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¿Qué falla con la economía - Robert Skidelsky

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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1. ¿Por qué una metodología?
Capítulo 2. Conceptos básicos: deseos y medios
Capítulo 3. Crecimiento económico
Capítulo 4. Equilibrio
Capítulo 5. Modelos y leyes
Capítulo 6. Psicología económica
Capítulo 7. Sociología y ciencias económicas
Capítulo 8. Economía institucional
Capítulo 9. Poder y ciencias económicas
Capítulo 10. ¿Por qué estudiar la historia del pensamiento económico?
Capítulo 11. Historia económica
Capítulo 12. Ética y ciencias económicas
Capítulo 13. Abandonar la omnisciencia
Capítulo 14. El futuro de las ciencias económicas
Bibliografía
Notas
Créditos
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Sinopsis
En su búsqueda de certidumbres científicas, la economía ha acabado
imponiéndonos una visión del mundo demasiado estrecha y ha creado una
ortodoxia que no es sana. Muchas de las decisiones más relevantes para
nuestras sociedades se toman siguiendo premisas falsas y modelos
económicos erróneos.
La manera en que se enseña en la universidad no transmite a los
estudiantes qué es lo más importante y verdadero de la vida humana. Por eso,
cabe preguntarse: la economía, tal y como la practicamos y entendemos en la
actualidad, ¿es buena para la prosperidad y el bienestar?
El pensador de la economía Robert Skidelsky explica, en este libro
perspicaz y rompedor, las circunstancias que nos han llevado a esta situación.
Con una prosa amena, y a partir de una sucesión de críticas convincentes, nos
propone entender la economía como una suma de disciplinas que va mucho
más allá de los modelos y la obsesión por los números.
Y reivindica la vieja propuesta de John Maynard Keynes, según la cual el
economista debe ser en la misma medida un “matemático, un historiador, un
hombre de Estado [y un] filósofo”.
¿QUÉ FALLA CON LA
ECONOMÍA?
Manual urgente para combatir la incertidumbre
Robert Skidelsky
Traducción de Alexandre Casanovas
A los profesores y alumnos de Economía
Prólogo
Muchos estudiantes se matriculan en Economía para descubrir cómo pueden
mejorar el mundo, pero enseguida descubren que cursar esa carrera consiste
en estudiar la labor que desarrollan los economistas. La pregunta es si esas
labores resultan adecuadas para alcanzar el objetivo que se habían propuesto.
Este libro intenta responder a dicha pregunta.
La pregunta surge por la complicidad de la corriente predominante en las
ciencias económicas con muchos de los elementos que han ido mal en este
ámbito durante los últimos treinta años, desde el desmantelamiento de los
mecanismos de protección social y laboral hasta llegar, tras una explosión de
desigualdad, al hundimiento del sistema financiero global en los años 20072008. La libre competencia «se ha dejado a su aire, como un enorme
monstruo sin adiestrar, para que siga su curso imprevisible, indiferente al
destino de la humanidad». 1 Esta cita, extraída de los Principios de
economía, de Alfred Marshall, resulta muy apropiada para describir las cosas
que se han permitido en nuestros tiempos.
Cualquier persona que tenga un cierto sentido histórico se habría dado
cuenta de que el arrogante intento de convertir el mundo en un mercado único
libre de fronteras y culturas no podía acabar bien. Pero para la tendencia
dominante en las ciencias económicas, la globalización dirigida desde los
mercados ha sido algo parecido a alcanzar la mayoría de edad, el momento en
que la humanidad, por primera vez en su historia, se ha deshecho de su
resistencia irracional a comprar y vender sin límites. En este sentido, me he
sentido obligado a reconsiderar los esquemas mentales de una profesión
capaz de plantear semejante propuesta y llamarla «progreso». Además, he
llegado a convencerme de que esa tendencia que se basa en «dar rienda suelta
al mercado» era inherente a las ciencias económicas desde sus primeros
tiempos: en gran medida, la ideología económica predominante en la
actualidad propone un regreso a los orígenes. Cuanto más reflexionaba sobre
el tema, más me convencía de que el pecado capital de las ciencias
económicas no reside en una doctrina o unas ideas concretas, sino en los
métodos que utiliza para llegar a sus conclusiones.
Espero ofrecer una radiografía de la mentalidad de los economistas, de la
forma de pensar característica de la profesión sobre el comportamiento
económico. No estoy diciendo que todos los economistas piensen de esa
forma. Es un «modelo» que quiere explicar las características más destacadas
de la forma de pensar de los economistas. Lo que he encontrado dentro de la
cabeza de los economistas es una imagen del ser humano como
«maximizador de la utilidad». Para los economistas, los objetivos coherentes
y los cálculos fiables sobre las consecuencias de nuestras acciones son la
llave que abre los secretos de la conducta humana. Esta concepción del Homo
economicus apuntala sus propuestas políticas: todos los individuos responden
a las posibles intervenciones de una manera predecible. La razón por la que
sus recomendaciones se equivocan en tantas ocasiones es que su descripción
de las motivaciones humanas es incompleta. En pocas palabras, descartan
cualquier motivo para decidir y actuar que no esté incluido en los cálculos
conductuales que ellos mismos han establecido. La consecuencia es su
incapacidad para predecir con precisión muchos resultados y escenarios.
El principal blanco de mis ataques es la economía neoclásica,
marginalista o predominante (uso estos tres términos indistintamente) porque
resulta omnipresente en los libros de texto y otorga una característica
distintiva a la práctica actual de las ciencias económicas. Distingo esta
corriente de la economía clásica, una escuela mucho más amplia que su
sucesora neoclásica, tanto por su concepción de las cuestiones sociales como
por su visión sobre la forma de recopilar nuevos conocimientos. La economía
neoclásica restringió la disciplina considerablemente cuando afirmó que, en
realidad, sólo existe el individuo —las organizaciones son meras
construcciones de individuos— y que es posible predecir su comportamiento
gracias a su racionalidad. Considero que esta corriente es la predominante
porque, desde que Lionel Robbins definiera la posición neoclásica en un
famoso artículo publicado en 1932, ha sido la opinión mayoritaria entre la
profesión. Resulta inevitable que mi postura crítica saque a relucir los puntos
débiles, y no los fuertes, de esta metodología: a la vista de que dice poseer la
verdad, lo que me parece bastante extravagante, creo que resulta necesario
exponer sus defectos, y no sus virtudes. La gran virtud de las ciencias
económicas reside en su poder para generalizar; su gran defecto, en
generalizar a partir de premisas demasiado simples. Este defecto concreto
será el objetivo de mi ataque.
La economía neoclásica defiende que tiene mucho más que ver con la
física que cualquier otra ciencia social, por lo que es capaz de hacer
predicciones «concretas». Según sus propios cálculos, eso le concede una
autoridad única. Una afirmación, no obstante, a la que cualquiera podría
responder: puedes ponerte un uniforme de policía, pero eso no te concede su
autoridad. El uniforme de las ciencias económicas impresiona mucho, está
lleno de modelos, ecuaciones, regresiones, estadísticas: los símbolos de
autoridad que asociamos con la ciencia, y cuya inexistencia condena a una
categoría inferior a otras disciplinas como la sociología o las ciencias
políticas, como si fueran simples reflexiones carentes de toda autoridad.
¿Cómo ha conseguido la economía rodearse de un aura de autoridad que
elude al resto de las ciencias sociales? Porque, sin lugar a dudas, la economía
es la materia más influyente de todas, la disciplina a la que gobiernos y
dirigentes rinden la mayor pleitesía.
Una parte importante de la respuesta, como veremos más adelante, reside
en la magia de los números. Es su capacidad para asociar números con
símbolos matemáticos lo que concede a las ciencias económicas ese
inigualable poder de venta. Permite a los economistas realizar predicciones
cuantitativas. Ninguna otra ciencia social mide y contabiliza su material con
tanta energía. Muchos economistas prominentes se han quejado de la
sobreutilización de las matemáticas en la disciplina, pero pocos han explicado
con claridad que esos excesos son inherentes a la simplificación del
comportamiento económico a las cosas que pueden medirse. Nadie tendría
demasiado interés en los modelos matemáticos sobre la situación económica
si no pudieran reducirse a cantidades de cosas y personas.
Como decía, el lenguaje matemático debe considerarse como un
ingrediente más de la persuasión, no como una prueba de nada, porque los
economistas no pueden demostrar la verdad de lo que están diciendo, sólo
convencerte para que veas el mundo igual que ellos.
Una crítica fácil a mi descripción de la economía neoclásica, y hasta cierto
punto válida, sería decir que se trata de una caricatura. Algunos lectores
podrían tener la impresión de que distorsiono todo lo que ocurre dentro de la
cabeza del economista. Pero esa caricatura es la que gobierna los libros de
texto. El método que consiste en plantear una hipótesis con una fórmula
«tonta» (en palabras de Paul Krugman) y entonces «relajar los supuestos»
para que se acerque más a la realidad ejerce una fuerza gravitacional hacia la
excesiva simpleza del razonamiento. Y son precisamente estos modelos «de
juguete» los que los periodistas económicos, los políticos y los cabilderos a
sueldo de las empresas asumen como si fueran el evangelio. Abstraerse del
dinero en el modelo de juguete, para después incorporarlo en otro más
complejo, sería un perfecto ejemplo de un método que ha demostrado ser
incapaz de comprender el papel crucial del sistema financiero como
«dinamizador y agitador» de los acontecimientos que condujeron a la crisis
de 2008. Los modelos de juguete excluyen la siempre ubicua influencia de la
incertidumbre y el poder para conformar los resultados.
Otra crítica podría ser que mi relato ignora los acontecimientos que han
tenido lugar en la corriente predominante desde los años ochenta del siglo
pasado. El hundimiento de la economía global en 2008 fue un shock, sin
lugar a dudas, y puso en marcha una búsqueda de sus verdaderos motivos y
razones. Hasta ahora, la «economía conductual» ha sido su principal fruto.
Pero, al margen de la economía conductual, se han publicado cientos de
artículos en las revistas académicas para tratar de explicar cómo se producen
las cascadas, las modas y las crisis financieras. Hay que dar la bienvenida a
estas explicaciones, aunque sólo sea por el descubrimiento tardío de unas
conductas que desde hace mucho tiempo resultan más que evidentes a ojos de
los no economistas. Mi crítica a estas nuevas aproximaciones a la realidad es
que empiezan a andar condicionadas por el intento de que sean coherentes
con un método que tiene su origen en la hipótesis contraria al cálculo
racional. Además, en estos modelos es imposible que la gente no se comporte
de manera racional (optimizar, maximizar) incluso cuando los resultados
están muy lejos de las previsiones. En palabras del premio Nobel Thomas
Sargent (1943), una fuente inagotable de síntesis precisas sobre la posición
predominante: «La irracionalidad es un caso especial de racionalidad».
En mi descripción de los mecanismos que dan forma a las ciencias
económicas, he tratado de citar exclusivamente a los mejores de la
especialidad. Muchos de ellos han recibido el premio Nobel. Del mismo
modo, los ataques más incisivos a la ideología económica predominante no
provienen de unos vulgares niños de teta, sino de algunas de las mentes más
brillantes de la historia del pensamiento económico.
Estas páginas no pretenden ser, en todo caso, un libro de texto, pero sí
hacen referencia a los temas que aparecen en ellos. Este libro está dirigido a
los estudiantes de Economía y está escrito de una forma que quiere captar el
interés tanto de los especialistas como de los profanos en la materia que
también se preguntan hacia dónde nos está llevando la disciplina. Mi objetivo
es pedir a los economistas que cuestionen sus premisas implícitas y, tras
ponerlas sobre la mesa, consideren hasta qué punto creen seriamente lo que
dicen sus modelos. He simplificado el lenguaje todo lo posible, pero las ideas
son complejas y, en muchos casos, bastante profundas. El libro se basa en
una serie de conferencias que impartí en el Instituto para un Nuevo
Pensamiento Económico en 2018, en Londres y Nueva York. He
aprovechado la escritura del libro para abordar las cuestiones que omití en
unas charlas mucho más breves, y también para reconsiderar algunas de las
cosas que dije a partir de los comentarios y las críticas que recibí.
¿Hasta qué punto estoy cualificado para hablar de estas cuestiones?
Primero me licencié en Historia y después me doctoré en Políticas. Siempre
estuve interesado en los aspectos económicos de la política y de la historia,
pero cuando decidí escribir sobre el gran John Maynard Keynes enseguida
me di cuenta de que no basta con tener unos conocimientos básicos de
economía. Así que estudié en serio la materia, escribí tres libros sobre
Keynes y obtuve una cátedra en Economía Política en el Departamento de
Economía de la Universidad de Warwick.
Estos detalles personales son importantes para lo que viene a
continuación, y de dos formas interrelacionadas. Primero, llegué a las
ciencias económicas con un filtro histórico, un filtro que consiste en ver las
doctrinas económicas dentro de un contexto. Segundo, como la economía no
es mi primera disciplina, llegué a ella como un extraño y me obligué a
aprender sus métodos, costumbres y rituales, un poco como un antropólogo
que estudia una tribu o un emigrante que intenta asimilar las tradiciones de su
comunidad de acogida. He observado la mente de los economistas desde
fuera y he aprendido mucho de la experiencia. Pero reconozco que hablo el
lenguaje de las ciencias económicas con un poco de acento.
Debo decir un par de cosas más sobre la relación de este libro con la
«economía heterodoxa», que también se muestra muy crítica con la corriente
predominante. Según Geoffrey Hodgson, un destacado economista
heterodoxo, esta particular interpretación debería tratar de establecer una
disciplina unificada que incluya, pero que también supere, las ciencias
económicas neoclásicas, con el fin de conservar lo que él denomina «el
avance acumulativo» en el conocimiento económico. No creo que estemos
cerca de una disciplina unificada, ni siquiera que una nueva ortodoxia sea
deseable.
Tal como yo lo veo, la correcta evolución de las ciencias económicas
debería apuntar hacia lo que John Kay ha denominado el enfoque «a cada
cual, lo suyo»; o sea, que la teoría económica debe relacionarse con las
distintas situaciones en las que es necesario aplicarla. En otras palabras, las
ciencias económicas deberían abandonar la pretensión de construir un
conjunto de leyes universales aplicables a todos los problemas y situaciones.
En concreto, debería abandonar el intento de «microfundamentar» la
macroeconomía, es decir, dejar de insistir en que todo resultado general debe
explicarse en términos de las elecciones racionales de individuos aislados.
Este enfoque conduce, por ejemplo, a la conclusión absurda, e inhumana, de
que el desempleo masivo es la suma de las decisiones individuales de trabajar
menos. Prefiero la etiqueta «pluralismo» a «heterodoxia». El pluralismo
implica tener en cuenta de manera explícita las ideas de otras disciplinas. A
esto hay que sumar que no estoy nada convencido de que se haya producido
un «avance acumulativo» en el conocimiento económico, tal como sugiere el
profesor Hodgson. La principal razón es que, a diferencia de lo que ocurre
con la mayoría de las ciencias naturales, no existe un método seguro y eficaz
de poner a prueba una sola propuesta económica genérica.
Hay demasiados economistas y escuelas interesantes al margen de la
corriente predominante como para hacerles justicia en este libro: la economía
ecológica, la economía feminista, la econofísica, la economía biofísica y la
teoría monetaria moderna conforman una lista incompleta de doctrinas que
aquí apenas menciono. Mi única defensa ante su exclusión es que este libro
no pretende ser un resumen de escuelas o interpretaciones alternativas. Con
este fin, debo mencionar las excelentes obras de John T. Harvey, Contending
Perspectives in Economics [Perspectivas enfrentadas en las ciencias
económicas] y Rethinking Economics: An Introduction to Pluralist
Economics [Repensar las ciencias económicas: una introducción a la
economía pluralista], un volumen editado por los miembros del movimiento
estudiantil Rethinking Economics. 2
Si la presentación del libro sugiere que las personas ajenas a la corriente
predominante tienen el estatus de meros disidentes de la tradición
mayoritaria, se trata de algo completamente involuntario. El objetivo de la
obra es explicar cómo y por qué el pensamiento económico predominante ha
llegado a ser el que es. A la vista de sus importantes defectos, sería tentador
descartar de antemano la corriente predominante y centrarse en la
construcción de alternativas. Pero si no comprendemos los orígenes de su
predominio, no podremos estar en una buena posición para combatirla.
En buena medida, la autoridad del pensamiento económico se deriva de su
opacidad. Quiero insistir, por tanto, en la absoluta necesidad de que las ideas
básicas en la economía (y, de un modo más general, en las ciencias sociales)
sean transparentes, que no acaben enterradas bajo una gruesa capa de jerga
técnica. Esto se debe a dos motivos. Primero, es importante que la gente
entienda lo que se supone sobre su propia conducta. El lenguaje de las teorías
sociales siempre debería ser lo bastante abierto como para dar pie a un debate
entre el observador y el observado sobre su posible interpretación. La
opacidad es una forma de ocultar el poder.
En segundo lugar, las distintas disciplinas deben ser capaces de hablar
entre ellas. El lenguaje especializado es necesario, pero también es una forma
de ceguera; impide que sus usuarios vean todo lo que se dice lejos de sus
propios enclaves teóricos. Es la forma clásica de exclusión. Todos los
grandes economistas del pasado trataron de transmitir sus ideas en un
lenguaje sencillo: es bien sabido que Alfred Marshall confinaba los
diagramas a los apéndices. Pero, en la actualidad, los economistas hablan
entre ellos de matemáticas, y pocos se preocupan por conversar o escuchar a
otras personas. De hecho, la división del trabajo ha llegado aún más lejos: los
subgrupos de economistas no hablan entre sí, y los que pertenecen a la
corriente predominante nunca hablan con los «heterodoxos». Este defecto de
la sobreespecialización afecta a todas las ciencias sociales. Es muy poco
habitual que lean los libros escritos por sus colegas de otros grupos, aunque
toda esa literatura aborde unos mismos temas. Pero el error de los
economistas es aún más grave, porque su lenguaje es bastante más
impenetrable.
Quiero dar las gracias al Instituto para un Nuevo Pensamiento Económico
por darme la oportunidad de hacer realidad mi deseo de reformar el temario
de las ciencias económicas, y también a los muchos alumnos que me han
animado a hacerlo. Asimismo, me gustaría dar las gracias a las siguientes
personas por haber leído las primeras versiones de este manuscrito: James
Kenneth Galbraith, Rodion Garshin, Anthony Giddens, Geoffrey Hodgson,
Tony Lawson, Vladimir Masch y Edward Skidelsky. Sus incisivos
comentarios sobre el primer borrador han mejorado enormemente tanto el
argumento como su presentación. Probablemente sea más que oportuno
afirmar que los defectos eran todos míos.
Quiero expresar mi especial agradecimiento a Sam Wheldon-Bayes, un
reciente graduado en Economía, porque sin su ayuda no habría podido
escribir este libro. Sam ha trabajado conmigo en el libro durante todo un año,
y muchos ejemplos y argumentos se los debo a él. Sobre su propia
experiencia como estudiante de Economía en el Reino Unido ha escrito:
A pesar del varapalo que han recibido desde la crisis financiera de 2008, tanto desde el exterior
como de los disidentes entre sus propias filas, las ciencias económicas conservan una posición de
privilegio en la vida pública. El neoliberalismo, el paradigma dominante en las políticas públicas de
nuestro tiempo, es, en realidad, la perspectiva que defiende que todos los problemas sociales tienen
soluciones económicas: el mercado tiene todas las respuestas.
Muchos economistas podrían no estar de acuerdo con la afirmación de que tengan tanta
influencia, con el argumento de que muy pocos políticos les prestan la suficiente atención. Resulta
tentador, en la era del Brexit y Donald Trump, aceptar este punto de vista, ya que la retórica de
estas dos presuntas «revueltas populistas» puede parecer contraria a la receta de libre comercio que
prescriben los economistas. No obstante, escondida tras ambos fenómenos, se encuentra una
corriente de fundamentalismo mercantil proempresarial que obtiene casi toda su credibilidad
intelectual de una visión muy particular de la economía, y que además alberga una sorprendente
semejanza con la descripción de la materia que ofrece el temario estandarizado: todo irá bien,
siempre y cuando el Estado no se entrometa.
Muchos economistas profesionales tienen opiniones bastante más matizadas sobre el papel del
Estado en las economías, y fueron muy contundentes presentando sus argumentos contra la
elección de Donald Trump y, en particular, contra la propuesta de salida del Reino Unido de la
Unión Europea. Esto, sin embargo, plantea una importante pregunta: ¿qué queremos decir
exactamente cuando hablamos de ciencias económicas? ¿Nos referimos a las ideas y las
investigaciones profesionales de los economistas de la universidad, el Estado y el sector privado o
nos referimos a la versión de la materia que se enseña a los alumnos en los cursos de las
universidades?
En otras palabras, ¿hablamos de Econométrica o de Conceptos básicos de economía, de la
revista académica o del libro de texto? En pocas materias la brecha entre lo que aprenden los
alumnos y lo que practican los investigadores es tan amplia como en la economía. Es bastante
probable que los alumnos más capaces y trabajadores estudien Economía durante tres años, reciban
una nota excelente al graduarse y, aun así, en realidad no tengan ni la más remota idea de lo que
hacen los economistas profesionales. En ese momento, quizá se lancen al mundo y, con bastante
razón, se consideren «economistas».
Así pues, el alegato de que las ciencias económicas se han reformado en los años posteriores a
la crisis no parece tan convincente como debería. No basta con que unos artículos ilegibles
publicados en unas revistas académicas difícilmente accesibles hayan introducido unas ligeras
modificaciones en su forma de hacer las cosas. La esencia de aquello que la profesión transmite a la
próxima generación, el temario de la carrera de Economía, permanece inalterado. Una de las
premisas básicas de los estudios académicos es que cada generación debería ser capaz de absorber
las lecciones de sus predecesores y construir a partir de ellas. En las ciencias económicas, y con
demasiada frecuencia, la siguiente generación debe desmantelar los muros intelectuales que la
generación anterior ha construido antes de poder realizar el menor avance.
Capítulo 1
¿Por qué una metodología?
Es poco probable que un hombre sea un buen economista si no es nada
más.
JOHN STUART MILL 1
La necesidad de reflexionar sobre las ciencias económicas se hizo evidente
tras la crisis financiera mundial de 2007-2008. Pocos economistas predijeron
la debacle y, aún peor, pocos imaginaban que pudiera producirse un
hundimiento parecido, más o menos como el colapso de un sistema
algorítmico. Los estudiantes de Economía preguntaban: ¿qué sentido tiene
estudiar economía si no pueden explicarte lo que está pasando u ofrecer
políticas para evitar que ocurran cosas negativas? Porque lo ocurrido fue la
peor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial. Los términos para
describirla van desde «La Depresión Menor» a «La Gran Recesión».
Las causas de este fracaso no se encuentran en la incompetencia ni en los
descuidos de los economistas como personas individuales, sino que están
profundamente arraigadas en la forma de plantear la disciplina, en su
metodología. Quizá pueda sonar denso y aburrido, pero los métodos de los
economistas son esenciales para entender cómo y por qué esta disciplina no
funciona de la forma correcta. La corriente neoclásica ha desarrollado un
método peculiar para estudiar la economía, y el uso de cualquier otro sistema
no se considera propio de la disciplina. En otras palabras, el método
neoclásico define la materia de estudio de las ciencias económicas. Los
modelos basados en este método sólo permiten un rango limitado de
posibilidades. Los sucesos que puedan producirse lejos de este rango tan
limitado no aparecen en las pantallas de radar de los economistas. Los
modelos que demuestran que los mercados financieros son eficientes —como
los que usaba una gran mayoría— nunca podrán avisarte del colapso de 2008.
El aluvión de artículos que ofrecían explicaciones de la crisis llegó después
de la debacle. Ahora sabemos que, con un poco de incertidumbre, es posible
generar un «equilibrio múltiple» de manera «endógena». Pero no había
«incertidumbre» antes del crac, sólo riesgos que podían asegurarse. Así pues,
este libro quiere descubrir por qué la disciplina que tiene más influencia en la
elaboración de las políticas públicas suele estar tan alejada de la realidad.
Por norma, los economistas desprecian el estudio de la metodología.
«Aquellos que pueden hacen ciencia —dijo Paul Samuelson (1915-2009)—.
Aquellos que no pueden parlotean sobre la metodología.» 2 Frank Hahn
(1925-2013) afirmaba de forma parecida: «Quiero aconsejar a los jóvenes
que no piensen ni inviertan demasiado tiempo en la metodología. En cuanto a
que estudien filosofía, ¿qué podría ser peor?». 3 En otras palabras, esos
eminentes economistas no veían la necesidad de que los estudiantes
reflexionaran sobre lo que estaban haciendo. Su mensaje no era cómo pensar,
sino qué pensar.
Si la economía fuera una ciencia natural, sería un buen consejo. Los
científicos no dedican su tiempo a atormentarse con la metodología. Creen, y
por un buen motivo, que los métodos que han desarrollado para comprender
la materia física son adecuados para descubrir la verdad. (De hecho, las
reflexiones sobre el método siempre han ido entrelazadas con los avances de
la física, de Descartes a Einstein. Pero, para el resto de las cuestiones
prácticas, la metodología de las ciencias naturales está fijada.) La mayoría de
los economistas siguen esa misma línea. Su mundo está habitado por robots
humanos, y aspiran a establecer «leyes» sobre el comportamiento de esas
criaturas parecidas a las máquinas. Aún no tienen a su disposición un
conjunto de leyes completo: pero al final se pondrán al mismo nivel de los
científicos puros, quizá después de que los neurólogos hayan completado sus
investigaciones sobre el cerebro. Les horripila reconocer que el material que
estudian y que tratan de comprender no se comporta con la regularidad propia
de las leyes que demuestran los fenómenos naturales. Los seres humanos son
animales de inventiva. Son conscientes de quiénes son, reflexionan sobre sus
experiencias, se ponen metas, se relacionan entre sí y con su entorno de
formas complejas, y se adaptan a las nuevas situaciones con creatividad.
Mediante el ejercicio de la imaginación y la reflexión, modifican el futuro, el
suyo y el del mundo. Sus juegos no pueden preverse o ponerse por escrito. En
el mejor de los casos, las leyes más fiables de las ciencias económicas son
sólo meras tendencias.
Sistemas abiertos y cerrados
John Maynard Keynes (1883-1946), uno de los economistas más importantes
de todos los tiempos, señaló la irrebatible realidad de la incertidumbre:
Es como si la caída de la manzana al suelo dependiera de los motivos de la manzana, de si vale la
pena que caiga al suelo, y de si el suelo quiere que la manzana caiga, y de los errores de cálculo de
la manzana sobre la distancia a la que se encontraba del centro de la Tierra. 4
Las implicaciones de esta frase son profundas. Keynes está diciendo que
los seres humanos no están «programados» para comportarse como
manzanas. Los humanos son partes de sistemas complejos, cuyos
movimientos no pueden explicarse por las leyes causales sobre las que se
basan las ciencias naturales.
La diferencia entre el material humano y el natural puede expresarse
diciendo que un sistema cerrado es aquel en el que se aplican enunciados del
tipo «si X, entonces Y», mientras que un sistema abierto es aquel en el que
no pueden utilizarse esta clase de sentencias. 5
A decir verdad, dentro de un sistema cerrado hay mucha variedad: en una
partida de ajedrez hay un número enorme de posibles combinaciones. Pero la
variedad es finita, y con el tiempo se acaban ejecutando todos los
movimientos óptimos —o eso parece: los matemáticos afirman que el ajedrez
es tan complicado que los movimientos correctos que pueden llevarse a cabo
tienden a infinito—. En el mundo físico, el principio de variedad limitada es
verdadero. Si lanzas un dado perfecto, existen 1/6 posibilidades de que salga
cada resultado. Esta «verdad» no depende de la opinión que tenga el dado
sobre la situación. Pero si dices que una rebaja de los tipos de interés del X
por ciento conducirá a un incremento de las inversiones de Y, estás
convirtiendo un sistema abierto en otro cerrado. Sólo si el resto de la
economía se quedara congelada por decreto o arte de magia, un cambio en X
produciría un efecto predecible en Y.
Lo que hacen las ciencias económicas es convertir los sistemas abiertos en
otros cerrados excluyendo los «movimientos» que convertirían dichos
sistemas en inestables. Los dictadores «congelan la imagen» por decreto: los
economistas lo hacen con sus «modelos». Modelan el mundo como si fuera
una gigantesca red informática en la que se han programado todos los
movimientos posibles, y cualquier cosa que esté «fuera de cuadro» en la
imagen se excluye por arte de magia. Volveremos a la cuestión de la técnica
de la congelación en los capítulos 4 y 5. Pero, incluso en este punto,
cualquiera podría decir que la afirmación de que los economistas son capaces
de predecir el comportamiento es muy exagerada. Las manzanas no eligen si
caen o no al suelo, igual que un huracán no escoge si se forma o no cada
pocos años. No tienen elección; la misión de la ciencia es explicar por qué se
comportan de esa forma, no por qué deciden hacer lo que hacen. Los
economistas están seducidos por la idea de que, como los seres humanos
forman parte de la naturaleza, su código puede descifrarse igual que el de los
objetos físicos. Pero incluso aquellos que albergan esta esperanza admiten
que la complejidad de los seres humanos es única. Esto convierte los sistemas
sociales, a efectos prácticos, en entes de una complejidad que roza el infinito.
El método de congelar la imagen, e incluir sólo en ella los movimientos
mensurables, funciona bastante bien en el análisis de mercados individuales o
de empresas aisladas. Pero se viene abajo cuando se aplica a toda una
economía. Este hecho nos recuerda que las ciencias económicas hunden sus
raíces en la microeconomía: el estudio de la lógica de una elección en un
mercado único sin dinero. El dinero, la causa errante, que provoca que
economías enteras entren en bancarrota, se ha incorporado como un campo
de estudio separado. En el libro de texto estandarizado sólo aparece en los
últimos capítulos como un factor «de complejidad». La macroeconomía
keynesiana intentó tener en cuenta este factor de complejidad para explicar
los errores de funcionamiento que afectan a toda la economía. En tiempos
más recientes, las ciencias económicas han vuelto a la microeconomía,
mientras excluyen la macroeconomía después de asumir que el dinero puede
actuar de una forma que no cause molestias. De este modo, la teoría
microeconómica puede ampliarse y extrapolarse para explicar el
comportamiento de toda una economía. Sin embargo, las grandes preguntas
de la macroeconomía —qué provoca prosperidad o depresión, inflación o
deflación, crecimiento o estancamiento— no pueden responderse de forma
satisfactoria con las herramientas de la microeconomía.
El método de las ciencias económicas
El estudio de la metodología de las ciencias económicas es el estudio de los
métodos que utilizan los economistas para adquirir sus conocimientos, y no
tanto el estudio de los conocimientos que dicen haber adquirido. Esto quiere
decir que, básicamente, no consiste en el estudio de las doctrinas económicas.
Más bien podría decirse que la proliferación de doctrinas económicas
atestigua el fracaso de los métodos establecidos para generar conocimientos,
si los entendemos como creencias verdaderas. Los métodos que
proporcionan «leyes» en la física producen doctrinas en la economía. En gran
medida, las hipótesis de los economistas son inestables. En esto se parecen a
las creencias religiosas. La cuestión no es si las ciencias económicas pueden
convertirse en algo más parecido a las ciencias naturales, sino más bien si la
aplicación de métodos distintos podría mejorar su comprensión del
comportamiento humano. La acusación no tiene nada que ver con la falsedad
del razonamiento, sino con razonar a partir de premisas demasiado simples.
En las clases de hoy en día, se alimenta a los alumnos con modelos:
cuanto mejor es la universidad, más completa es la formación en los modelos
convencionales. El modelo básico es una economía perfectamente
competitiva, donde los precios ajustan las preferencias respectivas de unos
compradores y unos vendedores perfectamente informados. Hay que enseñar
a los alumnos a asumir esos modelos, no a cuestionarlos. El hundimiento del
sistema financiero en 2008 pilló a casi todos los economistas por sorpresa,
porque esa clase de debacles quedaban «fuera» de sus modelos.
Se supone que los modelos económicos deben estar estrechamente
relacionados con el mundo real: después de aprenderlo, el modelo ofrece
unos conocimientos fiables sobre «lo que está pasando». Pero esta relación
no es tan evidente. Los modelos económicos no son como el modelismo
aeronáutico, cuando se construye una versión del avión real a una escala más
reducida. Es muy fácil detectar si tienes una mala maqueta de un avión: no se
parece en nada al aparato real. Pero los modelos económicos no son réplicas
en miniatura de cosas reales. En general, consisten en deducciones lógicas a
partir de axiomas —verdades tratadas como si fueran evidentes por su propia
naturaleza—. ¿Cómo sabes que tu modelo económico tiene alguna relación
con la realidad? ¿Y que las premisas del argumento no han excluido partes de
la realidad que son importantes para comprender lo que podría ocurrir? Una
respuesta podría ser que el modelo es una caricatura que, sin embargo,
contiene todas las características esenciales del objeto real. Pero una
caricatura sólo se identifica como tal porque tenemos un rostro o un cuerpo
reales con los que compararla. Los economistas, como los científicos puros,
están obligados a acercar sus caricaturas «a los datos» y a rechazar todas
aquellas que refutan esos datos. Pero aquí debería alegar que no existe ningún
examen infalible para los modelos que afirman poseer la verdad. La
incapacidad de las ciencias económicas para validar empíricamente sus
hipótesis más importantes comporta una fuerte tendencia a desviarse hacia el
terreno de la ideología. La pretensión científica invisibiliza el carácter
retórico de la mayor parte de sus ideas.
Los economistas padecen «envidia de la física» porque creen que su
material —el ser humano—, como tiene su origen en la naturaleza, sólo es
una versión más compleja de los objetos naturales. Como los tecnólogos,
creen que con una cantidad suficiente de datos y potencia de cálculo pueden
«descifrar el código» del comportamiento humano. Esa búsqueda —y la
envidia que la inspira— están fuera de lugar. Aleja aún más a los
economistas del mundo «real» de los humanos cuyo comportamiento tratan
de entender. Pueden acercarse al mundo real cuando hacen uso de las ideas
de la pintura, la música y la literatura, y, en el ámbito más restringido de las
ciencias sociales, mediante la colaboración con otras disciplinas como la
psicología, la sociología, la política y la historia. Esta clase de cooperación
ampliaría la visión de las ciencias económicas sobre lo que es importante y
verdadero en la vida humana, sin perder la agudeza de su particular ángulo de
visión. Estas materias deberían formar parte de la educación de un
economista porque proponen maneras válidas de ver el mundo que se
encuentran lejos de la corriente predominante en las ciencias económicas. La
demanda de pluralismo no es la exigencia de una nueva teoría, sino la
necesidad de una visión más amplia, a partir de la cual puedan surgir nuevas
teorías (plurales), aplicables a distintos aspectos de la vida social. El
historiador Eric Hobsbawm anhelaba un campo de la investigación donde la
historia, la economía y la sociología pudieran encontrarse. Añádele la
psicología y la política, y ya tienes la agenda de este libro.
El valor del pluralismo puede ilustrarse con la vieja parábola india de los
seis hombres ciegos que trataban de identificar a un elefante. Uno coge la
trompa y cree que es una serpiente. Otro piensa que su costado es un muro,
otro que la cola es una cuerda, otro que una oreja es un abanico, otro llega a
creer que las piernas son troncos de árboles y el último piensa que el colmillo
es una lanza. La moraleja es que, como son ciegos, nadie puede ver la imagen
en su conjunto; para lograrlo deben colaborar entre sí, compartir lo que han
descubierto desde su propia perspectiva privilegiada y juntar todas las piezas
del elefante combinando sus puntos de vista. Los economistas deben aprender
a escuchar a gente de otras disciplinas y a sus propios disidentes.
El resto de las disciplinas no hablan, por supuesto, con una única voz, y
por eso apelar a un punto de vista «psicológico», «sociológico» o «histórico»
sería simplificar demasiado. Pero cada una de ellas arroja una luz
diferenciada sobre la cuestión del comportamiento humano, lo cual justifica
que les conceda capítulos separados.
Entonces, ¿qué incluye el estudio del método económico? De manera muy
evidente, incluye la filosofía —pensar sobre las condiciones necesarias para
realizar afirmaciones veraces, y hasta qué punto esas condiciones son
aplicables a las propuestas económicas—. Las ciencias económicas carecen
casi por completo de un solo argumento explícito relativo a su situación
epistemológica, es decir, relativo a su situación como conocimiento teórico.
Sólo el desprecio absoluto por la filosofía permite a las ciencias económicas
afirmar que son una ciencia positiva, inmune a los juicios de valor.
Figura 1. Monjes ciegos examinan un elefante,
de Hanabusa Itcho (1888)
Una de las cuestiones fundamentales es si la deducción lógica a partir de
suposiciones concretas es la mejor forma de «llegar a la verdad» del mundo o
si es mejor prestar una atención más diligente a los hechos, aunque esto
último pueda implicar el uso de una lógica más imprecisa. Como atestigua su
fracaso a la hora de predecir el crac de 2008, la precisión siempre puede
alcanzarse a expensas de la utilidad. Con respecto a la política, es importante
preguntarse hasta qué punto, y en qué áreas, las proposiciones generadas por
el método actual de estudiar la economía proporcionan indicios suficientes
para elaborar buenas propuestas políticas, y dónde resultaría necesario
completarlas con otras conclusiones obtenidas a partir de formas distintas de
analizar el comportamiento humano.
La corriente predominante en las ciencias económicas cree que los
fenómenos sociales se entienden mejor como la suma total del
comportamiento de personas individuales, un enfoque que se conoce como
individualismo metodológico. Este método tiene dos características: los
únicos actores o agentes reconocidos en el mapa social de los economistas
son los individuos (para pretender ser «realista», esta categoría incluye los
hogares y las pequeñas empresas, pero no las organizaciones o las clases); y,
por otro lado, las elecciones y decisiones individuales son independientes, o
sea, exclusivas de aquellos que las toman. Estas dos afirmaciones permiten a
los economistas utilizar una simple fórmula aditiva para demostrar que los
resultados acumulados «son el producto de un número enorme de decisiones
voluntarias de actores individuales». 6 Con la suposición adicional de que los
planes individuales, por regla general, se acaban cumpliendo —o sea, que no
hay incertidumbre—, cualquiera puede extraer una cifra total con sólo sumar
todas las decisiones individuales.
El método que presenta las elecciones individuales como dos líneas rectas
paralelas tiene dos grandes defectos. El primero es que las explicaciones que
sólo hablan de individuos omiten las relaciones entre ellos y, por lo tanto, la
estructura social donde se toman las decisiones. Los individuos forman parte
de «redes» de elecciones. Por lo tanto, cualquier tipo de resultado colectivo
es siempre la suma de las elecciones individuales y de la estructura social. El
segundo defecto se resume con la expresión «la falacia de la composición».
Incluso cuando se toman de manera independiente, cada elección individual
afecta a las demás. Cada uno de nosotros debe decidir qué parte de nuestros
ingresos destina al ahorro. Pero si incremento mi ahorro en un dólar, el
ahorro total no aumenta un dólar, porque también estoy reduciendo los
ingresos de otros en la misma cantidad. Así que si todo el mundo ahorra la
misma proporción de sus ingresos, el total del ahorro disminuye, no aumenta.
En palabras del cantautor Leonard Cohen, «puedes sumar las distintas partes,
pero no tendrás la suma total» (más sobre este tema en el capítulo 7).
Los economistas que siguen la corriente predominante no se conforman
con señalar que las personas individuales son las únicas unidades de elección.
Sus unidades eligen de manera «racional»: tienen planes coherentes, actúan
voluntariamente para hacerlos realidad y calculan los medios más eficientes
para obtener lo que quieren. La corriente predominante en las ciencias
económicas nos presenta un único tipo humano: el hombre económico u
Homo economicus, la calculadora humana, que nunca deja de computar cómo
puede obtener el mayor (máximo) beneficio al menor coste. Este cálculo se
hace en precios; todo y todos tenemos un precio.
Estas dos reglas metodológicas —la atención a los individuos y su
representación como simples calculadoras— son las claves para entender qué
falla en la corriente predominante que gobierna las ciencias económicas. Los
economistas reducen las estructuras sociales a transacciones económicas y
elevan un único aspecto de la conducta, el cálculo de los costes («¿Cuánto me
costará hacer X en vez de Y?»), a la categoría de una ley universal que
explica todo el comportamiento humano. Los economistas se encuentran en
una disyuntiva cuando les señalas otros motivos para actuar, como el amor, la
entrega, la compasión, el valor, el honor, la lealtad, la ambición o el servicio
público, que en cualquier interpretación sensata no nacen del cálculo
subjetivo del beneficio o el resultado. Los códigos que gobiernan esta clase
de conductas pueden «ir más allá del precio», porque cuando los infringes lo
vives como una auténtica vergüenza. Los economistas tienen que decir que
estos motivos parecen ser irracionales, pero que podrían ser racionales en
situaciones en las que la información es limitada. Se sienten obligados, por
las exigencias de su propio razonamiento, a encajar sus explicaciones de la
conducta humana dentro de unos cauces absurdamente estrechos.
Este hecho plantea una cuestión trascendental que recorrerá todo el libro.
¿Acaso alguien pretende que esa desagradable criatura denominada Homo
economicus sea una descripción realista del ser humano, como un tipo ideal,
o simplemente es el requisito de una teoría deductiva? Mi opinión es que,
desde el principio, la envidia de la física ha causado que los economistas
vean el mundo social como una máquina que tiene el potencial de ser
perfecta. Y esto los ha llevado a modelar el comportamiento humano para
que encaje con los requisitos de dicha concepción. Cuando las ciencias
económicas se convirtieron en una disciplina formal durante el siglo XX, la
necesidad de un modelo «ideal» empezó a dominar la teoría. Las teorías
debían ser formuladas en términos de átomos aislados (deterministas) para
facilitar la confección del modelo. Por lo tanto, la posibilidad de que, en unas
condiciones X, el resultado pudiera estar dentro de cualquier rango ya no era
aceptable. Un problema que se podía evitar especificando que, en cualquier
condición X, siempre hay una única Y óptima, y que los seres humanos (bajo
la compulsión de la «racionalidad») buscan por todas partes hasta
encontrarla. Sin embargo, en las primeras etapas de la disciplina, las cosas no
estaban tan claras, y esa falta de claridad sobre si la representación que los
economistas habían hecho de la naturaleza humana quería ser descriptiva o
preceptiva ha atormentado a las ciencias económicas hasta el día de hoy.
La tosquedad de su propia psicología aleja el retrato del individuo que
hacen los economistas de cualquier estudio serio. Hasta tiempos bastante
recientes, los economistas desestimaban cualquier hallazgo en el campo de la
psicología por no tener la menor utilidad. «Las ciencias económicas —
escribió Lionel Robbins (1898-1984)— son tan poco dependientes de las
verdades del nuevo psicoanálisis como de la tabla de multiplicar», y
despreciaba a su principal rival, la psicología conductual, como un «culto
extravagante». 7
Tras la crisis financiera, que muchos atribuyeron a una «exuberancia
irracional», los economistas han empezado a modificar sus puntos de vista: la
economía conductual es la nueva moda. Como afirma Andrew Lo:
La crisis ahondó en una división entre los economistas profesionales. A un lado estaban los
economistas de libre mercado, quienes creen que todos somos adultos económicamente racionales,
gobernados por la ley de la oferta y la demanda. En el otro lado están los economistas conductuales,
que creen que todos somos animales irracionales, motivados por el miedo y la codicia como
muchas otras especies de mamíferos. 8
El error de la economía conductual es que considera irracional cualquier
comportamiento que no encaje con la definición neoclásica de racionalidad.
A continuación, intenta formalizar ese comportamiento como si fuera
racional en función de las circunstancias; por ejemplo, resultaría racional,
guiados por una información parcial, «seguir a la masa». Estas concesiones a
la realidad generan incoherencia, no progreso.
Tratar la economía como una suma de elecciones individuales conduce a
uno de los mayores defectos de la disciplina: su incapacidad para comprender
la naturaleza del mundo social. Por norma, los economistas ven a individuos
racionales que eligen en total aislamiento; en consecuencia, han prestado
escasa atención a la «sociología del conocimiento»: el papel que desempeña
la sociedad en la estructuración de los conocimientos a partir de los que
actúan los individuos. Por regla general, ven las relaciones sociales como
unas molestas complicaciones en el estudio del proceso de la elección
individual, en lugar de considerarlas como componentes esenciales de dicho
proceso. El comportamiento interactivo sólo puede incorporarse al esquema
de la maximización si se modela como un juego estratégico, como en el
«dilema del prisionero», en el que los actores calculan el valor del beneficio
que se deriva de engañar o cooperar.
En parte, la sociología es responsable de que los economistas no la tengan
en cuenta. La demanda de una sociología que sea una verdadera ciencia de la
sociedad quizá se haya debilitado, pero lo cierto es que también existe un
problema con la oferta. En líneas generales, los sociólogos contemporáneos
han dejado la economía para los economistas, a pesar de que la visión del
mundo que defienden estos últimos, donde la «mano invisible» del mercado
garantiza la estabilidad social, se opone radicalmente a la postura de los
primeros. La sociología, escribe Wolfgang Streeck, debe redescubrir la
economía política. 9
La elección entre lo individual y lo social no está clara. El individualismo
metodológico puede presentar una potente línea de defensa: nos protege de la
tendencia a tratar a los individuos como meros miembros de grupos, privados
de voluntad. Su punto débil es que ignora la arquitectura de la elección.
Nuestras elecciones están condicionadas por las posiciones sociales que
ocupamos, por nuestro lugar en la estructura de poder de la sociedad, por
nuestras reflexiones sobre lo que es un comportamiento aceptable o
inaceptable («la moral») y por el estado de nuestros conocimientos, y estas
elecciones, a su vez, ayudan a reestructurar el mundo social.
Para la corriente predominante, las acciones individuales normalmente se
llevan a cabo a través de un intercambio voluntario en unos mercados
competitivos, en los cuales, por definición, ninguna de las partes tiene el
poder. Esta concepción implica que sus modelos ignoran el papel del poder
en la configuración de las relaciones económicas: el poder mítico de los
números sustituye al poder real de las élites. Los desequilibrios de poder
entre jefes y empleados, la influencia del dinero en la política, el papel de las
grandes empresas en la formación de las creencias y el comportamiento del
mercado... todo esto queda «fuera del modelo». Los agentes racionales, que
los economistas asumen que somos nosotros, nunca permitirían que la
publicidad los embauque. Las ciencias políticas, la disciplina que aborda las
relaciones basadas en el poder, deberían formar parte de la educación de
cualquier economista, ya que las estructuras de poder modelan la estructura
de las decisiones. Karl Marx comprendió esta cuestión mejor que nadie, pero
sus textos no se incluyen en el temario estandarizado.
La historia ofrece a los estudiantes otra poderosa herramienta para
comprender la naturaleza de la vida económica. Todas las disciplinas tienen
sus historias sobre cómo se ponían en práctica en el pasado y sobre cómo han
llegado a ser lo que son en la actualidad. Como si fueran científicos puros, a
los economistas les encanta decir que la ciencia que practican en la actualidad
—la economía que aparece en los libros de texto más recientes— es mejor
que la de hace cien años, o incluso que la de hace diez años. El tiempo, según
dicen, ha liberado a las ciencias económicas de sus errores.
Sin embargo, los estudiantes descubrirán que la teoría económica, lejos de
progresar como una gigantesca lombriz solitaria hacia un conocimiento más
perfeccionado, está plagada de interminables discusiones. En el transcurso de
su historia, ninguna escuela de pensamiento ha logrado un dominio
incontestable. La economía clásica y neoclásica podrían considerarse como la
principal línea de avance, pero hay muchas otras escuelas de pensamiento,
entre las que se incluye la Escuela Histórica Alemana, el marxismo, la
economía institucional, la economía keynesiana, la economía conductual, la
economía ecológica y muchas otras. Este pluralismo es típico de las ciencias
sociales, pero es raro en las ciencias naturales. Indica la extrema dificultad de
demostrar la falsedad de cualquier teoría en el ámbito de la economía.
Después de siglos de debate, todavía no hay un consenso sobre la teoría del
dinero. Un estudio de la historia de las ciencias económicas es una invitación
a conversar con algunos de sus mayores disidentes, como Karl Marx y John
Maynard Keynes. Sean cuales fueren las dudas de los estudiantes sobre la
forma de aplicar las ciencias económicas en la actualidad, nunca van a estar
solos.
Tan llamativo como los violentos ataques lanzados contra la corriente
predominante es que su metodología haya permanecido, en líneas generales,
intacta. Esto se debe a la imperecedera aspiración de las ciencias económicas
a convertirse en una ciencia pura. Hay una forma aceptada, «profesional», de
presentar la materia que ejerce una fuerza gravitacional sobre la manera en
que se aplica.
Dos eminentes filósofos de la ciencia, Thomas Kuhn (1922-1996) e Imre
Lakatos (1922-1974), ayudan a explicar el origen de esta persistencia
metodológica. Demostraron que todas las ciencias consolidadas erigen unas
defensas virtualmente inexpugnables para protegerse de cualquier ataque (el
capítulo 10 amplía esta cuestión). Estas defensas incluyen el considerable
poder de absorber las ideas contrarias. La economía absorbe las herejías, que
convierte, siempre que sea posible, en matemáticas. En ocasiones, las
defensas se resquebrajan por completo, no tanto por el peso de unos hechos
que contradicen sus afirmaciones, sino más bien por un cambio en la visión
del mundo. En las ciencias económicas, los dos grandes candidatos al
«cambio de paradigma» son la revolución marginalista de la década de 1870
y la revolución keynesiana de los años treinta del siglo XX. De éstas, la
revolución marginalista ha demostrado ser la más duradera
metodológicamente. Su persistencia metodológica, de hecho, sentenció el
intento keynesiano de erigir una doctrina alternativa sobre unos cimientos
neoclásicos.
El estudio de la historia en sí resulta muy valioso, porque revela que las
doctrinas económicas, lejos de ser las verdades universales que dicen ser,
están conectadas con situaciones y episodios históricos concretos. Las
condiciones temporales y espaciales no sólo explican por qué aparecieron en
un lugar y por unos motivos concretos, sino también por qué algunas
doctrinas consiguieron mantenerse a flote mientras otras se hundieron en el
fondo del mar. Las teorías sociales influyentes satisfacen las «necesidades»
que aparecen más allá de su propio sistema de pensamiento. Así, las doctrinas
proteccionistas de la Escuela Histórica Alemana del siglo XIX respondían al
deseo de los países recién llegados al festín del capitalismo de «ponerse al
día» con respecto a los exitosos pioneros del sistema, como Gran Bretaña; el
marxismo intentaba explicar las condiciones lamentables de los trabajadores
de las fábricas en los primeros tiempos de la Revolución Industrial; la
revolución keynesiana ofreció una explicación teórica al persistente
desempleo del período de entreguerras; la economía del desarrollo del siglo
XX planteó el argumento de que el libre comercio mantiene a los países
pobres en la miseria. Hoy en día tenemos una economía conductual, una
economía feminista y otras variantes. En todos los casos, las doctrinas tienen
la intención de asumir una parte del trabajo de la política. Es importante que
los estudiantes se hagan una idea del período y el lugar en los que viven, así
como de las relaciones de poder de sus sociedades, sin tragarse la idea de que
las doctrinas económicas son «meros» reflejos de las condiciones históricas y
de las estructuras de poder del momento. Si las ciencias económicas son
incapaces de conceder a la historia el peso que se merece, tal como queda
manifiesto, los historiadores también son culpables de su ensimismamiento:
con notables excepciones, como Niall Ferguson y Harold James, simplemente
han sido incapaces de confraternizar con la teoría económica, y han dejado el
terreno libre y despejado para los econometristas.
Como la economía no es una ciencia natural, la respuesta «correcta» o
«incorrecta» a un problema económico es tan ética como concluyente. Las
ciencias económicas son el estudio de unas personas que toman decisiones
éticas: no puede abordarse únicamente como una cuestión de buena o mala
lógica o aritmética. Los economistas dirán que no cobran para ocuparse de las
cuestiones morales —es «un asunto para la política»—, pero esto sólo se
debe a que han definido su disciplina de una forma que las excluye
deliberadamente. Y, aun así, los valores personales de los economistas
determinan a qué prestan atención, qué modelos utilizan y qué políticas
prefieren. La ética puede utilizarse para criticar el método.
Salvo la filosofía (cuyo trabajo es poner en orden los errores de la gente),
todas las disciplinas tienen sus sesgos. Los psicólogos suelen pensar en el
comportamiento humano como si siempre fuera irracional; los sociólogos,
tienden a pensar en los humanos como criaturas grupales. Los historiadores
acostumbran a ver sólo las relaciones de poder, y tradicionalmente los
estudiantes de Ciencias Políticas han seguido su ejemplo. La economía ofrece
un útil correctivo a estas visiones tan sesgadas. Pero también tiene mucho que
aprender de ellas. Un estudio ya clásico demostró que las personas que tenían
una educación bastante amplia y variada emitían mejores juicios sobre las
posibilidades económicas del futuro que los expertos especializados. 10
Puede que la curiosidad matara al gato, pero también produce unos
pronósticos más acertados.
John Maynard Keynes comprendió la verdad que había detrás de este
fenómeno cuando escribió que:
El economista erudito debe poseer una rara combinación de cualidades [...]. Debe ser matemático,
hombre de Estado, filósofo... en cierta medida. Debe comprender los símbolos y hablar con
palabras. Debe contemplar lo particular a la luz de lo general, y tocar lo abstracto y lo concreto en
la misma línea de pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado con el propósito del
futuro. Ningún aspecto de la naturaleza o de las instituciones humanas debe ser completamente
ajeno a su consideración. 11
Un ideal, sin lugar a dudas, que, no obstante, vale la pena exponer a la
consideración de los estudiantes de Economía.
Capítulo 2
Conceptos básicos: deseos y medios
Nunca estoy satisfecho.
NAT KING COLE
La filosofía habla de fines y medios. Las ciencias económicas, de deseos y
medios. La diferencia es importante. Para los filósofos, los fines tratan sobre
lo que es bueno; para los economistas, los «fines» son simplemente lo que la
gente quiere. Y lo que parece querer la mayoría de la gente es dinero, o por lo
menos las cosas que el dinero puede comprar. Al diluir los fines en los
deseos, la economía se distancia de la ética, «el estudio de lo que es bueno».
También se distancia de otra parte importante de la realidad: los seres
humanos siempre han tenido que luchar con sus elecciones morales. Y
también hace que el problema de la escasez sea irresoluble, como enseguida
veremos.
Las ciencias económicas no siempre han sido tan daltónicas en lo relativo
a la ética como en la actualidad. Históricamente, ha habido dos grandes
definiciones de la materia. La primera la convierte en el estudio de la riqueza;
la segunda en el estudio de la elección. La primera data de los tiempos de
Adam Smith (1723-1790), que tituló su famoso libro de 1776 Una
indagación en la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones. Al
hablar de la naturaleza de la riqueza, Smith se proponía contradecir la «idea
errónea» de que la riqueza consiste en el dinero (el oro y la plata). En cambio,
la definió como «la producción anual de la tierra y el trabajo de la
sociedad». 1 La riqueza nace de la producción y el intercambio de cosas
«útiles» como provisiones, casas, ropa y muebles. La riqueza es un medio
para obtener confort.
Alfred Marshall (1842-1924), quien escribía después de cien años de
crecimiento económico, amplió el campo de visión cuando expuso en sus
Principios de economía que las económicas eran las ciencias que estudian
«los requisitos materiales del bienestar». El dinero, decía sin rodeos, era un
medio para alcanzar un fin. 2 Pero no definió en qué consistía el «bienestar»,
y su noción de los requisitos es confusa. El bienestar se presta a la
interpretación de «sentirse bien», que se transforma sin demasiados
problemas en «sentirse feliz», una triste restricción de su utilización en la
filosofía. ¿Y cuántos «requisitos» son necesarios para estar o sentirse bien?
Tradicionalmente, los requisitos tenían que ver con el mantenimiento físico o
el «aprovisionamiento» de la especie. La gente necesita dinero para comprar
comida y «comodidades». Pero ¿internet forma parte del aprovisionamiento?
No hay nada material en la red. Cualquier cálculo de la «suficiencia» a partir
del producto nacional bruto (PNB) incurre en este problema.
Sin embargo, aquella antigua definición en términos de riqueza tenía tres
ventajas. Con la intención de proceder a su estudio, aislaba un motivo
extremadamente importante, cuando no primordial, para pasar a la acción. En
segundo lugar, podía medir la contribución y la producción de dicha
actividad con una cantidad, y por lo tanto convertirla en una ciencia causal.
Una tercera ventaja era moral: incluía la presunción de que la búsqueda de la
riqueza era mucho más benigna que otras formas de esfuerzo, porque, a
diferencia de la persecución del poder, es cooperativa por naturaleza. Podía
concebirse, por lo tanto, como una forma benigna, o pacífica, de competición
social. La combinación de estas ventajas explica en gran medida por qué la
economía estableció una primacía política sobre el resto de las ciencias
sociales. Sus propuestas podían hacerse más exactas y era más optimista.
En 1932, Lionel Robbins desterró la visión de las ciencias económicas
como el estudio de las causas de la riqueza y la pobreza. En su libro La
naturaleza y el significado de la ciencia económica, Robbins definía la
disciplina como la ciencia que «estudia el comportamiento humano como una
relación entre unos fines y unos medios escasos que tienen unos usos
alternativos». Era «la forma [de comportarse] impuesta por la influencia de la
escasez». 3 Robbins hizo de la escasez el tema central, e incluso el único, de
las ciencias económicas cuando señalaba que no era la materialidad de los
bienes, sino su escasez, lo que los hacía «económicos». Todas las decisiones
que implican una elección de los medios tienen un aspecto económico. Los
fines de las personas son muy variados, pero «la vida es breve, y la naturaleza
es tacaña». 4 Maximizar la producción era básicamente una cuestión de
economizar la inversión. En ningún momento presupone que la gente pueda
preferir los bienes materiales a los no materiales; la tarea de las ciencias
económicas es señalar la diferencia entre las formas eficientes e ineficientes
de obtener aquello que quieran las personas, sea lo que sea. La economía, por
lo tanto, es indiferente a los fines, pero dista mucho de serlo de los medios.
La definición de Robbins era la culminación de un cambio, de la
«economía política» a las «ciencias económicas»; de la idea de ver la
economía como una parte de un estudio más amplio de la sociedad a una
disciplina técnica y autosuficiente. Esta transformación fue de la mano de
otro cambio: de una visión de la economía «incrustada» en las instituciones
sociales a otra de un mercado autorregulado de individuos calculadores. Al
presentar la economía como la ciencia general de la elección racional,
aplicable a todos los objetos del esfuerzo humano, Robbins establecía la
pretensión de que las ciencias económicas eran «la maestra de todas las
ciencias sociales», capaz de penetrar con su lenguaje matemático los oscuros,
y hasta entonces no teorizados, rincones de la conducta humana. Esta
afirmación ayudó a focalizar el pensamiento económico, pero hubo que pagar
por ello un doble precio. El primero tiene que ver con la suposición de que
todas las elecciones son proporcionales, es decir, que pueden sopesarse en
una misma balanza; esa balanza sería el dinero. No hay «elecciones trágicas»,
sólo intercambios y compensaciones. El segundo es la eliminación de la
historia. El método de Robbins centra toda su atención en la asignación
eficiente de unos recursos determinados en un momento temporal. Ignora la
cuestión que más preocupaba a los economistas clásicos, que era cómo
explicar el crecimiento y el estancamiento de los recursos con el paso del
tiempo. Desde los años sesenta del siglo XX, la idea de Robbins se ha
aceptado como la definición operativa de las ciencias económicas. Las
ciencias económicas tratan la lógica de la elección. Esta lógica está
programada en las personas individuales debido a la presencia de la escasez.
Está claro que, al afirmar que todas las elecciones tienen un aspecto
económico, Robbins tampoco estaba diciendo que fuera el único. Muchos
aspectos de la vida humana están muy lejos de los cálculos económicos. Sin
embargo, había un sesgo «de mentalidad monetaria» en el concepto de
racionalidad de Robbins, ya que el dinero era el único estándar con el que se
podía juzgar la eficiencia de una acción. Casi por defecto, esta visión fue
evolucionando hasta defender que sólo las elecciones mensurables eran
racionales. Así, el criterio de eficiencia de Robbins abrió la puerta al análisis
económico de instituciones no mercantiles, como la judicatura o el
matrimonio. Varios premios Nobel recompensaron la aparición y el
desarrollo de esta visión. El economista de Chicago Gary Becker (19302014) recibió este honor por su análisis de la economía del matrimonio y del
crimen y su castigo. La ecuación de la elección racional y la eficiencia,
medida en términos de dinero, es un clásico pars pro toto (la parte por el
todo): tratar un aspecto concreto del comportamiento humano como una
representación de la conducta humana en general.
El contraste entre las primeras y las últimas definiciones de las ciencias
económicas puede superarse. La perspectiva de la escasez de Robbins ya
estaba implícita en el debate clásico sobre el crecimiento económico. La
riqueza no cae de un árbol como la fruta madura, hay que trabajársela. La
economía clásica era conocida, con cierta justicia, como la «ciencia de la
decepción». Un calificativo que se basaba en sus dos leyes más famosas: la
ley de Malthus, por la que era inevitable que la población superara la cantidad
de alimentos disponible, y la ley de los rendimientos decrecientes de David
Ricardo. Ambas ignoraban el impacto acumulativo de la innovación
tecnológica. Los economistas clásicos también hablaban de la eficiencia en el
uso del tiempo: no cobrarse todos los frutos del propio esfuerzo en el
presente, sino espaciar su disfrute a lo largo de toda una vida. Marshall lo
llamaba «espera», los economistas actuales lo conocen como «ahorro».
Hay que decir que los economistas se presentan al banquete de la vida
como unos aguafiestas. Una y otra vez recuerdan a la gente la necesidad de
calcular y de ser eficientes, de trabajar duro y posponer las satisfacciones.
Incluso aquellas personas que cubren sobradamente los gastos de su
«mantenimiento» todavía tienen que poner un precio a su tiempo. Como la
escasez de tiempo nunca podrá superarse, el día en que la eficiencia deje de
ser necesaria nunca llegará. Para ser justos, el razonamiento económico es un
antídoto muy útil contra los políticos que prometen hoy aquello que saben
que no podrán permitirse mañana.
Por norma, los economistas creen que el mecanismo más eficiente para
coordinar las decisiones de la producción y del consumo es la «mano
invisible» del mercado. A día de hoy, esta idea todavía es la aportación más
importante de las ciencias económicas a la economía. Aunque las decisiones
económicas son difíciles, la vida económica no tiene por qué ser un juego de
suma cero, donde el ganador se lo lleva todo. Las ciencias económicas
entienden que nunca se produce un intercambio voluntario en el que ambas
partes no encuentren una ventaja en su materialización.
Deseos
La definición de Robbins pivota sobre la tensión entre los deseos y los
medios. Los deseos pueden exceder unos determinados medios; o también,
alternativamente, los medios pueden quedarse cortos ante unos determinados
deseos. Ambas situaciones son potenciales fuentes de escasez, ante las cuales
la respuesta correcta es «economizar».
La palabra deseos nace de una asociación anterior con el concepto de
necesidades, como en la idea de una persona que «desea» o que «carece» de
los medios para garantizar su sustento. Pero la idea de «desear algo» hace
mucho tiempo que ha perdido de vista su origen objetivo en el concepto de
«necesitar algo», mientras que ha adquirido el sentido psicológico de anhelar
aquello de lo que uno carece. La economía contemporánea, siguiendo la
estela de Robbins, aborda los deseos en este sentido, como si ya vinieran
«dados»; es decir, que no están sujetos a mayores consideraciones. No dijo
que los deseos fueran insaciables, sólo que, en un momento dado, los deseos
de una persona suelen exceder su presupuesto. Sin embargo, también sugiere
con claridad que los deseos son insaciables. Por ejemplo, en su libro de texto
estandarizado Economía, McConnell, Brue y Flynn, escriben que «para bien
o para mal, la mayoría de la gente tiene unos deseos virtualmente
ilimitados». 5 Robbins consideraba posible incluso que «existan criaturas
vivientes cuyos “fines” sean tan limitados que, para ellos, todos los bienes
sean en realidad “gratuitos”». 6 El antropólogo estadounidense Marshall
Sahlins (1930) creía que ésa era la idílica situación de las comunidades de
cazadores-recolectores. Las llamaba «las primeras sociedades acomodadas»,
capaces de conseguir todo lo que querían con un coste muy bajo de tiempo y
esfuerzo. 7 Pero nuestra propia experiencia —al menos desde el momento en
que nos expulsaron del paraíso— ha sido justo la contraria. Deseamos —o
nos inducen a desear— más de lo que necesitamos o de lo que podemos
conseguir con facilidad. Sufrimos una especie de desasosiego divino.
Siempre intentamos mejorar nuestra suerte. Las ciencias económicas asumen
este ímpetu por mejorar como un hecho o como si fueran datos. Asumen que,
simplemente, no tener nunca suficiente forma parte de la naturaleza humana.
Pero con esto no basta para convertir ese fenómeno en un proceso
racional. La racionalidad no consiste en lo que queremos, sino en cómo nos
ponemos a trabajar para conseguirlo. El principal requisito de la racionalidad
es que el individuo debe actuar con coherencia para alcanzar sus objetivos,
sean cuales fueren. Debes juzgar qué clase de satisfacciones son más o menos
importantes para ti y organizar tus elecciones en consecuencia. Si prefieres A
antes que B, y B antes que C, es irracional preferir C antes que A. Las
preferencias incoherentes se ven como signos de delusión, de neurosis, de
locura. La mayor parte de la microeconomía se deriva de esta conjetura sobre
la coherencia de las preferencias: la idea de la sustitución de bienes
diferentes, de la demanda de un bien en función de otro, del equilibrio en la
distribución de bienes, del equilibrio en el intercambio, de la formación de
los precios y un largo etcétera.
La lógica del argumento es bastante plausible. Los economistas sostienen
que la incesante presión de los deseos sobre unos recursos escasos obliga a
las personas a «economizar». Pero todavía debemos preguntarnos si los
economistas creen que es así como se comporta la gente de verdad o bien si
creen que es así como debería comportarse... O si el postulado tras semejante
comportamiento es la única forma de confeccionar modelos predictivos
«precisos». Es una pregunta excelente para que un alumno se la haga a su
profesor. Con los modelos matemáticos, la sospecha es que la última es la
razón más importante. Como señalaba Robbins, el problema de los medios y
los fines seguiría existiendo si la gente actuara sin ninguna coherencia, lo
único que ocurriría es que no se podría obtener ningún resultado concreto. 8
Los primeros economistas distinguían entre deseos y necesidades. El
argumento habitual era que primero aspiramos a colmar nuestras
«necesidades» psicológicas insatisfechas, para que entonces los menesteres
de la imaginación tomen el relevo, en una progresión ascendente dentro de la
escala de los deseos. Sin embargo, los economistas rara vez se han detenido a
considerar el origen social de los «deseos» ni tampoco las implicaciones
económicas de pasar de las necesidades a los deseos.
Para Adam Smith, «el deseo de alimento está limitado en todos los
hombres por la capacidad reducida del estómago humano; pero el deseo de
comodidades y ornamentos de la casa, ropa, equipamientos y mobiliario para
el hogar parece no tener límite o una frontera definida». 9 El economista
austríaco Carl Menger (1840-1921) admitió que las distintas necesidades de
los hombres no tienen la misma importancia cuando se trata de satisfacer sus
deseos, «y se gradúan desde la importancia que tienen en sus vidas a la
importancia que atribuyen a un pequeño placer pasajero». 10
Para ilustrar este análisis, Menger asignó valores numéricos a diferentes
intensidades, empezando por 10 (la más alta) y terminando en 0 (sin
necesidad), organizadas en la tabla que se muestra a continuación. Si la
necesidad de comida es un 10 y la de tabaco un 6, el consumidor no comprará
tabaco hasta que su necesidad de alimento esté suficientemente satisfecha.
Cada incremento de la satisfacción está sujeto a una utilidad marginal
decreciente, así que el testigo se pasa, por decirlo de algún modo, a la
siguiente necesidad menos urgente. De este modo, la necesidad psicológica,
no fisiológica, impulsa el crecimiento de la riqueza. La tabla de Menger
ilustra el principio por el que unas necesidades de intensidad diferente
consiguen alcanzar un equilibrio. El bien I (alimento, por ejemplo) se
consume hasta que alcanza a la necesidad 9, y en ese punto los dos bienes I y
II (vivienda, por ejemplo) se consumen hasta que llegan al nivel de la
necesidad 8, y así sucesivamente. 11
Tabla 1. La jerarquía de los deseos de Menger
Tanto en Smith como en Menger se halla implícita la idea de una jerarquía
de los deseos, que empiezan con la primacía de una necesidad física. En
realidad, para la mayoría de los seres humanos, y durante la mayor parte de la
historia, los deseos absolutos —las «necesidades del estómago»— han sido
de lejos sus aspiraciones más importantes, así que parece compresible que los
economistas prestaran mucha menos atención a la existencia de deseos
relativos, o sea, los que aparecen por la presencia de otros seres humanos.
El estadounidense Thorstein Veblen (1857-1929) fue el primer economista
que prestó verdadera atención a la primacía de los deseos relativos en los
patrones de consumo. Nadie entendió mejor que Veblen que los deseos
insaciables, que la mayoría de los economistas atribuían a la naturaleza
humana, eran construcciones sociales. Él fue quien creó varios conceptos que
se han convertido en expresiones muy familiares, como «símbolo de estatus»
y «consumo ostentoso». No deseamos un producto o servicio por el valor que
obtenemos de su uso, sino por la oportunidad que su posesión nos brinda para
demostrar nuestra superioridad sobre aquellos que no pueden hacerse con
él. 12
Su trabajo es una investigación de la rampante cultura del consumo en los
Estados Unidos del siglo XIX. El trasfondo era el ascenso de una nueva clase
de nouveaux riches —los «barones ladrones»— que levantaban sus
chabacanos palacios y llevaban su particular estilo de vida gracias a los
beneficios que obtenían del ferrocarril, el acero y el petróleo. La exhibición
derrochadora era la seña de identidad de la nueva clase, una ostentación
diseñada para impresionar a los rivales y asombrar a los subordinados con su
riqueza y poder.
Pensemos un momento en una subasta de vinos antiguos de Burdeos. La
apuesta ganadora puede llegar alcanzar los 50.000 dólares, o incluso 100.000,
por una botella mágnum o una normal. ¿Le gusta el vino de Burdeos al
ganador? No necesariamente. ¿Es capaz de apreciar la diferencia entre una
copa de vino de 20.000 dólares o una de 5 dólares? No necesariamente. El
ganador está diciendo al resto de los pujadores que su bolsillo es más grande
que el de ellos. Su compra es un acto de consumo ostentoso.
La irónica pluma de Veblen podía ensañarse con cualquier institución
cultural de la sociedad; sobre el género, escribe que «los vestidos de las
mujeres van incluso más lejos que los de los hombres en su forma de
demostrar la abstinencia de cualquier trabajo productivo por parte de su
portadora», lo que a su vez resulta muy útil para destacar el estatus de su
marido. La falda larga se valora especialmente porque «es cara y obstaculiza
a su portadora a cada paso que da, y la incapacita para cualquier esfuerzo
útil».
Veblen argumentaba que «la lucha de cada cual para poseer más que su
vecino es inseparable de la institución de la propiedad privada». El
capitalismo es el factor que restringe el complejo de imitación a los bienes
materiales de un modo tan absoluto. Al hacerlo se reproduce a sí mismo, a
medida que los seres humanos demandan más y más, pero también les niega
la posibilidad de tener éxito del todo, porque la insatisfacción con su
situación presente es la fuerza impulsora del sistema. Veblen creía que este
complejo de imitación era un «malgasto», porque resulta en un desembolso
que siempre está dispuesto a absorber cualquier margen de ingresos que
quede después de que las comodidades y los deseos físicos se vean
satisfechos. Además, «una mejoría general no puede acallar una inquietud
que tiene su origen en el deseo, compartido por todo el mundo, de
compararse favorablemente con su vecino».
Veblen nos alerta del papel de la publicidad cuando se trata de modelar
nuestros deseos. Para los economistas de la corriente predominante, la
publicidad es sobre todo un sistema de información que habla a los
consumidores sobre los productos, ya sean nuevos o viejos. Para Veblen y
sus descendientes intelectuales, su papel es estimular unos deseos que nunca
pueden satisfacerse. 13
Inspirado en la obra de Veblen, el economista Fred Hirsch (1931-1978)
desarrolló el concepto de «bienes posicionales», productos cuya principal
función es posicionar a su propietario social o políticamente. Un producto es
posicional siempre y cuando no esté al alcance de todo el mundo. En cuanto
está disponible para el público en general, pierde su valor. Algunos
productos, como las obras maestras de la pintura, son escasos por su propia
naturaleza; con otros, como las viviendas con buenas vistas o los títulos de
las mejores universidades, su escasez se preserva artificialmente con la
restricción a su acceso. El poder es el arquetipo del bien posicional. La
posesión de esta clase de productos siempre es un juego de suma cero: no
todo el mundo puede tener el poder al mismo tiempo. 14
Estamos bastante lejos de ese loable deseo, compartido por todos los
economistas, de asegurar el aprovisionamiento necesario para que la gente
pueda llevar una buena vida. Los deseos relativos crean una insaciabilidad en
el esfuerzo humano y garantizan que siempre haya pobres en medio de
nosotros: siempre habrá alguien que sea pobre en relación con otra persona.
No hay un «fin» detrás de un consumo cada vez mayor.
Medios
¿Y qué ocurre con la otra cara que propone Robbins: «medios escasos que
tienen usos alternativos»? Es verdad que no resulta sencillo concebir una
situación general en la que no haya costes asociados a una actividad. Pero ¿es
cierto que la escasez está tan generalizada, o que es tan grave, como las
ciencias económicas plantean?
Primero, cualquiera debería darse cuenta de que Robbins cierra el círculo
cuando incluye el tiempo en la escasez de medios. Simplemente, la vida no es
lo bastante larga para que uno pueda hacer todo lo que quiere: en su sentido
más profundo, nos dice, «el economista es un escritor de tragedias». Los
estudiantes aprenden que todas las actividades incluyen un «coste de
oportunidad», que no sólo es un coste monetario en un momento temporal
concreto, sino un gasto de tiempo en sí mismo: «el tiempo es dinero». Si una
persona puede ganar 10 dólares la hora con su trabajo, pero prefiere estar
desocupado durante ese tiempo, en realidad ha «gastado» 10 dólares. El
sentido común sugiere que cuanto mayor sea tu presupuesto monetario
(riqueza), más tiempo tendrás para realizar otras actividades, como ir a
conciertos. Así, con el aumento de la riqueza, cualquiera podría esperar una
reducción de la presión psicológica que causa la escasez. Pero, en realidad,
esto no tiene por qué ser así: ahora esa persona puede escoger entre distintos
estilos musicales y nadie puede escucharlos todos al mismo tiempo. Hoy en
día, la saturación de información permite que el tiempo sea escaso. Nos
bombardean constantemente con decisiones que hay que tomar, y que nos
prometen mayores satisfacciones que las elecciones que tomamos en el
pasado. Es decir, el sueño de abundancia es una ilusión: estamos atrapados en
la escasez temporal, salvo que nuestra muerte pudiera posponerse de manera
indefinida.
Segundo, los economistas de la corriente predominante, siguiendo el
ejemplo de Robbins, ven los medios, igual que los deseos, como datos.
«Asumimos una distribución inicial de la propiedad», escribe Robbins. 15 Al
dar por hechos los medios, los economistas sacan de la agenda la distribución
de los recursos disponibles para satisfacer los deseos. Pero el problema de la
escasez de recursos no sólo está causado por la «tacañería» de la naturaleza,
que afecta a todo el mundo, sino a la racanería de los ingresos de algunas
personas. Si los ingresos son muy desiguales, serán los deseos de los ricos los
que tendrán la primera opción sobre los medios «escasos». La pobreza en el
mundo actual no se debe a la escasez, sino a la desigualdad. Hay suficiente
comida como para alimentar a una población mundial superior incluso a la
que hay en la actualidad. Una economía que hiciera de la reducción de la
pobreza y la enfermedad su principal prioridad se ocuparía de la eficiencia de
la distribución, así como de la eficiencia de la producción y el intercambio.
Los ejemplos de escasez creada artificialmente —una escasez que aparece
por unas medidas y unas estructuras políticas y sociales concretas, y no por
causas naturales— son numerosos. La guerra y los preparativos bélicos son
ejemplos notorios de la continua creación de escasez. Hay un coste
económico en la compra de un portaaviones nuevo, en contraposición a pagar
por un hospital o un colegio. Cuanta más riqueza se destine al consumo
militar, menos habrá para satisfacer las necesidades de los civiles. Esta clase
de escasez forzada era una característica decisiva de los sistemas comunistas,
en los cuales el sector militar consumía el 30 por ciento de la renta nacional.
Esta escasez forzada era posible por la titularidad estatal de la tierra y el
capital, y su capacidad para asignar el trabajo en función de sus objetivos. El
premio Nobel Amartya Sen (1933) ha señalado que las hambrunas en los
países pobres son tanto consecuencia de la escasez natural como de una
distribución de los alimentos determinada políticamente. 16 Enfermedades
que pueden erradicarse, como la malaria y la lepra, no siguen existiendo
porque la naturaleza sea tacaña, sino porque algunos gobernantes prefieren
gastar el dinero comprando armas y enriqueciendo a sus familias, y a ellos
mismos.
Los economistas podrían señalar, y con razón, que esa clase de escasez
artificial está producida por una mala política, no por una mala economía, y,
en efecto, los economistas han sido unos críticos muy insistentes contra los
gobiernos que se dedican a buscar «rentas». Sin embargo, han sido
relativamente indiferentes a la capacidad que tienen las grandes
corporaciones privadas para extraer rentas. Hoy en día, el mayor extractor de
rentas es el cártel de los grandes bancos, que controla los medios de
producción financiera. El método de los economistas de la corriente
predominante ha mitigado las críticas contra la distribución actual de los
mercados al tratar de «demostrar» que, en los que son plenamente
competitivos, los consumidores son soberanos y todos los factores de
producción se pagan con lo que producen. Todas estas pruebas minimizan
hasta qué punto la distribución no regulada del mercado está destinada a
producir una distorsión favorable a los ricos y poderosos. Cuando insisten en
que la escasez está causada por la naturaleza, y no por las instituciones, los
economistas de la corriente predominante mitigan los esfuerzos por regular
los mercados y redistribuir los ingresos.
Suele decirse que hay una «compensación» entre la eficiencia y la
equidad. Los economistas pueden establecer lo que sería una distribución
eficiente de los ingresos, pero depende de los políticos conseguir una
distribución justa. Los economistas neoclásicos de tendencia izquierdista
solían entretenerse con el diseño de estrategias para lograr una distribución
«óptima» de la renta que satisficiera al mismo tiempo los requisitos de
eficiencia y de justicia. Pero, últimamente, la propaganda a favor de la
eficiencia productiva se ha vuelto tan poderosa que el interés por la eficiencia
moral se ha desvanecido. El crecimiento de la desigualdad, a su vez, ha
producido un creciente descontento popular con los supuestamente
«eficientes» resultados del mercado (en el capítulo 13 se amplía esta
cuestión).
Por último, la corriente predominante también presupone que las
economías demuestran una tendencia espontánea al pleno empleo, una
suposición que lleva a sus partidarios a ignorar la posibilidad constante de
cracs y recuperaciones débiles. El desempleo elevado, el crecimiento mínimo
y la reducción de los salarios en la mayoría de los países europeos desde
2008 es un ejemplo de escasez creada por una mala política económica.
Nos encontramos ahora en posición de criticar el modo de plantear el
problema económico que se desprende de la definición de Robbins. Podemos
analizar el problema tanto desde el enfoque de la demanda como desde el de
la oferta. Siempre y cuando haya demanda, pueden plantearse tres cuestiones.
Primero, y de una forma bastante evidente, la visión de Robbins rezuma
moralidad. Al convertir la eficiencia en un dios, es incapaz de preguntar:
¿para qué sirve la eficiencia? Robbins escribe: «Por qué el animal humano se
adhiere a valores concretos [...] a cosas concretas es una cuestión de la que no
hablamos». 17 Al comprimir los fines, las necesidades y los deseos en una
única categoría, las «preferencias», y considerarlas como una cosa que viene
dada, que está predeterminada —y, por lo tanto, que no está sujeta a una
investigación más exhaustiva—, la corriente predominante se prohíbe
cuestionar el valor de los deseos o de preguntar si lo que se desea es en
realidad deseable.
¿Cuánta «riqueza» es necesaria para el «bienestar»? Los economistas que
se adhieren al punto de vista más tradicional sobre la cuestión no eran tan
cobardes ante la posibilidad de considerar el problema. John Stuart Mill
(1806-1873) creía que, una vez superada la pobreza, la necesidad de
eficiencia decaería. El economista Marshall, en un texto de 1890, dio una
cifra exacta para definir la suficiencia. Él pensaba que con 150 dólares al año
(unos 10.000 dólares en la actualidad), una familia «tiene [...] las condiciones
materiales para una vida completa». 18 En la actualidad, la renta media por
cápita en el mundo es de 17.300 dólares. Si aceptamos el estándar de
Marshall, no hay ninguna necesidad de un mayor crecimiento económico,
sólo de redistribución. Pero, como hemos visto, la noción de «materialidad»,
que ya no está anclada al suministro de alimentos, ha perdido su claridad, y
en un mundo de «deseos relativos», nunca hay suficiente.
Segundo, al dar por sentadas las preferencias, la corriente predominante
tiene prohibido investigar los instrumentos de persuasión que se utilizan para
conseguir que la gente quiera más de una cosa y no de otra. Da por hecha la
soberanía del consumidor. Sólo está interesada en la lógica y en las
consecuencias del comportamiento de las personas cuando expresan sus
deseos. Es decir, no está interesada en la historia y la sociología de los
deseos. Además, aunque la tendencia a la codicia siempre haya existido, sólo
se ha convertido en un motor impulsor de la vida económica con el
capitalismo. En el mundo premoderno, la riqueza se veía simplemente como
el medio de tener una buena vida; los moralistas condenaban el lucro y las
costumbres restringían sus ámbitos. La economía «científica» consideró que
el deseo de dinero es el principal impulso psicológico de la naturaleza
humana y enfatizó su utilidad para engendrar riqueza. La ética se remodeló
para acomodar la extensión del comercio. La avaricia se convirtió en el poder
que desea el mal, pero que hace el bien.
El consumo de masas, la versión moderna de la insaciabilidad, entró en la
historia en un momento y un lugar concretos, con la producción masiva en
Estados Unidos a comienzos del siglo pasado. Antes, la posibilidad de un
consumo de masas no existía. Hoy en día, lo fomentan los economistas, los
publicistas y los políticos como una forma democrática de felicidad. En
palabras de Andy Warhol «el presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe
Coca-Cola, y tú sólo piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una
Coca-Cola es una Coca-Cola, y ninguna cantidad de dinero en el mundo
puede ofrecerte una Coca-Cola mejor».
Pero ¿basta con darle a todo el mundo una Coca-Cola? Si la insaciabilidad
se da por hecha, resulta evidente que la escasez no tiene fin, que no hay un
último peldaño en la escala de los deseos. Esto significa que el problema
económico siempre estará con nosotros. El paraíso nunca se hace realidad.
Comprender, sin embargo, que los deseos están modelados por la cultura abre
la puerta a poder pensar en cómo se crean —en concreto, por un marketing
incansable— y en cómo pueden limitarse para reducir la coacción que ejerce
la escasez. Pero hablar de cultura provoca que el economista, como Hermann
Göring, eche mano a su revólver.
Por último, la incapacidad para distinguir entre necesidades y deseos
permite que la corriente predominante ignore el problema de las fluctuaciones
de la demanda. En opinión de Robbins, las economías siempre están
limitadas por la oferta, nunca por la demanda. Como dijo J. B. Say (17671832), «la oferta crea su propia demanda», o sea, que la gente no produciría
cosas si no las necesitara. Esto, por supuesto, sólo tiene sentido si uno piensa
en las necesidades del estómago: no hay suficiente caviar en el mundo para
hartarse. Pero, como hasta la fecha los deseos, y no las necesidades, dirigen la
mayor parte de la actividad económica, la estabilidad de nuestras economías
depende de lo que se nos pasa por la cabeza, no por el estómago. La
economía neoclásica relevó a la vieja psicología mecánica de las necesidades,
sin comprender que la transición de las necesidades a los deseos socavaba la
estabilidad del comportamiento.
En el otro lado, el de oferta, en realidad nunca nos hemos liberado de
nuestra ansiedad por la suficiencia de los medios, y por un buen motivo. Que
las ciencias económicas hayan dado su visto bueno al concepto de deseos
ilimitados ha desenterrado el problema maltusiano, más aún mientras el
consumo presiona los recursos naturales del planeta. La energía y los
materiales de baja entropía se disipan durante su uso, para luego volver como
residuos de alta entropía. Nuestros sistemas industriales y agrícolas emiten
masas de dióxido de carbono, metano y otros gases a la atmósfera, que
desestabilizan el clima del planeta, al mismo tiempo que destruyen la
capacidad de absorción y recuperación de la naturaleza. Dicho sin rodeos,
hay demasiadas personas que quieren demasiadas cosas. Como señaló
Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994), la humanidad está destinada a la
extinción física si la población, que no para de crecer, sigue consumiendo al
mismo ritmo que en la actualidad. Las ciencias económicas tratan de
minimizar la inversión necesaria. Pero como no ponen límites a la
producción, el requisito de eficiencia, por sí solo, no puede garantizar la
suficiencia de los recursos naturales para satisfacer los deseos.
El economista neoclásico te dirá que el sistema de precios nos protege
frente a este resultado. La escasez sólo es relativa, nos dice. Los movimientos
de los precios modificarán la demanda, de unos bienes relativamente caros a
otros que sean más baratos. Pero esta afirmación asume un par de cosas: que
siempre habrá recursos de sobra (energía del viento o del sol, por ejemplo)
para satisfacer el volumen actual de producción y consumo, y que un sistema
de libre mercado generará los precios «correctos» antes de que el desastre nos
azote. Es poco probable que alguien que no haya sido educado
concienzudamente en el método neoclásico se crea alguna de estas
proposiciones.
Para resumir: la escasez no es, de ningún modo, una condición «natural» a
largo plazo, tal como plantean las ciencias económicas pos-Robbins. Gran
parte de esa escasez es artificial, y no sólo nace de la continua necesidad de
estimular la demanda, sino también de la restricción artificial de la oferta. El
capitalismo crea la demanda que necesita a través de la publicidad, aunque en
muchas partes del mundo el control político de la distribución mantiene la
escasez artificial de la oferta. Al ser incapaz de cuestionar las fuentes de la
demanda o los obstáculos políticos a la oferta, la corriente predominante en
las ciencias económicas castra las partes más urgentes del problema
económico actual.
Sería absurdo defender que los métodos defectuosos de la corriente
predominante son los responsables del calentamiento global. Pero, debido a
su incapacidad para distinguir entre necesidades y deseos, y a dar por
«hechos» los deseos, las ciencias económicas han reforzado de una forma
muy poderosa la ceguera ética que amenaza a la especie humana con la
extinción. La insaciabilidad ante el cambio climático no es racionalidad, es
una locura.
Capítulo 3
Crecimiento económico
Si las teorías, como las chicas, pudieran ganar concursos de belleza, no
cabe duda de que la ventaja comparativa obtendría una puntuación muy
alta.
PAUL SAMUELSON, Economía
El único propósito defendible de las ciencias económicas es ayudar a abolir la
pobreza, lo cual permite que la humanidad disfrute de una vida más larga.
Más allá de esta cuestión, no tienen otro propósito evidente y deberían dejar
el escenario a otras disciplinas. La abolición de la pobreza era la mejora de la
condición humana que ofrecían los primeros economistas. A lo largo de los
siglos, sin embargo, los medios se han convertido en los fines, así que ya no
nos atrevemos a preguntar para qué sirve el crecimiento económico,
especialmente en unos países ricos que ya tienen más de lo que necesitan para
cubrir sus necesidades básicas.
¿En qué han contribuido las ciencias económicas al crecimiento de la
riqueza? El espectacular crecimiento de la prosperidad, la reducción de la
pobreza y el descenso de la violencia desde los tiempos de Adam Smith son
las principales contribuciones que la disciplina dice haber aportado a la
sociedad. Al demostrar que la búsqueda de la riqueza, a diferencia del ansia
de poder, no tiene por qué ser un juego de suma cero, los economistas
convirtieron las políticas públicas en propuestas bastante benevolentes.
Sin embargo, su contribución no puede analizarse de manera aislada. Tuvo
lugar tras la aparición anterior de las instituciones científicas y mercantiles,
las normas legales, el «espíritu del capitalismo» y las aplicaciones
tecnológicas favorables al crecimiento económico. 1 Ésa fue la plataforma
sobre la que Adam Smith construyó su «ciencia». La única contribución de la
economía «científica» fue empoderar a estas fuerzas dinámicas con un mejor
entendimiento de su lugar en la estructura del progreso y, así, prevenir
cualquier recaída en las viejas costumbres. Concedió a la sociedad comercial
una legitimidad intelectual y psicológica.
La pregunta que se hacían los primeros economistas era: ¿qué camino
conduce a la prosperidad? El desafío que los economistas clásicos Adam
Smith, Ricardo (1772-1823) y Malthus (1776-1834) se plantearon fue llegar a
comprender cómo es posible que algunos países se hagan más ricos mientras
otros siguen sumidos en la pobreza. La respuesta que ofrecieron —en el caso
de Smith, tras una amplia investigación histórica— fue que todo depende de
su sistema legal, moral e institucional. Los grupos en el poder pueden
retardar o fomentar las invenciones, reprimir o potenciar la iniciativa,
restringir o liberar el comercio. Gran Bretaña, que iba disparada hacia la
opulencia, y China, atrapada en el estancamiento, eran los extremos opuestos
del mapa de Smith. Sin embargo, los primeros economistas, imbuidos en el
espíritu de la Ilustración, fueron incapaces de comprender cómo las
instituciones, que no eran las más adecuadas para crear riqueza, podían
satisfacer otras finalidades humanas no menos esenciales, como mantener el
bienestar social, un ángulo muerto que persiste a día de hoy.
La principal recomendación política que emergía de los escritos de los
economistas «ingleses» como Smith y Ricardo era el libre comercio. Éste
aumentaba la riqueza: las restricciones la posponían. El economista alemán
Friedrich List (1789-1846) planteó una pregunta más concreta: ¿cómo puede
«ponerse al día» la Europa continental con Gran Bretaña? La respuesta que
dio fue el proteccionismo. El libre comercio estaba muy bien para los países
ya industrializados; pero los países en vías de industrialización necesitaban
proteger sus «sectores nacientes» contra la extinción prematura. 2 Esta idea
fue adoptada por la economía del desarrollo en la década de 1940.
El choque intelectual entre el libre comercio y el proteccionismo ha
dominado el pensamiento sobre el crecimiento económico. En concreto,
determina el papel que las instituciones desempeñan —o deben desempeñar
— en la historia del crecimiento. Adam Smith y sus seguidores identificaron
el Estado como un monopolio económico y tendían a ver los grupos
productivos como si fueran unos conspiradores que deseaban restringir el
comercio. Desde entonces, la corriente predominante ha reflejado con
fidelidad este sesgo: la actividad económica del Estado entorpece el
crecimiento económico al bloquear el funcionamiento de los mercados,
beneficioso para todas las partes. Para los seguidores de List, por otro lado, el
Estado era —o podía convertirse en— un emprendedor, y entendieron que los
grupos productivos podían ser motores del crecimiento. El papel del Estado
en la historia del crecimiento es una pregunta sin respuesta en las ciencias
económicas. También está la cuestión de los acontecimientos históricos: ¿qué
papel ejercieron los Estados en el crecimiento de la riqueza? Lo que conduce
a otra pregunta: ¿qué clase de Estado es bueno para el crecimiento, una
democracia o una dictadura? ¿Son los Estados irremediablemente corruptos o
incompetentes?
Los economistas clásicos del siglo XVIII supusieron correctamente que el
crecimiento de la riqueza material depende del control de la población, la
«acumulación de existencias» (inversión) y la «ampliación del mercado»
(comercio). Comprendieron que si querían prosperar, las sociedades debían
controlar su fertilidad, guardar una parte de lo que producían en la actualidad
para invertir en la producción futura y comerciar con libertad. Eran unas
reflexiones muy profundas, y hoy en día las ciencias económicas aún viven
en gran medida de ellas. En cambio, no estuvieron a la altura cuando
quisieron comprender de qué formas una sociedad puede desarrollar
instituciones favorables a dicha actividad. Hasta la actualidad, muchos
economistas, quizá la mayoría, dan por hecho el derecho a la propiedad
privada y explican la mayor riqueza de ciertas sociedades en términos de una
distribución más eficiente de la propiedad. No obstante, no muestran
demasiada curiosidad por los motivos que explican por qué han persistido
durante tanto tiempo las distribuciones ineficientes de la propiedad, o qué
funciones desempeñaban en la vida de sus sociedades.
Este capítulo sigue la huella de la economía «del crecimiento», desde las
reflexiones de los economistas clásicos hasta la emergencia de la economía
«del desarrollo» como un campo específico de la disciplina en la segunda
mitad del siglo XX, así como la gradual disolución de esta perspectiva con el
neoclásico Consenso de Washington.
Población
Si el economista es un escritor de tragedias, el reverendo Thomas Malthus
tiene todos los números para ser considerado «el gran maestro de la
especialidad». Antes de Malthus, la gente estaba fascinada por la idea de que
el futuro sería más próspero; después de él, llegaron unos tiempos más
oscuros. Durante los primeros cincuenta años del siglo XIX, la economía se
conocía como la «ciencia de la decepción». En Un ensayo sobre el principio
de población (1798), Malthus se propuso refutar el utopismo de escritores
como Condorcet, Goswin y Thomas Paine. Entusiasmados por el crecimiento
de la riqueza, los avances de la ciencia y la relajación de las costumbres, estos
pensadores del siglo XVIII argumentaban que no había límites naturales al
progreso económico y, con él, al perfeccionamiento humano. Malthus los
puso en su sitio con sus famosas proporciones. La vida humana, explicaba,
siempre se encuentra en un difícil equilibrio entre la «población» y el
hambre. La población, impulsada por la pasión sexual, aumenta en
proporción geométrica (1, 2, 4, 8) mientras que la provisión de alimentos sólo
lo hace de forma aritmética (1, 2, 3, 4), es decir, según una cantidad constante
anual.
Si cada pareja tiene cuatro hijos, la población se duplicará en cada
generación. Al final, la población superará la producción agrícola que puede
mantenerla. La población de Gran Bretaña en 1800 era de 7 millones de
personas. Así pues, explicaba Malthus, se duplicará cada 25 años, hasta los
14 millones en 1825, los 28 millones en 1850, los 56 millones en 1875, los
112 millones en 1900 y así sucesivamente, hasta casi 1.800 millones de
personas en el año 2000. Mientras tanto, si el suministro de alimentos bastaba
para mantener a los 7 millones de 1800, sería capaz de sustentar a 14
millones en 1825, 21 millones en 1850, 28 millones en 1875 y 35 millones en
1900. Es decir, en cien años, dos terceras partes de la población estarían
muriéndose de hambre: una perspectiva trágica, sin lugar a dudas. La
predicción de Malthus se basaba en una clase de razonamiento que se ha
convertido en el más habitual dentro de las ciencias económicas: deducción
lógica a partir de precedentes concretos. Era un «modelo» con una
advertencia incluida.
En la segunda edición de Ensayo (1803), ampliado a dos volúmenes,
Malthus rebuscó en la historia para encontrar pruebas empíricas que
respaldaran su hipótesis. En realidad, descubrió ciclos de rápido crecimiento
de la población seguidos de otros descensos a gran escala —la Peste Negra
del siglo XIV sería el ejemplo más célebre— y ofreció una explicación causal:
cualquier mejora en la productividad conducía a un incremento de la
población, no de la riqueza, ya que los asalariados aprovechaban su
prosperidad para tener más hijos. La población ejerce una presión sobre el
suministro de alimentos: los sueldos caen y el crecimiento de la población se
invierte, con una fracción de la población, los más jóvenes y los más viejos,
que desaparece por la enfermedad, las plagas, la peste y el hambre. De esta
forma, la naturaleza mantiene un severo equilibrio a largo plazo entre los
deseos y los medios. Pero este mecanismo también evita que los sueldos
suban por encima del nivel de subsistencia. Marx llamaría a esta cuestión la
«ley de hierro de los salarios». Demasiado para los más optimistas.
Sin embargo, Malthus ofreció una medida fundamental para controlar el
poder destructivo de la pasión sexual: la «represión moral». La gente debía
posponer la edad del matrimonio y mantener el celibato hasta el momento de
casarse. Malthus rechazaba la contracepción, dentro o fuera del matrimonio,
como método para controlar el aumento de la población. Su actitud
combinaba argumentos teológicos y económicos de una forma que hoy nos
parecería muy extraña. En el aspecto teológico, Dios, creía Malthus, ha
inspirado la pasión sexual en los humanos no sólo con el objetivo de la
reproducción, sino también para incitarlos a un esfuerzo moral: primero para
ganar lo suficiente para casarse y después para poder mantener a la familia
resultante. En consecuencia, según un razonamiento alineado con los dogmas
de la nueva ciencia económica, Malthus defendía que la contracepción (y
otras prácticas sexuales «viciosas») reducirían el incentivo para trabajar y
prosperar, ya que mitigaban la necesidad de mantener a la propia
descendencia.
Malthus destacaba la eficiencia moral como requisito del crecimiento
económico. Las sociedades que «seleccionaban» un código moral eficiente
prosperaban; las sociedades que se regodeaban en el «vicio» se estancaban o
entraban en declive. De hecho, hacia el final del tercer ciclo poblacional de
Malthus, a finales del siglo XVII, el menor rendimiento de la actividad
agrícola se empezó a compensar con un incremento de la productividad. En el
siglo XIX, la combinación del crecimiento sostenido de la productividad y el
colonialismo condenaron los cálculos de Malthus a la papelera de las
predicciones erróneas, al menos, en lo que respecta al mundo desarrollado.
En la Europa actual, las tasas de natalidad no alcanzan el porcentaje de
reposición. El vicio, en la forma de anticonceptivos, la ha rescatado de la
trampa malthusiana.
Sin embargo, el hombre del saco malthusiano ha ejercido una notable
influencia. El superventas Los límites al crecimiento (1972), con claros ecos
de Malthus, predecía que la población mundial alcanzaría los siete mil
millones en el año 2000, lo que provocaría escasez de cereales, petróleo, gas,
aluminio y oro. 3 En la actualidad, la población mundial roza los ocho mil
millones, y se espera que llegue a un máximo de once mil millones o, según
ciertos cálculos, de quince mil millones. La corriente predominante en las
ciencias económicas ha aprendido, de un modo totalmente erróneo, a
olvidarse de la presión absoluta sobre los recursos, pero el método de
Malthus dejó un legado permanente en otros aspectos de la disciplina. El
primero era el carácter a priori (literalmente «del anterior», que significa
«independiente de la experiencia») de su ciencia económica. Su teoría era un
ejemplo clásico de razonamiento deductivo, cuya premisa había adoptado
mucho antes de intentar demostrarla de forma empírica, y estaba plagada de
argumentos ceteris paribus contra aquellos datos que la contradecían. En
segundo lugar encontramos la formulación matemática, para así conceder a
sus predicciones una precisión que, a decir verdad, nunca merecieron. En
tercer puesto se encuentra esa propensión a extraer grandes conclusiones de
las «verdades de la naturaleza». Por último, Malthus oscilaba entre lo
positivo y lo normativo. Como Adam Smith, estaba metido en el negocio del
crecimiento, y éste exigía eficiencia moral. Era un predicador que usaba la
ciencia para reforzar sus sermones.
Inversión
Para Adam Smith, la acumulación de «existencias» (bienes de capital) era el
principal —y fundamental— motor del crecimiento. La cuestión era cómo
lograr las inversiones necesarias en bienes de capital. Ricardo creía que
cualquier estudio sobre el proceso de acumulación debía empezar por las
instituciones que gobernaban la división de la producción entre las tres
clases: terratenientes, hombres de negocios y trabajadores. Si el excedente de
la producción sobre el consumo era la única fuente de acumulación, el
crecimiento de la prosperidad dependía de quién obtenía dicho excedente, y
esto, a su vez, dependía de la cantidad del mismo que terminaba en manos de
cada clase social. Los terratenientes vivían del excedente de los productores,
que adquirían como «rentas». Estas rentas se gastaban de manera
improductiva: construir y mantener grandes mansiones, y llevar un elevado
estilo de vida. Como los trabajadores consumían lo que ganaban, los hombres
de negocios eran la única clase que tenía la posibilidad de acumular, la única
clase con el incentivo y los recursos para invertir sus beneficios en mejorar y
ampliar sus negocios. Así pues, el crecimiento económico dependía de privar
a los terratenientes de sus rentas, mantener bajos los impuestos y restringir el
«fondo de salarios» a lo mínimo necesario para sustentar a la mano de obra. 4
«Lamentaré enormemente —escribió Ricardo— que se permita que las
consideraciones por una clase en particular puedan frenar el progreso de la
riqueza y la población del país.»
Ricardo era un alma torturada, dividida entre la teoría del equilibrio, que
demostraba que los beneficios excepcionales se perderían por la acción de la
competencia, y su admisión de que el crecimiento económico era un proceso
dinámico que requería una acumulación constante. Marcó un rumbo en las
ciencias económicas que llevaría al análisis de las clases sociales que Karl
Marx aprovechó con notable entusiasmo, pero que demostraría ser
extremadamente embarazoso para sus propios sucesores neoclásicos. En
efecto, Ricardo identificó los intereses de clase de los terratenientes con el
Estado, y defendía que el control de las administraciones públicas debería
trasladarse a la clase empresarial. Karl Marx defendía que eso es
precisamente lo que había ocurrido: en la nueva sociedad industrial, el Estado
era el agente de la clase capitalista, que utilizaba su control monopolístico
sobre el capital para explotar al trabajador, de la misma forma que la clase
terrateniente había utilizado antes su monopolio sobre la titularidad de la
tierra para «explotar» al resto de las clases. La diferencia es que la
explotación del trabajador por parte de la burguesía era la fuente de la
acumulación del capital y, por lo tanto, del crecimiento económico, mientras
que el monopolio rentista del terrateniente era un simple despilfarro. La
nueva clase explotadora era también la clase progresista.
El método estructural que Marx utilizó para analizar la vida económica era
idéntico al de Ricardo. Como ya habremos notado, los economistas
neoclásicos que seguían a Ricardo rechazaban su visión institucional de la
estructura económica: los únicos actores de sus modelos eran los individuos.
De este modo, el poder de la clase social se convertía en un elemento
invisible. La transición de un análisis estructural del comportamiento
económico hacia otro individualista marca una ruptura decisiva en el método
económico, un verdadero «cambio de paradigma».
Comercio
Para Adam Smith, la división del trabajo era el segundo motor fundamental
del crecimiento. La defensa de la división del trabajo conduce directamente a
la defensa del libre comercio. Lleva a su conclusión lógica el mensaje de la
fábrica de imperdibles. Smith explicó cómo incrementar de un modo
considerable la producción de imperdibles si cada fabricante adquiría la
habilidad concreta de producir sólo una parte. En lugar de que un fabricante
haga diez imperdibles al día, cinco fabricantes podían producir, por ejemplo,
cien al día, reduciendo a la mitad el coste por imperdible en tiempo de
trabajo. Este principio de la división del trabajo en tareas especializadas
puede ampliarse a los distintos países y regiones del mundo. La riqueza
aumenta si los países, como las personas, se especializan en esos oficios en
los que cuentan con cierta ventaja.
Detrás de la ciencia que Smith y Ricardo aportaron a la causa del libre
comercio había un objetivo político fundamental: romper el control absoluto
de los terratenientes sobre el precio de los alimentos. La libre importación de
alimentos reduciría su precio y, simultáneamente, reduciría los costes de
producción, incrementaría los beneficios y la inversión, y aumentaría el
salario real de la clase trabajadora. La conexión entre comercio, acumulación
de capital y crecimiento económico quedó establecida durante el nacimiento
de las ciencias económicas. Aún constituye el fundamento intelectual de la
globalización.
Sin embargo, había dos versiones de la doctrina del libre comercio.
Adam Smith creía que Dios había distribuido a los seres humanos en
lugares diferentes para que pudieran comerciar entre sí. El comercio nace de
una ventaja natural: obtienes un vino de mejor calidad si lo importas del
Mediterráneo que si intentas producirlo en Escocia. La idea fundamental que
destacar es que el comercio basado en una ventaja natural es menos
disruptivo que el comercio basado en la competencia por el mismo producto.
Los países producen cosas diferentes: no compiten por producir las mismas
cosas. El comercio complementario —comprar en el extranjero los bienes
necesarios o deseados que no pueden fabricarse en casa, o que sólo se pueden
producir en el territorio propio a un coste prohibitivo— minimiza la amenaza
de la competencia basada en los salarios y puestos de trabajo.
Sin embargo, basar el comercio en las ventajas naturales significa limitar
la división del trabajo que lo hace posible. No obstante, Ricardo fue capaz de
superar esta limitación. Explicó que un comercio que maximice el bienestar
no debería verse limitado por las ventajas naturales. Los agentes racionales
comprenden que sus ganancias serán mayores si no se especializan en
aquellas actividades en las que cuentan con una ventaja natural, sino en
aquellas otras en las que parten con la menor desventaja.
De este modo, un profesor que fuera capaz al mismo tiempo de pensar y
mecanografiar mejor que cualquier otra persona de la ciudad, pero que
tuviera más capacidad para pensar que para mecanografiar, contrataría a una
secretaria para manejar el teclado, y así dispondría de más tiempo para darle a
la cabeza. Portugal, decía Ricardo, debería concentrarse en producir vino y
dejar la industria textil para Inglaterra, porque a pesar de que es capaz de
producir vino y tejidos a un precio más bajo que los británicos, también
puede elaborarlo a un coste inferior que los productos textiles. De este modo,
los beneficios de ambas partes serán los máximos posibles. 5 La teoría de la
ventaja comparativa ha sido la doctrina más influyente en la historia de las
ciencias económicas. Incluso ha convertido a los economistas más duros en
unos blandengues; Paul Samuelson usó la palabra bella para describirla.
Como ocurre con la teoría maltusiana sobre la población, la teoría de la
ventaja competitiva de Ricardo es un ejemplo clásico de razonamiento
deductivo: formalizar una intuición y a continuación deducir sus
consecuencias. Al remitirse al largo plazo, Ricardo ignoró cualquier posible
efecto disruptivo en Portugal por la decisión de ceder la producción textil a
Inglaterra. A diferencia de Malthus, Ricardo desdeñó cualquier intento
empírico de demostrar que el comercio, en la práctica, se había desarrollado
según las líneas que sugiere la teoría. Y, a día de hoy, no hay pruebas
concluyentes de que los flujos comerciales entre países hayan seguido la «ley
de la ventaja comparativa». Entra dentro de esa categoría de teoremas
económicos que son esencialmente preceptivos.
Y tampoco es que sea una buena recomendación. La propuesta de Ricardo
era una doctrina de equilibrio estático: pedía a los países que se
especializaran en lo que podían hacer mejor en el presente. Esta prescripción
podría haber tenido sentido cuando las ventajas competitivas eran los talentos
naturales de cada país, pero no ocurre así con las manufacturas. En cuanto el
juego llegó a una situación de «empate», los países buscaron la posibilidad de
obtener ganancias dinámicas, y no estáticas, del comercio. Esto implicaba
desarrollar sectores de gran valor, que estarían protegidos de una
competencia prematura. Friedrich List decía que el libre comercio puede
convertirse en un instrumento para reforzar las ventajas comerciales y, a
través de éstas, las situaciones de poder ya existentes. Los economistas de la
corriente predominante asienten ante este argumento sobre los «sectores
nacientes» para defender el proteccionismo, pero no le ofrecen sus respetos.
Cualquier beneficio transitorio que el proteccionismo pueda aportar, dicen, se
ve sobrepasado por la corrupción y la ineficiencia relacionada con la
interferencia estatal en los flujos de comercio.
El papel del Estado
El papel que el Estado ha desempeñado en el desarrollo económico ha sido
excluido de la historia del crecimiento, tanto por la escuela clásica como por
la neoclásica. Sin embargo, los acontecimientos históricos nos dicen que la
mayor parte del crecimiento económico no ha sido fruto de las fuerzas del
mercado, sino del propio Estado, en el sentido de que han sido los gobiernos
quienes han llevado a cabo casi toda la acumulación del capital. Es una
verdad incontestable en los países europeos del siglo XIX, y también lo ha
sido para Japón, Corea del Sur y China en tiempos más recientes. El
comercio, asimismo, también era un instrumento de la política estatal. Como
muchos historiadores han señalado, la mayoría de los países pusieron en
marcha sus procesos de industrialización bajo protección tarifaria y no en un
escenario de libre mercado. 6
¿Por qué los primeros economistas escogieron el libre mercado —y no el
Estado— como promotor y coordinador de la actividad económica? La razón
más importante es que veían el Estado premoderno como un monopolio
privado, personificado en un monarca que perseguía sus propios intereses
familiares o dinásticos a expensas del bien común. Las diatribas contrarias al
Estado de Adam Smith iban dirigidas a las formas de gobierno premodernas.
El gobernante era el «Príncipe», que no tenía ni los conocimientos ni la
integridad necesarios para dirigir los asuntos económicos de la sociedad. La
conclusión que parecía extraerse era que el papel del Estado en la economía
debía reducirse todo lo que fuera posible mediante la restricción de sus
fuentes de ingresos y patrocinio. El sesgo contrario al Estado en el
pensamiento económico, brevemente interrumpido por la revolución
keynesiana, ha persistido hasta la actualidad.
Incluso en el siglo XVIII, los economistas se equivocaban. La monarquía ya
estaba en proceso de convertirse en parte de una entidad mucho más amplia,
el Estado, que poseía una burocracia de mejor calidad. En los tiempos de
Adam Smith, los déspotas, como José II de Austria, podían «ilustrarse».
Fueron las monarquías «absolutas» de Europa central y oriental quienes
encabezaron el movimiento que pretendía modernizar sus sociedades
subdesarrolladas, frente a la fuerte oposición de los nobles, casados con sus
derechos y privilegios tradicionales. Y para finales del siglo XIX, el Estado
tenía una responsabilidad creciente con sus votantes.
La visión negativa sobre los gobernantes iba acompañada de una opinión
muy positiva sobre el mercado. Esta visión formaba parte de una creencia
liberal profundamente arraigada en el siglo XVIII por la cual, en ausencia de
un poder claro, los intereses privados se acababan armonizando. Un sistema
de mercado competitivo hacía posible la cooperación voluntaria para alcanzar
la prosperidad, y sólo con una mínima regulación.
La idea de que los Estados funcionan mejor cuando gobiernan poco ha
persistido, al menos en la corriente predominante anglo-estadounidense.
Incluso cuando los gobiernos empezaron a acumular capital con fines
económicos en los siglos XIX y XX, los teóricos de la corriente principal no
tardaron en plantear que era imposible que las inversiones públicas fueran tan
eficaces como las privadas. Su argumento defendía que el Estado no podía
dirigir el capital en función de otras elecciones que no fueran las suyas
propias. A los economistas neoclásicos actuales les encanta contar historias
sobre gobiernos que insisten en «escoger a los perdedores» cuando
construyen carreteras que no conducen a ninguna parte, ciudades en las que
nadie quiere vivir y plantas siderúrgicas que emplean mucho capital y muy
poca mano de obra, y cuyos productos no pueden canjearse por dinero en
efectivo.
Esta denuncia generalizada de los errores del Estado no presta la menor
atención a la forma de gobierno o la distribución del poder. Asume que todos
los Estados, por su propia naturaleza, son incompetentes, cuando no
corruptos y predatorios. Pero la actuación de los Estados premodernos no es
representativa de lo que pueden conseguir los gobiernos contemporáneos. La
parodia neoclásica ignora que los gobiernos comprometidos con el
crecimiento y el pleno empleo suelen escoger siempre a los ganadores.
Veamos el caso de Toyota, el fabricante japonés de automóviles. Tras unos
inicios en los que sólo era una pequeña fábrica textil, llegó a convertirse en
una de las primeras marcas del mundo gracias a una serie de decisiones
tomadas por el Gobierno: aranceles, exclusión de competidores y subsidios.
En palabras de Ha-Joon Chang: «si el Gobierno japonés hubiera seguido a los
economistas del libre mercado a principios de los años sesenta, Lexus hoy no
existiría. En la actualidad Toyota sería, en el mejor de los casos, el socio
minoritario de algún fabricante occidental o, peor aún, habría desaparecido
del mapa. Lo mismo habría ocurrido con toda la economía japonesa». 7
La historia real que se esconde detrás de Silicon Valley y otros centros de
innovación no se explica por la desaparición del Estado, una medida que
habría permitido que los capitalistas de riesgo y los inversores especializados
en las empresas que empiezan en pequeños garajes pudieran desempeñar su
papel. De internet a la nanotecnología, la mayoría de los grandes avances
tecnológicos del último medio siglo —tanto por lo que respecta a las
investigaciones como a su posterior comercialización— disfrutaron de la
financiación de las agencias gubernamentales, y las empresas privadas sólo
entraron en el juego cuando los beneficios eran más que evidentes. Incluso el
gasto militar, que casi por definición es un simple despilfarro de dinero,
puede alumbrar a otras empresas derivadas que sí contribuyen al crecimiento
real. 8
Esta profunda discrepancia sobre el papel del Estado en el desarrollo
económico sobrevuela la teoría académica desde sus comienzos. En todas las
épocas encontramos un debate entre quienes creen (la mayoría de los
economistas) que el laissez-faire es deseable y que «todo lo que sea alejarse
de esta idea es, salvo si resulta necesario por un bien superior, un mal
incuestionable», y aquellos que creen que el desarrollo económico requiere el
apoyo activo, y muchas veces el liderazgo, del Estado. 9
Economía del desarrollo
La «economía del desarrollo» casa dos conceptos distintos. El primero es el
crecimiento económico, expuesto de manera sencilla, el incremento del
producto nacional bruto (PNB) calculado a partir del valor total de todas las
transacciones mercantiles durante un período concreto. El PNB es una
métrica puramente cuantitativa. En el caso de que crezca más deprisa que la
población, lleva a lo que se conoce como un aumento del «nivel de vida».
Pero el desarrollo económico es una idea más amplia: contribuye al
«bienestar» o al enriquecimiento humano de la población.
No pasa nada por usar las palabras crecimiento y desarrollo
indistintamente, siempre y cuando uno tenga claro que sus exigencias pueden
—y deben— divergir después de que se alcance un cierto nivel de
«aprovisionamiento».
Después de que el crecimiento económico se convirtiera en un objetivo
político declarado tras la Segunda Guerra Mundial, las medidas que
potencian ese crecimiento han pasado por dos fases distintas de formulación
teórica. En primer lugar, encontramos las teorías del «gran impulso» (Big
Push) de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, diseñadas para
transformar los países pobres en sociedades ricas a una gran velocidad. Se
basaban en el análisis estructuralista de la economía, que en sus orígenes se
deriva de las teorías de Friedrich List. El presunto fracaso de las políticas del
«gran impulso» condujo, durante los años setenta y ochenta, a un regreso a la
economía neoclásica, que se personificó en el denominado Consenso de
Washington.
Estructuralismo
Las teorías del desarrollo pueden considerarse estructurales porque toman
como unidad de análisis la estructura del sistema capitalista mundial. Estas
teorías no lo veían como un mercado integrado poblado por empresas que
compiten entre sí, sino como un sistema binario con un centro desarrollado y
una periferia rezagada. La estructura dual de la economía exigía un sistema
también dual de teoría y política económica; lo que fuera adecuado para los
países ricos no podía serlo para los pobres.
Como Adam Smith, los economistas del desarrollo consideraban la
acumulación de capital como un motor del crecimiento, pero, a diferencia de
Smith, no creían que ocurriera de manera natural. El motivo era que los
países pobres carecían de una clase empresarial. Por lo tanto, era el Estado
quien debía movilizar los ahorros (domésticos o exteriores) e invertirlos en
los sectores industriales, valiéndose del «suministro ilimitado de mano de
obra» de la agricultura. 10 La conjetura básica era que se produciría un
aumento de los beneficios a medida que crecieran las manufacturas. Cuanto
más grande fuera el sector manufacturero, más grande sería el mercado
doméstico, lo cual produciría un «círculo virtuoso» de crecimiento
autosostenible.
Los defensores de la teoría del «gran impulso» atacaron el libre comercio
por inmovilizar a ricos y pobres en sus posiciones preexistentes dentro de
esta estructura global. El economista argentino Raúl Prebisch (1901-1986)
planteó en 1959 que los beneficios del comercio perjudican por sistema a los
países pobres de la periferia. Esto se debe a que los precios de los productos
primarios, en los que se especializan los países pobres, se fijan en mercados
competitivos, mientras que los bienes manufacturados de los países
desarrollados se tasan en mercados monopolísticos. Los países pobres están
sujetos a unos términos comerciales deteriorados, equivalentes a las
transferencias de ingresos desde el mundo subdesarrollado al desarrollado.
Además, los sectores industriales tienen una ventaja permanente en los
costes, porque se benefician mucho más del progreso técnico que los
productores primarios. 11
Así, Prebisch y sus seguidores demandaban que el Estado implantara
políticas de sustitución de las importaciones para mejorar los términos
comerciales de los países en vías de desarrollo. Bajo la cobertura del
proteccionismo, el Estado trasladaría recursos desde la agricultura, sujeta a
unos beneficios cada vez más reducidos, y otros servicios de baja
productividad, donde el «desempleo encubierto» está descontrolado, hacia los
sectores manufactureros con una productividad más elevada, que podían
aprovecharse de las «economías de escala». Estas medidas permitirían a los
países en vías de desarrollo crear sus propios «sectores nacientes», que con el
tiempo se convertirían en gigantes de la exportación, y así «empatar» con los
países desarrollados. Tal como expresaba Harry Johnson (1923-1977): «El
concepto de que existen masas de personas “desempleadas de forma
encubierta” conduce fácilmente a la idea de que el “desarrollo” sólo consiste
en la movilización y la transferencia de estos recursos productivos
presumiblemente gratuitos a las actividades económicas». 12 En los años
cincuenta y sesenta del siglo pasado, la mayoría de los países
latinoamericanos, así como la India, aplicaron políticas basadas en esta clase
de análisis.
En los años setenta, cada vez había más dudas de que el impulso
proporcionado por el Estado estuviera funcionando. Los datos de los países
en vías de desarrollo mostraban un rápido crecimiento de la población, un
ascenso de la desigualdad en los ingresos y un pequeño aumento de los
trabajadores industriales. La sustitución de las importaciones también estaba
produciendo problemas con la inflación y la balanza de pagos. Pedir prestado
en el extranjero para los «sectores nacientes» conducía a la acumulación de
deuda, que llegó a niveles máximos con las crisis de los años setenta y
ochenta. También había pruebas evidentes de que las políticas de crecimiento
obligatorias estaban provocando efectos secundarios muy perjudiciales, desde
guerras civiles hasta la instauración de criminales regímenes autoritarios. Se
prestaba una creciente atención a la falta de «capacidad social». Además,
resultó que los gobernantes eran perfectamente capaces de enriquecerse a sí
mismos, y a sus familias, sin contribuir al desarrollo de las economías de sus
países. «Como en los mitos que demuestran los peligros de arrancar secretos
a los dioses, los políticos abusaron de unos conocimientos recién adquiridos y
aplicaron en exceso la fórmula mágica que había proporcionado aquellos
primeros dividendos.» 13
Hubo dos reacciones a este desencanto con las políticas del Big Push. La
primera fue la teoría de la dependencia, 14 la teoría marxista de la
explotación aplicada a la economía internacional. Los países con ingresos
bajos no sólo tienen que enfrentarse a unas condiciones desfavorables,
decían, sino que el juego en sí está amañado en su contra. El «intercambio
desigual» no es un resultado accidental que puede solucionarse con políticas
públicas dentro del sistema capitalista, sino que es una condición necesaria de
la propia rentabilidad capitalista. La prosperidad del núcleo depende de la
pobreza de la periferia, y para ello se exige que la periferia proporcione
materias primas baratas y mano de obra no cualificada para mantener los
beneficios del núcleo. Los villanos de la historia eran las corporaciones
multinacionales, cuyo control sobre el capital global les permitía extraer las
rentas de los países pobres. 15
Una de las ideas fundamentales que planteaban los teóricos de la
dependencia era que el capitalismo del centro se desarrollaba sobre la base
del mercado doméstico, mientras que el capitalismo de la periferia se imponía
desde el exterior. Así, las economías capitalistas de la periferia carecían de
cualquier dinámica interna propia. El capitalismo bajo estas condiciones
conduce a una economía «de enclave», que no sólo no tiene efectos
colaterales beneficiosos, sino que extermina lo que queda de la economía al
desviar los recursos a actividades de exportación «artificiales», reemplazar
las importaciones de lujo por productos elaborados en el país, reducir los
sectores terciarios de las economías tradicionales y potenciar técnicas de
producción moderna que son ineficientes.
La teoría de la dependencia nos devuelve a la imagen del economista
como escritor de tragedias. Como el desarrollo de la periferia dentro del
sistema capitalista queda aparcado, la revolución socialista es la única forma
de vencer a la pobreza. Lo que, a su vez, también destruirá al capitalismo del
centro, tras socavar la única fuente de beneficio que le queda.
El Consenso de Washington
El regreso a la economía neoclásica fue una reacción mucho más perdurable
al supuesto fracaso de las políticas de sustitución de las importaciones. Se
empezó a defender que no se necesitaban costosas plantas siderúrgicas y
fábricas automovilísticas que no podrían vender sus productos por dinero
contante y sonante, sino una producción capaz de explotar la mano de obra a
partir del aprovechamiento de la ventaja comparativa de los países pobres, y
que no era otra que una gran masa de trabajadores dóciles y baratos. Las
reservas de mano de obra rural podían transferirse a un sector manufacturero
de bajo coste dedicado a las exportaciones. El éxito espectacular de un
puñado de «tigres» asiáticos, como Japón, Taiwán y Corea del Sur, en el
momento de irrumpir en los mercados mundiales, proporcionaba un cierto
respaldo a la nueva estrategia con pruebas reales.
En los años ochenta, la crisis de la deuda en América Latina y los bajos
precios de las materias primas inclinaron el debate político hacia el «ajuste
estructural» necesario para asegurar el crecimiento basado en las
exportaciones. Esta transformación coincidió con un cambio ideológico
global hacia una mayor libertad de mercado, que se asocia a Reagan y
Thatcher. En los años noventa, la agenda del crecimiento fue sustituida por el
denominado Consenso de Washington. En un gesto muy significativo, las
economías en vías de desarrollo se convirtieron en «economías de mercados
emergentes».
Los economistas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial
impusieron a los países pobres, como condición para sus préstamos, la
«liberalización» de sus mercados financieros, la supresión de las barreras
comerciales, la privatización de empresas estatales y la reducción del gasto
público, además de permitir que las decisiones relativas a la producción
quedaran en manos de los mercados globales. En paralelo, también se dio por
sentado que la mayoría de los Gobiernos del Tercer Mundo eran demasiado
corruptos e incompetentes para asumir la responsabilidad de poner en
práctica planes de «empate» ambiciosos. 16 Al contrario, en línea con la
nueva economía institucional (véase el capítulo 8), se empezó a poner más
énfasis en crear unos derechos de propiedad exigibles por ley, con el objetivo
de igualar las tasas de beneficio sociales y privadas.
Explotar las ventajas comparativas se convirtió en la nueva rutina en el
Sureste Asiático y el Extremo Oriente. El nuevo motor del crecimiento era la
integración de los mercados. En vez de intentar acumular capital físico, los
países en vías de desarrollo debían concentrarse en exportar aquello por lo
que pudieran cobrar más e importar aquello por lo que pudieran pagar menos,
y usar los beneficios del comercio para desarrollar un «capital humano». El
crecimiento a través de la globalización es la postura aceptada en la
actualidad.
Así que tenemos tres historias de desarrollo. 17 La teoría del libre
comercio nos presenta unos coches diferentes que recorren la misma
carretera, algunos van delante y otros detrás, pero nos asegura que los
rezagados alcanzarán a los avanzados si siguen la receta del libre mercado.
La teoría estructuralista nos muestra que hay algunos coches atrapados en el
carril lento, pero defiende que podrían pasar a los carriles más rápidos si
siguen políticas estatales de sustitución de las importaciones. La teoría de la
explotación defiende que el capitalismo consigna a los países de la periferia
al carril lento de forma permanente, y que sólo pueden escapar con una
revolución contra sus explotadores.
Las teorías estructuralistas todavía tienen un tirón considerable en
América Latina. Lo que las convierte en una corriente teórica disidente dentro
de las ciencias económicas modernas es que, en contraposición con la teoría
ortodoxa o neoclásica, modelan la economía mundial como un sistema
binario, que parte del análisis marxista de las clases sociales y sustituye
empresario y trabajador por centro y periferia. Estos dos métodos opuestos
de modelar la vida económica reflejan visiones diferentes de la realidad.
Ambos merecen recibir críticas por ignorar aspectos importantes de la
realidad. Los estructuralistas eran conscientes de la distribución del poder en
la economía mundial, pero eran incapaces de reconocer la ausencia de un
Estado competente que pudiera ofrecer los resultados prometidos por sus
políticas del «gran impulso». Los globalistas pusieron su fe en la «mano
invisible» del mercado, pero prestaron muy poca atención a que cualquier
mercantilización que quiera tener éxito requiere la presencia de
emprendedores. Ambas estrategias, por lo tanto, descuidaban dos requisitos
institucionales imprescindibles para el crecimiento económico: un Estado
fuerte, relativamente libre de corrupción, y una clase media comercial. La
mayoría de los países de Extremo Oriente contaban con estos elementos, pero
la mayoría de los países africanos y latinoamericanos no; de ahí los distintos
resultados.
¿Quién tiene razón?
Para hacerse una idea de las diferencias entre las teorías del desarrollo de los
estructuralistas y los ortodoxos, este diálogo de 2002 entre el profesor Robert
Wade, de la London School of Economics, y Martin Wolf, el jefe de opinión
de la sección de economía del Financial Times, resulta muy ilustrativo. 18 La
conversación tuvo lugar durante el apogeo del Consenso de Washington,
antes de la crisis de 2008.
Todo empezó con una disputa sobre los hechos. Wade negó que la
globalización hubiera sacado a cientos de millones de personas de la pobreza
primaria. Las cifras del Banco Mundial revelaban que el número de personas
que vivían en la pobreza absoluta (con ingresos inferiores a un dólar al día)
había sido más o menos constante entre los años 1987 y 1998, alrededor de
los mil doscientos millones. Como la población había aumentado, el
porcentaje de la población mundial en la pobreza absoluta había caído
claramente del 28 por ciento al 24 por ciento, aunque las cifras pudieran
haber aumentado. La desigualdad se ha ampliado si se comparan los ingresos
medios de cada país y las cifras se convierten a una misma unidad (China =
Uganda), pero se ha reducido si los números de cada país se compensan con
su población. No obstante, este último fenómeno se debe en su totalidad al
rápido crecimiento de China y la India. Aunque carecemos de datos sobre la
distribución de los ingresos en los hogares del mundo entero, la reducción del
porcentaje relativo a los salarios sugería un aumento de la desigualdad. Así,
la globalización no sería nada parecido al motor reductor de la pobreza y la
desigualdad que la corriente ortodoxa suponía.
A esto, Wolf respondió que los datos del Banco Mundial mostraban un
descenso de doscientos millones de personas viviendo en la pobreza absoluta
desde 1980. Este dato convertía en un sinsentido la afirmación de que la
reducción de la pobreza se había visto perjudicada por la globalización.
Además, también se había producido una gran reducción de la desigualdad en
el mundo tras haber tocado techo en 1970. Así pues, las dos décadas
precedentes no sólo habían contemplado una reducción de la pobreza en los
hogares en todo el mundo, sino también de la desigualdad. Tras ambos
fenómenos se encontraba el rápido crecimiento de China y, en menor medida,
de la India.
El debate viró hacia las causas del crecimiento. Para Wade, el principal
motivo es la ampliación de la capacidad técnica; para Wolf tiene diversas
causas, con la globalización como uno de sus principales ingredientes. Señaló
que la experiencia de Corea del Sur y Taiwán en los años cincuenta demostró
que los países experimentan un crecimiento más acusado a medida que se
alejan de la autarquía y adoptan el comercio. Pero el éxito económico,
respondió, no prueba las ventajas de la globalización. China y la India habían
empezado a crecer antes de abrirse al comercio y al capital extranjero.
Wade rechazó la receta de que todos los países deben pasar por un proceso
de liberalización para llegar a ser ricos. La historia demuestra que los países
no se liberalizan para hacerse ricos, se liberalizan una vez se han hecho ricos.
Al imponer una liberalización prematura a los países pobres, el Consenso de
Washington estaba dificultando el crecimiento de su capacidad técnica. Las
normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) impedían que los
países pobres hicieran cosas que, décadas atrás, habían permitido a los países
ricos nutrir su aprendizaje tecnológico, como subsidiar los sectores que
hacían un uso intensivo de la mano de obra o poner límite a las inversiones
extranjeras.
Wolf respondió que la innovación tecnológica no puede separarse del
contexto en que se aplica. Entre otros prerrequisitos, el crecimiento
económico necesita un Estado estable, seguridad para los ciudadanos y sus
propiedades, una alfabetización generalizada, un servicio básico de salud,
unas infraestructuras adecuadas, capacidad de crear nuevas empresas sin
excesivas trabas burocráticas o asociadas a la corrupción, una amplia
aceptación de las fuerzas del mercado, macroestabilidad y un sistema
financiero para transferir el ahorro a un uso efectivo. En los países que tienen
éxito, todos estos elementos aparecen bajo distintas formas que se acaban
reforzando entre sí. En África se cumplen muy pocos de esos requisitos. La
liberalización de la producción y de los mercados de capitales no va a
solucionar ese problema, más bien son siervos del crecimiento.
Wolf reconoció que la promoción de los sectores menos maduros,
reforzada por las restricciones al comercio, puede acelerar «ocasionalmente»
el crecimiento económico. Pero que el historial de su aplicación en los países
pobres era «espantoso». Era incapaz de ver por qué las restricciones a la
acción política pueden ser buenas en los países ricos, pero malas para los
pobres. Los países pobres necesitan más protección —no menos— de los
malos gobiernos.
El último turno de palabra incidió en la fiabilidad de los datos del Banco
Central. Wolf escribió: «Todos los datos sobre los ingresos y la distribución
son cuestionables, muy en especial los generados en los países en vías de
desarrollo. Pero al contrario de lo que tú [Wade] dices, los investigadores del
Banco Mundial han calculado los números [...] a partir de un patrón
coherente». Wade insistió en que el Banco Mundial tenía «una posición
oficial sobre cómo llevar a cabo el desarrollo y está sujeto a la presión de sus
principales financiadores». La misma presión por la que había falseado su
base de datos sobre el PIB, en especial en el caso de China, cuyo crecimiento,
sospechaba, era bastante menos espectacular que el indicado por las cifras del
Banco Mundial.
Wolf tuvo una última palabra:
El crecimiento económico es, casi de manera inevitable, desigual. Algunos países, zonas y personas
lo hacen mejor que otras. El resultado es una creciente desigualdad. Lamentarse de eso es
lamentarse del crecimiento en sí. Es como defender, en realidad, que es mejor que todo el mundo
[...] siga siendo igual de pobre. [Esto] me parece [...] moralmente indefendible e insostenible en la
práctica.
Este debate ilustra muy bien por qué la economía no es una ciencia exacta.
Encontramos sobre el tapete la cuestión de la correlación y la causalidad (si
dos acontecimientos o más discurren en paralelo, ¿cuál de ellos, si se diera el
caso, sería la causa del otro?), la fiabilidad de los datos (¿hasta qué punto las
estadísticas oficiales se ajustan a la realidad?), la naturaleza ideológica de los
modelos económicos (¿se entiende mejor la economía mundial como un
sistema unitario o binario?), verdades universales o relativas (¿tienen las
diferentes estructuras económicas las mismas leyes de desarrollo?), el papel
del poder (¿las transacciones mercantiles son espontáneas o inducidas?), el
tipo de las recetas políticas (¿libre comercio o proteccionismo?) y, por
último, si Occidente, que ya es próspero, ofrece el modelo correcto de
desarrollo que deberían seguir los países pobres. Los dos capítulos siguientes
abordarán la cuestión primordial que cuestiona el carácter científico de la
economía. Las historias que hemos contado, ¿no son más que historias o
pueden someterse a un análisis científico concienzudo?
Capítulo 4
Equilibrio
Como en las ciencias físicas, el equilibrio es un concepto central en la
economía.
EDWARD LAZEAR, «Imperialismo económico»
Equilibrio
El equilibrio es el principio ordenador de las ciencias económicas. Que se
considere el resultado espontáneo de las transacciones mercantiles significa
que los sistemas alternativos a mantener el orden —los que se basan en el
poder— pueden reducirse al mínimo. Los mercados harán la mayor parte del
trabajo necesario para garantizar la cooperación social. El Estado puede
restringirse a unos pocos deberes políticos: «la ley y el orden». Así, el
equilibrio del mercado es la respuesta tradicional de las ciencias económicas
a la afirmación política de que las sociedades deben «mantenerse en orden»
mediante el ejercicio del poder.
En términos técnicos, el equilibrio es el concepto que describe un sistema
en reposo. Nadie tiene ningún incentivo para cambiar lo que hace. La
economía comparte el concepto de equilibrio con la física. La idea es que en
la naturaleza conviven fuerzas que automáticamente se equilibran entre sí.
Cualquier alteración del equilibrio desencadenará una fuerza opuesta para
reestablecerlo: si inclinas el péndulo hacia un lado, la gravedad lo devuelve a
su sitio.
Joseph Schumpeter (1883-1950) describió el equilibrio como la «carta
magna» de las ciencias económicas exactas. 1 Pero plantea un grave
problema. ¿Cómo reconcilian los economistas, aunque sólo sea desde un
punto de vista teórico, la idea de un estado en reposo con el indudable
dinamismo e inestabilidad de la vida económica? La respuesta reside en el
concepto de los shocks. En su estado habitual, la vida económica se compone
de una serie de actividades predecibles, basadas en expectativas estables.
Pero el carácter uniforme de la vida económica sufre la molestia constante de
esos shocks, que pueden ser naturales, tecnológicos o monetarios. En el
prólogo de Fausto, el drama poético dieciochesco de Goethe, Dios envía a la
humanidad al diablo (Mefistófeles) para despertarla de su somnolencia:
Harto fácilmente puede relajarse la actividad del hombre,
y éste no tarda en aficionarse al reposo absoluto.
Por esta razón le doy gustoso un compañero
que debiendo obrar como diablo, le incite y ejerza influencia sobre él. 2
En el desarrollo de la física, Galileo (1564-1642) vislumbró la acción del
equilibrio en la línea curva trazada por la Luna mientras circunnavegaba la
Tierra. Kepler (1571-1630) fue después capaz de describir con precisión el
recorrido que seguía, a partir del cual Newton (1643-1727) explicó la curva
por el concepto de gravedad: un campo de fuerza que atrae la materia. Nadie
ha visto nunca la gravedad: era una hipótesis para describir la observación de
Kepler y de muchos otros científicos desde entonces. Igual que en el pasado
se creía que los ángeles mantenían los planetas en su sitio, la gravedad es una
mejora científica de la hueste celestial. Y es también una hipótesis probada.
Con triviales excepciones, la gravedad se aplica a todos los cuerpos físicos.
Los economistas de la corriente predominante quieren que la economía se
parezca tanto a la física como sea posible. La mecánica es anterior a nuestra
disciplina, y los primeros economistas estaban maravillados ante la precisión
y la certeza de las leyes de la mecánica. Así, el mundo económico debe
presentarse de forma que exhiba algo parecido a las leyes de la física. El
equilibrio económico está garantizado por las fuerzas opuestas de la oferta y
la demanda. El diagrama básico de estas dos fuerzas muestra la cantidad de
un producto que se demanda y la que se ofrece a distintos precios. Si el
precio de una cosa sube, la cantidad vendida baja; si el precio baja, la
cantidad que se vende sube. Si una plaga afecta a la producción de tomates,
su precio subirá y los consumidores comprarán menos tomates. Si los
agricultores cultivan demasiado tomate, los precios caerán, lo que obligará a
algunos a dejar de producirlos, y a otros a plantar una cosecha diferente. De
cualquier modo, el mercado del tomate encuentra su nivel de equilibrio; un
punto en el que ningún productor dispuesto a aceptar el precio vigente se
quedará con parte de las existencias sin vender, y en el que ningún comprador
dispuesto a aceptar el precio vigente se encontrará con las estanterías vacías.
Paul Samuelson lo sintetiza así: «Tendría que haber un período inicial de
ensayo y error, de oscilación alrededor del nivel correcto, antes de que los
precios encuentren por fin el equilibrio». Así, los esquemas de la oferta y la
demanda competitiva representan la mejor respuesta que los compradores y
los vendedores pueden dar a cualquier perturbación del equilibrio
preexistente.
El economista francés Léon Walras (1834-1910) amplió la noción de
equilibrio en un mercado local a la idea de un equilibrio general (EG) en un
sistema de mercados. Según su razonamiento, el conjunto de la economía
consistía en unos mercados perfectamente competitivos, donde la oferta y la
demanda se equilibrarían de forma simultánea en todos ellos, un equilibrio
que puede expresarse en una serie de ecuaciones simultáneas.
Figura 2. Equilibrio
Nota: el primer diagrama que se encuentran los estudiantes de Economía: P = Precio, Q =
Cantidad, S = Curva de la oferta, D = Curva de la demanda, PQ: precio de equilibrio. A: una
demanda excesiva obliga a P a subir al nivel de equilibrio; B: una oferta excesiva obliga a P a
bajar al nivel de equilibrio.
En el EG walrasiano, cada mercado establece su equilibrio o precio de
venta de mercado a través de un proceso que él denominó tatonnement o
«tanteo». En el momento de realizar la transacción, todos los precios de la
economía se han ajustado perfectamente a la situación de la oferta y la
demanda en cada mercado. Es importante señalar que todos los mercados del
sistema walrasiano son mercados de subasta, en los que los contratos de
compra y venta se cierran de forma simultánea; o sea, tanto los compradores
como los vendedores conocen el precio. Si el precio es incierto, no puede
demostrarse la existencia de un equilibrio, ni en un único mercado ni en la
economía en su conjunto. 3
Una paradoja muy poco comentada del EG walrasiano es que ¡acaba con
la necesidad de que haya mercados! Un planificador central, con un amplio
conjunto de datos informatizados sobre las preferencias de los consumidores
y los costes de producción, podría encontrar y poner en práctica la solución
del equilibrio. Esta consecuencia desafortunada del EG ya fue señalada por el
economista austríaco Friedrich Hayek (1899-1992), que se protegió frente a
esta posibilidad con el célebre argumento —durante el denominado «debate
del cálculo socialista» de los años treinta— de que la información se difundía
a través de un sistema de mercados descentralizados; era imposible, incluso
para un planificador con infinidad de recursos, concentrar toda la información
que generan los procesos de los mercados en las teclas de su ordenador. Las
transacciones mercantiles eran las que «descubrían» esa misma información
que, según la conjetura de Walras, poseían todos los agentes para poder
resolver su sistema de ecuaciones. 4 El argumento de Hayek parece menos
convincente en la era del big data y los cálculos a tiempo real.
Aunque pueda parecer que demostrar la plausibilidad de un equilibrio
general no es nada más que un ejercicio matemático entretenido, a la hora de
la verdad resulta bastante probable que la mayoría de los economistas crean
que en la vida real sí existe algo parecido al EG. Lo que Backhouse denomina
«formalismo walrasiano» son los cimientos de la ortodoxia metodológica. 5
El interés propio como equivalente de la gravedad
¿Y cuál se supone que es el equivalente, en la vida económica, de la fuerza de
la gravedad, que mantiene en equilibrio el mundo natural? ¿Cuál es la energía
que «empuja a la baja» el precio de un producto con exceso de oferta o
«empuja al alza» el precio de un producto con exceso de demanda? Los
economistas encontraron la respuesta en el interés propio, en el egoísmo. El
equilibrio es el resultado de todo lo que obtienen unos individuos egoístas
mientras interactúan intencionadamente en el mercado mediante un proceso
de «regatear y trapichear».
Puedes encontrar el germen de esta historia en Adam Smith. Se ha
perfeccionado, por supuesto, al volver a contarla. El interés propio permanece
en el centro. Pero hoy en día el interés propio se equipara con comportarse de
una forma que «maximice la utilidad prevista». (Unos cuantos cálculos
sofisticados demostrarán que los requisitos del pensamiento racional son
idénticos a las condiciones del equilibrio general walrasiano.)
La maximización (obtener el máximo a cambio de lo mínimo) como
principio de actuación nos parece tan evidente a día de hoy que nos resulta
difícil concebir un mercado donde los compradores no intenten comprar al
precio más bajo y los vendedores no traten de vender al precio más alto. Sin
embargo, parece que ésta era la realidad en muchos mercados premodernos,
donde los precios de los productos y servicios no sólo se fijaban con la
expectativa de «ganar con el cambio», sino también en función de las
tradiciones y costumbres; los mercados eran unos lugares donde las personas
intercambiaban productos que consideraban de un valor equivalente, porque
la gente no podía fabricar todo lo que necesitaba. Los individuos que
poblaban aquellos mercados reconocían instintivamente que eran
consumidores y productores al mismo tiempo, compradores y vendedores, por
lo que si gastaban menos, los demás también tendrían menos con lo que
comprar lo que ellos producían. De este modo, la idea de unas curvas de la
oferta y la demanda que se cruzan era ajena a la mentalidad precapitalista.
Aquella mentalidad sólo concebía una curva, que representaba el precio
«justo», y cualquier desviación de la misma era una señal de perturbación
moral. Aquello también era un principio de equilibrio, o de orden, con unos
«precios naturales» que desempeñaban el mismo papel que más adelante se
asignaría a los precios que determina el mercado. Pero aquellos precios eran
completamente estáticos.
Hoy en día, el equilibrio que surge del «regateo y el trapicheo» es una
aproximación a lo que ocurre en los mercados de subastas, productos frescos
y zocos árabes. Sin embargo, como principio general de fijación de precios, y
en concreto en los mercados que son más importantes para el funcionamiento
y la estabilidad de la economía moderna —mercados de trabajo, materias
primas y financieros, y mercados para la información y la innovación—, es
falso, porque las condiciones estáticas necesarias para el equilibrio no están
presentes. Estos mercados demuestran un comportamiento gregario e
impulsivo que, conjuntamente, empujan los precios al alza o a la baja. Por
esta razón tenemos burbujas y crisis tan prolongadas. La manzana humana
puede que tenga la tendencia de caer al suelo, pero esta tendencia es
demasiado débil para poder considerarse una ley.
Fricciones
Para explicar las perezosas operaciones del balancín, los economistas han
aprovechado la idea de fricciones, otro término sacado de la mecánica, que
describe la resistencia a un «deslizamiento simultáneo y eficiente» de las
piezas que componen un sistema de mercado. El concepto de fricciones
desempeña un trabajo admirable porque, al permitir la existencia de
desviaciones, protege la teoría central del equilibrio de cualquier ataque.
Cuando los estudiantes de física empiezan a calcular los efectos de la
gravedad, asumen que los objetos caen en el vacío. Pero las fricciones, como
la resistencia del aire, también pueden añadirse a la ecuación. Mientras los
objetos tengan formas simples, las fricciones también lo serán, por lo que, de
este modo, la ley de la gravedad puede exhibir una predictibilidad elevada.
Pero en la vida económica no hay nada parecido a estas condiciones.
Idealmente, el equilibrio walrasiano aparece en un mundo sin tiempo: no hay
ninguna diferencia si decides que, en tus cálculos, el mediodía o la
medianoche van a representar el cero en el tiempo. En cuanto se introduce la
variable del tiempo, lo que permite que los procesos se lleven a cabo a
distintas velocidades, el economista está obligado a abandonar el EG
walrasiano puro y recurrir a explicaciones ad hoc para justificar la
incapacidad del mercado para alcanzar dicho estado (analizaremos otros
mecanismos de protección en el capítulo 10).
El principal impedimento para que los mercados funcionen como si fueran
una subasta o una lonja de productos frescos es la incertidumbre sobre el
futuro. Los precios de los productos en una casa de subastas o en una tienda
de alimentación son precios «al acto»: precios de productos comprados «en el
acto» para su entrega inmediata. Pero el equilibrio walrasiano requiere que
los contratos de entrega de bienes y servicios en el futuro tengan unos precios
que sólo se pueden suponer. Por lo tanto, una gran parte de la negociación en
los mercados actuales se lleva a cabo a unos precios «erróneos» o
desequilibrados. Esta desviación implica que no puede demostrarse que el
equilibrio sea el resultado de una miríada de transacciones voluntarias en los
mercados. Las fricciones en el mundo social son mucho más acusadas que las
que se producen en la física, porque están causadas por unos seres humanos
cuyo comportamiento intentamos explicar.
Así, la existencia de fricciones, como por ejemplo unos «sueldos
inflexibles», podrían explicar el desempleo persistente. Para el ferviente
globalista, las naciones son también una fricción a la perfecta integración de
los mercados. Cuando los humanos demuestran que carecen de las cualidades
necesarias para la perfecta eficiencia, muchas veces también se los considera
como «fricciones». Para los economistas, los humanos son una decepción
interminable. Siempre estropean sus ecuaciones.
Las leyes de la economía, como hemos visto, vienen con una advertencia
de las autoridades sanitarias conocida como ceteris paribus: la ley sigue
vigente si el resto de las cosas no cambia. En las ciencias naturales, la
limitación ceteris paribus no representa una carga: es la razonable suposición
de que otras cosas no cambian. Pero en la economía esto no es cierto.
Mientras sólo se producen «pequeñas decisiones recurrentes», los
economistas pueden calcular las funciones de la oferta y la demanda con una
razonable precisión. 6 Pero cuando las decisiones son únicas y no
recurrentes, los modelos estándar de elección racional, equilibrio y demás
dejan de funcionar. Por lo tanto, el ámbito de actuación de cualquier ley
económica es más reducido que el de cualquier ley de las ciencias naturales.
El principal objetivo de este libro es enseñar hasta qué punto es más
reducido.
Preguntas sobre el equilibrio
En este punto de la conversación, el estudiante debería plantearse unas
cuantas preguntas destinadas al economista (o al profesor de Economía).
Primero, ¿consideran los economistas el equilibro como una cualidad
necesaria de un sistema de mercado, como un punto de referencia, como un
requisito lógico para la predicción cuantitativa, o bien como una idea
matemática, que es bonito tener, pero de poca relevancia práctica?
La mayoría de los economistas de la corriente predominante lo verían
como una mezcla entre lo normativo y lo positivo. Creen en la tendencia
espontánea de los mercados al equilibrio. Pero también creen que existen
unos impedimentos «artificiales» a este mecanismo autorregulado —como
los salarios controlados por los convenios colectivos, prestaciones sociales
demasiado generosas y políticas públicas erráticas—, que deberían reducirse
al mínimo. No obstante, también parece claro que algunos economistas se
han rendido a la belleza lógica y estética del concepto de equilibrio. Lo
admiran por su propia naturaleza.
Aquí tenemos una segunda pregunta. Si un impulso —un shock— pone en
movimiento el péndulo, ¿durante cuánto tiempo se balancea hasta detenerse?
En otras palabras, ¿cuánto se supone que deben durar los períodos de
desequilibrio? El equilibrio se reestablece «a largo plazo». ¿Y cuánto tiempo
es a largo plazo? ¡Sólo el tiempo necesario para que se reestablezca el
equilibrio! En los mercados financieros, se supone que es casi instantáneo.
Como diría un trader, «el largo plazo es lo que vamos a pedir para comer».
Comparemos esta frase con el recordatorio de Keynes: «A largo plazo,
estamos todos muertos».
En tercer lugar, el concepto de «movimientos del péndulo» ¿tiene algún
poder para explicar el movimiento real de los precios y su resultado a medida
que va pasando el tiempo? En otras palabras, ¿es la condición «normal» de la
economía el equilibrio o el desequilibrio? Joan Robinson (1903-1983) resaltó
la contradicción entre el equilibrio y la historia: entre los vaivenes de una
economía alrededor de los puntos de equilibrio y el movimiento hacia delante
que impone el paso del tiempo. El tiempo, planteaba Robinson, es
irreversible: la innovación se construye sobre otras innovaciones. Sin lugar a
dudas, parece difícil reconciliar el modelo de equilibrio neoclásico, que
asume que los beneficios «normales» aumentarán —y del que las economías
sólo se desvían ocasionalmente—, con la perspectiva clásica sobre el
crecimiento, por la cual la economía acumula capital y tecnología de manera
continuada.
Entonces, a día de hoy, ¿en qué estado se encuentra la teoría del equilibrio?
Duncan Foley cree en el «inmenso valor científico» de los conceptos de
equilibrio. 7 Yo diría más bien que ejerce una influencia siniestra sobre los
economistas, puesto que los ha convencido de que el sistema de mercado se
corrige de forma automática y que, por lo tanto, no necesita de la
intervención de la política.
Formalmente, el equilibrio representa una situación donde los recursos se
encuentran tan bien distribuidos que los precios de venta en el mercado
prevalecen en todas partes, y nadie tiene ningún incentivo para cambiar su
posición. Eso sería un equilibrio «óptimo», en el sentido de que la economía
está en su frontera de posibilidades productivas (FPP) y todos se sienten
satisfechos «con lo que reciben». Sin embargo, dentro de este sistema, los
economistas juegan con varios conceptos diferentes de equilibrio, en función
de lo que quieran explicar. El equilibrio estático es de tipo walrasiano y
relaciona la oferta, la demanda y el precio en un momento temporal preciso.
El equilibrio dinámico considera los valores pasados y las previsiones futuras
de las distintas variables para explicar el proceso de ajuste. El estado estático
es una especie de equilibrio en el que la economía se limita a reproducirse a
sí misma. Esta situación se traduce en la idea del «crecimiento equilibrado»,
cuando la población y el capital aumentan prácticamente al mismo ritmo y las
prioridades no cambian. 8 El «equilibrio parcial» sigue el ajuste de la oferta a
la demanda en un mercado concreto, aislado del resto de la economía.
Joseph Schumpeter explicaba las diferencias entre el modelo estático y el
dinámico. El estático hace referencia a una economía con unas condiciones
externas predeterminadas, conocidas, como los gustos y la tecnología. Una
situación que no se asemeja en absoluto a las economías de mercado
modernas. En el análisis dinámico, no sólo cambian las condiciones externas,
es que además ese cambio resulta fundamental para la economía capitalista.
Los emprendedores ponen a prueba unas innovaciones que, a través de un
proceso de destrucción creativa, sustituyen a los métodos ya probados:
«incrementar la destrucción de relaciones inmemoriales en aras del
beneficio». 9 Schumpeter, como Marx, comprendió que el progreso
tecnológico es endógeno: está impulsado por la lógica del capitalismo
competitivo, que busca el máximo beneficio.
Las teorías cíclicas son una versión a largo plazo de la teoría del
equilibrio. La economía capitalista experimenta oleadas de innovación, y
cada una de ellas se acaba extinguiendo como la marea que se bate en
retirada. En este sentido, Karl Marx era un teórico del equilibrio, al hablar de
un porcentaje de beneficios que fluctúa con el tamaño del «ejército de
desempleados en la reserva». 10
Keynes cuestionó la idea de que una economía siempre se encuentra en un
equilibrio óptimo de tipo walrasiano, o incluso de que tiende hacia el mismo.
Su equilibrio no tenía que ser perfecto, pero al fin y al cabo no dejaba de ser
un equilibrio. Keynes señaló que la economía no se corrige a sí misma
mediante ajustes de precio relativos, como defiende la teoría del equilibrio
predominante. Más bien hay movimientos unidireccionales en la producción
y la ocupación que abarcan toda la economía, por lo que son «las cantidades,
y no los precios» las que se ajustan. Esto lleva a las economías a unos
equilibrios inferiores, donde se gastan todos los ingresos obtenidos, aunque
algunos factores productivos se quedan sin ningún ingreso en absoluto. La
incertidumbre es fundamental para generar estos equilibrios, ya que la caída
de las perspectivas de inversión produce una fuga hacia la liquidez y no tanto
un descenso de los tipos de interés. El debate sobre si el equilibrio
keynesiano no es nada más que un fenómeno a corto plazo sigue vigente.
Los economistas de tradición keynesiana, como Nicholas Kaldor (19081986), Gunnar Myrdal (1899-1987), George Shackle (1903-1992), Giovanni
Dosi (1953), así como muchos de la Escuela austríaca, como Ludwig
Lachmann (1906-1990), han intentado romper la camisa de fuerza del
equilibrio. La innovación es un campo fértil para el análisis dinámico. Nadie
puede saber con antelación cuáles serán los efectos de la innovación porque
ésta aún no se ha producido. Los nuevos conocimientos se construyen sobre
los antiguos, por lo que se produce una acumulación de feedbacks positivos
que alejan aún más a la economía del equilibrio. La innovación incorpora el
análisis de la «ventaja del pionero» a las explicaciones del crecimiento
económico.
Para resumir: sin hacer conjeturas poco realistas sobre el comportamiento
humano, y sin asumir la presencia de unas condiciones estáticas, la existencia
de un equilibrio entre la oferta y la demanda, ya sea en un solo mercado o en
el sistema en su conjunto, no puede demostrarse. No hay nada en el
«mercado» que se parezca a la ley de la gravedad. No hay fuerza coercitiva
tras la autoridad del policía. En un famoso ejercicio, los premios Nobel
Kenneth Arrow (1921-2017) y Gerard Debreu (1921-2004) especificaron con
un gran rigor matemático las condiciones en las que una economía de
mercado podría lograr una perfecta asignación de recursos. Estas condiciones
incluían una información perfecta, la ausencia de fricciones, la inexistencia
de bienes públicos, preferencias constantes, así como unos mercados
completamente competitivos que incluyen todos los contratos preliminares y
futuros. 11
Su trabajo fue una formidable hazaña intelectual. Hay algunas
circunstancias en las que el EG es auténtico. Pero esas circunstancias son
demasiado estrictas y concretas como para que sean de aplicación general.
Las advertencias sanitarias de ambos economistas frente a la utilidad práctica
del EG han sido tan silenciadas que hubiera sido mejor decir directamente
que el EG es una fantasía mental, a pesar del gran placer derivado del desafío
que representaba para sus competencias lógicas y matemáticas.
¿Cómo explicar entonces la permanente supervivencia de los modelos
basados en el equilibrio? La razón más importante, como ya hemos
insinuado, es la envidia de la física. Pero sólo se puede alcanzar la certeza
propia de la física si asumimos unas conjeturas muy aventuradas sobre el
comportamiento humano.
También hay un fuerte motivo ideológico. Si los mercados se equilibran
solos, de manera natural, no necesitan que ningún gobierno los ponga en su
sitio. Los gobiernos, en cambio, aparecen en este relato como una fricción
más que impide el óptimo funcionamiento de los mercados. (A no ser que
asumamos la existencia de un gobierno omnisciente, una posibilidad a la que
la mayoría de los economistas se han resistido por motivos comprensibles.)
Así, el concepto de equilibrio refuerza el impulso antiestatal de las ciencias
económicas.
Pero hay algo más profundo, y que no es exclusivo de los economistas. Es
la convicción de que, bajo el desorden de las apariencias, existe un orden
subyacente que la lógica y las matemáticas pueden descifrar: una convicción
que se remonta a los tiempos de Platón (ca. 428-348 a. C.) y, en la filosofía
moderna, a René Descartes (1596-1650). El equilibrio es, por lo tanto, una
creación mental para expresar una característica de la vida social cuya
explicación no resulta evidente a primera vista, a saber, su aparente orden
espontáneo.
Es cierto que los mercados no exhiben un desorden violento. Incluso sus
oscilaciones revelan ciertos patrones y regularidades. ¿De dónde provienen
esos (débiles) principios de orden? Para Adam Smith, el mundo era un
cosmos ordenado por la Providencia divina. Ya no creemos que el orden
venga de Dios, así que invocamos a la razón. Entonces descubrimos que con
la racionalidad individual no tenemos suficiente para garantizar el equilibrio
ante la incertidumbre. Sin embargo, debe existir una explicación alternativa al
orden de los mercados, que no debe encontrarse en el comportamiento
racional de unos agentes «que buscan obtener el máximo beneficio», sino en
unas convenciones sociales que se retroalimentan o en una acción política
coordinada. Las fuerzas gravitacionales, por decirlo de algún modo, son
externas, y no internas, al mercado.
Al reflexionar sobre los equilibrios y los desequilibrios, cualquiera podría
acabar pensando que si existe un equilibrio en la vida económica, éste debe
formar parte de otro mucho más genérico en la vida social, que ha
evolucionado para evitar que la propia sociedad explote. Se expresa en esa
tendencia a que un exceso en una dirección produzca una reacción en la
opuesta. Es, en este sentido, pero sólo en éste, en el que la tendencia al
equilibrio podría considerarse como algo natural. Pero esta tendencia es
demasiado compleja como para mostrar la precisión requerida para predecir
sucesos concretos.
Capítulo 5
Modelos y leyes
Cuando se enfrenta a fenómenos incomprensibles, la mente humana
genera hipótesis, las más plausibles, convenientes o apropiadas, con las
cuales se compone una teoría, tras la cual puede restablecerse la calma
[...] ese caos de apariencias discordantes y disonantes se pone en orden,
este tumulto de la imaginación se apacigua.
ADAM SMITH, Ensayo sobre Astronomía 1
Según Paul Samuelson, las económicas son «la reina de las ciencias sociales»
gracias a su capacidad para efectuar predicciones cuantitativas: 2 sus teorías
son mecanismos para generar predicciones, por lo que pueden convertirse en
la base de unas políticas de éxito. Para las ciencias económicas, el gran reto
siempre ha sido «modelar» la vida económica de modo que pueda generar
predicciones fiables. La técnica estándar consiste en aislar un único motivo
para la acción y deducir sus consecuencias, mientras se excluye la influencia
de otras posibles causas. No difiere en nada de las técnicas de otras ciencias
sociales: por ejemplo, las ciencias políticas consideran que el amor por el
poder es primordial. Lo que convierte a la economía en «la reina» es que su
materia de estudio son los «motivos mensurables», en palabras de Marshall,
es decir, unos motivos que pueden valorarse y organizarse a partir de una
misma escala dineraria. Ninguna otra ciencia social ha conseguido que unas
cantidades de cosas tan dispares establezcan unas relaciones tan exactas entre
ellas. En palabras de Lionel Robbins: «Las generalizaciones científicas, si
pretenden alcanzar el estatus de las leyes, deben ser capaces de manifestarse
con exactitud». 3 Además, las predicciones expresadas en términos de
cantidades de dinero pueden ponerse a prueba de la forma adecuada. En
consecuencia, son muchos los que dicen que las generalizaciones económicas
son susceptibles de mejora aplicando un método que el resto de las ciencias
sociales no pueden igualar. Es posible demostrar las falsedades en las
generalizaciones económicas; mientras que las generalizaciones que hacen
otras ciencias sociales no dejan de ser cuestiones de criterio y opinión.
¿Cómo tratan de establecer los economistas sus presuntas leyes? En las
ciencias económicas hay dos grandes teorías del conocimiento (como en
todas las ciencias, naturales y sociales): la inductiva y la deductiva. La teoría
empírica considera que la economía depende de la inducción, los ensayos y la
refutación. La teoría lógica concibe la economía como un sistema de
deducciones a partir de axiomas, premisas que «se sabe que son ciertas». Si
partimos de la base de que los axiomas son correctos, los resultados también
lo serán. La práctica habitual en las ciencias económicas actuales es un
consenso entre estas dos visiones. El razonamiento lógico forma parte de su
verdadera esencia. Pero sus premisas tampoco caen del cielo, y por eso trata
de examinar la validez de sus conclusiones en comparación con los resultados
del mundo real. Hay una tercera interpretación, a la que se adhieren pocos
economistas, que trata la disciplina como una rama de la retórica, y que no
está dedicada a descubrir la verdad, sino al arte de convencer a la gente de la
veracidad de sus afirmaciones y, a través de la persuasión, lograr que se
comporte de la manera deseada.
Modelado
La respuesta a la pregunta acerca del método que utilizan los economistas
para establecer sus leyes es el «modelado». Modelar es el acto de crear una
estructura teórica simplificada para representar los acontecimientos del
mundo real. En las ciencias económicas, esta estructura es abrumadoramente
matemática, con tres partes: variables de entrada, un proceso lógico que las
relaciona y una variable de salida.
Los economistas defienden que diseñar un modelo es como trazar un
mapa: el objetivo consiste en excluir los materiales redundantes, mientras
dejas en su sitio la información crucial. Un modelo que sea tan complicado
como el mundo real no tiene ninguna utilidad, como un mapa a escala 1:1. La
realidad económica —sea la que sea— es demasiado complicada para hacerle
preguntas, así que debe ser simplificada hasta el punto de la caricatura. Los
críticos argumentan que no es más que un ardid retórico. El mundo abierto se
«modela» como si estuviera cerrado no para simplificar la realidad, sino por
conveniencia matemática.
El problema reside en qué incluir en el mapa y qué dejar fuera. Lo que
cada uno incluye en el mapa depende de lo que quiere hacer. Si es llegar de
un punto a otro lo más rápido posible, el mapa destacará la línea costera, las
carreteras, las conexiones ferroviarias y los aeropuertos. Un itinerario más
lúdico requerirá un mapa con rutas panorámicas. Si el modelador quiere
cartografiar un terreno social, quizá llene el mapa de individuos, y deje fuera
a las empresas y las clases, o quizá también las incluya. Todo esto, por
supuesto, deja un margen considerable al modelador, como a cualquier otro
dibujante de mapas, para decidir qué características de la «realidad» quiere
destacar. Y también hay mucho margen para la ideología. La economía
neoclásica aseguraba que había descubierto al individuo sepultado bajo el
envoltorio institucional de la teorización marxista.
Los modelos empiezan con unas hipótesis que después hay que poner a
prueba con experimentos, o con otros medios si la verificación empírica
resulta imposible. Esta premisa es válida tanto para las ciencias naturales
como para las sociales. La física tiene su propio laboratorio en la naturaleza,
siempre lista y preparada para repetir todos los acontecimientos con cierta
regularidad. El mundo social carece de este tipo de rasgos estáticos. El
modelo económico estandarizado es, por regla general, una representación
teórica de un sistema cerrado. Pero modelar un sistema abierto como si fuera
cerrado «introduce una grieta dañina entre la ontología y la epistemología —
o sea, entre el aspecto real del mundo y la forma en que se representa en los
modelos económicos—. Cuando se abre, esa grieta ya no puede repararse». 4
Los economistas usan muchas técnicas para «cerrar» los sistemas abiertos;
las más importantes se describen a continuación. La primera es recurrir al
ceteris paribus: resolver las consecuencias de un cambio concreto
«congelando» el resto de las variables incluidas en el modelo. El Ensayo
sobre los beneficios (1815), de David Ricardo, es uno de los primeros
ejemplos de su utilización: «Supondremos que no se producen mejoras en la
agricultura, y que el capital y la población aumentan en la proporción
adecuada [...] para que podamos saber qué efectos particulares deben
atribuirse [...] a la extensión de la agricultura a tierras más remotas y menos
fértiles». Esta técnica te ofrece un único punto de origen que conduce a un
único destino. Una segunda estratagema sería eliminar por completo
cualquier posible perturbación del modelo y atribuirle la categoría de shocks:
sucesos aleatorios «exógenos» al modelo. Uno de los favoritos es el shock
tecnológico. Su presencia conserva el poder predictivo del modelo, mientras
permite que un cambio en la variable de entrada no produzca la consecuencia
anticipada en la salida: en lenguaje matemático, «no linealidad». Una tercera
estratagema, de la que ya hemos hablado, sería el concepto de «fricciones».
Permite cualquier demora en el ajuste de las distintas partes del modelo ante
un cambio en la variable de entrada. Está estrechamente relacionada con la
idea de «transiciones» y la distinción entre corto y largo plazo.
Así, es posible que la aparición de nueva maquinaria convierta a los
trabajadores en innecesarios a corto plazo. Pero, en cambio, también pone en
marcha unas fuerzas que conservarán los empleos a largo plazo. Si tenemos
en cuenta que los economistas quieren obtener un alto nivel de predictibilidad
en sus modelos, se trataría de estratagemas perfectamente legítimas. Pero, en
muchos casos, la predictibilidad se consigue a costa del realismo: los
modelos se vuelven, en realidad, inmunes a las críticas. Con el creciente uso
del modelado matemático formal, las zonas de exclusión son aún más
grandes. El tema a debate en la investigación viene definido por los requisitos
para controlar el modelo.
Existen tres grandes opiniones sobre la forma de construir los modelos
económicos. La primera dice que debes empezar con unas conjeturas
«realistas» o tus modelos serán pura fantasía. La segunda es consecuencia de
la defensa que hace Milton Friedman (1912-2006) en su influyente artículo
La metodología de la economía positiva de que lo importante no es si las
conjeturas previas de un modelo son realistas, sino si ofrece buenas
predicciones. Cualquier premisa es válida. Si al final acaba dando en el clavo,
entonces siempre es posible ponerla a prueba para averiguar si ha sido una
coincidencia o una ley causal. La tercera destaca la deducción de
conclusiones a partir de axiomas evidentes (la teoría de la población de
Malthus, descrita en el capítulo 3, es un ejemplo).
Surgen las siguientes cuestiones. ¿Hay que pensar en los modelos como
descriptivos o como prescriptivos? ¿Los modelos quieren reflejar el
comportamiento de la gente o hacer que se comporte como el modelador cree
que debería hacerlo? La finalidad normativa o prescriptiva del modelo casi
nunca se admite, porque se supone que las ciencias económicas deben ser
«científicas» y «libres de juicios de valor».
El economista Jevons expresó con suma sencillez su visión personal sobre
la labor de las ciencias económicas: «El investigador empieza con los hechos
y termina con ellos». Según esta concepción, la construcción del modelo pasa
por tres etapas: la hipótesis inductiva, la deducción de una conclusión y la
puesta a prueba de la conclusión ante la realidad. 5
El proceso puede ilustrarse de la siguiente forma. Una primera
observación sugiere una «conjetura» o «hipótesis» sobre el porqué de las
cosas. Entonces, desarrollas una teoría que obliga a establecer una relación
causal entre tu conjetura y otros factores llamados «variables». La etapa
deductiva comporta el cálculo de las consecuencias lógicas de tu hipótesis. Y
entonces pones a prueba la conclusión ante la realidad. Jevons se dio cuenta
de que un argumento deductivo no hace nada más que vincular un conjunto
de premisas con una serie de conclusiones. Si las hipótesis son poco realistas,
las conclusiones (las predicciones del modelo) no aguantarán en el mundo
real. Así, en su opinión, las conjeturas deben ser realistas.
Figura 3. El método del modelado
En la macroeconomía moderna, la curva de Phillips es uno de los modelos
estandarizados. El estadístico A. W. Phillips (1914-1975) detectó en 1958
una relación empírica («correlación»), que abarcaba de 1861 a 1957, entre la
inflación y el desempleo. 6 Aquella relación sugería que los gobiernos podían
«compensar» un poco más de inflación con un poco menos de desempleo, y
viceversa.
El problema de la primera curva de Phillips fue que, a finales de los años
sesenta, la supuesta compensación entre inflación y desempleo desapareció.
Para explicar este «cambio en los hechos» se propuso una hipótesis: los
agentes racionales «aprendían de la experiencia». Es decir, se dan cuenta de
que la tasa de inflación actual es la tasa que cabría esperar, y ajustan sus
negociaciones salariales de manera acorde. Este cambio dio como resultado
una curva de Phillips de «expectativas aumentadas», que predice que, con el
paso tiempo, los esfuerzos de los gobiernos por reducir el desempleo
permitiendo un ligero aumento de la inflación sólo conducen a acelerar su
crecimiento. Nótese que, en este modelo, no se investigan los cambios en los
hechos institucionales (entre otros, la organización de los sindicatos o los
niveles históricos de desempleo) que podrían explicar la descomposición de
la primera curva de Phillips: el postulado único de un «comportamiento que
maximiza la utilidad» hace todo el trabajo necesario.
Un análisis exhaustivo de esta forma de proceder señala algunas de las
dificultades inherentes a la construcción de modelos:
1. ¿Cuál es la situación de los «hechos a partir de la experiencia»? ¿Se
basan en una observación casual, en las regularidades analizadas,
interpretaciones de hechos o en datos conocidos a priori? En otras
palabras, ¿ya están «contaminados» por conceptualizaciones previas,
como, por ejemplo, que el comportamiento humano es un cálculo
racional?
2. ¿Qué se esconde detrás de la inclusión de algunas variables causales y
de la exclusión de otras? En otras palabras, ¿qué guía las opiniones
relevantes del modelador?
3. ¿En qué consiste la verificación? Raras veces los resultados son blanco y
negro, así que ¿qué cantidad de gris estamos dispuestos a aceptar?
¿Hasta qué punto podemos seguir acumulando «influencias
perturbadoras» antes de que la teoría sea más la excepción que la norma
y deba abandonarse? ¿Qué pasa si los resultados y los hechos parecen
coincidir, pero sólo lo hacen por casualidad?
La realidad del asunto
En la práctica, los economistas casi nunca empiezan con los hechos reales;
hay demasiados. Ni tampoco suelen comenzar con una «observación
vigilante»: unas cifras organizadas como series estadísticas, a partir de las
cuales intentan descifrar patrones y anomalías interesantes. Empiezan con
una hipótesis y después tratan de demostrarla. La hipótesis no «cae del
cielo». Ni tampoco se basa en una observación sistemática, aunque los
economistas suelen apelar a los «incuestionables hechos de la experiencia».
Más bien se basa en una apelación al «conocimiento directo» o
«conocimiento intuitivo» de la forma de pensar de los seres humanos. Ronald
Coase (1910-2013) recuerda que el economista inglés Ely Devons (19131967) le decía: «Si los economistas quisieran estudiar los caballos, no irían al
campo a observar a los caballos. Se sentarían en sus despachos y se dirían a sí
mismos: “¿Qué haría yo si fuera un caballo?”, y enseguida descubrirían que
estarían maximizando su utilidad». 7 Este chiste ofrece una profunda
reflexión sobre el método económico. Los economistas se ven a sí mismos
como unas personas que elaboran sus teorías observando el interior de las
mentes de sus sujetos para descubrir cómo piensan. «La resolución indirecta
de problemas —escribe el premio Nobel Thomas Schelling (1921-2016)—
subyace en la mayor parte de la teoría microeconómica.» 8
Así, podría decirse que los modelos de los economistas empiezan con una
intuición sobre lo que el caballo tiene en la cabeza. 9 Alegan que,
simplemente, se trata de unos «modelos» formalizadores que ya están
«presentes». Pero este sistema quizá no sea la mejor manera de entender el
comportamiento. Lo más probable es que los economistas pongan en la
mente del caballo lo que quieren encontrar. Por lo tanto, la relación entre las
hipótesis sobre el comportamiento humano que lanzan los economistas y la
verdadera forma de actuar de las personas se convierte en una cuestión
fundamental. ¿Los modelos pretenden ser réplicas o simplificaciones del
comportamiento real, o tienen la intención de crear una conducta coherente
con las hipótesis de los economistas? Dicho de otro modo, ¿se inventan unas
profecías que se acaban cumpliendo por su propia naturaleza? Parece bastante
evidente que los modelos económicos quieren ser al mismo tiempo
descriptivos y prescriptivos, y que se tambalean entre afirmaciones de que es
así como se comportan los humanos en realidad y de que es así como
deberían comportarse, para que al final ambas ideas converjan en una misma
propuesta predictiva.
Paul Krugman (1953) ha descrito así el proceso de elaboración de los
modelos: «Elaboras un conjunto de simplificaciones, que son claramente
falsas, para reducir el sistema a algo que puedas manejar. Estas
simplificaciones vienen dictadas en parte por suposiciones sobre lo que es
importante en realidad y en parte por las técnicas de modelado disponibles. Y
el resultado final, si el modelo es bueno, aporta un conocimiento más
profundo sobre las causas por las que un sistema real muchísimo más vasto se
comporta como lo hace». 10 El argumento se reduce a que los economistas
necesitan esas falsas simplificaciones para que la maquinaria generalizadora
siga en marcha. Pero también podría plantearse que las suposiciones heroicas
(falsas) no deberían tener cabida en una disciplina creada para ser útil. Que
una persona inicie una argumentación con una premisa básica (axioma)
inmune a las objeciones no justifica la información que se desprende de la
conclusión, a no ser que alguien acepte (irracionalmente) la premisa como
verdadera. 11
Los modelos macroeconómicos han intentado superar esa «falsa
simplificación». El economista Nicholas Kaldor escribió:
El teórico, en mi opinión, debería sentirse libre para empezar con una visión «estilizada» de los
hechos; o sea, concentrarse en tendencias genéricas, ignorar los detalles individuales y proceder
según el método «como si», esto es, construir una hipótesis que pueda explicar estos hechos
«estilizados», sin comprometerse necesariamente con la precisión histórica, o la suficiencia, de los
hechos o tendencias así resumidos. 12
Una buena hipótesis explica los hechos estilizados. El trabajo de Kaldor
supuso un remarcable intento de fundamentar los modelos macroeconómicos
en la «observación vigilante» en vez de en «la comprensión íntima» de la
naturaleza humana. Sin embargo, un exceso de confianza en esa información
estilizada puede provocar que el modelador tome un camino completamente
erróneo cuando la realidad cambia.
Todos los modelos económicos tienen una lógica muy estricta, que
equivaldría a la comprobación matemática de su conclusión. La regla del
juego en la actualidad, tal como explica el premio Nobel Robert Lucas
(1937), consiste en «obtener conjeturas matemáticas lógicamente coherentes
de distintos grados de complejidad». Pero las ciencias económicas no pueden
vivir sólo de la lógica. Para ser útil, un argumento lógico tiene que basarse en
una creencia verdadera sobre algo. Es posible que la lógica no nos diga nada
sobre el mundo real y que se limite a hablar sólo de sí misma. Los estudiantes
deberían ser conscientes de las trampas del razonamiento a priori: el
argumento «si todos los cisnes son blancos y X es un cisne, por lo tanto X es
blanco» es válido desde la lógica, pero no lo es en la vida real, ya que no
todos los cisnes son de color blanco. Si el punto de partida fuera «la mayoría
de los cisnes son blancos», entonces tendríamos más información sobre su
verdadero color, pero no seríamos capaces de hacer una predicción exacta
sobre el plumaje del próximo que nos encontremos. 13
El nombre más importante en el ámbito de la filosofía del análisis es el
austríaco Karl Popper (1902-1994). Éste creía que el elemento que separaba
la ciencia de la «no ciencia» no tenía que ver con si las teorías podían
demostrarse o no, sino más bien con la posibilidad de demostrar su falsedad.
El argumento de Popper no era que la verificación es menos poderosa que la
refutación, sino que la primera es imposible. Las leyes científicas dicen ser
verdaderas de manera universal, pero es imposible que unas mentes finitas
verifiquen cualquier clase de afirmación absoluta.
Aun así, la refutación sólo es posible en raras ocasiones. Incluso en las
ciencias naturales, no puede haber una refutación concluyente de una teoría
en el sentido lógico estricto que Popper desea porque es difícil saber qué
hipótesis, de entre las varias posibles, estás refutando. 14 Siempre se puede
decir que los resultados experimentales no son fiables, o que la discrepancia
entre la observación y los hechos desaparecerá con el avance del
conocimiento; un poco como las dudas de Cesare Cremoni sobre la
posibilidad de que el telescopio de Galileo hubiera sido alterado y
falseado. 15 Aunque muchos científicos todavía juran por Popper, los
filósofos dedicados a la ciencia han descartado sus puntos de vista desde hace
tiempo. El problema, como Lakatos señalaba, es que los científicos no
rechazan las teorías en el momento en que encuentran problemas, sino que
construyen «hipótesis auxiliares» para explicar la situación que las
invalidaría.
Popper creía que su principio de verificación es aplicable tanto en las
ciencias naturales como en las sociales; de hecho, fue incapaz de hacer una
distinción entre ambas. Pero, en las económicas, la refutación se topa con
problemas aún peores que en las ciencias naturales, porque la ubicuidad de la
condición ceteris paribus («si el resto de las cosas siguen igual») sirve para
inmunizar a las teorías económicas de la perturbadora influencia de los
acontecimientos inconvenientes. Sólo es posible obtener predicciones sólidas
cuando se ignoran los factores que las alteran.
La validación de hipótesis en las ciencias económicas se enfrenta al
problema general que padecen todas las ciencias sociales. Primero, aunque
uno puede llevar a cabo un trabajo experimental a pequeña escala, si bien con
ciertas dificultades, es imposible hacerlo con las economías en su conjunto.
El segundo son los defectos de la econometría, el sustitutivo de los
experimentos.
Los economistas no suelen tener acceso al método experimental, típico de
las ciencias naturales aplicadas como la medicina, para poner a prueba sus
hipótesis. Vamos a imaginar que has inventado un nuevo fármaco con el que
esperas reducir el colesterol. ¿Cómo lo probarías? En una prueba de
laboratorio, podrías conseguir el equivalente a una situación de «vacío» si te
aseguras de que dos grupos distintos de ratas experimentan las mismas
condiciones, con la única excepción de la administración del medicamento en
cuestión. Si el resultado en los dos grupos es idéntico, el desenlace
equivaldría a una refutación de la hipótesis y a la necesidad de elaborar otra
nueva. Una diferencia en los resultados corroboraría la hipótesis de que el
fármaco reduce el colesterol. Pero no confirmaría que lo consigue en todas
las situaciones, ni siquiera en la mayoría de ellas, porque el propio diseño de
la prueba ha igualado dichas condiciones. Así pues, no se ha establecido
ninguna «ley» irrefutable, sino quizá un indicio muy útil, que puede
perfeccionarse más adelante.
La técnica de las pruebas de control aleatorias, prestada de la medicina,
propone una forma de esquivar la dificultad de realizar experimentos
controlados con ratas. En el experimento de laboratorio, se toman las medidas
necesarias para garantizar unas mismas condiciones de inicio. Pero
podríamos obtener el mismo resultado si realizamos las pruebas a individuos
escogidos aleatoriamente, o sea, a sujetos de los que no tienes motivos para
creer que puedan ser distintos en ningún aspecto relevante. El ensayo se lleva
entonces a cabo de la misma forma. Divide tus sujetos de estudio en dos
grupos, al azar, entonces administra un «tratamiento» a uno solo de los dos y
compara los resultados.
Este método se utilizó para evaluar el famoso programa Progresa en
México, que consistía en ofrecer transferencias de dinero a los hogares para
que pudieran enviar a los niños al colegio. La conclusión fue que un mayor
nivel educativo tenía como resultado un salario más elevado. Es poco
probable que un ensayo de este tipo pueda satisfacer a un popperiano
convencido, pero cumple bastante bien con su cometido.
La evaluación aleatoria de las políticas estatales funciona bien en campos
como la economía de la sanidad pública, donde en la práctica se puede
asumir una misma susceptibilidad a las enfermedades y las intervenciones. Se
ha utilizado para desarrollar vacunas efectivas para tratar la neumonía y la
meningitis en países en vías de desarrollo. 16 Pero resulta inútil para poner a
prueba los efectos de las intervenciones en sistemas «abiertos», donde en la
práctica no se puede asumir la constancia de las estructuras subyacentes.
Cada país tiene sus propias particularidades geográficas, climáticas,
culturales e institucionales, por lo que los controles experimentales serían
bastante pobres. Incluso si no fuera así, el tamaño de la muestra sería
demasiado pequeño para poder extraer una conclusión sólida de la categoría
requerida.
Econometría
Sin duda, la técnica de validación más importante en las ciencias económicas
es la econometría. El economista Guy Routh la describe como «una parodia
del empirismo, con unos datos estadísticos sujetos a torturas econométricas
hasta que admiten unos efectos de los que son inocentes». 17 La econometría
es un tipo de estadística, pero de una modalidad en la que las pruebas
empíricas no conforman los cimientos del argumento, sino que intervienen
como un simple chequeo de la conclusión. No se utiliza para exponer los
hechos reales del mundo según un método estadístico, sino para poner a
prueba la importancia estadística de las relaciones que el modelo plantea
como hipótesis. Usamos una regresión para calcular la influencia cualitativa
de las variables independientes en las dependientes, según una especificación
del modelo que establece el investigador. Por regla general, esto equivale a
asumir una relación lineal (una línea recta) entre las variables independientes
y la variable dependiente (o cierta modificación de la misma).
La econometría plantea a menudo dos grandes problemas. En primer
lugar, es casi imposible aislar la hipótesis que se quiere validar de las muchas
otras hipótesis que es necesario asumir para que la prueba pueda llevarse a
cabo. Esto incluye, por ejemplo, la posibilidad de que exista una relación
circular, donde la variable que consideras puramente dependiente también
ejerce su influencia sobre la independiente, o que se omitan del modelo
aspectos importantes de la relación. Esta objeción subraya que una
correlación (la asociación en el tiempo de dos acontecimientos) no te dice
absolutamente nada de la relación causal entre ellos. Entre los ejemplos de
«pruebas» econométricas incapaces de escapar de la trampa de la circularidad
fue muy celebrada la afirmación de Alberto Alesina (1957) de que recortar el
gasto público en épocas de recesión produce una recuperación económica. 18
En segundo lugar, las series temporales no pueden establecer las leyes que
los economistas buscan. Si la serie temporal es demasiado corta, no hay
suficientes datos. Si es lo bastante larga, las condiciones no son estables. Así,
algo que es verdadero en un momento dado puede que no lo sea en otro. Los
economistas heterodoxos tienen razón. Todas las leyes denominadas
«económicas» dependen del tiempo y el espacio.
También puede haber una cantidad insuficiente de observaciones. Los
estudios de George J. Borjas, de la Universidad de Harvard, y de otros
expertos sugieren que la inmigración reduce los salarios de la mano de obra
nacional que compite por los mismos puestos de trabajo. El estudio más
famoso de Borjas muestra el impacto negativo de los «Marielitos» —cubanos
que emigraron en masa a Miami en 1980— sobre los sueldos de la clase
trabajadora estadounidense. Como respuesta, otros señalaron que la muestra
escogida presentaba varios problemas: recientemente, la oficina del censo
había hecho un esfuerzo por incluir a más hombres de raza negra, que solían
tener unos sueldos más bajos, y, además, la muestra era demasiado pequeña
para no verse condicionada por este factor. A su vez, Borjas acusó a sus
críticos de mala fe. 19 En vez de aclarar la cuestión, la econometría había
conseguido que todo el mundo diera vueltas en círculo. Hay demasiados
ejemplos de estudios en que, con el tiempo, la econometría se ha visto
desacreditada, ya sea por errores en la hoja de cálculo o por un sesgo
cognitivo.
Estos problemas señalan los defectos fundamentales de la validación
econométrica: las condiciones necesarias para que produzca resultados
satisfactorios sólo aparecen en situaciones experimentales controladas. La
mayoría de los especialistas en econometría reconocen que estas condiciones
nunca se mantienen de manera estricta, pero proceden como si esto no tuviera
ninguna importancia. Son incapaces de entender que el simple acto de
publicar artículos en revistas especializadas usando estas técnicas concede
autoridad a un procedimiento defectuoso. Están diciendo a los estudiantes: si
todo el mundo lo hace de este modo, debe ser lo correcto. Las advertencias
sanitarias de los economistas son como la letra pequeña de las declaraciones
financieras de una empresa que nadie lee.
Modelar la complejidad
Después de la crisis de 2007-2008, ha aumentado el interés por descubrir
cómo modelar mejor los sistemas «complejos». Este interés emana de la
constatación de que los modelos más simples, como la «hipótesis del
mercado eficiente», fracasaron por completo tanto a la hora de anticipar la
crisis como de explicarla. «La complejidad hace referencia a la densidad de
las asociaciones e interacciones estructurales entre las partes de un sistema
interdependiente.» 20 En otras palabras, como hay tantas posibles relaciones
y bucles de retroalimentación entre las variables, hasta los pequeños cambios
tienen el potencial de producir grandes efectos colaterales. Esto no sólo
dificulta la comprensión intuitiva del sistema, sino que también excluye las
técnicas de modelado tradicionales que generalmente requieren escasas
asociaciones estructurales. Los principales métodos para comprender esta
complejidad serían el modelado basado en agentes, el análisis de redes y las
dinámicas de sistemas.
El modelado basado en agentes quiere evitar las falacias de composición
que se producirían al utilizar la hipótesis del «agente representativo», por la
que se asume que un único individuo que piense como el resto puede
representar al conjunto de la economía. En cambio, simula las acciones e
interacciones de una multitud de agentes que pueden tener características
diferentes y mostrar un comportamiento flexible. El modelador establece
relaciones entre los agentes y define las condiciones de su mundo. Acto
seguido, se permite que los agentes ficticios interactúen entre sí,
posiblemente bajo un shock o un cambio en las condiciones de algún tipo.
Los resultados simulados, producidos en masa, componen los resultados del
modelo. Estos resultados pueden servir como indicadores de lo que ocurrirá
en el mundo real sin la necesidad de hacer más preguntas.
El análisis de redes estudia las redes económicas, que son unas «telarañas»
cuyos nodos representan a los agentes económicos (individuos, empresas,
consumidores, organizaciones, sectores, países, etc.), mientras que sus
vínculos simbolizan las interacciones del mercado. Este enfoque es útil para
estudiar el auge de las redes en la cadena de suministro global. Las redes más
importantes en la actualidad son las redes informáticas programadas.
La dinámica de sistemas, que se deriva de los intentos de Forrester (1971)
por modelar el ecosistema mundial, adopta un enfoque similar, pero se centra
en los vínculos entre la suma de las variables y no tanto en los agentes.
Pueden ser variables económicas, como el PNB o la acumulación de capital,
pero también referirse a cantidades físicas, como zonas forestales o reservas
de petróleo, lo que ha hecho que esta técnica sea especialmente popular en la
economía ecológica.
Aunque representan una mejora de los métodos habituales, estas técnicas
asumen la misma ontología atomística para generar sus predicciones. A su
vez, deben hacer conjeturas sobre el comportamiento y las relaciones. Estas
suposiciones pueden basarse en la observación, la intuición o simplemente
caer del cielo, pero siempre deben ser descripciones simplificadas e
idealizadas del mundo real. Serán coherentes desde un punto de vista lógico e
interno, pero los resultados, en gran medida, siguen lo que dicen las premisas:
en realidad no son «nuevos conocimientos» y, en cualquier caso, el «arte» de
calibrar el modelo suele ser lo que en realidad genera los resultados. El caos
que generan las interacciones entre las condiciones y los agentes puede
devolvernos unos resultados enormemente diferentes, incluso a partir de unas
mismas condiciones iniciales. Por lo tanto, lo mejor que puede hacer una
simulación es comportarse como una buena guía que informa de la variedad
de los posibles resultados y arrojar luz sobre las dinámicas del sistema.
Podría ser tentador aplicar la expresión «de lo que se come se cría» a los
modelos económicos, en el sentido de que un trabajo que parte de un material
de mala calidad acabará produciendo unos resultados muy pobres. Sin duda,
hay algunos casos en los que la expresión es cierta, pero no siempre se aplica.
El propósito del ejercicio de modelado es fundamental: si se busca una
predicción precisa de los resultados en el mundo real, es bastante factible que
los modelos acaben decepcionando, salvo en situaciones especiales. Si se han
creado como herramientas para investigar las consecuencias de ciertas
suposiciones, aclarar razonamientos y plantear afirmaciones generales sobre
la respuesta de los sucesos a ciertas acciones, entonces resultan útiles.
Modelado platónico
Los economistas pueden construir modelos como ideales, tal como en el
lenguaje corriente un modelo puede no ser una simplificación (como el
modelo de un avión) sino un ideal de bondad o belleza: «formas» perfectas,
de las que los objetos del mundo cotidiano son copias imperfectas. Los
modelos platónicos son imágenes de lo que sería la realidad si llegara a un
estado ideal. Una posibilidad es verlos como un «punto de referencia» o
«estándar». Para el economista, esto significa un estado de perfecta
eficiencia: la de una máquina perfecta sin fricciones. Tienen un potente aliado
en la tecnología informática, capaz de combinar y procesar masas de datos en
«tiempo real». Estas condiciones prometen hacer realidad, en una fecha no
demasiado lejana, la visión que tienen los economistas del ser humano: como
una calculadora perfecta.
Los textos de los economistas neoclásicos y de los tecnólogos utópicos
revelan la naturaleza prescriptiva de sus vocaciones. Trabajan como aliados
en su ambición de «enderezar el fuste torcido de la humanidad». Así, se
supone que las teorías de los economistas deben inspirar una mayor
eficiencia. Y hay algunas pruebas de que la prescripción funciona. En un
libro maravilloso, I Spend Therefore I Am [Gasto, luego existo] (2014), Philip
Roscoe describe varios estudios que demuestran que los alumnos de
Economía son mucho más calculadores que los estudiantes de otras carreras,
aunque no queda claro si fue su naturaleza calculadora el elemento que los
llevó a las ciencias económicas o si fue esta disciplina la que los volvió más
calculadores. Los modelos de «expectativas racionales» son ejemplos de este
tipo de modelado ideal. Asumen que los agentes económicos son
perfectamente racionales, además de perfectos procesadores de la
información. Esta conjetura esconde la esperanza de que, con el tiempo, la
gente llegará a comportarse tal como dicta el modelo ideal.
Ciencia frente a retórica
Deirdre McCloskey es la mejor exponente de la visión que interpreta las
ciencias económicas como una retórica. Formada en la corriente
predominante en la disciplina, niega que las ciencias económicas puedan
demostrar sus argumentos, ya que no hay posibilidad de comprobar su
falsedad. No hay argumentos verdaderos o falsos, sólo los hay convincentes o
no convincentes. Las matemáticas son la metáfora más enfática de la
economía neoclásica: el investigador en económicas sólo tiene que producir
una correlación, y los poco versados en estadística estarán convencidos de
que ha descubierto una causa. Sin embargo, McCloskey cree que el carácter
retórico de la economía neoclásica es socialmente útil, porque refuerza la
defensa de los mercados libres. 21
Decir que las ciencias económicas son pura retórica es negar que existe
una realidad más allá del lenguaje de la persuasión. ¿Cómo funciona la
retórica? Normalmente empieza con una apelación a alguna idea o prejuicio
que ya está en la mente del público, como «todos sabemos que...». La
articulación retórica de este «sentido común» la hace conscientemente
común. Así empiezan, como ya hemos visto, todas las argumentaciones
económicas, donde los «hechos de la experiencia» son las «premisas» de la
lógica deductiva. El carácter retórico de este procedimiento permanece oculto
gracias a la afirmación de que «todos sabemos» que es cierto.
Las ciencias económicas tienen que aseverar la verdad de sus premisas
para generar sus preciadas «predicciones cuantitativas». Pero esto tampoco es
nada más que un recurso retórico. Los «hechos de la experiencia» no pueden
ofrecernos las premisas universales necesarias para demostrar la veracidad de
la conclusión. Hay demasiados hechos contrarios. Sin embargo, eso no hace
que la conclusión sea absolutamente falsa. Hace que el argumento sea
incompleto. La retórica es el arte del argumento incompleto, un recurso
«heurístico», o una historia, para orientar la mente en la dirección adecuada.
En este sentido, todas las ciencias sociales son retóricas. Esta constatación
sólo implica que las condiciones necesarias para que sean universalmente
verdaderas no se sostienen o sólo lo hacen bajo circunstancias especiales. En
realidad, sólo son parcialmente verdaderas.
La afirmación de que las ciencias económicas son pura retórica está
fuertemente influenciada por el posmodernismo, el movimiento que ha
dominado los estudios culturales desde los años ochenta del siglo pasado y
que sostiene que todos los argumentos de las humanidades son persuasivos,
más que demostrativos. En palabras de Jacques Derrida (1930-2004), «no hay
un texto exterior»: no hay una realidad exterior al círculo del lenguaje. La
crítica literaria posmoderna «deconstruye» el texto cuando desplaza la
atención desde la verdad que se enuncia a los medios por los que la gente se
convence de esa verdad. Desde esta perspectiva, los modelos económicos son
una empresa persuasiva: no pretenden descubrir la verdad, sino intentar
persuadir a la gente de la verdad de su propio «texto». Toda la realidad es una
«construcción social».
Philip Mirowski lleva el argumento aún más lejos, al decir que las ciencias
naturales también se construyen desde el lenguaje retórico. Hay una brecha
fundamental entre nuestro pensamiento y la realidad que sólo puede salvarse
con la metáfora, el símil y la analogía. Las pruebas lógicas son parte de la
maquinaria persuasiva. 22
De este enfoque se desprenden tres conclusiones muy valiosas. Primero,
deja bien claro que la gente intenta encontrar sentido a situaciones complejas
mediante historias o narraciones. Es decir, asumen que gran parte del paisaje
social es misterioso o incierto. Estas formas de encontrar un sentido al mundo
no deberían, por lo tanto, considerarse irracionales, sino más bien, teniendo
en cuenta las circunstancias, como bastante racionales. Segundo, revela que
la verosimilitud de la historia siempre depende de nuestra confianza en la
persona que la cuenta. Está claro que esta idea es cierta: si sabemos que
nuestras propias predicciones no tienen ningún valor, dependemos del
testimonio de otros que, supuestamente, están mejor informados. Tercero,
aunque las historias no sean los motores predictivos imaginados por
Samuelson, arrojan cierta luz sobre los problemas que escapan de los
modelos formales. La pregunta, entonces, es si los modelos económicos
pueden mejorar significativamente sus relatos o bien si forman parte de la
narración.
McCloskey es un caso prácticamente único entre los críticos
metodológicos de la corriente predominante, ya que considera que el
programa general de esta tendencia mayoritaria ha sido un éxito. Las ciencias
económicas pueden ser retórica disfrazada de ciencia, pero sus efectos son
positivos. En pocas palabras, cuentan la historia correcta. A diferencia de la
mayoría de quienes creen que las ciencias económicas son retóricas,
McCloskey cree que el sistema de mercado ha garantizado el progreso y la
prosperidad. Así, las pretensiones científicas cobran vida propia; no son
errores metodológicos, sino elecciones de una estrategia comunicativa que
permiten que las económicas sean consideradas coherentes con el método
científico-racional dominante de afrontar el mundo.
Sin embargo, decir que las ciencias económicas son pura retórica es
retórico en sí, ya que no sirve para distinguir qué hace que ciertos argumentos
sean convincentes y otros no. Puede que los economistas se dediquen a contar
historias, pero siempre son historias sobre algo. Quizá sean reflejos de
historias populares, pero ¿de dónde provienen esos relatos? Las historias que
nos contamos entre nosotros quizá no sean verdades absolutas, pero un
argumento incompleto no es lo mismo que otro que alguien se acaba de
inventar. Un argumento debe tener alguna base en la experiencia y las
pruebas. Sin esa base, no sería convincente. La idea fundamental es que las
ciencias económicas no son el único «texto» de las ciencias sociales. Hay
muchas «verdades» ahí fuera sobre la condición humana, y las ciencias
económicas sólo son una de ellas.
Entonces, ¿la economía es una ciencia?
La economía no es como las ciencias naturales, en el sentido de que no
utiliza, ni puede hacerlo, el método experimental para crear leyes. Una teoría
científica no puede pedir a la realidad que se ajuste a sus conjeturas y
suposiciones, pero eso es precisamente lo que las ciencias económicas tratan
de hacer. El fracaso de las teorías económicas predominantes no se debe, en
conjunto, a las incoherencias internas de sus modelos, sino a la incapacidad
de dichos modelos para explicar los hechos observados. Excepto en casos
especiales, las ciencias económicas no han ido más allá de lo que Rosenberg
denominaba predicciones «genéricas», esto es, cualitativas: predicciones
sobre tendencias generales, no sobre acontecimientos concretos. 23
Los modelos macroeconómicos lo han hecho especialmente mal. Los
grandes modelos macropredictivos keynesianos se derrumbaron en los años
setenta, porque las relaciones entre conceptos que se consideraban estables,
como la función del consumo o la relación entre desempleo e inflación, se
vinieron abajo. Los modelos que empiezan con grandes «hechos estilizados»
han sido víctimas de las rupturas de la tendencia. Por ejemplo, la «ley» de
Kaldor sobre la proporción constante de los salarios en la renta nacional dejó
de funcionar con la globalización. La «ley» de Verdoorn sobre los crecientes
rendimientos a escala de la industria manufacturera se volvió mucho menos
relevante cuando este sector dejó de representar una parte importante de la
producción en las economías avanzadas. La curva de Kuznets, que predecía
una reducción de la desigualdad después de un período de crecimiento,
también se ha venido abajo, en parte porque el Estado empezó a mostrarse
indiferente ante las cuestiones relativas a la distribución de los ingresos. Estas
rupturas de la tendencia —al menos de forma parcial— reflejan los cambios
en el comportamiento causados por el descubrimiento de dicha tendencia y
por el intento de aprovecharla para fines políticos.
Ante la evidencia, resulta tentador abandonar cualquier intento de
cartografiar el movimiento de las variables macroeconómicas y concentrarse
en mapear los motivos supuestamente invariables (la maximización) de los
agentes individuales. Esta elección, en efecto, fue la respuesta de la corriente
predominante al fracaso de los modelos predictivos macroeconómicos
keynesianos. Los micromodelos, se decía, harán mejores predicciones que los
macromodelos. Pero todo dependía de que los economistas entendieran a la
perfección el comportamiento humano. El fracaso de los modelos financieros
neoclásicos, no sólo a la hora de predecir la crisis de 2008, sino incluso su
mera existencia, sugiere que sus explicaciones de la psicología humana
adolecían de serios defectos. Su fracaso no sólo se debió a una mala
comprensión de la «realidad» del comportamiento humano, sino que, desde
un punto de vista retórico, también demostraron demasiada fe en el poder
persuasivo de la teoría económica para lograr que nuestra conducta encajara
con las conjeturas del modelo.
La inevitable conclusión a la que llegamos es que no existen «leyes
económicas» válidas en cualquier lugar y momento temporal. En el mejor de
los casos, las teorías pueden conducir a predicciones más o menos fiables
sobre determinados períodos de tiempo, siempre que el resto de las cosas no
cambien, un escenario real durante períodos muy breves en mercados
concretos y en áreas especializadas como la economía de la salud. Las
predicciones macroeconómicas son fiables en períodos muy breves, pero no
cuando los parámetros están cambiando.
Una de las implicaciones más importantes de todo lo anterior es que las
matemáticas han acabado teniendo un papel desproporcionado en la
economía moderna. El papel de las matemáticas en cualquier ciencia social
consiste en formalizar su lógica y concretar las relaciones entre distintas
variables. Pero la formalización «al por mayor» de la economía depende por
completo de una sola premisa: que las variables de interés puedan expresarse
sin ningún problema como cantidades matemáticas. Muchos actos de la
conducta, como la amistad o la atracción por el poder, no se prestan a
semejante tratamiento. Las relaciones lógicas concisas, por lo tanto, sólo
exhiben la pericia de los teóricos con el razonamiento lógico concreto.
Como ha señalado Robert Solow (1924), «ya tenemos bastante por hacer
sin pretender alcanzar un grado de complejidad y precisión que no podemos
ofrecer». Las funciones de la economía analítica son «organizar el
conocimiento incompleto, ver conexiones que un ojo inexperto podría pasar
por alto, explicar historias causales y plausibles con la ayuda de unos pocos
principios básicos, emitir juicios cuantitativos aproximados sobre las
consecuencias de la política económica y otros acontecimientos. Son labores
que vale la pena realizar, sean científicas o no». 24
Precisamente porque la economía no es una ciencia, necesita de otras
disciplinas de estudio, sobre todo la psicología, la sociología, la política, la
ética y la historia, para suplir las carencias de su método para comprender la
realidad. No deberíamos tener miedo de decir al economista: «Hay más cosas
en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía». La tarea no
es otra que reclamar las ciencias económicas para las humanidades.
Capítulo 6
Psicología económica
Las personas racionales son las que sistemática e intencionadamente
hacen todo lo que pueden para alcanzar sus objetivos.
GREGORY MANKIW, Principios de economía 1
Homo economicus 2
Para muchas personas que se adentran en las ciencias económicas por
primera vez, la crudeza de su psicología resulta desconcertante. El profesor
apenas puede acabar de pronunciar la frase «vamos a empezar asumiendo que
todo el mundo es racional» antes de que alguien señale que esa afirmación es,
de una manera bastante evidente, falsa. Los alumnos tampoco asumen de
buena gana que el egoísmo —el interés propio— es su única motivación,
incluso si se les dice que ese egoísmo es progresista. En este capítulo
analizaremos la interpretación económica de la actuación humana,
demostraremos lo alejada que está de la verdad y consideraremos por qué a
los economistas les cuesta tanto quitársela de encima.
La psicología, el estudio de la mente humana, se utiliza en las ciencias
económicas para construir las razones por las que los actores participantes en
el mercado se comportan de ese modo. ¿Por qué resulta necesario construir
estas razones, cuando podría ser factible descubrir los motivos para la acción
a partir de sondeos y encuestas? La principal causa es que esas razones suelen
ser demasiado complejas. Resulta inevitable que las personas se contradigan
entre ellas, e incluso a sí mismas. La solución estándar a este dilema ha sido
rehuir por completo las pruebas y los testimonios; al contrario, siempre se
empieza con suposiciones sobre el comportamiento basadas en los «hechos
de la experiencia», después se deducen las conclusiones lógicas de estas
conjeturas y al final se presentan los resultados como si fueran indiscutibles.
Un constructo psicológico como la maximización de la utilidad «permite al
analista hacer predicciones en situaciones nuevas». Otras ciencias sociales,
atrapadas por la naturaleza no numérica de su materia de estudio, no pueden
hacerlo. 3
El fruto de este procedimiento ha sido el Homo economicus, el robot o la
calculadora humanos. El robot humano «tiene las capacidades cognitivas de
un superhéroe»: su «habilidad para procesar información ilimitada y un
autoconocimiento inquebrantable en decisiones precisas e instantáneas es
infalible». 4 Las relaciones con otros robots humanos son puramente
instrumentales; el Homo economicus interactúa con otros, pero no está sujeto
a vínculos sociales. Su carácter axiomático está diseñado para garantizar la
independencia de las ciencias económicas de la historia o la cultura.
Si todo esto parece una caracterización exagerada, sólo hay que fijarse en
las declaraciones literales de los propios economistas. El premio Nobel
Robert Lucas dijo: «Mi objetivo es construir un mundo mecánico, artificial,
poblado por [...] robots que interactúan entre sí [...] que es capaz de exhibir
un comportamiento cuyas características en bruto se asemejan a las del
mundo real». 5 La trampa se encuentra en esa intención de atrapar «las
características en bruto» del mundo real.
Una vez más nos debemos preguntar: ¿es esto una afirmación sobre la
forma real de comportarse de los seres humanos?, ¿es una prescripción de
cómo deberían comportarse o es una declaración del tipo «si se comportan de
esta forma, puedo conseguir que mi modelo funcione»? En The Economist as
Preacher [El economista como predicador], el también premio Nobel George
Stigler (1911-1991) planteaba una visión del Homo economicus claramente
normativa: «La eficiencia, en el sentido de una mayor consecución de
objetivos no controvertidos, ha sido la principal receta de la economía
normativa», porque «establece un estándar perfecto para definir un
rendimiento imperfecto». 6
Siempre hay que recordar que, para los economistas, como para otros
científicos sociales, la humanidad siempre ha sido una «obra inacabada».
Consideran que su labor no consiste en describirla, sino en mejorarla, y lo
hacen como ingenieros del alma, no como estudiosos imparciales de su
comportamiento, mientras su tarea consiste en liberar a la racionalidad de las
cadenas de la superstición. El Homo economicus, la calculadora racional,
emergería de las cavernas de la historia. Así, habría que ver gran parte de las
ciencias económicas como la construcción de esa misma naturaleza humana
que la disciplina pretende describir. No obstante, como las historias que los
economistas cuentan sobre los humanos también forman parte de los relatos
que la gente se cuenta a sí misma, al final las personas empiezan a
comportarse como los economistas creen que deberían comportarse, al menos
hasta cierto punto. Y a eso se le llama progreso.
El comportamiento del Homo economicus
¿Cómo se supone que debe comportarse el Homo economicus? El premio
Nobel Thomas Sargent (1943) define a la persona como un «problema de
optimización limitado, atemporal y estocástico». 7 La limitación es de
recursos, la optimización tiene lugar con el paso del tiempo y está sujeta a
shocks aleatorios. Todo esto conduce a la tesis central de la escuela de las
expectativas racionales: los modelos de los economistas son la formalización
de los modelos que ya están «en la mente» de las personas. Todo el mundo
tiene un incentivo para predecir el futuro. Las creencias sobre el futuro (que
incluyen lo que se espera que otros hagan más adelante) condicionan lo que
la gente hace en la actualidad. Todos los agentes se comportan con esta
visión de futuro. Por lo tanto, sólo hay que concretar toda la información que
el agente posee, y el «problema» de la predicción está «resuelto».
La clave para entender el alcance de la revolución de las «expectativas
racionales» es que los economistas de la corriente predominante creen que así
han resuelto el problema de la incertidumbre. Las expectativas sobre el futuro
no son más que distribuciones de probabilidades en una secuencia de
acontecimientos. La incertidumbre se reduce a la probabilidad y, por lo tanto,
puede etiquetarse como un caso especial de certidumbre. Economistas como
los premios Nobel George Akerlof (1940) y Joseph Stiglitz (1943) han
señalado la existencia de «información asimétrica»: situaciones en las que,
durante una transacción, una parte tiene más información que la otra, un
problema muy extendido en los mercados de seguros y coches de segunda
mano. 8 Pero, excepto en los casos en que esa desigualdad informativa se
considera como algo inherente, el big data generado por ordenador podrá
superar el problema. Siempre que estos datos sean de libre acceso, todas las
personas tendrán una capacidad predictiva casi perfecta sobre cualquier
decisión que deban tomar. Estarán en una autopista de la información
conectada directamente con Dios.
El Homo economicus en acción
El economista Gary Becker tuvo una revelación y descubrió la base racional
de la actividad criminal de la siguiente forma. Un día iba justo de tiempo.
Tenía que sopesar los costes y las ventajas de aparcar de forma legal en un
lugar poco conveniente, en comparación con la posibilidad de dejar el coche
en una plaza mucho más práctica, pero donde estaba prohibido. Después de
calcular grosso modo la probabilidad de que lo pillaran y la cantidad de la
posible multa, Becker escogió racionalmente cometer una ilegalidad. Becker
supuso que otros criminales también tomaban esta clase de decisiones
racionales. «Sin embargo, esta premisa iba en contra de la idea convencional
de que el crimen es el resultado de la enfermedad mental y la opresión
social.» 9
Esta percepción de la mente criminal no tuvo que esperar a los problemas
de aparcamiento de Becker. Tiene sus raíces en Jeremy Bentham y los
«utilitarios», y la idea consiste en que, si aumentas el coste del delito y
mejoras la vigilancia policial, habrá menos crímenes. 10 Sin embargo, esta
visión sobre «lo que piensa el caballo» no puede demostrarse con la
estadística en la mano. Si intentamos ponerla a prueba, quizá podríamos
descubrir que la tasa de criminalidad varía en función de la cantidad de
varones jóvenes entre la población. Lo que estaban pensando no tiene
importancia.
Aquí tienes tres ejemplos más del Homo economicus en acción. El primero
está sacado también de Becker, de «Una teoría del matrimonio» (1974).
Becker explicaba que la gente se casa por las mismas razones por las que los
países comercian: ventaja comparativa. La elección de la pareja tiene lugar en
un mercado competitivo, y el matrimonio sólo se produce cuando ambas
partes esperan obtener una ganancia. Es una teoría muy sofisticada, que
construye un modelo sobre la naturaleza complementaria del trabajo
masculino y el femenino, pero que termina abordando el matrimonio como
poco más que un mecanismo de reducción de costes. Asume que ambos
cónyuges conocen todas las ventajas previstas de la unión en un futuro
indeterminado. Esto equivale a afirmar que el mercado del matrimonio
siempre está en equilibrio y, por lo tanto, sucumbe a la misma crítica de la
teoría del equilibrio ya expuesta en el capítulo 4. Actuar según los preceptos
del Homo economicus significa renunciar al amor a cambio de unas riquezas
que nadie tiene la seguridad de obtener.
Un segundo ejemplo proviene del trabajo de Jon Steinsson y Emi
Nakamura. Pagar a alguien para que te doble los calcetines, dicen, es una
forma de maximizar tus propias ganancias y las de la persona que realiza la
tarea. Incluso cuando los dos economistas eran unos universitarios sin blanca,
pedían dinero prestado para pagar a alguien que hiciera sus tareas domésticas,
tras calcular que «dedicar una hora extra a trabajar en un artículo era mejor
para los futuros beneficios que esperaban obtener a lo largo de su vida que
dedicar esa misma hora a pasar el aspirador». 11
Por último, los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers, pioneros
de la «economía del amor», realizaron un análisis de coste/beneficio antes de
tener un hijo. Como Wolfers expone:
El principio de la ventaja comparativa nos dice que los beneficios del comercio son mayores
cuando tu socio comercial tiene unas habilidades y un talento distintos a los tuyos. Yo soy un
economista laboral empírico educado en Harvard, amante de los libros y poco práctico, mientras
que Betsey es una economista laboral empírica educada en Harvard, amante de los libros y poco
práctica. Cuando vuestras habilidades son tan parecidas, los beneficios del comercio no son tan
grandes. Excepto cuando se trata de criar a nuestro hijo. En ese caso, Betsey tiene un par de, hum,
cualidades que implican que ella es mejor con las aportaciones. Y eso significa que a mí me queda
lidiar con los resultados.
Como Stevens aclara muy amablemente, «resulta que los padres pueden
ser bastante buenos cambiando pañales». 12
Dentro del marco teórico de las expectativas racionales, estos argumentos
tienen bastante sentido. Si asumimos, como suelen hacer los economistas
neoclásicos, que todo lo que deseamos maximizar durante nuestra vida es el
beneficio, entonces debemos reconocer que resulta irracional dedicar un
tiempo a lidiar con asuntos que reducen nuestro poder adquisitivo, siempre
que lo podamos evitar. El tiempo invertido en cambiar pañales es tiempo
robado a inventar, por ejemplo, un software nuevo (a no ser que cambiar
pañales ayude a la creatividad).
¿Es racional?
Veamos el caso de los dos economistas que externalizan la limpieza del
hogar. ¿Su comportamiento es en verdad racional? Lo que están haciendo es
calcular en términos de dinero las consecuencias vitales de hacer una cosa en
vez de otra: escribir artículos académicos en vez de realizar las tareas
domésticas. Pero sólo tienen una noción muy vaga de cuáles podrían llegar a
ser esas consecuencias. Deberíamos sospechar que los dos economistas se
limitan a racionalizar su aversión a las tareas domésticas.
Vamos a coger un ejemplo más atractivo que doblar calcetines. Digamos
que el mayor placer de nuestro economista es ir al cine. Pero él calcula que
las horas dedicadas a ver películas reducirán el tiempo disponible para
maximizar sus beneficios como economista. Así que reduce, o minimiza, el
tiempo que invierte en ir al cine, o sea, renuncia a un beneficio seguro en el
presente en aras de otro mucho más dudoso en el futuro. Esto no es racional,
ya que no tiene ninguna referencia que le permita calcular la cantidad de
horas de cine a las que debe renunciar para poder maximizar sus ingresos.
Los precios que atribuye a los bienes futuros son convencionales, y pueden
alterarse fácilmente con un «cambio en la realidad». Convertirse en
resultadista no tiene ninguna utilidad si no puedes calcular las consecuencias
que se derivan de tus propias acciones.
Los economistas deberían pasar menos tiempo tratando de resolver las
consecuencias del comportamiento racional en condiciones de certidumbre y
bastante más intentando comprender lo que sería razonable en situaciones de
incertidumbre. Esta perspectiva resaltaría la racionalidad, y el valor moral en
realidad, de unas formas de actuar que hoy estamos obligados a considerar
irracionales. También deberían tener más cuidado distinguiendo entre
situaciones de información imperfecta, en las que no se obtienen todos los
datos disponibles, y las situaciones de incertidumbre, en las cuales no se
puede obtener la información completa bajo ninguna circunstancia.
Sin embargo, la objeción fundamental al Homo economicus es ética, no
epistemológica. Si, per impossibile, todos los resultados pudieran encajar con
las probabilidades asignadas, ¿habría alguna objeción a pensar en la elección
como en una maximización de la utilidad? La respuesta es que sí, por
supuesto, porque es imposible comerciar con los valores éticos de manera
eficiente y, por lo tanto, no se puede escapar de las elecciones morales.
Comprendemos la necesidad de ceder y hacer pequeños ajustes, pero
admiramos a las personas que convierten sus vidas en «canciones dignas de
ser cantadas».
Así, como seres humanos, deberíamos estar dispuestos a seguir los
preceptos del Homo economicus cuando son de aplicación e ignorarlos
cuando no es el caso. Desde luego, no deberíamos ver a esta desagradable
criatura como un modelo genérico de comportamiento. En la mayoría de los
casos es muchísimo mejor hacer lo que quieres hacer, o lo que se te da bien, o
lo que crees que es correcto, y no perder el tiempo haciendo cálculos.
Deberíamos adoptar con mucha más frecuencia un estado mental en que no
calculemos ningún coste en absoluto.
Economía conductual
Con la economía conductual, los economistas intentan sustituir al
caricaturesco Homo economicus, el robot humano, por un actor más realista.
Como tal, intenta aprovechar las ideas de la psicología y la neurociencia,
hasta entonces un libro cerrado para el economista. La economía conductual
no cuestiona la idea de que actuar como el Homo economicus es la mejor
forma de que los individuos se aseguren su propio bienestar. Las
discrepancias aparecen en el momento de abordar hasta qué punto es real ese
comportamiento. 13 Los economistas neoclásicos asumen que las
desviaciones de la racionalidad no son sistémicas. La gente puede cometer
errores al hacer sus cálculos, pero lo cierto es que tiende a excederse tanto
como a quedarse corta, así que el efecto se neutraliza sin alterar la trayectoria
general del sistema. La economía conductual afirma haber descubierto las
desviaciones empíricamente sistémicas, y por lo tanto predecibles, de la
racionalidad: situaciones en que los individuos sobreestiman o subestiman
constantemente los costes y los beneficios. Se comportan como robots que
sólo tienen acceso a una información restringida.
La economía conductual llegó a la mayoría de edad en 2002, cuando el
psicólogo Daniel Kahneman (1934) recibió el premio Nobel por el trabajo
que había realizado con Amos Tversky (1937-1996). Esta corriente ha
crecido con tanta fuerza dentro de las ciencias económicas sólo porque las
conjeturas sobre la conducta humana que los economistas habían enunciado
eran pura fantasía.
Pensar rápido, pensar despacio
Kahneman y Tversky sostienen que tomamos nuestras decisiones según dos
sistemas mentales: el primero es intuitivo y el segundo calculador, que ellos
denominaron «pensar rápido» y «pensar despacio». Pensar despacio es
lógico; pensar deprisa es intuitivo y a menudo irracional. Han encontrado
pruebas sorprendentes de elecciones «irracionales», por ejemplo, que los
inversores prefieren los fondos de gestión activa y costes elevados que
obtienen peores resultados antes que los fondos indexados a coste cero. Los
economistas conductuales identifican los siguientes errores «sistémicos» que
la gente suele cometer.
1. Sesgo de supervivencia
Tenemos tendencia a fijarnos únicamente en lo que ha tenido éxito.
Pensemos en un artículo del periódico que dice poder ayudarte a imitar
la rutina matinal de Mark Zuckerberg. La inferencia evidente es que tú
también puedes llegar a ser multimillonario si te limitas a llevar
camisetas grises y desayunas los alimentos correctos, pero ignora la gran
multitud de personas no multimillonarias que hacen lo mismo cada
mañana.
3. Aversión a la pérdida
Está bastante demostrado que el odio que la gente siente al perder una
cosa es bastante más intenso que el placer que se obtiene al ganarla.
Perder un billete de diez euros nos causa más tristeza que la alegría que
sentimos al encontrarnos uno por la calle. Estamos programados, en
cierto sentido, a agarrarnos a lo que tenemos. Los estudiantes que
reciben gratuitamente una taza para el desayuno de la librería del
campus no se desprenderán de ella por seis euros, aunque hubiera caído
del cielo, mientras que si la hubieran querido de verdad la habrían
podido obtener de la tienda de la esquina sólo por seis euros.
5. Priorizar la información disponible
Cuando tomamos decisiones, somos propensos a dar más importancia a
la información más llamativa. La información sorprendente, sensacional,
se queda grabada en la memoria y, por lo tanto, tiene una importancia
desproporcionada en el proceso de toma de decisiones. Si vuelves a casa
a pie en una noche cerrada, la noticia truculenta del periódico está
mucho más «disponible» que todos los casos en que la gente ha vuelto a
casa sin problemas.
7. Anclaje
No evaluamos las cosas sin tener en cuenta el entorno, así que
proporcionar un contexto puede condicionar una decisión. Si una tienda
coloca sus productos más caros al lado de la entrada, todo lo demás
parece barato en comparación. Si algo dice «Rebajado al 50 por ciento»,
nos parece más atractivo que un precio normal que equivale a la mitad.
La gente es capaz de cruzar la ciudad para ahorrar 10 dólares en un
dispositivo electrónico que cuesta 50, pero no para ahorrarse 10 dólares
en otro que cuesta 500. ¿Por qué? Diez dólares no son nada. Una
persona que no dudaría en beberse el vino de su propia colección no se
atreverá a soñar siquiera en comprar las mismas botellas, al precio actual
de 100 dólares, en un mercado donde también podría venderlas con
facilidad. Parece muy evidente que la forma de contextualizar nuestras
elecciones tiene un efecto en la decisión. Es especialmente obvio en las
charlas promocionales de productos. Puede ocurrir que, si algo vale para
ti 25 dólares, lo compres, y si no, pues no. Pero un buen anuncio
«contextualiza» la elección para hacerte creer que estás obteniendo
productos que valen 50 dólares por sólo 25. En realidad te están
tendiendo una trampa. Descubrir que el marketing puede manipular las
decisiones sólo sorprenderá a aquellos que se han creído tanto sus
propias suposiciones que han perdido de vista la realidad.
9. Sesgo de confirmación
Es el más famoso. Cambiar de opinión siempre es incómodo. ¡Es mucho
mejor esperar a que aparezca alguna prueba que confirme tu punto de
vista! Los seres humanos tienen una increíble habilidad para racionalizar
las decisiones que han tomado por pura costumbre o por simple antojo.
El fenómeno opuesto es el sesgo de automatización: pensar que las
decisiones automatizadas deben ser correctas incluso cuando el sentido
común te dice que son incorrectas. Un grupo de turistas japoneses se
metieron con el coche en el mar porque su navegador les dijo que
estaban en una carretera. Se han producido accidentes de aviación
porque los pilotos confiaron más en un sistema de navegación
defectuoso que en las pruebas que tenían ante sus ojos.
11. La falacia del coste hundido
Es una combinación del anclaje y la aversión a la pérdida. La gente
seguirá metiendo dinero en una inversión fallida porque no puede
afrontar el dolor psicológico de reconocer que ha salido mal, o seguir
con una guerra que debería haber abandonado hace mucho tiempo
porque no puede obligarse a reconocer que ha sido en vano.
13. El sesgo «a toro pasado»
Es primordial en el razonamiento humano, y hace que los mundos social
y económico parezcan mucho más predecibles y menos erráticos de lo
que son en realidad. Ningún economista importante predijo la crisis
financiera. Sin embargo, al día siguiente los comentaristas no tardaron
en explicar por qué «debía» haber ocurrido en el momento y en la forma
en que lo hizo. Ocurrió lo mismo con el Brexit y la elección de Donald
Trump. En la vida cotidiana encontramos una buena analogía cuando
vemos que una pareja aparentemente feliz decide romper de repente.
Entonces, todo el mundo dice: «Siempre supe que ahí había algo que no
iba bien del todo...».
Estos ejemplos abolen la verdad esencial de las economías modernas: que
las personas siempre tienen expectativas racionales. Muchas veces toman
decisiones cuando deberían saber que van a empeorar su situación. Los
publicistas ya aprovechaban esta propensión mucho antes de que los
economistas empezaran a darse cuenta de su existencia.
En su libro La economía de la manipulación (Deusto, 2016), los premios
Nobel George Akerlof (1940) y Robert Shiller (1946) demuestran, con
muchos ejemplos, tan divertidos como bochornosos, que los errores de
percepción y los engaños campan a sus anchas en las economías de mercado.
El phishing es «un fraude en internet con el objetivo de recoger información
personal de un individuo» para obligarle a hacer cosas en interés del
estafador y no de quien ha mordido el anzuelo (a los que llaman phools). 14
Los dos autores dividen a los phools en dos clases: los demasiado
emocionales para tomar decisiones sensatas y los que sufren los efectos de
una información engañosa. La economía moderna, dicen nuestros dos
economistas, debería reorientarse para identificar un equilibrio en el phishing,
y no un equilibrio que maximice el bienestar. Una defensa de los mercados
que descanse sobre la premisa de que los consumidores saben lo que están
comprando no funcionará si en realidad no saben lo que están comprando, o
si están comprando cosas que no necesitan. Para ilustrar esta cuestión, Shiller
decidió probar distintos sabores de comida para gatos —pavo, atún, cordero y
pato— y descubrió que el gusto no era tan distinto. Como destacaba una
crítica del libro: «Pocos de entre nosotros querríamos repetir ese estudio. Y
su validez empírica se ve minada por el hecho de que Shiller no es un
gato». 15
Los economistas conductuales están especialmente interesados en esas
peculiaridades del comportamiento que parecen desafiar las explicaciones
racionales, como el público de una conferencia que primero ocupa las filas
del fondo en lugar de las que están más cerca del escenario. Los críticos de la
corriente predominante dicen que las peculiaridades que los economistas
conductuales han detectado se anulan entre sí, que el comportamiento
«promedio» se acaba pareciendo mucho a lo que los propios economistas
habían anticipado... antes de que la economía conductual empezara a
complicar las cosas con rompecabezas innecesarios. Pero la verdadera
objeción a la economía conductual no tiene tanto que ver con la frecuencia de
las «peculiaridades», sino más bien con asumir como «irracional» cualquier
comportamiento que no encaje con el modelo neoclásico de elección racional.
Muchas manifestaciones distintas del comportamiento humano tienen su
origen en la incertidumbre. Nos aferramos a nuestros costes hundidos porque
no tenemos pruebas claras de que se hayan desplomado para siempre: ¿qué es
la civilización si no una red de costes hundidos? Esperamos que se produzca
un milagro porque, de vez en cuando, ocurren.
Otro de los descubrimientos de la economía conductual es que la
información imperfecta, la complejidad, la incertidumbre y la capacidad de
cálculo limitada obligan a los agentes a usar «reglas de oro», o heurísticas, en
vez de actuar según una optimización «pura». El uso generalizado de las
heurísticas —atajos— produce sesgos conductuales sistemáticos. Esto
significa que sería al mismo tiempo posible y deseable que el gobierno diera
un «empujoncito» (o sea, incentivara) a la gente para que actúe de una forma
más racional. Los premios Nobel Richard Thaler (1945) y Cass Sunstein
(1954) defienden que la gente debería recibir un «empujoncito» para comer
de manera más saludable con un impuesto al consumo de azúcar o para
ahorrar más condicionando los aumentos de sueldo al compromiso de guardar
una parte del salario. 16 El éxito que podría tener este «pequeño empujón»
está sujeto a debate. Ahorrar para el futuro presupone que el dinero
conservará su valor y que el gobierno cumplirá con su promesa de que los
ahorros para la jubilación estarán libres de impuestos o permitirán el pago
diferido. A la luz de ciertos acontecimientos que demuestran lo contrario,
consumir más y ahorrar menos podría ser altamente «eficiente».
Una objeción más grave al método del «pequeño empujón», que en estos
tiempos se ha puesto tan de moda, es que la creación de incentivos para
adoptar un comportamiento individual más racional podría reducir el número
de acciones moralmente eficientes. Para obtener unos resultados eficientes,
todas las organizaciones dependen de compromisos morales que no pueden
especificarse en un contrato. Las empresas que introducen incentivos
económicos, como las primas, para fomentar el trabajo eficiente obtienen a
menudo una «cuenta de resultados» bastante peor que la de aquellas otras que
dan más margen a la sociabilidad natural. En este caso, el remedio del
«pequeño empujón» podría ser peor que la enfermedad. 17
También podríamos señalar la naturaleza artificial de las situaciones
experimentales que los economistas construyen para defender sus alegatos de
comportamiento irracional. Los investigadores colocan a los sujetos del
experimento en situaciones atípicas, valoran sus respuestas a preguntas
difíciles según el estándar neoclásico de racionalidad y al final descubren la
enorme presencia de una hasta entonces insospechada «irracionalidad». Piden
a sus sujetos que tomen decisiones hipotéticas como «¿lanzarías una moneda
al aire para tener un 50 por ciento de probabilidades de ganar 1.000 dólares, o
preferirías 450 en mano?». Conformarse con 450 dólares, la elección de la
mayoría, no es «racional» en el sentido de maximizar las ganancias
esperadas, pero como menciona Lars Pålsson: «Las actividades importantes
de la mayoría de los agentes económicos no suelen incluir el lanzamiento de
dados o dar vueltas a una ruleta». 18 El efecto de estas pruebas es llamar la
atención sobre la forma irracional de comportarse de la gente y no tanto sobre
los métodos defectuosos con que los economistas modelan su
comportamiento. En vez de llegar a la conclusión de que los sujetos ofrecen
respuestas sensatas a las pruebas que les han puesto, llegan a la conclusión de
que su forma de pensar es delirante.
La posibilidad más importante abierta por la economía conductual es que
el modelo neoclásico de comportamiento racional, basado en preferencias
fijas, contratos completos y una información amplia y relevante, es erróneo.
La forma de comportarse de la mayoría de la gente durante gran parte de su
tiempo no debería verse como una exhibición de irracionalidad, sino que, por
el contrario, debería considerarse como una actitud sensata en las
circunstancias presentes. El pecado de la economía conductual es considerar
que esa clase de comportamiento es irracional.
Como explicación general del comportamiento de los seres humanos, el
modelo del Homo economicus ha sido refutado en repetidas ocasiones por
otras ciencias sociales, conductuales y cognitivas. No estamos siempre
contando el coste en tiempo y dinero de lo que estamos haciendo. Ni tampoco
deberíamos hacerlo. Si vamos a condensar el comportamiento en un único
axioma, con el propósito de permitir las deducciones dentro de un sistema
cerrado, el principio neoclásico de racionalidad es probablemente el mejor
axioma que puede utilizarse. La cuestión, por lo tanto, no tiene que ver con la
racionalidad, sino con la generalidad del axioma.
El modelo clásico de racionalidad que Kahneman y Tversky establecen
como punto de referencia podría tener sentido en un mundo cerrado y
reducido, con límites bien definidos. Se supone que el experimento de lanzar
una moneda al aire replica esta idea —o sale cara o sale cruz—, pero resulta
del todo irrelevante como prueba de racionalidad en los sistemas abiertos que
permiten muchos resultados diferentes.
La economía conductual no ha creado una alternativa definitiva al Homo
economicus. De hecho, no ha entendido la cuestión principal. Ha supuesto un
cierto avance por ser capaz de penetrar en el funcionamiento del cerebro y ha
sacado a luz unas cuantas particularidades sistémicas que, hasta ahora, los
economistas creían poder tratar como simple ruido estadístico. Pero, en
cambio, no ha sido capaz de vincular las redes neuronales que propone con
las redes sociales. Observa nuestras mentes y descubre que ahí dentro pasan
cosas insospechadas, pero es incapaz de conectar lo que ocurre en nuestras
cabezas con lo que sucede en la cabeza del resto de la gente. Deja intacto el
individualismo metodológico.
El próximo capítulo intentará liberar al Homo economicus de su soledad,
para investigar de qué maneras la gente se relaciona entre sí, de qué modo la
sociedad modela nuestros valores, cómo damos forma a las instituciones
sociales y cuáles son las dimensiones sociales de la cooperación económica.
Capítulo 7
Sociología y ciencias económicas
No soy «yo» quien actúa, sino la lógica automática de los sistemas
sociales que actúan a través de mí como «Otro». Esa lógica es el
verdadero sujeto. El sujeto autónomo sólo emerge en los intersticios de
esta lógica.
ANDRÉ GORZ, Ecológica 1
¿Puede la sociología ayudar a las ciencias económicas?
El Homo economicus —la calculadora humana— es una ficción. Los
humanos nacen y se crían en grupos, donde también encuentran protección.
Los grupos pueden entenderse como un seguro integrado contra el infortunio
y la soledad, el coste que los humanos pagan por la restricción de la libertad
individual. Las primas de ese seguro son más elevadas en las sociedades
tribales y más bajas en la clase de sociedad abierta en la que vivimos la
mayoría de nosotros. Sin embargo, los grupos siempre imponen algún coste
de pertenencia. Si los individuos pudieran calcular con precisión la
probabilidad de alcanzar sus objetivos deseados, no necesitarían vivir en
grupos: serían idénticos a la descripción que hacen de ellos los economistas
neoclásicos. Pero como carecen de la información básica necesaria, el Homo
economicus no sólo es una forma simplificada de elaborar teorías, sino, sobre
todo, salvo en situaciones muy especiales, un ideal imposible.
Los economistas, por supuesto, entienden que los humanos interactúan
entre sí, como los átomos. La teoría de juegos es el estudio de los procesos
que los individuos racionales utilizan para tomar decisiones que dependen de
las elecciones esperadas de los demás. Pero esas elecciones son siempre
autónomas. Los sociólogos hacen una distinción fundamental entre
interacción e interdependencia. En la interdependencia, las partes, sean las
que sean, dependen unas de las otras, como los distintos órganos del cuerpo.
No pueden funcionar de manera aislada. Esto significa que los resultados de
muchas situaciones no pueden predecirse, a no ser que las relaciones entre las
partes puedan especificarse con precisión, una tarea mucho más difícil.
En cuanto la «voluntad» (la capacidad de actuar) se introduce como una
variable explicativa, surge un problema crucial: dónde se encuentra esa
voluntad. El punto de vista habitual en las ciencias económicas es que la
voluntad sólo reside en los individuos. Los llamados «agentes colectivos»,
como los Estados o los equipos de fútbol, son simplemente la suma de los
agentes individuales que los componen. Por lo tanto, parece razonable
empezar el análisis sobre el funcionamiento de la economía con el individuo
y tratar al grupo como una mera herramienta de la voluntad individual.
También parece sensato creer que los resultados sociales son una mera suma
de aportaciones individuales. Así, si hay desempleo, debemos asumir que las
personas en el paro prefieren descansar que trabajar.
Hemos bautizado esta aproximación al análisis social con el nombre de
individualismo metodológico. La explicación que da Adam Smith sobre los
mercados, que son el resultado de la propensión humana a «trocar, negociar e
intercambiar», es un buen ejemplo. Comienzas con algún axioma simple del
comportamiento individual —el interés propio, por ejemplo— y después
deduces el resultado en el conjunto de la economía a partir de esta premisa.
Aunque los sociólogos también tratan de entender la economía, empiezan en
un lugar completamente diferente: los grupos, en vez de los individuos. La
posición de la mayoría de los sociólogos podría denominarse, en términos
generales, como holismo metodológico. Sostiene que el comportamiento de
las partes sólo se puede comprender en relación con el todo; aquí ese todo
significa las relaciones e instituciones complejas que «enmarcan» el
comportamiento individual. El todo es distinto a la suma de las partes.
Podríamos llamarlo «sistema». La mayoría de las personas entienden que no
son partículas independientes, sino parte de un sistema que los beneficia o los
perjudica. Los «todos» también tienen «voluntad», son actores de pleno
derecho.
El atractivo de tratar al individuo como actor único es fácil de entender. Es
la partícula social más pequeña con capacidad para actuar de manera
independiente. (Los seres humanos también se componen de partes. Pero
sería extraño decir que una pierna o un brazo ejercen su «voluntad».) Son
también los únicos actores con voluntad moral. Los individualistas
metodológicos confunden muchas veces la voluntad (la capacidad de actuar)
con la voluntad moral (la capacidad de distinguir entre el bien y el mal).
También hay una magnificencia moral en el individualismo, que se pierde al
tratar a las personas como marionetas de los grupos. Debemos la mayoría de
nuestros grandes logros en el mundo del arte, la ciencia y la acción a los
desafíos individuales a la mentalidad grupal.
No obstante, la perspectiva individual ilumina tanto como engaña. Si la
voluntad es la capacidad de actuar, no sería absurdo hablar de una «voluntad
colectiva» en el sentido de que, en muchas situaciones, los grupos tienen una
capacidad de actuación de la que carecen los individuos. Un regimiento de un
ejército, una empresa o un sindicato no son sólo unos grupos de individuos
que han firmado un contrato. En un sentido muy importante, poseen una
voluntad independiente: el poder de conseguir que se hagan las cosas.
La afirmación sociológica tiene dos aspectos: primero, es perfectamente
legítimo hablar de acción grupal; segundo, la acción individual está
enmarcada por la posición social del individuo dentro del grupo. Si
cualquiera de estas dos premisas es válida, las políticas que dan por sentado
que los resultados sociales son sólo la suma de elecciones individuales
concretas pueden estar muy equivocadas. En el primer caso, ignoran la
existencia de los grupos, excepto como herramientas de los objetivos
individuales; en el segundo caso, ignoran la estructura de poder dentro de los
grupos. Cuando los economistas neoclásicos hablan de la necesidad de que la
macroeconomía se «microfundamente» de forma correcta, quieren decir que
debería ser posible explicar los patrones de comportamiento haciendo
referencia únicamente a las intenciones individuales, y que dichos patrones
no son nada más que la suma de esas intenciones. Por ejemplo, el PNB sólo
es la media ponderada de todas las transacciones individuales en la economía.
Sin embargo, también tendría sentido hablar de «macrofundamentar» la
microeconomía, es decir, mostrar la forma en que la posición social o
económica de las personas modela las intenciones individuales. Eso es
precisamente lo que hicieron David Ricardo y Karl Marx con sus teorías
sobre los intereses de clase.
Que la «posición» de cada cual en la sociedad condiciona sus elecciones
resulta evidente para cualquiera que no haya sido educado concienzudamente
en la economía neoclásica. Un amigo anónimo de Donald Trump explicó en
la CNN que «siempre pensé que después de que comprendiera la
responsabilidad del cargo, estaría a la altura de la situación. Ahora ya no lo
creo». La expresión la responsabilidad del cargo evoca con claridad la idea
de que el «cargo» de presidente de Estados Unidos es una entidad separada
de su titular temporal. Hay una causalidad bidireccional. La actuación del
titular condiciona la evolución de la ética del cargo, pero la ética del cargo
influye en el comportamiento de su titular.
Cualquier visión de las ciencias económicas que rechace el individualismo
metodológico como ley general puede considerarse sociológica. La economía
marxista, la economía keynesiana y algunas variantes de la economía
institucionalista son sociológicas en el sentido de que ven a los individuos
como inseparables de un todo, al cual influencian, pero que también los
influencia a ellos. Para los economistas neoclásicos, por otra parte, la
causalidad sólo va en una dirección, del individuo a la institución. Los
individuos crean las instituciones como herramientas para conseguir que la
acción individual sea más eficiente. Ven a las empresas como un medio de
reducir los costes de las transacciones. El Estado es un artefacto para
economizar en los costes de protección. La Iglesia reduce los costes de hacer
transacciones con Dios. Desde este punto de vista, la sociedad es
simplemente una suma de transacciones individuales. Esta lógica se puede
simplificar todavía más, y entonces creer que todos los individuos tienen
motivos idénticos. La institución puede reducirse entonces al comportamiento
de un único individuo: el «agente representativo».
La sociología ofrece dos rutas para escapar de la trampa individualista:
presenta una forma de entender la estructura de la vida económica aparte de
los individuos, y se centra en el sistema de valores o «cultura» de los grupos
que modelan el comportamiento de sus miembros. Defiende que los seres
humanos son «animales culturales».
Si en las ciencias económicas estandarizadas la abstracción conductual
básica es el cálculo racional, en sociología es la «norma». La primera se
abstrae de la sociedad; la segunda la presupone. Por supuesto, los Robinson
Crusoe también exhiben un comportamiento «normal». «Normal», en este
sentido, es simplemente una abreviatura de cálculo individual. Sin embargo,
en sociología «la norma» se refiere a un código de conducta. En otras
palabras, presupone una relación social.
El concepto de «norma» en un sentido sociológico es necesario para
explicar el comportamiento humano porque las organizaciones tienen reglas y
códigos de conducta que modelan la estructura motivacional de sus
miembros. Por ejemplo, ¿de verdad podemos creer que la huelga de los
mineros británicos de 1984-1985, que tuvo como resultado la extinción
virtual del sector del carbón, puede explicarse por el egoísmo racional de los
mineros como individuos? Quizá, con un argumento fantasioso, alguien
podría explicar el comportamiento de los mineros individuales en términos de
un utilitarismo de la norma. Pero está claro que nadie tiene que ir —o debería
necesitar ir— más allá de ideas como la «lealtad» o la «solidaridad». La
existencia de los actores grupales implica que gran parte de la microeconomía
neoclásica —la lección del libro de texto estandarizado que considera al
individuo maximizador de la utilidad como la única variable independiente
del modelo microeconómico— se equivoca por completo.
En palabras de John Harvey: «Vivimos, comemos, nos reproducimos,
crecemos y morimos en manada [...] ningún animal individual de ninguna [...]
especie toma la decisión de vivir con los demás. Está grabado en todos ellos,
porque ha evolucionado como un mecanismo de supervivencia». De ello se
deduce que el objeto básico de estudio no debería ser el individuo, sino el
grupo, y más concretamente su cultura. En términos muy generales, la cultura
es el sistema de valores de un grupo. A eso nos referimos cuando hablamos
de «sentido común», «sabiduría recibida» o «aceptar las reglas». Proporciona
incentivos formales e informales para el buen comportamiento y castiga el
malo. En su mayor parte, sin embargo, la conformidad es instintiva. A pesar
de los estallidos de rebeldía, «está en nuestra naturaleza. Forma parte de lo
que nos hace humanos». 2
Así, ¿por qué limitarse al individuo como unidad de análisis? Hay dos
razones, una instrumental y otra ética. El individualismo ofrece una base más
eficiente para los modelos que el holismo o el organicismo. Es mucho más
fácil presuponer unos individuos equipados con un único motivo —el
egoísmo racional— que encontrar el modo de llegar a una conclusión a través
de la complejidad de las relaciones sociales. También hay un motivo ético
para el individualismo. La mayoría de los economistas piensan, como Popper,
que los modelos holísticos de la sociedad son totalitarios de manera implícita.
La libertad de elección es al mismo tiempo un imperativo ético y una
conjetura científica.
El enfoque holístico plantea que hay un comportamiento a nivel sistémico
que no puede comprenderse desde la esfera individual, y en particular que las
dinámicas del propio sistema son responsables de los cambios y de unas
formas impredecibles. Las ciencias económicas son el estudio de los sistemas
«cerrados», donde los resultados concretos pueden atribuirse con total
seguridad a acciones individuales. La sociología es el estudio de los sistemas
«abiertos», donde los individuos dependen unos de otros de formas
complejas. Sólo en un sentido muy amplio sus elecciones podrían ser
«predecibles».
En estas páginas, la oposición entre individualismo y holismo se establece
con deliberada simplificación, sin dialéctica, a fin de poner el foco de
atención sobre la naturaleza de las elecciones metodológicas a las que se
enfrentan los economistas. Idealmente, la sociología y la economía deberían
complementarse entre sí. La conjetura de racionalidad abre el camino a una
«menor resistencia entre los fines y los medios, mientras que la sociología es
necesaria para explicar la fricción de sesgos y error que muchas veces se
entromete de por medio». 3 Sin embargo, en gran medida, ambas disciplinas
han avanzando muy poco cuando se trata de valorar las virtudes
metodológicas de la otra. Son autorreferenciales: cada una ve a la otra ante un
espejo.
Lo social y lo individual
Históricamente, la economía y la sociología pueden compararse en función
de sus reacciones a la Ilustración y sus consecuencias. En el mundo
premoderno se daba por sobreentendido que la actividad económica era sólo
un aspecto, si bien uno muy importante, de la vida en comunidad. En sus
vidas económicas, los individuos estaban unidos a los grupos por las
costumbres y las tradiciones, que se expresaban a través de la familia, la
aldea, la iglesia, el gremio y la autoridad. El orden social era jerárquico: todo
el mundo sabía cuál era su lugar en un orden de cosas. La tarea del
gobernante era generar «alimento» para todo el mundo en consideración de
su rango, lo que incluía restricciones al acceso a los mercados, fijación de
precios y controles sobre el consumo. El trabajo debía corresponderse con el
rango de cada cual. La «riqueza temporal» era, en el mejor de los casos, un
camino hacia la riqueza eterna. Era «irracional» —miserable— buscar la
riqueza temporal a expensas del goce eterno. 4 La sociedad premoderna no
era estática, pero su movilidad era básicamente circular, ya que una dinastía
reemplazaba a otra en la sucesión al trono, mientras la masa de siervos,
campesinos y aldeanos vivían sus vidas a un ritmo que sólo interrumpían las
catástrofes naturales.
Con la Ilustración, la cosmología medieval se vino abajo. Aquel
movimiento dispuesto a «iluminar» la mente tenía como objetivo la
liberación de los individuos de las cadenas sociales que envolvían sus vidas
de oscuridad. En las memorables palabras de Immanuel Kant (1724-1804),
era el «surgimiento del hombre de una minoría de edad autoimpuesta». 5 Las
convulsiones ideológicas y sociales liberaron al pueblo de la dependencia y
las relaciones de poder premodernas para asumir un creciente número de
roles, o «identidades», como las llamamos ahora. La Revolución francesa
abogó por la emancipación política del pueblo; los economistas, por su
emancipación económica. En eso consistió la doble revolución del siglo XVIII,
acogida con entusiasmo por los liberales, tanto políticos como económicos.
El progreso traería un mundo de afinidades electivas, no obligadas.
La sociología tiene un método distinto para analizar esos acontecimientos,
mucho más sombrío. Su punto de partida era la «absoluta realidad del orden
institucional [...] legado por la historia». 6 Para los creadores de la sociología,
aquello que los revolucionarios y economistas celebraban como una
liberación del individuo de los grilletes de la sociedad parecía más bien una
ruptura violenta con los lazos protectores de la comunidad. El orden material
se desconectó del orden moral. Por costumbre, los sociólogos han descrito la
descomposición de la sociedad como un proceso de atomización social: las
personas pierden su lugar funcional en el conjunto y, por lo tanto, su sentido
del deber respecto a los demás.
Así pues, ambas disciplinas analizaban la cuestión social desde
perspectivas opuestas. Mientras los economistas decían que el problema
central de la época era garantizar la producción y la asignación de los bienes
materiales más escasos de la forma más eficiente, el asunto que inquietaba a
los sociólogos era la manera de crear un orden moral perdurable a partir de
los fragmentos en descomposición de la vida religiosa y comunitaria. Los
economistas se fijaban en la racionalidad individual para instaurar una época
de libertad y plenitud crecientes; los sociólogos en la pesadilla del poder
despótico ejercido, aunque fuera en nombre de unas masas desorientadas y
estupefactas. Los sociólogos no son unánimes en su pesimismo, ya que las
instituciones pueden verse como portadoras del progreso, pero también de la
reacción contraria. Los conservadores se lamentaban de la desaparición del
orden jerárquico; los radicales como Karl Marx aceptaban los beneficios de la
industrialización, pero argumentaban que ese concepto al que Thomas
Carlyle (1795-1881) se refería como el «nexo monetario» debía superarse
con unos nuevos vínculos sociales «racionales». Los liberales sociológicos
enfatizaban el papel de la libre asociación. De este modo, la sociología no
pierde su elemento prescriptivo o de «mejora». Sin embargo, el sesgo y —
podría decirse— el punto débil de la sociología es su tendencia al
conservadurismo. No podría ser de otra manera, ya que su mapa está atestado
de presencias inamovibles. 7
Nadie ha sintetizado las dinámicas siempre inquietas y contradictorias del
nuevo orden económico mejor que Karl Marx. Estaba fascinado por la novela
de Mary Shelly Frankenstein: el Prometeo moderno (1823), la historia del
monstruo humanoide que, tras ser diseñado para servir a su maestro, Victor
Frankenstein, «se declara en rebeldía», se revuelve contra su inventor y
siembra el caos por allí por donde pasa. Marx veía en esa historia una
metáfora del capitalismo. La burguesía, escribió, había creado «unas fuerzas
productivas más grandes y colosales que todas las generaciones precedentes
combinadas». Había arrastrado «hasta a las naciones más bárbaras a la
civilización [...] creado un mundo a su propia imagen». Pero el coste había
sido atroz: «Todas las relaciones prefijadas, congeladas al instante, con su
séquito de ideas y opiniones antiguas y venerables, son barridas del mapa, y
aquellas recién formadas se vuelven anticuadas antes de que puedan quedar
reducidas a huesos. Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, todo lo
sagrado es profanado». 8 El capitalismo, la «criatura» que Frankenstein ha
creado, debe ser destruido una vez que haya completado su trabajo.
El comentario de Alexis de Tocqueville (1805-1859) sobre la ciudad de
Manchester, el centro del nuevo industrialismo decimonónico, también
parece ser un arma de doble filo:
De este nauseabundo desagüe, fluye la mayor riada de diligencia humana para fertilizar el mundo
entero. Desde esta asquerosa alcantarilla fluye oro puro. Aquí la humanidad alcanza su desarrollo
más completo y brutal, aquí la civilización hace sus milagros, y el hombre civilizado se convierte
casi en un salvaje. 9
Por tanto, la indagación sociológica ha consistido, por un lado, en el
estudio de las fuerzas que conducen a la descomposición de la sociedad y,
por el otro, en el análisis de los nuevos tipos de asociación que devuelve esa
misma descomposición.
La perspectiva sociológica
La doctrina sociológica básica es que los humanos están inseparablemente
unidos por su biología, experiencia y cultura. Además, todos los sociólogos
creen en la realidad del orden institucional: las instituciones existen. El orden
institucional, sin embargo, no es inmutable, no está hecho de una sola pieza.
En los tiempos premodernos, la economía estaba «incrustada» en el orden
moral; en los tiempos modernos, se ha separado de ese orden. Otra idea
fundamental es que los distintos órdenes institucionales generan distintos
tipos de carácter. Durante la mayor parte de la historia, la organización social
reflejaba las necesidades militares, con el guerrero como su arquetipo. El
Homo religiosus era el arquetipo medieval; el Homo economicus emergió con
el capitalismo. Todas las ciencias sociales han debatido sobre qué partes del
orden institucional pueden considerarse primordiales, ya que reflejan nuestra
biología, experiencia acumulada y sentido moral innato, y qué partes
deberían verse como variables, esto es, susceptibles a cambios en las
creencias y las condiciones de vida.
Una cuestión complementaria importante es la siguiente: ¿qué clase de
institución es el Estado? Tal como lo conocemos, el Estado es una creación
de la sociedad moderna. Antes sólo había el gobernante, su familia y la corte.
¿Debe verse el Estado como un interés privado, como el brazo ejecutor de la
clase capitalista, o en cierto sentido representa el interés general? Aquí la
cuestión fundamental es a quién hay que rendir cuentas. Investigaremos esta
cuestión con mayor detalle en el capítulo 9.
Para concretar un poco tanta abstracción, vamos a analizar tres temas que,
desde una perspectiva histórica, han representado el núcleo de la sociología:
la naturaleza de la comunidad, el espíritu del capitalismo y la relación del
mercado con la sociedad.
Gemeinschaft y Gesellschaft
Ferdinand Tönnies (1855-1936) distinguió entre las comunidades unidas por
los lazos afectivos y tradicionales, que denominó Gemeinschaft, y una
sociedad de intereses, como una empresa o un partido político, que llamó
Gesellschaft. En una Gemeinschaft, los individuos permanecen unidos a pesar
de la existencia de factores separadores, mientras que en una Gesellschaft
permanecen separados a pesar de la presencia de factores unificadores. 10 De
un modo similar, el gran sociólogo Max Weber (1864-1920), que también era
profesor de economía, distinguió entre dos tipos de relaciones:
«comunitarias» y «asociativas». Una relación es comunal cuando se basa en
«el sentimiento subjetivo de las partes de que pertenecen las unas a las otras,
de que están implicadas en la existencia total del otro». Los ejemplos serían
una unidad militar, un sindicato obrero, una hermandad religiosa, el
matrimonio, etcétera. La relación es «asociativa» cuando depende de «un
arreglo de intereses motivado racionalmente o un acuerdo motivado de forma
parecida». 11 El grupo asociativo es una comunidad por elección: «elegimos»
a aquellos con quien queremos asociarnos, en lugar de vernos atados a ellos.
La idea que hay que destacar es que los sociólogos creen que la
Gemeinschaft es propia de las formas premodernas de asociación, mientras
que la Gesellschaft sería típica de las modernas, así que han interpretado la
modernidad como el paso de la primera a la segunda. El filósofo jurídico
Henry Maine (1822-1888) describió el proceso como un movimiento desde el
estatus al contrato. El estatus viene asignado, pero en una asociación
contractual, la relación entre individuos se basa en sus elecciones. La
pregunta evidente entonces es: ¿qué compone el pegamento social de la
forma asociativa de relación?, ¿hay bastante con un arreglo racional de
intereses?
Según Jürgen Habermas (1929), los ciudadanos modernos habitan en dos
mundos separados: la dimensión moral/social de la vida doméstica, comunal
y cultural, y las relaciones instrumentales propias de la economía. Dijo que la
primera era el dominio de la racionalidad «comunicativa» y la segunda el
ámbito de la racionalidad «estratégica», en otras palabras, del cálculo. Ambas
se manifiestan bajo circunstancias y actividades diferentes. La primera es
indispensable para el orden moral, la segunda para el orden material. El
miedo de Habermas, como el de muchos sociólogos, ha sido la intrusión de la
racionalidad estratégica en la moralidad. 12 Como ya hemos visto, Lionel
Robbins proporcionó una justificación para ello cuando afirmó que todas las
elecciones tienen un «aspecto económico» (véase página 43). En un mundo
basado en contratos, no tiene ningún sentido apelar a la moralidad, porque ya
no está presente.
El problema es: ¿hay suficiente con el interés propio para crear y
establecer relaciones de obligación? Los economistas de la corriente
predominante han supuesto de manera general que éste sería el caso. Los
sistemas normativos y legales hunden sus raíces en el egoísmo individual:
sale «a cuenta» ser honesto. Pero Émile Durkheim (1858-1917) cuestionó
esta visión con contundencia. En su Ética profesional y moral cívica,
Durkheim defendía que:
Ningún tipo de contrato podrá mantenerse ni un solo instante [...] a no ser que se base en
convenciones, tradiciones y códigos en los que resida claramente la idea de una autoridad más
elevada que un contrato. La idea de un contrato, su simple posibilidad de existencia como una
relación entre hombres [...] sólo se hace realidad en el contexto de unas costumbres ya
soberanas. 13
Nadie, por ejemplo, redactaría un contrato monetario sin la certeza de que
el dinero es un símbolo de valor digno de confianza.
Anomia fue la palabra que Durkheim utilizó para definir la patología
social de una sociedad moralmente desarraigada. Descubrió que el porcentaje
de suicidios en los países protestantes era más elevado que en los católicos
porque los vínculos familiares se mantenían mejor en las sociedades donde
los segundos eran mayoría. 14 El desmembramiento de la comunidad no
conduciría a unas nuevas relaciones instrumentales, sino a una desintegración
todavía mayor, lo que generaría una ampliación ilimitada de la regulación
estatal. Aquí encontramos un motivo recurrente en la literatura sociológica: la
divulgación de la mercantilización corre en paralelo a la expansión de la
burocracia, y encierra el deseo liberal de libertad individual en una «jaula de
hierro de servidumbre». El único escape temporal lo ofrecen los líderes
«carismáticos», quienes «establecen nuevos objetivos y abren nuevos
caminos para las sociedades obstruidas por el estancamiento político y la
rutina burocrática». 15
Desde los tiempos de Weber, el mundo de las costumbres se ha reducido
en comparación con el mundo de los «negocios». La vida moderna se ha
convertido en algo cada vez más «transaccional». La ideología del Homo
economicus, en combinación con la tecnología digital, absorbe a las personas
de las comunidades locales, e incluso a las naciones, en una «aldea global».
El estudiante de Economía necesita equilibrar el entusiasmo de los
economistas por unos mercados que no dejan de extenderse con la idea
sociológica de que este fenómeno puede ser disruptivo para unos estilos de
vida ya establecidos. Sin una imaginación sociológica, no podemos tener la
pretensión de comprender la revuelta política de los que hoy «se han quedado
atrás».
Hay un tipo de institución, muy influyente, que queda al margen de la
división binaria entre la costumbre y el contrato: es la comunidad religiosa, la
comunidad de los creyentes. No estamos vinculados a la Iglesia o la religión
por cálculos o parentescos, sino más bien por un sentido de nuestra propia
insignificancia humana, que la creencia religiosa es capaz de convertir —
como sólo ella sabe— en una esperanza por el futuro. La ideología podría
verse como el sustitutivo secular de la creencia religiosa. Aparece cuando la
costumbre empieza a cuestionarse. En la actualidad, la comunidad ideológica
es la forma de asociación más poderosa. Y esto comporta sus propios y
evidentes peligros, porque ofrece una promesa completamente injustificada
de utopía secular.
El espíritu del capitalismo
La economía neoclásica asume una naturaleza humana inmutable, marcada
por un deseo ilimitado de ganancias. Esta conjetura es la causa de que las
ciencias económicas sean incapaces de explicar por qué ese motivo para la
acción no ha podido generar un crecimiento significativo de la riqueza
durante la mayor parte de la historia de la humanidad. No basta con decir que
no pudo expresarse con plenitud por la presencia de unas instituciones
ineficientes, ya que entonces dejamos sin explicación la persistencia de esa
clase de instituciones. «Lo que debe explicarse», escribió R. H. Tawney
(1880-1962) en su introducción a La ética protestante y el espíritu del
capitalismo de Max Weber:
[...] no es la fuerza del motivo del egoísmo económico, que es un lugar común en todas las épocas y
no requiere mayor explicación. Es el cambio de los estándares morales lo que convirtió la debilidad
natural en un ornamento del espíritu y canonizó como virtudes económicas unos hábitos que en las
épocas anteriores se habían condenado como vicios.
En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber negaba
que los individuos sean maximizadores por naturaleza. «En la sociedad
tradicional, el hombre no desea “por naturaleza” ganar más y más y más
dinero, sino sencillamente vivir como está acostumbrado a vivir, y a ganar
cuanto sea necesario para ese propósito.» El «espíritu del capitalismo» entró
en la historia en un momento (siglo XVI) y en un lugar (Europa noroccidental)
muy concretos, y por una razón en particular. Fue una consecuencia
accidental de la creencia en la predestinación. 16
Dios había dividido a los seres humanos entre los que serán condenados y
los que serán salvados, y aquéllos no podían hacer nada para influir en la
selección. Los creyentes respondieron redoblando sus esfuerzos por
convencerse a ellos mismos —cuando no al Todopoderoso— de que se
encontraban entre los salvados. En esencia, el éxito en el trabajo —la
acumulación de riqueza— empezó a considerarse como un «signo» o
«prueba» de gracia. El ascetismo cotidiano inculcado por el puritanismo fue
el fundamento psicológico del capitalismo moderno. Cuando adoptaron la
acumulación de riqueza como objetivo, los puritanos se sentían destruidos
por la culpa y el ascetismo personal o la frugalidad fueron su forma de lidiar
con ello. 17
El valor de la brillante conjetura de Weber tiene dos aspectos: cuestionar
la creencia de los economistas en la inmutabilidad de la naturaleza humana, y
abrirnos los ojos al vínculo entre religión y economía. La economía puede
verse como una forma de creencia religiosa: en este caso, de creencia en el
progreso. «Si te comportas de esta forma, la gracia recaerá sobre ti, aunque
sea a largo plazo.» Los economistas podrían compararse con una especie de
clero secular, ya que cumplen con la antigua función de los sacerdotes:
conseguir que la gente viva según las reglas que establece el manual. Dios
está en el modelo, fuera de él, sólo hay engaño, locura, maldad.
¿Son naturales los mercados para el ser humano?
Siguiendo la estela de Adam Smith, la economía de la corriente predominante
ha considerado los mercados como parte del orden natural, y el poder del
Estado, como una especie de mutilación impuesta desde el exterior. Por el
contrario, el antropólogo social Karl Polanyi (1886-1964) distinguió entre
«mercados» y «economía de mercado». Los mercados son naturales, pero la
economía de mercado es «enteramente antinatural, en el sentido estrictamente
empírico de lo excepcional». Lo que era «natural» era la costumbre y la
reciprocidad. El propósito del intercambio no era conseguir beneficios, sino
consolidar las relaciones a través de obsequios; lo que debía maximizarse era
el honor social, no el dinero. 18 Así, en los tiempos preindustriales, la
economía estaba «incrustada» en un orden moral del que se desharía gracias
al capitalismo. En consecuencia, la teoría del microprecio resulta inapropiada
y deformadora cuando se aplica a relaciones no mercantiles, como hacen
neoclásicos como Gary Becker.
La tesis de Polanyi, en resumen, es que en las sociedades premodernas los
mercados sólo podían existir en los márgenes de la economía, ya que los
«factores» de producción —mano de obra, tierra y capital— no se podían
intercambiar. Su transformación en «mercancías ficticias», tan sujetas a la
compra y la venta como la comida, la ropa y los muebles, fue el resultado del
poder del Estado. Era fundamental establecer economías «nacionales», para
que así los gobernantes pudieran movilizar sus recursos para las guerras. La
«tragedia de los bienes comunes» —la delimitación privada de tierras
previamente comunales en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII— fue una
clara señal de advertencia en el camino que conduciría a la creación del
primer mercado nacional.
Sin embargo, el intento de crear una «sociedad de mercado» produjo una
reacción, puesto que la sociedad se resistía a incorporarse a una economía de
este tipo. La economía de mercado trajo una creciente regulación por parte
del Estado democrático para contener sus efectos disruptivos. Así, en la
actualidad la intervención estatal no es una disrupción del orden natural del
mercado. Más bien es el intento de evitar que los mercados destruyan las
mismas sociedades en las que están incrustados. El proteccionismo fue la
respuesta económica; la socialdemocracia y el fascismo fueron las respuestas
políticas alternativas. Polanyi describió todo lo anterior en su clásico La gran
transformación (1944). En un único recorrido histórico, este autor captura
tanto el comportamiento económico del pasado como la revuelta contra el
laissez-faire en el siglo XX.
La crítica de Polanyi a la sociedad de mercado descansa sobre su creencia
en la dominancia de lo social por encima de lo económico. Es representante
de una gran tradición dentro de la sociología que interpreta la mayor parte de
la historia moderna, política y social, como un intento de proteger a la
sociedad de las disrupciones del mercado. Desde su aparición, el capitalismo
ha generado acciones sociales espontáneas y voluntarias diseñadas para
conservar nuestra humanidad frente a su inhumanidad. El ideal de la
especialización, tan propio del mercado, aliena a los seres humanos de la
sociedad, y a unas personas de las otras. A través del mercado, gran parte de
nuestras vidas se «mercantiliza», desplazando los valores y relaciones no
económicos. Pero los seres humanos son animales sociales, con una fuerte
necesidad de identidad, camaradería y seguridad, y un sentimiento de valía,
por lo que, aunque aceptan las ventajas que han traído los intercambios de
mercado, conciben estrategias no mercantiles para proteger la materia
humana contra su intrusión.
En términos políticos, la socialdemocracia ha sido la respuesta más
duradera. Pero Polanyi no presenta una solución evidente, sólo una dialéctica
entre la creciente disrupción del mercado y la creciente regulación del Estado.
Reconciliación
Parece que hay un abismo insalvable e inamovible entre la explicación
económica y la sociológica del comportamiento humano. En el
individualismo metodológico, las explicaciones siempre hablan de
individuos; en el holismo metodológico, de colectivos. Esto equivale a decir
que «no hay nada parecido a la sociedad» (como de hecho dijo Margaret
Thatcher) o «no hay nada parecido a la libre elección». Ambas afirmaciones
son claramente falsas. El remedio para dejar de tratar a los seres humanos
como calculadoras consiste en no convertirlos en autómatas irreflexivos; al
contrario, tenemos que entender mejor la imprecisa relación entre lo
individual y lo social.
El economista y filósofo Tony Lawson rechaza tanto la posición holística
como la individualista, y argumenta que un estudio correcto de la sociedad
debe centrarse tanto en las relaciones organizativas como en las personas
individuales y los objetos que toman parte en ellas. Él utiliza el término
emergente para las totalidades sociales o sistemas (con unos poderes causales
independientes) y sus estructuras, que han nacido a partir del caos de la
interacción humana. (La teoría de la selección natural de Darwin es una
influencia.) Todo sistema incorpora tanto unos elementos individuales como
una estructura organizativa, que incluye las posiciones que ocupan dichos
elementos individuales. Esta estructura organizativa es fundamental para los
poderes causales del sistema, para que así estos últimos siempre se
consideren irreductibles respecto a los que poseen los individuos implicados,
considerados al margen de la existencia de otras relaciones organizadas.
El cuerpo es un sistema de partes interdependientes, en el sentido de que
cada una está definida por su rol funcional dentro del conjunto. Como dijo
Aristóteles, una mano es para agarrar; por lo tanto, una mano que no puede
agarrar, porque está amputada del cuerpo, en cierto sentido deja de ser una
mano para siempre. 19 De un modo similar, aunque la estructura
organizacional de una sociedad está menos definida que el cuerpo, las partes
sólo funcionan en relación con la estructura.
Lawson defiende que la estructura organizacional de un sistema emerge al
mismo tiempo que todo el conjunto. Los elementos individuales preexistentes
se convierten en componentes del sistema cuando encajan en las estructuras
organizativas. Sin embargo, esos elementos individuales organizados son
personas con un cierto nivel de voluntad. Pueden aceptar las obligaciones de
su puesto, es decir, que se les impongan leyes, normas y restricciones, y que
las transgresiones tengan consecuencias. Pero esto no significa que siempre
cumplan las normas. La gente puede aceptar las sanciones y buscar la forma
de adaptarse, evadir, ignorar o rebelarse contra las imposiciones. En este
sentido, la realidad social es fundamentalmente abierta, poderosa, pero
también susceptible al cambio. 20
Dentro de este marco teórico, preguntarse si la causalidad se inicia en las
partes inferiores y se dirige hacia la totalidad, o si ocurre al revés, o sea, si es
la totalidad o la colección de las partes inferiores la característica
independiente, se considera como una falsa dicotomía. El sistema en su
conjunto tiene poderes causales, pero estos poderes sólo pueden ejercerse a
través de la participación de los individuos dentro del sistema, sepan o no
cómo encajan sus acciones dentro del mismo; así pues, el holismo
metodológico es falso. Al mismo tiempo, los individuos implicados sólo
pueden ejercer el poder causal que poseen si mantienen relaciones
organizativas como componentes del sistema, incluso si a veces infringen
esas leyes. Por lo tanto, el individualismo metodológico es falso.
Pensemos, a modo de ejemplo, en la relación entre el lenguaje y la
conversación. Para mantener una conversación, primero debe existir un
lenguaje, algún sistema acordado mediante el que se transmite el significado.
Pero los lenguajes no son inmutables y, en su mayor parte, tampoco han sido
planificados. Emergen a través de un proceso de incontables conversaciones,
mientras los participantes aprenden a comprender una serie de reglas tácitas.
Los sonidos adquieren significados, se convierten en palabras y, cuando los
contextos cambian, el uso de estas palabras puede modificar sutilmente esos
significados o añadir otros nuevos.
Otro ejemplo podría provenir de un deporte de equipo, como el fútbol. Al
marcar un gol, es el equipo —el Arsenal, por ejemplo— quien está ganando
1-0, no uno de los individuos que juegan en el once. Pero sería absurdo decir
que el Arsenal está ganando sin tener en cuenta la participación de sus
jugadores individuales; el equipo no tiene algo parecido a un pie con el que
chutar. Pero una posición individualista extrema tampoco resulta apropiada.
Once individuos danzando por el campo sin referencias adecuadas entre ellos
jugarían como un equipo local del año 1850, y se limitarían a coger la pelota
y salir corriendo hacia la portería hasta que alguien les hiciera una entrada.
El equipo es capaz de marcar goles porque los jugadores están
organizados en una formación, con unas relaciones concretas, donde cada
posición comporta ciertas responsabilidades. Los delanteros y los defensas
tienen obligaciones distintas, y la organización de los jugadores en el equipo
les permite llevarlas a cabo. Saber que ahí detrás hay un defensa para
proteger la portería permite atacar al delantero. Pero, al mismo tiempo, esta
estructura no es fija, ya que los entrenadores y los jugadores la interpretan
para aprovechar sus propias virtudes y los defectos del adversario, y para
aprovechar el factor sorpresa. En 1880 nadie había oído hablar de jugar con
más de dos defensas, pero hoy en día cualquier entrenador que planteara un
once con sólo dos jugadores atrás sería considerado un incompetente.
En su libro sobre la historia de la táctica en el fútbol, Invertir la pirámide,
Jonathan Wilson escribe: «El fútbol no va de jugadores, o como mínimo no
sólo de jugadores; es una cuestión de forma y espacio, de la distribución
inteligente de los jugadores y de su movimiento dentro de esa estructura». A
diferencia del ajedrez, el fútbol es abierto. Las ciencias económicas
neoclásicas prefieren ver la economía como una partida de ajedrez, en vez de
como un partido de fútbol. Reducen unos fenómenos sociales y psicológicos
complejos a axiomas conductuales básicos o simples modelos matemáticos
lineales, muchas veces sin ninguna pregunta o justificación.
El fútbol, a diferencia del ajedrez, cuenta con un entrenador, una fuente de
poder dentro del equipo cuya función consiste en definir la estrategia del
grupo. Por regla general, las ciencias económicas asumen que, como en el
ajedrez, los jugadores tienen total libertad para hacer sus movimientos. Tiene
más sentido decir que son libres para interpretar el plan del entrenador para el
partido, pero que se exponen a una sanción si se alejan demasiado.
El desafío para el economista no es otro que resistir la tentación de
confeccionar más relatos retorcidos y reduccionistas que despojan a los seres
humanos de su voluntad (como en el relato marxista puro, donde una acción
sólo puede interpretarse como una expresión del interés de clase) o bien los
imbuyen de un poder de elección irreal (como en el relato neoclásico, que
niega por completo la posibilidad del desempleo involuntario al destacar la
libertad para morirse de hambre).
En lugar de presuponer la dirección de la causalidad y conducir ejercicios
revisionistas, para así proporcionar interpretaciones semicoherentes a hechos
que a simple vista refutan todas sus afirmaciones, como en la teoría de la
adicción racional de Becker y Murphy, la investigación ontológica debería
ser una parte habitual de la práctica económica. 21 Así, al tratar de responder
a un problema concreto, los economistas deberían pensar seriamente en las
estructuras y los elementos implicados, y en las condiciones o los momentos
en que la simplificación a un nivel inferior resta o suma poder explicativo.
Capítulo 8
Economía institucional
La naturaleza de la empresa no sólo consiste en minimizar los costes de
transacción, sino también en ser una especie de enclave protector ante
una especulación devastadora potencialmente volátil, y destructiva a
veces, del mercado competitivo.
GEOFFREY HODGSON, Economía e instituciones
Los pensadores anglo-estadounidenses de la Ilustración albergaban serias
dudas sobre las instituciones, que veían como obstáculos al florecimiento de
la libertad individual. Los economistas compartían esta actitud y la
perpetuaron. Se han acostumbrado a explicar los lapsos frecuentes en el pleno
empleo por la existencia de obstáculos institucionales a unos mercados
plenamente competitivos. Pero esto obliga a preguntarse por qué existen las
instituciones. ¿No podría ser que muchas de ellas existieran para proteger a la
sociedad del mercado, como Polanyi sugería? Esta hipótesis plantearía otra
pregunta: ¿qué ventaja tiene teorizar como si las instituciones estuvieran
ausentes? Parece que la única ventaja sería establecer un estándar en el que
las instituciones deben encajar. Pero proponer, por ejemplo, que los salarios
son flexibles, cuando de hecho están «estancados», y que, por lo tanto, el
desempleo es una fugaz perturbación en el mejor de los casos, crea una
propuesta teórica falsa.
El institucionalismo es el reconocimiento que brindan las ciencias
económicas a la sociología. Empezó a echar raíces en las primeras décadas
del siglo XX, cuando una sociedad que podría haberse concebido con facilidad
a partir de pequeñas empresas, contratos individuales y Estados reducidos se
había metamorfoseado en una sociedad dominada por grandes empresas y
sindicatos, con un crecimiento en paralelo del tamaño del Estado y la
legislación. La economía institucional empezó como un intento de analizar la
influencia de las grandes organizaciones en el comportamiento individual,
pero ha degenerado hasta convertirse en una reafirmación contundente de la
lógica mercantil frente a la lógica institucional.
«Viejo» institucionalismo
Las instituciones se definen como «organizaciones creadas con fines
religiosos, educativos, profesionales o sociales», o como «leyes o prácticas
establecidas». Los economistas han sido bastante vagos al describir cómo el
interés propio ha evolucionado en diferentes configuraciones institucionales.
El principal interés del «viejo» institucionalismo era entender cómo las
instituciones modifican el comportamiento de sus miembros, igual que en el
ejemplo de la «responsabilidad del cargo» que modifica el comportamiento
del presidente de Estados Unidos. Dos de los ejemplos más destacados de
esta perspectiva serían los trabajos de Herbert Simon (1916-2007) y John
Kenneth Galbraith (1908-2006).
La aguda pregunta de Simon era la misma que la de Keynes: ¿cuál sería un
comportamiento racional en un mundo de incertidumbre? Los humanos
carecen de la capacidad cognitiva necesaria (potencia de cálculo) para
adentrarse en el futuro, así que sólo pueden recurrir a la «racionalidad
limitada» cuando toman decisiones en situaciones complejas, inciertas.
Tratarán de «estar satisfechos», no de «maximizar»: intentan obtener el mejor
resultado dentro de lo posible, en vez del mejor resultado imaginable.
Todo esto nos lleva al porqué de la existencia de las empresas. Son una
forma de coordinar las actividades de individuos diferentes en un entorno
«satisfaciente». La empresa impone un objetivo compartido a los individuos
que la componen a través de la jerarquía y la lealtad. Simon describe la
lealtad como «el proceso mediante el cual el individuo sustituye los objetivos
organizacionales [...] por sus propios fines como indicadores del valor que
determinan sus decisiones en la organización». 1 Las investigaciones han
demostrado en repetidas ocasiones que los empleados internalizan el telos (el
fin o propósito) de la organización en la que trabajan. Por su capacidad para
modificar los motivos de sus empleados, la empresa es un actor económico
de pleno derecho.
John Kenneth Galbraith ensanchó la grieta en el muro de la economía
neoclásica cuando negó la soberanía del consumidor. Criticaba la secuencia
convencional que empieza con unos consumidores a quienes las empresas
tratan de dar respuesta. Su «secuencia revisada» empieza con unas grandes
empresas que diseñan una producción y una tecnología nuevas. Hacen una
«investigación de mercado» para que les enseñe lo que pueden vender.
Tienen departamentos de publicidad y financiación al consumidor para
asegurarse de que podrán vender sus productos. Las grandes empresas
internalizan muchas actividades del mercado dentro de ellas. Es
imprescindible tener en cuenta todos los intereses básicos de la empresa, lo
que implica que nadie podrá lograr su máximo interés. Necesitan ser tan
grandes para tener cierto control sobre la incertidumbre: de aquí la creciente
concentración de la producción en grandes corporaciones. Las empresas no
maximizan, se comportan de distintas formas para asegurar su
supervivencia. 2
En estos relatos, la institución u organización ejerce una influencia
independiente sobre la acción de los individuos: la causalidad no siempre va
en una única dirección. En palabras de Geoffrey Hodgson, «los individuos se
ven condicionados por sus situaciones institucionales y culturales». Pero esto
no significa que sean simplemente «criaturas de instituciones». 3 Los
economistas institucionales, como Simon y Galbraith, estudian la gramática
de la sociedad, no su conversación.
Los dos análisis anteriores de la coordinación no mercantil permiten
explicar la aparente paradoja de unas organizaciones que viven para servir a
los intereses de sus miembros, mientras imponen unos códigos de conducta
que parecen incapaces de maximizar su función de utilidad independiente.
Ayudan a explicar el fenómeno de los regimientos militares que se sacrifican
por una causa perdida, o de las empresas que son incapaces de maximizar el
valor de los accionistas, o de los sindicatos que luchan por una subida de los
salarios incluso si significa aumentar el desempleo. Es cierto que un mapa
que se componga de esta clase de agentes no ofrece un modelo despejado.
Los motivos de las organizaciones carecen de la claridad de la maximización,
y los resultados de su comportamiento son, por lo tanto, indeterminados. Pero
no necesitamos una teoría mejor, sino un mejor conocimiento.
Institucionalismo neoclásico
Con la «nueva» economía institucional de los años ochenta, el
institucionalismo regresó de nuevo a las ciencias económicas neoclásicas. Su
idea fundamental era que los individuos crean instituciones para reducir los
costes de «transacción», sobre todo de «información», mientras negocian
individualmente en los mercados. La lógica neoclásica permanece intacta: los
individuos crean instituciones para maximizar sus utilidades. El padre de este
enfoque fue el premio Nobel Ronald Coase (1910-2013), cuyo artículo sobre
las empresas apareció en 1937, una reacción contra las —por entonces—
teorías prevalentes sobre la competencia oligopolística. Fue necesario que la
economía neoclásica de los años setenta y ochenta derrocara al
keynesianismo para que sus ideas ganaran aceptación. Hoy representan la
visión ortodoxa en la microeconomía de las instituciones.
¿Por qué existen las empresas? La respuesta de Coase es que existen para
reducir el coste de que los individuos hagan negocios por separado. Su
argumento es que las personas organizan la producción en empresas cuando
los costes transaccionales de su coordinación mediante intercambios de
mercado son mayores que su internalización dentro de la empresa. Los costes
transaccionales en los mercados incluyen el descubrimiento de los precios
relevantes, la negociación y la conclusión de los contratos legales y el regateo
sobre la división del excedente. 4
Los costes transaccionales se incrementan por culpa de una información
incompleta sobre los precios relevantes y por los costes de monitorizar e
implantar un buen rendimiento. Como la producción incluye un factor
temporal, las transacciones productivas no acostumbran a ser como las que
tienen lugar en un mercado de frutas y verduras, donde tanto el comprador
como el vendedor conocen el precio de todos los productos. Dentro de las
empresas, las transacciones mercantiles se sustituyen por la autoridad del
consejero delegado que dirige la actividad de todas las unidades productivas.
La teoría de Coase también responde con habilidad a la pregunta de qué es lo
que determina el tamaño de una empresa. El tamaño óptimo se alcanza en el
momento en el que el coste extra de la internalización iguala el coste de
realizar la transacción en el mercado. El teorema de Coase es un buen
ejemplo del poder de la economía neoclásica para absorber elementos
aparentemente incongruentes de análisis. Los individuos carecen de una
información completa, pero, por su control sobre los costes internos, la
empresa la acaba adquiriendo. Así, la conjetura de la maximización del
beneficio puede mantenerse: en la creación de empresas, los propietarios (los
accionistas) ceden la autoridad técnica a los gestores para maximizar los
beneficios en su nombre. Aunque, en cierta forma, pueda ser una especie de
intrusa en el mapa de la maximización individual, la empresa cumple con el
criterio neoclásico de elección racional.
El historiador económico Douglas North (1920-2015) recibió un premio
Nobel por utilizar la teoría de los costes transaccionales para explicar las
innovaciones institucionales que motivaron el crecimiento económico en el
siglo XVIII. La institución «es un acuerdo entre unidades económicas que
define y especifica las formas en que pueden cooperar y competir». 5 Las
instituciones económicas, como los productos, también se renuevan cuando
los beneficios de la innovación superan los costes de llevarla a cabo. A
continuación, North procede a explicar cómo la modernización de los
derechos sobre la propiedad en Gran Bretaña situó al país en la senda del
crecimiento, ya que a partir de ahí, para los terratenientes «innovadores» por
fin era rentable recoger los beneficios de sus innovaciones, equiparando así
las tasas de rentabilidad social y privada.
Aunque los historiadores sociales británicos lamentan «la tragedia de los
bienes comunes» —la privatización mediante el «cercado» de las tierras
comunales donde los trabajadores agrícolas sacaban a pastar las ovejas y el
ganado—, North elogia el proceso por estipular «una transferencia más
sencilla de la propiedad y la protección del campesinado». 6 Por el contrario,
en España, la Corona fue incapaz de recortar el derecho de la Mesta (el
gremio de los pastores) a llevar sus ovejas por las tierras que quisieran. «Un
terrateniente que había preparado y cuidado minuciosamente sus tierras podía
esperar que en cualquier momento un rebaño de ovejas trashumantes las
arrasara y devorara.» 7 El resultado fue que Inglaterra creció y España se
quedó estancada. Lo que North y Thomas no fueron capaces de explicar es la
persistencia en España de una estructura de la propiedad ineficiente (también
en Francia y la mayoría de Europa) ante las presiones competitivas
internacionales, sobre todo las vinculadas con la guerra. La cuestión puede
plantearse de un modo más amplio: dado que la tecnología es una mercancía
gratuita, ¿por qué su difusión requiere tanto tiempo?
El economista estadounidense Mancur Olson (1932-1998) ha explicado
que hasta los gobernantes que nacieron como mafias o «bandidos errantes», y
a quienes sólo les preocupaba explotar a los pueblos que controlaban y luego
pasar al siguiente, un poco como las tribus dedicadas al saqueo antes de la
edad de la agricultura, adquieren un interés «inclusivo» en el desarrollo
económico de sus territorios cuando se vuelven «sedentarios», o sea, cuando
han eliminado a sus rivales. El interés propio del bandido errante es
modernizar la economía para maximizar así sus ingresos a largo plazo. 8
Alguien podría teorizar que los grupos revolucionarios de Oriente Próximo
son mafias generadoras de ingresos en fase «presedentaria».
Las explicaciones de Coase, North y Olson colocan al volante al Homo
economicus, puesto que es quien moderniza las instituciones para maximizar
su eficiencia. La causalidad es unidireccional: del individuo al grupo. El
grupo no tiene poder para modificar el interés individual, sólo para asegurar
su expresión más eficiente.
Pero los nuevos institucionalistas han detectado un defecto que convierte a
todas las instituciones, como agentes del interés individual, en entidades
bastante precarias: el problema del agente-principal, una forma de riesgo
moral que describe una disparidad entre los incentivos de la gente y sus
responsabilidades. El principal o jefe quiere maximizar algo y contrata al
agente para actuar en su nombre. El problema surge cuando la información
que poseen el jefe y el agente es desigual, o asimétrica. En muchos casos, el
jefe no puede saber cómo se está comportando el agente, ya sea porque no
puede observar directamente sus acciones o porque el agente (funcionario o
directivo) tiene más conocimientos: de hecho, éste podría ser el motivo por el
que en un principio se ha contratado al agente para cumplir con su tarea. Esta
situación deja total libertad a los agentes para que persigan sus propios
intereses individuales a expensas de los intereses privados del principal. Y
esto equivale a decir que el principal tiene una voluntad teórica, mientras que
el directivo tiene una voluntad real.
La nueva economía institucional se utiliza para explicar los rasgos
conductuales del Estado. En la época keynesiana no había mucha teorización
sobre el Estado: se veía como un déspota benevolente, dirigido por expertos.
La teoría de la «elección pública» ha vuelto a la idea anterior del Estado
depredador, aunque ahora vaya adornada de un atuendo neoclásico. Lejos de
que «la responsabilidad del cargo» determine la conducta de los funcionarios
públicos, son los intereses privados de esos funcionarios públicos los que
modelan su comportamiento en el cargo. Los economistas de la «elección
pública», como el premio Nobel James M. Buchanan (1919-2013), usan la
metodología neoclásica estandarizada para defender que el denominado
«interés público» no es «nada más que» la suma de los intereses privados de
los servidores públicos. El «cargo» no tiene influencia en su conducta, están
en el juego para obtener un beneficio privado.
Pero ¿qué pasa con la democracia? ¿Los intereses privados de los
funcionarios públicos no están limitados por la responsabilidad contraída con
los votantes? No mucho, ya que los políticos (los agentes) tienen muchos más
conocimientos, experiencia e implicación que los votantes (su principal). Los
partidos políticos se asemejan a las empresas que buscan beneficios, ya que
también tienen el objetivo de vender productos no costeados (políticas) a
unos ingenuos contribuyentes. Como ha escrito Buchanan, el principal interés
de la escuela de la «elección pública» se encuentra en el «comportamiento
maximizador de la utilidad de quienes podrían ser requeridos para
proporcionar los productos y servicios públicos que demandan los votantes
que pagan impuestos». 9
En el caso del Estado, se pide que los funcionarios maximicen su propia
utilidad y atiendan a los intereses de los votantes sólo después de que hayan
cubierto su propio excedente. En el caso de la empresa, los directivos
atienden a los intereses de los accionistas sólo después de haber alcanzado
sus propios objetivos privados. Por definición, los economistas neoclásicos
creen que las profesiones autorreguladas son cárteles que extraen «rentas» de
sus usuarios.
El problema del agente-principal acecha a la economía neoclásica como
una desalentadora advertencia sanitaria y con un mensaje inequívoco: haz
todo lo que puedas para reducir los costes de que los individuos hagan sus
transacciones directamente en los mercados. Propuso una lógica para las
políticas de privatizaciones de Reagan y Thatcher en los años ochenta, y para
la externalización de las funciones públicas en las empresas privadas. Sería
mejor, proseguía el argumento, dejar la provisión de los bienes públicos,
como el sistema legal, la educación, los hospitales, la vivienda y el sistema de
transportes, a unos «cuasimercados» regulados por departamentos del
gobierno. Incluso las prisiones, el símbolo tradicional del poder del Estado,
que encierran a una proporción cada vez mayor de la población, se arriendan
en un concurso competitivo.
La idea de que los agentes subvierten los objetivos del principal subestima
extremadamente la identificación natural de directivos, funcionarios y
empleados con los objetivos de las organizaciones a las que sirven. La única
solución al problema del agente-principal que pueden proponer los
economistas neoclásicos es mejorar los incentivos para que los agentes no
engañen a su principal. En los momentos posteriores a la crisis financiera de
2007-2008, que sacó a la luz un fraude generalizado, el debate versaba sobre
la necesidad de «alinear» los incentivos de los banqueros con unas
transacciones más honestas. El sueldo vinculado al rendimiento de los
profesores es otro ejemplo. Los profesores, dicen, no harán lo que es mejor
para sus alumnos si no reciben unos incentivos especiales. Esta visión tan
depresiva del comportamiento asume que la honestidad y el cumplimiento del
deber tienen un precio.
La aversión neoclásica por las instituciones ha llevado a algunos
economistas a defender que las empresas, así como otras organizaciones, son
sólo una fase transitoria en el proceso que conduce a unos mercados más
completos. Si los costes transaccionales de recurrir a los mercados se reducen
a cero, la ventaja que tienen las empresas desaparece. ¿Qué queda entonces
de la teoría de Coase? ¿Qué función tiene la empresa? ¿Y cuál es la función
del Estado? Alguien podría decir que el modelo clásico de empresa está
desapareciendo. El big data y la tecnología informática han reducido tanto
los costes de la información que miles de millones de individuos pueden
comerciar directamente entre sí sin la necesidad de intermediarios
institucionales. Las instituciones retroceden ante la invasión de las redes
sociales y las compras por internet. «Y todo lo que es sólido se desvanece en
el aire», en la expresión de Karl Marx. Los sociólogos radicales, como el
brasileño Roberto Unger, creen que la «economía del conocimiento» está
condenada a generar un mundo descentralizado de pequeñas empresas
conectadas en redes globales. 10
Sin embargo, esta nueva perspectiva individualista es prematura. Las
instituciones erigidas por la tecnología digital son menos visibles que sus
predecesoras, sus actividades más «virtuales», pero esto no significa que no
existan, o que no sean incluso más grandes y poderosas. Las visibles
corporaciones multinacionales que dominaron el mundo como grandes
colosos en los años setenta, y cuyo funcionamiento trataban de explicar los
economistas institucionales, puede que ya no existan, pero eso no significa
que la «democracia del mercado» haya ocupado su lugar. Su lugar ha sido
usurpado por nuevas plataformas digitales como Google, Amazon, Facebook
y Apple, que establecen cuasimonopolios mediante la recopilación de datos
sobre los gustos y preferencias del consumidor, que después pueden explotar
comercialmente. La regulación y el control del Estado aumentan para
controlar la utilización de los datos para propósitos perversos. El Hermano
Mayor te vigila (casi) constantemente, pero la mayoría de los economistas,
embelesados por su visión de una utopía comercial individualista, no se han
dado cuenta todavía.
La economía institucional, de viejo o nuevo cuño, representa una gran mejora
en comparación con el Robinson Crusoe de la escuela neoclásica pura.
Reconoce que los individuos se enfrentan a situaciones que los animan a
cooperar. Estas situaciones pueden expresarse en términos de «costes» de la
información o como un problema existencial (incertidumbre). La teoría de
juegos también reconoce que los juegos, en particular los repetitivos, pueden
conducir a un equilibrio cooperativo. Cada jugador está condicionado por el
comportamiento del resto.
Sin embargo, en términos generales, el nuevo institucionalismo permanece
dentro del campo instrumentalista. Ilustra a la perfección la pobreza
imaginativa de la economía neoclásica bajo su caparazón técnico. La
información se trata como un coste mensurable, pero lo que provoca que las
personas creen vínculos entre ellas no son los costes de obtener información,
sino el miedo a estar solas en un mundo incierto.
Capítulo 9
Poder y ciencias económicas
Los economistas de la corriente predominante no sólo creen que
conceptos como «explotación» y «poder» son inútiles para explicar el
fenómeno económico, sino que muestran una gran preocupación ante la
posibilidad de introducir unas palabras con tanta carga emocional en el
análisis.
JOSEPH STIGLITZ, Economía poswalrasiana
y posmarxista 1
El poder —cómo se adquiere, cómo se utiliza, su legitimidad— es el
principal tema de las ciencias políticas. Pero brilla por su ausencia en las
ciencias económicas. La economía, al menos como concepto, se propone
estudiar las relaciones no coercitivas: las negociaciones voluntarias del
mercado. Estas dos disciplinas, la economía y la política, ¿están hablando de
diferentes aspectos de la vida: el reino de la política, determinado por
relaciones de poder, y el mundo de la economía, modelado por unos contratos
voluntarios?
La economía política representa el intento tradicional de unir ambas
disciplinas. Pero, como materia académica, se acabó yendo a pique por su
asociación con el marxismo, y las versiones no marxistas adolecen de una
grave falta de claridad cuando tratan de explicar cómo se relacionan entre sí
las relaciones económicas y las de poder. En consecuencia, el estudio de la
economía política ha sido marginado. Las dos disciplinas, la economía y la
política, siguen caminos separados, pero ocupan espacios que les resultan
conocidos. Justo en medio de ambas se encuentran la mayoría de las
preguntas importantes relacionadas con las políticas públicas.
Este capítulo está dedicado al abandono del estudio del papel que
desempeña el poder en las relaciones económicas. Este abandono es
deliberado. Cuando los economistas de la corriente mayoritaria ignoran hasta
qué punto el poder impregna todas las facetas de la economía, refuerzan las
estructuras de poder existentes al convertirlas en invisibles.
El primer reto para cualquiera que quiera hablar del poder consiste en
establecer qué quiere decir exactamente la palabra. De manera resumida, es la
capacidad para asegurar la obediencia a los propios deseos, ya sea a través del
castigo o la disuasión. El poder no es lo mismo que la autoridad, aunque los
dos conceptos se solapan. La autoridad se establece por la superioridad
aceptada del carácter, la inteligencia, la experiencia o la posición. Estas
cualidades confieren el derecho reconocido a ser obedecido. El médico tiene
autoridad, pero no poder. Ni tampoco todo poder es ilegítimo. Puede ser
legítimo, en el sentido de que el derecho de algunas personas a dar órdenes y
la obligación de otras a cumplirlas está generalmente aceptado. Sin embargo,
nunca es legítimo del todo. Comporta una connotación de cierta resistencia,
real o potencial, a los deseos de quien ostenta el poder, que necesita vencer o
prevenir. Tampoco toda autoridad puede divorciarse del poder, aunque
muchas veces lo esté. Hablamos del «imperio de la ley» como una cosa que
está al margen, o por encima, del poder. Pero no podemos evitar la sospecha
de que «hay una ley para los ricos y otra para los pobres».
Una de las explicaciones más influyentes del poder, obra de Steven Lukes
(1941), sostiene que debe entenderse en tres dimensiones diferentes: el poder
directo, el poder de agenda y el poder hegemónico.
Formas de poder
El poder directo (o duro) es la dimensión más simple, menos controvertida y,
casi con total certeza, la más importante de las tres. Es la pistola en la cabeza,
la mano en el cuello: la capacidad de coaccionar a la gente para que haga lo
que no quiere hacer, pero que tú quieres que haga. Hay distintos grados de
coerción, pero la idea básica es la misma. Si no haces lo que quiero, haré que
tu vida sea muy corta, muy dolorosa o muy difícil. El poder directo ha sido la
forma más prevalente a lo largo de la historia, que, en su mayor parte, ha sido
en realidad la historia del conflicto militar. Clausewitz definía la guerra como
«un acto de violencia para obligar a nuestro oponente a cumplir nuestros
deseos». La guerra todavía es muy importante en las relaciones internaciones,
aunque en formas híbridas.
El poder de agenda, como su nombre sugiere, se refiere al control sobre
«la agenda» política. Es la capacidad para mantener las ideas más incómodas
lejos del proceso de toma de decisiones. Si una idea no encaja con tus
intereses, evitas que se hable de ella. El presidente de una reunión establece
la agenda y, con un poco de astucia, puede asegurarse de llegar a su
conclusión antes de que se hable de cualquier tema incómodo. Los medios de
comunicación y los partidos políticos establecen el lenguaje y el tono del
debate público. Deciden qué ideas están «en la lista» y cuáles «se pasan de la
raya».
Durante la crisis del rescate griego, hubo una declaración de Christine
Lagarde, la entonces directora del FMI, que hizo fortuna: dijo que era
necesario «comportarse como adultos», una apenas velada alusión a Yanis
Varoufakis, quien era el ministro de Finanzas de Grecia. Varoufakis era
descrito como alguien infantil; sus propuestas para reducir la deuda «no
estaban en la lista». El momento de la «pistola-en-la-cabeza» llegaría más
tarde, cuando de manera totalmente deliberada el Banco Central Europeo
llevó a la quiebra al sistema bancario de Grecia en vísperas de un
referéndum. 2
En el mismo sentido, si las grandes cadenas de noticias rechazan cubrir un
tema y los principales partidos políticos no se ocupan de ejercer cierta
presión, el interés en la cuestión se acaba diluyendo. La gente quizá se queje
en el bar o en la calle, pero al final las protestas casi siempre acaban
quedando en nada. Un clásico ejemplo de este fenómeno es la inmigración.
Por supuesto, los esfuerzos por dejar algunos temas «fuera de la lista» no
siempre tienen éxito. A pesar del constante apoyo del Daily Mail y el The
Daily Telegraph, el Brexit no estuvo realmente «en la agenda» hasta que
David Cameron y George Osborne pensaron que un referéndum pondría
punto final a la perpetua guerra civil que se vivía en el Partido Conservador
por la pertenencia a la Unión Europea. De un modo similar, Donald Trump
no estuvo realmente «en la agenda» hasta que irrumpió durante las primarias
republicanas gracias a su astuta comprensión del funcionamiento de las redes
sociales, un agudo sentido de la adicción de la televisión a los dramas y,
quizá, un poco de ayuda desde el exterior. La división de opiniones es la
mayor limitación a la capacidad para ejercer el poder de agenda.
El poder hegemónico, o ideológico, se solapa con el poder de agenda. En
este caso, no se trata tanto de alejar las ideas incorrectas de la lista, sino más
bien de llenarla con opiniones propias. El poder ideológico es invisible, así
que no provoca resistencia. Lukes lo describe como «el poder sobre el
pensamiento, los deseos, las creencias y, por lo tanto, las preferencias». 3 Los
sociólogos franceses Pierre Bordieu (1930-2002) y Michel Foucault (19261984) distinguieron distintas formas de «dominación críptica», tan
sumergidas en nuestra subjetividad y costumbres que, en realidad, no
podemos ser conscientes de ellas. 4 La propaganda refuerza tanto al poder de
agenda como al hegemónico; influye en la opinión a corto plazo, mientras
que a largo plazo enmarca la forma de pensar de la gente sobre las cosas. El
poder ideológico sería el poder «blando» arquetípico. Obedeces por amor, no
por miedo. Aunque las definiciones anteriores de Lukes, Bourdieu y Foucault
difieren sutilmente, todas destacan la idea de que nuestros valores y
costumbres pueden estructurarse para que encajen con los intereses de
quienes ostentan el poder.
Los «alicientes», en la forma de «palos y zanahorias», son algunos de los
elementos que mantienen las tres formas del poder. Los palos son evidentes
en el caso del poder duro, que a día de hoy se reduce en la práctica al poder
del Estado, la mafia o los grupos terroristas. Pero todas las organizaciones
han desarrollado sus sistemas de alicientes (que los economistas llaman
«incentivos») para vincular a sus miembros con los objetivos de la
organización. Incluso el poder hegemónico (que es en gran medida invisible a
aquellos sujetos a él, ya que actúan por su propia voluntad) tiene su estructura
de incentivos.
La concepción hegemónica del poder se inspira claramente en la tradición
marxista. Para Marx, la ideología era una «falsa conciencia», una idea
desarrollada por Antonio Gramsci (1891-1937). En palabras del filósofo y
político italiano, la hegemonía representa «el liderazgo intelectual y moral» a
través del cual «se impone una dirección general sobre la vida social por
parte del grupo dominante fundamental». 5 La idea de religión como «opio
del pueblo» es un ejemplo de esta forma de pensar: mediante la promesa de
una vida póstuma maravillosa a cambio de enormes esfuerzos en esta vida,
los trabajadores están ciegos a sus verdaderos intereses en la tierra. El poder
ideológico puede verse como un reemplazo de la autoridad tradicional,
incluyendo la religiosa: la comunidad ideológica de la «nación» ha sido la
forma más potente de asociación en el siglo XX.
Gramsci desarrolló la idea de «poder hegemónico» para explicar por qué
la profecía de una serie de revoluciones proletarias en los países
industrializados nunca llegó a materializarse. La clase trabajadora ha sido
manipulada para aceptar las condiciones de su propia opresión. El
desencadenante inmediato de esta revelación se produjo en 1914, cuando los
partidos obreros pusieron la nación por encima de la clase para apoyar la
Gran Guerra. El radicalismo islámico puede verse como el ejemplo
contemporáneo del poder hegemónico: hombres jóvenes, desafectos,
animados a malgastar sus vidas por la felicidad eterna.
La dimensión hegemónica del poder es la más difusa. ¿Cómo saber que
existe si es invisible? La respuesta es que, más o menos como ocurre con la
gravedad, es una hipótesis que sirve para explicar por qué la gente parece
actuar tan a menudo contra sus propios intereses. Esta explicación de su
miopía, sin embargo, asume que los intereses «verdaderos» u «objetivos» que
el individuo desconoce sí están claros para los teóricos.
En ciertos casos, relacionados con cuestiones científicas basadas en
hechos concretos, los intereses «verdaderos» pueden ser conocidos por todos,
y la incapacidad para actuar según sus dictados sería un claro síntoma de
miopía. En temas de ciencia —por ejemplo, medicina— hablamos de la
autoridad del médico, no de su poder. Si consideramos, como la mayoría de
los marxistas, que las ideas de Marx son la «verdadera» ciencia de la
sociedad, la incapacidad manifiesta de la clase trabajadora para actuar como
exige esa «ciencia» necesita una buena explicación. Su comportamiento es,
simplemente, equivocado. Este fenómeno es análogo a la fórmula que los
economistas utilizan para tildar de «irracional» la incapacidad de los
individuos para actuar según los patrones racionales que se esperan de ellos.
Pero en ninguno de los dos casos la gente ha recibido una verdadera «ciencia
de la sociedad», mientras que sí es posible desarrollar una verdadera ciencia
de la naturaleza: en el mejor de los casos, sólo obtiene un argumento parcial o
incompleto. La acusación de irracionalidad o miopía, por lo tanto, no se
sostiene. Decir que, simplemente, la «clase trabajadora» no tenía patria en
1914 no es verdad. Los trabajadores se sentían alemanes, franceses,
británicos, rusos, italianos. Ésa es la razón por la que apoyaron la causa de su
país en la guerra. No fue una ilusión: era una realidad, que una interpretación
exclusiva de la historia en términos de clase social pasaba por alto.
La legitimidad del poder
El estudio de las formas de poder está determinado por la opinión de cada
persona sobre el carácter de las instituciones a través de las cuales se supone
que debe ejercerse. Las ciencias políticas reconocen tres grandes estructuras
de poder: liberal, marxista y maquiavélica.
1. La teoría liberal del Estado es coherente con —y se desarrolla junto a—
la teoría económica del Estado. El poder del Estado es un poder directo,
pero está limitado de manera muy estricta por los términos del contrato
social, del que se dice que puso fin al «estado de naturaleza». Esto
somete el poder del Estado a los términos del contrato. El Estado tiene
derechos y obligaciones, su poder es legítimo. Para el relato liberal,
resulta fundamental el rechazo del poder estatal sobre el mercado. El
poder del Estado se limitaba a mantener la «honestidad» de los actores
del mercado: castigar el fraude y evitar el monopolio. Los liberales
«sociológicos» como Montesquieu (1689-1755) y Tocqueville
destacaron el papel de la separación constitucional de poderes y las
instituciones intermedias como baluartes contra el poder despótico. El
poder de agenda y el hegemónico no forman parte del discurso liberal,
ya que esta doctrina niega que el Estado tenga otro poder que no sea
coercitivo.
2. La teoría marxista del poder de clase refleja su visión de la historia, y no
sólo de la historia capitalista. La clase dominante siempre ha dado forma
a la organización social para sus propios fines, ya fuera la gloria militar
o apoderarse del botín —con una fuerte conexión entre ambos—,
objetivos ambos que siempre implican la explotación de la clase
trabajadora a partir del modelo de producción dominante (esclavitud,
servidumbre, «salarios de esclavitud»). Su base ha sido la propiedad de
los medios de producción por parte de una sola clase social. En la
sociedad capitalista, la clase capitalista es la que tiene el poder, que
emana de su propiedad sobre el capital. En gran medida, se trata de un
poder directo: o los trabajadores aceptan el sueldo que determinan los
capitalistas o de lo contrario se mueren de hambre. Pero tampoco falta
un poder hegemónico que actúe como refuerzo. El control sobre los
medios de producción incluye el control sobre la producción de ideas.
Marx escribió: «Las ideas de la clase dominante son en todas las épocas
las ideas dominantes [...]. Las ideas dominantes no son nada más que la
expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, que hacen de
una clase en particular la clase dominante; por lo tanto, son las ideas de
su dominancia». El poder de clase es, per se, ilegítimo. La toma del
poder por vías revolucionarias es necesaria como preludio para abolirlas,
a través la erradicación de las clases. 6
3. La teoría maquiavélica (o cínica) del poder de la élite. Para Vilfredo
Pareto, economista, sociólogo y politólogo, lo que Marx concebía como
una lucha social por el control del poder es simplemente la lucha por el
poder entre la élite en funciones y la que se encuentra en la oposición.
«El único resultado apreciable de la mayoría de las revoluciones —
escribió— ha sido la sustitución de un grupo de políticos por otro.» El
socialismo es una forma de falsa conciencia; no conduce al triunfo del
humanismo, sino a la imposición de otra jaula de ataduras. «Haz como
las ovejas y acabarás en el matadero.» 7 El poder de la élite, como el
poder de clase, depende de una combinación de engaño y poder directo.
¿Cómo ven el poder los economistas?
Por regla general, los economistas neoclásicos describen la economía como
una zona libre de la influencia del poder, donde la única excepción
reconocida sería el monopolio. Esta visión los distingue de los marxistas, que
consideran las situaciones de monopolio en el mercado como casos extremos
del monopolio inherente a toda propiedad sobre el capital. Al modelar los
mercados como si fueran competitivos, los economistas hacen que el poder
sea invisible.
Un monopolista es alguien que compra o vende productos en cantidades lo
bastante grandes como para condicionar su precio. La capacidad para subir
los precios a tu antojo es una forma de poder: si eres el único proveedor, es
muy fácil decir «si no te gusta, ahí tienes la puerta». Adam Smith admitía la
tendencia natural de los mercados al monopolio. «Las personas del mismo
gremio —escribió— casi nunca se reúnen, ni siquiera para su júbilo y
diversión, pero la conversación siempre termina en una conspiración contra el
público o en algún ardid para subir los precios.» 8
Smith comprendió que, en cuanto algunos de los participantes en el
mercado son monopolistas y tienen el poder de fijar sus propios precios, toda
la teoría de la distribución eficiente se viene abajo. Si alguien tiene un
monopolio sobre el agua, por ejemplo, no sólo gana más dinero del que sería
necesario para mantener el suministro, sino que además restringirá su
suministro sin motivo alguno para inflar aún más los precios. Además, el
monopolio en el mercado incrementa notablemente el poder de los lobbies
políticos. Si hay muchas empresas en un sector, las ventajas de que una sola
presione al poder político para mejorar sus condiciones van a recaer en gran
medida sobre sus competidores, así que la actividad del lobby deja de tener
sentido. Un monopolista, en cambio, se lleva todos los beneficios.
Los economistas no tienen ningún problema para modelar el monopolio,
es algo tan sencillo como un mercado con un único comprador o vendedor.
Sin embargo, cuando establecen su posición, prefieren minimizar su
importancia en la vida económica. Los libros de texto siempre empiezan con
modelos de mercados competitivos y sólo introducen la teoría del monopolio
más adelante. Eso se debe a que, desde los tiempos de Adam Smith, han
considerado el monopolio como un defecto o una imperfección en un orden
de cosas que, fuera de esa lacra, es muy deseable. El carácter prescriptivo, o
normativo, del diseño de modelos económicos puede verse aquí en todo su
esplendor.
En la línea del ataque de Smith contra el monopolio, hasta los gobiernos
que se han comprometido con el laissez-faire suelen actuar con decisión
contra los monopolios descarados. El ejemplo más famoso es la Ley Sherman
antitrust de Estados Unidos, que llevó a la división de la Standard Oil en
1911. En los últimos tiempos, esta estrategia dura contra el monopolio se ha
suavizado mucho, sobre todo en el ámbito de la economía de la regulación.
En vez de exigir una competencia real para recortar el poder del monopolio,
la simple amenaza de su implantación forzosa podría llegar a ser suficiente.
Si se mantienen ciertas condiciones, y aunque sólo haya una única empresa
en el mercado, esta última va a seguir comportándose como si se encontrara
en un mercado competitivo por su inquietud ante la posibilidad de que entren
nuevos participantes.
La proposición general es que no puede haber poder de mercado si éste se
encuentra en una situación de disputa permanente. Richard Cooper escribe:
«La capacidad económica generalizada en un entorno globalmente
competitivo crea opciones para todas las partes, y la presencia de alternativas
socava la capacidad de cualquier actor único para alcanzar sus objetivos
predilectos, excepto a través de un buen rendimiento a ojos de sus
clientes». 9 Esta descripción sería una imagen extremadamente idealizada del
sistema global, en el que las grandes corporaciones pueden asignar sus
mercados, decidir dónde invertir y mover el dinero de un lugar a otro, y,
gracias al uso de los precios de transferencia —comprar de sus propias
subsidiarias a precios inflados—, pagar impuestos allí donde quieran. 10 Ante
este uso perverso de la competencia, la mayoría de los economistas sólo
tienen una respuesta: más competencia.
El oligopolio es una forma mucho más frecuente —y compleja— de poder
de mercado: un mercado dominado por unas pocas grandes empresas (coches,
petróleo, telecomunicaciones, aviación), en vez de sólo por una. Cada
empresa sabe que cualquier decisión sobre la fijación de precios o la
producción puede provocar una reacción de las demás. Sólo hacen falta unos
pocos apretones de manos para convertir el oligopolio en un cártel. Si
cooperan, equivalen a un monopolio. Ni siquiera tiene que ser abierto: las
empresas pueden firmar una especie de tregua tácita en su estrategia de
fijación de precios por miedo a una guerra comercial como represalia. Sin
embargo, el fenómeno de los cárteles también es inmune al estudio del poder
económico. Es muy difícil de modelar por una razón: los precios son
indeterminados. Así que los economistas vuelven a decir otra vez que, más
tarde o más temprano, el cártel se desmembrará por los incentivos
económicos que hay para romperlo y los productores terminarán participando
en un juego de estrategia competitiva. Pero en la práctica no parece que haya
muchas guerras de precios de este estilo: la fijación de precios de los
oligopolios demuestra una estabilidad destacable en muchos sectores. 11
Los monopolios absolutos son relativamente raros en la economía
moderna. Es mucho más habitual, en cambio, la versión final del poder de
mercado que los alumnos aprenden: la competencia monopolística, descrita
por primera vez por Edward Chamberlin (1899-1967) en 1933 y ampliada
más adelante por Joan Robinson (1903-1983). La idea es que, si bien es cierto
que las empresas no pueden confiar en llegar a tener un monopolio absoluto
sobre los productos que venden, sí pueden establecer monopolios de marca.
Nike no tiene el monopolio sobre las zapatillas deportivas, pero sí tiene un
monopolio sobre las zapatillas con el logo de Nike. Así, mientras la gente
siga creyendo que vale la pena pagar por la marca, Nike tiene un cierto nivel
de poder, una posición que defender.
Para instaurar esta clase de monopolio parcial, las empresas deben
diferenciar un poco sus productos de aquellos que proporciona la
competencia o bien encontrar algún tipo de ventaja, algún «punto de venta
único» (USP, por sus siglas en inglés) en la terminología propia del
marketing. 12 Las empresas que encuentran un USP pueden cobrar un
recargo sobre el precio que fijaría una empresa en un mercado perfectamente
competitivo. 13 A decir verdad, todo esto ya empieza a parecer un retrato más
realista de la economía moderna, pero, por desgracia, la explicación inicial de
la teoría rara vez analiza esta cuestión en profundidad.
Para completar la imagen, debemos incluir el poder del monopsonio. Es
una situación en la que el mercado está dominado por un único comprador.
Un buen ejemplo de monopsonio sería el National Health Service (NHS)
británico, donde el Estado es el comprador del 90 por ciento de los servicios
médicos. El resultado es un excedente del consumidor: los consumidores
acaban pagando menos por su salud de lo que cabría esperar. Con la mano de
obra se producen situaciones similares. El Estado dispone de un importante
poder de monopsonio sobre, por ejemplo, la policía, el profesorado y la
enfermería, como ocurriría con cualquier proveedor monopolista en un sector
con una mano de obra especializada.
La hostilidad hacia los monopolios es una tradición muy saludable. Pero
cuando modela el sistema del mercado como un dominio autorregulado
poblado de «agentes» atomizadores, la corriente predominante en las ciencias
económicas ignora la estructura real de los mercados modernos, en los que
las grandes empresas, plataformas digitales, sindicatos (a veces), agencias de
publicidad y gobiernos se llevan la mayoría de las presas. Así que la mayoría
de los economistas minimizan el problema del poder en el sistema de
mercado.
La competitividad de los mercados es la respuesta que ofrece la economía
estandarizada a la afirmación de Marx de que el poder es inherente a todo
trabajo asalariado. La respuesta es que Marx tendría razón si sólo pudiéramos
aspirar a un único puesto de trabajo, pero no cuando existe la posibilidad de
escoger entre varios diferentes. Aun así, renunciar a un empleo tiene sus
costes. La pregunta es: ¿hasta dónde deben elevarse esos costes para que el
contrato asalariado adquiera capacidad coercitiva? El argumento
socialdemócrata es que sería coercitivo ante la ausencia de medidas para
equilibrar el poder de los trabajadores en el mercado. Ésta sería la
justificación de la existencia de sindicatos, una ley de salario mínimo y
prestaciones sociales. Sin embargo, la narrativa neoclásica se ha dedicado
básicamente a explicar que los sindicatos, el salario mínimo y el estado del
bienestar fijan el precio de los empleados sin trabajo.
El hecho de que, a pesar de todo, los estudiantes aprendan que los
mercados competitivos determinan los precios antes de que sepan nada sobre
las tasaciones derivadas de las situaciones de monopolio u oligopolio sugiere
claramente que el segundo fenómeno se considera temporal y accidental.
Además, los estudiantes son bombardeados con un sinfín de lecciones sobre
la existencia del poder del mercado y luego se les asegura que la competencia
casi siempre prevalece: el cártel se desintegrará, ya que la amenaza de un
nuevo participante servirá para disciplinar al actual. Por el contrario, se anima
encarecidamente a los alumnos a no pensar demasiado en las excepciones y
reservas a la existencia de la libre competencia. El lenguaje sobre las
«imperfecciones del mercado» respalda esta visión. Desde un punto de vista
retórico, la configuración predeterminada es el mercado perfecto, y todo lo
demás sólo es ajustar el modelo para reflejar mejor la realidad. Describir
como «un fallo del mercado» un error que se produce en una situación en la
que no puede existir un mercado competitivo es como explicar el
hundimiento de un edificio de madera por un «fallo de la madera»: en
realidad, los errores son responsabilidad de los economistas y de los
ingenieros, respectivamente.
El defecto es fácil de identificar, pero difícil de erradicar, porque
acompaña a las ciencias económicas desde el principio. La respuesta es
empezar por el otro extremo: aceptar que los mercados, en general, no
cumplen —ni pueden cumplir— las condiciones de eficiencia que se les
exige, e identificar aquellas áreas concretas donde sí pueden y lo hacen. En
otras palabras, desarrollar una teoría general de los mercados donde las
situaciones de eficiencia sean sólo un caso especial. Esto, creo, es lo que
Keynes intentaba hacer, y por eso nos dejó una tarea aún incompleta.
Además, cuando se limita a estudiar y preocuparse por una única forma
concreta de poder económico —el poder de mercado—, la corriente
predominante distrae la atención de la manera en que se ejerce el poder lejos
del mercado para influir en la política económica de los gobiernos y en los
gustos, preferencias y valores de los consumidores.
El papel de las ciencias económicas en el sistema de poder
En las notas finales a su Teoría general, Keynes escribió estas célebres
palabras: «Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando
tienen razón como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que
generalmente se cree. De hecho, el mundo está gobernado por pocas cosas
más [...]. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera
enormemente en comparación con la creciente transgresión de las ideas». 14
Keynes no sólo distingue entre ideas e intereses creados, sino que también
reivindica la independencia de las ideas de esa clase de intereses. Keynes no
habría negado nunca que las ideas son una fuente de poder. Pero las hubiera
considerado un poder imparcial, concretamente, una fuente de autoridad. El
argumento fundamental para defender la independencia de las ciencias
económicas respecto a los intereses de clase es que las ideas son el producto
de instituciones académicas, no de lobbies empresariales. Desde hace mucho
tiempo, la investigación pura se considera una actividad intelectual
independiente; su sello distintivo es la imparcialidad, y su propósito, la
búsqueda de la verdad. El interés pecuniario de los académicos no está
directamente implicado en la dirección de su investigación ni en sus
resultados.
Cualquiera podría añadir, siguiendo el espíritu de Keynes, que los
economistas son quienes establecen la agenda de las ciencias económicas, y
no esos «intereses creados». Sus ideas más destacadas no están a merced del
poder de una forma clara y directa. La teoría económica, como hemos
defendido, demuestra una gran estabilidad en sus conceptos, técnicas y
lenguaje a lo largo del tiempo. Por este motivo es difícil aplicar un cambio de
paradigma en las ciencias económicas.
Es verdad que la teoría económica recibe la influencia de los signos de los
tiempos. Esas condiciones concretas producen lo que John Hicks (19041989) llamaba «concentraciones de atención». La aparición de un desempleo
persistente en los años treinta produjo la revolución keynesiana; la inflación
de los años setenta alumbró el monetarismo. La interpretación teórica de
estos hechos no puede vincularse con facilidad a unos intereses creados. Pero
incluso si aceptamos (y deberíamos hacerlo) que las ideas son una fuente de
poder independiente, ¿las hace eso independientes de los intereses creados?
«Las propias ciencias económicas (o sea, la materia tal como se enseña en
las universidades y las clases nocturnas, y se menciona en los artículos más
destacados) —escribió Joan Robinson— siempre han sido en parte un
vehículo para la ideología dominante de cada período, y por otra parte un
método para la investigación científica.» 15 La pregunta que aparece es por
qué algunas de las ideas creadas en las instituciones académicas se
consideran aceptables, mientras que otras quedan marginadas. Quizá las ideas
gobiernen el mundo, pero eso no significa que cualquier idea pueda hacerlo.
Todavía debemos preguntarnos qué da alas a ciertas ideas y qué se las corta a
otras.
En las ciencias naturales —la física y la química, más que la biología—, la
respuesta es una calidad científica superior. Por esta razón, la física cuántica
ha sustituido a la física clásica. 16 La realidad no cambia, sólo lo hace la
teoría a medida que mejoramos nuestra comprensión de la realidad. Pero en
las ciencias sociales esta afirmación no es tan verdadera. El mundo natural no
interfiere en la observación que se hace del mismo, pero en el mundo social,
sí. La variabilidad del objeto de estudio es lo que separa las ciencias sociales
de las ciencias naturales. Como resultado, las proposiciones de las ciencias
sociales no satisfacen el «criterio de universalidad». En raras ocasiones
pueden confirmarse o refutarse con éxito, salvo durante breves períodos de
tiempo.
Este hecho sugiere que en las ciencias económicas, mucho más que en la
física o la química, la agenda de la investigación refleja en parte unos
intereses no científicos. Por lo tanto, esta pregunta no sería irrelevante:
¿quién financia a las instituciones de las que nacen las ideas económicas?,
¿quién financia la divulgación de ideas en formatos populares, los medios de
comunicación, los laboratorios de ideas?, ¿qué incentivos se encuentran los
productores, promotores y difusores de ideas, incluso en una sociedad en la
que el debate es «libre»?
Las empresas y los gobiernos son los principales financiadores de las
investigaciones económicas. Podríamos asumir, en aras del argumento, que el
gobierno está interesado en el bien común. Paga para generar un mayor
conocimiento económico con el objetivo de mejorar el bienestar de la
comunidad. No interfiere directamente, o no lo ha hecho hasta hace poco, en
el contenido de la investigación.
No puede decirse lo mismo de las empresas, uno de los clásicos «intereses
creados» de Keynes. Y las empresas financian a muchas instituciones
académicas. Podríamos señalar la enorme influencia de «los economistas de
la City» —analistas bancarios, periodistas financieros y demás— en la
divulgación de una versión grosera de la ortodoxia del libre mercado. E
incluso los economistas de las universidades tienen lucrativas fuentes de
ingresos suplementarias en el sector de la «consultoría». En su estructura
financiera, las ciencias económicas se parecen más a la ingeniería o la
farmacología que a la sociología o la historia.
La economía es la única ciencia social que tiene un premio Nobel y que
aparece agrupada con las ciencias puras. El Nobel se considera el máximo
galardón que puede obtenerse en una ciencia real. No hay premio Nobel de
historia, teoría política o sociología. No obstante, es el único de los premios
Nobel financiado por el Banco Central de Suecia, que ya no es una simple
institución técnica y neutral, más o menos como cualquier otro banco
central. 17 Así que debemos preguntarnos: ¿qué interés tienen las empresas
cuando pagan por las investigaciones sobre economía?
La acusación marxista contra las ciencias económicas
burguesas
Los marxistas ofrecen una respuesta clara. «¿Qué otra cosa nos demuestra la
historia de las ideas —escribió Marx—, salvo que la producción intelectual
evoluciona en función de los cambios en la producción material?» 18 Su
acusación se resume en que quienes ostentan el poder en una sociedad
capitalista, a través de su control de los sistemas mediáticos, políticos y
educativos, son capaces de generar un flujo de ideas que induce en la clase
trabajadora el patrón de comportamiento que más les conviene, pero que es
contrario a los intereses objetivos de dicha clase trabajadora.
Figura 4. Los jefes del Senado, de Joseph Keppler, 1889
En concreto, estas ideas son la causa de que los trabajadores acepten
condiciones laborales, sueldos, contratos de endeudamiento, estilos de vida y
formas de consumo que son contrarios a sus propios intereses. Las ciencias
económicas, dicen los marxistas, sirven a los intereses de la clase capitalista
disfrazando la verdadera naturaleza de las cosas con su pretensión científica.
Esto provoca que la gente no piense que la disciplina está relacionada con la
ideología y la política, sino que es algo objetivo e independiente, como la
física o la química. Seguramente no sea coincidencia que la política de
independencia de los bancos centrales dependa en gran medida de la
aceptación de que la economía es una ciencia, y de que, por lo tanto, las
decisiones de un banco central son técnicas por naturaleza, y no políticas. La
idea de un grupo dirigente tecnocrático por encima de la «clase» social, que
gobierna en interés de toda la sociedad, está muy cuestionada en la tradición
marxista. Capitalismo y democracia, escribe el filósofo alemán Wolfgang
Streeck, «son ambos, tanto de manera individual como en sus combinaciones
respectivas, el resultado de configuraciones concretas de las clases y sus
intereses a medida que han ido evolucionando en un proceso histórico, que no
ha sido guiado por un diseño inteligente, sino por la distribución de las
fuerzas políticas de clase». 19 La propia revolución keynesiana representó un
equilibrio de fuerzas entre una clase obrera cada vez mejor organizada y una
clase capitalista a la defensiva. 20
Ya hemos mencionado que la afirmación de que la economía es una
ciencia pura es básicamente espuria. La mayoría de sus proposiciones no
pueden verificarse ni refutarse. Es decir, la teoría económica no es más que
mera opinión envuelta en la autoridad de la ciencia. Confiamos en los
médicos porque se basan en la ciencia, aunque algunos teóricos del poder,
como Michel Foucault, han descrito el sistema médico como una herramienta
de control social, al menos en parte. 21 Los economistas reclaman la
autoridad de los médicos sin las credenciales de la medicina.
Sin embargo, la acusación marxista sólo es cierta en parte. La relación
entre el poder y las ideas no sigue un modelo simple de base-superestructura.
No sólo las ciencias económicas tienen su propia agenda; las personas reales
—políticos, hombres de negocios, funcionarios— son consumidores, no
productores de ideas. Esto concede a los productores de ideas una
considerable latitud frente a sus usuarios. Los intereses creados no están en
posición —incluso si fueran capaces— de dictar la forma precisa de la
defensa intelectual para proteger sus preferencias. Así, la justificación del
libre mercado que realiza el economista suele ser más general y circunscrita
que la ofrecida por la clase empresarial. Por ejemplo, los economistas casi
siempre se han opuesto al proteccionismo y al monopolio, proposiciones que
suelen contar con un fuerte respaldo dentro de algunos sectores del mundo de
los negocios.
Mucho más perjudicial para los marxistas es que la base sobre la que
debería levantarse la superestructura de ideas está lejos de ser el monolito que
concibe su imaginación. En la práctica, suele dividirse en intereses que se
encuentran en conflicto: en la vida económica, entre exportadores e
importadores, entre prestamistas y deudores, entre las finanzas y la industria.
Nos encontramos ante el fenómeno, muy notable en Estados Unidos, de una
clase empresarial cuya hostilidad ideológica hacia el Estado queda subvertida
por su dependencia de los contratos públicos de defensa e investigación para
seguir prosperando.
Llegados a este punto, una de las cuestiones clave es la división del poder.
¿Hasta qué punto el poder encuentra un equilibrio entre el Estado y los
intereses creados, entre grupos sociales y políticos enfrentados, entre
capitalistas y trabajadores? Cuanto más igualado es el equilibrio de fuerzas,
menos posibilidades de recibir un único relato teórico sobre el
funcionamiento de la economía. Desde los años veinte a los años setenta del
siglo pasado, el equilibrio de fuerzas entre el capital y la mano de obra era tal
que permitió la creación de políticas a partir de acuerdos sociales. En los
últimos cuarenta años, el poder se ha alejado de la clase trabajadora y se ha
decantado de forma muy clara hacia aquellos que tienen un origen familiar,
una riqueza y una educación superiores, y se ha desplazado de los viejos
sectores económicos a las nuevas élites financieras.
Por estas razones, nunca hay una relación de 1:1 entre un argumento
económico y un argumento político. Esto concede a las ciencias económicas,
así como a otras ciencias sociales, una autonomía relativa con respecto a las
fuerzas políticas, y ahí es precisamente donde reside su autoridad. Pero la
distancia, desde el punto de vista marxista, sólo es relativa.
A pesar de su relativa autonomía, las ciencias económicas sirven a los
intereses de las empresas al menos de tres formas distintas. Cuando revisten
sus intereses con la autoridad de la ciencia, las ciencias económicas pueden
conseguir que el interés propio parezca un concepto más fundamentado. A las
personas prácticas y funcionales pocas cosas les gustan más que vestir sus
prejuicios con un lenguaje científico. Esa clase de lenguaje tiene el poder de
convertir lo que en realidad es una cuestión de opinión en una verdad de la
naturaleza.
La segunda influencia se ejerce a través del poder de la agenda. «Nada es
tan importante en la defensa de la corporación moderna —escribe John
Kenneth Galbraith— como el argumento de que el poder no existe, de que
todo el poder se rinde al juego impersonal del mercado. Nada es más útil que
el subsiguiente condicionamiento de los jóvenes por esa creencia.» 22 Como
él mismo explica:
El auge de las corporaciones modernas ha traído una concentración de poder económico que puede
competir con el Estado moderno [...]. En ciertos aspectos, el Estado quiere regular la corporación,
mientras la corporación, que cada vez se vuelve más poderosa, hace todo lo que está en su mano
para evitar ese control. Allí donde sus propios intereses están implicados, incluso intenta dominar al
Estado. 23
Al modelar la vida económica en términos de optimización individual en
unos mercados competitivos, las ciencias económicas invisibilizan cualquier
poder que sea menos evidente que el monopolio absoluto. Por ejemplo, un
salario propio de una situación de explotación es aquel que esté por debajo
del valor marginal del producto de la mano de obra. Pero bajo esas supuestas
condiciones competitivas, la mano de obra recibirá el valor marginal de su
producto, por lo que la explotación es una patología, no una característica
inherente, como Marx defendía.
Ocurre algo muy similar con el tratamiento que la corriente predominante
en las ciencias económicas dispensa a la publicidad. Para estos economistas,
los consumidores racionales son quienes toman las decisiones sobre lo que
hay que comprar maximizando su utilidad en unos mercados competitivos.
Según este modelo, no hay margen para que la publicidad modifique sus
preferencias. La publicidad como expresión del poder se convierte en un
fenómeno invisible gracias al argumento de que sólo confirma las
preferencias o proporciona información a los consumidores. En la actualidad,
los entusiastas del mercado ignoran la influencia de las redes tecnológicas
conocidas como «almacenamiento en la nube», propiedad de empresas
virtuales como Google y Facebook, en los gustos, ideas y compras de sus
usuarios, jóvenes en su gran mayoría.
Tercero, las ciencias económicas no sólo demuestran su apoyo al sistema
de poder dominante cuando sacan de su agenda el papel del marketing a la
hora de condicionar las elecciones del consumidor, sino que además
conceden un respaldo «científico» a los programas políticos positivos. El
mejor ejemplo en nuestra época ha sido la alineación de la corriente
predominante con el programa político de reducir el papel del Estado en la
economía.
Las propuestas concretas de la corriente predominante también incluyen la
idea de que el sistema de mercado garantiza que los jefes de las empresas no
cobran más de lo que se merecen; que la globalización beneficia incluso a
aquellos que pierden sus empleos; que unos déficits públicos en horas bajas
empeoran aún más las cosas; y que las finanzas son un simple intermediario
en el sistema económico, no un actor de pleno derecho. Todas estas
propuestas quizá sean ciertas o quizá sean medias verdades en circunstancias
muy concretas: lo que causa un gran daño es su transformación y
generalización en leyes universales.
En su obra, Milton Friedman nos ha dejado un relato tan ingenuo como
encantador de la relación entre la ciencia y la ideología:
Durante toda mi carrera, me he visto a mí mismo como una especie de esquizofrénico [...]. Por un
lado, me interesaba la ciencia qua ciencia, y he intentado —con éxito, espero— que mis puntos de
vista políticos no contaminaran mi trabajo científico. Por el otro, me he sentido profundamente
preocupado por el curso de los acontecimientos y quería influir en ellos para mejorar la libertad
humana. Por fortuna, estos dos aspectos de mis intereses se me han antojado perfectamente
compatibles. 24
Friedman se asoma durante un breve instante al precipicio y entonces, a
toda prisa, retrocede. Sin embargo, la totalidad de su trabajo «científico»
estaba orientado a demostrar la futilidad de la intervención estatal en la
economía. Friedman merece cierto reconocimiento por admitir que podría
haber un problema cuando hay que reconciliar la ciencia y los valores. La
mayoría de los economistas se limitan a ignorarlo.
El vínculo entre ideología y economía es complejo. No es que la ideología
distorsione la conclusión de un argumento. Más bien invade la forma de
plantear o «modelar» el argumento: sus conjeturas básicas (equilibrio,
optimización), la elección del problema que se quiere estudiar, la elección de
las variables relevantes, la selección de los datos, la preferencia por un
modelo en vez de otro: en pocas palabras, los programas de investigación que
siguen los economistas. En este sentido, las ciencias económicas pueden
contener un fuerte sesgo ideológico, mientras tratan de seguir fieles al canon
aceptado de la investigación científica. Su método científico ha servido para
protegerlas de la acusación de sesgo ideológico o subordinación al poder.
Las ciencias económicas no han encontrado una fórmula para modelar el
poder. Pero la situación es en realidad mucho más grave. La economía
neoclásica proporciona el respaldo intelectual al programa político del
liberalismo. Las ciencias económicas son el cemento que une lo que Joe
Earle, Cahal Moran y Zach Ward-Perkins (los miembros fundadores de la
Sociedad de Ciencias Económicas Posteriores al Crash) llaman la
«econocracia»: una red de instituciones tecnocráticas, como los bancos
centrales, el erario público y los grandes bancos y corporaciones, que han
tomado el control de las economías tras arrebatárselo a las débiles manos de
los gobiernos. 25 Por estas razones, la reforma de las ciencias económicas es
mucho más que simple autoindulgencia académica.
La debilidad de las ciencias económicas al abordar la cuestión del poder es
parte integral de la ausencia de las instituciones en su cartografiado de la
realidad. Los únicos actores que aparecen en su mapa son los individuos
maximizadores. Unas ciencias económicas más exactas empezarían con las
instituciones —clases, organizaciones y normas sociales— para a
continuación tratar de enseñar de qué forma condicionan las elecciones
individuales. La objeción es que resulta imposible construir un modelo
matemático a partir de esta clase de aproximación a la materia. Para diseñar
modelos matemáticos, necesitas unos antecedentes concretos a partir de los
cuales puedas deducir una serie de conclusiones cuantitativas y precisas. Con
cualquier otra aproximación acabas cayendo —¡que Dios nos perdone!— en
la economía política. Keynes ofreció una respuesta a esta objeción que, para
mí, es irrefutable: en asuntos de políticas públicas, es mejor estar más o
menos en lo cierto que exactamente equivocado.
Capítulo 10
¿Por qué estudiar la historia del pensamiento
económico?
Las ciencias económicas son más como el arte y la filosofía que como
una ciencia, en lo referente al uso que pueden darle a su propia historia.
La historia de la ciencia es una materia fascinante [...], pero no es
importante para el científico en activo en el mismo sentido que la historia
de la economía sí lo es para el economista en activo.
JOHN HICKS, «Revoluciones» en las ciencias económicas 1
La principal razón para estudiar la historia del pensamiento económico es
cuestionar la afirmación de que el conocimiento económico es acumulativo.
La corriente predominante considera que las ciencias económicas son una
parte más de El ascenso del hombre. 2 Cree que todos los conocimientos
económicos útiles en el pasado se han incorporado a las teorías del presente.
De hecho, desde el inicio de la «ciencia», la disciplina económica vive una
disputa interminable. La razón, como he avanzado, es que sus teoremas,
aparte de ser muchos contrarios al sentido común, no pueden ser refutados.
Sin embargo, el tema de la acumulación ha estado ahí desde el principio.
«¿A qué útil propósito sirve el estudio de opiniones y doctrinas absurdas que
fueron desacreditadas hace mucho tiempo, y que se lo merecían?»,
preguntaba J. B. Say (célebre por la ley de Say) a comienzos del siglo XIX.
«Tratar de revivirlas no es más que inútil pedantería. Cuanto más perfecta
llega a ser una ciencia, más breve se vuelve su historia [...]. Nuestro deber
con respecto a los errores no es revivirlos, sino sencillamente olvidarlos.» 3
Uno se pregunta si Say se sentiría halagado u horrorizado, entonces, al saber
que su «ley» todavía se sigue enseñando a los estudiantes doscientos años
después.
Aquí tenemos a Robbins cien años después de Say: «Podría afirmarse con
seguridad que no hay nada que encaje dentro del viejo marco teórico que no
pueda explicarse de una forma más satisfactoria con el nuevo». La única
diferencia es que «a cada paso, conocemos exactamente la limitación y las
implicaciones de nuestros conocimientos». 4 En nuestra época, George
Stigler se ha preguntado: «¿Tienen las ciencias económicas una historia
pasada que sea útil?», y llega a la conclusión de que no: «no es necesario leer
la historia de las ciencias económicas [...] para dominar las ciencias
económicas del presente». 5
El premio Nobel Paul Krugman ofrece una visión más empática de la
relación entre las «nuevas» y las «viejas» ciencias económicas, por medio de
una analogía con el proceso gradual de cartografía del continente africano.
Con el tiempo, los mapas de las costas de África eran cada vez más precisos,
pero a cambio se olvidaban de los detalles de los (a veces míticos) territorios
del interior. La mejora en el arte de la cartografía «elevó el estándar de lo que
se consideraban unos datos válidos». Algo parecido ha ocurrido con las
ciencias económicas:
El incremento de los estándares de rigor y lógica condujo a un nivel de comprensión muy mejorado
sobre algunas cosas, pero también llevó durante un tiempo a la negativa a afrontar esas áreas que el
nuevo rigor técnico no podía alcanzar todavía. Áreas de investigación que antes estaban cubiertas,
aunque fuera de forma imperfecta, ahora se quedaban en blanco. Sólo con el tiempo, y a lo largo de
un amplio período, estas regiones ocultas han vuelto a ser exploradas.
En pocas palabras, «un interludio temporal de ignorancia podría ser el
precio a pagar por el progreso». 6 A pesar del interludio (¿de qué duración?)
de ignorancia, la historia de las ciencias económicas es una historia de
progreso. Al final, el territorio se «vuelve a explorar» con un mapa mejor.
Durante los últimos treinta años, casi todos los departamentos de
Economía han tomado a Robbins, Stigler y Krugman al pie de la letra, y han
eliminado de sus cursos la historia de la materia, mientras que en el mejor de
los casos sólo reservan una pequeña sesión al principio del año para ofrecer
un breve resumen. Desde esta perspectiva, hoy se han mejorado todas las
formulaciones originales; todos los «errores» han sido detectados y
eliminados para no dejar nada más que las afirmaciones correctas de la teoría
científica. Estudiar la historia de las ciencias económicas es como rebuscar en
un ático repleto de trastos antiguos, un pasatiempo bastante agradable, pero
que no tiene ninguna utilidad práctica. También abre la puerta a la sospecha
de que el cazatesoros no es lo bastante competente como para realizar un
trabajo científico.
Figura 5. El atlas Miller de Brasil, 1519
Nótese la representación estilística del interior, en comparación con la ausencia de detalle en la
descripción de las características y enclaves distribuidos por la costa. Se ha señalado que el
mapa tenía una intención política: los portugueses, sus creadores, querían desincentivar las
ambiciones coloniales españolas reflejando que Brasil se desdibujaba hacia el borde exterior
del mapa, lo que implicaba que la circunnavegación alrededor del país era imposible.
La pregunta que esta clase de relatos pide a gritos es si «las ciencias
económicas del presente» son las mejores posibles. La incapacidad manifiesta
de la mayoría de los economistas para prever la posibilidad de colapso en
2008 podría verse como una refutación de la respuesta afirmativa. Si es así, el
estudiante no puede, o no debería poder, aceptar como un dogma de fe que
las ciencias económicas del presente son las mejores. Algunas ideas del
pasado podrían explicar mucho mejor algunos de los problemas que nos
interesan en el presente. Alguien podría decir incluso que el inventario de
conocimientos disponible entre los economistas se ha depreciado. Por
ejemplo, los economistas del pasado sabían más que los de hoy sobre la
banca y las finanzas, a pesar de que «tratan» la materia con mayor rigor.
Que una idea que en el pasado se entendía sin las matemáticas hoy se
plantee con cifras y operaciones no tiene por qué ser un indicador claro de
progreso, puesto que ignora la posibilidad de que un volumen importante de
conocimientos útiles se haya perdido para siempre por problemas de
traducción. Stigler sí ofrece una razón para estudiar la historia de las ciencias
económicas: comprender mejor cómo evoluciona una ciencia, y más en
concreto «la relación entre el contenido intelectual de una ciencia y la
organización y el entorno del científico». 7 El estudio de estas relaciones
podría revelar el secreto de la persistencia sin progreso, de la supervivencia
sin evolución.
Debates metodológicos
La historia de las ciencias económicas está marcada por una diversidad de
doctrinas, pero una gran persistencia del método. El único «cambio de
paradigma» importante (véase el siguiente apartado para una explicación de
«paradigma») fue la revolución marginalista del último cuarto del siglo XIX:
el paso de una teoría del valor basada en el coste de producción a otra
centrada en la utilidad subjetiva. El compromiso con este último método de
análisis emasculó las doctrinas contrarias (como la economía institucional) o
las expulsó por completo de la disciplina (el marxismo). El ataque persistente
lanzado por las personalidades y escuelas disidentes contra la forma
predominante de plantear las ciencias económicas se ha dejado fuera de la
historia «oficial» del progreso acumulativo, pero es precisamente en estos
ataques en los que debemos fijarnos. En especial, los ataques se han centrado
en las suposiciones conductuales utópicas (el Homo economicus), el exceso
de formalismo y abstracción (lo que incluye el uso casi obligatorio de las
matemáticas), las declaraciones acerca de la validez universal de las leyes
económicas y la exigencia de que la macroeconomía se «microfundamente»
correctamente en el comportamiento optimizador del individuo.
Desde el nacimiento de la economía científica, los disidentes han
defendido que muchas de las teorías de la disciplina son generalizaciones
realizadas sin la adecuada consideración por los hechos. O sea, carecen de
una base inductiva y sólo se derivan de una «comprensión interna». Simonde
de Sismondi (1773-1842) escribió que la «humanidad debería estar en
guardia ante cualquier generalización de las ideas que nos haga perder de
vista los hechos». Richard Jones (1790-1850) tenía como lema «ver y
observar», en contraposición a «observar y deducir». Cliffe Leslie (18271882) dijo que «en vez de investigar los motivos reales, los economistas
construyen una persona ficticia a partir del deseo de riqueza y de la aversión
al trabajo». Henry Sidgwick (1838-1900) criticó el método que quiere
resolver todos los problemas prácticos «por simple deducción a partir de una
o dos suposiciones generales». William Beveridge (1879-1963) dijo de las
ciencias económicas que eran un «resquicio de la lógica medieval». Los
economistas eran unas personas que «se ganan la vida asumiendo las
definiciones de otros del verbo arruinar». 8
Lo que resulta sorprendente no es sólo la similitud, sino la persistencia de
las críticas. En conjunto, los economistas no han demostrado estar demasiado
preocupados por las acusaciones de falta de realismo. Una de las respuestas
habituales ha sido: cuanto más abstracta sea la teoría, más realista será.
El premio Nobel Wassily Leontief (1906-1999) atacó el uso «casi
obligatorio» de las matemáticas en las ciencias económicas. «El entusiasmo
acrítico por las fórmulas matemáticas», dijo Leontief en 1970 durante un
discurso ante la Asociación Económica Estadounidense:
[...] tiende a ocultar en muchos casos el efímero contenido significativo del argumento que hay
detrás de la formidable fachada de los símbolos algebraicos [...]. En ningún otro ámbito de la
investigación empírica se ha utilizado una maquinaria estadística tan gigantesca y sofisticada con
unos resultados tan indiferentes [...]. La mayoría de estos [modelos] no tienen [...] aplicaciones
prácticas. 9
En una línea similar, y en ese mismo congreso, el economista británico
Frank Hahn dijo: «No puede negarse que hay algo escandaloso en el
espectáculo de tantas personas perfeccionando los análisis de los estados
económicos, de los que nunca han ofrecido una sola razón por la que alguna
vez vayan a existir, o por la que hayan existido ya». 10 Otro orador, Harry
Johnson (1923-1977) señaló que «el examen de las hipótesis» sobre el que
descansa la econometría «es frecuentemente un mero eufemismo para obtener
unos números plausibles que proporcionen una adecuación ceremonial para
una teoría escogida y defendida en el campo del a priori». 11
Economistas con diferentes ideas políticas, y de escuelas distintas, como
Friedman, Coase, Robinson, Krugman y Stiglitz, se han quejado del exceso
de matemáticas. No es sólo —como algunos de los más cínicos defensores de
la ortodoxia actual han sugerido— que los alumnos disidentes sean reacios a
hacer frente a las matemáticas, o incapaces de ello. Muchos estudiantes que
son más que capaces de lidiar con las exigencias técnicas de la economía
matemática han huido de la barrera que los cálculos colocan entre ellos y la
comprensión del mundo real.
Economistas célebres del siglo XIX, como John Stuart Mill, insistían en
que las ciencias económicas debían ser una disciplina amplia —una rama de
la filosofía social, las llamaba— si sus conclusiones quieren tener algún
valor, una posición de la que se hicieron eco Walter Bagehot (1826-1877),
John Kenneth Galbraith y muchos otros. La afirmación de que las ciencias
económicas han descubierto las «leyes» de la validez universal ha sido
atacada en repetidas ocasiones, sin tampoco causar mucha impresión dentro
de la corriente predominante. La Escuela Historicista Alemana del siglo XIX
introdujo la idea importante, hoy abandonada, de que la validez de las
doctrinas económicas depende de las circunstancias. Una «ley» válida en un
momento y un lugar puede ser bastante incompetente en otros distintos. Esta
afirmación tiene una importante consecuencia política: lo que es bueno para
un país o una sociedad en un momento determinado puede ser malo en otro
distinto.
Una variante de lo anterior es la teoría de las «etapas», a veces
denominada de los «estadios»: las sociedades pasan por etapas sucesivas de
desarrollo que generan diferentes tipos de sistemas económicos, cuyos
preceptos se justifican por el momento temporal en el que se encuentran.
Todo depende de dónde te sitúas en el flujo continuo de los acontecimientos.
Como dijo Heráclito, el filósofo griego clásico: «Nunca entras en el mismo
río dos veces». Las primeras escuelas de la economía del desarrollo (véase
capítulo 3), antes de sucumbir a la perspectiva universalista, se basaban en
una teoría de las etapas de la misma naturaleza. Adam Smith fue muy claro
cuando dijo que su economía sólo tenía la intención de aplicarse en la última
etapa (la «comercial») de la historia económica. Sus seguidores han ignorado
esta advertencia.
Los mejores economistas saben que sus «leyes universales» están sujetas a
condiciones especiales. Pero la enunciación de una ley con carácter
incondicional siempre causa mucha más impresión en la opinión pública que
la constatación de las condiciones de las que depende su aplicación. La
exigencia de que la macroeconomía debe estar «microfundamentada»
correctamente forma parte de la reacción contra la teoría keynesiana de los
años setenta. Keynes basaba su economía en las relaciones entre agregados,
como el ahorro, la inversión, la producción y el dinero. Sus
microfundamentos de «espíritus animales» y «convenciones» no eran
ortodoxos. Por el contrario, la renacida tradición neoclásica afirma que la
macroeconomía debe basarse en la optimización que llevan a cabo empresas
e individuos. Una visión que, como hemos visto, descarta el desempleo
masivo y persistente.
Todo esto sólo es un ejemplo de los debates metodológicos que se pueden
encontrar en la historia de las ciencias económicas. Su relevancia no ha
disminuido con el tiempo. Las críticas a la corriente predominante en las
ciencias económicas provienen de algunas de las mentes más brillantes de la
disciplina, pero también del exterior. En su gran mayoría, han sido aparcadas
en zonas marginales o asumidas por otras disciplinas.
Piero Sraffa (1898-1983) ha explicado la estrategia de asimilación a través
de la segregación y el abandono:
De vez en cuando, alguien ya no puede resistir más la presión de sus dudas y las expresa
abiertamente; entonces, a fin de prevenir que el escándalo se extienda, es silenciado sin demora, a
menudo mientras se hace alguna concesión o se admiten en parte sus objeciones, que, naturalmente,
la teoría ya había tenido en cuenta de un modo implícito. Y así, con el paso del tiempo, las
condiciones, las restricciones y las excepciones se acumulan, y se tragan, si no toda, sí la mejor
parte de la teoría. Si su efecto acumulado no parece evidente de golpe es porque están dispersas en
artículos y notas a pie de página, y cuidadosamente separadas las unas de las otras. 12
Paradigmas y programas de investigación
La respuesta compleja a la pregunta de por qué el ataque constante de la
disidencia ha tenido tan poca influencia en la corriente principal se encuentra
en el extraordinario poder de persistencia de los paradigmas intelectuales y
los programas de investigación. La razón más importante para la persistencia
de la metodología predominante es que está construida de un modo que
impide refutar con sencillez las conclusiones que se infieren de ella (véase
capítulo 5). Sobre esta roca se ha edificado una línea de defensa
prácticamente inexpugnable para proteger de sus críticos a la corriente
predominante. Thomas Kuhn e Imre Lakatos han descrito cómo funcionan
estas defensas. En su opinión, son aplicables a todas las ciencias, pero las
económicas se han beneficiado especialmente de estas estrategias defensivas
por su pretensión de ser como una ciencia natural.
En parte, la persistencia es inevitable en todas las ciencias, ya que sus
practicantes deben ser «adoctrinados» antes de que se les permita ejercer,
pero también proporciona un marco conceptual estable que puede ser útil
desde un punto de vista científico y, quizá de manera más significativa,
protege las posiciones de los practicantes consolidados. El resultado es que,
una vez que se ha establecido una forma «normal» de hacer «ciencia», ésta
gana una extraordinaria capacidad de permanencia, a pesar de que se
cuestionen muchas de sus afirmaciones. ¿Hasta cuándo puede durar esta
situación en las ciencias económicas, teniendo en cuenta que la refutación es
prácticamente imposible y que los intereses creados están descontrolados?
Empecemos con la explicación de Thomas Kuhn sobre la persistencia de
los paradigmas. Un paradigma es una forma de hacer ciencia que acaba
integrada en la psicología y la jerarquía de la comunidad científica, mientras
al mismo tiempo es lo bastante abierta en sus propios planteamientos para
dejar sin resolver toda clase de problemas con los que el grupo de
practicantes puede entretenerse. El paradigma dirige al investigador a los
problemas que debe investigar, y le proporciona las herramientas
conceptuales y los métodos experimentales para estudiarlos. Ésta es la forma
«normal» de hacer ciencia, necesaria para cualquier investigación organizada.
Los cambios significativos dentro de una disciplina no se producen dentro de
este marco, sino que representan una modificación del mismo, en lo que
Kuhn denomina «cambios de paradigma».
Las amenazas al paradigma no provienen de anomalías empíricas, que por
regla general pueden aislarse como «puzles» que resolver, sino de cambios en
la visión del mundo, que convierten esos puzles en inaceptables. Aparece una
disparidad entre el mapa institucional de la ciencia y el problema que debe
ser resuelto. Y la crisis aparece cuando, entre sus practicantes, cada vez hay
más dedicados a encontrar la solución a la anomalía, que se resiste a una
solución dentro del paradigma. En última instancia, se propone un nuevo
paradigma. Otros miembros de la comunidad se resisten al cambio, pero poco
a poco acaban cediendo. La revolución se completa cuando una nueva
generación más joven toma el relevo. 13
Dos de los ejemplos más conocidos en las ciencias naturales son el relevo
de la astronomía ptolemaica por la revolución copernicana y la sustitución del
flogisto por el gas como agente de combustión. ¿Ha habido algo comparable
en las ciencias económicas? Dos posibles candidatos a cambio de paradigma
serían el ataque contra la teoría del valor del coste de producción y a favor de
la utilidad subjetiva en la década de 1870, y el asalto a la teoría walrasiana
del equilibrio general llevado a cabo por los economistas keynesianos en los
años treinta. Ambos fueron cambios parciales.
El cambio al marginalismo no reemplazó el concepto central de un
mercado autorregulado, pero sí destruyó el método anterior de analizar la
vida económica en términos de estructuras como clases y organizaciones. En
el segundo caso, aunque el propio Keynes consideraba el desempleo masivo
y persistente como una refutación del equilibrio general walrasiano (EG), la
corriente ortodoxa llegó a aceptar el fenómeno como un caso especial de ese
EG, en el que los salarios y los precios eran difíciles de mover. De esta
forma, el fenómeno podía incorporarse a la corriente predominante. La
revolución marginalista tuvo un efecto más duradero en la práctica de las
ciencias económicas que la keynesiana.
Lakatos ofrece un relato de persistencia y cambio menos dramático que
Kuhn, cuando distingue entre los elementos constantes y variables de un
«programa de investigación». En esta clase de empresa, los investigadores
compartirán una misma colección de axiomas y conjeturas previas, una
colección de prácticas de trabajo aceptadas para proponer y confirmar teorías
(la heurística), y, por último, un «cinturón de protección» (el elemento
variable) en el que se realiza la investigación empírica. La admisión de
«fricciones» es una estrategia habitual del cinturón de protección para
preservar la doctrina central del equilibrio. Los programas de investigación
acaban degenerando si el cinturón de protección acumula demasiados errores
predictivos.
La función del cinturón de protección es prevenir un rechazo prematuro
del núcleo, como un organismo que desarrolla inmunidad a las infecciones.
Por ejemplo, cuando Copérnico desarrolló el modelo heliocéntrico del
sistema solar, la gente comentaba que quizá podría conducir a la observación
de pequeños movimientos en las estrellas: la paralasis. Aunque por entonces
no pudieron observar esos movimientos, nadie descartó la teoría por este
pequeño error. Tiempo después, fue posible observarlos gracias a la
invención de telescopios mucho más potentes. El cinturón de seguridad es
mucho más fuerte en las ciencias sociales que en las naturales, debido a los
defectos del proceso de refutación. 14
En la economía ortodoxa, los debates han tenido lugar sobre todo en el
cinturón de protección, dentro del cual los economistas consignan todo tipo
de puzles, anomalías y curiosidades para su resolución posterior, mientras
que la ciencia «normal» puede seguir su curso sin verse afectada.
La razón más importante para explicar la falta de cambios teóricos en las
ciencias económicas (de hecho, en cualquier ciencia social) quizá sea que en
estas disciplinas nadie ha creado paradigmas realmente sólidos en un estricto
sentido kuhniano. Precisamente, como son inmunes a la refutación, los
paradigmas han disfrutado de una mayor libertad para la asimilación y la
cooptación. No es tanto que las teorías económicas existan con independencia
unas de otras, sino más bien que coexisten distintas escuelas en una jerarquía
poco definida, como la diversidad de dialectos dentro de un mismo lenguaje.
John Bryan Davis (2016) ha presentado un relato convincente sobre la
forma en la que la ortodoxia protege su posición dominante. Los «campos de
reflexión» tradicionales para juzgar la calidad de una investigación —el nexo
entre teoría y pruebas, la historia y la filosofía de las ciencias económicas—
se desechan. En cambio, la calidad de la investigación se evalúa a partir de
los sistemas de puntuación de las revistas académicas. Es un sistema
fuertemente sesgado a favor del statu quo y que refuerza la estratificación: las
revistas más prestigiosas incluyen los artículos de los académicos y las
instituciones más destacados, y los académicos y las instituciones más
destacados son los que aparecen con mayor frecuencia en las revistas más
prestigiosas.
Como la financiación de los departamentos está tan vinculada a las
puntuaciones de las revistas, el progreso de una carrera profesional depende
en gran medida de esta clase de clasificaciones. No deben tomarse a la ligera,
por lo tanto. No es que falte competencia, sino que se limita a aquellos que
aceptan el paradigma como esclavos, en los términos que marcan los
guardianes del reino: los editores de las revistas. En este sistema
autorreferencial, la adherencia ciega a una noción preconcebida de lo que son
«unas buenas ciencias económicas» es lo que hace avanzar una carrera.
Algunos de los economistas neoclásicos más importantes en la actualidad
también han criticado la dominación de las revistas académicas: disminuye la
calidad al entorpecer la investigación básica, el desarrollo de teorías
innovadoras y, en muchos casos, los artículos son sólo una rudimentaria
secuela de teorías ya publicadas.
El premio Nobel Lars Peter Hansen plantea que «esta dependencia de los
árbitros conduce a una estrategia mucho más conservadora. Creo que va en
contra de los artículos innovadores que cruzan los límites de las
especialidades y que hacen que todo sea más exigente y complejo.
Básicamente, el camino más sencillo para publicar en las cinco revistas más
destacadas es escribir un artículo de calidad que dé seguimiento a otro
artículo». 15 La presión por aparecer en estas revistas de prestigio también
provoca que los investigadores prefieran escribir artículos antes que libros.
Esta limitación de espacio favorece per se los relatos parciales, lo que a su
vez fomenta el uso de las condiciones ceteris paribus («si el resto de las
cosas siguen igual»).
La economía comparte con las ciencias sociales la existencia de unos
estándares profesionales. Algo que no ocurre (en general) con las artes. Sobre
los argumentos o afirmaciones en las ciencias económicas o la sociología, es
posible decir a alguien «has cometido un error» de una manera que resultaría
imposible, por ejemplo, en una novela de ficción o al pintar un cuadro, donde
lo que es convencional siempre puede cuestionarse o eliminarse con la
«creatividad» o la «originalidad». La existencia de estándares profesionales
ayuda a explicar por qué las ciencias sociales tienden a ser estables y reacias
al cambio. Pero que esos estándares internos sean meramente inherentes al
discurso o representen la forma más útil de comprender la realidad es el
punto que se debe debatir.
A lo largo de los años, la tolerancia de las ciencias económicas ortodoxas
a la diversidad ha disminuido. Puede ser que las matemáticas hayan reducido
tanto el ámbito de las ciencias económicas que se hayan convertido al fin en
un verdadero paradigma. Esta limitación está vinculada a la supremacía
política de Estados Unidos. La escuela estadounidense casi ha destruido al
resto: el marxismo, la escuela austríaca, la alemana, la sueca o la economía
keynesiana. La escuela norteamericana se fue extendiendo en paralelo a la
supremacía de Estados Unidos; el declive de la potencia podría abrir por fin
un campo que cada vez parece más cerrado.
Ausentes de los programas de formación actuales, los economistas disidentes
representan, sin embargo, un arsenal de herramientas que se encuentra
inutilizado por culpa de su abandono. El testimonio de los predecesores más
relevantes es particularmente valioso. Los disidentes actuales de la opinión
mayoritaria no tienen por qué sentirse solos. Es posible reconocerse a uno
mismo en los grandes pensadores del pasado. Cuando la gente empieza a
darse cuenta de que el actual programa de investigación o el paradigma en las
ciencias económicas descuidan los problemas de mayor interés para nuestra
propia generación (estancamiento, desigualdad, cambio climático,
automatización), la historia de la propia disciplina se convierte en una
herramienta intelectual de gran utilidad.
El estudio de los debates del pasado tiene un premio añadido. A veces se
afirma que presentar a los alumnos demasiadas ideas enfrentadas sólo los
confunde. Es mucho mejor adoctrinarlos meticulosamente en el pensamiento
ortodoxo antes de dejar que se mojen los pies en las aguas de las ideas
disidentes. A decir verdad, los debates históricos casi siempre se han llevado
a cabo en un lenguaje mucho más accesible. El debate y el desacuerdo, lejos
de ser desalentadores, son en realidad bastante emocionantes. Sobre todo
cuando puedes entender lo que se dice.
Capítulo 11
Historia económica
La historia no se repite, pero a veces rima.
MARK TWAIN (atribuida)
Los grandes economistas como Adam Smith, Karl Marx y John Maynard
Keynes desarrollaron sus teorías bajo la influencia de la historia, y nunca se
plantearon dedicarse a perfeccionar cálculos matemáticos para expresar unas
verdades que fueran independientes de ella. Comprendieron que incluso las
situaciones que parecen permanentes no duran para siempre, ni tampoco
mucho tiempo, y que con cada cambio en el panorama global también se
produce un cambio en las ideas sobre nuestro mundo. Marshall dijo: «Es muy
posible que todos los cambios en las condiciones sociales requieran nuevos
desarrollos de las doctrinas económicas». 1
En otras palabras, el valor de una teoría económica no depende de su
posición en el árbol evolutivo, sino de su lugar en el mundo. Las ciencias
económicas deberían ser una ciencia social fundamentada en la historia. No
sólo las doctrinas económicas, sino también las prácticas económicas deben
contextualizarse en su tiempo y su lugar. En épocas anteriores, la economía
no era un dominio separado, sino un orden incrustado en un complejo de
instituciones y actividades diseñadas para garantizar la supervivencia de la
población. La «economía científica» empezó como una crítica de esa
economía «incrustada», pero al mismo tiempo afirmaba que todas las
personas, en cualquier momento, eran maximizadoras de la utilidad. Esto
permitió a los economistas defender la existencia de unas leyes universales,
válidas en cualquier momento y lugar. La historia es una advertencia muy
conveniente contra semejante desvergüenza.
Los economistas deberían estudiar el pasado por dos grandes razones. La
primera es mejorar las ciencias económicas; la segunda es mejorar la historia.
Aunque las ciencias económicas han ayudado un poco en la segunda
cuestión, mi principal interés se centra en la primera. Si la historia es el
estudio de lo concreto, y la economía de lo genérico, el valor de la historia
para los economistas consiste en ofrecerles la oportunidad de plantear sus
premisas con mayor concreción y así poder reconocer sus límites. La historia
es una fuente importante de datos, de los cuales dependen los economistas
para establecer sus hipótesis.
Sin embargo, la historia económica se ha eliminado casi por completo del
temario de las ciencias económicas modernas. En palabras de William
Parker:
El contexto institucional, los conceptos sociales, el entusiasmo moral implícito en la formación que
los economistas solían recibir en los cursos en historia económica, instituciones económicas y
campos aplicados se ha dejado de lado, mientras que esos campos se han transformado en campos
de juegos para la imaginación del teórico. 2
En pocas palabras, los economistas ortodoxos han dejado de escuchar a la
historia y más bien la tratan como una fuente de datos numéricos para poner a
prueba sus propias teorías. Como están equipados con unos gigantescos
bancos de datos, la historia narrada es para los economistas una simple
anécdota: ¿dónde está la teoría? Se dice que los economistas que recurren a la
historia sufren de anecdotismo, a lo que algunos podrían añadir: si los
economistas ya poseen unas leyes válidas y universales, no tiene ningún
sentido recurrir a la historia para facilitar su descubrimiento.
Los economistas parecen reacios a encontrar en la historia un recurso
intelectual útil para comprender la condición humana. Además, su viaje al
pasado parece más bien una expedición colonial. Equipados, como creen
estar, con sus modelos universales, pueden aplicarlos a cualquier tema,
pasado o presente, como una hipótesis, usando esos datos disponibles para
ponerla a prueba. Las hipótesis son casi siempre neoclásicas. Como decíamos
antes, el caballo siempre maximiza.
La consecuencia de esta invasión es que la historia económica se vacía de
su tradicional contenido. La teoría económica corrompe la historia económica
cuando le impone modelos ahistóricos y una estrategia de verificación
inadecuada que se limita a confirmar el modelo que ya está en la cabeza del
economista. La «cliométrica», la aplicación de técnicas estadísticas y
matemáticas a los acontecimientos del pasado, es la corrupción de Clío, la
musa clásica de la historia.
La historia como fuente de datos
El punto de vista estándar es que la historia proporciona un campo de
observación para poner a prueba las hipótesis económicas: una fuente de
pruebas empíricas para examinar las teorías, calcular las relaciones entre
variables y anticipar futuras tendencias. Una de las herramientas básicas de la
historia económica es la serie temporal: cualquier relación estadística
registrada durante un período de tiempo. Por ejemplo, los cálculos históricos
de Angus Maddison sobre renta nacional, población, tasa de crecimiento y
demás se remontan al siglo I d. C. en ciertos territorios (para la última
edición, véase Bolt et al., 2018). El valor de los datos, históricos o de
cualquier otro tipo, es que ofrecen una verificación a una simple afirmación.
Si alguien dice que los romanos eran mucho más ricos que la población
actual, el estudio de Maddison sobre la producción histórica y su traducción a
unos equivalentes modernos proporciona una refutación concluyente.
Pero nadie debería dejarse engatusar. La mayoría de las series temporales
que utiliza Maddison se han elaborado mucho después de que ocurrieran los
hechos. No había datos sobre la renta nacional en 1800, y mucho menos en el
siglo I d. C. Por lo tanto, los datos de Maddison son meras estimaciones a
partir de las estadísticas disponibles entonces, recopiladas con diferentes fines
y sujetas a un amplio margen de error. Son útiles para descartar afirmaciones
ridículas, pero no para hacer comparaciones precisas sobre el bienestar de la
Atenas clásica, por ejemplo, y la Etiopía moderna. Lo mismo puede decirse
de los datos de Thomas Piketty sobre desigualdad económica y, de hecho, de
todas las series estadísticas temporales. 3
Los análisis de series temporales también son un elemento central de la
econometría: el intento de medir de manera estadística la relación de dos o
más variables económicas a lo largo del tiempo para calcular su futura
vinculación, o para poner a prueba y validar las que tuvieron en el pasado.
Los datos históricos se combinan con los datos comparativos como fuente
para los estudios econométricos. En los últimos años, de hecho, las bases de
datos para la econometría se han ampliado de manera espectacular. Como
ejemplos, habría que incluir los numerosos intentos de establecer una base
empírica para la teoría cuantitativa del dinero, la larga serie temporal creada
por Simon Kuznets (1901-1985) sobre la renta nacional y sus componentes
para poner a prueba la función del consumo y el uso de series temporales por
parte de E. F. Denison para calcular las relaciones de algunos componentes
clave (mano de obra, capital, educación, eficiencia) en el crecimiento de la
producción. 4
Pero, como ya hemos visto en el capítulo 5, la econometría se promociona
demasiado como el método que sirve para poner a prueba las teorías: además
de los problemas de concreción del modelo, resulta que, en cuanto empiezas
a obtener una cantidad suficiente de observaciones, ya ha pasado demasiado
tiempo para asumir que las condiciones siguen siendo estables. Por ejemplo,
¿lastran los impuestos altos el crecimiento económico? Las pruebas no son
concluyentes. Gran parte de las ciencias económicas nunca podrá
«demostrarse».
Robert Solow ofrece una crítica devastadora a la identificación de la
historia económica con la econometría. La econometría, según dice, es «ciega
a la historia».
Los mejores y más brillantes de la profesión proceden como si las ciencias económicas fueran la
física de la sociedad. Hay un único modelo válido universalmente. Sólo hace falta aplicarlo. Podrías
dejar caer a un economista moderno a través de una máquina del tiempo [...] en cualquier momento,
en cualquier lugar, junto a su ordenador personal, y podría meterse en faena sin molestarse siquiera
en preguntar en qué momento y en qué lugar está. 5
En pocas palabras, muchos de los modelos que diseñamos dependen de
asumir que la gente del pasado tenía básicamente los mismos valores y
motivos que nosotros en la actualidad.
Podemos encontrar un buen ejemplo en un libro reciente de Peter Acton,
Poiesis: Fabricar en la Atenas Clásica (2014), sobre el que Michael
Kulikowski ha escrito:
En cada caso de estudio, Acton describe una Atenas muy distinta a nuestro mundo postindustrial, y
aun así menos que al de los siglos XIX y XX. Sin embargo, todos sus estudios de caso se formulan
en el lenguaje de la teoría microeconómica clásica y a partir de la teoría sobre la empresa
competitiva y la gestión de posguerra, que Acton nos explica con todo lujo de detalles y una gran fe
en sus verdades reveladas [...]. Acton presenta su trabajo con sensatez, y desafía a los lectores a
usar la microeconomía clásica para preguntarse si los atenienses «podrían haber operado en la
práctica según la misma colección de principios económicos fundamentales con los que hoy nos
sentimos familiarizados», a pesar de que carecían del lenguaje o del marco teórico dentro del cual
articulamos dichos principios. Para Acton, nunca hay la menor duda de que «las mismas leyes
económicas prevalecen a pesar de los contextos diferentes» debido a que el «marco
[microeconómico] es atemporal» y a que «más allá de una posible motivación consciente de los
agentes clásicos, los principios económicos elementales son heurísticamente efectivos y una fuente
de importantes conocimientos históricos». 6
Los buenos estudios de las economías antiguas, como las obras de Moses
Finlay, demuestran lo lejos que está todo esto de una buena historia. La
rapacidad de las clases altas, sostiene Finlay, estaba dictada por los gastos
habituales para las carreras políticas y militares, no por una lógica
«maximizadora». 7 El trabajo de Finlay llama la atención sobre la cuestión de
que las sociedades humanas se constituyen en gran parte por sus
«imaginaciones sociales». Lo cual significa que no pueden comprenderse en
unos términos radicalmente ajenos a aquellos en los que esas sociedades
humanas se entendían. Si los artesanos de la Grecia clásica no pensaban en sí
mismos como maximizadores del beneficio, ¿quiénes somos nosotros para
decir que eso era lo que hacían «en realidad»?
En resumen, la historia no debería rendir la singularidad de su visión a los
econométricos. Como escribe Solow, en la nueva historia económica
encontrarás «las mismas integrales, las mismas regresiones, la misma
sustitución de valores-t por ideas» como en las ciencias económicas
propiamente dichas, pero con peores datos. En vez de ampliar el rango de las
percepciones, los nuevos economistas e historiadores económicos se limitan a
alimentar una y otra vez el mismo material poco inspirador. Los cursos de
econometría son ineludiblemente históricos, pero no transmiten el menor
sentido de la historia, por lo que llegamos a un punto donde «las ciencias
económicas no tienen nada que aprender de la historia económica, salvo las
malas costumbres que le han enseñado a la historia económica». 8
¿Pueden las ciencias económicas mejorar
la historia?
Pero existe la otra cara de la moneda. Las ciencias económicas también han
mejorado la historia. Un célebre ejemplo sería el Tiempo en la cruz (1981) de
Fogel, que planteaba que, en contradicción con las afirmaciones de los
historiadores decimonónicos, la esclavitud era eficiente desde un punto de
vista económico. Era moralmente censurable, pero si nada se hubiera
interpuesto de por medio, podría haber seguido coleando mucho más tiempo.
Es una idea muy importante, porque deja claro que la guerra de Secesión fue
necesaria para poner fin a la esclavitud. El trabajo de Nick Crafts sobre la
economía británica de finales del siglo XIX era la demostración —mucho más
justificada que las afirmaciones de Peter Acton sobre la Atenas clásica— de
que los hombres de negocios británicos tomaban decisiones económicas
racionales, y que no pensaban en convertirse en unos inútiles caballeros
desde un punto de vista económico. 9
En una división productiva entre las ciencias económicas y la historia
económica, los economistas deberían plantear varias clases de hipótesis
basadas en hechos depurados, y los historiadores deberían pensar en la forma
y el momento en que podrían aplicarse diferentes modelos y distintas clases
de pruebas. Los economistas deberían abordar la historia con un talante
curioso y no tanto con un espíritu conquistador.
«Ciclos»
La historia comparte el mismo sesgo inherente a la sociología, el
conservadurismo. Como es un relato de las cosas que han ocurrido, hay una
fuerte tentación de limitarse a decir «lo que es, es» y no lo que podría ser, y
menos aún lo que debería ser. Confiar exclusivamente en la historia puede ser
un defecto fatal para un hombre de Estado, porque a la imaginación histórica
le resulta muy difícil amoldarse a la idea de progreso. El punto débil de la
historia como escuela para estadistas quedó manifiesto en el Tratado de
Versalles de 1919, cuando los negociadores sólo se ocuparon de las fronteras
y las nacionalidades, en vez de afrontar la necesidad de reconstruir Europa en
el aspecto económico. Los resultados bastante más perdurables obtenidos
después de la Segunda Guerra Mundial se debieron a colocar la rehabilitación
económica de las economías destrozadas por la guerra en lo más alto de la
agenda de las negociaciones: una tarea encargada a unos expertos técnicos
con gran visión de futuro, que diseñaron el sistema de Bretton Woods y el
Plan Marshall.
La idea de que la vida económica y social gira alrededor de algunos
puntos de equilibrio, que no tienen por qué ser estáticos, ha sido frecuente
entre economistas e historiadores. Pero, en cambio unos y otros tienen puntos
de vista muy alejados sobre los ciclos. Para los economistas, los ciclos son el
resultado de algún shock en un sistema que, de cualquier otro modo,
funcionaría sin ningún problema y que acaba produciendo ciclos de actividad
empresarial. Un ejemplo son los ciclos de Kondratieff, de unos cuarenta años
de duración, que estuvieron causados por la innovación tecnológica. Las
fluctuaciones pueden ser muy acusadas mientras la economía se ajusta a estos
cambios, pero nunca han sido lo bastante duraderas como para poner en
cuestión la propia idea de progreso. Los historiadores, en cambio, conciben
los ciclos como algo mucho más relacionado con las civilizaciones. Las crisis
económicas pueden desencadenarlos, pero su origen es existencial y
provienen del fracaso de las instituciones centrales de una sociedad.
Abstraídas de la tecnología, las teorías cíclicas de los historiadores no
tienen integrada la noción de progreso. El progreso tecnológico es exógeno e
impredecible. La historia no revela un patrón claro de progreso: oscila en
todas direcciones a lo largo de caminos conocidos. No se repite de forma
exacta, pero rima. En el típico ciclo histórico, las sociedades oscilan como un
péndulo entre fases sucesivas de auge y declive, progreso y reacción,
hedonismo y puritanismo. Cada movimiento hacia el exterior produce una
crisis de exceso que conduce a una reacción. La posición de equilibrio es
difícil de alcanzar y siempre es inestable. La historia no se puede usar para
predecir el futuro, pero puede indicar tendencias y reacciones inevitables
contra éstas. Por norma, los ciclos son generacionales, con unos hijos que
reaccionan contra las creencias de sus padres.
En su Los ciclos de la historia americana (1986), Arthur Schlesinger Jr.
definió un «ciclo de economía política» como un «cambio continuo en la
implicación nacional entre el fin público y el interés privado». Al adaptar sus
términos al uso europeo, la oscilación que detectó fue entre épocas
«liberales» y «colectivistas». Los períodos liberales (cuando los intereses
privados dominan la política) sucumben a la corrupción del dinero; los
períodos colectivistas (dedicados al «fin público») sucumben a la corrupción
del poder. Acto seguido, el ciclo vuelve a repetirse. Esta oscilación de la
economía política encaja bastante bien en el relato histórico estadounidense.
También tiene sentido a escala global. La era de la economía liberal se
inauguró con la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith,
en 1776. A pesar del dominio temprano del libre comercio, sufrió una
profunda crisis —la hambruna de las patatas en la década de 1840— que
produjo un cambio real en las políticas: la derogación en 1846 de las Leyes
de Cereales, que habían acompañado a la era del libre comercio.
En la década de 1870, el péndulo empezó a decantarse hacia lo que el
historiador A. V. Dicey llamó «la era del colectivismo». La gran crisis que
desencadenó esta nueva era fue la primera gran depresión global, causada por
el hundimiento de los precios de los alimentos. Fue un shock lo bastante
grave como para producir un gran cambio en la economía política. Éste se
produjo en dos oleadas. Primero, todas las naciones industriales, salvo Gran
Bretaña, subieron los aranceles para proteger la ocupación en la agricultura y
la industria (Gran Bretaña confiaba en la emigración masiva para eliminar el
desempleo rural). Segundo, todas las naciones industriales, salvo Estados
Unidos, crearon sistemas de seguridad social para proteger a sus ciudadanos
frente a los peligros de la vida.
La Gran Depresión de 1929-1932 produjo una segunda oleada de
colectivismo, cuya forma más virulenta fue el nazismo, y cuyo legado más
duradero fue la utilización «keynesiana» de la política fiscal y monetaria para
mantener el pleno empleo. La mayoría de los países capitalistas
nacionalizaron sectores clave. El New Deal de Roosevelt reguló la banca y
las empresas de servicios públicos, y se embarcó con cierta demora en la ruta
de la seguridad social. Los movimientos de capital internacionales se
controlaron con mayor severidad. El instinto liberal no se extinguió del todo,
de lo contrario Occidente hubiera acabado dividido entre el comunismo y el
fascismo.
Lo que emergió de la Segunda Guerra Mundial fue la victoria del
colectivismo en la versión más moderada que representa la socialdemocracia.
Sin embargo, incluso antes de la crisis del colectivismo de los años setenta,
ya se había puesto en marcha un regreso al liberalismo, a medida que el
comercio, después de 1945, empezó a abrirse y los movimientos de capital se
liberalizaron. La norma era libre comercio en el extranjero y
socialdemocracia en casa. El sistema de Bretton Woods, creado con la ayuda
de Keynes en 1944, fue la expresión internacional de una economía política
social/liberal democrática. Tenía la aspiración de mejorar el libre comercio
exterior después del freno de los años treinta mediante la creación de un
entorno que reducía los incentivos al nacionalismo económico. En esencia,
había un sistema de tasas fijas de cambio, sujetas a modificaciones por
consenso, para evitar la depreciación de las divisas competitivas.
La crisis de la socialdemocracia se desencadenó con la estanflación y el
desgobierno de los años setenta. En líneas generales, encaja en el concepto de
«corrupción del poder» creado por Schlesinger. Los legisladores
socialdemócratas y keynesianos sucumbieron a la arrogancia, una corrupción
intelectual que los convenció de que poseían el conocimiento y las
herramientas para gestionar y controlar desde arriba la economía y la
sociedad.
Era la enfermedad contra la que Hayek lanzaba sus invectivas en su
clásico Camino de servidumbre (1944). El intento de frenar la inflación en los
años setenta con controles sobre los precios y los salarios condujo a una
«crisis de la gobernabilidad», a medida que los sindicatos, sobre todo en Gran
Bretaña, se negaban a aceptarlos. Los grandes subsidios estatales a los grupos
productivos, tanto públicos como privados, alimentaron las típicas
corruptelas del comportamiento identificadas por la nueva derecha: el
rentismo, el riesgo moral, el gorroneo. Las pruebas palpables del fracaso del
gobierno hacían olvidar el recuerdo del fracaso de los mercados.
La nueva generación de economistas abandonó a Keynes y, con la ayuda
de unos sofisticados cálculos matemáticos, reinventó la economía neoclásica
del mercado autorregulado. Muy golpeados por las crisis inflacionarias de los
años setenta, los gobiernos cedieron a la «inevitabilidad» de las fuerzas del
libre mercado. La reacción tuvo un alcance mundial con la caída del
comunismo. Una de las víctimas más notables de la reacción fue el sistema
de Bretton Woods, que sucumbió en los años setenta tras la negativa de
Estados Unidos a contener su gasto doméstico. Las divisas podían cotizar con
total libertad y se levantaron los controles sobre el capital internacional.
Aquello anunció un cambio de dirección al por mayor en aras de la
globalización.
Estos cambios no carecían, como concepto, de ciertos atractivos. La idea
era que el Estado nación —que había sido el responsable de una gran
cantidad de violencia organizada y de un gasto irresponsable e ineficiente—
iba camino de la desaparición, sustituido por el mercado global. El filósofo
canadiense, John Ralston Saul, describía las promesas de la globalización en
un artículo de 2004 con sólo un ligero aire de parodia:
En el futuro, ni la política ni las armas determinarán el curso de los acontecimientos humanos. Los
mercados liberalizados enseguida establecerán unos equilibrios internacionales naturales, inmunes
a los viejos ciclos de prosperidad y depresión. El crecimiento del comercio internacional, como
resultado de la reducción de las barreras, desencadenará una ola económico-social que reflotará
todos los barcos, tanto los de nuestros pobres países occidentales como los del mundo en vías de
desarrollo. Unos mercados prósperos convertirán las dictaduras en democracias. 10
Hoy en día, estamos pasando por una crisis del liberalismo. El colapso
financiero ha empeorado la creciente insatisfacción con la corrupción del
dinero. El neoconservadurismo ha buscado el modo de justificar unos
incentivos fabulosos a una plutocracia financiera mientras los ingresos
medios se estancan o incluso caen; en nombre de la eficiencia, ha fomentado
la deslocalización de millones de puestos de trabajo, el deterioro de
comunidades nacionales y la destrucción de la naturaleza. Esta clase de
sistema debe tener un éxito fabuloso para infundir lealtad. Su fracaso
espectacular está destinado a desacreditarlo.
Lo que esta clase de historia ofrece a los estudiantes de Económicas es la
capacidad de situar su educación, y también a ellos personalmente, en el
curso de los acontecimientos. Ayuda a explicar por qué las narrativas
económicas, creíbles en una época, pierden su importancia en otras. Ofrece
una dimensión histórica a la idea de «crisis», que nos obliga a trascender el
concepto de un shock a un sistema que, de otro modo, funcionaría sin
fricciones.
«Etapas del desarrollo» - Retirar la escalera
La denominada literatura de «las etapas del desarrollo» revela un patrón
histórico de una naturaleza diferente. La historia estandarizada del desarrollo
económico occidental es bien conocida por todos: la Ilustración desencadenó
las fuerzas duales de la ciencia y el mercado, y proporcionó a ambas la
tecnología y los medios para ponerlas en marcha. Pero ¿qué ocurre si
empezamos con la historia?
La impresionante obra Retirar la escalera (2002), de Ha-Joon Chang,
examina la historia de la industrialización y descubre que la mano del Estado
es bastante visible en cada recodo del camino: protege los molinos británicos
de sus competidores en Bélgica y Francia, protege la industria alemana de los
británicos, protege las nuevas industrias estadounidenses de sus rivales
europeos, protege las industrias japonesas de Europa y Estados Unidos, y así
sucesivamente hasta llegar a los tigres asiáticos de Hong Kong, Singapur,
Taiwán y Corea del Sur, y hoy al meteórico ascenso de China.
En todos los casos, el gobierno se dedicaba a dirigir y ayudar a sectores
seleccionados. Sólo después de que cada país se industrializara con éxito, los
gobiernos podían percibir que el libre comercio y la liberalización económica
encajaban con sus intereses. El relato de su propio éxito cambió de un
desarrollo guiado por el Estado a otro guiado por el mercado; la mano visible
del Estado se transformó en la mano invisible del mercado.
Esta clase de artículos sobre economía política son buenos ejemplos de lo
que sería empezar por los hechos históricos, en vez de por unas premisas
universalistas. «¿Por qué hay países pobres y países ricos?» es una pregunta
que, según los economistas de la corriente predominante, debería tener una
respuesta general, pero ninguna teoría general puede cubrir todos los casos y
situaciones. Grandes historiadores económicos, como David Landes (19242013), han subrayado la importancia de las especificidades culturales, como
la invención de las lentes y el tratamiento de las mujeres, en el ascenso de
Europa hasta la supremacía económica y cultural. La historia económica nos
ofrece relatos de la Revolución Industrial británica, de la puesta al día de
Alemania, Estados Unidos y Japón, del estancamiento y el ascenso de Asia.
No ofrece una teoría general del desarrollo económico, sino unos relatos
históricamente detallados, que pueden dirigir con éxito las políticas para los
problemas del presente.
El relato neoclásico del crecimiento nos cuenta que cualquier desarrollo
económico siempre viene precedido de un requisito universal, una estructura
estable de derechos sobre la propiedad, para que así los dueños de la tierra y
las empresas puedan obtener una recompensa privada por unas mejoras e
innovaciones socialmente beneficiosas. Según esta teoría, el cercado de las
«tierras comunales» en la Inglaterra del siglo XVIII condujo, a través de la
revolución agrícola, a la Revolución Industrial. Al aplicar esta teoría en los
años noventa, la primera generación de reformistas poscomunistas en Rusia y
Europa oriental sacaron a subasta la mayoría de las propiedades estatales de
golpe. Los resultados variaron en función de las historias y los recursos
propios de los Estados implicados, así como de la cantidad de ayuda
internacional que recibieron. Pero en Rusia los resultados fueron desastrosos.
La economía se vino abajo, la mayoría de la propiedad del Estado fue
«robada» por los directivos soviéticos de las empresas públicas, creando una
clase de «oligarcas» con unas fortunas fabulosas, y la autocracia regresó
como la única barrera contra la desintegración social. Los economistas con un
cierto sentido de la historia advirtieron contra la «terapia de shock», pero en
el apogeo de la economía neoliberal, nadie escuchó.
Desde que las ciencias económicas modernas pasaron a formar parte de la
corriente principal de la vida intelectual durante el siglo XVIII, la disciplina ha
cumplido con su papel en la reformulación de los motivos y las acciones de
los agentes económicos (gobiernos incluidos). El cálculo económico racional,
que puede ser inherente a los seres humanos cuando sufren problemas para
llegar a fin de mes, tiene mucho más margen para manifestarse que en la
Edad Media, cuando la costumbre era fundamental. Así pues, la forma de
comportarse de los seres humanos en el pasado no tiene por qué ser una
orientación fiable para saber cómo actúan en la actualidad. Pero, de la misma
forma, el modo en que se comportan hoy tampoco es una orientación fiable
para saber cómo actuarán mañana.
La historia nos enseña que las economías dependen de su trayectoria. Su
presente se «hereda» del pasado. Por tanto, comprender la historia de una
comunidad humana puede ayudar a hacer una estimación de sus posibilidades
económicas. El presente y el futuro están conectados al pasado por la
continuidad de las instituciones de una sociedad. La política económica
todavía es diferente en los países de habla germánica del mundo anglosajón y
en los países de América Latina, a pesar de que en la actualidad la
investigación económica está ampliamente relacionada, globalizada y es
fácilmente accesible en todos los continentes.
No parece sorprendente que haya un resurgimiento de la economía
keynesiana, mientras nos preguntamos si las lecciones que aprendimos de la
Gran Depresión de los años treinta pueden aplicarse con éxito a la Gran
Recesión de 2008 y los años posteriores. Defender, como muchos
economistas han hecho en los últimos tiempos, que el camino a la
recuperación se encuentra en el recorte del gasto público parece un caso
evidente de amnesia histórica. Tal como escribió George Santayana en unas
palabras ya célebres: «Quienes no pueden recordar el pasado están
condenados a repetirlo».
Capítulo 12
Ética y ciencias económicas
El problema fundamental [...] es encontrar un sistema social que sea
eficiente económica y moralmente.
JOHN MAYNARD KEYNES
«No hay fines económicos, sólo medios económicos y no económicos para
alcanzar unos fines determinados [...]. Las ciencias económicas se ocupan de
hechos verificables; la ética, de los valores y las obligaciones. La única forma
de asociarlas es mediante la yuxtaposición.» No están «en el mismo lugar del
discurso». 1 Con estas palabras, Lionel Robbins expulsó a la ética de la
economía. El premio Nobel George Stigler (1911-1991) defendía la misma
idea cuando escribió que todos los economistas necesitaban la aritmética, no
la ética, para corregir «errores sociales». 2
La generación de economistas más veterana reflexionaba mucho sobre
cuestiones como la racionalidad de los fines, la ética del egoísmo y la
moralidad de los medios. Sin embargo, prestar atención a estas cuestiones
empezó a verse poco a poco como un obstáculo al pertinente trabajo
analítico. Alfred Marshall, profesor de Economía Política en Cambridge, sacó
la economía del temario de las ciencias morales en 1903, convencido de que
la «metafísica» estaba impidiendo que personas muy válidas estudiaran
economía. Las ciencias económicas, tal como Robbins había dicho, pasaron a
preocuparse únicamente de la eficiencia de los medios.
Por ejemplo, hay maneras más o menos eficientes de librar una guerra.
Discernir si tiene sentido luchar en esa guerra y la moralidad de los medios
con los que se combate (por ejemplo, la moralidad de usar la tortura) son
cuestiones sobre las que los economistas pueden tener sus opiniones
personales, pero no deberían alterar el consejo «científico» que ofrecen al
respecto. Incluso si escogen no involucrarse personalmente en la guerra o los
métodos para combatir, su decisión supondría un juicio ético desde un punto
de vista externo a la economía. Pero, dentro de la disciplina, no hay
comportamiento moral o inmoral, sólo eficiente o ineficiente. En el mejor de
los casos, las máximas morales podrían utilizarse como herramientas de
eficiencia: «La honestidad es la mejor política».
Evidentemente, Adam Smith estaba afectado por las connotaciones
egoístas del interés propio, y equipó a sus agentes con el motor de la
«compasión», algo que sus sucesores abandonaron por el camino, ya que
complicaba la lógica de sus sistemas deductivos. Marx estaba preocupado por
la justicia de la distribución. John Stuart Mill planteó la pregunta de «¿cuánto
es suficiente?» para tener una buena vida. 3 El territorio de Robbins está
despojado de esta clase de desorden «moral» externo. Su economía nos
presenta unos individuos egoístas, despojados de vínculos sociales, pero con
unos deseos infinitamente variados, que se enfrentan a unas limitaciones de
presupuesto que les impiden satisfacer todos esos deseos de manera
simultánea. Por lo tanto, tienen que economizar. Las ciencias económicas
tratan de la lógica de esa economización.
Llegados a este punto, que el modelo esté diseñado para describir cómo se
comporta la gente en realidad, o más bien cómo debería comportarse, está
fuera de toda discusión. Sea como fuere, la ética no tiene nada que decir, sólo
la aritmética. Si los deseos de la gente pasan de querer buenos a malos
productos, este proceso sólo debe verse como un cambio en el programa de la
demanda. Y todo lo que las ciencias económicas quieren saber sobre los
medios es si serán los adecuados para el propósito buscado. El valor ético de
los medios o el propósito resulta irrelevante para las ciencias económicas.
Todo esto supuso un importante revés para las ideas precedentes sobre la
economía. La economía científica creció, junto al capitalismo, a partir del
colapso del orden medieval. En la esencia del pensamiento medieval se
encontraba la cuestión del valor, o de lo que merece o no merece la
admiración y la estima, es decir, de lo que es bueno y lo que es malo. Las
ciencias económicas formaban parte de esta indagación. Pero tenían una
ventaja decisiva para hablar de lo bueno y lo malo, ya que el valor de los
medios materiales puede medirse: sus costes y sus beneficios pueden
establecerse de manera precisa a partir de una escala monetaria única. Así, las
cuestiones sobre el valor, para esta clase de bienes, se fijaron desde el
principio en términos de precios monetarios. Aun así, se suponía que los
precios de los bienes económicos debían reflejar el lugar de estos productos
en el orden moral y se explicaban en relación con el mismo.
Lo que descubrimos a medida que las ciencias económicas van madurando
es que el contenido moral se abandona. El debate sobre la relación del valor
con el precio se desmorona con la aritmética del valor libre. La idea de
propiedad como protección y ordenación desaparece. La moralidad de los
medios se internalizó en la eficiencia y la moralidad de los fines se
externalizó a la religión y la ética. La pregunta en la actualidad es si
poseemos un discurso ético lo bastante potente como para poder superar los
errores sociales de los economistas.
El precio justo
La teoría del valor en las ciencias económicas tiene un pedigrí mixto,
empírico y moral. Por un lado, es una explicación sobre por qué las cosas
cuestan lo que cuestan. Por el otro, es una teoría de lo que deberían costar las
cosas: el precio justo. Es el precio que hace justicia a los esfuerzos de los
productores y las necesidades de los consumidores. Se basaba en un código
moral diseñado para evitar que las personas se explotaran las unas a las otras.
Las doctrinas del precio justo se remontan a Aristóteles, y los escolásticos
medievales se encargaron de desarrollarlas. Decían que debían tener su
origen en la ley divina o natural. El precio justo es la medida de una
transacción justa.
En el pensamiento económico premoderno, el precio justo se equiparaba
más o menos al «precio de costumbre», una tabla de cálculo sobre lo que las
sociedades consideraban un comercio justo. Sin embargo, con la gran
inflación de los siglos XVI y XVII, y la expansión del comercio internacional,
los precios del mercado empezaron a desvincularse seriamente de los precios
de costumbre, lo que sólo es una forma de decir que la economía moral se
redujo en relación con la economía empresarial.
La teoría del valor-trabajo fue una aplicación secular de la doctrina del
precio justo. Los economistas clásicos —los fisiócratas franceses y Adam
Smith y sus seguidores— distinguían entre el trabajo productivo y el
improductivo. La teoría del valor-trabajo pretendía aislar esa parte del precio
que no era valor, sino renta representada. La renta económica era un precio
que no tenía ninguna base en el coste real, ya que era lo mismo que una
comida gratis para los propietarios de la tierra y el dinero. En la Edad Media,
el típico precio injusto era la usura: cobrar interés por los préstamos. ¿Por qué
era injusto? Porque se veía como una forma de hacer dinero del dinero.
Prestar un dinero al que no das ninguna utilidad no tiene ningún coste y por
lo tanto no da derecho a ninguna recompensa.
Tanto Adam Smith como David Ricardo aceptaron que el trabajo de la
mano de obra era una explicación a los precios normales o de larga duración,
en contraposición a los «precios del mercado» que fluctúan a su alrededor: es
decir, distinguían entre el precio «natural» (el precio del esfuerzo de la mano
de obra) y el precio de mercado. Smith planteó la famosa «paradoja del
diamante y el agua»: ¿por qué los diamantes son tan caros y el agua tan
barata, cuando los diamantes no sirven para nada y el agua es fundamental
para la vida? Smith encontró la respuesta en «la dificultad y el coste de
obtenerlos de la mina», y a partir de ahí llegó a la conclusión de que «lo que
en realidad cuesta cualquier cosa al hombre que desea poseerla es el trabajo y
las molestias de conseguirla». 4
Siguiendo a Smith, la simple teoría del valor-trabajo desarrolló ciertas
complicaciones. ¿El trabajo realizado por el capitalista también merecía una
recompensa? Ricardo incorporó la recompensa al capitalista en la teoría del
valor-trabajo tratando el capital como mano de obra almacenada. El capital se
origina gracias a la abstinencia o al «ahorro» del capitalista. El ahorro del
capitalista añade valor al «doloroso esfuerzo» de la mano de obra.
En manos de Ricardo, la teoría del valor-trabajo se convirtió en una teoría
del coste de producción. Tiene una de sus raíces en la idea medieval del
precio «justo». Pero también busca conceder una cierta grandeza moral al
interés propio invistiéndolo de una particular virtud: el sacrificio del consumo
presente a cambio del futuro. Así, el beneficio puede verse como una
recompensa justa por el sacrificio. 5 Mucho más adelante llegaría la idea de
que el beneficio es la recompensa por asumir riesgos, o el emprendimiento.
Karl Marx tenía una agenda diferente. Adoptó la teoría del valor-trabajo
no para justificar los beneficios de la clase capitalista, sino para eliminar a la
clase capitalista de la ecuación del valor. El beneficio del capitalista no tiene
nada que ver con su «abstinencia» del consumo y sí tiene todo que ver con su
abstención del trabajo. Se genera por la capacidad del capitalista para extraer
la «plusvalía» del trabajo. El trabajador cobra, por ejemplo, el equivalente a
cinco horas de bienes de consumo a cambio de ocho horas de trabajo. La
diferencia constituye la «renta» capitalista: unos ingresos inmerecidos, que
no son fruto del trabajo o, en términos marxistas, la explotación de la mano
de obra. La explotación se convierte en una realidad gracias a la propiedad
capitalista de todas las máquinas, lo que deja al trabajador sin nada que
vender, salvo su mano de obra. Es el clásico trato injusto, donde el trabajador
tiene que aceptar cualquier sueldo que el capitalista le quiera ofrecer, bajo
amenaza de morirse de hambre. 6
El problema al que se enfrentaban todas las teorías del coste de producción
era que los precios que alcanzaban los bienes de consumo en unos mercados
que se expandían rápidamente, y que cada vez estaban menos regulados,
tenían muy poca relación con las horas de trabajo dedicadas para producirlos.
El precio normal o «natural», de larga duración, se resistía a emanar de una
red de relaciones de intercambio que no dejaba de ampliarse. El sistema de
precio carecía de un anclaje moral. Saltaba a la vista que una teoría del valor
que no pudiera explicar el comportamiento real de los precios era deficiente,
y así, a partir de 1870, la teoría del coste de producción fue borrada del mapa
por la teoría de la oferta y la demanda, donde los precios del mercado vienen
determinados de manera combinada por la escasez y la demanda del
consumidor.
Adam Smith había explicado el precio elevado de los diamantes por el
coste de extraerlos de las minas y llevarlos al mercado. Pero, como astuto
crítico, Richard Whately señaló en su momento, con un ejemplo diferente,
que las perlas no alcanzan precios elevados porque los hombres tengan que
bucear para encontrarlas: los hombres se sumergen para dar con ellas por los
elevados precios que alcanzan. 7 Smith reconoció este punto de vista en
cierto sentido, manteniendo una doble perspectiva donde la escasez y el
deseo, así como el coste de producción, influyen en los precios. 8
La solución a la paradoja del agua y los diamantes se presentó en dos
fragmentos que recibieron el nombre de «revolución marginalista». El
primero fue la eliminación de cualquier distinción entre necesidades y deseos.
Ambos fueron integrados en la idea de utilidad subjetiva. Los distintos bienes
de consumo ofrecían a la gente un placer de intensidad diferente, y sus
precios reflejan el grado de placer, o utilidad, que podían permitirse, así como
su escasez relativa. En un lenguaje más sencillo, lo que la gente paga por algo
depende de su escasez y de la intensidad con que lo desea. El agua es
normalmente un producto gratuito: pero tiene un precio en el desierto; el aire
también es gratis, salvo cuando uno se está asfixiando.
El segundo paso de la revolución marginalista fue decir que los precios se
determinan a un nivel marginal. Fue Jevons quien unió el concepto de
utilidad subjetiva con el cálculo diferencial: lo que debía cuantificarse no era
el placer total, sino el placer de tener un poco más. La utilidad se maximiza
cuando el placer de tener un poco más se iguala con otros usos alternativos.
Jevons predijo que la determinación numérica de las leyes de la utilidad
convertiría la economía en una ciencia a la par de las ciencias naturales. 9
El marginalismo acabó con la explicación de los precios a partir del coste
de producción. La mano de obra no podía considerarse la fuente del valor,
porque el trabajo invertido en producir una mercancía «se ha ido y se ha
perdido para siempre». 10 Los sueldos eran el efecto, y no la causa, del valor
del producto; en teoría, un mayor esfuerzo podría aumentar la oferta, pero no
será así sin que la fuerza del deseo la lleve adelante.
El marginalismo fue una victoria científica, pero también política.
Explicaba (o justificaba) muchos misterios de la vieja teoría del valor, como
los precios elevados de algunos cuadros extraordinarios —un ejemplo
perfecto del trabajo que «se ha ido y se ha perdido para siempre»— y
derribaba los cimientos de la teoría marxista sobre la explotación. Dejó a un
lado sus propios problemas «científicos», como su incapacidad para medir la
intensidad del placer. 11 En el contexto de nuestro debate, la pérdida del
sentido moral del valor era un problema mucho más serio. El valor depende
por completo de anticipar el placer personal que proporcionarán unos bienes
de consumo escasos. No hay nada que objetar al precio del mercado. Los
precios de mercado sólo pueden ser injustos si la competencia está restringida
por un monopolio. Por lo tanto, el objetivo normativo de la corriente
predominante en la política económica sólo puede ser el siguiente: conseguir
que los mercados sean completamente competitivos.
La teoría del valor subjetivo marcó un cambio de paradigma en el método.
Mientras el valor se explicaba en términos de costes, el objeto de estudio de
las ciencias económicas se veía como algo social, y el fenómeno de los
precios era estrictamente una relación mercantil. Después de asumir que estos
fenómenos del mercado eran el resultado de la elección individual, y que los
fenómenos sociales por los que se explican esas elecciones eran el reflejo de
decisiones individuales, la dimensión social de las ciencias económicas
desapareció como por arte de magia. La economía matemática formalizó este
cambio.
Pero las ciencias económicas no podían cambiar por completo su legado
intelectual. Su compromiso permanente con los modelos de «equilibrio» o de
precio «natural» para la vida económica es el homenaje no reconocido a su
anterior vínculo con la teoría del precio justo. La palabra natural aún recorre
las ciencias económicas: conceptos como la tasa «natural» de desempleo, la
tasa de interés «natural», son los fantasmas de las anteriores teorías del valor
a partir del coste real. Pero sólo son fantasmas: el valor se ha convertido en
cualquier cosa que puedas sacarle al tipo que tienes delante.
La propiedad como protección
Locke reconoció hace casi cuatrocientos años que la propiedad privada es el
talón de Aquiles moral del sistema capitalista. La doctrina medieval decía que
la riqueza debe destinarse a un uso razonable. En sus Dos tratados de
gobierno (1764 [1689]), Locke dice que todo el mundo tiene un derecho
natural a la propiedad de su trabajo, o sea, a tantos frutos de la tierra como su
trabajo pueda crear. ¿Cómo se reconcilia esta idea con el hecho de que la
mayoría de la tierra está en manos de una minoría de terratenientes? Locke
planteaba que la propiedad desigual era la merecida recompensa por un
esfuerzo superior. Mucho más adelante llegó la aparición del argumento
utilitarista de que la desigualdad aumenta la productividad. Ésta era la idea
central de las economías en el lado de la oferta de Reagan y Thatcher.
Locke mantuvo con vida la conexión con los viejos conceptos sobre la
justicia de la propiedad cuando defendía que los terratenientes que dejaban
que su capital o sus tierras fueran improductivos debían ser despojados de
ellos, ya que «Dios no creó nada para que el hombre lo estropee o lo
destruya». 12 Poseer propiedades era como tenerlas en depósito por el bien
común. Los buenos terratenientes eran administradores. De este modo, si la
propiedad privada se usaba para el bien común, no necesitaba derogar el
derecho «natural» a la propiedad sobre el propio trabajo.
En la era industrial, los obreros reclamaban el «derecho al trabajo» como
equivalente del derecho a la propiedad. Los economistas neoclásicos
eludieron esta reclamación dando por sentado el pleno empleo. Un mercado
laboral con la flexibilidad necesaria garantizaría un empleo a cualquiera que
buscara uno. Se daba por hecho que quien no tenía trabajo había escogido
disponer de tiempo libre, por lo que el desempleo no comportaba el derecho a
percibir ningún ingreso.
Los obreros también reclamaban la parte justa de la plusvalía. Marx, como
hemos visto, negaba que fuera posible bajo el capitalismo. Los economistas
neoclásicos de inspiración izquierdista, como Arthur Pigou (1877-1959)
intentaron plantear un argumento científico para justificar la redistribución de
los ingresos. La decreciente utilidad marginal del dinero para su propietario,
explicaba Pigou, justificaba transferir el dinero de los ricos a los pobres. 13
Este intento se fue a pique cuando Robbins señaló la imposibilidad de medir
la intensidad de la satisfacción (1938). La nueva doctrina aceptada decía que
no podía derivarse ninguna función relativa al bienestar social a partir de las
comparaciones interpersonales de utilidad.
Aunque los economistas heterodoxos insistían en que la ausencia de una
función de bienestar social no implicaba el abandono del objetivo de la
redistribución, la corriente predominante se limitó a abandonar cualquier
debate sobre la justicia de la distribución real. 14 En cambio, presentó
pruebas de que en un mercado perfectamente competitivo, todos los factores
de la producción recibían su producto marginal. Esta afirmación sacó la
distribución de la agenda económica, pero no de la política. De hecho, la
cuestión de la distribución dominó la agenda política durante la mayor parte
del siglo XX. Los socialdemócratas defendían que, para que el ejercicio de la
democracia tuviera sentido, la ciudadanía implicaba que el Estado debía
responsabilizarse de garantizar una igualdad suficiente de las condiciones
materiales. En la actualidad, los economistas neoclásicos y los sociólogos
pesimistas han encontrado una causa común en el ataque al estado del
bienestar: para los primeros, disminuye los incentivos para trabajar, para los
segundos «desmoraliza» a la sociedad.
En el presente, los filósofos debaten la cuestión de la justicia de los
derechos de propiedad bastante más que los economistas. Por ejemplo, el
principio de John Rawls (1921-2002) de que la desigualdad se justifica
mientras mejora la posición de los menos adinerados le debe algo a la idea de
Locke de que la posesión de una propiedad exige una justificación moral.
Lejos de la corriente predominante, ha habido un resurgimiento del interés
por la cuestión de las responsabilidades morales de la propiedad. ¿Las
empresas deberían tener responsabilidades morales, además de
responsabilidades legales, para maximizar el valor del accionista? Las ideas
de «responsabilidad social corporativa» y del capitalismo de «accionista» son
los frutos de ese debate, aunque la «responsabilidad social corporativa» es en
gran medida propaganda de las grandes empresas. Hay varios estudios que
demuestran que las empresas que se toman en serio sus responsabilidades con
sus empleados, proveedores y vecinos consiguen unos mejores «balances»
que aquellas empresas que sólo responden a los intereses de sus propietarios
y directivos más veteranos. Pero el concepto de propiedad como
«administración» apenas encuentra cabida en la corriente predominante,
porque no sólo cuestiona una interpretación muy restrictiva del derecho a la
propiedad, sino la idea, profundamente arraigada, de que los mercados del
suelo, de capitales o de mano de obra son —o pueden hacerse—
perfectamente «justos», en el sentido de que todos los productores cobran lo
que valen sus productos para el consumidor. 15
El debate moral no es unilateral. Hay, por supuesto, un argumento sobre la
eficiencia de los derechos de propiedad bien especificados y legalmente
aplicables. Además, la insistencia en que la propiedad debe utilizarse para el
beneficio público debilita la clásica defensa liberal de la propiedad privada
como barrera a la confiscación arbitraria por parte del Estado. También hay
un argumento liberal para que el Estado no interfiera en los contratos
voluntarios establecidos entre empresarios y trabajadores. Los estudiantes de
Economía no deberían ignorar estos argumentos. Lo que se les pide es que
sean conscientes de las elecciones morales —y políticas— implícitas en sus
elecciones analíticas.
El coste del progreso
Un tercer aspecto de la desaparición de la moral de las ciencias económicas
se encuentra en el abandono de la idea de que el progreso comporta unos
costes importantes. Los seres humanos siempre han destruido primero para
construir mejor después, y las guerras y las revoluciones serían los
principales ejemplos. El cambio económico es más suave en sus métodos,
pero no es menos disruptivo en sus efectos. El paso de una economía estática
a otra dinámica en el siglo XIX vino acompañada de la furibunda denuncia de
su coste moral, que nadie expresó con mejor elocuencia que Marx y Engels
en El manifiesto comunista: «La revolución constante de la producción, la
perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, incertidumbre
y agitación perpetuas [...]. Todas las relaciones fijas, establecidas, se barren
del mapa [...]. Todo lo que es sólido se disuelve en el aire».
Duncan Foley ha escrito: «La falacia moral de la posición de Adam Smith
es que nos urge a aceptar un mal directo y concreto para que un bien indirecto
y abstracto pueda surgir de él». 16 Plantea una pregunta que no deberíamos
evitar: ¿el fin justifica los medios? La corriente predominante acepta que el
progreso tiene un precio, pero casi todos los economistas dirán que vale la
pena pagarlo: el futuro será mejor que el pasado. Si el crítico señala los
dolorosos costes de la adaptación continua a las nuevas condiciones, el
economista nos invitará a considerar cómo ha mejorado la calidad de vida de
la mayoría de la gente en comparación con los tiempos anteriores a la
Revolución Industrial.
En el siglo XIX, James Mill planteó la cuestión de una forma que hoy no
parecería fuera de lugar: «El sistema de la libre empresa tiene sus
dificultades, pero es el precio que hay que pagar por el progreso y el bien
general». 17 Su hijo, John Stuart Mill, incapaz de asegurar con tanta
confianza que el sufrimiento de los otros tenía una justificación, añadió la
condición de que ese sufrimiento debería ser temporal: a medida que la
riqueza aumentara, disminuiría el sufrimiento. Por el contrario, Herbert
Spencer adoptó una posición social radicalmente darwinista: el sufrimiento
de los pobres era el mecanismo a través del cual la sociedad prosperaba. Y
sólo lo continuaría haciendo si recompensaba a los ricos y castigaba a los
pobres.
Keynes estaba de acuerdo con los Mill. El impulso primario del
capitalismo, el amor al dinero, es malo desde un punto de vista ético, pero es
el medio para hacer el bien. Al crear abundancia, nos permitirá «vivir bien, de
forma agradable, y con inteligencia». 18 El capitalismo era una fase temporal,
una visión que Keynes compartía con Marx. La mayoría de los economistas
son incapaces de visualizar una era poscapitalista, porque consideran que la
escasez es una condición permanente: la definición de Robbins no pone
límites a los deseos humanos. La escasez continúa exigiendo soluciones
aritméticas, no morales. Además, el capitalismo ha demostrado ser superior al
comunismo como motor del crecimiento, porque la planificación centralizada
no podía efectuar la necesaria aritmética social, un argumento que debemos a
Hayek (1937).
Después tenemos a Joseph Schumpeter, cuyas ideas podrían resumirse con
un «nunca permitas que una recesión no sirva de nada». Fue el apóstol de la
creación de riqueza a través de la «destrucción creativa». El progreso no era
un proceso evolutivo tranquilo, sino caótico, en el que los gigantes
moribundos son sustituidos una y otra vez por unos ágiles advenedizos a
través de una sucesión de crisis. Las empresas modernas de Silicon Valley
han adoptado este concepto con el nombre más suavizado de «innovación
disruptiva». Para Schumpeter, la destrucción creativa es la forma de actuar
del sistema capitalista. Él habría dicho que crea más «valor» del que destruye.
Los entusiastas de la tecnología nos ofrecen esa misma respuesta. Con total
seguridad, dicen ellos, la automatización destruirá muchos puestos de trabajo
y estilos de vida, pero a largo plazo todos nos beneficiaremos de ello.
La literatura sobre «los costes del progreso» se centraba en el precio que
debía pagar la presente generación. Se daba por hecho que las generaciones
futuras saldrían beneficiadas. La idea de que las generaciones futuras
pagarían el precio de nuestra derrochadora búsqueda del crecimiento estaba
ausente. Sólo en tiempos muy recientes hemos empezado a reconocer que
hoy obtenemos un beneficio a expensas de nuestros hijos y nietos.
No se hallará ningún debate serio sobre el coste moral del progreso en los
libros de texto estandarizados sobre economía. El propio lenguaje analítico
neutraliza la indagación: los costes del progreso se relegan a un rincón
llamado «el corto plazo» o la «transición»; los mercados eficientes y el
progreso tecnológico garantizarán que son temporales. Los economistas con
una imaginación social más generosa han planteado que el «principio de
compensación» se inventó precisamente para reducir el coste del progreso.
Siempre y cuando los ganadores puedan compensar a los perdedores, los
mercados serán «eficientes a la manera de Pareto». Esta visión asume, de
forma errónea, que las ganancias y las pérdidas pueden medirse en una única
escala monetaria. También se abstrae del problema de las medidas políticas
necesarias para poner en práctica la compensación.
Con raras excepciones, quienes reconocen que el progreso económico
lleva un precio asociado evitan la cuestión de la utilidad del crecimiento. ¿Es
para que nosotros o nuestros descendientes sean más ricos, más felices o
mejores? ¿Y cuál es la conexión entre todos estos fines?
El «crecimiento de la tarta [se convirtió en]
el objeto de una verdadera religión» (Keynes)
El propósito justificable de las ciencias económicas no es permitir que la
gente satisfaga sus deseos, sino ayudar a hacer realidad el final de la pobreza
absoluta y la enfermedad. Una vez que lo haya logrado, habrá hecho su
principal trabajo. Filósofos, sociólogos, historiadores y psicólogos van a tener
más cosas que decir a medida que las causas del bienestar y el malestar
empiecen a estar en el centro del relato. Los economistas seguirán siendo
útiles, pero las escaseces —no la escasez generalizada— persistirán,
requiriendo una asignación eficiente, sobre todo del tiempo.
Esto es, sin lugar a dudas, lo que Keynes pensaba. En la irónica síntesis
mencionada arriba, él sostenía que los medios —el crecimiento de la tarta—
habían suplantado a la cuestión ética: ¿para qué sirve el crecimiento
económico? La respuesta que la mayoría de nosotros daría, después de cierta
reflexión, es para permitir que la gente pueda vivir una vida mejor. Los
economistas coinciden con el sentimiento popular, ya que ven la suficiencia
material como necesaria para el «bienestar». Pero ¿qué es el bienestar, un
estado mental subjetivo o un estado de las cosas objetivo?
Si seguimos a Lionel Robbins, los individuos experimentan esa sensación
de bienestar cuando sus necesidades están satisfechas, como cuando tienen el
estómago lleno. Podríamos llamar a esa situación un estado objetivo de
bienestar. Pero los deseos de la imaginación son relativos, así que nunca es
posible decir cuánto se necesita para alcanzar esa sensación de bienestar. La
escasez siempre existirá. Mientras la gente quiera más de lo que tiene, las
ciencias económicas no tienen otro propósito que enseñarnos a hacer crecer la
tarta de la manera más eficiente. Ésta es su única religión. Más allá de eso, no
hay evangelio que predicar.
Podemos identificar tres respuestas cuando preguntamos sobre el
«crecimiento de la tarta». La primera es que la tarta tiene que crecer de forma
indefinida, porque la gente está constantemente insatisfecha con lo que tiene.
Esta insatisfacción es independiente del nivel de riqueza ya alcanzado o de
las desigualdades de renta. De hecho, cuanto menor sea la brecha entre los
ingresos de los distintos grupos de la población, mayor será el impacto de los
deseos relativos, ya que la envidia estará más extendida y la competencia por
el estatus será más intensa. La imposibilidad de satisfacer los deseos relativos
es la base de la perspectiva de la escasez.
La segunda postura, de izquierdas, defiende el argumento de que, con una
mayor desigualdad de los ingresos, la tarta necesita crecer más despacio. La
gente está insatisfecha con la porción de la tarta que recibe. Lo que parece
insaciabilidad es en realidad el producto de la desigualdad. No se necesita
tanto agrandar la tarta como lograr una división más equitativa, aunque esto
podría ser más fácil de lograr si la tarta también crece al mismo tiempo. En el
lenguaje de Galbraith, lo que necesitamos es menos riqueza privada y más
pública. Quizá la economía no tendría que crecer tan deprisa si los ingresos
estuvieran más igualados y los servicios públicos mejorasen; quizá no tendría
que crecer en absoluto en los países ricos. Esto plantea un argumento moral
explícito. No establece las causas de la insatisfacción en la psicología
individual (envidia, por ejemplo), sino en la demanda social de justicia.
Un tercer argumento, más reciente, destaca los costes a largo plazo para el
planeta, y por lo tanto para las futuras generaciones, de nuestra incansable
búsqueda de «más y más», lo que ha llevado a la demanda de un
«decrecimiento».
Sin embargo, son diferencias que se encuentran dentro del círculo de la
suficiencia material, no hablan de para qué sirven esos requisitos. De este
modo, justificamos el dinero que se gasta en educación y sanidad porque son
medios para alcanzar el bienestar, en vez de considerarlos como parte de ese
mismo bienestar, y por lo tanto con un valor intrínseco. Como todo el mundo
tiene su propia idea de lo que es el bienestar, los economistas deben limitarse
solamente a los medios y asumir que la gente es eficiente convirtiendo los
recursos físicos en bienestar. Y, así, las ciencias económicas se detienen en la
frontera del producto interior bruto (PIB) o del PIB por cápita: al menos,
podemos medir eso.
Ha habido intentos aislados de que la política vaya más allá del
crecimiento de la tarta. Una fuente de inspiración proviene de las críticas de
índole técnica sobre todas esas cosas que el producto interior bruto es incapaz
de medir. Es la suma del valor de mercado anual de todos los bienes y
servicios finales. Pero excluye bienes no costeados, como el voluntariado, el
trabajo doméstico y la crianza e incluye los costes de luchar con el crimen, la
contaminación, la adicción a las drogas, el agotamiento de los recursos,
etcétera. Incluso el padre de los datos sobre la renta nacional, Simon Kuznets,
argumentaba que «el bienestar de un país apenas puede deducirse de la
medición de la renta nacional». 19
Algunos economistas han propuesto hacer de la «felicidad» el objetivo de
las políticas, en vez del PIB. Todo el mundo puede estar de acuerdo, sin
duda, en que lograr que la gente sea más feliz, en el sentido de mejorar su
bienestar psicológico, es un objetivo encomiable. Este enfoque se basa en una
serie de encuestas que demuestran que la felicidad no puede equipararse con
la cantidad de ingresos, un fenómeno conocido como la «paradoja de
Easterlin». El economista Richard Easterlin (1926) descubrió que, a partir de
un cierto punto, la escala de percepción de la felicidad (por ejemplo, del 1 al
5) no aumenta en paralelo al crecimiento del PIB. Caminan juntas mientras
los ingresos aumentan hasta llegar a cierto punto, y a partir de ahí la felicidad
se queda estancada mientras la renta sigue subiendo. 20
Todo esto sugiere que, en lugar de perseguir un aumento de los ingresos,
la política debería aspirar a incrementar la felicidad. Y esto significa indagar
en los motivos que causan la felicidad y la infelicidad en las personas, de los
cuales el dinero sólo es uno más. 21 El juego consiste en relacionar unas
métricas subjetivas de felicidad e infelicidad con otras condiciones objetivas.
Las encuestas revelan las cosas que hacen feliz a la gente: más tiempo con la
familia y los amigos, trabajos satisfactorios, seguridad en los ingresos,
etcétera. La política debería tratar de establecer estas correlaciones objetivas
de la felicidad. Pero es la propia concepción de la felicidad lo que parece tan
débil. Para la mayoría de los investigadores no significa nada más que un
bienestar psicológico o una sensación mental agradable. Proliferan los gurús
que sermonean sobre la felicidad y las escuelas que ofrecen cursos para
alcanzarla. El primer ministro británico, David Cameron, quien llegó al poder
tras la crisis financiera de 2008, dijo que mediría el «bienestar» de los
ciudadanos del Reino Unido cada tres meses, y «se consideraría responsable
del éxito o del fracaso de sus políticas por los cambios en el bienestar». 22
Poco más se supo de esta iniciativa. Casi parecía obsceno sugerir una métrica
del bienestar mientras la economía se venía abajo.
A primera vista, convertir la felicidad en un objetivo de la política es una
mejora sobre la renta nacional a secas. Promete una manera de detener (o al
menos ralentizar) la apisonadora del crecimiento, para concentrarse en
alcanzar en su lugar algo que todos consideremos positivo.
Pero hay una terrible trampa, incluso si dejamos al margen la espinosa
cuestión de encontrar una forma de medir la felicidad de manera fiable. Si se
asume que la felicidad significa disfrutar de un estado mental
permanentemente agradable, podría maximizarse con la libre distribución de
fármacos que amplíen la sensación de placer, mientras dejamos que los
robots produzcan los bienes necesarios para la supervivencia, en una especie
de dolce vita perpetua o de país de comedores de opio. Eso sí sería,
literalmente, el «opio del pueblo». Por supuesto, los economistas de la
felicidad no defienden este enfoque, aunque resulta muy significativo que
uno de ellos, Richard Layard (1934), incluya tanto el uso de sustancias
farmacológicas como de estupefacientes en su agenda de la felicidad. 23
Quieren que la política vaya dirigida a las condiciones que convierten la vida
de la gente en una tragedia y creen que estas situaciones pueden descubrirse.
Vivir con menos desgracias debería considerarse seriamente como el
objetivo ético intermedio, ya que hace posible que la gente pueda tener una
vida mejor. Pero la felicidad no debería considerarse como un fin en sí
mismo por el que vale la pena esforzarse. Es el resultado de vivir una buena
vida, como admitían los antiguos griegos, no un objetivo separado, y muchas
veces es el resultado de la «casualidad». 24
El economista Amartya Sen ofrece un argumento para otro paquete de
medidas. Sen, como Marshall, cree que el objetivo de la política debería ser
incrementar el «bienestar». Pero éste no puede entenderse únicamente desde
el consumo material. Al contrario, se compone de múltiples «capacidades»
solapadas que no pueden reducirse a una sola, incluso al bienestar material,
pero tampoco a otras dimensiones no económicas, como la libertad para que
cada uno trace su propio plan. En consecuencia, el desarrollo económico
debería entenderse como la expansión de las capacidades, y la pobreza
debería entenderse como una privación de capacidades. 25 Convertir la
«capacidad» en el propósito de la política evita la trampa de definir un
objetivo principal. Pero plantea, aunque no puede responder, la pregunta de
«¿capacidad para qué?». ¿Por qué debería importarnos si las personas son
capaces de estar sanas o recibir una educación, y todo lo demás? Por
supuesto, lo que importa es que en realidad estén sanas y tengan acceso a la
educación. Pero asumir una posición pública sobre lo que significa estar sano
y tener una educación sería dictatorial. La «capacidad» preserva la autonomía
de la elección individual. 26
Sen se dio cuenta de que se necesitaba una métrica alternativa, así que,
con Mahbub ul Haq y otros, creó el índice de desarrollo humano, que incluye
indicadores sobre la renta, educación y sanidad de un país. Otras métricas
relacionadas serían el índice para una vida mejor de la OCDE, que contiene
once componentes, la propuesta de «felicidad nacional bruta» del rey de
Bután y los índices de pobreza multidimensionales de la PDHO (pobreza y
desarrollo humanos de la Universidad de Oxford) y PNUD (Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo). 27 La Organización Mundial del
Trabajo (OMT) dice que el objetivo debería ser la justicia social —no el
crecimiento—, pero reconoce que no hay un «concepto objetivo de justicia
social». El economista ecológico Herman Daly (1938) ha propuesto un índice
de «desarrollo sostenible», que tiene en cuenta la degradación ambiental y la
depreciación del capital natural. Creado en 1989, las tres normas de Daly son:
1) uso sostenible de recursos renovables, lo que significa que la velocidad a
la que se extinguen no debería ser mayor al ritmo al que pueden regenerarse;
2) el uso sostenible de recursos no renovables, lo que significa que la
velocidad de su extinción no debería superar el ritmo al que pueden
introducirse sus sustitutos, y 3) un ritmo sostenible de contaminación y
generación de desechos, lo que significa que su crecimiento no debería ser
más rápido que el ritmo con el que los sistemas naturales pueden absorberlos,
reciclarlos o anular sus peligros.
Todos estos índices híbridos tienen defectos técnicos. Su primer defecto es
tratar de medir conceptos no cuantificables, como juzgar la calidad de la vida
social contando la cantidad de amigos. El segundo reside en el intento de
reducir cantidades inconmensurables a una única cifra, absolviendo así a los
responsables políticos de tomar decisiones éticas.
Por más persuasivas que puedan ser todas estas críticas al PIB, el factor
determinante de su popularidad ha sido su simplicidad: un único número con
un significado claro. Un método tipo «panel de mandos» que intente tenerlo
todo en cuenta puede ser inmensamente complejo: ¿cómo se supone que
debemos comparar un despliegue de datos sobre sanidad, educación y demás
para determinar qué país lo está haciendo mejor de una sola ojeada?
¿Cómo puede la ética ayudar a las ciencias económicas?
El problema de reintroducir la ética en las ciencias económicas, de sembrar
unas bases éticas dentro del propio pensamiento económico, es que la teoría
moral contemporánea se encuentra en situación de espera. En gran parte del
mundo occidental, la religión y la costumbre han dejado de ser el cemento de
una moralidad común. Los sistemas de ética secular son fragmentos de unas
creencias religiosas más antiguas, que carecen de la autoridad de la ley
divina. Además, la «empresa» y el «cálculo empresarial» se han convertido
en una parte mucho más importante de la actividad humana, mientras que la
«ética» empresarial equivale a poco más que intentar evitar los fraudes. Así,
el consenso sobre lo que constituye una conducta ética pierde autoridad desde
ambos frentes: desde el declive de la religión y desde la propagación de los
valores empresariales. Como resultado, la ética se ha convertido en una
cuestión de cálculo individual. Los individuos discrepan sobre lo que es
bueno. Tratar de revivir una idea común de lo que es una buena vida, cuando
sus fundamentos naturales en la sociedad han sufrido una erosión tan
considerable, huele a paternalismo, o peor aún, a dictadura. La postura por
defecto es producir y consumir aún más bienes materiales. Las económicas
son las ciencias que te permiten hacerlo con la máxima eficiencia. Es ahí
donde estamos.
En todos los puntos en que las ciencias económicas podrían encontrase
con la ética, tropezamos con un defecto de esta última. La economía y la ética
contemporáneas comparten la misma actitud individualista. El principal
motivo de las críticas éticas al capitalismo contemporáneo es que su
estructura de poder concede a muy pocas personas la oportunidad de tomar
buenas decisiones. La justicia en la distribución podría verse como una forma
de empoderamiento. Pero esas mismas elecciones deberían dejarse en manos
de unos individuos empoderados de la forma adecuada. Las ciencias
económicas y la ética hablan el mismo lenguaje del individualismo
metodológico.
Keynes encontró un principio moral para las ciencias económicas, en la
perspectiva de la buena vida que el progreso económico (y sobre todo
tecnológico) ha abierto. Tenía una concepción muy clara de lo que era una
buena vida, y él creía que se basaba en intuiciones morales universales. Pero
volvía a remitirse a la existencia de una comunidad moral, que en sus años de
juventud todavía se daba por hecha. Hoy tenemos comunidades morales
pequeñas, que persiguen sus propias visiones de lo que es bueno. Pero no hay
un consenso moral sobre lo que es bueno.
El colapso de la ética de los fines ha traspasado el peso de la
argumentación ética contemporánea a la moralidad de los medios, lo que
podríamos denominar una ética procedimental. Los filósofos políticos han
debatido con vehemencia la cuestión de lo que representa una distribución
justa de los ingresos y las oportunidades vitales, con el socialdemócrata John
Rawls (véase página 251) y el conservador Robert Nozick (1938-2002) entre
los citados con mayor frecuencia. Los derechos «naturales» han
metamorfoseado en derechos «humanos». La gente tiene «derecho» a no
sufrir ninguna discriminación por cuestiones de raza, género o edad. Tras
llegar a esa misma conclusión por caminos diferentes, las filosofías
utilitaristas y legalistas están de acuerdo en que el daño es perjudicial.
Prevenir el daño es, evidentemente, un programa moral de mínimos;
confiamos en llegar a coincidir en lo que es malo, aunque no nos pongamos
de acuerdo en lo que es bueno.
La prevención de los daños se basa en la idea de que los individuos
deberían tener la libertad para perseguir sus propios planes, con la condición
de que éstos no perjudiquen a otras personas. Por ejemplo, la legislación
sobre seguridad y sanidad está diseñada para evitar que los productores de
bienes y servicios perjudiquen a sus usuarios; se supone que los comerciantes
deben proporcionar información sincera sobre sus productos; cada vez hay
más leyes relativas al uso de internet para evitar la difusión de materiales que
contengan mensajes de odio o sean perjudiciales o abusivos. La idea de evitar
el daño se ha llevado hasta los robots. La primera de las tres leyes de la
robótica enunciadas por el bioquímico y escritor Isaac Asimov (1920-1992)
es que «un robot no debe hacer daño a un ser humano o, por su inacción,
permitir que un ser humano sufra ningún daño».
Hay dos ramas de las ciencias económicas, la medioambiental y la
ecologista, que han aplicado el principio del daño a la supervivencia de la
especie humana. Habida cuenta de la amenaza que supone el cambio
climático causado por el hombre, la actividad económica debe empezar a ser
coherente con la supervivencia humana. Éste sería el punto de partida para el
renacimiento de la idea de «custodia». Los actuales «propietarios» del planeta
tienen la obligación de preservar el valor de su herencia a los futuros
propietarios. Los economistas, por regla general, resuelven que esta
obligación tendrá un coste.
Una especialidad, la «economía medioambiental», sostiene que el medio
ambiente es un recurso económico importante, y que el daño al ecosistema
representa un coste que no soportan quienes lo han causado. Esto crea un
problema de peligro moral, donde las empresas pueden generar
contaminación y dejar que sean otros (en este caso, las generaciones futuras)
quienes tengan que lidiar con los problemas. Esto significa que los costes de
contaminar el planeta deben «tasarse» mediante impuestos al carbono.
El segundo enfoque, más radical, es la «economía ecologista». Acepta la
idea de proteger el medioambiente, pero rechaza la afirmación de que todos
los aspectos de la degradación medioambiental pueden tasarse de manera
correcta. Lo importante es que la gente entienda cómo encajan los seres
humanos en el ecosistema global, cómo las actividades económicas están
dañando este ecosistema y cómo deberían cambiar quizá para preservarlo,
una cuestión que se planteaba por primera vez en el ya clásico Los límites al
crecimiento del Club de Roma. 28 Georgescu-Roegen fue lo bastante lejos
como para decir que la única forma de evitar la entropía del planeta era
mediante políticas de «decrecimiento».
Uno de los avances más importantes dentro de esta línea de argumentación
es el «donut económico» de Kate Raworth (1970), que plantea a las ciencias
económicas el desafío de encontrar un equilibrio entre los «cimientos
sociales» y el «techo ecológico». 29 La actividad económica debe situarse
dentro de los límites de la posibilidad ecológica.
El diagrama revela que la economía ecológica contiene la misma
imprecisión en su idea central que ya hemos visto en la economía del
«bienestar». ¿Qué implica exactamente proteger el ecosistema? Confecciona
una lista de cosas negativas en el exterior del círculo y de cosas positivas en
el interior. Aunque quizá albergamos la esperanza de medir el valor de
nuestras actividades en términos del PIB, no hay una forma precisa de medir
el impacto del PIB en el ecosistema. El «cambio climático», que en sí mismo
plantea graves problemas de cuantificación, es sólo una de las nueve posibles
rasgaduras que se cuentan en el envoltorio del ecosistema. Así, la «economía
del donut o de la rosquilla» es un término amplio para una gran variedad de
objetivos útiles como «igualdad de género» o «redes» que no tienen una
conexión evidente con la protección del ecosistema. Probablemente, quienes
le encuentren un mayor atractivo serán los críticos más apasionados de la
avaricia y el lujo. Que sea o no compatible con el modelo occidental de
libertad política y económica es irrelevante. 30
Figura 6. El donut de Raworth
Incluso así, resulta evidente que disponemos de un argumento ético
bastante mejor: vivir en armonía con la naturaleza y, por lo tanto, dentro de
los límites que ella establece, forma parte de la buena vida. Esto es
independiente de cualquier consecuencia cuantificable y perjudicial en la
naturaleza de nuestros malos hábitos. Pero, por desgracia, un argumento así
depende de que haya un acuerdo importante sobre lo que constituye una
buena vida, que a día de hoy no existe. Así que volvemos a caer en la
pseudociencia y el cilicio para recabar apoyos para la causa. 31
Hay dos formas legítimas de recuperar la ética para las ciencias económicas.
La primera es observar dentro de la «mente del caballo» en mayor
profundidad (véase página 133 sobre «El Homo economicus en acción»).
Esto demostraría que, aunque no cabe duda de que existe una cierta variedad
moral, es menos amplia de lo que se cree generalmente. Revelaría un amplio
consenso sobre lo que podríamos denominar «bienes básicos». En todas
partes se reconoce que la salud, el respeto, la seguridad y unas relaciones
basadas en el amor y la confianza forman parte de una buena vida humana, y
su ausencia se considera una desgracia en todas partes. Tenemos, por lo tanto,
los materiales para una indagación universal en el significado de la buena
vida, que trascienda el tiempo y el espacio. No estamos condenados a un
choque interminable de valores, arbitrados sólo por el mercado, la política y
el derecho.
El segundo enfoque pertenece al filósofo Michael Sandel. Su punto de
partida es que el debate público se ha vaciado de significado moral por miedo
al paternalismo. Lo que él ofrece no es paternalismo, sino un debate público
sobre la moralidad del mercado. ¿Deberías tener la posibilidad de comprarlo
todo o hay algunos bienes que «no tienen precio»? ¿Cuáles son las
consecuencias de comprar los primeros puestos de una cola? ¿De externalizar
guerras y cárceles a contratistas privados? ¿De ofrecer recompensas
económicas por sacar buenos resultados en los exámenes? ¿De convertir una
economía de mercado, que es una herramienta, en una sociedad de mercado
en la cual el dinero controla el acceso a todos los bienes esenciales, y todas
las relaciones sociales se reducen a un nexo monetario? Su esperanza es que,
al plantear esta clase de preguntas, podamos recuperar la antigua idea de un
bien común. 32
El programa de Robbins para expulsar a los críticos de las ciencias
económicas, con la idea de hacerlas más «científicas», siempre fue una
esperanza en vano. Se viene abajo por la poca solidez de las económicas
como ciencia. Teniendo en cuenta la imposibilidad práctica de establecer
leyes empíricamente sólidas sobre la conducta humana, su «núcleo
científico» ha llegado a consistir en deducciones lógicas y matemáticas a
partir de precedentes irreales y muy específicos. No puede escapar de lo que
Keynes denominó «introspección» y «juicios de valor»; pero los entierra bajo
una capa de metodología lógico-deductivista. Esto hace que muchas partes de
las ciencias económicas ofrezcan una visión del mundo completamente inútil
y, por lo tanto, que induzcan a muchos errores como orientación de la
política. Sin embargo, hay motivos para dudar de si los recursos morales que
todavía existen en las sociedades occidentales son lo bastante poderosos para
corregir los errores sociales de los economistas.
Capítulo 13
Abandonar la omnisciencia
Para la mayor parte de nuestros intereses, Dios sólo se ha permitido el
ocaso [...] de la probabilidad, adecuado, supongo, para el estado de
mediocridad y probatoria en el que se ha complacido en colocarnos.
JOHN LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento
humano
La corriente predominante en las ciencias económicas malinterpreta el
comportamiento humano de dos formas diferentes. Otorga a los humanos un
poder excesivo para calcular y les atribuye un deseo excesivo de calcular. Es
decir, ignora la incertidumbre y el apego que unas personas sienten hacia
otras. Ambos errores tienen sus raíces en un método de análisis cuya premisa
principal es la maximización individual. Como expresó muy bien Keynes, el
error de las ciencias económicas no reside en su incoherencia lógica, sino en
la «falta de [...] generalidad en sus premisas». 1 Hay una distancia enorme
entre la descripción de la conducta humana que ofrecen las ciencias
económicas y su verdadero comportamiento en la vida real. Las ciencias
económicas no tienen la menor intención de recortar esta distancia mejorando
y ampliando sus premisas, sino simplificando lo que significa ser humano
hasta reducirlo a la idea del cálculo, para después empoderar ese cálculo
mediante el uso del big data y una capacidad de procesamiento acelerada. El
resultado es una creciente divergencia entre lo que piensan los economistas y
lo que sienten muchas personas, que se expresa en una explosión de
descontento social. Los economistas de la corriente predominante no han
estudiado con la debida atención la «mente del caballo».
En las páginas siguientes, intentaré agrupar las dos grandes líneas
argumentales del libro, las relacionadas con la epistemología de las ciencias
económicas y las vinculadas con su ontología.
Epistemología: riesgo e incertidumbre
El primer problema está relacionado con lo que sabemos —o podemos llegar
a saber— sobre el futuro. Las ciencias económicas observan la mente de la
gente y descubren la maximización de la utilidad. Este concepto se convierte,
entonces, en la base de su propia teorización. Una afirmación mucho más
modesta, y también más precisa, sería decir que la gente hace todo lo que
puede en función de las circunstancias, donde cabe incluir la incertidumbre.
Debemos la diferenciación entre riesgo e incertidumbre tanto a Frank
Knight (1885-1972) como a John Maynard Keynes. El «riesgo» aparece en
aquellas situaciones en las que la posibilidad de que ocurra un suceso
determinado es cuantificable; la «incertidumbre» implica la falta de cualquier
noción cuantificable sobre esas probabilidades (de forma equivalente, el
riesgo hace referencia a todas las situaciones contra las que es posible
protegerse con un seguro; la incertidumbre, a todas aquellas en las que no es
posible). Los economistas de la corriente predominante no reconocen esta
distinción. Creen que las personas pueden calcular con exactitud las
probabilidades de que una acción tenga como consecuencia un determinado
resultado. Esta creencia se debe a que tratan la economía como si fuera un
sistema cerrado, como el juego de las damas. Los economistas de Chicago
han desarrollado una teoría explícita sobre el sistema financiero a partir de
esta visión: dicen que el riesgo de cualquier activo «de media está incluido
correctamente en su precio». Por lo tanto, el hundimiento de 2007-2008 era
imposible. Incluso los economistas que rechazan el rigorismo de la Escuela
de Chicago están limitados a usar en su profesión el lenguaje del riesgo
siempre que hablen de elecciones futuras. La gente tiene «perfiles de riesgo»;
las tasas de interés miden la «apetencia de riesgo»: los bonos del Estado están
«exentos de riesgo» (¡salvo si son griegos!), los precios de los activos miden
la aversión al riesgo y las expectativas racionales y todo lo demás. Sin
embargo, si echamos un vistazo a la prensa económica, descubriremos que la
«incertidumbre» es lo único que las empresas no pueden soportar: siempre
están exigiendo a los gobiernos que «pongan fin a la incertidumbre» sobre
esto o aquello. Los objetivos de inflación estaban diseñados para «poner fin a
la incertidumbre» acerca del curso futuro de los precios. Pero ¿qué está
pasando?
La razón por la que la «incertidumbre knightsiana» ha demostrado ser más
aceptable para la profesión que la «incertidumbre keynesiana» es que Knight
la confinaba a situaciones de «desequilibrio», mientras que para Keynes la
incertidumbre determina la naturaleza del propio equilibrio. En su libro
Riesgo, incertidumbre y beneficio (1921), Knight explica el beneficio como
una recompensa al emprendimiento, a la invención de un nuevo producto, así
que, por definición, no puede haber probabilidades asociadas al éxito o al
fracaso de una innovación, porque se trata de un acontecimiento
completamente nuevo. Así, el beneficio es la recompensa por una aventura
hacia lo desconocido que termina con éxito. Estas recompensas de las
empresas se distinguen del rendimiento «normal» del capital; el beneficio es
un fenómeno monopolístico temporal que será neutralizado en el momento en
que la competencia adopte la innovación de manera generalizada. Los
economistas sólo están preparados para admitir la incertidumbre en estos
términos. Para Keynes, la incertidumbre contamina todo el esquema de la
demanda de inversiones, y no sólo a la empresa. No hay una tasa de
rendimiento «normal», sólo hay una tasa de rendimiento prevista, que se rige
por la incertidumbre.
Hay dos razones más para explicar la falta de atractivo de la incertidumbre
keynesiana para la corriente predominante. Primero, el propio Keynes
calificó su explicación de la incertidumbre —que se encuentra en el capítulo
13 de la Teoría general— como una «digresión», y las interpretaciones
habituales de la teoría confían en su palabra. Segundo, su relato fragmentado
no distinguía con claridad entre las partes del sistema económico que pueden
considerarse «arriesgadas» y las que son indudablemente «inciertas». Ésta es
la razón por la que los esfuerzos poskeynesianos, como los de George
Shackle (1903-1992), Hyman Minsky (1919-1996) y Paul Davidson (1930),
para fundamentar las ciencias económicas en la incertidumbre epistemológica
han avanzado tan poco.
Sin embargo, Keynes nos legó una «teoría general» distinta que, sin
ninguna duda, merece ser tomada muy en serio como posible fundamento de
unas nuevas y reformadas ciencias económicas. Me refiero a la teoría de la
probabilidad, que se presenta en su Tratado sobre probabilidad, una obra
maestra ignorada, y concebida antes de que Keynes se considerara
economista, en la cual expone lo que Rod O’Donnell llama «una teoría
general de la creencia y la acción racionales». 2 No se publicaría hasta 1921,
el mismo año que Riesgo, incertidumbre y beneficio de Knight, pero el
germen de la idea se remonta a 1904, cuando Keynes era alumno de la
Universidad de Cambridge.
Keynes también observó en el interior de la «mente del caballo», pero él
no encontró la maximización, sino más bien el intento de actuar de manera
razonable bajo distintos grados de certeza. Su jugada maestra fue distinguir
entre la creencia racional (o expectativa) y la creencia verdadera. La teoría
estandarizada de la expectativa racional identifica las dos, porque tener unas
expectativas racionales sobre un suceso concreto significa poseer unos
conocimientos precisos sobre las probabilidades de que ocurra. Keynes
afirmaba que sí era racional creer que una cosa ocurriría con bastante
probabilidad a partir de las pruebas que apoyaban dicha posibilidad, pero que
esas pruebas podían ser demasiado endebles o escasas como para ofrecer una
probabilidad numérica que pudiera llegar a ser real.
Keynes señaló tres clases de probabilidades, en orden de certeza
descendente: una pequeña clase de probabilidades cardinales, una clase
mucho mayor de probabilidades ordinales y una tercera clase a la que no
puede asignarse ninguna probabilidad.
Las probabilidades cardinales son proporciones —ratios— expresadas
como fracciones. Se conocen o bien a priori (matemáticamente) o bien como
resultado de su similitud con acontecimientos anteriores. Por ejemplo, si uno
de cada diez fumadores ha fallecido por cáncer de pulmón, la probabilidad de
que un fumador muera por esta enfermedad es del 10 por ciento. El segundo
tipo de probabilidades numéricas sería el dominio estándar del riesgo, tal
como dirían los actuarios de seguros: por ejemplo, todas las primas de los
seguros de incendio se basan en el número de casas que se han quemado en
un distrito durante un período de tiempo concreto y en relación con el número
de total de viviendas de la zona. En el extremo opuesto estaría la
incertidumbre, tal como la definen Keynes y Knight, pero que la corriente
predominante niega: una situación en la que no tenemos una base científica
para calcular un porcentaje de probabilidad. Sin embargo, en medio se
encuentran las «categorías/órdenes de magnitud» de Keynes, que son
categorías de probabilidad —«más o menos probable»— y no proporciones
exactas: podemos decir que una probabilidad es más grande que otra, pero sin
saber hasta qué punto lo es. Lo resume de este modo: «Deberíamos tener la
capacidad de calcular las magnitudes de ciertos pares de probabilidades
numéricamente; en otros casos, sólo en relación con un más o un menos; y,
en otros, de ningún modo en absoluto». Keynes creía que nos vemos
obligados a llevar a cabo la mayoría de nuestras elecciones racionales dentro
de este terreno intermedio de organización ordinal. 3
En la epistemología neoclásica, por el contrario, todas las probabilidades
tienen un número. Parten como las probabilidades que concederías, por
ejemplo, a que un caballo gane una carrera. Para hacer eso no se requiere
ningún conocimiento sobre el rendimiento pasado del caballo: la racionalidad
sólo requiere que tus apuestas sean coherentes internamente, de tal modo que
nadie pueda construir un «libro holandés» contra ti. 4 Las creencias
subjetivas se transforman en probabilidades objetivas al aplicar el teorema de
Bayes, una regla para actualizar las probabilidades subjetivas ante las
pruebas. 5 Si uno asume, como hacen los teóricos radicales de la expectativa
racional, que los agentes están plenamente equipados con un conocimiento
actualizado sobre las probabilidades de cualquier suceso futuro, entonces
están en posición de valorar el riesgo con precisión.
La «teoría general» de la racionalidad de Keynes representa una gran
mejora de la teoría neoclásica. Evita la trampa de calificar la conducta como
«irracional» cuando no encaja con el estándar neoclásico de racionalidad.
Ofrece una forma de distinguir entre sistemas cerrados, parcialmente cerrados
y abiertos. Propone a las ciencias económicas el desafío de pensar en la
conducta humana bajo diferentes situaciones de conocimiento y no tomar el
camino matemático fácil de las predicciones. En este sentido, señala el
camino hacia una metodología unificada para las ciencias sociales.
Ontología: lo que existe
El proyecto de mejorar la práctica de las ciencias económicas no puede
depender de un regreso a Keynes. El gran error de Keynes fue una ontología
poco desarrollada, que carece de una verdadera perspectiva sociológica o
histórica. Admite que «la hipótesis atómica que ha funcionado de manera tan
espléndida en la física se desmorona en la psicología» y ofrece ejemplos
como la «falacia de la composición» y la «paradoja del ahorro». Pero lo deja
ahí. 6
Así, una ontología mejorada —el estudio de lo que existe, y de la
naturaleza y los principios de los fenómenos sociales— debería ser el
segundo pilar de unas ciencias económicas reformadas. El mapa ortodoxo de
la realidad sólo está poblado por individuos, hasta el punto de que son
reconocidos en todos los aspectos, mientras que los grupos y las instituciones
sólo existen como instrumentos, como herramientas al nivel de la tecnología.
Este enfoque «individualista metodológico» aparta a las ciencias económicas
de la posibilidad de entender la mayor parte de la conducta humana, y como
consecuencia de ello ofrece muchas veces consejos defectuosos. Es incapaz
de comprender la percepción de la fidelidad religiosa o nacional, apegos,
identidades —todo lo que Weber llama «asociaciones comunales»— y la
capacidad que tienen para modificar su retrato del individuo maximizador; es
incapaz de entender el poder de conocerse a uno mismo y el modo en que las
posiciones sociales modelan esa imagen de uno mismo; es incapaz de
entender el papel de las ideas, el poder y la tecnología a la hora de dar forma
a las elecciones, incluyendo las suyas propias; es incapaz de comprender la
contingencia histórica de algunas de sus doctrinas universales, y es
indiferente a su propia historia.
Un mapa más preciso de la realidad social incluiría al menos tres entidades
con «voluntad»: individuos, gobiernos y «corporaciones», conectadas entre sí
por una intrincada red de relaciones. El significado de las dos primeras está
bastante claro, y por «corporaciones» me refiero a todos esos grupos
intermedios entre el individuo y el estado que proporcionan servicios valiosos
a las personas, y con quien estas personas se relacionan, como gobiernos
locales, iglesias, universidades, asociaciones de voluntarios, empresas,
sindicatos, sistemas bancarios, sistemas digitales, movimientos sociales y
muchos otros. Una estructura donde los organismos privados proporcionan
los bienes (y males) públicos, por razones de obligación o beneficio —como
así ha sido a lo largo de la historia—, y que no puede reducirse a un sistema
binario de Estado y mercados. Alguien podría concebir la economía como un
sistema «mesoeconómico», con la Administración del Estado en lo más alto,
el individuo en lo más bajo y una variedad de instituciones intermedias entre
ambos extremos, y todo el complejo contribuye a la producción económica.
En el sistema internacional, el Estado nación es en sí mismo una institución
intermedia entre el individuo y las organizaciones supranacionales.
La importancia de las estructuras es que afectan a las motivaciones
individuales, y por lo tanto condicionan el comportamiento de cada persona.
No es el comportamiento de los grupos, sino el comportamiento en los grupos
lo que deberíamos intentar comprender. El comportamiento en los grupos no
puede entenderse como el resultado de cálculos individuales de interés
propio, por mucho que lo intenten los Nuevos Institucionalistas. Amor,
miedo, valor, lealtad, avaricia, traición, afecto y muchos otros atributos que
los humanos exhiben con regularidad y admiran o condenan sólo pueden
entenderse en un contexto de grupo.
Comprender correctamente tanto las raíces como la lógica de la acción
colectiva nos aleja muchísimo del camino neoclásico. La cooperación no
empezó al entender que podía reducir los costes de transacción. Los
economistas podrían decir que eso no es más que una forma precisa de hablar
sobre los costes de la acción individual y que esa clase de razones para
cooperar existen, pero éstas no conducen a una comprensión profunda de la
sociabilidad.
El defecto de la percepción neoclásica puede apreciarse en el relato
estandarizado sobre los orígenes del comercio. En palabras de Paul
Samuelson: «Tenemos una gran deuda de gratitud con los dos hombres-mono
que de repente se dieron cuenta de que ambos podrían estar mejor si
entregaban un poco de un producto a cambio de un poco de otro». 7 La
mayoría de los economistas ha dado prioridad a la historia del salvaje
negociante porque deja fuera a la sociedad. La cuestión es, sin embargo, que
para poder involucrarte en esta clase de transacciones tienes que ser, para
empezar, un animal social, tal como señaló Durkheim, aunque sin duda se
trate de uno con una capacidad de invención singular. Los individuos no
escogen por propia voluntad ser sociales, están destinados a ser sociales y, a
la vez, inventivos socialmente. De este modo, la inestabilidad social relativa
formaría parte integral de la condición humana. Por esta razón es imposible
congelar la imagen, salvo de forma local y temporal.
Se nos deja con un misterio difícil de resolver. Cuando los economistas
«observan en la mente del caballo», ¿realmente ven lo que hay ahí dentro o
sólo los sermones que ya han plantado en su interior? En otras palabras, ¿las
ciencias económicas son descriptivas o prescriptivas? Este libro sugiere que
tienen como objeto ser las dos. Si es descriptiva, resulta abiertamente
inadecuada; pero ¿no es posible que la descripción pueda, con el tiempo,
llegar a parecer una prescripción, que los seres humanos empiecen a
comportarse más y más como los economistas les dicen que se comportan?
Esto sería una irónica inversión del teorema de Bayes, con una realidad
objetiva que cada vez se parece más a las apuestas subjetivas que los
economistas hacen sobre la humanidad. Transformar la naturaleza humana,
no sólo describirla, siempre ha sido el sueño de los ingenieros sociales, como
es el caso de los utopistas tecnológicos en la actualidad. Es la base de la
doctrina del progreso. Pero ¿hasta qué punto se puede —o se debe—
introducir y potenciar, antes de que los seres humanos dejen de existir en una
forma reconocible? ¿Y existe algo irreductiblemente humano que acabe
resistiendo a las ambiciones de los ingenieros del alma?
Un mapa mejor
Los dos problemas principales que hemos identificado en este libro están
relacionados: generalidad insuficiente de las premisas (epistemología) y
ausencia de un mapa institucional (ontología). Necesitamos una ciencia que
sea más modesta en su epistemología y más rica en su ontología.
La parábola de los hombres ciegos y el elefante (véase página 30) puede
mejorarse con la construcción de la siguiente cuadrícula. En el eje vertical
marcamos la ontología —la teoría de lo que existe—; en el eje horizontal, la
epistemología, la forma en que se generan las creencias verdaderas.
Las ciencias económicas ocupan sobre todo el cuadrante superior derecho,
la sociología, las ciencias políticas y la historia ocupan el inferior izquierdo, y
la psicología, el cuadrante superior izquierdo. Esto deja el cuadrante inferior
derecho al materialismo (marxismo). El argumento de este libro es que las
ciencias económicas deberían moverse en la dirección que marca la flecha,
con menos conjeturas previas tan estrictas y unas deducciones más vagas.
Deberían ser más contenidas, esto es, con una lógica de predictibilidad
parcial, en lugar de completa.
La siguiente tarea es vincular la ontología y la epistemología en un
conocimiento más amplio, en el cual la economía no se vea como una
actividad especializada, con su propia lógica de conducta, sino como un
aspecto de la vida y el esfuerzo humanos. Polanyi expresó esta idea en su
visión de la economía de mercado como un sistema incrustado.
Figura 7. Diferentes aproximaciones al conocimiento
La objeción estándar a ampliar el alcance del análisis económico de la
forma que yo he propuesto es que convertirá la materia en algo demasiado
abstracto para que sea útil. Ésa es la opinión del profesor Krugman. Él ofrece
dos razones: primero, los pensadores que adopten un «estilo discursivo, no
matemático», por más elocuentes que sean, no van a contar con la atención
del resto de los economistas; segundo, que los «modelos controlados, tontos»
son la única forma de llegar a verdades útiles. Lo primero es simplemente una
declaración que encaja en las modas actuales en las ciencias económicas; la
segunda razón merece un poco más de consideración. Mi argumento es que
los «modelos controlados, tontos» destruyen tantos conocimientos antiguos
como crean otros nuevos. La razón es que se deja fuera del relato cualquier
cosa que no pueda incorporarse al modelo de formas estrictas y concretas,
tontas. Alguien podría declarar con cierta ligereza que la destrucción forma
parte del progreso. Pero el déficit de conocimientos resultante puede conducir
con mucha facilidad a la aplicación de malas políticas. En los propios
ejemplos de Krugman, que los economistas no pudieran modelar unos
beneficios crecientes a escala o la competencia oligopólica hasta los años
setenta (de hecho, ¿pueden ahora?) significaba que estaban atascados en el
modelo «tonto» de la economía competitiva.
Dudo que Krugman se haya dado cuenta del significado real de decir que
la metodología de las ciencias económicas impide que los economistas
expresen «ideas sensatas». Su escapatoria casi casual es que, a largo plazo,
estas ideas sensatas aparecerán en unos «modelos completamente
desarrollados». 8 Pero ¿cuán largo es el largo plazo? ¿Cuántos conocimientos
útiles se pierden a corto plazo? ¿Y por qué diablos cree que incluso a largo
plazo un aumento del rigorismo generará una mejor verdad?
En las ciencias sociales, el modelado formal es exclusivo de las
económicas. La psicología, la historia, la sociología y la ética no dependen de
unos «modelos tontos, controlados» para poder comprender mejor la
conducta humana. Apuntan a lo que Rosenberg ha llamado predicciones
«cualitativas», no «cuantitativas». Y la corriente predominante no está
dispuesta a hacer ese sacrificio, porque significaría retractarse de su
afirmación de que son como las ciencias naturales. No pasaría nada si las
ciencias económicas fueran en realidad como las ciencias naturales, si el
policía, engalanado con sus vistosas ecuaciones, tuviera realmente la
autoridad que afirma tener. Pero si las económicas son en gran medida como
el resto de las ciencias sociales, capaces de ofrecer predicciones cualitativas,
no cuantitativas, afirmar que el modelado formal es la única forma de llegar a
las verdades que importan en la vida económica es un signo de soberbia.
La pregunta radical planteada por Tony Lawson (véase capítulo 7) es que
si el material que estudian las ciencias económicas es el mismo que el que
estudian el resto de las ciencias sociales, ¿qué razón hay para que haya una
división disciplinaria entre las económicas y el resto de las ciencias sociales,
o incluso cuál sería la objeción a una ciencia social unificada?
Una posible respuesta es que el material de las ciencias económicas sí
presenta «mundos cerrados», ausentes en el resto de las ciencias sociales, en
los que sí se producen predicciones cuantitativas. Estos mundos cerrados son
como el mundo de los juegos, en el que se proponen unos objetivos, se
establecen unas reglas y sólo hay un número limitado de movimientos.
Siempre han existido y siguen existiendo en la actualidad. Son el material de
la microeconomía. Pero dudo que la idea de «cerrado» sea una buena
conjetura general que extraer de la vida económica moderna, especialmente
cuando está dominada por las instituciones financieras. La pregunta que hay
que resolver es por tanto: ¿a qué mundos añade un valor único el estudio de
las ciencias económicas, a qué mundos añade más o menos la misma cantidad
de valor que otras ciencias sociales, y a qué mundos no añade ni aporta
ningún valor en absoluto, o incluso se lo sustrae?
Por último, debemos volver a una cuestión central del pensamiento
premoderno, pero que ha quedado aparcado por la economía «científica»:
¿para qué sirve la riqueza? Habría que reintegrar la ética en la planta baja de
las ciencias económicas. Al dar por hechos los deseos, las ciencias
económicas no articulan la menor crítica a la voracidad humana por acumular
riquezas sin límite. Que eso pueda acabar validando unas políticas que
conduzcan a la destrucción de la especie humana no debería preocupar
demasiado a alguien que sólo es economista. Pero un economista con una
buena formación seguro que lo haría mucho mejor.
Capítulo 14
El futuro de las ciencias económicas
El objetivo político de las ciencias económicas
Las ciencias económicas ofrecen muchas cosas, pero prometen más de lo que
pueden dar, y al asumir un cierto tipo de ser humano —el «agente» racional,
con visión de futuro— subestima los costes de sus promesas. Esto significa
que su propuesta para rediseñar la conducta humana está contaminada de
sociedades rotas. El fantasma que acechaba a la primera generación de
sociólogos, de unas masas sin rumbo unidas bajo unos líderes carismáticos
que les prometen recuperar los derechos innatos que han perdido, vuelve a
emerger.
La cuestión de cómo aplicar las ciencias económicas ha adquirido una
gran urgencia en nuestros días, porque está vinculada con la supervivencia de
una sociedad libre. Keynes planteó la cuestión en los años treinta de esta
forma:
Los sistemas de Estados autoritarios de hoy parecen resolver el problema del desempleo a expensas
de la eficiencia y la libertad. Es cierto que el mundo no tolerará mucho más tiempo el desempleo
que se asocia [...] con el individualismo capitalista del presente. Pero con un análisis correcto del
problema podría ser posible curar la enfermedad mientras se preserva la eficiencia y la libertad. 1
El problema del desempleo aparece ahora como las cabezas de la Hidra:
falta de puestos de trabajo, subempleo, empleos precarios..., no todos fáciles
de medir o definir, y además acompañados (y causados en parte) por una
«distribución arbitraria y desigual de la riqueza y los ingresos». 2 Como en
los años treinta, estas condiciones dan lugar a partidos y regímenes
autoritarios que prometen resolver los problemas económicos «a expensas de
la eficiencia y la libertad». Además, hay una rabia popular contra el vaciado
de las comunidades en nombre de la integración económica. Aquellos a quien
el presidente francés Emmanuel Macron describía como «los que se han
quedado atrás» están llenos de resentimiento social y económico hacia unas
élites que presumen de gestionar los asuntos por su propio bien. Así, en la
actualidad unas buenas políticas no sólo requieren un «análisis correcto» del
problema económico, sino una robusta imaginación social. Las ciencias
económicas no pueden hacerlo todo ellas solas. Pero todo lo que puedan
hacer para que el sistema económico funcione mejor, y de una forma más
equitativa, reducirá la presión del resentimiento social.
El ataque de Keynes contra la ortodoxia de su tiempo no era una crítica a
la competencia de los economistas, sino a su metodología. Ésta es en la
actualidad la propuesta de una reconsideración radical de su metodología. El
economista neoclásico es un peligroso consejero en tiempos turbulentos,
porque promete cosas que unos mercados incontrolados no pueden ofrecer.
Las conclusiones que se derivan de sus mundos cerrados son profundamente
engañosas si se aplican a mundos abiertos, y pueden conducir a graves
errores en la política. En concreto, la creencia en que los mercados
competitivos proporcionan espontáneamente estabilidad y equidad ignora la
necesidad de conseguir que el sistema de mercado sea estable y equitativo
por su propio diseño: una verdad que Keynes comprendió, pero que los
economistas neoclásicos han ignorado con resuelta obstinación.
Si las ciencias económicas quieren ser útiles en la actualidad, tienen que
modificar su creencia en un mercado autorregulado. Que los mercados libres
contienen un principio de orden fue un gran descubrimiento. Significaba que
la vida económica podía liberarse de la dirección del Estado, el municipio, el
grupo o la tradición. Pero sostener que la competencia del mercado es un
principio de orden autosuficiente resulta erróneo. Los mercados están
incrustados en instituciones políticas y creencias morales. En el mundo
actual, son ineludiblemente responsables ante los votantes, así como ante los
mismos negociantes del mercado. La integración de los mercados por encima
de las fronteras no es un objetivo que no valga la pena. Pero sólo debería
perseguirse siempre que lo permitan —y mediante— las condiciones del
consenso político. Es una simple cuestión de buen juicio, no de pruebas que
lo demuestren. El único examen a una buena política debería ser el test de
Polanyi: ¿qué grado de disrupción y desigualdad tolerarán las sociedades a
cambio del progreso?
Estas consideraciones son relevantes para la enseñanza de las ciencias
económicas. La disciplina empezó con la microeconomía, la teoría de los
precios relativos tal como se fijan en los mercados de intercambio. Keynes
desplazó el centro de atención hacia la teoría del dinero y amplió la teoría
monetaria a la macroeconomía. Pero ésta ha sido ahora excluida, y la
corriente predominante ve las relaciones macroeconómicas como el resultado
acumulado de las decisiones racionales que toman productores y
consumidores pensando en el futuro dentro de unos mercados competitivos.
Mi libro de texto ideal daría la vuelta a la causalidad. Empezaría con las
instituciones de la macroeconomía y demostraría cómo éstas estructuran los
mercados y condicionan las elecciones individuales dentro de ellos. Esto es lo
que harían unas ciencias económicas debidamente sociológicas. Los temas
centrales serían el papel del Estado, la distribución del poder y el efecto de
ambos en la distribución de la riqueza y los ingresos. No habría ninguna
conjetura sobre el comportamiento individual, salvo que los individuos
actúan tan racionalmente como pueden en la situación de conocimiento
incompleto en la que se encuentran. Además, mi libro de texto dejaría claro
que el único objetivo que defender de las ciencias económicas sería sacar a la
humanidad de la pobreza. A partir de ahí, las lecciones de las ciencias
económicas terminan, y en su lugar toman el relevo las propias de la ética, la
sociología, la historia y la política. Los requisitos matemáticos de esta
propuesta serían mínimos, aunque una comprensión adecuada de los usos y
las limitaciones de la estadística resultaría fundamental. Siempre habrá un
lugar para quienes saben resolver complejos rompecabezas, aunque tampoco
deberíamos tomarlos demasiado en serio.
Cuando ofrecen políticas para mejorar el mundo, los economistas deberían
prestar mucha más atención que en el pasado a las condiciones del
consentimiento político. El pensamiento predominante sobre la elección
pública es inmaduro. Llega demasiado rápido a la idea de que hasta el día de
la invención de un ordenador omnisciente, todo debería dejarse en manos del
mercado. Es probable que los historiadores del futuro, al echar la vista atrás,
identifiquen la globalización dirigida desde las finanzas como la causa
principal de las tribulaciones del siglo XXI. Permitir que el sistema financiero
estableciera una hegemonía global espectral mientras deja la legitimidad
política a los gobiernos nacionales era cortejar el desastre económico y
político. Las ciencias económicas no fueron la causa de las desgracias, pero
fueron cómplices de ellas, porque su método, como he argumentado, no
ofrecía ninguna base para unos contrarrelatos sólidos.
Sea cual fuere el resultado de nuestros desajustes, no parece que las
pretenciosas ciencias económicas de nuestro tiempo vayan a ser de gran
ayuda. Su trayectoria natural se dirige hacia el resto de las ciencias sociales.
Seguirá proporcionando unas herramientas indispensables para pensar sobre
la condición humana, pero como su igual, no como su monarca.
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Notas
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Introduction to Pluralist Economics, Routledge, Londres, 2018.
1. Citado en Lionel Robbins, An Essay on the Nature and the Significance of Economic Science, 2.a
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2. Paul Samuelson, Eminent Economists: Their Life Philosophies, p. 240, editado por M. Szenberg,
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3. Frank Hahn, «Answer to Backhouse: Yes», Royal Economic Society Newsletter, 78 (1992), pp. 35.
4. John Maynard Keynes, «Alfred Marshall, “Methodological Issues: Tinbergen, Harrod”», en R.
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5. R. Bhaskar, A Realist Theory of Science, p. 70, Leeds Books, Leeds, 1975.
6. Christoph M. Schmidt, presidente del Consejo Alemán de Expertos en Economía, «The Art of the
Surplus», Project Syndicate, 5 de julio de 2017.
7. Robbins, op. cit., pp. 84, 86.
8. Andrew Lo, La vertiginosa adaptabilidad de los mercados financieros: Una explicación evolutiva,
Antoni Bosch, Barcelona, 2018.
9. Wolfgang Streeck, Cómo terminará el capitalismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2017.
10. Tetlock, 2005. La investigación de Tetlock se menciona en David Epstein, «The Peculiar
Blindness of Experts», The Atlantic, junio de 2019.
11. Keynes, op. cit., pp. 173-174.
1. Smith, Adam, La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid, 2011.
2. Marshall, op. cit.
3. Robbins, op. cit., pp. 15-16.
4. Ibídem, p. 13.
5. Campell R. McConnell; Brue Stanley y Sean Flynn, Ecomomics, 14.a ed., p. 8, McGrawHill/Irwin, Nueva York, 2009.
6. Robbins, op. cit., p. 15.
7. Marshall Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, Akal, Tres Cantos, 1987.
8. Robbins, op. cit., pp. 92-93.
9. Smith, op. cit.
10. Carl Menger, Principios de economía política, Unión Editorial, Madrid, 2010.
11. Ibídem.
12. Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, Alianza, Madrid, 2014.
13. John Kenneth Galbraith, La sociedad opulenta, Alianza Editorial, Madrid, 2012; Vance Packard,
The Hidden Persuaders, D. McKay & Co, Nueva York, 1957.
14. Hirsch, Fred, Social Limits to Growth, Harvard University Press, Cambridge, MA (EE. UU),
1976; Roy Harrod (1900-1978) anticipó el concepto de bienes posicionales con su idea de los «bienes
oligárquicos», y Robert Frank (1945) con su concepto de una «carrera armamentística posicional».
15. Robbins, op. cit., p. 76.
16. Amartya Sen, Poverty and Famines: An Essay on Entitlement and Deprivation, Oxford
University Press, Oxford, 1981.
17. Robbins, op. cit., p. 85.
18. Marshall, op. cit.
1. Joel Mokyr, A Culture of Growth: The Origins of the Modern Economy, pp. 5-6, Princeton
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2. Friedrich List, The National System of Political Economy, trans. Sampson S. Lloyd, Longmans,
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4. David Ricardo, Principios de economía política y tributación, Fondo de Cultura Económica,
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5. Ibídem.
6. Ha-Joon Chang, Retirar la escalera, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2004. Alice Amsden,
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Paul Bairoch, Economics and World History: Myths and Paradoxes, Harvester Wheatsheaf, Hemel
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7. Ha-Joon Chang, Bad Samaritans: Rich Nations, Poor Policies and the Threat to the Developing
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8. Mariana Mazzucato, El Estado emprendedor, RBA Libros, Barcelona, 2014.
9. John Stuart Mill, Principios de economía política, Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,
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13. Hirschman, op. cit., p. 110.
14. En español en el original. (N. del t.)
15. Andre Gunder Frank, El desarrollo del subdesarrollo, Editorial Zero, Serie V, 1974.
16. Anne Krueger, «The Political Economy of the Rent-Seeking Society», The American Economic
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17. Sheila Smith y John Toye, «Introduction: Three Stories about Trade and Poor Economies», The
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18. Martin Wolf y Robert Wade, «Are Global Poverty and Inequality Getting Worse?», Prospect
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Sustainable Growth in the Wake of the Crisis, Ancona, 2016.
8. Schumpeter, op. cit.
9. Ibídem.
10. El mejor análisis de Marx como teórico cíclico se encuentra en Meghnad Desai, Marx’s Revenge,
Verso, Londres, 2002.
11. Kenneth Arrow y Gerard Debreu, «Existence of an Equilibrium for a Competitive Economy»,
Econometrica, 22 (1954), pp. 265-290. Para una breve descripción, véase Frank Hahn, «The
Emergence of the New Right», en Robert Skidelsky (ed.), Thatcherism, Basil Blackwell, Oxford, 1989.
1. Citado en Guy Routh, Economics: An Alternative Text, p. 152, Macmillan, Londres, 1984.
2. Paul Samuelson, Economía, 19.a ed., McGraw Hill Interamericana, Madrid, 2010.
3. Robbins, 1935, op. cit., p. 66.
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7. Ronald Coase, «Speech to the ISNIE: The Task of Economics», Opening Address to the Annual
Conference of the International Society of New Institutional Economics, Washington, D.C., 17 de
septiembre de 1999.
8. Thomas Schelling, Micromotives and Macrobehavior, p. 18, W. W. Norton, Nueva York,
1978/2006.
9. La versión más exacta, pero menos juguetona, de Paul Samuelson: «En cierto sentido,
precisamente porque nosotros mismos somos seres humanos, tenemos ventaja sobre el científico
natural. No tiene la menor utilidad que diga: “Vamos a imaginar que soy una molécula de H2O; ¿qué
haría yo en semejante situación?”. Muchas veces el científico social, de manera consciente o
inconsciente, utiliza esta clase de actos introspectivos de empatía», Samuelson, 2010, op. cit.
10. Paul Krugman, Desarrollo, geografía y teoría económica, Antoni Bosch Editor, Barcelona, 1997.
11. Para esta crítica, véase Hans Albert, «Science and the Search for Truth: Critical Rationality and
the Methods of Science», en R. S. Cohen y M. Wortofsky (eds.), Boston Studies in the Philosophy of
Science, vol. LVIII, Springer, Nueva York, 1976.
12. Nicholas Kaldor, «Capital Accumulation and Economic Growth», en Friedrich Lutz (ed.), The
theory of capital, pp. 177-178, Macmillan, Londres, 1961.
13. En un libro muy celebrado, El cisne negro: El impacto de lo altamente improbable, Ediciones
Paidós, Barcelona, 2014. Nassim Taleb acusaba a la corriente predominante de ignorar la posibilidad de
acontecimientos extremos, que él denominó cisnes negros. Que los cisnes no siempre son blancos se
sabe desde hace tiempo, como queda manifiesto en las palabras del poeta Samuel Taylor Coleridge
cuando imaginaba que se unía a los convictos británicos que en el siglo XIX eran deportados a
Australia: «¡Recibidme, chavales! Iré con vosotros, / Cazad al cisne negro y al canguro».
14. Esto se conoce como el teorema Duhem-Quine, que establece que para poder poner a prueba
empíricamente una hipótesis explícita como «X está causado por Y», hay que realizar hipótesis
implícitas adicionales como «esto es un examen válido sobre si X está causado por Y», y «las
herramientas para el examen son precisas».
15. Karl Popper, La lógica de la investigación científica, Tecnos-Anaya, Madrid, 1959/2008.
16. Emmanuel Skoufias; Susan W. Parker; Jere R. Behrman y Carola Pessino, «Conditional Cash
Transfers and Their Impact on Child Work and Schooling: Evidence from the PROGRESA Program in
Mexico», Economía, 2, 1 (2001), pp. 45-96.
17. Routh, op. cit., p. 154.
18. A. Alesina; C. Favero y F. Giavazzi, Austeridad: cuándo funciona y cuándo no, Deusto,
Barcelona, 2021.
19. George Borjas, «The Wage Impact of the Marielitos: A Reappraisal», Industrial and Labor
Relations Review, 70, 5 (2017).
20. Geoffrey M. Hodgson, «The Ubiquity of Habits and Rules», Cambridge Journal of Economics,
21, 6 (1997), pp. 663-684.
21. Deirdre McCloskey, «The Rhetoric of Economics», Journal of Economic Literature, 21, 2
(1983), pp. 481-517.
22. Philip Mirowski, More Heat than Light: Economics as Social Physics, Physics as Nature’s
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23. Alexander Rosenberg, The Philosophy of Social Science, Westview Press, Boulder CO, 1995.
24. Robert Solow, «Economic History and Economics», American Economic Review, 75, 2 (1985),
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1. N. Gregory Mankiw, Principios de economía, 6.a ed., Cengage Learning, México, D.F., 2012.
2. No hay un equivalente de género neutro. Sin embargo, su traducción española «hombre
económico» es demasiado útil para descartarla.
3. Edward P. Lazear, «Economic Imperialism», The Quarterly Journal of Economics, 115, 1 (2000).
4. Antara Haldar, «Intrinsic Goodness: Why We Might Behave Better Than We Think», Times
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5. Robert E. Lucas, «On the Mechanics of Economic Development», Journal of Monetary
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6. George Stigler, El economista como predicador y otros ensayos, Orbis, Biblioteca de Economía,
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7. Thomas Sargent, «Computational Challenges in Economics», Platform for Advanced Scientific
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8. George Akerlof, «The Market for Lemons: Quality, Uncertainty, and the Market Mechanism»,
Quarterly Journal of Economics, 84, 3 (1970), pp. 488-500; Joseph Stiglitz y Michael Rothschild,
«Equilibrium in Competitive Insurance Markets: An Essay on the Economics of Imperfect
Competition», The Quarterly Journal of Economics, 90, 4 (1976), pp. 629-649.
9. Wikipedia, teoría de la elección racional; Gary Becker, «Crime and Punishment: An Economic
Approach», Journal of Political Economy, 76, 2 (1974).
10. Para encontrar la explicación utilitarista clásica del siglo XIX sobre el problema de la prevención
de la delincuencia, véase la exposición de Henry Sidgwick en Elementos de Política (1891), citado en
Robert Skidelsky, Interests and Obsessions, pp. 7-8, Macmillan, Londres, 2001.
11. Rampell, Catherine, «Outsource Your Way to Success», New York Times Magazine, 10 de
noviembre de 2013, p. 18.
12. Jenny Anderson, «Economists in Love: Betsey Stevenson and Justin Wolfers», It’s not you, it’s
the dishes, 10 de marzo de 2011, <https://users.nber.org/~jwolfers/aboutme/EconomistsinLove.pdf>.
Consulta: 03/12/2021.
13. Erik Angner, A Course in Behavioural Economics, Palgrave Macmillan, Londres, 2012.
14. Expresión idiomática similar a fool («tonto»), pero con más fuerza. (N. del t.)
15. George L. Priest, «Something Smells Phishy», Claremont Review of Books, otoño de 2016, p. 57.
16. Richard H. Thaler y Cass. R Sunstein, Un pequeño empujón: el impulso que necesitas para tomar
mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad, Taurus, Barcelona, 2008.
17. Barry Schwartz, Por qué trabajamos: en busca de sentido, Empresa Activa, Barcelona, 2016.
18. Lars Pålsson Syll, «On Randomness and Probability in Economics», Real-World Economics
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4. Warren J. Samuels; Jeff E. Biddle y John B. Davis, A Companion to the History of Economic
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5. Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos sobre ética, política y filosofía de la
historia, Alianza, Madrid, 2013.
6. Robert Nisbet, The Sociological Tradition, p. 13, Transaction Publishers, Piscataway NJ,
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7. Ibídem, p. 16.
8.
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9. Citado en Nisbet, op. cit., p. 28.
10. Ferdinand Tönnies, Community and Society [Gemeinschaft und Gesellschaft], Michigan State
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11. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Alianza, 2012.
12. Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, vols. I y II, Trotta, Madrid, 2012.
13. Citado en Nisbet, op. cit., p. 90.
14. Émile Durkheim, El suicidio, Akal, Tres Cantos, 2012.
15. J. E. T. Eldridge (ed.), Max Weber: The Interpretations of Social Reality, p. 93, Nelson, Londres,
1972.
16. Weber, op. cit.
17. Discípulo de Weber, Werner Sombart sustituyó a los protestantes por los judíos como inventores
del espíritu del capitalismo. No fue el calvinismo lo que convirtió al norte de Europa en el centro del
desarrollo económico, sino la expulsión de los judíos de España y Portugal en la década de 1490. Véase
Werner Sombart, The Jews and Modern Capitalism, T. T. Unwin, Londres, 1913.
18. Karl Polanyi, La gran transformación: crítica del liberalismo económico, Virus Editorial,
Barcelona, 2016.
19. La descomposición de la relación entre la mano y la mente fue descrita con gran comicidad en la
película Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (1964), en la que el Dr. Strangelove (interpretado por
Peter Sellers) no podía evitar que su brazo saliera disparado como un resorte en un saludo nazi
involuntario.
20. Tony Lawson, Economics and Reality, Routledge, Londres, 1997.
21. La «teoría de la adicción racional» sostiene que «las adicciones, incluso las más fuertes,
normalmente son racionales, en el sentido de que implican una maximización de cara al futuro con
preferencias estables» (Becker y Murphy, 1988). En una crítica mordaz, Ole Røgeberg sugería que esta
clase de ejercicio es sintomático de un problema más grave en la economía, y escribía que «estas
teorías demuestran cómo un enfoque vago, desestructurado, para explicar y justificar un modelo
matemático, permite esconder conjeturas problemáticas, incluso cuando éstas son cruciales al
argumento planteado, mientras ofrecen explicaciones ad hoc que desencadenan una cierta sensación de
comprensión y entendimiento, aunque ni justifican las conjeturas ni proporcionan una explicación
adecuada en términos objetivos». Véase Ole Røgeberg, «Taking Absurd Theories Seriously:
Economics and the Case of Rational Addiction Theories», Philosophy of Science, 71 (2004), pp. 263285.
1. Herbert Simon, Administrative Behavior: A Study of Decision-Making Processes in Administrative
Organization, p. 218, Free Press, Nueva York, 1976.
2. John Kenneth Galbraith, El nuevo estado industrial, Ariel, Barcelona, 1980.
3. Hodgson, citado en Geoffrey M. Hodgson, «What Is the Essence of Institutional Economics?»,
Journal of Economic Issues, 34, 2 (2000), pp. 317-329.
4. Ronald Coase, «The Nature of the Firm», Economica, 4, 16 (1937).
5. Lance Davis y Douglass C. North, Institutional Change and American Economic Growth,
Cambridge University Press, Cambridge, 1971.
6. Douglass North y Robert Thomas, The Rise of the Western World: A New Economic History, pp.
16-17, Cambridge University Press, Cambridge, 1973. La idea de que el cercado de las tierras públicas
protegía al campesino se explicaría porque eliminaba el incentivo de que algunos hicieran trampas «por
un excesivo pastoreo».
7. Ibídem, p. 4.
8. Olson no se limita a hablar de esta cuestión. En su libro La lógica de la acción colectiva
(1965/1971), explica la existencia de bienes públicos (o proporcionados colectivamente). Ciertos
bienes, como la iluminación de las calles y los sistemas de defensa, sólo pueden suministrarse a través
de un sistema de impuestos, porque tienen la característica de que no se puede prohibir su uso a los no
contribuyentes; quienes, por lo tanto, se abstendrán de contribuir de manera voluntaria («viaje gratis»).
En la Rusia soviética, el bandido comunista sedentario se vino abajo porque perdió el control sobre sus
ingresos. Ante la ausencia de propiedad privada, los «viajes gratuitos» se volvieron endémicos después
de que se debilitara el poder coercitivo del bandido.
9. James M. Buchanan; Charles K. Rowley; Albert Breton; Jack Wiseman; Bruno Frey; A. T.
Peacock; Jo Grimond; W. A. Niskanen y Martin Ricketts, The Economics of Politics, IEA, Londres,
1978.
10. Roberto Mangabeira Unger, The Knowledge Economy, Verso, Londres, 2019.
1. Joseph E. Stiglitz, «Post Walrasian and Post Marxian Economics», Journal of Economic
Perspectives, 7, 1 (1993), pp. 109-114.
2. Yanis Varoufakis, Comportarse como adultos, Deusto, Barcelona, 2017.
3. Steven Lukes, «Power and Economics», en Robert Skidelsky y Nan Craig (eds.), Who Runs the
Economy?: The Role of Power in Economics, Palgrave Macmillan, Londres, 2016.
4. Jonathan Hearn, Theorizing Power, p. 20, Palgrave Macmillan, Basingstoke, 2012.
5. Antonio Gramsci, Selections from Prison Notebooks, p. 12, Lawrence & Wishart, Londres,
1936/1971.
6. Marx y Engels, op. cit.
7. Vilfredo Pareto, The Rise and Fall of Elites: An Application of Theoretical Sociology, Transaction
Publishers, Piscataway, NJ, 1920/1991.
8. Smith, op. cit.
9. Robert Cooper, Is «Economic Power» a Useful and Operational Concept?, 2003,
<https://scholar.harvard.edu/files/cooper/files/economic_power.pdf>.
10. Christopher Tugendhat, Las empresas multinacionales, Acervo, Barcelona, 1974.
11. La capacidad de los cárteles para conseguir que los precios sean estables podría ser un argumento
para justificar su existencia en un sector como el petrolífero, donde las condiciones naturales del propio
sector pueden provocar fuertes oscilaciones de precios.
12. Unique Selling Point.
13. Joan Robinson, The Economics of Imperfect Competition, 2.a ed., Palgrave Macmillan, Londres,
1969.
14. John Maynard Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, Fondo de Cultura
Económica, México, D.F., 2017.
15. Joan Robinson, Economic Philosophy, p. 7, Watts, Londres, 1962.
16. Nancy Cartwright, The Dappled World: A Study of the Boundaries of Science, p. 2, Cambridge
University Press, Cambridge, 1999.
17. En realidad, no existe un premio Nobel de Economía; su nombre real es el Premio Sveriges
Riksbank de Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel. El resto de los premios se crearon a
partir del testamento de Alfred Nobel en 1895, mientras que el premio en Economía fue creado con una
donación del Sveriges Riksbank (el Banco Central de Suecia).
18. Marx y Engels, op. cit.
19. Wolfgang Streeck, op. cit.
20. Robert Skidelsky, Money and Government, Allen Lane, Londres/Yale University Press, Nueva
York, 2018.
21. Michel Foucault, The Birth of the Clinic: An Archaeology of Medical Perception, Tavistock
Publications, Londres, 1963/1973.
22. John Kenneth Galbraith, La anatomía del poder, Ariel, Barcelona, 2013.
23. Ibídem.
24. Friedman, 1993, citado en Beatrice Cherrier, «The Lucky Consistency of Milton Friedman’s
Science and Politics, 1933-1963», en R. Van Horn; P. Mirowski y T. Stapleford (eds.), Building
Chicago Economics: New Perspectives on the History of America’s Most Powerful Economics
Program, Cambridge University Press, Historical Perspectives on Modern Economics, Cambridge,
2011.
25. Joe Earle; Cahal Moran y Zach Ward-Perkins, The Econocracy: The Perils of Leaving Economics
to the Experts, Manchester University Press, Manchester, 2016.
1. John Hicks, «“Revolutions” in economics», en Spiro Latsis (ed.), Methods and Appraisal in
Economics, Cambridge University Press, Cambridge, 2008.
2. Serie documental de la BBC emitida en 1973 sobre el progreso científico y artístico de la especie
humana a lo largo de la historia. (N. del t.)
3. Citado en Charles Gide y Charles Rist, Historia de las doctrinas económicas, desde los fisiócratas
hasta nuestros días, Editorial Reus, Madrid, 1927.
4. Robbins, 1935, op. cit., p. 69.
5. George Stigler, El economista como predicador y otros ensayos, Orbis, Biblioteca de Economía,
Barcelona, 1986.
6. Krugman, op. cit.
7. Stigler, op. cit.
8. Todo citado en Guy Routh, The Origin of Economic Ideas, pp. 2-17, Macmillan, Londres, 1975.
9. Wassily Leontief, «Presidential Address», 83.o Congreso de la American Economic Association,
29 de diciembre de 1970, Detroit, Michigan.
10. Frank Hahn, «Some Adjustment Problems», Econometrica, 38, 1 (1970), pp. 1-17.
11. Harry Johnson, «The Keynesian Revolution and the Monetarist Counter-Revolution», en Selected
Essays in Monetary Economics (Collected Works of Harry Johnson), Routledge, Londres, 2013.
12. Sraffa, 1926, citado en Routh, op. cit.
13. Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 2016.
14. Imre Lakatos, Escritos filosóficos I. La metodología de los programas de investigación científica,
Alianza Editorial, Madrid, 2007.
15. Lars Peter Hansen, «Publishing and Promotion in Economics: The Curse of the Top Five», 2017
AEA Congreso Anual, 7 de enero de 2017, Chicago, Illinois.
1. Marshall, op. cit.
2. William Nelson Parker, Economic History and the Modern Economist, Basil Blackwell, Oxford,
1986.
3. Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, RBA Libros, Barcelona, 2015.
4. Edward F. Denison, The Sources of Economic Growth in the United States & the Alternatives
Before Us, Committee for Economic Development, Nueva York, 1962.
5. Solow, op. cit.
6. Michael Kulikowski, «The Glorious Free Market», London Review of Books, 38, 12 (2014), pp.
37-38.
7. Moses Finlay, The Ancient Economy, p. 56, University of California Press, Berkeley, 1973.
8. Solow, op. cit.
9. Nick Crafts, «Economic History», en John Eatwell; Murray Milgate, y Peter K. Newman (eds.),
The New Palgrave: A Dictionary of Economics, Palgrave Macmillan, Londres, 1987.
10. John Ralston Saul, «The Collapse of Globalism», Harper’s Magazine, marzo de 2004.
1. Lionel Robbins, «Interpersonal Comparisons of Utility: A Comment», The Economic Journal, 48,
192 (1938).
2. Stigler, op. cit.
3. Mill, op. cit.
4. Smith, op. cit.
5. Ricardo, op. cit.
6. Karl Marx, El capital, tomo I, Siglo xxi de España Editores, Tres Cantos, 2013.
7. Richard Whately, «Conferencia IX», en Introductory Lectures on Political Economy, B. Fellowes,
Londres, 1832.
8. Anticipándose a Veblen, Smith escribió: «El mérito de la belleza [de los diamantes] se magnifica
enormemente por su escasez. A la mayoría de la gente rica, el principal placer que les reportan sus
riquezas es la exhibición de las mismas, que desde su punto de vista nunca está tan completa como
cuando parecen poseer esas decisivas marcas de opulencia que nadie más puede poseer, sólo ellos»,
Smith, op. cit.
9. W. Stanley Jevons, The Theory of Political Economy, p. 45, Macmillan, Londres, 1871/1987.
10. Ibídem, p. 164.
11. Aunque los neurocientíficos confían en poder resolver este problema: «[los neurocientíficos]
pueden medir tu reacción emocional a las cosas que ves sólo con monitorizar tu nivel de
microsudoración», V. S. Ramachandran, Lo que el cerebro nos dice, Ediciones Paidós, Barcelona,
2012.
12. John Locke, Segundo tratado sobre gobierno civil, Alianza, Madrid, 2014.
13. C. Arthur Pigou, The Economics of Welfare, 4.a ed., Macmillan, Londres, 1920/1932.
14. Nicholas Kaldor, «Welfare Proposition of Economics and Interpersonal Comparisons of Utility»,
The Economic Journal, 49, 195 (1939), pp. 549-552.
15. Recuerdo con claridad un debate en Moscú, a principios de la década de los años 2000, entre dos
hombres de negocios rusos, Kaja Bendukidze y Mijaíl Jodorkovski. Bendukidze defendía que el deber
de una empresa con la sociedad se limitaba a maximizar el valor del accionista; Khodorkovsky alegaba
que tenía un deber adicional con la sociedad. Bendukidze sólo se hacía eco del punto de vista de la
economía neoclásica de que las empresas debían verse como unos individuos de tamaño gigante
maximizadores de los beneficios. De hecho, esto se convirtió en la doctrina aceptada en los años
ochenta: las empresas no tenían obligaciones sociales, más allá de maximizar los beneficios de sus
propietarios (los accionistas). Esto acabó con la antigua visión del «accionista» de la empresa expresada
por Owen Young, consejero delegado de General Electric en el período de entreguerras: «Los
accionistas están limitados a un beneficio máximo equivalente a una prima por riesgo. El beneficio
restante se queda en la empresa, paga unos salarios más elevados o se transfiere al consumidor», citado
en John Plender, «Shareholders are being dethroned as rulers of value», The Financial Times, 3 de
enero de 2019.
16. Duncan K. Foley, Adam’s Fallacy: A Guide to Economic Theology, Harvard University Press,
Cambridge, 2009.
17. Citado en John Kenneth Galbraith, Historia de la economía, Ariel, Barcelona, 2011.
18. John Maynard Keynes, «Economic Possibilities for our Grandchildren», en R. Skidelsky (ed.),
The Essential Keynes, p. 82, Penguin Classics, Londres, 1930/2015.
19. Citado en Emilio José Chaves, «Toward a Centre-Periphery Model of Global Accounting», en
Gernot Kohler y Emilio José Chaves (eds.), Globalization: Critical Perspectives, p. 336, Nova Science,
Nueva York, 2003.
20. Richard Easterlin, «Does Economic Growth Improve the Human Lot?», en P. A. David y M. W.
Reder (eds.), Nations and Households in Economic Growth: Essays in Honour of Moses Abramovitz,
Academic, Nueva York, 1974.
21. Richard Layard, Felicidad: lecciones de una nueva ciencia, Taurus, Barcelona, 2005.
22. Citado en Andrew Scull, «Egos and Experiments», Times Literary Supplement, 18 de enero de
2019.
23. Layard, op. cit.
24. Para una versión ampliada de estos argumentos, véase Robert Skidelsky y Edward Skidelsky,
¿Cuánto es suficiente? Qué se necesita para una «buena vida», Editorial Crítica, Barcelona, 2012.
25. Amartya Sen, Desarrollo y libertad, Planeta, Barcelona, 2000.
26. Para una explicación más detallada, véase Skidelsky y Skidelsky, op. cit.
27. Sabina Alkire; James E. Foster; Suman Seth; María Emma Santos; José M. Roche, y Paola
Ballon, Multidimensional Poverty Measurement and Analysis, Oxford University Press, Oxford, 2015.
28. Donella H. Meadows; Dennis L. Meadows; Jorgen Randers y William W. Behrens III, op. cit.
29. Kate Raworth, Economía rosquilla: 7 maneras de pensar la economía del siglo
Paidós, Barcelona, 2017.
XXI,
Ediciones
30. Véase Naomi Oreskes y Erik M. Conway, The Collapse of Western Civilization: A View From
the Future, Columbia University Press, Nueva York, 2014.
31. Para una versión más detallada de este argumento, véase Skidelsky y Skidelsky, op. cit.
32. Michael J. Sandel, Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales del mercado, Editorial
Debate, Barcelona, 2021.
1. Keynes, 1936/1964, op. cit.
2. Rod O’Donnell, Keynes: Philosophy, Economics and Politics, p. 3, Macmillan, Londres, 1989.
3. John Maynard Keynes, A Treatise on Probability, p. 111, Londres, Macmillan, 1921/2015,
disponible en inglés, <http://www.gutenberg.org/files/32625/32625-pdf.pdf>. Consulta: 03/12/2021.
4. Supongamos que vas a una carrera con tres caballos, Rojo, Azul y Amarillo, y un corredor te
ofrece las siguientes apuestas: iguales (1-1) sobre Rojo, 2-1 por Azul y 3-1 por Amarillo (2-1 significa
que, si ganas, recuperas tu inversión más el doble de ésta). Si apuestas 6 $ al Rojo, 4 $ al Azul y 3 $ al
Amarillo, siempre ganarás 12 $, independientemente del resultado. Pero el desembolso inicial era 6 $ +
4 $ + 3 $ = 13 $, así que en todos los casos tendrías una pérdida de un dólar. En este escenario has
permitido que el corredor haga una «apuesta holandesa», porque tú apuestas a los tres posibles
escenarios, pero la probabilidad implícita de los tres suma más de 1 (sucesos con probabilidades más
bajas tienen mayores beneficios). Este método es análogo a la práctica del arbitraje en los mercados
financieros.
5. Frank P. Ramsey, «Truth and Probability», en Frank P. Ramsey, The Foundations of Mathematics
and other Logical Essays, cap. VII, pp. 156-198, editado por R. B. Braithwaite, Kegan, Paul, Trench,
Trubner & Co, Londres, 1926/1931. Nótese que este procedimiento es idéntico a la regla de Friedman
para construir modelos: puedes escoger la premisa que desees, la prueba es la precisión de la
predicción.
6. John Maynard Keynes, «Francis Ysidro Edgeworth, 1845-1926: A Memoir», en The Collected
Writings of John Maynard Keynes. Vol. 10: Essays in Biography, p. 262, Macmillan, Londres,
1926/1972.
7. Citado en Robert Skidelsky, Money and Government, p. 24, Allen Lane, Londres, 2018.
8. Krugman, op. cit.
1. Keynes, 2017, op. cit.
2. Ibídem.
¿Qué falla con la economía?
Robert Skidelsky
No se permite la reproducción total o parcial de este libro,
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© del diseño de la portada: Sylvia Sans Bassat
© Robert Skidelsky, 2020
© de la traducción: Alexandre Casanovas, 2022
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Juegos de poder
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Elon Musk es uno de los titanes más controvertidos de Silicon Valley. Para
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A través de un recorrido por algunas cuestiones económicas básicas como el
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El motor de este libro, considerado un clásico de la literatura económica
desde hace décadas, es la convicción de que los ciudadanos deben tener
conocimientos económicos para no dejarse engañar, manipular o confundir
por unos políticos cuyas decisiones, en la práctica, perjudican una y otra vez
nuestro bienestar. Y para ello, esta obra pionera es una herramienta
fundamental.
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Los trucos de los ricos 2ª parte
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Todos aspiramos a construir nuestro propio patrimonio y a generar rentas
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y cuándo debe hacerse. Sin los conocimientos adecuados estamos abocados a
cometer errores que pongan en riesgo nuestras inversiones y, aun peor,
nuestros ahorros. En este libro, que recoge las exitosas lecciones del veterano
inversor y profesor Juan Haro, conoceremos los trucos para adquirir
inmuebles baratos que nos proporcionen unas rentas constantes. Es lo que
hacen los ricos. Pero, ¿cómo compran ellos las propiedades? ¿Qué sistemas
utilizan? Esto es lo que descubriremos aquí. Porque si ellos pueden, tú
también. El inmobiliario es un sector atractivo para las grandes fortunas
porque se trata de un activo patrimonialista. Pero el pequeño inversor
también puede canalizar sus inversiones hacia él y generar así sus propias
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y la sensación de libertad, que todos anhelamos.
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Capitalismo y libertad
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¿Cómo podemos beneficiarnos de las promesas del Gobierno y evitar al
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Publicado por primera vez en 1962, Capitalismo y libertad es una de las obras
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