del
concepto, un estrato de utensilios como en un alojamiento provisional,
neveras, la parálisis, la ceguera y funciones corporales repulsivas. Todo a la
espera de la evacuación. Este estrato no es simbólico, sino el del estado
postpsicológico, como en los ancianos y torturados.
Deportadas de la interioridad, las circunstancialidades de Heidegger, las
situaciones de Jaspers, han devenido materialistas. En ellas armonizaban la
hipóstasis del individuo y la de la situación. La situación era ser-ahí temporal
por antonomasia y la totalidad de un individuo vivo en cuanto lo
primariamente cierto. Presuponía la identidad de la persona. Beckett
demuestra ser discípulo de Proust y amigo de Joyce por el hecho de que
devuelve al concepto de situación lo que éste dice y lo que la filosofía que lo
explota escamoteaba, la disociación de la unidad de la consciencia en lo
dispar, la no identidad. Pero en cuanto el sujeto deja de ser indudablemente
idéntico consigo, un contexto de sentido encerrado en sí, también su límite
con el exterior se disipa y las situaciones de la interioridad se convierten al
mismo tiempo en las de la physis. El juicio sobre la individualidad, que el
existencialismo conservaba como núcleo idealista, condena al idealismo. La
no identidad es ambas cosas, la desintegración histórica de la unidad del
sujeto y la aparición de lo que no es ello mismo sujeto. Eso modifica lo que
se puede querer decir con la situación. Jaspers la define como «una realidad
para un sujeto interesado en ella en cuanto ser-ahí»[16]. Subordina el
concepto de situación al sujeto imaginado como estable e idéntico tanto como
supone que la situación cobra sentido a partir de la relación con este sujeto;
inmediatamente después la llama también «una realidad no sólo sometida a la
naturaleza, sino también provista de sentido», que por lo demás, de modo
bastante curioso, para él no debe ser ya «ni psíquica ni física, sino ambas
cosas al mismo tiempo»[17]. Sin embargo, como según la concepción de
Beckett es de hecho ambas cosas, la situación pierde sus constituyentes
ontológico-existenciales: la identidad personal y el sentido. Eso se hace
patente en el concepto de situación límite. Éste también se debe a Jaspers: «A
situaciones como la de que yo siempre estoy en situaciones, que no puedo
vivir sin lucha y sufrimiento, que inevitablemente asumo culpas, que he de
morir, las llamo situaciones límite. Nunca cambian, sino solamente en su
manifestación; son, por lo que a nuestro ser-ahí se refiere, definitivas»[18].
La construcción de Fin de partida asume esto con un sardónico «¿Cómo dice,
por favor?». Lugares comunes como aquella de que «no puedo vivir sin lucha
y sufrimiento, que inevitablemente asumo culpas, que he de morir» pierden
su ramplonería en el instante en que se las devuelve de la altura de su
aprioridad al fenómeno; estalla entonces lo noble y afirmativo con que la
filosofía adorna la existencia ya según Hegel putrefacta subsumiendo lo no
conceptual bajo un concepto que hace desaparecer por arte de magia la
diferencia enfáticamente llamada ontológica. Beckett vuelve a ponerle a la
filosofía existencialista los pies en el suelo. Su obra responde a la comicidad
y distorsión ideológica de frases como «El coraje es, en las situaciones límite,
la actitud hacia la muerte como posibilidad indeterminada de ser uno
mismo»[19], las conociera o no Beckett. La miseria de los participantes en
Fin de partida es la de la filosofía.
Las situaciones beckettianas de las que se compone su drama son el
negativo de una realidad referida al sentido. Tienen su modelo en aquellas del
ser-ahí empírico que, en cuanto son aisladas, en cuanto son despojadas de su
contexto instrumental y psicológico por la pérdida de la unidad personal,
adoptan por sí mismas una expresión específica y forzosa, la del horror. Se
las encuentra ya en la práctica del expresionismo. El espanto que provoca el
maestro de escuela de Leonhard Frank, Mager[20], la causa de su asesinato,
se hace evidente en la descripción de la meticulosidad con que el señor
Mager pela una manzana delante de su clase. Lo circunspecto, que tan
inocente parece, es una figura del sadismo: la imagen de quien se toma su
tiempo se parece a la de quien hace esperar el castigo atroz. Pero el
tratamiento de las situaciones por parte de Beckett, derivado pánico y
artificial de las tontorronas comedias de situación del año de Maricastaña,
ayuda a la expresión de un estado de cosas ya observado por Proust. Heinrich
Rickert[21], que en su escrito póstumo Unmittelbarkeit und Sinndeutung[22]
considera la posibilidad de una fisiognomía objetiva del espíritu, del «alma»
no meramente proyectiva de un paisaje o de una obra de arte, cita un pasaje
de Ernst Robert Curtius[23]. Éste tiene «por sólo limitadamente correcto […]
cuando se ve en Proust exclusiva o preponderantemente a un gran psicólogo.
Con esta definición se caracteriza exactamente a un Stendhal. […] Está así en
la tradición cartesiana del espíritu francés. Pero Proust no reconoce la
separación entre la sustancia pensante y la extensa. Él no divide el mundo en
lo psíquico y lo físico. No se comprende la importancia de su obra si se la
considera desde la perspectiva de la “novela psicológica”. El mundo de las
cosas sensibles ocupa en los libros de Proust el mismo espacio que el de lo
sensible». O: «Si Proust es psicólogo, lo es en un sentido completamente
nuevo: en cuanto sumerge todo lo real, incluida la intuición sensible, en un
fluido anímico». Para mostrar «que aquí no se aplica el concepto ordinario de
lo psíquico», Rickert cita de nuevo a Curtius: «Pero con ello el concepto de lo
psicológico ha perdido su contrario, y precisamente por eso no sirve ya para
la caracterización»[24]. No obstante, la fisiognomía de la expresión objetiva
conserva algo de enigmático. Las situaciones dicen algo, pero ¿qué?; en tal
medida el arte mismo en cuanto quintaesencia de las situaciones converge
con esa fisiognomía. Une la determinidad extrema con su contrario radical.
En Beckett esta contradicción se invierte hacia fuera. Lo que normalmente se
escuda detrás de la fachada comunicativa es condenado a manifestarse.
Proust aún se deja llevar afirmativamente por esa fisiognomía, que proviene
de una tradición mística subterránea, como si la memoria involuntaria
revelara el lenguaje secreto de las cosas; en Beckett se convierte en el de lo
que ya no es humano. Sus situaciones son las contraimágenes de lo
inextinguible que se conjura en las de Proust, arrancado al flujo contra lo que
la atemorizada salud se defiende con uñas y dientes, la esquizofrenia. En el
reino de ésta el drama de Beckett sigue siendo dueño de sí mismo. Incluso la
somete a reflexión:
HAMM.–Conocí a un loco que creía que había llegado el fin del mundo.
Pintaba cuadros. Yo lo apreciaba. Lo visitaba a menudo en el manicomio.
Lo cogía de la mano y lo arrastraba hasta la ventana. ¡Mira! ¡Ahí! ¡El trigo
que crece! ¡Y allí! ¡Mira! ¡Las velas de las barcas sardineras! ¡Qué bonito
es todo esto! (Pausa.) Soltaba la mano y volvía a su rincón. Espantado. No
había visto más que cenizas. (Pausa.) Él era el único que se había salvado.
(Pausa.) Olvidado. (Pausa.) Al parecer el caso no es… el caso no era…
nada insólito[25].
La percepción del loco coincidiría con la de Clov, que espía por la ventana
cuando se lo ordenan. No de otro modo se aleja Fin de partida del punto más
bajo que llamándose como un sonámbulo: negación de la negatividad. En la
memoria de Beckett quizá está grabado un hombre apopléjico de mediana
edad que hace la siesta con un paño sobre los ojos para protegerse de la luz o
de las moscas; lo cual lo hace irreconocible. La ordinaria imagen, desde el
punto de vista óptico poco inhabitual, no se convierte en signo más que para
la mirada que percibe la pérdida de identidad del rostro, la posibilidad de que
su embozamiento sea el de un difunto, lo repulsivo de la aflicción física que,
reduciéndolo a su cuerpo, ya coloca al vivo entre los cadáveres[26]. Beckett
fija la mirada en tales aspectos hasta que la cotidiana vida familiar de la que
derivan se desvanece en la irrelevancia; al principio es el tableau de Hamm
cubierto con un trapo viejo, al final se acerca el pañuelo, la última posesión,
al rostro:
HAMM.–¡Vieja tela! (Pausa.) A ti te conservo[27].
Emancipadas de su contexto y del carácter del personaje, tales situaciones
se construyen dentro de un segundo contexto autónomo, de manera parecida
a como la música ensambla las intenciones y los caracteres expresivos que se
sumergen en ella hasta que su sucesión se convierte en una forma con
derecho propio. Un pasaje clave de la obra–
Si puedo callar y permanecer tranquilo, todo sonido y todo movimiento se
habrá acabado[28]
–delata el principio, quizá como reminiscencia de cómo Shakespeare trataba
el suyo en la escena de los actores de Hamlet.
HAMM.–Luego hablar, deprisa, palabras, como el niño solitario que se
convierte en varios, en dos, tres, para estar juntos y hablar unos con otros,
por la noche. (Pausa.) Un instante sigue a otro, pluf, pluf, como los granos
de mijo de… (pensándoselo) … aquel viejo griego, y toda la vida espera
uno que de ahí resulte una vida[29].
En el horror de no tener ninguna prisa tales situaciones aluden a la
indiferencia y superficialidad de lo que el sujeto en general aún puede hacer.
Cuando Hamm considera si ha de atornillar las tapaderas de los cubos de
basura en los que viven sus padres, revoca la decisión con las mismas
palabras que la de orinar, que entraña la tortura del catéter:
HAMM.–No corre prisa[30].
La ligera aversión a las botellitas de medicamentos, que se remonta al
instante en que uno percibe a los padres como físicamente frágiles, mortales,
desfallecientes, se refleja en la pregunta:
HAMM.–¿No es la hora de mi calmante?[31].
Conversar se ha convertido sin excepción en el refunfuño strindbergiano:
HAMM.–¿Te encuentras en tu estado normal?
CLOV.–(Irritado.) Te digo que no me quejo[32],
y en otra ocasión:
HAMM.–Me parece que estoy un poco demasiado hacia la izquierda.
(CLOV mueve levemente la silla. Pausa.) Ahora me parece que estoy un
poco demasiado a la derecha. (Misma operación.) Ahora me parece que
estoy un poco demasiado hacia delante. (Misma operación.) Ahora me
parece que estoy un poco demasiado hacia atrás. (Misma operación.) ¡No
te quedes ahí! (es decir, detrás de la silla.) Me das miedo.
CLOV vuelve a su sitio junto a la silla.
CLOV.–Si pudiera matarlo, moriría contento[33].
Pero el final del matrimonio es la situación en que uno se rasca:
NELL.–Te dejo.
NAGG.–¿Antes puedes rascarme?
NELL.–No. (Pausa.) ¿Dónde?
NAGG.–En la espalda.
NELL.–No (Pausa.) Frótate contra el borde.
NAGG.–Es más abajo. En el hueco.
NELL.–¿En qué hueco?
NAGG.–En el hueco. (Pausa.) ¿No puedes? (Pausa.) Ayer me rascaste ahí.
NELL.–(elegíaca) ¡Ay, ayer!
NAGG.–¿No puedes? (Pausa.) ¿No quieres que te rasque yo? (Pausa.)
¿Ya estás llorando otra vez?
NELL.–Lo estaba intentando[34].
Tras haber contado el padre dimisionario y preceptor de sus padres el
chiste judío, reputado como metafísico, sobre los pantalones y el mundo, lo
ríe a carcajadas él mismo. La vergüenza que a uno le invade cuando alguien
se ríe de sus propias palabras se convierte en un existencial; la vida
meramente es quintaesencia todavía de todo aquello de lo que uno tendría
que avergonzarse. La subjetividad desconcierta como dominio en la situación
en que uno toca el silbato y el otro aparece[35]. Pero aquello a que se resiste
la vergüenza tiene su relevancia social: en los momentos en que los
burgueses se comportan como auténticos burgueses, mancillan el concepto de
humanidad en que se basa su propia reivindicación. Los prototipos de Beckett
también son históricos por el hecho de que como humanamente típico
únicamente presenta las deformaciones que inflige a los hombres la forma de
su sociedad. No queda margen para nada más. Los malos modales y tics del
carácter normal que Fin de partida intensifica hasta lo impensable son
aquella universalidad, que desde hace mucho tiempo marca a todas las clases
e individuos, de un todo que meramente se reproduce por la mala
particularidad, por los intereses antagonistas de los sujetos. Pero puesto que
no había otra vida que la falsa, el catálogo de sus defectos se convierte en la
réplica de la ontología.
Sin embargo, la desintegración en elementos separados y no idénticos está
encadenada a la identidad en una pieza teatral que no renuncia a la tradicional
lista de personajes. Sólo contra la identidad, cayendo en su concepto, es en
general posible la disociación; de lo contrario sería la pluralidad pura, no
polémica, inocente. La crisis histórica del individuo tiene hoy por hoy su
límite en el individuo biológico, que es su escenario. Así, en Beckett el
cambio de situaciones que se va produciendo sin resistencia de los individuos
termina en los obstinados cuerpos a los que aquéllas regresan. Medidas por
tal unidad, las situaciones esquizoides son cómicas en cuanto ilusiones de los
sentidos. De ahí el carácter de payasada que prima vista se observa en los
modos de comportamiento y las constelaciones de las figuras de Beckett[36].
Si el psicoanálisis explica el humor de los clowns como regresión a una etapa
ontogénica sumamente temprana, entonces la regresiva pieza beckettiana
desciende hasta ese punto. Pero la risa a que anima debería ahogar a los
reidores. En eso ha resultado el humor después de haber devenido obsoleto
como medio estético y repulsivo, sin canon sobre aquello de que se podía
reír; sin nada inocuo entre el cielo y la tierra de lo estuviera permitido reírse.
He aquí un intencionadamente estúpido double entendu a propósito del
tiempo:
CLOV.–Ahora vuelve a ser divertido. (Se sube a la escalera y enfoca el
anteojo hacia el exterior. Se le resbala de las manos y cae. Pausa.) Lo hice
adrede. (Baja de la escalera, recoge el anteojo, lo examina y lo dirige
hacia la sala.) Veo… una multitud delirante. (Pausa.) Vaya, esto es lo que
se llama un catalejo. (Baja el anteojo y mira a Hamm.) ¿Qué? ¿No nos
reímos?[37].
El humor mismo se ha vuelto tonto, ridículo –¿quién podría aún reírse con
textos cómicos fundamentales como el Don Quijote o el Gargantúa?–, y
Beckett ejecuta la sentencia sobre él. Incluso los chistes sobre mutilados están
mutilados. Ya no llegan a nadie; la forma decadente de la que por supuesto
todo chiste tiene algo, el calambur, los cubre como una erupción cutánea.
Cuando a Clov, el que mira con el anteojo, se le pregunta por el color y
espanta a Hamm con la palabra «gris», se corrige con la formulación de «un
negro claro». Eso arruina la gracia del Avaro de Molière, que describe la
cajita supuestamente robada como de color «gris-rojo». Como los colores, el
chiste ha perdido su enjundia. En una ocasión, los dos antihéroes, un ciego y
un paralítico –el más fuerte de los dos ya es ambas cosas, el más débil está en
vías de serlo–, se ponen a tramar un «truco», una salida, «algún plan» a lo
Ópera de los tres centavos, del cual no saben si sólo ha de alargar la vida y el
tormento o poner fin a ambas cosas con la anquilación absoluta:
CLOV.–¡Ah, bueno! (Comienza a andar de un lado para otro con los ojos
clavados en el suelo y las manos escondidas detrás de la espalda. Se
detiene.) Me duelen las piernas, es increíble. Dentro de poco ya no podré
pensar.
HAMM.–No podrás abandonarme (CLOV sigue caminando.) ¿Qué haces?
CLOV.–Planes. (Camina de nuevo.) ¡Ah! (Se detiene.)
HAMM.–¡Qué cerebro! (Pausa.) ¿Y bien?
CLOV.–Espera. (Se concentra. No muy convencido.) Sí… (Pausa. Más
convencido.) Sí. (Levanta la cabeza.) Ya lo tengo. Pongo el
despertador[38].
Esto se asocia con el chiste, en origen sin duda también judío, del circo
Busch[39], en el que el estulto augusto, que ha sorprendido a su mujer y al
amigo en el sofá, no puede resolverse a echar a la mujer o al amigo porque
ama demasiado a los dos y da con la salida de vender el sofá. Pero incluso se
borra la huella de una racionalidad estúpidamente sofística. Ya no es cómico
más que el hecho de que con el sentido de la gracia la comicidad misma se
evapore. Así es como sobresalta quien, llegado al último peldaño de una
escalera, sigue subiendo y cae al vacío. La brutalidad extrema ejecuta el
veredicto sobre la risa, que desde hace mucho tiempo participa de su culpa.
Hamm deja que los torsos de sus padres, convertidos en bebés dentro de los
cubos de basura, mueran de hambre, triunfo del hijo en cuanto padre. A lo
cual acompaña esta charla:
NAGG.–¡Mi papilla!
HAMM.–¡Maldito progenitor!
NAGG.–¡Mi papilla!
HAMM.–¡Ah! Ya no hay modales, los viejos, comer, comer, no piensan
más que en comer. (Toca el silbato. Entra CLOV y se detiene junto a la
silla.) ¡Vaya! Pensé que querías abandonarme.
CLOV.–¡Oh, aún no, aún no!
NAGG.–¡Mi papilla!
HAMM.–Dale su papilla.
CLOV.–Ya no queda papilla.
HAMM.–Ya no hay papilla. Nunca volverás a tener papilla[40].
Al mal irrevocable el antihéroe aún añade la burla, el enfado con los viejos
que han perdido los modales, lo mismo que éstos suelen enfadarse con la
juventud indisciplinada. Lo que en este ambiente sigue habiendo de
humanidad, que los dos viejos compartan la última galleta, se convierte en
repulsivo por contraste con la bestialidad trascendental, el residuo del amor
en la intimidad de los chasquidos de la lengua al comer. En la medida en que
todavía son seres humanos, humanizan las cosas:
NELL.–¿Qué pasa, cariño? (Pausa.) ¿Quieres tontear?
NAGG.–¿Dormías?
NELL.–Oh, no.
NAGG.–¡Bésame!
NELL.–No puede ser.
NAGG.–Intentémoslo. (Las cabezas se aproximan con dificultad, sin
poderse tocar, y se vuelven a separar.)[41].
Las categorías dramáticas son en su totalidad tratadas como el humor. Se
parodian todas. Pero no se las hace objeto de burla. Enfáticamente, parodia
significa la utilización de formas en la época de su imposibilidad. Demuestra
esta imposibilidad y con ello modifica las formas. Las tres unidades
aristotélicas se conservan, pero el drama pierde la vida. Con la subjetividad
de la que Fin de partida es epílogo, se le sustrae el héroe; de la libertad no
conoce más que el reflejo impotente y ridículo de decisiones vanas[42].
También en esto es la pieza de Beckett heredera de las novelas de Kafka, con
respecto al cual es aquél algo similar a lo que los compositores seriales con
respecto a Schönberg: lo refleja una vez más en sí y lo invierte mediante la
totalidad de su principio. La crítica de Beckett al antecesor, que realza
irrefutablemente la divergencia entre lo que sucede y el lenguaje
objetualmente puro, épico, entraña la misma dificultad que la relación de la
actual composición integral con la en sí antagónica de Schönberg: ¿cuál es la
raison d’être de las formas en cuanto se borra su tensión con algo que no les
es homogéneo, sin que por ello sin embargo se pueda frenar el progreso del
dominio estético del material? Fin de partida sale del apuro apropiándose de
esa pregunta: tematizándola. Lo que impide la dramatización de las novelas
de Kafka se convierte en asunto. Los constituyentes dramáticos aparecen tras
la muerte de éste. Exposición, nudo, acción, peripecia y catástrofe vuelven
para una autopsia dramatúrgica como descompuestos: la catástrofe es, por
ejemplo sustituida por la comunicación de que no quedan calmantes[43].
Esos constituyentes se derogan con el sentido en el que el drama antes se
descargaba; Fin de partida estudia como en una probeta el drama de la época
que ya no tolera nada de aquello en lo que consiste. Por ejemplo: en el
apogeo de la acción, la tragedia conocía, como quintaesencia de la antítesis,
la extrema tirantez del hilo dramático, la esticomitia; unos diálogos en los que
los trimetros de los personajes se suceden uno tras otro. La forma había
renunciado a este medio, de una estilización y evidente pretensión que lo
alejaban demasiado de la sociedad secular. Beckett lo utiliza como si la
detonación hubiera desenterrado lo que había debajo del drama. Fin de
partida contiene diálogos sin interrupción, monosilábicos, como en otro
tiempo el juego de preguntas y respuestas entre el rey obcecado y el
mensajero del destino. Pero mientras que allí la curva se tensaba, aquí los
interlocutores se relajan. Faltos de aliento hasta el enmudecimiento, ya no
logran la síntesis de períodos lingüísticos y balbucean en frases protocolarias,
no se sabe si de los positivistas o de los expresionistas. El valor límite del
drama beckettiano es aquel silencio que ya en el inicio shakespeariano de la
tragedia moderna se definía como resto. El hecho de que a Fin de partida
siga como una especie de epílogo un Acte sans paroles es su propio terminus
ad quem. Las palabras suenan como recursos de urgencia porque el
enmudecimiento aún no se ha conseguido del todo, como voces
acompañantes de un silencio que perturban.
Aquello en que la forma se convirtió en Fin de partida puede casi
rastrearse a lo largo de la historia de la literatura. En El pato salvaje de Ibsen,
el fotógrafo malogrado Hjialmar Ekdal, ya él mismo potencialmente un
antihéroe, olvida traerle a la adolescente Hedvig, como le había prometido, el
menú de la fastuosa cena en casa del viejo Werle, al cual había sido invitado,
prudentemente, sin su familia. Esto está psicológicamente motivado por su
carácter negligente y egoísta, pero al mismo tiempo es simbólico de Hjalmar,
del curso de la acción, del sentido del todo: el inútil sacrificio de la
muchacha. Se anticipa la posterior teoría freudiana del acto fallido, que
explica éste por su relación con acontecimientos del pasado de la persona
tanto como con sus deseos, por tanto con su unidad. La hipótesis de Freud de
que «todas nuestras vivencias tienen un sentido»[44] traduce la idea
dramática tradicional a un realismo psicológico del que la tragicomedia de
Ibsen El pato salvaje ha prendido una vez más de forma incomparable la
chispa de la forma. Cuando se emancipa de su determinación psicológica, el
simbolismo se reifica en algo que es en sí, el símbolo se convierte en
simbolista, como en las obras tardías de Ibsen, por ejemplo el contable Foldal
arrollado por la llamada juventud en John Gabriel Borkmann. La
contradicción entre un simbolismo tan consecuente y el realismo conservador
se convierte en la deficiencia de las últimas piezas. Pero con ello en fermento
del Strindberg expresionista. Los símbolos de éste se apartan de los hombres
empíricos y tejen un tapiz en el que todo y nada es simbólico, porque todo
puede significarlo todo. El drama no tiene más que comprender lo
inevitablemente ridículo de tal pansimbolismo que se abole a sí mismo,
aprovecharlo adaptándolo, y se llega a la absurdidad beckettiana también
según la dialéctica inmanente de la forma. No significar nada se convierte en
el único significado. El temor más mortal de los personajes del drama, si no
del misma drama parodiado, es el disimuladamente cómico a que pudieran
significar algo.
HAMM.–¿No estaremos empezando a… a significar… algo?
CLOV.–¿Significar? ¿Nosotros, significar algo? (Risa breve.) ¡Esta sí que
es buena![45].
Con esta posibilidad, que durante mucho tiempo ha estado reprimida por el
predominio de un aparato en el que los individuos son intercambiables o
superfluos, desaparece también el significado del lenguaje. Hamm, al que
irrita el impulso de la vida, degenerado hasta lo torpe, en la conversación de
los padres en los cubos de basura, y que se pone nervioso porque «esto no va
a acabar nunca», pregunta: «¿Pero de qué pueden hablar, de qué se puede
hablar todavía?»[46]. La pieza no se queda atrás con respecto a esto. Está
erigida sobre los fundamentos de una prohibición del lenguaje y se expresa a
través de su propia estructura. No elude, sin embargo, la aporía del drama
expresionista: que el lenguaje, aun cuando tiende a reducirse a sonido, no
puede desembarazarse de su elemento semántico, devenir puramente
mimético[47] o gestual, como por ejemplo las formas pictóricas emancipadas
de la objetualidad tampoco desprenderse totalmente de la similitud con lo
objetual. Los valeurs miméticos, una vez definitivamente separados de los
significativos, caen en la arbitrariedad y el acaso y finalmente en una segunda
convención. La manera en que Fin de partida se aviene con esto lo distingue
de Finnegans Wake. En lugar de intentar liquidar el elemento discursivo del
lenguaje mediante el puro sonido, Beckett lo transforma en el instrumento de
su propia absurdidad, según el ritual del clown, cuya palabrería deviene sin
sentido al ser presentada como sentido. La desintegración objetiva del
lenguaje, los desatinos al mismo tiempo estereotipados y erróneos de la
autoalienación en que su hinchazón ha convertido palabra y frase a los
hombres en su propia boca, penetra en el arcano estético; el segundo lenguaje
de los que han enmudecido, un aglomerado de frases insolentes, conexiones
aparentemente lógicas, palabras galvanizadas como marcas de productos, el
eco desolado del mundo publicitario, se ha rehecho como el lenguaje de la
poesía, la cual niega al lenguaje[48]. En esto converge Beckett con la
dramaturgia de Eugène Ionesco. Si una de sus obras tardías se ordena en
torno a la imago de la cinta magnetofónica, entonces el lenguaje de Fin de
partida se asemeja a la bien conocida del abominable juego de sociedad en
que se registran secretamente en cinta las tonterías que se dicen durante una
fiesta y luego se humilla a los invitados con ellas. Lo que se recompone es el
shock del que en tales ocasiones se sale con risitas estúpidas. Así como tras
una lectura intensiva de Kakfa la experiencia despierta cree observar por
doquier situaciones extraídas de sus novelas, el lenguaje de Beckett produce
una enfermedad saludable en el enfermo: quien se oye a sí mismo teme
hablar así. Ya hace mucho tiempo que a quien sale del cine le parece que la
casualidad planeada de la película prosigue en los acontecimientos casuales
de la calle. Entre las frases montadas del lenguaje cotidiano se abre el
agujero. Si uno de ellos, con los gestos rutinarios del baqueteado que está
seguro del irremediable aburrimiento de la existencia, pregunta «¿Qué
quieres que haya en el horizonte?»[49], el levantamiento de hombres
devenido lenguaje deviene apocalíptico, precisamente por su cotidianeidad.
Al terminante y agresivo impulso del sano sentido común «¿Qué quieres que
haya?» se le arranca la confesión del propio nihilismo. Algo más tarde,
Hamm, el señor, ordena al soi-disant criado Clov, que vaya a buscar «el
bichero» para un número de circo, el vano intento de mover la butaca de acá
para allá. A lo cual sigue un pequeño diálogo:
CLOV.–Haz esto, haz lo otro, y yo lo hago. Nunca me niego. ¿Por qué?
HAMM.–No puedes.
CLOV.–Pronto no lo haré más.
HAMM.–Ya no podrás. (Clov sale.) ¡Ah, la gente! ¡La gente! Hay que
explicárselo todo[50].
Que «a la gente hay que explicárselo todo» es lo que millones de
superiores inculcan cada día a millones de subordinados. Pero el sin sentido
que supuestamente se fundamenta en el pasaje –la explicación de Hamm
desmiente su propia orden– no sólo ilumina crudamente el desvarío, que la
costumbre oculta, del cliché, sino que al mismo tiempo expresa el engaño del
hablar el uno con el otro; que los alejados entre sí sin esperanza, cuando
conversan, se acercan tan poco como los dos viejos tullidos en los cubos de
basura. La comunicación, la ley universal de los clichés, revela que no hay
comunicación. La absurdidad de todo hablar no se ha desarrollado sin
mediación contra el realismo, sino a partir de éste. Pues por su mera forma
sintáctica, por la logicidad, las relaciones deductivas, los conceptos fijos, el
lenguaje comunicativo ya postula el principio de razón suficiente. Esta
exigencia, sin embargo, difícilmente se sigue satisfaciendo: los hombres, tal
como hablan entre sí, en parte son motivados por su psicología, el
inconsciente prelógico, en parte persiguen fines que, en cuanto los de la mera
autoconservación, divergen de aquella objetividad que la forma lógica refleja.
En todo caso, hoy en día eso se les puede demostrar con sus cintas
magnetofónicas. Según lo entendieron tanto Freud como Pareto[51], la ratio
de la comunicación verbal es siempre, también, racionalización. Pero la ratio
misma nace del interés por la autoconservación y por eso las
racionalizaciones obligatorias la convencen de su propia irracionalidad. Lo
absurdo es ya la misma contradicción entre la fachada racional y lo
ineluctablemente irracional. Beckett no tiene más que señalarla, utilizarla
como principio de selección, y el realismo, despojado de la apariencia de
rigor racional, llega a sí mismo.
Incluso la forma sintáctica de pregunta y respuesta resulta minada.
Presupone una apertura a lo por decir que, como ya a Huxley no le pasó por
alto, ha dejado de existir. En la pregunta se puede oír apuntada la respuesta, y
esto condena al juego de pregunta y respuesta a lo vanamente ilusorio del
intento inútil de velar mediante el gesto lingüístico de la libertad la falta de
libertad del lenguaje informativo. Beckett le quita el velo, también el
filosófico. Todo lo que ahí se pone en cuestión frente a la nada evita de
antemano, mediante el pathos hurtado a la teología, las espantosas
consecuencias sobre cuya posibilidad éste insiste, y mediante la forma de la
pregunta infiltra la respuesta con precisamente el sentido que ella pone en
duda; no por casualidad durante el fascismo y el prefascismo tales
destructores pudieron denostar tan gallardamente el intelecto destructivo.
Beckett, sin embargo, descifra la mentira del signo de interrogación: la
pregunta se ha hecho demasiado retórica. Si el infierno de la filosofía
existencialista se asemeja a un túnel en mitad del cual ya vuelve a brillar la
luz desde el otro lado, el diálogo de Beckett arranca los raíles de la
conversación; el tren ya no llega allí donde clarea. La vieja técnica
wedekindiana del malentendido deviene total. El mismo curso del diálogo se
aproxima al principio aleatorio del proceso de producción literaria. Suena
como si la ley de su progresión no fuera la razón de afirmación y réplica, ni
siquiera de su mutuo enganche psicológico, sino un sondeo semejante al de la
música que se emancipa de los tipos preexistentes. El drama está a la escucha
de qué frase sigue a la precedente. La absurdidad del contenido sí que se
diferencia de la simple involuntariedad de tales preguntas. También esto tiene
su modelo infantil en quienes en el parque zoológico esperan a ver cuál será
la siguiente que hagan el hipopótamo o el chimpancé.
En el estado de su descomposición el lenguaje se polariza. Aquí se
convierte en basic English, o francés, o alemán de palabras sueltas, órdenes
emitidas arcaicamente en la jerga del desprecio universal, la confianza de
antagonistas irreconciliables; allí, en el conjunto de sus formas vacías, una
gramática que ha renunciado a toda relación con su contenido y por tanto a su
función sintética. Las interjecciones se acompañan de frases prácticas, Dios
sabe para qué. También esto Beckett lo pregona a los cuatro vientos: es una
de las reglas del juego de Fin de partida que los compañeros asociales, y con
ellos los espectadores, se miren continuamente las cartas. Hamm se siente
artista. Ha adoptado como máxima de su vida el qualis artifex pereo
neroniano. Pero los relatos que proyecta encallan la sintaxis:
HAMM.–¿Dónde estaba? (Pausa. Taciturno.) Se ha acabado, estamos
acabados. (Pausa.). Esto se va a acabar[52].
La lógica se tambalea entre los paradigmas. Hamm y Clov charlan a su
manera autoritaria, cortándose mutuamente:
HAMM.–Abre la ventana.
CLOV.–¿Para qué?
HAMM.–Quiero oír el mar.
CLOV.–No lo oirás.
HAMM.–¿Ni aunque abras la ventana?
CLOV.–No.
HAMM.–¿Entonces no vale la pena abrirla?
CLOV.–No.
HAMM.–(Violentamente.) ¡Ábrela, pues! (Clov sube a la escalera y abre
la ventana. Pausa.) ¿La has abierto?
CLOV.–Sí[53].
Un poco más y se desearía encontrar la clave de la pieza en el último
«pues» de Hamm. Puesto que no vale la pena abrir la ventana, puesto que no
puede oír el mar –quizá se ha secado, quizá ya no se mueve–, se empeña en
que Clov la abra: la tontería de una acción se convierte en la razón para
llevarla a cabo, legitimación a posteriori de la acción libre ejecutada en aras
de sí misma de Fichte. Tal es el aspecto de las acciones de nuestra época y
despiertan la sospecha de nunca ha sido muy diferente. La figura lógica de lo
absurdo, que presenta como rigurosa la oposición contradictoria de lo
riguroso, niega cualquier coherencia de sentido, como la que la lógica parece
garantizar, para convencer a ésta de su propia absurdidad: que con sujeto,
predicado y cópula ajusta lo no idéntico como si fuera idéntico, como si se
aviniera a las formas. No es como concepción del mundo como lo absurdo
reemplaza a la racional; ésta deviene ella misma en ello.
Entre las formas y el contenido residual de la pieza domina la armonía
preestablecida de la desesperación. El conjunto reunido no cuenta más que
cuatro cabezas. Dos de ellas son exageradamente rojas, como si su vitalidad
fuera una enfermedad cutánea; los dos ancianos son en cambio
exageradamente blancos como patatas que se estuvieran ya grillando en el
sótano. Ninguno de ellos tiene ya un cuerpo que funcione correctamente, los
ancianos ya no constan más que de tronco, las piernas por cierto no las han
perdido en la catástrofe sino al parecer en un accidente privado con el tándem
en las Ardenas, «a la salida de Sedan»[54], donde regularmente un ejército
suele destruir a otro; no se piense que las cosas han cambiado tanto. Sin
embargo, teniendo en cuenta la inconcreción de la desgracia general, el
recuerdo de la suya concreta se hace incluso envidiable, se ríen de ella. A
diferencia de los padres e hijos expresionistas, todos tienen nombres propios,
pero los cuatro son monosilábicos, cuatro letter words, como los obscenos.
Las abreviaturas prácticas y familiares tan populares en los países
anglosajones aparecen como meros muñones de nombres. Únicamente el de
la anciana madre, Nell, es hasta cierto punto corriente, aunque obsoleto;
Dickens lo emplea para el enternecedor niño de la Old Curiosity Shop[55].
Los otros tres nombres se han inventado como para vallas publicitarias. El
anciano se llama Nagg, por asociación con nagging[56], quizá también con el
alemán: lo que une a la pareja de ancianos es el roer[57]. Discuten sobre si se
les ha cambiado el serrín en sus cubos de basura; pero ya no es serrín, sino
arena. Nagg constata que antes era serrín y Nell responde harta: «Antes»[58],
como una esposa da a conocer con sorna expresiones que su marido repite
hasta la saciedad. La discusión por el serrín o la arena es tan nimia como
decisiva la diferencia en la acción residual. Transición de lo mínimo a la
nada. Lo que Benjamin admiraba de Baudelaire, la capacidad para decir algo
extremo como extrema discreción[59], Beckett puede reclamarlo; el consuelo
de todo el mundo, que las cosas siempre pueden ir aún peor, se convierte en
juicio condenatorio. En el reino entre la vida y la muerte, donde ya ni siquiera
se puede sufrir, la diferencia entre serrín y arena lo es todo; el serrín,
subproducto miserable del mundo de las cosas, se convierte en un bien escaso
y su privación en intensificación de la pena de muerte a perpetuidad. El hecho
de que los dos se alojen en cubos de basura –un motivo análogo se encuentra,
por cierto, en Camino Real de Tennessee Williams, seguramente sin que haya
ninguna dependencia entre ambas obras– toma como Kafka al pie de la letra
la frase coloquial: «Hoy en día a los viejos se los tira al cubo de la basura», y
sucede. Fin de partida es la verdadera gerontología. Según la medida del
trabajo socialmente útil que ellos ya no realizan, los viejos son superfluos y
habría que tirarlos. Eso es lo que se desprende de la cháchara científica de
una asistencia pública que subraya lo que niega. Fin de partida educa para
una situación en la que todos los implicados, cuando levanten la tapa del más
cercano de los grandes cubos de basura, esperen encontrar dentro a sus
propios padres. La cohesión natural de lo vivo se ha convertido en desecho
orgánico. Los nacionalsocialistas derribaron el tabú de la vejez de un modo
irrevocable. Los cubos de basura son emblemas de la cultura reconstruida
después de Auschwitz. Pero la acción secundaria va más que demasiado
lejos, hasta la muerte de los dos ancianos. Se les niega su comida de bebé, su
papilla, sustituida por una galleta que sin dientes ya no pueden masticar y se
ahogan porque el último hombre es demasiado sensible para permitir que
vivan los penúltimos. Esto lo imbrica en la acción principal el hecho de que
el fin de los dos ancianos la hace avanzar hacia aquel desenlace de la vida
cuya posibilidad constituye el momento de tensión. Una variación de Hamlet:
diñarla o diñarla, ésa es aquí la cuestión.
El nombre del héroe beckettiano acorta terriblemente el del
shakespeariano; el del sujeto dramático liquidado, el del primero. Se le asocia
también uno de los hijos de Noé y por eso el diluvio: el primer padre de los
negros, que en una negación freudiana sustituye a la raza blanca de los
señores. Finalmente, en inglés ham actor significa comicastro. El Hamm de
Beckett, a la vez guardián de las llaves[60] e impotente, representa lo que ya
no es, como si hubiera leído esa recentísima literatura sociológica que define
al zoon politikon como un rol. Quien presumía con tanta destreza como ahora
el desvalido Hamm era una personalidad. Ésta quizá ya en origen era un rol,
naturaleza que se hace pasar por sobrenaturaleza. El cambio de situaciones de
la pieza es causa de uno de los roles de Hamm; en una ocasión, una acotación
le recomienda drásticamente que hable «con la voz de un ser dotado de
razón»; en su prolijo relato afecta el «tono de narrador». El recuerdo de lo
irrecuperable se convierte en embuste. La desintegración condena
retrospectivamente la continuidad de la vida, únicamente por la cual ha
devenido ésta vida, como ella misma ficticia. La diferencia entre la
entonación de los hombres que relatan y la de los que hablan inmediatamente
somete a juicio el principio de identidad. Ambas alternan en el gran discurso
de Hamm, una especie de aria intercalada sin música. En los momentos de
ruptura se detiene, con las pausas artificiales del antiguo primer actor. A la
norma de la filosofía existencialista, los hombres deberían ser ellos mismos
porque ya no pueden ser absolutamente nada más, Fin de partida opone la
antítesis de que precisamente éste yo no es el yo, sino la imitación simiesca
de algo no existente. La mendacidad de Hamm hace patente la mentira que
implica que uno diga yo y con ello se atribuya aquella sustancialidad lo
contrario de la cual es el contenido de lo que el yo resume. Lo permanente es,
como quintaesencia de lo efímero, su ideología. Pero de lo que era el
contenido de verdad del sujeto, del pensar, sólo se conserva aún la cáscara
gestual. Los dos actúan como si reflexionaran sobre algo, sin que reflexionen:
HAMM.–Realmente, todo ello es divertido. ¿Quieres que nos
desternillemos juntos?
CLOV.–(Después de reflexionar.) Hoy no sería capaz de desternillarme
otra vez.
HAMM.–(Después de reflexionar.) Yo tampoco[61].
El antagonista de Hamm es ya por el nombre lo que es, el clown de nuevo
mutilado, al que se ha recortado la letra final. Suena igual que una expresión
sin duda anticuada que designa la pezuña del demonio, parecida a la palabra
corriente para guante. Él es el demonio de su amo, al que amenaza con lo
peor, abandonarlo, y al mismo tiempo es su guante, con el cual aquél toca el
mundo de las cosas al que ya no llega inmediatamente. Con tales
asociaciones no sólo se ha construido la figura de Clov, sino su relación con
los otros. En la vieja edición para piano del Ragtime para once instrumentos
de Stravinski, una de las piezas más importantes de su fase surrealista, hay un
dibujo de Picaso que, sin duda inspirado por el título «Rag»[62], muestra dos
figuras encanalladas, ancestros de los vagabundos Vladimir y Estragón que
esperan al señor Godot. El virtuoso grafismo está trazado en una única línea.
De su espíritu es el doble esbozo de Fin de partida, lo mismo que las
desgastadas repeticiones que toda la obra de Beckett arrastra
irresistiblemente. En ellas queda anulada la historia. La compulsión a la
repetición imita el comportamiento regresivo del prisionero, que siempre lo
vuelve a intentar. No es en lo que menos coincide Beckett con las tendencias
más recientes de la música el hecho de que él, el occidental, amalgama rasgos
extraídos del pasado radical de Stravinski, el sofocante estatismo de la
continuidad desintegrada, con avanzados medios expresivos y constructivos
extraídos de la escuela de Schönberg. También los contornos de Hamm y
Clov son los de una línea única; se les niega la individuación como mónada
nítidamente autónoma. No pueden vivir el uno sin el otro. El poder de Hamm
sobre Clov parece estribar en el hecho de que sólo él sabe cómo se abre la
despensa, lo mismo, por ejemplo, que sólo el gerente conoce la combinación
instalada en la cerradura de una caja fuerte. Estaría dispuesto a revelarle el
secreto si Clov jurara «acabar» con él –o «con nosotros»–. Clov responde con
locución sumamente característica de la trama de la pieza: «no podría acabar
contigo», y como si la pieza se burlase del hombre que se vuelve razonable,
dice Hamm: «Entonces tú no acabarás conmigo»[63]. Depende de Clov
porque éste es el único que aún puede hacer lo que les mantiene a los dos con
vida. Pero esto es de valor cuestionable, pues, como el capitán del buque
fantasma, ambos han de temer no poder morir. Lo mínimo, que al mismo
tiempo lo es todo, sería que quizá algo, pese a todo, cambie. Este
movimiento, o su ausencia, es la acción. Ésta, por supuesto, no es mucho más
explícita que el «algo sigue su curso»[64] repetido como motivo, tan
abstracto como la forma pura del tiempo. La dialéctica hegeliana del amo y el
esclavo, que con ocasión de Godot ya recordó Günther Anders, es más bien
objeto de burla que de elaboración formal según la usanza de la estética
tradicional. El esclavo ya no puede tomar las riendas para abolir la
dominación. El mutilado difícilmente sería capaz de ello, y para la acción
espontánea, según el reloj solar filosófico-histórico de la pieza[65], ya es de
todos modos demasiado tarde. A Clov no le queda sino exiliarse en el mundo
no existente para los reclusos, con algunas oportunidades de morir en el
intento. Ni siquiera puede confiarse en la libertad para la muerte[66].
Ciertamente toma la decisión de marcharse e incluso entra como para
despedirse: «Panamá, chaqueta de tweed, guantes amarillos claro,
impermeable al brazo, paraguas y maleta»[67], con un fuerte efecto musical
de conclusión. Pero no se le ve partir, sino que «permanece inmóvil e
impasible con los ojos clavados en Hamm hasta el final»[68]. Eso es una
alegoría de intención malograda. Prescindiendo de las diferencias, que
pueden ser decisivas o completamente indiferentes, es idéntica al inicio.
Ningún espectador ni ningún filósofo sabría decir si no comienza de nuevo
desde el principio. El péndulo de la dialéctica queda en suspenso.
Musicalmente la acción de la pieza está compuesta, en su totalidad, sobre
dos temas, como antaño la doble fuga. El primer tema es que las cosas han
llegado a un fin, la negación schopenhaueriana, devenida insignificante, de la
voluntad de vivir[69]. Hamm da el tono; los personajes, que ya no lo son, se
convierten en instrumentos de su situación, como si tuvieran que tocar
música de cámara. «Hamm, que en Fin de partida permanece sentado ciego e
inmóvil en la silla de ruedas, es, de todos los extravagantes instrumentos de
Beckett, aquél con más tonos, con el sonido más sorprendente»[70]. La no
identidad de Hamm consigo mismo motiva el desarrollo. Mientras que él
quiere el final, en cuanto el del tormento de una existencia en el mal sentido
infinita, se preocupa por su vida como un señor en los ominosos mejores
años. Para él son del máximo valor las más mínimas parafernalias de la salud.
Pero no teme a la muerte, sino a que pudiera fracasar; un eco del motivo
kafkiano de El cazador Graco[71]. Para él tan importantes como las propias
necesidades es que Clov, apostado como vigía, no divise ninguna vela,
ningún penacho de humo; que ya no se mueva ninguna rata ni ningún insecto,
con los que el desastre pueda empezar desde el principio; tampoco al niño
quizá superviviente que sería sin embargo la esperanza y al que aguarda
como Herodes el carnicero al Agnus Dei. El insecticida, que desde el inicio
aludía a los campos de exterminio, se convierte en producto final del dominio
de la naturaleza que acaba consigo mismo. El contenido de la vida ya sólo es:
que no quede nada vivo. Todo lo que es debe igualarse a una vida que sea ella
misma la muerte, el dominio abstracto. – El segundo tema está asignado a
Clov el sirviente. Después de una historia por supuesto muy oscura, acude a
Hamm en busca de protección; pero también tiene mucho del hijo del
patriarca impotente y furioso. Dejar de obedecer al impotente es lo más difícil
de todo; el insignificante, el sobrepasado, se opone con obstinación a la
abolición. Las dos acciones están contrapunteadas por el hecho de que la
voluntad de morir de Hamm es lo mismo que su principio vital, mientras que
la voluntad de vivir de Clov podría provocar la muerte de ambos; Clov dice:
«Fuera está la muerte»[72]. La antítesis de los héroes no está, pues, tampoco
fijada, sino que sus impulsos se mezclan; precisamente Clov es el primero en
hablar del final. El esquema del desarrollo es el final de la partida de ajedrez,
una situación típica, hasta cierto punto normalizada, separada por una cesura
del juego central y sus combinaciones; éstas también faltan en la obra. La
intriga y la plot están tácitamente suspendidas. Sólo defectos técnicos o
accidentes como el de que en alguna parte aún crezca algo vivo, no el espíritu
sagaz, podrían fundar algo imprevisto. El campo está casi vacío y lo que pasó
antes sólo a duras penas se puede inferir de las posiciones del par de figuras.
Hamm es el rey en torno al cual gira todo y él mismo no es capaz de nada. La
desproporción entre el ajedrez como pasatiempo y el desmesurado esfuerzo
que implica se convierte en escena en la que hay entre los que gesticulan
atléticamente y el escaso peso de lo que hacen. Si la partida termina en tablas
o en un jaque perpetuo, o si Clov gana, como si la certeza sobre esto ya
tuviera demasiado sentido, no queda claro; en cualquier caso, eso tampoco es
tan importante en absoluto: todo se inmovilizaría tanto en caso de tablas
como de mate. Por lo demás, únicamente escapa al círculo la imagen fugaz de
aquel niño[73], reminiscencia caduca de Fortimbrás[74] o del Niño Rey.
Podría incluso ser el propio hijo abandonado de Clov. Pero la luz oblicua que
desde allí entra en la habitación es tan débil como los brazos desvalidos que,
al final del Proceso de Kafka, aparecen en la ventana estirándose para ayudar.
La historia final del sujeto se hace temática en un intermezzo que se puede
permitir su simbología porque deja ver su propia caducidad y por tanto la de
su sentido. La hybris del idealismo, la entronización del hombre como
creador en el centro de la creación, se ha atrincherado en el «interior sin
muebles» como un tirano en sus últimos días. Allí repite, con imaginación
reducida al mínimo, lo que el hombre habría querido ser alguna vez; aquello
de lo que le despojó el movimiento social lo mismo que la nueva cosmología
y de lo que sin embargo no consigue desligarse. Clov es su male nurse.
Hamm se hace conducir por él en la silla de ruedas al centro de ese interior en
que se ha convertido el mundo y al mismo tiempo el espacio interior de su
propia subjetividad:
HAMM.–Vamos a dar una vueltecita. (Clov se coloca detrás de la silla y
la empuja un poco hacia adelante.) No demasiado rápido. (Clov sigue
empujando la silla.) Una vueltecita al mundo. (Clov sigue empujando la
silla.) Roza las paredes. Luego llévame de nuevo al centro. (Clov sigue
empujando la silla.) Estaba en el centro, ¿verdad?[75].
La pérdida del centro que esto parodia porque ese centro mismo era ya una
mentira se convierte en mísero objeto de una pedantería mezquina y
desvigorizada:
CLOV.–Aún no hemos dado la vuelta.
HAMM.–Llévame a mi sitio. (Clov empuja la silla hasta su sitio y se
detiene.) ¿Es éste mi sitio?
CLOV.–Si, éste es tu sitio.
HAMM.–¿Estoy exactamente en el centro?
CLOV.–Voy a medirlo.
HAMM.–¡Más o menos! ¡Más o menos!
CLOV.–Aquí.
HAMM.–¿Estoy más o menos en el centro?
CLOV.–A mí me parece que sí.
HAMM.–¡A ti te parece que sí! ¡Ponme exactamente en el centro!
CLOV.–Voy a buscar el metro.
HAMM.–¡No, no! ¡A ojo! ¡A ojo! (Clov mueve apenas la silla.)
¡Exactamente en el centro![76].
Pero lo que en el estúpido ritual se compensa no es nada que el sujeto
hubiera cometido antes. La subjetividad misma es la culpa; el hecho sin más
de ser. El pecado original se fusiona heréticamente con la creación. El ser que
la filosofía existencialista pregona como sentido del ser se convierte en su
antítesis. El terror pánico a los movimientos reflejos de lo vivo instiga no
sólo al dominio incansable de la naturaleza: se aferra a la vida misma en
cuanto causa del desastre en que se ha convertido la vida:
HAMM.–Todos aquellos a quienes habría podido ayudar. (Pausa.)
¡Ayudar! (Pausa.) Los habría podido salvar. (Pausa.) ¡Salvar! (Pausa.)
Salían de todos los rincones. (Pausa. Con violencia.) ¡Pero reflexionen,
reflexionen! ¡Están ustedes sobre la tierra, no tiene remedio![77]
De lo cual extrae la conclusión: «El final está en el principio y, sin
embargo, uno continúa»[78]. La ley moral autónoma se vuelve antinómica, el
puro dominio de la naturaleza en el deber del exterminio que siempre
acechaba ya detrás:
HAMM.–¡Más complicaciones! (Clov baja de la escalera.) ¡Con tal de que
volvamos a empezar! (Clov acerca la escalera a la ventana, sube, enfoca
el anteojo. Pausa.)
CLOV.–¡Ay, ay, ay, ay!
HAMM.–¿Una hoja? ¿Una flor? ¿Un toma… (Bosteza.) …te?
CLOV.–(Mirando.) ¡Ya te daría yo a ti tomates! ¡Alguien! ¡Es alguien!
HAMM.–(Deja de bostezar.) Pues bien, extermínalo. (Clov baja de la
escalera. Suavemente.) ¡Alguien! (Con voz temblorosa.) ¡Cumple con tu
deber![79]
Sobre el idealismo, de donde procede tal concepto total del deber, juzga
una pregunta del rebelde frustrado a su amo frustrado:
CLOV.–¿Hay sectores que te interesen especialmente? (Pausa.) ¿O
sencillamente todo?[80]
Esto suena como si se pusiera a prueba la idea de Benjamin de que una
célula de realidad contemplada compensa del resto del mundo sobrante. Lo
total, pura posición del sujeto, es la nada. Ninguna frase suena más absurda
que esta la más racional que contrae el todo a un solamente, el espejismo de
un mundo antropocéntricamente dominable. Sin embargo, por racional que
sea este máximo absurdo, el aspecto absurdo de la pieza de Beckett no se
puede discutir sólo porque la apología precipitada y el ansia de etiquetar se
hayan apoderado de él. La ratio, convertida en totalmente instrumental,
despojada de reflexión sobre sí y sobre lo descalificado por ella, debe
preguntar por el sentido que ella misma ha suprimido. Pero en la situación
que obliga a esta pregunta no queda otra respuesta que la nada que en cuanto
forma pura ella ya es. La inevitabilidad histórica de esta absurdidad hace que
parezca ontológica: éste es el contexto de enceguecimiento de la historia
misma. El drama de Beckett lo demuele. La contradicción inmanente de lo
absurdo, el sin sentido en que termina la razón, abre enfáticamente la
posibilidad de algo verdadero que ni siquiera puede ser pensado. Socava la
exigencia absoluta de lo que es tal cual. La ontología negativa es la negación
de la ontología: sólo la historia ha producido aquello que el poder mítico de
lo intemporal se apropió. En Beckett, la fibra histórica de la situación y el
lenguaje no concreta more geometrico algo ahistórico: precisamente este uso
de los dramaturgos existencialistas es tan ajeno al arte como filosóficamente
retrógrado. Sino que el de una vez por todas de Beckett es la catástrofe
infinita; sólo «que la tierra se ha apagado aunque nunca la vi encendida»[81]
justifica la respuesta de Clov a la pregunta de Hamm: «¿No crees que esto ya
ha durado demasiado?»: «Ya de siempre»[82]. La prehistoria perdura, el
fantasma de la eternidad no es él mismo más que su maldición. Después de
que Clov haya informado al completamente inválido de lo que ve sobre la
tierra, a la que éste le había ordenado mirar[83], Hamm le confía como su
secreto:
CLOV.–(Absorto.) Mmm.
HAMM.–¿Sabes qué?
CLOV.–(Igual.) Mmm.
HAMM.–Nunca he estado allí[84].
La tierra aún no ha sido hollada nunca; el sujeto aún no es tal. La negación
determinada se convierte en dramatúrgica mediante la conversión
consecuente. Los dos interlocutores sociales califican su comprensión de que
ya no hay naturaleza con el «exageras» burgués[85]. El carácter meditativo es
el medio probado para sabotear la meditación. Provoca la reflexión
melancólica:
CLOV.–(Triste.) Nadie en el mundo ha tenido nunca pensamientos tan
retorcidos como los nuestros[86].
Allí donde más se acercan a la verdad, sienten de manera doblemente
cómica su consciencia como falsa; así es como se refleja la situación a la que
la reflexión ya no puede llegar. Pero toda la pieza se ha tejido con la técnica
de la inversión. Ésta transfigura el mundo empírico en lo que en el Strindberg
tardío y en el expresionismo ya se había nombrado intermitentemente: «Toda
la casa huele a cadáver… Todo el universo»[87]. Hamm, que a continuación
añade «¡Al diablo el universo!», es tanto el bisnieto de Fichte, que desprecia
el mundo porque éste no es nada más que materia prima y producto, como
aquel que no sabe de ninguna esperanza más que la noche cósmica, a la cual
implora con citas poéticas. El mundo se convierte en el infierno por absoluto:
nada hay más que él. Beckett resalta gráficamente la frase de Hamm: «Más
allá está… el OTRO infierno»[88]. Ésta deja traslucir una enrevesada
metafísica del más acá, con comentario brechtiano:
CLOV.–¿Tú crees en la vida futura?
HAMM.–La mía siempre lo ha sido. (Clov sale dando un portazo.) ¡Pam!
¡En todos los morros![89]
En su concepción encuentra acomodo la idea de Benjamin de una
dialéctica en suspenso:
HAMM.–Será el fin y yo me preguntaré qué lo ha provocado, y yo me
preguntaré qué lo ha… (Vacila.) … por qué llega tan tarde. (Pausa.) Estaré
allí, en el viejo refugio, solo contra el silencio y… (Vacila.) … la inercia.
Si puedo callar y permanecer tranquilo, todo sonido y todo movimiento se
habrán acabado[90].
Esa inercia es el orden que Clov supuestamente ama y que él define como
fin de sus actividades:
CLOV.–Un mundo en el que todo estuviera en silencio e inerte, y cada
cosa tuviera su sitio definitivo, bajo el polvo definitivo[91].
Probablemente, la veterotestamentaria «En polvo te convertirás» se traduce
por: porquería. En la pieza los excrementos se convierten en la sustancia de
una vida que es la muerte. Pero la imagen sin imagen de la muerte es la de la
indiferencia. En ella desaparece la diferencia entre el dominio absoluto, el
infierno en el que el tiempo es totalmente prisionero del espacio, en el que
nada en absoluto cambia ya, y el estado mesiánico en que todo estará en su
sitio correcto. El último absurdo es que la calma de la nada y la de la
reconciliación no se pueden distinguir. La esperanza se escurre de un mundo
en el que se la conserva ya tan poco como la papilla y los bombones, y vuelve
allí de donde procede, a la muerte. De ahí extrae la pieza su único consuelo,
el estoico:
CLOV.–Hay tantas cosas terribles.
HAMM.–No, no, ya no hay tantas[92].
La consciencia se prepara para mirar cara a cara su propia destrucción,
como si quisiera sobrevivirla lo mismo que los dos a su destrucción del
mundo. Se dice que Proust, sobre el que Beckett escribió un ensayo en su
juventud, intentó redactar anotaciones de su propia agonía que deberían
haberse añadido a la descripción de la muerte de Bergotte. Fin de partida
lleva a cabo esta intención como si se tratase del mandato de un testamento.
[1] Samuel Beckett, Endspiel und Alle die da fallen, trad. alem. de Elmar Tophoven, Frankfurt am
Main, 1957, p. 33 [Ed. esp.: Fin de partida, en Obras escogidas, Madrid, Aguilar, 1978, p. 676].
[2] Kaputt: novela aparecida en 1944, obra del italiano Curzio Malaparte (1898-1957), corresponsal
periodístico en varios frentes europeos de la Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[3] Loc. cit., p. 27 [ed. esp. cit., p. 671].
[4] Loc. cit., pp. 23 s. [ed. esp. cit., p. 669].
[5] Loc. cit., p. 14 [ed. esp. cit., p. 661].
[6] Loc. cit., pp. 15 s. [ed. esp. cit., p. 662].
[7] Loc. cit., p. 9 [ed. esp. cit., p. 657].
[8] Protagonista de la novela El idiota, de Dostoyevski. [N. del T.]
[9] Loc. cit., p. 25 [ed. esp. cit., p. 670].
[10] Loc. cit., p. 16 [ed. esp. cit., p. 662].
[11] Loc. cit., p. 28 [ed. esp. cit., p. 672].
[12] Cfr. «Reconciliación extorsionada», supra, pp. 242 ss., y Georg Lukács, Wider den
missverstandenen Realismus [Contra el realismo mal entendido], Hamburgo, 1958, p. 31.
[13] Karl Wolfskehl (1869-1948): poeta, traductor y ensayista judío, interesado en la literatura
alemana antigua. En su casa de Múnich se reunía el grupo liderado por Stefan George. El poema al que
Adorno se refiere, An die Deutschen [A los alemanes], está fechado en 1947. [N. del T.]
[14] El Día del Juicio Final, se entiende. [N. del T.]
[15] «phonyness»: en inglés, «carácter postizo». [N. del T.]
[16] Karl Jaspers, Philosophie, vol. 2: Existenzhellung, 3.a ed., Berlín, Göttingen, Heidelberg, 1956,
pp. 201 s.
[17] Ibid., p. 202.
[18] Loc. cit., p. 203.
[19] Loc. cit., p. 225.
[20] El profesor Mager es un personaje de la primera novela de Leonhard Frank (1882-1961) Die
Räuberband (La banda de ladrones; 1914), que ilustra su fe en las capacidades del individuo y su
esperanza en la venida del socialismo. [N. del T.]
[21] Heinrich Rickert (1863-1936): filósofo alemán. Alumno de Windelband, fue uno de los
principales de la escuela neokantiana de Bade. La tarea de la filosofía consiste, según él, en estudiar las
relaciones entre el reino de los valores (absoluto e ideal) y la realidad, es decir, en explicitar el sentido
de los objetos y de los acontecimientos en función de determinados valores. [N. del T.]
[22] Cfr. Heinrich Rickert, Unmittelbarkeit und Sinndeutung [Inmediatez e interpretación],
Tübingen, 1939, pp. 133 ss.
[23] Ernst Curtius (1886-1950): investigador y crítico literario alemán. Su Literatura europea y Edad
Media latina es un catálogo clásico de tópicos literarios. [N. del T.]
[24] Ernst Robert Curtius, Französischer Geist im neuen Europa [El espíritu francés en la nueva
Europa], 1925, pp. 74 ss.; citado en Heinrich Rickert, loc. cit, pp. 133 ss., nota al pie.
[25] Beckett, loc. cit., p. 37 [ed. esp. cit., p. 679].
[26] Cfr. Max Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, Amsterdam, 1947, p. 279
[ed. esp.: Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1997, p. 279].
[27] Beckett, loc. cit., p. 67 [ed. esp. cit., p. 702].
[28] Loc. cit., p. 55 [ed. esp. cit., p. 693].
[29] Ibid. [ed. esp. cit., ibid.].
[30] Loc. cit., p. 23 [ed. esp. cit., p. 668].
[31] Loc. cit., p. 11 [ed. esp. cit., p. 659].
[32] Loc. cit., p. 10 [ed. esp. cit., p. 657].
[33] Loc. cit., p. 25 [ed. esp. cit., p. 670].
[34] Loc. cit., p. 20 [ed. esp. cit., pp. 665-666].
[35] Cfr. loc. cit., p. 44 [ed. esp. cit., p. 685].
[36] Cfr., por ejemplo, Günther Anders*, Die Antiquiertheit des Menschen [Lo anticuado del ser
humano], Múnich, 1956, p. 217.
* Günther Anders (1902-1992): filósofo y ensayista alemán. Anders, cuyo auténtico nombre era
Günther Stern, alcanzó notoriedad en los años sesenta como activista y filósofo del movimiento
antinuclear. Judío asimilado, estudió con Martin Heidegger y Edmund Husserl. Tras ser rechazado por
la Universidad de Frankfurt, comenzó a trabajar como crítico cultural. Cuando un editor de Berlín con
una nómina repleta de autores apellidados Stern le sugirió que se llamara de otro modo, respondió
«Bueno, pues me llamaré “de otro modo” [anders]». En 1933 emigró a París y en 1936 a los Estados
Unidos, donde se divorció de Hannah Arendt, la cual, según contó él mismo más tarde, encontraba
«difícil de soportar» el pesimismo de su marido. Auschwitz e Hiroshima produjeron un profundo efecto
sobre la conciencia de Anders. En 1950 volvió a Europa y empezó a trabajar en el libro mencionado
por Adorno. Además de analizar los sentimientos humanos de inadecuación por comparación con las
máquinas y ajustar cuentas con Heidegger, con quien Arendt mantuvo a lo largo de toda su vida (19061975) una tortuosa relación de amor personal y odio intelectual. Anders denuncia la «ceguera al
apocalipsis» desde una «filosofía de la discrepacia» que describe la divergencia entre lo que se ha
hecho técnicamente posible (por ejemplo, el holocausto atómico) y lo que la mente humana es capaz de
imaginar. Junto con Robert Jungk, en 1954 fundó el movimiento antinuclear. En 1967 participó como
jurado en el Tribunal Russell. En 1983 recibió el Premio Adorno. [N. del T.]
[37] Beckett, loc. cit., pp. 26 s. [ed. esp. cit., p. 671].
[38] Loc. cit., p. 39 [ed. esp. cit., p. 681].
[39] Circo Busch: fundado en Berlín por Paul Vincenz Busch (1850-1927) en 1884. Durante la
Segunda Guerra Mundial se exilió a Suecia, de donde regresó a Alemania en tournée en 1952. [N. del
T.]
[40] Loc. cit., p. 13 [ed. esp. cit., p. 660].
[41] Loc. cit., pp. 16 s. [ed. esp. cit., p. 663].
[42] Cfr. Th. A. Adorno, Prismen, Berlín, Frankfurt am Main, 1955, p. 329, nota al pie (Apuntes
sobre Kafka) [ed. esp.: Crítica cultural y sociedad, Madrid, Ariel, 1973, pp. 159-160].
[43] Cfr. Beckett, loc. cit., p. 56 [ed. esp. cit., p. 686].
[44] Sigmund Freud, Gesammelte Werke, vol. II: Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse,
Londres, 1940, p. 33 [ed. esp.: Lecciones introductorias al psicoanálisis, en Obras completas, vol. VI,
Madrid, Biblioteca Nueva, 1972, p. 2154].
[45] Beckett, loc. cit., p. 29 [ed. esp. cit., p. 673].
[46] Loc. cit., p. 22 [ed. esp. cit., p. 667].
[47] Cfr. Th. W. Adorno, Voraussetzungen [Presupuestos], en Akzente 8 (1961), pp. 463 ss. [ahora
infra, pp. 414 ss.] y, además, Max Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, loc. cit., pp.
37 ss.
[48] Cfr. Th. W. Adorno, Dissonanzen, 2.a ed., Göttingen 1958 1958, pp. 34 y 44 [ahora:
Gesammelte Schriften, vol. 14, Frankfurt am Main, 1973, pp. 39 s. y 49 s.].
[49] Beckett, loc. cit., pp. 28 [ed. esp. cit., p. 672].
[50] Loc. cit., p. 36 [ed. esp. cit., p. 679].
[51] Vilfredo Pareto (1848-1923): economista y sociólogo italiano. Investigó los verdaderos motivos
de las acciones humanas, normalmente ocultos y casi siempre irracionales. [N. del T.]
[52] Loc. cit., p. 41 [ed. esp. cit., pp. 682 s.].
[53] Loc. cit., p. 51 [ed. esp. cit., pp. 690 s.].
[54] Loc. cit., p. 18 [ed. esp. cit., p. 664].
[55] Old Curiosity Shop [La tienda de antigüedades]: novela publicada en 1840-1841 en la revista
semanal Master Humphrey’s Clock [El reloj de maese Humprhey]. Véase infra «Conferencia sobre La
tienda de antigüedades de Charles Dickens». [N. del T.]
[56] «Nagging», de «nag»: en inglés, «regañar». [N. del T.]
[57] «Roer»: en alemán, «nagen». [N. del T.]
[58] Loc. cit. [ed. esp. cit., loc. cit.].
[59] Cfr. Walter Benjamin, Schriften, Frankfurt am Main, 1955, vol. I, p. 457.
[60] Alusión más que probable a Mateo 16, 19: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y lo que
atares en la tierra será atado en los Cielos, y lo que desatares en la tierra será desatado en los Cielos».
[N. del T.]
[61] Beckett, loc. cit., p. 48 [ed. esp. cit., p. 688].
[62] «Rag»: «andrajo» en inglés. [N. del T.]
[63] Loc. cit., p. 33 [ed. esp. cit., p. 676].
[64] Loc. cit., p. 16; cfr. p. 29 [ed. esp. cit., pp. 662 y 673].
[65] Esta imagen del reloj solar filosófico-histórico procede de la Teoría de la novela de Lukács. [N.
del T.]
[66] La «libertad para la muerte» es un concepto de ascendencia heideggeriana (véase Ser y tiempo).
[N. del T.]
[67] Loc. cit., p. 66 [ed. esp. cit., p. 701].
[68] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., ibid.].
[69] Cfr. Arthur Schopenhauer: La voluntad de vivir, México, Porrúa, 1983, § LXVIII, pp. 291 ss.
[N. del T.]
[70] Marie Luise Kaschnitz*, Zwischen Immer und Nie. Gestalten und Themen der Dichtung [Entre
el siempre y el nunca. Formas y temas de la poesía], Frankfurt am Main, 1971, p. 207.
* Marie Luise Kaschnitz (1901-1974): poetisa y narradora alemana. Junto con innumerables escritos
de carácter autobiográfico en prosa y verso, escribió varios libros de poética y también de reflexión a
partir de su encuentro con las civilizaciones antiguas que conoció en los viajes de investigación a los
que acompañó a su marido el arqueólogo Guido von Kaschnitz-Weinberg. [N. del T.]
[71] Cfr. Th. W. Adorno, Prismen, loc. cit., p. 341 [ed. esp. cit., p. 171].
[72] Beckett, loc. cit., p. 13 [ed. esp. cit., p. 660].
[73] Cfr. loc. cit., p. 62 [ed. esp. cit., p. 698].
[74] Fortimbrás: personaje de Hamlet, de Shakespeare. [N. del T.]
[75] Loc. cit., p. 24 [ed. esp. cit., p. 669].
[76] Loc. cit., p. 25 [ed. esp. cit., pp. 669 s.].
[77] Loc. cit., p. 54 [ed. esp. cit., p. 692].
[78] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., ibid.].
[79] Loc. cit., p. 61 [ed. esp. cit., p. 698].
[80] Loc. cit., p. 57 [ed. esp. cit., p. 695].
[81] Loc. cit., p. 65 [ed. esp. cit., p. 701].
[82] Loc. cit., p. 38 [ed. esp. cit., p. 680].
[83] Loc. cit., p. 56 [ed. esp. cit., p. 694].
[84] Loc. cit., p. 58 [ed. esp. cit., p. 695].
[85] Loc. cit., p. 14 [ed. esp. cit., p. 661].
[86] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., ibid.].
[87] Loc. cit., p. 39 [ed. esp. cit., p. 680].
[88] Loc. cit., p. 24 [ed. esp. cit., p. 669].
[89] Loc. cit., p. 41 [ed. esp. cit., p. 682].
[90] Loc. cit., pp. 54 s. [ed. esp. cit., p. 693].
[91] Loc. cit., p. 46 [ed. esp. cit., p. 687].
[92] Loc. cit., p. 38 [ed. esp. cit., p. 680].
Notas sobre literatura III
Títulos
Paráfrasis sobre Lessing
A Marie Luise Kaschnitz
«“¿Nanine[1]?”, se preguntaron los llamados críticos de arte cuando esta
comedia vio la luz en 1747. ¿Qué clase de título es ése? ¿Qué se piensa con
él? – Ni más ni menos que lo que con un título se debe pensar. Un título no
tiene que ser una receta de cocina. Cuanto menos revela sobre el contenido,
mejor es»[2]. Así dice Lessing, que a menudo se ocupa de cuestiones
referentes a los títulos, en el vigesimoprimer fascículo de la Dramaturgia de
Hamburgo. Su aversión contra los títulos que significan algo era la aversión
contra el barroco; el teórico del drama burgués alemán no quiere que nada le
vuelva a recordar a la alegoría, aunque el autor de Minna[3] no desdeña la
alternativa O la felicidad del soldado. De hecho, la estupidez de los títulos
conceptuales le dio luego, en el clasicismo alemán, la razón; aquel bajo el
cual se ha puesto en escena desde entonces Luisa Miller[4] no es achacable a
Schiller. Pero si aún hoy se quisiera nombrar las obras de teatro o las novelas,
como Lessing proponía, por sus figuras principales, eso difícilmente
mejoraría las cosas. No sólo es dudoso si en los productos más incisivos de la
época sigue habiendo algo así como figuras principales o si éstas han tenido
que desaparecer junto con los héroes. Por encima de esto, la contingencia de
un nombre propio encabezando un texto subraya hasta lo intolerable la
protoficción de que éste trata de alguien vivo. Los títulos concretos con
nombres suenan ya un poco como los nombres en los chistes: «Los
Pachulkes[5] acaban de tener un hijo». Darle un nombre, como si fuera una
persona de carne y hueso, denigra al héroe; como no puede responder a la
pretensión, el nombre deviene ridículo cuando simplemente llevar un nombre
no resulta, en el caso de nombres pretenciosos, una insolencia. ¿Pero qué
pasa, sobre todo en el caso de abstracciones de la realidad empírica, con
títulos que actúan como si derivaran directamente de ésta? Los abstractos, sin
embargo, no son mejores que en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando
Lessing los recluía en el archivo de la poesía erudita. Por lo regular los
justifica la técnica empleada en cada caso, designaciones genéricas latentes
en una hora del espíritu en la que ningún género ofrece garantías suficientes
para que se pueda buscar refugio en él, mientras que Construcción 22 o
Texturas se comportan como si poseyesen, junto a la audacia hermética, la
perentoriedad de universalia ante rem. Los procedimientos son medios, no
fin. Éste, sin embargo, lo poetizado, no debería enunciarse a ningún precio,
aun cuando un poeta pudiera hacerlo, so pena de inmediata destrucción de la
obra. Los títulos deberían, como los nombres, designar, no decir. Pero ni el
pensamiento alambicado ni el mero demostrativo pueden hacer eso. Cada
título tiene una función paradójica; ésta se sustrae tanto a la universalidad
racional como a la particularización cerrada en sí. Esto se hace hoy en día
evidente como imposibilidad de los títulos. Propiamente hablando, en el
título se repite, se condensa, la paradoja de la obra de arte. El título es el
microcosmos de la obra, el escenario de la aporía de la poesía misma. ¿Puede
todavía haber obras literarias ya sin nombre? Una de Beckett, El
innombrable, no es meramente adecuada al asunto, sino también la verdad
sobre el anonimato de la literatura contemporánea. Ninguna palabra tiene en
ella valor si no dice lo indecible, el hecho de que ella no se puede decir.
Seguramente la espontaneidad es sólo un momento en las obras literarias.
Pero habría que exigírsela a los títulos. Éstos o bien deben estar tan
profundamente imbuidos de la concepción que lo uno no se pueda pensar sin
lo otro, o bien deben ocurrírsele a uno. Buscar títulos es tan desesperante
como cuando uno trata de recordar una palabra olvidada de la que uno cree
saber que todo depende de que uno se acuerde de ella. Pues toda obra, si no
todo pensamiento fructífero, está oculto a sí; jamás es transparente a sí
mismo. Pero el título buscado siempre quiere sacar a la luz lo oculto. La obra
se niega a ello para protegerse. Los buenos títulos están tan próximos al
asunto que respetan su ocultamiento; los intencionados lo violan. Por eso es
tanto más fácil encontrar títulos para los trabajos de otros que para los
propios. El lector ajeno nunca conoce tan bien la intención del autor como
éste; a cambio, le es más fácil cristalizar lo leído en una figura como en un
jeroglífico, y con el título responde al enigma. Pero la obra misma conoce tan
poco el título verdadero como el zadik[6] su nombre místico.
Peter Suhrkamp[7] tenía para los títulos un don incomparable. Quizá era el
sello del de editor. Como virtud del editor podría definirse la capacidad para
arrancarle al texto su título. Él decide sobre la publicación según surja uno
del texto. Una de las idiosincrasias de Suhrkamp se dirigía contra los títulos
con y. Uno de ellos fue ya sin duda la ruina para Intriga y amor. Como en las
alegorías la y permite unir todo con todo y es por tanto incapaz de dar en la
diana. Pero como todas las prescripciones estéticas, tampoco el tabú de la y es
más que un peldaño hacia la propia superación. En no pocos títulos, y en
definitiva en los mejores, la incolora y absorbe aconceptualmente en sí el
significado que en cuanto conceptual se evaporaría. En Romeo y Julieta la y
es el todo cuyo momento es. Y en Decencia y criminalidad de Karl Kraus la
y funciona como una punta enromada. Las dos palabras antitéticas se acoplan
de un modo alevosamente banal, como si simplemente se tratara de su
diferencia. Por la relación con el contenido del libro cada uno, sin embargo,
se transforma en lo contrario. Pero el título Tristán e Isolda, impreso en letras
góticas, equivale a la bandera negra ondeando en la proa de un velero.
El libro Prismas se llamó originalmente Crítica cultural y sociedad[8].
Suhrkamp se había opuesto a causa de la y, y quedó relegado al subtítulo.
Como el original se estableció desde el principio, junto con la estructura del
conjunto, costó los mayores esfuerzos encontrar otro. En una cosa
ciertamente se equivocó Lessing: la pregunta retórica «¿Qué hay más fácil de
cambiar que un título?»[9]. Prismas fue un compromiso. En su favor se
puede aducir que la palabra al menos caracteriza correctamente, en el sentido
más concreto, lo que las partes tienen en común. Aparte del casi
introductorio, la mayoría de los ensayos tratan de fenómenos intelectuales ya
preformados. Pero en ninguna parte constituye su desciframiento la tarea,
como por lo demás sería sin duda adecuado a la forma de ensayo, sino que a
través de cada texto, a través de cada autor, debe conocerse más nítidamente
algo de la sociedad; las obras tratadas son prismas a través de los cuales se
observa lo real. Pese a todo, no estoy satisfecho con el título. Pues lo que
representa conceptualmente no se puede separar de algo no conceptual, el
valor histórico de la palabra prismas, su relación con el lenguaje
contemporáneo. La palabra tiene demasiada propensión a dejarse arrastrar por
la corriente de éste, como las revistas que se presentan en un envoltorio
modernista para con ello destacar en el mercado. La palabra se acepta por un
refinamiento que no cuesta nada; ya desde el primer día se ve con qué
velocidad envejece. Las personas que tienen al jazz por la música moderna
utilizan anuncios de esta clase. El título testimonia una derrota en el
permanente proceso entre la obra y el autor. Digo esto con la esperanza de
con ello agregar al título un veneno que le confiera la eternidad de una momia
y así no perjudique demasiado al libro.
Tampoco las Notas sobre literatura nacieron con este nombre. Las bauticé
Palabras sin canciones, según el título de una serie de aforismos que antes de
la época de Hitler publiqué en la Frankfurter Zeitung. Me gustaba y lo
mantuve; Suhrkamp lo encontró demasiado folletinesco y demasiado barato.
Caviló e hizo una lista de la que yo nada quise aceptar, hasta que como
propuesta final anunció socarronamente Notas de literatura. Era
incomparablemente mejor que mi un poco tonto juego de palabras. Pero lo
que me encantó fue que Suhrkamp, aun criticándola, retenía mi idea. La
constelación de música y palabra queda tan salvaguardada como el elemento
ligeramente pasado de moda de una forma cuyo apogeo fue el Jugendstil. Mi
título citaba a Mendelssohn, el de Suhrkamp, algunas etapas por encima, las
Notas sobre el Diván de Goethe. De la controversia aprendí que los títulos
decentes son aquellos en los que los pensamientos ingresan para,
irreconocibles, disolverse en ellos. No de modo muy distinto sucedió con
Figuras sonoras. Surhrkamp criticó cómo quería yo enlazar con el comienzo
de Prismas: Pensando con las orejas. Eso se asociaría a «moviendo la cola».
A Figuras sonoras llegué, según la expresión de Schönberg, por variación en
desarrollo. Si Pensando con las orejas tenía que definir la percepción
sensible como al mismo tiempo intelectual, las Figuras sonoras son las
huellas que lo sensible, las ondas sonoras, dejan en otro medio, la consciencia
reflexiva. Una vez se le ha ocurrido a uno un título, también se lo puede
mejorar; lo que en él mejora es un trozo de historia absorbida.
Dos títulos de Kafka, El proceso y El castillo, no son, hasta donde yo sé,
suyos; a él no le habría gustado dar un nombre a lo esencialmente
fragmentario. Sin embargo, yo considero los títulos, como todos los de
Kafka, buenos. Según Brod[10], ésas eran las palabras que él empleaba en la
conversación para designar estas obras. Títulos de este tipo se confunden con
las obras mismas; el temor a darles un título se convierte en el fermento de su
nombre. Lo que hoy en día, en el mercado cultural, circula como «título de
trabajo» es el desgaste de esta forma genuina. – Yo admiro el relato en prosa
de Kafka más famoso. No deriva de la palabra en torno a la cual gira,
Odradek, sino de un motivo al menos aparentemente periférico. No casa mal
con la afinidad entre Kafka y Lessing el hecho de que éste elogie a Plauto por
haber tenido «su manera totalmente propia de poner título a sus piezas»; «y la
mayor parte de las veces los extraía de las circunstancias más
irrelevantes»[11]. Las preocupaciones de un padre de familia[12]
corresponden rigurosamente a la perspectiva oblicua, la única que permitía al
autor tratar lo monstruoso, que, de haberlo contemplado cara a cara, habría
hecho enmudecer o enloquecer a su prosa. Se sabe que Klee organizaba de
vez en cuando baustimos de cuadros. El título de Kafka podría deber su
existencia a uno de ellos. Cuando el arte moderno fabrica cosas cuyo secreto
emana del hecho de que han perdido su nombre, la invención del nombre se
convierte en un acto de estado.
Para la novela América el título El desaparecido, que Kafka utilizaba en su
diario, habría sido mejor que aquel bajo el cual pasó a la historia el libro. Éste
también es hermoso: porque la obra tiene tanto que ver con América como la
fotografía prehistórica En el puerto de Nueva York que como hoja volante se
encuentra en mi edición del fragmento El fogonero de 1913. La novela
transcurre en una América de contornos borrosos, la misma y no la misma
que aquella sobre la que la mirada del emigrante busca posarse tras una larga,
aburrida travesía. – Pero nada convenía más que El desaparecido, lugar vacío
de un nombre inencontrable. Este participio perfecto pasivo ha perdido su
verbo como la familia el recuerdo del emigrante, muerto y arruinado. Más
allá de su significado, la expresión de la palabra «desaparecido» es la de la
misma novela.
La exigencia de Karl Kraus al polemista de que debe ser capaz de aniquilar
una obra en una frase habría que extenderla a los títulos. Los conozco que no
sólo ahorran la lectura de lo que le cuelan al lector sin darle tiempo a éste
siquiera de experimentar la cosa, sino en los que lo malo se condensa como
en los buenos títulos lo bueno. Para esto uno no necesita en absoluto
descender al submundo en el que se cuecen a fuego lento los Wiscott o el
maestro de escuela rural Uwe Karsten. A mí ya me basta con Marcha al
sacrificio[13]. La palabra surge sin ulterior definición como «ser» al
comienzo de la Lógica de Hegel, más allá de toda sintaxis, como si estuviera
más allá del mundo. Pero el proceso de tal definición no se produce como sí
en Hegel, la palabra permanece absoluta. Por eso exhala esa atmósfera cuyo
hechizo deshizo Benjamin calificándola de forma degenerada del aura. La
expresión Marcha al sacrificio sugiere además, por la asociación de sus dos
componentes, la representación de una noble y voluntaria aceptación del
sacrificio. La coerción a la que cada cual está sometido queda disimulada por
el hecho de que la víctima, que por lo demás no tiene otra elección, se
identifica con su destino y se sacrifica. La omisión del artículo hace que este
ritual parezca más que una desgracia que se abate sobre el individuo; algo
vaguement superior, del orden de lo que pertenece al ser, un existencial o
Dios sabe qué. El mero título aprueba el sacrificio por el sacrificio. La copa
con la llama que imita, ornamento de libro extraído del Jugfendstil, persuade
de que el sacrificio mismo es su sentido aunque no tenga ningún otro, como
luego los amigos de Binding de ideología nacionalsocialista no se cansaron
de afirmar. La mentira del título es la de toda la esfera: hace olvidar que la
humanidad sería la situación de un género humano liberado de la
constelación de destino y sacrificio. El título era ya aquel mito del siglo XX
que su cultura, que sin embargo les hacía simpatizar con él, impedía a los
cultos nombrar. Pero quien percibe el hormigueo en un título como éste sabe
también lo que pasó cuando George, que había escrito de la venerada
atmósfera de nuestras grandes ciudades mientras su sueño de la modernidad
todavía se asemejaba a la Babilonia de la que recibe su nombre una estación
del metro de París, se rebajó a un título como La estrella de la alianza.
De la fatalidad que hoy en día acompaña a los títulos concretos da cuenta
la literatura americana contemporánea, sobre todo la dramática, obsesionada
precisamente con tales títulos. Allí ya no son lo que deberían ser, los puntos
ciegos del asunto. Se han adaptado a la primacía de la comunicación, que
comienza a sustituir el asunto tanto en la ciencia de las obras intelectuales
como en estas mismas. Por su inconmensurabilidad los títulos concretos se
convierten en medio de imponerse al consumidor y con ello en
conmensurables, intercambiables por su inintercambiabilidad. Recaen en lo
abstracto, marcas registradas: La gata sobre el tejado de cinc caliente, La voz
de la tortuga[14]. El prototipo de tal práctica de la literatura ambiciosa es,
por debajo, esa clase de canciones de éxito que se llaman nonsense songs o
novelty songs. Sus títulos y estribillos escapan a la generalidad conceptual,
cada una es algo único, un anuncio de la cosa sobre la que se ha estampado el
sello. La misma lógica permite que en Hollywood se puedan patentar títulos
de películas con fuerza comercial. Pero este uso tiene un poder retroactivo
inquietante. Provoca a posteriori la sospecha de que en la literatura
tradicional, incluso en sus mejores días, la concreción estética fue absorbida
por la ideología. Lo sardónico de esos títulos ha caído secretamente sobre
todo lo que un amor confiado venera como plenitud objetual y algo
contemplado en su núcleo, y aquello de lo que los avisados no quieren verse
desposeídos. Sólo es todavía lo bastante bueno para hacer olvidar que el
mismo mundo fenoménico está a punto de convertirse en tan abstracto como
ya lo es el principio que lo cohesiona en lo más íntimo. Eso podría ayudar a
explicar por qué el arte en todos sus géneros ha de ser hoy en día aquello a lo
que los filisteos reaccionan con el grito de horror «¡abstracto!»: para escapar
a la maldición que bajo el dominio del valor abstracto de cambio ha
alcanzado a lo concreto que la encubre.
En la Dramaturgia de Hamburgo Lessing dice, con una frase de tono tan
específico como debería tenerlo un título: «Yo prefiero, sin embargo, una
buena comedia con un mal título»[15]. Él ya se topó por tanto con la
dificultad hoy en día evidente. Pero la razón que ofrece reza: «Si uno inquiere
sobre qué clase de personajes han sido ya tratados, difícilmente se podrá
imaginar uno que no se haya utilizado para dar nombre a una obra,
especialmente por parte de los franceses. ¡Éste hace ya mucho que existe!,
exclama uno. ¡Este otro también! ¡Éste sería un préstamo de Molière, aquel
de Destouches[16]! ¿Un préstamo? Tal es el efecto de los títulos hermosos.
¿Qué derecho de propiedad adquiere un autor sobre un determinado
personaje por el hecho de haber sacado de él su título?»[17]. Es por tanto la
compulsión a la repetición lo que impide imaginar buenos títulos que no sean
puros nombres: Lessing, hijo de su siglo, dedujo de ello «que el lenguaje no
tiene tampoco infinitas denominaciones para las infinitas variedades del
temperamento humano»[18]. Pero lo que descubrió está en verdad
condicionado por la producción literaria de mercancías. Así como toda la
ontología de la industria cultural se remonta a comienzos del siglo XVIII, lo
mismo sucede con la costumbre de repetir títulos; la tendencia a adherirse
parasitariamente a uno precedente, que acaba extendiéndose como
enfermedad de toda denominación. Lo mismo que hoy en día cualquier
película que recauda mucho dinero arrastra tras de sí un tropel de otras que
quieren seguir aprovechándose de ella, así sucede con los títulos; cuánto no
se ha explotado la reminiscencia de Un tranvía llamado deseo, cuántos
filósofos no se han puesto a remolque de Ser y tiempo. Esto refleja, en el
espíritu, aquella compulsión de la producción material a que las novedades
introducidas en alguna parte se expandan de una manera u otra sobre el todo,
con lo que contribuyen a bajar el precio de las mercancías. Pero en cuanto
esta compulsión afecta a los nombres, los aniquila irremediablemente. La
repetición pone de manifiesto el ponzoñoso encanto de la concreción.
En una ciudad del extremo sur de Alemania quise comprar, para hacer un
regalo, À l’ombre des jeunes filles en fleurs. En la nueva traducción alemana
el título reza: A la sombra de las muchachas en flor. «Lo siento, de momento
no nos quedan», dijo la joven vendedora, «pero a lo mejor Muchachas en
mayo le sirve…».
Por superstición, yo me guardo de ponerle título a un trabajo hasta que está
terminada, al menos en borrador; aunque el título esté establecido de
antemano. No negaré el parentesco de esta superstición con la trivial de, por
miedo a un hado envidioso, no hablar de nada, no presentar nada como
definitivo, hasta que está acabado. Pero mi cautela va mucho más lejos. El
título escrito demasiado pronto pone trabas a la conclusión, como si hubiese
absorbido la fuerza para ésta; el silenciado se convierte en el motor para
cumplir lo que promete. La recompensa del autor es el instante en que puede
escribirlo. Los títulos de trabajos no escritos son de la misma clase que la
expresión Obras completas, que hace ciento cincuenta años podía ser la
ambición de un escritor, mientras que hoy en día todos la temen como si con
ella se fueran a convertir en un Theodor Körner[19], excepción hecha por
supuesto de Brecht, que tenía un gusto sin duda perverso por el discurso del
clásico. ¿O es que la mano vacila en escribir el título, porque está totalmente
prohibido; porque sólo la historia podría escribirlo, como aquel bajo el cual
se ha canonizado el poema de Dante? Los antiguos, temerosos de la envidia
de los dioses, consideraban los títulos que daban a sus mismas obras
«completamente irrelevantes», según señala Lessing[20]. El título es la gloria
de la obra; el hecho de que las obras tengan que otorgárselo a sí mismas es su
impotente y presuntuosa revuelta contra lo que de siempre se ha llevado y sin
duda desnaturalizado toda la fama. Esto es lo que insufla su pathos secreto y
melancólico a la frase de Lessing: «El título es una verdadera nimiedad»[21].
[1] Nadine o el prejuicio vencido: comedia escrita por Voltaire en 1746. [N. del T.]
[2] Lessings Werke [Obras de Lessing], vol. 4, Leipzig y Viena, s/a, pp. 435 s. [ed. esp.:
Dramaturgia de Hamburgo, Madrid, Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de
España, 1993, p. 172].
[3] Es decir, Lessing. [N. del T.]
[4] Intriga y amor [Kabale und Liebe]. [N. del T.]
[5] «Pachulkes»: equivalente alemán a «Fulano», aunque con un matiz más próximo a «palurdo» que
en español. [N. del T.]
[6] «Zadik»: maestro de doctrina judía. [N. del T.]
[7] Peter (en realidad, Johann Heinrich) Suhrkamp (1891-1959): fundador de la editorial alemana
Suhrkamp Verlag, en la que Adorno (y Hermann Hesse, Walter Benjamin, Max Frisch entre otros)
publicaron la mayoría de sus escritos después de la II Guerra Mundial. [N. del T.]
[8] Tal es el título que lleva en la edición española de Ariel (Barcelona, 1973). [N. del T.]
[9] Loc. cit., p. 417 [ed. esp. cit., p. 155].
[10] Max Brod (1884-1968): Amigo, editor y biógrafo de Kafka. [N. del T.]
[11] Loc. cit., p. 380 [ed. esp. cit., p. 119].
[12] Las preocupaciones de un padre de familia: Título original (1917) de Odradek. [N. del T.]
[13] Marcha al sacrificio: Novela corta escrita en 1912 por el escritor suizo Rudolf G. Binding
(1867-1938). [N. del T.
[14] La voz de la tortuga: comedia ligera, típica de la producción temprana del dramaturgo inglés
John van Druten (1901-1957), estrenada en el Teatro Morosco de Nueva York el 8 de diciembre de
1943. [N. del T.]
[15] Loc. cit., p. 437 [ed. esp. cit., p. 172].
[16] Philippe Néricault, llamado Destouches (1680-1754): dramaturgo francés. [N. del T.]
[17] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., pp. 172 s.].
[18] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., p. 173].
[19] Karl Theodor Körner (1791-1813): Poeta y patriota alemán, caído en las guerras napoleónicas y
que gozó de una fama tan grande como efímera. [N. del T.]
[20] Loc. cit., p. 416.
[21] Loc. cit., ibid. [ed. esp. cit., p. 155].
Para un retrato de Thomas Mann
A Hermann Hesse, el 2 de julio de 1962,
con respeto cordial
La ocasión de una exposición documental en la que sólo muy
indirectamente y para quien lo conoce puede aparecer algo del espíritu del
homenajeado quizá justifique que yo diga unas cuantas palabras privadas
sobre él y no hable de la obra cuyo instrumento fue su vida. Pero no me
propongo, como algunos esperan, traer recuerdos de Thomas Mann. Aun
cuando superara la aversión a apropiarme de la dicha del trato personal y,
siquiera involuntariamente, derivar una pizca de su prestigio hacia el propio,
sería seguramente demasiado pronto para formular tales recuerdos. Me
limitaré por consiguiente a combatir desde mi experiencia algunos prejuicios
con que obstinadamente se carga a la persona del literato. No son indiferentes
con respecto a la forma de la obra sobre la que casi automáticamente se
vierten: la oscurecen al contribuir a reducirla a fórmulas. La más extendida de
éstas me parece la del conflicto entre el burgués y el artista en Thomas Mann,
herencia patente de la antítesis nietszcheana entre vida y espíritu. Explícita e
implícitamente, Mann utilizó su propia existencia para demostrar esa
oposición. Gran parte de la intención de su obra, desde Tonio Kröger, Tristán
y La muerte en Venecia hasta el músico Leverkühn, que para completar su
obra debe renunciar al amor, sigue ese modelo. Pero por tanto también un
cliché de la persona privada que da a entender que lo quería así y ella misma
se asemejaba a la idea y conflicto elaborados en sus novelas y relatos. Por
rigurosamente que la obra de Thomas Mann se separe por su forma
lingüística del origen en el individuo, complace a pedagogos oficiales y no
oficiales porque los anima a extraer como contenido lo que antes ha metido
en ella la persona. Este procedimiento es, por supuesto, poco productivo, pero
con él nadie tiene que pensar mucho y pone incluso la estupidez en un suelo
filológicamente más seguro, pues, como se dice en Fígaro, «éste es el padre,
él mismo lo dice»[1]. En lugar de eso, sin embargo, yo creo que el contenido
de una obra de arte empieza precisamente allí donde cesa la intención del
autor; ésta se extingue en el contenido. La descripción de la fría lluvia de
chispas en el tranvía de Múnich o del tartamudeo de Kretzschmar –«nosotros
sabemos cómo hacer estas cosas», dijo en una ocasión el escritor como
defensa ante un cumplido que yo quería tributarle por ello– podría valer por
toda la metafísica oficial del artista en sus textos, por toda la negación de
vivir contenida en ellos, incluso por la última frase impresa en letra negrita en
el capítulo de la nieve de La montaña mágica. Entender a Thomas Mann: el
verdadero despliegue de su obra sólo comienza en cuanto uno atiende a lo
que no está en la guía. No es que yo crea poder impedir que en las facultades
se sigan componiendo infatigablemente disertaciones sobre la influencia de
Schopenhauer y Nietzsche, sobre el papel de la música o sobre lo que en los
seminarios se trata como el problema de la muerte. Pero me gustaría provocar
una cierta incomodidad con respecto a todo eso. Mejor examinar tres veces lo
escrito que una y otra vez lo simbolizado. A esto ha de ayudar la indicación
de hasta qué punto el escritor se desvió del autorretrato que su prosa sugiere.
Pues de que lo sugiere no hay ninguna duda. Pero tanto más fundamentada
la de si él también fue así; la de si precisamente esta sugerencia no tenía su
origen en una estrategia quizá aprendida de la de Goethe para controlar la
propia posteridad. Sólo que a él probablemente le interesaba menos la
posteridad que cómo apareciera a los contemporáneos. El autor de José no
era tan místico, y tampoco tenía tanta humanidad escéptica como para querer
imponer su imago al futuro: tranquila, orgullosa pero no pretenciosamente, se
habría sometido a éste; y quien en El elegido encontró palabras sobre figuras
principales y secundarias de los actos de Estado históricos que bien podría
haber escrito Anatole France no se habría dejado convencer de considerar la
historia universal como juicio final[2]. Pero él sin duda se disfrazó de public
figure, es decir, ante los contemporáneos, y hay que entender este disfraz.
Seguramente, no era una de las funciones menos de la ironía de Mann
adoptar este disfraz y al mismo tiempo superarlo mediante su reconocimiento
en el lenguaje. Sus motivos eran apenas meramente privados y uno siente
reluctancia a aplicar su agudeza psicológica sobre una persona a la que está
tan ligado. Sin embargo, valdría ciertamente la pena describir por una vez las
máscaras del genio en la literatura moderna y preguntarse por qué los autores
las adoptaron. Al hacerlo uno se encontraría sin duda con que la pose de lo
genial, surgida espontáneamente a finales del siglo XVIII, rápidamente
adquirió legitimación social y por tanto se convirtió paulatinamente en un
modelo cuyo carácter de estereotipo desmentía la espontaneidad que había de
realzar. En el punto culminante del siglo XIX uno se revestía de genio como
de un traje. La cabeza de Rembrandt, el terciopelo y el birrete, el arquetipo
del artista en una palabra, se transformaron en una parte interiorizada de su
mobiliario. A Mann no le pasó inadvertido en Wagner, a quien amaba
sinceramente. La vergüenza por la autopresentación como el artista, como el
genio cuyo modo de vestir adopta, fuerza al artista, que nunca puede
deshacerse de todos los restos del disfraz, a esconderse lo mejor posible.
Puesto que el genio se ha convertido en una máscara, el genio tiene que
enmascararse. A toda costa debe sobreponerse y actuar como si él, el
maestro, estuviese en posesión de ese sentido metafísico que no se halla
presente en la sustancia del tiempo. Por eso Marcel Proust, al que Thomas
Mann más bien no soportaba, interpretaba el papel de dandy de opereta con
sombrero de copa y bastón de paseo, y Kafka el de empleado de seguros para
el que nada es tan importante como la buena voluntad del jefe. En Thomas
Mann funcionaba también este impulso a la inadvertencia. Como su hermano
Heinrich, él era un estudioso de las grandes novelas francesas de la
desilusión; el secreto de su disfraz era la objetividad.
Las máscaras son de quita y pon, y este polifacético tenía más de una. La
más famosa es la de hanseático, de frío y distante hijo de senador de Lübeck.
Es más, si ya la misma imagen del ciudadano de las tres ciudades libres
imperiales es un cliché que a pocos nacidos en ellas podría convenir, fue esa
la que por supuesto promocionó Thomas Mann con descripciones detalladas
en Los Buddenbrook y presentó en serio en ocasiones públicas. Sin embargo,
a la persona privada yo ni por un segundo la vi estirada, a no ser que se
confunda su don para el habla correcta y su gusto por ella, que compartía con
Benjamin, con la afectación de dignidad. Según la costumbre alemana, bajo
el conjuro de la superstición de la inmediatez pure, su sentido para las
formas, que es idéntico a la esencia artística, se tomó por frialdad y ausencia
de emotividad. Su actitud era por el contrario relajada, sin nada de la
gravedad propia de la persona de respeto, totalmente lo que era y lo que en su
madurez defendió: un literato, sensible, abierto a las impresiones y afanoso
de ellas, buen conversador y sociable. Estaba menos inclinado a la
exclusividad de lo que cabía esperar de alguien tan famoso y ocupado, que
tenía que proteger su capacidad de trabajo. Se contentaba con un horario que
concedía la primacía a la escritura e incluía una larga siesta después de
comer, pero por lo demás no era ni de difícil acceso ni de actitud remilgada.
No tenía el más mínimo sentido ni de la jerarquía social ni de los matices de
lo mundano. Sea por su éxito o por la seguridad de su primera infancia,
respecto a eso no meramente estaba por encima, sino que la riqueza de sus
intereses lo hacían indiferente, como si la experiencia de todo ello no le
afectara. A él y a Frau Katja las cabriolas de Rudolf Borchardt, que éste tenía
como propias de un hombre de mundo, e incluso las inclinaciones
aristocráticas de Hofmannsthal, les producían un deleite sin malicia. Lo más
profundamente arraigado en él era la consciencia de que la jerarquía
intelectual, si es que tal cosa existe, es incompatible con la vida externa. Sin
embargo, ni siquiera con los escritores era demasiado quisquilloso. Durante
la emigración, en efecto, se dejó rodear por algunos que no tenían mucho más
que ofrecerle que su buena voluntad, incluso con intelectuales de poca altura,
sin que éstos tuvieran que sentir que eso es lo que eran. La razón de tal
indiferencia lo hacía muy distinto de otros novelistas contemporáneos. No era
en absoluto un narrador de amplia experiencia burguesa del mundo, sino
retraído en su propio círculo. De una manera muy alemana, el contenido de
sus historias lo extraía de la misma fantasía que los nombres de sus
personajes; poco le preocupaba lo que los anglosajones llaman the ways of
the world. Con esto cabe conectar el hecho de que a partir de cierto momento
–La muerte en Venecia marca la cesura– en sus novelas las ideas y sus
destinos ocupen con segunda sensibilidad el lugar de los hombres empíricos;
esto da luego un impulso ulterior a la formación de clichés. Queda claro el
escaso parecido que tal temperamento guarda con el del hombre de negocios.
Si, pese a todo, él se presenta a muchos como si el burgués fuera al menos
una de las almas presentes en su pecho, al servicio de la ilusión que
traviesamente trataba de crear puso un elemento de su esencia que se oponía
a su voluntad. Tal era el espíritu de la gravedad, hermanado con la
melancolía, algo de meditabundo, de absorbente. Carecía de auténticos
deseos de formar parte de un grupo. Las decisiones le eran poco simpáticas,
desconfiaba de la praxis no sólo en política, sino en cualquier forma de
compromiso; nada en él se ajustaba a lo que los tontos de remate se imaginan
como un hombre existencial. Pese a toda la fuerza de su yo, la identidad de
éste no tenía la última palabra: no por casualidad tenía dos caligrafías
sumamente diferentes entre sí pero que en último término eran, por supuesto,
la misma. El gesto de artista que se mantiene fuera, el esmero con que se
trataba a sí mismo en cuanto su instrumento, ha sido demasiado
precipitadamente achacado a la obligada reserva del próspero comerciante.
En las fiestas, que a él no le aburrían en absoluto, no pocas veces el espíritu
de gravedad le llevaba al nivel de la duermevela. Entonces podía producir un
efecto vidrioso; él mismo habló en una ocasión, en Alteza real, de las
ausencias de un personaje. Pero precisamente estos intervalos le servían de
preparación para quitarse la máscara. Si hubiera de decir lo que me revelaba
lo más característico de él, tendría sin duda que citar el gesto de repentino y
sorprendente arranque que de él entonces cabía esperar. Sus ojos eran azules
o de un azul grisáceo, pero en los momentos en que él tomaba consciencia de
sí mismo, se volvían negros y brasileños, como si en el ensimismamiento
previo hubiera estado ardiendo sin llama lo que esperaba a inflamarse; como
si en su gravedad se hubiera estado acumulando algún material con el que
ahora aprovechaba para medir sus fuerzas. El ritmo de su sentimiento vital
era antiburgués: no de continuidad, sino de oscilación entre extremos, entre el
rigor y la iluminación. A los amigos no muy íntimos, antiguos o recientes,
esto podía irritarlos. Pues en este ritmo, en el que los estados se negaban
recíprocamente, se revelaba la ambigüedad de su natural. Apenas puedo
pensar en una de sus manifestaciones que no estuviera acompañada de esta
ambigüedad. Todo lo que decía sonaba como si comportara un secreto doble
sentido que, con cierto diabolismo que no se quedaba en la actitud irónica,
dejaba que el otro adivinaria.
Que a un hombre de esta índole le persiguiera el mito de la vanidad es
desde luego vergonzoso para su entorno, pero comprensible: la reacción de
los que no quieren ser más que lo que son. Se me puede creer que era tan
poco vanidoso como prescindía de la dignidad. La manera más simple de
expresar esto quizá sea que en el trato nunca pensaba que él era Thomas
Mann; lo que dificulta el contacto con las celebridades no es la mayoría de las
veces más que el hecho de que proyectan retrospectivamente sobre sí
mismos, sobre su existencia inmediata, su reputación pública objetivada. Pero
en él el tema tenía tanto interés para la persona, que se desentendía
completamente de ésta. No era él quien consumaba esa proyección, sino la
opinión pública, la cual extraía de la obra falsas conclusiones sobre el autor.
Verdaderamente falsas. Pues lo que en la obra leen como rastro de vanidad es
la marca del esfuerzo por su perfeccionamiento. Se lo ha de defender de la
abominable propensión alemana a igualar la pasión por la obra y su forma
íntegra con el afán de reputación; del ethos de la alienación del arte que se
rebela contra la exigencia de una elaboración coherente como inhumano l’art
pour l’art. Puesto que la obra es la de un autor, debe de ser por vanidad por lo
que quiere hacerla lo mejor posible; sólo artesanos de probidad anacrónica,
con delantales de cuero e historias del ancho mundo están al abrigo de tal
sospecha. Como si la obra de éxito todavía fuera la de su autor; como si su
éxito no consistiera en haberse desprendido de él, en el hecho de que por y a
través de él se realice algo objetivo, en la desaparición de él en esto.
Habiendo conocido a Thomas Mann en su trabajo, puedo atestiguar que entre
él y su obra nunca surgió el más ligero impulso narcisista. Con nadie habría
podido ser el trabajo más sencillo, más libre de toda complicación y
conflicto; no era menester precaución alguna, ninguna táctica, ningún ritual
de tanteo. El ganador del Premio Nobel nunca hizo alarde, siquiera
discretamente, de su fama, ni me hizo sentir la diferencia de ascendiente
público. Probablemente no se trataba ni de tacto ni de respeto humano;
simplemente no se pensaba en las personas privadas. La ficción de la música
de Adrian Leverkühn, la tarea de describirla como si realmente existiera, no
alimentaba de ningún modo lo que en cierta ocasión alguien llamó la peste
psicológica. Su vanidad habría tenido ahí pretexto y ocasión suficientes para
mostrarse, de haber existido. Aún está por nacer el escritor que no se adorne
libidinosamente con formulaciones que lleva Dios sabe cuánto afilando y se
defienda primariamente de los ataques contra ellas como a él dirigidos. Pero
yo mismo estaba demasiado embrutecido en el asunto, había pensado en las
composiciones de Leverkühn demasiado precisamente como para tomar
mucho en consideración la discusión. Una vez conseguí convencer al escritor
de que, aunque se volviera loco, Leverkühn debería al menos poder acabar el
oratorio sobre Fausto –originariamente Mann lo había planeado como
fragmento–, se planteó la cuestión de la conclusión, el postludio instrumental
al que el movimiento coral hace una transición imperceptible. Lo habíamos
estado pensando durante mucho tiempo; una hermosa tarde el autor me leyó
el texto. Yo me rebelé, sin duda de un modo un poco impertinente. En
relación con la estructura no sólo de la Lamentación del Doctor Faustus sino
de toda la novela, además de sumamente recargadas encontré las páginas
demasiado positivas, demasiado teológicas sin fisuras. Parecía faltarles lo que
en el pasaje decisivo se requería, el poder de la negación determinada como
la única cifra permitida del otro. Thomas Mann no se incomodó, pero sí se
entristeció, y yo tuve remordimientos. Dos días después, Frau Katja llamó y
nos invitó a cenar. Después el autor nos arrastró a su gabinete y leyó, con
evidente nerviosismo, la nueva conclusión que había escrito entretanto. No
pudimos ocultar nuestra emoción y yo creo que eso le alegró. Él se entregaba
casi a los afectos de la alegría y el dolor indefenso, desarmado como nunca
estaría un vanidoso. Su relación con Alemania era particularmente alérgica.
Se tomaba muy a pecho que se le acusara de nihilista; su sensibilidad se
extendía hasta lo moral; en cosas espirituales su conciencia reaccionaba tan
delicadamente que incluso el más burdo y disparatado ataque podía
trastornarlo.
Hablar de la vanidad de Thomas Mann mal interpreta por completo el
fenómeno que la provocaba. Combina percepción sin matices con expresión
lingüística sin matices. Él era tan poco vanidoso como en cambio sí era
coqueto. El tabú que pesa sobre los hombres a este respecto ha impedido sin
duda reconocer en él esta característica y lo que de encantador tiene. Era
como si el anhelo de aplauso, del que ni la más sublime obra de arte puede
prescindir, afectara a la persona, la cual se había exteriorizado tanto en la
obra que jugaba consigo como el prosista con sus frases. En la gracia de la
forma incluso de la obra de arte espiritual hay algo afín a aquella con que el
actor saluda. Él quería caer bien y gustar. Le encantaba admirar con mordente
a ciertos compositores contemporáneos de géneros menores a los que sabía
que yo no tenía precisamente en alta estima, y señalar la irraccionalidad de su
propia actitud; entre ellos incluía a directores consagrados como Toscanini y
Walter, que difícilmente habrían interpretado a Leverkühn. Rara vez
mencionaba la novela sobre José sin añadir: «que usted, señor Adorno, ya lo
sé, no ha leído». ¿Qué mujer habría tenido, sin distorsionarla con adornos o
insipideces, la coquetería de este hombre de casi setenta años, sumamente
disciplinado, cuando se levantaba de su mesa de trabajo? En su despacho
colgaba una deliciosa fotografía de la juventud de su tía Erika, que guardaba
parecido fisonómico con él, vestida de Pierrot. En la reproducción del
recuerdo su propio rostro cobra algo de pierrotesco. Sin duda su coquetería
no era nada más que capacidad mimética ni mutilada ni domesticable.
Pero de ninguna manera debe uno por ello imaginársele como Pierrot
Lunaire, como una figura del fin de siècle. El cliché del decadente es
complementario del del burgués, lo mismo que, como se sabe, sólo hubo
bohème mientras hubo burguesía sólida. Él tenía del Jugendstil tan poco
como del venerable anciano; el Tristán de su novela es cómico. El «Deja que
el día ceda el paso a la muerte»[3] no era para él un imperativo. Sus
irrefrenables ganas de jugar, que nada podía intimidar, afectaban incluso a la
muerte. En la última carta que de él recibí, en Sils-Maria, unos pocos días
antes de que muriera, con libertad rastelliana[4] hacía malabarismos con la
muerte –sobre cuya posibilidad no se engañaba a sí mismo– como los hacía
con su sufrimiento. De que sus escritos parezcan centrarse sobre la muerte
poca culpa tiene el anhelo de muerte, como tampoco una particular afinidad
con la decadencia, sino una astucia y una superstición secretas: la de
precisamente por ello mantener a raya y exorcizar lo constantemente
invocado y hablado. Su ingenio lo mismo que su cuerpo se resistían a la
muerte, la ciega consecuencia natural. Los manes del poeta me perdonen,
pero en lo más íntimo estaba sano. No sé si en sus años de juventud estuvo
alguna vez enfermo, pero sólo una constitución de hierro podía soportar una
operación cuya crónica eufemística se contiene en La novela de una
novela[5]. Ni siquiera la arterioesclerosis a la que sucumbió afectaba a su
espíritu, como si no tuviera ningún poder sobre éste. Lo que en último
término provocó que su obra resaltara la complicidad que uno estaba muy
dispuesto a creer de él con la muerte era algo del barrunto de la culpa que en
la existencia en general hay de, por así decir, privar a algo diferente, algo
posible, de su propia realidad por estar uno ocupando su lugar; él no
necesitaba a Schopenhauer para experimentar eso. Aunque intentó esquivar la
muerte, al mismo tiempo no dejaba su compañía desde el sentimiento de que
para el vivo no hay más reconciliación que la rendición: no la resignación. En
el mundo del hombre con autodominio y que se mantiene firme en sí mismo
lo único mejor sería cerrar los paréntesis de la identidad y no empedernirse.
Lo que se reprocha a Thomas Mann como decadencia era lo contrario de ésta,
la fuerza de la naturaleza para ser consciente de sí misma como algo frágil.
Pero no a otra cosa se llama humanidad.
[1] Cita aproximada del tercer acto de la ópera de Mozart Las bodas de Fígaro. [N. del T.]
[2] «Weltgeschichte als Weltgericht»: literalmente, «la historia del mundo como juicio del mundo».
[N. del T.]
[3] Cita de Tristán e Isolda, de Richard Wagner. [N. del T.]
[4] Por Enrico Rastelli (1896-1931): famoso malabarista italiano. [N. del T.]
[5] Subtítulo de Los orígenes del Doctor Faustus. [N. del T.]
Chifladuras bibliográficas
A Rudolf Hirsch[1]
Mientras visitaba una feria del libro me sobrecogió una extraña
aprehensión. Cuando intentaba entender qué me quería señalar, me di cuenta
de que los libros ya no parecían libros. La adaptación a lo que con o sin razón
se tiene por las necesidades de los consumidores ha alterado su apariencia.
Internacionalmente las cubiertas de los libros se han convertido en anuncios
del libro. Aquella dignidad de lo contenido en sí, duradero, hermético, que
mete al lector dentro de sí, que por así decir cierra sobre él la tapa como las
tapas del libro al texto, se descarta como anacrónico. El libro seduce al lector;
ya no aparece como algo que es para sí, sino como algo para otro, y
precisamente por eso el lector se siente privado de lo mejor. Por supuesto,
sigue habiendo excepciones en editoriales literariamente rigurosas; tampoco
faltan a las que esto mismo les resulta incómodo y publican el mismo libro
con formato doble, uno orgullosamente sobrio y uno que asalta al lector con
monigotes y figuritas. Éstos ni siquiera son siempre necesarios. No pocas
veces basta con exagerar los formatos, grandiosos como automóviles
desproporcionadamente anchos, o con conseguir un efecto de cartel mediante
colores excesivamente intensos y llamativos, o lo que sea; algo
imponderable, que escapa al concepto, una cualidad formal por la que los
libros, presentándose como up to date, como al servicio del cliente, tratan de
desprenderse de su condición de libros como algo retrógrado y pasado de
moda. De ningún modo se debe perseguir groseramente el efecto anuncio o
herir el buen gusto; no importa a qué se aplique, la expresión bien de
consumo pone al libro con la forma del libro, al mismo tiempo material y
espiritual, en una contradicción que resulta difícil definir para los no muy
familiarizados con la técnica del libro, pero tanto más irritante precisamente
por su profundidad. A veces la liquidación del libro tiene incluso el derecho
estético de su lado, como sensibilidad contra los ornamentos, las alegorías, la
decadente decoración decimonónica. Todo esto debe desaparecer, sin duda,
pero a veces parece sin embargo como si las partituras musicales, que
erradicaron a los ángeles, las musas y las liras cuyas líneas antaño adornaban
los títulos de Edition Peters o de Universal Edition, tuvieran por tanto que
eliminar también algo de la felicidad que este kitsch prometía entonces: éste
se transfiguraba cuando la música preludiada por la lira no era kitsch.
Globalmente, se impone el hecho de que los libros se avergüenzan de todavía
serlo en general y no dibujos animados o escaparates iluminados con luz de
neón; el hecho de que quieren borrar las huellas de una producción artesanal
para no parecer anacrónicos, sino llevar el paso de un tiempo del que
secretamente temen que ya no tenga tiempo para ellos mismos.
Esto perjudica a los libros también como algo espiritual. Su forma significa
aislamiento, concentración, continuidad, cualidades antropológicas en vías de
extinción. La composición de un libro como volumen es incompatible con su
transformación en estímulo momentáneamente presentado. Cuando el libro,
por su apariencia, rechaza el último recuerdo de la idea del texto, en el cual se
representa la verdad, y se somete a la primacía de las reacciones efímeras, tal
apariencia se vuelve contra la esencia que él señala antes de toda
determinación del contenido. El streamlining hace sospechosos los libros más
recientes como algo ya pasado. Ya no confían en sí mismos, no son buenos
consigo mismos, de ellos no puede resultar nada bueno. A quien todavía los
escribe le sobrecoge, cuando menos se lo espera, un temor con el que por lo
demás la autorreflexión crítica no ha hecho desde luego sino familiarizarlo
sobradamente, el de la inutilidad de su actividad. El suelo tiembla bajo sus
pies, mientras sigue comportándose como si tuviera dónde estar de pie o
sentado. La autonomía de la obra, a la que el escritor debe dedicar toda su
energía, es desautorizada por la forma física de la obra. Si el libro ya no tiene
el coraje de su propia forma, entonces también resulta atacada en él mismo la
fuerza que podría justificar esa forma.
De que la forma exterior de lo impreso tiene su propia fuerza constituye un
indicio el hecho de que autores de la máxima experiencia como Balzac y Karl
Kraus se sintieran compelidos a hacer cambios profundos en las galeradas,
hasta en la composición definitiva, e incluso a reescribir enteramente lo ya
impreso. La culpa de ello no la tiene ni una negligencia en el manuscrito
previo ni un perfeccionismo nimio. Sino que sólo en las letras impresas
asumen los textos, realmente o en apariencia, esa objetividad que los hace
desprenderse definitivamente de sus autores, y esto a su vez permite a éstos
contemplarlos con una mirada ajena y descubrir defectos que se les ocultaban
mientras todavía estaban a su tarea y sentían que los controlaban en lugar de
reconocer hasta qué punto la calidad de un texto se manifiesta precisamente
en el hecho de que es él el que controla al autor. Así por ejemplo, las
proporciones entre las longitudes de trozos aislados, de un prólogo con lo que
le sigue, no son verdaderamente controlables antes de su impresión; los
manuscritos mecanografiados, que consumen más páginas, confunden al
autor haciéndole ver como muy alejado lo que está tan próximo que es una
grosera repetición; en general tienden a dislocar las proporciones en favor de
la comodidad del autor. Para quien es capaz de autorreflexión la impresión se
convierte en una crítica de lo escrito: abre una vía del exterior al interior. A
los editores habría por tanto que recomendarles indulgencia con las
correcciones de los autores.
A menudo he observado que quien ya ha leído una cosa en una revista o
incluso en el manuscrito mecanografiado la menosprecia cuando se la vuelve
a encontrar en un libro. «Eso yo ya me lo sé»: ¿qué valor puede tener? Sobre
lo leído se proyecta un ligero autodesprecio, el autor aprende a ser avaro con
sus productos. Pero esta reacción es el reverso de la autoridad de lo impreso.
Quien propende a considerar lo impreso ante todo como algo que es en sí,
algo objetivamente verdadero –y sin esta ilusión difícilmente se habría
desarrollado la seriedad en relación con las creaciones literarias que
constituye el presupuesto de la crítica y por tanto de su posteridad–, se venga
de la coerción ejercida por la impresión como tal haciéndose agresivo en
cuanto se percata de lo precario de esa objetividad y advierte adheridos a ésta
los residuos del proceso de producción o de la comunicación privada. Esta
ambivalencia llega hasta la irritación de esos críticos que reprenden a un
autor por repetirse cuando incorpora a un libro algo ya anteriormente
publicado de forma menos convincente y quizá desde el principio concebido
para aquél. Tales rencores parecen suscitar en particular los autores que
idiosincrásicamente evitan las repeticiones.
La alteración de la forma de un libro no es un proceso superficial que, por
ejemplo, podría detener el hecho de que los libros reflexionaran serenamente
sobre su esencia y buscaran una forma que se correspondiera con ésta. Los
intentos de resistirse desde dentro a esta evolución exterior mediante la
relajación de la estructura literaria tienen algo del desesperado esfuerzo por
amoldarse sin renunciar a nada. Hoy en día no se dan las condiciones
objetivas para las formas que podrían servir de modelo a tal relajación, como
la hoja volante y el manifiesto. Quien las imita no hace sino inflar su propia
impotencia como adorador secreto del poder. Los editores no son meramente
irrefutables cuando acaso llaman la atención de los autores renitentes, que
después de todo también quieren vivir, sobre el hecho de que sus libros tienen
tantas menos oportunidades en el mercado cuanto menos se someten a esa
corriente. Sino que los intentos de salvación se revelan como lo que ya eran
en las teorías de Ruskin y Morris[2], que combatían la deterioración del
mundo por el industrialismo queriendo presentar lo producido en masa como
si fuera hecho a mano. Los libros que se niegan a jugar según las reglas de la
comunicación de masas sufren la maldición de lo artesanal. Lo que sucede
espanta por su lógica ineluctable; mil argumentos pueden demostrarle a quien
protesta que tiene que ser así y no de otra manera y que él es un reaccionario
sin remedio. ¿Lo es la idea misma de libro? Sin embargo, no se ve otra
representación lingüística del espíritu que pueda existir sin traicionar a la
verdad.
A la actitud del coleccionista se le puede reprochar que para él poseer
libros sea más importante que su lectura. Sin embargo, lo que revela es que
los libros dicen algo sin que uno los lea y que a veces esto no es lo menos
importante. Por eso las bibliotecas privadas en las que predominan las
ediciones completas tienen fácilmente algo de trivial. La necesidad de
totalidad, verdaderamente legítima con respecto a esas ediciones en las que
un filólogo pretende decidir qué perdura y qué no de un autor, se vincula
demasiado fácilmente con el instinto de posesión, el impulso a acaparar libros
que los aliena de la experiencia que impregna a los volúmenes separados, y
ciertamente en virtud de su destrucción. Tales hileras de obras completas no
sólo son un alarde, sino que su tersa armonía niega injustamente el destino
que el proverbio latino asigna a los libros y que es lo único que los seres
muertos tienen en común con los vivos. Los bloques unitarios y en su
mayoría demasiado cuidados funcionan como si todos ellos hubieran nacido
de una vez, sin historia o, como dice la pertinente locución alemana, de
golpe, un poco como aquella biblioteca potemkiniana que encontré en la villa
de una vieja familia americana anexa como dependencia a un hotel en Maine.
Ponía ante mis ojos todos los títulos imaginables; cuando caí en la tentación y
alargué la mano, todo aquel esplendor se vino abajo con un ligero crujido:
todo era de pega. Los libros dañados, golpeados, que han tenido que sufrir,
ésos son los auténticos. Esperemos que los vándalos no descubran también
esto y traten sus flamantes colecciones como los restauradores sin escrúpulos
que recubren con una capa de polvo sintético botellas llenas de tinto
adulterado con vino de Argelia. Los libros que acompañan a uno a lo largo de
la vida se resisten al ordenamiento en lugares sistemáticos e insisten en los
que ellos mismos se buscan; quien les permite el desorden no está
necesariamente tratándolos sin amor, sino más bien obedeciendo a sus
caprichos. Luego suele ser castigado por ello, pues estos libros son los más
propensos a fugarse.
La emigración, la vida mutilada, han desfigurado desmesuradamente mis
libros, que me acompañaron o, si se quiere, fueron deportados a Londres,
Nueva York, Los Ángeles y de vuelta a Alemania. Arrancados de sus
pacíficos estantes, zarandeados, encerrados en cajas, acogidos en
alojamientos provisionales, muchos de ellos se desencuadernaron. Las
cubiertas se desprendieron, a menudo llevándose consigo trozos de texto.
Para empezar, sin duda estaban mal hechos; la calidad del trabajo alemán es
desde hace tiempo tan dudosa como en la época de la prosperidad económica
comienza a darse cuenta el mercado mundial. Así acechaba simbólicamente
su propia desintegración en el liberalismo alemán: un golpe y se desmoronó.
Pero yo no me desprendo de los libros estropeados, los hago reparar una y
otra vez. Muchos de los volúmenes gastados están viviendo una segunda
juventud en rústica. Corren menos riesgos: no son una posesión tan sólida.
Ahora son los frágiles documentos de la unidad de la vida a la que se aferran,
y al mismo tiempo de sus brechas, con todo lo azaroso de la salvación y
también la huella de una providencia inaprehensible por la que éste se ha
conservado, aquel otro perdido. Nada de Kafka todavía editado por él mismo
regresó sano y salvo conmigo.
La vida de los libros no es idéntica con el sujeto que se figura disponer de
ella. Una prueba drástica de esto constituyen lo que se pierde del que se
presta, lo que aporta el que se toma prestado. Pero esa vida tiene también una
relación oblicua con su interiorización, con lo que en el conocimiento se
figura el propietario poseer de la disposición o del llamado curso del
pensamiento. Una y otra vez se burla de él en sus errores. Las citas que no se
comprueban en el texto rara vez son exactas. Por eso la adecuada con los
libros sería una relación de espontaneidad, que se sometiera a la voluntad de
la segunda y apócrifa vida de los libros, en lugar de empeñarse en la primera,
que en la mayoría de las ocasiones no es más que la arbitraria elaboración del
lector. Quien es capaz de tal espontaneidad en la relación con los libros recibe
no pocas veces lo buscado como recompensa inesperada. Las referencias más
afortunadas suelen ser las que se sustraen a la búsqueda y se ofrecen por
gracia. Todo libro que vale algo juega con su lector. Buena lectura sería
aquella que adivinara las reglas que observa y se acomodara a ellas sin
violencia.
La vida propia de los libros es comparable a la que una creencia extendida
entre las mujeres y afectiva atribuye a los gatos. Son animales domésticos no
domesticados. Exhibidos como propiedad, visibles y disponibles, les encanta
escaparse. Si el dueño se niega a su organización en una biblioteca –y quien
tiene un verdadero contacto con libros difícilmente se siente a gusto en las
bibliotecas, incluida la propia–, los libros de los que urgentemente necesite
repudiarán su soberanía una y otra vez, se ocultarán, meramente volverán por
casualidad; algunos desaparecerán como los espíritus, la mayoría de las veces
en momentos en los que sean de especial importancia. Peor aún la resistencia
que oponen cuando uno busca algo en ellos: como si quisieran vengarse de la
mirada léxica que los explora a la busca de pasajes aislados y con ello hace
violencia a su propio curso, que no quiere ajustarse a la voluntad de nadie. A
no pocos escritores los define precisamente la esquivez para con quien quiera
citarlos; sobre todo a Marx, en el que uno no necesita más que rastrear un
pasaje que lo haya marcado más que otros para acordarse de la aguja en el
pajar. Evidentemente, su modo sumamente espontáneo de producción –
muchas veces sus textos se leen como si estuvieran escritos apresuradamente
en los márgenes de los libros que estudiaba, y en las teorías de la plusvalía de
ahí ha resultado casi una forma literaria– se resistía a llevar exactamente los
pensamientos al lugar al que pertenecían; expresión del rasgo antisistemático
de un autor cuyo sistema no es nada más que la crítica de lo existente; al final
él practicaba incluso una técnica conspiratoria inconsciente de sí misma. El
hecho de que, a pesar de toda la canonización, no se disponga de ningún
léxico de Marx es coherente con esto; el autor del que se canturrea una serie
innumerable de frases como si fueran versículos de la Biblia se defiende
contra lo que se le hace escondiendo lo que no se encuentra en ese arsenal.
Pero muchos autores de los que existen esmerados léxicos como el de Rudolf
Eisler[3] para Kant y el de Hermann Glockner[4] para Hegel, tampoco se
comportan mucho más cortésmente: inapreciable el alivio que los léxicos
ofrecen; sin embargo, con frecuencia las formulaciones más importantes
escapan a las mallas porque no se ajustan a ninguna entrada o la que les
convendría está tan aislada que a la razón lexicográfica no le compensa
consignarla. En el léxico de Hegel falta «Progreso». Los libros dignos de ser
citados erigen una protesta permanente contra la cita, sin la cual no puede
pasarse quien escribe sobre libros. Pues cada uno de esos libros es paradójico
en sí mismo, objetualización de lo por excelencia no objetual que la cita
ensarta. La misma paradoja se expresa en el hecho de que el peor autor puede
reprochar con razón a sus críticos haber sacado de contexto los corpora
delicti literarios, mientras que sin tal acto de violencia la polémica no es en
absoluto posible. Incluso la réplica más estulta insiste con éxito en el
contexto, ese todo hegeliano que sería la verdad, como si sus momentos
fueran juegos de palabras. Por supuesto, el mismo autor, si se escribiera
contra él sin aportar pruebas, explicaría con el mismo celo que él nunca dijo
algo así. La filología está coaligada con el mito: bloquea la salida.
La técnica del encuadernador hace probablemente que no pocos libros se
abran siempre por el mismo lugar. Anatole France, cuyas maneras
volterianas, que nadie le perdona, hicieron olvidar su genio metafísico,
extrajo de esto un efecto importante en la Histoire contemporaine. En su
ciudad de provincias Monsieur Bergeret encuentra refugio en la librería del
señor Paillot. En cada visita a la tienda coge, sin ningún interés, la Historia
de los viajes de descubrimiento. El volumen le presenta obstinadamente las
frases: «… una travesía por el norte. Precisamente a este infortunio, dice él,
se debió que pudiéramos regresar una vez más a las islas Sandwich y que
nuestro viaje se enriqueciera por tanto con un descubrimiento que, aunque el
último, en no pocos respectos parece ser el más importante hecho por los
europeos hasta la fecha en el Océano Pacífico…». Esto se mezcla con
asociaciones del monologue intérieur del amable inhumanista. Al leer este
pasaje indiferente, que en la superficie no tiene ninguna relación con la
novela, por el principio de composición uno tiene la sensación de que sería la
clave del conjunto sólo con que se lo supiera interpretar. La miserable
insistencia en él del libro evoca, en medio de la desolación de una existencia
provinciana dejada de la mano de Dios, el último resto de un sentido calado
por la lluvia y que meramente sigue dando señales impotentes como el
tiempo atmosférico, la inefable sensación que uno tiene un día de su infancia
de que esto es, esto es lo que importa, y a la que con un chaparrón se le
oscurece lo que se acaba de aclarar. La melancolía de tal repetición de la
encuadernación es tan profunda por ser la renuncia permanente que produce
tan próxima al cumplimiento de una promesa. El hecho de que por sí mismos
los libros siempre se abran por el mismo lugar constituye su rudimentaria
semejanza con los sibilinos y con el mismo libro de la vida, que ya no existe
sino como la triste alegoría en piedra abierta sobre las tumbas del siglo XIX.
Quien leyera adecuadamente estos monumentos, descifraría probablemente
«una travesía por el norte» extraída de la Historia general de los viajes de
descubrimiento. Sólo en el ejemplar usado se nos dice algo de las colonias
hölderlinianas que nadie nunca ha hollado.
Vieja antipatía hacia los libros con el título impreso longitudinalmente en
el lomo. Uno como Dios manda debe estar impreso transversalmente. La
argumentación de que cuando un volumen se pone en vertical y la escritura es
longitudinal, hay que torcer la cabeza para ver lo que pone, es sin duda mera
racionalización. La verdad es que la escritura transversal sobre el lomo
confiere a los libros una expresión de estabilidad: se tienen sólidamente sobre
sus pies, y el título legible en lo alto es su rostro. Pero los que llevan el título
longitudinalmente sólo existen para yacer por ahí, para ser barridos, tirados;
su forma física los destina a no parar quietos. En rústica casi nunca se da la
escritura transversal. Allí donde todavía se tolera, ya no está ni impresa ni
grabada, sino en una etiqueta pegada, mera ficción. – En pocos de los libros
que he escrito he visto cumplido mi deseo de que el título apareciera
transversalmente en el lomo; pero siempre que ha prevalecido la impresión
longitudinal, no había nada terminante que oponer. La culpa la tenía sin duda
mi propia antipatía a los volúmenes gruesos.
Entre los síntomas de la decadencia de los libros no es el más inocuo el
hecho de que últimamente el año y lugar de edición no aparecen en la
portada, sino todo lo más anotados con vergüenza junto al copyright. No es
probable que con ello se dificulte gravemente la localización de libros en las
bibliotecas públicas o en las librerías de lance. Pero, además del espacio y el
tiempo, lo que con ello se les quita es el principium individuationis. Se
quedan en meros ejemplares de un género, tan intercambiables ya como un
best-seller. Lo que aparentemente los sustrae a lo efímero y contingente de su
aparición empírica no les ayuda tanto a sobrevivir como los condena a lo
inesencial. Sólo lo que ha sido mortal podría resucitar. Motiva esta práctica
abominable un interés material que la definición misma del asunto prohíbe:
en la cosa no debe verse cuándo apareció, para que en el lector que sólo se
contenta con lo más fresco no surja la sospecha de que se trata de género
invendible, es decir, de algo que busca la duración que en la forma misma del
libro, en cuanto algo impreso y cuando es posible encuadernado, se promete.
Pero si se deplora el hecho de que también omitan el lugar de edición –en
cambio, el nombre del editor se estampa tanto más pretenciosamente–, el
experto le explica enseguida a uno que el proceso de producción de la
industria editorial hace cada vez más indiferentes los centros provinciales de
producción de libros y que mencionarlos sería incluso provinciano. ¿Para qué
sirve imprimir debajo del título de un libro: Nueva York, 1950? No, no sirve
para nada.
Las reproducciones fotográficas de ediciones originales de Fichte o de
Schelling se parecen a las reimpresiones de viejos sellos de la época anterior
a 1870. Su integridad física previene la falsificación, pero es también el signo
sensible de su futilidad espiritual, de la reanimación de algo pasado que
meramente por la distancia, en cuanto pasado, podría conservarse. Los
renacimientos son niños nacidos muertos. Sin embargo, ante la dificultad
creciente de adquirir los originales, uno apenas puede pasarse sin los
desagradables duplicados y siente por ellos el baudeleriano amor por la
mentira. Igualmente era feliz el niño que podía llenar el lugar reservado en el
álbum a la preciosa Dreissiger Orange de Thurn y Taxis[5] con un sello
demasiado brillante, sabiendo que le estaban dando gato por liebre.
Las primeras ediciones de Kant, que durarán lo que la eternidad burguesa,
apoyan el a priori del contenido. El encuadernador las produjo como su
sujeto trascendental. – Libros con lomos que parecen literatura, con tapas de
cartón a manchas como para el uso escolar. Schiller, acertadamente. – Una
edición de Baudelaire, de color blanco sucio, con lomos azules, como el
metro de París antes de la guerra, primera clase, modernidad antigua. – En las
ilustraciones contemporáneas de los cuentos de Oscar Wilde los príncipes
parecen ya los boys que el autor deseaba mientras escribía los inocentes
cuentos como coartada. – Panfletos revolucionarios y afines: como
sorprendidos por las catástrofes, aunque no son de antes de 1918. Se ve en
ellos que lo que querían no se ha realizado. De ahí su belleza, la misma que
en El proceso de Kafka adquieren los acusados cuya ejecución se decide
desde el primer día.
Sin la melancólica experiencia de los libros desde fuera, no sería posible
ninguna relación con ellos, coleccionarlos, ni siquiera constituir una
biblioteca. Qué poco lee de lo que le interesa quien posee más de lo que cabe
en un armario. Esa experiencia es fisiognómica, tan impregnada de simpatía y
antipatía, tan errática e injusta, como la fisiognómica en los seres humanos.
El destino de los libros se basa en el hecho de que tienen rostros, y la tristeza
ante los que aparecen hoy en día en que comienzan a perder su semblante.
Sin embargo, la actitud fisiognómica hacia el exterior de los libros es lo
contrario de la bibliófila. Se dirige al momento histórico. El ideal bibliófilo
son, por el contrario, libros que estarían exonerados de la historia, capturados
en su primer día, que tienen la osadía de conservar. El bibliófilo espera la
belleza de libros sin sufrimiento; han de ser nuevos incluso cuando sean
viejos. Su incolumidad debe garantizar su valor; hasta tal punto es
extremadamente burguesa la postura bibliófila con respecto al libro. Se pierde
lo mejor. La verdadera belleza de los libros es el sufrimiento; sin éste se
corrompe en mera elaboración. La duración, la inmortalidad que se
autoimpone, se supera. Quien siente esto tiene aversión a las ediciones con
las páginas sin cortar: con las vírgenes no se disfruta.
Lo que el exterior de los libros dice es vago como promesa: la de su
semejanza con lo que contienen. En uno de los estratos de su notación, la
música ha realizado este momento. Las notas no son sólo signos, sino
también imágenes de lo sonoro en sus líneas, cabezas, arcos e incontables
momentos gráficos. Lo que ocurre en el tiempo y con éste desaparece lo
encierra en la superficie, por supuesto al precio del tiempo mismo, de la
evolución corporal. Pero ésta es igualmente esencial al lenguaje y por eso de
los libros se espera lo mismo. Sólo que en el lenguaje, según la primacía del
aspecto significativo-conceptual, por lo que se refiere al sistema de signos la
impresión ha reducido de un modo incomparablemente mucho más amplio
que en la música el momento mimético. Sin embargo, como el genio de la
lengua insiste una y otra vez en él al tiempo que ésta lo niega y dispersa, el
exterior de los libros, emparentado con el de los emblemas, de semejanza
polisémica con su tema, engaña. El libro figura entre los de la melancolía
desde hace ya siglos, y tampoco falta al comienzo del Cuervo de Poe ni en
Baudelaire: algo de emblemático posee la imago de todos los libros, que
espera a que la profunda mirada en el exterior de su lenguaje suscite uno
distinto al interior, al impreso. Esa semejanza únicamente sobrevive en rasgos
excéntricos de lo que se da a leer, como en la obstinada y abisal pasión de
Proust por escribir sin párrafos. Le irritaba la exigencia de una lectura
cómoda, que obliga a la imagen gráfica a servir pequeños bocados que el
ávido lector pueda engullir más fácilmente, a costa de la continuidad del
asunto. En la polémica contra el lector el espejo formado por las frases se
asimila a éste, la autonomía literaria remite al procedimiento mimético de la
escritura. Transforma los libros de Proust en las notas del monólogo interior
que su prosa ejecuta y acompaña simultáneamente. Sin embargo, la mirada
que sigue la alineación de la impresión busca tales semejanzas. Como
ninguna es imperativa, su soporte puede ser cualquier elemento gráfico,
cualquier característica de la encuadernación, del papel y de la impresión; es
decir, cualquier punto por el que el lector inyecte en el libro mismo impulsos
miméticos. Con todo, tales semejanzas no son meras proyecciones subjetivas,
sino que tienen su legitimación objetiva en las irregularidades, desgarrones,
agujeros y marcas que la historia ha dejado en los lisos muros del sistema de
signos gráficos, de los componentes y accidentes materiales de los libros. En
tal historia se desvela lo mismo que en la del contenido: ese volumen de
Baudelaire que se parece a un metro clasicista converge con lo que
históricamente aparece como contenido de los poemas que encierra. Pero el
mismo poder de la historia sobre la apariencia de la encuadernación y su
destino al igual que sobre lo escrito es tanto mayor que toda diferencia entre
interior y exterior, espíritu y materia, que amenaza con desbordar la
espiritualidad de las obras. Éste es el secreto más íntimo de la tristeza de los
libros más antiguos, también una indicación de cómo debe uno comportarse
con ellos y, según su modelo, con los libros en general. Aquel en quien el
sentido mimético y musical se imbriquen lo bastante profundamente será
capaz de juzgar con total seriedad una obra por la imagen de las notas, antes
ya de haberla transpuesto completamente a su imaginación auditiva. Los
libros no se prestan a esto. Pero el lector ideal, al cual éstos no toleran, con
palpar la encuadernación, fijarse en la figura de la portada y en la calidad
visual de las páginas sabría algo de lo que hay dentro y adivinaría lo que vale
sin necesidad de leerlo antes.
[1] Rudolf Hirsch (1900): historiador alemán de la literatura, especializado no sólo en los libros, en
el Holocausto y en Hugo von Hoffmanstahl. Corresponsal de Adorno. [N. del T.]
[2] El escritor, dibujante, pintor y teórico inglés William Morris (1834-1896) asumió en el terreno
práctico el interés de Ruskin por los manuscritos iluminados y la recuperación de las técnicas y
circunstancias en que se produjeron durante la Edad Media; un interés ideológicamente animado por la
intención de que el artista retuviera en su poder lo que Marx llamaba los medios de producción
secuestrados por el propietario de la fábrica en el sistema capitalista. Morris fundó una imprenta y otros
talleres artesanales en los que se ha apreciado un claro precedente inmediato del modernismo. [N. del
T.]
[3] Rudolf Eisler (1873-1926): filósofo austríaco. Autor de al menos dos de los léxicos filosóficos
generales más importantes de la primera mitad del siglo XX y de uno monográfico sobre Kant que aun
hoy resulta de gran utilidad. [N. del T.]
[4] Hermann Glockner (1896-1979): filósofo alemán. Adscrito a la corriente neohegelianista, entre
1929 y 1940 editó en veinte volúmenes las obras completas de Hegel, acompañado de su
correspondiente índice temático. [N. del T.]
[5] La noble casa austríaca de los Thurn und Taxis ostentó el monopolio de correos y
comunicaciones del Imperio Austro-Húngaro entre 1495 y 1866. Entre los filatélicos son muy
apreciados sus sellos de treinta céntimos en los que predomina una brillante tonalidad del color naranja
(los «Dreissige Orange»). [N. del T.]
Discurso sobre un folletín imaginario
A Z.
El breve texto que he elegido para mencionar algunas de las razones con
las que justificar por qué me encanta es y no es una pieza autónoma en prosa.
Se encuentra en Ilusiones perdidas. Así se llama la primera de las dos
novelas largas de Balzac que, rugiendo como la gran orquesta que
simultáneamente nacía, describen el ascenso y caída del joven Lucien
Chardon, que luego adopta el apellido De Rubempré. La pieza en prosa es un
folletín de Lucien, su primer artículo en palabras de Balzac, reproducido en
medio de la narración. Lo escribe tras la première de una pieza de bulevar
que le procura contacto con el periodismo y unos amoríos con la primera
actriz. Ésta será descrita tan encantadoramente que a Esther, la heroína de la
segunda novela de Lucien, Esplendor y miserias de las cortesanas, a la que
Von Hoffmanstahl calificó de personaje de cuento de hadas, le resulta difícil
superar la seductora imagen. La cena de la que Lucien se ausenta para
escribir su novela decide sobre el curso de su vida. Lo borra del estrecho
círculo liberal-progresista que se agrupa en torno al poeta D’Arthez,
autorretrato de Balzac. Lucien vacila en traicionar sus ideales y pronto,
aunque involuntariamente, a sus antiguos amigos. Pero la seducción misma
es tan plausible, tan fantasmagórico el a los ojos de Balzac corrupto mundo
que se le abre al joven, que en él el concepto de traición se disuelve como
tantas veces sucede con los grandes conceptos morales en los
acontecimientos infinitamente fluidos de la vida. Incluso contra la intención
explícita de Balzac, Lucien queda tan autorizado como el irrestricto
cumplimiento sensible adquiere prioridad frente al espíritu. Pues éste siempre
comporta algo de dilatorio y consolador, mientras que los seres humanos
aspiran a la felicidad, sin la cual toda la razón no sería sino sinrazón, en el
presente antirracional: este momento habla en favor de Lucien. La
imbricación de su destino con la sociedad a la que él mismo se sabe ajeno, su
propio esplendor y su propia miseria, todo esto se junta como en un espejo
ustorio en el folletín que Balzac le hace escribir al dictado como si
compartiera el deseo del joven literato de «realizar sus pruebas delante de
aquellos personajes tan notables». En el microcosmos del ensayo se siente el
pulso cardíaco de la novela y de su héroe.
Balzac ya se distingue de los novelistas menores sólo por el hecho de que
él no charlotea sobre el folletín, sino que lo instaura. Otros se habrían
contentado con asegurar que Lucien era un periodista de talento y, por
ejemplo, se habrían valido de frases como la de que en él las ocurrencias
chispeantes, las palabras ingeniosas se sucedían como brillantes ornamentos.
Tales aseveraciones Balzac se las deja a los periodistas del medio de Lucien;
en lugar de ellas, demuestra las dotes intelectuales concretamente en su
producto. No es lo que Kierkegaard llama un escritor con premisas. Nunca se
nutre de lo que atribuye a sus figuras, de lo que éstas ostensiblemente son, sin
realizarlo en la cosa misma. Tiene en el máximo grado aquella decencia que
constituye la moral de las obras de arte importantes. Lo mismo que con el
primer compás un compositor firma un contrato que cumple mediante la
consecuencia, así Balzac respeta el contrato épico: no decir nada que no se
cuente. Incluso el espíritu deviene narración. Balzac ciertamente anuncia que
el folletín de Lucien, por su índole nueva, original, provocó una revolución
en el periodismo, pero él mismo demuestra luego la afirmación de novedad y
originalidad. Y por cierto que de un modo que a su vez honra el principio
estético de la composición de la novela. Es decir, en ninguna parte descubre
uno el contenido de la pieza en cuestión; ni en la descripción de la velada
teatral ni luego en el folletín. Más bien la comedia hispánica se presenta
como fingida y luego la ficción se refleja en la noticia que vuelve a dar
Lucien del efecto sobre él. En esta refracción emergen las relaciones
privadas, la intención de Lucien de ser útil a la pieza y a su amada. La
venalidad, la parcialidad del periodismo arcaico que toda la novela denuncia
no son cohonestadas. Pero la parcialidad de Lucien es al mismo tiempo
liberación de la coerción del asunto, el despliegue de un juego autónomo de
la imaginación. Aun lo que sirve al anuncio ilegítimo tiene su verdad. Balzac
sabe que, en contra de la estética oficial, la experiencia artística no es pura;
que difícilmente puede serlo si ha de ser experiencia. Nadie que de joven no
se hubiera enamorado también de la soprano coloratura durante la
representación entendería cabalmente lo que es una ópera; las imágenes cuya
quintaesencia es el arte cristalizan entre las dos aguas que constituyen eros y
la obra desinteresadamente contemplada. Lucien sigue siendo el adolescente
adulto que navega entre estas dos aguas. Por eso y no meramente con taimada
intención, sustituye el análisis ponderado del fenómeno estético por su
reacción privada a éste. Fuese lo que fuese lo que luego pasó por crítica
impresionista, Balzac lo anticipa a principios del siglo XIX, en este artículo
que no es tal, con una frescura y ligereza nunca superada. Uno vive el
nacimiento del folletín como si fuera el de la Afrodita de oro. Y el «por vez
primera» confiere a la abyecta forma un encanto conciliador. Ésta se hace
tanto más arrebatadora porque se delinea sobre el fondo de toda la decadencia
inherente como potencial al folletín ya desde el primer día y que se hizo
visiblemente manifiesta en los siguientes sesenta o setenta años. Evoca el
recuerdo de Karl Kraus, que condenó el periodismo sin nunca decir una
palabra de censura sobre el reluciente mundo consagrado a la muerte de Lulú,
cuya tragedia presupone, en los dos protagonistas masculinos, Schön y Alwa,
al periodismo cínico.
Quizá sea precisamente lo desvergonzado del ensayo de Lucien, su total
despreocupación por la racionalización moral, lo que lo rehabilita. Con un
verdadero toque de genio, Balzac se cuidó de que quedara absuelto sin
disculparlo. Tras el corazón y una renta de treinta mil libras, la frase en que
Lucien escribe todo lo que uno estaría dispuesto a ofrecerle al ver a la
irresistible Coralie incluye también las palabras «y su pluma». Reconoce la
propia corrupción y con ello la revoca, como un jugador tramposo que ponga
las cartas sobre la mesa… y al mismo tiempo las explique. Cuando Lucien se
burla de la falsa obligación de, tras una colorista velada teatral, tomar
posición con gusto depurado y emitir un juicio meditado, el folletín queda
libre para sus impulsos espontáneos, especialmente enamoramiento de
aquella con la que en la misma soirée en que compone el folletín se comporta
«como una parejita de cincuenta años». El mundo, que un segundo antes
yacía a sus pies, trata su exhibicionismo, como si no fuera el mundo, sino
libre. Con ello Lucien, a pesar de su sospechosa ambigüedad, demuestra ser
de índole superior. En el folletín menciona a Coralie sólo esporádicamente,
en frases parentéticas, trémulos fogonazos. Más que de ella misma habla de
sus pies y de sus hermosas piernas. Entre otras cosas, el genio de Balzac se
demuestra en el hecho de que su inervación individual corresponde a modos
colectivos de reacción que únicamente se extendieron en una época para la
que él ya era histórico; él sin duda descubrió, por lo demás no sólo en ese
folletín, el encanto de las piernas en general para la literatura.
Lucien está cegado, pero no ciego. Su fingida indiferencia hacia la acción,
el lenguaje, la calidad poética de la pieza, deja traslucir la crítica. La
mamarrachada no le merece el esfuerzo de entrar en ella, él casi no da más
testimonio que de la vis comica del efecto: que hace reír. Pero al mismo
tiempo el folletín adolece también inconfundiblemente de lo malo de su
género, el desvergonzado desprecio del objeto y de la verdad; la
disponibilidad a trapichear con el espíritu, el cual a su vez se manifiesta en
todo ello, por el humor, el arte poético, la repetición de malabarista y variada.
Pero también en la estructura ocupa el folletín una posición igualmente
ambigua. Mientras que eleva a Lucien y por un par de meses lo arranca de la
miseria que, en aquel tiempo como hoy en día, amenaza a la integridad
artística, convierte para él en objeto de envidia y secreto enemigo al amigo
que le presenta a los periodistas y a las actrices. Una conversación causal
hace del éxito que provisionalmente consigue el comienzo de la primera
catástrofe de su vida, que aniquila a Coralie y de la que no lo salva otro que
un delincuente inveterado.
Su folletín es a la vez delicioso y abominable. Da forma a aquello por lo
que normalmente los autores meramente cobran alabanzas por anticipado;
fundamenta la caída del héroe, fundamenta el veredicto sobre éste y lo
exonera, todo en un par de frases dispuestas tan impremeditadamente que
sólo alguien realmente dotado de un enorme talento podría haber
improvisado algo así. La abundancia verdaderamente inagotable de
referencias se despliega sin forzar nada, sin rastro de arbitrio. Los motivos del
folletín afluyen a él desde el material de la novela; ni una sola frase es debida
a la intención del autor, sino todo al contenido, al natural del héroe y a la
situación de éste; tal como únicamente en las grandes obras de arte lo
aparentemente contingente y carente de significado sigue siendo simbólico
sin simbolizar nada. Pero ni siquiera estos méritos dan cuenta del nivel de
este par de páginas. Lo determina su función compositiva. Esta obra de arte
estrictamente consumada dentro de la obra de arte, en medio de una acción
que sube y baja sin aliento, tiene los ojos abiertos. Es la autorreflexión de la
obra de arte. Ésta se hace consciente de sí misma como de la apariencia que
también sigue siendo el ilusorio mundo de los periodistas en el que Lucien
pierde sus ilusiones. Esto eleva a la apariencia por encima de sí. Incluso antes
de que la novela irreflexivamente naturalista se hubiera consolidado
convenientemente en la historia de la literatura, Balzac, al que se alinea entre
los realistas y que lo fue en muchos respectos, mediante el folletín
interpolado rompió con la inmanencia cerrada de la novela. Sus herederos en
la novela del siglo XX fueron Gide y Proust. Éstos disolvieron la frontera
aparente entre apariencia y realidad e hicieron sitio a la mal vista reflexión al
negarse a mantener tercamente su antítesis con una contemplación
presuntamente pura. Esa pieza de Balzac es en este rasgo un programa
ejemplar de la modernidad. Ya anuncia –y tampoco en eso es un pasaje
aislado en la Comédie humaine– al Leverkühn de Thomas Mann, cuya
inexistente música es descrita minuciosamente, como si existieran las
partituras. Fragmentaria y sin embargo unitariamente, la técnica destapa los
significados y al mismo tiempo los concreta. De otro modo sería mera
concepción del mismo, planteada de modo meramente exterior. Pero tal
autorreflexión y suspensión es sin duda la firma de la gran épica. Ésta es más
de lo que es por ser más de lo que es, tal como las epopeyas homéricas fueron
obras de arte por contar de un material que no se subsume en la forma
estética.
No sé si he conseguido decir con bastante claridad por qué amo esas
páginas. Quisiera completarlo refiriéndome a una impresión propia. Cuando
leo el folletín y las partes de la novela que lo flanquean me viene a la mente
una música de Alban Berg, y por cierto que precisamente una que compuso
para la Lulú de Wedekind: las variaciones para el salón del marqués de CastiPiani, donde todo se gana y todo se pierde, y desde el que la muy bella escapa
a la red de la policía y los tratantes de blancas. La novela de Balzac tiene algo
de esta oscuridad y de esta luminosidad.
En la traducción alemana de Otto Flake[1] procedente de la edición
completa de la editorial Rohwolt, las páginas de Ilusiones perdidas que
constituyen el centro de la novela y en las que se encuentra la clave de ésta
suenan así:
«Lucien no pudo por menos de reírse y miró a Coralie. Aquella
encantadora actriz pertenecía al tipo de las que fascinan a los hombres a
voluntad. Reunía en sí todos los atractivos de la raza judía, con su rostro
ovalado de un color de marfil rubio, la boca roja como la grana y la barbilla
fina como el borde de una copa. Bajo unos párpados que custodiaban el
fuego, bajo unas curvas pestañas, surgía, lánguida o reluciente una mirada
como el ardor del desierto. Los ojos, rodeados por un círculo aceitunado,
estaban coronados por unas cejas arqueadas y bien pobladas. Las trenzas
negras como la noche, portadoras de las mismas luces que el charol,
enmarcaban una frente morena que alojaba pensamientos tan sublimes que
hacía pensar en el genio. Pero, como muchas actrices, Coralie carecía de
talento a pesar de su ironía entre bastidores, y de instrucción a pesar de su
experiencia de tocador; no tenía más que la inteligencia de los sentidos y la
bondad de las mujeres enamoradas. Por otra parte, uno no podía dedicar
mucho tiempo a la moral a la vista de sus brazos moldeados y finos, los
dedos afilados como husos, los hombros dorados, el seno cantado por el
Cantar de los cantares, el cuello flexible y las piernas de elegancia
asombrosa y que hacían resplandecer unas medias de seda roja. La poesía
oriental de estas bellezas era aún realzada por la tradicional indumentaria
española de nuestros teatros. Toda la sala estaba pendiente de sus caderas
bien ceñidas por la basquiña y de su grupa andaluza que se cimbreaba
provocativa…
Lucien, animado por el deseo de realizar sus pruebas ante personas tan
notables, escribió su primer artículo en la mesa redonda del tocador de
Florine, a la luz de unas bujías color de rosa encendidas por Matifat:
El alcalde en apuros
Estreno en el Panorama Dramático
Una nueva actriz: la señorita Florine
La señorita Coralie
Bouffé
“Uno entra, otro sale, habla, pasea, busca algo y no encuentra nada, todo
está en movimiento. El alcalde ha perdido a su hija y encuentra su gorro, pero
el gorro no se le ajusta, debe de ser el gorro de un ladrón. ¿Dónde está el
ladrón? Vuelta a entrar, salir, hablar, pasear, buscar. El alcalde acaba
encontrando a un hombre sin su hija y a su hija sin un hombre, lo cual
satisface al magistrado, pero no al público. Renace la calma, el alcalde quiere
interrogar al hombre. El anciano alcalde se sienta en un gran sillón de alcalde
y se arregla sus mangas de alcalde. España es el único país en el que hay
alcaldes pegados a grandes mangas, donde se ven alrededor del cuello de los
alcaldes esas gorgueras que en los teatros de París constituyen la mitad del
personaje. Este alcalde, este ancianito de pasos cortos, es Bouffé, Bouffé, el
sucesor de Potier, un joven actor que representa tan bien a los ancianos más
viejos que hace reír a los más viejos. Su frente calva, su voz de cabra, los
tremolantes alambres en que se sustenta su enjuto cuerpo, eran la
quintaesencia de cien ancianos. Es tan viejo el joven actor que asusta, se teme
que su vejez pueda extenderse como una enfermedad contagiosa. ¡Y qué
admirable alcalde, tanto tonto y tan importante, tan tonto y tan digno! ¡Qué
salomónico como juez, qué bien sabe que todo lo que es verdadero puede
igualmente pasar por falso! ¡Tiene todas las aptitudes para ser ministro de un
rey constitucional!…
La hija del alcalde fue interpretada por una auténtica andaluza, de ojos
españoles, de tez española y talle y garbo españoles, en una palabra, una
española de pies a cabeza, con su puñal en la liga, su amor en el corazón y su
cruz colgando de una cinta sobre el pecho. Al final del acto alguien me ha
preguntado qué tal la pieza. Le he dado por respuesta: ¡Lleva medias rojas
con cuadradillos verdes, tiene unos pies pequeñitos, así de grande, metidos en
zapatos de charol, y las piernas más bonitas de toda Andalucía! Dios sabe que
al ver a esta hija de alcalde a todos se nos hizo la boca agua, a uno le daban
ganas de saltar al escenario y ofrecerle su choza y su corazón, o treinta mil
libras de renta y la pluma. Esta andaluza es la actriz más guapa de París.
Coralie, pues forzoso es llamarla por su nombre, es mujer para hacer de ella
una condesa o una griseta. Cómo gustaría más no se sabe. Será lo que quiera
ser, ha nacido para hacerlo todo, ¿hay algo mejor que pueda decirse de una
actriz de bulevar?
En el segundo acto llegó una española de París, con su cara de camafeo y
sus ojos asesinos. Pregunté a mi vez de dónde venía y me contestaron que
salía de entre bastidores y se llamaba señorita Florine; pero a fe mía que no lo
he podido creer, tanto fuego había en sus movimientos, tanto ardor en su
amor. Si Florine no llevaba medias rojas con cuadradillos verdes ni zapatos
de charol, llevaba una mantilla y un velo y los llevaba admirablemente del
todo, como una gran señora. Nos ha demostrado cómo la tigresa retrae las
garras y se convierte en gatita. Por las palabras mordaces que las dos
españolas se han lanzado he comprendido que se trata de algún drama de
celos. Cuanto todo iba a arreglarse, la estupidez del alcalde volvió a
embrollarlo todo. Todo este mundo de portadores de antorchas, de criados,
fígaros, señores, alcaldes, muchachas y mujeres se ha puesto de nuevo a ir y
venir, a buscar. Se ha renovado entonces la intriga, y yo he dejado que se
renovase porque la celosa Florine y la dichosa Coralie me han enredado de
nuevo en los pliegues de sus basquiñas, me han arrastrado de nuevo al círculo
descrito por sus mantillas, y yo no veía más que las puntas de sus diminutos
pies.
He presenciado también el tercer acto sin ocasionar ninguna desgracia, sin
haber requerido al comisario de policía, sin escandalizar a la sala, y desde
entonces creo en el poder de la moral pública y en la influencia de la religión
de que tanto se ocupan en la Cámara de los diputados, hasta el punto de que
uno diría que ya no hay moral en Francia. Se me hizo claro que se trata de un
hombre que ama a dos mujeres sin ser amado por ellas, o de un hombre que
es amado por ellas sin amarlas, al que no le gustan los alcaldes o que no gusta
a los alcaldes, pero que a buen seguro es un buen hombre que ama a alguien,
a sí mismo o en el peor de los casos al buen Dios, puesto que se hace monje.
Si quiere saber más, apresúrese a ir al Panorama Dramático. Ya está
suficientemente prevenido de que es preciso ir allí una primera vez para
calentarse la sangre fría con esas medias rojas de seda, con esos piececitos
llenos de promesas, con esos ojos ardientes, y ser testigo de cómo una
encantadora parisina se disfraza de andaluza y una andaluza de parisina. Y
luego una segunda vez para gozar de la obra en la que ese anciano y ese señor
enamorado le hacen llorar de risa a uno. Bajo ambos puntos de vista ha tenido
éxito la obra”».
[1] Otto Flake, pseudónimo de Leo F. Kotta (1880-1963): ensayista, novelista, filósofo y traductor
alemán. La primera edición de su traducción de Ilusiones perdidas apareció sin indicación de año; la
segunda es de 1952. [N. del T.]
Decencia y criminalidad
Para el undécimo volumen de las obras de Karl Kraus
A Lotte von Tobisch[1]
El editor de la reciente reimpresión de Decencia y criminalidad, Heinrich
Fischer[2], dice en el epílogo que ningún libro de Karl Kraus es más actual
que este escrito hace casi setenta años. Es la pura verdad. Pese a todo lo que
se dice en sentido contrario, nada ha cambiado en el estrato fundamental de la
sociedad burguesa. Ésta se ha amurallado maliciosamente, como si fuera tan
eterna por ley natural como antes lo afirmaba positivamente en su ideología.
Del endurecimiento del corazón sin el cual los nacionalsocialistas no habrían
podido asesinar impunemente a millones deja que se hable tan poco como del
dominio del principio de intercambio sobre los hombres, la razón de ese
endurecimiento subjetivo. La necesidad de castigar lo que no habría que
castigar se hace flagrante. Con la obstinación del sano sentimiento popular, la
judicatura, según el diagnóstico de Kraus, se arroga el derecho de defender
bienes jurídicos inexistentes, incluso ahora cuando ni siquiera la mayoría de
los representantes de la ciencia oficial suscriben ya aquello que en los
primeros años del siglo sólo unos cuantos psicólogos entonces elogiados por
Kraus, como Freud y William Stern[3], se atrevían a atacar. La persistente
injusticia social, cuanto más hábilmente se oculta bajo la igualdad sin libertad
de los consumidores compulsivos, tanto más prefiere mostrar sus dientes en
el ámbito de la sexualidad no sancionada y significar para los exitosamente
nivelados que el orden se toma en serio no dejarse tomar en broma. La
tolerancia con los placeres al aire libre y un par de semanas con un bikini de
una pieza no han hecho sino aumentar si cabe la rabia que, más desenfrenada
de lo que nunca fue el llamado vicio perseguido por ella, se ha convertido en
un fin en sí misma desde que tiene que renunciar a las justificaciones
teológicas que de vez en cuando también han dejado margen a la
autorreflexión y la tolerancia.
El título Decencia y criminalidad no quería en origen nada más que
separar dos zonas de las que Kraus sabía que no encajan entre sí
perfectamente: la de la ética privada, en la que a ningún hombre le está
permitido juzgar sobre otro, y la de la legalidad, que ha de proteger la
propiedad, la libertad y la minoría de edad. «No podemos acostumbrarnos a
ver decencia y criminalidad, que hasta ahora teníamos por siamesas
conceptuales, separadas»[4]. Pues «el más bello despliegue de mi ética
personal puede poner en peligro el bienestar material, corporal, moral de mi
prójimo, puede poner en peligro un bien jurídico. El Código Penal es un
dispositivo de protección social. Cuanto más culto el Estado, más se
aproximarán sus leyes al control de los bienes sociales, pero más se alejarán
también del control de la vida emocional individual»[5]. Para esta oposición
no basta sin embargo simplemente con la separación de distintos ámbitos.
Expresa el antagonismo de un todo que, como siempre, niega la
reconciliación de lo general y lo particular. La fuerza de las cosas empuja
paulatinamente a Kraus a la dialéctica, y el progreso de ésta crea la forma
interna del libro. La decencia, la decencia dominante, aquí y ahora
dominante, produce criminalidad, deviene criminal. Esta frase se hizo
famosa: «Un proceso por decencia es la evolución, consciente de su meta,
desde una decencia individual a una general, de cuyos oscuros fundamentos
se eleva luminosa la culpa probada del acusado»[6].
La liberación del sexo de su tutela jurídica querría acabar con aquello en
que lo ha convertido la presión social, que en la psique de los hombres
persiste como malicia, obscenidad, risa de conejo y lascivia sórdida. El
libertinaje de la industria del entretenimiento, las comillas que un cronista de
tribunales pone a la palabra dama cuando quiere aludir a su vida privada y la
indignación oficial son del mismo linaje. Kraus sabía todo sobre el papel del
deseo sexual, la represión y la proyección en los tabús. Quizá meramente
descubrió en ello lo que desde siempre aducía el escepticismo indulgente, y el
parodista Kraus es uno de los pocos en la historia que, como amigo de las
viejas costumbres, no lanza la voz de alarma sobre la depravación; quo usque
tandem abutere, Cato, patientia nostra?, se preguntaba: el psicólogo
antipsicológico tiene también a su disposición ideas de las más recientes
como la de la susceptibilidad de la fe en cuanto deja de estar segura de sí
misma: «Hay que conocer la fácil irritabilidad del sentimiento católico.
Siempre entra en ebullición cuando el otro no lo tiene. La santidad de una
actitud religiosa no mantiene al religioso tan completamente impermeable
que no tenga presencia de ánimo para controlar si mantiene al otro
impermeable, y la multitud guiada por colaboradores vigilantes se ha
acostumbrado a afirmar su propia devoción no tanto en el quitarse el
sombrero como en el arrojar el sombrero»[7]. Eso lo condensa en la
sentencia: «Los remordimientos son los impulsos sádicos del cristianismo.
No es eso lo que Él quería»[8]. No sólo percibió la conexión de los tabús con
un fervor religioso en sí mismo inseguro, sino también aquella con la
ideología populista que los psicólogos sociales no pudieron corroborar hasta
una generación después. Sin embargo, cuando dirige sus dardos contra la
ciencia, en especial la psicología, combate no la humanidad de la Ilustración
sino su inhumanidad, la complicidad con el prejuicio dominante, la tendencia
a fisgar, a la invasión de la esfera privada, que al menos en sus inicios el
psicoanálisis quería rescatar de la censura social. Para él ni la ciencia ni
cualquier categoría aislada es en cuanto tal ni buena ni mala. La consciencia
de la funesta concatenación del todo distingue agudamente la posición de
Kraus de la de una tolerancia dentro del indecoroso todo que tolera también a
éste y por su parte, obedeciendo intereses sociales, complementa al
puritanismo como su imagen especular. Kraus se cuida de no presentar
ingenuamente la libertad como lo opuesto del abuso dominante. Quien, a
pesar de su incomparable poema sobre Kant, distaba de tener mucha
inclinación a la filosofía descubrió por su cuenta el principio de la crítica
inmanente, según Hegel la única fecunda. Él lo acepta en el programa de un
«análisis puramente dogmático de un concepto del Código Penal que no
niegue sino interprete el ordenamiento legal vigente»[9]. En Kraus la crítica
inmanente es más que un método. Condiciona la elección del objeto de su
querella con el mercantilismo burgués. No es meramente en aras de una
antítesis brillante por lo que se mofa de la venalidad de la prensa y defiende
la de la prostitución: «Moralmente, la prostituta es tan superior al colaborador
de la sección de economía política como la proxeneta al director del
periódico. A diferencia de éste, ella nunca ha pretextado el sostenimiento de
ideales, pero el transmisor de opiniones, que vive de la prostitución
intelectual de sus empleados, bastante a menudo hace la competencia a la
alcahueta en el ámbito más propio de ésta. No es con espanto puritano como
una y otra vez he llamado la atención sobre los anuncios sexuales en la
prensa diaria de Viena. Éstos son indecentes meramente en el contexto de la
misión presuntamente ética de la prensa, exactamente del mismo modo que
los anuncios de una liga de la decencia serían escandalosos en grado sumo en
periódicos que lucharan por la libertad sexual. Y lo mismo que el acceso
moralista de una alcahueta tampoco es indecente en y para sí, sino sólo en el
contexto de su misión»[10].
El odio de Kraus hacia la prensa es fruto de su obsesión con la exigencia
de discreción. También en ésta se manifiesta el antagonismo burgués. El
concepto de lo privado, que Kraus respeta sin crítica, la burguesía lo
convierte en el fetiche My home is my castle. Por otro lado, nada, ni lo más
santo ni lo más privado, está a salvo del trueque. En cuanto el oculto placer
de lo prohibido provee al capital de nuevas oportunidades de inversión en la
esfera de la publicidad, la sociedad nunca vacila en sacar al mercado los
secretos en cuya irracionalidad se atrinchera la suya propia. Kraus no llegó a
conocer el fraude que hoy en día se perpetra con la palabra comunicación: el
air científicamente neutral en cuanto a los valores de lo que uno comunica a
otro a fin de velar el hecho de que los puntos centrales, el poder económico
concentrado y sus secuaces administrativos, embaucan a las masas
ajustándolas a sí. La palabra comunicación quiere hacer creer que el quid pro
quo sería la consecuencia natural de los descubrimientos eléctricos de los que
meramente abusa para el provecho directo o indirecto. En las comunicaciones
se ha convertido en ley del espíritu lo que en cuanto tumor de éste Kraus
quería extirpar hace una generación. A él le es odioso no el mercantilismo
como tal –eso sólo sería posible a una crítica social de la que Kraus se
abstuvo–, sino el mercantilismo que no se reconoce a sí mismo como tal. Él
es crítico de la ideología en el estricto sentido de que confronta la consciencia
y la forma de su expresión con la realidad que aquélla distorsiona. Hasta las
grandes polémicas del período maduro contra los extorsionadores, él partía de
la premisa de que las autoridades debían hacer lo que quisieran con tal de que
lo admitieran. Lo guiaba la profunda por más que siempre inconsciente idea
de que, en cuanto deja de racionalizarse, lo malo y destructivo deja de ser
malo, y de que mediante el autoconocimiento puede alcanzarse algo así como
una segunda inocencia. La moralidad de Kraus es ergotismo legal llevado
hasta el punto en que se convierte en ataque a la justicia misma: el gesto del
abogado que quita la palabra a los abogados. El pensamiento jurídico lo lleva
con tanto rigor hasta la casuística, que en el proceso resulta visible la
injusticia de la ley; así se sublimó en él el legado de los judíos perseguidos y
litigiosos, y por obra de esta sublimación rompió al mismo tiempo sus muros
el ergotismo legal. Mientras que el de Shakespeare quería arrancar el corazón
del garante, Kraus es un Shylock que vierte su propia sangre. Kraus no
ocultaba lo que pensaba de la administración de justicia: «El juez ha
condenado a los acusados a una semana de arresto estricto. Tenemos
juez»[11]. Con tanta mayor prudencia introdujo en el libro el excurso sobre el
concepto de extorsión[12], la competencia de cuyo pensamiento jurídico
resultó a los expertos difícil de discutir. Él, que despreciaba la ciencia oficial,
se acredita como científico. La huella de lo jurídico ahonda hasta la teoría y
la praxis del lenguaje de Kraus: aboga por el lenguaje contra los hablantes,
con el pathos de la verdad frente a la razón subjetiva. Las fuerzas que lo
acrecientan son por tanto arcaicas. Si, según una hipótesis de la sociología del
conocimiento, todas las categorías de éste derivan de las de la toma de
decisiones judiciales, Kraus desautoriza la inteligencia, forma degenerada del
conocimiento, por su estulticia, pues la retraduce a aquellas relaciones
jurídicas que ella, degenerada en principio formal, niega. Este proceso
arrastra consigo la justicia prevalente. Kraus constata: «Lo característico de la
administración austríaca de justicia penal es que crea la duda de si uno debe
deplorar más la aplicación correcta de la ley o la incorrecta»[13]. Finalmente
extrajo la consecuencia extrema cuando se tomó la ley por su mano y en
1925, en una conferencia que ninguno de los asistentes ha olvidado, acabó
para siempre con la carrera del dueño de Die Stunde, Imre Bekessy[14], con
las palabras “expulsemos de Viena al villano”». Desde la lucha de
Kierkegaard contra la cristiandad, ningún individuo había defendido tan
incisivamente el interés del todo contra el todo.
El título y el fabula docet de Medida por medida de Shakespeare, citada in
extenso antes del ensayo introductorio, son canónicos para el crítico
inmanente. En cuanto artista, se nutre de la tradición goethiana según la cual
una cosa que habla por sí misma tiene incomparablemente mucho más poder
que una opinión o reflexión agregada. La sensibilidad del «Pinta, artista, no
hables» se refina hasta la incomodidad con la creación en sentido tradicional.
Incluso en la sublime ficción estética Kraus sospecha el ornamento nefasto.
Frente al horror de la cosa desnuda, presentada sin aditamentos, incluso la
palabra poética se rebaja al embellecimiento. Para Kraus la cosa informe se
convierte en objetivo de conformación, un arte tan agudizado que apenas se
tolera ya a sí mismo. Por eso su prosa, que se sentía como primariamente
estética, se asimila al conocimiento. Como éste, no puede describir ninguna
situación correcta que necesariamente arrastre la ignominia de la falsa de la
que se ha extrapolado. La nostalgia desesperada de Kraus prefiere resignarse
a un pasado cuyo propio espanto parece reconciliado por la caducidad que no
intervenir en favor de la «invasión de una horda sin tradición»: con razón «a
veces incluso abandonó una buena causa por asco de sus defensores»[15].
Una apología a medias y tímida de la libertad le es incluso más odiosa que la
reacción franca. Una actriz «ha excusado ante el tribunal su comportamiento
aduciendo las costumbres más libres de la gente del teatro». Kraus dice
contra ella: «Su insinceridad ha consistido en haber creído que para su
justificación sólo tenia que invocar una convención, la convención de la
libertad»[16]. Tan libre era Kraus incluso con respecto a la libertad, que él,
que la había protegido de los jueces de Leoben, escribió sobre ella un artículo
devastador cuando aquella misma Frau von Hervay publicó sus memorias.
No sólo porque con ello rompió una firme promesa: la desdichada había
empezado a escribir y la solidaridad de Kraus con la culpa perseguida cesó
súbitamente ante lo impreso. Las declamaciones éticas de la escritora
descubrieron que era de la misma calaña que sus acosadores. Pocas
experiencias debieron de ser tan amargas para Kraus como la de que las
mujeres, las víctimas permanentes de la barbarie patriarcalista, se hayan
incorporado a ésta y la proclamen aunque sea en defensa propia: «Pero
incluso los sumarios de las jóvenes –ya se ve lo fidedignos que son los
sumarios– contenían con todas las variaciones imaginables la explicación:
“No lo hice por dinero”»[17]. Uno puede adivinar cómo salen según esto las
feministas, a saber, como con Frank Wedekind, amigo de Kraus: «¿Y las
feministas? En lugar de luchar por los derechos naturales de la mujer, se
acaloran por la obligación de la mujer a comportarse de modo
antinatural»[18]. La inteligencia verdaderamente emancipada de Kraus hace
consciente de un conflicto, planteado desde la emancipación vocacional de
las mujeres, que las ha oprimido tanto más a fondo en cuanto seres sexuales.
Con la ingenuidad de los puntos de vista afirmados intransigentemente, entre
los saint-simonianos, entre Bazard y Enfantin[19], se luchó contra algo contra
lo que Kraus fue el primero en rebelarse al definirlo como antinomia. Tal
ambigüedad del progreso es universal. A veces le hace exigir no la relajación
sino el endurecimiento de las leyes penales. Las situaciones que motivaron
esto se las vuelve a encontrar estereotipadas quien lee las crónicas de
tribunales en los periódicos con aquella maliciosa mirada que hogaño como
antaño concita sobre sí la bondad: «Ante un jurado gallego, una mujer que
mató a golpes a su hijo ha sido absuelta de la acusación de asesinato, o bien
de homicidio, y condenada a la pena de reprensión por “extralimitación en el
ejercicio del derecho al castigo en el hogar”. “La acusada ha matado a su hijo.
¡Que no vuelva a suceder!”… Y ni siquiera se informa de si la acusada
cuenta con un segundo hijo en quien demostrar su capacidad de mejora»[20].
Ésas son las verdaderas invariantes antropológicas, no una imagen eterna del
ser humano. Hoy como entonces, la «total embriaguez» sigue siendo una
circunstancia atenuante entre quienes normalmente no quieren sino dar
ejemplo. Kraus tuvo que pasar por ello tras ser maltratado por un patán
antisemita del ramo del espectáculo[21].
Incluso a él, que es judío, se le imputa antisemitismo. Apelando a eso, la
sociedad alemana restaurada tras la guerra trata de desembarazarse
mendazmente del crítico intransigente. Lo que en Decencia y criminalidad se
encuentra es esta drástica oposición: «¿Y no está también seguro de provocar
risa el cretinismo que atribuye a la “solidaridad judía” la toma de partido por
alguien maltratado? Yo solo podría con facilidad contar cien “arios” –esta
estúpida palabra no debería volverse a utilizar sin comillas– que en y después
de los días del proceso daban expresión casi extática a su horror en cada frase
pronunciada en Leoben»[22]. En muchos lugares el libro ataca a jueces,
abogados y expertos judíos; pero no por ser judíos, sino por el celo
asimilatorio con que aquellos incriminados por Kraus se han unido a la
actitud de aquellos para los que en alemán existe el concepto global de
Pachulke, mientras que el austríaco Kraus los llama Kasmader. Una polémica
que distinguiera entre sus objetos, atacara a los cristianos y respetara a los
judíos, ya estaría con ello adoptando el criterio antisemita de una diferencia
sustancial entre ambos grupos. Lo que Kraus no perdonaba a los judíos contra
los que escribía era que hubieran cedido el espíritu a la esfera del capital
circulante; la traición que ellos, que son el objeto del odio y los secretamente
escogidos como víctimas, cometieron al obrar según el principio que en
cuanto general hace recaer la injusticia sobre ellos y llevó a su exterminio.
Quien silencia este aspecto de la aversión de Kraus hacia la prensa liberal lo
falsea para que con ello lo vigente cuyo fisonomista era él como nadie más
prosiga con sus negocios sin perturbaciones. A aquellos que quieren
simultáneamente reintroducir la pena de muerte y exonerar a los verdugos de
Auschwitz les gustaría mucho que ellos, antisemitas de corazón, pudieran
hacer a Kraus inofensivo en cuanto uno de ellos. En Decencia y criminalidad
no deja ninguna duda sobre por qué denunció a la prensa judía de Viena antes
que a la nacionalista y populista: «Eso ha de decirse con respecto a los
desvaríos de una prensa antisemita que no precisa de controles más rigurosos
porque –comparada con la judía– debe un grado menor de peligrosidad al
grado superior de falta de talento»[23]. Lo único que cabría reprocharle es
que, como probablemente la mayoría de intelectuales de su época, se
equivocara sobre el grado de peligrosidad. No podía prever que precisamente
el momento de lo apócrifo sub-kitsch que caracteriza a un nombre como Der
Völkischer Beobachter[24] tanto como a Der Stürmer de Streicher[25]
contribuyó en último término a la ubicuidad de un efecto cuyo
provincianismo para Kraus equivalía a la limitación espacial. El espíritu de
Kraus, que se rodea de un hechizo, estaba también hechizado por su parte:
embrujado por el espíritu. Sólo como hechicero podía él, en medio de la
maraña, librarse de su hechizo. El precio por ello fue su propia
enmarañamiento. Él lo anticipó todo, recriminó todo acto ruin perpetrado por
el espíritu. No pudo, sin embargo, concebir un mundo en el que el espíritu es
simplemente desvigorizado en favor de aquel poder al que antes al menos
había podido venderse. Ésa es la verdad de lo que Kraus dijo en los últimos
años de su vida: que sobre Hitler no se le ocurría nada.
La sociedad burguesa enseña la distinción entre la vida pública y
profesional por un lado y la privada por otro, y promete al individuo, en
cuanto célula germinativa de su modo de economía, protección. Propiamente
hablando, el método de Kraus se limita a preguntar, con irónica modestia,
hasta qué punto la sociedad, en la práctica de su justicia penal, aplica este
principio, ofrece al individuo la prometida protección y no más bien, en
nombre de ideales trasnochados, está pronta a arremeter contra él en cuanto
realmente hace uso de la prometida libertad. Con anteojeras como lentes,
Kraus insiste en esta única pregunta. Con ello se hace sospechosa la situación
global de la sociedad. La defensa de la libertad privada del individuo cobra
paradójica prioridad sobre la de una libertad política que él, debido a su
incapacidad para realizarse privadamente, desprecia en cuanto en gran
medida ideológica. Puesto que para él se trata de toda la libertad, no de la
particular, adopta la causa de la particular de los individuos más desasistidos.
No fue un aliado fiable para los progresistas a ultranza. Con ocasión del
asunto de la princesa Coburg escribió: «¿Qué importancia tiene –incluso para
el partidario de Dreyfus– la injusticia del “asunto” que deplora un lamento
universal, comparada con el caso Matassich? ¡El sacrificio del interés de
Estado, comparado con el martirio de Estado de la venganza privada! La
hipócrita vileza que a partir de cualquier “medida” contra la incómoda pareja
de amantes penetró en las narices de las personas decentes ha dado para
siempre al concepto de “funcionario” un penetrante significado que es más
inalterable que el certificado de una comisión psiquiátrica y que la sentencia
de un tribunal militar»[26]. Al final apoyó más a Dolfuss[27], de quien creía
que habría podido detener a Hitler, que a los socialdemócratas, en los que no
confiaba. La perspectiva de un orden en el que se perseguía a una bella
muchacha con la cabeza rapada por la calle por contaminar la raza le era
absolutamente insoportable. El polemista adopta el punto de vista del
caballero feudal, obediente de la más simple y por tanto olvidada evidencia
de que alguien bien educado en una infancia feliz respeta las normas de una
buena educación en el mundo para el que ésta debe preparar y con cuyas
normas sin embargo colide por fuerza. En Kraus eso maduró como ilimitada
gratitud masculina por la felicidad que la mujer produce, la sensual que
consuela al espíritu por su abandono y precariedad. Tácitamente lo motiva el
hecho de que la accesibilidad de la felicidad es condición de una vida
correcta; la esfera inteligible aflora en el cumplimiento sensual, no en la
renuncia. Tal gratitud eleva la discreción idiosincrásica de Kraus a principio
moral: «Produce una sensación de estar tomando parte en una inefable
ignominia ver día tras día posibilidades y oportunidades, el tipo y la
intensidad de una relación de amor tratados con la objetividad de una
discusión política»[28]. Para él la culpa más grave «con la que puede cargar
la consciencia de un hombre y médico es la violación del deber de
confidencialidad para con una mujer»[29]. Como gentleman quiere
compensar en la era burguesa a las mujeres por las violaciones que en casi
cualquier sistema político les inflige el orden patriarcal. Podría imputarle la
contradicción entre consciencia de la libertad y simpatías aristocráticas quien
confundiera participación en el balido universal con el juicio autónomo y
pasara por alto que para un caballero feudal es aún más fácil desear que la
libertad de su propia forma de vida sea máxima general que para un burgués
dedicado al principio de intercambio, el cual no permite a nadie más gozar
porque no se lo permite a sí mismo. Kraus declara a los hombres culpables de
una bestialidad en grado máximo abominable cuando la ejercen en nombre de
ese honor que ellos mismos han inventado para las mujeres y en el que la
opresión de éstas no hace sino perpetuarse ideológicamente. Kraus quiere
restituir la integridad del espíritu que, en cuanto principio del dominio sobre
la naturaleza, se ha ejercido sobre la mujer. Pero queriendo proteger de la
publicidad la vida privada de una mujer aun cuando ella por su parte la
oriente hacia la publicidad, barrunta la connivencia entre un alma popular en
ebullición y un dominio por la fuerza, entre el principio plebiscitario y el
totalitario. A aquel para quien los jueces serían verdugos produce un
tremendo horror que el «disparate de la “justicia popular”» deba inspirar
incluso a los más liberales de sus defensores[30].
Él a la sociedad no opone la moral; meramente la suya propia. Pero el
medio en el que ésta se ejerce es la estupidez. Su prueba empírica es para
Kraus la razón pura práctica de Kant, conforme a aquella doctrina socrática
que considera idénticas virtud e inteligencia y que culmina en el teorema de
que la ley moral, el imperativo categórico, no es nada más que la razón en sí,
liberada de sus restricciones heterónomas. Con la estupidez demuestra Kraus
lo poco capaz que ha sido la sociedad de realizar en sus miembros el
concepto de individuo autónomo y maduro que presupone. Lo que el Kraus
conservador que aún era en los años en que escribió este libro criticaba del
liberalismo era su necedad. Esta palabra aparece en los magníficos borradores
de El capital que, probablemente por demasiado filosóficos, en la redacción
definitiva Marx sustituyó por la argumentación estrictamente económica. La
falsa consciencia del capitalismo estropea el conocimiento que podría
alcanzar; la libre competencia «no es precisamente sino el libre desarrollo de
una base necia: la base del dominio del capital»[31]. Kraus, que difícilmente
conocía esta anotación, habló de necedad allí donde duele: con respecto a la
consciencia burguesa concreta que se cree maravillosamente ilustrada. Da de
lleno en la inteligencia irreflexiva, idéntica con la situación. Esta inteligencia
contradice su propia aspiración a la capacidad de juicio y a la experiencia del
mundo. Se adapta conformistamente a una circunstancia global ante cuyo
convenus se detiene y que rumia incansablemente. En El libro de los amigos,
Hoffmannsthal, con el que Kraus no mantenía buenas relaciones, hace esta
observación, sin duda de su propia cosecha: «La clase más peligrosa de
estupidez es un entendimiento agudo»[32]. Esto no se ha de tomar de manera
absolutamente literal; el intelecto lógico y la sutileza son momentos
indispensables del espíritu, y Kraus verdaderamente no carecía de ellos. Sin
embargo, el aperçu contiene algo más que rencor meramente irracional. La
estupidez no es un estrago infligido a la inteligencia desde fuera, en especial
de aquel tipo vienés que tanto irritaba a Hofmannsthal como a su adversario.
La autonomizada razón instrumental se convierte en estupidez por su propia
consecuencia, pensamiento formal cuya propia universalidad y por tanto
aplicabilidad a cualquier clase de fines se las debe a la abdicación de la
definición del contenido por medio de sus objetos. La sagacidad estulta
dispone de la universalidad del aparato lógico como especialidad preparada
para funcionar. Fue el proceso de esa inteligencia lo que posibilitó los
triunfos de la ciencia positivista, probablemente también la de los sistemas
legales racionales; los sagaces no sólo procuran su autoconservación
mediante un comportamiento judicial agresivo, sino que, más allá de esto,
realizan lo que Marx, con suma ironía, llamó trabajo socialmente útil. Pero
como excluyen subsuntivamente las cualidades, los órganos de la experiencia
se les atrofian. Cuanto con menos perturbaciones por interrupciones se
establece su mecanismo mental con respecto a lo que se ha de pensar, tanto
más se aleja al mismo tiempo de la cuestión y la sustituye ingenuamente por
el método fetichista separado. Los que se orientan por éste, hasta en sus
modos de reacción actúan gradualmente como él. Llegan a sí mismos como la
res inteligente para la que el cómo, el modo de encontrar algo y organizarlo
según clases de conceptualización, suprime cualquier interés hacia la cuestión
por más subjetivamente mediada que esté. Sus juicios y disposiciones acaban
por ser tan irrelevantes como los hechos acumulados que se avienen bien con
el método. Éste es neutralizado por la falta de relación con el asunto. Nada le
sale ya; nada hay ya en lo que la sagacidad autosatisfecha pudiera inferir que
lo que es debería ser de otro modo. El defecto intelectual se convierte en
moral inmediatamente; la vulgaridad dominante a la que pensamiento y
lenguaje se acomodan roe el contenido de éstos, los cuales colaboran
inconscientemente con el entramado de total injusticia. Kraus está exento de
moralizar. Él puede señalar cómo toda perfidia prevalece como imbecilidad
de las personas decentes, incluso inteligentes, indicio de su propia no verdad.
De ahí los chistes; éstos confrontan al espíritu dominante con su estupidez tan
imprevistamente que éste pierde la capacidad de argumentar y confiesa lo que
es. El chiste enjuicia más allá de toda posible discusión. Si alguien alguna
vez, como Kierkegaard, el santo patrón de Kraus, quería, ha convencido de la
verdad, ése es Kraus con sus chistes. Los más grandiosos están esparcidos en
el ensayo «Los amigos de los niños», pieza central del libro, escrito tras un
proceso en el que un profesor de la Universidad de Viena había sido
inculpado por, «en su estudio fotográfico, haber informado a dos niños, hijos
de dos abogados, sobre cuestiones sexuales, haberlos incitados al onanismo y
haberlos “toqueteado indecentemente”»[33]. El ensayo no defiende al
acusado, sino que acusa a los fiscales, la acusación privada y los expertos.
Sobre el testigo de cargo, uno de aquellos niños, dice Kraus: «Este muchacho
–no hay ángel más puro, pero tampoco ninguno tan aprensivo– habla de los
peligros que amenazan a su juventud, tal como por ejemplo aquel payaso de
la Guerra de los Siete Años en que decide participar. Para quedarse en el
perverso medio del proceso: estos pequeños historiadores son realmente
profetas del pasado…»[34].
Sin embargo, el medio más poderoso con que Kraus juzga a los jueces es la
cita punitiva, que no se ha de comparar con las habituales pruebas para
cualesquiera reproches. El capítulo «Un proceso austríaco por asesinato» es
una sucesión de cuatro páginas de longitud de pasajes literales, sin
comentarios, extraídos del juicio contra una mujer por homicidio. Superan a
cualquier invectiva. Ya en 1906, su sensorio debe de haber advertido por
anticipado que el testimonio subjetivo nada puede contra la enormidad del
mundo inhumano; pero lo mismo sucede con la fe en que los hechos
hablarían puramente contra sí en una concepción global para la que los
órganos de la experiencia viva han muerto. Kraus manejaba genialmente el
dilema. Su técnica lingüística creaba un espacio en el que, sin añadir nada, él
estructuraba lo ciego, sin intención y caótico lo mismo que un imán la limalla
de hierro que le cae cerca. Esta capacidad de Kraus, para la que apenas existe
otra palabra que la desagradable «demónica»[35], sólo podría calibrarla
cabalmente quien todavía leyera los originales números de color rojo de Die
Fackel[36]. No obstante, en el libro queda algo de ella. Cuando hoy en día el
pudor de la palabra ante un horror que va más allá de todo lo que Kraus había
profetizado basado en triviales figuras lingüísticas se ve forzado en la
representación literaria al procedimiento del montaje en lugar de a narrar en
vano lo inefable, roza la consecuencia de aquello a lo que Kraus ya había
llegado. Éste no ha sido superado por algo peor porque él reconoció lo peor
en lo moderado, y al reflejarlo lo desveló. Entretanto lo moderado se ha
declarado como lo peor, el ciudadano medio como Eichmann[37], el
educador que endurece a la juventud como Boger[38]. Lo que extraña a todos
los que, no porque sea inactual sino porque es actual, querrían apartar de sí a
Kraus está conectado con su irresistibilidad. Como Kafka, hace
potencialmente culpable al lector, a saber: si no ha leído todas las palabras de
Kraus. Pues solamente la totalidad de sus palabras genera el espacio en el que
él habla a través del silencio. Quien sin embargo no tiene el valor de
sumergirse en el círculo infernal sucumbe sin remedio al conjuro que de sí
emana éste; la libertad de Kraus sólo puede obtenerla quien se entrega sin
fuerzas a su fuerza. Lo que la mediocridad ética le reprocha como falta de
compasión es la falta de compasión de la sociedad, la cual, hogaño como
antaño, se excusa apelando a la comprensión humana allí donde la
humanidad decreta que cese la comprensión.
El momento de mítica irresistibilidad provoca la resistencia contra Kraus
tan enérgicamente como hace treinta años, cuando todavía vivía; sin
cumplidos, puesto que está muerto. Quien lo critica con superioridad
chulesca ya no ha de temer leer su nombre en Die Fackel. Como siempre, las
resistencias tienen dónde agarrarse en la oeuvre. Las repeticiones perjudican
a Decencia y criminalidad. El mito y la repetición están en una constelación,
la de la coerción de la invarianza en el contexto natural, del cual no hay
salida[39]. En la medida en que Kraus diagnostica la sociedad como
perpetuación de la detestable historia natural, el objeto culpable, las
situaciones inefablemente estereotípicas, requiere de él repeticiones. Kraus no
se hacía ilusiones al respecto; él también repite el motivo de que, mientras la
palabra crítica no lo abola, se debe repetir lo que la palabra sola no es sin
embargo capaz de abolir: «Una y otra vez es como si uno lo dijera por
primera vez: la insistencia de una justicia que querría reglamentar las
relaciones sexuales siempre ha producido la más grave inmoralidad; la
criminalización del instinto sexual es una contribución estatal al delito»[40].
Pese a ello, es asombroso que un escritor al que ninguno de sus
contemporáneos ni alemanes ni austríacos superó en la fuerza lingüística de
la formulación aislada, la precisión del detalle, ni tampoco en la riqueza de
las formas sintácticas, adoptara una actitud hasta cierto punto indiferente en
relación con lo que, con analogía musical, podría designarse como la gran
forma de la prosa. Acaso quepa explicarlo por el método de la crítica
inmanente y por la pose jurídica. Su ingenio se inflama sobre todo allí donde
el lenguaje conoce reglas fijas que son violadas por el Schmock[41] al que
luego repiten maquinalmente naciones enteras. Incluso en aquellas cimas de
su prosa que apoyan a las obras desde el punto de vista revolucionario
significativas, pero según la ortodoxia incompatibles con las reglas, Kraus no
pierde contacto con las reglas. La dialéctica es el éter en el que, como una
galaxia de contraejemplos secretos, prosperó el autónomo arte lingüístico de
Kraus. Las grandes formas en prosa no disponen en cambio de un canon en
absoluto comparable con las normas de la teoría de las formas, de la
gramática y de la sintaxis; la decisión sobre lo que es correcto o incorrecto en
la construcción de extensos fragmentos en prosa o incluso libros únicamente
se toma según las leyes que, a partir de la necesidad inmanente, se impone a
sí misma la obra. Para estas circunstancias es para lo que Kraus tenía su
punto ciego, el mismo que, en su aversión por supuesto sañuda al
expresionismo, quizá también en su relación con la música de pretensión
enfática. Si, contra todo consejo equitativo, repite incluso chistes, cosecha un
fracaso como aquello de que, según Proust, nosotros no cometemos faltas de
tacto, sino que son éstas las que están esperando a ser cometidas. Tan
impertinentes son, a costa de su propio efecto, los chistes; a Freud, que
dedicó a éstos su atención como a los actos fallidos, no le habría faltado la
teoría. En ellos el lenguaje cristaliza súbitamente contra su intención. De
siempre acompañan al lenguaje, y el chistoso es su ejecutor. Apela al
lenguaje como testigo contra la intención. La variedad de los chistes verbales
está preestablecida, no es infinita. Por eso gustan tanto de duplicarse; autores
diferentes dan con los mismos sin conocerse. De la afectación de que
adolecen las repeticiones de Kraus puede resarcir la inagotable abundancia de
cosas nuevas que se le ocurren entretanto.
De esta cualidad –en música se la llama riqueza formal– está dotada la
gran forma en prosa como arte de la ilación. Al final de un párrafo de «Los
amigos de los niños», Kraus escribe entre comillas: «“Una condena de dos
personas adultas por relaciones homosexuales es deplorable; un hombre que
ha abusado de niños que todavía no han alcanzado la edad legal debe ser
condenado”». El siguiente párrafo comienza: «Pero los padres no deberían
denunciarlo»[42]. La fuerza cómica, equivalente a chiste, casi nunca se debe
puramente a la argumentación que en la aplicación del principio general
previamente enunciado al caso particular hace tambalearse y ridiculiza la
generalidad del principio. La vis cómica se localiza más bien en el hiato. Con
cara impertérrita, suscita la apariencia de deliberado nuevo comienzo,
mientras que por su violencia lo antecedente se derrumba. La forma pura del
hiato es la indirecta: la indirecta verbal. La gracia del orador Kraus, delicado
con sus monstruos, contagiaba la risa en tales momentos. Éstos eran los del
nacimiento de la opereta a partir del espíritu de la prosa; así deberían ser las
operetas: en ellas la música debería triunfar como sus chistes cuando renuncia
a los chistes. Globalmente, el libro arroja luz sobre su relación con la opereta;
fragmentos como aquel sobre acusadores y víctimas en el caso Beer, o aquel
sobre el proceso contra el ama de burdel Riehl, ya son casi libretos de
offenbachiadas[43] vienesas, a las que en Viena la importación de Budapest
les había robado la posibilidad de ser escritas y representadas. Kraus rescató
la exiliada opereta. En el sinsentido de éstos, que él adoraba, se transfigura
ultramundanamente el sinsentido del mundo que el intransigente atacaba
intramundanamente. Un paradigma de qué aspecto habría de tener una
opereta para devolverle al género aquello de lo que lo había despojado el
comercio racionalizado de la imbecilidad sería, por ejemplo: «¡así que un
tribunal tendrá que decidir en el futuro la cuestión de si una muchacha puede
ejercer “la infame profesión”! Alegrémonos de que el atontamiento público
en cosas sexuales haya alcanzado esta forma cristalina en que hasta el tonto la
reconoce. Y de que deba aportarse la “prueba de la total depravación ética”.
Escena en una comisaría: “Bien, ¿qué se le ofrece, pues?” “¡Yo quisiera
denunciar la infame profesión!” “Bien, ¿puede pues (en altoalemán) aportar
la prueba de la total depravación ética?” (Abochornada:) “No”. “¡Pues a ver
si la próxima vez nos esmeramos más!, ¡So mastuerza!”. Un comisario
humano, con el que se pueda hablar, dará a la interesada el consejo de
primero meterse un poco en la prohibida prostitución. ¿Pero no está
precisamente ésta prohibida? ¡Naturalmente que está prohibida! Pero ha de
probarse a fin de garantizar el derecho a su “ejercicio”. Naturalmente, la
protección también ayuda, y más de una vez se considerará aportada la
prueba de la total depravación ética cuando a una solicitante se le pueda
incluso demostrar que en ella aún hay algo por corromper. Por contra, se
vigilará estrictamente para que ningún caso de “prostitución clandestina”
escape al conocimiento de la autoridad, aunque en absoluto deba éste
considerarse como demostración de capacidad para el ejercicio de la infame
profesión. Pero la entrega del librito es una especie de premio a la
autodenuncia por prostitución secreta»[44].
La voz del Kraus vivo se ha inmortalizado en la prosa: confiere a ésta una
cualidad mímica. Su poder como escritor está próximo al del actor. Eso y el
aspecto jurídico de su obra se unen en el forense. El desenfrenado pathos del
habla oral, aquel viejo estilo Burgtheater[45] que Kraus defendía contra el
teatro alingüístico, de orientación visual, de los directores de escena de la era
neorromántica, desapareció de la escena no meramente, como él pensaba,
porque careciera de cultura lingüística, sino también porque ya no sirve de
soporte a la resonante voz del actor. La condenada encontró refugio en lo
escrito, en precisamente aquel lenguaje objetivado y construido que por su
parte humillaba al momento mimético y, hasta Kraus, era su enemigo. Sin
embargo, protegió al pathos de la declamación apartándolo de una apariencia
estética que contrastaba con una realidad sin pathos y volviéndolo hacia la
realidad que ya no retrocede ante nada y por tanto sólo puede ser llamada por
su nombre por el pathos del que ella se burla. La curva ascendente del libro
coincide con el avance de su pathos. En el arcaísmo de los circunloquios y
extensas hipotaxis de Kraus resuenan los del actor. – La simpatía que Kraus
profesó a muchos escritores dialécticos y comediantes antes que a la llamada
alta literatura y en cuanto protesta contra ésta la anima la complicidad con el
no domesticado momento mimético. Es también la raíz de los chistes de
Kraus: en ellos el lenguaje remeda los gestos del lenguaje lo mismo que las
muecas del cómico el rostro del parodiado. Con toda su racionalidad y fuerza,
la exhaustiva formación constructiva del lenguaje en Kraus es su retraducción
a la gestualidad, a un medio que es más antiguo que el del juicio. Por
comparación con éste, la argumentación fácilmente se convierte en excusa
inútil. Éste es el origen en Kraus de aquello contra lo que los sofisticados
gimoteantes se rebelan en vano con la aseveración de que está pasado de
moda. En él la crítica inmanente es siempre la venganza de lo antiguo sobre
aquello en lo que se ha convertido, sustituyendo a algo mejor que ya no
existe. Por eso los pasajes en que su voz truena están tan frescos como el
primer día. En el ensayo «Un pervertido», sobre Johann Feigl, consejero
áulico y vicepresidente de la Audiencia Provincial de Viena, un párrafo
concluye: «Cuando algún día el señor Feigl termine su vida activa, que habrá
abarcado unos diez mil años, el resto de ellos pasados en prisión, en el
momento difícil, antes de la decisión de una instancia superior, se le podrá
arrancar la confesión de su pecado más grave: “¡Toda mi vida la he dedicado
al código penal austríaco!”»[46].
Los párrafos conclusivos de un artículo titulado «Todos persiguen “buenos
tíos”», que en 1964 aparecieron en la página local de un importante diario,
dispensan de argumentaciones más circunstanciadas en favor de la actualidad
de Decencia y criminalidad. Ciertamente sin que el reportero sea sospechoso
de haber leído y plagiado a Kraus, en ellos reaparecen literalmente y
desprovistos de toda ironía motivos que éste inventó polémicamente en las
partes de opereta del ensayo sobre los amigos de los niños: «De lo enterados
que están ahora los niños dio pruebas hace poco un muchacho de doce años.
Tras haber ido con unos amigos al cine juvenil en el zoo, se dio una vuelta
por el parque de fieras. En una esquina de la jaula de los monos, un hombre
que ya antes se había acercado al niño se puso de repente a exhibirse ante él.
Cuando el extraño quiso incitarle a la realización de actos indecentes, el
chaval le respondió: “¡Usted debe de ser un delincuente sexual!”. Lo cual
puso en fuga al pervertido. Los padres del muchacho informaron a la policía
criminal; en una ficha del archivo de delincuentes en comisaría el niño
reconoció al individuo, que tiene los correspondientes antecedentes penales.
Aquel mismo día se le detuvo en su lugar de trabajo y se obtuvo de él una
confesión. – Hace unos días un tipógrafo de 35 años cayó en una trampa que
un escolar de apenas doce le preparó en la estación central. El homosexual se
había sentado junto al muchacho en el cine de actualidades y le había dado un
helado. Por miedo al extraño el niño aceptó el regalo, pero enseguida lo tiró
disimuladamente debajo del asiento. Luego, a instancias del hombre el
escolar acordó un lugar de encuentro para la mañana siguiente. Allí fue donde
lo detuvieron agentes de la brigada criminal». En vista del peligro que sus
presuntas víctimas han llegado a representar, para los que el lenguaje de la
Alemania posthitleriana, avanzada por comparación con la fustigada por
Kraus, ha declarado delincuentes contra la moral, no les queda otro remedio
que organizarse y a su vez aumentar el peligro para sus víctimas, en un
círculo vicioso. Más allá de las involuntariamente imitadas citas de citas en
Die Fackel, no pocas frases del libro pueden aplicarse a acontecimientos de la
Alemania más reciente. En 1905 Kraus resumió así el caso Vera Brühne: «Y
obsérvese cómo la falta de pruebas de que Frau Klein haya cometido un
asesinato ha encontrado una enorme competencia en el exceso de pruebas de
su inmoral modo de vida»[47]. Entretanto, sin embargo, los expertos han
ampliado sus miras. Si ya no están impregnados de la justicia humana de los
artículos, tanto mejor han aprendido a excluir de la vida pública a aquellos a
los que se referían los artículos dirigidos a la privada; en el síndrome de aquel
deseo total de la Alemania administrada de, mediante reflexiones de
formalidad legal y pensamiento de orden procedimental, mantener alejado
todo lo que según el contenido sería mejor, sin por ello entrar en conflicto
con las abstractas reglas del juego de la democracia, que por su parte deberían
abordarse jurísticamente. «¿Hará el nuevo código penal imposibles tales
victorias?»[48]
[1] Lotte Tobisch-(baronesa de) Labotyn: actriz austríaca y musa de toda una generación de
intelectuales, artistas y políticos de habla alemana, entre ellos Adorno. [N. del T.]
[2] Heinrich Fischer (1896-1974): ensayista y editor alemán especializado en Karl Kraus. [N. del T.]
[3] Lewis William Stern (1871-1938): filósofo y psicólogo alemán. Promotor de la psicología
personalista, se lo conoce sobre todo por sus trabajos sobre la psicología infantil. En el estudio del
desarrollo y medida de la inteligencia, a Stern se debe la noción de cociente intelectual, resultante de la
multiplicación por cien de la división de la edad mental por la edad real. [N. del T.]
[4] Karl Kraus, Sittlichkeit und Kriminalität [Decencia y criminalidad], Múnich, Viena, s. f. [1963]
(Undécimo volumen de Obras), p. 66.
[5] Loc. cit.
[6] Loc. cit., p. 173.
[7] Loc. cit., pp. 223 s.
[8] Loc. cit., p. 249.
[9] Loc. cit., p. 52, nota al pie.
[10] Loc. cit., p. 33.
[11] Loc. cit., p. 337.
[12] Cfr. loc. cit., pp. 52 ss.
[13] Loc. cit., p. 71.
[14] Imre Bekessy, editor corrupto de la revista Die Stunde [Las horas]. [N. del T.]
[15] Loc. cit., p. 12.
[16] Loc. cit., p. 157.
[17] Loc. cit., p. 241.
[18] Loc. cit., p. 252.
[19] Pierre Barthélemy, llamado el Padre Enfantin (1796-1864): junto con Bazard, uno de los
principales difusores de las doctrinas socialistas de Saint-Simon. [N. del T.]
[20] Loc. cit., pp. 328 s.
[21] Cfr. loc. cit., pp. 211 ss.
[22] Loc. cit., p. 118.
[23] Loc. cit., pp. 116 s.
[24] Der Völkische Beobachter [El observador popular]: primero semanario y luego diario oficial
del partido nazi. [N. del T.]
[25] Julius Streicher (1885-1946): político y editor alemán. Fundador de la revista Der Stürmer [El
asaltante], fue juzgado y ejecutado en Nuremberg por crímenes contra la humanidad. [N. del T.]
[26] Loc. cit., p. 140.
[27] Engelbert Dolfuss o Dolffuss (1892-1934): político austríaco del partido social-cristiano. Como
canciller (1932) trató de instaurar en Austria una dictadura cristiana, pero se enfrentó tanto con los
socialistas como con los nazis. Éstos lo asesinaron el 25 de julio de 1934. [N. del T.]
[28] Loc. cit., p. 140.
[29] Loc. cit., p. 173.
[30] Cfr. loc. cit., p. 41.
[31] Karl Marx, Grundrisse der Kritic der politischen Ökonomie (Rohentwurf) 1857-1858 [Líneas
fundamentales de la crítica de la economía política (primer borrador) 1857-1858], Berlín, 1953, p.
545.
[32] Hugo von Hofmannsthal, Aufzeichnungen [Apuntes], Frankfurt am Main, 1959, p. 44.
[33] Kraus: loc. cit., p. 164, nota al pie.
[34] Loc. cit., p. 178.
[35] Cfr. sobre esto Walter Benjamin, Schriften [Escritos], Frankfurt am Main, 1955, vol. 2, p. 159
ss. El segundo capítulo del trabajo de Kraus se titula «Dämon» [«Demonio»].
[36] Die Fackel [La antorcha]: revista satírica quincenal, editada por Kraus en Viena entre abril de
1899 y febrero de 1936, en cuyas grafías e ilustraciones predominaba el color rojo. [N. del T.]
[37] Adolf Eichmann (1906-1962): coronel de las SS especialmente destacado en la tarea de
exterminio judío en la Europa Oriental durante la II Guerra Mundial. Capturado en Buenos Aires por
agentes secretos israelíes en 1960, fue juzgado y ejecutado en Jerusalén. [N. del T.]
[38] Wilhelm Boger (1906-?): brigada del ejército alemán tristemente célebre por su crueldad en los
campos nazis de exterminio. Dio nombre a un instrumento de tortura (el «columpio Boger») y a un
trastorno psicológico (el «síndrome Boger»). Condenado a cadena perpetua en los procesos de
Frankfurt (1962-1965). [N. del T.]
[39] Cfr. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialektik der Aufklärung. Philosophische
Fragmente, Amsterdam, 1947, p. 23 [ed. esp. cit., p. 65].
[40] Kraus, loc. cit., p. 180.
[41] Schmock es un personaje de la comedia de Gustav Freytag (1816-1895) Die Journalisten [Los
periodistas], estrenada en Breslau en 1852. En Die Fackel Kraus hizo de él frecuente blanco de sus
ataques como epónimo de la corrupta prensa de su tiempo. [N. del T.]
[42] Loc. cit., p. 183.
[43] Nombre dado a las veladas de opereta con que Offenbach triunfó en el París del Segundo
Imperio. [N. del T.]
[44] Loc. cit., p. 262 s.
[45] El Burgtheater es el antiguo teatro imperial en la corte vienesa de los Habsburgo, levantado
entre 1874 y 1888, bajo el reinado del emperador Francisco I. [N. del T.]
[46] Loc. cit., p. 45.
[47] Loc. cit., p. 160.
[48] Loc. cit., p. 315.
El curioso realista
Sobre Siegfried Kracauer
En los últimos años vuelven a estar disponibles en Alemania una serie de
escritos de Siegfried Kracauer. Pero, siendo muy diversos, la imagen del
autor que de ellos ha podido obtener el público alemán no es tan nítida como
merecía. Para empezar a trazar algunos perfiles sobre la figura de Kracauer,
quizá yo esté cualificado por la sencillísima razón de que somos amigos
desde mi juventud. Estaba yo en secundaria cuando lo conocí hacia el final de
la I Guerra Mundial. Una amiga de mis padres, Rosie Stern, catedrática en el
Philanthropin[1], de cuyo claustro formaba parte un tío de Kracauer, el
historiógrafo de los judíos de Frankfurt, nos había invitado a los dos. Como
probablemente había sido el propósito de nuestra anfitriona, entre ambos se
estableció un intenso contacto. A partir de mis recuerdos de aquella época y
consciente de las deficiencias de tal fuente de conocimiento, querría esbozar
algo parecido a la idea objetiva de la personalidad intelectual de Kracauer,
dejándome guiar más por sus posibilidades que por lo efectivamente
realizado por él en concreto: el mismo Kracauer, hace décadas, se definió a sí
mismo como opuesto al tipo que él llamaba del hombre de obras.
Durante años leyó conmigo regularmente los sábados por la tarde la
Crítica de la razón pura. No exagero en lo más mínimo si digo que debo más
a estas lecturas que a mis profesores académicos. Excepcionalmente dotado
para la pedagogía, Kracauer me hacía oír la voz de Kant. Bajo su guía, desde
el principio experimenté la obra no como una mera teoría del conocimiento,
como un análisis de las condiciones de los juicios científicamente válidos,
sino como una especie de escritura codificada a partir de la cual se podía leer
el estado histórico del espíritu con la vaga esperanza de poder encontrar allí
algo de la misma verdad. Si más tarde, en relación con los textos filosóficos
tradicionales, no me he dejado impresionar tanto por su unidad y sistemática
coherencia como me interesé por el juego de las fuerzas que operaban
simultáneamente bajo la superficie de toda doctrina cerrada y he considerado
siempre las filosofías codificadas como campos de fuerzas, quien me
estimuló a ello fue sin duda Kracauer. Él me presentó la crítica de la razón no
simplemente como sistema del idealismo trascendental. Más bien me mostró
cómo en ella combaten momentos objetivo-ontológicos y subjetivo-idealistas;
cómo los pasajes más elocuentes de la obra son las heridas infligidas a la
teoría por el conflicto. Bajo cierto aspecto, las fisuras de una filosofía son
más esenciales que la continuidad de su sentido, que la mayoría subrayan por
sí mismas. Este interés, del que Kracauer participaba en torno a 1920, se
oponía, con la ontología como divisa, al subjetivismo crítico del
conocimiento, de furioso sistematismo; entonces todavía no se distinguía
claramente entre lo propiamente hablando ontológico y los vestigios de
ingenuo realismo en Kant.
Sin que me diera plenamente cuenta, gracias a Kracauer percibí yo por
primera vez el momento expresivo de la filosofía: decir lo que a uno se le
ocurría. El contrario a éste, el momento de astringencia, de la obligación de
objetividad en el pensamiento, pasó a segundo plano. Cuando en la práctica
universitaria de la filosofía me encontré por primera vez con él, durante
bastante tiempo lo tuve por académico, hasta que descubrí que de todas las
tensiones de las que vive la filosofía la central es quizá aquélla entre
expresión y rigor. Kracauer gustaba de definirse como un hombre alógico.
Todavía recuerdo cuánto me impresionaba tal paradoja en alguien dedicado a
la filosofía, que operaba con conceptos, juicios y conclusiones. Pero lo que en
él buscaba expresión filosófica era una capacidad de sufrimiento casi
ilimitada: expresión y sufrimiento están íntimamente emparentadas. Su
relación con la verdad es la de que el sufrimiento debía penetrar sin
distorsiones ni paliativos en el pensamiento, el cual de otro modo lo
volatiliza; también en los pensamientos de la tradición se redescubría el
sufrimiento. La palabra sufrimiento llegó a figurar incluso en el título de una
de las primeras monografías de Kracauer. A mí me parecía, aunque en
absoluto sentimental, un hombre sin piel; como si todo lo exterior atacara su
indefenso interior; como si no tuviera otro modo de defenderse que verbalizar
su vulnerabilidad. Por más de una razón, tuvo una infancia difícil; como
alumno del Instituto Superior Klinger, algo sumamente raro en la ciudad
comercial de Frankfurt, sufrió también el antisemitismo, y en su propio
entorno, a pesar de una tradición de cultura humanista, reinaba una especie de
melancolía; su posterior repugnancia hacia la profesión de arquitecto, que
había tenido que abrazar por razones alimenticias, derivaba sin duda de ahí.
Retrospectivamente quiere parecerme como si en la atmósfera doméstica de
Kracauer, pese a toda la cordialidad que se me dispensaba, se hubiera
anticipado con mucha antelación el desastre que a edad muy avanzada les
sobrevino a su madre y a la hermana de ésta, la cual parecía ejercer sobre él
una cierta influencia. Baste decir que, según él mismo contaba, en
desconsoladora parodia del librito rojo en que los profesores gustaban de
consignar sus censuras, él llevaba uno que contenía notas sobre sus
condiscípulos según se comportaban con él. Muchas cosas en él eran
reactivas; no en último término la filosofía como medio de autoafirmación.
Corren de ahí líneas de unión con el rasgo antisistemático de su
pensamiento y con su aversión al idealismo en el sentido más amplio, la cual
no le abandonó a lo largo de su vida. Para él el idealismo era pensamiento
transfigurador, según la frase de Georg Simmel sobre lo sorprendente que era
lo poco que se aprecian en la filosofía de la humanidad los sufrimientos de
ésta. No habiendo estudiado filosofía en la universidad como especialidad, la
potencia de sus grandes construcciones, que tanto propenden a degenerar en
ditirambo, le era ajena, Hegel sobre todo. Aquello marcó hasta tal punto el
trabajo de Kracauer, que en una ocasión, hacia 1923, Benjamin le llamó
enemigo de la filosofía. Algo de reflexión amateur de su propia cosecha ha
acompañado a su oeuvre, del mismo modo que una cierta dejadez ha
atemperado la autocrítica en favor de una juguetona complacencia en la
ocurrencia divertida. Por supuesto, los pensamientos que toman demasiadas
precauciones ante el peligro de error se pierden de todas maneras, y los
riesgos que Kracauer ha corrido no están por ello desprovistos de prudencia
solapada; una vez antepuso como motto a un tratado una frase de Nietzsche
con el contenido de que un pensamiento que no sea peligroso no merece ser
pensado; sólo que la víctima de tales peligros es más a menudo el
pensamiento mismo que su objeto. Por otro lado, el autodidactismo de
Kracauer le ha conferido cierta independencia del método rutinario. Se ha
ahorrado el fatal destino de la filosofía profesional de establecerse como
rama, como ciencia especializada más allá de las ciencias especializadas; así,
nunca se ha dejado intimidar por la línea de demarcación entre la filosofía y
la sociología. El medio de su pensamiento ha sido la experiencia. No la de las
escuelas empirista y positivista, que destilan la experiencia misma hasta sus
principios generales, que hacen de ello un método. Él ha perseguido la
experiencia intelectual como algo individual, resuelto a no pensar más que
aquello que él pudiera llenar, lo que para él mismo se hubiera concretado en
personas y cosas. Esto estableció la tendencia a llenar de contenido el
pensamiento frente al formalismo neokantiano todavía inconcuso en su
juventud. Siguió a Georg Simmel y a Max Scheler, los primeros que, contra
la división oficial del trabajo, vincularon el filosófico con un interés social
que, al menos en la filosofía ortodoxa, desde la muerte de Hegel había caído
en descrédito. A los dos los conoció bien en privado. Simmel, sobre quien
escribió un estudio, le aconsejó que se dedicara por entero a la filosofía. Con
él no sólo aprendió a desarrollar la capacidad de interpretar fenómenos
específicos, objetivos, en términos de lo que, según aquella concepción, en
ellos apareciera de estructuras generales. Le debía además una actitud de
pensamiento y de exposición que dispone con dilatorio esmero un miembro
tras otro incluso allí donde el movimiento del pensamiento podría prescindir
de tales miembros intermedios, donde el tempo podría tensarse: pensar con el
lápiz en la mano. Más tarde, durante su actividad como redactor, este
momento de circunspección protegió a Kracauer del periodismo; le resultaba
difícil desembarazarse de lo circunstancial que todo, incluso lo conocido,
tiene siempre que encontrar para sí, como si fuera descubierto de nuevas. El
efecto de Simmel sobre él fue sin duda antes el del gesto intelectual que el de
una afinidad electiva con la filosofía irracionalista de la vida. Luego en
Scheler encontró la fenomenología antes que la husserliana. Su libro La
sociología como ciencia (1922) se esfuerza claramente por conectar el interés
material-sociológico con reflexiones epistemológicas basadas en el método
fenomenológico. Éste se avenía a sus dotes específicas. Por poco que al
madurar quisiera tener que ver con su ejercicio, la arquitectura, la primacía de
lo óptico que ésta requiere, permaneció en él intelectualizada. Su clase de
intelectualidad nada tiene de intuicionismo ostentoso, mucho de visión
sobria. Él piensa con ojo casi desamparadamente asombrado, luego
súbitamente iluminador. Es con tal mirada como sin duda pueden los
oprimidos llegar a ser dueños de su sufrimiento. En un sentido difícil de
definir, propiamente hablando su pensamiento siempre ha sido más
contemplación que pensamiento, tercamente empeñado en no dejar que la
explicación tergiversara la impresión producida en él por el choque con las
cosas sólidas. Su desconfianza hacia la especulación ha sido alimentada no en
la menor medida por su natural, tanto más esquiva con la ilusión por haberse
deshecho de ésta con tanto esfuerzo. El programa de la intuición de la
esencia, sobre todo la llamada fenomenología de las pequeñas imágenes,
parecía adecuada a la mirada dolorosamente perseverante, que no se deja
desviar, aunque por lo demás el rasgo escéptico de Kracauer rechazara la
pretensión scheleriana de captar algo sin más y objetivamente válido de
manera inmediata, sin reflexión. La fenomenología de aquella época contenía
también posibilidades enteramente diferentes a las que después de Scheler
surgieron a partir de ella como dominantes. Parecía escrita para un nuevo tipo
emergente de intelectual y sus necesidades. La consigna de la intuición de la
esencia se ofrecía como remedio para la creciente incapacidad de la
consciencia experiencial para comprender y penetrar una realidad social
compleja y recubierta de una capa ideológica cada vez más espesa. La
fisiognómica de ésta ocupó el lugar de la desacreditada teoría. De ninguna
manera era únicamente su sucedáneo; enseñaba a la consciencia a asimilar lo
que a quien piensa de arriba abajo fácilmente se le escapa y, sin embargo, no
contentarse con hechos romos. La fenomenología convenía a quienes no
querían que los cegaran ni las ideologías ni la fachada de lo que es
meramente constatable. Tales inervaciones han sido tan fructíferas en
Kracauer como en muy pocos más.
Su tema central y por tanto en cuanto tal en él casi nunca temático es la
inconmensurabilidad, preocupación perenne para la filosofía como relación
entre idea y existencia. En el libro sobre sociología se introduce bajo la forma
de que de las supremas determinaciones abstractas a las que esa disciplina se
eleva no es posible volver sin rupturas, con continuidad, a la empiría, una vez
eliminado el ente determinado. En todos sus trabajos recuerda Kracauer que
el pensamiento, al mirar atrás, no debería olvidar de qué se ha necesariamente
desprendido para convertirse en pensamiento. Este motivo es materialista;
llevó a Kracauer, casi contra su voluntad, a la crítica de la sociedad, cuyo
espíritu se aplica diligentemente a tal olvido. Al mismo tiempo, sin embargo,
la repugnancia hacia el pensamiento sin restricciones se interpone también en
el camino de la consecuencia materialista. En todo caso, la medida justa
siempre comporta su castigo, el moderantismo. En los años de política en
Berlín, Kracauer se burló de sí mismo en una ocasión como retaguardia de la
vanguardia. Con ésta no llegó ni a una ruptura ni a un entendimiento. Me
acuerdo de una conversación de gran calado que mantuvimos un poco antes,
en la que Kracauer, contrariamente a mí, no quería colocar muy alto el
concepto de solidaridad. Pero la pura individualidad en la que él parecía
obstinarse se traicionaba virtualmente en su autorreflexión. Al sustraerse a la
filosofía, el existencialismo se convierte en una payasada, en absoluto tan
diferente del excéntrico verso de Brecht: «En mí tenéis a uno con el que no
podéis contar». Su forma de autocomprensión del individuo Kracauer la
proyectaba sobre Chaplin: Chaplin era un agujero. Lo que ahí ocupaba el
lugar de la existencia era el hombre privado como imago, el chiflado
socrático como portador de ideas, una irritación según los criterios de lo
universal dominante. Su parti pris por lo insoluble –una constante en medio
de un desarrollo sumamente cambiante– Kracauer lo ha definido en ocasiones
como aversión a lo cien por cien. Pero no es más que la aversión a la teoría
enfática: ésta debe ir al extremo en la interpretación de sus objetos si no
quiere entrar en contradicción con su propia idea. Frente a esto, Kracauer
persistió tenazmente en un momento que para el espíritu alemán, casi con
indiferencia de la orientación, siempre vuelve a evaporarse en el concepto.
Por supuesto, con ello renunciaba a la tarea al borde de la cual lo llevaba la
consciencia de la no identidad de la cosa con su concepto: extrapolar el
pensamiento a partir de lo que le es renitente, lo universal a partir del extremo
de la particularización. El pensamiento dialéctico nunca se ha avenido con su
natural. Se contentaba con la fijación precisa de lo particular en pro de su
empleo como ejemplo de hechos universales. La necesidad de una mediación
estricta en la cosa misma, de demostración de lo esencial en el seno de la
célula más íntima de lo particular, distaba de ser la suya. En esto se atenía
conservadoramente a la lógica comprehensiva. La idea de una fisión atómica
intelectual, la ruptura irrevocable con el fenómeno, la recusaba sin duda
como especulativa, él tomaba obstinadamente el partido de Sancho Panza.
Bajo el signo de su impenetrabilidad, su pensamiento deja estar a la realidad,
a la cual recuerda y debería penetrar. A partir de ahí se propone una
transición a su justificación como la de lo inalterable. Con ello se
corresponde el hecho de que la entronización de una experiencia individual
que, por extravagante que sea, esté cómoda consigo misma, resulta
socialmente aceptable. El principium individuationis, por mucho que se
sienta en oposición a la sociedad, es propio de ésta. El pensamiento que
vacila en aventurarse más allá de su forma idiosincrásica de reacción, con
ello se ata también a algo contingente y lo transfigura para no transfigurar
solamente lo universal grande. Pero la reacción espontánea del individuo no
es lo último y por tanto tampoco el garante de un conocimiento vinculante.
Incluso modos de reacción que se suponen extremadamente individuales
están mediados por la objetividad a la que aspiran y deberían tener en cuenta
esta mediación por mor de su propio contenido de verdad. Tan motivado está
el desinterés por todo lo meramente aprendido, lo mismo que aquel por la
exterioridad de la actividad científica, como a la inversa necesita el
pensamiento desprenderse del círculo de la experiencia en que se forma. La
soupçon de Kracauer contra la teoría como contra la arrogancia de una razón
que olvida su propio origen natural tiene bastante fundamento. No es el
menor hasta qué punto la teoría en su pureza se ha convertido en medio de
dominación. El nefasto hechizo que ejercen los pensamientos –y su éxito en
el mercado– se lo deben en parte a la consecuencia lógica, a la sistematicidad
de su articulación. No obstante, el pensamiento que como respuesta a esto se
sustrae a la solidez teórica que sin embargo proclama todo pensamiento en sí
deviene impotente no sólo en la realidad; eso sólo no sería ningún reproche.
Sino que también pierde en sí fuerza y evidencia. El conflicto entre
experiencia y teoría no se puede decidir tajantemente en favor de uno u otro
lado, sino que es verdaderamente una antinomia que se ha de resolver de tal
modo que los elementos contrarios se penetren mutuamente.
Kracauer no ha sido más adicto a la fenomenología que a cualquier otra
posición intelectual; Simmel es a quien ha sido más fiel en una especie de
infidelidad filosófica, por así decir de miedo vigilante a las obligaciones
intelectuales, como si fueran deudas. El comportamiento reactivo de
Kracauer estaba pronto a apartarse en cuanto se sentía atado. Casi todas las
muchas críticas que en su vida ha escrito, no pocas incisivas, representan
rupturas con momentos de sí mismo o al menos con impresiones que lo han
avasallado. En términos hegelianos, sin duda cabría por tanto reprocharle
que, pese a toda la apertura y precisamente por mor de la obstinación en ésta,
haya carecido de libertad con respecto al objeto. En la mirada que posa sobre
la cosa y con que la absorbe, en lugar de la teoría quien está es ya el mismo
Kracauer siempre. El momento de la expresión adquiere preponderancia
sobre la cosa de que se ocupa la experiencia. Este pensamiento que teme al
pensamiento rara vez consigue olvidarse de sí. El sujeto que protege su
experiencia primaria como si fuera propiedad es fácil que se enfrente a lo
experimentado diciendo anch’ io sono pittore. Una y otra vez ha lanzado
dardos contra otros; incluso contra Scheler, sobre quien, a pesar de la
estrecha relación personal, publicó en el Frankfurter Zeitung un artículo que
brusca y francamente señalaba sin eufemismos el carácter arbitrario y por
tanto ideológico de los valores eternos promovidos por Scheler. No es que
Kracauer predique el individuo como norma u objetivo final; sus reacciones
son demasiado sociales para eso. Pero su pensamiento se aferra a que no se
puede pensar lo que habría que pensar; elige esto negativo como sustancia.
Esto, no una necesidad teológica propiamente hablando, es lo que le cautivó
de Kierkegaard y de la filosofía existencialista, a la cual se aproximó en
ensayos como el inédito sobre la novela policíaca –el primer capítulo figura
ahora en El ornamento de la masa–. Mucho antes que Heidegger y Jaspers,
proyectó una obra existencialista, aunque no ha completado más que, unos
años más tarde, una sobre el concepto del hombre en Marx. No es un bon mot
sino una simple constatación que entre los más descollantes éxitos de
Kracauer se cuenta el haber dejado dormir aquellos ambiciosos manuscritos,
aunque no habrían desmerecido de su talento. A su insistente renitencia a ser
tributario de la teoría de otros o de la propia le dio un giro productivo.
Obsesionado por lo inconmensurable, no se mostró dispuesto a violar su
propio motivo reduciendo la inconmensurabilidad a una filosofía. Reconoció
sagazmente que la idea marxista del hombre, por más que de ella se hubiera
alimentado su doctrina, se degrada a algo estático, que no se acierta con el
tenor de su dialéctica si se la funda positivamente en la esencia humana en
lugar de hacerla surgir críticamente de las relaciones que los hombres han
estropeado y que los hombres han de cambiar. Que Kracauer haya expuesto
no tanto sus reflexiones existencialistas como las sociales en cuanto tales sino
sólo indirectamente, con preferencia en la representación de fenómenos
apócrifos que como la novela policíaca se convertían para él en alegorías
filosófico-históricas, ha sido más que un capricho literario. Quizá su
pensamiento materialmente orientado haya tenido inconscientemente claro
que los llamados grandes contenidos intelectuales, ideas y estructuras
ontológicas no son para sí más allá de los estratos materiales e independientes
de éstos, sino que están inextricablemente imbricados con ellos; esto es lo
que luego le permitió la comprensión de Walter Benjamin. Asimismo
reimpresa en El ornamento, contra Martin Buber, en quien encontraba
encarnado el existencialismo, entabló una polémica muy digna de ser leída,
en la cual identificaba la esencia restauracionista de la traducción de la
Biblia, un prototipo de la jerga de la autenticidad de hoy en día. La polémica
se basa en la idea de que la teología no se puede restaurar partiendo de la
mera voluntad, porque estaría bien tener una teología; eso sería encadenarla a
ella misma a lo interiormente humano, a lo cual afirma trascender.
A tenor de tal crítica, el enérgico giro de Kracauer hacia la sociología no
fue ninguna ruptura con su intención filosófica, sino consecuencia de ésta.
Cuanto más ciegamente se sumergía en los materiales que le suministraba su
experiencia, tanto más infructuoso el resultado. Así es como propiamente
hablando descubrió el cine como hecho social. No investigó cuáles eran sus
efectos inmediatos; quizá su flair le advirtiera contra la consignación de tales
efectos. No es fácil reducirlos a experiencias cinematográficas aisladas, ni
siquiera a una multiplicidad de ellas, sino solamente a la totalidad de los
estímulos más pronunciados que se producen en el cine o, en su defecto, ante
el televisor. Kracauer ha descifrado el cine mismo en cuanto ideología. La
hipótesis tácita sería herética según las reglas de la desde entonces
técnicamente muy desarrollada investigación social empírica, pero ha
conservado hasta hoy toda su plausibilidad: si un medio que apetecen y
consumen masas transmite una ideología unánime y consistente, cabe
presumir que esta ideología se adapta tanto a las necesidades de los clientes
como a la inversa modela progresivamente a éstos. El deshojamiento de la
ideología del cine era para él tanto como la fenomenología de una nueva fase
del espíritu objetivo en proceso de formación. La serie «Las pequeñas
dependientas de comercio van al cine», que causó una gran sensación en el
Frankfurter Zeitung, constituyó la primera demostración de este
procedimiento. No obstante, el interés de Kracauer por la psicología de masas
del cine nunca ha sido meramente crítico. Él siente algo del ingenuo placer
que el ver produce en el espectador cinematográfico; incluso en las pequeñas
dependientas que tanta gracia le hacen reconoce parcialmente su propia forma
de reacción. No es ésta la menor de las razones por las que su relación con los
medios de masas nunca ha sido tan enriscada como por su reflexión sobre el
efecto de éstos habría cabido esperar. Su simpatía por lo inferior, lo excluido
de la alta cultura, algo en lo que coincidía con Ernst Bloch, le ha permitido
seguir disfrutando con la feria anual y el organillo mucho después de su
absorción por la planificación industrial a gran escala. En el libro sobre
Caligari[2] se cuentan con seriedad, sin pestañear, los argumentos de las
películas; muy recientemente, en la Teoría del cine[3] narra atrocidades como
la génesis visible de un fragmento musical en el compositor, el héroe, como
si en ello se estuviera poniendo en juego algo así como la razón técnica del
medio. El cine comercial con el que Kracauer la ha tomado se aprovecha
imprevistamente de su tolerancia; ésta a veces muestra sus límites ante lo
intolerante: el cine experimental.
Cuando, contra la experiencia asistemática que propone la sociología de
Kracauer, el empirismo sociológico estricto proclama que la conexión entre
aquel espíritu presuntamente objetivo y la consciencia real de las masas que
debería precipitarse en él no está demostrada, algo se ha de conceder a la
objeción. En la mayoría de los países de la tierra, la llamada prensa de
bulevar mete de contrabando, junto a sus noticias sensacionalistas, ideas
políticas de extrema derecha, sin que eso haya tenido mucha influencia sobre
los millones de lectores en los países anglosajones. Por el contrario, tales
objeciones por lo general son casi cómplices del cine mercancía y,
globalmente, de lo que la etiqueta medios de comunicación de masas deja a
salvo de sospechas. Disculpa a éstos el hecho de que no se pueda demostrar
rigurosamente qué clases de desastres provocan. Del análisis de lo ofrecido
mismo se desprende al menos que difícilmente pueden provocar sino
desastres. Tratar de, más allá de la primitiva tesis de la satisfacción ideológica
de los deseos, refinar precisamente el análisis de los estímulos inaugurado
por Kracauer y para el que se ha otorgado carta de naturaleza a la expresión
content analyse sería más aconsejable que insistir en un estudio de los efectos
que con demasiada facilidad pasa por alto el contenido concreto de lo que
produce los efectos, la relación con la ideología presentada. La posición de
Kracauer con respecto al empirismo sociológico es ambivalente. Por un lado,
simpatiza con él en el sentido de que tiene reservas hacia la teoría social; por
otro, según el criterio de su concepción de la experiencia, tiene muy fuertes
prevenciones hacia el método cuantificador de fijar los hechos. Cuando ya
llevaba muchos años viviendo en los Estados Unidos, propuso una perspicaz
defensa teórica del análisis cualitativo. Para valorarla en sus justos términos
hay que saber hasta qué punto desafía la práctica casi universal de la
sociología institucional en aquellas tierras. La actitud experiencial de
Kracauer seguía siendo la del extranjero, transpuesta al espíritu. Él piensa
como si hubiera transformado el trauma infantil de la pertenencia
problemática en un modo de ver que se lo representa todo como en el curso
de un viaje, incluso lo gris por habitual como un objeto asombrosamente
coloreado. Tal independencia de la cáscara convencional ha sido en el interín
convencionalizada por el término brechtiano de distanciamiento; en Kracauer
era original. Intelectualmente él se viste, por así decir, con ropa deportiva y
gorra. Un eco de esto resuena en el subtítulo de su libro sobre los empleados:
De la Alemania más reciente. Se apunta a la humanidad no mediante la
identificación, sino mediante su ausencia; quedarse fuera como medio del
conocimiento.
En ese libro sobre los empleados Kracauer se emancipó como sociólogo.
El método tiene muchos puntos en común con lo que en los Estados Unidos
se llama la conducta del participant observer, algo así como el de los Lynd
en Middletown; en 1930 Kracauer ciertamente no conocía la obra de éstos[4].
En Los empleados utilizó ampliamente las entrevistas, pero no cuestionarios
estandarizados; se adaptó con flexibilidad a la situación conversacional. Si
los supuestos rigor y objetividad de las exaltaciones muchas se pagan con una
falta de concreción y de comprensión esencial, a lo largo de su vida Kracauer
ha intentado compensar, de aquella manera a la vez planeada y asistemática,
la exigencia de empiría con la de que resulte algo con sentido. En eso
consisten los especiales méritos del libro, que ha de agradecer el hecho de
estar nuevamente disponible a la Editorial para la Demoscopia en
colaboración con el Instituto Allensbach. Él diagnosticó más ingeniosamente
que las publicaciones contemporáneas de la ciencia académica lo que bautizó
como cultura de los empleados. La describió, por ejemplo, a propósito de la
Casa de la Patria de Berlín[5], el prototipo de la consciencia sintéticamente
producida de aquella clase media que no era tal. Desde entonces el estilo se
ha extendido por la sociedad global de los países industriales avanzados.
Expresiones como sociedad homogénea de clase media y de consumo
neutralizan lo que de mendaz tiene. En sus ingredientes esenciales sigue
pareciéndose a lo que Kracauer observó en los empleados de 1930.
Económicamente proletarizados, de ideología ferozmente burguesa, aportaron
un elevado contingente a la base de masas del fascismo. Como bajo
condiciones de laboratorio, el libro sobre los empleados provee
anticipadamente una ontología de aquella consciencia sólo en la fase más
reciente integrada sin costuras en el sistema global. Lo perjudica en todo caso
el tono de ironía en que se recrea. Tras el horror que esa consciencia ayudó a
incubar, suena a la vez inocuo y un poco arrogante, precio de la hostilidad de
Kracauer a una teoría que, si se aplicase rigurosamente, sofocaría la risa en la
garganta. Evidentemente, él sabía que el espíritu al que apuntaba con el dedo
ha sido suscitado, provocado y planificamente reproducido en sus portadores,
que ni ha sido ni es espontáneamente el suyo propio. Pero, sea cual sea la
razón que se omite, al preferir referirse al contacto inmediato con los
manipulados por la cultura de masas antes que al sistema global, a veces
parece achacárselo a ellos. Incluso este desplazamiento no carece de
legitimidad: la indignación por el hecho de que son incontables los que
deberían saberlo mejor, que en el fondo también lo saben mejor, y sin
embargo se entregan con pasión a la falsa consciencia. Lo que mejor muestra
hasta qué punto llevó su osadía Kracauer en el libro sobre los empleados es
su crítica a la racionalidad de la racionalización técnica que condenaba a los
empleados a la desocupación: «[El capitalismo] no racionaliza demasiado,
sino demasiado poco. El pensamiento que vehicula es recalcitrante a su
culminación en una razón que hable desde el fondo del ser humano»[6]. Lo
que disculpa a Kracauer por hablar de un «fondo del ser humano» que desde
entonces ha perdido su reputación es que por él precisamente entiende la
razón de ordinario difamada por tal discurso. Pero su degoût lo produce el
santo y seña de la era global: el hecho de que los hombres no simplemente
son engañados por la ideología, sino que, en definitiva obedeciendo al dicho
latino, quieren que se les engañe, y por cierto que con tanto más empeño
cuanto más doloroso sea afrontar la situación cara a cara. Por lo demás,
Kracauer no ha limitado en absoluto su crítica de la ideología a la esfera de
las masas. También la ha ejercido allí donde subsistían ambiciones más
elevadas de la burguesía cultural, pero imperceptiblemente degenerando en
una pacotilla que se tiene por lo contrario. Él fue el primero en poner de
manifiesto las siniestras implicaciones de la moda de las biografías.
Para mí el logro más importante de Kracauer es una obra que, bastante
paradójicamente, se encuentra ella misma en la tierra de nadie entre la novela
y la biografía, Ginster[7], aparecida por vez primera en 1928. El título,
tomado de una planta que, como en una ocasión dijo citando a Ringelnatz[8],
florece en los terraplenes del ferrocarril, ocupa el lugar del nombre del autor;
se suponía haber sido «escrito por sí mismo», anónimamente, no bajo
pseudónimo. El sujeto estético no se distingue nítidamente de la persona
empírica. Hasta la figura del narrador, según la forma y la definición, entra en
el campo de la ironía de Kracauer. Ginster no es una obra de arte ciega,
autárquica, sino que lo ateórico en ella es teórico. Lo que se representa es ese
elemento inasimilable que Kracauer, si así se quiere decir, predica; de una
manera sumamente rara en Alemania, de la que por estos pagos apenas hay
otro modelo que Lichtenberg, manifestación renovada de un venerable
género ilustrado, el roman philosophique. Kracauer ha llamado a Ginster un
Schwejk[9] intelectual. El libro, que con el paso de los años ha perdido poco,
ha sido productivo porque no plantea afirmativamente el nudo de la
individualidad como algo sustancial. Gracias a la reflexión estética, el yo
sustentante mismo se relativiza. Una necedad refinada, que simula no
entender cuando de hecho no entiende, es el reverso de la individuación
absoluta. Ginster doma ladinamente la realidad que habita, del mismo modo
que ante él se encogen las personalidades que orgullosamente se ufanan. No
es ya ingenuidad la que se percibe y describe a sí misma como técnica de
vida. Se trasciende como aquella teoría a la que hace una higa. La posibilidad
de algo humanamente inmediato es a un tiempo demostrada y negada.
Fundamentalmente, Ginster prueba que hoy en día la libertad, la positividad
en general, no se puede plantear como tal; de lo contrario, el momento
idiosincrásico en Kracauer se convertiría irremisiblemente en manía. En la
nueva edición ha renunciado prudentemente al último capítulo del original,
que coqueteaba con tal posibilidad. El lenguaje está a la altura de la
concepción. Con su indomable afición a tomarse las metáforas al pie de la
letra, a independizarlas eulenspiegelianamente[10], a extraer de ellas una
realidad en arabesco de segundo grado, conecta con la modernidad mediante
largas raíces aéreas. Qué pena que en sus años de madurez, Kracauer,
obligado a escribir en inglés pero también sin duda por indignación ante lo
ocurrido, impusiera una ascesis a su estilo propio, inseparable del alemán.
La fase de crítica social de Kracauer, a la que ya pertenece Ginster, data de
antes de su actividad en Berlín para el Frankfurter Zeitung. Sin embargo, en
los últimos años previos al fascismo, recibió impulso del cortante aire de
aquel Berlín. Pese a todo, su crítica de la sociedad, aun después de haberse
ocupado de Marx, conservó un toque de lobo solitario. Ni siquiera ante el
conflicto extremo había de maniobrar para salir de la posición de
individualista contumaz, por más claramente que ante él se presentaran las
objeciones. Él se resarcía con lo que caía a través de las mallas de la gran
teoría. Buscaba la humanidad en lo particular, precisamente lo que resultaba
intolerable para los autoritarios. Peleado con Brecht, inventó contra éste la
expresión jocosa de la «confusión de Augsburgo», y cuando Brecht hizo que
a El que dijo sí siguiera El que dijo no, él, Kracauer declaró que estaba
pensado en escribir El que dijo tal vez; no es mal programa para quien antaño
había hecho de la actitud de espera la propia; al mismo tiempo, fórmula
también de una autorreflexión crítica.
Sin embargo, ya antes de los años en Berlín comenzó a cambiar en
Kracauer algo difícil de precisar pero esencial; como si, a la manera de Hans
Sachs[11] ordenando cerrar bien las tiendas antes de irse de fiesta al prado,
hubiera suprimido su capacidad de sufrimiento, hubiera prometido ser feliz.
Ya a Ginster, después de la escena con un oficial, se le escapa la máxima, por
supuesto todavía irónica, de que uno debe hacerse ignífugo. A quien no tenía
piel le creció una coraza. Y desde el día en que decidió que no quería volver a
exponerse al mundo sin protección, sino que buscó apoyo en sí, se ha
comunicado mejor con el mundo. El gesto del ser así y no de otra manera
armoniza muy bien con la adaptación exitosa, pues el mundo por su parte es
así y no de otra manera, según el principio de autoconservación no
aclaradamente expansivo. En Kracauer nunca ha faltado la payasería. Uno de
sus aspectos ha sido siempre una deliberada política del avestruz. Así, cuando
por primera vez durante el exilio nos volvimos a ver, en París, me recibió en
su modesto hotel como Stauffacher[12] en el suyo. A su manera taciturna,
sentía que la Francia previa a la II Guerra Mundial, cuyas juntas ya crujían, le
convenía tanto como los Estados Unidos, donde, cuando consiguió huir,
obtuvo de hecho un éxito extraordinario. Sobre este aspecto de su destino y
carácter todavía ha reflexionado también en una novela inédita, cuyo héroe va
a trancas y barrancas acomodando sus necesidades e inclinaciones a las
situaciones cambiantes por las que atraviesa, hasta que sin embargo acaba por
perder su puesto debido a sus opiniones políticas de izquierdas. La estrategia
de adaptación de Kracauer siempre ha tenido algo de astucia, de voluntad de,
cuando ha sido posible, afrontar lo adverso y demasiado poderoso
mejorándolo en la propia consciencia y con ello distanciándose en medio de
la identificación forzosa. En la Teoría del cine, a propósito de la temática de
David y Goliat, deslizó un programa para sí mismo: «Aunque todas estas
figuras parezcan someterse a los poderes vigentes, consiguen sin embargo
sobrevivir a ellos»[13].
Sin perjuicio de la gratitud por el asilo, para poder hacer justicia a su
producción posterior a 1933 –lo mismo que a la de muchos otros exiliados–
hay que hablar de la situación de los intelectuales emigrados sin tanto
maquillaje como suele emplearse en Alemania. Las reglamentaciones sobre
divisas y los impuestos especiales obligaron a los intelectuales a expatriarse
literalmente como mendigos. El cálculo de los nacionalsocialistas de que con
ello aquellos a quienes ellos odiaban tampoco serían bien vistos allí donde
encontraran refugio no andaba del todo errado. El hecho de que no pocos
Estados sólo aceptaran a quienes contaban con destrezas prácticas útiles
arroja incluso luz sobre países que renunciaron a semejantes alambradas de
púas. En todas partes el intelectual, en tanto en cuanto no hubiera demostrado
su capacitación en el seno de la comunidad científica establecida mediante
trabajos llamados positivos o al menos procediera de la jerarquía
universitaria, se sentía superfluo. Probablemente, la compulsión a integrarse
era peor que en anteriores emigraciones. En la mayoría de los países de
acogida la red social era demasiado espesa, el thought control demasiado
riguroso. La amenza del paro hacía indeseables a los potenciales
competidores. Los emigrantes sin amigos que se solidarizaran con ellos
tuvieron que capitular para vivir. En el dominio económico todo se ajusta
convenientemente según las reglas del juego burguesas de la oferta y la
demanda. Que se extiendan al espíritu, que éste acabe siendo absorbido por el
complejo funcional, forma parte de la lógica del sistema, pero al mismo
tiempo contradice el principio mismo del espíritu, el cual no debe agotarse en
la reproducción de la vida y, creando consciencia de lo existente, perfila en
negativo algo distinto posible. El espíritu que, según una lógica que sólo en
caso de feliz excepción se suspende, transige, precisamente por ello se anula
a sí mismo; de la forma más drástica, la primacía de las relaciones de
producción supone una cadena para su fuerza productiva. Nunca olvidaré
cómo, durante los primeros meses de emigración, un famosísimo sociólogo
alemán ya muerto me animó en broma cuando oyó cómo chapurreaba el
inglés en el curso de una discusión: en los países anglosajones nunca debía
intentar expresar más que lo que acababa de farfullar. Aunque no seguí el
consejo, nunca ha dejado de hacerme sentir superior a los demás. No hay
tanto motivo para indignarse porque lo que tan fácilmente censuran como
falta de carácter los que no han tenido que someterse a la prueba contenga por
su parte un momento de decoro burgués, la voluntad de no vivir de limosnas,
sino ganarse la vida por sí mismo. Pero para el cinismo, para una producción
en dos frentes, en la que se conserve la integridad intelectual y con la mano
izquierda se escriban libros comerciales, es menester una fuerza de la que
evidentemente no está dotado cualquiera como tampoco, por ejemplo, ha
habido ningún músico capaz de componer música vanguardista y al mismo
tiempo ganar dinero con éxitos populares. La petición de indulgencia por
parte de Brecht habría de extenderse a estas complejas situaciones.
El gobierno estadounidense era superior a muchos países europeos de la
época de Hitler en la medida en que ofrecía a todos los emigrantes la
posibilidad de trabajar sin reducir a ninguno a la condición permanente de
subsidiado. A cambio, la carga de conformismo, que pesa también sobre los
autóctonos, era especialmente grande. Defensores entusiastas suyos fueron
intelectuales emigrantes que ya habían conocido el éxito. La adaptación se
convirtió una vez más en la norma que ya había sido en la evolución
temprana de la mayoría, interiorizada por todos los que difícilmente habrían
podido afrontar sus dificultades externas e internas de otro modo que
obedeciendo al mecanismo psicológico llamado identificación con el agresor
por Anna Freud[14]. Para el infortunado un adaptado empleó triunfalmente
en una ocasión la frase de que no había ninguna transferencia intelectual. Un
correctivo habría sido la recuperación, tras la caída de Hitler, de precisamente
aquellos emigrantes entre cuyas cualidades no se encontraban lo directamente
intercambiable y rentable. Eso hicieron ciertamente algunas universidades,
como la de Frankfurt, y recientemente, con más decisión que nadie antes,
Adolf Arendt en su calidad de senador de cultura de Berlín. Pero esto no
ocurrió por regla general. El hecho de que esta especie de reparación, la de la
misma vida intelectual dañada, no se haya hecho, es irresponsable no sólo
para con las víctimas, sino muy especialmente con lo que de ordinario gusta
de presentarse como el interés alemán. El bien que habría podido hacer un
hombre como Kracauer en un puesto importante, por ejemplo como
encargado de la política cultural de un gran periódico, es inestimable.
Recuérdese meramente su definición del lenguaje de Heidegger mediante el
refrán: «Padecer de celos es buscar con celo padecer»[15]. La pertinacia de
Kracauer en no dejar pasar gato por liebre habría sido un saludable antídoto
contra el clima sintético de la cultura resucitada. Inmune a aquellas técnicas
de dominación que en Alemania tan prontamente se hacen equivalentes a la
grandeza y que han hecho nefasto el concepto mismo de grandeza, se opuso
por igual a Brecht y a Heidegger. Del carácter aparente, afirmativo en el mal
sentido de la palabra, del espíritu objetivo tiene buena parte de culpa el vacío
que creó la ausencia de la intelligentsia emigrada. Agravaron la culpa
aquellos a los que lo que más les gustaría sería hacer responsables a los
exiliados de la caída de la República de Weimar porque ellos la vieron venir.
La catástrofe de la dictadura fascista va más allá del destino de los
asesinados, aunque esto impide la reflexión sobre otras consecuencias.
Parafraseando la Cábala, cabría sin duda preguntar si el país que expulsó a
sus judíos no perdió tanto como éstos.
Nadie debería leer Offenbach de Kracauer, que en Alemania ha sido
reeditado con el título Vida parisina, o De Caligari a Hitler, sin tener esto en
mente ni debería permitir que en ello se mezclara ni la más mínima altanería.
Guiño típico de Kracauer, Offenbach se cuenta entre aquellas biografías
noveladas cuya radiografía había él presentado sin ningún respeto; al mismo
tiempo, querría elevarse por encima de la pseudoindividualización de esta
clase de productos mediante la idea de una «biografía de la sociedad». Debía
transparecer la problemática social del Segundo Imperio, a la cual la gran
opereta constituía una respuesta. El libro tiene también sus límites en la
abstinencia que tuvo que practicar el autor con respecto a la música. –
Caligari, rico en análisis técnicos particulares, desarrolla, con bastante
claridad, la historia del cine alemán posterior a la I Guerra Mundial como la
del avance de la ideología del poder totalitario. Por lo demás, esa tendencia
no era en absoluto exclusiva del cine alemán; podría haber culminado en la
película americana King Kong, en verdad una alegoría del monstruo
desmesurado y regresivo en que se llegó a convertir la cosa pública; por no
hablar de la rehabilitación de Iván el Terrible y otros espantajos en la Rusia
estalinista. Sin embargo, precisamente de lo que en la superficie resulta
discutible de la tesis de Kracauer se puede extraer una enseñanza verdadera:
la dinámica que explotó en el horror del Tercer Reich descendía hasta lo más
hondo de la sociedad en su conjunto y por eso se reflejaba también en la
ideología de aquellos países que se salvaron de la catástrofe política. Se
tiende a tomar erróneamente como exclusivos de allí donde se han
experimentado lo que son factores sociales universales; ya la invectiva de
Hölderlin contra los alemanes iba en realidad dirigda contra la deformación
de los hombres como consecuencia de la expansión universal de la forma
burguesa de la división del trabajo. – Paulatinamente, Kracauer ha ido
volviendo a lo que en un principio le motivaba, es decir, al cine, a la
destilación teórica de cuyos componentes se ha dedicado, y finalmente, en un
proyecto de grandes intenciones, a la filosofía de la historia.
Si uno arriesga algo así como una interpretación de la figura de Kracauer, a
lo cual ésta se resiste, se tiene que buscar la palabra para ese realismo de
coloración particular que tiene tan poco que ver con la imagen familiar de un
realista como con el pathos transfigurador o la convicción inquebrantable de
la primacía del concepto. Proteger desde el espíritu al espíritu de su
autoidolatración fue sin duda el impulso primario de Kracauer, producido por
el sufrimiento de quien pronto se inflamó ante lo poco que el espíritu puede
hacer frente a la brutalidad de lo meramente existente. Pero su realismo no
encaja con esto. Habiendo sido reactivo, no puede contentarse con la
desilusión. Incluso cuando la emprende derrotistamente con la utopía,
propiamente hablando ataca, como por miedo, algo que lo ha animado a él
mismo, El rasgo utópico, temeroso de su propio nombre y concepto, se oculta
tras la figura del no plenamente adaptado. Así brillan los ojos de un niño
maltratado y oprimido en momentos en que, comprendiendo súbitamente, se
siente comprendido y eso le hace concebir esperanzas. La imagen de
Kracauer es la del hombre que ha pasado muy cerca de lo más terrible y, así
como la esperanza de la humanidad se ha encapsulado en la última
oportunidad de evitar la catástrofe, así el reflejo de tal esperanza se pone en el
individuo que por así decir anticipa este acontecimiento. «Pues nada más que
la desesperación puede salvarnos», dice Grabbe[16]. Para Kracauer, la
máscara de la esperanza es la individualidad que se encierra en sí hasta la
inefabilidad, impermeable a la esperanza. Ésta proclama el anhelo de algún
día poder ser sin miedo tan marginal como el miedo le ha hecho ser
excéntrico. En una ocasión contó de su infancia que a él lo habían
obsesionado a tal punto las historias de indios, que traspasaron las fronteras
de la realidad. Una noche se despertó sobresaltado en medio de un sueño
diciendo: «Me ha raptado una tribu enemiga». He ahí su enigma, el horror
hecho literal por las deportaciones, junto a la nostalgia de la barbarie impune
e inocente de los envidiados pieles rojas. La teoría de Freud de que los
momentos decisivos en la génesis del individuo se producen durante la
infancia es sobre todo válida para el carácter inteligible. La imago infantil
sobrevive en la voluntad vana y compensatoria de convertirse en un auténtico
adulto. Pues lo adulto precisamente es lo infantil. La tristeza que se expresa
en la mímica está tanto más fundamentada cuanto más intensamente asegura
la sonrisa que todo sucede de la manera más ordenada. Para este carácter
seguir siendo niño equivale a mantener un estado del ser en el que a uno le
pasaban menos cosas; la esperanza, por muchas veces que resulte frustrada,
en que tal confianza inerradicable sea recompensada. la misma existencia
intelectual de Kracauer expresa hasta qué punto está inseguro a este respecto.
La fijación en la infancia, como la fijación en el juego, adopta en él la forma
de una fijación de la bondad de las cosas; probablemente la preponderancia
de lo óptico en él no es en absoluto algo innato, sino la consecuencia de esta
relación con el mundo de las cosas. En vano se buscará en el acervo de
motivos de su pensamiento la sublevación contra la reificación. Para una
consciencia que sospecha que ha sido abandonada por lo hombres, las cosas
son mejores. El hombre repara en ellas lo que los hombres han hecho al ser
vivo. El estado de inocencia sería el de las cosas menesterosas, las
miserables, despreciadas, alienadas de su propósito; sólo ellas encarnan para
la consciencia de Kracauer lo que sería diferente del complejo funcional
universal, y su idea de la filosofía sería arrancarles su vida ignota. La palabra
latina para cosa es res. De ahí deriva realismo. Su Teoría del cine Kracauer la
subtituló The Redemption of Physical Reality. La verdadera traducción sería:
La salvación de la realidad física. Así de curioso es su realismo.
[1] Fundado en 1804, el Philanthropin era el instituto de enseñanza secundaria para la comunidad
judía de Frankfurt, aunque a partir de 1908, con el traslado de la Rechneigrabenstrasse al nuevo edificio
construido con fondos públicos en la Helbenstrasse, admitía a alumnos de cualquier credo religioso. [N.
del T.]
[2] Ed. esp.: De Caligari a Hitler, Barcelona, Paidós Ibérica, 1995. [N. del T.]
[3] Ed. esp.: Teoría del cine: la redención de la realidad física, Barcelona, Paidós Ibérica, 1989. [N.
del T.]
[4] Middletown: A Study in American Culture, publicada en 1929, valió para sus autores, Robert
(1892-1970) y Helen Lynd (1894-1982), un puesto muy destacado entre los pioneros en el estudio del
ocio en las sociedades capitalistas avanzadas con métodos de la antropología cultural. [N. del T.]
[5] Casa de la Patria (Haus Vaterland): restaurante y music-hall abierto en 1928 por la empresa
Kempinski en la berlinesa plaza de Potsdam. Inauguró un nuevo concepto de la gastronomía como
aspecto importante de la cultura popular, que los políticos nacionalistas de derechas intentaron
aprovechar para sus fines ideológicos. [N. del T.]
[6] Siegfried Kracauer, Das Ornament der Masse, Frankfurt am Main, 1965, p. 57.
[7] Ginster: en español, brezo, retama. [N. del T.]
[8] Joachim Ringelnatz (1883-1934): cabaretista y poeta alemán. [N. del T.]
[9] Las tres novelas de Jaroslav Haˇsek (1863-1923), escritor checo primero anarquista y luego
comunista, dedicadas al «bravo soldado Schwejk», son consideradas como uno de los alegatos
antibelicistas más profundos y humorísticos de toda la historia de la literatura. [N. del T.]
[10] Till Eulenspiegel es el héroe de una leyenda alemana que apareció por primera vez escrita a
finales de la Edad Media. Basada en la vida de un personaje real, campesino famoso por sus bromas y
jugarretas a los nobles, artesanos y clérigos, el tema de esta obra satírica ha contado con numerosas
versiones literarias, y Richard Strauss le dedicó uno de sus más famosos poemas sinfónicos. [N. del T.]
[11] Hans Sachs (1494-1576): poeta alemán. Combinó los oficios de zapatero y de maestro cantor.
Humanista, desde muy pronto adepto a la Reforma luterana, dejó una obra cuantiosa: poemas líricos,
narraciones en verso, obras de teatro. Autor también de obras religiosas e históricas, así como de
tragedias, fueron sus comedias y farsas alegóricas destinadas al Carnaval las que más éxito y
popularidad le reportaron en su tiempo. Wagner contribuyó a inmortalizar su nombre al hacer de él el
héroe de su ópera Los maestros cantores de Nuremberg. [N. del T.]
[12] Werner Stauffacher es un personaje de Guillermo Tell, de Schiller. Señor feudal suizo, al
principio de la obra acaba de reconstruir espléndidamente su casa para enojo del gobernador: «no
quiero que los aldeanos se construyan casas por propia decisión y vivan en ellas libremente, como si
fuesen los dueños en el país» (traducción de Manuel Tamayo Benito en Teatro completo, Madrid,
Aguilar, 1973, p. 1051). [N. del T.]
[13] Siegfried Kracauer, Theorie des Films, Frankfurt am Main, 1964, p. 366 [ed. esp. cit., p. 347].
[14] Anna Freud (1895-1984): psicoanalista inglesa de origen austríaco, hija de Sigmund.
Especializada en psicología infantil, es también autora de El yo y los mecanismos de defensa (1949).
[N. del T.]
[15] Más allá de las aliteraciones, lógicamente el original alemán –«Die Eifersucht ist eine
Leidenschaft, die mit Eifer sucht, was Leiden schafft» (literalmente: «Los celos son una pasión que
busca con celo lo que produce padecimiento»)– resulta de una eficacia superior a cualquier traducción
como parodia del gusto de Heidegger por el juego con las raíces de las abundantes palabras compuestas
que contiene la lengua alemana. [N. del T.]
[16] Christian Dietrich Grabbe (1801-1836): poeta dramático alemán en el que, siempre con un
característico estilo barroco, se alternan las obras históricas de grandes pretensiones pero fallidas con
otras de demoledora eficacia irónica. [N. del T.]
Compromiso
Desde que Sartre escribió Qu’est-ce la littérature?, se discute menos sobre
literatura comprometida y autónoma. Pero la controversia sigue siendo tan
urgente como hoy en día sólo puede serlo lo que concierne al espíritu y no a
la supervivencia de los hombres inmediatamente. Lo que movió a Sartre a
escribir su manifiesto fue ver, y ciertamente no fue el primero, las obras de
arte amortajadas unas junto a otras en un panteón de la cultura sin
compromiso, corrompidas como bienes culturales. Unas a otras se violan por
su coexistencia. Si cada una quiere, sin que el autor tuviera por qué quererlo,
lo extremo, propiamente hablando ninguna de ellas tolera la vecindad de las
otras. Pero tan saludable intolerancia no se dirige sólo contra las obras
aisladas, sino también contra comportamientos típicos en relación con el arte
como aquellos a los que se refería esta semiolvidada controversia. Hay dos
«posturas frente a la objetividad»; se hacen la guerra, por más que la vida
intelectual las exhiba en una falsa paz. La obra de arte comprometida rompe
el hechizo de aquella que no quiere nada más que ser ahí, como fetiche, como
pasatiempo ocioso de quienes el diluvio que amenaza se lo pasarían de buena
gana durmiendo; una actitud apolítica sumamente política. Se aparta de la
lucha de los intereses reales. El conflicto entre los dos grandes bloques ya no
respeta a nadie. La posibilidad del espíritu mismo depende de él hasta tal
punto que habría que estar ciego para seguir reclamando un derecho que
mañana puede ser abolido. Pero para las obras autónomas tales
consideraciones y la concepción del arte en que se basan son ya ellas mismas
la catástrofe de la que las comprometidas avisaban al espíritu. Si éste
renuncia a la obligación y a la libertad de su pura objetivación, entonces es
que ha dimitido. Por lo tanto, cualquier obra que se crea se alinea
diligentemente con aquel mero ser-ahí contra el que se subleva, tan efímera
como a la inversa a las comprometidas se les antoja la obra autónoma que ya
desde el primer día pertenece a los seminarios en que irremediablemente
termina. El amenazante vértice de la antítesis recuerda hasta qué punto es
problemática hoy en día la cuestión del arte. Cada una de las dos alternativas
se niega a sí misma al mismo tiempo que a la otra: el arte comprometido
porque, necesariamente separado de la realidad en cuanto arte, niega la
diferencia con respecto a ésta; la de l’art pour l’art porque con su
absolutización niega también aquella indisoluble relación con la realidad que
la autonomización del arte frente a lo real contiene como su a priori
polémico. La tensión de la que el arte ha vivido hasta tiempos muy recientes
se desvanece entre estos dos polos.
Entretanto, sobre la omnipotencia de la alternativa la misma literatura
contemporánea despierta dudas. Ésta no está todavía tan completamente
sojuzgada por el curso del mundo como para prestarse a la creación de
frentes. No se pueden separar los carneros de Sartre y las ovejas de Valéry. El
compromiso como tal, aunque sea en sentido político, sigue siendo
políticamente ambiguo en la medida en que no se reduce a una propaganda
cuya complaciente forma se burla de todo compromiso del sujeto. Pero lo
contrario, lo que en el catálogo soviético de los vicios se llama formalismo,
es combatido no solamente por los funcionarios de allí ni tampoco solamente
por el existencialismo libertario: incluso los vanguardistas reprochan
fácilmente a los llamados textos abstractos falta de acerbidad, de agresividad
social. A la inversa, Sartre tiene en la más alta estima el Guernica; en música
y pintura no sería difícil acusarle de simpatías formalistas. Su concepto de
compromiso lo reserva para la literatura en razón de su esencia conceptual:
«El escritor… tiene que ver con significados»[1]. Sin duda, pero no sólo. Si
ninguna palabra introducida en un poema se desprende completamente de los
significados que pose en el habla comunicativa, en ninguna sin embargo, ni
siquiera en la novela tradicional, este significado sigue siendo sin cambios el
mismo que la palabra tenía fuera. Ya el simple «fue» en una narración de
algo que no fue cobra una nueva cualidad formal por el hecho de que no fue.
Esto persiste en los estratos semánticos superiores de una obra literaria, hasta
lo que en un tiempo se tuvo por su idea. La posición especial que Sartre
otorga a la literatura debe también ponerla en duda quien los géneros
artísticos no los subsuma sin más en un superconcepto general del arte. Los
rudimentos de los significados introducidos desde fuera en las obras literarias
constituyen el indispensable elemento no artístico del arte. La ley formal de
éste no es de aquéllos, sino de la dialéctica de ambos momentos, de donde se
ha de inferir. Ésta rige en aquello en lo que los significados se transforman.
La distinción entre escritor y literato es trivial, pero el objeto de una filosofía
del arte como aquella a la que también Sartre aspira no es su aspecto
publicista. Menos aún para lo que el alemán ofrece el término mensaje[2].
Éste vibra insufriblemente entre lo que un artista quiere de su producto y el
mandamiento de un sentido que se exprese objetivamente, metafísico. Por
estos pagos se trata del extraordinariamente cómodo ser. La función social
del discurso del compromiso se ha vuelto un poco confusa. Quien con
espíritu de conservadurismo social exige de la obra de arte que diga algo se
alía con la oposición política contra la obra de arte sin metas, hermética. Los
panegiristas del compromiso antes encontrarán profundo Huis clos de Sartre
que oirán con paciencia un texto en el que el lenguaje sacude el significado y
por su carencia de sentido se rebela anticipadamente contra la asunción
positiva de sentido, mientras que para el ateo Sartre el presupuesto del
compromiso sigue siendo el sentido conceptual de la literatura. Obras contra
las que en el este intervienen los corchetes los guardianes del auténtico
mensaje las ponen a veces demagógicamente en la picota por supuestamente
decir lo que de ningún modo dicen. El odio contra lo que ya durante la
República de Weimar los nacionalsocialistas llamaban el bolchevismo
cultural ha sobrevivido a la época de Hitler, en la cual se institucionalizó.
Hoy en día todavía se inflama como hace cuarenta años ante obras de la
misma naturaleza, entre las cuales también se encuentran aquellas cuyo
origen se remonta muy lejos y cuya conexión con momentos tradicionales es
innegable. En periódicos y revistas de la derecha radical lo antinatural, sobre
intelectual, insano, decadente produce, como antes y siempre, indignación;
saben para quién escriben. Esto concuerda con lo que la psicología social dice
sobre el carácter autoritario. Entre los existenciales de éste se cuentan el
convencionalismo, el respeto por la fachada petrificada de la opinión y de la
sociedad, la defensa contra los impulsos que afectan a ésta o, en el
inconsciente del autoritario, a algo que le es propio, lo cual no admite a
ningún precio. Con esta actitud hostil a todo lo ajeno y enajenante el realismo
literario de cualquier procedencia, aunque se llame crítico o socialista, es
mucho más compatible que obras que, sin obedecer a ninguna consigna
política, por su mero enfoque dejan fuera de combate el rígido sistema de
coordenadas de los autoritarios, al cual éstos se aferran tanto más
contumazmente cuanto menos capaces son de una experiencia viva de algo
no ya aprobado. El deseo de suprimir a Brecht de la programación cabe
achacarlo a un estrato relativamente exterior de la consciencia política; y
tampoco debe de haber sido muy vehemente, pues de lo contrario se habría
manifestado mucho más brutalmente después del 13 de agosto[3]. En cambio,
cuando se cancela el contrato social con la realidad al dejar las obras literarias
de hablar como si se ocuparan de algo real, a uno se le erizan los cabellos. No
es una de las debilidades menores del debate sobre el compromiso el hecho
de que no reflexione tampoco sobre el efecto que producen obras cuya propia
ley formal no tiene en cuenta el efecto. Mientras no se entienda lo que se
comunica en el shock de lo ininteligible, toda la polémica parece un combate
de sombras. Las confusiones en el enjuiciamiento de la cuestión no cambian
ciertamente nada de ésta, pero obligan a pensar la alternativa hasta las últimas
consecuencias.
Teóricamente habría que distinguir entre compromiso y tendenciosidad. El
arte comprometido en sentido estricto no quiere llevar a medidas, actos
legislativos, disposiciones prácticas, como las antiguas obras de tesis contra
la sífilis, el duelo, las leyes contra el aborto o los reformatorios, sino trabajar
en favor de una actitud: Sartre, por ejemplo, en favor de la decisión como la
posibilidad de existir en general, por oposición a la neutralidad del
espectador. Pero lo que el compromiso tiene de ventaja artística sobre el
eslogan tendencioso hace ambiguo al contenido con el que el autor se
compromete. La categoría de la decisión, kierkegaardiana en origen, asume
en Sartre la herencia del «Quien no está conmigo está contra mí» cristiano,
pero sin el contenido teológico concreto. Todo lo que queda de éste es la
autoridad abstracta de la elección impuesta, sin tener en cuenta que la misma
posibilidad de éste depende de aquello por elegir. La forma prediseñada de la
alternativa con que Sartre quiere probar la imposibilidad de perder la libertad
anula a ésta. Dentro de lo realmente predeterminado, degenera en afirmación
vacía: Herbert Marcuse ha llamado por su nombre al absurdo del filosofema
de que uno puede interiormente aceptar o rechazar el martirio. Pero
precisamente eso es lo que se supone que resulta de las situaciones
dramáticas de Sarte. Por eso funcionan tan mal como modelos de su propio
existencialismo, porque, en honor a la verdad, contienen en sí todo el mundo
administrado que aquél ignora; lo que enseñan es la falta de libertad. Su
teatro de ideas sabotea aquello para lo que inventó las categorías. Pero eso no
es un defecto individual de sus obras. Arte no significa apuntar alternativas,
sino, mediante nada más que su forma, resistirse al curso del mundo que
continúa poniendo a los hombres una pistola en el pecho. Pero en cuanto las
obras de arte comprometidas proponen decisiones y las elevan a su criterio,
éstas se hacen intercambiables. Como consecuencia de esa ambigüedad,
Sartre ha declarado muy abiertamente que de la literatura no esperaba ningún
cambio real del mundo; su escepticismo testimonia cambios históricos en la
sociedad tanto como en la función práctica de la literatura desde Voltaire. El
compromiso se desliza al terreno de la opinión del escritor, conforme al
extremo subjetivismo de la filosofía de Sartre, en la que, pese a todo el
materialismo soterrado, resuena la especulación alemana. Para él la obra de
arte se convierte en apelación a los sujetos, porque no es nada más que una
manifestación del sujeto, de su decisión o de su indecisión. Él no quiere
admitir que el mismo arranque de toda obra de arte confronta también al
escritor, por libre que sea él, con exigencias objetivas de su construcción.
Frente a éstas la intención de aquél queda rebajada a mero momento. Por eso
no es convincente la pregunta de Sartre «¿Por qué escribir?» ni su remisión a
una «elección más profunda», porque para lo escrito, para el producto
literario, las motivaciones del autor son irrelevantes. Sartre no está lejos de
esto en la medida en que estima que el nivel de las obras, como ya sabía
Hegel, se eleva cuanto menos ligadas están a la persona que las produce.
Cuando con terminología durkheimiana llama a la obra literaria un fait social,
está involuntariamente citando la idea de una objetividad de ésta en lo más
íntimo colectiva, que es impenetrable para la intención meramente subjetiva
del autor. Por eso querría vincular el compromiso no a esa intención del
escritor, sino a su condición humana[4]. Pero esta definición es tan general
que el compromiso pierde toda diferencia entre cualesquiera obras y
comportamientos humanos. Se trata de que el escritor se comprometa en el
presente, dans le présent; pero de todos modos ni puede escapar a éste ni por
tanto cabe inferir ningún programa. La obligación que el escritor contrae es
mucho más precisa: no con la resolución, sino con la cosa. Cuando Sartre
habla de dialéctica, su subjetivismo resulta tan poco afectado por lo otro
determinado en que el sujeto se ha exteriorizado y sólo a través de lo cual se
convierte en general en sujeto, que para él toda objetivación literaria resulta
sospechosa de rigidez. Pero como la pura inmediatez y espontaneidad que él
espera salvar no se definen por nada opuesto, degeneran en una segunda
reificación. Para llevar el drama y la novela más allá del mero enunciado –su
prototipo sería para él el grito del torturado–, tiene que recurrir a una
objetividad plana, sustraída a la dialéctica de obra y expresión, a la
comunicación de su propia filosofía. Ésta se erige en contenido de la obra
literaria como sólo en Schiller había sucedido; pero, según el criterio de lo
literario, lo comunicado, por sublime que sea, apenas es más que un material.
Las obras de Sartre son vehículos de lo que el autor quiere decir, lo cual va
rezagado en relación con la evolución de las formas estéticas. Éstas operan
con la intriga tradicional y la exaltan con una inquebrantable fe religiosa en
significados que habrían de transferirse del arte a la realidad. Sin embargo,
las tesis ilustradas o en todo caso expresadas malversan como ejemplo la
emoción cuya expresión motiva la propia dramaturgia de Sartre, y con ello se
desacreditan a sí mismas. Al final de sus obras más famosas la frase «el
infierno son los otros»[5] suena como una cita de L’être et le néant; por lo
demás, igualmente podría ser: «El infierno somos nosotros mismos». La
conjunción de un plot sólido y una idea igualmente sólida, destilable, reportó
a Sartre un gran éxito y lo hizo aceptable, con toda certeza contra su voluntad
de persona íntegra, para la industria cultural. El alto nivel de abstracción de la
obra de tesis le indujo a situar algunos de sus mejores trabajos, la película Les
jeux son faits o el drama Les mains sales en la prominencia política y no entre
las víctimas en la oscuridad: sin embargo, de manera completamente análoga
la ideología corriente, odiada por Sartre, confunde con el curso objetivo de la
historia los actos y sufrimientos de los figurines de líder. Se participa con ello
en la extensión del velo de la personalización, de que los que deciden son los
hombres poderosos, no la máquina anónima, y de que en las alturas de los
puestos de mando social aún hay vida; los muertos de hambre de Beckett dan
cuenta de ello. El enfoque de Sarte le impide reconocer el infierno contra el
cual se revuelve. No pocas de sus consignas podrían repetirlas sus enemigos
mortales. Lo de que se trata de una decisión en sí coincidiría incluso con el
nacionalsocialista «Sólo el sacrificio nos hace libres»; en la Italia fascista, el
dinamismo absoluto de Gentile[6] proclamó también algo filosóficamente
afín. La debilidad en la concepción del compromiso afecta a aquello con lo
que Sartre se compromete.
También Brecht, que en no pocas de sus obras, como su dramatización de
La madre de Gorki o en La medida, glorifica directamente al partido, quería
de vez en cuando, al menos según los escritos teóricos, educar en una actitud
de distanciamiento, de pensamiento, de experimentación, la contrapartida de
la ilusionaria de la empatía y la identificación. A partir de Santa Juana su
dramaturgia supera considerablemente a Sartre en tendencia a la abstracción.
Sólo que, más consecuente que éste y que los grandes artistas, la elevó a ley
formal, la de una poesía didáctica que excluye el concepto tradicional de
personaje dramático. Él comprendió que la superficie de la vida social, la
esfera del consumo, que abarca también las acciones psicológicamente
motivadas de los individuos, vela la esencia de la sociedad. En cuanto ley del
intercambio, esta misma es abstracta. Brecht desconfía de la individuación
estética en cuanto una ideología. Por eso quiere convertir al monstruo social
en fenómeno teatral, tirando lisa y llanamente de él hacia fuera. En escena los
hombres se marchitan visiblemente hasta convertirse en aquellos agentes de
los procesos y funciones sociales que mediatamente, sin darse cuenta, son en
la empiría. Brecht ya no postula, como Sartre, la identidad entre los
individuos vivos y la esencia social, ni siquiera la soberanía absoluta del
sujeto. Pero el proceso estético de reducción que él pone en marcha en aras
de la verdad política pone trabas a ésta. Esa verdad ha menester de
incontables mediaciones, las cuales él desdeña. Lo que artísticamente se
legitima como infantilismo alienante –las primeras obras de Brecht iban en la
línea de Dadá– se convierte en puerilidad en cuanto aspira a una validez
socioteórica. Brecht quería capturar en una imagen el ser-en-sí del
capitalismo; hasta tal punto, en cuanto aquello como lo cual la camuflaba
contra el terror estalinista, era efectivamente su intención realista. Él se
habría negado a citar esa esencia, de manera por así decir sin imágenes y
ciega, desprovista de significados, mediante su manifestación en la vida
deteriorada. Pero esto lo cargó con la obligación de ser teóricamente exacto
en lo que era su intención inequívoca, en la medida en que su arte se niega al
quid pro quo de, presentándose como doctrina, estar al mismo tiempo
dispensado, por mor de su forma estética, del compromiso con lo que enseña.
La crítica de Brecht no puede silenciar que él –por razones objetivas más allá
de la excelencia de su obra– no cumple la norma que se había impuesto como
salvación. Santa Juana de los mataderos constituía la concepción central de
su teatro dialéctico; incluso El alma buena de Se-Chuan constituía una
variación de ella por la inversión según la cual, lo mismo que Juana
contribuye al mal mediante la práctica inmediata del bien, quien quiere el
bien debe hacerse malo. La obra transcurre en un Chicago situado a medio
camino entre el cuento del salvaje oeste del capitalismo de Mahagonny y la
información económica. No obstante, cuanto más se aproxima Brecht a ésta,
cuanto más renuncia a una imagerie, tanto menos comprende la esencia
capitalista a que apunta la parábola. Acontecimientos que se producen en la
esfera de la circulación, en la cual los competidores se degüellan
mutuamente, ocupan el lugar de la apropiación de la plusvalía en la esfera de
la producción, por comparación con la cual las peleas de los tratantes de
ganado mayor por su parte en el botín son epifenómenos que por sí en ningún
caso podrían ser la causa de la gran crisis; y los acontecimientos económicos
que aparecen como maquinaciones de ávidos comerciantes no son sólo, como
Brecht sin duda querría, pueriles, sino también incomprensibles según
cualquier lógica económica por primitiva que sea. A lo cual corresponde en el
lado opuesto una ingenuidad política que a aquellos a los que Brecht combate
sólo les produciría la mueca de quienes nada tendrían que temer de enemigos
tan bobos; podrían estar tan contentos con Brecht como lo están con la
moribunda Juana en la sumamente impresionante escena final de su obra. Por
más generosa que sea la interpretación de lo poéticamente verosímil, que un
comité de huelga respaldado por el partido encomiende a alguien no
perteneciente a la organización una tarea decisiva es tan impensable como
que el fracaso de ese individuo acarree el de toda la huelga. – La comedia
sobre La resistible ascensión del gran dictador Arturo Ui saca con crudeza y
precisión a la luz lo subjetivamente inane e ilusorio del líder fascista. Sin
embargo, el desmontaje del líder, como el de todos los individuos en Brecht,
se prolonga en la constricción de los contextos sociales y económicos en los
que actúa el dictador. En lugar de una conspiración de dignatarios muy
poderosos, lo que aparece es una tontorrona organización de gángsters, el
trust de la coliflor. Se escamotea el verdadero horror del fascismo; éste ya no
es el fruto de la concentración de poder social, sino del azar, como los
accidentes y los crímenes. Así lo decreta la meta de la agitación; el oponente
debe ser empequeñecido, y eso favorece la falsa política, lo mismo en la
literatura que en la práctica antes de 1933. Contrariamente a toda dialéctica,
la ridiculez a la que Ui se entrega no afecta al fascismo, el cual hacía décadas
que había sido exactamente predicho por Jack London. El escritor
antiideológico prepara la degradación de su propia teoría en ideología. La
afirmación tácitamente aceptada de que por su lado el mundo ha dejado de
ser antagonista se complementa con las bromas sobre todo lo que desmiente
la teodicea de la situación actual. No es que, por respeto a la grandeza de la
historia universal, estaría prohibido reírse del pintor de brocha gorda, por más
que el término pintor de brocha gorda especula desagradablemente con la
consciencia burguesa de clase. Y el gremio que escenificaba la toma del
poder era ciertamente una banda. Pero tal afinidad electiva no es
extraterritorial, sino que está enraizada en la misma sociedad. Lo cómico del
fascismo, también registrado por la película de Chaplin, es por tanto al
mismo tiempo, inmediatamente, el máximo horror. Si éste se escamotea, si se
bromea con los miserables explotadores de los verduleros cuando de lo que
se trata es de posiciones económicas clave, entonces el ataque yerra el tiro. El
gran dictador pierde también su fuerza satírica y se hace escandaloso en la
escena en que una muchacha judía golpea en la cabeza a un miembro tras otro
de las SA sin ser descuartizada. Por mor del compromiso político, a la
realidad política se le concede demasiado poco peso: eso merma también el
efecto político. Probablemente, las sinceras dudas de Sartre de que el
Guernica «ganara a uno solo para la causa española» son válidas también
para el drama didáctico de Brecht. El fabula docet que se extrae –que en el
mundo reina la injusticia– casi nadie necesita que se lo enseñen; la teoría
dialéctica de la que Brecht hacía sumariamente profesión dejó ahí pocas
huellas. La actitud del drama didáctico recuerda a la expresión americana
«preaching to the saved», predicar a aquellos cuyas almas están de todos
modos salvadas. La verdad es que la primacía de la teoría sobre la pura forma
que Brecht pretendía se convierte en un momento propio de ésta. Si se la
pone en suspenso, se revuelve contra su carácter de apariencia. La autocrítica
de la forma es afín a la funcionalidad en el dominio del arte visual aplicado.
La corrección formal heterónomanente condicionada, la supresión de lo
ornamental en favor de la eficacia, incrementa la autonomía de la forma. Ésta
es la sustancia de la creación literaria de Brecht: el drama didáctico como
principio artístico. Su medio, el distanciamiento de los acontecimientos
inmediatos, es también, pues, antes un medio de constitución de la forma que
una contribución a su eficacia práctica. Ciertamente, de ésta Brecht no
hablaba tan escépticamente como Sartre. Pero aquel hombre sensato y
experimentado difícilmente estaba del todo convencido de ella; en una
ocasión escribió soberanamente que, para ser completamente honesto consigo
mismo, en último término para él era más importante el teatro que aquel
cambio del mundo al que el suyo debía servir. Pero el principio artístico de la
simplificación no meramente purifica, como él creía, a la política de las
diferenciaciones ilusorias en el reflejo subjetivo de lo socialmente objetivo,
sino que falsea precisamente eso objetivo por cuya destilación se esfuerza el
drama didáctico. Si se le toma la palabra a Brecht y se hace de la política el
criterio de su teatro comprometido, éste demuestra ser falso con respecto a
ella. La lógica de Hegel enseñó que la esencia debe manifestarse. Pero
entonces una representación de la esencia que ignore su relación con el
fenómeno es también en sí tan falsa como la sustitución de las eminencias
grises del fascismo por el Lumpenproletariat. La técnica brechtiana de la
reducción únicamente estaría justificada en el dominio de aquel l’art pour
l’art que su versión del compromiso condena como él a Lúculo.
La Alemania literaria actual gusta de distinguir entre el Brecht escritor y el
político. Se quiere rescatar a esta importante figura para Occidente, si es
posible colocarlo sobre un pedestal de escritor panalemán y con ello, audessus de la mêlé, neutralizarlo. Seguramente es tan cierto como que la fuerza
literaria de Brecht así como su astuta e indomeñable inteligencia apuntaban
más allá que el credo oficial y que la estética prescrita en las democracias
populares. Sin embargo, habría que defenderlo contra tal defensa. Con sus
debilidades a menudo puestas de relieve, su obra no tendría tal poder si no
estuviese impregnada de política. Incluso en sus productos más cuestionales,
como La medida, eso produce la consciencia de que se trata de lo más serio.
Hasta tal punto satisfizo su pretensión de hacer pensar a través del teatro.
Inútil distinguir las bellezas reales o ficticias de su obra de la intención
política. Pero la crítica inmanente tendría sin duda que sintetizar la cuestión
de la pertinencia de las obras con la de su política. En el capítulo de Sartre
titulado «¿Por qué escribir?», dice Sartre con mucha razón: «Pero nadie
puede tampoco creer ni por un momento que se podría escribir una buena
novela en alabanza del antisemitismo»[7]. Pero tampoco en alabanza del
Proceso de Moscú, aunque haya sido pronunciada antes de que Stalin
mandara asesinar a Zinoviev y Bujarin[8]. La mendacidad política mancilla la
forma estética. Cuando, por mor del thema probandum, se destuerce la
problemática social de la que Brecht trata en su teatro épico, el drama se
desmorona en su propio complejo de fundamentaciones. Madre Coraje es un
silabario ilustrado que quiere llevar ad absurdum la frase de Montecuccoli:
«La guerra alimenta la guerra»[9]. La vivandera que se sirve de la guerra para
criar a sus hijos debe precisamente por ello ser culpable de la pérdida de
éstos. Pero en la obra esta culpa no se sigue concluyentemente de la situación
de guerra ni del comportamiento de la pequeña empresaria; si ella no
estuviera ausente precisamente en el instante crítico, la desgracia no
sobrevendría, y el hecho de que ella deba ausentarse para ganar algo de
dinero resulta completamente general en relación con lo que ocurre. La
técnica de aleluyas a la que ha de recurrir Brecht para hacer patente la tesis
impide la demostración de ésta. De un análisis sociopolítico como el
esbozado por Marx y Engels contra el drama de Lassalle[10] sobre Sickingen
resultaría que la equiparación simplista de la de los Treinta Años con una
guerra moderna borraría lo que realmente decide sobre el comportamiento y
el destino de Madre Coraje según el modelo de Grimmelshausen[11]. Como
la sociedad de la Guerra de los Treinta Años no es la funcional de la guerra
moderna, tampoco se puede estipular para aquélla, ni siquiera poéticamente,
un conjunto cerrado de funciones en el que la vida y la muerte de los
individuos privados dejaría traslucir sin más la ley económica. Sin embargo,
Brecht necesitaba de aquellos salvajes tiempos pasados como símil de los
presentes, pues precisamente él se daba perfecta cuenta de que la sociedad de
su propia época ya no es inmediatamente aprehensible en personas y cosas.
Así, la construcción de la sociedad induce primero a una construcción social
defectuosa y luego a una falta de motivación dramática. Algo políticamente
malo se convierte en algo artísticamente malo, y viceversa. Pero cuanto
menos tienen las obras que proclamar algo que ellas no se creen del todo,
tanto más certeras devienen también ellas mismas; tanto menos precisan de
un excedente de lo que dicen sobre lo que son. Por lo demás, aun hoy los
verdaderos intereses en todos los campos sobreviven muy bien a las guerras.
Semejantes aporías se reproducen hasta en la fibra literaria, el tono
brechtiano. Por pocas que sean las dudas sobre éste y su carácter
inconfundible –cualidades a las que el Brecht maduro quizá valoraba en
poco–, lo emponzoña la mendacidad de su política. Puesto que aquello que
preconiza no es, como él probablemente creyó durante mucho tiempo,
meramente un socialismo imperfecto, sino una tiranía en la que vuelve la
ciega irracionalidad del juego de fuerzas sociales, en socorro de la cual
acudió Brecht en cuanto panegirista de la aquiescencia en sí, la voz lírica
debe comer tiza para poderse comer mejor, y rechina. Ya la exagerada
virilidad pubertaria del joven Brecht delata el falso coraje del intelectual que,
desesperado por la violencia, se lanza sin pensar a la práctica de una violencia
que él tiene todos los motivos para temer. Los salvajes alaridos de La medida
acallan la desventura ocurrida y que él se obstina en hacer pasar por ventura.
Lo engañoso de su compromiso contamina aun la mejor parte de Brecht. El
lenguaje atestigua hasta qué punto divergen el sujeto poético que lo vehicula
y lo por éste proclamado. Para franquear el abismo, afecta el de los
oprimidos. Pero la doctrina que preconiza exige el del intelectual. Su llaneza
y simplicidad son una ficción. Ésta se delata tanto por signos de admiración
como por el recurso estilizante a formas de expresión anticuadas o regionales.
No es raro que se haga complaciente; oídos que se quieren siempre
distinguidos han de oír que se les quiere dar gato por liebre. Es una
usurpación y como un insulto a las víctimas hablar como éstas, como si uno
mismo fuese una de ellas. A todo está permitido jugar, menos al proletario.
Lo más grave que se puede decir en contra del compromiso es que incluso las
mejores intenciones suenan a falsas cuando se las advierte, y más aún cuando
se las enmascara con esa finalidad. Algo de eso hay en el Brecht tardío, en el
gesto lingüístico del proverbio, en la ficción del viejo campesino cargado de
experiencia épica como sujeto poético. Nadie en ningún Estado del mundo
posee ya esta experiencia de mujik huraño del sur de Alemania; el tono
ponderado se convierte en medio de propaganda que debe hacer creer que la
vida es la correcta allí donde el Ejército Rojo ha asumido el mando. Como la
verdad es que no hay nada sobre lo que se pueda sostener esa humanidad que
sin embargo se presenta subrepticiamente como realizada, el tono de Brecht
se hace eco de relaciones sociales arcaicas que se han perdido
irremediablemente. El Brecht tardío no estaba en absoluto tan alejado de la
humanidad oficial; un periodista occidental bien podría elogiar El círculo de
tiza caucasiano como un canto de exaltación de la maternidad, y a quién no
se le conmueve el corazón cuando la sublime criada es opuesta como ejemplo
a la dama atormentada por las migrañas. Baudelaire, que dedicó su obra a
quien acuñó la fórmula l’art pour l’art, no debía de ser muy propenso a
catarsis de esa clase. Incluso poemas de tanta ambición y virtuosismo como
La leyenda del nacimiento del libro Tao-te-king en el camino de Lao-Tse a la
emigración adolecen de la teatralidad de la perfecta llaneza. Lo que los por él
considerados clásicos aún denunciaban como idiocia de la vida campesina, la
consciencia mutilada de los miserables y oprimidos, se convierte para él,
como para un ontólogo existencialista, en la vieja verdad. Toda su obra es un
trabajo de Sísifo para compensar de alguna manera su exquisito y distinguido
gusto con las heterónomas reivindicaciones de palurdo que él en vano
esperaba asumir.
No querría yo quitar fuerza a la frase de que es de bárbaros seguir
escribiendo poesía lírica después de Auschwitz: en ella se expresa
negativamente el impulso que anima a la literatura comprometida. La
pregunta de un personaje de Morts sans sepulture, «¿Tiene sentido vivir
cuando hay hombres que te machacan hasta romperte los huesos?[12], es
también la de si el arte es en general todavía posible; si la regresión de la
misma sociedad no entraña una regresión intelectual en el concepto de
literatura comprometida. Pero también resulta verdadera la contestación de
Enzensberger[13] en el sentido de que la literatura debe afrontar precisamente
este veredicto, es decir, ser de tal modo que no se entregue al cinismo por su
mera existencia después de Auschwitz. Es la propia situación de la literatura
la que es paradójica, no solo la actitud de uno hacia ella. El exceso de
sufrimiento real no tolera ningún olvido; hay que secularizar el «On ne doit
pas dormir» de Pascal. Pero ese sufrimiento, la consciencia de la aflicción
como dice Hegel, también exige la continuación del arte que él mismo
prohíbe; casi en ninguna otra parte sigue encontrando el sufrimiento su propia
voz, el consuelo que no lo traicione enseguida. Los artistas más importantes
de la época se han atenido a esto. El radicalismo absoluto de sus obras,
precisamente los momentos proscritos como formalistas, les confiere la
terrible fuerza de la que carecen los poemas inútiles sobre las víctimas. Pero
incluso El superviviente de Varsovia sigue cautivo de la aporía a la que,
forma autónoma de una heteronomía amplificada hasta convertirse en el
infierno, se entrega sin reservas. La composición de Schönberg se acompaña
de algo desagradable. No se trata de aquello que irrita en Alemania porque no
permite reprimir lo que a toda costa se querría reprimir. Pero al, pese a toda la
dureza e intransigencia, convertirse en imagen, es como si se estuviera
ofendiendo el pudor ante las víctimas. Con éstas se prepara algo, obras de
arte, que se ofrece como carroña al mundo que las asesinó. La llamada
elaboración artística del desnudo dolor físico de los derribados a golpe de
culata contiene, se tome la distancia que se tome, la posibilidad de extraer
placer de ello. La moral que prohíbe al arte olvidarlo ni por un segundo se
desliza en el abismo de lo contrario a ella. El principio estético de
estilización, e incluso la solemne plegaria del coro, hace sin embargo que
parezca que el destino impensable tendría un sentido cualquiera; es
transfigurado, pierde algo del horror; con esto sólo ya se inflige una injusticia
a las víctimas, mientras que sin embargo un arte que se apartara de ellas sería
inadmisible desde el punto de vista de la justicia. Incluso el sonido de la
desesperación paga su tributo a la afirmación atroz. Obras de estatura menor
que aquellas las más elevadas son, pues, también aceptadas de buena gana:
una parte de la reelaboración del pasado. Al convertirse incluso el genocidio
en posesión cultural dentro de la literatura comprometida, a ésta le resulta
más fácil seguir desempeñando su papel en la cultura que produjo el
asesinato. Hay un signo distintivo de tal literatura que casi nunca engaña: a
propósito o no, siempre deja entrever que, incluso en las llamadas situaciones
extremas, y precisamente en ellas, lo humano florece; de ahí resulta a veces
una lúgubre metafísica que llega a optar por el horror convenientemente
maquillado como situación límite por cuanto ahí aparece la peculiaridad de lo
humano. En este cómodo clima existencial la distinción entre verdugos y
víctimas se disipa, pues unos y otras están expuestos en la misma medida a la
posibilidad de la nada, la cual, por supuesto, en general es más llevadera para
los verdugos.
Los partidarios de esa metafísica, la cual entretanto ha degenerado en una
mera broma intelectual, truenan como antes de 1933 contra el afeamiento, la
distorsión, la perversión artística de la vida, como si los autores tuvieran la
culpa de aquello contra lo que protestan, cuando lo que escriben se pone a la
altura de ese extremo. Una anécdota sobre Picasso constituye la mejor
ilustración de este hábito intelectual que no deja de extenderse por debajo de
la silenciosa superficie de Alemania. Cuando un oficial del ejército alemán de
ocupación le visitó en su taller y ante el Guernica le preguntó: «¿Ha hecho
usted esto?», respondió: «No, ustedes». Incluso obras de arte autónomas
como ese cuadro niegan en definitiva la realidad empírica, destruyen la
realidad destructora, lo que meramente es y en cuanto mero ser-ahí repite
infinitamente la culpa. No otro sino Sartre reconoció la conexión entre la
autonomía de la obra y un querer que no se incluye en la obra, sino que es su
propio gesto frente a la realidad. «La obra de arte», escribe, «no tiene un fin,
en eso estamos de acuerdo con Kant. Pero en sí misma es un fin. La fórmula
kantiana no da cuenta del llamamiento que resuena en el fondo de cada
cuadro, de cada estatua, de cada libro»[14]. Solamente habría que añadir que
este llamamiento no está en relación directa con el compromiso temático de
la literatura. La autonomía sin reservas de las obras, que se sustrae a la
adaptación al mercado y a las ventas, se convierte involuntariamente en un
ataque. Pero éste no es abstracto, un comportamiento sin variantes de todas
las obras de arte con el mundo que no les perdona que no se le sometan por
completo. Sino que el distanciamiento de las obras con respecto a la realidad
empírica está al mismo tiempo mediada en sí misma por ésta… La fantasía
del artista no es una creatio ex nihilo; sólo los diletantes y las almas cándidas
se la imaginan así. Al oponerse a la empiría, las obras de arte obedecen a las
fuerzas de ésta, las cuales por así decir repelen la creación intelectual, la
remiten a sí misma. No hay contenido, ni categoría formal de una obra
literaria, que no deriven, por más que de manera disimuladamente
transformada y a sí mismos oculta, de la realidad empírica, de la cual han
escapado. Es por este medio, así como por el reagrupamiento de los
momentos gracias a su ley formal, como la literatura se relaciona con la
realidad. Incluso la abstracción vanguardista, que tanto fastidia a los
mojigatos y que no tiene nada en común con la de los conceptos y las ideas,
es el reflejo de la abstracción de la ley por la que objetivamente se rige la
sociedad. Eso se puede ver en las obras de Beckett. Gozan de la única gloria
hoy en día digna de tal nombre: todos se horrorizan ante ellas y, sin embargo,
nadie puede negar que estos excéntricos dramas y novelas tratan de aquello
que todos saben y de lo que nadie quiere hablar. Los filósofos apologetas
quizá encuentran conveniente ver en su obra un proyecto antropológico. Pero
trata de hechos históricos sumamente concretos: la dimisión del sujeto. El
ecce homo de Beckett es aquello en lo que los hombres se han convertido.
Como con ojos a los que se les han secado las lágrimas, nos miran mudos
desde sus frases. El hechizo que expanden y bajo el cual se hallan se rompe al
reflejarse en ellos. Por la mínima promesa de felicidad que en él se contiene,
que no se despilfarra en ningún consuelo, hubo por supuesto que pagar un
precio no menor que el de la perfecta articulación, hasta la pérdida del
mundo. Todo compromiso con el mundo se ha de cancelar para satisfacer la
idea de una obra de arte comprometida, el polémico distanciamiento pensado
por el teórico Brecht y que él practicó tanto menos cuanto más sociablemente
se dedicó a lo humano. Esta paradoja, que provoca el reproche de sofisma, se
apoya, sin mucha filosofía, en la experiencia más simple: la prosa de Kafka,
los dramas de Beckett o la verdaderamente monstruosa novela de éste El
innombrable ejercen un efecto por comparación con el cual las obras
oficialmente comprometidas parecen juegos de niños; producen la angustia
de la que el existencialismo no hace más que hablar. En cuanto desmontajes
de la apariencia, hacen estallar desde dentro el arte que el tan cacareado
compromiso sojuzga desde fuera y, por tanto, sólo aparentemente. Su carácter
implacable obliga a ese cambio de comportamiento que las obras
comprometidas meramente reclaman. A quien le han pasado por encima las
ruedas de Kafka se le ha acabado la paz con el mundo, así como la
posibilidad de emitir otro juicio que el de que el mundo va mal: el momento
de confirmación inherente a la resignada constatación del superior poder del
mal ha sido como corroído por el ácido. En efecto, cuanto mayor la ambición,
tanto mayor el riesgo de hundirse y fracasar. Lo que en las obras pictóricas y
músicas que se apartan de la semejanza con los objetos y de la aprehensible
coherencia de sentido se ha considerado como pérdida de tensión infecta
también en muchos respectos a la literatura llamada con abominable
expresión textos. Ésta raya en la indiferencia, degenera inadvertidamente en
destreza manual, en un juego de repetición de fórmulas ya detectado en otros
géneros artísticos, en diseños de papel pintado. Esto justifica a menudo la
burda exigencia de compromiso. Obras que desafían la mendaz positividad
del sentido desembocan fácilmente en una vacuidad de sentido de otra clase,
el artificio positivista, el fatuo juego aleatorio con los elementos. Por eso
recaen en la esfera de la que se despegan; el caso límite es una literatura que
se confunde no dialécticamente con la ciencia y rivaliza en vano con la
cibernética. Los extremos se tocan: lo que corta la última comunicación se
convierte en presa de la teoría de la comunicación. No hay ningún criterio
firme que trace la frontera entre la negación determinada del sentido y la
mala positividad de lo sin sentido en cuanto un diligente hacer por hacer. Lo
último que sería tal frontera es la apelación a lo humano y la maldición de la
mecanización. Las obras de arte que por su existencia toman el partido de las
víctimas de la racionalidad dominadora de la naturaleza, en la protesta han
estado siempre, por su propia idiosincrasia, involucradas en el proceso de
racionalización. Si quisieran negar éste, serían, estética tanto como
socialmente, incapaces: rústicos venidos a más. El principio organizativo,
unificador, de toda obra de arte procede precisamente de la racionalidad cuya
ambición totalitaria querría aquél detener.
En la historia de la consciencia francesa y alemana la cuestión del
compromiso se representa de manera diferente. Estéticamente, en Francia
domina, abierta o veladamente, el principio de l’art pour l’art, y está aliado
con tendencias académicas y reaccionarias. Eso explica la rebelión contra
él[15]. Incluso en obras extremadamente vanguardistas hay en Francia un
touch decorativamente agradable. Por eso allí el llamamiento a la existencia y
al compromiso sonaba revolucionario. Lo contrario que en Alemania. Para
una tradición de profundo calado en el idealismo alemán –su primer
documento famoso censado por la historia del espíritu de los profesores de
secundaria es el ensayo de Schiller sobre el teatro como institución moral– la
ausencia de finalidad del arte, por más que en el plano teórico el primero en
elevarlo pura e incorruptiblemente a momento del juicio del gusto fuera un
alemán, era sospechosa. No tanto, sin embargo, debido a que fuera
acompañada de la absolutización del espíritu; la cual espoleó la filosofía
alemana hasta la hybris. Sino por el aspecto que la obra de arte carente de
finalidad presenta a la sociedad. Recuerda a aquel goce sensible del que, de
manera sublimada y a través de la negación, aun de la más extrema
disonancia, y precisamente de ésta, participa. Si la filosofía especulativa
alemana percibía el momento de su trascendencia, inherente a la misma obra
de arte, que su propia quintaesencia es siempre más de lo que ésta es, de ello
se dedujo un testimonio moral. La obra de arte no debe ser, según esa
tradición latente, nada para sí, pues de lo contrario, como ya estigmatizó el
proyecto platónico de socialismo de Estado, afeminaría y apartaría de la
acción por la acción, el pecado original alemán. La enemiga a la felicidad, el
ascetismo, esa clase de ethos que siempre trae a la boca nombres como
Lutero y Bismarck, no quieren ninguna autonomía estética; de todos modos,
el pathos del imperativo categórico, que ciertamente debe ser por un lado la
razón misma, pero por otro un dato sin más y que se ha de respetar
ciegamente, se fundamenta en una corriente subterránea de heteronomía
servil. Hace cincuenta años aún se atacaba a George y su escuela como al
esteticismo de obediencia francesa. Hoy en día, este hedor que las bombas no
pudieron disipar se ha aliado con la rabia por la presunta ininteligibilidad del
arte contemporáneo. Como motivo se podría descubrir el odio de los
pequeños burgueses al sexo; en esto los éticos occidentales coinciden con los
ideólogos del realismo socialista. Ningún terror moral tiene poder sobre el
hecho de que el aspecto que la obra de arte presenta a su espectador no
depare también placer a éste, aunque meramente fuera por el hecho formal de
la liberación temporal de la coerción de los fines prácticos. Thomas Mann
expresó esto hablando de una farsa de orden superior, que resulta
insoportable a los detentadores del ethos. Incluso Brecht, que no estaba libre
de rasgos ascéticos –transformados, vuelven en la esquivez del gran arte
autónomo al consumo–, denunció, con razón, la obra de arte culinaria, pero
era demasiado listo como para no saber que la eficacia no puede prescindir
por entero del momento del placer ni siquiera ante obras implacables. Pero la
primacía del objeto estético como algo pura y completamente creado no
reintroduce de contrabando el consumo y con él la mala complicidad dando
un rodeo. Pues mientras que ese momento, aunque se extirpara del efecto, no
deja de recurrir en éste, no es la eficacia sino su estructura interna el principio
por el que se rigen las obras autónomas. Son conocimiento en cuanto objeto
no conceptual. En eso estriba su dignidad. De ella no tienen que persuadir a
los hombres, porque está en manos de éstos. Por eso hoy en día en Alemania
es más urgente defender la obra autónoma que la comprometida. Ésta se ha
asignado demasiado fácilmente todos los nobles valores para hacer con ellos
lo que le plazca. Tampoco bajo el fascismo se cometió fechoría alguna que no
se hubiera engalanado moralmente. Los que hoy en día siguen insistiendo en
su ethos y en la humanidad no hacen sino aguardar impacientes el momento
de perseguir a los que son condenados según sus reglas de juego y de poner
en práctica la misma falta de humanidad que teóricamente reprochan al arte
contemporáneo. En Alemania el compromiso desemboca muchas veces en la
repetición maquinal de lo que todos dicen o al menos latentemente a todos les
gustaría oír. En el concepto de «message», el mensaje mismo del arte, incluso
el políticamente radical, se esconde ya el momento de fraternización con el
mundo; en el gesto de dirigir un discurso una secreta complicidad con los
interpelados, a los cuales únicamente se les podría arrancar de su
enceguecimiento rescindiendo esta complicidad.
La literatura que, como la comprometida pero también como la que quieren
los filisteos éticos, es ahí para el hombre lo traiciona al traicionar lo que sólo
podría ayudarlo si no fingiera ayudarlo. Pero la consciencia que de ellos se
extraería, hacerse absoluto a sí mismo, sólo ser ahí por mor de sí mismo,
degeneraría igualmente en ideología. El arte no puede saltar más allá de la
sombra de irracionalidad de que él, que aun en su oposición a la sociedad
constituye un momento de ésta, debe cerrar ojos y oídos a ella. Pero cuando
él mismo apela a ella, frena arbitrariamente el pensamiento en su carácter
condicionado y de ahí deduce su raison d’être, la maldición que pesa sobre sí
la falsea convirtiéndola en su teodicea. Incluso en la obra de arte más
sublimada se esconde un «debería ser diferente»; si sólo fuera idéntica
consigo misma, como en su pura construcción total revestida de cientificidad,
volvería a recaer ya en lo malo, en lo literalmente preartístico. Pero el
momento del querer no está mediatizado por nada más que por la forma de la
obra, cuya cristalización hace de sí metáfora de otro que debe ser. En cuanto
puramente hechas, producidas, las obras de arte, incluso las literarias, son
instrucciones para la praxis de la que ellas se abstienen: la producción de la
vida correcta. Tal mediación no es un punto medio entre el compromiso y la
autonomía, una mixtura por ejemplo de elementos formales avanzados y de
un contenido intelectual que aspira a una política real o presuntamente
progresista; el contenido de las obras no es en general lo que de espíritu se ha
inyectado en ellas, antes bien lo contrario. El acento en la obra autónoma es
sin embargo él mismo de naturaleza sociopolítica. La deformación de la
verdadera política aquí y ahora, la rigidificación de las relaciones, que en
ninguna parte parecen estar a punto de derretirse, obligan al espíritu a
refugiarse allí donde no tenga necesidad de encanallarse. Mientras que en la
actualidad todo lo cultural, incluso las obras íntegras, corre el riesgo de
resultar sofocado en el guirigay de la cultura, en el mismo momento sin
embargo se encarga a las obras de arte de conservar sin palabras aquello a lo
que la política tiene vedado el acceso. El mismo Sartre expresó esto en un
pasaje que hace honor a su franqueza[16]. No es hora de obras de arte
políticas, pero la política ha migrado a las autónomas y sobre todo allí donde
se hacen políticamente las muertas, tal como en la parábola kafkiana de los
fusiles infantiles, en la que la idea de la no violencia se fusiona con la
consciencia crepuscular de la creciente parálisis de la política. Paul Klee, que
no desentona en la discusión sobre el arte comprometido y autónomo porque
su obra, écriture par excellence, tiene sus raíces literarias, y no existiría si no
existieran éstas tanto como si no las hubiera devorado, Paul Klee durante la
Primera Guerra Mundial o poco después dibujó contra el Emperador
Guillermo caricaturas en las que éste aparecía como un monstruo que comía
acero. Éstas luego, en el año 1920, se convirtieron –sin duda se podría dar la
prueba exacta– en el Angelus novus, el ángel máquina, que ya no lleva ningún
emblema visible de caricatura o de compromiso, pero planea muy por encima
de ambos. Con ojos enigmáticos el ángel máquina obliga al espectador a
preguntarse si anuncia la desgracia total o la salvación encubierta en ésta.
Pero como decía Walter Benjamin, que poseía la lámina, es el ángel que no
da sino que toma.
[1] Jean-Paul Sartre, Was ist Literatur? Ein Essay, traducción al alemán de Hans Georg Brenner,
Hamburgo, 1958, p. 10 [ed. esp.: ¿Qué es la literatura?, Buenos Aires, Losada, 1969, p. 45].
[2] «mensaje»: «Aussage». [N. del T.]
[3] Se refiere al 13 de agosto de 1961, fecha del levantamiento del Muro de Berlín. [N. del T.]
[4] «Parce qu’il est homme», en Situations II, París, 1948, p. 51.
[5] Jean-Paul Sartre, Bei geschlossenen Türen, en Dramen, Hamburgo, 1960, p. 97 [ed. esp.: A
puerta cerrada, en Obras completas, I. Teatro, Madrid, Aguilar, 1970, p. 175].
[6] Giovanni Gentile (1875-1944): filósofo y político italiano. En su Teoría general del espíritu
como acto puro (1916), desarrolló un idealismo neohegeliano tendente al subjetivismo. Ministro de
Educación Nacional de Mussolini (1922-1924) y luego miembro del consejo fascista, fue ejecutado por
los partisanos de la Resistencia. [N. del T.]
[7] Sartre, Was ist Literatur?, loc. cit., p. 41 [ed. esp. cit., p. 83].
[8] Grigori Evseevich Zinoviev (1883-1936) y Nikolai Ivanovich Bujarin (1888-1938): líderes de
diferentes alas del bolchevismo en las que Stalin fue alternativamente apoyándose primero para llegar y
luego para mantenerse en el poder. Junto a otros muchos camaradas, ambos fueron condenados y
ejecutados por traición en el llamado Proceso de Moscú (1935-1938). [N. del T.]
[9] Raimondo, príncipe de Montecuccoli (1609-1680): hombre de armas italiano, también conocido
como teórico del arte militar. [N. del T.]
[10] Ferdinand Lassalle (1825-1864): político alemán. Socialista moderado, su tragedia en verso
Franz von Sickingen (1859) exalta la rebelión de la baja nobleza liderada por su protagonista en 1523
frente a la de los campesinos de 1525. [N. del T.]
[11] Hans Jakob Christoffel von Grimmelshausen (1620-1676): novelista alemán que, al tiempo y
después de participar en la Guerra de los Treinta Años y desempeñar varios empleos privados y cargos
públicos, publicó sus obras bajo diversos pseudónimos, entre ellas la serie dedicada al pícaro Simplicius
Simplicissimus y La pícara Coraje, esta última inspiradora de la Madre Coraje y sus hijos, de Brecht.
[N. del T.]
[12] Ed. esp.: Muertos sin sepultura, en Sartre: loc. cit., p. 238. [N. del T.]
[13] Hans Magnus Enzensberger (1929): periodista, poeta lírico y ensayista alemán. Miembro junto
con entre otros Heinrich Böll o Günther Grass del «Grupo 47», la de Enzensberger ha sido una de las
voces más críticas con el conformismo cultural y moral de la Alemania del «milagro económico».
Premio Príncipe de Asturias 2002 de Comunicación y Humanidades. [N. del T.]
[14] Loc. cit., p. 31 [ed. esp. cit., p. 72].
[15] «Es bien sabido que el arte puro y el arte vacío son una misma cosa y que el purismo estético no
fue más que una brillante maniobra defensiva de los burgueses en el siglo pasado, los cuales preferían
verse denunciados como filisteos que como explotadores» Loc. cit., p. 20 [ed. esp. cit., p. 56].
[16] Cfr. Jean-Paul Sartre, L’existencialisme est un humanisme, París, 1946, p. 105.
Presupuestos
A propósito de una lectura de Hans G. Helms
No puedo aspirar a facilitar mediante la interpretación la comprensión del
texto FA: M’AHNIESGWOW. Para tal interpretación, que requeriría una larga
inmersión, habría otros, miembros del Círculo de Amigos de Helms en
Colonia, mucho más legitimados que yo; Gottfried Michael König[1] ha
escrito una introducción a partir del más estrecho contacto con la obra.
Además, a un texto hermético no se le puede aplicar así sin más el concepto
de comprender. Le es esencial el shock con que bruscamente interrumpe la
comunicación. La cruda luz de lo incomprensible que tales obras proyectan
sobre el lector hace sospechosa la habitual inteligibilidad por trivial, roma,
reificada: por preartística. Traducir a conceptos y contextos corrientes lo que
parece extraño de obras cualitativamente modernas tiene algo de traición a la
causa. Cuanto más objetivas, cuanto más despreocupadas de lo que los
sujetos esperan de ellas, o incluso de lo que el sujeto estético introduce en
ellas, tanto más problemática la inteligibilidad; cuanto menos se adapta la
cosa a las sedimentadas formas subjetivas de reacción, tanto más
desprotegida se expone a la objeción universal de arbitrariedad subjetiva.
Comprender presupone un contexto cerrado de sentido que el receptor pueda
reconstruir por ejemplo a través de la empatía. Pero entre los motivos que
llevan a consecuencias como FA: M’AHNIESGWOW no es la más débil la de
acabar con la ficción de un contexto de esa clase. En cuanto la reflexión sobre
las obras de arte hace dudar de ese positivo sentido metafísico que cristaliza y
se descarga en la obra, tiene también que rechazar los medios, sobre todo los
lingüísticos, que implícitamente viven de la idea de tal sentido, el cual crea
un contexto integral y por tanto elocuente. Es incierto hasta qué punto lo que
ocurre en el interior de la obra está abierto a la reconstrucción por el receptor
y hasta qué punto tal reconstrucción es fiel. Por mor de la contingencia del
efecto del arte sobre el espectador contemplativo, casi un siglo y medio antes
la estética de Hegel criticó algo que Kant todavía aceptaba sin cuestionárselo,
que se hiciera de aquél el punto de partida de la teoría del arte, y, en el
espíritu de la filosofía dialéctica, demandó que, en lugar de eso, el
pensamiento se sometiera a la disciplina misma de la cosa. Desde entonces
este requisito hegeliano ha destruido también opiniones subjetivistas que para
Hegel se mantenían firmes y por las que ingenuamente se rige su propio
método, como la de la inteligibilidad por principio del objeto estético. De su
visión del efecto que tal o cual obra ejerce sobre tal o cual espectador como
algo contingente debía seguirse la creencia en que existe a priori una relación
inmediata entre obra y espectador; en que una obra objetivamente verdadera
garantiza también su apercepción. No quiero por tanto intentar hacer
comprensible a Helms, ni tampoco presentar juicios aprobatorios o críticos,
sino sencillamente examinar algunos presupuestos.
Soy consciente de que con ello expongo su producción y mi propia
posición con respecto a ella al escarnio triunfal de todos los biempensantes
que ya llegan armados con el propósito de mostrar su indignación por el
hecho de que esto exige demasiado, pues, aun de personas progresistas y
abiertas. Puedo imaginarme con qué satisfacción no pocos inferirán de mis
palabras que yo tampoco la he entendido. Pero querría prevenir contra este
cómodo triunfo. En arte –y no sólo en éste, me gustaría pensar– la historia
tiene fuerza retroactiva. La crisis de inteligibilidad, hoy mucho más aguda
que hace cincuenta años, afecta también a obras antiguas. Si se insistiera en
qué significa la inteligibilidad del arte en general, tendría que repetirse el
descubrimiento de que se desvía esencialmente del comprender como la
aprehensión racional de algo supuesto en cierto sentido. Las obras de arte no
se comprenden como una lengua extranjera, o como conceptos, juicios,
conclusiones de la propia. En las obras de arte todo eso puede ciertamente
darse también como el momento significativo de su lenguaje o como el de su
acción, o de algo representado en la imagen, pero desempeña más bien un
papel secundario y difícilmente es aquello a lo que apunta el concepto
estético de comprensión. Si éste ha de señalar algo adecuado, apropiado a la
cosa, hoy en día habría que imaginarlo más bien como una especie de
secuela; como la co-construcción de las tensiones sedimentadas en la obra de
arte, de los procesos coagulados en ella como objetividad. Uno no comprende
una obra de arte cuando la traduce a conceptos –si se hace eso, entonces se la
entiende mal por anticipado–, sino en cuanto uno se sumerge en su
movimiento inmanente; casi se podría decir que en cuanto es de nuevo
compuesta por el oído según su propia lógica peculiar, pintada por el ojo,
reenunciada por el sensorio lingüístico. El comprender en el sentido
específicamente conceptual de la palabra, en la medida en que la obra no
debe ser estropeada racionalistamente, sólo se produce de un modo
sumamente mediado; a saber, en cuanto el contenido captado en la
consumación de la experiencia es reflejado y nombrado en su relación con el
lenguaje formal y el material de la obra. De este modo, las obras de arte sólo
se comprenden mediante la filosofía del arte, que por supuesto no es nada
externo a su contemplación, sino siempre requerido ya por ésta, y que
termina en la contemplación. Indiscutiblemente, el esfuerzo para tan enfático
comprender obras de arte incluso tradicionales no es menor que el que un
texto avanzado impone a su lector co-constructor.
El irracionalismo estético vulgar ha abusado del hecho de que el arte se
sustrae al comprender racional en cuanto un procedimiento primario. Sea
todo sentimiento. Pero entender esto sólo se hace perentorio cuando la
experiencia artística se convierte en la mala, pasiva irracionalidad del
consumo, y el sentimiento deja de ser fiable. La co-construcción específica
que demandan las obras de arte es sustituida por el mero parlotear con el
torrente del lenguaje, con el perfil tonal, con la constitución objetual de las
imágenes. La pasividad de ese modo de reacción se confunde con encomiable
inmediatez. Las obras se subsumen en esquemas previamente trazados y ellos
mismos ya no reconocidos. Las obras de arte deben, y esto no es nuevo,
protegerse contra ello y obligar a una co-construcción que abjure del
comprender convencional el cual no sería más que un no comprender no
consciente de sí mismo. Este momento del absurdo constitutivamente
contenido en todo el arte pero hasta ahora en gran medida oculto por lo
convencional, debe emerger, expresarse a sí mismo. La llamada
incomprensibilidad precisamente del arte contemporáneo legítimo es
consecuencia de una peculiaridad del arte en sí. La provocación ejecuta al
mismo tiempo el juicio histórico sobre la inteligibilidad degenerada en
incomprensión.
A ello llegó por supuesto no tanto a través de la polémica de la obra de arte
contra lo que le es externo, contra su destino social, como a través de la
necesidad en su interior. En la literatura el escenario es el carácter doble del
lenguaje en cuanto un medio –primariamente de la comunicación–
discursivo, significativo, y en cuanto expresión. Hasta tal punto converge, sin
embargo, a su vez la necesidad inmanente de los dispositivos lingüísticos
radicales con la crítica del mundo en torno, a la cual el lenguaje tiende a
ceder la obra de arte. Con toda honestidad, Karl Kraus, que era enemigo del
expresionismo y por tanto de la prepotencia sin matices de la expresión sobre
el signo en el lenguaje, no redujo en nada, sin embargo, la diferencia entre el
lenguaje literario y el comunicativo. Su obra se esfuerza insistentemente en
establecer la autonomía artística del lenguaje, sin hacer violencia a su otro
aspecto, el comunicativo, que es inseparable de la transmisión. Pero los
expresionistas trataron de saltar más allá de sus propias sombras. Defendían
sin reservas la primacía de la expresión. Pretendían emplear las palabras
meramente como valeurs expresivos, a la manera de las relaciones cromáticas
o tonales en pintura y música. El lenguaje opuso tan enconada resistencia a la
idea expresionista, que ésta, excepto entre los dadaístas, casi nunca se realizó
cabalmente. Kraus tenía razón en la medida en que, precisamente gracias a su
ilimitada devoción a lo que en cuanto espíritu objetivo el lenguaje quiere más
allá de la comunicación, se dio cuenta de que éste no puede prescindir por
completo de su momento significativo, de los conceptos y significados. Lo
que el dadaísmo quería no era tampoco, pues, arte, sino atentados contra éste.
Quizá no se pueda imaginar ninguna configuración óptica que no permanezca
encadenada al mundo de las cosas a través de la semejanza, por remota que
sea, con éste. Análogamente, todo lo lingüístico, incluso en la reducción
extrema al valor expresivo, porta la huella de lo conceptual. A la vista de ese
resto indeleble de terne univocidad objetivamente dictada, lo expresivo tiene
que pagar su peaje en arbitrariedad y discrecionalidad. Cuanto con más afán
trata la literatura de escapar a su afinidad con el mundo empírico, una
afinidad extraña a su ley formal y nunca cabalmente definible a partir de su
organización interna, tanto más se expone a lo que condenó al expresionismo
literario a la obsolescencia aun antes de que le llegara su momento. Para
convertirse en expresión pura, en general en algo que puramente obedezca a
su propio impulso, tal literatura debe intentar desprenderse de su elemento
conceptual. De ahí la famosa objeción de Mallarmé contra el gran pintor
Degas cuando éste le dijo que tenía unas cuantas buenas ideas para sonetos:
pero los poemas no se hacen con pensamientos, sino con palabras. En la
pasada generación, antípodas como Karl Kraus y Stefan George rechazaron
por igual la novela, por aversión al antiestético exceso de materialidad en
literatura, el cual, sin embargo, los conceptos ya arrastran a la lírica. Antes de
cualquier narración sobre el mundo, el mismo concepto, la unidad de todo lo
que en cuanto signo abarca, lo cual pertenece a la empiría y no está bajo el
hechizo de la obra, tiene algo de hostil al arte. No en vano la expresión obra
de arte lingüística deriva de una fase muy posterior, y los oídos sensibles no
dejarán de percibir en ella una ligera inadecuación. Sin embargo, al lenguaje
los conceptos le son indispensables. Incluso el sonido balbuceado, en la
medida en que es palabra y no nota, conserva su alcance conceptual, y en
definitiva la coherencia de las obras lingüísticas, sólo por medio de la cual se
organizan éstas en una unidad artística, difícilmente puede prescindir del
elemento conceptual.
Bajo este aspecto, incluso las obras más auténticas adquieren a posteriori
algo de preartístico, en cierto modo informativo. La literatura tantea la
posibilidad de llegar a un acuerdo con el momento conceptual sin quijotismo
expresionista, pero sin entregarse incondicionalmente. Retrospectivamente,
cabría admitir que precisamente esto es lo que desde siempre ha hecho la
gran literatura, que en efecto debe su grandeza precisamente a la tensión con
ese momento que le es heterogéneo. Se convierte en obra de arte por la
fricción con lo extra artístico; lo trasciende, y a sí misma, respetándolo. Pero
esta tensión, y la tarea de mantenerla, las hace temáticas la imparable
reflexión de la historia. Dada la situación actual del lenguaje, quien todavía
confiara ciegamente en el carácter doble del lenguaje como signo y
expresión, como si fuera algo querido por Dios, sería él mismo víctima de la
mera comunicación. La línea fronteriza la constituyen las dos epopeyas de
James Joyce. Éste fusiona la intención de un lenguaje rigurosamente
organizado en el espacio interior de la obra de arte –y fue este espacio
interior, no el psicológico, la idea legítima del monologue intérieur– con la
gran épica, con el impulso a mantener dentro de la inmanencia
herméticamente sellada del arte aquel contenido trascendente en relación con
éste, único contenido que hace de él arte. La manera en que Joyce equilibra
ambos constituye su extraordinaria grandeza, el centro elevado entre dos
imposibilidades, la de la novela hoy y la de la literatura como puro sonido. Su
escrutadora mirada detectó en la estructura del lenguaje significativo una
grieta por la que se haría conmensurable con la expresión sin que el escritor
tuviera que esconder la cabeza en la arena y comportarse como si el lenguaje
fuese música inmediatamente. Esta abertura se le reveló a la luz de la
psicología avanzada, la freudiana. La constitución radical del espacio estético
interior está mediada por la relación con el del sujeto, en el cual sin embargo
no se agota. En el ámbito de la subjetividad separada la obra se libera de lo
que le es exterior a ella misma, lo que se sustrae a su campo de fuerza. La
objetivación de la obra de arte, en cuanto una mónada formada en sí, lo único
que la hace justamente posible es la subjetivación. La subjetividad se
convierte en lo que rudimentariamente ha sido siempre desde que existen
obras de arte con ley propia: en el medio de éstas o en su escenario. En el
proceso de objetivación estética, la subjetividad, la quintaesencia de las
experiencias verbales, se hunde hasta el estado de material bruto, una
segunda exterioridad que es absorbida por la obra de arte. Mediante la
subjetivación se constituye como una realidad sui generis, en la que la
esencia de la realidad refleja hacia el exterior. Esto es tanto el curso histórico
de la modernidad como el proceso central dentro de cada obra individual. Las
fuerzas que producen la objetivación son las mismas por las cuales la obra
toma posición frente a la empiría y se comporta con ella, nada de la cual
tolera dentro de sí sin transformarlo. Por lo demás, sus elementos están
contenidos dispersos en los materiales en los que tiene lugar el proceso, los
cuales se suponen meramente subjetivos.
Si la expresión lingüística no se desprende por entero de los conceptos, a la
inversa éstos no parecen, como propaga la ciencia positivista, las definiciones
de sus significados. Las mismas definiciones son resultado de una reificación,
de un olvido; nunca lo que tanto les gustaría ser: plenamente adecuadas a
aquello a lo que los conceptos apuntan. Los significados fijos han sido
arrancados a la vida del lenguaje. Pero los rudimentos de ésta son las
asociaciones que no se disuelven en los significados conceptuales, aunque se
adjuntan con tenue necesidad a las palabras. Si la literatura consigue
despertar en sus conceptos asociaciones y corregir el momento significativo
con éstas, según esa concepción los conceptos comienzan a moverse. Su
movimiento debe convertirse en el inmanente de la obra de arte. Las
asociaciones se han de seguir con tan fino oído que se adapten a las palabras
mismas y no meramente al individuo contingente que las maneja. El contexto
subcutáneo que se forma a partir de ellas tiene la prioridad sobre la superficie
del contenido discursivo de la literatura, su estrato de materia bruta, sin que
éste sin embargo desaparezca por completo. En Joyce la idea de una
fisonomía objetiva de las palabras se vincula, gracias a las asociaciones
inherentes a ellas, con un hálito del todo que se transpone a estas
asociaciones, no se ordena tendenciosamente desde fuera. Al mismo tiempo,
su posición tenía en cuenta aquella inaccesibilidad del mundo objetual para el
sujeto estético, la cual no hay ni que invertirla en una mentalidad realista
conversa ni, con ciego solipsismo, plantearla como absoluta. Cuando la
literatura en cuanto expresión se convierte en la de la realidad que para ella se
desintegra, expresa la negatividad de esa realidad.
La conformación autónoma del producto literario representa,
monadológicamente, algo social, sin mirarlo de soslayo; son muchas las
cosas que indican que la obra de arte actual reproduce con tanta más
precisión a la sociedad cuanto menos se ocupa de ella o menos espera del
efecto social inmediato, sea éste el del éxito o la intervención práctica. Si en
Joyce y, propiamente hablando, ya en la novela de Proust el continuo
temporal empírico se desintegra porque la unidad biográfica del curso de la
vida es exterior a la ley formal e incompatible con la experiencia subjetiva en
la que ésta se desarrolla, tal procedimiento literario, es decir, precisamente lo
que en el este se llamaba el formalismo, converge con la desintegración del
continuo temporal en la realidad, la extinción de la experiencia, que en último
término se remonta al proceso atemporalmente tecnificado de la producción
de bienes materiales. Semejantes convergencias demuestran que el verdadero
realismo es el formalismo, mientras que los procedimientos que reflejan
ordenadamente lo real simulan con ello una inexistente reconciliación de la
realidad con el sujeto. El realismo en el arte se ha convertido en ideología, lo
mismo que la mentalidad de las personas llamadas realistas, que se orientan
según las instituciones existentes, los deseos y ofrecimientos de éstas, con lo
cual no se liberan, como ellos se imaginan, de ilusiones, sino que únicamente
contribuyen a tejer el velo en el que, como apariencia de ser naturales, la
fuerza de las circunstancias los envuelve.
Proust había utilizado la técnica más suave del recuerdo involuntario, el
cual tiene no poco en común con las asociaciones freudianas. Joyce saca fruto
de éstas para crear la tensión entre expresión y significado, pues la asociación
se adhiere al significado de palabras que por supuesto están en su mayor parte
aisladas de su contexto argumentativo, pero es la expresión –en primer lugar
la del inconsciente– la que les provee de contenido. A largo plazo, sin
embargo, no se puede dejar de reconocer que en esta solución hay algo que
no funciona. En Proust se pone de manifiesto en el hecho de que,
contrariamente a lo proyectado, en la trama desplegada de la Recherche los
auténticos recuerdos involuntarios quedan en muy segundo plano por
comparación con los mucho más concretos elementos de la psicología y de la
técnica novelística. El mismo Proust y especialmente sus intérpretes han
concedido tanta importancia al gusto de la magdalena mojada en té porque
ese vestigio de recuerdo es uno de los pocos que en la obra satisface el
programa derivado de Bergson. Joyce, el más joven de los dos, se comporta
menos cautelosamente con la realidad empírica. Estira tanto las asociaciones
que éstas acaban por emanciparse del sentido discursivo. Tiene que pagar por
ello: la asociación no siempre se hace necesariamente evidente, a menudo
resulta contingente, como su sustrato, el individuo psicológico. El filosofema
hegeliano de que lo particular es lo universal, que como fruto hacía pasar su
especulación por innumerables mediaciones, se convierte en un riesgo
cuando la obra literaria se lo toma al pie de la letra. Unas veces sale bien,
otras no. Tanto Proust como Joyce corren ese riesgo con heroico esfuerzo. Su
autorreflexión controla el curso de lo arbitrario en el texto, para no tolerar
más que aquello contingente cuya necesidad sea al mismo tiempo palmaria.
En la música contemporánea, en la cima de la atonalidad libre, no de otro
modo escuchó el Schönberg de Erwartung la vida instintiva de los sonidos y
por tanto la protegió de aquello con lo que el arte posterior se comprometió a
sí mismo, cuando se popularizó el término automático. El oído que coconstruye esos sonidos y sus consecuencias se convierte en la instancia que
decide sobre su lógica concreta. En ningún medio estético se ha podido
mantener este punto de indiferencia entre la máxima pasividad y la máxima
tensión. Probablemente, la razón no es ni siquiera que lo que eso exigía
excede la capacidad del genio productivo. Ciertamente se equivoca el filisteo
que salmodia que, tras la extrema pendulación del subjetivismo irrestricto, es
hora de pensar en una objetividad intermedia, la cual, precisamente por
intermedia, la verdad es que ya se condena a sí misma. Más bien, tras la
Segunda Guerra Mundial todo arte avanzado se mueve hacia el abandono de
esa posición, porque la necesidad en la que el sujeto se encuentra cabalmente
presente, que sería idéntica con su espontaneidad viva, contiene un momento
de engaño. Precisamente allí donde la libertad del sujeto artístico se cree a
salvo están sus modos de reacción determinados por el poder que ejercen
sobre él las formas rutinarias del procedimiento estético. Lo que el sujeto
siente como su logro autónomo, el de la objetivación, más de treinta años
después se desvela retrospectivamente como permeado por residuos
históricos. Pero éstos ya no son compatibles con la tendencia inmanente del
material mismo, del lingüístico tanto como del musical o pictórico. Lo que
antaño quería garantizar la lógica se convierte, por obsoleto, en una mancha,
en algo falso; hipoteca del tradicionalismo en un arte que se distingue de la
manera más drástica del tradicional por el hecho de que se ha vuelto alérgico
a los rudimentos de lo tradicional, lo mismo que el tradicional lo era a la
disonancia. Ya la concepción del dodecafonismo en la música quería
desprenderse de la carga tradicionalista de la audición subjetiva, por ejemplo
de la gravitación de sensible y cadencia. Lo que siguió registró el hecho de
que ahora se barruntaba a su vez una recaída en formas superadas e
inadecuadas en las categorías de la objetivación establecidas por el
Schönberg tardío. Uno podrá sin duda transponer eso a la literatura sin
extraviarse por los lugares comunes de la historia del espíritu.
El experimento de Helms –y la difamatoria palabra experimento ha de
emplearse positivamente: sólo en cuanto experimental, no como protegido,
tiene aún el arte alguna oportunidad– se basa técnicamente en experiencias y
consideraciones de esta clase. Se interesa verdaderamente por Joyce de
manera parecida a como la música y la teoría seriales, de las que está
próximo, por la atonalidad libre y el dodecafonismo. Es evidente que FA:
M’AHNIESGWOW desciende de Finnegans Wake. Helms no lo disimula en
absoluto: hoy en día la tradición únicamente encuentra su lugar en la
producción avanzada. Las diferencias son más esenciales. Él da en literatura
el mismo paso que la música más reciente y produce la misma irritación.
Mientras que sus estructuras deben su espacio y su material a la subjetivación
más extrema, ya no reconocen la primacía del sujeto, el criterio de su coconstrucción viva. Se niegan en redondo al cliché de lo creativo, que aplicado
a una obra humana no es sino un sarcasmo sin más. La necesidad en el seno
del dominio subjetivamente constituido tiende a desprenderse del sujeto, a
oponérsele. La construcción ya no se entiende como logro de la subjetividad
espontánea, sin la cual por supuesto ésta no se podría pensar en absoluto, sino
que quiere inferirse a partir del material en cada caso ya mediado por el
sujeto. Si ya Joyce utiliza en diferentes partes diferentes configuraciones y
estratos lingüísticos, grados de discursividad que se equilibran
recíprocamente, en Helms tales elementos estructurales antes inconexos se
hacen dominantes. El todo está compuesto de estructuras en cada caso
dispuestas a partir de una serie de dimensiones o, según la terminología de la
música serial, parámetros, los cuales aparecen independientes o combinados,
o bien por estratos. Un modelo puede aclarar la afinidad de este
procedimiento con el serial de la música. La crisis de la coherencia de sentido
como un todo fenoménico, en el contacto de sus partes perceptibles, no
indujo a los compositores seriales a simplemente liquidar el sentido. La
coherencia inmediatamente perceptible Stockhausen la conserva como un
valor límite. A partir de él, un continuo ha llevado hasta estructuras tales que
renuncian al modo acostumbrado de percepción del sentido, es decir, a la
ilusión de necesidad entre sonido y sonido. Éstas sólo se pueden captar a la
manera en que el ojo abarca de un vistazo la superficie de una imagen. La
concepción de Helms guarda con el sentido discursivo una relación análoga.
Su continuo abarca desde partes quasi narrativas, comprensibles en la
superficie, hasta otras en las que los valeurs fonéticos, las cualidades puras de
la expresión, prevalecen por completo sobre los semánticos, los significados.
El conflicto entre expresión y significado en el lenguaje no se decide, como
hacían los dadaístas, simplemente en favor de la expresión. Se respeta como
antinomia. Pero la obra literaria no se conforma con él como con una mezcla
homogénea. Lo polariza entre extremos cuya secuencia misma es estructura,
es decir, da forma a la obra.
Tampoco el momento de lo contingente, inherente en Joyce a la técnica
asociativa de la construcción lingüística heredada por Helms, es víctima de la
construcción. Ésta intenta lograr lo que la asociación sola no podría lograr y
aquello que en la literatura antes parecía proporcionar, tant bien que mal, el
lenguaje discursivo. La estructuración tanto de complejos individuales como
de su relación mutua garantizaría inmanentemente aquella legalidad de la
obra literaria de la que no proveen a ésta ni la empiría ajena a ella ni el juego
asociativo no vinculante. Pero la obra está libre de la ingenuidad de estimar
que con ello se ha eliminado el azar. Éste sobrevive tanto en la elección de las
estructuras como en el microdominio de las configuraciones lingüísticas
individuales. Por eso de la contingencia misma –nuevamente de modo
análogo a como sucede en la composición serial– se hace uno de los
parámetros de la obra, al cual en el otro extremo le correspondería la
organización cabal. La contingencia, en la cual los universalia se han
hundido en una situación de consecuente nominalismo estético, ha de
convertirse en un medio artístico.
Ese momento de contingencia que se resalta a sí misma, en cuanto el de la
presencia no completa del sujeto en la obra, es lo propiamente hablando
chocante en los desarrollos más recientes, en el tachismo lo mismo que en la
música y literariamente. Como la mayoría de los shocks, también éste es
testimonio de una herida antigua. Pues la reconciliación de sujeto y objeto,
precisamente la presencia cabal del sujeto en la obra de arte, siempre ha sido
apariencia, y poco falta para que se quiera hacer a esta apariencia equivalente
sin más a la estética. Desde el punto de vista de su ley formal, en la obra de
arte eran contingentes no sólo los objetos trascendentes a ella misma de los
que ella, según la bárbara expresión, trataba. También las necesidades de su
propia lógica tenían algo de ficticio. Se ocultaba algo de engañoso en el
hecho de que fuera necesario lo que sin embargo no lo es del todo en cuanto
juego; las obras de arte nunca obedecen en sí a la misma causalidad que la
naturaleza y la sociedad. Pero en último término la misma subjetividad
constitutiva que quiere estar presente en ella y a la que la obra de arte
necesariamente se remite es contingente. La necesidad que impone el sujeto a
fin de estar presente en la obra se paga con las restricciones de una
individuación en la que no puede dejar de pensarse en el momento de
discrecionalidad. El yo, en cuanto lo inmediato, próximo a la experiencia, no
es el contenido esencial de ésta; se lo separa de la experiencia como algo
derivado. Mientras que tal contingencia subjetiva en la obra, e incluso con
respecto a la propia ley de ésta, el arte tradicional quería bien abolirla, bien al
menos disimularla, el contemporáneo se plantea la imposibilidad de lo uno y
la mentira de lo otro. En lugar de triunfar a espaldas de la obra, la
contingencia se reconoce como momento indispensable y espera con ello
perder algo de su propia falibilidad. Asimismo, gracias a tal aceptación de la
contingencia, el arte hermético, condenado por los realistas, trabaja contra su
carácter de apariencia y se aproxima a la realidad. De siempre, la disposición
de las obras a abrirse a la contingencia de la vida en lugar de desterrarla por
la densidad de su coherencia de sentido ha sido el fermento de lo que hasta el
umbral de la modernidad pasaba por realismo. El principio del azar es la
consciencia de sí mismo del realismo en el instante en que se desprende de la
realidad empírica. Lo que para él sucede es que, estéticamente, todo lo en sí
enteramente consistente, incluida la negación estricta del sentido por el azar
en cuanto principio, instaura algo así como una coherencia de sentido de
segunda potencia. Eso permite introducirlo en un continuo junto con otros
elementos estéticos. Según la hipótesis de trabajo de tal producción, lo que ya
no reclama estar sometido a la ley formal concuerda con ésta.
Esta hipótesis contradice una opinión muy extendida sobre el arte
contemporáneo: que las tendencias constructivas –en pintura el cubismo y lo
que a él se adhirió– y las subjetivo-expresivas –es decir, el expresionismo y
el surrealismo– son meros opuestos, dos posibilidades de procedimiento
divergentes. Ambos momentos no son acoplados en una síntesis exterior, sino
que más bien se disuelven mutuamente en sí: el uno no sería sin el otro.
Únicamente la reducción a la pura expresión abre margen para una
construcción autónoma que ya no se sirve de ningún esquema exterior al
asunto, y al mismo tiempo precisa de la construcción para afirmar la
expresión pura contra su contingencia. Pero la construcción sólo se hace
artística –en oposición a la literal-matemática de las formas dotadas de un
fin– cuando se llena con lo heterogéneo, con lo irracional por comparación
con ella, por así decir, con lo material; de lo contrario quedaría condenada a
vagar en el vacío. Según el lenguaje del psicoanálisis, en la obra emancipada
expresión y construcción están emparejadas, lo mismo que el ello y el yo. Lo
que es ello debe convertirse en yo, dice el arte contemporáneo con Freud.
Pero al yo no se lo puede curar de su pecado original, el ciego dominio, que
se devora a sí mismo y repite eternamente el estado de naturaleza,
sometiendo también a la naturaleza interior, el ello, a sí, sino reconciliándose
con el ello, conociéndolo y acompañándolo libremente donde éste quiera. Así
como el auténtico ser humano no sería aquel que reprimiera el instinto sino
quien lo mirara cara a cara y lo satisficiera sin hacerle violencia y sin
someterse a él como a un poder, así la auténtica obra de arte debería hoy en
día comportarse modélicamente en relación con la libertad y la necesidad. El
compositor Ligeti quizá tuviera esto en mente cuando llamó la atención sobre
la inversión dialéctica de la determinidad total y la contingencia total en
música. La intención de Helms pudiera no estar alejada de esto. Si se me
permite hablar en términos de historia de la literatura, apunta a algo así como
un Joyce llegado a sí mismo, consciente de sí mismo, consistente y
plenamente organizado. Sin duda, Helms sería el último en pretender haber
superado o, según el término al tiempo horroroso y popular, adelantado a
éste. La historia del arte no es un combate de boxeo en el que el más joven
noquea al más viejo; ni siquiera en el avanzado, en el que una obra parece
criticar a la otra, suceden las cosas de manera tan agónica. Semejantes
fanfarrias en literatura serían igual de tontorronas que celebrar una
composición serial como mejor que Erwartung de Schönberg, compuesta
hace más de cincuenta años. La mayor consecuencia no es idéntica a la
superior calidad. Sin embargo, la pregunta oportuna, si el progreso en el
dominio del material no se paga demasiado caro, si la autenticidad de
Schönberg o de Joyce no deriva precisamente de la tensión entre su contenido
no completamente derretido por un lado y el material y el procedimiento por
otro, no puede retardar la praxis artística. Ésta no tiene otra elección que
satisfacer consistentemente, con integridad, sin mirar atrás, necesidades que
no se satisfacían en las obras más antiguas. Lo único que puede esperar es
anular con su propia consecuencia algo de la maldición sobre éstas, tal como
quizá se manifiesta en la relación entre construcción y azar. Pero no puede,
pensando en la fuerza de lo todavía no totalmente consecuente, regresar a una
posición históricamente pasada. Más bien debería aceptar una pérdida de
calidad en la transacción; de todos modos, entre la intención y la calidad
nunca domina una armonía preestablecida. La tensión con algo heterónomo a
ellas es lo único que las obras de arte no pueden querer por sí mismas y de lo
que todo depende. En esto se ha convertido aquello con que antaño se decía
que habían sido agraciadas las obras, el contenido de verdad, sobre el cual
ellas mismas no tienen ningún poder.
Técnicamente, Helms se aleja del procedimiento joyciano al someter las
asociaciones psicológicas de palabras, que no se evitan, a un canon. Éste
procede del acervo del espíritu objetivo, de las relaciones y vinculaciones
transversales entre las palabras y sus campos de asociación en diferentes
lenguas. En Finnegans Wake ya desempeñaban un papel, pero ahora forman
parte del plan constructivo. Un complejo de asociaciones filológicamente
guiado y por tanto con tendencia a proceder del material del lenguaje podría
sustituir al tipo de asociación al que ha acostumbrado el método
psicoanalítico de emplear las palabras como llave para el inconsciente.
Análoga función desempeña la filología en Beckett. Pero Helms ambiciona
nada menos que abrir el monologue intérieur, cuya estructura es el prototipo
del todo, pero que ahora no provee ya él mismo la ley de la obra literaria,
sino el material. De ahí resultan los rasgos propiamente hablando excéntricos
del experimento de Helms, en los cuales, como siempre en arte, se puede
reconocer la differentia specifica entre el suyo y otros enfoques. Él es algo así
como una parodia del poeta doctus del siglo XVII, la antítesis polémica de la
imago, a veces degenerada en fraude, del poeta como aquel que bebe en las
fuentes. Él espera el conocimiento de los componentes lingüísticos y de la
realidad por él empleados y codificados. Si de siempre los poemas se han
explicado en el comentario, éste también está diseñado para el comentario,
como aquellos dramas barrocos alemanes a los que los silesianos doctos
añadían sus escolios. Pero eso también aumenta pasmosamente una cualidad
desde hace mucho tiempo preformada en la modernidad: aparte del mismo
Joyce, cuyo Finnegans no se avergüenza de su necesidad de aclaraciones, ya
en Eliot y Pound. Se provoca la objeción de traducibilidad. La acción que
discursivamente se puede extraer de FA: M’AHNIESGWOW, las situaciones
eróticas entre Michael y Helène, no son en absoluto tan anticonvencionales
que primariamente requirieran tan intrincados artificios. König ya ha
señalado que el parámetro del contenido no va todavía a la par que el técnico:
lo cual explica por la juventud del autor. ¿Pero por qué codificar lo que se
puede contar según la tradición? La objeción tiene su origen en una estética
ordenada en torno al concepto de símbolo. Ataca el exceso de significados
más allá de aquello a lo que se da forma intuitiva según las normas de esa
estética. Precisamente, también la pretensión hermética es desmentida por el
hecho de que la obra, a fin de desplegarse a sí misma en sí, queda remitida a
lo que por sí no logra. Todo esto en cualquier caso puede responder al hecho
de que ese no abrirse al asunto, emparentado con el espíritu de la alegoría, es
esencial a este asunto. Lo mismo que la concepción de la obra de arte como
un complejo en sí armonioso de sentido, se desafía también la ficción de la
armonía de su forma, de su pura, inmanente cohesión, la cual no tendría
ninguna otra razón de ser que esa coherencia de sentido. Con razón se
renuncia a la identidad inmediata de intuitividad e intención pretendida pero,
con razón, nunca realizada en el arte tradicional. Mediante la ruptura de la
comunicación, mediante su propia cohesión, la obra de arte hermética
renuncia a la cohesión que a las obras anteriores confería lo que
representaban, sin serlo totalmente ellas mismas. La obra hermética, sin
embargo, constituye en sí la ruptura que es la que hay entre el mundo y la
obra. El medio resquebrajado, que no fusiona expresión y significado, no
integra lo uno en lo otro sacrificándolo, sino que impulsa a ambos a la
diferencia irreconciliada, deviene portador del contenido, de lo
resquebrajado, de lo distante del sentido. La ruptura, sobre la que la obra no
tiende un puente sino que amorosa y esperanzadamente convierte en el agente
de su forma, permanece como figura del contenido trascendente a aquélla.
Expresa sentido mediante su ascesis con respecto al sentido.
[1] Gottfried Michael König (1926): compositor alemán, ayudante de Stockhausen en el estudio de
música electrónica de Colonia desde 1954 hasta 1964. Posteriormente, en la Universidad de Utrecht ha
desarrollado sistemas computerizados capaces de generar música para audición directa o grabada en
cintas. [N. del T.]
Parataxis
Sobre la poesía tardía de Hölderlin
Dedicado a Peter Szondi
Desde que la escuela de George destruyó la visión de Hölderlin como un
poeta menor, silencioso y delicado, de vita conmovedora, es incuestionable
que, al igual que su fama, ha crecido su comprensión. Los límites que la
enfermedad del poeta parecían oponer a la obra hímnica tardía se retrasaron
mucho. La recepción de Hölderlin en la lírica más reciente desde Trakl ha
contribuido por sí misma a hacer familiar lo que de extraño, determinante en
ella misma, había en el prototipo. El proceso no ha sido de mera formación
cultural. Pero la contribución a ello de la ciencia filológica es innegable. En
su ataque a las interpretaciones metafísicas habituales, Muschg[1], citando a
Friedrich Beissner[2], Kurt May[3], Emil Staiger[4], resaltó con razón este
mérito, y lo opuso a la arbitrariedad de la profundidad comercialmente
exitosa. Si por supuesto reprende a los intérpretes filosóficos por querer saber
más que el interpretado –«expresan lo que a su parecer él no se atrevió o fue
capaz de decir»[5]–, con ello pone en juego un axioma que limita al método
filosófico con respecto al contenido de verdad y que no armoniza sino
demasiado bien con la advertencia de no cebarse en los «textos más
difíciles», los «del Hölderlin loco, Rilke, Kafka, Trakl»[6]. La dificultad de
estos autores sin denominador común no tanto prohíbe la interpretación como
la exige. Según ese axioma, el conocimiento de las obras literarias consistiría
en la reconstrucción de la intención del autor en cada caso. Pero el firme
suelo que así cree pisar la ciencia filológica, por el contrario, tiembla. La
intención subjetiva, en la medida en que no se ha objetivado, es difícil de
recuperar; a todo tirar, únicamente en la medida en que la aclaren borradores
o textos limítrofes. Pero precisamente allí donde esto cuenta, allí donde la
intención es oscura y es menester la conjetura filológica, por lo general los
pasajes en cuestión difieren, con razón, de aquellos que se justifican mediante
paralelismos, y las conjeturas, salvo que ellas mismas no se sostengan en algo
previo, filosófico, prometen poco; entre ambas partes impera la acción
recíproca. Pero, sobre todo, el proceso artístico, que ese axioma considera
como el camino real a la cosa, como si secretamente siguiera rigiendo el
hechizo del método diltheyano, de ningún modo se agota así en la intención
subjetiva, como el axioma tácitamente supone. La intención es uno de sus
momentos: únicamente se transforma en obra por el roce con otros
momentos, el asunto, la ley inmanente de la obra y –sobre todo en Hölderlin–
la forma lingüística objetiva. Creer al artista capaz de todo forma parte de una
sensibilidad refinada ajena al arte; a los artistas mismos, en cambio, su
experiencia les enseña qué poco les pertenece lo suyo propio, en qué medida
obedecen a la coerción de la obra. Ésta resultará tanto más conseguida cuanto
más se supere sin dejar rastro la intención en lo configurado. «Conforme al
concepto del ideal», enseña Hegel, se puede «definir, por el lado de la
exteriorización subjetiva, la verdadera objetividad: del contenido auténtico
que inspire al artista nada debe retenerse en lo interno sujetivo, sino que todo
debe desplegarse íntegramente, y ciertamente de un modo en que el alma y la
sustancia universales del objeto elegido aparezcan tal resaltadas como la
configuración individual del mismo en sí perfectamente redondeada y
penetrada en toda la representación por esa alma y sustancia. Pues lo supremo
y más excelente no es lo inefable, de modo que el artista sería en sí aún de
mayor profundidad de lo que patentiza la obra, sino que son sus obras lo
mejor del artista y lo verdadero; él es lo que es, pero no es lo que sólo
permanece en lo interno»[7]. Cuando Beissner, aludiendo legítimamente a
frases teóricas de Hölderlin, exige que el poema se juzgue «según las leyes de
su cálculo y demás procedimientos mediante los cuales se produce lo
bello»[8], está apelando, como Hegel y el amigo de éste, a una instancia que
necesariamente va más allá del sentido del poeta, a la intención. La fuerza de
esta instancia crece en la historia. Lo que en las obras se despliega y hace
visible, aquello por lo que cobran autoridad, no es nada más que la verdad
que en ellas aparece objetivamente, la cual sobrepasa a la intención subjetiva
en cuanto indiferente y la devora. Hölderlin, cuyo propio enfoque subjetivo
ya se rebela contra el concepto tradicional de la lírica de expresión subjetiva,
casi anticipó tal despliegue. Según el criterio filológico, el mismo
procedimiento para su interpretación no podría admitirse entre los filológicos
aprobados, como tampoco los himnos tardíos en la lírica de vivencias.
Beissner añadió por ejemplo a «El rincón del Hardt»[9], no uno de los
poemas más difíciles, un breve comentario. Éste aclara lo oscuro. El nombre
de Ulrich, que se menciona de repente, es el del perseguido duque de
Württemberg. Dos placas rocosas forman el «rincón», la hendedura en que
aquél se escondió[10]. El acontecimiento que según la leyenda sucedió allí
debe hablar desde la naturaleza, de la que por eso se dice que «no carece de
palabras»[11]. La naturaleza superviviente se convierte en alegoría del
destino que un día se cumplió en el paraje: luminosa la explicación que
ofrece Beissner del discurso de lo «apartado» como el lugar que queda
«apartado»[12]. Sin embargo, la misma idea de una historia alegórica de la
naturaleza que aquí centellea y domina toda la obra tardía de Hölderlin haría
necesaria, en cuanto filosófica, su derivación filosófica. Ante ella la ciencia
filológica enmudece. Pero esto no es indiferente por lo que respecta al
fenómeno artístico. Mientras que el conocimiento de los elementos materiales
indicados por Beissner disuelve la apariencia de confusión que antaño
envolvía a esos versos, la obra misma, en cuanto expresión, conserva no
obstante el carácter de conturbación. La entenderá quien no sólo se asegure
racionalmente del contenido pragmático, el cual tiene su lugar fuera de lo
manifiesto en el poema y en el lenguaje de éste, sino quien continúe sintiendo
el shock del imprevisto nombre de Ulrich; a quien irriten el «no carece de
palabras», al cual en general sólo confiere sentido la construcción históriconatural, y de forma parecida la estructura «un gran destino / preparado, en
lugar apartado»[13]. Lo que la explicación filológica está obligada a quitar de
en medio no desaparece de lo que Benjamin primero y luego Heidegger han
llamado lo poetizado. Este momento que escapa a la filología es el que por sí
reclama interpretación. Lo oscuro en los poemas, no lo que en ellos se piensa,
es lo que necesita de la filosofía. Pero es inconmensurable con la intención,
con «el sentido del poeta» que Beissner todavía invoca, a fin por supuesto de
con él sancionar «el carácter artístico del poema»[14]. Por muchas
precauciones que se tomaran, sería puro arbitrio atribuir como propósito a
Hölderlin la extrañeza de esos versos. Ésta proviene de algo objetivo, el
hundimiento en la expresión del contenido fáctico sustentante en la
expresión, de la elocuencia de algo privado de lenguaje. Sin el silenciamiento
del contenido fáctico, lo poetizado no existiría, como tampoco sin el
silenciado. Así de complejo es aquello en aras de lo cual hoy en día se ha
dado carta de naturaleza al concepto de análisis inmanente, que nació en la
misma filosofía dialéctica en cuyos años formativos tomó parte Hölderlin. En
la ciencia de la literatura, sólo el redescubrimiento de aquel principio preparó
una genuina relación con el objeto estético, contra un método genético que
confundía la indicación de las condiciones bajo las cuales nacían los poemas,
las biográficas, los prototipos y las llamadas influencias, con el conocimiento
de la cosa misma. No obstante, así como el modelo hegeliano de análisis
inmanente no se detiene en sí mismo, sino que atravesando el objeto con la
propia fuerza de éste lleva más allá de la cohesión monadológica del
concepto aislado respetándolo, así debería suceder también con el análisis
inmanente de obras literarias. A lo que éstas apuntan y a lo que apunta la
filosofía es lo mismo, el contenido de verdad. A él lleva la contradicción de
que toda obra quiere ser comprendida puramente a partir de sí, pero ninguna
puede ser comprendida puramente a partir de sí. Lo mismo que «El rincón del
Hardt», ninguna otra es enteramente explicitada por el estrato material, del
cual ha menester el nivel de la comprensión del sentido, mientras que los
superiores hacen vacilar el sentido. Es entonces la negación determinada del
sentido el camino que lleva al contenido de verdad. Si éste ha de ser
enfáticamente verdadero, más que lo meramente denotado, entonces al
constituirse sobrepasa la coherencia inmanente. La verdad de un poema no
existe sin su estructura, la totalidad de sus momentos; pero al mismo tiempo
es lo que excede a esta estructura en cuanto la de la apariencia estética: no
desde fuera, a través de un contenido filosófico enunciado, sino gracias a la
configuración de los momentos, los cuales, tomados en su conjunto,
significan más que lo que la estructura denota. La fuerza con que el lenguaje,
poéticamente usado, va más allá de la intención meramente subjetiva del
poeta se puede reconocer en una palabra central en la «Fiesta de la paz»:
destino. La intención de Hölderlin está de acuerdo con esta palabra en la
medida en que toma partido por el mito; en la medida en que su obra significa
lo mítico. Innegablemente afirmativo el pasaje: «Es ley del destino que todos
se den cuenta / de que cuando se hace silencio también hay lenguaje»[15].
Pero sobre el destino se ha tratado dos estrofas antes: «Pues cuidadosamente
toca, siempre preocupado por la medida, / sólo un instante las moradas de los
hombres / un Dios, imprevistamente, y nadie sabe cuándo. / También la
insolencia puede ir entonces más allá, / y el salvaje tiene que venir al lugar
sagrado / desde los confines, ejerce brutalmente la demencia / y cumple con
ello un destino, pero la gratitud / nunca sigue enseguida al don venido de
Dios»[16]. Por el hecho de que al final de estos versos a «destino» siga, un
«pero» mediante, la palabra clave «gratitud», se establece una cesura: la
configuración lingüística determina la gratitud como antítesis del destino o,
en lenguaje hegeliano, como el salto cualitativo que, al responderle, saca del
destino. Según el contenido, la gratitud es totalmente antimitológica, lo que
se expresa en el instante de la suspensión de lo siempre igual. Si el poeta
celebra el destino, a éste el poema opone la gratitud, desde su propio
momentum, sin que haya tenido que decirla.
No obstante, mientras que la hölderliniana, como toda poesía enfática, ha
menester de la filosofía como el medio que saca a la luz su contenido de
verdad, para eso no sirve el recurso a una que, de una u otra manera, lo
secuestre. La división del trabajo, que tras el hundimiento del idealismo
alemán separó fatalmente la filosofía y las ciencias del espíritu, llevó a que
estas últimas, conscientes de su propia deficiencia, buscasen ayuda allí donde
de grado o por la fuerza se detuvieron, del mismo modo que a la inversa
privó a las ciencias del espíritu de la facultad crítica, lo único que les habría
permitido la transición a la filosofía. Por eso en gran parte las
interpretaciones de Hölderlin se adhirieron heterónomamente a la autoridad
incuestionada de un pensamiento que por sí fraternizaba con Hölderlin. La
máxima que Heidegger antepone a sus comentarios reza: «En aras de lo
poetizado, el comentario del poema debe tratar de hacerse superfluo»[17], es
decir, desaparecer en el contenido de verdad lo mismo que los elementos
reales. Pero mientras él acentúa de este modo el concepto de lo poetizado e
incluso llega a concederle al poeta mismo la máxima dignidad metafísica, en
el detalle sus comentarios se muestran sumamente indiferentes hacia lo
específicamente poético. Glorifica al poeta, supraestéticamente, como
fundador, sin reflexionar de manera concreta sobre el agens de la forma.
Sorprende que a nadie haya molestado la escasa sensibilidad estética de esos
comentarios, su falta de afinidad. Frases extraídas de la jerga de la
autenticidad como la de que Hölderlin pone «ante la decisión»[18] –en vano
se pregunta uno ante cuál, y probablemente no es ninguna otra que la
impepinablemente obligada entre ser y ente–; inmediatamente después las
ominosas «palabras guía»; el «auténtico decir»[19]; clichés del arte local
menor como «meditabundo»[20]; campanudos juegos de palabras como: «El
lenguaje es un bien en un sentido más original. Pone a bien, esto es, ofrece
garantía de que el hombre puede ser en cuanto histórico»[21]; giros
profesorales como «pero en seguida surge la pregunta»[22]; la designación
del poeta como el «arrojado fuera»[23], que resulta un chiste
involuntariamente sin gracia, por más que se pueda apoyar en un pasaje de
Hölderlin: todo esto prolifera impunemente en los comentarios. No se trata de
reprochar al filósofo que no sea poeta, pero la pseudopoesía testimonia contra
su filosofía de la poesía. La debilidad estética se origina en una estética débil,
en la confusión del poeta, en el que el contenido de verdad es mediado por la
apariencia, con el fundador, que intervendría él mismo en el ser, no tan
distinta de la conversión de los poetas en héroes típica de la escuela de
George: «Pero el lenguaje originario es la poesía en cuanto fundación del
ser»[24]. El carácter de apariencia del arte afecta inmediatamente a su
relación con el pensamiento. Lo que es verdadero y posible como poesía no
puede serlo literal e íntegramente en cuanto filosofía; de donde todo el
oprobio de la palabra, a la vez pasada de moda y de moda, «mensaje». Toda
interpretación de poemas que los reduzca al mensaje viola su modo de verdad
al violar su carácter de apariencia. Lo que como leyenda del origen explica
como indistintos el propio pensamiento y la poesía, que no es pensamiento,
falsea a ambos en el recurrente espíritu espectral del Jugendstil, en definitiva
en la creencia ideológica de que a partir del arte la realidad experimentada
como mala y denigrante se puede transformar después de la obstrucción del
cambio real. La desmesurada veneración a Hölderlin engaña sobre éste en lo
más sencillo. Sugiere que lo que el poeta dice sería así, inmediata,
literalmente; lo cual podría explicar la desatención de lo poetizado al mismo
tiempo glorificado. La súbita desestetización del contenido hace pasar lo
indispensablemente estético por algo real, sin tener en cuenta la refracción
dialéctica entre forma y contenido de verdad. Se corta así la genuina relación,
la crítica y utópica, de Hölderlin con la realidad. De él se dice que ha
celebrado como ser lo que en su obra no tiene otro lugar que la negación
determinada de lo que es. La realidad prematuramente afirmada de lo poético
suprime la tensión entre la poesía de Hölderlin y la realidad, y neutraliza su
obra convirtiéndola en conformidad con el destino.
Heidegger parte de lo manifiestamente pensado por Hölderlin, en lugar de
determinar su relevancia en lo poetizado. Sin justificación lo devuelve al
género de la poesía de ideas de procedencia schilleriana del cual se creía
haberlo liberado merced al trabajo más reciente con los textos. Las
afirmaciones de lo poético tienen poco peso frente a la práctica real de
Heidegger. Ésta se basa en los elementos gnómicos en el mismo Hölderlin.
En los himnos tardíos también se insertan formulaciones sentenciosas. En los
poemas destacan continuamente sentencias como si fueran juicios sobre lo
real. Lo que por carencia de órgano estético se mantiene por debajo de la obra
de arte se sirve de las sentencias para maniobrar hasta lograr una posición por
encima de la obra de arte. Mediante un cortocircuito con una paráfrasis que
violenta verdaderamente un pasaje de Empédocles, anuncia Heidegger la
realidad de lo poetizado: «La poesía suscita la apariencia de lo irreal y del
sueño frente a la realidad aprehensible y pura en que nos creemos en casa. Y,
sin embargo, es lo contrario de lo que el poeta dice y acepta ser, lo real»[25].
Tal comentario mezcla confusamente lo real de los poemas, su contenido de
verdad, con lo inmediatamente dicho. Eso contribuye a la conversión gratuita
del poeta en un héroe en cuanto el fundador político que «transmite a su
pueblo»[26] las señales que recibe: «en la medida en que Hölderlin funda de
nuevo la esencia de la poesía, determina entonces un tiempo nuevo»[27]. El
medio estético del contenido de verdad es escamoteado; Hölderlin es
atravesado por las supuestas palabras guía elegidas con propósito autoritario
por Heidegger. No obstante, las frases gnómicas pertenecen a lo poetizado de
manera meramente mediatizada, en su relación con la textura de la que, ella
misma medio artístico, sobresalen. Que lo que el poeta dice sea lo real puede
ser acertado con respecto al contenido de lo poetizado: nunca con respecto a
las tesis. La fidelidad, la virtud del poeta, es fidelidad a lo perdido. Se
distancia de la posibilidad de recuperarlo aquí y ahora. Hölderlin mismo lo
dice. Los «fuertes» de «Asia», juzga el himno «En las fuentes del Danubio»,
«que sin temer los signos del mundo / y con el cielo sobre los hombres y todo
el destino / días y días arraigados a las montañas / fueron los primeros en
saber / hablar a solas / con Dios. Que descansen ahora»[28]. A ellos se
atribuye fidelidad: «No a nosotros, preserva también lo vuestro / y en los
santuarios las armas de la palabra / que al marcharos a nosotros los más
torpes / vosotros los hijos del destino nos dejasteis / ... estupefactos»[29]. Las
«armas de la palabra» que le quedan al poeta son huellas oscurecidas en la
memoria, no una «fundación» heideggeriana. De las palabras arcaicas en que
termina la interpretación de éste en Hölderlin se dice expresamente:
«nosotros... no sabemos interpretar»[30]. – Sin duda, no pocos de los versos
de Hölderlin se ajustan a los comentarios de Heidegger, productos al fin y al
cabo de la misma tradición filosófica filohelenística. Como a toda genuina
desmitologización, al contenido de Hölderlin le es inherente un estrato
mítico. El reproche de arbitrio contra Heidegger no basta. Puesto que la
interpretación de la poesía se ocupa de lo no dicho, no se le puede objetar que
no esté dicho. Pero es demostrable que lo que Hölderlin calla no es lo que
Heidegger extrapola. Cuando éste lee las palabras: «Penosamente abandona /
el lugar lo que habita cerca del origen»[31], puede alegrarse tanto por el
pathos del origen como por el elogio de la inmovilidad. Sin embargo, el
tremendo verso: «¡Pero yo quiero ir al Cáucaso!»[32], que en Hölderlin, con
el espíritu de la dialéctica –y de la «Heroica» beethoveniana–, se intercala
fortissimo, ya no es compatible con tal disposición. Como si la poesía de
Hölderlin hubiera previsto para qué la utilizaría algún día la ideología
alemana, la última versión de «Pan y vino» prepara la mesa contra el
dogmatismo irracionalista y, al mismo tiempo, el culto a los orígenes: «¡Crea
quien lo haya probado! pues el espíritu está en casa / no en el principio, no en
la fuente»[33]. La parénesis se encuentra inmediatamente antes del verso
reclamado por Heidegger: «Ama la colonia y valientemente el olvido del
espíritu»[34]. En ningún otro lugar debe de desmentir tan severamente
Hölderlin a su póstumo protector que en relación con lo extraño. La de
Hölderlin es una irritación constante para Heidegger. El amor de Hölderlin
por lo extraño ha menester de la excusa por parte de éste. Sería «aquel que al
mismo tiempo hace pensar en la patria»[35]. En este contexto, da un
sorprendente giro a la expresión hölderliniana colonia; una literalidad al por
menor se convierte en medio de la verborrea nacionalista. «La colonia es la
tierra hija que remite a la tierra madre. Al amar al espíritu tierra de tal
esencia, no hace sino amar mediatamente y a escondidas a la madre»[36]. El
ideal endogámico de Heidegger pesa más incluso que su necesidad de un
árbol genealógico de la doctrina del ser. A trancas y barrancas se pone a
Hölderlin al servicio de una representación del amor que gira en torno a lo
que de todos modos se es, fijado narcisistamente al propio pueblo; Heidegger
traiciona la utopía con el encarcelamiento en la mismidad. El hölderliniano
«y valientemente el olvido [ama] al espíritu» Heidegger tiene que arreglarlo
como el «amor escondido, que ama el origen»[37]. Al final del excurso se
encuentra en Heidegger la frase: «El valiente olvido es el ánimo sabedor para
experimentar lo extraño en aras de la futura apropiación de lo propio»[38]. El
Hölderlin exiliado, que en la misma carta a Böhlendorf expresa el deseo de
marcharse a Tahití[39], se convierte en un alemán digno de confianza que
vive en el extranjero. No queda claro si la apologética heideggeriana sigue
imputando su emparejamiento de colonia y apropiación al sociologismo de
quienes lo señalan.
De la misma clase son las consideraciones que Heidegger, con visible
incomodidad, añade a los versos sobre las mujeres morenas de Burdeos en
«Recuerdo»: «Las mujeres. – Ese nombre tiene aquí todavía el alegre sonido
que significa la señora y protectora. Pero ahora se nombra en la única
referencia al nacimiento esencial del poeta. En un poema que nació poco
antes de la época de los himnos y en la transición a ésta, Hölderlin dijo todo
lo que hay que saber (“Canto del alemán”, undécima estrofa, IV, 130):
¡Dad gracias a las mujeres alemanas! Ellas nos han
conservado el espíritu propicio de las imágenes de los dioses.
La verdad poética de estos versos, todavía velada al poeta mismo, la saca
luego a luz el himno “Germania”. Las mujeres alemanas salvan la aparición
de los dioses, para que siga siendo el acontecer de que resulta la historia,
cuyo momento se escapa a ser atrapado por la cuenta del tiempo, que, en todo
caso, es capaz de determinar las “situaciones históricas”. Las mujeres
alemanas salvan la llegada de los dioses en la benignidad de una luz amiga.
Quitan a ese resultado su carácter temible, cuyo espanto induce a la
desmesura, bien sea en la sensibilización de la esencia de los dioses y sus
lugares, bien en la conceptualización de su esencia. La salvaguardia de esa
venida es la constante contribución a preparar la fiesta. En el saludo del
“Recuerdo”, sin embargo, no se nombra a las mujeres alemanas, sino a “las
morenas mujeres por allí mismo”»[40]. La de ninguna manera corroborada
afirmación de que la palabra mujeres tenga aquí todavía el sonido antiguo –
podría añadirse: schilleriano– «que significa la señora y protectora», mientras
que los versos de Hölderlin más bien están fascinados por la imagen erótica
de la meridional, permite inadvertidamente a Heidegger la transición a las
mujeres alemanas y el elogio de éstas, de las cuales, en el poema interpretado,
sencillamente nada se dice. Son arrastradas por los cabellos. Evidentemente,
el comentarista filosófico, cuando en 1943 se ocupaba de «Recuerdo», ya
debía temer la aparición de mujeres francesas como subversiva; pero tampoco
luego cambió nada de este raro excurso. Prudente y tímidamente vuelve al
contenido pragmático del poema concediendo que no sean las alemanas sino
las «morenas mujeres por allí mismo» las que se mencionan. – Beissner,
basándose en afirmaciones de Hölderlin y también en títulos de poemas, ha
llamado a los himnos tardíos «Los cantos patrióticos». Las reservas con
respecto a su procedimiento no son dudas sobre su justificación filológica.
Sin embargo, la misma palabra patria, en los ciento cincuenta años
transcurridos desde la redacción de esos poemas, ha cambiando para mal, ha
perdido la inocencia que aún comportaba en los versos de Keller: «Conozco
en mi patria / todavía algunas montañas, oh amor mío». El amor a lo
próximo, la nostalgia del calor de la infancia han degenerado en algo
excluyente, en odio hacia lo diferente, y eso ya no se puede borrar de la
palabra. Está penetrada de un nacionalismo del que en Hölderlin no hay
ninguna huella. El culto a Hölderlin de la derecha alemana ha desfigurado de
tal modo el concepto hölderliniano de lo patrio que es como si éste se
refiriera a sus ídolos y no al feliz equilibrio entre lo total y lo particular. El
mismo Hölderlin ya constató lo que más tarde se manifestaría en la palabra:
«Pero fruto prohibido, como el laurel, es / el que más la patria»[41]. La
continuación, «Pero por probarlo / todos acaban»[42], no ha tanto de
prescribir un programa al poeta como apuntar a la utopía en la que el amor a
lo próximo se liberaría de toda hostilidad.
Lo mismo que la patria, en Hölderlin, el maestro de los gestos lingüísticos
intermitentes, tampoco la categoría de la unidad ocupa un lugar central: como
la patria, también ella quiere una identidad total. Pero Heidegger se la imputa:
«Para que haya una conversación, debe permanecer la palabra esencial
referida a lo uno y lo mismo. Sin esa referencia, también y precisamente, es
imposible una discusión. Pero lo uno y lo mismo sólo puede ser patente a la
luz de algo que permanece y dura. La constancia y la permanencia, sin
embargo, no aparecen más que cuando brillan la persistencia y la
presencia»[43]. De la misma manera que para la hímnica en sí misma
procesual, histórica, de Hölderlin lo «que permanece y dura» no es decisivo,
tampoco lo son la unidad y la mismidad. De la época de Homburg procede el
epigrama «Raíz de todos los males»: «Estar unidos es divino y bueno; ¿de
dónde viene, pues, la manía / de los hombres de ser sólo uno y lo uno?»[44].
Heidegger no lo cita. Desde Parménides lo uno y el ser van emparejados.
Heidegger se lo impone a Hölderlin, que evita la sustantivación de ese
concepto. Para el Heidegger de los Comentarios se reduce a una antítesis
sólida: «El ser no es nunca un ente»[45]. De este modo se convierte, como en
el idealismo por lo demás denigrado por Heidegger pero al que secretamente
pertenece, en algo libremente puesto. Eso permite la hipóstasis ontológica de
la fundación poética. La célebre invocación de ésta en Hölderlin está pura de
hybris; el «lo que permanece» de «Recuerdo» indica, según la pura forma
gramatical, lo que es y la memoria, lo mismo que la de los profetas; de
ninguna manera a un ser que ni permanecería en el tiempo ni sería
trascendente de lo temporal. Sin embargo, lo que en un verso de Hölderlin se
señala como peligro del lenguaje, que se pierda en su elemento comunicativo
y prostituya su contenido de verdad, Heidegger se lo atribuye al lenguaje
como «la más propia posibilidad de ser» y lo separa de la historia: «El peligro
es la amenaza del ser por parte de lo que es»[46]. Hölderlin tiene presentes la
historia real y el ritmo de ésta. Para él está mucho más amenazada la unidad
indivisa, lo sustancial en el sentido hegeliano, que no un arcano protegido del
ser. Heidegger, sin embargo, obedece a la obsoleta repulsión del idealismo
por lo que es como tal; con el mismo estilo con que Fichte trata las cosas
reales, la empiría, que es ciertamente puesta por el sujeto, pero al mismo
tiempo despreciada como mero incentivo a la actividad, tal como ya hace
Kant con lo heterónomo. Heidegger se aviene jesuíticamente con la posición
de Hölderlin con respecto a las cosas reales al dejar aparentemente sin
respuesta la pregunta por la relevancia de la tradición filosófico-histórica de
la que procedía Hölderlin, pero sugiriendo no obstante que la conexión con
ella es irrelevante para lo poetizado: «En qué medida la ley, poetizada en
estos versos, de la historicidad se puede deducir del principio de la
incondicionada subjetividad de la metafísica absoluta alemana de Schelling y
Hegel, según cuya doctrina el estar-en-sí-mismo del espíritu es lo que
empieza a requerir por adelantado el retorno a sí mismo y éste a su vez el
estar fuera-de-sí, en qué medida tal referencia a la metafísica, aun cuando
descubra relaciones “históricamente correctas”, aclara la ley poética o más
bien la oscurece, es cosa que sólo se propone a la consideración»[47]. Así
como no cabe diluirlo en los llamados contextos de la historia del espíritu, ni
tampoco deducir ingenuamente de filosofemas el contenido de su poesía,
tampoco puede Hölderlin alejarse de los contextos colectivos en los que se
formó su obra y con los que ésta se comunica hasta en las células lingüísticas.
Ni el movimiento del idealismo alemán en su conjunto ni ningún otro
explícitamente filosófico es un fenómeno de conceptualidad sitiada, sino que
representa una «posición de la consciencia con respecto a la objetividad»[48]:
las experiencias sustentantes quieren expresarse en el medio del pensamiento.
Éstas, no meramente aparatos conceptuales y términos, son lo que tiene en
común Hölderlin con sus amigos. Eso abarca hasta la forma. Tampoco en
modo alguno sigue la hegeliana siempre la norma de lo discursivo, que en
filosofía se considera tan incuestionable como en poesía la especie de
plasticidad a que el procedimiento del Hölderlin tardío se opone. Textos de
Hegel que más o menos fueron escritos en la misma época no omiten pasajes
que la antigua historia de la literatura fácilmente habría podido achacar a la
demencia de Hölderlin; así un escrito aparecido en 1801 sobre la diferencia
entre los sistemas de Fichte y Schelling: «Cuanto más se expande la cultura,
cuanto más variada se hace la evolución de las manifestaciones de la vida en
las que se puede entrelazar la escisión, tanto mayor se hace el poder de la
escisión, tanto más firme su santidad climática, tanto más extraños al todo de
la cultura y más insignificantes los esfuerzos de la vida por volver a
engendrar la armonía»[49]. Esto suena a Hölderlin casi tanto como una líneas
más tarde la formulación discursiva de la «relación más profunda y más seria
del arte vivo»[50]. El empeño de Heidegger por separar metafísicamente a
Hölderlin de sus contemporáneos mediante la exaltación es un eco de un
individualismo heroizante, sin órgano para la fuerza colectiva que es la única
que produce una individuación espiritual. Tras las frases de Heidegger se
esconde la voluntad de destemporalizar el contenido de verdad de los poemas
y de la filosofía a pesar de todas las peroratas sobre la historicidad, de
trastocar lo histórico en invarianza sin tener en cuenta el núcleo histórico del
mismo contenido de verdad. En complicidad con el mito, Heidegger estruja a
Hölderlin hasta hacer de él un testigo del mismo y prejuzga el resultado
mediante el método. En su comentario a «En las fuentes del Danubio»,
Beissner subraya la expresión «completamente separados»[51] en versos que
en lugar de epifanía mitológica ponen de relieve precisamente el recuerdo, el
pensar los unos en los otros. «A pesar de la posible inmersión espiritual, las
realidades de Grecia y de la era sin dioses están completamente separadas.
Las dos estrofas iniciales del canto a «Germania» acentúan más claramente
este pensamiento»[52]. El simple texto desvela como una subrepción la
transposición ontológica que hace Heidegger de la historia en algo que
acontece en el puro ser. No se trata de influencias o de afinidades espirituales,
sino de la complexión del contenido poético. Como en la especulación
hegeliana, bajo la mirada del poema hölderliniano lo históricamente finito se
convierte en la aparición del absoluto como momento necesario propio de
éste, de tal manera que lo temporal es inherente al absoluto mismo. Algunas
concepciones idénticas de Hegel y Hölderlin, como la de la migración del
espíritu universal de un pueblo a otro[53], del cristianismo como una época
pasajera[54], del «atardecer del tiempo»[55], la interioridad de la consciencia
infeliz como una fase transitoria, no se pueden negar. Estaban de acuerdo
hasta en teoremas explícitos, por ejemplo en la crítica del yo absoluto de
Fichte como algo sin objeto y por consiguiente inane, la cual debió de haber
sido canónica para la transición del Hölderlin tardío a las cosas reales.
Heidegger, para cuya filosofía es evidentemente temática, aunque bajo un
título diferente, la relación de lo temporal y lo esencial, detecta
incuestionablemente la profundidad de la comunicación de Hölderlin con
Hegel. Por eso se aplica tanto en su devaluación. Mediante la utilización
precipitada de la palabra ser, oscurece lo que él mismo ha visto. En Hölderlin
se insinúa que lo histórico es protohistórico y, ciertamente, tanto más
perentoriamente cuanto más histórico sea. Merced a esta experiencia, en lo
por él poetizado el ente determinado cobra una importancia que a la red de la
interpretación heideggeriana se le escurre a fortori. Lo mismo que para
Shelley, pariente electivo de Hölderlin, el infierno es una ciudad, much like
London; lo mismo que más tarde para Baudelaire la modernidad de París es
un arquetipo, Hölderlin percibe por doquier correspondencias entre los entes
nominales y las ideas. Lo que según el lenguaje de aquella época se llamaba
lo finito debe aportar, más allá del concepto, lo que la metafísica del ser en
vano espera: los nombres de que carece lo absoluto y en los cuales
únicamente estaría lo absoluto. Algo de eso resuena también en Hegel, para el
que lo absoluto no es el superconcepto de sus momentos, sino su
constelación, proceso tanto como resultado. De ahí por otro lado la
indiferencia de los himnos hölderlinianos con respecto a lo vivo de tal modo
rebajado a la aparición fugaz del espíritu universal, que fue lo que más que
otra cosa obstaculizó la difusión de su obra. Cada vez que el pathos de
Hölderlin se apodera de los nombres de lo que es, sobre todo de lugares,
mediante el gesto poético, como el de la filosofía de Hegel, a los seres vivos
se les da a entender que son meros signos. Ellos no desean eso, para ellos es
su sentencia de muerte. Sin embargo, a no menor precio pudo Hölderlin
elevarse por encima de la lírica de la expresión, presto a un sacrificio al que
luego la ideología del siglo XX reaccionó ávidamente. Su poesía, sin
embargo, diverge decisivamente de la filosofía porque ésta adopta una
posición afirmativa con respecto a la negación de lo que es, mientras que la
poesía de Hölderlin, gracias a la distancia que separa su ley formal de la
realidad empírica, se lamenta del sacrificio que reclama. La diferencia entre
el nombre y lo absoluto, que él no oculta y que atraviesa su obra como
refracción alegórica, es el medio de la crítica a la vida falsa, en la que se
privaba al alma de su derecho divino. Mediante tal distancia de la poesía, su
pathos exacerbadamente idealista, escapa Hölderlin al círculo mágico
idealista. Aquélla expresa más que cualesquiera poemas gnómicos y que lo
que Hegel habría jamás consentido: que la vida no es la idea, que la
quintaesencia de lo que es no es la esencia.
La atracción que la hímnica de Hölderlin ejerce sobre la filosofía del ser
tiene mucho que ver con la posición de los abstracta en ésta. De antemano se
asemejan incitantemente al medio de la filosofía, la cual por supuesto, si
captase rigurosamente su idea de lo poetizado, debería espantarse
precisamente ante la contaminación con el material intelectual en la poesía.
Por otro lado, los abstracta hölderlinianos se distinguen de los conceptos
corrientes de una manera que fácilmente se puede confundir con aquella otra
que infatigablemente trata de elevar al ser por encima de los conceptos. Pero
los abstracta hölderlinianos no son inmediatamente ni palabras guía ni
evocaciones del ser. Su uso lo determina la refracción de los nombres. En
éstos siempre queda un excedente de lo que éstos quieren y no consiguen.
Nudo, con una palidez mortal, se independiza de ellos. La poesía del
Hölderlin tardío se polariza en los nombres y correspondencias aquí, allí los
conceptos. Sus sustantivos generales son resultantes: dan testimonio de la
diferencia entre el nombre y el sentido evocado. Su extrañeza, que por lo
demás es lo primero que los incorpora a la poesía, la reciben del hecho de que
son, por así decir, vaciados por su adversario, los nombres. Son reliquias,
capita mortua de aquello de la idea que no se puede hacer presente: aun en su
generalidad aparentemente alejada del tiempo, marcas de un proceso. Pero
como tales tan poco ontológicos como lo universal en la filosofía hegeliana.
Más bien tienen, según su tenor, su propia vida, y ciertamente gracias a su
desprendimiento de la inmediatez. La poesía de Hölderlin quiere citar los
abstracta convertidos en una concreción a la segunda potencia. «Ahora bien,
es sorprendente cómo en este pasaje, cuando se designa al pueblo con el
máximo grado de abstracción, del interior de este verso se eleva casi una
nueva forma de la vida más concreta»[56]. Eso provoca, ante todo, el abuso
de Hölderlin en favor de lo que Günther Anders llama la pseudoconcreción
de las palabras neoontológicas. Modelos de tal movimiento de los abstracta
o, más precisamente, de las palabras más generales para lo que es, oscilantes
entre esto y la abstracción, como la palabra éter, una de las preferidas de
Hölderlin, abundan en los himnos tardíos. En «En las fuentes del Danubio»:
«Pero cuando / declina, entre los jugueteos de las brisas, / la sagrada luz, y
con el rayo más fresco / viene el alegre espíritu / a la bienaventurada tierra,
entonces sucumbe desacostumbrada / a lo más bello y se adormece con sueño
ligero / incluso antes de que la estrella se aproxime. Así también
nosotros»[57]; en «Germania»: «Pero del éter desciende / la verdadera
imagen y llueven sentencias divinas / innumerables de él, y resuena en el
bosquecillo más íntimo»[58]; de la misma naturaleza es también el mar al
final de «Recuerdo». Es tan incomnensurable con la lírica de ideas como con
la poesía de vivencias, y es lo más peculiar de Hölderlin; producido, al
contrario que el concepto anticonceptual de la nueva ontología, desde la
nostalgia del nombre que falta lo mismo que desde la de una buena
universalidad de lo vivo que Hölderlin experimenta como impedida por el
curso del mundo, la actividad sujeta a la división del trabajo. Incluso las
reminiscencias de los nombres semialegóricos de los dioses tienen este tono,
no el del siglo XVII. En su uso poético se reconocen como históricos en lugar
de representar plásticamente un más allá de la historia. Así, versos extraídos
de la octava elegía de «Pan y vino»:
El pan es el fruto de la tierra, pero la luz lo bendice,
y del dios del trueno procede la alegría del vino.
Por eso recordamos a los celestiales que antaño
estuvieron aquí y vuelven a su debido tiempo.
Por eso los vates cantan también con gravedad al dios del vino
y no le suena ociosamente compuesta al viejo la loa[59].
El pan y el vino los celestiales los dejaron como signos de algo perdido y
esperado junto con ellos. La pérdida ha emigrado al concepto y arranca a éste
del insípido ideal de lo universalmente humano. Los mismos celestiales no
son ningún en sí inmortal como la idea platónica, sino sólo aquello por lo que
los vates les dedican sus cantos «con gravedad», sin la entrenada tersura del
simbolismo, porque «antaño» –es decir, antes de los tiempos– tuvieron que
estar aquí. La historia corta el nexo que según la estética clasicista une a idea
e intuición en el llamado símbolo. Sólo el hecho de que los abstracta acaban
con la ilusión de su reconciliabilidad con el puro aquí y ahora les brinda esa
segunda vida.
Eso, entre las categorías de lo informe y de lo que vagamente se escapa,
provocó en los clasicistas de Weimar una ira cuyas consecuencias para el
destino de Hölderlin fueron inmensas. En Hölderlin husmearon 
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