Subido por Cosimo Mandrillo

LA AVENTURA Y LA LITERATURA INFANTIL

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La aventura y la literatura infantil
Cósimo Mandrillo
Voy a empezar por un lugar común: no escribo para niños, simplemente escribo.
Lo mismo podría ser afirmado, seguramente, por la mayoría de autores con obra
calificada de infantil. Esa afirmación es al mismo tiempo verdadera y falsa.
Verdadera porque como a todo ser humano, al escritor le resulta imposible
escindirse, usar dos lenguajes distintos de acuerdo con el destinatario, cambiar
o limitar sus criterios acerca de qué da valor estético a un texto literario. Y es
falso, porque incluso sin hacerlo explícitamente consciente, sabemos que
empezar a escribir es siempre querer ser leído y querer ser leído es, de una
manera u otra, prefigurar un lector.
Escribir sobre lo que hacemos trae aparejado dos grandes obstáculos: en primer
lugar, hay que sobreponerse a la timidez y el recato que conlleva hablar de uno
mismo, aunque no suele ser problema para algunos hiper saludables egos que
no paran ni un día de crecer. En segundo lugar, está el peligro, casi inevitable
cuando hablamos de literatura para niños y jóvenes, de repetir lo que se ha dicho
una y mil veces: que debe apuntar a lo estético en vez de ser moralizante o
pedagógica; que debería ser de interés también para los adultos; que no debe
simplificar su lenguaje hasta parecer telegrama, pero que no puede ser tan
complicado que obstaculice la comprensión del mismo por parte del lector joven,
etc.
Se se piensa bien, a quien escribe literatura infantil se le exige lo que no se le
pide a ningún otro escritor, al menos no de modo tan explícito, esto es, que
anticipe, con precisión y meticulosidad, el lector ideal de su texto. Los escritores
suelen afirmar que escriben sin propósito ni destinatario conocido; o, en todo
caso, “para que mis amigos me quieran”, como dijo alguna vez García Márquez.
A quienes escriben para niños y jóvenes, en cambio, se les exige que sean
capaces de describir anticipadamente y al detalle a su público lector y que
domine unas supuestas estrategias necesarias para conformar su texto con esa
descripción. Tal caracterización del lector, como sabemos, debe atender cuando
menos a la edad del sujeto, su habilidad lectora y su capacidad de comprensión.
Johan Huizinga escribió, hace ya muchos años, un extraordinario libro titulado
Homo ludens en el cual analiza la creación artística como una sobrevivencia de
la innata inclinación al juego del ser humano. Esa propensión al juego, asociada
con la gratuidad que le conferimos al arte, tradicionalmente se ha asociado
también, claro está, con la creación literaria. El problema está en que gratuidad,
juego y libertad son todos conceptos que se oponen a normas, propósitos y
condiciones. Tal parece que entre mejor caracterizada esté una expresión
artística, menos libertad y capacidad de innovación se le acuerda al artista
mismo. Seguramente esa es la razón por la que las preceptivas han sido siempre
despreciadas por los creadores. Estaremos de acuerdo, con respecto a lo
anterior que a muy pocas literaturas se le han puesto tantas condiciones como a
la que solemos llamar infantil.
Se le impone, además, una caracterización que responda, antes que a sus
requerimientos constitutivos esenciales, a las necesidades de un destinatario
que es, por supuesto, exterior a la obra misma. Así, por ejemplo, a la novela se
le caracteriza desde un principio por su constitución interna: hablamos de novela
histórica, psicológica, negra, realista, barroca, experimental; y otro tanto podría
decirse de la poesía. En ningún caso se alude a quien va dirigida, o se trata de
perfilar un lector, de modo que
estructura y contenido se amolden a sus
requerimientos. Digamos además que quienes asignan nombres, definen
escuelas y movimientos o desvelan estructuras y lenguajes no son los propios
escritores sino estudiosos y críticos literarios que a posteriori organizan,
clasifican y estudian un conjunto de obras.
A la literatura infantil se le pide que defina primero a quien se dirige y luego
construya la obra siguiendo unas pautas que supone conocer sobre las
necesidades y las capacidades lectoras de ese público.
¿Vale la pena preguntarse quién exige que la literatura infantil reúna esas
condiciones? La respuesta obvia y bien intencionada podría incluir en la lista de
solicitantes a padres interesados en educar sus hijos, maestros ávidos de contar
con recursos que los ayuden a realizar su tarea, psicólogos que estudian la
constitución anímica de niños y jóvenes y nos comunican sus descubrimientos.
Incluso siendo todo ello verdad, aún faltaría enumerar al factor más importante
de todos: la industria editorial y su mano milagrosa. Milagrosa porque esa
industria es capaz de orientar, condicionar e incluso imponer no solo lo que se
publica, sino como y para quien se publica.
En este sentido todos sabemos que los textos fundacionales de lo que hoy
llamamos literatura infantil o juvenil no fueron, salvo excepciones, pensados de
ese modo por sus autores. Desde Caperucita roja, pasando por las novelas de
aventuras del siglo XIX; desde Robinson Crusoe a Las minas del rey Salomón y
hasta las obras de Verne y Salgari, fueron escritas por sus autores con entera
libertad sin sentirse obligados a orientar sus textos con otro requerimiento como
no fuera que sus destinatarios supieran leer.
Tan cierto es que en su origen no fueron pensados para niños que ocurre incluso
en el caso de un texto tan asociado a la infancia como Caperucita roja. En este
sentido es bueno recordar que Zohar Shavit (1991) en un artículo titulado La
noción de niñez y los textos para niños, refiriéndose a la Caperucita, demuestra
cómo lo que en principio parece haber sido un texto enteramente dirigido a los
adultos, en el cual no escaseaban las alusiones eróticas además de las violentas,
se va convirtiendo con el paso del tiempo en un texto aséptico, del cual se elimina
cualquier tópico que pudiese resultar escabroso. La niñez es un concepto
reciente.
Esto nos trae a otro tópico que viene siempre a colación cuando se habla de
literatura para niños y jóvenes y que tiene que ver con la pregunta de si realmente
sabemos qué es la niñez. Y la verdad es que al parecer sabemos poco o nada
sobre el asunto. En relación a concebir la niñez, Perogrullo diría que el único
conocimiento de primera mano que tenemos de esa etapa de la vida deriva de
nuestra propia experiencia que abusivamente solemos proyectar en quienes
pasan por esos mismos años en un contexto y un tiempo completamente distinto.
Se quiere decir con eso que la niñez, a pesar de su novedad, es un concepto
movedizo que evoluciona con el tiempo, lo que nos pone en una desventaja
permanente cuando de conocerla y comprenderla se trata.
Hay incluso quien ha visto el asunto como una imposibilidad absoluta. Maurice
Sendak, por ejemplo, ha afirmado que no se puede escribir para niños, pues son
demasiado complicados. Lo que puede hacerse, en todo caso, es escribir libros
que puedan llegar a interesarles.
Y hay también quien ha visto el problema desde una perspectiva sociológica,
como es el caso de Walter Benjamin. Según el filósofo alemán, concebimos la
niñez desde nuestra propia ubicación en el concierto de las clases sociales. Así,
afirma que los adultos solemos pensar que: “‘Los niños nos necesitan más que
nosotros a ellos’ (…) La burguesía ve en su prole al heredero; los desheredados
ven en la suya auxiliadores, vengadores, liberadores.”
Y añade: El niño exige del adulto una representación clara y comprensible, no
infantil; y menos aún quiere lo que éste suele considerar como tal. Dado que el
niño comprende exactamente incluso la seriedad distante y grave, siempre que
ésta salga del corazón con sinceridad y sin ambages..(67)
Si no sabemos a ciencia cierta que es la niñez, parece que es de suma dificultad
conocer qué cosa sea la literatura infantil. Se podría arriesgar algunas ideas
deducidas de la lectura misma de textos que se proponen como tal. Si se deja
de lado artificios editoriales como las ilustraciones y tipo de letras, parecería que
una característica de esta literatura es que sus personajes sean niños. Algo así
como una norma que dejara establecido que si los personajes son niños o está
editado baja cierto formato el texto es para niños. Una norma semejante se
puede deducir de la lectura de más de una antología de literatura infantil. Con
eso llegaríamos a imitar la boutade de Camilo José Cela de quien se cuenta que
preguntado sobre qué era la novela respondió que todo libro que en la primera
página se anunciara como novela.
Estaremos de acuerdo entonces en que, incluso dejando de lado las argucias
editoriales y los intereses mercantiles, es poco menos que imposible llegar a una
definición omnicomprensiva de lo que sea la literatura infantil; lo que, de otro
lado, no es nada de lo que debamos preocuparnos, puesto que llevamos siglos
intentando un concepto cerrado de los géneros literarios sin que hasta hoy
hayamos tenido verdadero éxito.
Seguramente lo que conviene es manejarse con definiciones operativas –que es
lo que en el fondo se ha hecho hasta ahora- que en cada caso atenderán a
variables tanto intra como extra textuales relativas a grupo etario, manejo del
lenguaje, capacidad de comprensión, temática, complejidad del lenguaje, etc.
Ello es necesario puesto que las definiciones conceptuales y taxativas de la
literatura infantil y juvenil, como las que pueden desprenderse por ejemplo del
viejo libro de Juan Cervera (teoría de la literatura infantil), están condenadas al
fracaso al proponerse como modelo a seguir y no como panorámica que a
posteriori clasifica y cataloga.
En mi caso particular, me interesa definir la literatura para niños y jóvenes en
estrecha relación con el concepto de aventura. No es nada novedoso por
supuesto dado que, sobre todos las novelas que consideramos clásicos del
género hacían uso extensivo de la aventura. Lo que corresponde, en todo caso,
es reflexionar acerca de qué uso, si alguno, hacemos hoy de la aventura como
elemento esencial de la literatura infantil y qué variaciones puede haber sufrido
dada nuestra especificidad como continente y nuestra particular experiencia
histórica.
Puedo hacer algunas observaciones al respecto apoyándome en dos antologías
editadas en Venezuela en dos momentos distintos. Se trata de Clásicos de la
literatura infantil-juvenil en América Latina y el Caribe, recopilada por Velia Bosch
y editada por la Biblioteca Ayacucho; y la Antología de literatura infantil
venezolana a cargo de José Javier Sánchez editada por La Estrella Roja.
Todos conocen el famoso retruécano según el cual toda antología es una
antojolía; pero incluso en medio de la arbitrariedad que ese aserto conlleva hay
que concluir que cada antología arrastra, junto a los textos y autores elegidos, al
menos dos concepciones claves: la primera es un modo de pensar y entender la
niñez y la juventud y la segunda es, por supuesto una concepción acerca de qué
clase de temas puede interesar a sus propuestos lectores y cuál es el lenguaje
que mejor puede hacerles llegar tales temas.
Al revisar los textos incluidos en ambas antologías, es fácil concluir que la
aventura no es uno de sus elementos esenciales. Abundan, en cambio, los textos
de carácter poético memorioso, reelaboraciones de mitos indígenas, anécdotas
de familia y estampas costumbristas. Se trata en general de lo que Savater llama
«convenciones secundarias», entre las cuales incluye la “adaptación o inadaptación al medio social, problemas religiosos, triunfo de la honradez y la
laboriosidad o derrota de ambas por la injusticia, perplejidades psicológicas de
todos los matices, lacras de la miseria o de la corrupción viciosa”.
Todos esos temas no acercan a lo que no ha dejado de ser nunca una constante
en la literatura venezolana y, en general, latinoamericana, esto es la preocupación
por lo social, por la contrucción de la nación y la definición de una identidad propia.
Hay pues en ellos si de encontrarlo se trata, un concepto de aventura que está
siempre ligado de manera explícita al crecimiento tanto individual como colectivo,
lo que trae aparejado, en cierta forma, el apartamiento de lo meramente lúdico,
de lo abiertamente gratuito.
Shavit Zohar. Criterios, La Habana, nº 29, enero-junio 1991, pp. 134-161 La
noción de niñez y los textos para niños
http://www.imaginaria.com.ar/10/9/guerraypaz2.htm
Benjamin, Walter. Escritos La literatura infantil, los niños y los jóvenes.
Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1989. Colección Diagonal dirigida por
Aníbal V. Giacone. Traducido por Juan J. Thoma
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