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Víboras, putas, brujas. SUAZO

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© 2018, Roberto Suazo Gómez
© Editorial Planeta Chilena S.A., 2018
Av. Andrés Bello 2115, Piso 8, Providencia, Santiago de Chile.
www.planetadelibros.cl
Diseño de portada: Ian Campbell
Imagen de portada: Magic Circle, John William Waterhouse, 1886
Diagramación: Ricardo Alarcón Klaussen
ISBN Edición Impresa: 978-956-360-482-5
ISBN Edición Digital: 978-956-360-486-3
Inscripción Nº 292.420
Primera edición: agosto de 2018
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún
medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de
fotocopia, sin permiso previo del editor. Derechos exclusivos de edición.
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Las realidades caídas
Eva antes de Eva el útero y la tumba
La Diosa de las mil caras
El nido de la serpiente
Cambiante como la luna
El Génesis contado otra vez: Lilith
CAPÍTULO 2
La historia occidental contada desde la vulva
El origen del mundo
La risa de Baubo
La vulva es el origen del mundo y también su destino
Un feminismo medieval
Nuestra Señora la Vulva
El amor: un invento
La amistad de los muslos
El patrimonio del placer
La criminalización de Baubo: Se busca
El martillo de las brujas
La luz de la hoguera
CAPÍTULO 3
Nuestra bruja: la Quintrala
La mujer-monstruo
Benjamín y la Quintrala
Lo verdaderamente monstruoso
La Virgen y la Tirana
Epílogo
Bibliografía
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Otros Títulos de la Colección
CAPÍTULO 1
La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Todos conocemos la historia de Adán y Eva, la serpiente y la manzana.
Sabemos que, como consecuencia del incumplimiento de una prohibición
explícita, a la primera pareja humana se le suspendió a perpetuidad su
condición de criaturas preferentes del jardín del Edén. Estruendoso fue el
portazo dado en la cara de la humanidad cuando Yahveh, el dueño del lugar,
puso adelante del jardín a sus querubines, con cara de pocos amigos y
armados con una espada de fuego abrasador, a modo de advertencia, para que
quedara claro que toda tentativa de retorno sería inútil.
Si bien quienquiera que lea el Génesis puede advertir que el hombre y la
mujer actuaron en complicidad, es claro que Eva se lleva la peor parte. La
primera maldición de Dios Padre recae sobre Eva : cargar con el doble yugo
de la maternidad y el matrimonio. Soportar fatigas y dolores sin cuento a la
hora de parir hijos y padecer, ante todo, la dominación del hombre — su “
señor" —, hacia quien habrá de dirigir toda su atención y todos sus deseos,
asumiendo este sometimiento como un estado inmutable y esencial.
Hasta el día de hoy el Génesis sigue siendo uno de los relatos más
influyentes de nuestra cultura patriarcal occidental. Su influencia es
incontrovertible toda vez que se considera que la cosmovisión judeocristiana
conforma, junto con la vertiente grecolatina, el manantial principal que nutre
nuestro modelo cultural. Se trata de un relato poderoso que ha venido
modelando nuestras presuposiciones culturales en ámbitos clave, tales como
la relación entre hombres y mujeres, el lugar del cuerpo y la sexualidad en la
vida humana, y el tipo de comprensión que, como humanos, debemos ofrecer
ante nosotros mismos, la naturaleza y lo divino. Junto con ello, el Génesis
puede leerse también como un gran testimonio sobre la aparición e
implicancias de la culpa en nuestro imaginario occidental.
El Génesis nos enseña que la mujer y la culpa van de la mano. Debido a su
revoltosa actuación, la primera mujer y madre de todo lo viviente es la
principal inculpada de todos los males de la humanidad. Todavía más : en
virtud de esa mítica efeméride, la culpabilidad de Eva se hereda a todas las
generaciones de mujeres, habidas y por haber, tal como la invención de la
rueda suele ser entendida como patrimonio exclusivo del linaje de los
hombres. En otras palabras, la culpa recae sobre Eva y, a través de ella, se
irradia a toda la humanidad y, de manera más intensa y efectiva, a aquella
más de la mitad de la humanidad, conformada por las mujeres.
La culpa es una emoción que, como diría Jung, se experimenta como la
pérdida de una entereza o una integridad — un estado previo de plenitud que,
juzgamos, hemos torcido o traicionado —, lo que trae como consecuencia
una no aceptación de lo que somos. Semejante a la nostalgia del Paraíso, la
idea de aquello que no somos ( ya sea porque lo fuimos y lo perdimos, ya sea
porque nunca hemos podido llegar a serlo ), se transforma en un anhelo,
siempre insatisfecho, de virtud y perfección. La culpa surge, precisamente, de
la frustración de ese anhelo en lo que realmente somos, surge del juicio
negativo, severo e incluso despiadado, que a menudo realizamos sobre
nosotros mismos. Es una emoción lacerante, además de estéril, que consiste
en besar el látigo que nos hiere.
Hoy en día no cuesta trabajo advertir que en nuestras sociedades una mujer
es más proclive a sentirse culpable de un millón de cosas : culpable de su
apariencia física, de su contextura corporal. Culpable de que la hagan sentir
fea o gorda. Culpable también del uso que hace de su cuerpo si, llegado el
caso, se empodera de su sexualidad. Pero, además, las mujeres han de
sentirse culpables debido a su contextura moral, por ejemplo, por incumplir el
mandato cultural que las conmina a ser las cuidadoras, las guardianas de la
familia y del hogar; en caso de saltarse este mandato, se las culpará por ser
malas madres, madres negligentes y perezosas. La culpa acompaña la
mayoría de las instancias vitales de la mujer, sea su vida profesional, sus
relaciones amorosas, la soltería o la maternidad, instalando el fantasma del
defecto o la carencia, lo que deriva en un constante deseo de perfección para
ser aceptadas en un entorno social que las hostiliza y las niega, material y
simbólicamente.
Por supuesto, el hecho de que la culpa suela calar más hondo entre las
mujeres que entre los hombres no es obra del azar, sino que forma parte de un
aprendizaje cultural milenario. En particular, la culpa causada por Eva ha
servido históricamente para apretar un incómodo corsé cultural, aquel que
aprisiona a más de la mitad de la humanidad bajo estereotipos estrechos que
definen lo que una mujer debiese ser, hacer y parecer. Tanto el aprendizaje
como la experiencia de la culpa son enfatizados en los procesos de
socialización de las mujeres, lo que sencillamente equivale a decir que a las
mujeres se las educa sentimentalmente en la aceptación de una condición
defectuosa y, en virtud de ello, necesariamente subordinada. Este aprendizaje
no ha hecho más que robustecer la maciza construcción tradicional del género
femenino en Occidente, lo que ha favorecido la interiorización de ciertos
rasgos de carácter —tales como el predominio del instinto sobre la razón, la
frivolidad, la debilidad, la falta de control, lo que traería consigo la necesidad
de sumisión y la dependencia—, que han de ser entendidos como rasgos
naturalmente heredados por las hijas de Eva.
Es necesario aclarar que cuando hablamos de género nos referimos a los
significados culturales que le atribuimos al hecho de nacer sexuados de tal o
cual manera. El género no lo traemos entre las piernas sino que forma parte
de un aprendizaje sociocultural, el cual incluye la interiorización de un
repertorio de discursos, normas y valores que modelan nuestros
comportamientos, al tiempo que definen los roles desiguales que les
corresponderían a hombres y mujeres dentro de nuestras sociedades. Así, por
ejemplo, asumimos y afirmamos que hombres y mujeres estarían “
programados" para desarrollar afectos diversos, desarrollar habilidades
diversas ( intelectuales, espirituales y físicas ), interpretar papeles disímiles y
ocupar posiciones distintas en el teatro de la vida ( por ejemplo, mujer madre
en el espacio doméstico; hombre proveedor en el espacio público ). Al mismo
tiempo, asumimos y afirmamos que no todos los papeles tienen igual valor e
importancia, que hay roles protagónicos y hay actores secundarios y que, por
cierto, habrían también por ahí otras gentes que ni siquiera debiesen
molestarse en salir a escena. Desde luego, este aprendizaje cultural del género
nos predispone a asumir que únicamente existirían hombres y mujeres — en
virtud de la dualidad sexual genital —, lo que invalida, de entrada, cualquier
posibilidad de aceptación hacia identidades que transiten o estén en devenir
entre ambas polaridades tenidas por “ normales" .
Dicho sencillamente, el modelo cultural patriarcal nos enseña desde
pequeños que hay mejores y peores. Nos enseña a segregar radicalmente y
jerarquizar los ámbitos de lo masculino y lo femenino, con la siniestra
perversión de mostrarnos la diferencia — toda diferencia —, como signo
palmario de superioridad e inferioridad.
Justamente, a lo largo de la historia del patriarcado occidental la culpa ha
sido un instrumento útil para modelar, reproducir y justificar las jerarquías de
género, para legitimar el control sobre la conducta de las mujeres, afianzar la
superioridad de lo masculino y reducir lo femenino a un papel inferior y, por
ende, incapaz de autogobernarse.
Particularmente, la culpa de Eva ha sido una noción extremadamente
poderosa en Occidente, el símbolo más explícito de una perdurable maldición
cultural lanzada sobre las mujeres. Una maldición que las ata con una
naturaleza defectuosa o carenciada, con lo que fácilmente se corrompe, es
inestable e inconsistente, muta y es, por tanto, caótico, impredecible,
destructivo o sencillamente demoníaco. Con algo que, en definitiva, debe ser
despreciado y temido, dominado y controlado.
Por todo lo dicho, de vez en cuando conviene preguntarse, ¿de qué se
culpaba a Eva, para empezar?
Las realidades caídas
El Génesis es una pieza clave en la simbólica del poder patriarcal occidental.
Ante todo, el relato del origen introduce una férrea jerarquía en el orden de lo
creado. Estamos ante un mundo donde el poder de la creación está
exclusivamente depositado en manos de un dios masculino, soltero, solitario,
metafísico, todopoderoso, entronizado. Un dios de dioses, un rey de reyes, un
señor de señores. Un dios padre supremo, cuyo trono se eleva por encima de
la creación. Sin duda, uno puede ver aquí un modelo para los “ señores del
mundo" , aquellos que a partir de cierto momento de la historia se
permitieron edificar tronos celestiales, pues ya contaban con los planos de los
tronos que habían edificado sobre la Tierra. Lo cierto es que se trata de un
orden de mundo donde necesariamente algunos han de ser dominadores en
tanto otros han de ser dominados. Justamente, esta forma de vida y de
cosmovisión basada en la dominación recibe el nombre de patriarcado. El
patriarcado es el modelo cultural que, bajo diferentes encarnaduras, ha
prevalecido en Occidente desde hace milenios, el mismo que hoy sigue
plenamente vigente.
El modelo cultural patriarcal impone y naturaliza una visión dualista y
jerárquica de la realidad. Con el pretexto de brindarnos una explicación
satisfactoria, se nos anima a clasificar los elementos que componen la
sobreabundante y dinámica variedad de lo real, oponiéndolos y
desigualándolos como única medida de orden y criterio de comprensión
posibles. El patriarcado se transforma así en la visión hegemónica, según la
cual, por ejemplo, el hombre es considerado más valioso que la mujer; la
heterosexualidad es considerada la norma, lo normal, y es preferible y
superior a toda otra forma de relación afectiva o pasional entre seres
humanos; la mente y el alma están amputados y por encima del cuerpo y la
sexualidad; la humanidad es considerada como separada y por encima de la
naturaleza; y la divinidad aparece como una entidad totalmente lejana,
puramente espiritual, y necesariamente desconectada del mundo material.
Esto, por nombrar tan solo algunas de las oposiciones jerárquicas más
connotadas del pensamiento patriarcal.
En el relato del Génesis se nos presenta a Eva, la mujer, como un individuo
desmedrado e, incluso, retorcido desde su origen. Al proceder de la costilla
de Adán no es sino un mero apéndice del hombre; por marca de nacimiento y
orden de aparición, la mujer es presentada como una criatura dependiente y
de menor rango, más atrasada en relación al varón y, por eso mismo, más
cercana a los animales — de ahí su afinidad con la serpiente, reptil de la tierra
—. Así también, ateniéndonos a la rigurosa jerarquía de la creación, Eva
aparece dos peldaños por debajo de la divinidad. A diferencia de Adán, no ha
sido moldeada directamente de la tierra por la mano de Yahveh.
Lo anterior ha sido tradicionalmente interpretado como un signo irrefutable
de la inferioridad y debilidad de la mujer en relación al hombre. Pero,
asimismo, debido a su lejanía con el creador, la mujer se encontraría desde el
principio más dada a la desobediencia y a la rebeldía, más inclinada hacia la
desmesura, el desborde, el mal. Este “ defecto de origen" de la mujer la haría
también más propensa a comulgar con aquellas dimensiones degradadas de
nuestro imaginario cultural occidental. Así, tradicionalmente, a la mujer se la
sitúa en conexión con lo telúrico antes que con lo celestial; en una relación de
contigüidad o vecindad con lo bajo, con lo material corporal entendido como
lo abyecto, en contraposición con lo elevado espiritual o divino; más
inclinada, entonces, a lo intuitivo y lo instintivo animal, a la lujuria y a los
placeres sensuales que a las arduas y trascendentales empresas intelectuales o
búsquedas metafísicas. La propia idea de la tentación ( categoría crucial que
fuera enfatizada por el catolicismo medieval ) remite habitualmente al cuerpo
de la mujer — su atractivo sexual —, tantas veces concebido como la
mismísima causa de la caída de la humanidad.
La caída es, justamente, aquella calamidad por la que se culpaba a Eva. No
obstante, dentro del esquema dualista y jerárquico del Génesis, la mujer
aparece desde un principio inmersa entre las realidades caídas o degradadas,
las cuales, a su vez, se encuentran en relación directa con el mundo corporal y
material. No es para nada casual, entonces, que en la Edad Media el
catolicismo elaborara una perdurable doctrina, que no es tan solo misógina —
recuérdese la reticencia doctrinal, plenamente vigente al día de hoy, a
permitir que las mujeres se ordenen sacerdotes — sino también
intransigentemente ginecófoba. No solo se ocupó de demonizar la sexualidad
humana en general, asociándola estrechamente al pecado, sino que ligó
específicamente el sexo de la mujer con la viscosa caverna del infierno.
Giovanni Boccaccio, hacia el siglo XIV, escribió un blasfemo y divertido
cuento parodiando esta asociación de tipo negativa entre los genitales
femeninos y el infierno cristiano. En dicho cuento, un piadoso ermitaño
accede a hospedar en su modesta choza a una muchacha desamparada. Al
poco andar, el ermitaño — quien vivía en soledad absoluta, en perfecta
penitencia y que tan solo se alimentaba de raíces — comienza a experimentar
un violento deseo producto de la convivencia con la mujer. Irremisiblemente
caído en tentación carnal, el ermitaño echa mano de toda su retórica religiosa
para persuadir a su huésped de que “ el diablo" se había puesto en extremo
colérico y arrogante, y la única solución posible era meterlo cuanto antes al “
infierno". Claro está, infierno y diablo refieren, respectivamente, al sexo de
ella y de él. Sin embargo, para desgracia del famélico religioso, la muchacha,
que no era tan ingenua, no tarda en aficionarse al juego. Finalmente, ya
incapaz de responder a la infernal voracidad de su compañera, el eremita se
ve obligado a pedir clemencia.
La anécdota está atravesada por una risa lúcida y desacralizado ra, colmada
de profundas sugerencias. Ante un cuerpo femenino desat ado, libre de su
control, el ermitaño ha quedado ostensiblemente disminuido e indefenso; la
niña ingenua, por su parte, ha cobrado el tamaño de una mujer monstruo,
cuyo cuerpo amenaza con devorar y absorber por completo al hombre. Más
aficionado a buscar la iluminación mediante ayunos y tormentos de la carne
— esa forma de ascetismo más cercana al masoquismo, que busca el
sometimiento del cuerpo por la vía de la negación —, el religioso se mostró
incapaz de comulgar como es debido con los estados inferiores, que es lo que
al fin y al cabo simboliza el infierno, antes y más allá de la carga moral que le
añadió el cristianismo. ¿No está el ermitaño rechazando la demanda de una
exigente sacerdotisa, una experiencia no carente de riesgo y de dolor, pero
que bien podía transmutarlo y ennoblecerlo, una caída que podía tener el
valor de una iniciación?
Se ha dicho que la experiencia orgásmica, como la propia experiencia vital
del ser humano, es un complejo entrelazamiento de contrarios, un descenso y
un ascenso, una succión a la vez infernal y celestial, una revelación de las
ambiguas relaciones entre dolor y placer, entre vida y muerte. Por lo demás,
existen formas de ascetismo oriental, como el tantrismo, que no ven
contrariedad alguna entre carnalidad y espiritualidad, antes bien alientan el
cultivo de una disciplina sexual como método para acentuar nuestro
conocimiento acerca de la variada realidad que nos rodea. Dicho
conocimiento, se dice, solo puede obtenerse mediante la experiencia de los
extremos. Y es que, tal como ocurre con la ampolleta, la iluminación solo se
obtiene mediante una adecuada combinación de contrarios, de un polo
positivo y otro negativo.
Sin embargo, en Occidente las más nobles aspiraciones del corazón
humano suelen mostrarse incompatibles con una gozosa aceptación de la
realidad sexual. El pensamiento hegemónico no ha trazado su camino hacia
lo alto, sean estas cumbres intelectuales o de orden espiritual, acogiéndose al
visado del cuerpo, explorando y explotando las energías de origen carnal.
Antes bien, como es suficientemente sabido, la asociación estrecha del cuerpo
— y del cuerpo femenino en particular — con el pecado y la tentación sirvió
históricamente para castigar las “ malas" o “ bajas" pasiones, devaluando
todo lo concerniente al mundo de lo sensual y lo sexual. Desde este enfoque,
la culpa, ese instrumento de autocastigo, se hacía pasar como instrumento de
redención de aquellas pasiones pecaminosas.
En un sentido más amplio, la condenación del cuerpo de la mujer alcanza
también a la naturaleza y a la vida material en general, como manifestaciones
de la culpa carencia o defecto original. Como la mujer, la naturaleza es
también una realidad caída que el hombre está llamado a combatir, a
avasallar y controlar, tomándola en propiedad. Las formas modernas de
apropiación y explotación de los recursos naturales, que actualmente nos
tienen inmersos en un colapso ecológico mundial, han tensado al máximo
esta línea de pensamiento patriarcal, desvalorizando la naturaleza y
distanciándose de ella al punto de cosificarla, pensándola antes como espacio
que se debe someter, como producto de consumo, y no como condición
indispensable para nuestra subsistencia como especie.
Pero la naturaleza aparece desvalorizada desde un principio, conforme a lo
dicho en el Génesis. Recordemos que, en el relato, Yahveh Dios se sitúa en
una posición de exclusividad jerárquica respecto de toda la creación, de la
que se aparta y diferencia drásticamente. La primera línea del Génesis, el
preámbulo a la creación, nos lo presenta como un espíritu que “ aletea sobre
las aguas" , es decir, como un dios que carece de consistencia material, una
entidad puramente espiritual. Estamos aquí ante la primera gran distinción u
oposición, seguida de su consiguiente jerarquización. Por un lado, tenemos
un creador, es decir, quien hace. Por otro, su creación, o sea lo hecho, lo que
el creador ha hecho ¿Y no suele concebirse lo que se hace como inferior a
quien lo hace? La consecuencia inmediata de este razonamiento — una grilla
de lectura patriarcal — es que toda la creación se subordina al creador, se
sitúa un peldaño más abajo de él. En este caso, Yahveh Dios se presenta
como el hacedor del cielo y la tierra; precede a su creación y se distingue de
ella. La creación es materia; la materia, se dice en Occidente, es una realidad
degradada, pues es cambiante, sujeta a corrupción y, por lo tanto, inferior a la
realidad de orden espiritual y evidentemente superior del creador.
La caída no es sino la inmersión del alma humana en el mundo material y
corporal, y el fundamento último de la culpa que se le adjudica a Eva es,
justamente, la añoranza de una situación anterior a esta caída. Y ello porque
Eva — que supuestamente se valió de sus encantos para engañar a Adán —
es la responsable directa de nuestra condición material y mortal, entendida
esta como la debilidad o defecto inherente tanto de la especie como del
mundo que habitamos. En definitiva, por Eva tuvo el creador la ocurrencia de
introducirnos a la muerte y, de paso, a las misteriosas leyes de la materia.
Si se mira con atención, la culpa de haber instigado la aparición de la
muerte en el horizonte de los seres humanos es probablemente la acusación
más grave y artera que el patriarcado occidental ha hecho recaer sobre las
mujeres. Y es que, aunque nos tenga sin cuidado el relato de la caída y su
interpretación tradicional, salta a la vista que la lección ha sido
completamente aprendida, por ejemplo, en los casos tan recurrentes en
nuestras sociedades, en que a una mujer violada — o incluso, asesinada — se
la responsabiliza de su desventura bajo el argumento de que ella provocó a su
agresor, lo sedujo y lo hizo perder la cabeza : lo arrastró hacia lo bajo. En
definitiva, que ella se lo buscó.
Este tipo de razonamiento redefine a la víctima, haciéndola pasar por
culpable y responsable. Lo cierto es que este desplazamiento de sentido
siempre se hace en nombre de un prejuicio cultural justificado en la idea de
que la mujer es responsable de la fatalidad que se cierne sobre el total la
especie. De ahí se sigue que la mujer, heredera fatal de los encantos de Eva (
encantos que se ligan a las realidades caídas de la materia y el cuerpo ), pueda
ser asesinada e incluso responsabilizada de su muerte. Pues, después de todo,
¿no ha sido la mujer quien, desde un comienzo, trajo la muerte al mundo?
¿Acaso no fue ella quien engendró y parió la muerte, la autora original de
nuestra irrevocable corrupción?
“Por la mujer empezó el pecado, y por su culpa todos morimos" — escribe
el autor del Eclesiastés, a quien la tradición suele identificar con el muy sabio
rey Salomón—. Por culpa de ella todos morimos. En consecuencia, si la
humanidad está corrompida por la fatalidad, las mujeres, a causa de Eva, lo
están doblemente.
Miguel Ángel, La Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, 1509.
Eva antes de Eva el útero y la tumba
Quienquiera interrogar directamente a Adán y a Eva ha de saber que un buen
sitio para hallarlos es un cementerio. Por ejemplo, atravesando uno de los
accesos principales del Cementerio General de Santiago pueden verse las
solemnes estatuas de los padres de la humanidad, apostadas a los costados de
una vistosa galería gótica repleta de nichos. Hay mucha elocuencia en estos
anfitriones con taparrabo que, siendo el germen de la vida, nos dan también la
bienvenida al cementerio.
“Perdí el Paraíso, por mi culpa mis hijos no nacen ahí" , se lee a los pies de
Eva. Ella luce especialmente pudorosa. Se estrecha a sí misma intentando
cubrir su cuerpo, como si tapara una vergüenza o sofocara un peligro. O
ambas cosas a la vez. Eva entorna el rostro y mantiene los párpados bajos,
semicerrados, como evitando mirar a su acusador, es decir, a todo quien la
mire. Es la misma Eva que tenemos esculpida en nuestro imaginario, según el
cual no mirar directamente a los ojos es el signo inequívoco de la culpa.
“Por mi culpa impera aquí la muerte", se lee a los pies de la estatua de
Adán, un hombre barbudo y en los huesos, apoyado en un palo o bastón. El
escultor talló “Por mi culpa" a sus pies, pero se cuidó de imprimir en sus ojos
una mirada franca y sincera. A diferencia de su compañera (que evita mirar y
mira hacia adentro), Adán, entristecido, mira el cementerio a su alrededor, en
una pose que expresa cansancio y, sobre todo, resignación.
Así dispuestas, en este sombrío escenario, el mensaje de las estatuas resulta
clarísimo. Desde aquel incidente de la serpiente y la manzana nunca más
nacimos “ahí". Nos vimos forzados a nacer “ aquí" , en este mundo
imperfecto que exploramos con sentidos aproximativos, inexactos, limitados
y perecederos. En esto, precisamente, parece radicar el problema. Cambiar
placidez por dolor, perfección por imperfección, eternidad por
impermanencia ¿no es acaso un pésimo negocio? El mito de Adán y Eva nos
enseña que la mujer incitó al hombre a cometer un "pecado", lo que implica
poner un manto siniestro y fatal sobre el error, identificándolo como la causa
de algo más que un tropiezo : una aparatosa caída, un descenso, un retroceso.
Una degradación.
En el fondo, tal mensaje involucra una determinada manera de contemplar
la vida y la muerte, entendiendo esta última como una degradación de la
primera. Se nos dice que la vida es un lugar de destierro, cuando no un valle
de lágrimas. Se nos dice que la vida debe parecernos desmejorada, imperfecta
y, en razón de eso, insatisfactoria, porque, en parte, vivirla consiste en aceptar
que debemos construir muchos cementerios. El Paraíso, en cambio, excluye
por definición los cementerios. ¿Cómo fue que cambiamos un mundo
plácido, seguro e incorruptible por este mundo en constante metamorfosis y
descomposición? La estatua de Adán da un paso atrás, para dejar en claro que
la culpa — la culpa de todo este pudridero que llamamos mundo — la tuvo
Eva. Solo la mujer conoce el lenguaje seductor y bestial de la serpiente. Son
de la misma naturaleza. Ambas son reptiles de la tierra, figuras de las
realidades caídas, abyectas y condenadas.
Cabe, sin embargo, realizar una segunda lectura.
Si se nos dice que Eva es la madre de todos los vivientes y es, también,
quien engendró la muerte, su abrazo de bienvenida al cementerio puede ser
interpretado más allá de la connotación sombría que solemos atribuirle. Bien
pensada, la imagen se corresponde puntualmente con la bienvenida de dulce
y agraz que recibe cada persona al momento de debutar en la vida : no es un
contrasentido, ni tampoco es inexacto, admitir que comenzamos a morir en el
momento mismo de nuestro nacimiento y que nuestra madre, al igual que
Eva, nos ha regalado, al mismo tiempo, la vida y la muerte. La primera puerta
que debemos empujar está entre las piernas de nuestra madre y esta puerta es,
para cada uno de nosotros, tanto el origen del mundo como la entrada al
panteón.
Entre la vida y la muerte, el útero y la tumba, habría una relación de
semejanza y contigüidad, una relación que ha sido afirmada universalmente
por una multitud de culturas, las cuales nos han dejado el testimonio de su
veneración a la tierra, al cosmos y a todo lo viviente, bajo la figura de una
gran Diosa que da la vida y la muerte de manera simultánea. Una Diosa
Madre anterior a Dios Padre y al huerto del Edén, una Eva antes de Eva.
Arduas e inútiles discusiones teológicas han girado en torno a la escabrosa
cuestión de si Adán y Eva tenían o no ombligo. No obstante, basta pensar en
las obras del Renacimiento o mirar nuevamente nuestras estatuas del
cementerio para constatar que, a menudo, nuestros primeros progenitores
llevan su nudo en la barriga, marca irrefutable de que alguna vez estuvieron
unidos a una madre. Todo nace alguna vez y siempre hay un antes.
Hoy sabemos de la existencia de la llamada Diosa Madre o Diosa de los
inicios, una divinidad de mil rostros, que ha sido nombrada de un sinfín de
maneras distintas por las culturas más diversas. Isis en la cultura egipcia, la
Cibeles frigia y la Astarté fenicia; Deméter o Ceres en la cultura grecolatina;
Kali y Ananta en el hinduismo; Pachamama en el altiplano andino, entre
muchas otras, son todas expresiones de la Diosa, cuyo profundo simbolismo
nos conecta con una cosmovisión que preexistió — y todavía representa una
alternativa — al modelo cultural patriarcal.
Si el patriarcado nos ha legado hasta hoy una imagen dualista y jerárquica
de la existencia, en donde la muerte y la vida son consideradas realidades
opuestas y antagónicas ( sombría la primera, luminosa la última y, por tanto,
preferible y superior ), las culturas de la Diosa, en sus diversas
manifestaciones, nos invitan a experimentar otra manera de mirar y
comprender. Este punto de vista, que Humberto Maturana ha denominado “
matrístico" , supone un redescubrimiento de la vida como un proceso
dinámico y ambivalente, donde los extremos que solemos oponer y
jerarquizar ( hombre / mujer, heterosexual / homosexual, vida / muerte, luz /
sombra, cuerpo / espíritu, lo humano / lo divino, lo individual / lo colectivo )
aparecen como dimensiones armónicas y complementarias. Desde esta
perspectiva ( que no niega ni pretende controlar — y antes bien celebra — lo
mudable o impermanente ), se comprende que dondequiera que se mueva la
vida rondará también la muerte. A fin de cuentas, todos los antagonismos se
reabsorben en la dinámica de un proceso ininterrumpido, donde todo lo
existente encierra o implica a su contrario.
La Diosa de las mil caras
Venus de Willendorf, figura de la Diosa paleolítica, 25.000 a.C.
No es casual que las antiguas culturas pr e patriarcales de Europa y Asia
menor representaran a la Diosa bajo formas cambiantes, híbridas y
paradójicas. Las representaciones de la diosa Ishtar babilónica, por ejemplo (
y también las de la llamada “ diosa de las serpientes" cretense ), nos la
muestran bajo la forma de una mujer joven y sensual, siempre acompañada
de felinos, mariposas y serpientes, antiguos símbolos de las realidades
mutables, de los ciclos dinámicos de muerte y renovación de lo natural, de la
ambivalencia fundamental de todo lo existente. ¿No es la radiante mariposa la
transmutación de su opuesto, el gusano? ¿No son los felinos bestias
sanguinarias y, al mismo tiempo, gráciles y majestuosos animales? ¿No es la
serpiente, tan difamada en el Occidente patriarcal, un auténtico uróboros
capaz de hacerse y deshacerse, desintegrarse y reintegrarse cambiando de piel
periódicamente? Así también la Diosa puede tomar la forma de una mujer, o
bien, combinar libremente en sí atributos femeninos y masculinos, humanos y
animales. Figura femenina oscilante y de muchas caras, a veces es una
doncella, otras veces es una madre e nci nta, habitualmente representada en el
momento mismo del parto. Vestigios materiales y relatos mitológicos
arcaicos nos la muestran como madre y consorte de un toro o macho cabrío
— el principio mascu lino complementario —, personificación de la
vegetación que aflora de la tierra en primavera, alcanza su plenitud y
madurez en verano, es reabsorbida tras su caída otoñal y yace muerta en
invierno, a la espera de la nueva germinación.
Diosa de las serpientes, Cnosos, Creta, 1600 a.C.
Todavía más explícitas resultan algunas estatuillas de terracota de la Diosa,
que nos la presentan como una mujer anciana, a veces marcadamente
decrépita y, sin embargo, embarazada y en pleno alumbramiento. Se trata de
una imagen ambivalente de asombrosa profundidad : la muerte preñada de
vida, el punto exacto donde la vida y la muerte se tocan, se confunden, donde
la destrucción de lo viejo da lugar al nacimiento de lo nuevo. Tal imagen
adquiere sentido en la experiencia particular de cada persona. Cualquiera que
haya atravesado momentos de crisis — es decir, aquellas situaciones límite
que señalan una transformación vital — habrá debido afrontar el peligro y la
soledad, la incertidumbre y la desesperación, la tortura y la muerte, seguidas
por un despertar a otra vida y el encantamiento de la renovación. Como en el
referente simbólico del descenso infernal, atravesar experiencias límite
implica una muerte simbólica, un salirse de este mundo para posteriormente
renacer a él. Igualmente, los momentos de crisis son muertes preñadas. Tras
afrontarlos se atraviesa un umbral y ya no se es la misma persona. Nos
reconstruimos, componiendo creativamente los pedazos de esa vida anterior
que se ha quebrado.
Tlazoltéotl, diosa mexica de la fertilidad y los desechos.
Como puede advertirse, desde esta perspectiva, totalmente ajena a nuestra
cosmovisión patriarcal, la mujer y la muerte también están íntimamente
ligadas. La Diosa de los inicios ( que, como Eva, recibe el nombre de madre
de todo lo viviente ), se caracterizaría precisamente por dar y preservar la
vida. Como una madre, se encarga de nutrir y amparar, otorgando alimento,
bebida, amor, felicidad. Pero también, y al igual que Eva, la Diosa es la
privadora de la vida : nos otorga la muerte. No obstante, se nos invita a
valorar de otra manera esta relación. Así, en lugar de ser una culminación o
cierre absoluto, la muerte nos remitirá fundamentalmente a un espacio, la
tierra, que es también el infierno, el inframundo, el ámbito subterráneo que
recibe todo lo muerto pero que es, también, la matriz donde todo se refunde,
se recrea y regenera. A través de la imagen de la Diosa, la mujer se enlaza
simbólicamente con los poderes creativos y nutricios de la tierra fértil, la
misma tierra que nos acoge y absorbe al morir, pues todo lo que muere va a
parar a ella o a su atmósfera. Se trata de una gran madre que es, al mismo
tiempo, útero y tumba. Por eso, toda muerte es un regreso a la madre, un
regreso al útero, a lo bajo corporal, un fin que es siempre un nuevo comienzo.
Hay un cuento popular muy antiguo, divulgado en Europa a comienzos de
la era cristiana, que trata acerca de una viuda inconsolable que se deja seducir
de buena gana por un desconocido. En esta extraordinaria mezcla de viuda
negra y viuda alegre, podemos encontrar una muy elocuente personificación
de la Gran Diosa.
En la versión romana de esta historia, titulada “La viuda de Éfeso" (
recogida por Petronio en su obra El Satiricón ), se nos cuenta que una mujer,
cuyo marido había fallecido recientemente, llevaba cuatro días llorando
amargamente sobre su sepultura. Estaba determinada a seguirlo en la muerte,
por lo que, guardando un perfecto luto, se abstenía de comer y dormir. Esto
sucedía en una gruta, situada bajo la colina, donde un soldado vigilaba los
cuerpos de dos revoltosos crucificados. En un momento de distracción, el
centurión oyó los desesperados lamentos de la mujer y se propuso ir a
consolarla. Le ofreció la comida y la bebida que llevaba consigo. Más tarde,
expresándole abiertamente sus deseos, le sugirió darle una tregua a su dolor y
permitirse volver a disfrutar las delicias de la vida. Como cabría esperar, la
viuda, ofendida, lo rechaza tajantemente. Sin embargo, atraída
repentinamente por la belleza del joven, la mujer olvida con rapidez el voto
de serle fiel al marido muerto. Finalmente, ambos terminan fornicando junto
al cuerpo del finado. Mientras tanto, arriba en la colina, alguien aprovecha la
oportunidad para sustraer a uno de los crucificados que el centurión tenía a su
cargo.
Por más que busca, al centurión le es imposible dar con el cadáver; de
seguro lo habría tomado un familiar para darle secreta sepultura. De regreso
con la viuda, el soldado llora de rabia y desesperación pues como castigo le
espera el tormento y una horrible muerte. Viéndolo así, la mujer le propone
que tome el cadáver del marido y lo cuelgue en lugar del crucificado. Su
punto de vista parece razonable : no está dispuesta a perder dos hombres en
forma consecutiva, más vale crucificar a un marido muerto que perder a un
amante vivo. Y así, el soldado y la viuda resuelven sacar de la cripta el
cadáver del marido y juntos lo clavan en la cruz.
Aunque este relato ha debido soportar la carga de una interpretación
misógina, que condena a la viuda, al igual que se condena a Eva, como
símbolo de las veleidades y la maldad femeninas, en la versión popular que
recoge Petronio no se aprecia noción alguna de culpabilidad. Sí hay, en
cambio, una valoración positiva del carácter inevitable del cambio y la
renovación. Y la mujer aparece completa en él, afirmada y validada en sus
diversas facetas y dimensiones, incluida su sexualidad.
Así también, liberada de la culpa, Eva sigue siendo la Diosa de los inicios.
Y, ciertamente, la Diosa sigue viva en el linaje de Eva. La serpiente también
sigue allí, invitándola a actuar, a poner la vida en movimiento. Olvidemos por
un momento la enemistad decretada por el tiránico Dios Padre entre el linaje
de la sierpe y el de las mujeres, y podremos ver aflorar la imagen telúrica y
cósmica de la gran serpiente, similar a la imagen que nos ha legado el
hinduismo de Ananta, “ la interminable" , la serpiente primordial de mil
cabezas, sobre cuyos anillos descansaba el dios Visnú soñando nuevas vidas
y nuevos mundos, entre avatar y avatar. No resulta casual, entonces, y sí muy
consecuente, que la etimología hebrea del vocablo Eva remita a “ vida". Y
necesariamente la vida, como la Diosa y la serpiente, como Eva y la viuda,
debe otorgar la muerte para regenerarse a sí misma, mudar vestiduras y
continuar.
Visnú descansando sobre Ananta.
El nido de la serpiente
En todo momento nuestra existencia práctica lleva la marca de la
ambivalencia. No vivimos en un mundo meramente espiritual, pero nuestra
experiencia tampoco se reduce a lo instintivo o animal. Cada ser humano es,
como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia, siempre a medio
camino y oscilando entre ambos extremos. Bien mirado, esto no es
necesariamente signo de una existencia imperfecta o desmejorada. Sin
embargo, la historia de Adán y Eva es la primera que conocemos en la cual se
introduce la idea de que, necesariamente, tiene que haber alguien a quien
culpar por nuestra condición propiamente humana : la serpiente tiene la culpa
de lo de Eva, Eva tiene la culpa de lo de Adán y a Adán lo culpamos por
haberles hecho caso a ambas. Así, el juego de la culpa puede resumirse en la
necesidad de proyectar en un otro todos los sentimientos de insatisfacción
respecto de lo que somos.
Sin embargo, la culpa solo puede manifestarse en toda su intensidad
cuando se desvanece la ilusión de que es posible culpar a otra persona,
cuando no tenemos más remedio que arrojar la piedra contra nosotros
mismos. Acorralados por la culpa, nos autoagredimos. Decía Jung que la
culpa nos enfrenta con nuestra sombra, aquel rostro nuestro que preferimos
opacar, aquel enemigo que habita en el propio corazón, la causa del conflicto
inevitable que termina por dividirnos. Y es que, verdaderamente, la culpa nos
duplica y nos desgarra interiormente, del mismo modo que el dios del
Génesis separa la luz de la oscuridad, aspectos que, mediante ese acto de
fuerza, se tornan opuestos e inconciliables, al punto de ya no poder mezclarse
ni interferirse mutuamente.
Esto explicaría el vano intento de Eva por culpar a la serpiente. En realidad,
al intentar culparla descubre que ella misma es el nido de la serpiente. La
serpiente es su sombra, su negativo fotográfico, una contracara que es
también ella misma. Sin embargo, en su intento por ocupar un lugar menos
ominoso dentro de esta jerarquía de la culpa, la mujer debe culparse a sí
misma, para lo cual ha de procurar desgarrarse, dividirse, evadirse, negarse.
En suma, debe prometer desobedecer a la serpiente, aunque eso signifique
traicionarse a sí misma.
La serpiente es la sombra de Eva, una sombra que se cierne sobre todo el
Occidente patriarcal. Es la pesadilla moral que nuestra cultura representa bajo
la forma de una mujer monstruo o mujer serpiente. Por supuesto, no se
desconoce que Eva es también la madre de todo el género humano. Pero así
como por ella existimos, al mismo tiempo introdujo el pecado que originó la
existencia de la muerte en el mundo. Esquizofrénicamente, nuestra cultura le
ha reconocido lo primero a la vez que no le perdona lo segundo. Por eso se
dice que hay mujeres honradas y putas, hay madres y solteronas, hay santas y
hay brujas. Hay partes sombrías de la mujer que es preciso refrenar y
sepultar. Hay, en suma, mujeres buenas y mujeres malas. En las primeras la
culpa ha obrado eficientemente, ha logrado domesticar su sombra. Las
segundas han optado por no despojarse a sí mismas de aquellas cualidades
nocturnas que, supuestamente, las degradan y separan de la comunidad. Estas
últimas defienden su derecho natural a ser ambivalentes. A ser, por ejemplo,
putas y santas, vírgenes y madres, necias y sabias; ser una cosa, la otra, o las
dos, indistintamente.
Sin embargo, nuestro programa cultural fuerza a las mujeres a mantener
una identidad desgarrada. Se les exige interpretar el libreto de Eva, según el
cual las mujeres son portadoras de una contradicción original que las
convierte en seres sospechosos y condenables. Lo curioso es la acotación
contenida en ese libreto escrito por el patriarcado : la contradicción o
ambivalencia es un atributo femenino y, como tal, debe ser entendido como
una imperfección, una irregularidad, una monstruosidad. Para ellas, culposa;
para ellos, peligrosa. Y para todos : como el signo más evidente de nuestra
condición desmedrada y vergonzosa.
Uróboros.
Cambiante como la luna
Los humanos, caídos en la vida material y sujetos, por tanto, a la corrupción
temporal, están condenados a ser criaturas que no permanecen siempre
iguales a sí mismas. Y en ello residiría su imperfección, la cual se agudiza si
se trata de una mujer. No en vano a la mujer, como a la fortuna,
tradicionalmente se la ha comparado con la luna. Esta es probablemente una
de las metáforas más antiguas que atesora nuestro inconsciente colectivo,
aquel sótano común donde se amontonan, en caracteres simbólicos o
arquetipos, las imágenes más crudas y primordiales que son compartidas por
toda la especie humana. La luna es la mujer, la luna es la fortuna. Sin duda, el
lazo secreto que las conecta, sin el cual la metáfora no existiría, es la idea de
impermanencia, de inestabilidad, la experiencia de los extremos, que solo es
posible dentro de un devenir : precisamente el de los ritmos lunares que la
mujer corresponde y comparte.
El lazo entre la luna y el flujo menstrual comporta una sincronía entre lo
cósmico y el cuerpo femenino. No obstante, en lugar de representar una
cualidad fascinante, suele apuntarse como el signo de una anomalía
perturbadora. ¿Cómo confiar en alguien cuyo temperamento es oscilante y
contradictorio como la luna y sus ciclos? Razón de sobra para desconfiar de
la mujer, puesto que así como hoy nos presenta una cara, sin vacilación se
volverá y nos mostrará un rostro exactamente opuesto. Un similar recelo
despierta la imagen de la rueda de la fortuna, que nos recuerda que la vida se
compone de cambios incontrolables e inesperados. Gira la rueda de la fortuna
sumiendo a la vida en la incertidumbre, la inseguridad, la contrariedad de ser
elevado y sepultado, de ser, al mismo tiempo, uno mismo y su contrario. La
contradicción, ese flujo entre polaridades, nos produce temor y vértigo.
Forma parte de lo que se nos enseña, desde pequeños, a rechazar, de modo
semejante a como aprendemos a rechazar nuestros cuerpos, a disfrazar
nuestros fluidos, las lágrimas, los vómitos, la sangre menstrual, el semen, la
saliva. Lo cierto es que la fluidez empuja lo estable, lo mueve, lo altera. Pero
lo estable nos seduce.
Una visión diversa nos presenta la mitología griega más arcaica, en donde
la luna era representada por una tríada de diosas que simbolizaban las tres
fases del astro, a menudo ligadas con las tres edades o estadios de la mujer (
doncella, madre, anciana sabia ). Así, había una diosa para la luna creciente,
asociada con la etapa juvenil; este sitio era, generalmente, ocupado por
Artemisa, la diosa cazadora, virgen que goza de su independencia y abomina
la sujeción al varón. En segundo lugar, estaba la diosa de la luna llena,
vinculada a la etapa de madurez, la cual solía presentarse bajo la figura de
Selene. Por último, la fase menguante de la luna se asociaba siempre con la
enigmática diosa Hécate, arquetipo de la vieja sabia, diosa de las
encrucijadas, a quien la poetisa Safo distinguiera con el título de “ la reina de
la noche" .
Como una convergencia de las fases anteriores, Hécate era representada
bajo la forma de una diosa provista de tres caras y tres pares de brazos (
semejante a la Kali hindú ). De este modo, la diosa simbolizaba la suma o
síntesis del ciclo lunar en la imagen de la luna negra, entendida no como una
mera ausencia, sino como una refundición creativa de las lunas pasadas, el
espacio de gestación de la luna nueva. En este sentido, puede verse en Hécate
el reflejo de una integridad o entereza femenina, concebida como una
plenitud contradictoria y cambiante, todavía no culpabilizada ni culposa. De
ahí que esta figura divina nos conecte con una cosmovisión matrística
anterior al predominio patriarcal en Grecia; de hecho, en su Teogonía,
Hesiodo menciona que el nombre Hécate significa “la que tiene más poder".
Sin embargo, con el tiempo los griegos se encargarían de eclipsar y
negativizar a Hécate y, más tarde, ya en época cristiana, la diosa sería
considerada una figura diabólica, la reina de las brujas y los espectros
nocturnos, fundida con la oscura Lilith de la tradición hebrea.
Hécate.
La demonización de la diosa lunar ha sido el mecanismo simbólico que el
patriarcado ha empleado para castigar la ambivalencia femenina, confinando
ciertas facetas de la mujer al territorio de las tinieblas, con todo cuanto esto
comporta de culpabilización y rechazo. Sin embargo, conviene subrayar la
figura de Hécate como diosa de los crepúsculos, los umbrales y las
encrucijadas. Se trata de símbolos ambivalentes asociados a las etapas de
deriva o cambio existencial y que, al mismo tiempo, dejan en evidencia la
unión y complementariedad fundamental de los opuestos. ¿No son los
crepúsculos, matutinos y vespertinos, la prueba que a diario recibimos de que
los ámbitos diurno y nocturno, la luz y la oscuridad, se reconcilian y funden
en una estremecedora y profunda unidad?
Ambivalencia que nos hace recordar que, tomada en su unilateralidad, la
luz solo puede garantizar un conocimiento parcial e ilusorio de lo existente,
puesto que, al iluminarnos el cielo, nos ensombrece las estrellas. No obstante,
el patriarcado se ha empecinado en distinguir y privilegiar una cara
exclusivamente diurna y luminosa de nuestro existir, remitiéndola al polo
elevado y masculino del alma y la razón. Primero, bajo el patrocinio de los
dioses varones paganos; luego bajo el gobierno del dios único de las
religiones monoteístas; finalmente, bajo la prevalencia de la razón
instrumental, la mujer ha quedado siempre confinada al dominio de lo
nocturno. Bajo este estigma, se le ha negado, primero, la posesión de un alma
y, más tarde, un pleno ejercicio de la razón. Lo cierto es que para la
cosmovisión patriarcal, dualista y jerárquica, la ambivalencia de la diosa
lunar deja de representar el enigma de la vida y se convierte en motivo de
enconada desconfianza. Paralelamente, la mujer se transforma en aquello que
se opone y es inferior al hombre. Como la luna que alumbra con poca fuerza
en el cielo, ella es incapaz de brillar con una luz propia. Está, por tanto,
condenada a emplear una luz prestada, que proviene de otro.
Todo lo que alguna vez se domina y subordina debe, además, ser
escrupulosamente controlado. Y, justamente, un argumento recurrente para
justificar el control masculino sobre la mujer ha sido su fama de criatura
caprichosa e inestable. A los hombres se nos dice que es un esfuerzo vano
tratar de entenderlas pero que, en un acto de conmovedora solidaridad y
sublime sacrificio, habremos de quererlas. La mujer es vista como una
esfinge que nos confronta con su enigma. No obstante, como sugiere el
aforismo de Oscar Wilde, más conviene pensarla como “ una esfinge sin
secretos" , cuyo misterio, aparentemente incontrolable, se reduce a que
cuando dice “ no" quiere decir “ sí". Se trata, a lo sumo, de una esfinge
convenientemente animalizada, representante de un ganado de difícil manejo,
que es forzoso saber combatir y mantener a raya.
Lo cierto es que todas estas formas de negación cotidianas coinciden en
presentarnos a las mujeres como criaturas contradictorias y, por lo tanto,
incapaces de articular un discurso coherente. Debido a ello no cabría
reconocerles su autonomía ni su calidad de interlocutoras idóneas, puesto que
su palabra carecería de valor y consistencia. Igualmente inconsistente, el
comportamiento sexual femenino ha de juzgarse ambiguo y anómalo; de ahí
que la mujer, de naturaleza voluble, sería sexualmente más inconstante y más
proclive al adulterio. Tal es, justamente, el argumento que ha venido
fundando en Occidente la necesidad de pensar el cuerpo femenino como una
propiedad del hombre.
En nuestra cultura occidental el matrimonio ha sido tradicionalmente la
institución destinada a domar las veleidades del cuerpo y el alma de la mujer.
Se trata también de un mecanismo de domesticación de las viejas fases
lunares asociadas a la vida femenina, las cuales quedan reducidas a una
secuencia de roles estrechamente ligados a la apropiación masculina de la
sexualidad de la mujer. Así, bajo la mirada patriarcal, la mujer será la
muchacha virgen, luego la esposa y, finalmente, la viuda. Cosificada y
banalizada, será o bien el trofeo que se conquista, o bien un objeto disponible
para la violación, pero nunca jamás la dueña de sus propios actos, de su
propio cuerpo y tanto menos de su propia vida.
En este orden de cosas, es comprensible que a la mujer se le exija pisar a la
serpiente, no vaya a ser que, aprendiendo de esta, se salga de control, se
retuerza y se enrosque girando caprichosamente hacia el punto de vista
opuesto. Es conocida la estampa de la Virgen María pisando a la serpiente del
Edén, parándose sobre ella como quien se apura en esconder la mugre bajo la
alfombra. En esta imagen puede leerse una fuerte declaración de principios
acerca del modo fragmentario en que Occidente ha interpretado a la mujer. A
través de ella se nos dice que la redención / aceptación de la mujer en nuestra
cultura solo es posible si esta consigue avasallar su rostro ominoso y pecador,
justamente aquel rostro que mira hacia su cuerpo y su sexo, hacia su
afirmación y su autonomía, aunque esto implique negarse y exiliarse de sí
misma, poniendo límites a su complejidad y ambivalencia originales. De este
modo, la mujer toma distancia de la serpiente, deja de simbolizar la antigua
concepción de la vida y el mundo, eternamente muriendo y eternamente
renovándose, al igual que lo hace la luna.
Porque, al fin y al cabo, ¿no es la vida y sus veleidades, nuestro claroscuro
existencial, lo que el patriarcado condena cuando condena a la mujer? Así,
por ejemplo, la odiosidad de la doctrina católica en contra de la mujer parece
fundarse en su visión de la contradicción como una imperfección mayúscula.
Sencillamente : Dios no puede contradecirse. Lo perfecto excluye, por
definición, la contradicción y el conflicto ( así también, para el racionalismo
moderno lo propiamente científico ha de ser entendido como un esfuerzo por
eliminar la contradicción, la ambigüedad y la imprecisión ).
En “El martillo de las brujas" (Malleus Maleficarum) — el texto católico
que más ha contribuido a propagar el odio en contra de las mujeres en
Occidente y que fuera empleado como justificación para la caza de brujas
desarrollada por la Inquisición — encontramos una trasnochada definición
del género femenino como un “ mal necesario" , en la que se subraya
desdeñosamente el talante contradictorio de la hembra. Sustitúyase la palabra
“ mujer" por la palabra “ vida" y la misógina cita podrá leerse a la par de la
desconfianza que la visión patriarcal ha proyectado sobre la vida humana en
general :
“Qué puede ser la mujer sino la enemiga en la amistad, un castigo
inescapable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad
deseable, un peligro doméstico, un detrimento deleitable, un mal de la
naturaleza, pintada de bellos colores”.
Parecida etiqueta dejaron estampada los griegos sobre Pandora, quien,
según el mito, fue al mismo tiempo un regalo y un escarmiento que los dioses
olímpicos decidieron darle a la humanidad — una humanidad hasta entonces
compuesta solo por varones —. Como Eva en la tradición judeocristiana, los
griegos consideraron que la caja abierta por Pandora fue la puerta de entrada
de todos los males y los sufrimientos que recorren este mundo, tornándolo
imperfecto e inadecuado. La mujer, construida y ataviada bellamente por los
dioses, fue creada deliberadamente como una figura del mal, de la que más
vale desconfiar. Porque, como sentenciaba Hesíodo, confiar en una mujer,
ese ser seductor, es confiar en un engaño.
Pandora.
Pandora era un regalo engañoso, como también se suele calificar a la vida.
Un regalo divino y un engaño fatal. Justamente, la abominable serpiente del
huerto del Edén invitaba a Adán y Eva a confiar en lo que, se nos dice, es un
engaño. Pero, ¿hemos oído verdaderamente a la serpiente? ¿Sabemos
exactamente lo que tenía que decirnos?
El Génesis contado otra vez: Lilith
Sabemos que el Génesis contiene el relato de la creación del cosmos y de la
primera pareja humana por obra del dios primordial de la tradición hebrea,
conocido con el enigmático nombre de Yahveh. Vale la pena indicar, sin
embargo, que en el relato se nos ofrecen dos versiones alternativas sobre la
creación de los progenitores de la especie. En la primera se nos dice :
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen suya los creó,
macho y hembra los creó”.
Resulta llamativo que en esta versión — una especie de borrador
apresurado, dejado al azar entre las páginas del Génesis — no se establezca
una oposición y una jerarquía claras del macho por sobre la hembra, en
cuanto al orden y naturaleza de su creación. Como sabemos, cosa contraria
ocurre en la segunda versión de la creación de la pareja humana que nos
ofrece el Génesis, sin duda la más conocida y la que más consecuencias ha
traído en la conformación de nuestro imaginario.
En esta ocasión la jerarquía aparece claramente demarcada. Yahveh crea,
en primer lugar, al hombre, modelándolo con polvo del suelo e insuflándole
el aliento vital. Posteriormente, juzgando que su criatura no debía vivir en
soledad, decide fabricarle una ayuda. Hace caer al hombre en un profundo
sueño y extrae su costilla, a partir de la cual procede a dar forma a la mujer :
“ Carne de mi carne" , exclamará el varón, “ hueso de mis huesos" .
Aquí el hombre, Adán, parece haber comprendido muy bien de qué se trata
esto. Es un buen estudiante que repite de memoria la lección de su maestro.
La lección consiste en lo siguiente : para establecer un orden, para hacer del
caos de la vida un cosmos ordenado, es necesario, primero, diferenciarse de
manera irreconciliable respecto de lo otro, de lo distinto. El segundo
movimiento consiste en jerarquizar esta dualidad. Así, ante los ojos del
primer hombre aparece ese otro, la primera mujer. Salta a la vista que ella es
distinta a él. Para empezar, no fue formada desde el polvo, como él. No es
una creación directa de la divinidad, como sí lo es él. En definitiva, no es
igual a él ¿Qué es, entonces? Es un apéndice suyo, es decir, alguien que no es
otro enteramente, alguien que no puede tener identidad propia, un pedazo
suyo. Asumiendo esta visión, se sigue que, irremediablemente, ella está
subordinada a él, es de su propiedad. Está claro que, en el Génesis, el orden
patriarcal de dominación se narra a sí mismo. Y es este orden el que autoriza
a decir “ esto es mío, me pertenece" .
Pero ¿es posible continuar la primera versión del origen, esa que queda
trunca en el Génesis? La imagen de una primera pareja humana creada en
igualdad de condiciones nos remite, nuevamente, a un antes de Eva. Pero este
origen antes del origen hay que buscarlo fuera de los textos bíblicos.
Es preciso, entonces, que acudamos a la tradición oral hebraica, que nos
habla de Lilith como la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Esta historia,
recogida en el Zohar y en el Talmud, nos cuenta que Lilith se rebeló en
contra de Adán negándose a tener relaciones sexuales en la postura del
misionero. Lo que el hombre le exigía, ella lo consideraba una humillación.
En su negativa a acostarse debajo de Adán, Lilith argumentaba que ambos
habían sido creados del polvo y que, en consecuencia, eran iguales. Nótese
que, a diferencia de la creación de Eva ( surgida de la costilla del hombre ),
Lilith fue creada de la misma sustancia y al mismo tiempo que Adán.
John Collier, Lilith, 1892.
Pero la historia no queda ahí. Se cuenta, además, que tras su rebelión, Lilith
habría escogido exiliarse voluntariamente del Paraíso, desobedeciendo al
mismísimo creador. Conviene aclarar que la tradición le atribuye a Lilith la
posesión de un don muy especial. A diferencia de Adán, ella conocía el
inefable e impronunciable nombre de Dios y, enfrentándose al creador, habría
osado pronunciarlo. Si además se considera que en la tradición judía la
capacidad de articular el verdadero nombre de Dios es un don perdido, se
comprende enseguida que dicho atributo hacía de Lilith un ser altamente
poderoso.
Ahora, si consideramos que en la tradición hebrea conocer el nombre
secreto de alguien implica poseer uno de los más poderosos medios para
influir sobre él, la desmesura de Lilith alcanza cumbres insospechadas. De
hecho, diríase que la mejor forma de tomar control sobre algo es nombrarlo,
lo cual en cierta forma se infiere de ceremonias como el bautizo cristiano o
del hecho de que quien se convierte al Islam deba cambiar su nombre.
Recordemos, además, que en el Génesis Adán se nos presentaba como el
nomoteta, es decir, el creador del lenguaje y, por ende, de la acción de
nombrar como un acto creador de realidad. Adán es el repartidor de nombres.
Él es quien nombra a Eva y a todos los animales del huerto edénico. Solo
ignora el verdadero nombre de Dios.
Lilith, en cambio, es capaz de mirarse cara a cara con el creador. Hablamos
nada menos que de aquella criatura que representa a la mitad femenina de la
humanidad, una mujer dotada de un conocimiento supremo, que no vacila en
emplearlo con tal de no dejarse avasallar. Como se ve, nuestra versión
alternativa del Génesis ha invertido la postura del misionero.
Sin embargo, la tradición judeocristiana transformó a Lilith en un espectro
nocturno, la emparejó con Samael, el Satanás hebreo, o bien, la convirtió en
la madre de los demonios súcubos, es decir, aquellos que, según se creía en
tiempos medievales, se encargaban de recoger los rastrojos de semen donde
los hubiere, para embarazarse y parir más demonios ( justificación de
poluciones involuntarias y cuento con moraleja para desincentivar la
masturbación ). Lo cierto es que Lilith, lo mismo que Hécate, acaba
transformada en una figura del mal por haber accedido a un saber prohibido,
un saber que se supone no le corresponde. Y en eso Lilith se muestra también
afín a la serpiente.
Probablemente, una de las imágenes más famosas de Lilith sea la pintura
homónima de John Collier que la muestra desnuda, con el cabello rojizo y el
cuerpo ceñido por una gran serpiente, en una actitud íntima y sensual. ¿Puede
Lilith ayudarnos a entender lo que la serpiente tenía que decirnos?
De hecho, es posible apreciar un notable parecido entre Lilith y la
serpiente, si se considera que el llamado pecado original es, en rigor, una
transgresión de tipo intelectual. La serpiente les dice a Adán y a Eva que
comiendo del árbol se les abrirían los ojos, “ y seréis como dioses,
conocedores del bien y el mal". Bien mirado, el pecado original parece ser un
legítimo desacato ante la prohibición de acceder a un determinado
conocimiento, una acción que desmantela, de paso, las pretensiones del
creador de estar en pleno control de dicho conocimiento, en virtud de un
privilegio de posesión, autoritario y excluyente. Tanto Lilith como la
serpiente pueden ser vistas como las catalizadoras de este esencial desacato,
sin el cual no se habrían despertado las facultades y el espíritu de curiosidad
inherentes a nuestra condición de seres humanos.
Pero Adán y Eva, muy lejos de sentir orgullo por haber abierto los ojos,
caen presa de una maldición por haber seguido a la serpiente. Y el resto de la
historia es de conocimiento general.
Inanna/Ishtar.
Para contar de manera distinta la historia del pecado y la caída, es preciso
rastrear los orígenes mitológicos de Lilith. Se sabe que Lilith es una
derivación — y una negativización — de Inanna o Ishtar, la reina del cielo y
la tierra de la cultura sumeria babilónica en Mesopotamia. Como a Hécate, a
Lilith le correspondió transformarse en un espectro, manteniendo únicamente
la faceta destructiva o fatal de la Diosa, con la que solía representarse la
capacidad de la vida para devorar y retirar lo creado. Sin embargo, la
mitología sumerio babilónica relacionaba originalmente a Inanna / Ishtar con
el planeta Venus y sus fases ambivalentes : quienquiera que mire al cielo
notará que Venus hace su aparición dos veces en la jornada, destacando como
la luz más brillante en cada crepúsculo, matutino y vespertino. En
Mesopotamia, como lucero matutino, Venus era la virgen. Como estrella
vespertina, era la prostituta.
Si nos remontamos a la cultura sumeria — a la que le debemos, entre otras
cosas, la invención de la escritura —, descubrimos que allí existió lo que se
ha denominado la prostitución sagrada, la cual era ejercida por las
sacerdotisas de la diosa Inanna. Junto con el oficio de escriba, la prostitución
sagrada se destacaba como uno de los roles más relevantes y prestigiosos
dentro de esta sociedad. Naturalmente, la idea de una prostitución sagrada
resulta del todo ajena a nuestra comprensión, debido, en buena medida, a la
connotación eminentemente mercantil y alienante que entre nosotros adquiere
la prostitución. No obstante, entre los sumerios la prostitución y la sexualidad
eran vistas como expresiones de carácter sacro. Como vicarias de la Diosa,
las sacerdotisas sumerias o hieródulas — palabra de origen griego que
significa “ sirviente de l o sagrado" — cumplían la misión de conducir los
hilos de la vida en conformidad con Inanna, la Diosa, quien también era la
prostituta o hieródula del cielo. En los templos de la Diosa, las sacerdotisas
prestaban servicio mediante uniones sexuales con hombres, ceremonias de
carácter ritual que propiciaban la fertilidad de la vida humana, animal,
vegetal y cósmica. Los hombres que acudían allí no solo contribuían a
propiciar la renovación general, sino que ellos mismos, observando la
disciplina del rito, experimentaban un proceso iniciático, una muerte, seguida
por un renacimiento o regeneración hacia realidades o estados superiores.
Kali y Shiva.
Como la Diosa, la figura de la hieródula es profundamente ambivalente. En
el rito convergen las dimensiones de lo sacro y lo material, lo alto y lo bajo,
lo espiritual y lo instintivo, entendidas como facetas complementarias. Pero,
asimismo, en este ritual no están ausentes el dolor y el peligro. No se olvide
que la unión sexual con la sacerdotisa es la unión con la Diosa. Y si bien se
trata de una figura nutricia y maternal, es también una amante
extremadamente severa y hasta monstruosa. En este sentido, la Diosa madre
recuerda la figura de Kali o Durga, diosa del hinduismo y pareja del dios
Shiva, a quien se representa explícitamente como un monstruo sanguinario y
cruel. Ataviada con un collar de cabezas de hombres y blandiendo un arma en
cada una de sus muchas manos, Kali danza sobre el cuerpo tendido de Shiva,
en medio del caos y la destrucción. Pero Shiva, más astuto que Adán y que
muchos otros hombres, ha observado con atención y ha aprendido que se trata
solo de una fase o faceta de la Diosa y que es preciso — y, además, es valioso
— aprender a sobrellevarla. Así, se dice que el Dios finge estar muerto hasta
que la furia de Kali se apacigua, o bien, se dice que Shiva finge ser un bebé
hasta que la criminal, la cortadora de cabezas, torna otra vez a ser la madre
generosa que prodiga inspiración y riquezas.
La Diosa sumeria, como Kali, está compuesta por luces y sombras, mezcla
de creatividad y destrucción. Es placentera y aterradora. De ahí que el abrazo
sexual de Ishtar / Inanna, encarnada en la hieródula, implicara la muerte ritual
del hombre. Pero esta muerte tenía siempre una ganancia.
Ciertamente, el encuentro sexual con la Diosa hace recordar a la mantis
religiosa, insecto famoso por la posición que adoptan sus enormes patas
delanteras, dobladas frente a su cabeza como si rezara una plegaria cuando,
en realidad, se dispone a cazar, y célebre también porque la hembra devora y
decapita al macho en el momento del apareamiento. Pero, como observa el
poeta José Watanabe ( en su poema titulado, precisamente, “ La mantis
religiosa" ), ante la cáscara sin vida en que se transforma el cuerpo del
macho no podemos negar la posibilidad de que su última palabra haya sido de
agradecimiento.
Buscando a Lilith nos dejamos conducir hasta los templos de la Diosa
sumerio babilónica, a la figura de la hieródula y al ritual propiciatorio de la
fertilidad, que es también un rito iniciático de muerte y renacimiento. Pero
¿qué ocurría exactamente en dicho ritual? Una historia nos ofrece pistas. Se
trata del relato de la creación de un hombre, Enkidú, y su metamorfosis
asistida por una hieródula, relato de origen sumerio que forma parte de La
epopeya de Gilgamesh, una de las historias más antiguas de la humanidad.
La historia nos cuenta que los habitantes de la ciudad de Uruk, cansados de
soportar la tiranía de su gobernante, Gilgamesh, ruegan a la diosa Inanna para
que les envíe un vengador. Inanna accede a ayudar y modela un hombre a
partir de la tierra, a quien llamará Enkidú ( nótese que la Diosa es aquí la
encargada de otorgar la vida al hombre, además de hacerlo ingresar al mundo
). Pero ocurre que, apenas es depositado en la tierra, Enkidú echa a correr
instintivamente junto a las gacelas y las bestias de la estepa. Con todo el
cuerpo cubierto de pelos, no hay gran diferencia entre él y la manada, y
juntos alegran su corazón bebiendo del abrevadero.
Mientras tanto, comprendiendo que su paladín aún no está listo para venir
en su ayuda, los habitantes de Uruk deciden llamar a Shámhat, la hieródula,
para que marche a la estepa y haga al salvaje “ su oficio de hembra".
Presentándose ante Enkidú, la hieródula deja caer su velo y descubre su sexo.
El relato nos dice que, durante seis días y siete noches, “ él gozó su posesión"
y “ ella no temió, gozó su virilidad". Una vez que ambos se hubieron saciado,
Enkidú intenta vanamente regresar con las gacelas, pero, para su pesar, todas
las bestias de la estepa se apartaban de él. Sin dudarlo, intenta perseguirlas,
pero su cuerpo no le responde como antes. Algo había cambiado.
Confundido, Enkidú se arroja a los pies de Shámhat, quien lo recibe diciendo
: “¡Eres hermoso, Enkidú, pareces un dios !¿Por qué con bestias has de
correr por la estepa?”.
Ya era hora de que Enkidú se despidiera de las bestias. Se comprende que
la ceremonia iniciática era un coito, un alumbramiento y una misa de
difuntos, todo a la vez. Hasta antes de cruzarse con la hieródula, Enkidú vivía
despreocupadamente la vida de las bestias, un estado silvestre de perfecta
inconsciencia, similar a la vida paradisíaca y sin contratiempos que llevaban
Adán y Eva en el Edén hasta que, dejándose tentar por la serpiente, abrieron
los ojos y comenzaron a discernir. Sin duda que algo murió al comer la
manzana, y murió en el instante preciso en que algo distinto estaba por nacer.
Así también, la hieródula, vicaria de la Diosa, es la encargada de remover la
vida de la bestia para que nazca un ser propiamente humano, provisto de
consciencia y autonomía. De Enkidú se nos dice que, tras esa iniciación, “
había madurado y logrado una vasta inteligencia". Como quien deja atrás el
universo uterino, una nueva vida y un nuevo mundo habían comenzado para
él.
Estamos ante un ancestro remoto — y libre de censuras — del cuento La
Bella y la Bestia; una metamorfosis suscitada por unas relaciones emotivas y
sexuales que sirven como iniciación o rito de paso para acceder a una
dimensión propiamente humana. Y si miramos con atención notaremos que
estamos también ante una versión alternativa de la historia del pecado
original y la caída, una versión que no precisa un culpable ni nos mortifica
con una visión fatalista y trágica de nuestra condición humana. Una versión
que no condena la ambivalencia femenina y en la que el hombre no está
llamado a apropiarse del cuerpo de la mujer, ni la mujer está condenada a
refrenar sus instintos y a dejarse someter.
Porque no olvidemos que la hieródula era también la diosa Inanna, era
Ishtar, era una emanación de la Diosa madre, quien era Lilith y también la
serpiente. Y es Eva, la mujer, quien acude al llamado de la serpiente y con
ella va la humanidad completa.
Visto así, dejarse tentar por la serpiente equivale a acceder a una revelación
muy profunda, aquella que nos lleva a abrir los ojos, a sobrepasar estados
instintivos y acceder al mundo de la consciencia humana, el mundo de las
palabras y la razón, de los símbolos y la cultura. El Génesis nos enseña que,
al abrir los ojos, Adán y Eva advirtieron lo contradictorio y pudieron
discernir. Había bien y mal, arriba y abajo, desnudo y vestido, blanco y
negro, humano y animal, humano y divinidad, vida y muerte, hombre y
mujer, yo y tú, nosotros y ellos. Todo eso y mucho más es lo que hay. Pero
discernir no implica necesariamente oponer y jerarquizar. Y, asimismo, este
último tipo de apropiación racional del mundo, al que tan acostumbrado
estamos, no equivale necesariamente a comprender.
Por el contrario, habituarse a oír lo que la serpiente tiene que decir nos
enseña a mirar de frente la realidad del mundo. Y lo que vemos es un mundo
cambiante y dinámico que, como la serpiente, emerge de la cáscara muerta de
su forma anterior, en un devenir que es norma de la vida. Un mundo que,
como la Diosa, aun puede contemplarse como aquella gran madre terrible y
generosa a la vez, la que nos inicia haciéndonos entrar en el flujo de la vida
para luego retirarnos, la que propicia la fertilidad y la creatividad y también
corta cabezas. Al fin y al cabo, la serpiente nos dice que vivir en la
ambivalencia y el devenir de la materia no es un defecto, que nuestra
perfección como humanos consiste en que somos imperfectos ( vale decir, no
completamente hechos o finiquitados ): somos acontecimientos en marcha,
algo inacabado.
Si hemos sido capaces de acceder a esta comprensión ha sido porque Eva,
afortunadamente, declinó obedecer a Yahveh y prestó atención a la serpiente.
Al hacerlo, Eva recuerda que, antes de ser Eva, fue Lilith. Lo que, a su vez,
nos recuerda a todos que la historia del origen, eso que se supone que nos
explica y justifica, siempre puede ser narrada de otra manera. Siempre es
posible, y también saludable, ensayar mejores maneras.
CAPÍTULO 2
La historia occidental contada desde la vulva
El origen del mundo
Un primerísimo primer plano a la cadera baja de una mujer que nos enseña su
vulva y el matorral negro y espeso de su pubis. Ese primer plano corta el
cuerpo de la modelo, impidiéndonos ver su rostro, el cual se fuga de la escena
oculto bajo una maraña de sábanas blancas. La Descripcion corresponde a la
que, muy probablemente, sea la obra de arte más controvertida y repelida de
Occidente. El pequeño lienzo pintado al óleo hacia 1866 pertenece al artista
francés Gustave Courbet y, aunque este declinara bautizarlo en su momento,
ha sido conocido por el sugerente nombre El origen del mundo (L’Origine du
monde). Una larga historia de censuras y ocultamientos ha acompañado a
esta pintura desde su creación.
Gustave Courbet, El origen del mundo, 1866.
Se dice que la pintura fue un encargo de un diplomático y coleccionista
turco, quien la mantenía oculta tras una cortina verde, que ocasionalmente
descorría para sorprender a alguna visita selecta. Se dice también que su
siguiente dueño lo adquirió en una subasta y que optó también por
mantenerlo escondido bajo otro cuadro del propio Courbet que, irónicamente,
representaba un castillo cubierto por un manto de nieve. Lo cierto es que, por
más de cien años, el destino del cuadro consistió en caer en manos de
diferentes propietarios (entre los que destaca el psicoanalista Jacques Lacan),
quienes una y otra vez reiterarían el gesto de poseerlo en secreto y
mantenerlo escrupulosamente oculto en las sombras.
Una frase ocurrente nos dice que el sol y la muerte son las dos cosas que no
se pueden mirar de frente. La biografía del cuadro de Courbet parece
enseñarnos que la vulva debe contarse entre estas cosas que deslumbran e
inquietan al punto de preferir cerrar los ojos. De forma análoga, en El jardín
perfumado, un antiguo libro erótico árabe —al estilo del Kama Sutra—
escrito hacia el siglo XV por el jeque Al-Nafzawi, se aconsejaba no mirar con
demasiada frecuencia el interior de la vagina, pues ello ocasionaba la pérdida
irremediable de la visión. Como ejemplo se mencionaba lo acontecido con un
califa de Damasco que tenía por costumbre examinar el interior de las
vaginas de sus amantes. Cuando le advirtieron que eso podía ser perjudicial
para sus ojos, el califa se mostró por completo indiferente: “¡Están todos
locos! —respondió— “¿O es que acaso existe mayor delicia que esta?”. El
califa no modificó la costumbre que tanto placer le ocasionaba y no tardó
mucho en quedarse ciego.
A su manera, el gesto de ocultar celosamente el cuadro de Courbet
responde al lugar simbólico que ha ocupado el sexo femenino dentro de la
cultura patriarcal occidental: el espacio de lo fascinante y lo aterrador, de
aquello que, aunque se desee, no se puede mirar fijamente sin correr un
riesgo tremendo, incluso mortal. Justamente, al constructo simbólico donde
arraiga este terror ancestral algunos estudiosos lo llaman "la vagina dentada",
es decir, el sexo femenino entendido como algo monstruoso capaz de
devorarlo todo. A lo largo del tiempo, infinidad de culturas de los más
diversos rincones del planeta han replicado este arquetipo a través de cuentos
folclóricos, chistes, mitos y leyendas. Lo ocurrido con el califa de Damasco
es una variante suavizada de este modelo. Un ejemplo más crudo lo podemos
encontrar en el mito creacional griego, donde se menciona que, allá en los
tiempos primordiales, Urano, dios celeste, tomó a la diosa tierra Gea, su
madre, como cónyuge. Muy pronto, el padre celestial descubre con espanto
que entre su descendencia nacería otro dios que lo destronaría. Para evitar
esta suerte, Urano toma a Gea por la fuerza —en lo que vendría a ser la
primera de todas las violaciones— y se propone perpetuar un coito cósmico
interminable, de manera que jamás pudiera salir del interior de Gea la vida
que en ella se estaba gestando.
Dentro de Gea se engendraban vidas en cautiverio. Dicha situación no
varió hasta que la diosa se confabuló con el menor de sus hijos, Cronos, dios
del tiempo —y, por consiguiente, del devenir que todo lo devora—, quien
sería el encargado de liberar a sus hermanos, en la primera insurrección
surgida desde las profundidades de la matriz de Gea. Con este propósito la
diosa le entrega una guadaña afilada —los "dientes"— con la que el joven
dios acaba cercenando el celestial pene de su tiránico padre, a quien, en
efecto, sustituye.
Empapándose de estas historias se educaban sentimentalmente los antiguos
griegos. Sin embargo, debiese llamar la atención que, a tres mil años de
distancia, el aprendizaje cultural de los hombres occidentales siga
prescribiéndoles el deseo de acceder a las vaginas de las mujeres, pero al
mismo tiempo se los llame a sentir asco, a despreciarlas, repelerlas y también
temerlas. No se precisa mucho psicoanálisis para comprobar que la "vagina
dentada" se nos sigue ofreciendo a diario como una imagen cultural
influyente. Desde luego, considerando el casi universal entusiasmo que
concita una felación —donde, en efecto, hay dientes implicados que,
eventualmente, podrían desgarrar el miembro masculino—, resulta irónico
que la vulva y sus jugosidades, incluido el sangrado menstrual, siga
manteniéndose como un tabú y prestándose tanto para vergüenzas como para
tortuosas y castradoras fabulaciones. Cualquiera sea la anécdota infamante
que un hombre conozca sobre la vulva, la moraleja siempre será que dejarse
llevar por su succión equivale a quedar por completo despojado de toda
voluntad. Hoy, como ayer, mirar de frente la vulva es mirar directamente a
Medusa, la Gorgona del mito griego, una mujer-monstruo con cabellera de
serpientes venenosas y cuya mirada convertía a los héroes en estatuas de
piedra. Medusa misma es la vulva de Courbert y las serpientes son las greñas
del vello púbico. Es el símbolo de un caos irresistible y aterrador. Algo que
más conviene desterrar a las tinieblas del inconsciente.
No fue sino hasta el año 1995 que El origen del mundo al fin salió de la
clandestinidad a la luz, cuando pasó a formar parte de la colección
permanente del Museo de Orsay, en Francia. Desde entonces se mantiene en
exhibición, rodeado de una férrea vigilancia, como un eterno sospechoso o un
prisionero en libertad condicional. Sin embargo, cada cierto tiempo, el cuadro
parece arreglárselas para suscitar nuevas polémicas. No hace mucho, en
2011, la pintura de Courbet se transformaba en noticia mundial, luego de que
Facebook cerrara la cuenta de un usuario que había empleado la imagen del
cuadro como foto de perfil, por considerar que vulneraba las condiciones de
uso de la red social. Junto con dejar en evidencia la proverbial ignorancia y
mojigatería de quienes controlan dicho espacio virtual, el incidente viene a
mostrar la feroz alarma que produce la vulva cuando se exhibe de manera
explícita, fuera de los magros conductos de difusión que se le han asignado,
entre los que destacan la pornografía y, hasta cierto punto, la higiene.
Lo cierto es que el cuadro de Courbet es una de las víctimas más preclaras
de la manía del patriarcado occidental por hacer desaparecer del horizonte
todo lo concerniente al sexo femenino. Y es que la práctica habitual en
nuestro milenario modelo cultural ha sido suprimir de raíz el sexo femenino
de nuestro imaginario, para lo cual, en primer lugar, se lo ha dejado fuera del
lenguaje. Es un silencio. El "allá abajo" de las mujeres es una zona
innombrable, apenas referible a través de complejos rodeos. La palabra
vagina, de origen latino, que es la forma la que con frecuencia nos referimos
al sexo femenino, entre los romanos solía significar "funda", “estuche" o
"vaina". ¿Para envainar la espada? Desde luego.
Teniendo en cuenta nuestro aprendizaje cultural, no ha de extrañarnos que
al aludir al sexo femenino sustituyamos el todo por la parte y a esa totalidad
la conozcamos como vagina, es decir, por el nombre del conducto que recibe
el pene y funciona como canal de parto. ¿No es eso todo cuanto importa saber
en relación con el sexo de las mujeres? Lo cierto es que, durante miles de
años, al sexo femenino se lo ha entendido exclusivamente como el sitio
donde el hombre puede procurarse placer y también reproducirse. Resultaría
impensable, por otra parte, que al pene se le designase bajo el nombre de una
de sus partes, por ejemplo, escroto.
Otra forma de omitir la vulva consiste en dejarla fuera del ámbito de la
representación visual, donde apenas puede vislumbrase como una falta, un
hueco, una carencia. Lo dicho se comprueba con la mayor facilidad. Basta
con pedirle a cualquiera, a usted, por ejemplo, que tome lápiz y papel y
garabatee un pene. Nada más sencillo, ¿no es así? Podemos encontrarlo en
cualquier pared, baño, pupitre o pizarra escolar. Una niña pequeña lo conoce
aun antes de decidirse a poner un espejo entre sus muslos y mirar qué tiene
ella ahí abajo. Su popularidad es tal que de seguro ni el menos diestro de los
dibujantes olvidará trazar con gran acierto sus partes constitutivas, pues el
modelo se reproduce en cada rincón del mundo. En cambio, si se solicita a
cualquiera que dibuje una vulva ¿sería capaz de delinear cada una de sus
partes, los labios mayores y menores, el clítoris y la capucha clitoral?
Hasta donde entiendo, El origen del mundo hizo su última aparición
mediática durante en el verano de 2014. En esa ocasión, la artista Deborah de
Robertis irrumpió en el salón donde se exhibe el cuadro en el museo de
Orsay, levantó solemnemente sus faldas y, en cuclillas, justo bajo el cuadro
de Courbert, se abrió con sus dedos los labios externos hasta mostrar abierta
y claramente la entrada de su vulva. Se trataba de una performance
acompañada por una pista del Ave María y un discurso grabado donde repetía
una especie de letanía. Los guardias de seguridad no tardaron en expulsar a la
performista ante la mirada atónita y el mal disimulado desagrado de todos los
amantes de las bellas artes que visitaban el museo.
Actos como este se reiteran cada vez con más frecuencia y, la mayoría de
las veces, son tildados de groseros o de pésimo gusto. Esto resulta
ciertamente paradójico, teniendo en cuenta que vivimos en sociedades donde
prácticas como el upskirting —ese tipo de acoso callejero que consiste en
grabar y fotografiar a las mujeres por debajo de sus faldas— resultan del todo
habituales y rara vez acaban siendo sancionadas. Sin embargo, la reacción
más instantánea e intuitiva cada vez que una mujer levanta sus faldas en un
contexto público es de violento rechazo, sobre todo si el gesto parece no
coincidir con sus "usos" y "marcos" culturalmente legitimados sino que, por
ejemplo, pide ser leído como una forma de desafío y de protesta.
Se ha dicho, con exactitud, que el modelo patriarcal solo cambiará a
medida que se genere un desplazamiento simbólico que modifique de manera
profunda nuestra relación con la realidad. Por lo mismo, la visibilización de
la vulva, que implica una reapropiación de las mujeres sobre lo que, de
hecho, les ha pertenecido siempre, constituye un verdadero acto político. Un
acto creativo que, junto con generar una nueva imaginería genital femenina,
puede enseñarnos otra forma de mirar nuestro mundo. Porque, en realidad, si
hasta ahora nos hemos resistido a mirar de frente la vulva no ha sido porque
al hacerlo corramos un peligro mortal, sino que, más exactamente, porque la
vulva (como las estrellas) corresponde a ese tipo especial de cosas que no se
pueden mirar sin pasar a observar el mundo desde ellas. Y nuestro mundo
occidental, el mundo histórico y cultural que habitamos, se ve en verdad muy
distinto si lo miramos desde la vulva.
La risa de Baubo
Estatuilla de Baubo, s. iv a. C.
Puede ser que una pintura como El origen del mundo nos siga pareciendo
algo extraño o excepcional. Sin embargo, las representaciones de la vulva
abundan en los registros arqueológicos más antiguos del mundo, testimonios
de un pasado humano en que los genitales femeninos, muy lejos de
escamotearse,
eran
considerados
sagrados.
existen
abundantes
representaciones vulvares en pinturas rupestres que datan del Paleolítico,
como las que adornan las cavernas de Lascaux o La Ferrassie en Francia. Las
hallamos también en numerosas estatuillas femeninas que ostentan su vulva y
que eran empleadas en ceremonias, fiestas y todo tipo de rituales durante el
Neolítico y la Antigüedad clásica. Especialmente atractivas resultan ciertas
figuras desenterradas en Grecia, entre las ruinas del santuario de Eleusis, el
centro religioso más importante del mundo antiguo, escenario de los famosos
"misterios", un conjunto de ritos iniciáticos que perduraron por más de dos
mil años, desde tiempos arcaicos hasta los estertores del Imperio romano
occidental. Estas estatuillas representan mujeres levantándose la falda o
directamente mujeres-vulva, es decir, figuras femeninas cuyos rostros
aparecen ubicados en el sitio del vientre, rostros risueños provistos de
barbillas cuya hendidura en forma de V corresponde a la ranura vulvar y la
entrepierna. En estas alocadas figuras lo de arriba se confunde y se permuta
con lo de abajo, como si el cuerpo entero hubiese dado una voltereta.
Tales figuras representan a una mujer mítica llamada Baubo o Yambé, la
primera mujer, hasta donde se tiene registro, que levantó su falda y mostró
orgullosa su vulva sin el menor decoro. Conocemos a Baubo/Yambé debido a
su breve pero significativa participación dentro del que, a mi juicio, es el más
bello de todos los mitos que nos dejó la antigua cultura grecolatina: la historia
del rapto de Perséfone-Koré a manos de Hades y su desesperada búsqueda
por parte de su madre, la diosa Deméter. Valga indicar que ambas diosas son
divinidades asociadas con la tierra y la agricultura, la vegetación y la
fertilidad, en especial, de los cereales como el trigo (de ahí también el
nombre latino de Deméter, Ceres). También el raptor, Hades, se vincula con
el mundo telúrico, más exactamente con el inframundo, vale decir, el estado
inferior del mundo o el "seno" de la Tierra. ¿El ámbito infernal de la muerte?
Sí, desde luego. Pero tal espacio no tenía, entre los griegos y los romanos,
aquella carga moral que le imprimiera más tarde el cristianismo como sitio de
condenación. Igualmente, como el propio mito se encargará de mostrar, la
muerte aquí debemos entenderla en su relación con la tierra, que engendra
todas las cosas y luego las vuelve a tomar, en un ir y venir constante de
muerte y renovación.
Pero, para comenzar con el relato, debemos subir hasta las alturas del
Olimpo. Así como hoy vemos a los señores del mundo que, desde la
comodidad de sus oficinas en lo alto de encumbrados rascacielos, deciden si
habrá guerra en lugares remotos, en los tiempos del mito griego era el Padre
Zeus quien, desde su trono sobre las nubes, decidía la suerte de humanos y
dioses. Y, en esta ocasión, había resuelto entregar a su hija Koré a su
hermano Hades para que fuese su esposa. Por supuesto, ni Koré ni Deméter
habían tomado parte en el asunto y desconocían por completo esta decisión.
El mito nos presenta a Koré haciéndole honor a su nombre, que significa
"niña", “jovencita" o "doncella", una chica libre, sin atadura a un varón. Así,
la vemos correteando por colinas y bosques, recogiendo flores
despreocupadamente en compañía de sus amigas, las hijas del dios Océano.
Cual astuto cazador, Hades hace brotar un hermoso y radiante narciso justo
frente a su joven presa. Una vez que la muchacha muerde el anzuelo, el dios
surge desde las profundidades de la tierra montado sobre su carro y se lleva a
Koré al inframundo para que sea su esposa por la fuerza. Los antiguos mitos
griegos están plagados de violaciones de los dioses a humanas y a otras
diosas, todos hechos alevosos y casi todos impunes. Como veremos, el rapto
de Koré constituye una excepción a esta regla.
Angustiada ante la desaparición de su hija y la absoluta indiferencia de los
dioses, Deméter decide abandonar el monte Olimpo. Así, mientras la hija
palidece de pena en el inframundo, la madre desconsolada adopta la forma de
una vieja harapienta y se echa a recorrer las tierras de los humanos buscando
infructuosamente a su hija, sin detenerse a beber ni a comer nada.
Todo parecía marchar según lo pactado por Zeus y Hades. No obstante,
ninguno de ellos pudo anticipar los devastadores efectos que traería la gran
aflicción de la diosa de las cosechas. Y es que si la diosa Deméter, dueña de
la fertilidad de la tierra, se deprimía y perdía su vitalidad, significaba que el
mundo entero quedaba irremediablemente sumido en la esterilidad y la
parálisis. Y así ocurrió, exactamente. Al cabo de pocos días, no solo la
vegetación se había secado por completo, sino que nada más volvió a
germinar sobre la faz de la tierra. Nada nuevo bajo el sol. Los seres humanos
tampoco se reproducían. Era ese el primero y el más cruento de todos los
inviernos de la Tierra. Un invierno que al parecer no acabaría jamás.
Es justamente en este punto del relato donde interviene Baubo, también
llamada Yambé. Sus dos nombres provienen de las dos versiones en que el
mito se bifurca. En la versión atribuida a Homero, Yambé —de cuyo nombre
provienen los antiguos poemas yámbicos o satíricos griegos— será una
sirvienta del palacio de los reyes de Eleusis, quienes, sin sospechar que se
trataba de una diosa, habían llevado a la anciana Deméter para que sirviera
como institutriz de uno de sus hijos. Como la viera tan desganada y triste,
obstinada en su interminable ayuno, Yambé procura animar a la diosa. Le
ofrece una humilde silla para que descanse, le ofrece también algo para
comer y beber, lo que Deméter rechaza terminantemente. Ante esto, nos dice
Homero, Yambé opta por pronunciar una serie de palabras obscenas
acompañadas con gestos irrisorios que no tardan en sacarle más de una risa a
la diosa Deméter.
La otra versión, proveniente de los textos órficos, es la más explícita. Acá
no hay palacios ni reyes de Eleusis. Hay, en cambio, una modesta choza
donde vive una pareja de campesinos que hospedan a la diosa e intentan
brindarle ayuda. La mujer, acá nombrada Baubo —nombre que en griego
antiguo significa "vulva"—, realiza una danza obscena ante la abatida
Deméter, la que concluye con su gesto más característico: el "ana suromai",
vale decir, el gesto de levantar sus faldas y exponer sus genitales, gesto que
provoca la carcajada irrefrenable de la diosa de las cosechas. Tras ello,
Deméter muda su humor y acepta de buena gana la bebida ofrecida por
Baubo, una bebida enigmática llamada kykeon, que se dice estaba hecha con
agua de cebada y menta, además de otros ingredientes secretos, y que
cumplía un rol fundamental en los misterios de Eleusis. De hecho, el mito
menciona que fue la propia diosa quien, tras revelar su identidad, y en señal
de gratitud a la gente de Eleusis, estableció su templo allí e instituyó los
famosos misterios.
Lo cierto es que la obscenidad de Baubo/Yambé desencadena el fin del
ayuno de Deméter y el restablecimiento de su buen humor. La intervención
de la mujer-vulva fue decisiva. Es tras este episodio que Deméter inicia su
recuperación, que adquiere un nuevo vigor que, al fin y al cabo, le permitirá
torcer la mano de Zeus y recuperar a su hija.
Así, una vez que son descubiertos por Deméter, a Zeus y a Hades no les
quedará más remedio que capitular. El mito nos habla de un acuerdo
alcanzado entre los dioses: Deméter se compromete a dejar que el mundo
florezca. A cambio, su hija deberá ser devuelta cuanto antes. Y así ocurrió,
efectivamente. El poema homérico narra de manera preciosa el reencuentro
de la madre con su hija. Deméter aguarda, impaciente en su templo de
Eleusis, la llegada de la carroza de Hermes, el mensajero de los dioses que
trae de vuelta a Koré. Cuando, al fin, los ve aproXImarse "ella corrió hacia su
hija, como una ménade corre por una quebrada montañosa". No obstante,
hundida en el seno de la tierra, Koré había experimentado un profundo
cambio; ya no era la niña que encontramos al comienzo del relato. Se había
transformado en Perséfone, la guía de las almas del inframundo. De hecho,
hay quienes han visto en este mito la recreación de un proceso de maduración
femenino, del paso de la niñez a la adultez. Sin embargo, no se trata de que
Perséfone, la mujer adulta, nazca del sacrificio que involucra la violación de
la niña Koré, como si el paso de un estado a otro en la mujer dependiese de
su sometimiento a un tirano señor.
El hecho es que, al momento de despedirse del inframundo, Hades le da de
comer a Koré-Perséfone los granos de una granada, uno de los frutos
prohibidos que abundan en los mitos de todo el mundo. Con ello, se nos dice,
la joven diosa quedaba atada, obligada a retornar al inframundo una tercera
parte de cada año. Me inclino a pensar que fue la propia Perséfone quien,
voluntariamente, y a sabiendas de las consecuencias, decidió probar los
granos. No en vano se ha dicho que la historia de Deméter y Perséfone es el
más femenino de todos los mitos. Esto no solo se debe al inusual
protagonismo que adquieren los caracteres femeninos dentro de un mito que
fuera tan popular y prestigioso en el contexto de una cultura patriarcal, como
fue la cultura grecolatina, y cuya influencia, se ha dicho ya, ha sido decisiva
para la conformación de nuestro imaginario occidental. Hay, además,
amarrado al corazón de este mito un verdadero código secreto, un mensaje
edificante y práctico que, en cierta medida, aparece velado para nosotros,
pero que se mostraba perfectamente nítido a los ojos de las mujeres de la
antigüedad.
En realidad hay una tremenda ironía en el desenlace de la historia. Y es que
mientras Hades pensaba que había tenido éXIto al obligar a Perséfone a pasar
cada año una temporada con él, en estricto rigor le había entregado un
método eficaz para proteger su independencia y libertad. Seguramente, el
dios del inframundo ignoraba que los granos que le dio de comer dejaban
estéril a la diosa. Efectivamente, en los antiguos textos médicos griegos y
romanos se suelen mencionar las propiedades abortivas de la granada, entre
otros frutos y hierbas. En particular, las semillas de granada fueron
ampliamente usadas en la antigüedad como método anticonceptivo natural y
todavía son empleadas en India, África y la polinesia.
A mi entender, el gesto de Baubo, la vulva parlante, nos muestra la clave
para comprender la secreta sabiduría que se oculta bajo la cáscara de este
mito. Ello explicaría por qué este gesto obsceno resultaba tan santo y tan
sagrado a ojos de las mujeres de la antigüedad. Y es que, al mostrar su vulva,
Baubo le recuerda a Deméter su poder de dar y quitar la vida. De hecho, si se
lee desde una perspectiva cósmica, el desenlace del mito daba por
inauguradas las estaciones del año o, más precisamente, la estacionalidad de
las cosechas. Esa es, de hecho, la interpretación más superficial y conocida de
esta historia: cuando Perséfone se encuentra acompañando a su madre en
Eleusis, la tierra brota y entrega sus frutos, el mundo goza de la primavera y
el verano; al descender junto a Hades, en cambio, la tierra parece yerma y
carente de vida; hablamos del otoño y el invierno. Pero ¿qué nos dice esta
moraleja sino que la vida está en constante movimiento, en constante flujo y
devenir? Los descensos y ascensos de Koré-Perséfone riman con los ciclos de
los astros y los ciclos de la vegetación en su continuo proceso de hacerse y
deshacerse, florecer y marchitarse.
Curiosamente, el significado más profundo del "ana suromai" de Baubo (el
gesto de exhibir la vulva) se mantiene aún oculto en ciertos chistes y
groserías que hasta el día de hoy nos decimos. ¿O acaso despachar a alguien a
las partes bajas no constituye la premisa básica de infinidad de groserías?
Bien entendido, por ejemplo, mandar a alguien a la concha de su madre no es
otra cosa que despacharlo a las partes bajas femeninas, lo que simbólicamente
equivale a regresarlo a la tierra, al origen —de nuevo, al "origen del mundo",
de todos nuestros mundos—, al útero, la matriz donde ha de disolverse y
volverse a crear. Equivale, pues, a matarlo y hacerlo renacer, dentro de una
lógica no binaria donde toda negación no puede sino ir de la mano con una
subsecuente afirmación.
La vulva es el origen del mundo
y también su destino
Bien entendido, el gesto de Baubo está en completa sintonía con la
cosmovisión prepatriarcal de la que hablamos en el capítulo anterior, según la
cual vida y muerte existen como un solo e inseparable concepto, ambas
dimensiones formando parte de un mismo cuadro en movimiento, muy lejos
de las dicotomías y oposiciones radicales en las que solemos inscribirlas hoy
en día. Así también, tal cosmovisión nos enseña una forma típicamente
femenina de espiritualidad, en que la obscenidad no aparece diferenciada de
lo sagrado y en que la risa de las mujeres y su cuerpo aparecen revestidos de
poderes muy especiales, relacionados con los ciclos de vida-muerterenacimiento.
Justamente, tiendo a creer que Deméter ríe ante el gesto obsceno de Baubo
pues su vulva funciona como una especie de talismán, como una contraseña,
algo "dicho entre las piernas", como una fórmula mágica que le permite
espantar sus temores y aflicciones. Es como si la vulva le dijera: “¡Cómo!
¿Acaso puede la diosa de la tierra y la fertilidad dejarse amedrentar por un
par de dioses ignorantes y autoritarios? ¿Puede Hades, es decir, las potencias
infernales de la muerte y la esterilidad, detener el avance de la vida? ¿Puedes
tú misma, a costa de obstinados ayunos, negar tu propia inagotable
vitalidad?”.
Asimismo, junto con plantear esta concepción de la vida y el cosmos, el
gesto de Baubo viene a recordarle a cada mujer la soberanía sobre su cuerpo
y su sexualidad y, por extensión, su soberanía sobre la vida: su capacidad
tanto para generarla como para suprimirla. Queda claro, entonces, que si
Perséfone volvía una temporada cada año al inframundo era porque ella así lo
quería. Era libre de desplazarse por donde quisiera, el cielo, la tierra y el
infierno, sin detenerse demasiado en ninguno de estos sitios. Su decisión era
firme y clara al coger las semillas de la granada: no sería madre y nadie sería
su señor. Era capaz de autogobernarse.
Pese al estado de brutal sometimiento en que vivieron las mujeres durante
la antigüedad grecolatina, hoy se sabe que al menos en el marco de los ritos
eleusinos y, en general, de las festividades en honor a Deméter y KoréPerséfone, pudieron gozar de importantes espacios de autonomía y libertad.
Quizás el ejemplo más notable de esto fueron las llamadas Tesmoforias,
festividades que se celebraban cada primavera, en las que se excluía por
completo la presencia de los hombres. En el contexto de estas fiestas, las
mujeres encontraban una inmejorable ocasión de romper el enclaustramiento
doméstico y escapar al control masculino. Y es aquí, justamente, donde
encontramos mujeres de la antigüedad, de carne y hueso, replicando el gesto
de Baubo, el cual, lo mismo que en el mito, debía ser dirigido de una mujer a
otra.
De hecho, la ostentación de la vulva debiese leerse como una señal de
complicidad y solidaridad entre las mujeres griegas. Se trata de una muestra
notable de aquel lenguaje común que, necesariamente, fue gestándose durante
miles de años de sometimiento patriarcal, un lenguaje espontáneo y familiar,
eximido de la reverencia y el decoro que debían guardar a diario. Todavía
más, si hemos de buscar un antecedente remoto de las luchas feministas de
hoy, debemos remontarnos hasta estas festividades. En tales espacios,
patrocinados por las diosas de la fertilidad, las mujeres pudieron estrechar los
lazos entre sí; eran verdaderos espacios de resistencia contracultural donde
compartían sin tapujos un corpus de conocimientos, que fue pasándose de
generación en generación. De hecho, la conexión entre las plantas y frutos
anticonceptivos y abortivos con el mito y los cultos a Deméter y Perséfone
sugieren que dentro de dichos espacios de resistencia las mujeres pudieron
educarse en la certeza de que el control de la fertilidad humana —tanto su
promoción como su supresión— estaba en sus manos.
¿No era eso, después de todo, lo que el gesto de Baubo quería decir? Sin
duda, Baubo representa una forma particularmente femenina de reír y
bromear, una forma de obscenidad castigada por nuestro modelo cultural
patriarcal, la misma que aún hoy en día escandaliza y enciende las alarmas,
no tanto, como se suele decir, porque no sea ese un lenguaje adecuado para
una dama o una señorita bien educada, sino que, más precisamente, porque en
el caso de las mujeres hablar de lo bajo —y aun hablar desde lo bajo—
siempre implicará una forma de empoderamiento sobre sus cuerpos y su
sexualidad. Y de ahí en más su soberanía sobre la vida y la muerte.
¿Acaso la vulva no tiene, entonces, sobradas razones para reír?
La antigua comedia griega nos ha dejado un bellísimo testimonio de lo que
pasaría si eventualmente las mujeres se organizaran para hacer uso de su
poder sobre la vida y la muerte. En particular, pienso en Lisístrata, obra
teatral escrita por el comediógrafo Aristófanes hacia finales del siglo v a. C.,
justamente en el periodo en que el mundo griego clásico colapsaba debido a
las funestas consecuencias de una lucha fratricida que enfrentaba a las dos
ciudades más poderosas, Atenas y Esparta, en la llamada Guerra del
Peloponeso. La obra recoge este contexto y pide ser interpretada como un
alegato antibelicista de valor universal. En esta obra son justamente las
mujeres de Grecia quienes se organizan para poner punto final a un conflicto
absurdo.
Lideradas por Lisístrata (cuyo nombre quiere decir "la que deshace
ejércitos"), las mujeres atenienses aprovechan la ausencia de sus maridos
—que se pasan los días entre batalla y batalla— y deciden tomar el control de
la acrópolis de la ciudad, en la que se guarda el tesoro de la misma. No
contentas con eso, declaran una extraordinaria huelga "de muslos cerrados",
la que se obstinarán en no deponer hasta que los hombres de Atenas y Esparta
firmen la paz y regresen a sus hogares. La chispa de la insurrección femenina
no tarda en extenderse a todas las ciudades griegas y las consecuencias de
este insólito motín no se hacen esperar. Por dondequiera que se mire, solo se
verán hombres angustiadísimos, muy erectos y adoloridos, expulsados tanto
de los centros urbanos como de las vulvas de sus esposas; de este modo, a la
obligada abstinencia sexual de los guerreros, se une la imposibilidad de
acceder a la acrópolis y disponer del dinero para la guerra. Por supuesto, el
éXIto de la medida es fulminante y arrollador. A la larga, a los hombres no
les quedará otra alternativa que ceder ante las mujeres y declarar la paz.
Ciertamente, la comedia nos muestra el mundo al revés, donde las mujeres
han tomado el control. Pero, bien leída, es mucho más que eso. Es la
pesadilla final del patriarcado. A la cultura de la dominación, de la guerra y la
muerte se le opone una fuerza mayor, imposible de derrotar. Pues, ¿cuál de
estas dos cosas resulta, a la larga, más destructiva y fatal? ¿La guerra o la
falta de sexo? Tome una espada y corte las cabezas de sus enemigos; a lo
sumo descabezará un ejército y ganará una guerra. Pero ninguna guerra ha
habido aún que haya podido acabar con toda la humanidad. En cambio, si
todas las mujeres sobre la faz de la tierra siguieran a Lisístrata y cerraran sus
piernas, ahí sí que sería inminente el fin de la humanidad.
Baubo ríe a carcajadas pues sabe que tiene la supremacía sobre la vida y la
muerte. Y este conocimiento, que fuera el patrimonio más valioso de las
mujeres del mundo antiguo, no se extinguió del todo cuando de dicho mundo
solo quedaron ruinas sobre ruinas, que el polvo se encargó de cubrir. Como
veremos a continuación, el legado de Baubo perseveró, de otras maneras y
por diversas vías, durante el patriarcado medieval. Y es que, en estricto rigor,
no fue sino hasta los albores de la modernidad capitalista que la risa de
Baubo fue perseguida y castigada de la manera más violenta y atroz que se
guarde memoria, al punto de casi haber quedado proscrita por completo de la
faz de esta tierra.
De eso se trató, en una última instancia, la llamada cacería de brujas de la
que ya tendremos ocasión de hablar.
Un feminismo medieval
¿Pudo Baubo levantarse la falda durante la llamada Edad Media? Una
respuesta afirmativa podría parecer increíble o, al menos, sospechosa, pues lo
medieval —lejos de prestarse para liberalidades de ninguna especie— se nos
presenta comúnmente como sinónimo de oscurantismo, de noche, de atraso,
de barbarie y de ignorancia. La Edad Media suele suscitar, al evocarla, una
sensación de laXItud ligada al recuerdo de una Iglesia católica con un
predominio total sobre la vida de las personas; suele también despertar una
sensación de opresión y rechazo al pensar en la intolerancia y el fanatismo
religioso, en las Cruzadas y en la Inquisición, o aun en las formas de
misoginia patriarcal más asesinas y atroces, que habrían llevado a la caza de
brujas en Europa, nada menos que la tragedia más dolorosa que registra la
historia de las mujeres en el Occidente patriarcal.
Pero, en realidad, los tiempos oscuros nunca son tan oscuros como nos los
pintan. Cuando en los textos o manuales de historia aparecen rótulos tales
como "decadencia", “oscurantismo" o "anarquía" para designar un periodo,
siempre se debe tener cautela. Por lo general, bajo estos nombres se esconde
la voluntad ideológica de opacar o pasar por alto momentos de la historia que
bien pueden ser interesantes. De hecho, apenas echamos un poco de luz sobre
los llamados "periodos oscuros" comenzamos a observar intensos
movimientos culturales y sociales, la emergencia de nuevas formas de
expresión, acaloradas polémicas, desafiantes ideas y cambios
revolucionarios.
Además, conviene aclarar de entrada que la caza de brujas no es un
fenómeno típicamente medieval, como se suele pensar. Por el contrario,
como ha señalado Silvia Federicci, los primeros juicios por brujería tuvieron
lugar en los albores de lo que conocemos como época moderna, hacia el siglo
XV, y se intensificaron a mediados del siglo XVI. Hablamos del periodo en
que la forma de vida medieval, una forma de vida eminentemente agrícola,
ligada a la tierra y los ciclos de la naturaleza, daba paso al régimen de vida
que caracterizará la modernidad. Es la época que solemos llamar
Renacimiento, un tiempo en que las llamadas relaciones feudales de
producción ya estaban dando paso a las instituciones económicas y políticas
típicas del capitalismo mercantil.
Por supuesto, el hecho de que la Edad Media no encendiera las primeras
hogueras para quemar mujeres acusándolas de servir a Satanás no quiere
decir que tal periodo estuviera exento de la atávica misoginia patriarcal. ¡Muy
por el contrario! Claramente, el discurso oficial del patriarcado europeo
medieval, cuya voz cantante era llevada por la Iglesia católica romana,
continuó relegando a la mujer a un plano inferior y fue tenaz en su intento de
borrar del mapa todo lo concerniente al sexo femenino, a menos que se tratara
de maldecirlo y señalarlo como fuente originaria de todos los pecados. No es
necesario escarbar demasiado profundo para dar con el arsenal de insultos y
degradaciones del que fueron objeto las mujeres durante la Edad Media.
Baste, por ejemplo, recordar que los teólogos medievales afirmaban,
siguiendo a Aristóteles, que la mujer era ni más ni menos que un hombre
mutilado, idea que, por lo demás, fuera retomada y remozada por Freud,
cuando afirmó que todas las niñas, llegada cierta edad entre los tres y cinco
años, necesariamente han de autopercibirse como individuos castrados o
entidades incompletas, a partir de lo cual surgiría la "envidia del pene" como
condición constitutiva de la sexualidad femenina. Desde luego, en la historia
del patriarcado occidental existe una línea de pensamiento ininterrumpida, en
que la vulva es completamente pasada por alto. Es lo invisible. Lo que no
está.
Con todo, resulta interesante advertir que esa misma Edad Media que se
empeñara en subordinar y opacar a la mujer puede también enseñarnos una
cara inesperadamente femenina e, incluso —guardando las debidas
proporciones—, feminista. Para entender esta idea es preciso comenzar por
quitarnos de la cabeza la imagen convencional de una sociedad medieval
como una especie de enorme y sombrío convento, donde todo olía a
sahumerios y solo se oía el repiqueteo de campanas, entremedio de
monótonos rezos y cantos de miserere. Nada es uniforme, afortunadamente.
Y, en realidad, la Edad Media fue un momento polémico de la historia de
Occidente, en que abundaron las voces disonantes y contradictorias. Aun
cuando la sociedad medieval fuera extremadamente androcéntrica —una
sociedad edificada por varones que, a diferencia del patriarcado antiguo, se
sostenía y justificaba desde una religión sin diosas—, ciertamente hubo allí
mujeres que se rebelaron y las diosas no se retiraron totalmente de la faz de la
tierra.
Sin duda, la Edad Media no debe entenderse como una unidad
monocromática. Aunque el influjo del cristianismo y la Iglesia católica
resultan fundamentales para entender esta época, el ADN cultural del
Medioevo estuvo también conformado por vigorosas y múltiples hebras
paganas, provenientes tanto del mundo grecolatino como de las llamadas
culturas "bárbaras". Y muchas de estas hebras tiñeron el Medioevo con
colores femeninos. No hay que olvidar que en su empeño por derribar todos
los "falsos ídolos" y sustituirlos por la tríada androcrática del Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, el cristianismo debió enfrentarse a las antiguas diosas, a
Deméter y a Koré-Perséfone, a Afrodita y a Artemisa, a Astarté y a Ishtar, en
fin, a la Gran Diosa de múltiples rostros. Sin embargo, a pesar del eclipse
cristiano, está claro que la Diosa dejó recuerdos imborrables en los espíritus
de los hombres y las mujeres de la Edad Media.
Nuestra Señora la Vulva
Durante el periodo medieval las negras sotanas de los sacerdotes no velaron
del todo la sonrisa de la vieja Baubo. De hecho, la podemos encontrar
levantándose la falda en los lugares más santos para el buen cristiano. Y es
que basta mirar con atención para comprobar que, al igual que en las cavernas
del Paleolítico, las representaciones de vulvas abundan en las iglesias
construidas en pleno Medioevo.
¿Cómo puede ser eso posible? En lo personal, tiendo a creer que las
imágenes arcaicas, así como las creencias en general, nunca se destruyen ni
desaparecen del todo, sino que tan solo se enmascaran y se sustituyen, se
tuercen y se transforman. Así, con algo de imaginación, es posible
contemplar viejas pinturas de la crucifiXIón donde la herida del costado de
Jesús semeja una vulva perfecta goteando su menstruación. Así también, con
algo de intuición, se puede comprobar que el sentido originario prepatriarcal
de la sagrada vulva se mantiene implícito en esa sagrada herida. Como todo
lo que es tocado por la mano de la Diosa, la vulva simboliza la vecindad entre
la vida y la muerte. ¿Y no se nos dice que a esa herida, esa muerte y ese
sacrificio de Cristo le siguió la resurrección? Pues de toda herida mortal y de
toda putrefacción madura la vida. Si no, pregúntenles a las moscas que
rondan los cadáveres, anidan en las heridas mortales y depositan ahí sus
huevos de donde surgen las siguientes generaciones de moscas. De seguro,
más de alguna abrevó en la herida de Jesucristo.
Pero en las iglesias medievales encontramos representaciones vulvares
muchísimo más explícitas, del tipo que no precisan tanta imaginación ni
intuición. Así, por ejemplo, en los capiteles de numerosas iglesias cristianas
construidas en Irlanda, Gales e Inglaterra, entre los siglos XII y XVI,
encontramos las Sheela-Na-Gig, nombre bajo el cual se conocen unas
misteriosas figuras de mujeres que nos recuerdan a la vieja sirvienta de
Eleusis. Desnudas y en cuclillas, estas figuras femeninas suelen aparecer con
ambas manos señalando sus genitales o, más frecuentemente, abriendo sus
labios vaginales, dejando ver el interior de su caverna. Uno se preguntará,
entonces, ¿qué hacen estas mujeres, burlonas y exhibicionistas, decorando las
iglesias medievales?
Sheela-Na-Gig.
Quienes han estudiado estas figuras suelen coincidir en que se trata de
vestigios de la antigua religión celta, imágenes que perduraron como fruto del
sincretismo o natural mezcolanza entre aquellas antiguas creencias paganas y
el cristianismo, que se propagó por Europa durante la Edad Media.
Particularmente, estas figuras se relacionarían con la antigua Diosa que fuera
adorada por los celtas, misterioso pueblo mediterráneo extinto hacia el siglo
vi d. C., cuya influencia en la conformación del imaginario occidental ha
obrado silenciosamente pero, sin duda, ha sido decisiva. Y, por supuesto,
como toda Gran Diosa, la divinidad celta es, a un mismo tiempo, donante y
privadora, creadora y destructora de la vida; así, en las Sheelas, la ostentación
de la vulva debe leerse como símbolo de la ambivalencia de la existencia.
Estas figuras nos enseñan el lugar de donde todo proviene y adonde todo ha
de regresar alguna vez para volverse a recrear. De ahí también que estas
figuras suelan ubicarse estratégicamente sobre puertas y ventanas, pues el
antiguo paganismo siempre vio en la vulva un amuleto que protege contra el
mal y la muerte.
Sin duda, las Sheela-Na-Gig son una muestra elocuente de la tozudez del
paganismo que en Occidente, durante casi diez siglos, no sucumbió del todo
bajo el catolicismo hegemónico. Por lo demás, estas figuras simbolizan la
persistencia de una cosmovisión alternativa al patriarcado, que logró
infiltrarse en una religión ginecófoba, una religión que, hasta bien entrado el
Medioevo, era absolutamente masculina, sin ningún referente femenino que
hiciera contrapeso a las figuras centrales del Padre y el Hijo. Pero,
indudablemente, una religión sin diosas era algo muy difícil de asimilar. No
debe extrañar, entonces, que esos mismos teólogos medievales que
condenaron a la mujer tuvieran que arreglárselas para lidiar con una creciente
demanda social que —sobre todo entre los siglos XI al XIV—, desde
diversos puntos de Europa, comenzó a exigir el regreso de la Diosa, la
restitución del rostro femenino de la divinidad.
La jerarquía eclesiástica se vio, entonces, obligada a responder. Así,
paradójicamente, a fin de contrarrestar dicha demanda social (la misma que
por doquier estaba haciendo florecer viejas creencias con aroma a azufre, que
no tardarían en ser perseguidas y tildadas de herejías), el catolicismo no tuvo
más remedio que inventarse su propia diosa. Esa diosa es María, la Virgen,
personaje que, hasta el presente, goza de una enorme popularidad en el
mundo católico, llegando, incluso, a rivalizar con el propio Jesucristo.
En efecto, entre los siglos XII y XIII, vemos que esos mismos teólogos que
se obstinaban en rechazar la influencia de la misteriosa María de Magdala
sobre Jesucristo, aquellos que se empeñaron en hacerlo aparecer rodeado de
discípulos hombres, se vieron forzados a admitir que ese mismo Jesucristo
había tomado cuerpo en el vientre de una mujer, a la que debía su humanidad
y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre los hombres.
Naturalmente, el hecho de que Cristo fuese Dios encarnado, nacido de una
mujer, hacía evidente el problema ideológico de concebir lo femenino como
algo incompleto e inferior. El punto es que Dios nació de una mujer, al igual
que todos los hombres, y de eso los cristianos no podían zafarse. Pero,
además, ¿cómo iba a ser una simple humana, manchada como todos nosotros
pecadores (por obra y gracia de la deuda hereditaria que es el pecado
original), quien albergara en su vientre nada menos que a la divinidad? ¡Si el
contenido es divino, pues el continente también tiene que serlo!
Para dar solución a este arduo debate los teólogos medievales debieron
desempolvar el "dogma de la inmaculada concepción", una herramienta
esencial en la promoción del culto mariano. Dicha doctrina —que no debe
confundirse con el embarazo virginal de la madre de Dios— otorga a María
una condición excepcional dentro del género humano, eximiéndola del
pecado original desde el mismísimo momento de su concepción. María, cual
lirio nacido entre las espinas, es inmaculada, no tiene mancha; gracias a ello,
pudo ser la madre de Dios, pues ello siempre formó parte del plan divino.
Conviene mencionar, de paso, que la concepción inmaculada de María fue
originalmente discutida en el Concilio de Éfeso, en el año 431 d. C., cuando
se le reconoció por vez primera el carácter de Theotokos, es decir, madre o
genitora de Dios. El sitio escogido para celebrar este concilio no resulta
casual. ¿Recuerda usted el cuento de la viuda de Éfeso? La viuda del cuento,
como se dijo, era una excelente proyección de la Gran Diosa, soberana de la
vida y la muerte. No en vano se dice que Éfeso, localidad situada en la actual
Turquía, fue la capital del culto a la Diosa en la antigüedad. Esta Gran Diosa
de Éfeso fue venerada bajo la figura de la diosa Artemisa y su culto siguió
activo durante un buen tiempo luego de la cristianización de los pueblos de
Asia menor. La temprana defensa de la Iglesia oriental a la divina maternidad
de María puede entenderse en el marco de este poderoso influjo pagano.
Ahora bien, aunque jamás haya sido reconocida del todo, lo cierto es que la
divinidad de la Virgen María no ha dejado de parecer razonable. No es casual
que por siglos se le haya venerado "como si fuera una Diosa".
La magnitud del fervor suscitado por el culto mariano puede ilustrarse con
facilidad si pensamos en las monumentales catedrales que comienzan a
construirse a partir del siglo XII, como Notre Dame de París. Notre Dame.
Nuestra dama. Nuestra "domina". Vale decir, nuestra Señora. Y es que,
evidentemente, no es casual que las catedrales comenzaran a denominarse
Nuestra Señora, en sus numerosas variantes, por aquellos días en que la
humilde María de las Escrituras se elevaba como Señora del universo, a la par
del Señor universal. Por supuesto, como madre de Cristo, María es el Templo
de Dios, la Theotokos, sagrado continente de la divinidad, igual de
majestuoso e igualmente divino.
Vaya usted y contemple con atención la portada ojival de una catedral
gótica y lo que verá será una majestuosa vulva. Quien la atraviese accede no
solo a un recinto sagrado sino que a la representación arquitectónica de
María, la madre de todos los hombres al mismo tiempo que de Dios. De
hecho, no parece inexacto afirmar que, en su sentido más profundo, las
catedrales que comenzaron a construirse en la Edad Media no son otra cosa
que una nueva encarnación o una versión remozada de las antiquísimas
cavernas. Cavernas que, a su vez, no eran otra cosa que el vientre de la Gran
Diosa, el umbral por el que se accede a la madre Tierra, aquel útero donde la
humanidad de la Edad de Piedra fijó sus primeros santuarios, que fueron
también sus hogares y sus refugios.
María desciende de la estirpe de la Gran Diosa, es verdad. Pero debemos
refrenar los impulsos de ir más allá en la comparación, pues se trata de una
divinidad femenina deliberadamente incompleta.
Está claro que la bienaventurada Virgen María es una Diosa hecha a la
medida de los sastres teólogos y doctores de la ley del Medioevo. Es una
versión modificada, limitada y estrecha, aséptica y edulcorada, de la Diosa de
la tradición ancestral prepatriarcal. No debiera sorprendernos, entonces, que
María se nos presente como una mujer todopoderosa, pero castrada. Apenas
un fragmento o un trozo de la antigua divinidad que representaba la vida, la
sagrada materialidad de la existencia, en su continuo devenir, contradictorio y
ambivalente. Está claro que María no es para nada ambivalente. Ella nos
enseña un solo rostro rígido, luminoso y, ante todo, maternal. Se trata de una
figura femenina mutilada, que ha sido despojada completamente de sus
atributos corporales. María es madre de Dios, pero madre inmaculada. María
es un modelo de mujer sin sexo. Y, como sabemos, dentro de la cosmovisión
cristiana, el papel oscuro, tentador, sensual de la antigua Diosa queda
ensombrecido en las figuras, siempre devaluadas, de Eva y María Magdalena.
Giovanni Battista Tiepolo, Inmaculada Concepción, 1767-1769.
Evidentemente, el modelo de feminidad encarnado por la Virgen María ha
sido históricamente empleado en la promoción de la maternidad, de la pureza
y la obediencia de la mujer. Sin embargo, es también evidente que María está
muy lejos de ser un modelo de mujer construido a imagen y semejanza de las
mujeres de carne y hueso. ¿O es necesario recordar que una mujer no es solo
madre, no es tan solo púdica, no solo es bondadosa?
Lo cierto es que, a partir del Medioevo, a María se la representará pisando
a la serpiente, la misma que tentó primero a Eva y, por intermedio de esta, a
Adán. Ya sabemos que, mediante este gesto, María hipoteca simbólicamente
su plenitud y, con ella, su rebeldía y su autonomía sobre su destino y su
propio cuerpo. Es, a buenas cuentas, el gesto inverso al de Baubo: esconder
en lugar de mostrar. Y es que la Diosa incompleta que es María no contará ya
con el consejo de Baubo; el culto mariano se encargará de dejar bien cubierto
el cuerpo desnudo de la antigua diosa pagana. Es evidente que la Iglesia
católica se ha mantenido totalmente ciega a esa verdad que reside en el
cuerpo, y en el cuerpo femenino en especial. No en vano lo ha vilipendiado
hasta el punto de querer hacer de la castidad el antídoto del deseo sexual o de
la lujuria.
Sin embargo, curiosamente, dentro de aquel mundo sin sexo construido por
la Iglesia católica medieval, ese mundo de varones que llevan sotanas como
polleras, es posible encontrar una manifestación más que nos recuerda el
gesto de Baubo. En efecto, la Europa medieval cristiana nos ha legado
registros de la llamada "risa pascual" (risus paschalis), una desconcertante
liturgia que se desarrollaba en el marco de la misa de Pascua de Resurrección,
en la que el cura oficiante debía hacer reír a los fieles, para lo cual no
escatimaba en soltar todo tipo de chistes y anécdotas obscenas, en un
coprolálico despliegue que solía ser rematado con un alzamiento de sotana, la
exhibición de sus genitales e incluso una simulación del coito. ¿Será que los
sacerdotes, no contentos con haber copiado las faldas de las mujeres,
copiaban también el gesto de Baubo?
Lo cierto es que "la risa pascual" (otro rito católico medieval que conserva
indudables influencias paganas) mantiene en cierto modo el sentido ritual
original del "ana suromai" de Baubo, en la medida en que es una invitación a
celebrar con regocijo la resurrección. Como Perséfone, que es la semilla de la
vida que renace cada primavera, Jesucristo también renace del inframundo,
de la cripta, su tumba, su caverna. Y, desde luego, la risa expresa que se ha
vencido el miedo; la muerte ha sido derrotada y la vida preservada.
Pero la "risa pascual" se aleja de Baubo en la medida en que ya no se trata
de un gesto entre mujeres. Nada queda aquí de aquel parloteo entre las
piernas con que las mujeres de la antigüedad reivindicaban su autonomía y
soberanía sobre sus cuerpos. Es preciso, entonces, que nos alejemos de las
grandes catedrales medievales para encontrar aquellos espacios de resistencia
contracultural que vieron reír a Baubo para contento de las mujeres. Y
también de algunos hombres que ellas decidían acostar a su lado.
El amor: un invento
Busque por el dial de la radio alguna emisora de esas donde tocan boleros,
baladas y canciones románticas en general. Seguro que más de alguna
canción hablará del amor flagelante, pasional y fatal de un hombre
exhibicionista y desaforado, dispuesto a tragarse todo su orgullo ante su
amada, cuando no directamente a mendigar su amor, dando muestras de un
masoquismo sentimental que, probablemente, solo sea comparable al de ese
auditor que, queriendo autopropinarse unos buenos pinchazos en el corazón,
se obstina en escuchar tales canciones una y otra vez, como quien se
encerrara voluntariamente en una celda de Guantánamo.
Un ejemplo: “Sin tu mirar, sin tu reír, no sé vivir, quiero morir, si tú no
estás".
Otro: “Y soy, aunque no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor".
Otro: “Soy preso, abrazando tus caderas, condenado a lo que quieras y
hasta que quieras, amor".
Los ejemplos se multiplican al infinito.
Claro está, la idea de un hombre sometido a la tiranía de una mujer forma
parte del discurso amoroso heterosexual de uso corriente en nuestros días. Lo
verdaderamente insólito es comprobar que este tipo de dinámica amorosa no
era desconocida en la Edad Media. Todavía más insólito es que las cortes
feudales fueran el escenario donde surgió todo esto, aquellas mismas cortes
donde durante siglos las mujeres fueron vistas meramente como un objeto de
intercambio económico y político, que los señores feudales desposaban con el
único propósito de tomar posesión de sus dominios o sus fortunas y cumplir
su rol de incubadoras vivientes desechables para su prole.
En este orden de cosas, a las mujeres de la aristocracia no les quedaba otra
alternativa que resignarse a sufrir el matrimonio, la violación y la maternidad,
sin antídoto posible. Pero, por eso mismo, tuvieron que inventarse un
remedio original. Ese remedio fue, precisamente, el amor. Se suele afirmar
que el amor se inventó en plena Edad Media, en Provenza, al sureste de la
actual Francia, entre los siglos XI y XIII. Lo cierto es que, justamente en el
mismo periodo que vio la explosión del culto mariano, vemos aparecer el
llamado "amor cortés", una verdadera revolución femenina gestada desde las
cortes nobiliarias europeas, una revolución ética y también sexual que, sin
duda, constituye un episodio excepcional en la historia del patriarcado
occidental.
En realidad, como ha señalado Jean Markale, al "amor cortés"—llamado
así porque solo podía darse entre damas y caballeros nobles que vivían en las
cortes europeas— le debemos la aparición en nuestro imaginario de una
nueva y perdurable definición de pareja: esa que solo puede existir a partir
del mutuo acuerdo entre dos seres. De ahí que en estas relaciones amorosas
será requisito que los varones se comporten con eso que hasta hoy llamamos
"cortesía", lo que implica, entre otras cosas, ser capaces de admitir un "no"
como respuesta. De hecho, comenzaremos a ver hombres que se empeñan en
obtener, ni siquiera el amor de las mujeres, sino que la posibilidad de
confesarles su amor o, tal vez, si había algo de suerte, alguna mirada, una
sonrisa, un gesto amistoso, una minúscula esperanza de, algún día, ser
correspondidos.
Las repercusiones de este nuevo trato serán enormes. El amor cortés
permitió dignificar las relaciones eróticas y sentimentales heterosexuales. Y,
hasta cierto punto, condujo a una inversión en los papeles tradicionales de
dominación. Así, por primera vez en el Occidente patriarcal, sabremos de
hombres que cortejan y solicitan, y de mujeres que exigen y desdeñan. Estas
mujeres serán las damas, las señoras de las cortes medievales. Pero ¿cómo
llegó a suceder que la mujer pasara de la más absoluta invisibilidad a ocupar
el centro de la corte, llegando incluso a adquirir la autoridad de una Señora
cuasidivina? ¿Cómo se explica que los viejos señores feudales, tan
intransigentemente patriarcales, no hicieran nada para refrenar a sus
revoltosas mujeres?
Una respuesta posible es que, por aquellos años en que se inventaba el
amor en Occidente, los señores se habían ausentado de casa. Andaban en las
Cruzadas, allá lejos, en Medio Oriente, haciéndole la guerra al musulmán.
Con los Padres dejando el terreno libre, se produjo un fenómeno decisivo en
las cortes europeas: por primera vez en siglos, la educación intelectual y
sentimental de los jóvenes aristócratas quedaba exclusivamente en manos de
las damas. Y esto, justamente, habría repercutido en el profundo cambio
cultural experimentado por las nuevas generaciones de caballeritos
aristócratas. En palabras sencillas, estos caballeritos se "afeminaron", lo que
equivale a decir que aprendieron que su vida no solo consistía en competir en
torneos y destacar por sus virtudes guerreras, que su paso por el mundo no se
resumía en vencer y dominar o en avasallar personas y saquear fortalezas.
Aprendieron, en suma, que también debían ser capaces de ser "corteses",
participar de las conversaciones, los juegos, las danzas, devolver un
cumplido, cantar, incluso componer un poema. Los jóvenes caballeros ahora
podían escoger entre un arpa y una espada. Y eso, sin duda, fue un gran
avance.
Por lo demás, aquellas damas medievales destacaban por ser mucho más
educadas y, no pocas veces, económicamente más prósperas que los hombres.
Connotadas señoras como Leonor de Aquitania y su hija, María de
Champaña, fueron quienes comenzaron a llenar de poetas las cortes, para que
ensalzaran a las damas y le cantaran al amor. También fueron ellas las
responsables de recopilar las canciones y relatos que formaban parte del
repertorio habitual de los trovadores que recorrían Europa. Especial
fascinación provocaron en estas aristócratas las viejas historias provenientes
del folclor celta, aquellos cuentos con aroma a azufre para el cristianismo,
que hablaban de mujeres atractivas y aterradoras, impúdicas y mágicas; hadas
y hechiceras que guiaban a jóvenes héroes, los encantaban y los enviaban a
combatir por causas nobles. Sin duda, las damas que promovieron el amor
cortés se vieron reflejadas en estas poderosas mujeres de los cuentos celtas.
Este encuentro dio lugar a un proceso único en la historia de la cultura
occidental: la resurrección y rejuvenecimiento de viejos mitos que contenían
el imaginario de un pueblo perdido en el tiempo.
Hoy sabemos que las famosas historias del rey Arturo, el mago Merlín y
los caballeros de la tabla redonda no son otra cosa que viejas leyendas celtas
que fueron reescritas y readaptadas al contexto cristiano-medieval a partir del
siglo XII. De hecho, muchos de los cuentos de hadas, por todos conocidos,
provienen también de esta tradición ancestral. No obstante, en su origen, las
hadas lucían muy distintas a esos diminutos seres, transparentes y voladores,
al estilo de Campanita, de Peter Pan. En realidad, la mitología celta nos
enseña que las hadas son encarnaciones de la Gran Diosa de múltiples rostros
que fuera adorada por este pueblo, amables y sensuales mujeres que también
sabían ser crueles, horrendas y peligrosas, y que acechaban a sus presas en
una colina, a la entrada de una gruta o en el claro del bosque.
El hada Viviana, por ejemplo, conocida también como la "Dama del Lago"
en la literatura cortesana, era una discípula aventajada del conocido mago
Merlín, arquetipo del viejo druida celta que fuera también mentor del rey
Arturo y a quien la tradición señala como el brujo más sabio y poderoso que
pisara la tierra. Pero Viviana no se quedaba atrás. Astutamente, fingía ser la
devota alumna del poco agraciado Merlín. Cual escolar enamorada, lo llenaba
de halagos y dulces promesas, entretanto, se iba apropiando de la magia y los
conocimientos del brujo.
Hay historias eternas y esta es una de ellas. La historia del cazador cazado,
el seductor seducido o el hechicero hechizado.
Gustave Doré, Viviana y Merlín, 1868.
Las lecciones estaban por agotarse cuando, por fin, llega el día que Merlín
tanto anhelaba. Podría disfrutar de los favores de Viviana, porque ella, le
había asegurado, se le entregaría. Solo que, antes, el mago debía enseñarle el
mayor de sus hechizos. ¡Faltaba más! Hicieron el trato. Viviana descubrió
levemente su cuerpo, apenas una insinuación. Y Merlín, consumido por el
deseo, descubrió por entero su hechizo. Acto seguido, el hada, que aprendía
muy rápido, pronunció con maestría las palabras mágicas y empleó el
hechizo en contra de su propietario original. El resultado: Merlín es
arrastrado a otro mundo, y queda para siempre atrapado en una prisión
encantada e invisible, en medio del bosque. Uno puede imaginar el eco de su
voz quejosa murmurando “¡Puta, puta!” cada vez más quedamente, apenas un
hilito de voz que se trenzaba entre las raíces de los árboles. Entretanto,
Viviana le contestaba: “¡Pobrecito, viejo estúpido!”, y se marchaba dando
una interminable y feroz carcajada que se encumbraba hasta las nubes.
Viviana, ancestro remoto de la Lolita de Nabokov, es un excelente ejemplo
del tipo de figuras femeninas que asomaban de la ficción poética para
cautivar la imaginación de las damas de la Edad Media; el espejo ideal en
donde se miraron, descubrieron y recrearon. Pero la literatura cortesana no
solo transmitió nuevos modelos de feminidad directamente ligados a la figura
de la Diosa pagana celta. Además, estos relatos proporcionaron el modelo de
relación erótica propuesta por el amor cortés. Se trata de una relación que,
necesariamente, debía ser clandestina y adúltera. Y es que la pareja del amor
cortés era, en realidad, un trío. Una dama, mujer madura, casada, prohibida.
Un caballerito inexperto, amante y solícito. Y también, desde luego, un viejo
marido a quien le ponen los cuernos.
Por extraño que parezca, este modelo literario cortesano fue ampliamente
aceptado por las damas casadas, los caballeritos y los señores cornudos de
carne y hueso de la nobleza medieval. La popularidad del amor cortés se
habría debido en gran medida a los problemas ocasionados por la extrema
rigidez de la institución matrimonial en la élite feudal. Por una parte, las
familias aristócratas casaban solo a los primogénitos para así evitar que se
repartiera y fragmentara la herencia. Como consecuencia, los hermanos
menores quedaban condenados a la soltería, desheredados, desposeídos de
tierras y riquezas. A ello hay que añadir el control ejercido por la Iglesia
sobre el matrimonio y su atávica intromisión y penalización de la vida sexual
de los individuos. Tal como hoy, en aquel entonces la Iglesia prescribía el
sexo exclusivamente para fines procreativos y al interior del matrimonio. No
obstante, entre la clase dirigente del Medioevo había una enorme porción de
individuos que no se podían casar. ¿Qué hacer, entonces? ¿Permanecer castos
de por vida? ¡De ninguna manera!
El amor cortés fue visto como el remedio indicado para fijar las reglas que
hacían posibles las relaciones amorosas fuera del matrimonio y en relación al
matrimonio. Y es que si hubo algo que, a partir del siglo XII, la sociedad
aristocrática llegó a entender con total claridad, fue que amor y matrimonio
no necesariamente iban de la mano; es más, debían ser vistos como términos
antagónicos. Porque una cosa era el matrimonio, entendido como un contrato
de naturaleza político-económica, que no tomaba en consideración los
sentimientos de los contrayentes. Y otra cosa muy distinta era la pasión
erótica y el enamoramiento, vale decir, el amor concebido como un vínculo
consentido y un sentimiento libre de toda coacción.
La amistad de los muslos
El gran cornudo de la literatura cortesana era ni más ni menos que el
famosísimo rey Arturo. El triángulo amoroso se completaba con su esposa, la
reina Ginebra, y el mejor de todos los caballeros andantes, Lanzarote. Uno se
preguntará: ¿cómo es posible que un monarca al que le pone los cuernos su
esposa con su mejor amigo sea, hasta hoy día, uno de los héroes más famosos
del Occidente patriarcal?
Desde luego, al leer las viejas historias medievales puede parecernos
totalmente extraño que el rey Arturo se quede tan campante, muy sentado en
su trono de la corte de Camelot, al punto de crecerle musgo en las posaderas,
sabiendo que su esposa lo traiciona con su más querido amigo. No obstante,
desde el punto de vista de la cosmovisión celta, que es la fuente originaria
donde abrevan todas estas historias, dicha situación era de toda lógica. Muy
probablemente la clave para entender a Arturo esté en la idea que los celtas se
forjaron sobre el devenir.
Triskell.
Los egipcios construyeron monumentales pirámides como símbolo de
gravedad y solidez, de lo que se quiere inmortal; en el extremo opuesto, los
celtas se contentaron con dibujar espirales sobre piedras en cada lugar que
pisaron. El símbolo más común entre los celtas, el triskell, se compone de
tres espirales que podemos imaginar girando como los ojos de los locos en las
caricaturas. Si miramos con esos ojos, nada nunca está quieto. Así también,
para los celtas, la vida era cambio y vértigo. De ahí que el rey Arturo,
personaje que nace del folclor celta, no vea motivo de escándalo ni deshonra
alguna en ostentar unos llamativos cuernos. Al fin y al cabo, la corona se
cambia, a menudo, por los cuernos; y si a los cuernos les colgamos unos
cascabeles, tendremos un bufón. Arturo es un rey bufón, uno que sabe que si
se está en un trono, cualquiera que sea, se debe aceptar el inminente
destronamiento, tal como se acepta la fugacidad e impermanencia de uno
mismo y de todo cuanto nos rodea. Bajo esta misma lógica, la institución del
matrimonio entre los antiguos celtas se caracterizaba por su gran liberalidad.
Se trataba de un vínculo poderoso que, no obstante, podía deshacerse sin
tanto trámite, ni tanta querella. La ceremonia de divorcio celta consistía en
que la pareja de casados se encaminaba a las afueras de la aldea rumbo hacia
el bosque. Una vez que llegaban a un claro o una colina —lugares sagrados
para este pueblo, que no supo jamás de ídolos ni templos—, el hombre y la
mujer se separaban y marchaba cada cual por su lado.
Heredero de esta cosmovisión pagana y depositario de esta cultura, el
Arturo de los romances del siglo XII se nos presenta como al rey del ajedrez,
una pieza indispensable, aunque perfectamente ociosa. Nada escapaba a su
conocimiento, pero se hacía el desentendido. Estar ahí y dejar a los otros
hacer, ese era todo su papel. Así también, el marido-cornudo debía rondar las
andanzas de la pareja de amantes cortesanos de carne y hueso. Su presencia
era del todo necesaria, como una antigua ley escrita en piedra, cuya autoridad
es imprescindible observar y reconocer. ¿O acaso no hay que creer
apasionadamente en una ley para desear transgredirla? Igualmente, en el
juego cortesano, mientras más inminente y opresor fuera el peligro de ser
descubiertos, mayor era el deleite de los amantes.
Ginebra, por su parte, es la reina del ajedrez, es la pieza clave del tablero, la
más activa y la más voraz. Como Viviana, debemos ver en ella un reflejo de
la antigua Diosa celta, de aquellas míticas hadas volubles, hechiceras o brujas
todopoderosas, que disfrutaban prodigando "la amistad de sus muslos" a los
guerreros que ellas escogían y juzgaban valerosos. “La amistad de los
muslos", vale decir, el levantamiento de las faldas y la invitación consentida a
acceder a la vulva, que es un regalo que el hombre escogido no podía
rechazar. Pero no se trataba de una amistad gratuita. No era tampoco una
entrega incondicional. Se obtenía de la suma de las difíciles pruebas que
necesariamente el héroe debía sortear por conseguirla, y del enorme esfuerzo
que implicaba mantenerla. Cuando un hada levantaba sus faldas ante sus
amantes era como si Baubo les hablara ahora a los hombres. La vulva
parlante diciendo a quién desea, cuándo lo desea y cómo lo desea.
Lo que nos lleva al último integrante del trío literario, Lanzarote, el amigo
de Arturo y amante de Ginebra, el hombre que la Dama-Hada-Diosa ha
decidido acostar a su lado. Pero para este intrépido alfil, el camino al lecho de
la reina necesariamente debía estar plagado de peligros y dolorosos
sacrificios. La imagen arquetípica que los viejos relatos nos ofrecen de esta
travesía ha quedado impresa, aunque brumosamente, en nuestro imaginario.
Es la imagen de la princesita del cuento, prisionera en una habitación
encumbrada en una altísima torre; bajo la torre, un jardín frondoso; más allá,
un puente que cuelga sobre tumultuosas aguas y es defendido, a veces, por un
dragón, a veces por un caballero negro.
Imagen de cuentos para niños que, en el fondo, no tiene nada de inocente.
Porque, a nivel simbólico, la habitación de la dama inaccesible es la vulva; el
frondoso jardín el vello púbico. El puente tendido sobre un abismo de aguas
peligrosas: el paso de un estado a otro, de una tierra a otra, la transformación
radical en la existencia de aquel que la dama ha elegido. ¿Y el caballero
negro o el dragón que custodia el puente? Representan a los otros caballeros
que la pretenden, amantes rechazados, que se niegan a salir de escena. En
concreto, Lanzarote tendrá que imponerse sobre sus rivales y cruzar el Puente
de la espada, una espada grande y afilada tendida entre dos tierras neblinosas.
Ha de esperarse que cuando alcance la habitación de Ginebra esté
terriblemente herido.
En el esquema mítico pagano que se esconde tras estos relatos de
caballeros y damas todo cambio verdadero implicará un sacrificio y una
herida, pero también la recompensa de acceder a una nueva vida, un nuevo
nivel de existencia, una visión de las cosas que antes no se tenía. Y,
ciertamente, el camino que lleva a la vulva se entiende aquí como un
verdadero proceso formativo que persigue una transformación a todo nivel,
físico, sentimental e intelectual. Desde luego, se entiende también como una
cumplida educación sexual del caballero que ha atendido a los deseos de su
dama.
Para Lanzarote, acceder a la habitación de Ginebra será penetrar el templo
sagrado de la Diosa. Cuando Lanzarote arriba, por fin, lastimado y
sangrando, ante el lecho de Ginebra, "se postra y la adora", pues "en ningún
cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de su amada". Ella, por su parte,
“le estrecha fuertemente junto a su corazón, y lo atrae hasta su lecho". Por
supuesto, se trata de una escena pagana donde Ginebra es la Diosa —como lo
era el hada o la druidesa de una colina de la Irlanda precristiana o bien la
hieródula del templo babilónico— y donde el sexo es también sagrado. Es un
ritual. Un sacramento.
Tal modelo literario fue replicado con entusiasmo por mujeres y hombres
de la aristocracia medieval. Por curioso que parezca, al menos dentro de este
juego amoroso practicado en el mundo de la corte, Dios había vuelto a ser
mujer.
El patrimonio del placer
Puede resultar extraño que los caballeritos del amor cortés, siguiendo el
ejemplo de Lanzarote, aceptaran de buena gana comulgar con esta religión
del amor, lo que equivalía a someterse sin objeciones a la tiranía de las
damas. ¿Cuál era la ganancia de todo esto? Probablemente, la explicación
más hermosa y elocuente de esta extraña devoción la encontremos en "El lai
del lamedor" —título, por demás, sugerente—, un texto bretón escrito a
comienzos del siglo XIII. Estos versos nos cuentan que un buen día las damas
y las muchachas de Bretaña se reunieron con el fin de componer un lai (un
relato escrito en versos). De pronto, una de las damas más prominentes
propone que se discuta por qué los caballeros realizan tantas y tan grandes
proezas. Muchas preguntas se suceden a continuación:
“¿Gracias a quién son tan osados los caballeros? ¿Por qué razón les gustan
los torneos? ¿Para qué se engalanan los jóvenes? ¿Por amor a quién son
nobles y de tan generoso corazón?... ¿Con qué objeto les gustan los
abrazos, los besos y las palabras de amor? ¿Conocéis alguna razón que no
sea una sola y misma cosa?”.
La respuesta no tarda en llegar. Y aquí es, justamente, donde volvemos a
encontrar a Baubo levantando el velo púdico para contarnos una verdad que
nos remece hasta el día de hoy:
“Muchos hombres han mejorado y buscado fama y mérito, cuando no
hubieran valido ni el precio de un botón si no fuera por el deseo del
‘coño’. A fe mía, os lo garantizo; a una mujer no le valdría el más
hermoso rostro, ni amigo, ni galanteador, si hubiera perdido el ‘coño’”.
Por supuesto, suele ocurrir que el deseo de la vulva haga mejores a los
hombres, cuando estos se muestran dispuestos a oír lo que la vulva, a su vez,
gusta y desea. Y, por supuesto, dejar que la vulva exprese abiertamente su
deseo hace también mejores a las mujeres.
En especial, gracias al amor cortés, las damas de la Edad Media pudieron
aprender que el sexo no solo debía servir para la reproducción de la especie,
como prescribía la Iglesia, sino que podía ser un acto espléndido, un acto
perfectamente sagrado, es decir, con sentido. Asimismo, como directoras del
juego amoroso, las damas pudieron tomarse una merecida revancha ante los
asaltos de sus maridos, brutales y despóticos, excesivamente desprolijos y
también veloces. El amor cortés, en cambio, implicaba una disciplina sexual
totalmente impensada al interior del matrimonio. Esto incluía, por supuesto,
el redescubrimiento, por parte de las mujeres, de su propio cuerpo. Porque,
tal como hoy en día sigue ocurriendo, las damas del Medioevo debieron
sorprenderse al advertir que nunca antes en su vida habían llegado a
experimentar el orgasmo. Únicamente en las relaciones sexuales
extramatrimoniales pudieron aprender que el placer no era tan solo
patrimonio masculino, que el placer no dependía ni concluía en la
eyaculación, ni el sexo se reducía a lo coital-penetrativo. El ritual del amor
cortesano abría todo un nuevo espectro de sexualidad que favorecía la
exploración de otras partes del cuerpo, al mismo tiempo que promovía otras
formas de relacionarse en la intimidad.
De la religión del amor todos acababan aprendiendo algo. Como se dijo
antes, en el juego del amor cortesano los hombres aprendían a aceptar un
"no" como respuesta, a refrenar su violencia y a respetar los deseos de las
mujeres; pero también aprendían que el placer se procura y se obtiene de
muchas maneras y que la penetración no lo es todo. Y es así, justamente,
cómo las damas medievales pudieron saludar a Baubo: enseñando a los
caballeritos que el sexo de la mujer no puede reducirse a la vaina donde
enfundan la espada.
Sin mencionar el largo cortejo, la denodada fidelidad, la cuidadosa
búsqueda del momento y el estado de ánimo apropiados, en fin, las diversas
aduanas que había que sortear antes de acceder a la recompensa de ser
invitado al lecho de la dama, el preámbulo amoroso debía recibir la mayor
atención por parte del amante cortesano. En la última parte de esta "prueba de
amor" la dama lo autorizaba a contemplarla desnuda y a satisfacerla en todo
cuanto su pasión requiriese, lo que incluía toda clase de palabras, caricias,
besos y abrazos. Todo, salvo el hecho mismo.
Se sabe que la penetración solía estar excluida del ritual de amor cortesano,
aunque también está documentada la práctica del coitus interruptus. Así, por
ejemplo, un diálogo paródico anónimo nos presenta a un exaltado caballero
exclamando ante su dama:
“En vos quisiera meter mi colgante verga y asentar mis huevos en vuestro
distinguido culo. Y esto solo lo digo por el deseo de echar a menudo un
polvo, pues en gozarla, mi señora, he puesto todos mis pensamientos ¿No
canta la verga cuando ve reír al coño? Y por temor a que llegue el celoso,
le meto la verga y contengo los cojones”.
Las parodias se caracterizan por ser las versiones más elocuentes de una
realidad. En este caso, no cuesta trabajo apreciar cómo todos los ingredientes
del amor cortés se hacen presentes en la parodia trovadoresca. Está ahí la
dama, la vulva soberana, cuyo deseo debe satisfacerse puntualmente. Ahí
también está el amante atento y obediente, cuya verga solo canta en tanto el
"coño" se muestre risueño. Está también el peligro latente de que aparezca el
celoso: el marido cornudo. Y, por el último, está el único límite que impone
el rito amoroso. Como puede apreciarse, por más ardientes que fueran sus
deseos, el caballero, firme en sus creencias, no irá hasta el final.
¿Por qué este límite? Sencillamente, porque el amor cortés no podía
desembocar en el embarazo y la procreación. Para esos fines estaba el
matrimonio. Y, repitámoslo una vez más, el amor debía ser algo distinto al
matrimonio. Claro está, en caso de concluir en un embarazo, la relación
sentimental entre un caballero y una dama casada ponía en riesgo el
equilibrio matrimonial y el orden patrimonial de la sociedad cortesana. Pero,
más allá de alborotar el gallinero feudal, la venida de un hijo implicaba la
llegada de ese tercero que, a diferencia del cornudo, ponía la lápida definitiva
a la pareja cortesana. Significaba el fin del aprendizaje del deseo y el placer,
que solo podía darse en el contexto de una sexualidad no procreativa, sin
meta ni culminación, asumiendo el vértigo y el riesgo de adorar a otro sin
apropiárselo y sin someterlo, en el pleno reconocimiento de su libertad.
Las nobles señoras medievales inventaron el amor en Occidente
sencillamente porque querían hacer de la vida algo digno de ser vivido. Por
eso lo inventaron así: sin posesión ni imposición, furtivo y peligroso,
formativo y exploratorio, santo y lujurioso, no eyaculatorio y
multiorgásmico. Un gesto hacia Baubo, la vulva risueña, en cómplice amistad
con los hombres, los caballeritos cortesanos, de antes y de ahora, que con
inmensa gratitud la saludamos.
Ilustración de un códice medieval.
La criminalización de Baubo: Se busca
Hagamos un poco de ficción. Imaginemos que estamos en Europa en pleno
siglo xvi y un extra noticioso enciende las alarmas entre la población de la
época:
¡Extra, extra!
Las Fuerzas de Seguridad y Orden del Estado solicitan la colaboración
ciudadana para localizar y detener a la líder de la organización criminal
B.A.U.B.O., conformada por mujeres insurgentes y en extremo peligrosas.
Descripcion física de la líder terrorista: Vieja horrenda, de entre
cuarenta y cincuenta años, atrozmente arrugada, de nariz ganchuda
coronada con una verruga, greñuda o sencillamente calva, que lleva
puesto un sombrero negro puntiagudo, que usa una escoba no para
barrer, como corresponde a una mujer honrada, sino para volar por los
cielos, porque en tierra cojea debido a la ausencia total de dedos de los
pies.
Se la ha visto recientemente mezclando malolientes pócimas en bullentes
calderos, a veces sola, a veces en compañía de otras mujeres de similares
características, con quienes acostumbra celebrar espantosos e impúdicos
aquelarres, con el único propósito de hacer el mal a hombres y mujeres
de bien para contento de su amo y señor, Satanás, el Diablo.
Las fuerzas de seguridad animan a cualquier ciudadano que tenga algún
tipo de información sobre el paradero de esta mujer a colaborar para
lograr su inmediata detención.
Fin del comunicado.
Y fin de la ficción. O no tanto. Pues de lo que nos toca hablar ahora es, en
cierto modo, una ficción, una gran mentira que se quiso hacer pasar por
verdad, un montaje orquestado basado en el terror para acusar a personas
inocentes. Hablaremos de la cacería de brujas, uno de los genocidios más
sangrientos de la historia occidental, una política de exterminio planificado
que marcó con sangre y fuego los comienzos de la era moderna.
La verdad es que nunca existieron tales brujas. Lo que sí es efectivo es que
Baubo fue perseguida y encarcelada, torturada y quemada en las miles de
hogueras que se encendieron en Europa cuando, se suponía, la humanidad
venía saliendo de la "Edad Oscura". Justamente en esa época que, en las
líneas de tiempo que el profesor de historia dibujaba en las pizarras, se
señalaba con colores vivos: Renacimiento. Sí, “renacimiento", como si antes
todo hubiese estado muerto y ahora por fin la humanidad se pusiera de nuevo
en movimiento.
Hans Baldung, Aquelarre, 1508.
En realidad, el siglo XVI, del llamado Renacimiento, fue un periodo
particularmente amargo de la historia occidental, al punto que muchos
historiadores han optado por otras denominaciones, que recogen mejor la
violencia y conmoción del periodo, por ejemplo, "El Siglo de Hierro".
Justamente, esta época vio morir a todo un mundo de sujetos femeninos que,
hasta entonces, se habían encargado de preservar la antigua sabiduría de
Baubo: la hereje, la prostituta, la esposa adúltera o desobediente, la mujer que
se animaba a vivir sola, sencillamente porque "solita estoy y solita quiero
estar" (como dice el verso de Christine de Pizan, una reconocida precursora
del feminismo en pleno periodo medieval). En especial, las curanderas, las
comadronas, las "chamanas" del mundo popular, fueron sistemáticamente
llevadas a la hoguera acusadas de ser "brujas".
Como ha demostrado Silvia Federici en su imprescindible libro Calibán y
la bruja, la imagen demoníaca y maligna que hasta el día de hoy
conservamos de las brujas es el producto de una implacable campaña de
difamación y degradación de la mujer, desplegada durante el curso de por lo
menos tres siglos (del XV al XVII), periodo que coincide con la implantación
de la economía de mercado en Europa. Esta campaña del terror fue usada
para alentar y justificar un femicidio a escala global, promovido por la clase
gobernante europea en su empeño por instalar un nuevo modelo de sociedad,
el mismo que, con sus bemoles, se mantiene hasta nuestros días. Se trata,
además, del mismo periodo en que los conquistadores españoles subyugaban
a las poblaciones americanas. Y no es para nada casual que tanto los indios
americanos como las brujas europeas hayan sido objeto de una persecución
feroz, justificada con similares argumentos: a brujas e indios se los hizo pasar
por seres demoníacos, emblemas del mal y el caos que debían erradicarse o,
al menos, controlarse. Pero, en realidad, indios y brujas eran un obstáculo
para el avance del nuevo modelo económico y social; su demonización
encubre un proyecto de expropiación. En particular, la bruja, quien hasta el
día de hoy pervive en nuestro imaginario como una mujer vieja, despeinada,
de aspecto agreste y salvaje, es la imagen negativizada de todo un mundo que
se buscaba suprimir y avasallar. Ese mundo ardió también en las hogueras
donde los cuerpos de las brujas, en su gran mayoría campesinas
empobrecidas, se volvían ceniza.
Pero ¿por qué se perseguía y asesinaba a estas mujeres motejándolas de
brujas? La respuesta es muy sencilla: porque conocían los secretos para
controlar la reproducción y evitar la maternidad. Como sabemos, se trata de
un conocimiento que se remonta hasta la figura de Baubo y los ritos
femeninos de la antigüedad grecolatina, un saber ancestral que se había
mantenido intacto entre las mujeres campesinas de la Edad Media. Lo cierto
es que en el mundo rural del Medioevo las mujeres pudieron gozar de
espacios de independencia impensados, por ejemplo, para las mujeres nobles
que se vieron obligadas a inventar el amor cortés.
Durante la Edad Media existieron los llamados "bienes comunes", vale
decir, las tierras comunitarias que eran trabajadas por campesinos y
campesinas. Si pensamos en este mundo inmenso y abierto, donde aún no
existía, ni podía existir, nada parecido a la propiedad privada de la tierra, no
es difícil imaginar la enorme autonomía que pudieron disfrutar las mujeres: la
tierra estaba ahí, siempre disponible para quien la quisiera trabajar. No
dependían para nada del trabajo de sus maridos pues, en el contexto de una
economía de subsistencia como la medieval, a las mujeres les bastaba con sus
propias manos y destrezas para procurarse lo necesario para vivir. Y, por
cierto, estas huertas comunes fueron el centro de la vida social para estas
mujeres campesinas, el lugar donde estrechaban lazos e intercambiaban
noticias, saberes y consejos. Tal como ocurría en la antigüedad con las
festividades y ritos dedicados a las Diosas de la fertilidad, las campesinas
medievales hicieron de la huerta común el lugar donde se educaban e iban
creando un punto de vista y un lenguaje propio acerca de la realidad, una
perspectiva autónoma de la mirada masculina. Y en la huerta común las
mujeres pudieron preservar aquel mundo de creencias y prácticas que rodean
a la figura de Baubo.
La continuidad de este mundo quedó interrumpida de golpe cuando, hacia
el siglo xvi, apareció algo nunca antes visto en Occidente: las cercas
alrededor de los campos. Sin duda, a los campesinos debió parecerles
desconcertante ver aparecer las primeras cercas, postes de madera y palos que
avanzaban y se multiplicaban por doquier, haciendo que el mundo de pronto
se tornara estrecho y opresor. Fue el fin de los campos abiertos y el comienzo
de la privatización capitalista.
Pero fue también el comienzo de un cambio mucho más profundo. Y es que
la expropiación y cercamiento de la tierra significó el comienzo del divorcio
definitivo del ser humano respecto de la naturaleza, cuyas consecuencias
fatales sufrimos hoy. El capitalismo puede entenderse como la última fase del
patriarcado en la medida en que surge como un esfuerzo por avasallar y
apropiarse finalmente a la naturaleza, torciéndola y moldeándola a nuestro
antojo. Haciendo suya la milenaria lógica de la dominación patriarcal, el
capitalismo no solo hizo legítima la apropiación y segmentación de las
tierras, sino que extendió la jornada de trabajo más allá de los límites
definidos por la luz solar y los ciclos estacionales. Ello requería de cuerpos
humanos dóciles, mansos y disciplinados, que fueran más allá de sus límites,
capaces de adaptarse al nuevo sistema productivo, las nuevas jornadas y
tareas extenuantes, como si eso fuese lo más normal del mundo.
Y esto sigue en nuestros días. ¿O acaso a usted no le parece "normal" estar
sentado ocho horas en un escritorio frente al computador? Piense de nuevo y
probablemente advertirá que su cuerpo, tan inquieto en la niñez, que solía
saltar, patalear y correr o sencillamente deslizarse con impecable fluidez por
la vida, se tornó así de dócil en el pupitre de una escuela.
Lo cierto es que hacia el siglo XVI, la vida y la tierra dejaban de ser algo
sagrado, lo que constituyó el golpe mortal para la antiquísima cosmovisión
matrística, aquella mirada que celebraba la ambivalencia de la existencia,
atestiguada por los astros, la tierra y los ciclos de la naturaleza. Y, por
supuesto, significó también el comienzo de la persecución y criminalización
de todo un universo de creencias y prácticas femeninas asociadas a esta
cosmovisión. Un aborto, la anticoncepción, un parto, era algo que sabía hacer
cualquier mujer campesina del Medioevo. Pero, a partir de ese momento, las
mujeres perderían por completo su antigua soberanía sobre la vida y la
muerte. De hecho, se sabe que hasta el siglo xvi el parto fue considerado un
"misterio femenino"; desde tiempos remotos, habían sido exclusivamente
mujeres las parteras que asistían los nacimientos. A partir del siglo siguiente,
las parteras serían marginadas por la progresiva intromisión de la ciencia
médica y de los doctores, de aquí en más considerados "dadores de vida", en
todo lo concerniente al embarazo y al alumbramiento.
Así, los métodos anticonceptivos, las hierbas y pociones de las mujeres se
convirtieron en los atroces encantamientos salidos de los inmundos calderos
de las brujas. Junto con ello, se comenzó a criminalizar todo el amplio
espectro de sexualidad meramente placentera y no reproductiva. Todo esto
fue, precisamente, lo que los nacientes Estados europeos de la modernidad,
echando mano de la Inquisición y la Iglesia católica, se encargarían de
destruir. A partir de una Bula del papa Inocencio viii de 1484, se comenzará a
ligar explícitamente la brujería con toda práctica anticonceptiva y
sexualidades no reproductivas. Más adelante, a mediados del siglo xvi, en
Francia e Inglaterra se crearían registros de mujeres embarazadas,
estableciéndose la pena capital para las madres que dieran a luz
clandestinamente y cuyos hijos murieran sin ser bautizados. La principal
causa de aplicación de la pena capital sobre mujeres en los siglos xvi y xvii
en Europa será por infanticidios y, en segundo lugar, por procesos de
brujería, relacionados estos últimos con prácticas anticonceptivas.
El martillo de las brujas
¿Por qué el antiguo saber de las ahora llamadas brujas era considerado un
peligro para el nuevo orden político, social y económico que se imponía en
Occidente? ¿Qué tiene que ver el origen del capitalismo y la privatización de
la tierra con esta obsesión reproductiva, que criminalizaba tanto la
anticoncepción como el sexo recreativo? La respuesta, según Federici, viene
dada por la crisis demográfica que vivió Europa luego de la peste negra que
disminuyó entre un 30% y un 40% la población europea hacia el siglo XIV.
Precisamente, la caza de brujas de los siglos xvi y xvii debe entenderse como
una estrategia de apropiación de los cuerpos femeninos por parte de los
estados europeos que, en su esfuerzo por instalar el nuevo modelo, debieron
combatir la crisis demográfica y la escasez de trabajadores.
Por supuesto, hablamos del tiempo cuando el capitalismo estaba en pañales
y el trabajo asalariado (realidad que a muchos hoy podrá parecerles tan
natural y evidente como que el sol es amarillo y el cielo es celeste) era algo
que, a duras penas, los campesinos se vieron obligados a aceptar. Lo cierto es
que el nuevo modelo requería de mano de obra y las mujeres eran quienes
debían producirla. De ahí que el control que ejercían las mujeres del
campesinado sobre su cuerpo y la reproducción comenzara a ser percibido
como una amenaza al crecimiento y la estabilidad económica del mercado de
trabajo. Dicho en breve: a las mujeres se les obligó a ser madres, a proveer al
sistema de trabajadores. Y la maternidad fue reducida a la condición de tra
bajo forzado, obviamente no remunerado, lo que se extendió a todas las
labores domésticas realizadas por las “amas de casa”.
La forzada gratuidad del trabajo doméstico de las madres contrastaba con
las figuras de la prostituta y la bruja, personajes que habían gozado de gran
prestigio durante el periodo medieval y que ahora comenzarían a ser
demonizados. “Prostituta de joven, bruja de vieja", decía el refrán. Entre
ambas figuras había un parecido. Ambas se vendían para obtener dinero y un
poder ilícito; la bruja vendía su alma al Diablo, mientras la prostituta vendía
su cuerpo a los hombres. Junto con ello, tanto la vieja bruja como la joven
prostituta eran vistas como símbolos de esterilidad, personificación misma de
la sexualidad no procreativa, por lo que no podían ser aceptadas como
identidades femeninas legítimas. No parece, entonces, casual que por estos
mismos años en que se hacía preciso expropiarles el cuerpo a las mujeres
comenzara a orquestarse el gigantesco montaje en contra de las así llamadas
brujas.
En el mismo periodo, por ejemplo, aparecía el tristemente célebre Malleus
Maleficarum o El martillo de las brujas, con el subtítulo: Para golpear a las
brujas y sus herejías con poderosa maza. Nada menos que el libro de
cabecera de los inquisidores y verdadero best-seller de la época, escrito por
Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, dos reputados teólogos dominicos que no
eran otra cosa que un par de psicópatas misóginos. Se trata de un manual para
cazar brujas, donde se describen las diversas formas para reconocerlas y se
especifican, de manera detallada, las técnicas, mecanismos e instrumentos de
tortura y vejación sexual destinados a liberar al mundo del supuesto flagelo
terrorista. Quienquiera que lea este libro no tardará en advertir que la enorme
mayoría de los crímenes que se les imputaban a las brujas se relacionaban
con la sexualidad, en especial, con diferentes formas de atentar en contra de
la sexualidad reproductiva, entre las que destacan la práctica de abortos, el
poder de provocar esterilidad en la mujer y partos de mortinatos, y también
producir impotencia en los varones, además del robo de recién nacidos para
ofrecerlos al demonio. Como se ve, según los autores, la principal
preocupación de estas brujas espantacigüeñas era obstaculizar, por todos los
medios, que hombres y mujeres se reprodujeran.
“Árbol de penes cultivado en huertos monacales”, ilustración del Roman de la Rose, s. XIV.
Entre los numerosos encantamientos que, según el Malleus, empleaban las
brujas para impedir el coito y la reproducción, encontramos algunos que,
aunque son descritos para provocar espanto, resultan sencillamente
demenciales y absurdos. Es el caso, por ejemplo, del poder de las brujas para
hacer desaparecer los penes de los hombres por medio de la magia. Una vez
más, tropezamos con el ancestral terror patriarcal a la castración, expresado
en las diversas variantes del arquetipo de la "vagina dentada". Los monjes
dominicos llegan a afirmar que las brujas "coleccionan órganos viriles en
gran número y los colocan en nidos de pájaro, o los encierran en cajas, donde
se mueven como miembros vivientes y se nutren de avena y maíz". O sea que
las brujas, no contentas con arrebatarles sus penes a los hombres, se los
dejaban de mascotas. Los penes animados y sin cuerpo vivían en los nidos de
los árboles, o bien, las brujas los tenían en jaulas en sus chozas, como quien
tiene en casa canarios, loros o catitas. ¡Imagínese unos penes cantores
haciendo todos esos movimientos nerviosos de pájaro cada vez que el sol
salía o se ponía!
Aquello de divertirse secuestrando penes de hombres no es un desvarío
casual de los autores del Malleus, sino que se relaciona directamente con la
lujuria insaciable que solía caracterizar a las brujas, quienes, por supuesto,
intimaban con el Diablo. Así lo afirman los autores del manual para cazar
brujas:
“Todas estas cosas de brujería provienen de la pasión carnal, que es
insaciable en estas mujeres. Como dice el libro de los Proverbios: hay tres
cosas insaciables y cuatro que jamás dicen bastante: el infierno, el seno
estéril, la tierra que el agua no puede saciar, el fuego que nunca dice
bastante. Para nosotros aquí: la boca de la vulva. De aquí que, para
satisfacer sus pasiones, se entreguen a los demonios”.
Toda esta propaganda antimujer —y anti-Baubo— daría muy buenos
dividendos económicos, sociales y también culturales a principios de la era
moderna. Si ahora nos desplazamos hacia los comienzos del siglo xvii
europeo, notaremos que la bruja ya no era tan solo un delirio de un puñado de
fanáticos. Era una realidad cotidiana.
Albrecht Dürer, Cuatro brujas, 1497.
La luz de la hoguera
Hagamos de cuentas que estamos en Inglaterra, la cuna del capitalismo y la
modernidad, y más concretamente, caminamos por el Londres de comienzos
del siglo xvii. Instantáneamente, veríamos las hogueras humeantes donde
ardían mujeres campesinas y, por cierto, también homosexuales que servían
de leña para atizar las llamas. Para ese entonces, toda forma de sexo no
procreativa, así como toda iniciativa anticonceptiva de las mujeres, habían
quedado proscritas. Quien se aventurara por esos caminos corría el inminente
peligro de ser acusado de perversión demoníaca. Por supuesto, el terror
vigilante de la Inquisición y las hogueras habían completado la tarea
mediática iniciada por los autores del Malleus. Se trata del terror ineludible y
aplastante de aquellas mujeres que veían a diario a sus vecinas, amigas y
parientes arder en las hogueras; por cierto, la gran mayoría de las presuntas
brujas eran apresadas luego de la delación de algún vecino. En este contexto,
las mujeres se vieron obligadas a renunciar a toda identidad que no se
cuadrase en el molde de la maternidad y la sexualidad procreativa.
Si seguimos nuestro recorrido y nos encaminamos hacia el puente de
Londres, tropezaremos con las numerosas cabezas de campesinos y
revoltosos que se pudren colgadas en los postes; en su gran mayoría, han sido
ejecutados por crímenes en contra de la propiedad privada. Más allá, sobre
las orillas fangosas del río Támesis, vemos alzarse varias construcciones,
tabernas, lupanares, casas de juego y, destacando entre todas estas, un teatro:
El Globo. Bajo una alta puerta, el conserje cobra las entradas. En su interior,
un público variopinto, compuesto por hombres y mujeres de todas las clases
sociales, aguarda el comienzo de una función. Los plebeyos se apretujan y se
divierten bebiendo ríos de cerveza. Un cartel nos indica que hoy se representa
la obra de un tal Will Shakespeare. Macbeth, se llama la obra. Y acaba de
comenzar.
“El mal es el bien y el bien es el mal", dicen, a coro, tres actores varones
que se asoman sobre el tablado. Es extraño. Aparentemente hacen el rol de
mujeres —porque en este teatro, lo mismo que en el teatro de la antigüedad
clásica, actúan solo hombres y son hombres, niños o jóvenes imberbes,
generalmente, quienes vestían enaguas e interpretaban los roles femeninos—.
Pero estos tres son hombres mayores y muy barbudos. Criaturas ambiguas, de
aspecto desagradable y andrógino, danzando alrededor de un caldero.
“¡Son brujas!, ¡¡Brujas!!”.
El público las identifica de inmediato. “Y esos bigotes, qué bien que les
quedan", comenta un espectador. “Yo conocí una bigotuda", dice otro, “la
vieja perra hizo morir mi ganado". Por ahí va pasando un vendedor
ambulante. Lleva cervezas y avellanas, las palomitas de maíz de la época.
“Pero no se engañe, amigo, hay también brujas que son jóvenes señoras, con
la cara tersa como pétalos". Entretanto, allá en el tablado viene entrando
Macbeth. Es el protagonista de la obra. Soldado victorioso, viene de ganar
decisivas batallas para su rey. Y las tres brujas le susurran al oído: “Salve,
Macbeth, que un día serás rey".
“¡Viejas brujas intrigantes!”.
Aunque inicialmente Macbeth rechaza a las brujas y desestima sus
profecías, después, cuando es promovido por el rey por sus triunfos militares,
comienza a saborear la idea de que el vaticinio pueda hacerse realidad. Es
entonces cuando aparece en escena su esposa, Lady Macbeth. Embriagado
por la idea de un futuro glorioso, Macbeth compartirá con ella el augurio de
las brujas.
“¡Tú serás rey!”, dirá Lady Macbeth, contentísima, reiterando lo dicho por
las brujas. Un muchacho joven, muy femenino, es quien interpreta a la mujer
de Macbeth. Su voz, en un comienzo dulce y cálida, no tarda en tornarse dura
y tenebrosa: “Ya sabes lo que hay que hacer", le dice a su marido.
Un espectador se limpia del bigote la espuma de la cerveza. “Ya está",
piensa. No hacía falta nada más. Aquella mirada, aquella sonrisa, la amenaza
de un asesinato. Ya se sabe de qué va la obra. Y aquella mujer, esa Lady,
pues no tiene nada de lady. “¡Esa también es una bruja!”. Otro espectador se
muestra de acuerdo y aventura un spoiler: “Esa bruja que tiene Macbeth por
esposa conseguirá la perdición de ambos. Es cuento conocido. El tal Will
Shakespeare es un imbécil que carece de imaginación. Otra vez la historia de
Adán y Eva y el paraíso perdido. Chica mala convenciendo a chico bueno
para que transgredan las normas y la moral establecidas por el Padre. Y aquí
la serpiente son las viejas brujas".
Y así es, en efecto. Macbeth jura solemnemente ante su esposa que
asesinará al rey para hacerse con la corona. Pero no pasan ni dos minutos y el
hombrecito comienza a dudar. Matar al rey sería matar a quien le ha jurado
lealtad. Sería matar a quien ha sido como un padre para él.
“¿Acaso no eres hombre?”, le reprocha Lady Macbeth a su acobardado
esposo. Da un paso al frente y suelta un afectado monólogo: “Cuán tierno es
el amor hacia el bebé que mama", dice Lady Macbeth, con voz enternecida.
Pero enseguida afirma, llena de odio, que hubiese arrancado de su pezón las
encías sin hueso del bebé mientras este sonreía y le hubiese estrellado los
sesos contra una piedra, si así lo hubiese jurado. “¿Y no has jurado tú,
Macbeth, seguir adelante con el plan?”
“¡¡Bruja, bruja asquerosa!!”, grita un hombre, tomándose de un trago lo
que quedaba de su cerveza. A estas alturas está muy mareado y se dispone a
salir un momento del teatro. Afuera, otros hombres orinan y vomitan en el
canal construido allí para esos efectos. De pronto, una mujer sola pasa frente
a ellos. “Esa es puta". Los hombres la observan fijamente, algunos enseñan
sus miembros, entre risas y comentarios que se extienden hasta que la mujer
desaparece, apurando el paso. “¡Ojalá te quemaran, bruja maldita!”, dice uno,
subiéndose los pantalones.
Al regresar al teatro encuentra a su propia mujer concentradísima en la obra
y los monólogos de Lady Macbeth. “¿Escuchaste a esa arpía?”, le comenta el
hombre, “¡dijo que sería capaz de matar a su propio hijo por cumplir un
juramento! ¡Bruja maldita!”. “Sí, claro, es bruja porque tiene más huevos que
el propio Macbeth", piensa la mujer, pero no se atreve a decirlo en voz alta.
Es extremadamente peligroso decir algo como eso. El hombre se apura en
comprar otra cerveza. Da un largo sorbo y se llena la boca de avellanas.
Mientras mastica de forma sonora, comenta que la bruja lo tiene así a
Macbeth, lleno de dudas, vacilante, como una mujer. De seguro ha hecho
desaparecer su pene y lo tiene en una jaula como mascota y lo alimenta con
avena. Por eso la lady es quien lleva los pantalones en esta relación. Un asco.
Una aberración.
Mientras tanto, en el escenario prosigue Lady Macbeth con voz atronadora:
“¡Vengan, vengan, horrendos espíritus, que sirven a las ideas mortales!
¡Quítenme mi sexo y llénenme, hasta el borde, de una negra crueldad!
¡Vengan hasta mis pechos de mujer y transformen mi leche en hiel!”:
“Quítenme mi sexo”, la frase atrapó instantáneamente la imaginación de la
mujer que contemplaba la obra. Despójenme de mi vulva. Es exactamente lo
que diría una bruja: que vengan los horrendos demonios y se lleven mi vulva.
Lady Macbeth lo dice porque también ve en su sexo un estorbo. Sabe que el
hecho de tener vulva la condena a un único y exclusivo destino social: la
maternidad. ¿Y cómo podría una madre, una buena mujer, tomar con firmeza
la mano tembleque de su marido y hacerlo empuñar la daga para asesinar al
rey y conquistar la corona?
“Quítenme mi sexo”. Es un grito desesperado. Quiere decir, tal vez,
“esterilícenme”. Sí, pero no es solo eso. Quiere decir, tal vez, libertad...
La mujer del público se queda pensativa. Entretanto, la obra prosigue con
Macbeth asesinando al rey y tomando la corona. Enseguida, los Macbeth se
instalan en el trono. Su régimen será caos y terror. Sin hijos, la esterilidad de
la pareja se mofa de sus pretensiones de poder absoluto. No habrá hijos, no
habrá herederos, no habrá más sangre de Macbeth que pueda perpetuarse.
Nada tiene sentido. Moraleja de la obra: la carencia de hijos de Macbeth y la
esterilidad de su mujer son el castigo de su crimen. El crimen de dejarse
tentar por las brujas. “La serpiente, Eva, Adán, ya se los dije, el tal Will
Shakespeare es un imbécil y no tiene imaginación".
Así, Lady Macbeth muere de culpa, de insomnio, de locura. Macbeth, por
su parte, muere por la espada de un hombre que no había nacido de mujer,
pues fue extraído por cesárea. Antes de morir, Macbeth filosofa: “La vida es
un cuento contado por un idiota, un cuento lleno de sonido y furia, que no
significa nada". El telón cae y el público aplaude, refunfuña, se va.
Lentamente el teatro se va vaciando, dejando el suelo regado de huesos,
manzanas, huevos podridos y otros restos de alimentos.
Henry Fuseli, Las tres brujas de Macbeth, 1785.
“Quítenme mi sexo”, piensa todavía la mujer mientras se esfuerza en
arrastrar el cuerpo seboso y pesado del marido que se ha dormido en medio
de la función de tan borracho que estaba. “Libérenme de este peso. Estoy
cansada”. Muy cansada de parir hijos a los que a duras penas alcanza a
alimentar. Es lógico que no pueda evitar soñar con hacer desaparecer su
vulva. ¡Qué alivio sería hacer como Lady Macbeth y deshacerse, de una vez
por todas, de su sexo!
Y es que, por aquel entonces, para una mujer tener vulva no era ya algo
para enorgullecerse. Vulva era ahora sinónimo de una pesada carga. De una
esclavitud. Y es que la caza de brujas había logrado lo que ni el patriarcado
antiguo ni el medieval habían conseguido: hacer de Baubo una completa
extraña para las propias mujeres. ¿Cuántas mujeres no habrán deseado, por
entonces, desvestirse de su sexo, suprimir sus vulvas? Porque esas vulvas ya
no eran suyas. A fuerza de hogueras, las mujeres debieron acostumbrarse a
experimentar la condena de vivir desterradas de sus propios cuerpos.
¿Cuántas mujeres fueron llevadas a las hogueras acusadas de ser brujas?
Las cifras varían según distintos autores. Algunas fuentes hablan de 60.000,
otras de 200.000, otras de dos y hasta cinco millones. Lo cierto es que, como
política de control sociocultural, la caza de brujas fue todo un éXIto. Y es que
en las hogueras a las mujeres les arrebataron algo más que sus vidas. Ahí se
consumió el ancestral conocimiento de sus propios cuerpos y, con ello, su
libertad para vivir del modo que eligieran. Y esta expropiación, por supuesto,
se extiende hasta nuestros días. ¿Cuántas mujeres no habrán fantaseado
alguna vez, ahora mismo, con suprimir sus vulvas a cambio de paz y libertad?
Por supuesto, la caza de brujas prosigue aún en pleno siglo XXI. Porque
todo femicidio, todo atropello sexista, todas las violencias simbólicas y
materiales que están a la vuelta de cada esquina del mundo son solo variantes
de una cacería de brujas de nunca acabar.
Sin ir más lejos, ayer por la mañana, en el centro de la ciudad en donde
vivo, unas chicas subían sus vestidos y mostraban, alternativamente, traseros
y vulvas, gritando consignas como: “¡Aborto legal, seguro y gratuito!
¡Nuestros derechos no se transan!”.
Enseguida, eran llevadas a rastras al carro de la policía.
Entretanto, al otro extremo del tiempo, una bruja era conducida al patíbulo
en la noche londinense. “¡A la hoguera esa vulva peluda y esa bruja del
demonio que nos la enseña!”.
La mujer que venía arrastrando al marido borracho desde el otro lado del
Támesis se detuvo mirar a la nueva víctima. Ahí estaba Baubo atada a un
poste. A su alrededor, el fuego humeaba y chisporroteaba como una
carcajada. ¿O era que el viento le había levantado el vestido y la antigua
diosa de la obscenidad no halló nada mejor que reírse ampliamente con sus
dos bocazas? Como fuere, la mujer que miraba no pudo contener la risa.
Y esa risa es como un agua que alivia, que no se deja atrapar.
CAPÍTULO 3
Nuestra bruja: la Quintrala
Tendría unos nueve años la primera vez que supe de la Quintrala. Pasaba el
verano en la casa de mis tíos, en uno de esos cerros repletos de pinos y
eucaliptus del litoral central, cuando, una noche, mi primo Benjamín puso
ante nosotros una tabla ouija muy rudimentaria. "Llamemos a la Quintrala”,
dijo. Entonces yo no sabía de quién hablaba. Mi primo Pablo pensaba que se
trataba de un personaje de ficción, por una serie que habían trasmitido años
atrás en la televisión. Pero no, dijo el primo Benjamín, "la Quintrala sí existió
y fue una mujer mala. Qué digo mala, ¡mala malísima! La más mala que ha
pisado Chile. Una bruja pelirroja. La sirvienta del diablo. Más perversa que el
diablo mismo, porque odia a todos los hombres. A ustedes, a mí y a dios y al
diablo".
Bastó escucharlo para que aquella casa, siempre tan hospitalaria, se tornara
insoportablemente aterradora, como si de pronto hubiese sido invadida por lo
innombrable. Mi primo mayor, sin compasión, apagó la luz, encendió una
vela y siguió con la invocación:
"Si estás aquí, Quintrala, ¡manifiéstate!”.
Al cabo de unos segundos, el primo puso los ojos blancos y empezó a hacer
gárgaras sonoras. El vaso comenzó a dar alocados giros por el tablero, hasta
detenerse en el "Sí". Crucé una rápida mirada de espanto con mi primo Pablo.
De pronto, una ráfaga de viento entró por la ventana. La vela se apagó.
Instantáneamente, salimos disparados fuera de la casa, dando tremendos
gritos, y fuimos a estrellarnos directamente contra el regazo de mi tía
Catalina, que venía de vuelta con los demás adultos. A nuestra espalda
escuchábamos al primo Benjamín riéndose ruidosamente. Eso, hasta que
tropezó con la cara enfadada de su madre y la risa se le atragantó en la nariz.
“¿Cómo se te ocurre asustar así a los niños, cabro jetón?”, lo increpó mi tía.
Mi primo Benjamín nos miró. Estábamos escondidos detrás de las piernas
de mi tía. Luego se la quedó mirando con un aire desafiante aunque también
culposo, como si se sorprendiera de su propia temeridad. A lo que mi tía
inmediatamente contestó: “¡A ver! ¿A quién le venís a poner esa cara?
¡Partiste a acostarte!”.
Aterrorizado, el primo Benjamín no dijo más y salió disparado a
esconderse en su pieza. Aquella noche, mi primo Pablo y yo dormimos junto
a mi tía. Como teníamos mucho miedo de la Quintrala, mi tía prendió una
vela en un pequeño altar en donde tenía, junto a varias fotos familiares, un
retrato de la Virgen.
Varios años más tarde descubriría con asombro que la Quintrala histórica
probablemente tenía más en común con mi tía que con la bruja pelirroja con
que nos asustan cuando niños. Y también descubriría que, al igual que mi
primo Benjamín, los hombres que temen a las mujeres suelen ser los mismos
que disfrutan asustando a los niños.
La mujer-monstruo
Sin saberlo, aquella noche, mi primo Benjamín nos había enseñado el retrato
hablado de la mujer-monstruo. Ni más ni menos que un arquetipo universal.
Y es que, en realidad, basta escarbar aquí o allá para percatarse de que hay
Quintralas repartidas por todo el mundo. Son todas mujeres malas. Todas
protagonizan leyendas que reproducen el miedo irracional hacia la mujer,
para lo cual se la pinta tan oscura como sea posible: una criatura desprovista
de humanidad y poseedora de terribles poderes, pero especialmente, del peor:
la seducción infernal, esa que arrastra irremediablemente a la perdición. Y,
por cierto, todas estas mujeres-monstruos ejercen una formidable atracción
entre escolares aficionados a las tablas ouijas y otras formas de comunicación
transmundana.
Así como en Chile es común ver a escolares invocando al espíritu de la
Quintrala, en España la invocada es la Verónica, extraña mujer-demonio que,
al filo de la medianoche, se asoma en los espejos tras ser llamada mediante
un determinado ritual (similar a los que se realizan por estos lados para la
noche de San Juan). El origen de este siniestro personaje es borroso, aunque
algunos autores apuntan a Santa Verónica, una mujer que bien puede
considerarse poderosa (porque detrás de toda mujer-monstruo suele haber una
mujer de carne y hueso envestida de algún poder). Según la tradición
cristiana, Verónica fue quien tomó esa instantánea del rostro de Jesús
conocida como "el santo sudario”, al extenderle, generosamente, el velo
donde sus facciones habrían quedado impresas, tras secarse con él la sangre y
el sudor, mientras cargaba la cruz rumbo al Calvario. Mujer poderosa esta
Verónica, pues habría podido retener su rostro, a pesar de que Cristo se fugó
para siempre de la historia, sin dejar otra huella más que palabras dichas al
viento (las que, suponemos, recogieron muy bien los evangelistas). El miedo
a los espejos —esa superficie fría que te atrapa en un mundo de reflejos, que
está al otro lado de este mundo— se relaciona, sin duda, con el velo de la
Verónica original.
Efectuando un ritual similar ante el espejo, los escolares del mundo
anglosajón invocan a la Verónica bajo el nombre de "Bloody Mary". Acá la
huella histórica del espantoso personaje es mucho más clara. Y es que,
además de ser el nombre de un cóctel a base de tomate y vodka, "Bloody
Mary” (María, la sanguinaria) es el apelativo que los ingleses le dieron a
María Tudor, la hija de Enrique VIII, rey que ha pasado a la historia por
romper las relaciones entre la Corona inglesa y la Iglesia católica, por ser el
fundador del protestantismo anglicano hacia el año 1534. Por supuesto,
Enrique VIII es también famoso por romper sus relaciones matrimoniales. De
hecho, fue justamente porque el monarca deseaba casarse con su amante Ana
Bolena, que debió idear el modo de sacarse de encima a Catalina de Aragón,
su esposa legítima y madre de María. Por eso, para que lo dejaran divorciarse
en paz, al rey se le ocurrió la genial idea de fundar su propia iglesia. No
obstante, más tarde, convertida en soberana de Inglaterra e Irlanda desde
1553, María Tudor, en un gesto hacia sí misma y hacia su desdeñada madre,
derogó las reformas religiosas de Enrique y sometió nuevamente a Inglaterra
a la disciplina del papa romano. Fue entonces que María emprendió una feroz
represión contra todos los opositores de la reinstauración del catolicismo,
condenando a la hoguera a cerca de trescientas personas. De ahí el apodo de
"Bloody Mary".
El personaje histórico detrás de "Bloody Mary” fue el de una reina que no
consintió ser marginada; una reina que, cuando tomó el poder, se rebeló en
contra de la ley de su padre. La leyenda urbana, en cambio, habla de una
mujer demoníaca y pelirroja que aparece cuando se pronuncia su nombre tres
veces frente a un espejo.
Para hacer un "Bloody Mary” se requieren ciertos ingredientes
estandarizados. Para hacer una mujer-monstruo también. Por lo general,
poseerán alguna riqueza o posición privilegiada. En cuanto a su contextura
moral, serán lascivas y depravadas, malvadas y asesinas. Su retrato físico nos
las suele mostrar pelirrojas, con ojos claros (de preferencia verdes) y la tez
muy blanca. Haga la prueba y googlee la palabra "Quintrala". ¿Qué ve?
Probablemente, la misma paleta de colores y el mismo patrón de rasgos
repartidos en actrices de televisión, representaciones plásticas, pictóricas,
cómics, entre otras imágenes. Incluso, otras mujeres reales, a menudo
involucradas en acciones criminales, que han sido motejadas con el infamante
nombre —como la llamada "Quintrala de Seminario”—, se ajustan a dicho
modelo. Similares rasgos físicos y morales habrían caracterizado también a
Erzsébet Báthory, conocida como la "condesa sangrienta". La leyenda negra
que se ha tejido en torno a esta aristócrata húngara del siglo XVII nos dice
que estaba obsesionada con la idea de conservar su belleza y que, con esa
finalidad, asesinó a cientos de mujeres jóvenes para bañarse con su sangre.
Por otra parte, numerosas representaciones de Eva y Pandora también suelen
ajustarse a dicho patrón o modelo físico.
Dante Gabriel Rossetti, Lady Lilith, 1866-1868.
Lo cierto es que a las malas mujeres, brujas, vampiresas y mujeres fatales
en general, suelen pintárnoslas con similares características. Es probable que
dicho modelo comenzara a popularizarse a partir del siglo xix, gracias a las
pinturas e ilustraciones que los artistas románticos realizaron de Lilith, a
quien, como vimos, bien puede calificarse como la primera mujer y la
primera bruja.
Pero está claro que el retrato hablado de la mujer-monstruo jamás coincide
con la mujer que dice retratar. Por el contrario, la imagen de la mujer de
carne y hueso siempre se pierde bajo el retrato de la bruja de cabello cobrizo,
lo mismo que su biografía se distorsiona para quedar aplastada bajo la
leyenda negra. Así, por ejemplo, si se nos habla de la Quintrala,
instantáneamente la imaginamos horrorosamente bella, montada en su
caballo, con el látigo firme en su mano, su cabello de fuego al viento, con los
ojos verdes inyectados de ira. En cuanto a su retrato moral, la Quintrala es
sencillamente una señora muy poderosa y tirana, una seductora femme fatal,
lujuriosa y asesina. Una devoradora de hombres. La Quintrala es una mujermonstruo. Fácil de reconocer y, por eso mismo, una completa desconocida.
No es casual que nuestro aprendizaje cultural incluya, dentro de sus
lecciones más elementales, el conocer a la mujer-monstruo, de preferencia
cuando somos niños y, en general, a través de un buen susto. El miedo
adoctrina. Y hay miedos infantiles que jamás se borran, que se mantienen
durante toda la vida. El miedo a las tormentas, por ejemplo. A las tormentas
les tememos de niños pues creemos ver en ellas una perturbación del "orden
natural". Es a través del miedo que se nos induce a creer en un universo
binario, dotado de una perfecta geometría, un universo ordenado en ámbitos
opuestos, que jamás se entremezclan, donde necesariamente debemos preferir
la calma a la tormenta, la luz a la oscuridad.
El miedo a la mujer-monstruo funciona de manera similar: se nos presenta
como una perturbación del "orden natural". Pero, por eso mismo, de su
existencia se deriva la imagen preferible de su contraparte: la mujer angelical.
Esta lección que aprendemos del miedo infantil se cristaliza luego en el juicio
intransigente que forjamos siendo adultos. Así, no faltará quien considere
que, si de mujeres se trata, no puede haber un rango intermedio entre lo
perverso y lo santo. Que es preferible la mujer de belleza angelical, llena de
dulzura y suavidad, un ser dócil, sumiso, pasivo y sin personalidad. Que
aventurarse fuera de este molde, buscar la independencia y la autenticidad,
rechazar ser pasiva y sumisa, inmediatamente te convierte en la mujermonstruo. A fin de cuentas, la monstruosidad es el precio que una mujer debe
pagar por poder definirse a sí misma, y esto resulta también válido para
cualquier identidad que busque expresarse fuera de los marcos del
pensamiento binario patriarcal.
Como se verá enseguida, la imagen que conservamos de la Quintrala
corresponde a un retrato, a todas luces, imaginario. Obviamente, la mujer de
carne y hueso que fue la Quintrala —cuyo nombre verdadero, ya es tiempo
de decirlo, fue Catalina de los Ríos Lisperguer— no puede reducirse al
monstruo diseñado para, entre muchas otras cosas, provocar miedo entre
escolares aficionados al espiritismo. En realidad, si buscamos a la mujer
detrás del retrato imaginario que nos la muestra melenuda y pelirroja, de ojos
verdes encendidos, de tez blanca, esbelta y voluptuosa, probablemente nos
sorprenderemos al advertir sus rasgos indígenas, su tez morena, su baja
estatura, en fin, su enorme parecido a cualquier mujer chilena promedio. Una
cosa es segura: Catalina fue una mestiza. Y, en estricto rigor, en este mundo
todos son mestizos. Y nuestra moral también lo es. Así como no existe una
pureza racial, tampoco existe tal cosa como la pureza moral, un
comportamiento sin mancha ni arruga.
¿Fue perversa la Quintrala? De seguro no más que otros individuos que
habitaron su tiempo y su espacio, el Santiago colonial, esa tierra donde lo
santo y lo perverso se separaban apenas por un cabello.
Benjamín y la Quintrala
La segunda vez que conocí a la Quintrala fue por intermedio de otro
Benjamín. Hablo de Benjamín Vicuña Mackenna, autor de un libro que fuera
muy famoso en las últimas décadas del siglo XIX: Los Lisperguer y la
Quintrala. Podría decirse que, sin necesidad de haber leído el libro, muchos
chilenos han conocido este retrato de la Quintrala. Y es que el libro de don
Benjamín es el germen de donde han salido la infinidad de obras de teatro,
novelas y series de televisión que, hasta el día de hoy, nos han enseñado las
crueldades de doña Catalina de los Ríos y su familia.
La materia prima para esta obra, según el propio autor, proviene de la
leyenda oral sobre la malvada Quintrala que una sirvienta le contara cuando
niño, hacia finales de la década de 1830. Podemos imaginar al niño Benjamín
esa noche tras haber oído el relato, dando vueltas en su cama, sin poder pegar
un ojo. En su imaginación tal vez se deslizarían las imágenes de la Quintrala
legendaria, aquella poderosa hacendada, mestiza de españoles, alemanes e
indios, famosa por su perversidad, crueldad y desenfreno sexual. Especial
horror debe haberle provocado el legendario sótano donde la Quintrala
cometía sus crímenes y guardaba sus venenos. Es probable que la imaginara
ahí atormentando a latigazos a sus siervos indígenas, derramando la esperma
ardiente de una vela sobre la herida abierta de una esclava recién azotada, en
fin, cometiendo todas las aberraciones habidas y por haber. Porque de esta
mujer terrible se dice que llegó a envenenar a su propio padre. Como una
araña que espera a su presa en un rincón de su red, en aquel espantoso sótano,
la Quintrala devoraba a sus amantes.
Pero hay una escena que cualquiera que oye la leyenda de la Quintrala no
puede evitar recordar. Porque se dice que al regresar de sus frecuentes
veladas lascivas y sangrientas, la Quintrala se encontró en su casa con la
imagen del Cristo de la Agonía tallada en madera y, al sentirse juzgada por la
mirada implacable del Cristo, le ordenó a un esclavo que se lo llevara de la
sala. Mientras el esclavo obedecía las órdenes y se disponía a llevar a la calle
la imagen religiosa, la Quintrala se paró en frente de la misma y le gritó: "Yo
no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara. ¡Afuera!”. Según la
leyenda, los monjes agustinos habrían recogido el Cristo de la Agonía luego
de que la Quintrala lo expulsara fuera de su casa.
El joven Benjamín creció en los años del régimen conservador que gobernó
Chile entre las décadas de 1830 y 1850. Durante aquel periodo, que siendo
adulto aborreció, en más de una ocasión debió haber contemplado aquel
Cristo que hasta el día de hoy se exhibe en una de las naves laterales de la
iglesia de los agustinos, en pleno centro de Santiago. Como la Quintrala, este
Cristo también es legendario. Se dice que su corona de espinas —una trenza
de cueros, en realidad— descendió de la cabeza hasta su cuello durante el
feroz terremoto que asoló la entonces pequeñísima ciudad de Santiago, el 13
de mayo de 1647. La leyenda asegura que si alguien intenta poner de nuevo
esa corona en su lugar la tierra volverá a sacudirse como suele hacerlo, de
manera caprichosa e incontrolable. Según afirmaba el obispo de la época, el
agustino Gaspar de Villarroel, durante el terremoto (que según los creyentes
habría durado lo que se demora uno en rezar tres credos seguidos) "la tierra
se movía con la soltura de las mujeres en materia de deshonestidades".
Semejante comentario ilustra de manera elocuente la opinión que se tenía
sobre las mujeres por aquellos años de la Colonia donde vivió la Quintrala.
Sin duda, la vida de la legendaria Quintrala siempre aparecerá ligada a esta
imagen del Cristo de la Agonía. Esto no es para nada casual si se considera
que un monstruo como el que, se supone, fue esta mujer, únicamente podía
ser contrapesado con una figura tan poderosa como el mismísimo Dios
encarnado en un varón. A fin de cuentas, será el Dios de los cristianos quien
acabe derrotando a la Quintrala. Y es que, como dice el cuento popular,
aquella mujer hacendada, acusada y juzgada por sus crímenes en vida, pero
nunca condenada, recibirá su merecido castigo en el más allá. El relato
popular concluye dejando a la Quintrala suspendida de un cabello, a
segundos de ser absorbida por el fuego abrasador del infierno. Así concluía el
relato que la sirvienta contó al niño Benjamín Vicuña Mackenna. Una odiosa
imagen para provocar pesadillas. Sin embargo, ya siendo un adulto, no podría
evitar volver sobre estas patrañas, hijas del miedo y el castigo, que tanto lo
atormentaran siendo pequeño.
Pasado el tiempo, Vicuña Mackenna se convertiría en un prolífico abogado,
historiador, periodista y un activo participante de la vida política nacional de
la segunda mitad del siglo xix. Empleando las herramientas de la
investigación histórica, se dio a la tarea de reconstruir la vida de Catalina de
los Ríos Lisperguer, la Quintrala, aquella mujer a quien calificó como
"célebre y terrible". Lógicamente, para construir su retrato histórico, don
Benjamín tuvo que alejarse de aquello que él mismo llamaba "deleznable
tradición”, a la cual, con científico rigor, procuró oponer los documentos
auténticos que se dedicó a estudiar con minuciosidad. Estamos hablando de
un señor que pertenecía a lo más granado de la élite ilustrada chilena del siglo
xix, es decir, un señor que había sido educado en la idea de que ya era hora
de explorar el mundo —y también el pasado— bajo el lente de la razón.
Hablamos, entonces, de alguien que no comulgaba ni con los dictados de la
Iglesia católica, ni tampoco con la tradición popular. Y es que a don
Benjamín las supersticiones de las gentes del pueblo y de los curas le
producían un profundo rechazo; eran cosas propias del Chile colonial, un
mundo que debía quedar atrás. Por cierto, hablamos también de un político
liberal que, en el conflictivo siglo xix chileno, enarboló las ideas de la
Revolución francesa, la libertad, la igualdad y el progreso social, en contra de
cualquier ideología conservadora que siguiera atando a nuestro país con su
deleznable y oscuro pasado. Como intendente de Santiago, quiso plasmar su
ideario modernizando la ciudad, a la que quiso convertir en el "París de
América”, siendo su obra más recordada la transformación del rocoso peñón
que era el cerro Santa Lucía en el bonito paseo que recorre el peatón actual.
Sin embargo, como todo ser humano, don Benjamín tenía sus
contradicciones. Una de ellas se relaciona con su rol de historiador. Y es que,
pese a su declarada intención de recuperar a la mujer que, en verdad, fue
Catalina de los Ríos, arrancándola así de las garras del mito y la leyenda
popular, es claro que lo fabuloso no desaparece del todo en la historia de
Vicuña Mackenna. Por supuesto, la imagen legendaria y horrorosa de la
Quintrala cautiva y provoca; ella siempre trae de regreso aquella primera
impresión infantil marcada por el vértigo y el espanto. Sentimientos similares
afloran en el libro de don Benjamín, por ejemplo, cuando se refiere a "los
sótanos de muerte” donde Catalina guardaba sus venenos y llevaba a cabo sus
crímenes. Sótanos que no figuran en los documentos, sino que provienen
directamente de la leyenda.
Lo cierto es que muchos de estos elementos de la tradición, incluida la
anécdota del Cristo de la Agonía, son conservados y enfatizados en la
narración histórica de don Benjamín. Vale la pena indicar también que, en su
momento, Los Lisperguer y la Quintrala fue publicándose por capítulos que
circulaban semanalmente, insertos entre las páginas de un periódico, al igual
que los folletines o novelas por entrega, textos literarios que también venían
incorporados en la prensa nacional. De hecho, podría decirse que la historia
de la Quintrala escrita por Benjamín es también una novela, una atractiva
ficción que mantuvo ocupada la atención de los lectores durante mucho
tiempo, lectores que devoraban cada capítulo, como quien hoy en día sigue
una serie en Netflix. Por lo demás, cuando la historia de Vicuña Macke- nna
fue finalmente publicada en formato libro hacia 1877, su portada fue ni más
ni menos que la pavorosa imagen de la Quintrala colgando de un pelo sobre
el abismo infernal.
Portada de Los Lisperguer y la Quintrala, 1877.
Con lo anterior no pretendo afirmar que Vicuña Mackenna fuera un
novelista o un fabulador. Sin embargo, parece innegable que su elaboración
histórica del mito no se deshizo del mito; al contrario, lo robusteció. Por otra
parte, vale la pena indicar que durante el siglo xix la gran mayoría de los
lectores de las novelas por entrega o folletines que aparecían en los
periódicos eran mujeres. En la figura de la Quintrala, creada por Vicuña
Mackenna, estas lectoras, casi todas pertenecientes a la clase dirigente (muy
pocos en Chile sabían leer por entonces), fueron las principales consumidoras
de este modelo negativo de la feminidad, construido por el historiador. Hay
una clara intencionalidad didáctica detrás de esta historia: las mujeres debían
aprender no solo a temerle a la Quintrala sino que, fundamentalmente, a
temer comportarse como la Quintrala.
Otras contradicciones de Vicuña Mackenna resultan aún más importantes
para entender a su Quintrala, que sigue siendo nuestra Quintrala. Y es que,
pese a sus ideas progresistas y liberales, don Benjamín califica en la
gigantesca galería de "misóginos ilustrados”, es decir, señores a quienes la
"inferioridad” de la mujer les parece algo de lo más razonable. En realidad,
desde los filósofos griegos a esta parte, se ha tratado de emplear un "discurso
racional” para justificar la inferioridad natural de la mujer. Y poco importa si,
como se mencionó antes, don Benjamín comulgaba con los ideales de
libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa. Es bien sabido
que, luego de luchar codo a codo por tales ideales, las mujeres francesas
fueron completamente excluidas del goce de los logros políticos, sociales y
culturales que trajo consigo el crucial momento histórico, quedando una vez
más relegadas a la esfera de lo doméstico. No es necesario extenderse
demasiado en este punto. Valga solo recordar que, tras la proclamación de la
famosísima Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en 1789,
documento que inspiraría nuestra Declaración Universal de los Derechos
Humanos, una mujer, la filósofa y dramaturga francesa Olympe de Gouges,
debió salir a corregir un "pequeño” olvido de los miembros de la Asamblea.
Así, en 1791 lanza su Declaración de los Derechos de la Mujer y la
Ciudadana. Poco después, en 1793, tras ser sentenciada por el tribunal
revolucionario, la altiva cabeza de Olympe caerá bajo la guillotina.
Lo verdaderamente monstruoso
Quienquiera que lea Los Lisperguer y la Quintrala podrá comprobar la
evidente misoginia de don Benjamín Vicuña Mackenna. Y es que, para el
historiador, la maldad de Catalina de los Ríos viene dada por los "malos
ejemplos” que recibiera de las mujeres de su familia, ya que, en sus propias
palabras, la maldad es "tendencia de su sexo". Así, por ejemplo, cuando nos
describe a la abuela paterna de Catalina, doña María de Encío, se nos dice
que esta "mató a su marido estando durmiendo una siesta, echándole azogue
por los oídos". Valga comentar, de paso, que desde temprano este crimen fue
puesto en duda por otros historiadores como Diego Barros Arana; sin duda,
aquello de verter mercurio en el oído de la víctima resulta ser un método
demasiado aparatoso, como tomado prestado de un drama de Shakespeare
(concretamente, así es cómo asesinan al padre de Hamlet).
Como fuere, lo que verdaderamente nos importa destacar aquí es quién fue
María Encío, la abuela paterna de la llamada Quintrala.
Lo primero que sorprende es que se trató de una de las contadas mujeres
españolas que vivieron en Santiago durante los primeros años de la conquista
española. Lo mismo que Inés de Suárez, María Encío fue la manceba —otros
dirán "la querida”— de Pedro de Valdivia. Era, en todo caso, quien servía a
los requerimientos sexuales del conquistador, que había dejado a su legítima
esposa, María Ortiz de Gaete, en España. Mujer de alto rango, hermana de
Juan Encío, uno de los financistas de la expedición de conquista, María debió
ser entregada en matrimonio a un tal Gonzalo de los Ríos, abuelo paterno de
doña Catalina de los Ríos, luego de que la Real Audiencia de Lima
presionara a Valdivia para que se trajera a su legítima mujer hasta tierras
chilenas. Tiempo atrás, Pedro de Valdivia había casado a su concubina Inés
de Suárez con el capitán Rodrigo de Quiroga. Era, entonces, práctica habitual
del conquistador deshacerse de sus queridas dándolas en matrimonio a
algunos de sus hombres de confianza y entregándole tierras, a modo de
compensación.
Pero María de Encío fue mucho más que la concubina de Pedro de
Valdivia. En realidad, ella debiese ser reconocida por haber sido la primera
mujer española venida a Chile que defendió públicamente su derecho a no
concebir hijos no deseados y a emplear métodos abortivos, ni más ni menos
que ante el tribunal de la Inquisición. En su declaración leemos:
“María de Encío, natural de Bayona, en Galicia, mujer de Gonzalo de los
Ríos, vecina de Santiago de Chile, presa con secuestro de bienes por el
Santo Oficio, testificada ante el Provisor de haber dicho que... si una
mujer casada o doncella se sentía preñada y no de su marido, por encubrir
su fama podía matar la criatura en el vientre o tomar cosas con que la
echase”.
La abuela paterna de la Quintrala debió enfrentar diversos cargos ante el
Tribunal del Santo Oficio, entre los que destacan la práctica de abortos y, era
que no, la brujería. Y ya sabemos la íntima relación que hay entre brujería y
la autonomía femenina en materia de reproducción. Lo cierto es que María de
Encío, como la inmensa mayoría de las mujeres de la Colonia, conocía muy
bien las hierbas y pócimas para impedir el embarazo, o si llegaba el caso,
provocar un aborto. No solo los conocía sino que fue firme en defender su
uso. Y es que los embarazos no deseados eran pan de cada día en la
Conquista y la Colonia, tiempos en que la generalidad de las mujeres,
españolas e indias, sufrían cotidianamente violaciones, tanto de los
conquistadores como de los conquistados.
Sin embargo, don Benjamín solo pudo ver a las mujeres que antecedieron a
la Quintrala rodeadas de hierbas y pociones venenosas. La típica botica de las
brujas. Para él, la Quintrala era el resultado esperable de los malos ejemplos
femeninos del hogar y de las propensiones de su ser y de su sexo. No en
vano, nos dice el historiador, Catalina de los Ríos repetiría el gesto de su
abuela paterna, esta vez envenenando a Gonzalo de los Ríos y Encío, su
propio padre. Aunque esto es pasto para la leyenda, pues de los documentos
nada se puede concluir al respecto.
Aparte del hecho de ser mujer, había un elemento más que, según don
Benjamín, explicaría la perversión y monstruosidad de la Quintrala: el
historiador insiste repetidas veces en el mestizaje como culpable de la maldad
de Catalina de los Ríos. Su abuelo alemán, Pedro Lisperguer, se había casado
con doña Águeda Flores, a su vez descendiente de otro alemán, Bartolomé
Blumen, soldado bávaro que también formó parte del grupo de Pedro de
Valdivia, y de Elvira, la cacica de Talagante, hija de un importante cacique
mapuche. Vicuña Mackenna es claro al señalar que esa "extraña y terrible
mixtura de sangres” que corría por las venas de Catalina de los Ríos era lo
que la llevaba a "satisfacer el apetito dominante de su naturaleza de india: la
crueldad".
De lo anterior se deduce que, además de misógino, don Benjamín, miembro
de la élite blanca y urbana, era también un racista. Es cierto que el
racionalismo imperante durante la época en que vivió el historiador creía a
pie juntillas en el determinismo social y racial, pero el racismo de don
Benjamín y, en especial, su desprecio por el mapuche, fue mucho más allá de
sus lecturas y su trabajo intelectual. En efecto, poco se suele hablar del rol
político de Vicuña Mackenna como uno de los más acérrimos promotores de
la llamada "Pacificación de la Araucanía”, eufemismo con que
tradicionalmente se ha designado a la operación militar dirigida por el Estado
chileno con objeto de desalojar, mediante el empleo de la fuerza y la
violencia, a la población indígena de sus territorios ancestrales ubicados al
sur del Biobío.
Si prestamos atención, ya no al historiador, sino al diputado liberal, que en
1868 tomaba la palabra en el contexto de un debate parlamentario sobre "la
cuestión de Arauco”, escucharemos a don Benjamín afirmar que el mapuche
"no es sino un bruto indomable, enemigo de la civilización porque solo adora
los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la
traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del
salvaje". Los rasgos físicos del mapuche serían señas claras de su
inferioridad: "el rostro aplastado, la nariz roma y la frente deprimida, signos
de la barbarie y ferocidad innatas del auca (mapuche)”. En cuanto a la
posibilidad de que el mapuche se integrara a lo que se suele denominar vida
moderna o "civilización”, Vicuña Mackenna concluye en tono sentencioso:
"Se invoca la civilización a favor del indio y ¿qué le debe nuestro progreso, la
civilización misma? Nada, a no ser el contagio de la barbarie".
¿Qué es, entonces, lo "verdaderamente monstruoso” en la Quintrala de don
Benjamín? Sencillo: lo verdaderamente monstruoso en ella es la mezcla. El
contagio con lo distinto, con lo que se supone es contrario u opuesto. Y esto
no es nada nuevo. Un monstruo es siempre un ser que combina dos o más
reinos diversos. Pienso, por ejemplo, en las viejas esfinges griegas que tenían
cabeza y busto de mujer, patas y cuerpo de león, alas de águila y cola de
serpiente. Bien pensado, el monstruo es monstruoso sencillamente porque
transgrede los límites, las clasificaciones, las distinciones de todo tipo.
La Quintrala que nos dejó don Benjamín, que es, a fin de cuentas, la
Quintrala que todos conocemos, transgrede los límites raciales: es una
poderosa hacendada de la Colonia por cuyas venas corría una sangre
peligrosa y maldita: la sangre mapuche. Transgrede también los límites
impuestos por los roles que, se supone, corresponden a hombres y mujeres:
ella es la soberana, la dominadora, la que es capaz de expulsar al mismísimo
Cristo de su casa porque no quiere hombres que le pongan mala cara.
La Quintrala, nuestra mujer-monstruo, enseña a las mujeres chilenas a tener
bien claros cuáles son sus límites. Y, de paso, nos enseña a todos los chilenos
a mantenernos quietecitos en nuestros lugares, porque traspasar el límite es
tomar parte de la monstruosidad. En verdad, don Benjamín acabó siendo el
padre severo que nos asusta con historias de espanto, para que nos portemos
bien y no nos pasemos de la raya.
A veces, cuando camino por el cerro Santa Lucía, imagino a don Benjamín
recorriendo aquel sitio que fue su orgullo y su juguete predilecto, su castillo
Grayskull, su caja de arena. En más de una ocasión habrá paseado por ahí,
acompañado de su esposa y sus hijos y, por supuesto, en tales paseos se habrá
mencionado el nombre de la Quintrala. Por entonces, todo Santiago podía
verse desde el pequeño cerro. Desde ahí don Benjamín habrá contemplado,
satisfecho, el avance de las obras de remodelación de la capital que realizara
como intendente. A lo lejos podía verse el trazado del llamado Camino de
Cintura, actual avenida Vicuña Mackenna al oriente, y actual avenida Matta
por el sur. Dicho camino era, en realidad, otro límite, uno bien concreto, una
barrera pensada para segregar la ciudad en clases sociales. Porque más acá
del Camino de Cintura estaba la ciudad propiamente tal, cultural y limpia,
donde vivía la gente civilizada. Y más allá estaba la "ciudad bárbara,
injertada en la culta capital de Chile”, en palabras del propio Vicuña
Mackenna. Los suburbios, infectos y peligrosos, donde vivían los monstruos
revueltos, en repugnante mezcolanza.
La Virgen y la Tirana
Dentro de nuestra mitología nacional, la Quintrala se nos ha presentado
tradicionalmente como el rostro sombrío de la mujer. Sencillamente,
representa lo que una mujer chilena no debería ser. No resulta casual,
entonces, que el oscuro mito de la Quintrala haya venido tejiéndose en
contraposición a la figura maternal y luminosa de la Virgen del Carmen,
considerada, hasta el día de hoy, "la madre de todos los chilenos". Y no es
difícil advertir que, en el relato de Vicuña Mackenna, las mujeres Lisperguer,
y particularmente la Quintrala, se muestran como el contrasello de la Virgen
y, con ello, exceden el límite de lo femenino, señalado en el rol
unilateralmente maternal que el discurso liberal decimonónico prescribía para
la mujer. Si bien es cierto que de un tiempo a esta parte las mujeres han
podido liberarse de su histórico confinamiento al papel doméstico/maternal,
el peso cultural de dicha figura femenina (delicada, tierna y angelical) sigue
estorbando sus legítimas aspiraciones de acceder al dominio de una expresión
auténtica y propia.
Precisamente, la carencia fundamental de un modelo en donde puedan
reconocerse ha llevado a muchas mujeres chilenas a interesarse en la
Quintrala, a quien han podido redescubrir, más allá del monstruo legendario,
como una figura femenina potente e independiente, desligada del modelo
mariano-cristiano-patriarcal, que solo admite a la mujer en su condición
subordinada y solo la tolera en su necesaria función de madre y fundamento
de la familia. En nuestro país, numerosas recreaciones artísticas del mito de la
Quintrala, como la realizada por la novelista Mercedes Valdivieso (en su
novela de 1991, Maldita yo entre las mujeres), han reivindicado a doña
Catalina de los Ríos —o la "Catrala”, como la llamaban sus cercanos— como
un nuevo modelo de feminidad, capaz de expresar la autonomía de la mujer
respecto del hombre y, fundamentalmente, el legítimo derecho que toda
mujer debiese tener a experimentarse como un ser ambivalente, compuesto de
luces y sombras. Un derecho humano, por lo demás.
Lo que se quiere enfatizar con ello es que toda mujer, como todo ser
humano, tiene derecho a expresarse como un sujeto contradictorio, un
acontecimiento en devenir, todavía inacabado. Lo que equivale a admitir que
una misma mujer puede ser muchas mujeres diferentes: puta y santa, virgen y
madre, necia y sabia: ser una cosa, la otra, o las dos indistintamente.
Toda mujer es muchas mujeres. Y ni siquiera la mismísima Virgen es
inmune a la ambivalencia y al desborde. Si no me cree, permítame ilustrar la
idea contando algo sobre los orígenes, tal vez no tan conocidos, de la Virgen
del Carmen. En realidad, su nombre más exacto sería la Virgen del Carmen
de la Tirana, la Reina y Madre de Chile. La leyenda en torno a la Virgen
chilena nos remonta a los primerísimos años de la Conquista, cuando Diego
de Almagro llegaba hasta Atacama la Grande, actual Calama, procedente del
Cuzco. Lo acompañaban una cincuentena de españoles y una descomunal
cantidad de indígenas peruanos, incas rendidos al servicio de la Corona. Entre
estos últimos se contaban algunos incas de renombre, llevados como rehenes
con objeto de preservar la sumisión de los demás indios. Entre ellos iba el
sumo sacerdote Huillac Huma, quien traía consigo a su hija, la joven
sacerdotisa Huillac Ñusta; por las venas de padre e hija corría la sangre de los
incas soberanos de Tahuantisuyu.
La leyenda cuenta que, aprovechando el descuido de los españoles, la
Ñusta —que quiere decir princesa o muchacha con sangre real— huyó con un
importante contingente de indios hacia la Pampa del Tamarugal, donde
estableció su reino y lideró una rebelión en contra de los españoles para
salvaguardar su cultura. Durante los cuatro años que duró el alzamiento, la
Ñusta fue conocida por el nombre de la "Tirana del Tamarugal".
En la figura de la Reina Tirana vemos dibujarse lo femenino de un modo
muy distinto a la imagen femenina de maternal sumisión que trajeron consigo
los conquistadores españoles. La Tirana proyecta lo femenino como
poderoso, rebelde y transgresor. Es una "tirana”, por lo tanto desafía a todo
aquel que se atreva a oprimirla. Desobedece y no se deja avasallar por nadie,
llegando, incluso, al despotismo. ¿No le recuerda, en algo, a la Quintrala?
Sin embargo, la leyenda que ahora estoy narrando, que es cuento cristiano
al fin y al cabo, nos permite ver la majestuosa rebeldía de la Ñusta, para
luego proceder a domarla. Así, se nos dice, el reinado de la princesa guerrera
habría llegado a su fin cuando sus huestes toman como prisionero a Vasco de
Almeida, quien decía ser un explorador portugués y andar en busca de la
"mina del sol". Entonces ocurre que Huillac Ñusta, quien hasta entonces no
había dudado en asesinar a cada uno de los hombres que tomaba prisionero,
se enamoró del portugués. Durante meses la Ñusta gozó de su prisionero y se
las ingenió para aplazar su muerte, lo que empezó a disgustar al resto de los
indios. Peor aún, en secreto, la princesa inca había decidido convertirse a la fe
cristiana; sin embargo, en el instante preciso en que se disponía a recibir el
bautismo en manos de Vasco de Almeida, las flechas indígenas abatieron a
los amantes. Otros dicen que el portugués alcanzó a bautizar a la Ñusta con el
nombre de María. Este episodio dará lugar a la transformación de la
legendaria Huillac Ñusta en la Virgen del Carmen de la Tirana y, por
extensión, en la madre de todos los chilenos.
Pero la Virgen sigue siendo, en el fondo, la Tirana: es una guerrera
sanguinaria. Una madre insumisa. La santa es malvada. La Virgen es puta. La
puta es sagrada.
De la propia Quintrala se dice que acabó aceptando contraer matrimonio
con un hombre viejo, apocado, de nombre Alonso Campofrío. Es verdad. Tal
es el nombre de quien "domó” a la Quintrala. Campofrío: como si el sol se
hubiera muerto de pronto. Sin embargo, hay que advertir que la doña de
Campofrío es también la Quintrala, Catalina, la Catrala. Es su abuela, Elvira
de Talagante, es la Reina Tirana.
Moraleja:
Todos somos un monstruo, una mezcla que jamás está en reposo.
Toda mujer es un monstruo: la mezcla que de sí misma hace y deshace,
escoge y prepara.
Toda mujer es también la Quintrala.
Epílogo
Vuelvo a visitar a mi tía Catalina, la misma que me ayudara a conciliar el
sueño después del susto que me llevé tras conocer, por primera vez, a la
Quintrala. Ahora tiene el pelo canoso y camina ayudada por una muleta.
Estamos en la misma casa, en el mismo cerro repleto de pinos y eucaliptus
del litoral central. Camino hacia el baño y me asomo a la pieza de mi tía:
todavía tiene un altar con fotos familiares y un retrato de la Virgen.
Todo sigue igual y todo es distinto. Yo ya tengo mis años, un divorcio, un
trabajo. Mi tío murió hace dos años. Benjamín vive en el extranjero y solo
viene de vez en cuando. Pablo estuvo acá por la tarde con sus hijos y su
esposa, pero regresó a Santiago temprano. Con mi tía nos quedamos en el
patio de atrás tomando el último resto de vino que quedó del asado. Le
comento que me pidieron escribir un libro que trate sobre mujeres perversas,
fatales, monstruosas. Hablo rápido tratando de explicar de qué trata el libro.
Le menciono a Eva y a Lilith, a Baubo y a las brujas. Le digo, finalmente,
que había pensado mencionar aquella vez que sentimos miedo de la
Quintrala. Aquí, en este mismo lugar. Había pensado mencionarla también a
ella.
"Mira tú”, me dice liando un pito de marihuana. Fuma porque le gusta y le
hace bien para el reuma.
"Deja que te cuente algo. Quizás ya lo sepas”, me dice luego, echando
humo por las narices. "Tendría unos veinte años. Trabajaba en una peluquería
en San Diego y estaba recién pagada. Salí tarde, o no tan tarde. No sé. Era
invierno, en invierno oscurece temprano. Mira, yo entendía más o menos lo
que pasaba. Pero qué iba a saber yo que la vida era así de dura. Era el año 76,
¿me entiendes? Yo solo atiné a caminar como siempre. Caminé hasta la
Alameda, me quedé en la esquina esperando locomoción y no pasaba nada.
Caminé, sin saber qué más hacer. Atravesé todo el centro. Hacía frío. Unas
pocas gentes pasaban. Todos iban apurados, todos en lo suyo. Al final, llegué
hasta San Pablo con no sé qué calle. Nada. Ni una micro, ni un colectivo.
Nada. Me empecé a poner muy nerviosa. De pronto, un taxi paró al lado mío.
Súbase, me dijo, yo la llevo. Me subí. Yo iba a Recoleta. El tipo subió el
volumen de la radio. Las calles estaban vacías. Le repetí unas tres veces que
iba a Recoleta. De pronto, noté que estábamos afuera de la Quinta Normal.
Yo pensé que había tomado un atajo. Él me decía: mire, por estas calles viví
yo cuando chico. Mire, por ahí jugaba pichangas con los cabros. Mire, ahí en
esa calle fue donde di mi primer beso. Yo no decía nada. El tipo conducía,
me hablaba de su vida, a veces se volteaba y me miraba. No le entendía nada.
Te juro. Todavía no me entraba el pánico. Qué sé yo por qué, en los años de
la dictadura estábamos acostumbrados a sentir miedo todo el tiempo. Yo solo
comencé a gritar cuando ya íbamos por la carretera...”.
Mi tía está volada y se atraganta con el humo. Me estira el pito, toma un
sorbo de vino. Se lleva las dos manos a la cara y luego sigue:
“Mira, yo aborté en circunstancias atroces, obvio que de forma clandestina,
en un patio asqueroso, detrás de una peluquería parecida a esa donde yo
trabajaba. Como me vino una infección tremenda, acabé en un hospital, frente
a un médico que me hizo un raspaje y luego me torturó. «Ahora sí, no
volverás a hacerlo», me dijo. Hueón de mierda. No volví a hacerlo porque,
afortunadamente, no tuve necesidad. Y no me arrepiento de haber abortado.
Y, en fin, ¿sabís qué más? Da lo mismo el porqué. Da lo mismo si hay o no
una historia traumática detrás. Porque al final siempre es lo mismo: una
mujer aborta porque no quiere parir críos que no quiere. Listo. Con eso basta.
Yo después fui madre porque quise. Y tuve los hijos que quise tener. Ellos
saben. Yo los eduqué para que no anden metiéndose en lo que no les
incumbe".
Mi tía Catalina bosteza y yo me quedo en silencio. "Ya se ha hecho tarde”,
dice. Antes de que le pregunte, ella misma es quien contesta: "Si te sirve para
tu libro, dale. Pero no quiero que pongas mi nombre. Ponme cualquier
nombre que se te ocurra, menos el mío. Porque escribir sobre mujeres no te
hace mujer. Y seguro no entendiste bien lo que te acabo de decir. Qué te
apuesto que vas a poner lo del taxi. Para que dé lástima. Porque solo desde la
lástima entienden. Porque si una no sufre, no vale, no es aceptable. No los
conoceré yo...”.
Bibliografía
Bakhtin, Mikhail. Rabelais and his World. Trans. Helene Iswolsky. Bloomington: Indiana
University Press, 1984.
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