MINISTERIO DE EDUCACIÓN DIRECCIÓN REGIONAL DE SAN MIGUELITO INSTITUTO RUBIANO Asignatura: Español Área: Comprensión Lectora Docente: Rubiela de Guevara Grado: 12º C Período Escolar: 2022 Tema: Operaciones de pensamiento LA MISERIA ¡La miseria! ¡La miseria! ¡Muy a menudo se habla de la miseria! Los que vuelven del campo suelen hacer relatos de hambres. Las cosechas están frecuentemente perdidas. Los campesinos, enloquecidos, invaden a veces las aldeas pidiendo un poco de arroz. Y los extranjeros que en el hall del Hotel Metropole o del Imperial Hotel leen las noticias lamentables, exclaman: __Solo en Tokio no se ve miseria ninguna. No, en efecto, en el parque Hybiya y en el parque Uyeno, en el barrio de las Legaciones y en el bulevar de Ghinza, no se ve. Con su orgullo tradicional, los japoneses saben esconder sus tristezas y llevar con altivez sus pobrezas. Los que piden limosna no se dirigen jamás a un extranjero. La leyenda antigua del hidalgo hambriento que se echaba unas cuantas migas de pan en el bigote antes de salir a la calle para hacer creer que había comido, es aquí una realidad. Aun los más miserables saben hacer esfuerzos por no parecerlo. Pero basta con alejarse del centro y con penetrar en el seno del verdadero pueblo, para convencerse de que la sonrisa de Tokio oculta muchas muecas dolorosas. El suburbio de Shiba, en donde se encuentran las calles de Shinami, de Shodjamatchi y de Samegasi, produce en el ánimo de los que se aventuran por sus laberintos la más atroz impresión. Las casas son verdaderas cavernas, en cuyo fondo amontónanse tribus desnudas y hambrientas. El principio general japonés que considera necesario un espacio de dos metros de largo por setenta y cinco de ancho para cada persona, no rige allí. En un patio del tamaño del tamaño de un vagón de ferrocarril, yo vi hasta cien habitantes. __Y no crea usted __me dijo el amigo que me guiaba por aquel infierno__, no crea usted que se trataba de mendigos ni de gente sin trabajo. Todos esos pobres seres ejercen oficios humildes. Los hay que remiendan trapos, los hay que limpian pipas, los hay que reman en los canales, los hay, en fin, que arrastran cochecitos de punto. Cada uno de ellos paga algunos céntimos diarios por dormir en su rinconcito. ¡Y ay del que un día no pueda pagar! La ferocidad del propietario de este barrio es proverbial, y solo se compara con la rapacidad del otro gran tirano de los miserables, el prestamista. Cada una de las casitas relativamente limpias que hemos visto es una madriguera de usureros. Los pobres llevan a empeñar allí cosas inverosímiles, trajes sin forma, objetos sin nombre. Todo tiene su valor, todo produce el humilde rin que permite comprar el puñado de arroz indispensable. Algunos aceptan en garantía hasta perros y gatos, con objeto de contar a sus propietarios el precio de los alimentos. El hombre, ya usted lo sabe, tiene cara de hereje, según la antigua frase castellana… Cara siniestra tiene, en efecto, la pobreza de Shinami y de Samegasi, con su población de trabajadores famélicos. Pero hay en el Japón mismo otros infiernos de miseria que, aunque menos visibles, no son menos profundos. Ya no se trata de un solo barrio sórdido en una determinada ciudad. Se trata de los que, con más razón que en el resto del mundo, se llaman proletarios, desheredados. Al dejar de ser artesanos y de trabajar por cuenta propia en reducidos talleres, las familias pobres de Japón abandonaron la humilde ventura tradicional por un miraje engañoso de gran industria y de vida obrera. De Norteamérica llegaban hasta el fondo del país los datos tentadores. Allá, en frente del pobre Yokohama, donde un tejedor, trabajando con su familia, solo obtenía, lo necesario para vivir, allá no muy lejos, en san Francisco de California, cualquier obrero de fábrica cobraba salarios fabulosos. Así, la creación del ejército de los trabajadores fue tan rápida como la del otro ejército. Las manufacturas alzaron por todas partes sus altas chimeneas de ladrillo. La gran industria reemplazó a las antiguas y delicadas labores de seda, de laca, de marfil, de porcelana. Y con la gran industria principió la gran miseria. “EL nacimiento del régimen industriala la europea __dice un profesor de la universidad de Tokio__ ha traído consigo una explotación informe de los obreros. Los salarios, aunque aumentados en estos últimos tiempos, son siempre muy bajos, y las horas de trabajo de doce a catorce por lo menos, lo mismo para los hombres que para las mujeres y para los niños”. Otro japonés, el comisario del Ministerio de Comercio, Saito Kashiro, en una obra titulada: La protección obrera en el Japón, pinta la vida de las fábricas con colores horribles. En una visita veraniega a las manufacturas, encuentra a los obreros que trabajan desnudos y con el cuerpo lleno de granos y de llagas. (...) Fragmento de la crónica Miseria, de Enrique Gómez Carrillo