Subido por Karla Felix

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Alain Touraine
Un Nuevo paradigma
Ilustración 1
Para comprender el mundo de hoy
Barcelona • Buenos Aires • México
SUMARIO
Introducción. Un nuevo paradigma.
Primera parte
CUANDO HABLÁBAMOS DE NOSOTROS EN LA SOCIEDADES
De la economía.
Un capitalismo extremo
La ruptura de las sociedades
Introducción UN NUEVO PARADIGMA
Introducción UN NUEVO PARADIGMA............................................................................ 1
Capítulo 1 LA RUPTURA ................................................................................................. 7
LA MUNDIALIZAC1ÓN DE LOS ESTADOS DE LA POSGUERRA LA MUNDIALIZACIÓN DE LA
ECONOMÍA .................................................................................................................. 15
UN CAPITALISMO EXTREMO ........................................................................................ 17
EL ALTER MUNDIALISMO ............................................................................................. 22
DE LA SOCIEDAD A LA GUERRA .................................................................................... 23
UN MUNDO GLOBALIZADO .......................................................................................... 24
EUROPA, UN ESTADO SIN NACIÓN ............................................................................... 28
¿Es POSIBLE LA UNIDAD EUROPEA? ............................................................................. 31
LA IMPOTENCIA EUROPEA ........................................................................................... 34
EL FIN DE LAS SOCIEDADES LA REPRESENTACIÓN SOCIAL DE LA SOCIEDAD ................... 37
EL MODO EUROPEO DE MODERNIZACIÓN .................................................................... 39
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN ............................................................................... 44
LOS TRES MUERTOS DE LA SOCIEDAD EUROPEA ........................................................... 45
SURGIMIENTO DE LA DEMOCRACIA ............................................................................ 48
LA GUERRA POR ENCIMA DE NOSOTROS ...................................................................... 52
LA RUPTURA DEL VÍNCULO SOCIAL .............................................................................. 59
Al. FINAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES?................................................................. 61
LA VICTORIA DE LA MODERNIDAD .............................................................................. 66
EL FIN DEL PENSAMIENTO SOCIAL ................................................................................ 70
EL INDIVIDUALISMO LIBERADOR ................................................................................. 73
LOS DETERMINISMOS SOCIALES .................................................................................. 77
EL DESPERTAR DEL SUJETO .......................................................................................... 84
AHORA QUE HABLAMOS DE NOSOTROS EN TÉRMINOS CULTURALES ............................ 87
LAS FUENTES DEL SUJETO ............................................................................................ 89
EL SUJETO INDIVIDUAL ................................................................................................ 91
¿SOMOS TODOS SUJETOS? .......................................................................................... 95
LA NEGACIÓN DEL SUJETO ........................................................................................... 99
EL SUJETO, LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL INCONSCIENTE .....................................104
EL SUJETO Y LA RELIGIÓN ............................................................................................110
EL ANTISUJETO ...........................................................................................................120
ENTRE LOS DIOSES Y LAS SOCIEDADES ........................................................................123
LOS DERECHOS CULTURALES DERECHOS POLÍTICOS Y DERECHOS CULTURALES ............126
Los NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES ........................................................................134
LA ENTRADA EN EL MUNDO POSTSOCIAL ....................................................................140
Los DERECHOS SEXUALES ............................................................................................145
COMUNIDADES Y COMUNITARISMOS .........................................................................153
LA COMUNICACIÓN INTERCULTURAl. ..........................................................................159
UNA SOCIEDAD DE MUJERES UN CAMBIO DE SITUACIÓN ............................................161
IGUALDAD Y DIFERENCIA ............................................................................................166
EL SUJETO-MUJER .......................................................................................................173
EL PAPEL DE LOS HOMBRES ........................................................................................176
EL POSFEMINISMO .....................................................................................................178
A MODO DE CONCLUSIÓN...........................................................................................180
SUMARIO
Introducción. Un nuevo paradigma.
Primera parte
Durante un largo período, hemos descrito y analizado la realidad social en términos
políticos: el desorden y el orden, la paz y la guerra, el poder y el Estado, el rey y la nación,
la república, el pueblo y la revolución. Después, la Revolución industrial y el capitalismo se
liberaron del poder político y aparecieron como la «base» de la organización social.
Reemplazamos entonces el paradigma político por un paradigma económico y social: clases
sociales y riqueza, burguesía y proletariado, sindicatos y huelgas, estratificación y
movilidad social, desigualdades y redistribución se convirtieron en nuestras categorías de
análisis más habituales.
Actualmente, dos siglos después del triunfo de la economía sobre la política, esas
categorías «sociales» se han vuelto confusas y dejan en la sombra gran parte de nuestra
experiencia vivida. Tenemos, pues, necesidad de un nuevo paradigma; no podemos volver
al paradigma político, fundamentalmente porque los problemas culturales han adquirido tal
importancia que el pensamiento social debe organizarse en torno a ellos.
Debemos situarnos en ese nuevo paradigma para ser capaces de nombrar los nuevos actores
y los nuevos conflictos, las representaciones del yo y de las colectividades que descubre la
nueva mirada que hace aparecer ante nuestros ojos un paisaje nuevo.
La búsqueda del lugar central de ese nuevo paisaje nos lleva de in mediato hacia el tema de
la información, que representa una revolución tecnológica cuyos efectos sociales y
culturales son visibles en todas partes. Pero el punto más importante es aquel en que
Manuel Castells insistía con tanta razón: la ausencia de todo determinismo tecnológico en
esta sociedad de la información. Esto es lo que nos distancia de forma clara de la sociedad
industrial, donde la división técnica del trabajo no era separable de las relaciones sociales
de producción. Se ha creado una situación nueva a causa de la gran flexibilidad social de
los sistemas de información. Afirmación que contradice los tan extendidos discursos sobre
la invasión de la sociedad por las técnicas, pero que conviene con quienes de finen ante
todo la globalización por la disociación de la economía mundializada y las instituciones
que, al existir sólo a niveles más bajos, nacional, local o regional, son incapaces de
controlar economías que actúan a un nivel mucho más vasto. Al mismo resultado conduce
también la percepción de la violencia, las guerras, los sistemas de represión: ese mundo de
la violencia política organizada no es ya un mundo social. Los Estados modernos se habían
creado a través de guerras; los conflictos actuales no tienen función política o social. Una
guerra no es ya la otra cara de un conflicto social.
Todas estas observaciones convergen hacia el mismo punto: la caída y la desaparición del
universo que hemos denominado «social». Juicio que no debe sorprender, puesto que
millones de personas deploran la ruptura de los lazos sociales y el triunfo de un
individualismo desorganizador. Hay que aceptar como punto de partida del análisis esta
destrucción de todas las categorías «sociales», desde las clases sociales y los movimientos
sociales hasta las instituciones o «agentes de socialización», nombre que se ha dado a la
escuela y a la familia al definir la educación como socialización.
Esta pérdida de la importancia central de las categorías «sociales» es tan radicalmente
nueva que hemos tenido que renunciar a los análisis sociológicos a los que estábamos
acostumbrados.
No es fácil hablar de un análisis «no social» de la realidad social. Sin embargo, esta
expresión no es más extraña de lo que fue la de «sociedades políticas», aplicada a las
monarquías absolutas y los Estados nacionales, en el momento en que la referencia a Dios y
a la expresión social de las creencias religiosas perdía el lugar central que había ocupado.
Incluso se puede trazar una evolución que conduce de las colectividades basa das en
principios externos de legitimidad, en particular religiosos, a otro cuya legitimidad fue de
carácter político, luego a otros que se pensaron como sistemas económicos y sociales y, por
último, a nuestro tipo de vid social, invadida por un lado por las fuerzas no sociales que son
el inter& la violencia y el miedo y, por otro, por actores cuyos objetivos son la libertad
personal o la pertenencia a una comunidad heredada, objetivos que no son, tampoco,
propiamente «sociales».
¿Pone fin esta hipótesis, así presentada de forma escueta, a todo análisis sociológico? Esta
pregunta se hará cada vez más apremiante a medida que nos acerquemos al final de la
primera parte de este libro, que está consagrado, en efecto, a ese «final de lo social», a la
vez fascinante e inquietante.
La desaparición de las sociedades como sistemas integrados y portadores de un sentido
general, definido a la vez en términos de producción, de significado y de interpretación, nos
coloca, en efecto, ante un mundo objetivo del que el mundo virtual, dice Jean Baudrillard
con razón, es una expresión extrema. Ese realismo absoluto expulsa fuera del campo social
todo lo que le es extraño: la guerra y todas las formas de violencia, los accesos de
irracionalismo, la crisis de los individuos sobrecargados de problemas para cuya solución
no encuentran ya ninguna ayuda en las instituciones, ni civiles, ni jurídicas, ni religiosas.
La inquietud, incluso la angustia, que nace de la pérdida de nuestras referencias habituales
se acentúa todavía más por la omnipresencia de criterios de juicio económicos que no
responden en absoluto a una intensidad de la demanda, sino que la crean a través de las
opciones que hacen los decisores económicos de mantener a un nivel bajo, o, por el
contrario, elevado, el precio de la mayor parte de los productos. La idea tradicional de que
el precio de un producto depende de la oferta y la de manda se aplica cada vez con menos
frecuencia. Y entre los productos creados por la publicidad, la propaganda o las políticas de
guerra, figuran las imágenes de nosotros mismos y de nuestra subjetividad. De manera que
tenemos el sentimiento de perder toda distancia, toda independencia con relación a las
construcciones, de hecho ideológicas, que determinan nuestra mirada tanto como los
objetos mirados.
Pero propondremos los medios de escapar a esta imagen de un mundo que nos aprisiona. La
segunda parte de este libro se esforzará en construir la imagen de una sociedad que ha
llegado a ser «no social», en la que las categorías culturales reemplazan a las categorías
sociales, en la que las relaciones de cada cual consigo mismo son tan importantes como lo
fuera antaño la conquista del mundo.
Cada vez que cambia nuestra mirada sobre nosotros mismos, nuestro entorno y nuestra
historia, tenemos la impresión de que el mundo antiguo ha caído arruinado y que no hay
nada que pueda reemplazarlo. Eso es lo que hoy sentimos, pero, como hicimos en el
pasado, intentaremos construir una nueva representación de la vida social y escapar así a la
opresión angustiosa de la pérdida de todo sentido.
Que estas primeras frases no sean leídas como si anunciaran una catástrofe. El final de un
mundo no es el fin del mundo. La conmoción que vivimos no es más profunda que las que
hemos vivido en el curso de 1 últimos siglos, y no es más espantoso evocar el fin de lo
social, y en particular el debilitamiento de las categorías sociales de análisis y acción, que
en otras épocas el fin de las sociedades propiamente políticas y, todavía antes, de las
sociedades religiosas.
III
Pero así como no es necesario creer en catástrofes inevitables, es necesario admitir que los
cambios que se efectúan no se reducen a la aparición de nuevas tecnologías, a una
expansión del mercado o incluso cambio de actitudes respecto de la sexualidad. La idea que
este libro quiere defender es que cambiamos de paradigma en nuestra representación de la
vida colectiva y personal. Salimos de la época en que todo se expresaba y se explicaba en
términos sociales, y debemos definir en qué términos se construye este nuevo paradigma
cuya novedad se percibe en todos los aspectos de la vida colectiva y personal. Es ya hora de
saber dónde estamos y cuál es el discurso sobre el mundo y sobre nosotros mismos que nos
los hace inteligibles. Comencemos pues por tomar conciencia de la ruptura que nos aleja
rápidamente de un pasado todavía próximo antes de tratar de definir la naturaleza de este
cambio de paradigma.
El objetivo de este libro es presentar el paso de un paradigma a otro, de un lenguaje social
sobre la vida colectiva a un lenguaje cultural. Este paso se acompaña de una mutación
provocada por el rápido desarrollo de una relación directa del sujeto consigo mismo, sin
pasar por los intermediarios meta-sociales derivados de una filosofía de la historia. Esta
mutación, tan importante por sí misma, tiene un significado todavía mayor: las
colectividades, vueltas hacia el exterior y hacia la conquista del mundo, son reemplazadas
por otras, vueltas hacia el interior de sí mismas y de cada uno de los que viven en ellas. El
último capítulo de este libro describirá ese gran giro, en el que las mujeres son actrices
principales.
El itinerario aquí seguido sorprenderá, al menos al principio, o parecerá difícil de
comprender. Desajuste que es fácil de evitar: que el lector se deje llevar por el texto. A
medida que la lectura avance se harán más fáciles, y las reacciones críticas se expresarán
con más facilidad, porque se habrá comprendido ya que todos los temas de este libro están
estrecha mente ligados entre sí sin que por ello se imponga al razonamiento una disciplina
demasiado rigurosa. Un paradigma no es un rompecabezas.
Como muestra el sumario, este libro está dividido en dos partes. La primera analiza el final
de lo social y todos los fenómenos de descomposición social y desocialización. Su título es:
«Cuando hablábamos de nosotros en términos sociales». La segunda parte se titula: «Ahora
que hablamos de nosotros en términos culturales», y encontraremos ahí las dos nociones
que están en el centro del nuevo paradigma: el sujeto y los derechos culturales.
Esta introducción se ha limitado a definir el paso de un modo de análisis y de acción social
a otro, para evitar las preguntas sin fin sobre la relación entre la verdad y las diversas
maneras de construirla. Se comprende cada vez mejor la impaciencia con la que Michel
Foucault quiso alejarse de categorías muy generales que han paralizado en parte la filosofía
política. Foucault se sumergió en los actos concretos de creación y de conservación de un
orden. Construyó como objeto principal de su propio trabajo la noción de discurso. Y lo
hizo con tal éxito que ya no se habló en Estados Unidos más que de narrativas.
Un discurso es un modo de dominación que incorpora la palabra, los reglamentos, las
clasificaciones, en un sistema de dominación o de «microfísica del poder». El discurso es el
instrumento de una dominación cada vez más estrecha. Ya para Marx, las categorías
económicas eran el discurso de la clase capitalista en el poder.
Si no he utilizado discurso en el título de este libro, sino paradigma, es para indicar de
entrada que mi objetivo es iluminar conjuntos históricos que no pueden ser nunca reducidos
a formas de dominación, donde las protestas, los conflictos, las reformas ocupan un lugar
tan grande como (e incluso mayor que) las coacciones de la gobernabilidad y la
enumeración. Un paradigma no es sólo un instrumento en las manos del orden dominante,
sino igualmente la construcción de defensas, críticas y movimientos de liberación. Todas
estas formas de resistencia se basan en principios no sociales de legitimación. Todo
paradigma es una forma particular de apelación a una figura u otra de lo que yo denomino
el sujeto y que es la afirmación, de formas cambiantes, de la libertad y de la capacidad seres
humanos para crearse y transformarse individual y colectivizar la suya es decir, la creación
del sujeto, no puede nunca confundirse con la sujeción del individuo y la categoría. No
estamos encer nunca estamos reducidos a decir que no podemos hacer nada. La i paradigma
deja lugar a la luz tanto como a la sombra. Si se puede generar todo un discurso a vigilar y
a castigar, el paradigma valora tanto la libertad como la alienación, tanto los derechos
humanos como la obsesión por el dinero, el poder y la identidad.
PRIMERA PARTE
CUANDO HABLÁBAMOS DE NOSOTROS
EN TÉRMINOS SOCIALES
Capítulo 1 LA RUPTURA
El 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos es golpeado en el corazón. Los símbolos del
poder económico y militar del país, las torres gemelas del World Trade Center en Nueva
York y el Pentágono en Washington son atacados por aviones suicidas. Las torres son
enteramente destruidas y los muertos se cuentan por millares; la población y las autoridades
de Nueva York reaccionan con calma, pero esta primera agresión en suelo americano
desencadena un choque que estremece a toda la sociedad norteamericana. Rápidamente, el
presidente Bush decide perseguir a Osama Bin Laden y la red de Al Qaeda en Afganistán,
donde los terroristas se esconden entre los talibán que han sometido el país a una
concepción extrema del islamismo y a su poder militar, la opinión pública mundial acepta
esta guerra de represalia, aunque no alcance a ver sus objetivos y se pierda en las
ambigüedades de la política pakistaní.
Este breve resumen de acontecimientos, todavía presentes en el espíritu de todos, no
debería figurar en un análisis de las transformaciones profundas de las sociedades
contemporáneas. Y, sin embargo, enseguida ha sido evidente, en particular para mí, que me
encontraba en Nueva York en febrero y marzo de 2003 en la New School University, en
pleno Manhattan, que ese choque ha ocasionado rupturas tan profundas en la sociedad
norteamericana y en el conjunto del mundo que era imposible no tomar este acontecimiento
dramático como punto de partida de un análisis cuyo objetivo es de otra naturaleza. El
acontecimiento ha señala do un cambio de larga duración.
El recuerdo del 11 de septiembre lleva ante todo a una observación de la política
norteamericana. ¿Cómo definir su transformación, preparada desde hace tiempo pero que se
hace dramáticamente evidente? Desde el derrumbamiento de la Unión Soviética en 1989,
Estados Unidos dominaba de manera tan completa el escenario político mundial que no
había tenido que elaborar una geopolítica. No se hablaba en Estados Unidos y en el mundo,
más que de la globalización económica, de nuevas tecnologías, de la situación de las
mujeres, etc. Bill Clinton dueño de este formidable poder económico y llevaba una política
unilatilateralista. Ahora bien, de repente, el día siguiente al 11 de septiembre de 2001, el
lenguaje oficial, el del gobierno y el establishment, cambia completo.
Los problemas económicos desaparecen del primer plano del escenario, la conquista de las
nuevas tecnologías parece menos apasionar el espacio público está enteramente ocupado
por un lenguaje de guerra geopolítico más todavía que patriótico. La América herida se
interi sobre sí misma: ¿por qué no nos quieren?, pregunta Norman Mailer. F este examen de
conciencia se desvanece con rapidez ante la urgen apoderarse de Osama Bin Laden. Pronto
cae la condena sobre Sadam Husein, que, sin embargo, no mantenía relaciones especiales
con Qaeda y, muy pronto, ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, hostil a la
guerra, el presidente Bush y Tony Blair tratan de adentrar la necesidad de una intervención.
El presidente Bush explica entonces que Estados Unidos está amenazado a corto plazo por
una guerra de agresión química y biológica, tal incluso nuclear, lo que les obliga a recurrir a
una guerra preventiva.
Durante las semanas que precedieron al ataque militar a Irak, el escenario político
estadounidense estuvo ocupado casi enteramente por el presidente y el secretario de
Defensa, Donald Rumsfeld. El partido demócrata no intervino. Las grandes cadenas de
televisión, más allá de proezas técnicas, no eran ya sino apéndices del cuartel general. Sólo
BI World daba informaciones, En la prensa escrita, sólo el New York Tim el único
periódico nacional verdadero, después de largo tiempo de silencio, asumió una cierta
independencia y comenzó a discutir las declaraciones y las intenciones del gobierno. En
pocas palabras, ese país, la opinión pública disponía de medios de información numerosos
y diversos, cayó en el silencio.
Durante meses, no se oyó más que la voz del presidente Bush y la del secretario de
Defensa. Y más aún, la voz de Dios, que el presidente escuchaba a menudo y al que
invocaba el Consejo de Ministros.
Ese país, que había sido el primer Estado moderno laico, llegó a o sesionarse por su misión
divina, la defensa del Bien contra el Mal. Estas palabras deben ser tomadas en el sentido
más literal. Estados Unidos consideraba el mascarón de proa del campo del Bien, y así
pudo convencerse, a golpe de mentiras, de falsedades y de una propaganda intensa, que Irak
era su homólogo en el campo del Mal. Si se recuerda la debilidad real de Irak, ya vencido
una vez sin dificultad y que, de nuevo, se vino abajo casi sin combatir, se toma la medida
del carácter imprevisible de la mutación de un país que, unos meses antes y todavía después
de la elección del presidente Bush, parecía completamente ocupado en la gestión de su
propio poder y avanzaba a grandes pasos en el camino de las nuevas tecnologías,
adelantando a los europeos, incapaces de tomar decisiones, y a los japoneses, encenagados
en una interminable crisis bancaria.
Una observación más. Tal vez la más importante para quienes no son norteamericanos.
Estados Unidos, que había creado el sistema de las Naciones Unidas (y, en particular, el
Consejo de Seguridad), rechazó toda intervención de la organización internacional en su
conflicto con Irak, tratando de conseguir una mayoría en el Consejo de Seguridad
imponiendo al secretario de Estado, Colin Powell, la tarea humillante de defender la tesis
oficial con ayuda de argumentos que no podían generar convicción. Estados Unidos, desde
hace dos años, no deja de justificar el unilateralismo. Tiene a su cargo la tarea de defender
el Bien contra el Mal, afirma, y, si es necesario, se embarcará simultáneamente en varias
guerras. Ha expresado en términos brutales su desprecio por la «vieja Europa» y, al mismo
tiempo, ha tratado con éxito de romper la Unión Europea, cuyos Estados miembros son
incapaces de entenderse para de finir una política internacional.
Algunos piensan que el período actual no es más que un episodio, que el retorno de los
demócratas a la presidencia pondrá fin, antes o después, a esa política ideológica. Pero esa
política ha sido elaborada desde hace más de diez años. Jamás tampoco, desde Wilson, se
había visto en Estados Unidos a un grupo tan importante de ideólogos —y de tanta al tura
intelectual— elaborar una concepción nueva del papel de Estados Unidos en el mundo
empeñando a su país en una serie de conflictos que podrían llevarle un día hasta una
confrontación con otros.
Dieciocho meses después del 11 de septiembre, la ruptura con el pasado ha adoptado
formas todavía más brutales. Irak, liberado de Saddam Husein, ha rechazado a sus
liberadores sin hundirse en la guerra civil ni formar un frente unido de resistencia. El
ejército estadounidense, hostigado por las guerrillas, ha recurrido a la tortura como la
mayor parte de los ejércitos que se sienten rodeados por una población hostil. Y como para
hacer todavía más escandalosa la identificación de su país con el Bien, ha multiplicado las
sevicias sexuales más humillantes. El cambio de período histórico y, por detrás de él, de
tipo de sociedad, se vuelve tan dramático que nos obliga a preguntarnos sobre rupturas que
van más allá de las iniciativas políticas y guerreras de la superpotencia.
Mi objetivo, al recordar ahora esos hechos conocidos de todos, es dar mi opinión sobre la
política elaborada por Paul Wolfovitz, Rc Pene y tantos otros, al servicio del presidente
Bush, sino constatar, de las primeras páginas de este libro, una mutación que afecta, más
allá política internacional de Estados Unidos, al conjunto del mundo. Ag de 1914 fue
vivido como una ruptura mortal en Europa; septiembre 2001 marca el fin no sólo de una
época, sino sobre todo de una concepción, de un cierto funcionamiento de la sociedad
norteamericana y del conjunto del mundo.
Ese sentimiento de ruptura ha sido experimentado en el mundo entero.
Et. MIEDO
Desde la caída del Estado y el imperio comunistas, no se hablaba r que de sociedad civil y
de debilitamiento de las normas en todos los hábitos, y, por tanto, de liberación de los
individuos. Ninguno de esos mas era superficial; ninguno se puede olvidar cuando se
emprende análisis general de la vida social. Pero lo que hemos vívido y compren do desde
hace tres años es que la vida de las sociedades, aun de las más ricas, de las más complejas y
de las mejor protegidas, está dominada el miedo, la violencia y la guerra.
Muchos sacan de ello la consecuencia de que siempre hay que dar prioridad a las armas
sobre las técnicas, a la desconfianza sobre la confianza; noción que ha desempeñado un
papel crucial en la formación del capitalismo. Este dominio del miedo, esta conciencia de
una amenaza mortal que acerca, esta voluntad de impulsar la guerra contra el Mal en
nombre de un dios protector, no son invenciones o pesadillas estadounidenses. El 11
septiembre de 2001 es la fecha de un cierto atentado cometido en Nueva York y en
Washington, pero éste había sido preparado por otros y anunciaba otros. En distintos puntos
de un mundo árabe-musulmán muy diverso, se han multiplicado los «voluntarios» para una
muerte que los golpee a ellos mismos tanto como a sus enemigos. Aquellos a los que se
llama, por un lado, «terroristas», y, por otro, «combatientes heroicos» contra los enemigos
de Dios y la Nación, son también guerreros. En una inmensa parte del mundo, los ensayos
de modernización han fracasado; los intentos de crear Estados islámicos, después de haber
logrado grandes victorias, sobre todo en Irán, se han agotado y parecen en retroceso. Y
aquí, como en Estados Unidos, aparece, por encima de todas las realidades sociales, la idea
de la guerra santa que hay que llevar en nombre del Bien contra el Mal.
En un nivel más débil de violencia, se ve en muchos países, e incluso en Francia, acorazada
en su conciencia republicana, que la sociedad se fragmenta en comunidades. Al final del
siglo XIX europeo, el paso de las comunidades a la sociedad, de las identidades colectivas
al reinado de la ley, había parecido sin embargo un gran progreso. ¿Vivimos un momento
inverso, con la vuelta a las comunidades cerradas sobre sí mismas, dirigidas por un poder
autoritario y rechazando como enemigas a las demás comunidades?
Muchos dirán que esas amenazas y esos conflictos son, sin duda, peligrosos, pero que es
artificial reducir Occidente a la política guerrera de George W. Bush, y que los autores de
los atentados no forman más que una ínfima minoría del mundo islámico. No hace mucho,
América Latina parecía arder por todos los lados; no obstante, sus fuegos se han extinguido,
y las dictaduras militares, que se presentaban como las únicas capaces de poner término a
las guerrillas y que habían desencadenado una violencia mucho más sangrienta, han caído a
su vez. A nadie satisface la situación actual, pero nadie reduce la vida del continente a una
dependencia sufrida por países privados de toda acción posible. Incluso África, donde se
acumulan tanta miseria y tanta violencia, no podría ser reducida a luchas étnicas y
dictaduras cruentas.
En efecto, no concluyamos, antes siquiera de haber comenzado nuestra reflexión, que la
guerra y las violencias comunitarias destruirán todo a su paso. Pero no nos contentemos
tampoco con considerar esos conflictos a muerte como accidentes o casos excepcionales.
Pues si miramos a nuestro alrededor, percibimos sociedades destruidas, trastornadas y
manipuladas. Siempre hemos sabido que la vida pública estaba dominada más
frecuentemente por las pasiones que por los intereses. Pero cada vez más, en el mundo
actual, las pasiones apuntan a la negación del otro más que al conflicto con él.
UN MUNDO EN RETROCESO
Cientos de millones de seres humanos, obligados a abandonar sus países por la miseria, la
violencia social y las propias guerras, son arrojados a las carreteras y a los campos de
refugiados. Una parte de ellos, particularmente en China, encuentran en las ciudades el
medio de sobrevivir o incluso de entrar en un nuevo tipo de vida social. Pero esos
«campesinos descampesinados», como los denomina Farhad Khosrokhavar, todos esos
jóvenes sin empleo y atraídos por los reflejos del consumo urbano pero que no pueden
integrar las clases medias protegidas por Estados redistribuidores, y, con ellos, tantos otros,
surgidos de diversas categorías de arriba abajo de la escala social y de todos los
continentes, viven cambios geográficos y socioculturales que los destruyen más que
hacerles entrar en la modernidad.
Estábamos acostumbrados, en nuestra parte del mundo, a constata que el progreso del nivel
de vida y las políticas de solidaridad social suprimían o reducían la gran miseria
característica de los comienzos de la industrialización. Ahora bien, no creemos ya, ni
siquiera en los países más ricos, que baste atravesar medio siglo de trabajo intenso para
acceder a un modo de vida mejor. En los países más ricos, donde los ciudadanos son los
mejor protegidos, el balance de las últimas décadas es negativo. Las desigualdades sociales
aumentan; las escalas sociales se vuelven demasiado cortas: los golden boys no están en lo
alto de la sociedad nacional, sino por encima de ella, y los precarios y los excluidos no
están abajo, sino fuera de la escala, suspendidos en el vacío.
Las conquistas del movimiento obrero y la fuerza del sindicalismo habían permitido al
Estado-providencia crear en los países industriales notables sistemas de protección social,
pero pierden hoy su fuerza, y en todas partes se deben organizar estrategias de retroceso
para salvaguardar una cobertura aceptable de la enfermedad, el pago de pensiones, la
atención a las personas dependientes y el recurso a tratamientos médicos y exploraciones
cada vez más costosos. Estas luchas de contención no son sostenidas por las categorías más
pobres, sino, al contrario, por aquellas que tienen la mayor capacidad de presión directa
sobre el Estado, por las clases medias amenazadas más que por los más pobres y los más
débiles. Estos, los más desfavorecidos, desaparecen en la oscuridad, caen en la
marginalidad o la ilegalidad.
¿Hay que concluir de estas observaciones pesimistas que nuestras sociedades, que han
conocido las mayores innovaciones sociales en el pasado, están en adelante obligadas al
silencio, como si en todas partes el estruendo de la guerra y las cruzadas asfixiara la
actividad, toda conflictividad social, interna, en particular en los países occidentales? Cierto
es que los nuevos movimientos sociales que aparecieron después de 1968 se agotaron
rápidamente, y que las esperanzas puestas en ellos por diferentes categorías de
intelectuales, y en primer lugar por mí mismo, se vieron frustradas. Los núcleos de extrema
izquierda, si bien ofrecen una expresión política a aquellos que no se reconocen ya en los
partidos tradicionales, no pueden proponer ni una estrategia a largo plazo ni unos objetivos
de lucha.
No es, por consiguiente, en la vieja izquierda y en la viejísima extrema izquierda donde hay
que buscar nuevas luces. Aunque la influencia del movimiento obrero sea todavía
considerable en nuestras instituciones y en nuestras ideas, aunque los movimientos antiautoritarios según el modelo del 68 hayan tenido una influencia real sobre la situación de
los enfermos en los hospitales, de los trabajadores inmigrantes, de los homosexuales o de
los defensores de las culturas locales, los «problemas socia les» no han suscitado la
creación de grandes «movimientos sociales». El lazo tan estrecho que había unido las
reivindicaciones económicas y las luchas políticas de los asalariados se ha deshecho, y son
los partidos políticos, en particular los partidos de izquierda, quienes más han sufrido esta
separación. Francia ha visto la cuasi desaparición del partido comunista, y la derrota
electoral imprevista de Lionel Jospin en abril de 2002 impone a la izquierda francesa, como
a la de muchos países, una redefinición casi completa de sí misma, Los partidos de derecha,
fuera de Estados Unidos, no se definen más que por su sumisión a la superpotencia.
¿DÓNDE ESTÁ EL SENTIDO?
Todas estas observaciones negativas se inscriben en el tema mucho más amplío de la
descomposición de la sociedad, de la desocialización, que ocupará gran parte de los
próximos capítulos. Pero a esas dos imágenes que se imponen a la observación, la
desocíalización, es decir, el ocaso de lo social, y la penetración por todas partes de una
violencia de mil formas, rechazando todas las normas y los valores «sociales», hay que
añadir una tercera, tan manifiesta como las dos primeras: el incremento de las
reivindicaciones culturales, tanto bajo una forma neocomunitaria como de apelación a un
sujeto personal y de reivindicación de los derechos culturales. Hablábamos de «actores
sociales» y de movimientos sociales; en el mundo en que ya hemos entrado, tendremos que
hablar con mayor frecuencia de sujetos personales y de «movimientos culturales».
No creemos ya en el progreso; estamos angustiados por la descomposición de las ciudades
y las zonas rurales, por la violencia social y por las guerras santas. Lo que no nos condena a
un pesimismo demasiado agradable de vivir para la mayoría de los miembros de las clases
medias aquí y allá en el mundo, pero nos lleva a plantearnos la pregunta: ¿de dónde vendrá
en adelante el movimiento, qué fuerza detendrá la guerra?
Este libro querría aportar una respuesta a esta pregunta explorando los cambios más
profundos sobrevenidos en nuestras sociedades. Corre el riesgo de proponerse un objetivo
muy difícil de alcanzar, pero es imposible vivir sin buscar respuestas a las amenazas que
pesan sobre nosotros y a las transformaciones que ya nos han hecho pasar de un tipo de
sociedad a otra.
En este primer capítulo he decidido conceder más lugar a los acontecimientos que al
análisis o a la formulación de una visión general en cuyo interior se situarían las
consideraciones particulares. Este reportaje, todavía alejado de las posturas teóricas, debe
ayudarnos a situar a los actores principales en una situación histórica concreta.
El actor principal es evidentemente Estados Unidos, pero la inmensidad y la diversidad del
espacio social en el que evoluciona hacen difícil no ceder a la vez a la diabolización de su
gobierno y a la fascinación ejercida por un país que dirige el consumo y las comunicaciones
de masas del mundo entero, y que disfruta de un abrumador avance científico y tecnológico
sobre los demás países.
¿Cómo enfrentarse a ello? Debemos, creo, considerar que Estados Unidos fue el país
refugio por excelencia, y al mismo tiempo una tierra de conquistas, descubrimientos y
conflictos que hicieron a la vez fascinante e inquietante su vida interior. Actualmente, a
pesar de la llegada masiva de hispanos, Estados Unidos está menos ocupado por sus
problemas internos que por su papel internacional, lo que ha provocado, desde la guerra de
Vietnam y hasta la ocupación de Irak, un aumento de los debates, las divisiones e incluso
los enfrentamientos que hacen del Estados Unidos de hoy un país más próximo al Reino
Unido de 1904 que al Estados Unidos de 1954. Ese país, vuelto hacia el interior y orgulloso
de sus éxitos, está en adelante enfrentado a movimientos populares y a políticas de Estado
que atacan su hegemonía y sus empresas militares.
El «mundo occidental», ese conjunto vago pero real, se ha disuelto y se ha visto la
disminución brutal del papel de Gran Bretaña. El todo poderoso Estados Unidos se interesa
ahora mucho menos que antes por Europa y América Latina. Entre Estados Unidos y China
no existen sino centros de decisión muy secundarios, el más visible de los cuales es la
Unión Europea, y una masa confusa que se denomina mundo islámico, atrapado entre
intentos de modernización que ya han fracasado, intentos de retroceso fundamentalista y
empresas guerreras.
Esta rápida evocación geopolítica trata en primer lugar de hacer comprender que no es en el
nivel propiamente político en el que conviene buscar la explicación de los movimientos
actuales. Es en el nivel mundial, y el análisis puramente político no podría bastar para ello.
Mi punto de partida, ya lo he dicho, es que asistimos a la descomposición de lo «social». El
análisis de la realidad social en términos propiamente sociales respondía al universo
«político» que nos dominó durante un largo período, y que había comenzado con
Maquiavelo y había durado hasta Tocquerville, pasando por Hobbes y Rousseau. La crisis y
la des composición del paradigma social de la vida social han creado un caos en el que han
penetrado la violencia, la guerra y la dominación de los mercados que escapan a toda
regulación social, pero también la obsesión de los comunitarismos por su identidad.
La organización social, amenazada desde «arriba» por lo que llamamos la globalización, no
puede encontrar ya en sí misma los medios de su enderezamiento. Es «abajo», en un
llamamiento cada vez más radical y apasionado al individuo, y no ya a la sociedad, donde
buscamos la fuerza susceptible de resistir a todas las violencias. Es en ese universo
individualista, muy diversificado, donde muchos buscan y encuentran un «sentido» que no
se encuentra ya en las instituciones sociales y políticas, y que es el único capaz de alumbrar
exigencias y esperanzas capaces de suscitar otra concepción de la vida política
Los tres temas que acabo de evocar 1) la descomposición de lo social 2) el ascenso de
fuerzas situadas por encima de la sociedad: la guerra, los mercados, el comunitarismo, la
violencia personal e interpersonal, y, finalmente, 3) la apelación al individualismo como
principio de una «mo mi», ¿no están ligados entre sí? ¿No es el ocaso de lo social lo que
provoca a la vez el incremento de la violencia y el recurso al sujeto personal?
La proposición central sobre la que se puede reconstruir un análisis social positivo es, en mi
opinión, que la invasión del campo social por fuerzas impersonales (que pueden ser
denominadas no sociales) no se puede combatir ya mediante reformas sociales conquistadas
por un movimiento social; tal cosa sólo puede hacerse invocando unos principios de acción
que no son, tampoco, sociales, puesto que apelan directamente a lo que denominamos
«derechos humanos». Cuando todo es cuestión de vida y muerte, las intervenciones
públicas no pueden bastar para resolver los problemas. La vida no es sólo lo que es, sino el
movimiento por el que los actores, en lugar de identificarse con un valor o un objetivo
exteriores, descubren en sí mismos, en la defensa de su propia libertad, su capacidad de
actuar de manera autorreferencial, como lo hacía la «sociedad» en la situación precedente.
De este modo se crea un sentido que resiste a la lógica del poder y del mercado, e
igualmente a la de la integración comunitaria. Pero hay que añadir, antes incluso de
presentar es tas hipótesis de manera detallada, que ese sujeto consciente de sí no se limita
en absoluto a una actitud de meditación interior, de búsqueda de sí por la eliminación de las
influencias ejercidas sobre el yo por el mundo exterior; se afirma ante todo luchando contra
lo que le aliena y le impide actuar en función de la construcción de sí mismo. El sujeto
personal lucha contra todas las formas de vida social que tienden a destruirle, pero también
contra el tipo de individualismo que es manipulado por los estímulos de los mercados y los
programas. Al mismo tiempo, de manera negativa se desarrollan, en los países y las
categorías que se definen ante todo por la dominación que sufren, reivindicaciones
comunitarias. Éstas confieren a la afirmación de sí como sujeto un apoyo poderoso, pero
tienden también constantemente a destruirla.
El sujeto es, más que una palabra liberadora, una acción y una conciencia que no se afirman
con frecuencia más que por su combate contra las fuerzas organizadas que, dando una
existencia concreta al sujeto, amenazan con derrocarlo, según el modelo conocido de los
movimientos religiosos, políticos y sociales que, en nombre de un dios, del pueblo o de la
libertad y la igualdad, se han apoderado del poder y han reducido al silencio las libertades
personales, como hizo Lenin desde finales de 1917.
El sujeto no es ni un «suplemento de alma» ni un instrumento en manos de los fundadores
de aparatos de gestión públicos o privados.
Una definición del nuevo paradigma no se podrá formular más que al final de esta primera
parte. Pero desde ahora comprendemos que no se define como una etapa del progreso ni
como una ideología o una representación del mundo. La descomposición de los conjuntos
sociales y culturales cerrados sobre sí mismos, a la manera de los sistemas holísticos
analizados por Louis Dumont, libera por una parte fuerzas de cambio cada vez menos
controladas, lo que sucede en el capitalismo mundializado, pero también diversos tipos de
crisis, de ruptura, de violencia, que expresan también el proceso general de desocialización
(es decir, la disolución de los mecanismos de pertenencia a grupos y a instituciones capaces
de perpetuar su integración y administrar sus transformaciones).
Pero libera también una relación con uno mismo, una conciencia de libertad y de
responsabilidad que era prisionera de los mecanismos institucionales cuyo papel era
imponer a todos valores, normas, formas de autoridad y el conjunto de nuestras
representaciones sociales. Esta doble disociación puede desembocar tanto en el
debilitamiento (incluso la desaparición) del espacio propiamente social, como en el
surgimiento de otras instituciones.
El análisis que emprendo es normativo: se basa en la idea de que en la sociedad actual
existen, por una parte, fuerzas de destrucción de los actores sociales que actúan invocando
la necesidad natural y, frente a ellas, figuras del sujeto (religiosas, políticas, sociales o
morales) que resisten a lo que amenaza a la libertad. Entre las dos se mantienen (o incluso
se refuerzan) instituciones que se esfuerzan por dar forma a la autonomía de lo social. Pues
hoy como ayer, no es inevitable que el bien gane o que el mal prevalezca sobre él, y
tampoco que el mundo social sea bastante fuerte para resistir por sí mismo a la potencia de
los elementos desencadenados. Si mi análisis es normativo, no es apologético.
Como sociólogo que soy, no trato, claro está, de destruir la sociología. Pero es preciso
comprender bien que no existe ninguna razón convincente para identificar la sociología con
el análisis de una sola vía (o de una sola etapa) de la modernización. No olvidemos que si
las categorías «sociales» se descomponen hoy, han sustituido a las categorías «políticas»
hace menos de dos siglos. Y, además, el análisis sociológico no se forma aparte de los
hechos observables. No hablaría de crisis social, de ascenso de la violencia no social y del
sujeto personal si todos estos fenómenos no fueran ya constatables a nuestro alrededor y
dentro de nosotros. No apelo aquí a una edad de oro desaparecida ni a una nueva
concepción del progreso. Es de nuestra experiencia de lo que hablo, y en primer lugar de la
situación histórica en la que se opera el cambio de paradigma del que este libro quiere dar
cuenta.
Capítulo 2
LA MUNDIALIZACIÓN DE LOS ESTADOS DE LA
POSGUERRA LA MUNDIALIZACIÓN DE LA ECONOMÍA
Tras la Segunda Guerra Mundial, tanto en los nuevos países creados sobre las ruinas del
sistema colonial como en los países comunistas y en la mayor parte de los países
occidentales, aparecieron Estados voluntaristas que trataban de crear una nación nueva, de
enderezar una economía destruida por la guerra o también de mejorar rápidamente las
condiciones de vida de los trabajadores.
El Wellfare State, instituido en Gran Bretaña en 1943 por el plan Beveridge, era con toda
certeza muy diferente de la Seguridad Social francesa, creada en 1945, pero, en esos dos
casos como en todos los demás, la figura central de la vida económica y social era sin duda
el Estado, tanto porque era el único que poseía los recursos suficientes para impulsar una
política económica como porque, inmediatamente después de la guerra, los trastornos
sociales y nacionales exigían que las leyes y la definición misma de la vida política fueran
transformadas de manera profunda.
El Estado intervino, pues, en todos los dominios (económico, social y cultural), a menudo
de manera autoritaria, pero, en el caso de la mayor parte de los países occidentales, con la
voluntad de asociar a la reconstrucción económica profundas reformas sociales y una
transformación de la conciencia nacional. En Europa, se mantendrá durante largo tiempo la
esperanza de conseguir un desarrollo económico más preocupado por los problemas
sociales que el modelo norteamericano. Michel Albert ha opuesto así el capitalismo renano,
es decir, de tipo alemán, en el que la cogestión y los sindicatos ocupan un lugar importante,
al capitalismo anglosajón, cuyos objetivos son exclusivamente económicos. Es sólo a final
de siglo cuando el capitalismo renano aparecerá como un obstáculo más que como una
fuerza motriz frente al triunfo de los mercados internacionales y la rapidez de acción de los
decisores liberales.
De hecho, todos los aspectos económicos de esa intervención del Estado entraron más o
menos pronto en decadencia, sobre todo los países que no disponían de una buena
administración pública y donde había una corrupción activa. Pero, hasta comienzos del
siglo XXI, mantenido en algunos países la idea de que la nacionalización de las actividades
económicas es de una importancia vital para el progreso del estado en Francia, en
particular, se ha creado una concepción cuasi religiosa de las nacionalizaciones y, cuando la
huelga de 1995, entre los ferroviarios sus amigos se oía todavía exaltar al Estado como
portador de valores versales frente a una burguesía que no defendería más que intereses
particulares.
A pesar de estas resistencias, el nuevo modo de modernización, unido en la libre empresa y
el papel central del mercado en la asignación de los recursos, se ha instalado con rapidez en
todas partes. De este mor control y la regulación de la economía se apoyan cada vez menos
en tivos o normas ajenos a la economía. A lo largo del último cuarto del siglo XX, el
Estado intervencionista ha sido reemplazado casi en todas partes (y casi por completo) por
un Estado que busca ante todo atraer inversiones extranjeras y facilitar las exportaciones
nacionales, y, a la par empresas que se integran cada vez más en conjuntos transnacionales
están asociadas a redes financieras que, apoyadas en nuevas técnicas temáticas, pueden
sacar beneficios importantes de la circulación de informaciones en tiempo real. Estas
rápidas transformaciones son la consecuencia directa de una internacionalización de la
producción y de los intercambios que van a desembocar en la globalización de la economía.
Nuestro propósito no es describir en detalle esta globalización- mundialización de la
economía, pero es preciso situarla en términos teóricos a fin de poder comprender sus
efectos sobre la disgregación de sociedades contemporáneas.
Volvamos, pues, al período que se abrió a mitad de la década de 1 hasta la caída del Muro
de Berlín y que ha terminado con el atentado que destruyó las torres del World Trade
Center en Nueva York. Este pci do había comenzado con la crisis del petróleo, dicho de
otro modo, tras un desplazamiento masivo de recursos procedentes de Japón y de Europa
occidental en dirección a los países petrolíferos, que colocaron sus reservas en bancos de
Nueva York a fin de generar intereses, lo que atestiguaba ya una forma de globalización de
la economía. Desde hace un tercio de siglo, al menos, a pesar de la agresividad del campo
soviético, comienzo del período, el mundo occidental se ha adelantado de forma
considerable en casi todos los sectores de la vida industrial y económica, y Estados Unidos
ha adquirido una posición cada vez más dominante. Una visión económica de la historia se
ha impuesto entonces, confiriendo cada vez más importancia a los factores económicos y
tecnológicos del cambio social. La mundialización de los mercados, el crecimiento de las
empresas transnacionales, la formación de redes (networks) cuya importancia capital ha
subrayado muy bien Manuel Castells, y la nueva eficacia de un sistema financiero capaz de
transmitir las informaciones en tiempo real, la difusión por los mass medía, por la
publicidad y por las propias empresas de bienes culturales masivos, con frecuencia
estadounidenses, todos estos hechos, ahora sobradamente conocidos, han creado esta
globalización caracterizada, a los ojos de muchos analistas, por una ampliación rápida de la
participación en los intercambios internacionales y, a la vez, por el dominio de un gran
capitalismo cuyos centros de decisión son con frecuencia estadounidenses. Y el mundo, en
efecto, parece en adelante regulado por la extensión casi sin límites del modelo
estadounidense.
Sin embargo, los ecologistas subrayaron desde el principio la imposibilidad de una
generalización de ese modelo y, asumiendo rápidamente una actitud contestataria, se
manifestaron en todas las partes del mundo, mientras se multiplicaban los levantamientos
contra Estados Unidos más recientemente, las graves consecuencias de la crisis bursátil,
desencadenada por una fuerte especulación sobre los valores tecnológicos, han acentuado la
desconfianza respecto de las grandes empresas, que han aparecido menos como la
vanguardia de la modernización que como los agentes de una especulación desenfrenada, o
como fuentes de enriquecimiento directo para sus dirigentes. En el cambio de siglo, los
movimientos anticapitalistas han llegado a dominar una parte importante de la opinión,
contando con una capacidad de movilización masiva de los asalariados y los consumidores
descontentos. Se formó así un importante movimiento de oposición contra la globalización
que pronto decidió cambiar su nombre, para dar a entender mejor que su objetivo era
construir otro tipo de organización mundial (altermundialización).
UN CAPITALISMO EXTREMO
Si el tema de la globalización ha adquirido una importancia política central es por una
razón que no es económica sino ideológica: en efecto, aquellos que han cantado con más
fuerza la gloria de la globalización han querido imponer la idea de que ningún modo de
regulación social o política de una economía mundializada era ni posible ni deseable,
puesto que la economía se situaba en un nivel mundial y no existía autoridad capaz de
imponer limitaciones a la actividad económica en ese nivel. La idea misma de globalización
conllevaba, en efecto, la voluntad de construir un capitalismo extremo, liberado de toda
influencia exterior, que ejercería su poder sobre el conjunto de la sociedad. Es esta
ideología de un capitalismo sin límites lo que ha suscitado tanto entusiasmo y tanta
protesta.
La larga historia de los capitalismos nacionales está profundamente ligada a la historia
general de cada país. Ya no es lo mismo hoy, pues las únicas instituciones poderosas a nivel
mundial, los bancos y sobre todo Fondo Monetario Internacional o la Organización
Mundial del Comercio, tratan de imponer una lógica económica a los Estados y no
objetivos sociales o políticos a los actores económicos. Durante largos años, el entusiasmo
por la globalización ha sido contestado sobre todo por los defensores de intereses locales o
nacionales y de producciones que tenían necesidad de la protección nacional para garantizar
su existencia en competencia mundial: los agricultores europeos y norteamericanos, por
ejemplo. A pesar de todo, la Organización Mundial del Comercio se ha reforzado de
manera decisiva cuando China ha llegado a ser miembro ella. Y las resistencias locales se
han fundido ampliamente en un movimiento planetario de oposición al capitalismo
«global» y a la potencia norteamericana que es su principal apoyo. El foro de Porto Alegre
ha sido el punto culminante.
Algunos piensan que el debilitamiento o la descomposición de las ciudades y los Estados
nacionales constituyen etapas hacia la formación de una vida tanto política y cultural como
económica a nivel mundial ¿No se ajusta esta idea a lo que constatamos desde hace mucho
tiempo, a saber, la constitución de conjuntos sociales cada vez más vastos? A ese respecto,
la formación de los Estados nacionales, imponiendo su poder señores o a colectividades
locales, ciudades o monasterios, ha sido bastante larga y tumultuosa como para que estemos
preparados para la lenta y difícil pero también ineluctable construcción de una sociedad
mundial.
Nadie podría descartar tal hipótesis, pero cuando tratamos de definir un período más
limitado nos sentimos arrastrados en la dirección opuesta: no hacia la formación de una
sociedad mundial, sino hacia la disociación creciente de los mecanismos económicos, que
funcionan a nivel mundial, y de las organizaciones políticas, sociales y culturales que no
actúan sino a una escala más reducida, perdiendo toda capacidad de interacción con el nivel
mundial. De forma que lo que se llama sociedad estalla, puesto que una sociedad está
definida por la interdependencia en el mismo conjunto territorial de los sectores más
diversos de la actividad colectiva. La mundialización de la economía ¿no entraña, pues,
necesaria mente la decadencia del Estado nacional, y en consecuencia una desregulación
cada vez mayor de la economía?
Estas observaciones esquemáticas nos permiten deducir las principales implicaciones
culturales y sociales de la globalización. La más manifiesta es la formación de una sociedad
de masas en la que los mismos productos materiales y culturales circulan en países de
niveles de vida y tradiciones culturales muy diversas. Esto no significa de ningún modo la
estandarización general de los consumos y la «americanización» del mundo entero. Se ve,
por el contrario, cómo se mezclan diversas corrientes opuestas. La primera de ellas es la
influencia cultural ejercida por las grandes empresas de consumo y de ocio: Hollywood es
sin duda la fábrica de sueños del mundo entero, pero se constatará también que no por ello
hace desaparecer las producciones locales. Pues se asiste, por otra parte, a la diversificación
del consumo en los países más ricos. En Nueva York, Londres o París, hay más restaurantes
extranjeros que antes, y se pueden ver más películas procedentes de otros países del mundo.
Por último, se asiste así al resurgimiento de formas de vida social y cultural tradicionales o
alimentadas por la voluntad de salvar una cultura regional o nacional amenazada. Pero en
todas partes, como efecto de estas tendencias opuestas, se acelera el declive de las formas
de vida social y política tradicionales y de la gestión nacional de la industrialización.
El caso más visible es el de los sindicatos. En Francia, por ejemplo, la sindicalización del
sector privado ha llegado a ser muy débil, sobre todo en las pequeñas y medianas empresas.
El sindicalismo inglés, dominado por el sindicato de los mineros y la izquierda, fue vencido
por la señora Thatcher y no se ha recuperado de esa derrota. En Estados Unidos, donde la
tasa de sindicación es más elevada, los sindicatos tienen poca influencia, y la época de
Walter Reuther y del gran sindicato del automóvil está ya muy lejos de nosotros.
Durante las décadas de 1980 y 1990, cuando decaía y luego se quebraba el imperio
soviético, el tema de la sociedad de la información y de la comunicación, a partir del
desarrollo de Internet y las redes financie ras, se impuso a la opinión mundial. Período
bastante corto pero decisivo, durante el cual la guerra y los imperialismos aparecieron
privado sentido por el final de la lucha entre los dos bloques y el debilitamiento de lo que se
llamaba el Tercer Mundo. El pensamiento social concedió importancia central al análisis de
un nuevo tipo de sociedad, de contornos más amplios que la sociedad industrial o
postindustrial, e incluso que la sociedad de la información, que había sido definida por las
tecnologías que formaban lo que Georges Friedmann había llamado una nueva Revolución
industrial. Este tipo de pensamiento era también de una naturaleza diferente de la que había
presidido los análisis centrados en el enfrentamiento del capitalismo y el socialismo, o en
los problemas de la dependencia de muchos países respecto de un poder de decisión
exterior.
La sociedad de la información ha sido creada por empresarios de nuevo tipo, entusiastas y
empujados por una nueva concepción de la sociedad. Es el caso del grupo Linux, formado
en California por verdaderos caballeros (monjes de la informática, que elaboró una moral
del enfovment, opuesta al puritanismo tan bien descrito por Max Web y que desempeña en
otra escala el papel que había sido el de los saint monianos en Francia al principio de la
industrialización. Esta sociedad de la información se construye sobre un nuevo modo de
conocimientos, de nuevas inversiones y una representación transformada de los objetivos
del trabajo y la organización social.
LA RUPTURA DE LAS SOCIEDADES
Pero ¿se trata verdaderamente de una nueva sociedad? En los tipos anteriores de sociedad,
el modo técnico de producción era inseparable de un modo social de producción. En la
sociedad industrial, la organización del trabajo, tal como fue definida por Taylor y luego
por Ford, consistía en transformar el trabajo obrero para obtener el mayor provecho posible,
y el trabajo a destajo, que estaba tan extendido, era ante todo una forma extrema de
dominación de clase. El mundo de la información es, al contrario, puramente tecnológico,
es decir, que sus técnicas son socialmente neutras y no tienen por sí mismas consecuencias
sociales lamentables. ¿Quiere eso decir que ya no hay aquí relaciones de dominación No,
desde luego. Pero los conflictos de clase, si todavía se los puede llamar así, se sitúan en lo
sucesivo en el nivel de la gestión global, sobre todo financiera, más que en el nivel del
trabajo y de la organización de la producción. La sociedad industrial estaba basada en la
fábrica o el taller; y este nivel también habían aparecido los sindicatos, con sus
reivindicaciones, sus huelgas y sus negociaciones colectivas. La imagen que sugiere la
globalización es la de redes de informaciones e intercambios que pueden no tener
prácticamente ninguna existencia material, y la transformación de las empresas en el curso
de los últimos veinte años ha consistido a menudo en trasladar al exterior sectores de
producción, en fragmentar, y por tanto en reducir, el tamaño de las empresas en
proporciones considerables. La imagen que había llegado a ser clásica de un núcleo central
de la empresa constituido por «manipuladores de símbolos», como los llama Reich, da a
entender perfectamente la pérdida de importancia de los trabajadores «productivos».
Los grandes conflictos se forman en adelante en torno a la orientación del cambio histórico,
de la modernización. Para retomar una distinción importante, los movimientos sociales
formados en un tipo de sociedad son reemplazados por movimientos históricos que
responden a un cambio de gestión del cambio histórico. La globalización es, hay que
repetirlo, una forma extrema de capitalismo que ya no tiene contrapeso. La lucha de clases
desaparece no porque las relaciones entre empresarios y asalariados hayan llegado a ser
pacíficas, sino porque los conflictos se han desplazado de los problemas internos de la
producción hacia las estrategias mundiales de las empresas transnacionales y las redes
financieras.
Los movimientos opuestos a la globalización consagran lo esencial de su tiempo a criticar
la política de Estados Unidos y de los países más ricos, tratando de dar una forma a los muy
numerosos movimientos de base constituidos en los diversos países; pero no han sabido
proponer hasta el presente un análisis general de los conflictos que se formarían a nivel
mundial.
El movimiento ecologista está en una situación análoga, defiende la naturaleza, la tierra,
ataca a los que destruyen el entorno y defiende la idea de un desarrollo sostenible, es decir,
los intereses de aquellos que están demasiado lejos, en el espacio o en el tiempo, para
hacerse oír. Pero choca con la resistencia de los Estados y no ha obtenido más que
resultados limitados.
La noción de clases sociales se impuso en la época en que las diversas categorías de
asalariados, comenzando por los obreros, estaban definidas, ante todo, por relaciones
sociales vividas en el trabajo. Cuando se habla de globalización, es de categorías generales
de lo que hay que servirse y la de «clase» no lo es en grado suficiente. Es, por otra parte, de
la humanidad o de las generaciones futuras de lo que con más frecuencia se oye hablar, o
también de naciones pobres, más que de una categoría socialmente definida. La definición
del actor histórico ya no viene dada en términos sociales, sino en un vocabulario de otra
naturaleza, apelando de forma más directa a la dignidad de ciertos individuos, a las
condiciones de supervivencia del planeta o a la diversidad de las culturas. Las nociones
propiamente sociales, como la de «clase social», pierden su fuerza de explicación y
movilización.
El papel dominante del mercado, de la competencia y de las coaliciones de intereses, sin
olvidar la corrupción, no es una novedad. Y habla de «neoliberalismo» es porque el final
del siglo XIX había sido minado por el liberalismo, antes de que el sindicalismo y los
partidos «obreros» introdujeran nuevos modos de regulación de la economía el Estado, y
elementos de protección social para todos, así como la retribución de los ingresos. Lo que
es nuevo es que la competencia no c ne ya países comparables, como era el caso cuando
Gran Bretaña, Alemanía, Estados Unidos o Francia estaban en competencia y al mismo
tiempo concluían entre ellos acuerdos económicos y políticos de apertura de mercados;
opone los países ricos, y más o menos «socialdemócratas, países en que los salarios son
más bajos y los sindicatos inexistente donde existe, llegado el caso, un amplio sector de
trabajo forzado). Ahora bien, ha sido imposible hasta el presente coordinar las políticas
sociales y fiscales en el interior de la Unión Europea. Este nuevo orden internacional debe
ser aceptado. Sería vano creer que se pueden elevar barreras alrededor de una economía
nacional. Tal política habría tenido en el pasado— consecuencias sumamente negativas.
Las intervenciones del Estado no deben servir para mantener con vida empresas
competitivas o aportar garantías a ciertas categorías sociales por razones políticas y a
contrapelo de toda racionalidad económica. La resistencia de los países europeos a esta
transformación es considerable, pero se debilita de manera progresiva.
Para estos países, y para los que han adoptado un modelo social comparable, ningún otro
problema político es más importante que la E queda de un nuevo modo de intervención
política que no afecte negativamente a la competitividad, pero que proteja sin embargo a la
población contra la brutalidad de una economía liberal sobre la que la mayor parte de los
países no tienen ninguna capacidad de influencia. La dificultad propiamente política de este
problema está demostrada por el número de gobiernos que, en muchos países, se han roto
los dientes contra él. Mayor todavía es la dificultad de elaborar un conjunto de
intervenciones en favor de aquellos cuya personalidad se quiebra o se agota frente a
agresiones repetidas, y de aquellos que ya no pueden encontrar un empleo que les
convenga.
Y como la protección social debe ser reforzada al mismo tiempo que la lucha contra la
desigualdad, es difícil fijar in abstracto la amplitud del cambio presupuestario aceptable por
una población que aspira a medir los progresos realizados.
Aquellos que encuentran estas tareas demasiado difíciles de cumplir y están siempre
deseosos de que el Estado se contente con aportar ayudas a quienes más las reclaman
conducen a su país a la caída. Debe existir de forma permanente una fuerte tensión entre la
carrera por la creatividad y la competitividad y el esfuerzo destinado a permitir al mayor
número posible de habitantes de cada país construir su vida e influir sobre su entorno.
Las empresas europeas han realizado grandes progresos y se han internacionalizado; pero el
esfuerzo de los europeos en materia de creación, difusión y aplicación de los conocimientos
es insuficiente, y en todas partes, en grados diversos, se fracasa a la hora de dar a cada uno
la posibilidad de ser un actor, bien preparado, protegido, informado y orientado, de la vida
social. No hay solución ni en el mantenimiento del Estado-providencia actual ni en la
aceptación de un liberalismo sin límite. Sólo la renovación de nuestras ideas sobre la
sociedad y sus transformaciones puede permitirnos concebir plenamente las políticas
sociales que permitirán superar el Estado-providencia modificando sus objetivos y, sobre
todo, los modos de intervención pública.
EL ALTER MUNDIALISMO
Resumamos. La globalización no define una etapa de la modernidad, una nueva Revolución
industrial interviene en el nivel de los modos de gestión del cambio histórico. Corresponde
a un modo capitalista extremo de modernización, categoría que no debe ser confundida con
un tipo de sociedad, como la sociedad feudal o la sociedad industrial. Y la guerra, fría o
caliente, pertenece a este universo de las competencias, de los enfrentamientos, de los
imperios, y no al de las sociedades y sus problemas internos, incluidas sus luchas de clases.
Alrededor del tema general de la antiglobalización, se reagrupa una gran diversidad de
reivindicaciones que querrían converger en un proyecto de altermundialización. El éxito del
foro de Porto Alegre se debe a que ha intentado reunir movimientos sociales y corrientes de
opinión tratan de dar un sentido positivo a las manifestaciones de Seattle, G borg, Génova y
muchas otras que tenían, ante todo, una función crítica. Así se ha organizado un
movimiento tan poderoso como diversificado que desafía a los más importantes dirigentes
de la economía global.
Una ola de simpatía ha acompañado a los David que desafían a Goliat de las finanzas
internacionales. Y el estado de la economía, a menudo presentada como una etapa del
progreso, aparece ahora a ojos de muchos como una construcción al servicio de los
privilegiados en detrimento de los más pobres. Si el movimiento antiglobalizadores
rebautizado altermundialista, es, como hemos dicho, para indicar ci mente que no lucha
contra la apertura mundial de la producción y/o intercambios, sino por otra mundialización,
que no aplastaría a los déb los intereses locales, las minorías y el entorno, para el solo
provecho quienes detentan ya la riqueza, el poder y la influencia.
El movimiento alter mundialista ocupa en la actualidad un lugar importante como el
socialismo en las primeras décadas de la sociedad industrial. Uno y otro luchan ante todo
contra la dirección capitalista con economía y de la sociedad. Uno y otro, en consecuencia,
han atacado un modo de desarrollo más que un tipo de sociedad definido formas de
producción, organización y autoridad. El movimiento alter mundialista invoca una gestión
democrática de las grandes transformaciones históricas. Papel que es y será diferente al del
sindicalismo en la sociedad industrial, que fue un movimiento social de importancia
creciente en un tipo de sociedad dada. Pero la debilidad del alter mundialismo, es tan
manifiesta como su éxito, proviene de que no llega a definir fielmente en nombre de quién,
de qué intereses o de qué concepción d sociedad lucha, de forma que una cierta confusión
se instaura entre la defensa de ciertos intereses adquiridos y las reivindicaciones plantee
efectivamente en nombre de las categorías dominadas de forma más recta. A la inversa,
sería un error no ver en este movimiento más que reunión incierta de grupos minoritarios.
El mismo error había sido cometido a propósito del primer movimiento de defensa de
Larzac, que era reaccionario, sino que, al contrario, estaba impulsado por campesinos
innovadores que luchaban contra la extensión improductiva de un cuerpo militar. El
movimiento altermundialista es un elemento central en nuestra época, porque se opone
directamente a la globalización en la que la pretensión de eliminar todas las formas de
regulación social y poca de la actividad económica.
¿Qué decir, como conclusión de esta evocación de la globalización, de este período durante
el cual la globalización ha dominado la realidad económica y el pensamiento social? Que
hemos pasado de un período dominado por los problemas estructurales generados por un
sistema socioeconómico a una época en que es el triunfo del capitalismo, y por tanto de un
cierto modo de gestión del cambio histórico, de modernización, lo que ocupa el lugar
central. Sí, tal es el sentido principal de la globalización. Es preciso preguntarse ahora por
lo que ha seguido al gran giro de septiembre.
DE LA SOCIEDAD A LA GUERRA
Es más difícil, pero aún más necesario, definir lo que opone este breve período, que he
definido de manera plástica como el que se extiende simbólicamente desde la caída del
Muro de Berlín a la destrucción de las torres del World Trade Center, a la gran ruptura que
le ha puesto fin y que ha hecho triunfar el espíritu de la guerra. Al contrario de lo que
todavía se afirma con frecuencia, el período de la globalización ha quedado caracterizado
por la circulación acelerada de bienes y servicios, pero también de obras y prácticas
culturales, e incluso de representaciones sociales y políticas. No es ya la lógica de un tipo
de sociedad lo que se impone, pero no es todavía la de una cruzada o un imperio. El período
que se ha definido ante todo por la globalización ha sido dominado por el capital financiero
más que por el capital industrial, lo que ha conducido al estallido de la burbuja tecnológica,
pero ha conocido un modo de transformación del mundo de carácter multilateral. Estados
Unidos no se creía todavía el único investido con el deber de salvar el mundo. Y aquellos
que se oponían a la globalización, aun formulando justas críticas, no captaron que fue
precisamente durante ese período cuando se afirmó la sensibilidad multicultural. Ahora
bien, en la fase actual de la política norteamericana, el multiculturalismo es abandonado.
No se trata ya de comprender al otro y de reconocer las diferencias entre el modelo cultural
occidental y el modelo islámico, por ejemplo, sino de combatir el islam, o más bien a
quienes hacen la guerra en su nombre La ola de antiamericanismo, que no ha cesado de
crecer, sobre todo desde el comienzo de la segunda Intifada y la guerra de Irak, deja creer
demasiado a menudo que no se produce ningún cambio en un mundo totalmente dominado
por la potencia norteamericana. Al contrario, los cambios son profundos y rápidos: una
visión civil es reemplazada por una visión militar. Dura años que precedieron a 2001,
Estados Unidos y, en consecuencia, la mayor parte del mundo, que vivían en una sociedad
dominada por problemas económicos y tecnológicos y por el ascenso de los nuevos
movimientos sociales, en particular el feminismo y la ecología política, todavía conciencia
de vivir una transformación global del mundo estaba por entero en manos del gobierno. La
globalización separa la economía de todos los demás sectores de la sociedad, y la sociedad
dominada por la economía; los nuevos guerreros no estaban en el poder.
El paso de una lógica de la sociedad, o más precisamente del orden social, a una lógica de
la guerra se observa también del lado de lo mistas. Los grandes proyectos de fundación de
repúblicas islámicas espíritu de lo que había hecho jomeini, fracasan y son abandonados
que preparan y ejecutan el atentado del 11 de septiembre son combatientes cuyo objetivo ha
cambiado: su finalidad es destruir y aterrorizar al enemigo, como lo hacen los combatientes
palestinos en una lógica que ha sido (que es todavía) la de los militantes de una causa
nacional dispuestos a morir por la liberación de su país.
Incluso aunque no percibamos con bastante claridad el paso d lógica a otra, sentimos
intensamente que nuestras categorías de an de la vida social se descomponen con rapidez y
ya no nos resultan Nuestros problemas internos están en adelante comandados por
acontecimientos que se producen a nivel mundial o continental. Cada un nosotros deja poco
a poco de definirse como un ser social. Mucho de que se imponga la idea de una guerra
santa, hablábamos ya mer menudo de los problemas del trabajo y de la vida profesional.
Están ocultados por los del empleo, es decir, del no-empleo, el paro y la propiedad. Y
cuando los asalariados de una fábrica que sus propietarios cerraban a causa de la
deslocalización, aunque produjera beneficios ponían en huelga, ocupaban la fábrica,
cortaban las calles o amenaza con hacerlo saltar todo, los telespectadores se conmovían con
su des cia, pero no se asociaban a ninguna protesta.
Hemos descubierto poco a poco que los acontecimientos, los con tos políticos, las crisis
sociales que se producen cerca de nosotros, dirigidos por acontecimientos lejanos. Las
circunstancias locales no realmente portadoras del sentido de los acontecimientos que ahí se
desarrollan, aunque la situación local añada un sentido secundario a acontecimientos que se
explican ante todo a nivel mundial.
Desde la Segunda Guerra Mundial, sabemos que es preciso buscar la explicación de las
novedades locales a nivel del mundo entero. Especialmente con la guerra fría y la extensión
del régimen comunista a la inmensa China. Más todavía, en el curso de los últimos años, se
ha hecho evidente que el lugar central de los conflictos mundiales es el trozo de tierra que
comparten israelíes y palestinos.
UN MUNDO GLOBALIZADO
En Francia vivimos, más que en otros países, las consecuencias indirectas de ese
enfrentamiento, porque judíos y árabes son ahí colectividades numerosas. Han vivido largo
tiempo codo con codo en una calma relativa, pero a partir de la segunda Intifada, que ha
convertido las guerrillas en luchas a muerte, se han constituido «comunidades» en barrios y
en institutos: se han intercambiado injurias y acciones violentas entre judíos y árabes. Los
actos antisemitas han aumentado de manera notable en número y en gravedad, y en Estados
Unidos se ha lanzado una campaña de opinión vigorosa para denunciar el antisemitismo
que renacería en Francia, agitando el espectro de campañas dirigidas no hace mucho contra
el capitán Dreyfus y recordando las leyes anti judías de Vichy. Sin embargo, los ataques
han cambiado de naturaleza: las alusiones racistas son ahora escasas; en cambio, los
ataques contra Israel ocupan un lugar dominante y los judíos son acusados de utilizar la
Shoah que han padecido para reprimir con la máxima violencia el movimiento nacional
palestino. Durante este tiempo, pequeños grupos neonazis atacan sepulturas judías y árabes.
¿Cómo no ver que la explicación del antisemitismo en Francia, inseparable del racismo
antiárabe, se encuentra tanto en Jerusalén como en París? Es en la guerra a muerte que
desgarra Palestina donde hay que bus car las razones de ser de un antiisraelismo que lleva
directamente en él un antisemitismo reforzado por cuestiones surgidas de la realidad
francesa, en particular la desigualdad con la que Francia trata a judíos y árabes. Y es casi
únicamente contra los árabes contra los que se desarrolla un racismo moderado por el hecho
de que el antíislamismo es ante todo cultural.
El atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York no puede tampoco ser reducido a
una dimensión local: fue un desafío lanzado por Al Qaeda a la potencia americana, y la
segunda guerra de Irak ha reforzado de mes en mes esta interpretación: el mundo islámico y
Estados Unidos se enfrentan y cada campo puede golpear en cualquier punto globo.
Pero es también esta situación la que ha hecho emerger la acción humanitaria, impulsada
por el tema de la necesaria injerencia en los asuntos de un Estado que viola masivamente
los derechos fundamentales de parte de su población. Y, a pesar de la debilidad de sus
medios, e Amnistía Internacional, de la Cruz Roja, de Médicos sin Fronteras de Médicos
del Mundo de donde recibimos las mejores informaciones sobre los dramas y los
escándalos que agitan el mundo, mientras nuestros gobiernos parecen ahogarse en
problemas secundarios y la misma etapa parece incapaz de intervenir más allá de sus
propias fronteras.
¿Cómo tratar la idea de globalización sin referirse a aquella que se opone de forma más
directa, y que ha suscitado tanta pasión: la idea del enfrentamiento entre civilizaciones?, tal
como Samuel P. Huntington la expuesto en su libro El choque de civilizaciones? Mientras
que la ide2 globalización sugiere un mundo dominado por empresas o redes económicas o
financieras, vectores de bienes, de servicios, de valores y de intereses, la teoría de 5.
Huntington recurre a la noción de «civilización», planteando la palabra en plural, es decir,
en un sentido muy diferente aquel que le daba la Francia del siglo XVIII, y que corresponde
mejor la idea alemana de Kultur, para sostener que los conflictos principales mundo actual
implican mucho más que la economía y la política: la opción de conjuntos globales, sobre
todo culturales y en particular religiosos animados por Estados que tienen una fuerte
capacidad de movilización.
De hecho, esta idea general es aplicada a dos órdenes de conflictos bastante diferentes.
Primero, a los enfrentamientos propiamente culturales, sociales y políticos a la vez, como
los que desgarran Serbia, Croacia Bosnia. Luego, a los conflictos por la dominación del
mundo, como el que ha opuesto a Occidente y el bloque soviético durante la guerra fría el
que opone hoy a Estados Unidos y el islam, y el que los opondrá frente a China, a menos
que ésta decida implicar de inmediato su potencia en la lucha por la dominación del mundo.
Entre estos dos extremos existen casos considerados como «intermedios», aquellos
particular donde lo esencial de la lucha apunta a la conquista del poder político y donde las
culturas (y en primer lugar las religiones) no son n que recursos movilizados por cada uno
de los adversarios contra el otro.
Samuel Huntington pinta para nosotros un mundo multipolar e Barcelona, Paidós, 1997
(reeditado en la colección Surcos, 2005). (N. del e.)
Sistema en la decadencia de Occidente, que ha creído durante mucho tiempo que gozaba
del monopolio de la modernidad y del poder y que encarnaba, por sí solo, la idea de
universalismo. Su tesis sería débil si se contentara con poner en escena una lucha muy
desigual entre un imperio central y sociedades o Estados periféricos incapaces de desafiarlo
verdaderamente. Huntington nos muestra por el contrario un Occidente (es decir, Estados
Unidos) en una situación de pérdida de hegemonía y amenazado por el ascenso de otras
civilizaciones.
Aquellos que colocan la globalización en el corazón de la representación del mundo
muestran, a la inversa, que éste está dominado por la hegemonía norteamericana, puesto
que las redes mundiales están en gran parte en manos de los norteamericanos. Y contra
ellos se han formado los movimientos altermundialistas.
La oposición de las dos tesis es tan completa porque son en parte complementarias. Lo que
ha valido al planteamiento de Huntington una corriente tan vasta de aprobación es que
evidencia el papel cada vez más importante de las pertenencias y las creencias culturales, y
en particular religiosas, en conflictos que varias generaciones de analistas habían in tentado
explicar en términos puramente económicos o políticos. A este respecto, Huntington tiene
sin duda razón al hablar del islam allí donde tantos otros autores no quieren oír hablar más
que del petróleo. Pero estos datos culturales están implicados en políticas y luchas que no
tienen que ver con fronteras y Estados. Como es sabido, Al Qaeda, en particular, recluta
militantes con frecuencia fuertemente insertados en los países occidentales. No es, pues, la
economía ni las civilizaciones lo que hay que colocar en el centro del análisis sino las
fuerzas de movilización de los recursos necesarios para la acción política.
Es preciso ir más allá de esta primera reflexión. El mundo político se encuentra dominado
por el enfrentamiento de Estados Unidos (y de sus aliados más fieles) y el islam o lo que así
se llama. Se acepte o no, la tesis de Huntington invoca hoy una proposición más positiva
sobre las relaciones de la religión y la política en un mundo que vive y acaba de vivir
grandes conflictos cuyos actores se consideran a sí mismos religiosos. No es por casualidad
que yo mismo haya comenzado este libro con el trueno del 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York y con la entrada del mundo en un estado de guerra, que, desde entonces, ha
tomado cada vez más la forma de atentados y ejecución de rehenes que nos proyectan hacia
la barbarie y constituyen un obstáculo a la comprensión de las causas de esos combates y a
la búsqueda de las soluciones que habría que aportarles.
Para avanzar en el análisis debemos volver a nuestro punto de partida, que es la
globalización, en tanto que significa, más allá de la mundialización de los intercambios, la
separación entre la economía y la sociedad, separación que lleva en sí la destrucción de la
idea misma de sociedad. Hemos visto separarse la potencia objetiva de Estados Unidos y la
o tendencia subjetiva, nacional, religiosa o de otro tipo, de grupos o nack que no pueden
defenderse más que de forma subjetiva por la apelación a su condición étnica o a su
historia. Es cuando esta subjetividad y esta gerencia de identidad se desarrollan en un vacío
político cuando las relaciones entre las naciones pueden reducirse a una guerra entre
adversarios definidos por sus cultos, sus religiones o sus leyes.
En un pasado ya lejano, el Irán dejomeini se enfrentó a Estados L dos; se ha visto también
cómo en Afganistán, en Sudán y en Argelia, particular, grupos políticos islamistas creaban
o intentaban crear nueva repúblicas islamistas. Pero después de los años triunfales han
venido fracasos, en particular el de los talibán en Afganistán. Y las grandes empresas
político-religiosas han dejado el paso a conductas de guerra, a ataques contra el poder
hegemónico estadounidense, de los que Al Qaeda parece ser el agente principal.
Hemos oído defender a Lenin, hace cien años, la idea del papel de vanguardia
revolucionaria; luego hemos visto nacer, sesenta años más tarde, la idea delfoco, forjada en
América Latina, a fin de valorar el papel una vanguardia todavía más reducida y todavía
más separada de las «masas». Hoy tenemos ante nosotros a una guerrilla de kamikazes que
llevo a cabo acciones armadas cuyo efecto sobre la opinión es inmenso, pero que no se
remiten a ningún proyecto religioso. Muchos de estos terroristas autoinmolados parecen
estar movidos sobre todo por el odio al enemigo. En el caso palestino, la componente
religiosa del movimiento ha sido limitada (salvo al principio, cuando era tan importante el
papel e aquellos cristianos influidos por el marxismo).
La historia reciente da, pues, la espalda a la tesis de Huntington, pero ¿no es toda la historia
mundial la que la rechaza? Fue en los siglos X\ y xvii cuando vivimos guerras de religión.
Después, la competencia de lo Estados, las luchas económicas, las ambiciones totalitarias
han inspirado guerras donde la religión no ha desempeñado más que un papel secundario
salvo cuando entraban en escena pueblos o naciones que trataban de conquistar su
independencia, como fue durante mucho tiempo e caso de Polonia. En suma, la tesis de
Huntington, brillante y bien pre sentada, surgió en el momento histórico en que menos se
aplicaba...
Capítulo 3
EUROPA, UN ESTADO SIN NACIÓN
Muchos analistas contemplan la descomposición de la «sociedad» y el debilitamiento de los
Estados nacionales bajo el efecto de la globalización como una etapa normal en la
formación de conjuntos cada vez más vastos, Y su argumento principal se basa en la
creación de la Unión Europea, donde ven forjarse actualmente una voluntad política, una
cultura y una conciencia común de ciudadanía. La creación de una Europa integrada es, en
efecto, un éxito extraordinario: pero no veo afirmarse el Estado nacional a nivel europeo.
Por el contrario, el interés de la construcción de Europa es que nace de la disociación de
una economía mundial, de una gestión económica continental, de la renovación de la vida
local y del mantenimiento de las identidades nacionales. Por eso la importancia histórica de
esta construcción no puede ser separada del papel muy restringido que desempeña en las
transformaciones profundas de la vida social que yo trato de poner al día.
¿DECLIVE. DEL ESTADO NACIONAL?
Se ha hablado mucho del declive del Estado nacional. Y en particular los europeos, que
sienten crecientemente que pertenecen a conjuntos territoriales más vastos o más
restringidos que un Estado, definen esos conjuntos cada vez más en términos económicos o
culturales y cada vez menos en términos institucionales o políticos. Pero no es posible
contentarse con afirmaciones tan vagas. En primer lugar porque, a lo largo de la historia
moderna, muchos europeos se han sentido pertenecientes, ante todo, a una ciudad y a su
región: Amsterdam, pero también Leiden y Hamburgo, Florencia y Siena, ciudades-Estado
que han desempeñado un gran papel al menos durante un cierto período, antes de ser
incorporadas a un Estado nacional.
El Estado nacional ha tenido tres funciones principales: crear una burocracia de Estado
capaz de intervenir en el desarrollo económico; ejercer un control sobre las costumbres y
los sentimientos, como lo ha tratado sobre todo Norbert Elias en sus estudios sobre la
monarquía absoluta y en especial sobre la corte de Versalles; hacer la guerra para construir
un territorio nacional o defenderse contra los ataques de Estados enemigos. ¿Qué ha sido
del Estado nacional? Y, en el caso europeo, ¿se puede hablar de su declive o de su
desaparición, hipótesis que podrían ser extendidas a América Latina o a otras partes del
mundo?
La acción administrativa y económica del Estado se ha incrementad pero al mismo tiempo
se ha visto desbordada por las consecuencias de globalización económica y de la propia
construcción europea. El paj de formación y educación, pero también de control moral y
represión c Estado ha retrocedido netamente, en parte como consecuencia de 1os progresos
de la ciencia, en parte por las conquistas de un individualismo consumidor y hedonista. En
conjunto, el Estado nacional es mucho menos que antes un marco general de identificación
colectiva. Ingleses, al manes o franceses no identifican ya su conciencia nacional con la
política de su Estado. Por el contrario, se puede pensar que la integración europea ha
reforzado la conciencia nacional en Italia debido a que el país entero ha tenido que hacer
grandes esfuerzos para entrar completamente una Europa monetaria; pero esta conciencia
nacional era muy déb dado el fracaso relativo de la unidad italiana en el siglo XIX. A los
ciudadanos de otros países les gusta burlarse de los nacionalismos europeos pero esto es
confundir el presente con el pasado. En Estados Unidos o Suecia la bandera nacional ondea
en muchos más edificios, incluso privados, que en Francia o en Italia. Queda ese
sentimiento de superioridad de los «viejos» países que han hecho penetrar sus armas, su
lengua y si productos en vastos territorios...
La creación de Europa, y en primer lugar de la Comunidad Europea del Carbón y del
Acero, había tenido por objetivo primero hacer imposibles las guerras entre países
europeos. Ahora bien, ninguno de ellos piensa ya en desencadenar un nuevo conflicto,
siempre susceptible a hacer correr tanta sangre y suscitar tanto horror como los precedente
Esa voluntad de hacer imposibles guerras como las que ya se habían producido, a causa del
declive de Europa en el momento de la regulación 1 nal tras la caída de Alemania y Japón,
no era artificial. Comprometió los seis países que habían tomado la iniciativa de la
construcción europea en una nueva forma de vida política, aunque nadie hablase entonces
de Europa federal, mientras que De Gaulle, por su parte, hablaba de «. Europa de las
patrias».
El triunfo de la Europa creada por Schumann, De Gaulle, Adenauer, Monnet, De Gasperi,
Spaak y otros, se explica en primer lugar por la ausencia de debates teóricos e ideológicos a
lo largo de su historia. Europa ha progresado paso a paso, acompañando el movimiento
mundial de liberalización y manteniéndose unida por la existencia del peligro soviético.
El gran éxito de los Estados europeos fue la creación de lo que Jacques Delors llamó el
«modelo social europeo», que tuvo en él a su mejor artífice. Gran Bretaña, luego Francia, al
final y a continuación de la Segunda Guerra Mundial, han creado sistemas de seguridad
social diferentes entre sí, pero que han dado cuerpo a la idea del Welfare State, idea que
continúa caracterizando a los países europeos, y ante todo a los países escandinavos,
reticentes, sin embargo, respecto de la Europa política.
Estos países, beneficiándose del legado de las luchas obreras y de la fuerza de los partidos
socialistas, han dado a sus ciudadanos la posibilidad de vivir en unas condiciones que no
eran más que una esperanza lejana para las generaciones de militantes que habían abierto la
vía a las grandes re formas sociales de la posguerra. En consecuencia, es difícil hablar de la
desaparición del Estado nacional en países donde el gasto público alcanza o sobrepasa la
mitad del producto nacional. Países de solidaridad social, los países europeos han llegado a
ser también países de memoria —o de rechazo de la memoria—, de una manera tan
diversificada que este esfuerzo ha acentuado las diferencias entre las conciencias
nacionales, debilitando a la vez su hostilidad mutua.
Europa es el ejemplo más demostrativo de la creación de un conjunto político y económico
supranacional, pero esta realización ha sido vivida por su población como el fruto de una
iniciativa tomada por dirigentes políticos firmemente comprometidos, durante la guerra
fría, del lado norteamericano. Los movimientos de base que se apoyaron en una fuerte
corriente de antiamericanismo y denunciaron la construcción europea como una maniobra
del «gran capitalismo americano y mundial» reflejaban la decepción profunda de muchos,
más allá incluso de los partidos, frente al retroceso de las reformas y las esperanzas
suscitadas por la Liberación, y que habían sido sostenidas por partidos comunistas que
tenían entonces una gran influencia, en particular en Francia y en Italia; pero estos
movimientos de opinión no llegaron a transformarse en partidos políticos.
La construcción europea fue así percibida como la obra de dirigentes políticos y altos
funcionarios cuya acción no tenía ninguna legitimidad democrática. Esta Europa, a la que
los socialdemócratas y los den cristianos han aportado un apoyo decisivo, ha sido realizada
gracias a vínculos personales de ciertos responsables franceses y alemanes:
Gaulle y Adenauer, Giscard d’Estaing y Schmidt, Miterrand y Kohl, sin duda todos
demócratas, pero que no respondían a una voluntad pope clara. La construcción de Europa
no se hizo bajo el control de la opinión pública; fue sólo objeto de atención para los
institutos de sondeo.
La imagen de Europa ha estado durante mucho tiempo a mitad camino entre un proyecto de
unidad continental y un instrumento de dominación norteamericana. La multiplicidad de las
medidas de acercamiento entre ciudades, estudiantes o medios profesionales ha
sensibilizado diversidad del continente más que suscitar entusiasmo por su unid, Pero es
verdad que la idea europea se ha mantenido viva e incluso ha si cada vez mejor aceptada, lo
que ha permitido reforzar la intervención la Comisión sobre la vida económica y social de
los países europeos y ciudadanos.
Se construye una Europa sin europeos. La amplitud del éxito impresiona al mundo entero;
el nacionalismo de las grandes potencias europea se ha desvanecido; por todas partes sus
ciudadanos se dicen europeos, no alemanes o italianos. Los españoles, por su parte, se
sienten más fuertemente europeos que los demás, pues este adjetivo simboliza el éxito su
gran proyecto: volver al grupo de cabeza de los países del continente poner fin a siglos de
retraso sobre sus vecinos.
Los progresos de Europa son impresionantes, pero no por ello confieren a la Unión Europea
un peso en los asuntos internacionales. Por un lado, los habitantes de los diversos países
europeos no se identifican como tales más que cuando no desean ser identificados con su
país.
Si pienso en mi propia evolución, constato primero el debilitamiento de mi conciencia de
ser francés. He amado este país, que era el único que conocí en mi infancia, y cuya lengua
había dado forma a mis emociones y a mis ideas. Era a la vez natural y voluntariamente
francés. Junio de 19 es la fecha de la primera herida que ha puesto fin a mi identificación
completa con una Francia cuya capitulación había sido humillante. Más tarde, después de la
Liberación, descubrí la mediocridad de mi país antes y durante la guerra, y experimenté la
necesidad de alejarme a la vez del medio estudiantil y de la vida francesa. Traté de abrirme
a otras partes del mundo, sin que nunca, sin embargo se disolviera el apego a mi país. He
efectuado numerosas estancias profesionales en Estados Unidos y Canadá, en Italia, España
y en otros muchos países, y me he apegado a América Latina casi como una segunda patria,
pero manteniéndome siempre francés. Bajo formas muy diversas, estoy convencido de que
la mayor par te de los europeos que han conocido una evolución análoga a la mía: el
abandono de todo nacionalismo, apertura a la diversidad del mundo, pero mantenimiento de
un apego profundo al país que los ha modelado, tanto por sus instituciones, su lengua y su
literatura como por su historia.
Fue poco a poco, y sobre todo con la preparación del Tratado de Maastricht, como esta
Comunidad Económica Europea comenzó a transformarse en Comunidad Europea, luego
en Unión Europea. En adelante, era imposible dejar que Europa se hiciera por sí misma; fue
preciso elaborar una política específica para llegar a la creación, lograda a pesar de la
abstención británica, de una moneda única y un proyecto de ampliación que ha llegado a
incorporar el centro y el este del continente. Los franceses aceptaron con reticencias ese
tratado. Otros países lo habrían rechazado si se hubiera consultado a sus ciudadanos.
La cuestión que en adelante cada uno se plantea, incluso si la mayor parte de los
participantes en la construcción europea son partidarios de una definición empírica de ésta,
puede ser formulada así: ¿será Europa un Estado nacional como lo han sido Inglaterra y
Francia?, ¿existirá pronto una conciencia y una identidad europeas, y los europeos se
designarán con este nombre más que con el de ingleses, alemanes o italianos, cuando se
presenten a americanos o a japoneses?
¿Es POSIBLE LA UNIDAD EUROPEA?
Se dio un gran paso adelante cuando surgió la idea de una Constitución europea. Alemanes
como Jürgen Habermas o Daniel Cohn-Bendit, movidos por su hostilidad profunda a todo
nacionalismo alemán, encabezaron la campaña en favor de la creación de una ciudadanía
europea. Pero este impulso fue de corta duración. La idea de una Constitución ha sido
relanzada, pero de manera más pragmática, cuando se ha tratado de incorporar a nuevos
Estados miembros. Este esfuerzo es tanto más necesario cuanto que los Estados defienden
sus particularismos y sus intereses nacionales. El éxito de este proyecto de Constitución,
que es todavía incierto en el momento en que escribo, se acompaña paradójicamente de un
retroceso del sentimiento europeo. A resultas de esto, la Constitución europea no tiene otra
finalidad que la supervivencia de la Unión. Muy útil y mereciendo el apoyo de una amplia
mayoría, esta Constitución no fundamentará el «patriotismo de la Constitución» de que
hablaba Habermas. En muchos países no se encontraría mayoría para apoyar el documento,
y éxitos electorales importantes han sido conseguidos por los adversarios de la idea
europea, en el Flandes belga o en los Países Bajos, después en Austria y en el mundo
escandinavo, siempre dubit respecto de Europa. En Francia, para sorpresa de muchos, el
partido socialista, sostén constante de la idea europea, se divide y uno de sus gentes
construye su proyecto de candidatura presidencial entorno victoria del no.
A medida que se extiende, se diversifica e interviene más en la victoria los Estados
miembros, Europa parece cerrarse sobre sí misma, sobre problemas internos, al tiempo que
no siempre logra desempeñar un papel importante en los asuntos del mundo. ¿Qué europeo
puede evocar su vivo sentimiento de vergüenza ante la incapacidad de Europa para impedir
las matanzas de Bosnia e imponer una paz a los beligerantes? ¿Qué cur puede estar
satisfecho de Europa cuando se pronuncian los nombre. Sarajevo, Vukovar o Srebrenica?
Mucho antes de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, el apoyo de numerosos
países europeos, y sobre todo de los nuevos miembros de la Unión liberados de la
dominación soviética, había sido la duda sobre la posibilidad de crear una sociedad europea
y un tratado nacional europeo. Hoy, la idea federal ha retrocedido y apenas mencionada ya.
Los europeos, ciertamente, han recibido un pasaporte «europeo» que define su nueva
nacionalidad, pero ¿se puede por ello hablar ciudadanía europea, en el sentido en que los
franceses del período revolucionario se interpelaban con el nombre de ciudadanos?
UE y EE.UU.
Los europeos, como muchos otros habitantes del planeta, viven una multiplicidad de
tiempos y de espacios. Se piensan en sí mismos simultáneamente en el nivel local, regional,
nacional, mundial e incluso a veces europeo. No conservan más que una vaga memoria
nacional, cuando no viven en un presente sin pasado ni porvenir. ¿Están unificados por los
hábitos comunes de consumo? Eso no es evidente. Los italianos no parecen más que antes a
los holandeses, incluso si unos y otros pueden hablar juntos de las mismas estrellas de la
Fórmula uno o de los desastres ecológicos. Como ya he dicho, el debilitamiento de las
identidades Unidos en la puesta en práctica de nuevas tecnologías de la información y la
comunicación. Retraso acompañado de un ascenso del paro. Francia, la conciencia del
declive ha conducido a la angustia y al estallido de la huelga de 1995, que ha desbordado
ampliamente las reivindicaciones de los servicios públicos. Estas huelgas, que han
suscitado una polémica entre intelectuales y sindicalistas, pedían la vuelta a la intervención
masiva del Estado en la vida económica, lo que no estaba en el den de lo posible y
testimoniaba sobre todo una oposición absoluta a políticas liberales. Ahora bien, ciertos
países, y singularmente Francia tiene mucha dificultad en liberarse del modelo dirigista y
planifica durante tanto tiempo predominante en el seno de la izquierda, y e a pesar del
hundimiento económico del modelo soviético. En Francia la defensa del sector público,
acrecentada por las nacionalizaciones 1981, sigue siendo para muchos la condición
principal del progreso cia!, y este planteamiento está cargado de sentimientos antieuropeos.
Europa, tomada en su conjunto, nadie aspira al retorno a la economía rígida y planea una
duda creciente sobre la eficacia del modelo social europeo.
El atentado del 11 de septiembre y la guerra norteamericana con Irak han dividido a
Europa: un gran número de países ha apoyado a Estados Unidos; otros, Francia en primer
lugar, se han opuesto a las de decisiones unilaterales de Estados Unidos apoyados en su
rechazo a la guerra por una gran parte de la opinión pública. Lo que debilita todavía más la
Unión Europea.
Hay que concluir de todo esto que, si los países europeos tratan de cerrarse sobre sí
mismos, no es porque formen en lo sucesivo una sola resolución, sino porque construyen
un Estado. Este Estado ya existe, por lo c más, puesto que una gran parte de Europa dispone
de una moneda común y los parlamentos nacionales dedican una parte importante de
actividad a adaptar las leyes de sus países a las directrices comunitarias. Pero lo que impide
a Europa ser hoy un verdadero Estado es que no tiene política internacional.
Incluso si interviene económicamente en diferentes regiones del mudo, Europa no tiene
ningún peso político, en particular en Oriente Medio. Uno de los puntos más importantes
del proyecto de Constitución es la creación de las condiciones necesarias para el ejercicio
de una política exterior, para una geopolítica europea. Este punto es capital. Frente a la
política de confrontación decidida y asumida por Estados Unidos, sobre todo después del
11 de septiembre, es de desear que una política exterior europea trate de establecer
relaciones de naturaleza diferente con el mundo islámico, o al menos con algunos de los
países que lo componen. Europa ha tornado una decisión importante al aceptar el principio
de la adhesión de Turquía a la Unión Europea, cuando lo esencial del territorio de este país
se encuentra en Asia y su historia, larga historia, está ligada a un islam conquistador, aun
cuando Ataturk le haya impuesto una laicización que ha tenido efectos duraderos. Este país,
que jamás ha sido colonizado y que se acerca desde hace más de un siglo a Europa ha dado
ya pasos importantes hacia la combinación de economía liberal, democracia política y
cultura islámica. No parece imposible que se puedan desarrollar (e incluso prevalecer)
tendencias análogas en Irán. Así podría abrirse un espacio favorable a una política europea
que se apoyaría en los países dotados de un Estado capaz de decisiones y que han conocido
tentativas de modernización. Lo que no es el caso en una gran parte del mundo árabe. La
dificultad reside aquí menos en los obstáculos que encuentra ese proyecto de política
internacional que en el miedo de Europa a modificar sus relaciones con Estados Unidos.
Europa se ha colocado en situación de dependencia militar respecto de Estados Unidos, y la
distancia tecnológica en este dominio se ha acrecentado mucho desde la década de 1980, de
modo que el margen de iniciativa de los europeos es muy reducido. La solución que había
sido antaño evocada por muchos, la construcción de dos pilares, la OTAN y la Alianza
Atlántica, ha perdido toda credibilidad después de la confesión de impotencia de los
europeos para resolver los problemas de la antigua Yugoslavia, y hoy la posición de Gran
Bretaña basta por sí sola para hacer impensable una solución así. Haría falta que los
europeos estuvieran en situación de tomar iniciativas diplomáticas importantes en ciertos
países islámicos o en otras partes del mundo para recuperar una cierta capacidad de acción
autónoma frente a Estados Unidos, evitando siempre, naturalmente, una confrontación que
no están en condiciones de mantener.
Entonces, ¿serán los europeos incapaces de asumir cualquier misión mundial, cada vez más
absortos en los problemas internos de su propio continente? Se vuelve a encontrar aquí la
oposición ya señalada entre las opiniones públicas y los gobiernos. En la mayor parte de los
países europeos, la opinión pública aspira a una política internacional unificada y expresa
una voluntad de independencia más grande respecto de Estadas Unidos. Pero nada de eso se
refleja en los gobiernos.
LA IMPOTENCIA EUROPEA
La impotencia europea no se manifiesta sólo en la política internacional: la mayor parte de
la élite científica e industrial mundial es atraída por Estados Unidos en razón de la calidad
de sus centros de investigación y sus grandes universidades.
Sería, pues, tiempo de que Europa, superando las debilidades y la in potencia de cada uno
de los países que la forman, crease una red de instituciones y centros de investigación de
primer orden que fueran capaces de rivalizar con los de Estados Unidos, o de colaborar con
las universidades y los laboratorios norteamericanos en condiciones de igualdad. Pero
estamos lejos de poder alcanzar tal objetivo, y si la política europea de investigación ha
adquirido una mayor amplitud es al precio de una pesadez administrativa que desanima a
todos aquellos que no participan con proyectos de grandes dimensiones.
Europa está, pues, todavía muy lejos de configurar un verdadero Estado, aunque tiende sin
embargo a ello. Por el contrario, es imposible como ya he dicho, hablar de una nación
europea, y todavía menos de una patria, de un Heimat europeo.
La ampliación de la Unión Europea acentúa todavía más su debilidad como nación. Que
todos los países miembros pertenezcan a la misma área «cultural», definida en términos
muy generales, no impide que la naciones y los gobiernos sean muy diferentes entre sí. ¿Se
puede decir que Waterloo y Abukir son recuerdos comunes para ingleses y franceses, ¿Ha
desaparecido la oposición clásica de países protestantes y países católicos, como la que
separa a los bebedores de té de los bebedores d café, o a los que cocinan con aceite de los
que lo hacen con mantequilla.
Muchos franceses, italianos o alemanes se sienten menos desplazados en Nueva York que
en muchas ciudades europeas. A Gran Bretaña le gusta mirar a lo lejos hacia el océano, es
decir, hacia Estados Unidos mientras que Italia se siente mediterránea. Estas diferencias
que proceden de una larga historia son uno de los mayores atractivos de Europa. ¿Por qué
aspirar a una cultura europea cuando tenemos más de veinte? Los europeos están
convencidos de la necesidad de construir Europa; aceptan la extensión de las competencias
de la Unión; reconocen que los países indiscutiblemente europeos que acaban de entrar en
la Unión tenían derecho a entrar en ella. Todo esto, dicen, corresponde al orden de lo
razonable y la buena gestión y a la lógica del gran proyecto europeo. Pero ¿dónde están en
todo esto la conciencia de pertenencia, la memoria colectiva y los proyectos sociales que
dan un sentido concreto a la idea nacional? Y ¿en qué se basa la idea de que Europa
sustituya a los Estados nacionales en la vida colectiva de los ciudadanos de los países
europeos?
En un plano político o práctico, tal debate no tiene una gran importancia, puesto que la
propia Unión Europea ha renunciado a sustituir completamente a los Estados y a
transformarse en Estados Unidos de Europa. Pero es importante, para comprender los
cambios que transforman de manera profunda nuestra vida, reconocer que el debilitamiento
de los Estados y de los sistemas políticos nacionales no es compensado por el progreso de
la construcción europea. Y hay que apartar la idea, bastante extendida, de que vivimos ante
todo un cambio de escala. De hecho, el marco tradicional de los Estados-naciones no se
reconstruye a nivel europeo y no compensa los efectos de la globalización.
¿Hay que lamentarse por ello? Sí, pues Europa no tiene la influencia internacional que su
población y su nivel de desarrollo exigen. Sí, también y sobre todo, porque Europa aparece
como zona de débil progreso, o incluso de estancamiento, en un mundo sacudido por el
crecimiento acelerado de China y por la hegemonía estadounidense. Lo que no impide
pensar que es en Europa donde resulta más agradable vivir.
Hay que apartar las ilusiones de un discurso «europeísta» extremo y reconocer que es
preciso buscar en otro nivel, más fundamental, la razón de ser del declive de una cierta
visión de la vida social. Apartada esta falsa respuesta, es preciso hacer frente a lo que yo
llamo «el fin de lo social» y sacar de ello las consecuencias para nuestros propios análisis.
El debilitamiento de Europa se debe a que no cree en su futuro. Está descontenta de la
hegemonía norteamericana pero no lo bastante para tratar de desempeñar un papel
geopolítico igual al de Estados Unidos o China, sin por ello aspirar a ser neutral, pues sabe
perfectamente que pertenece al mundo de los privilegiados. Y si las opiniones públicas
están a veces más dispuestas a actuar, los gobiernos temen provocar un conflicto con
Estados Unidos. Desde este punto de vista, los norteamericanos no se equivocan al juzgar
severamente a esos europeos que no tienen «ni armas, ni ideas, ni voluntad».
Es la debilidad de la sociedad europea lo de las sociedades europeas lo que explica la
dificultad de Europa para actuar como un Estado. Esta constatación debe convencernos de
que las posibilidades de Europa dependen de la capacidad que tengan sus gobernantes de
responder a los intereses y a las reivindicaciones de sus miembros de ser «representativos»,
como lo han sido los gobiernos democráticos de los últimos siglos.
Todo, en el método seguido hasta el presente para construir Europa ha constituido un
obstáculo para que el Estado europeo sea democrática. La idea de Europa no ha salido de la
voluntad popular o de un gran movimiento de opinión, como ya he recordado. La Comisión
se ha mantenido casi independiente de un Parlamento que no era percibido en ningún país
como centro de creación de leyes, lo que explica la escasa participación en las elecciones
europeas. Existe, es verdad, una fuerte corriente de opinión en favor de que se refuercen los
poderes del Parlamento, e incluso de su derecho a revocar la Comisión. Pero esta tendencia,
que ha permitido ya transformaciones importantes, está contrapesada por la ampliación de
Europa que da la impresión a todos los países de que cada vez es más difícil para ellos
orientar las decisiones tomadas en Bruselas. Si el poder de la Comisión ha disminuido en el
curso de los últimos años, ha sido más bien en beneficio del Consejo de los jefes de Estado
y del gobierno, a medida que la idea europea se alejaba del federalismo.
La construcción europea tiene sin embargo tantas ventajas que sólo una pequeña minoría la
rechaza. Pero es tan poco exaltante que transformación países europeos en observadores
críticos de la historia mundial. Y esta ausencia de motivación en un mundo en que vastos
territorios se modernizan imponiéndose grandes sacrificios anuncia un declive, lento,
primero, y aceptado sin dificultad, pero que se acelerará posteriormente y suscitará crisis
internas cada vez más graves.
Europa no es ya un continente de combatientes, se convierte en un continente de jubilados.
No llevemos sin embargo demasiado lejos la crítica. ¿Somos los principales responsables
de la debilidad de las iniciativas europeas, en particular en el dominio internacional? No,
una de las causas principales de la transformación de la política europea es que el nuevo
unilateralismo practicado por Estados Unidos, despreciando el sistema de las Naciones
Unidas que ellos mismos habían instituido, ha privado a los países europeos de casi toda
influencia y no ha dejado ningún papel a América Latina. Una expresión como «el mundo
occidental» ya casi no tiene sentido. Lo que unía con fuerza a la Europa occidental y
América del Norte en tiempos del peligro soviético ha desaparecido, y Estados Unidos,
solo, se ha comprometido en la defensa mundial del Bien contra el Mal.
Es preciso concluir no sólo que Europa es un Estado sin nación, sino que ese Estado es
débil, y que lleva una acción más gestionaría que política. Y puesto que Europa no es una
nación, es al espacio intelectual, científico, artístico y cultural que forman un conjunto de
países, ciudades, corrientes de ideas, escuelas, centros de investigación, a lo que es preciso
pedir que sea más creador, más independiente de Estados Unidos, más cosmopolita y
multicultural también.
Capítulo 4
EL FIN DE LAS SOCIEDADES LA REPRESENTACIÓN SOCIAL
DE LA SOCIEDAD
La idea que está en el punto de partida de este libro, lo recuerdo, es que más allá de los
acontecimientos dramáticos y de los cambios económicos a largo plazo, vivimos el final de
un tipo de sociedad, y, en primer lugar, de una imagen de sociedad en la que el mundo
occidental ha vivido durante varios siglos.
Este paradigma que se debilita se ha construido sobre la idea de que la sociedad no tiene
otro fundamento que el social. No fue ése el que inicialmente se impuso, en el momento en
que desaparecía el orden religioso del mundo. Fue, en efecto, el orden político el que ocupó
su lugar, y en primer lugar el Estado. La formación de los Estados modernos, de las
monarquías absolutas, pero también de las ciudades-Estado, y más tarde de los Estados
nacionales, fue la gran creación de aquel período, que puede ser llamado también el período
de las revoluciones, mediante las cuales se produjo el derrocamiento de la monarquía
absoluta —en Holanda, Inglaterra, Estados Unidos, Francia y en la mayor parte de las
colonias españolas de América— hasta las revoluciones más recientes que desbordaron
Europa o surgieron fuera de ella.
Fue el desarrollo de la industria lo que, mucho más tarde, colocó en el centro de la vida
social la economía y las formas de organización que le están ligadas. Fue entonces cuando
se formó una representación propia mente «social» de la sociedad. Pero la sucesión de estas
dos concepciones de la vida social aparece de forma clara en el interior de un mismo y
vasto conjunto histórico. Durante más de cuatro siglos, uniendo los dos tipos sucesivos de
sociedad, se ha impuesto la idea de que la vida social era su propio fin, que la integración
de la sociedad y la racionalidad de su funcionamiento, así como su capacidad de adaptarse a
los cambios, constituían el instrumento principal de medida del bien y del mal. La
desviación y el crimen fueron definidos como lo que amenazaba el orden social, y la
educación familiar o escolar recibió el nombre de socialización. Estos hechos son bien
conocidos, pero es preciso recordarlos aquí, pues nuestra afirmación central es
precisamente que vivimos el final de la representación «social» de nuestra experiencia.
Ruptura tan importante como aquella que, varios siglos antes, había puesto fin a la
representación y la organización religiosas de la vida social.
Esta definición de un conjunto histórico tan vasto se enfrenta a dos objeciones. La primera
es que los países que se constituyen en Estados y en sociedades tienen también otras dos
actividades principales: el comercio exterior y la guerra. El europeo fue el hombre de las
grandes expediciones hacia el este y el oeste, y creó vastos imperios encargados de
proporcionar riquezas a la metrópoli. Sin embargo, los imperios portugués y español no
dieron nacimiento a sociedades del tipo planteado aquí, mientras que muy pronto, según la
enseñanza de Fernand Braudel, los Países Bajos e Inglaterra convirtieron las expediciones y
las conquistas en sociedades que sabían transformar el oro y la plata en máquinas,
conocimientos y leyes. La otra actividad que ocupaba un lugar central en los países
europeos era la guerra, y aunque ésta fuera un factor de racionalización de la producción,
como se ha visto en los arsenales, las luchas entre los grandes Estados por la hegemonía en
Europa y las guerras más o menos largas y más o menos destructoras que ello ocasionaba
movilizaron una parte importante de los recursos de los Estados. Esta objeción debe quedar
sin respuesta en la medida en que las guerras europeas han tenido una presencia constante y
costosa. Sin embargo, hay que aceptar en este punto las ideas de Max Weber, y la mayor
parte de los historiadores modernos, que ponen de manifiesto cómo, detrás de esta historia
militar, la de los príncipes y los soldados, se formó otro tipo de sociedad, la de los
burgueses y los artesanos, los administradores públicos y privados, que fue también la de la
creación y difusión masiva del conocimiento.
Es aquí donde nos enfrentamos al segundo límite, el más importante, de la idea de sociedad.
En la época de la Ilustración, la dominación inglesa y francesa suscitó reacciones
nacionales a menudo animadas por una política voluntarista de entrada en un mundo casi
por completo en manos de franceses e ingleses. Herder fue el mejor representante de esa
actitud, abogando por el derecho de los alemanes, los bálticos y los habitantes de los países
balcánicos a hacerse un lugar en el nuevo tipo de sociedad. Pero estas reacciones se
situaban todavía dentro del modelo central. No fue el caso de los nacionalismos que, en
nombre de la esencia particular de una cultura, una historia e incluso un origen biológico,
rompieron, o al menos quisieron romper, con el modelo franco-británico.
La violencia de Fichte, en particular en sus ataques contra la lengua francesa, y una larga
tradición de defensa de la nación definida como creadora de una cultura y un imaginario
particulares, marcaron a Alemania que, en otros momentos, llegó a ser el mejor
representante de la sociedad industrial con sus trabajadores, sus empleados, sus
funcionarios y sus empresarios. Inútil subrayar que, en muchos países, la secularización fue
limitada, dejando subsistir vínculos, a menudo muy fuertes, entre la ideología del Estado y
la moral cristiana, mientras que en otros países, como Francia, fue una evolución opuesta la
que prevaleció, convirtiéndose el laicismo más en un instrumento de lucha contra la Iglesia
católica que en un mero agente de racionalización. Pero todos estos factores de diversidad
no destruyeron la unidad de la visión «social» de la vida colectiva.
¿Cómo explicar la existencia de esta visión y de esta organización puramente «social» de la
vida colectiva? No puede haber sido impuesta sólo por un poder cuando, con mucha
frecuencia, fue precisamente en nombre de la sociedad y de la nación como fueron
derrocados los príncipes. Ese carácter puramente «social» de la sociedad, esa auto
fundación de la sociedad, manifiestan una creencia ilimitada en la capacidad de esas
sociedades para transformarse a sí mismas. Se definieron entonces como «activas» y
quisieron que las situaciones adquiridas prevalecieran sobre las situaciones transmitidas, sin
fijar límites a su capacidad de auto creación y auto transformación.
He utilizado en mis primeros libros la palabra historicidad para designar esta capacidad de
autoproducción, mostrando el ascenso por etapas de esta historicidad, desde el dominio del
consumo hasta el de la repartición, y luego a los de la organización y la producción
propiamente dichas. El uso que hacía de esta palabra era diferente del habitual, que consiste
en designar el lugar de un hecho o de un conjunto en una evolución global; quería mostrar
que la sociedad tenía una conciencia creciente de producirse ella misma en lugar de ser
definida únicamente por evoluciones cuasi naturales. El uso que hacía entonces de la
noción de historicidad no fue bien acogida, pero lo mantengo, pues ahí está lo esencial:
nuestras sociedades se han considerado como creadas por sí mismas, hijas de sus obras, no
sólo poniendo medios materiales al servicio de grandes proyectos, sino proponiéndose
como objetivo principal la construcción, la consolidación y la defensa de sociedades en las
que el interés, entendido en el sentido más amplio, incluida la igualdad de posibilidades,
constituye el principio más importante de evaluación de las conctas y de definición del bien
y del mal. Sería inútil hablar de sociología como si se tratara de reforzar un pensamiento
extremo o incluso rector. Se trata de una concepción general, en la que se sitúan la mayor
parte de las escuelas sociológicas y que ha constituido durante mucho tipo la base de
nuestro derecho y nuestra organización social.
EL MODO EUROPEO DE MODERNIZACIÓN
Todas las sociedades se sacralizan, pero, en el caso de las sociedades europeas, esta
sacralidad no les viene de sí mismas. No se basa en un ni en el movimiento de la historia, y
todavía menos en una situación determinada en términos naturales. Y la moral que elabora
y que enseña es p mente cívica. Hemos hablado en otro lugar de los derechos del hombre
pero aquí es de los deberes de los ciudadanos de lo que se trata. E inc si el entusiasmo
patriótico se ha debilitado en los países europeos de los comienzos de la construcción
europea y de la globalización de la autonomía, este apego de tipo religioso, aunque
puramente laico, a la pí se encuentra en muchos países, grandes o pequeños, y en particular
en Estados Unidos.
Esta referencia extrema y constante de la sociedad a sí misma caracteriza un modo de
desarrollo, aquel que reduce al máximo la protección de una herencia o unos intereses
adquiridos. Y es sólo en las sociedades abiertas, capaces de conquistar mercados y dominar
su entorno, donde puede desarrollarse esta visión enteramente «social» de la vida donde la
noción de sociedad pudo adquirir la condición de principio de evaluación de las formas de
conducta, personales o colectivas en el conjunto social. Hablo aquí de un modo de
crecimiento de la capacidad de acción de la sociedad sobre sí misma. Pero este análisis no
sería ni completo ni suficiente si no penetrara en el interior de la vida de las sociedades para
aprehender su dinamismo, sus conflictos internos y también elementos de debilidad.
Este tipo de sociedad ha adquirido todo su poder concentrando los recursos en las manos de
una «élite» dirigente que posee lo conocimientos, administra la acumulación y la
producción y dirige la pública. Estas élites dirigentes han estado formadas por hombres a
tos pertenecientes al mundo occidental y a los países colonizadores. El lado opuesto ha sido
definido como inferiores el trabajo manu cuerpo, el sentimiento, el consumo inmediato, la
vida privada, el mundo femenino y el de los niños. Ni siquiera es suficiente decir que las
mujeres o los obreros han sido considerados inferiores: es la inferioridad la que ha asumido
diversas figuras, entre ellas las mujeres y los obreros. Tal polarización, de la que Claude
Lévi-Strauss ha dicho que evocaba la máquina de vapor, que opone un polo caliente a un
polo frío para producir energía, suscita tensiones y conflictos entre los o las de arriba y los
o las de abajo, entre los have y los have not. De ahí la importancia constante de las luchas
de clases, de las revoluciones y de los debates ideológicos en esas sociedades.
Las sociedades occidentales se han definido así por la acumulación de recursos en manos
de una élite dirigente y por la fuerza de los conflictos sociales, que impiden a los dirigentes
transformarse en rentistas y en privilegiados. Nuestras sociedades han sido conquistadoras.
Gracias al empleo de la fuerza y la razón, han dominado la naturaleza y la han puesto a su
servicio. Orientadas hacia afuera, proclamando constantemente sus fines y sus estrategias,
han conseguido movilizar a la inmensa mayoría para realizar con su trabajo los objetivos
fijados por las empresas y los dirigentes.
En cambio, han apartado su mirada de los individuos. Han admirado el pensamiento y la
ciencia, pero han desconfiado de la conciencia, donde veían la marca de la religión que
ejerce un influjo tan negativo, sobre todo en las mujeres. Los programas de enseñanza
pública han correspondido fielmente a la imagen que estas sociedades querían tener de sí
mismas. La escuela debía transmitir conocimientos, formar la inteligencia, imponer
disciplinas y hacer desaparecer las diferencias entre los individuos tras la uniformidad de la
regla, es decir, por la sumisión de todos a las formas de pensamiento y de vida que
aseguran el éxito de la producción y recompensan a los mejores. En la vida económica, la
ideología de la élite dirigente ha reducido a los trabajadores a ser individuos rutinarios o
incluso perezosos, pero a los que se puede poner en movimiento mediante gratificaciones
materiales Frederick W Taylor ha dado una formulación clásica de esta representación de
los trabajadores y de los medios de hacerles trabajar para el mayor provecho de los
empresarios.
¿Sociedad de clases? Sin duda, puesto que la concentración de los recursos es ahí extrema,
y, en consecuencia, también la distancia que separa las categorías superiores de las
inferiores. Pero la expresión sería equívoca si llevara a situar en la propia economía, y en
particular en las relaciones de propiedad, la raíz más profunda de esas relaciones de clase.
Cuando hablábamos de nosotros en términos sociales es en un sentido más amplio en el que
nuestras sociedades definidas por su modernización han sido sociedades de clases.
Las luchas de clases han desempeñado en ellas un papel esencial la simple razón de que ese
modelo se basa enteramente en la acción. La sociedad sobre sí misma no apela a ningún
principio que esté por encima o por debajo de ella. Habla de poder, de dinero, de
conocimiento también de revoluciones e instituciones. Es racionalista, seculariza y no
conserva nada de las comunidades antiguas, mientras que el mundo árabe o el mundo
chino, por tomar dos casos importantes, han conservado durante más tiempo formas de
organización, de autoridad y de creencias surgidas del pasado. Al contrario, todo es
«social» en el modo europeo de modernización. Por eso la idea general de sociedad no es
una expresión abstracta de ese modelo europeo. Es eso lo que comprendió Ferdinand
Tónnies, desde el principio de la sociología moderna cuando opuso sociedad y comunidad.
Este lugar central ocupado por la idea de sociedad, y la definición ésta como un sistema
social dotado de sus mecanismos de funcionamiento y de cambio, tiene como contrapartida,
hay que subrayarlo, un red zo de todo análisis y de toda forma de organización social que
considera al actor de otro modo que por el lugar que ocupa en la sociedad. La subjetividad
ha sido también considerada como un dato bruto que debía transformado en análisis
objetivo. De forma que nada podía oponerse al interés general de la sociedad, y los
egoísmos y todas las resistencias debían ser superadas en nombre de la razón y el progreso.
La idea de modernidad, a la que se consagrará también el próximo capítulo, se opone a la
de una sociedad que sería su propio fundamento su propia legitimidad. Afirma, por el
contrario, que sólo existe porque reconoce y defiende la existencia de fundamentos no
sociales del orden social. De lo que da testimonio la importancia que concede a la razón,
que es universalista y no depende de su papel en el funcionamiento de la sociedad. Este
universalismo que lleva en sí la idea de los derechos del hombre no se inscribe de ningún
modo dentro de la noción de sociedad, tal como la ha concebido el pensamiento occidental.
Es incluso intelectualmente preferible insistir en la oposición entre el discurso de la
modernidad, que subordina la organización social a principios no sociales, universalistas, y
el discurso de la sociedad, que hace descansar las normas sociales únicamente en el interés
de la sociedad.
El recuerdo de esta oposición parece más necesario todavía si se piensa que el modo de
desarrollo occidental, basado en la idea de sociedad y en la importancia concedida a sus
conflictos internos, no es el único, aun cuando haya adquirido una importancia excepcional
debido a sus éxitos económicos y políticos. El modelo occidental se ha basado en una
opción extrema. Todos los demás asocian el pasado y el presente, y combinan las
referencias universalistas con la defensa de particularismos. Existen incluso casos de
negativa al desarrollo para mantener un cierto grado de vida comunitaria. Es preciso ir
hasta el final de este razonamiento y decir que los diversos tipos de modernización
combinan: 1) referencias a la modernidad, 2) referencias al modelo occidental de sociedad,
y 3) formas muy diversas de referencia a una herencia o un ideal comunitario.
Las sociedades occidentales están constantemente agitadas por un conflicto entre una visión
a la vez sistemática y utilitarista, de un lado, y la apelación a principios universalistas, de
otro. Las otras sociedades, si no apelan a ninguno de estos dos polos, son arrastradas hacia
el pasado, del que no llegan entonces a separarse, si no es de manera autoritaria. Pero para
llegar a una ruptura necesaria, pueden o bien invocar la concepción occidental de la
sociedad (y corren entonces el riesgo de alimentar el sociologismo), o bien defender valores
comunitarios renovados.
Muchos han estado tentados de definir esta sociedad por el utilitarismo, por tanto por el
triunfo de los intereses sobre las pasiones que se desencadenarían por el contrario en las
sociedades donde la autoridad carismática prevalece sobre la autoridad racional legal, para
retomar las nociones de Max Weber. Esta idea se queda sin embargo en la superficie de la
realidad, porque otorga el papel central a diferencias de conductas. Ahora bien, el principio
de la sociedad, es decir, del modelo europeo de modernización, consiste en haber
subordinado todo, las pasiones como los intereses, al funcionamiento de la sociedad que
está hecho de luchas sociales, a menudo dominadas por el interés pero también por el
espíritu de conquista y de modernización que pone en juego el imaginario y transforma las
figuras de la inferioridad en subjetividades, que elaboran a su vez proyectos de liberación,
el de las mujeres como el de los colonizados, en el origen del desencadenamiento de las
pasiones. Hasta el punto de que la oposición del interés y la pasión, lejos de marcar una
línea clara de división entre los actores, aparece casi como algo artificial.
El mundo de los intereses y el de las pasiones permanecen siempre gados. Por ejemplo,
Marx cree que los hombres son guiados por el interés, pero los acontecimientos históricos
que analiza están cargados decisión, como lo está la lucha de clases.
A la inversa, las sociedades que se acercan al polo de la modernidad corren siempre el
peligro de instalarse en un doble lenguaje, un lenguaje comunitario y un lenguaje
universalista, lo que debilitará su acción.
Estas consideraciones no conciernen solamente a los países llama «subdesarrollados»; se
refieren también a situaciones concretas en países llamados «desarrollados», pues no hay
ninguno que llegue a lo nuevo más que con lo nuevo y a desembarazarse de toda referencia
comunitaria.
Tal es una de las razones por las que el modelo de sociedad ente mente autolegitimada, que
ha sido durante tanto tiempo el instrumento principal de las victorias europeas y
occidentales, debe recibir tanta atención. Entre el pasado y el presente se interpuso un
modelo sin definición histórica, puesto que su carácter propio fue no basar la sociedad más
que en sí misma, por tanto fuera de toda referencia a concepciones evolucionistas o
historicistas.
Este modelo europeo de modernización ha logrado tales avances que ha podido
identificarse con la modernidad misma y convencerse a sí mismo de que no existe más que
un camino a la modernización, de forma que el conjunto de los países, regiones y ciudades
sería como una 1arga caravana, en la que cada animal pondría sus pezuñas en las huellas
que le precede. Los Países Bajos, luego Gran Bretaña y Estados Unidos tienen conciencia
de estar o haber estado en la cabeza de la caravana aunque Alemania, luego Japón, se hayan
creído, en ciertos momentos capaces de arrebatarles la primera plaza y los franceses se
miren a sí mismos como los que mejor han pensado ese modelo. Las pretensiones de la
Unión Soviética jamás han superado los límites de la propaganda militante.
El modelo europeo de modernización puede ser llamado masculino en la medida en que
ninguna oposición es más completa en él que la del hombre, conquistador e innovador, y la
mujer, dedicada a la reproducción. La mujer no es ahí despreciada; puede incluso ser
glorificada llegado el caso, pero sin ser sacada nunca de su encierro. La distancia que
separa a las mujeres de las decisiones centrales parece aumentar a medida que se acelera la
modernización, hasta que llega en Francia, en 184 al punto extremo que fue la creación del
sufragio universal para todos los hombres, y por tanto la eliminación de todas las mujeres
de la vida pública.
Pero este modelo europeo de modernización toma una forma diferente en cada uno de los
países en que se aplica. Fue en Amsterdam, luego en Holanda y en Inglaterra, donde la
actividad económica conquistó primero su independencia con relación al poder político. Al
contrario, Francia, que fue la primera, con Gran Bretaña, en crear un Estado nacional,
futuro modelo político que dominó el mundo, confirió al Estado un papel central en la
realización práctica de la modernización en todos sus aspectos. Más tarde, a partir del siglo
XV Alemania, no todavía unificada, reivindicó su pretensión de fundar un tipo particular de
modernización, superior a las otras, más profundamente enraizada en la historia y la cultura
de un Volk.
Fuera de Europa todos los modos de modernización han combinado de manera más o
menos conflictiva la entrada en la modernidad con la defensa o incluso el renacimiento de
una cultura y una sociedad más antiguas. Algunos de esos países habían alcanzado un nivel
de conocimientos y de técnicas superior al de los países occidentales, pero éstos fueron los
únicos en dar un impulso al movimiento de la modernidad por la transformación de la
ciencia en técnicas y en innovaciones, por la formación del espíritu nacional y por el
reconocimiento de los derechos individuales. La mayor parte de los modos de
modernización fueron así debilitados y deformados por la subordinación de los países
considerados a un poder colonial que acrecentó la distancia entre élites occidentalizadas y
pueblos encerrados en la tradición y la desorganización social, al punto de hacer fracasar
las tentativas de desarrollo (e incluso de inducir tendencias dramáticamente negativas a la
des modernización).
En suma, ningún modo de modernización en el mundo ha elabora do una visión comparable
a la de la Europa occidental: hacer de la sociedad no un medio sino un fin. Es, pues,
razonable dar prioridad al análisis de este modelo occidental, cuya influencia sobre el
conjunto del mundo, tras haber sido muy grande, parece haber retrocedido en la era de los
éxitos militares y políticos del modelo leninista-maoísta, retomando luego su marcha hacia
adelante tras la caída del imperio soviético, imponiéndose triunfalmente, al mismo tiempo
que se concentraba en Esta dos Unidos, mientras Europa carecía de voluntad para actuar y
Japón parecía paralizado.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
El modelo europeo de modernización se ha creado alrededor de una definición de todas las
categorías de la organización y el pensamiento sociales en términos propiamente sociales,
es decir, de funciones realizadas por los actores y por las instituciones para asegurar la
integración de la sociedad y su capacidad de adaptarse a los cambios necesarios. Este
modelo, clásico desde hace más de un siglo, concede una gran importancia a la
representación, se supone que las fuerzas políticas representan a los actores sociales, en
particular a las clases sociales. En un dominio diferente, la representación de un personaje
consiste en indicar la función social y el entorno social de ese personaje: vestidos, posturas,
todo debe definir la función social del personaje, y sus características personales se
perciben tanto mejor cuando los marcos sociales de quien es representado están indicados
de forma más clara. Ahora bien, hoy, esos re tratos socialmente definidos han muerto. Las
referencias al entorno social se hacen indirectas. Las características individuales, al
contrario, son reforzadas hasta el punto de dar vida de nuevo a un género que no interesaba
ya a los historiadores: la biografía. Cuando el pintor deja de representar a un notable o a
una bailarina y trata de pintar la mirada que dirige a la realidad más que la realidad misma,
sus obras dejan de ser figurativas. El individualismo se impone y se separa de todo entorno
social hasta el momento en que toda forma de representación tiende a desaparecer.
Un ejemplo de importancia menor ilustra esta crisis de la representación. La moda valoraba
diferencias individuales dentro de modelos sociales impuestos, como ha subrayado Georg
Simrnel. Cuando asume autonomía con relación a la jerarquía social, con los primeros
grandes modistos del siglo xx, el vestido a la moda no caracteriza ya a una cias social, se
convierte en una interpretación del cuerpo de la mujer, y si Yv Saint-Laurent domina tan
netamente sobre los modistos del último medio siglo es porque se ha atrevido, más que los
otros, a vestir un cuerpo desnudo. Aquellos que no han seguido su ejemplo no han vuelto
por el a la representación de determinado tipo social, pero han fabricado decorados de
teatro, han jugado con colores y formas y han asumido riesgos que los califican de
«vanguardia».
Estos dos ejemplos no son casos aislados. La representación ya no busca en ninguna parte:
se convierte incluso en un signo de mediocridad. Hemos salido, en estos dominios como en
otros, de lo que yo designo con una palabra que puede ser mejor comprendida ahora: una
concepción social de la sociedad en la cual todo actor, individual o colectivo. Está definido
por una situación social. De ahí la impresión que tenemos hoy de sumirnos en «lo
abstracto» y de no tener guías para hacer un recorrido por la sociedad. Todas nuestras
categorías de descripción y de análisis de la sociedad han sido trastocadas por el fin del
realismo social, desde la novela hasta la arquitectura. La política y la economía, durante
este largo período, han producido creaciones culturales y sociales de un gran valor. No hay
que olvidarlo, pero también debemos apartarnos de esta herencia. Las ciencias sociales
tienen un retraso particularmente grave que colmar. Demasiado a menudo hablan todavía
de la realidad social en términos que ya no corresponden al modelo cultural en que vivimos
desde finales del siglo XIX. Esta debe ser una de nuestras preocupaciones principales:
cuestionar las categorías en las que se ha basado esta sociología clásica que ha llegado al
final de su camino. La sociología de los sistemas debe dejar sitio a una sociología de los
actores y los sujetos.
Lo que no es fácil, porque el modelo europeo ha encontrado una de sus expresiones más
puras en las ciencias sociales que se han definido precisamente por su capacidad para
explicitar las conductas personales por el funcionamiento del sistema. Muchos juristas,
desde institucionalistas como Hauriou hasta Jean Carbonnier, especialista en derecho
privado, han representado la tendencia que dominó desde el principio la sociología, la de
Emile Durkheim. La sociología ha obtenido sus más grandes éxitos denunciando las
ilusiones de los actores sociales, mostrándoles que, detrás de una apariencia de libertad, hay
mecanismos sociales ocultos que determinan nuestras conductas. Decidme cuál es vuestro
ori gen social y os diré el recorrido que haréis en el sistema de educación. Indicadme
vuestra profesión y vuestros ingresos y os diré cuál es vuestra opción política racional, aun
cuando no siempre la sigáis. Cada estudio publicado parecía destruir una ilusión, y un
amplio público descubría la importancia de la desigualdad, de la estratificación y de la
movilidad ascendente o descendente, de lo que había por otra parte un conocimiento
espontáneo que los estudios científicos confirmaban agradablemente. En cuanto a los
estudios económicos, con frecuencia se han identificado con el estudio de opciones
racionales, lo que les permitía apartar ciertas variables demasiado complejas y demasiado
mal definidas, las de la subjetividad, para consagrarse al estudio de relaciones entre los
elementos del sistema económico.
Ciertamente, este punto de vista «sociologista» nunca ha triunfado por completo en
sociología, pero casi siempre ha ocupado una posición dominante desde Durkheim hasta
Parsons, y ha continuado cosechando éxitos hasta nuestros días al hacer aparecer mejor las
desigualdades sociales. Pero la dominación de la sociología «clásica» ha sido finalmente
abolida, menos por efecto de la crítica intelectual que debido a la des composición de
instituciones y normas.
LOS TRES MUERTOS DE LA SOCIEDAD EUROPEA
El modelo occidental de desarrollo era de una eficacia y una brutalidad igualmente
extremas. Se ha aprovechado en gran medida de su avance para conquistar el mundo,
añadiendo los beneficios de la colonización a los de la industrialización apoyada en un
progreso de los conocimientos cuyo mejor instrumento fue la universidad alemana del siglo
XIX. Pero este triunfo, por impresionante que haya sido, no podía durar eterna mente. El
período del que salimos no es el de su apogeo, sino el de su declive y su descomposición.
En la multiplicidad y la complejidad de los recorridos históricos, se pueden distinguir tres
grandes procesos de crisis: 1) la pérdida de tensiones dinámicas; 2) la sumisión a una
dictadura represiva; 3) la disolución del voluntarismo en la economía de mercado.
La diversidad de estas evoluciones, de las que la primera fue en general de espíritu
democrático, la segunda de espíritu claramente antidemocrático, mientras que la tercera
creaba la sociedad de masas, debe recordarnos, en el momento de evocar estas grandes
corrientes de la historia contemporánea, la complejidad de la sociedad en el sentido
europeo: estaba a la vez producida por su trabajo y su disciplina, atravesada por conflictos
sociales radicales y era capaz de una fuerte autorregulación.
a) La forma menos dramática e incluso a menudo la más positiva que tomó este declive fue
la democratización de una sociedad en la que los conflictos fundamentales encontraron
soluciones o mediaciones institucionales. La historia del movimiento obrero en la sociedad
industrial testimonia perfectamente esta evolución. La explotación del proletariado provocó
un movimiento social a menudo cargado de una violencia a la vez sufrida y querida, pero
que llegó a hacer reconocer, primero en Gran Bretaña y en Alemania, más tarde en Estados
Unidos y en Francia, derechos sociales, gracias a la llegada al poder de gobiernos de
«izquierda», es decir, asociados al movimiento sindical o inspirados por él. Bajo formas
bien diferentes, la dominación colonial fue desbordada, y al final derrocada, por
movimientos de liberación nacional que tomaron las formas más variadas, nacionalismos
armados, no violencia al estilo de Gandhi, alianza de comunistas y nacionalistas, modelo
que se impuso en una gran parte del mundo. Por último, el feminismo, nacido del
movimiento en favor del derecho al voto de las mujeres en Gran Bretaña y en Estados
Unidos, acabó por obtener la supresión de las formas más extremas de dependencia y de
inferioridad infligidas a las mujeres por la sociedad masculina europea, casi sin violencia,
pero con efectos muy profundos sobre la transformación de las costumbres.
El arco europeo se distendió entonces. Las sociedades europeas y las que seguían su
ejemplo se hicieron menos injustas, menos violentas y mejor controladas. Las
contrapartidas de estos éxitos fueron una pérdida de dinamismo conquistador y el peso
creciente de los intermediarios socia les y las categorías protegidas. Esta evolución
desembocó en la creación de vastos sistemas de seguridad social, que aportaron a los
trabajadores una protección eficaz contra el paro y los accidentes laborales. Más tarde se
desarrollaron otras políticas de solidaridad, de animación cultural y de educación personal
que alcanzaron sus formas más acabadas en los países escandinavos.
b) En el lado opuesto se encuentra la forma estatal autoritaria, dictatorial e incluso
totalitaria, por la cual, en muchos países, las categorías superiores o medias rechazaron la
oposición obrera, y a la vez la secularización, por la conquista de la sociedad en nombre del
nacionalismo, sostenido por la voluntad represiva de las fuerzas armadas y basado en una
ideología que exaltaba la unidad de la nación o del pueblo contra los partidos. De las
dictaduras reaccionarias mediterráneas al nazismo o al imperialismo militar del Japón hasta
las amplias victorias del leninismo maoísmo, las distancias son inmensas; pero en todas
esas partes el modelo de la sociedad fue destruido en beneficio de un poder absoluto del
Estado, y fue preciso mucho tiempo para que se redescubriera, bajo las tierras quemadas
por la violencia estatal, los restos o los nuevos brotes de una sociedad «civil».
c) Por último, muy diferente de este segundo tipo, pero de una orientación distinta al
primero, un tercer proceso de realización del modelo europeo de sociedad fue el triunfo del
mercado. La sociedad, durante gran período de triunfo del liberalismo, existe cada vez
menos: son los mercados, en particular las redes financieras, los que dirigen una vida
económica en la que el consumo masivo progresa con rapidez. Las tecnologías de la
comunicación facilitan las relaciones entre empresas, ciudades o individuos más de lo que
favorecen la construcción de un nuevo tipo de sociedad. La televisión ofrece un gran
número de informaciones sobre la Bolsa en Europa y en América, mientras que se dan muy
pocas informaciones sobre la vida de las empresas, incluso cuando se trata de una fusión o
de un fracaso grave con consecuencias importantes sobre el empleo. Son, por otra parte, las
previsiones de los beneficios sobre las acciones lo que provoca tal empuje en la Bolsa,
movimiento susceptible de provocar a su vez el crecimiento de la producción. Esta no es
ya, entonces, el factor primero; no es más que el resultado indirecto de una previsión de
beneficios.
A un nivel más inmediato, los comentaristas hablan constantemente de la «crisis de
confianza» que explica el descenso del consumo y de la inversión. En el mismo momento,
el prestigio de los empresarios, incluso de los más grandes, se ha visto sacudido con fuerza
por maniobras fraudulentas. La fuerza de los sindicatos se ha degradado, por su lado, pues
descansaba sobre todo en la clase obrera que se ha fragmentado en sentido estricto...
Es esta tercera puerta de salida de la sociedad europea la que ha conducido hacia el sistema
económico y social que más influencia tiene a finales del siglo xx y que ha encontrado en
Estados Unidos su forma más acabada: la sociedad de masas. Esto es lo que ha permitido a
este país labrarse una posición dominante (que había sido la del sistema europeo, y sobre
todo del imperio británico, en el siglo XIX). La democracia social que se ha impuesto en
Europa y en los grandes países de la Common wealth con frecuencia ha asegurado, es
cierto, la perennidad del sistema de protección social. Pero las intervenciones del Estado
han sido dirigidas cada vez más hacia las categorías medias o los pequeños asalariados, los
mejor integrados, sin llegar a frenar la caída de las categorías más des favorecidas,
acelerada todavía más por las migraciones internacionales.
Muchos de los mejores trabajos de sociología en Europa están dedicados a la evaluación de
la acción de las políticas sociales en los dominios de la educación, la salud, el urbanismo,
las pensiones y, más ampliamente, la Seguridad Social. Algunos comentaristas han querido
interpretar el fracaso constatado, o la renuncia reconocida, como el signo del triunfo del
capitalismo. Tienen en parte razón, puesto que las intervenciones del mercado prevalecen
cada vez más sobre las políticas sociales, pero también porque la población acomodada y
educada utiliza mejor ciertas prestaciones y sabe obtener ventajas injustas, y porque la
crisis de la escuela pública se debe en gran parte al envejecimiento de su pedagogía más
orientada hacia las necesidades de la sociedad que hacia las demandas de los enseñantes.
Como quiera que sea, en este principio de siglo, y en el momento en que pasan a ser
miembros de la Unión Europea países ex comunistas donde la gestión del Estado había
tomado formas muy ineficaces, el modelo europeo, más allá del caso particular del Welfare
State, se descompone de forma acelerada.
SURGIMIENTO DE LA DEMOCRACIA
Fue durante la primera fase de la modernización cuando las categorías políticas fueron
aplicadas a todos los dominios de la vida social. La preocupación dominante era asegurar el
orden contra el desorden, la paz interior contra la violencia y la integración de la sociedad
contra la arbitrariedad de un príncipe o un jefe de guerra.
El Estado nacional, expresión que resume la más importante creación política en el seno del
modelo europeo, merece su gloria, porque desbordó las monarquías absolutas y fundó un
conjunto político, la nación, que a su vez estableció fuertes vínculos con la sociedad civil.
La noción de ciudadanía se basa en el reconocimiento de los derechos políticos. La de
Estado nacional no lleva en sí ninguna referencia a la democracia. Se acerca a ello cuando
el país considerado, Gran Bretaña antes que cualquier otro, da a la sociedad civil, es decir,
económica, su independencia y hace de ella la base de su legitimidad. El otro país que ha
inventado el Estado-nación, Francia, no asoció al Estado y a la nación más que el pueblo,
noción inventada por el Estado y que reduce la sociedad a ser su reflejo, puesto que tiene la
misma unidad que él. La memoria histórica de los franceses combina gustosamente la
Revolución y Napoleón en un período central de su historia que François Furet prolongaba
hasta el final del siglo XIX, es decir, hasta el declive de la Francia campesina, burguesa y
patriota.
En muchos otros países, el Estado fue menos fuerte o no existió, y es la voluntad de formar
una nación lo que llevó al nacionalismo a dar al Estado una legitimidad tan fuerte que se
fundió por completo en ella y siempre más de su lado que del de la sociedad.
La democracia, pues, no siempre forma parte del modelo europeo de sociedad, mientras que
la revolución es una componente importa Esta observación se aplica todavía más
claramente a los países del Estado nacional no se ha formado y ha quedado prisionero de un
peno, como en el caso de Austria-Hungría. Pero no ha existido más de manera limitada en
Estados Unidos, puesto que el principal problema de este país, la condición de los negros,
condujo a una guerra que no encontró solución más que en el último cuarto del siglo xx
como resultado de una acción a la vez democrática, revolucionaria y popular.
En Francia, la democracia ha sido debilitada por la prolongada nr tiva a conceder el derecho
de voto a las mujeres. Ha servido con frecuencia para legitimar el poder de las oligarquías
más que para construir sistema político donde la mayoría controlara el poder ejecutivo a
través de la representación parlamentaria o referendaría.
Se estaría tentado de decir que la democracia, incluso muy teñida oligarquía y de poder de
clase, fue una realidad más británica que europea; dicho de otro modo, triunfó en un país
más imperial que nacional puesto que ha quedado definido por la reunión de varias
naciones. Lo que refuerza todavía más la idea de que la nación y la democracia son
nociones más opuestas que complementarias. Los franceses lo han demostrado en tiempos
recientes. La opinión pública esclarecida, invitada a elegir entre las ideas de república y
democracia, ha evolucionado cada v más netamente hacia el ideal republicano,
manifestando al mismo tiempo un escaso interés por la igualdad, valor central de la
democracia. Así, inspiración más revolucionaria y nacional que democrática que había
vuelto a poner en pie a Francia en la Liberación, bajo la dirección con junta del general De
Gaulle y el partido comunista, no fue reemplazada cuando se agotó, por un progreso de la
socialdemocracia.
El Estado nacional, del que nunca se habló tanto como desde que cada día se anuncia su
próxima desaparición, ha debido por el contrario su duradera importancia y su resistencia a
la globalización porque ha sido y sigue siendo la expresión política de la sociedad, en el
sentido fueru que da a esta palabra el modelo europeo.
Es casi en los mismos términos como hay que hablar de los movimientos sociales. También
ellos ocupan un lugar central en el modelo de la sociedad, puesto que ésta se basa en una
gran concentración de los recursos, la formación de una élite dirigente dinámica y
conflictos al límite de la ruptura. Y para los movimientos sociales, más todavía que para el
Estado-nación, el espacio político se define mejor en términos de revolución que de
democracia. Al punto de que esta última palabra ha podido ser empleada por el movimiento
comunista cuyo centro, el régimen soviético, jamás ha podido reivindicar seriamente ser un
poder democrático. Significaba entonces que la preocupación era asegurar el bienestar del
pueblo, y sobre todo la destrucción de los enemigos del pueblo, lo que hizo de dicho
término un sinónimo de revolución, sin ninguna relación con la idea de un poder formado y
transformado de abajo arriba.
En sentido opuesto, se ve, en primer lugar en Gran Bretaña, la alianza de los movimientos
sociales con la democracia. La del movimiento sindical y la democracia fue sellada en Gran
Bretaña gracias a los fabianistas y a la idea de democracia industrial, de donde salió una
socialdemocracia que, por una parte, evolucionó hacia el comunismo, y, por otra, dejó de
estar conchabada con el movimiento obrero, mientras que en algunos casos, sobre todo en
Escandinavia, garantizó una alianza duradera entre un sindicalismo poderoso y una
democracia igualitaria.
El caso francés es menos brillante: la figura de Jean Jaurés ha sido la más relevante, aunque
no haya llegado a la dirección del partido socialista, porque fue, con la misma fuerza, el
diputado de los mineros de Car maux, el defensor de las grandes causas democráticas y un
activo partidario de Dreyfus. Su caso, casi único, subraya la debilidad de los lazos entre el
movimiento obrero y la democracia.
Los movimientos de liberación nacional ofrecen un espectáculo poco homogéneo: rara vez
han sido de inspiración democrática, aunque hayan estado sostenidos por corrientes de
opinión democrática (de hecho más bien revolucionarias) en las metrópolis coloniales.
Será en el último capítulo de este libro donde se hable del movimiento de las mujeres, que
fue y sigue siendo profundamente democrático. Pero es preciso recordar aquí que este caso
es muy diferente de otros, puesto que este movimiento se ha desarrollado en lo esencial tras
la caída del modelo europeo.
EL RETORNO DE LO POLÍTICO
El análisis crítico del Estado nacional no debe, sin embargo, hacer olvidar que éste se
inscribe en el modelo que yo llamo la sociedad, mientras que otros tipos de Estado no
solamente no se integran ahí, sino que se esfuerzan en plegar todos los aspectos de la
sociedad a la construcción de su propio poder. El nacionalismo es la imposición de los
intereses del Estado a la nación y al conjunto de la sociedad. ¿Por dónde pasa la frontera
entre el Estado-nación y el nacionalismo? Ante todo, entre la existencia y la no-existencia,
la fuerza o la debilidad de la sociedad, y en particular de su componente nacional.
Ahí donde la heterogeneidad política, social o cultural es grande cuando un país está
inmerso en diferencias regionales profundas o esta atravesado por barreras lingüísticas o
religiosas infranqueables, el Estado nacional se transforma en voluntad nacionalista, en
afirmación de la unidad de una nación que no existe de hecho. El nacionalismo es un
proyecto puramente político que trata de «inventar» una nación al dar a un Estado poderes
no controlados para hacer emerger una nación e incluso una sociedad. Cuando es devorado
por el nacionalismo, el Estado nacional deja de ser un componente de la sociedad y ésta
corre el peligro de ser destruida. El nacionalismo está muy alejado de la modernidad, y es
doblemente peligroso para la democracia. En primer lugar, porque funciona de arriba abajo,
por tanto de manera opuesta a la democracia. En segundo lugar porque sustituye la
complejidad de las relaciones sociales por la pura afirmación de una pertenencia que se
define entonces menos por su contenido que por la naturaleza de sus adversarios. Los
nacionalismos han contribuido poderosamente a destruir la sociedad al imponer a ésta una
lógica de guerra, una división del mundo entre amigos y enemigos que bloquea el
funcionamiento de la sociedad.
La disgregación de la sociedad, modelo globalizante, ha liberado un espacio propiamente
político, de forma que el retorno al pensamiento político y su autonomía creciente (incluso
su influencia sobre la sociología) se cuentan entre los aspectos más importantes del declive
y la caída del modelo europeo de modernización que giraba en torno a la noción de
sociedad. El retorno de lo político no es un retorno al paradigma político que había
precedido al paradigma social. Es la caída de este último lo que hace renacer el paradigma
político; pero esta vez como un subsistema.
Este retorno de un pensamiento específico de lo político es un aspecto tan importante de la
crisis de la sociedad de tipo europeo que no se puede presentar ésta sin evocar ese cambio
ocurrido en el interior del pensamiento social y cuyo efecto principal fue el desarrollo de
análisis y de teorías relativos a la democracia.
En Francia esta transformación del pensamiento social, y el retorno del concepto de
política, ha tomado una forma más espectacular, pues Francia, a diferencia de Italia, Gran
Bretaña y Estados Unidos, no había producido desde hace mucho tiempo ningún pensador
político importante. Tocqueville y sus contemporáneos habían constituido el único conjunto
importante de pensadores de lo político en la historia intelectual de Francia, al comienzo
del siglo XIX, y Elíe Halévy se había vuelto a encontrar muy aislado a final del mismo
siglo cuando pretendió emprender una análisis propiamente político.
La razón principal de esta ausencia de pensamiento político en Francia es la importancia
concedida a la Revolución francesa y al imperio, pero también la influencia de los
historiadores «sociales» de la revolución, Albert Mathiez y Georges Lefebvre en particular.
Esta dominación de la historiografía de «izquierda», a la vez social y política, empujó a los
franceses a defender la noción de antifascismo y a oponerse a la de totalitarismo por la
razón de que, en la primera perspectiva, los comunistas, componente esencial de la
izquierda, estaban del lado bueno, mientras que, en el análisis del totalitarismo, se
encontraban del lado del leninismo y del estalinismo, dicho de otro modo, de los
adversarios encarnizados de la democracia. Por eso la obra que tuvo mayor influencia en
este retorno a lo político fue la de François Furet, que impuso a adversarios que le eran
intelectualmente inferiores la necesidad de un análisis propiamente político de la
Revolución francesa. Lo que permitió al pensamiento francés renunciar a su desconfianza
respecto de Hanna Arendt.
En el terreno de las ideas, fue Raymond Aron quien dirigió este cambio de orientación del
pensamiento social, a la vez por su obra personal y por sus críticas eficaces contra la
debilidad intelectual de la corriente althusseriana, que trataba de racionalizar un análisis
global, de tipo marxista, de la sociedad. Su coraje intelectual, demostrado en varias
ocasiones, acrecentó la influencia de sus ideas. De manera menos espectacular, pero a
través de una reflexión más elaborada, Claude Lefort fue el pensador de la democracia que
Francia jamás había tenido de hecho.
El modelo europeo de desarrollo, aquel que se ha identificado con la noción de sociedad y
en consecuencia con la idea de que lo social no tiene otro fundamento que sí mismo, está,
pues, en vías de desaparición, aun que algunos de sus aspectos puedan reaparecer en otros
modos de desarrollo. Se ha podido pensar que América Latina y otras partes del mundo
tomarían así el relevo de Europa y harían sobrevivir su modo de desarrollo. Esto habría
podido producirse, pero la mayor parte del continente ha optado, bien por una integración
en la economía norteamericana bien por una adhesión a la ideología cubana, es decir, al
modelo colonialista. Estas opciones resultaron nefastas, tanto una como otra, la primera lo
fue especialmente para Argentina y la segunda para Venezuela y Guatemala.
Sin embargo, en Brasil, tras el fracaso de las tentativas liberales, luego de las dictaduras de
Vargas y el período de la dictadura militar, se ha impuesto un modelo de desarrollo que se
parece en ciertos aspectos modelo europeo, incluido el aspecto intelectual. Y Brasil tiene
conciencia de que su historia depende ante todo de sí misma.
Pero sólo en Chile es posible hablar de modelo europeo: fuerte optimización del Estado y
luchas sociales a menudo extremas. La larga dictadura de Pinochet aparecía a primera vista
en ruptura total con el modelo europeo, pero sería un juicio demasiado apresurado: no
olvidemos la mensión autoritaria del imperio alemán y la violencia de la represión la
Comuna de París en 1871. Esta particularidad de Chile hace de él país original, pero no
autoriza a hablar de una nueva etapa en la vida d modelo europeo.
Por último, este modelo no es ni una versión de la modernidad, una figura del capitalismo,
ni tampoco del socialismo, que, sin embargo han salido de sus filas: ha combinado esos dos
tipos de gestión económica para construir un tipo de sociedad enteramente autocreada y
auto legitimada. Dicho de otro modo, el modelo europeo no ha propuesto una tercera vía
entre el capitalismo y el socialismo. Son, al contrario, esos dos tipos de gestión económica
los que han aparecido como formas particulares y opuestas del modelo europeo.
LA GUERRA POR ENCIMA DE NOSOTROS
Nos queda, sin embargo, considerar un aspecto esencial de este tipo de ideal que he dejado
de lado de forma deliberada para no separarlo de problemas que ocupan un lugar
predominante en la situación contemporánea. Se trata de la guerra, puesto que todos los
análisis de la historia europea conceden una extremada importancia a las luchas por la
hegemonía entre las grandes potencias europeas. Es la autoproducción de las sociedades
nacionales europeas lo que ha impedido la formación de un sistema europeo integrado y lo
que ha favorecido el establecimiento de una sucesión de tratados basados en la necesidad de
regular la competencia entre los principales países, tratados que no tuvieron todos, la
misma duración que el de Westfalia (1648).
La idea de sociedad ha sido tan fuerte que una fórmula célebre ha podido afirmar que la
guerra era la política continuada por otros medios. Esta visión «civil» de la guerra, que ha
podido ser aplicada a las guerras napoleónicas, al menos durante el primer período, cuando
el primer cónsul, luego el emperador, transportaba con él a los países conquistados las ideas
y las instituciones de la Revolución francesa, no puede ya serlo en los regímenes totalitarios
del siglo xx, construidos alrededor de ideas de guerra, conquista, dictadura del proletariado
y cruzada. Si este libro se ha abierto con la evocación del 11 de septiembre de 2001 en
Estados Unidos, es para subrayar dramáticamente la ruptura que ha transformado esa
sociedad poderosa, en primera fila en casi todos los dominios, en una fuerza de guerra que
combate a las fuerzas del Mal en el nombre de una mi Sión confiada por Dios a Estados
Unidos a fin de que salven al mundo creado por él.
La guerra ha cambiado, pues, de estatuto. Había desempeñado un papel central en la
formación de Estados racionalizados y «burocráticos» que se convirtieron en los actores
centrales de una modernización que consistió primero en imponer a la nobleza la autoridad
del rey y de su administración civil y militar. Vivimos un movimiento inverso desde el final
de la Primera Guerra Mundial. Tras haber comenzado como conflicto armado entre los
Estados europeos, se transformó en una masacre que destruyó el conjunto de Europa y que
condujo a la victoria en varias sociedades nacionales de dictadores para los que la violencia
política era a la vez medio y fin.
Ninguna fuerza política ha tenido tanta influencia en el siglo xx como el leninismomaoísmo, que impuso a unas sociedades el poder de un Estado-partido-ejército encargado
oficialmente de eliminar a los enemigos de clase. No ha habido sociedad soviética; sólo un
conjunto de mecanismos de sumisión de los diferentes elementos de una sociedad, siempre
virtual, a un poder totalitario que no se habría mantenido si no hubiera controlado un
formidable poder militar y policial. El único momento en que la Unión Soviética ha tomado
forma de sociedad es cuando se ha convertido en una patria por la que los hombres, rusos o
de otra nacionalidad, han muerto. Sólo en los campos de batalla de Stalingrado y en una
Leningrado asediada y hambrienta la sociedad rusa ha reaparecido tras el régimen
soviético, de modo que la sociedad rusa ha sido una sociedad de muertos.
La guerra ha dejado de ser la continuación de la política y una forma extrema de
movilización de recursos permitiendo el enfrentamiento e armas y naciones y el triunfo de
los fuertes sobre los débiles, de los ejércitos sobre el bienestar. La guerra no está ya en el
corazón de las sociedades, como lo ha estado durante los siglos de la modernización de
Europa que se aprovechó de ella para dominar el mundo, al mismo tiempo que creaba
grandes Estados, cada uno de los cuales trataba de acabar con los otros. La guerra está en
adelante por encima de las sociedades significa la destrucción, no el combate, la muerte, no
la victoria.
¿Quién ve en la bomba de Hiroshima el instrumento de la victoria final de Estados Unidos
sobre Japón? Todos vemos ahí la muerte, por 1 onda expansiva de la explosión y por las
radiaciones mortales que liber de miles y miles de habitantes de la ciudad. Y esta imagen de
Hiroshim y Nagasaki está presente en nuestra mente en el momento en que Estados Unidos,
tras haber combatido al comunismo como había combatido nazismo, por la libertad de una
gran parte de Europa y de otros países, s deja arrastrar por un discurso mentiroso hacía la
construcción unilateral de un imperio sin límites. Así se crea por encima del mundo una
amenaza de destrucción y de caos que no defiende los intereses de un grupo social o de una
nación, menos todavía sus necesidades de petróleo, sino una concepción político-religiosa
que se enfrenta a otra.
El espacio que fue el de las relaciones entre «sociedades» está hoy invadido por las fuerzas
de la guerra, el dinero, el miedo y la violencia, peri a las que resiste, con éxito muy diverso,
la modernidad tal como ha sido definida aquí y cuyos principios se encarnan en
instituciones que son ante todo instrumentos construidos para la defensa de las libertades
como deben serlo, de un lado, las leyes, y, de otro, los sistemas de educación familiar y
escolar.
El espacio público no está vacío, pero ya casi no está ocupado por b política representativa.
Avanzamos en una dirección opuesta a la que no gustaba concebir todavía hace muy poco.
Hemos quedado marcados por la idea de que las sociedades modernizadas daban cada vez
más importancia a la «sociedad civil» y por tanto a los actores sociales. De forma que la
política estaba cada vez más próxima a los conflictos y los movimientos sociales. Medio
siglo después de las primeras grandes luchas obreras, gobiernos socialdemócratas habían
hecho reconocer los derechos sociales de los trabajadores y, un poco más tarde, en una gran
parte de Europa y de los grandes países de la Commonwealth, se había creado un Estadoprovidencia cuyo presupuesto es, en Francia por ejemplo, superior al del Estado nacional.
Las luchas entre Estados parecían estar al margen en nuestra parte del mundo, y los
conflictos bélicos parecían reservados al Tercer Mundo y a los regímenes totalitarios. Las
guerras entre «grandes potencias» harían correr tales riesgos a la humanidad, se decía, que
se había llegado a un acuerdo para limitar el empleo de las armas nucleares y oponerse a su
difusión. Ahora bien, este esquema, que concedía un lugar más importante a los problemas
de la sociedad y la cultura que a los combates propiamente políticos, y sobre todo a la
guerra, ha sido desmentido de manera brutal por la realidad.
Lo que hoy domina el mundo, menos de quince años después del hundimiento del imperio
soviétíco, es el enfrentamiento de grupos islamistas dispuestos a todo, incluido el suicidio,
y el imperio estadounidense, que posee las armas más poderosas pero que no llega a
hacerse con el control total de Afganistán, Irak y otros países de Oriente Medio.
El corazón de este mundo es hoy la zona geográfica muy limitada en que israelíes y
palestinos se disputan el mismo suelo y prefieren una guerra a muerte a una transacción que
diera lugar a un Estado palestino. El sangriento atentado de Madrid en marzo de 2004
anuncia otros en Europa occidental, en Estados Unidos y en los territorios ocupados por
ellos. El mundo entero contiene la respiración y trata de saber si los núcleos di rigentes de
Al Qaeda serán destruidos o si la lista de atentados que han golpeado ya a Occidente varias
veces va a alargarse y a producir traumatismos cada vez más duraderos. El mundo, en este
comienzo de siglo, ha pasado del vocabulario de la economía al de la guerra, al mismo
tiempo que se siente amenazado cada vez más directamente por un enfrenta miento directo.
Se esperaba el triunfo de la sociedad civil, y es al contrario un choque entre conjuntos
político-religiosos lo que domina el mundo entero. Incluso si no se comparten los puntos de
vista de Samuel Huntington, es preciso reconocer que él ha subrayado mejor que nadie la
importancia de estos choques globales entre civilizaciones opuestas.
No llevaremos este análisis demasiado lejos. Sería absurdo afirmar que las realidades
sociales se han fundido en el caldero de la guerra. Decenas de millones de seres humanos
mueren como consecuencia de la violencia bélica. No debemos confundir su desdicha
extrema con el sentimiento de inseguridad y precariedad que experimentan muchos países
donde la vida sin embargo sigue siendo muy aceptable para la mayoría de sus habitantes.
Por el contrario, nos es preciso mantener la idea de que la autorregulación institucional de
las sociedades se ha debilitado, cuando no está en vías de desaparición. La estatua de la
sociedad, que estaba ji talada en el centro del espacio público, ha quedado hecha añicos.
Frente a las fuerzas de la guerra y a todas las formas de violencia, creemos ya en la acción
política y sindical. Sólo las fuerzas que descansan en una legitimidad no social, como la
defensa de los derechos humanos pueden oponerse con éxito a las fuerzas de la guerra, que
no están dadas tampoco en principios propiamente sociales, definidos en términos del
interés general de la sociedad.
CUANDO SISTEMA Y ACTORES SE SEPARAN
La descomposición de la sociedad en los países más modernizados alcanza sus formas
extremas cuando el vínculo entre el sistema y el actor se rompe, cuando el sentido de una
norma para el sistema no corresponde al que tiene para el actor. Todo adquiere entonces un
doble sentido y el individuo quiere afirmarse por su oposición al lenguaje de la sociedad.
Esta ruptura es menos fácil de percibir que las destrucciones materiales la extensión de la
criminalidad, pero es necesario llegar ahí si se quiere comprender hasta dónde puede
conducir la caída de la idea de la sociedad, y en consecuencia sobre qué necesidad
apremiante podemos construir otra representación de la vida colectiva y de nuestra vida
personal.
La más importante y la más visible de estas crisis es la que concierne al lugar del trabajo en
la vida de cada uno. La reducción de la semana laboral, el aumento del número de días
festivos y, más todavía, la prolongación del tiempo de jubilación han conducido a muchos
analistas a hablar del final del trabajo. Nuestra vida, que durante tanto tiempo estuvo
dominada por el problema de la producción y la necesidad de la supervivencia, lo está
ahora por el consumo y las comunicaciones. La disminución acelerada del tiempo de
trabajo es vivida por la mayor parte como una liberación y no ya como la privación de una
experiencia creadora.
Este discurso, que se puede oír por todas partes, y que es el preferido de las categorías
intermedias, promueve sin embargo dos tipos de objeciones. La primera procede de las
categorías más elevadas. ¿Es posible que una sociedad de alta tecnología funcione sólo con
trabajadores interinos y precarios? ¿Cómo olvidar que el número de los técnicos,
especialistas, profesionales de todos los órdenes, «manipuladores de símbolos», como dice
Reich, ha aumentado de forma considerable? Con frecuencia estas categorías se encuentran,
ciertamente, protegidas en el mercado de trabajo por sus aptitudes, pero no es ya por el
éxito de la empresa por lo que se interesan, desde que han sabido que ésta podía ser
eliminada por la competencia, deslocalizar sus actividades o desembarazarse brutalmente
de sus trabajadores de más edad. Es en su propio éxito, en su carrera, en su capacidad de
reunir datos y explorar dominios nuevos en lo que piensan. Y es también así como se
comportan los buscadores, innovadores y profesionales del sector público, universitario o
médico, que conocen bien las debilidades probablemente incurables de sus instituciones
pero se lanzan a proyectos nuevos, europeos o mundiales, o incluso emigran para hacerse
con nuevos conocimientos.
El otro tipo de objeciones viene de abajo. ¡Qué amargo es oír celebrar el final del trabajo y
la extensión del tiempo libre cuando se es parado o trabajador precario, cuando se trabaja
en un sector en retroceso o cuando se ve cómo pierde valor la cualificación propia ante la
aparición de nuevas tecnologías!
De hecho, hemos vivido una inversión de situación y de actitudes tan profunda que no la
percibimos espontáneamente. Era en las relaciones laborales donde tenían su origen los
conflictos sociales principales; es ahora, por el contrario, en el nivel de la economía
globalizada, cuyas consecuencias se dejan sentir en el empleo local y suscitan una
oposición que une la defensa de lo local y la crítica de lo global. Un aspecto de esta in
versión es que lo que nos afecta más de cerca es lo que nos parecía hace poco lo más lejano,
lo que queda reflejado en la idea de desarrollo sostenible o, a la inversa, en la de un cambio
climático que trastocaría la vida de la mayoría, mientras que nuestra experiencia más
cotidiana se ha liberado, en parte al menos, de las constricciones que nos imponía. La parte
del trabajo cualificado que permite una cierta autonomía ha aumentado mucho en relación
con el trabajo no cualificado, a pesar del fuerte aumento de los trabajos precarios.
El trabajo traza más que nunca la línea de demarcación entre la par te central y superior de
la sociedad y su periferia. Es verdad que muchos no piensan en el trabajo más que como un
medio de asegurar vacaciones y una garantía de recursos en la edad de la jubilación; pero
para un número similar de personas, o incluso mayor, el trabajo ocupa un lugar más
importante, que no se reduce a las horas que le están directamente con sagradas: es así que
la formación, el reciclaje, los juegos tecnológicos o la información están en el corazón del
tiempo libre. Ahora bien, no pueden ser considerados solamente como ocios. Antaño, un
gran corte separaba.
Cuando hablábamos de nosotros en términos sociales a los que vivían de su trabajo y a los
que vivían de su capital. Hoy la separación se realiza entre los que se puede llamar
especialistas (o profesionales) y los que no tienen cualificación que requiera una verdadera
formación y que se mueven cada vez más en el sector de los servicios.
Y piénsese en las manchas negras que se extienden sobre el mapa del mundo, aquellas en
que la producción es débil, en que la población no vive más que de ayudas exteriores, del
contrabando o de otras actividades ilegales, como la producción, el tráfico y la venta de
drogas. El mundo económico no es ya ese vasto conjunto donde cada uno se aseguraría un
empleo y un salario. Los eriales industriales se extienden, pero la movilidad de los
profesionales cualificados también aumenta. El trabajo falta a muchos; da a otros su
principal razón de vivir. Es la disociación de la economía y los trabajadores, del sistema y
el actor, lo que constituye la mejor definición de la crisis actual. Bajo nuestros ojos se
disocia la lógica de los mercados, que rige las empresas, y la protección de la situación
económica a que aspiran los asalariados. Pero la globalización va a constreñir a todos los
países, industrializados o no, a impulsar sus avances y por tanto a utilizar de forma óptima
sus «recursos humanos», sus competencias, y a elevar su nivel de producción.
Que los habitantes de los países industrializados y ricos no descansen, pues, por más
tiempo sobre su herencia. Las deslocalizaciones les afectan ya intensamente, pero ¿no es
previsible (e incluso lógico) que aquellos que trabajan mucho y ganan poco predominen
sobre los que no trabajan mucho y tienen ingresos elevados? Pero nos es más fácil
denunciar los males que sufre el Tercer Mundo que bajar las barreras que hemos levantado
nosotros mismos para defender nuestra producción agrícola o industrial...
En resumen, el trabajo no pierde nada de la importancia que tenía en pleno período
industrial en la vida de la mayoría de las gentes. Lo que se desvanece bajo nuestros ojos es
la civilización del trabajo. Jürgen Habermas habla, a este respecto, de la disociación del
contenido histórico y del contenido utópico de la civilización.
Lo que se acaba de decir del trabajo puede ser generalizado, o al menos extendido, a otros
dominios importantes de la vida social. Por todas partes se encuentra la misma disociación
entre el sentido de una actividad para la sociedad y su sentido para el que la ejerce. Pero el
sentido para la sociedad tiende a ser siempre más débil que el sentido para los actores
mismos. Vivimos, pues, en sociedades descontentas de sí mismas pero donde cada uno
forma para sí proyectos y expectativas más positivas. Situación inversa de la que hemos
vivido durante mucho tiempo.
El fin de las sociedades cuando los individuos lo ven todo negro en una sociedad más bien
satisfecha de sí misma. En suma, asistimos a una transferencia de valores de la sociedad a
los individuos y entramos, cuando podemos, en una nueva figura del mundo económico.
Tomemos el caso de la escuela. A este respecto, las ideas son todavía confusas y las
opciones difíciles. En muchos países, entre ellos Francia, la escuela ha recibido por misión
preparar y socializar trabajadores y ciudadanos. La escuela dice que no debe tener en
cuenta las diferencias entre los alumnos, lo que la conduciría, piensan sus representantes, a
interesarse más en los alumnos más activos, procedentes de los medios más favorecidos. La
escuela no está al servicio de los alumnos, debe ayudar a éstos a adquirir conocimientos
generales, a respetar la organización de la sociedad y de la nación y a adquirir el sentido de
la disciplina. Tal fue el espíritu de los institutos alemanes y franceses, de humanidades o
científicos, antes, en el caso alemán, de la conmoción introducida por el nazismo. Esta
concepción está claramente resumida en la definición de la educación como factor de
socialización y en la idea complementaria de que es la socialización llevada a cabo con
éxito lo que crea individuos libres y responsables. Esta concepción ha prosperado durante
largo tiempo gracias al monopolio de hecho de los institutos públicos, a la buena calidad de
los enseñantes y a una situación económica que aseguraría a la inmensa mayoría de los
alumnos un lugar en el mundo de los adultos.
Este discurso y esta concepción de la vida escolar tienen vigencia todavía. Pero están en
decadencia y las quejas surgen por todas partes. El debate francés sobre el laicismo no ha
hecho más que acrecentar la con fusión. ¿Cómo se puede todavía no considerar al discípulo
más que como futuro miembro de la sociedad? ¿Se puede llevar la ceguera o la mala fe tan
lejos como para no ver que al no tener en cuenta la situación psicológica, social y cultural
de los alumnos, se acrecientan los privilegios de los que pertenecen a un medio educado,
que gozan de las mejores informaciones y están por tanto en situación de elaborar proyectos
de futuro? ¿No hay que tener el coraje de decir que la escuela, que debería favorecer la
igualdad, tiende a reforzar la desigualdad al multiplicar los obstáculos en el camino de los
que proceden de medios subprivilegiados y de minorías culturales, como lo muestra, en el
caso francés, el escaso número de niños surgidos de la inmigración que alcanzan puestos
elevados en la sociedad?
Los enseñantes están perturbados por tener que transmitir conocimientos a alumnos que, en
muchos casos, no tienen ningún interés por los programas escolares y se aburren en la
escuela, donde se encuentran todavía a veces en la edad adulta. Pero no hay que olvidar que
muchos niños y familias saben que su futuro depende ampliamente de su éxito escolar. En
sentido contrario a los estereotipos tan masivamente extendidos, muchas jóvenes
musulmanas con velo comparten esta convicción, quieren llevar adelante sus estudios y no
ven por qué tienen que elegir entre sus creencias religiosas y su porvenir profesional. Los
enseñantes, confrontados a grandes dificultades, adoptan con frecuencia actitudes
defensivas. Oponen los enseñantes que son a los «educadores», lo que oculta de hecho una
ausencia de interés activo por los alumnos con más dificultades. Es verdad que las
conductas personales de los enseñantes son a menudo más abiertas y más innovadoras que
su discurso colectivo, pero el sufrimiento es grande por ambos lados y no hará más que
acrecentarse a medida que se refuerce la presión para que los derechos culturales de todos
sean respetados, derechos a sus creencias, a sus costumbres de vida, etc. La idea ya
envejecida de la escuela como santuario de la vida pública, mientras que las conductas
religiosas no saldrían del espacio privado, se hará pronto insostenible porque será percibida
por un número creciente de alumnos y de padres de alumnos como represiva e injusta.
Un reconocimiento importante de la necesaria individualización de la enseñanza ha sido
aportado en Francia por los enseñantes de colegios que han tenido el coraje de recomendar
el mantenimiento del colegio único para evitar acrecentar la segregación social que existe
en los institutos; lo que supone una individualización de la enseñanza, dada la
heterogeneidad de las clases del colegio. Es preciso afirmar con la misma fuerza la
necesidad de un aprendizaje del pensamiento racional e incluso científico, dominio en el
que los premios Nobel, como Georges Charpak en Francia, han tomado iniciativas
coronadas por el éxito.
Esta orientación general de la enseñanza hacia el alumno es todavía ridiculizada por
algunos, y el laxismo de ciertos enseñantes como los excesos de algunos pedagogos han
llevado a muchos padres y enseñantes a pedir el retorno a una forma más tradicional de
enseñanza, basada en la adquisición de conocimientos. Pero el cambio de concepción de la
es cuela es demasiado profundo para depender enteramente de las circunstancias variables
de la coyuntura política. No se volverá a una concepción de la enseñanza como
socialización puesto que el sistema social, la rocie dad, no ofrece ya la solidez de antaño y
la individualización del aprendizaje, y por tanto la ayuda aportada a las iniciativas de cada
alumno, están ya en acción en la enseñanza de hoy.
Se podrían hacer, en otros sectores, constataciones análogas. Lo que vivimos no es, por
tanto, el hundimiento de un castillo de arena, es el agotamiento de la política social
centrada en la sociedad, sus funciones y su integración. Estamos ya todos inmersos en el
paso que lleva de una sociedad basada en ella misma a la producción de sí por los
individuos, con la ayuda de instituciones transformadas. Tal es el sentido de este final de lo
social de que estoy hablando aquí.
LA RUPTURA DEL VÍNCULO SOCIAL
Ningún tema está más extendido hoy que la ruptura del vínculo social. Los grupos de
proximidad, la familia, los compañeros, el medio es colar o profesional, parecen por todas
partes en crisis, dejando al individuo, sobre todo joven o ya mayor sin cónyuge y sin
familia, extranjero o inmigrante, en una soledad que conduce bien a la depresión, o bien a
la búsqueda de relaciones artificiales y peligrosas, como esos grupos cuyos líderes asientan
su influencia en la fuerza y la agresividad.
Pero, por importantes que sean estos temas y la gravedad de la criminalidad, que en efecto
aumenta, es arbitrario no iluminar más que un lado de las conductas de individuos que
saben también inventar actividades colectivas o individuales, actividades que les aportan
más satisfacción que la integración en grupos a cuyas normas deben someterse, No
imaginamos ni un sujeto enteramente creador, ni un individuo dirigido desde fuera por los
mercados y los medios de comunicación.
Las consecuencias negativas de este vacío social golpean sobre todo a las categorías más
débiles y más dependientes, y en primer lugar a aquellas que son rechazadas fuera del
mundo del trabajo o a sus márgenes: parados de larga duración, asistidos permanentes,
asalariados temporales o a tiempo parcial y working poor forman masas importantes que es
casi imposible considerar o incluso enumerar de tan ocultas como están en la oscuridad de
las clasificaciones sociales.
Hace ya mucho que los sociólogos latinoamericanos se enfrentan sobre la cuestión:
¿favorece el subempleo la formación de un ejército de reserva que permite al capitalismo
presionar sobre los salarios, o fomenta la multiplicación de marginales dispersos, fuera del
mercado del trabajo organizado? Es la segunda hipótesis la que se ha revelado justa: define
mejor la marginalidad urbana, y, por tanto, da mejor cuenta de esos populismos que tan a
menudo y frágilmente han movilizado a los asalariados.
Lo que sabemos de los emigrados que han salido de sus ciudades y sus pueblos para buscar
trabajo en los países más ricos, en Estados Unidos, en Alemania o incluso en Francia, es
muy vago, como si esas categorías quedaran verdaderamente al margen de la sociedad. En
Francia se habla de «suburbios», de «barrios» o incluso de «ciudades», formadas por
inmuebles construidos con ayuda de fondos públicos para albergar, antes y sobre todo
después de la Segunda Guerra Mundial, a familias de escasos ingresos. Estos hombres y
estas mujeres de los que tanto se habla son de hecho gentes invisibles. Esta situación toma
una forma extrema cuando se contempla del lado de los campos de refugiados desplazados
por las guerras, en África, Líbano, Jordania, donde la mayoría de la población palestina
vive sin recursos propios. Por todas partes se infiltran la violencia, el miedo, la muerte. Las
acciones que se forman en tales situaciones pertenecen también a este mundo del vacío
social donde la acción tiende a devenir imposible, donde la muerte que golpea al enemigo
tanto como a uno mismo es la respuesta mejor adaptada a situaciones de des composición y
de exclusión sociales.
A un encuestador que le preguntaba: «¿cuál es la categoría social que más odia?», un joven
sin trabajo fijo y que de un período de formación en una empresa había pasado a otro en
otra empresa, dio un día esta respuesta: «La policía, en primer lugar». Respuesta tan lógica
que no precisa comentarios. « después?», preguntó el encuestador. «Los enseñantes y los
trabajadores sociales», respondió el joven. « ¿por qué? —preguntó extrañado el
encuestador—. ¿Acaso no tratan de ayudarles y no de explotarles?» El joven respondió:
«Porque nos mienten, nos engañan. Nos llaman a integrarnos en una sociedad
desintegrada». Esta respuesta desborda el caso de la población a la que pertenecía este
joven. Para muchos, el mundo ha perdido todo sentido y el sinsentido no puede suscitar
más que conductas de puro odio —odio de uno mismo y del entorno— o una agitación sin
objetivo en una cultura de masas donde son habituales las imágenes de violencia.
Con los trabajadores y los emigrados de los países pobres, son las mujeres las que más
intensamente sufren esta pérdida de sentido de sí mismas. Formaban una categoría definida
por su inferioridad pero no dejaban de tener funciones reconocidas. Por más que la
descomposición del antiguo sistema prepare la venida de nuevos actores y nuevos tipos de
cultura y sociedad, conduce también a una sumisión cada vez más completa a la
dominación del mercado. La imagen de la mujer manipulada como objeto sexual y
sometida a la violencia masculina contiene, a pesar de ciertos excesos, mucha verdad, y no
se pueden rechazar las acusaciones feministas dirigidas contra la frecuencia y la gravedad
de la violencia sufrida por las mujeres.
Al. FINAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES?
¿Es necesario llegar a poner incluso en cuestión el tema al que yo mismo he dado tanta
importancia, el de los movimientos sociales? En principio, es necesario constatar el
debilitamiento de esta idea, que evocaba el movimiento obrero, los movimientos de
liberación nacional y el feminismo. Hoy, leo en la estación del metro en la que bajo, que
«habiéndose producido un movimiento social en una cierta categoría de personal, varias
estaciones de metro estarán cerradas hasta nuevo aviso». ¿Cómo no sentirse perturbado por
la pérdida de contenido de esta gran idea, utilizada en adelante para designar cualquier
interrupción del trabajo, cuando la idea de movimiento social estaba reservada a los
conflictos entre actores sociales organizados y donde lo que estaba en juego era la
movilización social de los principales recursos culturales de una sociedad? El movimiento
obrero, por ejemplo, ¿no está en conflicto con el mundo de los empresarios por el acceso a
los recursos creados por una industrialización que los dos campos valoraban igualmente?
Invocada para cualquier cosa, la idea de movimiento social pierde todo contenido y se
vuelve inútil.
En cuanto a nosotros, que salimos de este largo período dominado por la idea de sociedad,
nuestra inclinación inicial es renunciar a un instrumento de análisis que ha perdido
aparentemente toda su fuerza. Algunos añadirán que ya era hora de estudiar de manera más
positiva problemas más concretos, las negociaciones colectivas, los conflictos o la
elaboración de políticas sociales públicas, por ejemplo. Pero muchos observadores, entre
los que me cuento, aun reconociendo la importancia de esas investigaciones más limitadas,
tratan también de identificar los nuevos actores y los nuevos objetivos, y por tanto los
nuevos movimientos sociales de hoy, más culturales que sociales. Tal será el objetivo de la
segunda parte de este libro.
CONCLUSIÓN
Lo esencial en la actualidad no es describir el éxito o la ruina del modelo de sociedad que
fue el instrumento del triunfo de Occidente; 1 esencial es rechazar tanto el optimismo del
progreso como el pesimismo de la sociología crítica que no ha percibido más que la caída.
Lo que cuenta es saber si el individualismo, que reemplaza a la utilidad socia. Como eje
central del pensamiento y de la acción, cederá a las sirenas de marketing y de los programas
de televisión o se revelará al menos tan exigente y combativo como lo ha sido la idea de
igualdad en el seno de la sociedad occidental. Es fácil reprochar al individuo actual su
egoísmo y su ausencia de sentido de la historia. Tan fácil como era reprochar a la sociedad
su afición por las normas y la razón instrumental.
Es preciso, ciertamente, percibir de qué forma el individuo es manipulado por la
propaganda y la publicidad, pero también hay que descubrir al actor social presente en ese
individuo, e incluso el sujeto que está en él y que se bate contra la sociedad de masas, la
impersonalidad de los mercados y la violencia de la guerra. Durante casi medio siglo, el
pensamiento social, sobre todo en Francia, ha tratado de desembarazarse del sujeto, como si
éste traicionara su discurso idealista y privilegiara a los ricos contra los pobres, porque los
ricos hablan mejor. Combate ridículo mientras el mundo estaba gobernado por los
totalitarismos, las guerras y los enfrentamientos.
¿Puede el fin de la sociedad conducir al nacimiento del sujeto? Muchos rechazan esta
hipótesis optimista. Yo les pido sólo reconocer que ahí se encuentra lo que
fundamentalmente está en juego en nuestra sociedad: ¿cómo defender y hacer crecer la
libertad creadora del sujeto contra las olas de violencia, de imprevisibilidad y de
arbitrariedad que ocupan cada vez más el espacio social?
Capítulo
La idea de modernidad no parece, en primer lugar, añadir gran cosa al análisis de lo que yo
he llamado el paradigma «social» de la vida social. ¿No se llama moderno a algo que es
creado y constantemente transformado? La oposición, desde hace mucho tiempo, clásica,
entre comunidad y sociedad, ¿no hace de ésta un sinónimo de modernidad? ¿No pensamos
que la modernidad aparta los tronos y los altares para dejar a la sociedad administrarse a sí
misma, considerando su integración como una tarea central que debe servir de criterio de
evaluación de las conductas? Nos sentimos orgullosos de mirarnos como ciudadanos
miembros de una nación y depositarios de la soberanía y por tanto del poder de hacer o
cambiar la ley. E igualmente orgullosos de ser trabajadores cuya actividad es útil a la
colectividad, a la sociedad, que lo reconoce por diversas clases de retribuciones, en
particular monetarias.
Este triunfo de la idea de sociedad no ha sido en ninguna parte tan completo como en el
mundo occidental, que ha tomado ventaja sobre el resto del mundo identificándose
precisamente con la modernidad. Entonces, ¿es hablar del «fin de lo social» algo distinto a
decir que «la modernidad está agotada»?
Muchos analistas están tentados de declarar en ruina la modernidad misma y anunciar
nuestra entrada en lo posmoderno. Hablar así significa especialmente que se afirma la
desaparición de todo principio histórico central de definición del conjunto social. Postura
intelectual que tiene consecuencias tan generales y tan radicales que confiere a los que la
adoptan la conciencia de las posibilidades casi infinitas de conceptualización que se
conceden y, al mismo tiempo, los graves peligros de desorganización teórica y práctica a
los que se exponen. Siempre me he mantenido alejado de esta actitud intelectual, por
importante y fecunda que sea.
¿Qué ES LA MODERNIDAD?
Quiero adelantar de entrada una definición de modernidad que op nc el pensamiento
centrado en la sociedad al que lo está en la modernidad, y que resume bien una expresión
que será en varias ocasiones utilizada aquí: la modernidad se define por el hecho de que
dafuna’ament no sociales a los hechos sociales, impone la sumisión de la sociedad
principios o valores que, en sí mismos, no son sociales. He ahí lo que pude sorprender.
Está claro que tal definición de la modernidad nos conduce en su dirección diferente de la
que es anunciada por la palabra sociedad. E recordado que las sociedades autoproducidas,
definidas por sus instrumentos y sus obras, no apelaban a ningún principio no social en su
análisis ni en su acción. Pero este análisis interno, que debe ser mantenido debe también ser
completado por otra caracterización. ¿Cómo una sociedad «activa», creadora y conflictiva a
la vez, se forma en oposición sistemas sociales organizados con vistas a su reproducción,
equilibrio e integración, lo que llamamos comunidades, que se basan en principie no
sociales, ya sean de tipo religioso, de tipo tradicional, o de la asociación de los dos? ¿Es
preciso explicar el paso de la comunidad a la «sociedad» por la imposición, al conjunto de
la vida social, de la dominación ejercida por una élite dirigente? Esta explicación parece
débil, pues la violencia puede crear el poder pero no la capacidad de auto transformación y
racionalización. Lo que conduce a definir la modernidad por la intervención de principios
anticomunitarios.
Sólo tales principios pueden volver a poner en cuestión el orden establecido. Pero ¿de qué
principios se trata? Se han dado las respuestas más diversas a esta pregunta, y la lista es
larga. Es preciso, por el contrario, reducirla lo más posible con vistas a identificar
principios no sociales de orientación de la acción que sean verdaderamente fundamentales.
Al término de una revisión de los elementos de la modernidad considerados en general
corno los más importantes, dos componentes me parecen in dispensables para la existencia
de la modernidad. Son la condición de existencia de la libertad y de la creatividad en el
seno de sistemas sociales que tienden naturalmente a reforzarse ellos mismos más que a
formar actores libres.
El primer principio es la creencia en la razón y en la acción racional. La ciencia y la
tecnología, el cálculo y la precisión, la aplicación de los resultados de la ciencia a dominios
cada vez más diversos de nuestra vida y de la sociedad son para nosotros componentes
necesarios, y casi evidentes, de la civilización moderna. Lo importante es subrayar que la
razón no está basada en la defensa de los intereses colectivos o individuales, sino en sí
misma y en un concepto de verdad que no se aprehende en términos económicos o
políticos. La razón es un fundamento no social de la vida social, mientras que lo religioso o
la costumbre se definían en términos sociales, aun cuando se refiriesen a realidades
transcendentes, puesto que lo sagrado es una realidad social.
El segundo principio fundador de la modernidad es el reconocimiento de los derechos del
individuo, es decir, la afirmación de un universalismo que da a todos los individuos los
mismos derechos, cualesquiera que sean sus atributos económicos, sociales o políticos. Tal
fórmula no apunta a cerrar el debate sobre el lugar de las comunidades en las sociedades
individualistas contemporáneas. No impide que lo que llamamos des de 1789 los «derechos
del hombre», que están inscritos en numerosas constituciones y, claro está, en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, sean reconocidos por todos
como una fuerza de superación de todas las comunidades y de todos los principios de
orden.
He aquí pues formulada la conclusión de este breve análisis de la modernidad. Una
sociedad moderna está basada en dos principios que no son de naturaleza social: la acción
racional y el reconocimiento de los derechos universales de todos los individuos. No nos
dejemos sorprender por esta conclusión, pues la plena modernidad no puede ser más que lo
opuesto del modelo comunitario. Tal como acabo de definirla, la modernidad no es ya una
forma de vida social, sino el par de fuerzas opuestas y complementarias que dan a una
sociedad un completo control de sí misma: todo aquí es, de un lado, creación, acción,
trabajo y, del otro, libertad sin límites y rechazo de toda «moralización» de la vida pública
que limitaría la libertad del actor. Los discursos que elaboramos sobre nosotros mismos
cada día, como los que elaboramos sobre los otros y sobre la organización social misma,
¿no están dominados por esa voluntad de acción eficaz y por esa voluntad de afirmar, frente
a todos los tipos de dominación, los derechos inalienables de cada uno, y por tanto el
principio de igualdad entre los seres humanos, que no podría tener otro sentido real que
éste?
Estos dos principios conjuntos definen bien la modernidad, puesto que rechazan todo orden
social que no sea creado por sus propias fuer zas y que esté subordinado, por ejemplo, a una
revelación divina, oposición tan completa que ha provocado conflictos directos entre
religión y modernidad, como tan claramente se puso de manifiesto en el mundo católico
bajo el pontificado de Pío IX. La idea de laicismo es inseparable de la de los derechos del
individuo, pues si las religiones proclaman creencias y una revelación de alcance universal,
no definen de ningún modo los derechos del individuo como tales, sino, al contrario, la
sumisión legal de todos los individuos a una voluntad divina o a una sabiduría revelada.
Cuando un poder espiritual dirige el poder temporal o se mezcla con él, se crea una
comunidad definida por la pertenencia de sus miembros al cuerpo de creencias y de
prácticas de una religión y que el poder temporal debe hacer respetar.
Pero ¿cuál es la relación de la modernidad con el modo de modernización occidental? El
modelo social occidental, puesto que se organiza alrededor de la idea de una sociedad
autocreada, surge de los principios de la modernidad. Es movimiento, auto transformación,
destrucción y re construcción de sí. Más claramente todavía, cree en el uso de la razón y
respeta la verdad verificable, transmisible y aplicable, y piensa mejorar así, no su grado de
integración, sino las posibilidades de vida, de acción y de satisfacción de las necesidades de
todos los miembros de la sociedad.
El nexo entre la idea occidental de sociedad y la idea de modernidad se refuerza por
consiguiente a medida que la autoproducción de la sociedad nos da una mayor confianza en
nuestra capacidad de ser modernos. Sería absurdo pretender que la sociedad occidental
mantiene las mismas relaciones con la modernidad que todos los demás tipos de
modernización, que todos siguen caminos que los hacen avanzar de la misma manera hacia
la modernidad, pues pasan por normas de organización y movilización que, a menudo, los
alejan de ella. Y es este parentesco mismo lo que nos fuerza a insistir más sobre la
separación, e incluso sobre la oposición, de las ideas de sociedad y modernidad. Mientras
que lo que las une es casi demasiado visible, puesto que sabemos que la idea de
modernidad ha nacido en el seno de la sociedad de tipo occidental, y no en el seno de
comunidades cerradas.
Las sociedades que se ha llamado industriales o postindustriales no aíslan la racionalidad de
la racionalización, método de producción que recurre al cálculo, pero cuyo objetivo
principal es acrecentar el control del beneficio capitalista sobre el trabajo obrero.
Paralelamente, la afirmación universalista de los derechos de cada in dividuo fue
igualmente limitada en la sociedad industrial, donde se hablaba también de derechos
sociales, es decir, de derechos de los trabaja dores, lo que ha podido conducir a menudo a la
interpretación de que esos derechos debían desembocar en la institución de una sociedad de
trabajadores, sociedad sin clases, idea que reintroduce un modelo de sociedad en las
antípodas, pues, del individualismo de los derechos del hombre. Sólo la modernidad en sí
misma protege de toda confusión entre la libertad de cada uno y la integración social.
La distancia con la modernidad completa es más grande todavía cuando se piensa en las
sociedades de la primera modernidad (al menos en el mundo occidental), pues la razón
estaba entonces ligada a la formación del Estado moderno, «burocrático», que era también
con gran frecuencia una monarquía o una oligarquía absolutas. La libertad del ciudadano
fue entonces definida más por deberes que por derechos.
Pero ninguna sociedad, ni siquiera la más avanzada tecnológicamente te, podría ser
identificada con la modernidad. Lo que opone las dos nociones es que la sociedad, por
opuesta que sea a la lógica comunitaria, tiende también a su propio reforzamiento. Da
preferencia al «interés general», y por tanto a los deberes de cada uno, sobre los derechos
individuales. La racionalidad instrumental, que busca la eficacia en la obtención de
resultados, no podría, tampoco, ser confundida con la modernidad. Y esta distinción está
tan cargada de sentido que ocupa un lugar central en el pensamiento sociológico, gracias a
la Escuela de Fráncfort y a toda una serie de trabajos de primer orden dentro de la
sociología, de Horkheimer y Adorno hasta Habermas, pasando por Marcuse.
Inversamente, una modernización, cualquiera que sea, no es condición necesaria y
suficiente para llegar a la modernidad. La marcha hacia la modernidad se opera llevando
sobre sí muchos elementos procedentes de otras sociedades, Nunca lo nuevo se hace
completamente de lo nuevo, se hace también con lo viejo. La modernidad es una creación
que excede todos sus campos de aplicación, pues todos tienen otra cara, la de la
reinterpretación de lo premoderno. La idea de sociedad está siempre centra da en sí misma,
tanto por aquellos que tratan de las funciones y de la utilidad de las conductas como por
quienes ven por todas partes los instrumentos y los efectos de una dominación. La idea de
modernidad, al contrario, lleva en sí una tensión insuperable entre la razón y los derechos
de los individuos, de un lado, y el interés colectivo, del otro. La ciudadanía, los derechos
cívicos, son también una expresión política de la racionalidad, pero que se opone a la
integración y al reforzamiento de la sociedad como los derechos se oponen a los deberes.
Además, los dos principios de la modernidad no se reducen a la unidad y se pueden poner
en competencia uno con otro. La acción racional no es siempre conforme a los derechos
individuales, y éstos se ejercen no menos frecuentemente contra el pensamiento racional.
LA VICTORIA DE LA MODERNIDAD
Las relaciones entre la idea de sociedad y la de modernidad aparecen más claramente
todavía cuando se evalúa la evolución de las sociedades ligadas a la modernidad: ¿se
refuerzan hasta el punto de que la modernidad se encuentra identificada con el reino de los
intereses? O, por el contrario, ¿la organización social se disuelve en una modernidad que
impone cambios permanentes? O bien, tercera solución, ¿los dos órdenes de realidad se
separan cada vez más en un movimiento que protege la secularización y el laicismo?
Examinemos —y apartemos— sucesivamente estas tres respuestas. La primera es la que
satisface mejor el pesimismo de los realistas, que están convencidos de que el interés prima
siempre sobre los derechos y sobre los principios, y que la interdependencia de los
elementos de la vida social llega a ser tan grande que no deja lugar a la apertura que
representa la modernidad: debemos evitar los ataques demasiado brutales al pensamiento
racional y a los derechos humanos, pero debemos también adaptarnos a situaciones mal
definidas, cambiantes y que no controlamos. Este empirismo nos permite evitar las faltas
más graves, incluso aunque no lleve a comportarse de acuerdo con el principio de toda
modernidad.
La segunda solución no atrae más que a aquellos que dan a la modernidad un sentido
elemental, el del cambio permanente, que está muy alejado del que me ha parecido
necesario conferirle. Sobre todo, la idea de que los problemas generales y durables se
disuelven en un presente fragmentado por cambios incesantes está muy alejada de nuestra
experiencia vivida, puesto que nos planteamos cada vez más problemas a largo plazo y
fundamentales sobre la democracia, el encuentro entre las culturas, nuestros derechos de
intervención sobre la vida humana, etc. La tercera solución, que conoce un avance de
popularidad en este principio de siglo, equivale simplemente a la separación de la vida
pública y la vida privada. Es defendida por aquellos que quieren limitar la religión a la
esfera privada y consideran la escuela como un santuario donde el enseñante no debe
reconocer más que al individuo racional e ignorar la situación cultural, social y psicológica
de cada uno de los alumnos.
Es la opción por otra solución lo que define la razón de ser de este libro. Mientras que con
frecuencia se nos anuncia, tanto por los optimistas como por los pesimistas, el triunfo del
interés y del cálculo, del cambio acelerado y de la diversificación del consumo, de tal forma
que las sociedades más desarrolladas serían también las más modernas, yo defiendo la idea,
no de que la lógica interna de las sociedades devora la modernidad y la transforma en
racionalización y en individualismo instrumental, idea válida en el pasado más que en el
presente, sino, a la inversa, que el modelo de la sociedad se descompone bajo nuestros ojos,
y cada vez de forma más rápida, mientras que los principios de la modernidad tratan de
imponerse más directamente. Sobre las ruinas de la sociedad avanzan en efecto, de un lado,
fuerzas no controladas, las del mercado, la guerra y la violencia, y, del otro, la modernidad,
de la que son elementos centrales el racionalismo y la preocupación por los derechos
humanos universales y que se deja oír cada vez más directamente, sin por ello pasar por la
ficción de una sociedad perfecta.
Nuestro mundo está cada vez más dominado por la fuerza, pero está también cada vez más
preocupado por opciones morales que ocupan en adelante un lugar central en la vida
política. Durante varias décadas, tras el agotamiento de la sociología conservadora, que
veía en la sociedad un sistema capaz de regular sus funciones y adaptar a quienes en ella
viven a las necesidades de los sistemas, hemos sido asediados por el pensamiento que
reducía todos los aspectos de la vida social a la defensa y la reproducción de una
dominación. Este planteamiento crítico ha producido muchas obras de gran calidad, pero se
ha hundido de manera ineluctable en la espiral de la autodestrucción: ¿el propio
pensamiento crítico no es útil para el triunfo de una dominación cuya potencia terrible
muestra y que contrasta con la debilidad de sus adversarios? A decir verdad, desde el
comienzo del nuevo siglo, el éxito de este pensamiento se ha reducido, pero sigue siendo
muy fuerte, apoyado en la denuncia de la violencia y la arbitrariedad. El pensamiento
neoliberal que se orienta en sentido contrario y quiere ser el estudio de las «opciones
racionales», propone un hedonismo empírico que tiene la ventaja de no contrariar nuestros
deseos pero que no aporta ninguna garantía de libertad de elección a quienes están influidos
por la mercadotecnia. Este hedonismo está también muy alejado de lo que yo llamo la
modernidad.
Es preciso romper completamente con todos los pensamientos liga dos a la defensa del
sistema social, a la vez capaz de elaborar y de imponer valores, normas, formas de
autoridad, una definición de los estatus y los papeles. Pues la modernidad es lo contrario
mismo de la autocreación de la sociedad.
Lo que vivimos es la destrucción de la sociedad, es decir, de la visión social de la vida
social, del conjunto de las categorías en las que vivimos como en una armadura desde hace
más de un siglo. Vemos hundirse a nuestro alrededor sociedades de producción y luchas
sociales cuyo dina mismo nos ha dado varios siglos de adelanto sobre el resto del mundo.
Es normal que muchos no vean más que las ruinas de una construcción tan grandiosa. Yo
mismo insisto constantemente en el retorno de la violencia y de la guerra, y he subrayado el
triunfo del mercado sobre el trabajo y la creación. Pero frente a estas nubes negras que
ocupan una parte importante de nuestro cielo, percibo también la presencia cada vez más
brillante de una modernidad cuyos principios (la creencia en la razón y el re conocimiento
de los derechos individuales universales) se afirman sobre las ruinas de los sistemas
sociales.
Lejos de estar sumergidos en un mundo donde no subsistirían más que el interés y el placer,
estamos cada vez más claramente ante nuestras propias responsabilidades de seres libres.
Ya lo he dicho: sobre las ruinas de los sistemas sociales aparecen, cada vez más
manifiestas, dos fuerzas que no son ni una ni otra sociales: las fuerzas naturalizadas del
mercado, de la violencia y de la guerra, por un lado, y la apelación igual mente no social,
porque absoluta y universal, a los derechos y la razón, por otro. Nuestra historia no está ya
definida por su sentido y su eventual punto de llegada, no ya por el espíritu de un tiempo o
de un pueblo, sino por el enfrentamiento de fuerzas naturales, la de los mercados, las
guerras y las catástrofes, con la modernidad, con el sujeto.
¿Por qué hablar de «modernidad»? ¿Por qué no hablar de «valores», o, más
tradicionalmente, de «filosofía ilustrada»? Huyo de la idea de va lores, que remite ora a una
concepción religiosa, ora a la sociología más clásica, para la cual los valores están en la
cima del sistema de normas y de la organización social y no pueden, pues, más que remitir
a la sociedad misma, como todas las formas de lo sagrado.
La idea de modernidad designa, más allá de la acción de la sociedad sobre sí misma, las
fuentes de los derechos, la presencia de lo universal en lo social. Que el contenido dado
aquí a la idea de la modernidad evoque la filosofía de la Ilustración es un hecho afortunado,
pues ésta, a través de sus manifestaciones tanto políticas como intelectuales, está cargada
de la misma confianza en la creación de sí misma por sí misma, gracias a la superación de
barreras sociales que impiden reconocer el universalismo de los derechos y de la razón.
Si la noción de sociedad ha sido durante mucho tiempo creadora, ya lo he dicho, es porque
apelaba a la modernidad contra las comunidades que derrocaba, por tanto a principios
universalistas como la razón y los derechos universales de cada individuo. Pero hoy la
modernidad supera, a su vez, a la sociedad. Debido a que la sociología crítica ha
descubierto, con razón, en el funcionamiento de las sociedades más dominación que
racionalidad, más deberes que derechos, se nos ha hecho cada vez más difícil creer que es
integrándose en la sociedad, en sus normas y sus leyes, como el ser humano se convierte en
un individuo libre y responsable. Experimentamos, por el contrario, cada vez con más
fuerza lo que opone el individuo a la sociedad, y lo mismo la sociedad a la modernidad,
porque el individuo moderno está cada vez más definido por relación consigo mismo y la
modernidad es la apelación constante, más allá de las normas y los deberes sociales, a un
universalismo de derechos que puede, cierta mente, degradarse en un hedonismo
manipulado por el comercio y por los medios de comunicación, pero puede también ser el
lugar de la invocación a un sujeto en su universalismo liberador.
La modernidad ha sido impulsada durante mucho tiempo por la idea de sociedad; hoy sólo
puede desarrollarse desembarazándose de ella, combatiéndola incluso, y apoderándose del
sujeto, que es cada vez más di rectamente opuesto a la idea de sociedad.
La idea de modernidad no recurre a ningún principio trascendente. Afirma al contrario que
la libertad creadora de cada uno, de cada individuo o categoría de individuos, es el bien
supremo, que no supone ningún otro fundamento que ella misma. Lo que explica por qué la
modernidad no se identifica nunca con determinada sociedad o poder, y tampoco con
determinadas corrientes de ideas o tipos de enseñanza. Lo mismo que la modernidad es
reforzada por el paso de la comunidad a la sociedad, lo es —y todavía más— por la
superación de la sociedad. Se separa de toda ex presión social, como una religión que se
separara de toda Iglesia y de toda práctica ritual.
La ruina de las sociedades tiene, sin duda, tantos aspectos negativos como positivos. La
desocialización conduce a la destrucción de los lazos sociales, a la soledad, a la crisis de
identidad, como he dicho, pero al mismo tiempo libera de pertenencias y de reglas
impuestas. Ahora bien, la modernidad no solamente no se encuentra debilitada por ello,
sino que se convierte en la única forma de resistencia a todas las formas de violencia y a
ella corresponde reconstruir instituciones que no estarán ya al ser vicio de la sociedad,
rebautizada como «interés general» o «bien común», sino al de la libertad creadora de cada
individuo.
Esta concepción de la modernidad y de los derechos del hombre s enfrenta clásicamente a
dos adversarios. El primero, el más visible hoy, se encarna en los medios islámicos o
asiáticos que rechazan toda universalidad al modelo occidental y afirman que el suyo,
determinado por una concepción comunitaria de la vida social y por el mantenimiento de la
familia tradicional, se ha revelado más eficaz que el nuestro, afectado por todas las formas
de descomposición personales y colectivas. Los escrito de Lee Kuan Yen, maestro
poderoso y autoritario de Singapur, se consideran perfectamente representativos de esta
tendencia que Michael Igna tieff opone a la de la filosofía occidental de la Ilustración. En
realidad este pensamiento no propone una definición de la modernidad: defiende otro
modelo de modernización que juzga más eficaz: lo que no es en inaceptable.
El segundo adversario es más fuerte intelectualmente, y debe ser es cuchado con más
atención. Ha surgido de la gran tradición que se re monta a Jean-Jacques Rousseau, e
incluso más allá de él hasta Hobbes, que define la democracia por el reino de la voluntad
general, dicho d otro modo, por el respeto más completo posible a la soberanía popular:
Esta concepción ha sido atacada por su derecha por el liberalismo económico y por su
izquierda por la idea de la lucha de clases, pero sigue siendo predominante, sobre todo en
Estados Unidos. A este respecto, Inatieff evoca con razón el excepcionalísimo americano
tal como se ha manifestado con ocasión de la creación de una Corte Penal Internacional
permanente, y por tanto la oposición norteamericana a la idea de los derechos del hombre
tal como había sido redefinida en 1948 por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. Aquí, en efecto, se opone dos concepciones de la democracia, que proceden de
dos análisis diferentes de las mismas situaciones históricas.
La concepción estadounidense, aprobada por todos aquellos que ponen en primer plano la
idea de nación, es de un optimismo tan poderos tan alejado de las realidades de un gran
país, como ya había dicho Rousseau, que conduce a dejar que la sociedad, con sus centros
de poder y si zonas de exclusión, sus tradiciones, sus ideologías, y por qué no su región de
Estado, se administre en nombre de su propia soberanía y sin que ningún gran principio
exterior se le pueda oponer. Esta concepción fi la de las revoluciones, y el ideal de las
primeras generaciones de movimientos políticos, y sobre todo de utopías, puesto que las
más poderosas fueron inventadas durante el período de triunfo del «paradigma» político.
Pero al pasar de un período a otro, al impregnar a sociedades cada vez menos controladas
políticamente y cada vez más dominadas por los intereses capitalistas, las burocracias, las
élites dirigentes y las redes financieras y económicas internacionales, esa concepción
soberanista ha perdido su fuerza y se ha disuelto en las prácticas a menudo opacas de la
democracia representativa. Paralelamente, ha ganado terreno la idea de un individualismo
democrático, que es también el de los derechos huma nos, y que se basa en una profunda
desconfianza respecto del poder político y de todas las formas de dominación, desconfianza
constantemente justificada todo a lo largo del siglo xx, que fue, como se sabe, dominado
por los totalitarismos, los regímenes autoritarios y las crisis del mercado. Hemos llegado
tan lejos en esta evolución que nos es preciso rechazar todo planteamiento soberanista, sin
duda extraño al totalitarismo, pero cuyos peligros son mayores que sus ventajas. Es la idea
de los derechos del hombre, asociada a la del sujeto, lo que ofrece la mejor defensa frente a
todas las formas de dominación social.
EL FIN DEL PENSAMIENTO SOCIAL
El lugar central otorgado a la modernidad, es decir, a la libertad crea dora del actor y no ya
a las necesidades y a las funciones de los sistemas sociales, es el efecto de la constatación
expresada en el capítulo precedente de que vivimos «el fin de lo social». Falta, para que la
ruptura sea completa, apartar más netamente de lo que yo lo he hecho hasta aquí las formas
del pensamiento social que han correspondido a la representación «social» de la vida
colectiva, y que han representado una parte muy importante del análisis sociológico.
Es necesario reconocer los efectos de las transformaciones de la realidad social sobre el
pensamiento sociológico. Ambos deben avanzar, en el dominio de las ideas como en el de
las conductas sociales, hacia una nueva visión de la vida colectiva y también de las
conductas individuales, ala que nos ha introducido la idea de modernidad. El tema del final
de lo social, de la eliminación necesaria de la idea de sociedad, trastoca, nos damos perfecta
cuenta de ello, nuestra manera de pensar y de hablar.
Ya no podemos, ya no debemos, pensar socialmente los hechos sociales. Lo que es menos
difícil de lo que parece a primera vista, puesto que, en otras sociedades distintas a la
nuestra, es en términos políticos o religiosos como hemos pensado lo social.
La imagen fuerte, y en definitiva optimista, de una sociedad que desde arriba da un sentido
a la vida social de cada uno ha estado siempre emparejada y enfrentada con la de una
sociedad cerrada sobre sí misma reducida al lenguaje de la dominación interna. Ahora bien,
esta cerraz ya no es actualmente la de los ejércitos sometidos a un jefe todo poderso, sino la
de la dominación que se infiltra en todas las partes de la sociedad, y sobre todo en el
interior de los propios actores, como Michel Foucault ha mostrado con tanta fuerza,
mientras que el poder central debilita, atacado por el capitalismo que da a la economía la
posibi1id de dominar la sociedad. A este respecto, las feministas radicales norte americanas
han mostrado de manera convincente que las palabras y las ideas que permiten describir la
situación y las conductas de las mujeres tienen por función principal imponer una
referencia autoritaria al modelo de relaciones heterosexuales estables y asimétricas. Lo
propio de las dominaciones es presentarse como naturales, y por tanto no impuesta.
La sociología ha bebido ampliamente de estas dos concepciones los sistemas sociales.
Durante los años de la reconstrucción de la postguerra estuvo dominada por la obra de
Talcott Parsons, que construyo hasta en sus detalles, el modelo de una sociedad que
organiza sus cuatro funciones principales: elección de fines políticos, dinamización de
recursos económicos, socialización de actores y castigo de la desviación. Una generación
más tarde comenzó a difundirse en casi todos los países occidentales una sociología crítica
que descubría los efectos de una dominación en las palabras, los gestos, las prácticas de
cada sector de la vida social. En Estados Unidos, el movimiento estudiantil, las acciones de
apoyo a las reivindicaciones de los negros por sus derechos civiles y también la lucha
contra la guerra de Vietnam rompieron la buena conciencia intelectual de los Estados
Unidos de la posguerra.
El «funcionalismo crítico», quizá porque ofrecía una llave maestra a análisis social
invitando a descubrir en todos los dominios mecanismos de construcción y de transmisión
de una dominación general, ha conocido un gran éxito en los círculos intelectuales y ha
dado un nuevo vigor la crítica de las ideologías y de las prácticas dominantes que había
perdido mucha fuerza con el declive del marxismo, cada vez más reducido a lenguaje de los
regímenes totalitarios. Pero su utilidad es más aparente que real. Pues ¿de qué dominación
se trata y en beneficio de quién se ejerce? Si no es la de un dios o un rey cuyo poder en
efecto se ha debilitado al punto de desaparecer en las sociedades en que la ciencia, las
burocracias públicas y privadas, pero también todas las formas de participación política, no
han dejado de ganar terreno, no puede ser más que la de la sociedad sobre sí misma, del
orden social, sobre todo cuando éste trata de darse fundamentos científicos y racionales. La
dominación sufrida ha estado asociada a la búsqueda de un orden social basado en sí
mismo, lo que ha correspondido al racionalismo social del siglo XIX, pero también a las
utopías totalitarias del siglo xx, que en general han critica do el antiguo orden social, sea en
nombre de realidades naturales, sea en nombre de una lucha planteada contra poderes como
el de los empresarios. Siempre el orden social se impone o trata de imponerse, es verdad, y
sin cesar se ve cómo renacen morales del interés general, del bien común, de la integración
social. Pero lo que hay que rechazar es la idea de que el orden social se impone por sí
mismo y destruye, al mismo tiempo que las pertenencias sociales tradicionales, las
reivindicaciones individualistas o libertarias.
La aplicación de la sociología crítica al conocimiento de la acción de las mujeres revela
bien su debilidad. Pues igual que es fácil mostrar la potencia y la antigüedad de la
dominación masculina, lo mismo hay que reconocer los éxitos conseguidos por los
movimientos femeninos en el orden político y económico, y sobre todo en el proceso de
control de la reproducción. La idea de una dominación de la sexualidad por el orden social,
es decir, por la imagen de la familia basada en la pareja heterosexual, es demasiado vaga y
aparece muy débil comparada a la que denuncia al poder masculino y aspira a una
liberación propiamente femenina. Objetivo que no puede ser confundido con la lucha
contra una sociedad que se supone defiende sus propios intereses, lo que es menos
movilizador.
Pero volvamos a lo esencial. A partir del momento en que se aparta la idea de sociedad
como principio de evaluación de las conductas sociales, es preciso renunciar a los
instrumentos de la sociología clásica. Se hace, en efecto, imposible, al menos en principio,
hablar de instituciones, concebir la educación como proceso de socialización o definir al
actor por la red de sus papeles y sus expectativas en cuanto a ellos. ¿Qué puede entonces
significar la acción social? ¿Cuáles son las orientaciones susceptibles de reemplazar, en la
sociología, al funcionalismo y al pensamiento crítico que declinan a medida que se agrava
la crisis de la idea de sociedad?
La primera, muy visible en particular en Estados Unidos, y que rápidamente he evocado ya,
consiste en aplicar a la sociología un pensamiento de tipo económico, destinado a
comprender las opciones de los actores y por tanto las formas, a menudo muy complejas,
que toma la búsqueda racional del interés.
Un segundo conjunto de investigaciones, cuya difusión es rápida, está consagrado al
análisis de las consecuencias negativas de la desaparición del «vínculo social» y a los
esfuerzos desplegados para volver a crearlo.
El tercer campo de estudios está consagrado a los actores más que a los sistemas, y más
ampliamente al estudio del agency, como ha hecho Anthony Giddens y su grupo de
Londres. La gran obra de Jürgen Habermas, consagrada a recuperar, a través del estudio de
la comunicación (y no ya de la conciencia), un universalismo de tipo kantiano, ejerce de
manera duradera una gran influencia en este dominio de la sociología que es el más vasto,
el más activo y el más original. El presente libro se vincula a ese conjunto de
investigaciones.
El rasgo común de todas las escuelas de la sociología viva es que parten del actor social y
recomponen a partir de él, de sus expectativas y de sus interacciones, el campo social en el
que actúa. Esta inversión de la perspectiva se ha operado en pocos años, y de manera
espectacular. Ta les ideas están hoy presentes por todas partes en nuestra vida cotidiana. Sin
embargo, siguen siendo objeto de una profunda desconfianza en los medios intelectuales.
Durante treinta años al menos, ¿no había sido el fin principal de los intelectuales eliminar
toda referencia al sujeto? ¿No se llegaba incluso a decir que los regímenes totalitarios
habían protegido las filosofías de la subjetividad? ¿No se negaba el pensamiento crítico
extremo a reconocer la existencia de actores sociales? No hablaba más que de víctimas, de
forma que la voz de los dominados ni siquiera podía ser es cuchada, puesto que el sentido
de su acción nunca podría penetrar la conciencia del actor. Francia ha desempeñado un gran
papel en la producción de estas ideas, que se han difundido en Estados Unidos, Gran
Bretaña, Alemania y muchos otros países, en particular latinoamericanos. Su línea central
de influencia fue un estructuralismo que apartaba la idea y las intenciones del autor, y
consideraba el texto como un objeto que debía ser estudiado en sí, sin hacer referencia a sus
condiciones de producción. La sociología se ha dejado arrastrar por esta tendencia basada
en un planteamiento científico de las obras. Se ha creado así un desfase creciente entre las
políticas sociales reales y los discursos de intelectuales que defendían su saber, incluso
contra las demandas de un número creciente de jóvenes y adultos.
Los sociólogos que observan y actúan en los lugares mismos de la acción no incorporan ya
esta representación de la sociedad a sus observaciones. ¿Cómo hablar de una empresa total,
de una dominación de la sociedad? La realidad que observan es al contrario la de la
descomposición de los sistemas de clasificación y jerarquía, la multiplicidad de los actos de
incivismo o de desconfianza, la difusión de las conductas de evitación, de huida o de
innovación. Es preciso hacer gala de una muy extraña ceguera para definir todavía nuestra
sociedad como si fuera fundamentalmente un sistema de reproducción de las desigualdades
y los privilegios. No es que esta idea no tenga fundamento; está, por el contrario, apoyada
en observaciones repetidas, en particular en los estudios sobre el reclutamiento de las élites.
Pero ¿cómo dar una importancia central a es tos mecanismos de control, cuando, en todos
los dominios, de la asistencia escolar a la asistencia a los museos, del uso de la fotografía a
la movilidad geográfica, lo que primero llama la atención en esta sociedad en que las
formas de participación han sido ampliadas, es la diversificación de los itinerarios y las
innovaciones, la apertura al mundo internacional y a las nuevas tecnologías de
comunicación? Decididamente, los discursos sobre los determinismos sociales y el control
cada vez más elaborado que ejercerían las autoridades sobre ciudadanos convertidos en
simples consumidores se entienden mal en sociedades fragmentadas, en cambio constante y
atravesadas por los fogonazos de la guerra.
EL INDIVIDUALISMO LIBERADOR
Eficaz y brutal, el modo occidental de modernización ha conquistado el mundo en nombre
de la sociedad. Pero ha comenzado a perder su fuerza cuando los dominados se han
rebelado contra sus amos. El movimiento obrero, primero, los movimientos de liberación
nacional después, el movimiento feminista y el movimiento ecologista —fuertemente
ligados entre sí— han hecho mella en la dominación total ejercida por la élite dirigente,
compuesta de propietarios europeos, adultos y masculinos.
Trabajadores, colonizados, mujeres, minorías de diversos tipos, se han creado entonces una
subjetividad. Se ha hecho imposible contentar se con deplorar la explotación de tantas
categorías dominadas, como si no pudieran ser más que víctimas. Y no menos apelar, como
Zola, a la inteligencia y la generosidad de los jóvenes instruidos para dar sentido a la
revolución de aquellos que no pueden sino hacer estallar las contradicciones del sistema
dominante. Las víctimas dejan en un momento de ser solamente víctimas; toman conciencia
de su situación, protestan, hablan. Momento capital ya vivido cuando los obreros
cualificados, trabajando más a menudo en talleres que en fábricas, analizaron la situación
en términos de dominación de clase, y sobre todo definieron lo que eran: trabajadores;
contra qué luchaban: el beneficio; y en nombre de qué reclamaban sus derechos: el
progreso, la modernidad. Estos trabajadores no estaban enteramente alienados o aplastados;
apoyados en su cualificación y sobre un oficio que los ponía a menudo en posición
favorable en el mercado de trabajo, hablaban en nombre de derechos universales, la
igualdad, la libertad, la justicia. Es una historia análoga la que ha transforma do a los
colonizados de pueblos oprimidos en movimientos de liberación nacional. Y evocaré más
adelante la toma de conciencia de las mujeres, que se ha formado en lo esencial a través de
la reivindicación de disponer libremente de sus cuerpos.
Este ascenso de las subjetividades ha trastocado un modo de razona miento que no quería
creer más que en la objetividad, en la razón impersonal, en el cálculo y en el interés. Ha
anclado más el modelo occidental en la modernidad, puesto que la afirmación de los
derechos humanos, a la vez individuales y universales, es uno de los componentes
fundamentales de la modernidad. Esta apelación a lo que se puede llamar el derecho a la
subjetividad se ha dejado oír con tanta más fuerza cuanto que el modelo europeo de
modernización basado en la construcción de la sociedad entraba en crisis y el colectivismo
se teñía de colores sombríos.
Esta renovación de las subjetividades, como todos los movimientos de liberación que lo
habían precedido, ha tomado con frecuencia formas positivas, pero a veces también formas
negativas, cuando desemboca, por ejemplo, en un nuevo comunitarismo, de la misma
manera que el movimiento de liberación de los obreros había engendrado el comunismo. En
estos casos, las subjetividades son engullidas por aparatos de poder que, siempre hablando
en su nombre, los transforman en su contrario, puesto que definen a cada individuo por su
pertenencia a una comunidad que no reconoce en su seno ni minoría ni oposición.
Esta apelación a la singularización individual puede llegar también a invertirse y devenir
antimoderna. La vida social no aparece ya entonces más que como el choque directo entre
la libertad del mercado, forma degradada de la razón, y las proclamaciones identitarias,
formas igual mente degradadas del individualismo. Estas dos fuerzas son opuestas, pero se
combinan para sustraer todo espacio de acción libre a actores sociales y culturales cuya
subjetividad ya sólo es reconocida como un resto del pasado.
Bajo su forma liberal, la vida social se reduce a un mercado no regulado: cada uno empuja
al otro para apropiarse de un producto, que él de fine como un buen negocio. Esta
competencia generalizada alimenta los grupos de intereses y los corporativismos que no
hacen ya referencia al interés general. El resorte de la modernización occidental está
entonces distendido. Con el acuerdo y bajo los aplausos de la mayoría, puesto que esta
distensión limita la omnipotencia de la élite dirigente; pero al precio de una impotencia
creciente para aceptar cargas, riesgos y esperanzas alimentados por la inversión, la
producción y el trabajo.
El levantamiento de los dominados ha reducido el nivel de las tensiones en la sociedad
occidental, pero esta reducción se ha acompañado también de una baja de las inversiones y
los proyectos a largo plazo, de lo que los sociólogos llaman el «modelo de recompensa
diferida», que es entonces reemplazado por un deseo de participación inmediata y sin cesar
ampliado.
Nos acercamos, más o menos pronto según los países, a esa zona donde la capacidad de
acumulación habrá desaparecido, donde el consumo tendrá la prioridad sobre la
producción, al punto mismo de hacer recaer sobre las generaciones por venir el peso del
crecimiento de la deuda pública. Nuestras sociedades podrían entonces convertirse en
mercados, bazares, donde cada grupo se esforzaría en vender lo que produce y comprar al
mejor precio los bienes y servicios de que tiene necesidad. Otros países evitarán esta
entropía concentrando sus recursos y su poder de decisión entre las manos de nuevas élites,
que actúan por la guerra más que por la producción, que tienen armas más que mercados,
que imponen también una nueva esclavitud reduciendo lo más posible el nivel de vida de
los trabajadores. El debilitamiento de nuestras sociedades, que se explica por el
agotamiento de su modelo de desarrollo tradicional, conduce pues, por un lado, a una
autonomía y a una dominación crecientes del mundo de la guerra y, por el otro, al triunfo
del consumo a corto plazo sobre los proyectos de desarrollo a largo plazo.
Lo que nos conduce a plantear la cuestión fundamental a la que este libro querría
responder: ¿es posible un nuevo modelo de modernización?, ¿puede aparecer un nuevo
dinamismo en nuestras sociedades distendidas? No puede crearse imponiendo nuevas
tensiones internas puesto que nuestra historia, desde hace siglo y medio, ha sido dominada
por el derrocamiento de las dominaciones y el debilitamiento de las tensiones. Debemos
dirigirnos, pues, en una dirección opuesta.
¿Cuál es el principio susceptible de impedir que nuestras sociedades zozobren en una
agotadora competencia generalizada, sin tener que recurrir para ello al espíritu de potencia,
de conquista y de cruzada para volver a movilizar la sociedad e imponerle coacciones y
sacrificios? El individualismo. Es verdad que esta palabra tiene mala reputación. Ha servido
para rendir culto al interés personal y a la indiferencia en cuanto a la situación de la
mayoría, y cuando canta el éxito de los ricos, rechazando a la sombra la situación de los
precarios y los excluidos, es pro piamente intolerable y se convierte, con toda justicia, en la
diana de los ataques que le dirigen quienes defienden la solidaridad, la justicia y la
igualdad.
Pero busquemos otra respuesta: ¿existe una forma de individualismo que pueda sustituir a
la voluntad de conquista y a la creación de las fuertes tensiones internas que han dado su
eficacia al modelo europeo de modernización? Si bien toda la segunda parte de este libro
está dedicada a la búsqueda de una respuesta a esta pregunta, es posible indicar aquí en
unas líneas en qué puede consistir esa respuesta, y en consecuencia cuál puede ser el medio
para que nuestras sociedades escapen de los peligros opuestos y complementarios que son
la sumisión a las reglas masivas del mercado y el enclaustramiento en un comunitarismo
que lleva inevitable mente a la guerra.
Hemos evocado el movimiento de liberación por el que los dominados, rechazando su
sumisión, se dan una subjetividad, afirmándose como seres de derecho que rechazan la
injusticia, la desigualdad y la humillación. ¿Por qué no buscar en el nivel teórico una
respuesta que daría todo su sentido a los movimientos de liberación, los de la clase obrera,
de las naciones colonizadas, de las mujeres y de las diversas minorías, afirman do que en
este mundo que ya no se puede construir en torno a la con quista y la gestión de tensiones
más fuertes, es la búsqueda de sí, la resistencia a las fuerzas impersonales lo que puede
permitirnos conservar nuestra libertad?
Esta forma de resistencia implica una afirmación de uno mismo, no sólo como actor social
sino como sujeto personal. La destrucción de la idea de sociedad no puede salvarnos de una
catástrofe más que si conduce a la construcción de la idea de sujeto, a la búsqueda de una
acción que no busca ni el beneficio ni el poder ni la gloria, sino que afirma la dignidad y el
respeto que cada ser humano merece.
Volvamos ahora a las razones del declive de la noción de sociedad. El punto central del
debate es saber si el individuo se forma convirtiéndose en ciudadano, o, al contrario,
despegándose de las normas, de los estatus y los roles que las instancias de la autoridad y
los «agentes de socialización», como la escuela y la familia, no consiguen ya hacerle
aceptar. La primera idea estuvo en el centro mismo de la construcción de nuestras
sociedades de tipo democrático. Mientras que las sociedades autoritarias, populistas o
comunitarias, apelan a la superación de los intereses individuales en provecho de una
participación lo más completa posible en un ser colectivo, un pueblo, una raza, una creencia
religiosa, una lengua o un territorio, la grandeza de nuestras democracias liberales es haber
concebido las instituciones como medios de producción de individuos libres y
responsables, preocupados por actuar según criterios universalistas. Es así como hemos
llegado a la idea de sujeto.
Dos fenómenos opuestos se han producido de inmediato: la disgregación del yo, definido
como un conjunto de papeles, y el ascenso de un individualismo consciente, reflexivo,
definido como la reivindicación para sí mismo, por un individuo o un grupo, de una libertad
creadora que es su propio fin y que no está subordinada a ningún objetivo social o político.
El individuo deja entonces de ser una unidad empírica, un personaje, un yo, y, por un
movimiento inverso, se convierte en el fin supremo que sustituye no sólo a Dios, sino a la
misma sociedad. El individuo era producido por la sociedad, en sus conductas más
concretas tanto como en su pensamiento; es ahora lo contrario lo que es verdadero. La
afirmación creadora en el corazón de la modernidad se resiste a la organización social y la
evalúa en términos positivos o negativos según que su afirmación de sí sea satisfecha o no.
Este lenguaje, que no es difícil de comprender ni tampoco más frágil que el que ha hecho
del individuo un ser social, merece ser escuchado atentamente, pues se aparta de las
representaciones habituales de las relaciones entre el individuo y la sociedad.
¿Es preciso atacar esta concepción denunciándola como idealista? Pero ¿por qué sería más
idealista decir que el individuo trata de ser reconocido como ser libre y responsable que
afirmar que se define por relación a los valores y a las normas de la sociedad? Muy al
contrario, me guardo bien de recurrir a la noción de valor porque mezcla siempre formas
concretas de vida social con una definición del bien y del mal. Lo propio de la modernidad
es no apelar a ningún principio, a ningún valor fuera de ella misma. Es verdaderamente
autocreadora, de manera que puede convenir a los espíritus agnósticos pero también a
ciertos tipos de pensamiento religioso, los que subrayan la relación directa del f Dios, más
allá de todo atributo social.
El individuo en tanto que moderno escapa, pues, a los determinismos sociales, en la medida
en que es un sujeto autocreador. A la inversa el individuo social es determinado por su
posición en la sociedad. E mentamos ambas cosas: sé que a la hora de pensar y comer lo
hago que los miembros de mi medio social, nacional y cultural, y descul cilmente los
determinantes sociales de mis conductas, puesto que é parecen a las de aquellos que
socialmente se me asemejan. Pero e mento con la misma fuerza que afirmo mi libertad
rechazando presiones que no pueden resistir por completo a mi rechazo. La riencia de mi
libertad tiene la misma fuerza que la experiencia de tras determinaciones sociales. No tengo
que buscar en la periferia nuestros determinismos sociales zonas de indeterminación. ¿Por
qué deberíamos percibir nuestra libertad con la misma fuerza que las minaciones que nos
limitan? ¿Y cómo podríamos profesar ideas o prácticas si no aceptáramos ya la idea de que
tenemos una cierta libertad de elegir entre el bien y el mal? Los analistas que no ven más
que víc y fuerzas que las dominan son a la vez miopes y arbitrarios. ¿No ha do nuestra
historia de los últimos siglos ampliamente dominada por movimientos sociales que han
modificado y transformado nuestra vida de manera cada vez más profunda?
LOS DETERMINISMOS SOCIALES
Es cuando el individualismo parece reducido a opciones de cons cuando reaparece la idea
de que las conductas están sometidas a determinismos sociales, e incluso tan fuertemente
que el problema principal pasa a ser entonces el mantener un pequeño margen de
indeterminación para dar cuenta de los factores independientes de la situación colectiva. Se
nos ha enseñado durante mucho tiempo que los ricos votan más a derecha y los pobres más
a la izquierda, pero la cuestión más interesante es en el fondo saber por qué no todos los
asalariados votan a la izquierda, mucho menos en un país donde los asalariados forman la
gran mayoría de la fuerza de trabajo, pero donde su diversidad no cesa de incrementarse y
donde muchos trabajos penosos son realizados por extranjeros. No hay determinación más
que si las conductas, que se manifiesta en términos de preferencias y de gustos, están en
estrecha correlación el lugar ocupado por el actor en la jerarquía social. Ahora bien, tales
observaciones tienen un poder de explicación mucho menor que las que consideran a los
actores en sus relaciones sociales reales.
Es preciso, pues, adoptar una concepción equilibrada de la modernidad. No es ni
destrucción del orden establecido en nombre de los intereses económicos más poderosos, ni
tampoco el triunfo del pensamiento racional, como han creído los racionalistas del siglo
XIX. No es posible se parar las conquistas de la modernidad de los peligros que lleva
consigo y contra los cuales debe prevenirse. La modernidad rompe comunidades, el orden
establecido y su estabilidad defensiva. Pero el pensamiento racional y la idea de que existen
derechos humanos no son solamente principios abstractos. El pensamiento y la idea de los
derechos son incluso mucho más que fuerzas de superación y de crítica, dan nacimiento a lo
que se puede llamar la vida social, es decir, el mundo de lo adquirido en tanto que se opone
al mundo de lo transmitido. Al mismo tiempo, es preciso vigilar constantemente las
modalidades de reforzamiento de la sociedad, en nombre a veces de la propia modernidad,
pues puede llevar a la autodestrucción de esa modernidad. La amenaza es permanente. El
racionalismo, como la racionalización del trabajo industrial, puede también servir para
destruir la conciencia de los actores.
Más compleja, al menos en apariencia, es la inversión que puede conducir a transformar el
respeto de los derechos en instrumento de opresión. ¿Cómo podríamos ignorar que la
defensa de los derechos culturales puede también transformarse en obsesión por la
identidad, por la homogeneidad y la pureza del grupo, con el rechazo de las minorías y las
diferencias? En nombre de los derechos culturales se construyen comunitarismos que
imponen sus leyes a las que disfrazan de derechos. En nombre de una identidad y de una
tradición, dirigentes autoritarios tratan de imponer principios, e incluso prácticas, que
niegan la libertad de conciencia y las libres opciones culturales.
El universo racionalizado y los regímenes comunitarios pueden también actuar de forma
concertada para privar de espacio al ejercicio de los derechos culturales, y más
ampliamente a la modernidad misma. En cada etapa de la modernidad, han aparecido los
mismos peligros. Así, durante la Revolución francesa, se han destruido regiones y
categorías sociales en nombre de la libertad y la nación. Un siglo más tarde, el movimiento
obrero impuso el respeto de los derechos sociales, pero fue en nombre del movimiento
obrero como se impuso la dictadura del proletariado y como se destruyeron los derechos
sociales que empezaban a ser reconocidos. El universo de los actores sociales no ha podido
formarse más que luchando en dos frentes a la vez: contra la reproducción de los valores y
las formas de autoridad tradicionales y, al mismo tiempo, contra un autoritarismo tanto
tecnocrático como comunitario.
¿Cómo puede protegerse la modernidad del peligro de autodestrucción que ha dominado
una gran parte del siglo xx, a través de todas las formas de organizaciones racionalizadas al
servicio de nuevos comunitarismos, que han podido llegar hasta el genocidio en el caso del
nazismo? Sólo reconociendo que la modernidad no puede realizarse más que a través del
pensamiento racional y el respeto a los derechos humanos, universales; por tanto,
proponiéndose como finalidad principal la creación de actores cuya libertad y
responsabilidad esté precisamente basada en los dos componentes principales de la
modernidad. Cuando el biólogo Axel Kahn hace suya la invitación de su padre a ser
«razonable y huma no», expresa esta idea de la manera más directa. «Razonable» va unido
a «racional», y «humano» significa ante todo el respeto por los derechos de los otros. La
modernidad no se manifiesta en la creación del «mejor de los mundos», sino, al contrario,
en la subordinación de todas las formas de organización social a un objetivo central:
producir individuos capa ces de inventar y defender su propia capacidad de combinar el
pensamiento racional y los derechos humanos fundamentales en instituciones sociales
preocupadas a la vez por la eficacia y por la libertad.
Esta conclusión vale para todas las partes del mundo. Ahí donde la amenaza comunitaria
está reforzada por la experiencia de la dependencia, es la llamada a la razón la que juega el
papel más liberador. Al contrario, en los países más ricos o «desarrollados», es la
invocación de los derechos humanos lo que protege mejor contra el régimen del interés, del
dinero como caricatura de racionalización.
Henos aquí finalmente volviendo a nuestro punto de partida. Para hablar de determinismos
sociales, es preciso que la lógica de la sociedad se imponga a las intenciones y a los
intereses de los actores; por el contrario, el declive de la idea de sociedad implica el de la
idea de que las conductas están sometidas a determinismos sociales. Numerosos sociólogos
e historiadores han constatado el debilitamiento de los estatus transmitidos, de las
adscripciones familiares, sociales, nacionales, etc., y en consecuencia el reemplazo de
explicaciones exteriores a las conductas de los actores por otras que están cada vez más
próximas a las relaciones de los propios actores consigo mismos. Baste evocar, para ilustrar
este punto, los estudios sobre educación. La escuela, se ha dicho desde hace mucho,
transmite las desigualdades sociales (lo que, dicho sea de paso, marcaba un progreso con
relación a la ingenua afirmación ideológica según la cual la escuela es un poderoso factor
de igualación), lo que con duce a considerarla como una caja negra y a afirmar que los
efectos posteriores de la escuela están determinados por la situación social anterior. Proceso
decisivo, cuyos éxitos fueron tan grandes que invadió los manuales de sociología. Hasta el
momento en que los análisis sobre el «efecto de establecimiento», realizados sobre todo por
François Dubet, mostraron que los resultados escolares dependían todavía más de la
naturaleza de las comunicaciones entre los enseñantes y enseñandos en la escuela, lo que
remite directamente al punto de vista de los actores y sus interacciones. Hoy, el tema, no
hace mucho esclarecedor, de los determinantes sociales es sobre todo un obstáculo para la
comprensión del actor social. La modernidad, es decir, la orientación central de los actores
modernos hacia la afirmación de su propia libertad, está orientada ante todo por una lógica
del actor que trata de afirmarse corno tal.
Si los sociólogos, en su mayoría, continuaran adhiriéndose a la anti gua representación de la
vida social y al tema complementario de los determinismos sociales, sería la sociología
misma la que perdería ahí su fuerza y dejaría quizá la vida, pues es el estudio de los actores,
de sus relaciones, de sus conflictos y negociaciones lo que es urgente emprender. Si la
sociología siguiera retardando su indispensable aggiornamento, se condenaría a no ser más
que un capítulo en adelante cerrado de la historia de las ideas.
Pero esta transformación está ya en marcha. La prueba es el éxito de los «estudios
culturales». Surgido de Gran Bretaña con Stuart Hall, Margaret Archer ha profundizado
después en este tema, que ha conquistado pronto un vasto espacio en el mundo universitario
estadounidense, e incluso más allá. ¿Cuál es el sentido de este programa, sino estudiar
actores a menudo en situación de minoría o de dominación? Los estudios sobre las minorías
étnicas, las conductas de las mujeres o las minorías sexuales son temas que han suscitado
gran número de obras importantes. La evolución del trabajo de Jeffrey Alexander ilumina
esta transformación de la sociología. Tras haber alcanzado una gran autoridad gracias a sus
libros sobre la historia de la teoría sociológica, y en particular sobre la obra de Talcott
Parsons, se ha convertido en referencia fundamental de una sociología cultural que hace
revivir a Durkheim al mismo tiempo que re nueva este vasto dominio, sobre todo por su
apelación a un estudio de las realizaciones de los actores.
DE LA MIRADA AL MUNDO A LA MIRADA A UNO MISMO
Es preciso ahora interrogarse sobre el lugar que hay que otorgar a los tipos de sociedad y de
cultura que surgen bajo nuestros ojos. Dos cuestiones principales se plantean entonces. 1)
¿Puede darse una expres histórica a las transformaciones descritas? ¿Se trata de una nueva
etapa de la modernidad, de una forma de posmodernismo, del nacimiento de ui sociedad
postindustrial o de una sociedad de comunicación? 2) ¿Atraviesan los otros modos de
modernización mutaciones comparables a la del mundo occidental o, por el contrario, se
asiste a la caída de una parte del mundo en la pérdida de control y de conciencia de sí?
Para empezar, pues: ¿en qué términos hay que concebir los cambios que acaban de ser
analizados? Es poco probable que sea en términos económicos, de etapas de crecimiento,
de transformaciones del capitalismo incluso de relaciones entre la economía de mercado y
las intervenciones públicas—, puesto que, desde el principio, hemos reconocido que la
globalización, hecho económico por excelencia, se separaba de las sociedades nacionales o
locales a las que trascendía, lo que provocaba estas sociedades reacciones de defensa y de
rechazo importantes pe que quedaban, en lo esencial, separadas de los movimientos
propiamente sociales.
La aproximación en términos de modos de trabajo y formas de producción atrae a un
número mucho mayor de sociólogos. No es por azar el renacimiento de la sociología en
Europa, nada más terminar la Segunda Guerra Mundial, se apoyó en la sociología del
trabajo, en la iniciativa internacionalmente reconocida de Georges Friedmann. Este
sociólogo ha estudiado en primer lugar el paso de una sociedad de oficios a una sociedad de
producción dominada por la fabricación de equipamiento materiales de masas por
trabajadores sometidos a una estrecha división del trabajo, y a menudo incluso con
cadencias impuestas; luego se ha interesado por la sociedad de la comunicación, organizada
en redes y transportando (cada vez más en tiempo real) informaciones. Cuanto más han
acrecentado las sociedades humanas su capacidad de transformar su e torno —con el riesgo
cada vez mayor de destruirlo—, más se han considerado dueños y creadores de la
naturaleza y de sí mismos quienes viven en esas sociedades y han buscado el sentido de su
acción en el uso de razón y en métodos nuevos de organización.
Durante un período que corresponde sobre todo al gran éxito de sociedad industrial, nuestra
mirada se ha vuelto hacia el exterior, bacla conquista del espacio y del tiempo, hacia la
creación de nuevos mate riales y nuevos aparatos. La razón parecía triunfar por todas
partes, en nosotros como en el mundo, y los científicos, se pensaba, iban a ocupar pronto el
lugar que habían ocupado los representantes de todas las espiritualidades. Quizás incluso el
desarrollo acelerado de las técnicas ha contribuido a separar el mundo de la producción de
la experiencia vivida de los seres humanos. Pero se debe reconocer hoy la ingenuidad de
aquellos que creían en el progreso, hayan pertenecido al sistema capitalista o al mundo
comunista.
No se trata de ningún modo de decir aquí, como tantos otros han dicho antes, que los
aspectos negativos del progreso han llegado a ser más manifiestos que los positivos. Mi
conclusión es muy diferente. Hemos sido transformados hasta tal punto en todos los
aspectos de nuestra existencia, tanto de manera positiva como negativa, que nos hemos
vuelto hacia nosotros mismos, hacia nuestra capacidad de actuar, de inventar, de reaccionar,
de forma que hemos dejado de definirnos como los amos de la naturaleza para
considerarnos responsables de nosotros mismos, sujetos. Es difícil hablar aquí de
conciencia de sí, pues esta expresión parece remitir nos a una naturaleza humana, colectiva
o personal, que observaríamos como las estrellas en el telescopio. De hecho, el sujeto no es
conciencia del yo o del sí mismo, sino búsqueda de la creación de uno mismo más allá de
todas las situaciones, de todas las funciones, de todas las identidades. Queremos existir
como individuos en medio de las técnicas, de las reglas, de las formas de producción, del
poder y de la autoridad, pero también en medio de afirmaciones identitarias y de pulsiones
guerreras. Vivimos en un mundo que es cada vez menos «natural», que sabemos que es
creado por nosotros, de forma que nuestra acción se ejerce sobre los efectos de nuestra
acción más que sobre un entorno, como bien saben los ecologistas que estudian más nuestra
acción sobre el entorno que las características del «medio natural», como se decía todavía
hace medio siglo.
Nuestra moral no es ya de adaptación a las leyes del universo o de adhesión a la palabra de
un dios, ni siquiera entre quienes tienen esas creencias. No está ya basada en el orgullo de
la creación y en la generosi dad que puede llevar en él; es la búsqueda inquieta del sujeto,
del ser para sí, como único principio de evaluación autofundamentada, mientras que todas
las morales sociales, y en particular nacionales o republicanas, han mostrado desde hace
mucho tiempo su impotencia o su nocividad. Salimos, hemos salido ya, de la época en que
la naturaleza de la máquina y las técnicas utilizadas definía una sociedad. Y a pesar de la
importancia que las comunicaciones ocupan en las sociedades contemporáneas, es en
términos de relaciones con uno mismo, más que de comunicaciones con los otros, como se
define el nuevo tipo de vida social.
Esta nueva orientación del análisis no conduce solamente a comprender y a respetar
culturas diferentes, a condición de que reconozcan principios generales como la práctica del
pensamiento racional y el res peto de los derechos individuales sin los cuales la
comunicación intercultural es imposible. Debe conducirnos más lejos, hacia una inversión
de los modos de aproximación a esos problemas. No se trata ya solamente, en efecto, de
precisar lo que permite comunicarse a dos culturas. Se trata de investigar si la conciencia de
las diferencias entre culturas puede transformarse en una evaluación, por el actor mismo, de
sus propias conductas. Cambio radical de punto de vista: no se trata ya de saber si dos o
más culturas son compatibles, sino de observar cómo los actores se forman o se
descomponen durante el paso de una cultura o de una sociedad a otra, y sobre todo el papel
que desempeñan, en este asunto, las creencias, las actitudes y las prohibiciones. ¿Facilitan
o, por el contrario, dificultan el paso de una cultura a otra, al evitar definir las culturas
como fortalezas que los extranjeros tienen dificultad en penetrar?
Tal intención descentra y re-centra de manera nueva las conductas del actor. A primera
vista, se trata de captar y analizar las dificultades encontradas por los «inmigrados» en el
paso de una cultura a otra. No se trata de definir las relaciones entre culturas diferentes,
sino la naturaleza de la conductas que permiten a los actores no dejarse vencer por las
dificulta des con que se encuentran.
Diferentes investigaciones, en particular las de Nikola Tietze, que h estudiado en Alemania
y en Francia la experiencia de inmigrados turcos y argelinos, han mostrado que la presencia
de fuertes convicciones facilitaba el paso de una cultura y una sociedad a otra. Lo que se
mide aquí es la capacidad de los actores de conducirse como sujetos, es decir, de suscitar y
recorrer su propio camino, y no la naturaleza de las relacione que existen entre dos o más
culturas. No es ya la compatibilidad entre diferentes culturas lo que está en discusión, sino
la capacidad de los individuos de transformar una serie de situaciones y de incidentes
vividos en una historia y un proyecto personales. Se puede establecer la hipótesis de que
aquellos que han llegado a administrar su historia personal han elegido de manera más
consciente sus conductas, menos determinada por los obstáculos encontrados, y han
concluido en un nivel más elevado de juicios sobre sí mismos. Este planteamiento nos
permite conocer el campo personal y colectivo que da sentido a lo que se llama su historia.
M. Boubeker tiene razón al introducir aquí la idea de etnicidad, se parándola de toda
dimensión comunitaria, pero también, claro está, de las categorías puramente económicas y
sociales. La etnicidad es la capacidad de un individuo o de un grupo de actuar en función de
su situación y de sus orígenes étnicos. Está, pues, en relación directa con la orientación de
la acción.
¿Puede prescindir la sociedad de estas consideraciones generales? ¿Debe consagrarse a un
trabajo más útil que consistiría en describir, por ejemplo, determinados aspectos
particulares de la realidad social observable? ¿No es preferible alejarse de las grandes
máquinas que, detrás de una apariencia de rigor intelectual, son demasiado a menudo
incapaces de iluminar los hechos observables?
Admito que esta preferencia se manifiesta, pero es imposible sentir- se satisfecho con una
renuncia tan completa a una explicación general. Tenemos gran necesidad de monografías
y de trabajos de campo que hagan aparecer hechos, tipos de situaciones y de conductas,
pero ya no tenemos necesidad de una concepción general de la vida social. Las
observaciones que no se integran en un marco general de interpretación pierden gran parte
de su interés. A la inversa, una visión general que no ayuda a descifrar los documentos
disponibles cae pronto en lo arbitrario y, no estando sometida a verificación, pierde su
utilidad. Dejemos, pues, estas consideraciones demasiado generales y coloquémonos ante
problemas reales. Lo más importante es que la explicación sociológica no nos es ya
aportada por referencias a la evolución técnica, económica o incluso política. Lo que no
quiere decir que la sociología deba construir con juntos sin definición histórica, pero hay
una distancia inmensa entre un proceso de evolución y el esfuerzo que debemos hacer para
comprender nuestra sociedad.
La idea que se impone a nosotros, desde la caída del Muro de Berlín y hasta la destrucción
de las torres del World Trade Center de Nueva York, es la del estallido de las sociedades:
guerras, revoluciones, transformaciones técnicas aceleradas, conquistas, migraciones, pero
también enriquecimiento y empobrecimiento rápidos, globalización de los inter cambios,
pero también de la pobreza y de la miseria. La sociedad que nos describía la sociología
clásica se parecía a un castillo de piedra; la nuestra se parece a unos paisajes en
movimiento.
La reacción más corriente a esta disgregación del orden social ha sido afirmar el papel
todopoderoso de la investigación racional del interés. Nuestras sociedades funcionarían
según objetivos económicos y ya no sociales, y el análisis económico debería, pues,
sustituir a la reflexión sociológica. Pero esta hipótesis limita el estudio a los decisores e,
incluso e este dominio, se muestra insuficiente. Otra visión del mundo, que tiende a
sustituir a una sociología clásica en pleno declive, es la que redescubre por todas partes
comunidades obsesionadas por su identidad. Pero ¿dónde están esas comunidades que
acampan una frente a otra? ¿Se puede olvidar, al analizar el choque entre el Irán
posjomeinista y Occidente que Internet aporta informaciones que el gobierno impide
distribuir? ¿qué técnicas, costumbres, canciones, vestidos, penetran aquí y allá a pesar de la
prohibición de los regímenes? Oriente no es sólo una invención de Occidente: se penetran
mutuamente, incluso si el primero está sometido al segundo.
Sólo un análisis organizado en torno a las ideas de sujeto y subjetivación es susceptible de
aproximarse más a las conductas observables. Más directamente todavía, es preciso
recordar que nuestras sociedades bar adquirido una capacidad creciente de actuar sobre sí
mismas, en particular por políticas sociales que han querido proceder a una cierta
redistribución de la riqueza y asegurar a todos una protección social decente. Más todavía,
haciendo nacer en ellas nuevos actores o actrices y transformando la representación que
tenemos de nosotros mismos, de los otros y de un mundo en el que todos sus elementos son
cada vez más interdependientes. Y, sobre todo, haciendo de la defensa del sujeto el objetivo
principal de las instituciones democráticas que quieren resistir a la presión del dinero y de
las fuerzas de la guerra.
Una última reflexión se impone, demasiado pesada quizá para los hombros de un sociólogo.
Si es preciso, a fin de cuentas, volver al sujeto, es preciso también pronunciar el nombre
más poderoso del antisujeto: el mal. Esta palabra parece encerrarnos en una visión
religiosa, o en otra concepción del universo, de las que la idea de sujeto está excluida. La
respuesta a esta objeción es que ya no hay mal ni bien, ni Dios ni diablo. Hay los que
descubren al sujeto en ellos y en los otros; son los que hacen el bien. Y los que buscan
matar el sujeto en los otros y en ellos mismos; son los que hacen el mal. No se trata de una
esencia, sino del resultado de una acción humana. Los horrores, las matanzas, los
sacrificios humanos, los genocidios, las torturas, las ejecuciones, no componen solamente
un con junto aplastante de violencias y de destrucción, que son, en el sentido estricto de la
palabra, indecibles, como bien lo han expresado los supervivientes de los campos de
concentración, y en particular Jorge Semprún. Hay entre aquellos que hacen el mal una
voluntad extrema, una rabia de humillación y de degradación que va más lejos que la
voluntad de matar. Durante mucho tiempo, no hemos podido acercarnos a un Dios sin pasar
por una iglesia. Hoy los filósofos morales no pasan ya por las iglesias, en ruinas o
abandonadas. Y es por la conciencia del mal por lo que oímos, seamos creyentes o no, la
llamada al sujeto.
Al comienzo del siglo xx, creíamos que lo humano, inseparable de lo social, iba a apartar
los peligros y las ilusiones, los dioses y los demonios. En el momento en que entramos en
el siglo xxi, comprendemos que el mundo de lo humano ha sido finalmente invadido por lo
inhumano y por lo sobrehumano. Lo social no representa ya la expresión exclusiva de lo
humano. Es de este retroceso de lo social y de lo humano de lo que se trata en este libro, y
por tanto de la progresión de lo inhumano en el espacio ilimitado del totalitarismo y del
terrorismo, y más todavía en la vida humana que yo llamo el sujeto, y cuyas formas son
múltiples.
EL DESPERTAR DEL SUJETO
Es cuando la globalización, de un lado, y el neocomunitarismo, del otro, tratan de
apoderarse de nuestras actitudes y nuestros papeles cuando nos sentimos empujados a
buscar en el interior de nosotros mismos nuestra unidad como sujetos, es decir, como seres
capaces de adquirir y manifestar una conciencia autofundamentada, lo que distingue al
sujeto del yo, e incluso del sí mismo que se forma por la interiorización de las imágenes
que los otros tienen de mí. El individuo o el grupo no son sujetos cuando imperan por
encima de las conductas prácticas. El sujeto es más fuerte y más consciente de sí mismo
cuando se defiende contra ataques que amenazan su autonomía y su capacidad de
aprehenderse como sujeto integrado, o al menos luchando por serlo, para reconocerse y ser
reconocido como tal.
Cuando digo, por ejemplo, que las mujeres luchan para ser reconocidas como sujetos —e
incluso se piensan a sí mismas como sujetos más que los hombres—, no quiero decir
solamente que reivindiquen la igual dad de derechos, y en particular un salario igual al de
los hombres cuando hacen el mismo trabajo. Desde hace mucho tiempo, a esas
reivindicaciones de igualdad se ha añadido la afirmación de los derechos específicos de la
mujer, concretada en la fórmula militante: «Un hijo si quiero, cuando quiera». Es a la vez la
conciencia de la dominación sufrida y la de una existencia particular, y por tanto de los
derechos particulares, lo que hace de la mujer un sujeto, que dirige su acción principal
hacia sí misma, hacia la afirmación de su especificidad al mismo tiempo que de su
humanidad. Durante mucho tiempo el hombre se ha afirmado hombre por su capacidad de
trabajar y de combatir. Estas cualidades masculinas, «viriles», se nos muestran hoy como
otras tantas expresiones del modelo de dominación de la mujer por el hombre, modelo
rechazado por los propios hombres.
Pero es preciso ir más lejos, más allá de las imágenes contemporáneas del sujeto, hasta el
movimiento general que hace reaparecer al sujeto. Se podría hablar aquí de liberación de
los esclavos. En el modelo europeo, modernizador, y a fortiori en las sociedades
comunitarias, la objetividad manda; identifica al rey con el reino como al propietario con su
tierra. La subjetividad es, al contrario, la expresión del dominado, ya se trate del es clavo, la
mujer o el trabajador. A medida que los movimientos sociales han debilitado las
dominaciones, los dominados han reencontrado una subjetividad liberada de su
inferioridad. Hoy esta subjetividad no es ya solamente vivida, sino reclamada, reivindicada
como un derecho.
Los movimientos de liberación, desde los movimientos campesinos y las revoluciones
populares hasta las huelgas obreras y los nuevos movimientos sociales que reivindicaban ya
los derechos culturales, no sola mente han debilitado o suprimido las dominaciones
sociales. Aquellos y aquellas que eran tratados como objetos, a veces incluso como la pro
piedad del amo, han salido de la sombra y del silencio, se han convertido en sujetos. El
sujeto no es únicamente aquel que dice yo, sino aquel que tiene conciencia de su derecho a
decir yo. Por eso la historia social está dominada por la reivindicación de los derechos:
derechos cívicos, derechos sociales, derechos culturales, cuyo reconocimiento es exigido
hoy de manera tan imperiosa que constituyen el campo más ardiente del mundo en que
vivimos.
Pero no olvidemos que existen muchos falsos caminos donde puede perderse el sujeto en
formación. Todas las formas de nacionalismo que tienen raíces comunitaristas y se niegan a
aceptar la heterogeneidad social o cultural de su nación actúan como procesos activos de
desubjetivización. Más cerca de nosotros, el antiguo modelo cultural occidental, después de
los éxitos conseguidos por los movimientos sociales, se ha reducido con frecuencia a no ser
más que un conjunto de mercados en los que los sujetos son, llegado el caso, vendidos
como esclavos de nuevo tipo: mujeres prostituidas, ilegales explotados, extranjeros
víctimas de disturbios étnicos o raciales. Estas pocas observaciones no son presentadas aquí
sino para indicar la inmensidad del campo que hay que explorar y la necesidad de
precaverse de los discursos ingenuamente progresistas según los cuales la libertad es la
única salida de la esclavitud.
El mayor peligro actual es, sin embargo, aquel que ya he mencionado, a saber, que la idea
de sujeto sea corrompida por la obsesión de la identidad. Es falso, en nombre de la idea de
sujeto, defender un derecho a la diferencia. Esta noción, que lleva en sí aportaciones
positivas, está cargada también de consecuencias peligrosas, puesto que se trata, en el
espíritu de muchos, de un derecho a configurarse como algo cerrado, a la homogeneidad,
por tanto a ese cleansing, a esa limpieza étnica y religiosa cuyos efectos destructores han
sufrido muchas partes del mundo. El derecho de ser sujeto es el derecho que tiene cada uno
de combinar su participación en la actividad económica con el ejercicio de sus derechos
culturales, en el marco del reconocimiento de los otros como sujetos. Aquellos que recha
zan esta concepción ampliada de los derechos del hombre, y en consecuencia la idea misma
de sujeto, se encierran en una actitud represiva, basada para unos en la necesaria unidad de
un mundo abierto, y para otros en la urgente necesidad de proteger y de reanimar las
culturas amenazadas.
El autoritarismo, la ignorancia, el aislamiento son obstáculos para la producción de uno
mismo como sujeto, que golpean más duramente a unos que a otros. Al mismo tiempo, esos
obstáculos son reforzados por la educación y los valores dominantes que tienden a asignar a
cada uno su lugar y a integrarlo en un sistema social sobre el que no puede ejercer
influencia. Ahora bien, para retomar la idea de Amartya Sen, lo que cuenta, más allá del
bienestar, es la libertad de ser un actor (agency). Y si estamos ya sobradamente dentro de
ese nuevo universo dominado por la investigación de uno mismo, demasiado a menudo se
reduce todavía a la búsqueda de un bienestar individual que empobrece gravemente lo que
hizo la grandeza de la idea del Welfare State.
El sujeto no es un sinónimo del yo. El yo es el conjunto cambiante y siempre fragmentado
con el que nos identificamos aun sabiendo que no tiene ninguna unidad duradera. Como
dice Pirandello en Seis personajes en busca de autor: «El drama, para mí, está todo ahí
dentro, señor, en la conciencia que yo tengo, que tiene cada uno de nosotros, de ser “uno”
cuando es “cien”, “mil”, cuando es tantas veces uno como posibilidades hay en él».
Tema que se ha difundido en la experiencia contemporánea y q debe ser llevado al extremo,
pues solamente sobre las ruinas de un descompuesto puede imponerse la idea del sujeto,
que es lo contrario una identificación consigo mismo, un amor a uno mismo que nos ha
reivindicar cada uno de nuestros pensamientos y cada uno de nuestros actos como si
pertenecieran a nosotros en tanto que sujetos, cuando 1 podemos aprehendemos como
sujetos más que haciendo en nosotros vacío que expulse todo lo que procede de mí. Casi
todas las religiones han atribuido la máxima importancia a este desapego del yo, ya tome
forma de la meditación o de la oración, pero no siempre para liberar sujeto. Éste se forma
en la voluntad de escapar a las fuerzas, a las regla a los poderes que nos impiden ser
nosotros mismos, que tratan de redimirnos al estado de componentes de su dominio sobre la
actividad, y con las interacciones de cada uno con todos. Estas luchas contra lo que nos
priva del sentido de nuestra existencia son siempre luchas desiguales contra un poder,
contra un orden. No hay sujeto más que en rebeldía, dividido entre la cólera de lo que sufre
y la esperanza de la existencia liberal de la construcción de sí, que es su preocupación
constante.
Que las palabras empleadas aquí no confundan. No tratan de valora actos heroicos,
conductas ejemplares, sino lo que la mayor parte de nosotros vive de forma más o menos
confusa, pero con un grado de con ciencia que se eleva rápidamente desde el momento en
que las ideas aquí presentadas se difunden en el lenguaje común, en la prensa popular y en
la televisión, que transforman a su vez las expectativas de la mayoría. Esta inversión
cultural es impulsada sobre todo por las mujeres, pues es inseparable de la caída de la
dominación masculina y de la aparición de un nueva cultura que se libere de la dependencia
masculina, y a la vez liben a hombres y mujeres de la obsesión de la producción y la
conquista pan hacerlos entrar juntos en una cultura de la conciencia y la comunicación
SEGUNDA PARTE
AHORA QUE HABLAMOS DE NOSOTROS EN TÉRMINOS
CULTURALES
Capítulo 1
EL SUJETO
SUJETO E IDENTIDAD
La descomposición de los marcos sociales hace que triunfe el individuo, desocialízado pero
capaz de combatir tanto el orden social dominante como las fuerzas de la muerte. El
individualismo ha estallado pronto en múltiples realidades. Uno de sus fragmentos nos ha
revelado un yo que se ha hecho frágil, cambiante, sometido a todas las publicidades, a todas
las propagandas y a las imágenes de la cultura de masas. El individuo no es entonces más
que una pantalla sobre la que se proyectan los deseos, las necesidades, los mundos
imaginarios fabricados por las nuevas industrias de la comunicación. Esta imagen del
individuo, que ya no está definido por los grupos de pertenencia, que está cada vez más
debilitado y que ya no encuentra la garantía de su identidad en sí mismo, puesto que no es
ya un principio de unidad y está oscuramente dirigido por lo que escapa a su conciencia, ha
servido a menudo para definir a la modernidad.
El sujeto se forma en la voluntad de escapar a las fuerzas, reglas y poderes que nos impiden
ser nosotros mismos, que tratan de reducirnos al estado de un componente de su sistema y
de su control sobre la actividad, las intenciones y las interacciones de todos. Esas luchas
contra lo que nos arrebata el sentido de nuestra existencia son siempre luchas desiguales
contra un poder, contra un orden. No hay sujeto si no es rebelde, dividido entre la cólera y
la esperanza.
La distancia que separa el sí mismo del sujeto no se reduce sin embargo a esas definiciones.
Y reconozco sin reservas que la idea de self ha adquirido una extensión tan considerable
que parece no dejar ya lugar a la idea de sujeto tal como yo la he utilizado. Nos vemos
arrastrados cada vez más a la búsqueda de la self identity que Anthony Giddens analizó
antes y más ampliamente que la mayoría de los que han hablado de ella desde la década de
1990. Es la idea de reflexividad, aplicada a este análisis, la que llevó su análisis en una
dirección en la que yo mismo me muevo, sintiéndome extraño a las representaciones del
individuo que se nos ofrecen por todas partes. Presencia a uno mismo, reflexión sobre uno
mismo, autenticidad y también intimidad, amor y compromiso, todas esas palabras nos
remiten a una presencia a uno mismo que comienza por una presencia al cuerpo, a la
respiración o al movimiento. Este individualismo orientado hacia la presencia a uno mismo
es eminentemente moderno, como sostiene de manera convincente Anthony Giddens, pues
supone un desapego tan completo como es posible de las funciones sociales. Yo me adhiero
a esa vasta corriente de ideas que insiste en el paso del mundo de la sociedad al del
individuo, al del actor vuelto hacia sí mismo.
Pero cuando hablo del sujeto, evoco no obstante una realidad que está muy alejada de la
que presentan Anthony Giddens y tantos otros. De inmediato me aparecen dos diferencias:
la primera es que yo defino al sujeto en su resistencia al mundo impersonal del consumo, o
al de la violencia o la guerra. Somos desintegrados, fragmentados y seducidos
continuamente, al pasar de una situación a otra, de unos estímulos a otros. Nos perdemos en
la multitud de nuestras situaciones, de nuestras reacciones, de nuestras emociones y
nuestros pensamientos. El sujeto es una llamada a sí mismo, una voluntad de retorno a sí
mismo, a contra corriente de la vida ordinaria. La idea de sujeto evoca para mí una lucha
social como la de la conciencia de clase o la de nación en sociedades anteriores, pero con
un contenido diferente, privado de toda exteriorización, vuelto por entero hacia sí mismo,
permaneciendo profundamente conflictivo. Por eso las primeras imágenes que me han
venido a la mente para ilustrar la idea de sujeto han sido las de resistentes y combatientes
por la libertad.
La segunda diferencia es la que acabo de evocar indirectamente. El sujeto no se identifica
nunca por completo consigo mismo, y permanece situado en el orden de los derechos y los
deberes, en el orden de la moralidad y no en el de la experiencia.
Por esas dos razones me resisto a la idea del amor como búsqueda de la intimidad, por
fuerte que sea esta idea. Los deberes respecto de uno mismo y de los derechos que marcan
la presencia del sujeto en cada individuo están por encima de todas las relaciones. La propia
relación amorosa, que se eleva por encima de la relación sexual, me parece más el
encuentro y la atracción mutua de dos portadores de sujeto que la búsqueda funcional de la
interioridad, que empobrece más de lo que enrique. No sitúo mi reflexión en el universo de
la identidad, y esa palabra me produce más temor que atracción. El sujeto es lo contrario de
la identidad, y se pierde en la intimidad, aunque atraviese esas realidades y sea atravesado
por ellas. A la inversa, me inclino a decir que el sujeto es la convicción que anima un
movimiento social y la referencia a las instituciones que protegen las libertades.
En muchos lugares se han creado sólidas garantías institucionales que protegen a individuos
y colectividades contra las fuerzas nacidas de la descomposición del espacio social que
tratan de imponer en todas partes la arbitrariedad y la violencia. A falta de un vocabulario
mejor, se puede hablar de sustitución de un tipo de instituciones por otro; las que imponen
reglas y normas son reemplazadas por aquellas cuyo objetivo es proteger y reforzar a los
individuos y las colectividades que tratan de constituirse como sujetos. La defensa del
ciudadano contra el Estado es ante todo una defensa del sujeto, y la familia o la escuela, a
pesar de ser modelos de instituciones del tipo antiguo, están ampliamente comprometidas
en un esfuerzo de autotransformación: esta evolución se enfrenta al miedo de introducir el
desorden tras el noble ideal de la autonomía personal del niño, pero una y otra son
impulsadas por el fracaso de los métodos tradicionales y por las demandas cada vez más
urgentes de quienes no soportan ser considerados recursos humanos susceptibles de ser
utilizados eficazmente al servicio del Estado o de la empresa.
Siempre es posible dar al individuo una base más sólida que la experiencia inmediata de sí
mismo. No sólo el individuo no se reduce nunca a sí mismo, sino que está acompañado de
ideas por su doble, que se sitúa en el orden del derecho, mientras que evoluciona por su
parte en el orden de la experiencia, de la percepción, del deseo. Cuanto menor es la
capacidad de una sociedad de transformarse, menos fuerte es lo que yo denomino su
historicidad y más alejado del individuo concreto está su doble, que le concede derechos
igual que los grupos a los que se siente pertenecer le imponen deberes. Esos derechos no
pertenecen a un ser social, definido por una actividad y un rango; son a la vez individuales
y universales, como lo son los derechos reconocidos a todos los seres humanos en tanto que
criaturas de Dios, o en tanto seres de razón, que participan en la gran aventura del progreso.
El individuo ha buscado duran te mucho tiempo su derecho a la existencia en un universo
portador de sentido obedeciendo a un mensaje divino o avanzando hacia el progreso
universal. Aunque esa conciencia afirmativa no se ha separado nunca de una conciencia
crítica, combatiente, que trata de destruir los obstáculos que separan al individuo de la
fuente de su derecho.
LAS FUENTES DEL SUJETO
Los historiadores y los sociólogos de las sociedades modernas han definido con frecuencia
al sujeto como el producto de la historicidad, d nuestra capacidad de conocer y transformar
el mundo, evolución que hace cada vez más inútil el recurso al mundo superior del que
recibíamos nuestros derechos. El cielo se vuelve transparente y la imagen de los dioses (o
de Dios) se disuelve en él; no creemos ya en el progreso, sino en las políticas de desarrollo.
Hemos estado mucho tiempo dominados por esa visión de la modernidad definida como
racionalización, secularización hasta el punto de identificar la laicización con la
modernidad política. Pero nuestros combates contra las imposiciones se han debilitado
deprisa; el bien retrocedía al mismo tiempo que el mal. Las pasiones se ablandaban, y
nuestras vidas, no hace mucho dominadas por el mundo de la necesidad, parecieron cada
vez más expuestas a catástrofes numerosas imprevisibles: guerras entre sociedades y
culturas, crisis económicas, crecimiento brutal de la economía ilegal, cambios de clima que
hacen imposible la supervivencia de una parte del planeta, etc. El individuo se debilita al
mismo tiempo que las colectividades a las que pertenece, y la antigua lucha entre el placer
y la autoridad, tan apremiante en la época de Freud, se disuelve en un conformismo
tolerante.
Algunos responden a esta visión pesimista afirmando que es la ciudadanía o la pertenencia
a una clase o a una nación cuya misión es liberar la humanidad lo que constituyen las
fuerzas motrices, que son ellas las que proporcionan a los individuos la conciencia de ser
dueños de sí mimos. Olvidan que es la acción colectiva, política y social, la única que
puede proteger de los poderes y las dominaciones que, si no son detentados en su fuerza,
destruyen la individuación cuando ésta olvida las condiciones que hacen posible su
existencia.
Durante mucho tiempo hemos buscado el sentido de nuestra vida en un orden del universo
o en un destino divino, en una ciudad ideal o de una sociedad de iguales, en un progreso sin
fin o una transparencia absc lina. Pero esos intentos (siempre presentes) se han agotado
porque esos mundos ideales nos han parecido cada vez más lejanos e incluso imaginados, a
medida que nuestra capacidad de actuar, por tanto, de producir cambios, aumentaba, y el
recurso a un fin supremo instauraba el bloque del presente. De modo que todos los cielos se
han vaciado de sus divinidades; guardianes del templo, dictadores, agentes de policías
secretas incluso, en algunos rincones escondidos, publicistas los han reemplazado. A
medida que esos poderes nuevos triunfan, nos recogemos en nosotros mismos,
descubriéndonos en nuestra realidad más concreta: ciudadanos primero, trabajadores
después, para liberarnos del poder de la «burguesía», y ahora seres culturales para resistir a
la comercialización de todos los aspectos de la existencia, seres de «género» y de
sexualidad abismados en lo más profundo de nosotros mismos para escapar a las ideologías
de la tierra, del pueblo o de la comunidad.
Cuando más ha dependido la vida de nosotros mismos, más conciencia hemos tomado de
todos los aspectos de nuestra experiencia. Y cada vez que debimos retroceder en tanto que
actores sociales, nos reforzamos como sujetos personales. No devenimos plenamente
sujetos más que cuan do aceptamos como ideal reconocernos —y hacernos reconocer como
in dividuos— como seres individualizados, defendiendo y construyendo su singularidad, y
dando, a través de nuestros actos de resistencia, un sentido a nuestra existencia.
¿Significa eso que vivimos en un mundo de sujetos? Creerlo así sería tan absurdo como no
ver en las sociedades pasadas más que como santos, héroes o militantes. Pero nuestra época
no deja más lugar que otras a la in diferencia o a la completa ambivalencia. Sabemos que
hay circunstancias en las que es necesario escoger, reconocerse o renegar de uno mismo
como sujeto. Somos atraídos, dirigidos, manipulados por las fuerzas que dominan la
sociedad, aún más que por las élites dirigentes de la propia sociedad. Y tratamos de hacer
uso de nuestra libertad de sujeto lo menos a menudo posible, pues su precio es elevado.
Pero actualmente, como en cualquier cultura del pasado, no hay posibilidad de sujeto sin
sacrificio y sin alegría.
DEFENSA DE LA SOCIOLOGÍA
Las líneas que acabo de escribir, ¿son extrañas a la sociología, es decir, al conocimiento
positivo, verificable, de las situaciones sociales y de los actores sociales? De ninguna
manera; incluso diría que en la actualidad no es posible otra sociología que ésa. De la
misma manera que es imposible describir una sociedad olvidando el hecho religioso —lo
que no hace menos necesaria la crítica de aquellos que se apropian de lo divino y lo
transforman en una sacralidad cuya gestión se aseguran—, es actual mente imposible no
reconocer la presencia del sujeto mientras se acumulan las luchas y las críticas contra los
imperialismos, los nacionalismos y los populismos, pero también contra el reino del dinero
y el aumento de las desigualdades. Es imposible no hablar de derechos humanos, no
reconocer, por tanto, que cada vez son más numerosos los seres humanos que evalúan sus
actos y su situación en términos de capacidad de crearse a sí mismos y de vivir como seres
libres y responsables.
Son aquellos que no ven a su alrededor más que víctimas y máquinas de dominación y de
muerte quienes están tuertos. No ven afirmarse, junto a la injusticia y la muerte, la voluntad
de luchar contra ellas; ignoran los éxitos logrados en esas luchas. Los dioses no han dejado
sitio solamente a guerreros y juristas. Siempre necesitamos un doble de nosotros mismos:
es él el que nos proporciona derechos, y nos aporta por consiguiente el sentido moral, el
sentido del bien y del mal. Y este doble, a fuerza de acercarse a nosotros, de estar cada vez
menos objetivado en un mundo superior y lejano, entra en cada uno de nosotros. Y
actuamos entonces en nombre de principios superiores, al mismo tiempo que nos
castigamos por nuestra impotencia para llegar a ellos.
Esta conciencia moral se asemeja todavía mucho, en un primer momento, a una creación
religiosa. El derecho natural se alimenta de tradiciones antiguas y es al mismo tiempo
portador de individualismo. Es así como hemos colocado nuestra fe en el progreso
económico y el triunfo de la razón, en la patria, la revolución, e incluso en un proyecto de
paz perpetua. Pero ahora hemos salido de ese largo período durante el que hemos creído
que podíamos satisfacernos con objetivos temporales: el poder, la riqueza, la gloria, la
inmortalidad prometidas a los grandes hombres.
Actualmente, nuestra moral es cada vez menos social. Recela cada vez más de las leyes de
la sociedad, de los discursos del poder, de los prejuicios con los que cada grupo protege su
superioridad o su diferencia. Lo que busca cada uno de nosotros, en medio de los
acontecimientos en que está inmerso, es construir su vida individual, con su diferencia con
relación a todos los demás y su capacidad de dar un sentido general a cada acontecimiento
particular. Esta búsqueda no podría ser la de una identidad, puesto que cada vez más
estamos compuestos de fragmentos de identidades diferentes. No puede ser más que la
búsqueda del derecho de ser el autor, el sujeto de la propia existencia y de la propia
capacidad de resistir a todo lo que nos priva de ello y hace incoherente nuestra vida.
Esta imagen del individuo se nos presenta de manera creciente como la del ser humano que
se afirma como un ser de derechos, derecho ante todo de ser un individuo, es decir, no el
Hombre por encima de todos los atributos, sino el ser humano dotado de sus derechos
cívicos y de sus derechos sociales, de sus derechos de ciudadano y de trabajador, y actual
mente también (y sobre todo) de sus derechos culturales, los de escoger su lengua, sus
creencias, su género de vida, pero también su sexualidad, que no se reduce a un género
construido por las instituciones dominantes.
EL SUJETO INDIVIDUAL
Frente a las representaciones de la historia que ven cómo la razón instrumental, la utilidad y
el placer sustituyen a una conciencia o un alma puestas en los seres humanos por un
creador, frente a la idea de que la modernidad es la secularización y el «desencantamiento»
del mundo, según la célebre expresión de Max Weber, yo me inclino por la idea de que el
sujeto, que durante mucho tiempo fue proyectado por los hombres por encima de ellos
mismos, a un paraíso, una ciudad libre, una sociedad justa, ha entrado en cada individuo, se
ha convertido en él en afirmación de sí como portador del derecho a ser un individuo capaz
de afirmarse contra todas las fuerzas impersonales que le destruyen. La muerte de Dios no
ha llevado al triunfo de la razón y el cálculo, o, a la inversa, a la liberación de los deseos; ha
llevado también a cada individuo a afirmarse como creador de sí mismo, como la finalidad
de su propia acción, en un movimiento caleidoscópico en el que todos los fragmentos del
yo se enfrentan, se mezclan y se destruyen entre sí.
Tal es el camino que se ha recorrido hasta aquí y que conduce a un análisis más profundo
del sentido que recibe aquí la idea de sujeto. Pero ¿no es arbitrario recurrir a esta idea
cuando todo parece arrastrarnos hacia la desaparición de las religiones o las morales que
tienden a rechazar las pulsiones, sin olvidar que otros pueden encontrar muy embarazosa
esta noción de sujeto, aquellos que aprecian la dispersión de sí, esa disposición que nos
protege de los poderes y las creencias autoritarias?
Para el sociólogo, el sujeto no es sólo una noción construida a través de un trayecto
intelectual general; debe ser observable, es decir, presentarse a la conciencia de los actores
sociales, al mismo tiempo que el analista la coloca en una situación social que corresponde
al mayor número posible de sus características. Ahora bien, es precisamente en el momento
en que se impone la figura cultural de la sociedad cuando se observa la gran oscilación de
la acción y de la representación del mundo exterior hacia el mundo interior, del sistema
social hacia el actor personal o colectivo, cuando aparece la idea del sujeto como el ideal
del actor, del individuo que quiere ser actor. Permítaseme citar aquí un nombre que ha
estado presente de forma continua en mi mente mientras elaboraba la relación de sujeto: el
de Germaine Tillion.
Etnóloga, de la primera generación de discípulos de Marcel Mau entró desde el comienzo
de la guerra en la Resistencia, fundando una a la que dio el nombre de Museo del Hombre.
Deportada a Ravensbrü sobrevivió por un asombroso concurso de circunstancias y se
convirtió después de la guerra en presidenta de las antiguas deportadas en ese campo,
continuando sus trabajos de etnología en Argelia. Durante la guerra de Argelia, ella, que se
había pronunciado a favor de la independencia de ese territorio francés, tomó partido
públicamente contra la tortura, pero también contra los atentados. Las conversaciones que
mantuvo entonces con Yacef Saadi, jefe del FLN en Argel y por tanto principal responsable
de los cruentos atentados que allí se sucedieron, me revelaron que la mujer representa una
figura casi perfecta de lo que yo denomino sujeto, pues tomó partido, asumió todos los
riesgos, pero sin renunciar nunca salvar vidas, y ella encontró en su interlocutor debates
interiores análogos a los suyos. Comprometida en numerosos combates, jamás renunció a
salvar individuos.
Esta mujer, llena de pasión, sabiduría y respeto por todos los ser humanos, es casi
centenaria en el momento en que escribo su nombre. Éste es poco conocido del gran
público, aunque sea respetado y amado por un gran número de personas que conocieron o
conocen su actividad. Lo que me llena de admiración por ella es que ha servido a grandes
causas, pero sin identificarse nunca por completo con ninguna de ellas, pues ponía por
encima de todo los derechos del hombre y la lucha contra violencia.
Pero si las figuras más luminosas desempeñan un papel de orientación indispensable, su
acción no tendría efecto si no fuera impulsada p organizaciones y decisiones cuyo
contenido como subjetivación es, sin duda, mucho más débil, pero que aseguran la creación
y fortalecimiento de las defensas institucionales del sujeto. Es gracias a esta acción
colectiva, y en particular a la democracia representativa, como se aseguran las garantías a
cada uno, individual y colectivamente. Del otro lado, por el contrario, se encuentran las
figuras del mal, con sus esbirros, sus conspiradores asalariados y todos esos individuos que
tratan de sacar un pequeño beneficio personal de la aventura del Mal. Esta tensión
permaneciente justifica la acción política en tanto que instrumento de defensa de las
libertades y del interés de la mayoría.
LOS DERECHOS
Durante el período en que las conductas eran definidas y evaluadas en términos sociales, las
normas y los valores valoraban la sumisión de los actores a las necesidades de la sociedad.
A la inversa, la noción de sujeto se impone al término de una larga historia de
empobrecimiento de esos ideales, lo que constituye un aspecto esencial de lo que se
denomina secularización.
El sujeto no es el actor privado de todo principio externo «objetivo» de orientación de sus
conductas; es, al contrario, él quien se ha transformado en principio de orientación de sus
conductas. «Sé tú mismo», ése es el valor supremo. Las únicas normas que se le imponen
son desde ese momento negativas: enseñan a no obedecer siempre a las autoridades, a no
creer en la necesidad de todas las formas de organización social y en particular en todo lo
que compromete la vida personal. Lo que explica, por ejemplo, la fuerza de resistencia de
tantos católicos a las decisiones del papa actual en materia de moral privada.
Aunque raramente tengamos fuerza para defender los derechos del individuo contra los de
la comunidad, experimentamos la más viva des confianza respecto de las instituciones que
están encargadas de castigar a los que se desvían y a los criminales, o incluso de cuidar de
las minorías y los minusválidos. Tememos siempre que lo que se denomina el interés de la
sociedad ignore el derecho de cada uno a ser tratado como sujeto, en el respeto de lo que
llamamos los derechos humanos fundamentales. Esta adhesión a los derechos humanos se
acompaña de una pérdida de confianza y de respeto por las instituciones y los actores
colectivos, políticos en particular, que durante mucho tiempo han sido portadores de la
soberanía popular, y cuya legitimidad fue durante un cierto período superior a la de las
demás instituciones.
Si nos sentimos tan apegados a los derechos humanos es porque su presencia nos protege
de lo arbitrario de las dictaduras y de la violencia, cuyo efecto más inmediato es destruir
toda referencia al sujeto. Se pueden imaginar, dejándose llevar por sueños que nos revelan
la realidad de nuestra experiencia vivida mejor que los discursos construidos por las
autoridades, formas de vida social que estarían cada vez más privadas de instituciones. Las
decisiones políticas se tomarían al final de un combate singular entre personajes más
simbólicos que reales. La escuela no tendría ya ni edificio ni programa, y sus enseñantes no
formarían ya un cuerpo social particular. Técnicas muy diversas, pero sobre todo el
estímulo a lo imaginario y el razonamiento, se pondrían al servicio de cada individuo. Es en
el ámbito de la justicia donde las transformaciones serían más necesarias: ¿no buscamos, y
desde hace mucho tiempo, pero con escaso éxito, oponer la libertad, la igualdad y la
fraternidad a todas las fuerzas de destrucción del sujeto que se ocultan (apenas) detrás de la
espantosa obligación de defender la sociedad?
Esta evocación del sujeto a través de representaciones imaginarias podría conducir a un
contrasentido si no se recordara enseguida que la noción de sujeto está estrechamente
ligada a la de derechos. El sujeto, tal como lo concebimos y defendemos hoy, no es una
figura secularizada del alma, la presencia de una realidad sobrehumana, divina o
comunitaria en cada individuo. La historia del sujeto es, al contrario, la de la reivindicación
de unos derechos cada vez más concretos que protegen particularidades culturales cada vez
menos generadas por la acción colectiva voluntaria y por instituciones creadoras de
pertenencia y de deber. Es ese paso, que lleva de los derechos más abstractos hacia los más
concretos, el que conduce a la realidad del sujeto.
Cuanto más ligados están los derechos universales a la pertenencia al género humano,
menos consecuencias reales tienen, fuera de la abolición de la pena de muerte. Los
derechos políticos son más reales, aunque se ejerzan en el interior de una colectividad dada,
ciudad o nación en particular. Los derechos sociales son tanto más eficaces cuanto que se
aplican a situaciones específicas, como hacen los convenios colectivos. Las largas luchas
del movimiento obrero han tenido como objetivo principal añadir a los derechos políticos,
fuertes en su universalismo pero demasiado alejados de la experiencia cotidiana vivida,
derechos sociales definidos con gran frecuencia como los de las categorías profesionales
particulares. Establecer un vínculo entre el universalismo de los derechos políticos y la
especificidad de los derechos sociales es una operación tan difícil que el movimiento obrero
ha estallado ante la violencia de los debates. Una par te de la II Internacional, la que se
reivindicará socialdemócrata, mantuvo los derechos sociales en el interior del marco
democrático; la otra, primero mayoritaria, opuso los derechos sociales, derechos de los
trabajadores, a las libertades burguesas, lo que condujo al leninismo-maoísmo, cuyo poder
ha dominado durante medio siglo la mitad del mundo. Analizaré de manera más precisa la
forma en que la misma historia se repite en el momento en que los nuevos derechos
culturales llevan a algunos de sus defensores al comunitarismo, mientras otros tratan de
unir derechos culturales particulares y derechos políticos generales, sin olvidar a quienes,
en nombre de una concepción estrecha de la República, se oponen a la idea de derechos
culturales.
Actualmente, la ascensión de comunitarismos autoritarios y muy decididos a mantener a las
mujeres en una situación de dependencia y de inferioridad puede, precisamente, explicar la
resistencia de algunos países, como Francia, al reconocimiento de los derechos culturales
en nombre del universalismo republicano. Con todo, más allá de los debates desarrollados
en una coyuntura particular, es imposible no reconocer la importancia de los derechos
culturales, es decir, la fuerza de las reivindicaciones fundamentadas en una cultura o en un
género en el seno de la propia población. Y los partidos políticos deberán terminar por
reconocer que los derechos culturales son indisociables de los derechos políticos y los
derechos sociales. El sujeto no se afirma al margen de las características sociales y
culturales de aquellos que se consideran y quieren ser re conocidos como sujetos.
¿SOMOS TODOS SUJETOS?
¿Todos nosotros nos consideramos sujetos? Si por ello entendemos la conciencia clara y
compartida de ser sujetos, la respuesta es negativa. Pero se puede descubrir la marca del
sujeto en todos los individuos, de la misma forma que otros han reconocido en cada
individuo la presencia de un «alma» o el derecho de ser ciudadano. Y nuestro trabajo
consiste precisamente en descubrir en cada uno una referencia a sí mismo como sujeto,
liberándolo de las representaciones opuestas, tal como son impuestas por el orden social o
por las ideologías que dominan la vida intelectual. Pues el papel del sociólogo es también
crear situaciones en las que cada individuo sea estimulado a desarrollar sus demandas
profundas, más allá de fórmulas vacías de sentido. Este papel ha sido desempeñado, y de
manera diferente, por «intelectuales compro metidos», no pertenecientes a ninguna
organización política o de otro tipo, pero con la voluntad de hacer emerger las demandas
fundamentales. Sin esos intelectuales comprometidos —que no son intelectuales
orgánicos—, ninguna democracia podría existir, hasta tal punto son fuertes las presiones
que se ejercen para subordinar las demandas de los sujetos individuales y colectivos a los
intereses de lo que se denomina la sociedad. Pero son también esos intelectuales lo que
obstaculizan la presencia del sujeto.
Muchos de ellos han aceptado la idea de que la realidad social es en sí misma dominación,
de manera que no habría libertad más que en la liberación de los deseos, de la voluntad de
poder o —idea más antigua— de la esperanza que lleva en sí el espíritu revolucionario.
Esta ideología no se ha correspondido nunca con lo que era observable, pero durante mucho
tiempo ha parecido intocable, pues parecía proteger contra las formas más brutales del
ejercicio del poder y de la represión. Y, de hecho, la utilidad crítica de este pensamiento
social, para el que no hay actores, sino solamente víctimas, ha sido y es todavía
considerable. Pero cada vez es más imposible encerrarse en un enfoque puramente crítico
cuando las nuevas formas de movimientos sociales que se han desarrollado habitan nuestra
vida cotidiana.
Tomemos un ejemplo. El discurso dominante sobre las mujeres las hace aparecer como
víctimas. Ahora bien, pregúntese a las mujeres, y sobre todo a las que participan en las
acciones feministas: se observará que la conciencia de ser víctimas es mucho menos notoria
que la convicción de que las mujeres han logrado numerosas victorias e inventan
actualmente un nuevo universo cultural. El discurso de las mujeres sobre sí mismas está
más cargado de esperanza y de iniciativas que el de los hombres sobre ellos mismos, pues
éstos rechazan los discursos demasiado retóricos sobre la virilidad y la masculinidad.
De la misma forma, los antiguos colonizados, los nuevos inmigrantes, los creyentes del
islam son demasiado a menudo definidos por lo que sufren, como si no pudieran ser actores
de su propia historia. En nombre de la liberación de los dominados, se comportan como si
éstos no fueran capaces de construir su propia liberación y de transformarse en actores de la
transformación de su situación. Nada es más inquietante que la facilidad con la que quienes
se pretenden agentes de la lucha contra las dominaciones niegan la posibilidad de la acción
creadora y liberadora. Extraña visión del mundo, la que habla constantemente de la
dominación sufrida pero desdeña los pensamientos y los actos liberadores.
Para que se forme esta conciencia del sujeto, es necesario que aparezcan y se combinen tres
componentes. En primer lugar, una relación del ser individual consigo mismo, como
portador de derechos fundamentales, lo que marca una ruptura con la referencia a principios
universalistas, o incluso a una ley divina. El sujeto es su propio fin. En segundo lugar, el
sujeto no se forma, hoy como ayer, más que si entra consciente mente en conflicto con las
fuerzas dominantes que le niegan el derecho y la posibilidad de actuar como sujeto. Por
último, cada uno, en tanto que sujeto, propone una cierta concepción general del individuo.
El sujeto no es un puro ejercicio de conciencia: necesita el conflicto para que se forme la
acción colectiva. No obstante, es siempre individual. Incluso cuando se abisma en la acción
colectiva, se siente defensor de un derecho universal. Esa era la situación, evidentemente,
en la época de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero no lo es
ya en la de los nacionalismos y creencias comunitarias. Tal vez sea de nuevo el caso
actualmente, cuando se concede tanta importancia a los problemas humanitarios y a la
eliminación de los tratos inhumanos. La abolición, en muchos países, de la pena de muerte
marca un retroceso de los razonamientos ordenados por la «protección de la sociedad» y la
victoria de la idea de que la vida humana está por encima de la ley.
Muchos países o regiones están desgarrados por las guerras civiles y otras formas de
violencia. Otros se repliegan sobre afinidades comunitarias, étnicas o religiosas. La idea de
sujeto parece diluirse en ellas. Sin embargo, el agotamiento de las ideologías políticas y los
regímenes que habían identificado la defensa del sujeto con el triunfo de un partido, de un
dirigente o de una forma de organización social, si bien ha creado un vacío susceptible de
conducir al caos, puede también conducir a un re torno sobre sí, a la conciencia del sujeto.
Es imposible describir a priori, y en términos generales, las condiciones que favorecen la
emergencia, en un individuo o en un grupo, de la conciencia de ser un sujeto. Los modelos
propuestos por la educación, es decir, las expectativas manifestadas por aquellos que
alientan o no a un joven a tomarse a sí mismo como objetivo de su acción, a buscarse a sí
mismo, tienen gran importancia. Con frecuencia, es un adulto amigo o un pariente quien
ejerce una influencia decisiva sobre uno más joven; las relaciones de amistad entre jóvenes
son un camino frecuente para hacerles acceder a sí mismos, pero la atención dirigida hacia
el otro puede también alejar de uno mismo. Es necesario más bien desconfiar de la
intimidad, como del silencio, siempre susceptible de asfixiar la conciencia de sí. Vale más
siempre combinar el compromiso en la vida activa con el movimiento de retorno sobre sí.
Hemos sido juzgados durante tanto tiempo por lo que hacíamos y no por las condiciones en
que vivíamos que tenemos dificultad en combinar una visión más reflexiva con esta
concepción activa de los seres humanos. Sin duda, no deseamos en absoluto ser definidos
de nuevo por nuestra situación de nacimiento, pues esto nos parece que sería un grave paso
atrás; pero aceptamos cada vez peor ser definidos únicamente por nuestras acciones, es
decir, ser juzgados a través de categorías que son las de los empresarios, privados o
públicos, cuya preocupación principal no es siempre el respeto a la personalidad de los
asalariados que emplean. E incluso quienes siguen otorgando una enorme importancia al
trabajo en su existencia sienten la necesidad de tomar distancia con sus actividades, de
volver de vez en cuando sobre sí mismos y plantearse preguntas que hasta hace poco nos
parecían incongruentes: ¿soy feliz?, ¿es lo que hago aquello que quisiera hacer?, ¿soy capaz
de comprender a X?, ¿estoy seguro de saber que en este momento se producen
acontecimientos intolerables, que se comete una gran injusticia? Esas preguntas que me
planteo, esos juicios que hago sobre mí y sobre el mundo, son el equivalente de las miradas
que yo mismo como sujeto lanzo sobre mí como actor social. Lo que explica por qué la
aparición del sujeto se puede producir en cualquier situación.
Es necesario asimismo proteger la idea de sujeto de las interpretaciones a la vez
moralizadoras y psicologizantes. El sujeto no es la persona que se «realiza», como se dice,
o que cumple bien las funciones que le son confiadas: buen trabajador, buen ciudadano,
buen padre o buena madre. La emergencia del sujeto no está ligada tampoco al final de los
grandes relatos, evocada por Jean-François Lyotard, pues los grandes relatos personales
tienen las mismas cualidades que los grandes relatos colectivos cuya desaparición ha
lamentado. La vida del sujeto personal es tan dramática como la historia del mundo.
El sujeto no está más cómodo en la sociedad del dinero y la violencia que en la perversión
comunista de las esperanzas y las luchas del movimiento obrero.
La realidad del sujeto atraviesa todos los escenarios de la historia. El sujeto no está más
presente en nuestra civilización que en otras, pero, como en la modernidad no está ya
encajado en la construcción de un mundo sagrado, es en nuestra sociedad donde se enfrenta
más directa mente consigo mismo. Liberado y frágil, tal como en sí mismo puede aparecer,
al fin, después de la disolución de las proyecciones lejanas de sí mismo.
Todos sentimos la tentación de dar al sujeto un rostro claramente en desfase con la
experiencia vivida. Aventurero, generoso, victorioso en todas las intrigas, emocionante y
ridículo a la vez: ¿es don Quijote una figura del sujeto? Si no lo fuera, no se reconocería en
él una nación entera. Pues esa caballería francesa que él trata de imitar representa también
la nostalgia de una España que entraba en la mediocridad burguesa, que pronto se alejaría
de sus vecinos europeos adquiriendo con respecto a ellos un gran retraso, que olvidaría lo
que había sido su grandeza al mismo tiempo que su ruina. Pero no es necesario ceder al
atractivo de sueños insensatos. El sujeto no se protege del presente saltando hacia el futuro
o huyendo al pasado. Lo perdemos de vista cuando creemos sacarlo de su nido en una de
nuestras vidas imaginarias. El sujeto está en nosotros, hic et nunc, búsqueda viva e inquieta
del sentido de cada uno de nuestros gestos, de cada uno de nuestros pensamientos. Por eso
no está nunca más presente en nosotros que en nuestras relaciones amorosas, uno de cuyos
sentidos principales es el descubrimiento de dos sujetos uno por el otro, en el centro del
deseo recíproco.
El sujeto es impulsado por los esfuerzos que desplegamos para liberarnos del lugar que se
nos asigna, La tentativa más extrema para alcanzarse a sí mismo como sujeto es descender
a uno mismo, romper todos los lazos que nos ligan a eso que se dice que es la realidad y
pasar una Sai- son en Enfer para llegar a la Mañana (penúltimo texto): «;Cuándo iremos,
allende las playas arenosas y los montes, a saludar el nacimiento del trabajo nuevo, la
sabiduría nueva, la huida de los tiranos y los demonios, el fin de la superstición, a adorar —
los primeros!— la Navidad sobre la tierra!». « canto de los cielos, la marcha de los pueblos!
Esclavos, no maldigamos la vida.» Otras imágenes se pueden superponer a las de Rímbaud:
la de la meditación o la del diálogo con la muerte.
Lo que más molesta al que trata de dar un contenido histórico concreto a la idea de sujeto es
que esa palabra le trae a la mente en primer lugar imágenes triunfales. ¿No es el sujeto el
que impone su voluntad al mundo, quien lo transforma a su imagen, o quien establece el
orden y las leyes allí donde dominaban el caos y la violencia? Todavía estamos habitados
por esa imagen del sujeto conquistador, lleno de virtud, que hemos heredado del
Renacimiento italiano. El que imaginarnos como sujeto de la historia es lo contrario del
súbdito* del príncipe, que depende de un amo.
Pero esas imágenes, todavía presentes en nuestra memoria colectiva, ya no nos inspiran
confianza. Porque, desde hace dos siglos, no es ya el príncipe triunfante quien retiene
nuestra atención, sino el esclavo que se rebela, en nombre de su trabajo, de su pueblo, de su
género. Hasta el punto de que reconocemos mejor la presencia del sujeto allí donde está la
carencia que donde está la abundancia: ¡la dependencia y la soledad no protegen a quienes
las sufren de las ilusiones de la grandeza y el poder!
Una misma palabra, sujeto, designa en francés al «sujeto» y al «súbdito». (N. de los i.)
Buscamos instintivamente lo que nos parece más humano del lado del explotado, el
despreciado, el olvidado. Pero en esa inversión de la situación permanece una
representación que debe ser igualmente apartada. El sujeto no es captado más que en
situación, por relación al poder poseído o sufrido, en relación con el otro, amigo o enemigo,
y siempre capaz de imponer una visión del mundo, sea ésta triunfante o desesperada. Pero
es también desprendiéndose de todas las representaciones del sujeto como actor de la
historia, como portador de una sociedad, como se puede ver aparecer la figura verdadera
del sujeto, es decir, el actor individual o colectivo que no está ya orientado por los valores,
las normas y los intereses de la sociedad, y tampoco por la privación, la frustración y la
revolución.
Pero ¿cómo aquellos que miran fuera de sí, del lado del poder o del lado de sus enemigos,
pueden llegar a volverse hacia sí mismos y consagrarse a la consciencia de su existencia, al
descubrimiento y la producción de sí mismo como fin último de su acción. Salimos de una
época en que el sujeto era la historia, a veces incluso un trozo de historia recortado de
manera arbitraría en el tiempo histórico. De este modo, hemos hablado de la sociedad
industrial, de la revolución o el régimen soviético como personajes reales. Y yo mismo, en
un período de transición, he hablado del sujeto histórico, pero actualmente no quiero hablar
más que del sujeto personal (lo que no lo reduce en absoluto a los casos individuales).
Ahora bien, no podemos hablar de sujeto personal y comprender la vuelta de nuestra
cultura hacia la búsqueda del sí mismo en tanto no nos hayamos liberado de este enfoque
antropomórfico o incluso terrorífico de la historia, y la sociología clásica ha puesto un
obstáculo más en nuestro camino al tratar de la sociedad como de un personaje, de la
misma forma que a los juristas les gusta decir: el legislador. Esta personalización de las
épocas históricas ejerció una influencia predominante hasta la Primera Guerra Mundial.
Desde entonces, la amplitud de las destrucciones y de las muertes causadas por las guerras
y las dictaduras, la presencia sobre todo el continente de campos de concentración y de
exterminio, las matanzas masivas, todo eso hace difícil —a decir verdad, imposible—
percibir un rostro humano en medio de las ruinas.
Durante la segunda parte del siglo xx, sobre todo en el Occidente rico, hemos tenido a
veces la impresión de estar sumergidos de nuevo en conjuntos históricos análogos a los de
antes de 1914. Pero la globalización vuelve ilusoria la tentativa de aislar un tipo de
sociedad (o incluso de sociedad civil) y describirla como el fruto de debates y elecciones
racionales operadas en virtud de procedimientos fijados por una Constitución. Mientras la
guerra a muerte hace estragos entre israelíes y pales tinos, mientras Estados Unidos ha
sufrido un ataque terrorista el 11 de septiembre de 2001 y después invadido Irak, mientras
África se descompone bajo los golpes de la miseria y las guerras internas, ¿se puede pensar
el siglo nuevo en términos de etapa hacia un tipo de sociedad? En realidad, desde el
comienzo de la Primera Guerra Mundial, hemos dejado de estar definidos por la historia.
LA NEGACIÓN DEL SUJETO
Durante esta fase de descomposición de nuestra historicidad, de nuestro lugar en la historia
y de nuestra capacidad de definirnos con ayuda de categorías surgidas de la sociedad, de la
vida política o de la economía, el funcionalismo crítico, impregnado de marxismo, que
creía ver por todas partes, detrás de los valores de la sociedad, el ejercicio de una
dominación, tuvo su momento de gloria. Y, en realidad, durante las largas décadas de la
guerra fría, y de nuevo después del 11 de septiembre de 2001, no parecía existir ningún
espacio libre entre la sumisión a los intereses norteamericanos y una solidaridad total con
sus enemigos. Categorías como liberalismo, socialismo, democracia, movimiento social,
reforma, han sido eliminadas o han recibido un sentido opuesto al que les habían dado sus
inventores.
Y de hecho, la idea más rechazada, despreciada y desfigurada fue la de sujeto. En nombre
de la observación (indiscutible) de que el conocimiento científico ha progresado de
Copérnico a Darwin y de Marx a Freud, descubriendo leyes que son propias de sistemas y
que contradicen la conciencia y la subjetividad, se ha impuesto la ideología determinista,
según la cual las conductas no son sino el reflejo de una situación vivida y de una
dominación sufrida. Se nos ha impuesto así la imagen de un mundo sin actores, puesto que
éstos no podrían ya intervenir más que agravando las contradicciones del sistema de
dominación. La historia es abolida entonces en un enfoque cuasi religioso del sacrificio,
única ex presión posible de los dominados, de los explotados, de los manipulados.
Pocos individuos y grupos han tratado de defender, durante este largo período, cuando la
guerra, el terrorismo y la crítica radical parecían las únicas formas posibles de acción
histórica, la idea de que el sistema político permanecía abierto y que la democracia y el
respeto a los derechos eran cuestiones reales. Después, poco a poco, se ha hecho patente la
impotencia intelectual y política de los cazadores, y la caza del sujeto se ha calma do. Pero
ha sido menos el pensamiento de algunos que la afirmación d nuevos movimientos sociales
lo que ha devuelto la vida a la idea de sujeto.
En la década de 1960, en Estados Unidos y en Francia especialmente, la cultura invade la
política. La producción de sí se identificó menos con el trabajo y más con la sexualidad y
las relaciones interpersonales Desde 1968, yo mismo he colocado más claramente el sujeto
personal en el centro de mi reflexión y mis análisis. Y en el curso de los primeros años.
Del nuevo siglo he concentrado mis esfuerzos en el reconocimiento de las mujeres como
principales agentes del retorno del sujeto, y por tanto de vaivén de nuestra cultura, que ha
pasado de la conquista del mundo a búsqueda de sí mismo.
Esta evocación histórica sería peligrosa si dejara entender que las ideas aquí presentadas
corresponden a un momento preciso de la historia. La ruptura con el funcionalismo y con
una visión puramente crítica de la sociedad, y más ampliamente con todas las filosofías de
la historia, podría conducirnos por otras direcciones que la que yo he querido recorrer, en
particular hacia el individualismo consumista o incluso hacia un yo alimentado de biología
y de psicoterapia, en pocas palabras, un yo muy alejado de lo que yo denomino el sujeto.
Por todas partes triunfa el individualismo sobre los compromisos colectivos, pero lo que
distingue el tema del sujeto de otros enfoques del individualismo contemporáneo es de la
misma naturaleza que lo que separa el estudio de los movimientos sociales de las
interpretaciones económicas de la acción colectiva.
Mucha oscuridad y muchos malentendidos parecen rodear la noción de sujeto tal como yo
la concibo. Lo que me sigue sorprendiendo cuando se entra en el debate. ¿No estamos
acostumbrados a observar individuo o intereses que son portadores, de manera duradera o
por un tiempo breve, de un acto, una palabra, una significación superiores, y no hemos
visto a veces que individuos sin relieve, que podían ser desconocidos, se encuentran
súbitamente iluminados por la luz que proyecta sobre ellos una causa superior de la que
devienen testigos o defensores? Quien ha corrido grandes riesgos al servicio de una causa
moral, política o social es un figura del sujeto, pero un simple testigo puede serlo también.
Y poca importa que esos individuos, una vez pasado el momento de luz, desaparezcan en la
sombra. En cambio, el que es portador de un sentido superior de la acción no podría
ignorarlo por completo. Conoce su ejemplaridad, aunque trate de huir de ella.
¿En qué se reconoce la presencia del sujeto en un individuo o en una colectividad? En el
compromiso del individuo o del grupo al servicio de la imagen de él que le parece ser su
razón de ser, su deber y su esperanza. Su razón de ser, pues la idea de creación o
autocreación siempre está presente. Su deber, pues la figura del sujeto impone su
preeminencia sobre todos los demás aspectos de la vida personal o colectiva; su esperanza,
porque ésta es la contrapartida de la creación. El que deviene sujeto se eleva hacia sí
mismo, hacia lo que da sentido a su vida, lo que crea su libertad, su responsabilidad y su
esperanza. Ciertamente estos términos podrían ser reemplazados por otros, pero no habría
grandes diferencias entre una y otra figura del sujeto.
¿Es artificial buscar en todas partes esas figuras definidas aquí en términos tan elevados que
podrían parecer idealizadas? ¿Y por qué las conductas consideradas más positivas, o las que
suscitan respeto, serían más raras o menos sólidas que las demás? Para que el análisis quede
equilibrado, lo mejor es adoptar la distinción claramente establecida por François Dubet
entre los tres componentes de la experiencia: la búsqueda del interés, la adhesión a un
grupo y a sus normas, y las conductas del sujeto. Precisando, no obstante, que cada una de
esas categorías tiene un equivalente negativo. A la búsqueda del interés corresponde la
destrucción del interés de los otros; a la adhesión a un grupo se opone el rechazo del otro,
individuo o grupo. A las conductas del sujeto se opone el re chazo del sujeto, que se
manifiesta en particular en el racismo, y que se puede extender hasta el propio actor.
Quienes no ven en la vida social más que los instrumentos de una dominación y no
perciben más que víctimas allí donde yo creo percibir actores, niegan por principio el tipo
de análisis que desarrollo en este capítulo. Pero esa postura es en realidad extrema, y es
difícilmente defendible. A la inversa, ¿hay que recordar que las virtudes no triunfan sobre
todos los obstáculos y no tienen la misma eficacia en todas las situaciones? Después de
haber definido las características generales del sujeto, es necesario, claro está, tener en
cuenta la especificidad de cada situación histórica, pues la idea de progreso, de paz
universal o de individuo que conquista su libertad y su responsabilidad corresponden cada
una a un tipo social y a una situación histórica específicas.
Pero no nos alejemos de lo esencial: en cada tipo de sociedad, existe un fundamento no
social del orden social, y, por consiguiente, conductas que apuntan a un objetivo definido
también en términos no sociales y que yo he llamado a menudo metasocial. Esta
proposición no es sino la continuación lógica de ese «fin de lo social» que se ha constatado
en la primera parte de este libro.
Esas conductas adoptan formas diferentes según comprometan al propio actor, a sus
relaciones interpersonales, o a su compromiso con vistas a un objetivo colectivo o contra un
adversario. Están determinadas o no por conductas de otros tipos, y pueden igualmente
estar mezcladas con sentimientos y actitudes muy diversas. Sea como fuere, las
características generales de las conductas que revelan al sujeto se encuentran por todas
partes, en todos los niveles y en todas las situaciones.
¿Se trata de conductas heroicas, de formas de santidad o de sacrificio de sí mismo? El error
al que conducen esas imágenes no es tanto el llevar sólo hacia casos excepcionales, y que
corresponden con gran frecuencia a un sacrificio de sí; lo que es arbitrario es olvidar que las
conductas más elevadas están siempre mezcladas con otras, de nivel inferior pero cuya
presencia es más manifiesta. Ningún individuo, ningún grupo es íntegramente un sujeto. Es
siempre más justo decir: «Hay sujeto en tal conducta o en tal individuo».
Pero es solamente iluminando las diferentes figuras del sujeto y las formas de la
subjetivación como se puede lograr un conocimiento justo de las relaciones sociales,
mientras que con demasiada frecuencia no se ponen de manifiesto más que las coacciones
sufridas, los fracasos destructores, la impotencia impuesta en nombre de la fuerza o del
interés general. No puede existir sociología de los actores si el mundo está poblado de
víctimas unidas en la falsa conciencia.
Escucho ya la objeción. Elaboraría un concepto «liberal», aunque en sintonía con nuestra
época, mientras que poner el acento en las estructuras económicas y las formas de
dominación correspondería mejor a una sociedad todavía inflamada por los grandes
conflictos de clase propios de la sociedad industrial. Esta observación no se podría
desdeñar, aunque enmascare mal un determinismo social de las ideas que, en realidad, las
reduce a todas a no ser más que ideologías. De hecho, en la época del Welfare State y de la
socialdemocracia, junto a ideologías de aparato (socialistas o comunistas), algunos
movimientos sociales, corrientes de ideas o esfuerzos asociativos llevaban ya en sí mismos
una figura del sujeto. Actualmente, cuando el modelo neoliberal triunfa en todas partes, se
ve en efecto cómo prospera una ideología que yo he combatido siempre, según la cual el
mercado debería ser dueño de todo. Pero se forma también una figura nueva del sujeto que
se define, más que la precedente, en términos de conciencia y de proyecto. En todas las
épocas se encuentran así, a la vez, figuras del sujeto y fuerzas u organizaciones que lo
destruyen.
NOTA ADJUNTA
En nuestras sociedades contemporáneas, es el mundo de los medios de comunicación el que
deforma y manipula más continuamente al sujeto presente en cada individuo, Ya lo he
dicho: lo hace separando la imagen de lo vivido, el rostro del cuerpo. Ese mundo de
imágenes separadas de los cuerpos, de los objetos, de los propios paisajes es muy distinto al
de las ideologías y los mitos, tal como fue pensado por los intelectuales de los siglos XIX y
xx. Lo que sus palabras designaban eran construcciones, cuya función era enmascarar un
poder y una explotación, imponer un discurso cuya continuidad disfrazaba las rupturas y los
conflictos. Con gran frecuencia, se trataba de hacer invisible una dominación económica. Y
numerosas superestructuras o elementos de la vida cotidiana estaban entonces, en efecto, al
servicio de la clase dirigente y de las instituciones que la protegían.
El mundo de las imágenes actuales no apela a ningún poder oculto; no trata de abrir lo que
no debe ser conocido ni comprendido; incluso si se puede desarrollar es sólo porque el
mundo antiguo de los mitos se ha vaciado de su contenido «objetivo», hasta el punto de que
éste se ha visto reducido a las interpretaciones producidas por intelectuales que se
contentan con remitir a una dominación o una explotación suficiente mente mal definida
para poder ser tan fácilmente descubierta como el arco iris en el cielo detrás de la lluvia.
Si este debate es importante, es precisamente porque implica la cuestión de la ideología y
puede por tanto contribuir a esclarecer lo que pone frente a frente dos maneras de ver. De
un lado, se explican las conductas por las artimañas del poder, lo que traslada la explicación
hacia un orden económico y político muy alejado de los actores, que estarían, por su par te,
encerrados en la falsa conciencia. Del otro, al mundo de las imágenes manipuladas por los
medios de comunicación se opone el individuo vivo, concreto, que se siente privado del
sentido de su experiencia y de sus proyectos. De un lado se sube hacia el sistema
económico y su estructura; del otro, se baja hacia el sujeto intensamente presente, allí
donde se siente privado del sentido de sí mismo.
Esta crítica de los medios de comunicación ha sido formulada con frecuencia, pero es más
raro que se hayan dado ejemplos de construcción por los medios de imágenes que están en
abierta contradicción con lo que se puede observar. Sin embargo, no faltan ocasiones para
ello. ¿No han fabricado íntegramente los medios una imagen de la juventud de los
extrarradios? De esos barrios difíciles llegaba el odio a la sociedad y un islamismo cada vez
más fanático; y, en todo caso, una hostilidad fundamental con respecto a Israel. Ahora bien,
los estudios realizados recientemente bajo la dirección de Michel Wieviorka en diferentes
ciudades o barrios desfavorecidos han mostrado cuán alejada de la realidad está esa visión
de las cosas.
El sujeto, tal como emerge en muchas partes del mundo, no se reduce ni a encarnar la
esperanza de un progreso redentor, ni a representar la voluntad de que se ayude a todos los
afectados por las lógicas de la dominación. Llega finalmente a la libertad y la transparencia
a través de la relación más directa de persona a persona que permite, e incluso impone, la
modernidad, y que se forma en particular en la sexualidad.
Ese movimiento de retorno sobre sí que construye al sujeto comienza en efecto en lo más
próximo al individuo, en su relación con su propio cuerpo, y, más exactamente, con su
cuerpo sexuado. Porque el sexo, a diferencia de otras partes del cuerpo (cerebro aparte),
lleva en él la vida, la capacidad de reproducción que hace que no sea nunca un puro medio.
A ese respecto, recordemos que la formación del sujeto se hace imposible si se deja al sexo
un espacio vacío sin significado, como hace la pornografía, que puede sin duda responder a
una curiosidad pero que se vuelve muy pronto destructora por la desaparición de la persona.
El sujeto es destruido igualmente por la pasión, cuando ésta se lleva por delante al
individuo como un huracán destruye las viviendas.
Queda seguir el camino, a menudo largo y sinuoso, que lleva del sexo a la sexualidad
pasando por la relación afectiva. Si ésta no zozobra en la pasión, la relación sexual y el
deseo compartido permiten que se opere el retorno. Pero es siempre por la transformación
del sexo en sexualidad, de la vida en creación y en descubrimiento del otro, como se
constituye el sujeto. No es indispensable pasar por la sexualidad para que aparezca el
sujeto. Pero es por ese camino como, habitualmente y cada vez con más claridad, se opera
el retorno sobre sí. Este camino está tan alejado del idealismo que pretende que el ser
humano es arrastrado por fuerzas e ideales superiores a la voluntad humana, como del
materialismo del ello, de la libido que ve en el choque del ello y la ley, o en la invasión de
la vida psíquica por el deseo, la fuerza primera de creación de la personalidad.
La evolución de las ideas y las prácticas ha sido tan rápida que actualmente es fácil para
cualquiera responder a esas fórmulas generales de experiencias vividas, de demandas ya
formuladas, e incluso de técnicas de autoindagación a menudo tomadas de las tradiciones
espirituales. Pero el sentido de esta reflexión no se clarificará por completo más que en el
capítulo siguiente, cuando se presente la idea de que es en las luchas por los derechos
culturales como mejor se realiza ese retorno de cada cual hacia sí mismo, de donde emerge
la figura del sujeto.
EL SUJETO, LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL
INCONSCIENTE
La noción de movimiento social ha sido violada tan a menudo, y ella misma se ha
prostituido tantas veces, desfilando delante de las tropas o coqueteando en los escondrijos
de los servicios secretos, que parece imposible fijarle un uso preciso. Sea como fuere, el
papel central que han tenido los movimientos sociales en el modelo propiamente «social»
de desarrollo lleva hoy a reconocer su envejecimiento y sobre todo su traición antes de su
muerte, llorada por los poderosos y los ricos más que por los explotados y los excluidos.
Pero ¿quién podría sentirse satisfecho con esta santa cólera contra tantos militantes
convertidos en policías, en particular en los países comunistas?
Pues si la parte de sombra de los movimientos sociales es la de la sociedad, su parte de luz
es la de la modernidad. En efecto, se mantienen del lado de la razón contra la arbitrariedad
del poder, pero sobre todo del lado de los derechos universales del individuo. En todo
conflicto y todo movimiento social se puede escuchar un llamamiento a la igualdad, la
libertad, la justicia y el respeto hacia todos. Esas palabras no son la irisada cobertura que
ocultan las intrigas, los grupos de intereses y las traiciones. Emergen del conflicto como
sale la lava del volcán, entre piedras negras que testimonian antiguas erupciones. Quienes
no han olvidado el sentido de las expresiones no emplean la de movimiento social más que
cuando se habla de una ruptura al mismo tiempo que de la afirmación de la dignidad de sí
mismo y de la voluntad de reapropiación de los productos de la industrialización. Hemos
señalado esas rupturas y esos desbordamientos en las grandes insurrecciones obreras, y en
particular en las huelgas de 1913, 1936 y 1947 y 1948, por limitarnos al caso de Francia.
Sentimos su presencia en mayo de 1968 en París, y en la década de 1970 en el corazón del
movimiento en favor de los derechos cívicos de los negros y contra la guerra del Vietnam
en Estados Unidos. Sentimos también su presencia en lugares más lejanos, en la lucha de
Salvador Allende en Chile y en la acción de los zapatistas en Chiapas, México, y por
encima de todo en la Polonia de Solidarnos’c Esta exigencia, presente en los movimientos
sociales y que supera toda estrategia y toda táctica, se encuentra también en las huelgas, las
protestas, las rebeliones y las utopías que hacen temblar por un instante a una tierra que
parecía perfectamente controlada por las fuerzas del orden.
No hay sujeto que no sufra por la desdicha de los otros, que no reconozca el movimiento
social allí donde está, aunque esté enmascarado por estrategias de poder o de competencia.
La modernidad emplea a este respecto palabras fuertes y justas, las que se inscriben en el
mármol o el granito de los cementerios o en los lugares de recuerdo, pues, a menudo, el
grito de rebelión lanzado un 2 de mayo no es escuchado más que el 3 de mayo, día de la
ejecución de los guerrilleros. A menudo el grito de los hombres y las mujeres cargados de
esperanzas y cubiertos de heridas no es oído por nadie en las prisiones, como tampoco en
los campos de concentración o de exterminio.
El movimiento social, en tanto lleva al sujeto sobre sus hombros para que pueda ver más
lejos que la muchedumbre, no es nunca visible en estado puro; es como un soldado en la
trinchera o un chiquillo cantando en la barricada. Igualmente, al sujeto impulsado por un
movimiento social se le localiza más fácilmente durante el crepúsculo, poco definido, que a
plena luz del día, en los hospitales y en los cementerios mejor que en los salones de honor
del gobierno o de la oposición. Pues los movimientos sociales no buscan integrarse en la
sociedad, sino mantener la distancia que separa al sujeto y sus derechos de la maquinaria
social y sus mecanismos de autocontrol.
El sujeto, impulsado o no por un movimiento social, se manifiesta CI la conciencia del
actor. No se podría hablar más de adhesión inconsciente a un movimiento social como no
se puede hablar de creencias religiosa inconscientes. Pero esta manifestación en la
conciencia no significa que sujeto o el movimiento social estén íntegramente en la
conciencia del actor. Primero, porque la presencia del sujeto está siempre recubierta, y aun
ocultada, por otros niveles de lectura de las conductas y actitudes. Es más fácil defender un
salario o reivindicar una adecuación del horario de trabajo que ser consciente de la
presencia de una lucha de alcance general. Aunque ésta exista en el espíritu de las personas
afectadas, para ser percibida deberá ser liberada de otros tipos de expresión y reivindicación
En general, son los acontecimientos históricos los que revelan la existencia de un conflicto,
de los actores y la actitud de la oposición. Es así como las tensiones con el mundo islámico
han llevado a algunas mujeres a adoptar posturas feministas antiislámicas extremas, que sin
duda estaban latentes en ellas pero que no habían tenido ocasión de formular tan
claramente.
Pero hay que ir más al fondo: las sociedades ricas contemporáneas están inmersas en una
ideología del consumo cada vez más intenso y diversificado. Y lo mismo que un
pensamiento represivo rechaza la búsqueda de placer, nuestra sociedad reprime u oculta la
presencia del sujeto. Es en el inconsciente donde hay que buscar el deseo de ser sujeto. No
es arbitrario pensar que los seres humanos, porque pueden reflexionar sobre sí mismos y
expresar sus pensamientos mediante palabras, necesitan dar una explicación de esta
conciencia que tienen de sí mismos. Esta explicación ha adoptado a menudo una forma
religiosa, a veces ha tomado el lenguaje de una filosofía de la historia, pero es también un
llamamiento a uno mismo que conduce a un desdoblamiento: cuando digo yo, planteo la
existencia de un yo que reconoce al yo, lo que no se puede hacer más que combinando
consciente e inconsciente. Es aquel que trata de encontrar el sujeto quien puede devenir uno
de los yo y permitir así al individuo o al grupo en cuestión pensarse conscientemente como
un yo, como un sujeto. Este no está colocado por encima del individuo como un signo de la
presencia de Dios o del espíritu. Al contrario, el sujeto está por debajo del ser social y no
por encima de él. Es el reconocimiento de la singularidad de cada individuo lo que quiere
ser tratado como un ser de derecho. No hay descubrimiento del sujeto sin un «examen de
conciencia» que descienda por debajo de la conciencia. Una sociología del sujeto no se
contenta, pues, con recorrer la historia de cumbre en cumbre: al contrario, trata de hacer
aparecer en cada uno su capacidad de dar sentido a sus propias conductas.
¿Hay que contentarse con decir que el sujeto, cuando no es consciente, se encuentra en el
preconsciente, y sobre todo que está virtualmente presente y consciente en un individuo o
un grupo, incluso en una categoría social? Ciertamente no. El sujeto se repliega en el
inconsciente. ¿Hay que decir que está allí inhibido? No, pues no es un superyó el que le
corta el camino, sino lo contrario, la cotidianidad, las normas de la vida pública, la urgencia
de las decisiones prácticas, la intensidad de las emociones y la búsqueda del interés o de la
solución a un problema difícil.
El sujeto parece cubierto por la banalidad del yo y de sus situaciones como un libro es
cubierto por la arena de una duna y no se le puede encontrar ya, pues no tiene ninguna
comunicación con la arena que lo cubre, tal vez una capa muy fina, pero que no revela nada
del objeto enterrado. Lo que explicaría que con tanta frecuencia, en nuestra vida, sujeto esté
ausente, como si fuera desconocido. Pero la situación real es muy diferente. La ausencia de
sujeto en el mundo consciente deja, por supuesto, una huella. Esta puede ser, en un caso
simple, la mala conciencia o la vaga inquietud de no haberse comportado como hubiera
debido de haber cerrado los ojos ante un sufrimiento o haberse tapado los oídos para no
escuchar la queja o la llamada. Aquí, el sujeto se mantiene en una frontera mal trazada del
inconsciente y el preconsciente. Pero cuando el sujeto está hundido en el inconsciente, no
puede subir a la conciencia por sí mismo. Es necesario que su portador sea interpelado,
acusado, que una conciencia se oponga a su no-conciencia. Muy a menudo es la propia
situación la que rompe la rutina de la conciencia y el adormecimiento de preconsciente. Por
ejemplo, la represión del sueño o de una manifestación y la sangre derramada revelan de
golpe que estaban en juego intereses y pasiones que superaban con mucho la conciencia de
lo vivido. De hecho, a menudo tenemos la impresión de caminar sobre un estanque helado,
de estar amenazados con hundirnos en el agua helada porque en un lugar imprevisible el
hielo menos espeso se romperá.
Esta fragilidad de la experiencia es sentida por muchos como una forma de sentimiento
religioso, por parte de aquel que experimenta que no es lo que vive y siente incluso la
presencia y la ausencia en él de la fe Esta misma fragilidad es sentida por el combatiente
civil o militar que sabe que su vida está amenazada y trata de apoyarse en lo que le parece
más sólido, en sí mismo.
¿Puede el analista hacer aparecer el sujeto enterrado en el actor Puedo responder
afirmativamente, pues lo he experimentado. El método de la intervención sociológica,
elaborado y practicado desde hace treinta años y que fue expuesto por vez primera en mi
libro La voíx et le regare (1978), está en efecto definido precisamente por esta voluntad de
descubrir el sujeto en el fondo del individuo o de los grupos a través de la intervención
activa del investigador. Este, después de haberse familiariza do con el grupo que estudia, y
que ha reunido como grupo de actores comprometidos en una acción colectiva, elabora lo
que considera la hipótesis más favorable sobre los actores, es decir, lo que le parece estar
más cerca del sujeto. En un cierto momento, que constituye el centro de la investigación,
presenta su hipótesis al grupo insistiendo en su convicción de que esa acción colectiva es
mucho más importante de lo que los propios actores piensan. El grupo se apropia entonces
de la hipótesis, con mucha buena voluntad, ya que ésta les otorga mucha importancia.
Durante un tiempo lo más largo posible, el investigador (o los investigadores) acompaña
este trabajo de reflexión del grupo. Si la hipótesis es justa, la reflexión y la acción del grupo
salen reforzadas; si es falsa, introduce ilusiones, falsa conciencia, contradicción en las
palabras de los actores, y el investigador deberá reconocer su error. Ese trabajo debe
prolongarse el mayor tiempo posible, lo que no se justifica más que si la hipótesis más
elevada está fundamentada y si provoca en los actores una «toma de conciencia»
constantemente alentada por investigadores que multiplicarán las interpretaciones que les
parece que religarán mejor a los actores reales colocados en situaciones concretas con el
sujeto y sus objetivos.
La diversidad de las técnicas de investigación sociológica, y tal vez el interés creciente por
las investigaciones que estudian comportamientos concretos presentes o futuros,
probablemente ha impedido a muchos ver que la intervención sociológica era muy diferente
de otros tipos de investigación. Esta busca ante todo aislar y definir opiniones, actitudes,
conductas precisas, en otras palabras, que corresponden a los actos observables de las
personas interrogadas. Cuanto más cerca del yo está la investigación, más posibilidades
tiene de proporcionar informaciones útiles. La intervención, como indica su nombre, otorga
al investigador el papel central. El busca y descubre detrás de la complejidad de las
conductas y las situaciones el significado más elevado que se puede detectar gracias a la
propia intervención.
Sin pretender introducir una comparación que sería abrumadora para él, el papel del
investigador que «interviene» está más cerca al del psicoanalista que al del encuestador,
aunque los dos caminos, el del psicoanalista y el del investigador en la intervención, sean
diferentes, incluso se opongan. Esa oposición debe ser considerada, por otra parte, como
positiva, puesto que corresponde a la de dos problemáticas. No da lugar a hablar de sujeto
en la exploración de la personalidad. En la medida en que el superego y el id están muy
dibujados en el pensamiento freudiano, el propio ego permanece débil, lo que se encuentra
en todas las definiciones del yo, y la explicación psicoanalítica consiste en comprender
conductas y síntomas, y por tanto en remontarse a la historia de la personalidad, a sus
desviaciones y a lo que reprime.
No da lugar tampoco a convocar al sujeto cuando se trata de explicar conductas sociales:
también aquí los comportamientos son comprendidos como síntomas de pertenencia o del
deseo de pertenencia a un de terminado grupo o categoría social, y por tanto a concepciones
de la integración y el cambio de la sociedad. Es por lo demás inútil recordar un proceso que
ocupa un lugar tan dominante en los tratados y los manuales de sociología.
Hablo de «sujeto» porque coloco enfrente del orden social, y fuera de la dinámica de la
personalidad, la representación por los seres humanos de su propia capacidad de creación,
reflexión y evaluación. Admito que las conductas sean consideradas sociales cuando se las
pueda contemplar como otras tantas respuestas a una posición social, pero las conductas
definidas por sus orientaciones hacia una figura del sujeto, es decir, de la libertad, de la
igualdad y la creación, son de otra naturaleza. Es aquí donde nos encontramos con las
religiones, los movimientos sociales, políticos y culturales, y en particular en el dominio de
las artes, con todo lo que evoca esa relación de los hombres consigo mismos a través de la
cual se forman juicios de valor. El camino que aquí sigo no está, pues, alejado ele una parte
de la sociología, cuya importancia decrece a medida que se difumina la imagen
arquitectónica de la sociedad.
Espero que este trabajo contribuya a renovar el interés de los sociólogos por los hechos
religiosos, los movimientos sociales y el universo del arte. Pues cada vez son menos
numerosos quienes piensan que la modernidad consiste solamente en hacer triunfar la
racionalización y la secularización, y por consiguiente en hacer desaparecer como
antiguallas esos movimientos, esperanzas y creaciones que no habrían tenido existencia real
más que en la noche de las sociedades antiguas.
VECINDAD
Mucho más positiva e importante es la relación entre la sociología del sujeto que propongo
y la escuela de aquellos que, arrancando del mismo punto de partida, se han planteado una
pregunta muy diferente de la mía: ¿cómo se puede reconstruir el lazo social, el Binclung
(por utilizar la palabra alemana que mejor corresponde a esta pregunta y que es, por esta
razón, la utilizada con más frecuencia)?
Nadie tiene seriamente la intención de rechazar el individualismo que está en el centro de la
cultura contemporánea, salvo aquellos que desean un régimen autoritario. Pero muchos
sociólogos tratan de comprenderlo. El subtítulo del libro de François de Singly, Les uns
avec les autres, lo atestigua: Quanci l’incliviilualisme crée d lien [ el individualismo crea
lazos»]. Rechazando a la vez un individualismo extremo y un comunitarismo todavía más
peligroso que el mal que quiere combatir, esta escuela de la reconstrucción del vínculo
social ha descubierto y defendido la idea de que el individualismo y el vínculo social, lejos
de oponerse son complementarios e indispensables el uno al otro.
Lo resumo en pocas palabras: el individuo no se construye como tal, no adquiere estima de
sí (selfesteem) más que en la medida en que recibe imágenes favorables de sí mismo
procedentes de los miembros de la comunidad próxima a la que pertenece. Razonamiento
inspirado en la teoría del Self de George Herbert Mead, que ve en él sí mismo la
interiorización de las imágenes que los otros tienen de uno mismo, imágenes que son
positivas si todos crean y defienden entre sí vínculos sociales positivos, una conciencia de
pertenencia común y creen en la responsabilidad de todos en la individuación de cada uno.
Esta idea, muy alejada del comunitarismo, que es una respuesta a un sentimiento de
exclusión social, se nutre en cambio de la defensa de la individuación de cada uno como
finalidad de los intercambios sociales y los métodos de gestión.
El papel de la Iglesia católica, más activa en Italia que en los demás países europeos, puede
explicar la sensibilidad de los pensadores italianos, de Franco Crespi en particular, a esta
búsqueda de la construcción de lazos sociales basados en el respeto a la individualidad de
cada uno. Idea que lleva al tema más central todavía del reconocimiento, del que A.
Honneth en Alemania ha hecho el eje de su pensamiento. Es el reconocimiento del otro
como tal lo que permite la comunicación e incluso la integración. Idea que se opone a la
imagen clásica pero vacía de la supe ración de los intereses individuales necesaria para
asegurar un vínculo colectivo. Se comprende fácilmente por qué los pensadores alemanes
están tan activamente comprometidos en ese movimiento de ideas que aleja los monstruos
que conmocionaron a Alemania y al mundo.
Este pensamiento, que se extiende por Gran Bretaña tanto como por Alemania e Italia y
encuentra en todas partes representantes de primer orden, defiende la idea de que el
individuo, para ser un sujeto, necesita ser reconocido por los otros, lo que supone la
adhesión de todos a la organización social y política, porque el objetivo principal de ésta es
el re conocimiento de cada uno como sujeto por los otros. Gran imagen de la democracia
que no se reduce a la protección de las libertades y a la busca de la igualdad, o incluso a
una voluntad de justicia, sino que da la prioridad a la libertad, la responsabilidad y por tanto
a la singularidad de cada uno. Se trata, para esos sociólogos e igualmente para mí, de poner
en primer plano un individualismo que se opone a la democracia definida por la
participación de todos en la sociedad creada por la voluntad de todos, tal como la concibió
Jean Jacques Rousseau, y que ha producido en la historia lo peor con más frecuencia que lo
mejor.
La oposición entre los dos pensamientos está unida a una reciprocidad entre individuo y
colectividad en la que yo no creo. Por el contrario, yo insisto en la fuerza del sujeto que se
orienta ante todo hacia sí mismo, incluso en el caso de la relación amorosa, porque la
relación con el otro no puede estar nunca completamente liberada de un contenido social, es
decir, de una definición de los actores en términos que alejan de la búsqueda del sujeto. Se
puede anhelar una comunidad de individuos libres, pero frente a una organización social
invadida por el mercado, la guerra y la violencia, es necesario preservar la independencia
del sujeto, aunque ello acarree una cierta soledad; soledad de los resistentes perseguidos,
del enamorado siempre incierto de la respuesta que espera, soledad del in ventor y el
investigador que deben salirse del camino trazado, soledad del adolescente que aprende a
salir del lugar que le ha sido preparado y a reinventar el entorno que elige.
La sabiduría está en no escoger entre esos dos enfoques, reconocer la necesidad de crear,
contra una organización burocrática y autoritaria, relaciones de reciprocidad y de
reconocimiento mutuo, y sentir con la misma fuerza la necesidad del sujeto de construirse a
sí mismo, de dar prioridad al descubrimiento de sí mismo, lo que nunca se puede combinar
enteramente con un proceso de integración social, sino que llama a la comunicación con los
«próximos». El tema de la autoestima provoca en mí una reacción ambivalente. Pues el
reconocimiento del otro es indispensable para la creación de un espacio de libertad, pero, al
mismo tiempo, el poder y la violencia no pueden mantenerse nunca completamente al
margen de nuestra experiencia de vida. De manera que el sujeto debe siempre, para
sobrevivir, combatir o apartar la dominación que sufre. Yo me he distanciado mucho de las
sociologías puramente críticas y denunciadoras; tan grande es mi reserva respecto de todas
las teorías de la integración y la participación.
EL SUJETO Y LA RELIGIÓN
Si el sujeto es una relación de sí mismo a sí mismo cada vez más di recta en las sociedades
más modernas, proviene de la interiorizacíón de un principio creador y otorgador de sentido
que había sido hasta entonces exterior a la experiencia humana, proyectado en una
transcendencia separada del mundo humano o ya instalada en él, cuando el sujeto no
aparece todavía directamente, sino que sólo está encarnado en la imagen utópica de la
ciudad perfecta, en el llamamiento a una sociedad ideal, liberada de sus pecados y de los
intereses en competencia.
Ese sujeto proyectado fuera de sí mismo, invertido en un principio religioso, habla delante
de nosotros, fuera de nosotros y dice el sentido de nuestra experiencia vivida. Pero esta
«objetivación» del sujeto, al ser producida en sociedades que sienten todavía poco su propia
creatividad, su «historicidad», está separada de la experiencia humana por el espesor de
instituciones que le dan una forma, una forma que no es la de nuestra vida cotidiana, pero
tampoco la del sujeto.
Esas dos realidades opuestas y complementarias están todavía fundidas una con la otra en el
mundo de la comunidad. Es cuando la modernidad se anuncia cuando se realiza la
separación, que no dejará luego de amplificarse, entre el mundo del sujeto, proyectado y
exteriorizado en una imagen de lo divino pero que tiende hacia la interiorización en el
sujeto humano, por un lado, y el universo de lo sagrado, controlado por las Iglesias y los
clérigos por medio de instituciones y prácticas, por otro. Esta oposición de lo divino y lo
sagrado, del sujeto proyectado fuera de sí mismo en una figura de la transcendencia y de la
creación de un mundo protegido por prohibiciones y por su monopolio de la comunicación
del mundo humano con el mundo divino, está en el centro del hecho religioso.
Lo divino está alejado del mundo humano, pero le da su sentido, mientras que lo sagrado
crea una barrera que permite a los clérigos hablar en nombre de lo divino y administrar las
comunicaciones entre los fieles y lo divino. Cuanto más se acerca a la modernidad, más
entra lo sagrado en el mundo temporal hasta confundirse con un poder que recibe de este
modo una legitimidad superior. Es constante el riesgo de confundir el sujeto con la
construcción ideológica e institucional de una figura de lo sagrado, colocada en el centro de
una religión, y más concretamente de una Iglesia. Su oposición es la de las dos caras
opuestas del hecho religioso. La distancia del sujeto consigo mismo hace que esté casi
siempre proyectado, fuera del alcance de los individuos, en una trascendencia que asume
formas históricas diversas. Precisemos de inmediato que no se trata aquí de lo que se
denomina las sociedades modernas, por oposición a las comunidades no modernas (que en
ocasiones se pueden encontrar engarzadas en sociedades modernas), que son definidas,
como ha dicho Louis Dumont, por su globalidad, es decir, por la interdependencia de todos
sus elementos, siendo cada uno de ellos la manifestación de una subjetividad superior, de
un dios o de un mito creador, de un proyecto de futuro, de un retorno a los orígenes o de
una presencia más general de una sacralidad que exige sacrificios. Es cuando lo sagrado
comunitario se des hace cuando se afirma la trascendencia de un sujeto, pero cuando se
forma al mismo tiempo una sacralidad social, la creación de un poder y de recursos de un
tiempo y un espacio socialmente bien definidos pero que son sobre todo identificados como
sagrados.
Lo divino no implica siempre, ni mucho menos, la presencia de un dios personal. El hecho
más manifiesto es que cuanto más débiles e impotentes son los hombres que proyectan el
sujeto, a un divino lejano, más se refuerzan y se fortifican el espacio y las instituciones de
lo sagrado. Al contrario, lo divino se aproxima al mundo humano por la voz de los profetas.
Cuando aparece Jesús y cuando se constituye la religión cristiana, todo el conjunto cultural
se conmociona. Dios se hace hombre, lo que prepara y realiza ya en parte la interiorización
del sujeto en el individuo, mientras que el espacio sagrado queda maltrecho por el
encuentro directo de Dios y los hombres que realiza la existencia de Cristo. El Dios todo
poderoso puede entonces convertirse en un Dios de amor.
Pero el mundo de lo sagrado y las instituciones religiosas que lo ad ministraban se reforzó
rápidamente, hasta el punto de instituir un poder político-religioso amenazador que no
obstaculizó en modo alguno la formación de una teocracia. No sólo no destruyó la fe, sino
que ésta quedó, mediante la oración, el éxtasis místico y los milagros, en comunicación
directa con Dios.
Marce Gauchet tenía razón al considerar que el cristianismo ha marcado el fin del universo
religioso. La modernidad no instituye el reemplazo del pensamiento religioso por la
racionalidad instrumental y la secularización. Tiene siempre una doble cara: la
racionalización y la creación del individualismo moral. Ni una ni otra tienen la capacidad
de terminar con el mundo de lo sagrado, a pesar de los esfuerzos de algunos reformadores
religiosos, pero el sujeto tampoco es destruido por el utilitarismo o el autoritarismo de las
Iglesias; se transforma, en particular a través de la idea del derecho natural, en un
movimiento cada vez más autocreador del sujeto, que se encarna sobre todo en el
cristianismo antes de aumentar su capacidad de integración y diversificación.
Se podría proponer una lectura opuesta de esta dualidad de lo divino y lo sagrado, y
percibir al sujeto en el esfuerzo de reapropiación de lo di vino que constituye la sacralidad
sobre la que las colectividades pueden actuar, lo que crea un vínculo entre lo social y lo
divino, en el que se re conoce la religión, que es el dominio de la comunicación entre el
mundo humano y el más allá. Pero ese discurso es el de la institución religiosa, pues son las
Iglesias las que administran —ésa es incluso su razón de ser— las comunicaciones entre el
mundo social y el mundo sagrado, que está a la vez en su centro y por encima de él.
Conviene, pues, quedarse en la primera formulación, en la idea inversa según la cual el
sujeto se revela en su proyección fuera de la sociedad, en ruptura frecuente con la gestión
de lo sagrado que está siempre asociada a la de un poder, operación que domina (y sobre
todo ha dominado) una gran parte del mundo actual y que, en el Occidente cristiano, por
ejemplo, ha creado lo que Jean Delu meau ha denominado la cristiandad; a saber, una
comunidad y un con junto definidos por un modo de gestión de lo sagrado, cuando el
cristianismo se define por una ruptura de la religión, puesto que los textos evangélicos, sean
cuales fueren las condiciones históricas de su redacción, marcan una ruptura turbadora
entre lo social y lo divino, y lo mismo entre las instituciones religiosas y la figura de Jesús:
Dios, convertido en hombre-Dios, se transforma en instancia de apelación, más moral que
sagrada, contra el orden social y contra las instituciones que lo han lleva do a la muerte.
La sacralización del poder, imperial o real en particular, no impidió durante mucho tiempo
la secularización, es decir, la separación de lo social y de lo sagrado, que liberó un espacio
de trascendencia en el que brilló lo divino vivido como luz interior, íntima, permitiendo una
comunicación directa, profética, mística o de posesión entre lo divino y un in dividuo tan
poco definido socialmente como es posible.
Cuanto más progresa la secularización, más se estrecha y especializa el mundo de lo
sagrado, y más se aproxima lo divino a nosotros, hasta el punto de redefinirse
históricamente sin renunciar no obstante a esa trascendencia sin la que se perdería en una
ideología al servicio del poder (negándose, llegado el caso, a definirse en términos
religiosos). Proceso que ha dominado nuestra modernidad a través de la divinización de la
monarquía absoluta, después el derrocamiento de ésta por la nación en armas, el progreso
de la industria y la dictadura del proletariado o también por las ideologías nacionalistas. El
sujeto es cada vez menos divino, pero corre cada vez más el riesgo de perderse en la
secularización, e incluso devenir un arma ideológica al servicio de un nacionalismo
extremo.
En sentido inverso, en ciertas épocas ha sido grande la tentación de concebir un mundo
puramente materialista, es decir, dirigido por el interés y el placer. Cada uno de los grandes
empujes del capitalismo —es decir, de las acciones dirigidas a la supresión de todos los
controles y todas las regulaciones de la actividad económica por decisores sociales,
políticos, religiosos o patrimoniales cuyas finalidades son extrañas a la racionalidad
económica— ha provocado el fortalecimiento del materialismo. Por otra parte, éste no
carece de atractivos en la medida en que la defensa de la racionalidad pura, de lo que
Nietzsche llamaba el «pensamiento inglés», se acompaña frecuentemente de una crítica
global de la arbitrariedad de los príncipes o de una protesta contra los privilegios y el lujo
inútil. Fue en el siglo xv europeo cuando este pensamiento materialista conoció el mayor
desarrollo, y de nuevo en el curso de la segunda mitad del siglo xx, cuando la actividad
económica, liberada de las coacciones impuestas por los regímenes totalitarios o por el
voluntarismo reformador de los socialdemócratas, trató de extender al conjunto de la vida
social los razonamientos que eran útiles para el conocimiento de la actividad económica.
Pero esa corriente materialista, por imponente que sea, no ha podido nunca aparecer
verdaderamente como el término de una evolución histórica que finalizara de una vez por
todas, aunque fuera de forma progresiva, con la opción de los valores. Ninguna sociedad se
ha definido nunca enteramente como una sociedad de mercaderes en la que, por retomar la
oposición clásica propuesta por Albert Hirschman, los intereses habrían abolido las
pasiones. Tampoco éstas han conseguido, por su parte, terminar con los intereses. Y el siglo
xx parece haberse acabado con el agotamiento del pensamiento mercantil.
No es satisfactorio hablar de secularización y desencantamiento del mundo como si se
asistiera, con la modernidad, al triunfo de la razón instrumental, del cálculo y el interés.
Sería más justo hablar de una interiorización del sujeto que permite al mundo trascendente
entrar en el tiempo histórico y en el espacio institucional.
Esa es la ambigüedad principal de la modernidad. Ha favorecido el individualismo moral y
la idea de los derechos del Hombre lanzada por la filosofía de la Ilustración, pero también
ha sido utilizada por aquellos que aspiran a la sacralización del poder político y de la
sociedad. El conflicto que opone esas dos interpretaciones a la sociedad con frecuencia ha
sido enmascarado por el hecho de que la formación del Estado nacional y republicano se
realizó bajo la égida de los derechos humanos y de una religión cívica que desembocó en
las persecuciones antirreligiosas del Terror. De la misma manera, la construcción de las
dictaduras comunistas se realizó en nombre de los derechos y la dignidad de los
trabajadores. Proceso que evoca irresistiblemente la acumulación de las riquezas y los
privilegios por parte de la Iglesia católica o por otras en nombre del modelo evangélico.
Actualmente, asistimos al debilitamiento de las instituciones religiosas y a la afirmación de
expresiones menos institucionalizadas del sentimiento religioso. La fe y la creencia puestas
en un partido, una iglesia, una nación, etc., abandonan el escenario, y la pertenencia a la
sociedad pierde su fuerza comunitaria. Es el propio comunitarismo el que atrae a las
muchedumbres. La sociedad no está ya sacralizada; lo sagrado se agarra, pues, de nuevo a
las comunidades. Quedan así cara a cara emociones de tipo religioso, abiertas al exterior,
relacionadas con símbolos de universalismo, y comunidades sacralizadas, sobre todo
cuando se definen por raíces naturales: etnia, lengua, etc. Esa separación de la apelación al
sujeto divino y de la gestión de la economía y las instituciones lleva a individualizar y a
hacer más Íntima, más apasionada, la relación del sujeto consigo mismo, mientras que el
mundo de lo sagrado se reduce a los instrumentos del poder y no saca de él ni la capacidad
de engendrar reacciones afectivas ni la fuerza necesaria para animar un debate en el que las
ideas tuvieran gran fuerza de movilización.
EL SUJETO Y LA ESCUELA
Es el momento, para evitar toda representación moralista del sujeto, de observarlo en
situaciones sociales concretas, buscando su vía en medio de otras lógicas de acción,
rechazado a menudo, y por razones contradictorias, pero imponiendo finalmente su
presencia. Es hacia la escuela hacia donde hay que volverse en primer lugar, porque se trata
de un sector de la vida social en el que se enfrentan no sólo ideas, sino opciones efectuadas
por los propios enseñantes, y sobre todo por los padres de alumnos que están convencidos
de que la elección de una escuela tiene efectos profundos y duraderos sobre toda la vida de
sus hijos. Pero si ese tema puede ser abordado con cierta serenidad aquí o allá, ciertamente
no ha sucedido así en Francia, donde en los siglos XIX y xx se han enfrenta do dos o varias
escuelas, El caso francés es de un interés particular, en la medida en que el choque de las
ideologías ha desembocado en una verdadera guerra entre la escuela laica y la escuela
católica. Al término de un siglo de enfrentamiento, una ley incorporó la mayor parte de la
enseñanza privada a un gran servicio público de la Educación Nacional, reconociendo a las
escuelas privadas su libertad de organización. Para comprender bien lo que está en juego
hay que detenerse primero en la noción de laicismo.
El laicismo fue y es un elemento esencial de lo que se puede llamar el espíritu republicano,
es decir, el descubrimiento de criterios de evaluación de los individuos y las instituciones
en términos de bien común, de interés público, de patriotismo, de normas sociales
dominantes, y también de racionalidad del saber. No todos sus defensores concibieron el
laicismo en esos términos, pero esta concepción republicana ha tenido y ha mantenido una
influencia considerable. Esta redefinición del bien y del mal por la utilidad o el perjuicio
social, por la conciencia o la indiferencia respecto de los deberes de cada ciudadano hacia
su colectividad local o nacional, se ha opuesto a una concepción de la sociedad funda
mentada en las autoridades tradicionales y en las creencias religiosas.
El debate tenía objetivos concretos: ¿quién iba a formar a las élites di rigentes, la Iglesia
católica o bien la escuela republicana? Se cruzan aquí las preocupaciones de Jules Ferry y
los principales fundadores de la es cuela laica. Es necesario recordar que, en Francia, ese
conflicto ideológico adquirió una agudeza extrema con el affaire Dreyfus, lanzado por la
asociación del catolicismo y un nacionalismo llevado hasta el antisemitismo y que condujo
al ejército a fabricar falsificaciones y a deportar injustamente a uno de sus oficiales, lo que
provocó una reacción apasionada y en definitiva victoriosa de los partidarios de Dreyfus.
La separación de las Iglesias y el Estado lleva consigo, en Francia, la sacralización del
campo político.
Pero si el principio de laicismo debe ser aceptado, plena y entera mente, no por ello hay que
aceptar el espíritu «republicano», es decir, la limitación del campo de la escuela a la
preparación para la vida social, profesional y nacional. Una sociedad moderna se amputa de
gran parte de su creatividad, pero también de su realismo, si no asocia el espíritu racional
con el conocimiento de la historia personal, psicológica y social de cada individuo, y con la
apertura al sujeto personal que se nutre de una historia y una memoria colectivas, de los
orígenes del pensamiento religioso tanto como de todas las luchas por el derrocamiento de
las dominaciones sociales, nacionales y sexuales.
Así como el racionalismo debe ser aceptado constantemente en una sociedad para que ésta
sea moderna, así debe, lejos de residir por encima de otros componentes de la vida
colectiva e individual, estar implicado en todos los aspectos de la experiencia humana,
incluidos aquellos que más se ie resisten. Así pues, la escuela no debe poner al niño al
servicio de la sociedad y tampoco debe ser un mero lugar de aprendizaje. Debe ser, por el
contrario, un lugar de formación de actores sociales y, más pro fundamente todavía, de
sujetos personales. La escuela no debe rechazar al dominio de la vida privada la religión, la
sexualidad, los compromisos políticos, las tradiciones culturales. Pero es cierto que debe, al
mismo tiempo, hacer respetar la superioridad de la ciudadanía sobre los comunitarismos.
Que nunca sea fácil trazar la frontera entre esta apertura y los límites que se deben
mantener hace necesaria la instauración de mecanismos de reflexión, deliberación y
decisión en el interior de los establecimientos escolares y universitarios. Las dificultades de
la tarea no la hacen menos indispensable. Lo importante es que en cada caso se busque el
mejor compromiso posible entre la diversidad de culturas y personalidades, por un lado, y
las garantías institucionales de los dos fundamentos de la modernidad —el racionalismo y
la defensa de los derechos personales—, por el otro, La Francia actual ha elegido afirmar en
primer lugar su re chazo del comunitarismo; es su derecho, y esa elección me parece justa.
Pero ahora debe abrirse mucho más a la expresión pública de las creencias y las culturas
más diversas, como a las características singulares de cada individuo.
Si bien el orden político tiene el poder de definir y hacer respetar las reglas de la vida
social, concede a menudo al espíritu religioso vencido la dirección de la vida privada. Si las
referencias religiosas han desaparecido así de la vida pública, subsiste en general una
tolerancia por la que, de manera no explícita, la moral republicana se limita a sí misma en
lo que se refiere a la vida pública. Ése es el compromiso: a la ley, la vida pública; a la
religión, a las tradiciones y a la libertad individual, la vida privada. Pero ese compromiso
no es aceptable para ninguna religión y para ninguna fuerza espiritual o moral. Si se define
el laicismo por su silencio sobre los pensamientos religiosos o morales, el dominio de la
moral republicana se restringe mucho, se limita a hacer soportable la cohabitación de
individuos y grupos con prácticas y creencias diferentes. La libertad de conciencia se
degrada entonces en pura tolerancia. Es necesario, por el contrario, introducir el tema más
fuerte de los derechos culturales. Estos no son respetados allí donde domina una ideología o
una religión de Estado, pero están también muy restringidos allí donde la sociedad se
considera la fuente del bien y del mal e impone una moral y un pensamiento republicanos.
De ahí la asombrosa ignorancia de la historia y las creencias de las religiones en que son
mantenidos los alumnos de muchos países, incluso de la religión que domina entre ellos, y
a fortiori de las posturas religiosas, filosóficas y teológicas que ejercen una mayor
influencia en zonas lejanas.
Estas ideas están bastante alejadas de las que profesa el laicismo francés heredado del siglo
XIX; pero no están más cercanas a las que dan a todos la conciencia de pertenecer a una
sociedad y a una moral de inspiración religiosa. La diferencia entre lo que se puede
denominar la concepción norteamericana y la concepción francesa de la educación es pro
funda. La concepción norteamericana es más integradora, puesto que enseña valores y
normas al mismo tiempo que conocimientos; la concepción francesa tiende, por el
contrario, hacia un modelo más intelectualista de enseñanza, que no tiene en cuenta la
personalidad de los alumnos y su situación social y cultural, en nombre de la voluntad de
tratar a todos los alumnos de la misma forma.
Se puede defender la idea de que esta concepción ayuda a la formación del sujeto en el
individuo, definiéndolo al margen de su situación social concreta, lo que, en efecto, puede
favorecer un movimiento de creatividad personal. Pero este resultado feliz se produce sobre
todo para los alumnos dotados, por razones personales o sociales, de una gran capacidad de
acoger los mensajes culturales nuevos. Se trata pues de una concepción elitista, mientras
que la concepción norteamericana favorece la integración de todos en una vasta clase
media. Ninguna de las dos concepciones toma verdaderamente en cuenta a aquellos y
aquellas que de ben cambiar de cultura, hacer frente a conflictos familiares y que difícil
mente se pliegan a las reglas de la vida escolar. Ninguna de las dos está orientada hacia la
subjetivación de los niños y los jóvenes.
Hay que rechazar el principio, tan crucial en la escuela republicana, según el cual la escuela
está hecha para aportar al niño una combinación de pensamiento racional y socialización,
dejando de lado lo que compete a la vida privada.
No son las intenciones de este pensamiento escolar las que deben ser discutidas, sino sus
resultados efectivos. Esta distancia igualitaria entre maestros y alumnos, asociada a una
definición por los docentes de su trabajo en términos de disciplinas (matemáticas, historia,
química, etc.), favorece en efecto a los alumnos procedentes de los medios más instruidos y
de familias más acomodadas. A los que proceden de medios pobres y desfavorecidos —en
particular en lo que concierne al dominio de la lengua nacional— les resulta difícil superar
los obstáculos levantados ante ellos por el sistema escolar, mientras que los demás son
ayudados por su familia y su medio a orientarse en el mundo profesional, a hacer
elecciones, a pensar su futuro. La elección entre intervenir o no intervenir en tal situación
no debe estar guiada por la afirmación de la separación entre la vida pública y la vida
privada. Pues es absolutamente necesario que la escuela tome en consideración las
condiciones en que un niño se forma una imagen de sí mismo y de su futuro.
Si la palabra «sujeto» parece aquí a algunos demasiado pesada, pueden no utilizarla, pero
convengamos que se trata de algo distinto de la «vida privada», de la personalidad, en
realidad. Las investigaciones sociológicas han mostrado que la escuela obtiene mejores
resultados cuan do los enseñantes se definen por su papel de «comunicantes» con los
alumnos y con los dirigentes administrativos de la escuela, y no sólo por su papel
profesional de «enseñantes» de biología o historia.
Cuando los docentes se protegen detrás de su disciplina para hacer frente a alumnos en
ruptura de comunicación o en posición de hostilidad, los resultados son malos. Esta
importancia de los factores de éxito escolar dentro de la escuela ha sido demostrada por
François Dubet, que se ha alejado así de la larga tradición que se representaba la escuela
como una caja negra cuyos resultados estarían enteramente determinados por el origen de
los alumnos antes de su entrada en los centros.
Es necesario que la escuela se pregunte sobre su propio papel, en particular en el fracaso
escolar. Hay que insistir especialmente en los obstáculos encontrados por los niños
procedentes de familias de inmigrantes que no tienen ningún capital cultural. Esos niños
tienen pocas posibilidades de ascenso social, sobre todo en el momento en que el «ascensor
social» se ha detenido.
¿En qué consiste la experiencia personal del sujeto? ¿Se trata de una experiencia íntima,
como la conciencia de tener un alma o la de estar situado en un lugar o en un tiempo en que
la libertad humana libra un gran combate, está expuesta a grandes riesgos y obliga a la
valentía y al sacrificio?
LA EXPERIENCIA DE SER SUJETO
En la historia, el sujeto se ha manifestado a través de experiencias cuya importancia se
percibida con claridad. En tiempos recientes, el respeto a la persona humana y a la libertad
ha estado comprometido a me nudo en luchas en que el bien se enfrentaba al mal. Empleo a
propósito esta expresión, que puede sin embargo prestarse a todos los equívocos. Los que
han muerto combatiendo a un enemigo que no era solamente el invasor extranjero sino el
verdugo, el racista, y sobre todo aquellos que han sido combatientes voluntarios, han sido
conscientes de que representaban algo más que a sí mismos y que sacrificaban o
arriesgaban su vida por algo más que ellos mismos y su comunidad. Es demasiado fácil
rechazar estas palabras, limitarse a presentar a los combatientes y los muertos tan sólo
como víctimas, a Verdún y Stalingrado como mataderos. En ese pseudorrealismo se oculta
una falta de respeto intolerable. Hay muchas menos víctimas puras arrastradas por la falta
de sentido de la historia o por los efectos ocultos de la guerra por el petróleo de lo que
afirman los escépticos. Y hay muchos más hombres y mujeres de lo que se dice que han
muerto combatiendo el mal y con la conciencia de sacrificarse, de protestar, de alimentar la
esperanza. En las situaciones más dramáticas, no es fácil demostrar afirmaciones de este
tipo. Sin embargo, no se puede decir ya actualmente que los judíos de Varsovia, los
muertos vivientes de Auschwitz, los deportados de la Kolyma y tantos otros que han sido
aniquilados habían perdido toda humanidad antes de ser arrojados a la muerte. Esto no es
ceder a una heroización infantil sino sentir, por los testimonios orales o escritos que nos han
llegado, que aquellos que han sido despreciados, insultados, reducidos a la peor miseria
física y moral han conservado algo de su dignidad, de su voluntad de ser huma no, del
espíritu de solidaridad. ¿Cómo pensar que aquellos que murieron en tan gran número en
Stalingrado luchando contra la Werhmacht no tuvieron ninguna conciencia del papel a la
vez trágico y glorioso que les había atribuido la historia tomando su vida, pero haciendo de
ellos los actores de una liberación tanto más preciosa cuanto que ellos mismos, aquellos
soldados de Stalingrado, combatían con el uniforme de un régimen totalitario? ¿Quién
podrá atreverse a reducir a los campesinos soldados de Stalingrado a combatientes del
ejército de Stalin? ¿Y quién puede decir que ninguno de ellos tenía conciencia de la misión
histórica que asumían?
Es natural que se recuerden en primer lugar los grandes combates, pues es en esas
situaciones donde se puede percibir a mayor escala lo que separa la lucha contra un
enemigo del combate por la dignidad humana. Pero cuando uno se acerca a experiencias
más personales, y por tanto es- menos espectaculares, surgen otras dificultades: ¿cómo
distinguir la con ciencia del sentido de la experiencia vivida de todos los mecanismos
psicológicos por los que nosotros mismos huimos o, por el contrario, somos asfixiados por
amor a nosotros mismos? La experiencia de ser un sujeto que se manifiesta ante todo en la
conciencia de una obligación respecto no de una institución o de un valor, sino del derecho
de cada uno a vivir y ser reconocido en su dignidad, en lo que no puede ser abandonado sin
arrebatar a la vida su sentido. Sentido del deber, de la obligación: esas expresiones son
empleadas por todos, pero hay que añadir que se siente sujeto solamente aquel o aquella
que se siente responsable de la humanidad de otro ser humano. Es reconociendo los
derechos humanos del otro como me reconozco a mí mismo como ser humano, como me
reconozco obligaciones respecto de mí mismo. ¿Se trata de conductas excepcionales,
heroicas? Con más frecuencia se trata, al contrario, de experiencias personales vividas en
un marco banal, el de la familia o la relación amorosa, o el entorno inmediato del prójimo.
Pero individuales o colectivas, esas experiencias se oponen con todo conocimiento de causa
a la obediencia a las leyes, las costumbres y las órdenes de los jefes.
No estamos constantemente privados de la distancia a nosotros mismos que nos permite
considerarnos sujetos; y dejemos de jugar a ser escépticos y volvernos insensibles a lo que
constituye para cada uno de nosotros, para el intelectual como para todos los demás, la
parte más viva de nuestra vida, la pregunta más urgente sobre nuestra experiencia y el
sentido de nuestras decisiones y nuestras esperanzas.
Es en un nivel intermedio entre los acontecimientos «históricos» y la relación con nosotros
mismos, es decir, en la relación con el otro (que puede tomar la forma de relación con los
otros), como la experiencia del sujeto parece más frecuente y más viva. Muchos han tenido
la experiencia de reconocer en el otro una presencia que supera la del propio individuo.
Somos entonces atraídos por la presencia iluminadora de un valor humano superior que un
individuo lleva en él.
Todas estas observaciones pretenden hacer manifiesto que las relaciones entre individuos o
entre grupos no son sólo ni enteramente relaciones sociales, ni tampoco relaciones
puramente interindividuales. Entre un universo y otro se interpone lo que da un sentido a
las luchas de aquellos que quieren ser actores y que quieren también que los otros puedan
serlo. La idea de sujeto hace aparecer en mí y en el otro lo que podemos tener en común.
Es en una mirada, en un cruce de miradas, en la fuerza de la presencia y la intensidad de la
revelación o de la posesión como la presencia del sujeto y de la relación entre sujetos se
revela. Nuestra vida puede estar bastante controlada, sometida o corrompida para privarnos
de toda presencia del sujeto y encerrarnos en el dinero, la jerarquía o la represión. Pero esta
pobreza, este vacío, no son inevitables. Ya sea porque encontramos la emoción que impulsa
a la solidaridad o porque somos tocados por el amor o por la esperanza de una liberación,
no nos limitamos a una red de estatus y de roles, de gratificaciones y castigos, de
aceptación o rechazo del orden social. Nuestra vida deja de ser enteramente social. No
existe movimiento social que no nos haga salir del orden social, en nombre de la libertad, la
igualdad, la justicia o de cualquier expresión de la presencia del sujeto en nosotros y entre
nosotros.
Una consecuencia directa de la distancia que existe entre el sujeto y la organización social
es que la presencia o la ausencia del primero no de pende de las categorías sociales
consideradas. Ni los jóvenes ni los viejos, ni los ricos ni los pobres están más cerca de ser
sujetos que los otros. Formulación que contradice en primer lugar la idea expresada tan
frecuentemente en el siglo xv de que el pueblo no piensa, si no es a un nivel ele mental, el
del hambre, el miedo o el disfrute. Esta conciencia de clase extrema no corresponde ya a
nuestras ideas, ni siquiera entre los más conservadores. Estamos más bien habituados por la
tradición cristiana y la historia revolucionaria a considerar que los pobres, los que sufren y
los que padecen la esclavitud, son más portadores del espíritu de liberación (y por tanto de
subjetivación) que los ricos, presos como están de su riqueza y culpables a menudo del
sufrimiento de los otros.
Los primeros serán los últimos. Por importante que sea el mensaje, no puede ser
completamente observado, no se puede ligar la suerte del sujeto a la organización social, ni
siquiera a costa de una inversión de la jerarquía. El bien y el mal pueden aparecer en todas
partes, aunque sea cierto que la naturaleza del bien y del mal no puede ser definida sin
referencia directa a la libertad, la igualdad o la justicia. El sujeto no despliega sus alas por
encima de la sociedad; no está tampoco apresado en sus reglas y jerarquías. Está presente
en la sociedad y en la historia, en las relaciones colectivas e interpersonales, pero
evoluciona también ahí como una exigencia, una protesta, una esperanza.
El sujeto vive en el mundo, pero no pertenece al mundo. Por eso la idea de sujeto es un
arma tan poderosa contra el racismo. Si un grupo social o nacional se identifica con el bien
absoluto, con un dios, con el futuro o con el progreso, debe inventar lo contrario de sí
mismo. La creencia en un dios induce la creencia en un diablo o en cualquier otro principio
del mal. Es así como Occidente, que se identificaba con la razón, con el progreso y con la
Ilustración, inventó el Oriente, que es, según el análisis clásico de E. Said, el lugar de la
sinrazón, vuelto más hacia el pasado que hacia el futuro, y hacia el particularismo más que
al universalismo. La cristiandad rechazó primero al judío, del que los cristianos se habían
separado, cuando el propio Jesús era judío, acusando a los judíos de deicidas. Luego, el
Occidente en expansión, capaz de conquistar el mundo, vio en las colonias lo contrario de
lo que había permitido triunfar a Occidente. El mundo colonizado, y singularmente el
mundo árabe, se convirtió en el lugar del Mal, el que amenaza al imperio del Bien, como
proclama el presidente Bush. La eliminación de esa pareja peligrosa —Dios y el diablo,
puro e impuro— hace imposible todo racismo, que supone siempre que todo el sentido está
de un lado y que el otro lado encarna el sinsentido. El rechazo del otro definido como otro
es tanto más fuerte cuanto que la definición de sí es más religiosa. De ahí la forma extrema
de antisemitismo en un mundo en el que se impone la segregación (shtetl, gueto). Cuanto
más social y política es la oposición, menos fuerte es el racismo. De ahí la transformación
de las corrientes antiárabes. Relación lejana (salvo para los colonos) y sobre todo social, se
transforma en una relación de proximidad. De política se convierte en religiosa, y el
atentado religioso se convierte en la fuente de las reacciones de rechazo más fuertes.
Es la evolución inversa la que se ha producido para los judíos: una hostilidad religiosa se ha
transformado en conflicto social, hasta que el conflicto israelí-palestino ponga en primer
plano el conflicto político. Más allá del reconocimiento del otro, expresión que puede
resultar vaga, lo importante es que el llamamiento al sujeto esté presente en todas partes, es
decir, que haya reconocimiento por todos de las condiciones genera les de la modernidad.
Los judíos entraron masivamente en la modernidad; los árabes han quedado con más
frecuencia fuera de ella, lo que ha creado una distancia infranqueable que los israelíes y la
diáspora interpretan como su superioridad y que los otros juzgan como expresión de una
dominación y una explotación. Es necesario recordarlo continua mente: la comunicación
intercultural supone el reconocimiento por las partes en presencia de atributos universales
en los dos campos, pues su oposición está entonces limitada por el reconocimiento de
elementos que permiten a la vez el debate y la negociación.
EL ANTISUJETO
Aquellos que estudian las condiciones de la paz social o del ascenso social han identificado
con frecuencia al adversario principal de todos esos procesos en la violencia que destruye lo
que había sido construido y que desintegra la sociedad. Por eso este tema ha tenido tanta
importancia para la sociología. El siglo xxi ha comenzado con una ola de temor a la
sexualidad, de demanda creciente de protección contra los desviados de todo orden,
comportamientos muy moderados después de un siglo, el xx, que vio triunfar en todas
partes la violencia, de los campos de ba talla a los campos de exterminio. Pero no hay razón
para considerar todos los horrores cometidos por la violencia como otros tantos ataques
contra el sujeto. En cambio, existe sin duda alguna un núcleo central de violencia que
escapa a la determinación social. Michel Wieviorka lo ha comprendido tan bien que en un
libro reciente (La violence, 2004), donde presenta un conjunto de trabajos consagrados a la
violencia, incluidos los suyos, siente la necesidad de renunciar al tipo de explicaciones que
él mismo ha contribuido a difundir. Y es que la violencia alcanza a veces un nivel extremo,
traduce una voluntad de destruir y de humillar, de recha zar poblaciones fuera del conjunto
humano, de forma que no encuentra explicación suficiente en la crisis de la sociedad.
Wieviorka nombra sin vacilar ese núcleo de la violencia que excede todas las
significaciones sociales de este modo: crueldad.
Está por todas partes. Golpea en Auschwitz, se revela en los asesinatos a machetazos de los
tutsis y de una parte de los hutus por otros hutus, o en el asesinato de dos de los siete
millones de habitantes de Camboya.
Y esta crueldad se observa también en las prisiones, los hospitales psiquiátricos, los asilos
de ancianos, los centros de acogida para discapacitados o niños de la calle, etc.
Aquí no estamos ya en el orden social: las víctimas de la crueldad no son rechazadas por la
sociedad, son eliminadas de la humanidad porque ésta se identifica con una nación, un
ejército, un partido o una religión. La crueldad no es necesaria para destruir adversarios, o
incluso enemigos; se desencadena para deshumanizar al ser humano, para aplastar su rostro
y reducirlo a una masa sangrienta de carne y huesos que no tiene ya nada de ser humano.
Michel Wieviorka ha hecho avanzar la sociología al descubrir en la crueldad el antisujeto,
como otros habían visto en la violencia la antisociedad.
El choque emocional que provoca en nosotros la crueldad, basado en la conciencia
angustiosa de no poder explicarla, se debe a la sensación de encontrarnos al borde de un
precipicio. En el fondo de éste no se percibe ninguna crisis social, sino una naturaleza
humana que no llamamos así más que para significar que ésta no se reduce a los efectos
psicológicos de la organización social. De ahí la importancia decisiva de una reflexión
sobre la crueldad, puesto que nos remite directamente, por encima de las mediaciones
sociales, a la idea de sujeto.
Aquí se impone una última reflexión, quizá demasiado pesada para los hombros de un
sociólogo. Si, a fin de cuentas, hay que volver al sujeto, es necesario también pronunciar el
nombre por excelencia del antisujeto: el mal. Esta palabra parece encerrarnos en una visión
religiosa u otra concepción del universo, de la que el tema del sujeto parecería excluido. La
respuesta a esta objeción es que no hay más mal que bien, más Dios que diablo. Están
aquellos que descubren al sujeto en ellos y en los otros son los que hacen el bien; y aquellos
que tratan de matar el sujeto en los otros y en sí mismos: son los que hacen el mal. Este no
es una esencia, sino el producto de una acción humana. En los que hacen el mal hay una
voluntad de humillación y degradación que va más allá que la voluntad de matar. Durante
mucho tiempo no hemos podido acercarnos a un Dios sin pasar por una Iglesia. Hoy, las
filosofías morales no pasan ya por las Iglesias, en ruinas o abandonadas. Y es por la
conciencia del mal por lo que escuchamos la llamada al sujeto.
Pero luego hay que descender hacia las formas menos extremas de destrucción del sujeto.
El llamamiento a fuerzas o imperativos superiores al sistema social tiende constantemente a
asumir una forma negativa de consecuencias peligrosas, desde el momento en que esas
orientaciones se identifican con instituciones dotadas de un poder de decisión y represión.
Nunca, en efecto, una Iglesia, un partido, un sindicato, una universidad, pueden ser
identificados con un sujeto, y esto tanto menos cuanto que éste se define por la superación
y la crítica de las normas y las reglas que tienen por objetivo el fortalecimiento de la
institución o la organización. Sin embargo, no nos podemos contentar con los discursos
habituales —y necesarios— del tipo «antiburocrático» contra los medios que se toman por
fines. Pues la Iglesia que organiza la creencia en un Dios, el partido que prepara la
revolución, el centro de investigación que organiza un descubrimiento, desempeñan en
efecto un doble papel: dan forma social a las conductas que apuntan a Dios, a un cambio de
la sociedad o al progreso de la ciencia, pero al mismo tiempo hacen de pantalla separadora
entre los participantes y sus valores, sustituyendo la trascendencia por un utilitarismo que
los refuerza e incluso los legitima.
Estas observaciones nos son demasiado conocidas para que podamos rechazarlas;
demasiado conocidas también para que nos puedan satisfacer, pues hay pocos movimientos
sociales importantes sin organización o incluso sin un partido de apoyo y, de la misma
manera, las creencias religiosas y los impulsos místicos están fuertemente ligados a
instituciones religiosas, Iglesias, cultos o sectas. Por eso se impone aquí esta acuciante
pregunta: ¿por qué razón nos sentimos impulsados a proporcionar una explicación no
sociológica de la religión, sin por ello ceder a la facilidad intelectual que consistiría en
guarecerse detrás de la existencia objetiva de un mensaje divino o de intervenciones de
fuerzas sobrehumanas en la vida humana? De la misma manera: ¿por qué quedamos
insatisfechos ante las explicaciones de los movimientos sociales en términos propia mente
sociales, tal como son ofrecidas, por ejemplo, por quienes los explican por un desequilibrio
entre lo que cada uno aporta y lo que recibe? Muchos sociólogos estudian los movimientos
sociales contentándose con analizar la manera en que movilizan los recursos: adhesiones,
recursos financieros, alianzas, medios de comunicación.
Es fácil oponer a estos enfoques el que otorga un lugar central a la idea de sujeto. Pero
¿podemos explicar por qué adoptamos esta manera de pensar, por qué nos referimos al
sujeto en vez de referirnos a la sociedad o a un dios? La pregunta es tanto más delicada
cuanto que, evidentemente, no puedo responderla con el argumento seudo-histórico de que
cada vez hay más gente que piensa así y están en busca de una fe religiosa o de un
movimiento social que no serían explicados ni por una realidad histórica objetiva ni por
«las funciones» de las instituciones a través de las cuales se manifiestan esas conductas
religiosas o esos movimientos sociales.
Ninguna de las dos respuestas más frecuentes afirmadas es satisfactoria. Si la religión es
una manera de sacralizar la sociedad, ¿por qué no contentarse con hablar de sociedad? Y si
la religión descansa sobre una revelación, ¿por qué ésta se transforma en una Iglesia? Al
contrario, si veo en la religión la proyección de un sujeto humano débil, casi impotente, a
un más allá lejano, planteo a la vez esta exteriorización del sujeto y su vínculo con una
experiencia social colectiva, en otras palabras, con formas de organización y de prácticas
situables históricamente. Esa es la razón principal por la que hablo de sujetos como
principio que escapa al nivel de la organización social y también como fuerza movilizadora
de creencias, recursos, solidaridad y sacrificios. Entre el mundo de los dioses y el de las
sociedades está el mundo del sujeto, es decir, el universo de la reflexión del hombre sobre
el hombre creador. El sujeto es un prisionero, pero también un liberador.
El sujeto puede ser destruido no sólo por el poder, las organizaciones o el dinero, puede
serlo también por sí mismo. Pues cuanto más desaparecen los garantes metasociales,
trascendentes, del sujeto, más debe asumir directamente el sujeto, sin mediación
institucional, la tarea de distanciarse de su entorno social. De este modo, el sujeto se
arriesga a sobrecargarse de tareas y a asfixiarse. Hemos heredado de la sociología clásica la
idea de anomia, es decir, de esas crisis de la organización social que provocan crisis de la
personalidad. Actualmente, no es ya del lado de la sociedad, sino del propio sujeto y de su
conciencia de sí donde buscamos la causa de los trastornos de la personalidad. Alain
Ehrenberg ha explorado ese inmenso territorio en que se despliega un nuevo análisis de las
enfermedades mentales. Análisis que reúne las expresiones por las que reconocemos
nuestra ineptitud para separar completamente lo que pro cede del sujeto y lo que pertenece
al sí mismo o al yo. De la misma manera, el creyente debe separar lo que procede de su fe
de lo que procede de las prácticas religiosas, como el militante obrero debe diferenciar
entre las reivindicaciones que conciernen a los derechos sindícales y las que proceden de la
conciencia de clase. Es frecuente que esfuerzos ambiguos, más que enteramente malvados,
contribuyan a destruir lo que habría que proteger y restituir.
Con frecuencia es más fácil comprender lo que es el sujeto describiendo los efectos de su
ausencia que proclamando sus proyectos y sus discursos, pues la marcha hacia un ideal no
se puede realizar sin la movilización de un poder, de una autoridad, de una estrategia.
Cuando el análisis sociológico se organizaba alrededor de la idea de sociedad o de sistema
social, la idea de anomia y, más generalmente, la de crisis de la organización social nos
hacían comprender la naturaleza de lo que se destruía. La ausencia del sujeto, o, más bien,
la pérdida del sujeto, es la pérdida de sí mismo, el conjunto de conductas que no se refieren
a ningún sentido. En una de las películas más hermosas de El decálogo (Dekalog, 1989) de
Krzysztof Kieslowski, un joven, casi siempre silencioso, asesina a un taxista; después,
condenado a muerte, es ejecutado no habiendo con fiado a su abogado más que la foto de su
hermana, muerta algunos años antes en un accidente, lo que aumenta todavía más nuestra
ignorancia de lo que ha hecho de él un asesino y un ajusticiado. Esta ausencia de
«psicología» afecta a lo esencial: es del sujeto humano y de su desaparición, y no de la
organización social y de sus crisis, de lo que se trata, y la presencia trágica del no-sujeto
nos hace comprender mejor que no hay otra ex presión del sujeto que el camino hacia él,
hacia sí mismo, el desapego de los lazos sociales, algo a lo que a menudo nos han invitado
las religiones.
ENTRE LOS DIOSES Y LAS SOCIEDADES
Entre el idealismo de las visiones religiosas y, después de ellas, de las grandes utopías
modernas (la república igualitaria, la sociedad sin clases, el progreso sin fin), por un lado,
ye análisis no normativo, descriptivo de las jerarquías, las dominaciones, las crisis y formas
de conciencia colectiva, por el otro, en pocas palabras, entre los dioses y las sociedades, se
extiende el vasto dominio del sujeto que penetra profundamente en el de los dioses y en el
de los hombres, pero que goza de una unidad propia y no puede ser reducido ni a un
Olimpo ni al funcionamiento de una sociedad.
El dominio del sujeto es aquel en el que el hombre reflexiona más sobre sí mismo y se
coloca en posición de creador de sí mismo al precio frecuente de un desdoblamiento por el
que el hombre consciente crea al hombre creador. Esta distancia entre uno y otro se reduce
cada vez más a medida que los hombres son más capaces de transformar su entorno y,
sobre todo, de transformarse a sí mismos. Pero aunque esta distancia sea abolida, no por
ello desaparece, sin embargo, la separación del creador y el creado; es entonces, al
contrario, cuando el hombre deviene sujeto sin ningún disfraz y se siente comprometido en
la invención y la defensa de sí mismo como creador.
Durante mucho tiempo hemos percibido mejor los disfraces del sujeto que el sujeto mismo,
mejor sus encarnaciones que su «alma», pero a medida que los cielos se vaciaban y el alma,
privada de todo origen ex terno, no era ya sino la conciencia de sí, la imagen del sujeto, del
hombre para sí, se ha hecho cada vez más clara. A medida que declinaban las religiones, el
espacio del sujeto se llenaba y la moral reemplazaba lo que había sido el dominio de los
dioses.
El error del racionalismo materialista ha sido creer que una vez desaparecida la superstición
triunfaría la razón, y la moral, como el resto de nuestras actividades, estaría regida por los
imperativos de la razón y por las leyes de la ciencia. Hemos avanzado bastante en esta
evolución, es decir, en la modernidad, para saber que la razón no ha sido la única
beneficiaria de la modernidad y que la idea de los derechos individuales, siempre presente
en el pensamiento occidental, se ha afirmado cada vez con más fuerza bajo la influencia de
la filosofía de la Ilustración. Vemos también cómo el juicio moral recupera terreno frente al
pensamiento técnico y científico. El movimiento ecologista nos ha enseñado a reconocer
nuestros deberes respecto de la naturaleza, lo que no nos ha llevado a fundir la cultura en la
naturaleza, sino, al contrario, a hacer penetrar el juicio moral en el dominio de la
naturaleza.
Estamos más acostumbrados a escuchar el discurso contrario, a descubrir en nosotros las
fuerzas que escapan a nuestra voluntad, las llamemos pulsión y libido, Eros y Thanatos, o la
voluntad de poder que Nietzsche quería liberar de la moral de los débiles impuesta por el
cristianismo. Esos pensamientos, que han alimentado y dominado el siglo xx, no se oponen
en todos los puntos a las ideas que yo defiendo. Cuando la ley y la autoridad paterna
ejercen su poder de represión, sin duda podemos pensar que es el ello lo que se rechaza,
pero yo pienso que es en la misma medida (o más todavía incluso) el sujeto, que vive en
lucha permanente con las normas y los poderes de la sociedad. Y en la misma voluntad de
poder puedo percibir la llamada a la creación de sí por sí y el rechazo de toda sumisión a
mandamientos externos, en particular divinos.
Allí donde el mundo de los dioses domina a los hombres, no hay lugar para el sujeto. Los
espíritus religiosos que tratan de fundirse con el universo, de identificarse con el gran Todo,
están lejos de la idea de sujeto y lo saben. De la misma manera, todos aquellos que se
identifican con una acción técnica o con el servicio de una de las funciones del sistema
social, viven en un mundo extraño al del sujeto. Con frecuencia, niegan por otra parte la
existencia del sujeto.
Cuando se compara la sociedad industrial, por una parte, y los pode res religiosos, por otra,
aparece claramente que el sujeto ocupa un lugar mucho mayor en nuestras sociedades que
en otras. Constatación que se ve reforzada por la que ya se ha hecho, a saber, que el sistema
social se descompone y que frente a las fuerzas impersonales del mercado y de la guerra el
sujeto es el único actor susceptible de oponerse a ellas. Pero no hay reino del sujeto. La
conciencia que éste tiene de sí mismo no puede ser completa, pues las dos caras del sujeto,
el creador y el creado, se con fundirían entonces. El sujeto es siempre un retorno, una
reflexión sobre sí mismo. Necesita conservar una cierta distancia con relación a esas
prácticas para acercarse al mundo de los dioses, pero sin penetrar en él.
El hombre no deviene hombre-dios. Al contrario, mantiene una doble distancia con el
mundo divino y el mundo social. Pero es él quien ocupa el lugar central. Nunca se reduce al
yo, y sobre todo lleva un trabajo constante de subjetivación, es decir, de descubrimiento del
sujeto en todas sus conductas y en todas las situaciones en las que interviene.
¿Sigue existiendo el riesgo de contrasentido en la palabra sujeto? Fue empleada por Michel
Foucault y otros en el sentido de la sujeción a la que está sometido el súbdito del rey. Yo
entiendo, al contrario, por proceso de subjetivación la construcción por el individuo o el
grupo de sí mismo como sujeto.
La vieja palabra francesa institution, empleada en el sentido de educación por ejemplo por
Calvino, corresponde a la misma idea de creación de sí. El sujeto no es un propagandista de
sí mismo; por el contrario, todo sujeto oscila entre la reconstrucción del entorno y la
relación consigo mismo. Lo que indica que nunca está encerrado en sí mismo y tampoco se
identifica nunca con una obra de transformación de su entorno. La actividad doble del
sujeto está ahí. El narcisismo conduce a su desaparición; por el contrario, la visión de su
imagen le puede remitir a su acción o a su reflexión, sin que se vea sin embargo amenazado
con reducirse a sí mismo y perderse en sus obras.
El reconocimiento del hombre como sujeto lleva a la pregunta ¿qué es el hombre que no es
un sujeto?
Nada hay que decir del hombre que se considera un dios: desaparece en una nube. Pero
¿qué decir de aquel que se pierde en la cotidianidad, bajo la ansiedad de solicitaciones
permanentes, en busca de los pequeños placeres que nos parecen la única compensación
posible a la ausencia de una gran felicidad? ¿Hay que aceptar una vida tan mediocre? Sí, y
tanto más cuanto que nuestras vidas no son tan mediocres como nosotros mismos
pensamos.
No sólo están hechas de fracasos. ¿Por qué se hablaría de fracasos si no existiera primero
un proyecto, una exigencia, un esfuerzo, un sacrificio a través de los cuales
aprehendiéramos nuestro esfuerzo de subjetivación? El mundo humano no está desierto;
está lleno de ruinas, de campos de batalla, de hospitales llenos de cadáveres, y también de
órdenes absurdas y posturas arbitrarias, pero también de deseo de vivir y liberarse. Y, tal
vez todavía más, de reflexión constante sobre lo que da la vida y lo que da el mal. ¿Cuáles
son los temas que más nos ocupan actualmente? El aborto, la donación, el matrimonio gay,
la eutanasia. ¿Debe poder pedir ayuda para poner fin a su vida un individuo que siente
desaparecer su humanidad? Si admitimos que dolores intolerables justifican esa actitud,
¿cómo podría yo no aceptar que un hombre o una mujer se niegue a ser arrastrado a la
deshumanización, a no ser ya capaz de considerarse un ser libre y capaz de proyectos y
decisiones? Sí, la eutanasia debe ser re conocida como un derecho, y se deben tomar todas
las precauciones para que nada vaya a interferir en la voluntad de aquel que se siente
progresivamente incapaz de voluntad. Y estos temas «privados» son fundamentalmente de
la misma naturaleza que los problemas que agitan la vida «pública»: la guerra, la conquista,
la violencia, el exilio, pero también la liberación.
Capítulo 2
LOS DERECHOS CULTURALES DERECHOS POLÍTICOS Y
DERECHOS CULTURALES
La descomposición de la sociedad, considerada un organismo en la que cada elemento
cumple una función, que elabora sus objetivos y los medios necesarios para alcanzarlos,
que socializa a sus nuevos miembros y castiga a aquellos que no respetan las normas,
conduce en nuestro tipo de sociedad a un individualismo que se resiste a la aplicación de las
reglas de la vida colectiva y las sustituye por las leyes del mercado, donde se manifiestan
preferencias múltiples, cambiantes, pero influidas por la publicidad comercial tanto como
por las políticas públicas.
Sin embargo, aparece otro tipo de cambio, y es el que aquí retendrá nuestra atención: la
reivindicación de los derechos culturales que concierne, en primer lugar, a las
colectividades.
MINORÍAS, MULTICULTURALISMO, COMUNITARISMO
Evoquemos en primer lugar el caso de los Estados multinacionales, es decir, de las minorías
nacionales que reclaman ciertos atributos de independencia. Los países de la Europa ex
soviética pertenecen con frecuencia a esta categoría. Los húngaros, en particular, forman,
fuera de Hungría, minorías importantes en Eslovaquia y Rumanía. Extremo es el caso de
los kurdos, presentes en varios Estados; pero es cierto que no todas las minorías kurdas
reivindican la creación de un gran Kurdistán, idea defendida sobre todo por los kurdos de
Turquía, mientras que los de Irak han llegado a obtener ventajas del gobierno de Bagdad.
Se puede situar también en esta amplia categoría a Cataluña y Quebec, que son cuasi
Estados pero en el interior de un Estado que conserva ciertas prerrogativas, en particular en
el plano internacional. Esas minorías defienden siempre sus derechos culturales, en
particular el uso de su lengua, en la escuela y en la vida administrativa. En ocasiones se
identifican con una confesión religiosa y el jefe de la Iglesia en cuestión desempeña
entonces, a menudo, un papel político de defensa de la comunidad.
Todos esos problemas se viven con pasión y han sido el origen de muchos conflictos
cruentos. Más cruentos todavía cuando falta la estructura nacional, como en la región de los
Grandes Lagos, en África, o, por razones diferentes, en Yugoslavia cuando se derrumbó el
miniimperio serbio. Estos problemas existen desde hace tiempo y han desempeñado un
papel de primer plano en las grandes crisis internacionales, en particular en el
desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.
Pero cuando actualmente discutimos acerca de lo que se denomina multiculturalismo no
pensamos en primer lugar en ese tipo de situación. Tampoco es un conflicto como el que
enfrenta a israelíes y palestinos, puesto que los palestinos que habitan en Israel y disfrutan
de la nacionalidad israelí no tienen gran peso, mientras que aquellos que luchan por la
creación de un Estado palestino (o incluso por la eliminación del Estado de Israel) tienen
una gran influencia. Pensamos en primer lugar en situaciones menos institucionales, en la
formación o el desarrollo de esas «comunidades» y de esas minorías formadas después de
migraciones, expulsiones y exilios.
Lo nuevo es que grupos definidos nacionalmente, étnicamente o sobre una base religiosa,
que no tenían existencia más que en la esfera privada, adquieren ahora una existencia
pública bastante fuerte a veces para poner en cuestión su pertenencia a una determinada
sociedad nacional. El fenómeno es tanto más visible cuanto que los Estados afectados se
niegan con más fuerza a reconocer la existencia de esas minorías, como la re pública
francesa, que siempre ha ofrecido a los inmigrantes la fusión en la comunidad nacional,
considerada portadora de valores universales. De manera más extrema, la Constitución de
Estados Unidos es reputada de ethnically blind, lo que explica en parte la fuerza de los
movimientos secesionistas entre los afroamericanos a lo largo de la historia. Ahora bien,
vivimos el debilitamiento de las comunidades nacionales y el fortalecimiento de las
comunidades étnicas. Incluso en una Francia muy vigilante con respecto al antisemitismo, y
donde la ascensión social de los judíos ha sido espectacular durante las últimas
generaciones, se ha visto reaparecer un cierto comunitarismo judío, y un cierto personaje
notable que se pre sentaba como «francés judío» prefirió luego definirse como «judío
francés», e incluso como «judío en Francia». Este fenómeno es el más general, el menos
directamente político y, en apariencia al menos, alimenta posiciones relativamente
moderadas.
No confundamos pues esta vasta tendencia ligada a la importancia creciente de las
migraciones internacionales y a la formación de nuevas naciones con el comunitarismo,
definido en sentido estricto por el poder de los dirigentes de la comunidad para imponer
prácticas y prohibiciones a sus miembros, lo que limita el derecho cívico de los hombres y
las mujeres afectados, y crea, según la acertada expresión de W. Kymlicka, «restricciones
internas».
Considerado en su principio, el comunitarísmo se ha definido por oposición a la ciudadanía,
tan claramente incluso que, en la medida en que la ciudadanía se define por el ejercicio de
derechos políticos en un país democrático, el comunitarismo es un ataque evidente a las
libertades individuales. Por esto, desde este punto de vista, los liberales tienen razón al
combatir sin reservas el comunitarismo. Pero el error sería creer que esa defensa de la
ciudadanía contra las comunidades arregla el problema de las minorías.
Ésa es la razón por la que, a fin de evitar esos malentendidos, considero más justo hablar al
respecto de «derechos culturales», lo que obliga a las democracias a reflexionar sobre sí
mismas y a transformarse para re conocer esos derechos como se transformaron, no sin
grandes conflictos, para reconocer los derechos sociales de todos los ciudadanos. Los
derechos culturales están de hecho ligados positivamente a los derechos políticos, y por
tanto a la ciudadanía, que el comunitarismo contradice.
En este comienzo del análisis, la lectura de Kymlicka, cuya autoridad en el estudio de las
minorías está bien establecida, nos ayuda en una elección importante: ¿vamos a estudiar a
las minorías, la defensa de sus derechos y la manera en que se inscriben en el interior de los
derechos políticos de todos? ¿Nuestro tema será más bien: los derechos culturales? Mi
elección se inclina claramente por la segunda formulación, puesto que la primera nos
coloca de nuevo en el marco de una sociología del sistema social, de las relaciones entre
mayorías y minorías, de las condiciones de la justicia social, mientras que la segunda se
centra en el sujeto. Esta elección entre el punto de vista del sistema social y el del sujeto
determina el desarrollo de mi análisis.
Desde que la producción de masas, después de penetrar en el dominio de la fabricación
industrial, lo hizo también en los del consumo y la comunicación, y desde que las fronteras
y las tradiciones fueron desbordadas por la distribución de los mismos bienes y servicios en
todo el mundo, múltiples facetas de nuestra conducta, que pensábamos protegidas por su
inscripción en la esfera privada, están expuestas a la cultura de masas y por eso mismo
amenazadas. Es en el campo cultural donde se forman los principales conflictos y las
reivindicaciones cuyos propósitos son más significativos. Esta categoría, la cultura, parece
en principio bastante heterogénea: la dependencia cultural afecta en primer lugar a los
países más dependientes, pero también a las minorías étnicas, religiosas o sexuales. Es
todavía más visible en las grandes ciudades, donde graves amenazas pesan sobre el entorno.
Por último y tal vez especialmente, es más visible en las reivindicaciones de las mujeres,
que quieren hacer re conocer su doble exigencia de igualdad y diferencia en tanto que porta
doras de cambios más profundos que aquellos a los que nos ha acostumbrado la sociedad
industrial.
Lo más importante es comprender bien que no se pueden considerar los derechos culturales
como una extensión de los derechos políticos, en la medida en que estos deber ser
otorgados a todos los ciudadanos, mientras que los derechos culturales protegen, por
definición, a poblaciones particulares. Así sucede con los musulmanes, que exigen el
derecho a cumplir con el ramadán; es también el caso de los gays y lesbianas, que re
claman el derecho a casarse. Se trata, pues, no ya del derecho a ser como los otros, sino a
ser otro. Los derechos culturales no se dirigen sólo a la protección de una herencia o a la
diversidad de las prácticas sociales; obligan a reconocer, contra el universalismo abstracto
de la Ilustración y de la democracia política, que cada uno, individual y colectivamente,
puede construir condiciones de vida y transformar la vida social en función de su manera de
combinar los principios generales de la modernización y las «identidades particulares».
A este respecto, se habla a menudo del derecho a la diferencia. Pero esta expresión es tan
incompleta que llega a ser peligrosa. En realidad, se trata del derecho de combinar una
diferencia cultural con la participación en un sistema económico cada vez más
mundializado. Lo que excluye la idea de que la modernidad domina por encima de todos
los actores sociales, y lo mismo la de que una sola cultura sería capaz de responder a las
exigencias de la modernidad.
Si los derechos culturales movilizan más intensamente que los otros, es porque son más
concretos y se refieren siempre a una población particular, casi siempre minoritaria. Pero
por esto mismo, su reivindicación expone también a grandes peligros, aquellos que hacen
correr todos los particularismos: en pocas palabras, amenazan el principio del «vivir
juntos». La idea de derechos culturales parece, además, oponerse directa mente a la de
ciudadanía. Esta reflexión no es nueva: ya se ha hecho a propósito del reconocimiento de
los derechos sociales, pues éstos se refieren igualmente a categorías particulares, a veces
muy amplias, como el conjunto de los trabajadores asalariados, pero a veces mucho más
restringidas, como cuando se trata de los mineros del carbón, los cargadores portuarios o
los panaderos. Y, en efecto, muy a menudo, la apelación a los derechos sociales ha
alimentado el corporativismo y la defensa de intereses profesionales. De manera más
general y más dramática, esta apelación a los derechos sociales ha sido lanzada a menudo
por organizaciones de clase, muchas de las cuales han llegado a decir que la democracia
más completa era la dictadura del proletariado y que los derechos políticos sólo podían ser
otorgados a aquellos que viven de su trabajo y no del capital, es decir, del trabajo de los
otros. Esta lógica de pensamiento y de acción dominó gran parte del movimiento obrero
durante un siglo, mientras que la búsqueda de un compromiso entre el universalismo de los
derechos y el particularismo de los intereses avanzaba muy despacio hacia las soluciones
socialdemócratas.
Pero la referencia a los derechos culturales invoca totalidades concretas definidas más
sólida y profundamente que la ciudadanía, o incluso que la pertenencia a una clase. Por eso
se encuentra en los movimientos femeninos mucho más que la reivindicación de derechos
políticos o incluso que la igualdad económica; igualmente, las poblaciones inmigrantes no
protestan sólo contra la explotación económica y contra la arbitrariedad policial.
Esta continuidad de la lucha por los derechos así como el cambio y la ampliación de la
naturaleza de éstos pueden ser interpretados como la interiorización por etapas de las
normas que hay que respetar y los castigos que deben sufrir aquellos que no las respetan.
Como tan acertadamente analizó M. Foucault, la visión espectacular de las torturas es
reemplazada por el encierro y el aislamiento. En el mismo espíritu, vio en la liberación de
los «locos» la sumisión de éstos a tratamientos físicos, después químicos, o incluso
psicológicos. Lo que hay que añadir a este conjunto de estudios que han marcado
profundamente las ciencias humanas y el pensamiento de los reformadores sociales es que
la destrucción de cada modalidad del encierro y de las coacciones está igualmente ligada a
la interiorización de dichas coacciones, a la afirmación del derecho a la libertad o a la
justicia que, por eso mismo, se extienden y se hacen cada vez más concretas. La conquista
de los derechos políticos ha estado asociada a la creación de repúblicas en las que el pueblo
ejerce la soberanía. Ésta se puede transformar en un autoritarismo personal o colectivo; no
por ello ha dejado de ser la referencia de todas las luchas democráticas. El paso de los
derechos políticos a los derechos sociales, después culturales, ha extendido la
reivindicación democrática a todos los aspectos de la vida social, y por consiguiente al
conjunto de la existencia y la conciencia individuales. Cuantas más coacciones se han
impuesto a los individuos en todos los aspectos de su vida, más se impone la idea de un
individuo sujeto de derecho y cuya resistencia o cuya lucha se desarrolla en nombre de esa
individualidad, de ese derecho a ser uno mismo.
Es aquí donde se efectúa la conexión entre el primer tema, el de la extensión y la
transformación de las coacciones ejercidas por los valores, las normas y las formas de
organización, y el segundo, es decir, la unificación y la individualización de la persona que
no sólo resiste a las coacciones externas, sino sobre todo sustituye a todo principio
trascendente y se afirma a la vez como objetivo de su lucha y origen de su fuerza. No
asistimos a un desplazamiento de los campos de conflicto, sino a su integración hasta el
punto en que es en nombre del propio yo, y no de luchas particulares, como los diversos
movimientos sociales se combinan y se integran unos en otros, llegando a comprometerse
conscientemente en una lucha central entre las demandas sociales y culturales, por una
parte, y las fuerzas que se pueden denominar naturales, es decir, no sociales, como la
violencia, la guerra, los movimientos del mercado, etc., por la otra.
La penetración en el individuo, en sus categorías de acción, en la con ciencia de su cuerpo,
etc., de una dominación múltiple corresponde a la afirmación del sujeto. Las dos tendencias
están relacionadas aun siendo opuestas. Cuando se separa la idea del sujeto de las
referencias constantes a los conflictos sociales y políticos, el sujeto se ablanda y corre el
riesgo de hacerse moralizador. El enfoque propuesto por Michel Foucault en Vigilar y
castigar debe ser completado también por la idea de resistencia, que no puede apoyarse más
que sobre la conciencia de sí como sujeto y no debe olvidar nunca la existencia de esos
conflictos.
De la misma manera, no se puede hablar de la dominación capitalista sin dejar que se oiga
la voz del movimiento obrero, y no se podría hablar de la dominación masculina sin
encontrarse con la importancia del feminismo.
Empleamos aquí palabras de todos los días. Lo que pide cada uno de nosotros, y sobre todo
los más dominados y los más desprovistos, es ser respetado, no ser humillado, y también,
demanda más atrevida, ser escuchado, e incluso entendido.
Esta relación con el vocabulario más simple es indispensable para distinguir la idea de los
derechos culturales de una concepción comunitarista. El derecho a una vida religiosa no es
sólo el derecho de un grupo a practicar su religión; es también, y en la misma medida, el
derecho de cada individuo a cambiar de religión, y a expresar una opinión cualquiera
juzgada herética por una determinada Iglesia. Sin duda, no puede haber derechos más que
colectivos. Y el derecho de ser protegido por un convenio colectivo en el empleo o el de
fundar un grupo de tipo religioso, por ejemplo, es por supuesto un derecho colectivo. Pero
se aplica a cada individuo, que de este modo se encuentra protegido ante los tribunales y
ante la opinión cuando decide retirarse de un sindicato, de una Iglesia o de una asociación.
A falta de la existencia de ese carácter individual de todo derecho, no se podría transformar
la tolerancia con respecto a ciertos grupos en derechos culturales. De modo que la ley debe
reconocer la libertad de ejercicio de culto sólo mientras pueda proteger a quien no quiera
ser ya fiel de una determinada Iglesia, desee retirarse de ella o adherirse a otra.
REDISTRIBUCIÓN Y RECONOCIMIENTO
Estas primeras observaciones sobre los derechos culturales sólo pretenden situarlos con
respecto a los derechos políticos y a los derechos sociales, y en particular a los derechos de
los trabajadores, que han ocupa do sucesivamente el lugar central en los movimientos y
conflictos de las sociedades modernas, preindustriales primero, industriales después.
Ahora hay que entrar en el debate, de gran importancia, que opone el «reconocimiento»
(recognition) y la redistribución, en otras palabras, las demandas culturales o morales y las
demandas económicas. Este debate ha movilizado a muchos autores, pero en particular a
Nancy Frazer, profesora en la New School University de Nueva York, y a Axel Honneth,
que es el sucesor de Jürgen Habermas en la cátedra de filosofía de la universidad de
Fráncfort.
Esta definición del problema no es ciertamente la mejor, y conviene más a filósofos que a
sociólogos, pues se ve enseguida que esos dos órdenes de demandas son a la vez distintos e
inseparables, sobre todo cuando se define tales demandas en términos de justicia (en
oposición con la concepción del «reconocimiento» como condición de la realización de sí
que es la de Charles Taylor y la mía). Un individuo o un grupo se consideran víctimas de
una injusticia cuando no son puestos en el lugar o rango que corresponde a su grado de
realización de un valor reconocido por la sociedad. Es así como una injusticia económica es
vivida como un des precio de los méritos de la persona afectada. Pero si la noción de
justicia reúne los dos órdenes de demandas, éstos no dejan de ser diferentes, como lo son
las nociones de clase y estatus (Stand) en Max Weber. Para separar cualquier otro tipo de
análisis, Honneth rechaza por completo la idea de nuevos movimientos sociales —y por
tanto de movimientos sociales en sí mismos—, pues éstos le parecen construcciones
políticas artificialmente separadas del conjunto de quejas, sufrimientos y protestas contra la
injusticia que emana de las categorías más diversas de la población, como ha mostrado
Pierre Bourdieu en La mivére ¿u monde [ mi seria de/mundo] (1993).
Consciente de la existencia de este debate, pero manteniéndome a distancia de él, quiero
mostrar al comienzo de este capítulo:
1) que los movimientos sociales son una categoría muy particular en el interior del vasto
conjunto de las acciones de reivindicación;
2) que esos movimientos se definen por la voluntad de obtener nuevos derechos;
3) que los «nuevos movimientos sociales», que sin duda son muy di versos, todos exigen el
reconocimiento de un nuevo tipo de derechos, los derechos culturales;
4) que esas demandas son nuevas y no se encuentran ni en la sociedad industrial ni en las
sociedades preindustriales;
5) que los derechos culturales, como los derechos sociales anteriormente, pueden
convertirse en instrumentos antidemocráticos, autoritarios e incluso totalitarios, si no están
estrechamente ligados a los derechos políticos, que son universalistas, y si no encuentran
lugar en el interior de la organización social, y en particular del sistema de reparto de los
recursos sociales.
1. Las reivindicaciones pueden intervenir a dos niveles: sea para cambiar de manera
favorable la relación entre la contribución y la retribución de un grupo, por ejemplo por la
obtención de un aumento de salario o una reducción del tiempo de trabajo; sea, lo que es un
objetivo más elevado, para aumentar la capacidad de decisión o de influencia de un grupo,
por ejemplo para obtener el reconocimiento de un sindicato y su capacidad de gestionar
negociaciones colectivas. No existe de hecho ningún principio general de unidad entre las
reivindicaciones.
Un movimiento social, sean cuales sean su fuerza y su forma, se sitúa en un nivel más
elevado. Es el actor de un conflicto, que actúa con otros actores organizados, cuyo objetivo
es el uso social de los recursos culturales y materiales a los que los dos campos en conflicto
atribuyen una importancia central. Esas dos dimensiones, conflicto social y unidad del
campo de referencias culturales, se combinan para constituir movimientos cuya visibilidad,
muy a menudo, es brillante pero que pueden también estar ¡u statu nascendi. En la sociedad
industrial, los actores en conflicto, empresarios y asalariados, se refieren a los mismos
valores: el trabajo, el ahorro, la técnica, el progreso, pero se oponen en el uso que se debe
hacer de las riquezas creadas. Nos sentimos todavía próximos al movimiento obrero, e
incluso al movimiento que ha marcado la primera fase de la era moderna, cuyas miras
estaban en el orden político y que opuso la nación en formación a un poder monárquico o
aristocrático que fue destruido.
2. Cuando hablamos de derechos culturales, establecemos la hipótesis de que existen
movimientos que se pueden denominar culturales y que oponen las producciones de la
cultura de masas, pero también la lógica general del beneficio, sea a minorías, sea a
categorías que se sienten traicionadas por la imagen que de ellas se da. Este conflicto se
inscribe en un campo social en el que la producción de imágenes y representaciones de los
seres humanos ocupa un gran lugar, que aumenta a medida que la palabra y la imagen
penetran más profundamente en la vida privada o colectiva de grupos cada vez más
precisos, y finalmente de los propios individuos.
En ese caso como en otros, el objetivo principal del movimiento social es la realización de
uno mismo como actor, con capacidad para transformar su situación y su entorno, es decir,
ser reconocido como un sujeto, cada vez que el actor reconoce que de la solución de un
conflicto en el que está comprometido depende su capacidad de ser un actor libre y no el
producto de construcciones sociales que él no domina. En las sociedades industrializadas (y
en otras), nadie duda de la importancia del movimiento de las mujeres que luchan no sólo
por la igualdad de derechos y situaciones, sino sobre todo por su libertad: desde ese punto
de vista, sus principales adversarios son los productores de imágenes de la mujer, sea en la
cultura de masas, sea en los textos que hablan de ellas, y que les parece que las «alienan» y
niegan sus conductas reales y sus iniciativas. Los movimientos sociales, cuando están
organizados, tratan de llevar a buen término las reivindicaciones (por ejemplo, para las
mujeres:
A trabajo igual, salario igual, pero se definen sobre todo por una relación de los individuos
afectados consigo mismos. Recupero aquí palabras empleadas por Axel Honneth: quieren
ser respetados y no despreciados, en tanto que actores definidos por una cierta actividad o
un cierto origen.
Sin embargo, es necesario precisar más el sentido de esas expresiones empleadas por todas
partes: reconocimiento, realización de sí. Axel Honneth piensa que remiten a la existencia
de interacciones positivas, es decir, que se refieren al mismo tipo de valores que el entorno,
lo que constituye en efecto la concepción más extendida para aquellos, ya numerosa, que
recurren a la noción de autoestima (self-esteem). Honneth trata de definir las condiciones
de la vida deseable, que reposan sobre ese principio del respeto de sí, lo que le lleva a
rechazar la idea de movimiento social y a interesarse en todos los dolores, en todos los
motivos de descontento y en todos los resentimientos que nos habitan. Así machacada, la
noción de movimiento social se pliega a todas las interpretaciones. Pero si se está
convencido, como lo estoy yo, de que los movimientos sociales son algo distinto de esos
dolores acumulados, aunque se alimenten de ellos, hay que dar otro sentido a las
expresiones reconocimiento y realización de sí. El reconocimiento del otro no es ni la
comprensión mutua ni la relación amorosa. Consiste en ver actuar en el otro la construcción
del sujeto, tal como se la siente actuar en uno mismo. Esta construcción se realiza por la
elaboración de lo universal a partir de una experiencia social o cultural particular. Nuestras
pertenencias y nuestras creencias llevan en sí, no siempre, pero con mucha frecuencia, un
elemento de creación de uno mismo por uno mismo, de transformación del actor en sujeto.
El obrero en huelga o el soldado de una guerra por la independencia pueden identificarse
con la justicia o con la liberación de la esclavitud social o nacional. Se sienten entonces
portadores de una misión universal. Incluso en las adhesiones más cargadas de exclusión,
las adhesiones religiosas, es posible hacer crecer la conciencia universalista de un mensaje
divino. Y aquel que «reconoce» al otro como sujeto es más capaz de combatir lo que se
opone a la subjetivación de él mismo o de los otros. Sin el reconocimiento del otro
combatiente, el combate cae al nivel de un enfrentamiento más limitado, económico o
político. Y la realización de sí no es la integración social que permite atraer las miradas
aprobadoras de los miembros de la comunidad.
Sucede que los movimientos sociales se degradan hasta transformarse en lo contrario:
afirmación comunitaria, rechazo del extranjero o del diferente, violencias contra las
minorías o contra lo que se denomina herejía o cisma. Esto se produce cuando la acción
colectiva se define por el ser o el tener que defiende, no por su referencia a un valor
universal, y para que esta referencia se forme, la condición primera es que el actor o el
combatiente reconozca en el otro ese ascenso hacia lo universal que siente en sí mismo.
Cuando el movimiento de liberación nacional se con vierte en nacionalismo, cuando la
lucha de clases se reduce a un corporativismo, cuando el feminismo se limita a la supresión
de las desigualdades entre hombres y mujeres, dejan de ser movimientos sociales y ceden a
la obsesión de la identidad.
Las acciones que apuntan a la redistribución de la renta nacional o de las ganancias de una
empresa pueden elevarse al nivel más alto, el de los movimientos sociales, lo mismo que
aquellas que tienen un contenido cultural, aquellas que reclaman ser reconocidas, por
ejemplo, por una mayoría. Este tema de las relaciones de reconocimiento o rechazo de
reconocimiento entre mayoría y minoría adquiere hoy una importancia particular, dada la
mezcla creciente de poblaciones. La mayoría no reconoce a la minoría más que si ésta
reconoce los derechos de la mayoría. Si no es así, la situación no se define más que por una
relación de fuerzas.
¿Es necesario insistir en que todos estos análisis se distancian de la idea confusa de
multiculturalismo? Pues la hipótesis de una coexistencia de culturas diferentes no tiene
sentido: o bien las relaciones entre ellas son administradas por el mercado o por la
violencia, o bien se reconoce, como en la presente discusión, elementos de paso de una
cultura a otra, y sobre todo la presencia de elementos universalistas en varias culturas. La
hipótesis multiculturalista absoluta es tan absurda como la de la homogeneidad cultural de
una ciudad o de un país. Las relaciones interculturales son la única realidad, y son éstas las
que hay que estudiar, desde el aplastamiento del otro hasta el mestizaje cultural.
Los NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
3. Axel Honneth y muchos otros niegan la existencia de nuevos movimientos sociales
(nacidos después de la década de 1970), que no serían, dicen, más que elementos aislados
arbitrariamente en un conjunto de actitudes o reivindicaciones en las que se mezclan
objetivos de todo tipo: económicos , culturales, nacionales, de edad o de género. Esta
afirmación, que corresponde también al pensamiento de otros sociólogos o filósofos, me
atañe de manera personal, pues yo he empleado esa expresión desde 1968 y he hecho de
ella la línea rectora de mi libro consagrado al Mayo del 68 en Francia, y después ha sido el
tema de una serie de investigaciones realizadas en Francia con François Dubet, Michel
Wieviorka y Zsuz sa Hegedus (Lutte étudiante en 1978, La prophétie anti-nucléaire en 1980
y Le pays contre l’Etat [ país contra el Estado] en 1981) y posterior mente con F. Dubet, M.
Wieviorka y J. Strzelecki (Solidaríté en 1982). A esos libros, que ofrecen investigaciones
de campo, se añadieron La voix et le regard en 1978, que analiza los movimientos sociales
y presenta el método que he elaborado para estudiarlos, y Le retour de l’acteur en 1984, que
presenta conclusiones críticas sobre esos nuevos movimientos sociales a finales de la
década de 1970: las luchas «occitanas» contra el Estado francés, el movimiento Solidarno
en Polonia y el sindicalismo en Francia. (Desde entonces, se ha aplicado el mismo método
en numerosos casos en Francia y otros países.)
La conclusión general de esos estudios es que cierto número de movimientos son ante todo
movimientos culturales, muy diferentes de aquellos cuyas orientaciones socioeconómicas
se habían anclado en las sociedades industriales, y que el «vino nuevo» se ha perdido
porque se había puesto en «odres viejos», como dice el Evangelio, es decir, más concreta
mente, en una ideología y en formas de acción heredadas del movimiento obrero y, sobre
todo, de sus tendencias revolucionarias. Lo mismo ha sucedido, en el caso del movimiento
feminista, aunque éste se considerara en un momento dado como «frente» de una acción
anticapitalista o antiimperialista más general. El fracaso de la larga huelga estudiantil de
1976 en Francia se debe al mismo error, a la distancia existente entre un discurso obrerista
y los problemas reales de los estudiantes.
Desde 1968, yo había dado una interpretación análoga del movimiento de mayo en Francia:
su inspiración principal, que emanaba de los estudiantes y de la juventud, era
completamente nueva, y con él la cultura había entrado en el campo político. Pero esta
experiencia nueva fue asfixiada, sobre todo en las universidades, bajo una verborrea
marxista revolucionaria que daba preferencia a la palabra muerta sobre la acción viva.
¿En qué consiste la novedad de estos movimientos? Es la misma que inspiró más tarde la
creación de un movimiento altermundialista en muchos países, pero también movimientos
de ecología política, poniendo de manifiesto la contradicción entre las fuerzas técnicas y
económicas in controladas y la diversidad de especies y culturas, de actividades locales y
de lenguas que contribuyen a formar la subjetividad de cada uno de nosotros. Y, de manera
más general, sublevándose contra la negación de la subjetividad y del respeto de sí del
actor. Es así como, por ejemplo, las mujeres se rebelan contra el hecho de ser tratadas como
objetos sexuales sin otro límite que las leyes del mercado. Otro tema, ligado al primero, es
el reconocimiento de la diversidad cultural y, por tanto, de las minorías contra el
progresismo evolucionista que anunciaba que todos los caminos llevan a Nueva York (más
que a Roma). Se podría decir que el conflicto central que los compromete opone la
globalización a las subjetividades, y, en el centro de éstas, a la voluntad de ser un sujeto, es
decir, de proponerse como objetivo principal integrar experiencias muy di versas en la
unidad de una conciencia de sí que resiste a las presiones y a las seducciones procedentes
del exterior.
4. ¿Es falso afirmar que tales objetivos son nuevos, que son diferentes de las luchas obreras
por la autonomía en el trabajo? Si hago esta comparación es porque estuvo en el centro de
la investigación que he llevado desde el comienzo de mi vida profesional y que trataba
sobre la conciencia de la clase obrera. Esta no ha llegado a su punto culminante en las
situaciones económicas más difíciles, en medio de crisis, de reducción de salarios y del
empleo. No, la conciencia de clase no es un efecto de las crisis y contradicciones del
capitalismo, sino de la conciencia del conflicto entre empresarios y asalariados por la
apropiación de la riqueza creada por la producción. Ha sido más fuerte en los obreros
cualificados, cuyo oficio se había hundido por la introducción de métodos de organización
«científica» del trabajo (taylorismo, fordismo, en particular en las industrias metalúrgicas).
El punto culminante se alcanzó en general en los primeros años del siglo xx. En Francia, se
puede situar precisamente ese momento en la huelga de las fábricas Renault en 1913. Este
resultado, como vemos, no corresponde ni a los análisis que reducen todo al interés ni a los
que adoptan el vocabulario de la moral. Se trata aquí de un conflicto cuyos móviles son
económicos, pero sobre todo de clase, un conflicto entre dos clases opuestas, como se
manifiesta en el trabajo cotidiano, por ejemplo en torno a la retribución del trabajo a
destajo. Existen pocos o ningún movimiento social sin objetivos económicos, pero es sólo
en las sociedades industriales, definidas en un sentido amplío, donde los objetivos
económicos son al mismo tiempo la expresión de un conflicto de clases y de la voluntad de
los asalariados de ser respetados.
Los nuevos movimientos sociales no tienen por principio la transformación de las
situaciones y las relaciones económicas; defienden la libertad y la responsabilidad de cada
individuo, solo o colectivamente, contra la lógica impersonal del beneficio y la
competencia. Y también contra un orden establecido que decide lo que es normal o
anormal, lo que está permitido o prohibido.
¿Es cierto que esos movimientos, como dice Craig Calhoun, han existido en todas las
épocas? Los argumentos ofrecidos para sostener esta idea son poco convincentes. A veces
se han inspirado en E. P. Thompson, recordando que el movimiento obrero ha defendido
estatus (Stánde) tanto como clases. Sin duda, pero se trataba de una clase obrera en
formación y en la que tenían un gran peso las identidades profesionales y locales.
Ampliando el debate, algunos señalan que el movimiento de las «nacionalidades» de
Europa en la primera mitad del siglo XIX estuvo guiado por una conciencia de pertenencia
cultural y una voluntad de independencia más que por un cálculo de intereses. La
formación de nuevas naciones es en efecto un proceso complejo en el que se cruzan
factores muy diversos. Pero es la idea, apoyada en una conciencia colectiva, de una nación
libe rada del dominio extranjero la que habita el movimiento nacional. Y éste entra en la
categoría de los movimientos políticos, predominantes en las sociedades preindustriales
cuando los grandes problemas se plantean en términos políticos, y no sociales o culturales,
en términos de orden o desorden, de paz o de guerra, de jerarquía o de confusión, etc. Esos
movimientos están pues muy alejados de lo que se ha denominado los nuevos movimientos
sociales. Los movimientos religiosos lo están todavía más.
5. Último punto, y que se nos hace presente todos los días. La apelación a la identidad, se
dice, puede servir a orientaciones liberales o democráticas, pero también a un
comunitarismo autoritario o incluso a la búsqueda de la pureza étnica, racial o religiosa, que
constituye una amenaza real. Y, en efecto, la misma noción de identidad es tan confusa y
tan peligrosa que hay que evitar lo más posible utilizarla. Pues se refiere a la nación o a una
determinada religión, nociones perfectamente extrañas al movimiento social, en la medida
en que éste no está centrado en la afirmación de una colectividad, sino en la conciencia de
un conflicto y la voluntad de controlar la utilización que hace la sociedad de sus recursos
culturales y materiales.
Para evitar tales desviaciones, hay que ligar estrechamente el movimiento cultural a la
defensa de derechos políticos universales y de derechos sociales, que toman a menudo la
forma de objetivos económicos. Cuando los grandes combates se dirigían al logro de
derechos sociales, ya se vio la separación de dos tendencias: una, largo tiempo mayoritaria,
identificaba la defensa de los trabajadores con una dictadura del proletariado que pronto se
comprendió que sería una dictadura sobre el proletariado; y otra distinta, primero casi
marginal, presente especialmente en Gran Bretaña y que ha conseguido después de 1945
grandes victorias con la creación de sistemas de protección social, y antes incluso, cuando
se trató de luchar contra las desigualdades sociales votando un impuesto progresivo sobre la
renta e imponiendo la gratuidad de ciertos servicios esenciales, como la educación y la
salud. Esta tendencia, que se llamó primero democracia industrial, después
socialdemocracia, afirmaba la necesidad de ligar la defensa corriente de los trabajadores en
su situación de trabajo con la llamada a la extensión de la ciudadanía.
Sucede lo mismo hoy día. En muchos casos, la afirmación identitaria rechaza todo principio
de alteridad. Ahora bien, es sólo asociando los movimientos culturales con la defensa de los
derechos políticos para todos como es posible desarrollar acciones por la defensa de las
minorías, respetando el principio democrático de la ley de la mayoría. Ése es el problema
más general planteado a todos los movimientos, sean políticos o nacionales, sociales o
culturales: llegar a asimilar el principio del universalismo de la ciudadanía, pero de manera
concreta, dando forma a ésta en las relaciones de poder y los conflictos culturales.
Es con esta condición como los movimientos culturales están protegidos contra sus
contrarios: comunitarismos cerrados sobre sí mismos y que no reconocen ninguna alteridad.
Hay que concluir, sobre el deba te que opone a Nancy Frazer y Axel Honneth, que sus
construcciones respectivas están en realidad bastante próximas una de otra, porque una y
otra colocan la idea de justicia en el centro de su análisis. Orientación que no comparto, se
habrá comprendido, pues todo análisis de la justicia recae sobre la organización de la
sociedad, mientras que los movimientos sociales son siempre «figuras de derecho» que
deben imponer se en todas las situaciones y que no son propiamente sociales, como saben
bien aquellos que redactaron las primeras declaraciones sobre los derechos del hombre
apoyándose en la teoría del derecho natural, en sus fu cristianas como en lo que los
relacionaba con la política de la Ilustración.
LAS MODERNIZACIONES
Esta referencia constante a la modernidad permite distinguir más fácilmente un gran
número de vías de modernización. Pues no existe ya un único camino de la modernización
como tampoco existe one best way (una única manera buena de trabajar, como creía F.
Taylor). La modernización se ha apoyado en la racionalidad económica y el desarrollo
jurídico en los Países Bajos y en Gran Bretaña, de manera muy diferente de la
modernización voluntarista al estilo francés, dirigida por un Estado, y más todavía del
modelo alemán, basado en la reivindicación de la historia cultural de la nación.
Pero lo más importante actualmente es reconocer la diversidad de combinaciones entre
modernidad y herencia cultural o sistema político que existe en el mundo entero. Pues nada
justifica dividir el mundo en dos campos, como hizo un tiempo la propaganda soviética y
hacen toda vía medios influyentes en todos los países considerados modernos. Quienes son
ciegos a la diversidad de las modernizaciones no ven que, por un lado, una sociedad de
masas impone su poder en todos los ámbitos de la producción, el consumo y la
comunicación y, por otro, culturas cerradas sobre sí mismas, en particular sobre sus
creencias religiosas, tienen por objetivo principal no la modernización, sino la guerra contra
el poder hegemónico, político y cultural de otros países. Esta situación extrema parece a
menudo dominar el paisaje mundial, lo que ha dado una gran fuerza de convicción a la tesis
de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones y sobre el papel central que
desempeñan en él los conflictos religiosos y étnicos, aunque un examen más atento lleve a
un juicio más matizado, como ya he dicho.
En efecto, es posible escapar a esa profecía autorrealizadora. La modernidad tiene
defensores en casi todas partes, y recibe el apoyo sobre todo de aquellos y aquellas que
quieren combinar el pasado con el futuro, las creencias y el progreso. Sería tan falso como
peligroso considerar la inmensa parte islamizada del mundo como un bloque
antimodernista, encerrado voluntariamente en la reproducción de una cultura por la
referencia constante a textos sagrados fundadores de un orden inmutable. De la misma
manera se equivocaban aquellos que en Europa pensaban que sólo los países protestantes
podían modernizarse, al suponer que los países marcados por el catolicismo estaban
encerrados en su comunitarismo clerical. Lo que hay de cierto en esas afirmaciones se
diluye final mente en la inmensa parte de error que contienen.
Volvamos un instante al debate que agitará la Francia de 2004. Es falso decir que todas las
chicas que quieren mantener el velo en la escuela proclaman su adhesión a la cultura
islámica contra la cultura occidental racionalista y laica. Una parte importante de esas
estudiantes proclaman su deseo de combinar su origen familiar y personal con el mundo del
saber y la vida profesional para el que la escuela prepara. Es cierto que los franceses, en el
momento en que el Parlamento adoptó una ley restrictiva contra los signos de pertenencia
religiosa en la escuela, dieron prioridad al miedo que tenían tanto al integrismo islamísta
como a la desorganización del sistema escolar y hospitalario. Pero, una vez realizada esta
llama da al orden, en efecto necesaria y aplaudida por la gran mayoría de la población, hay
que escuchar de nuevo las voces de las chicas con velo pero partidarias de la modernidad.
Esto implica, para quienes no pertenecemos al mundo islámico, un juicio crítico sobre
nuestra percepción del otro y sobre nuestra frecuente incapacidad para reconocer en el otro
el mismo trabajo de combinación de espíritu moderno y adhesión a tradiciones y creencias
que nosotros mismos asumimos a través de formas de nacionalismo o vida religiosa.
Lo que se puede llamar progreso se mide en el nivel de reconocimiento de la combinación
posible del centro y la periferia, de la invención y la tradición, de la modernidad y las
herencias comprometidas en una vía de modernización. El nivel más bajo de este
reconocimiento es el rechazo mutuo, que no tiene otra salida que la guerra, e incluso la
guerra santa, yihad contra cruzada, como vemos que se desencadena actualmente.
Al mismo tiempo que es necesario reconocer los elementos de modernidad y los esfuerzos
de modernización en las regiones «subdesarrolladas», es necesario identificar los
componentes no modernos (e incluso no modernizadores) de los países llamados
«desarrollados». Los casos más interesantes son aquellos en los que el empuje necesario a
la construcción de un mundo moderno se dio por la apelación al pasado y a la salvaguarda
del interés nacional. El caso de Japón es el más conocido, pero no es el único. Las élites
dirigentes más eficaces no son aquellas que sólo hablan un lenguaje futurista, sino, al
contrario, las que buscan conscientemente aumentar la compatibilidad de la modernidad
con elementos sociales y culturales diferentes, para reforzar los factores de modernización.
Por último, hemos aprendido a desconfiar de las modernidades engañosas. Debemos a
Georges Friedmann haber sido el primero, al menos en Francia, en denunciar las falsas
afirmaciones de una gestión tayloriana de las empresas que no tenía de científica más que la
pretensión de serlo, y cada vez con más frecuencia descubrimos mentiras y conductas
ilegales tras la fachada de empresas y bancos que se pretenden los mejores símbolos de la
modernidad.
Es, pues, la clara separación de la modernidad y las modernizaciones lo que permite
escapar a la vez a la pretensión de los más poderosos de identificarse con la modernidad y a
la de los más débiles de defender un relativismo cultural artificial.
Actualmente nos encontramos en una situación análoga a la de la clase obrera en la
sociedad industrial, pero es en el orden cultural y no ya en el orden social donde aparecen
los grandes desgarros. El atrincheramiento en una revolución proletaria, que rápidamente se
convirtió en adversario feroz de la democracia, ha dado paso a un comunitarismo y una
pasión identitaria que hace que se derramen olas de sangre y que rechaza la propia idea de
democracia. La guerra opone una identidad a otra, un grupo étnico o religioso a otro, una
clase o una clientela a su vecino ene migo. Lo que nos afecta más de cerca es que los
inmigrantes instalados en un país rico y democrático se sienten rechazados por la población
o encerrados en un gueto y responden al desprecio sufrido mediante un repliegue
comunitario cargado de agresividad, que encuentra en ocasiones un chivo expiatorio, pero
trata también de definirse contra el país que no ha desempeñado su papel de acogida.
Cuando la brecha es más profunda, como en el caso de Estados Unidos, movimientos
negros, situados en la extrema izquierda (Malcom X) o en la extrema derecha (Farakhan),
han pretendido llegar hasta la secesión, rechazando toda veleidad de integración. Fue contra
esta postura extrema como Sudáfrica fue salvada de la guerra civil por Nelson Mandela.
Movimientos de ruptura y de re pliegue se han desarrollado con rapidez bajo la presión de
la segunda In tifada y de las luchas a muerte entre israelíes y palestinos, pero igualmente
como consecuencia de la rápida formación de guetos donde arraiga el repliegue
comunitario que aumenta la presión que se ejerce sobre los in dividuos. Éstos, a su vez,
exigen la libertad de practicar su culto, lo que contribuye a reforzar la defensa de una
identidad ante todo religiosa.
Esas evoluciones, que pueden conducir a una guerra de culturas análoga a la lucha de
clases, y a la pretensión de los Estados de hablar en nombre de una clase o de una religión,
¿pueden cambiar de dirección y contribuir a que los derechos culturales sean poco a poco
mejor reconocidos? Es difícil responder afirmativamente a esta pregunta, pero lo cierto es
que el futuro de nuestras sociedades dependerá en gran medida de su capacidad de
reconocer y alentar los derechos culturales. Pues no se trata sólo de reconocer conductas
privadas, toleradas por un Estado que conservaría el dominio del espacio público,
sustrayendo todo sentido real al reconocimiento de culturas que perderían necesariamente
su vi talidad al no estar autorizadas a penetrar en el espacio público y manifestarse en él.
Se trata de reducir la parte de normas e instituciones en la construcción de un «vivir juntos»
en beneficio de reglas e instituciones que permitan ser diferentes. En la mayoría de los
casos, es el Estado autoritario el que rechaza a las minorías culturales o reduce todo lo
posible el lugar de las mujeres. Pero el rechazo de la diversidad cultural se practica igual
mente en los países democráticos, como demuestra Francia.
El rechazo a las diferencias culturales se apoya en Francia en un republicanismo, surgido de
las luchas progresistas del pasado contra la Iglesia católica. Durante al menos dos siglos,
Francia ha estado dividida entre un clan católico (apoyado con gran frecuencia en los
sectores tradicionales de la sociedad) y un clan laico (alimentado de la filosofía de la
Ilustración y que se reclutaba especialmente en las clases medias ligadas al Estado y
apegadas a la defensa de la conciencia nacional). Este largo enfrentamiento pasó poco a
poco a la paz armada que, a su vez, llevó al consenso de la ley de 1905, con la separación
del Estado y las Iglesias, redactada en un espíritu de tolerancia. La desaparición de las
campañas antirreligiosas y anticlericales tuvo como compensación la aceptación de la
República por todas las Iglesias. Pero el empuje del islamismo ha hecho renacer un espíritu
de lucha contra las religiones, alimentado por las manifestaciones procedentes de los
defensores del racionalismo moderno. Ahora bien, aquellos que esgrimen la bandera de la
República contra la manifestación de las creencias religiosas en la escuela, en particular
contra el velo islámico, no asumen como argumento principal el avance integrista que pone
realmente en cuestión importantes aspectos de los programas escolares y que debe ser
rechazado; apelan a la separación de la esfera privada y de la esfera pública, y afirman que
el Estado y la ciudad han sido y son las únicas instituciones capaces de fundamentar un
orden social al servicio de las libertades, mientras que el poder religioso, con frecuencia
asociado a grupos de intereses tradicionales, defiende mal o no defiende de ningún modo la
libertad de todos. Postura de hecho in sostenible, pues la ciudadanía, valor fundamental que
no hay que sacrificar a ningún modelo de sociedad de clase o de sociedad religiosamente
homogénea, se debilita si no se extiende al dominio en que se desarrolla la mayor parte de
la experiencia personal o colectiva.
Sin embargo, hay que subrayar de nuevo la gravedad de los problemas que plantea esa
extensión. Muchos políticos se han opuesto, en el siglo XIX, al reconocimiento de derechos
sociales por miedo a romper con el universalismo de la democracia política, que algunos
llamaban formal o burguesa. Y a menudo, como ya he recordado, quienes reclamaron la
democracia social para romper con la democracia burguesa han llegado a instaurar la
dictadura del partido que se proclamaba representante del proletariado.
LA ENTRADA EN EL MUNDO POSTSOCIAL
En los mismos términos se plantea el problema de la extensión de los derechos políticos, y
por tanto de la ciudadanía, en el vasto dominio de los conflictos culturales.
Encerrar la vida religiosa en la esfera privada equivale a imponer una concepción
antirreligiosa al conjunto de la vida pública. Es necesario, al contrario, enriquecer la vida
pública con la diversidad de las culturas. Pero ¿cómo hacerlo, cuando la escuela debe
enseñar lo que une, es decir, ante todo, conocimientos racionales, en vez de lo que distingue
y separa y procede de la subjetividad? Descartamos la solución que, sin embargo, es la más
frecuente: en muchos países existe un vínculo privilegiado entre el poder político y una
determinada lengua, religión o con junto de costumbres que tienen una posición dominante
en la sociedad. Es difícil, por ejemplo, no reconocer la importancia particular del
catolicismo en Italia.
No se pueden encontrar soluciones nuevas más que en el reconocimiento de varias culturas,
se trate de religión, lengua o vestimenta. El pluralismo de las culturas es una necesidad en
un mundo en movimiento acelerado. Ninguna medida podrá detener el nomadismo
asociado al rápido aumento de los intercambios internacionales. En la sociedad industrial,
la combinación de la democracia social con la democracia política constituida
anteriormente se había realizado a través de ideas como la lucha contra la desigualdad. En
nuestros países, donde producción, consumo y comunicación han entrado por igual en la
sociedad de masas, es más difícil asegurar la pluralidad cultural. Y es vano hablar de
tolerancia, sobre todo cuando coexisten creencias y representaciones del mundo cada una
de las cuales proclama su valor universal. Los intentos de ecumenismo pueden en el mejor
de los casos limitar las tensiones, pero no acabar con ellas.
La única respuesta realista es establecer un lazo entre las diferentes culturas y lo que
llamamos la modernidad, puesto que ésta se define por valores universales.
Concretamente, no podemos reconocer derechos culturales más que a condición de que se
acepte lo que nosotros reconocemos como principios fundamentales, es decir, la creencia en
el pensamiento racional y la afirmación de que existen derechos personales que ninguna
sociedad ni Estado tienen derecho a violar. El principio del laicismo prolonga el
reconocimiento de los derechos personales al plantear la autonomía de la sociedad política
con relación a los principios y las prácticas de las religiones. Es éste el fundamento de la
democracia en la sociedad moderna. No se trata, al plantear la existencia de ese núcleo
central de la modernidad, de eliminar a las demás culturas, se afirmen fuera o dentro de
nuestra sociedad, sino solamente de saber en qué condiciones pueden ser compatibles los
principios fundamentales de la modernidad con la diversidad de culturas y de sus formas de
intervención en la vida personal y colectiva. Esas creencias tienen con frecuencia un fondo
propiamente religioso, por tanto indiscutible para los creyentes, pero tienen también
expresiones concretas que son perfectamente modificables (y que, por otra parte, han sido
modificadas de manera continuada).
No se trata de poner frente a frente dos o varias culturas, sino de valorar la posibilidad de
reconocer el libre ejercicio de una religión, una creencia o una ideología en una sociedad
que afirma firmemente su concepción de la modernidad. Por supuesto, este razonamiento se
aplica a nuestros propios esquemas de creencias y prácticas, que no necesaria mente están
de acuerdo con los principios a los que se supone nos adherimos. ¡Qué lejos estamos de las
ideas vagas que se contentan con hermosas declaraciones sobre la necesidad de conocerse
los unos a los otros! ¿Hay que «comprender» la lapidación de las mujeres infieles, los
matrimonios arreglados o la ablación? No, por supuesto, a pesar de la protesta de algunos
defensores de un relativismo cultural radical.
Lo que hay que entender por «pluralidad de modos de modernización» —expresión
preferible con mucho a la de multiculturalismo— es el reconocimiento de la multiplicidad
de caminos por los que una población puede entrar en la modernidad, pero siempre a través
de una mezcla de principios universales y experiencias históricas muy diversas. En ningún
caso debemos identificar la modernidad y sus principios genera les con nuestra propia
experiencia y con nuestras instituciones. No debemos considerar a una población que
avanza hacia la modernidad como si avanzara necesariamente hacia nosotros. Aunque todos
los caminos lleven a Roma, Roma está compuesta de barrios muy diferentes unos de otros:
no es solamente la capital del antiguo Imperio Romano o la sede del papado.
Los países más poderosos han tenido en el pasado (o tienen hoy) tendencia a proponerse
como ejemplo al mundo. Su influencia debería, al contrario, hacerles tomar conciencia de
su particularidad, que es como siempre una mezcla coyuntural y variable de muchos
elementos, algunos de los cuales están en conformidad con la idea de la modernidad, pero
otros recuerdan momentos históricos o tendencias duraderas que no tienen relación directa
con ella. Ninguna situación es pura; ninguna es ejemplar. De la misma manera que la
llegada de nuevos miembros a la Unión Europea cambia el contenido y las orientaciones de
ésta sin por ello atacar los principios de la construcción europea, la llegada a Francia de
millones de magrebíes —aunque la mayoría de ellos posea la nacionalidad francesa y
utilice ahora el francés como lengua cotidiana— modifica necesaria mente las formas
concretas de la modernidad en Francia. En otras palabras, no hay que pensar que existe un
único modo de modernización susceptible de hacer acceder a un país a la modernidad; ni
siquiera existe un único modelo francés, japonés o norteamericano, de modernidad. Todos
los países, todos los individuos mantienen relaciones complejas con la modernidad, con los
movimientos de modernización o las fuerzas de anti-modernización, sin que esto cambie en
algo la naturaleza de la modernidad.
Si los derechos culturales de cada uno, individuo o colectividad, de ben ser reconocidos, es
en la medida en que es necesario proteger todas las formas y todos los trayectos de
modernización. Pero cada uno de nosotros debe luchar en sí mismo y en la sociedad contra
lo que es contra rio a los principios generales de la modernidad. Hay que descubrir, en los
extranjeros, forma nuevas de modernización, y por tanto la presencia de ciertos elementos
de modernidad, pero es necesario que ellos mismos emitan un juicio crítico sobre su
experiencia histórica y sus prácticas culturales. En absoluto se trata aquí de pura relación
recíproca con el otro, de un reconocimiento del uno por el otro, sino del juicio emitido
sobre sí mismo y sobre el otro desde el punto de vista de una modernidad de la que algunos
están más cerca que otros pero que no pertenece a nadie y no se confunde con ninguna
realidad histórica particular.
Puesto que la modernidad se define por principios de alcance universal, el pensamiento
racional y los derechos del individuo, y toda modernización introduce la idea de una
particularidad e incluso de la singularidad de cada sociedad en cambio, y puesto que las dos
nociones no pueden ser confundidas ni separadas, es tan imposible definir una sociedad en
tanto que puramente universalista como por su pura singularidad. Es más útil precisar la
complementariedad de las dos nociones, una vez eliminadas las soluciones extremas, liberal
y comunitarista, que sólo mantienen una de las dos dimensiones del análisis.
Se impone un razonamiento: el otro debe ser reconocido como tal, como diferente, pero
solamente si ese otro acepta, como yo mismo, los principios universales que definen la
modernidad. Es con esta condición como se puede hablar de reconocimiento en el sentido
en que Charles Taylor, en un texto ya clásico, empleó esa palabra. Este reconocimiento del
otro como diferente, pero también como quien se adhiere a los principios universales de la
modernidad, puede asumir formas muy diversas puede permitir la comunicación entre
culturas próximas; puede al contrario denunciar el orgullo de la civilización más poderosa y
que se niega a reconocer todo lo que es diferente a ella.
Una sociedad puede reconocer a otra, aunque ésta la considere dominante o colonialista.
Más importantes son las diferencias entre las sociedades que dan prioridad a sus
orientaciones particulares y a sus objetivos propios y las que privilegian por el contrario la
afirmación de los derechos del individuo. Es imposible escoger entre esas dos posturas; una
y otra están amenazadas con caer en una actitud unilateral si olvidan una de las caras de su
existencia. Se puede hablar aquí, una vez más, de la necesidad de ambivalencia, que
caracteriza a aquellos que defienden el universalismo de los derechos individuales y al
mismo tiempo la singularidad del camino que decide tomar una sociedad, sin estar
satisfechos de una u otra de esas dos posturas, pero sabiendo que combinarlas y organizar
su complementariedad es la solución menos mala.
Cuanto más se desarrolla la globalización y los intercambios internacionales y en particular
las migraciones, más posible y necesario resulta combinar el reconocimiento del otro con la
adhesión al racionalismo y a la afirmación de los derechos individuales.
El encuentro y la mezcla de culturas no se realizan en general en pie de igualdad. Haití es
una prueba clamorosa de ello. Los mulatos son considerados allí superiores a los negros, en
nombre de los cuales Duvalier tomó el poder refiriéndose claramente a las relaciones de
desigualdad y dominación establecidas entre categorías definidas por el color de la piel. La
revancha de los de piel negra es un caso frecuente, sea resultado de una apertura del espacio
público, o, lo que es más frecuente, del derrocamiento del poder por aquellos que estaban
situados en la situación colonial en una situación de extrema dominación. Por último, esta
revancha puede ser religiosa, como lo muestra el rápido desarrollo de cultos que con
frecuencia se denominan protestantes. (Descartamos aquí la palabra «secta» utilizada por
las Iglesias tradicionales para subrayar su superioridad.) Dan testimonio a la vez de una
reapropiación de orígenes cultura les lejanos y de la afirmación de su superioridad moral
por parte de aquellos que han fracasado en sus tentativas de ascensión social o que han
sufrido la caída. No en todos los casos, cuya diversidad no se puede evo car aquí más que
de manera sumaria, es exacto hablar de defensa o destrucción de derechos culturales. La
invocación a los derechos no se re duce nunca a la referencia identitaria. No se puede
hablar de derechos culturales, lo repito, más que cuando las conductas culturales y sociales
piden ser reconocidas en nombre de principios universalistas, es decir, en nombre del
derecho de cada uno a practicar su cultura, su lengua, su religión, sus relaciones de
parentesco, sus costumbres alimentarias, etc. Y es solamente a partir del momento en que la
oposición a una cultura central definida como universalista emana de culturas minoritarias
(o ligadas a un estatuto de inferioridad) condenadas por aquellos que se identifican con el
universalismo cuando el conflicto se vuelve inevitable.
Tomemos el ejemplo de Turquía, que ya hemos evocado en este libro, a partir sobre todo de
los trabajos de Nilüfer Gole. Esta ha puesto perfectamente de manifiesto la voluntad
política y nacional de los dirigentes que aspiran a fundar un tipo nuevo de sociedad tan
alejado del Irán posjomeinista como de los países que habían sido sovietizados o los que
habían puesto en movimiento una americanización acelerada (como Puerto Rico). Es aquí
donde el tema de los derechos culturales ha llega do a su nivel más elevado, pues no se
trataba de borrar fronteras en beneficio de la hibridación, sino de combinar los elementos
nacionales con otros, procedentes de los países más ricos, pero que amenazaban con
invadirlo todo si no se tenía cuidado. La defensa de los derechos culturales aparecía ahí
como una manifestación directa de la acción del sujeto.
Un ejemplo muy diferente merece una atención particular: el del movimiento zapatista que
se ha desarrollado en Chiapas, México, desde el 1 de enero de 1994. Con frecuencia ha sido
malinterpretado, especial mente por sus admiradores europeos. Recordemos que el
movimiento de guerrilla que dominó la vida política de América Latina había llevado a la
juventud urbana educada en la idea del Foco, es decir, de la vanguardia revolucionaria, a
apoyar las luchas campesinas, pero, no obstante, no tenían como objetivo principal el
reconocimiento de los indios, sino más bien la caída del régimen de dominación sostenido
por Estados Unidos y las autoridades financieras internacionales. El fracaso general de las
guerrillas se explica en primer lugar por el hecho de no tomar en consideración las
realidades locales, lo que asumió una forma extrema en la expedición del Che Guevara a
Bolivia, tras rechazar éste todos los con tactos con los partidos y sindicatos de Bolivia y
entrar en una zona campesina de lengua guaraní donde se había realizado una reforma
agraria. Marcos, consciente de las razones de este fracaso, quiso unir la defensa de las
comunidades mayas de la Selva Lacandona con un programa de democratización de
México, siendo su idea la de crear un gran movimiento a la vez social y político. Los
acuerdos, firmados por los dos campos, preveían modalidades complejas de combinación
entre el derecho mexicano y el de las comunidades indígenas. La marcha sobre México
debía ser el punto de partida de una acción de gran amplitud. El fracaso de esta tentativa no
reduce en nada su importancia, que reside en el intento de combinar la defensa de las
comunidades y una transformación política del Estado nacional.
Los DERECHOS SEXUALES
Hemos visto desarrollarse reivindicaciones por el reconocimiento de diversas formas de
sexualidad, tanto para los hombres como para las mujeres, e incluso más allá de esta
distinción. El reconocimiento de la homosexualidad, que todavía no ha llegado a su
término, afecta tanto a hombres como a mujeres, puesto que se trata de separar la vida
sexual y afectiva de la reproducción y la constitución de una familia. ¿Se puede hablar de la
creación de una categoría cultural al fin reconocida? No lo creo.
En primer lugar, porque no existe más homogeneidad entre los homosexuales que entre los
heterosexuales, ya que una parte de los comportamientos homosexuales se afirma como
protesta contra las prohibiciones y como transgresión. A medida que caen las prohibiciones,
la búsqueda de relaciones duraderas adquiere siempre más importancia, mientras que se
consolida la reivindicación del derecho al matrimonio y a la parentalidad.
No hay motivo, en este último punto, para conceder demasiada importancia a las
diferencias entre mujeres y hombres: en materia de filiación, lo esencial es la cuestión del
lazo de sangre que debe religar entre sí a las generaciones. Tema capital, pero que no
debería provocar actual mente grandes discusiones, puesto que nos hemos definido por una
actitud muy favorable respecto de la adopción, siempre que no esté manchada por
maniobras financieras. El éxito de la adopción plena, la importancia creciente de familias
recompuestas, los progresos de la fecundación artificial, todo contribuye a hacer que los
lazos de filiación no sean ya siempre —ni mucho menos— lazos de sangre.
¿Por qué los homosexuales serían los únicos a los que se les prohibiera la filiación? ¿Por
qué tendrían prohibido el matrimonio?
Los problemas se vuelven más delicados cuando nos volvemos no ya hacia los diversos
tipos de relaciones duraderas, sino hacia las relaciones breves u ocasionales facilitadas por
la contracepción (sobre todo masculina), y más aún hacia las relaciones desligadas de todo
proyecto de vida común. ¡Nadie negará que esas conductas tienen pocas posibilidades de
fortalecer al sujeto! Pero no es así como hay que juzgarlas. Si aceptamos la idea de que el
sujeto se forma a partir de la experiencia sexual, a través de la relación con el otro además
de consigo mismo, hay que admitir la existencia de relaciones sexuales múltiples, uno de
cuyos papeles funda mentales es afirmar la autonomía de la actividad sexual. Y si este
razonamiento no convence a todo el mundo, entendámonos todos para combatir
prioritariamente toda concepción regresiva de la vida sexual tal como triunfa en muchas
familias y escuelas, sobre todo religiosas.
Dominación y liberación son palabras que participan de la misma visión general de la
sexualidad, la de la víctima, y por tanto del mismo re chazo a tomar en consideración al
actor. Además, el tema de la liberación se pierde enseguida en la confusión, puesto que
designa un punto de partida, la dominación, de la que se trata de liberarse, pero ningún
punto de llegada, puesto que la libertad sexual puede tanto autorizar la transgresión de
normas sociales y morales como favorecer la eliminación de una prohibición que
fundamenta una moral represiva. No se deben poner en el centro del análisis las diversas
coacciones o las diversas formas de libe ración que orientan la sexualidad. En cambio, hay
que seguir a las feministas radicales cuando éstas denuncian la sumisión de todas las formas
de sexualidad al modelo único de la relación heterosexual dominada por el hombre. La
diversidad de conductas sexuales, a partir del momento en que no se juzgan ya desde el
punto de vista de una cierta concepción de la familia, no puede tener otros límites que el
respeto de la dignidad de cada individuo. Y no ignoro los peligros que oculta todo juicio en
esta materia.
Fijémonos, pues, en las diferentes minorías sexuales y en las luchas a que llevan contra las
imágenes de la «moralidad» que las encierran en la marginalidad y en un estatuto inferior.
Si no es cierto que se pueda hablar de una nueva cultura de gays y lesbianas, es cierto, en
cambio, que estamos ante un movimiento de liberación que apunta a la eliminación de
todas las formas de prohibición y discriminación. Liberación que puede también llevar a los
gays y lesbianas a renunciar a todas esas prácticas de transgresión, de provocación, de
manifestaciones festivas, que han suscitado a su alrededor una gran fascinación y ha hecho
de las drag queens, por ejemplo, una de las creaciones más notables de la cultura de la
provocación.
Se puede pensar que el punto extremo de la reivindicación de los derechos culturales en
materia de conducta sexual es la demanda de reconocimiento de la bisexualidad o, sobre
todo, de la visión queer, es decir, de la indiferencia a la naturaleza del compañero, porque
esa demanda trata de separar completamente la sexualidad del papel familiar y de una
definición institucional de los géneros. Sería deseable que todos los movimientos de
defensa de los derechos culturales de las minorías fueran tan visibles como los que han
lanzado con éxito los gays y lesbianas, y ahora los transexuales y los travestis, cuya
importancia se ignoró durante mucho tiempo.
En otros ámbitos, ¿cómo no indignarse por la falta de respeto que sufren los
discapacitados? ¿Quién no se escandaliza de las dificultades, a menudo insuperables,
encontradas por ellos en ciertos países, para coger el metro, seguir cursos en la universidad
o simplemente encontrar una calle? El éxito conseguido por los sordos, cuyo lenguaje había
sido creado en Francia por el Abbé de l’Epée, pero cuyos discípulos encontraron una
acogida mucho mejor en Estados Unidos, en particular alrededor del colegio Gallodet, se
extendió finalmente a los países europeos, entre ellos Francia. Algunos de esos países
conceden ya incluso un lugar importan te al lenguaje de los signos en los programas de
televisión. La defensa de los derechos de cada categoría de discapacitados debería tener, en
nuestra sociedad, tanta importancia como la defensa de los accidentes de trabajo y las
víctimas de enfermedades profesionales en las sociedades industriales.
Los LÍMITES DEL MESTIZAJE
El reconocimiento de los derechos culturales se hace cada vez más difícil de obtener a
medida que la diversidad cultural aumenta, y que la tolerancia se enfrenta a obstáculos cada
vez más difíciles de superar. Esto explica la atracción ejercida por el mestizaje, solución a
la que se recurre más fácilmente cuando el poder central es débil.
Es así como, en muchos países, Brasil a la cabeza, la mezcla de grupos étnicos ha evitado la
creación de fronteras culturales, como las que existen en Estados Unidos y en otros países.
Los intercambios culturales pueden ir más lejos todavía y combinar, por ejemplo, la
apropiación de elementos religiosos de origen católico en las prácticas indígenas con la
penetración de elementos de origen indígena en la cultura hispánica y cristiana. Roger
Bastide y, más recientemente, Serge Gruzinski y Carmen Bernand han estudiado esta
reciprocidad de préstamos.
En el mundo contemporáneo, la penetración de la cultura de masas norteamericana en todos
los países es tan profunda que se pueden producir mestizajes culturales espontáneos. ¿No es
el caso de la pizza, cuyo origen ya se ha olvidado? El mestizaje es más fácil todavía de
observar en las poblaciones en las que escritores y pensadores, como Edouard Glis sant, en
las Antillas, subrayan la riqueza de la cultura mestiza y su capacidad de sacar la mejor parte
del encuentro de dos tradiciones.
Una forma extrema de mestizaje es la «cultura de frontera», concepto avanzado por algunos
investigadores mejicanos que piensan que los mexicanos, que en elevado número se
instalan, oficial o clandestinamente, entre la frontera y las grandes ciudades del país, no
están en camino de americanización aunque se diferencien cada vez más de los mexicanos
de su región de origen. Crearían así una «cultura de la frontera», que se vuelve
aparentemente estable y no sería una etapa en la socialización que ha llevado a los
chicanos, hace varias generaciones, a fundirse finalmente con la población norteamericana.
Los ejemplos de este tipo se podrían multiplicar, y no sería falso decir que todos somos más
o menos mestizos, puesto que la cultura de masas estadounidense se mezcla cada vez más
con los géneros de vida locales o nacionales. Pero las ventajas del mestizaje no dispensan
de la necesidad de defender los derechos culturales. Pues a menudo hay un desequilibrio
muy grande entre las creencias mayoritarias y las minorías sociales o sexuales, así como
étnicas, nacionales o religiosas. Las sociedades y los cultos trazan siempre fronteras, que
imponen prohibiciones y rechazos. Sobre todo cuando la cultura mayoritaria se define
abiertamente por su ruptura con la tradición. El enfrentamiento de las culturas, como el de
las clases sociales, no se resuelve nunca por la mezcla final de los adversarios.
A PROPÓSITO DEL «VELO»
Los derechos culturales corresponden a derechos de diferencia más que a derechos de
igualdad de trato. Pero si se quiere evitar que la reivindicación de la diferencia evolucione
hacia el comunitarismo y la in tolerancia, es preciso que los movimientos que los
reivindican no contra digan las prácticas y las ideologías de la diferencia. Tal es la
condición primera de la complementariedad entre los derechos de las minorías y el sistema
democrático. A la inversa, una Constitución que ignora las diferencias étnicas, como
sucedió en Estados Unidos y en Francia, obstaculiza la protesta contra las derivas
comunitaristas. Sobre todo porque la desigualdad de oportunidades entre los diversos
grupos étnicos, observada en la escuela y en el empleo, indica que algunos de esos grupos
son considerados inferiores y tratados como tales.
En el caso de Francia, muchos datos indican que la propia escuela pública actúa como una
rejilla de selección en detrimento de los hijos de inmigrantes, en particular magrebíes, de
los que sólo una escasa proporción accede a los estudios superiores. Aunque existen tres
tipos de institutos (generales, tecnológicos y profesionales) claramente jerarquizados,
sucede con frecuencia que las clases de los institutos profesionales estén casi enteramente
compuestas de hijos de inmigrantes. El racismo ordina rio, que representaba a los
colonizados como seres inferiores que no necesitaban más que una educación elemental, ha
sido reemplazado en nuestras sociedades más móviles, por mecanismos de selección, no
oficiales pero fácilmente detectables. Es así como las feministas han podido demostrar que
incluso en ausencia de procedimientos de selección, la proporción de mujeres disminuye a
medida que se eleva la jerarquía profesional.
Las campañas contra la desigualdad de oportunidades se han pro movido en nombre del
liberalismo clásico. Pero sabemos que esas campañas fracasan, pues no hacen mella en las
causas de la desigualdad. Es entonces cuando se plantea el difícil problema de la
discriminación positiva (affirmative action). Su principio no es discutible: es de la misma
naturaleza que el del impuesto progresivo sobre la renta, que es nuestra mejor arma para
reducir la desigualdad. Ha obtenido resultados notables en las grandes empresas, pero es, en
resumidas cuentas, poco eficaz. Es cierto que en Estados Unidos, en las grandes
universidades que habían adoptado esta política en favor de grupos étnicos particulares, la
supresión de estas medidas ha hecho desaparecer a los estudiantes afroamericanos de los
niveles elevados de estudios en los que habían podido penetrar. Pero es cierto también que
la introducción de algunos individuos en ese nivel no disminuye en lo esencial la
desigualdad de la que son víctimas los afroamericanos. Para defender esa política hay que
recurrir a otro tipo de argumentación, que ocupa fácilmente su lugar en el punto de vista
general que aquí presento.
La discriminación positiva modifica poco las situaciones de hecho, pero llama la atención
del público sobre las desigualdades, como han de mostrado los apasionados debates que se
desarrollaron en Estados Unidos, y ahora en Francia, donde el Instituto de Estudios
Políticos de París, establecimiento elitista protegido por un concurso de entrada, ha
decidido reclutar de forma directa a un cierto número de estudiantes procedentes de liceos
implantados en zonas desfavorecidas. Este caso es tanto más interesante cuanto que el
director de la Escuela de Ciencias Políticas ha aumentado los derechos de inscripción de los
estudiantes para acoger gratuitamente a los que deben entrar por el nuevo canal. Los
grandes estudios norteamericanos, en particular el de Ronald Dworkin, y las decisiones de
la Corte Suprema han hecho más visibles las insuficiencias de una democracia que, en
nombre de la igualdad de derechos, deja que se desarrolle una desigualdad de hecho. Pero
esta toma de conciencia no se vuelve eficaz más que cuando aquellos que son víctimas de la
desigualdad se organizan para protestar.
Volvamos ahora a Francia, y a la cuestión del «velo» o del «pañuelo». Frente a los
partidarios del laicismo, aparecen dos órdenes de discurso. Por un lado, las jóvenes con
velo reclaman el derecho de manifestar su fe en el recinto de la escuela pública, que hasta
ahora se había mantenido liberada de toda afirmación de creencias, en particular religiosas.
Y sus defensores muestran que el laicismo no es neutro, sino que se apoya, por el contrario,
en una separación del mundo público y el mundo privado, que es, en efecto, como ya he
recordado, insostenible. Del otro lado, una parte de los movimientos islámicos, a los que se
denomina integristas, están animados por el rechazo general de los derechos culturales de
quienes no pertenecen a su confesión. El debate pone, pues, en presencia dos concepciones
opuestas de los derechos culturales. Esta complejidad y la importancia del debate alrededor
de estos problemas, y sobre todo la aparición reciente de jóvenes con velo en los institutos
y colegios públicos, justifica que se ofrezca aquí un análisis que comprende en su con junto
la situación histórica donde se sitúan los combates y los debates que han suscitado.
Durante mucho tiempo la inmigración en Francia, como en otros países de Europa
occidental, se apoyaba en las necesidades de mano de obra. Se tradujo en una integración
basada en el empleo y en un cierto aprendizaje de la lengua nacional, pero esta integración
ha dejado subsistir, a través de varias generaciones, costumbres y formas de organización
familiares y sociales procedentes del país de origen. La población circundante había
aceptado bien a los trabajadores extranjeros que se encargaban de muchas tareas penosas,
manteniéndose alejados de la vida política, pero la situación cambió con el fin del
crecimiento, bajo el efecto también de la aceleración de los cambios culturales en el seno de
la población del país de acogida. Esos cambios eran de orden más cultural que social: da
testimonio de ello la formación de bandas de jóvenes sin trabajo en los extrarradios
franceses, mezclando individuos de orígenes muy diversos. ¿Cómo, en una situación tan
confusa, se ha podido formar o mantener, por un lado, un racismo antiárabe y, por otro, una
conciencia de identidad comunitaria y religiosa tan fuerte que el vocabulario corriente
designa como «musulmanes» a todos aquellos que proceden de un país árabe, pero también
de Turquía, el África subsahariana u otros territorios, aunque no todos ellos sean
musulmanes activos?
La población francesa de origen ha sentido muy intensamente ese cambio de situación, en
particular a través del ascenso de los empleos precarios. Quien se siente amenazado
atribuye las causas de su miedo al extranjero, a aquel que viene de fuera y cuya condición
social es todavía más baja que la suya, que amenaza con hacer caer a los «pequeños
blancos» en la marginalidad, cuando ellos esperaban para sus hijos una movilidad
ascendente. El activismo musulmán, y sobre todo la guerra entre Israel y Palestina, han
transformado la conciencia social de exclusión que afectaba a los trabajadores de origen
árabe, turco u otro, en una conciencia étnica y religiosa que ha reforzado las reacciones de
rechazo en la población francesa de origen más antiguo. A más largo plazo, esta reacción
ha sido sobre todo el efecto de un proceso de aislamiento de las categorías más pobres y
más frágiles, cuando las demás categorías salieron del universo de las viviendas de
protección social para acceder a viviendas correspondientes a un mejor estatus social.
Durante el largo período en que la mezcla de pobres de orígenes di versos había sido la
regla, se formaron guetos, sobre todo en la periferia de las grandes ciudades. Y mientras
que Francia, y en particular aquellos que ejercen influencia sobre su opinión pública,
defiende la integración republicana contra un peligro comunitarista que amenazaría a la
ciudadanía republicana, la Francia de abajo ha sido ampliamente penetrada por ese
comunitarismo, hasta el punto de que con frecuencia los estudiantes de enseñanza media se
definen por su religión o la de su grupo de origen más que por su situación social, su
pertenencia política o sus gustos deportivos.
Entre árabes y judíos, y sobre todo entre los más radicales de ambos lados, se ha
incrementado la agresividad; se han producido numerosos ataques contra sinagogas y se ha
desarrollado un nuevo antisemitismo, nacido de un antisionismo extremo. Cuanto más
progresan los guetos y la exclusión, más se remiten las reacciones de defensa comunitaria a
la per tenencia religiosa. Las primeras estudiantes con velo aparecieron en Creil en 1989; a
pesar de las propuestas del Consejo de Estado en favor de negociaciones en cada
establecimiento, se multiplicaron los conflictos y pronto militantes religiosos acusaron a los
programas escolares, juzgados contrarios al Corán, y a veces también a la organización
hospitalaria, acusada de no garantizar la separación entre los hombres y las mujeres en
materia de tratamientos y cuidados.
En el momento en que el Parlamento reunía una comisión y en que el presidente de la
República creaba la comisión llamada Stasi, por el nombre de su presidente, para
reflexionar sobre la oportunidad de una ley que prohibiera los signos de pertenencia
religiosa considerados ostensibles, la opinión pública se entregó a un debate apasionado en
el que se mezclaban dos problemas en realidad distintos: de un lado, el respeto de los
derechos culturales de las mujeres con velo y, de otro, la defensa del espíritu llamado
republicano, y ante todo de la ciudadanía contra los comunitarismos, sobre todo
musulmanes. Dualidad de problemas que se traduce en la clara separación entre dos
categorías de mujeres con velo: las que quieren combinar los estudios modernos con su
adscripción religiosa, y las que, de grado o cediendo a presiones, juegan la carta de los
ataques islamistas contra el «laicismo» francés.
¿Es real la amenaza islamista? Se ha mencionado el rechazo de algunas jóvenes con velo a
asistir a cursos de biología o de historia, o la actitud de algunos musulmanes rechazando
que en el hospital un sanitario toque a su esposa, pero ignoramos la frecuencia de esos
incidentes. Sin embargo, en la situación actual del mundo, no sería realista negar la
existencia de un impulso integrista. Lo que no debe impedir reconocer que el miedo
mundial al terrorismo de inspiración islámica confiere una importancia probablemente
exagerada a ciertos incidentes locales. En el caso francés, la conciencia de ese peligro se ha
extendido suficientemente y de manera lo bastante fuerte para que al final fuera aprobada
con un apoyo masivo de la opinión pública una ley que restringe o prohíbe los signos
religiosos en la escuela.
Pero el reconocimiento del peligro no debe hacer olvidar la existencia de esos jóvenes
musulmanes que quieren participar en la vida social moderna a cualquier precio, lo que
implica su paso por la escuela. La mayor parte abandona todo signo voluntario de
pertenencia a una cultura no occidental, se visten y viven a la manera occidental; pero,
desde 1989, algunas jóvenes aspiran por el contrario a ser libres de enarbolar, en la es cuela
y en otras partes, signos manifiestos de su pertenencia religiosa. Al principio del
movimiento, un estudio realizado por F. Gaspard y F. Khosrokhavar ha mostrado que la
mayoría de esas estudiantes con velo eran modernas, querían proseguir sus estudios y daban
a éstos una orientación científica. Investigaciones paralelas han proporcionado resultados
análogos en el caso de Turquía: las alumnas con velo no se distinguían de las demás en sus
proyectos de futuro, aunque se ejercieran sobre ellas presiones negativas. Desde entonces,
es cierto que la influencia del medio familiar, local y religioso sobre una parte de jóvenes
alumnas ha aumentado con el fortalecimiento de la exclusión y el aislamiento creciente de
los guetos. Pero, ciertamente, la categoría de muchachas modernas que, usando velo,
quieren combinar su cultura de origen con su medio social presente y futuro no ha
desaparecido. El informe de la comisión Stasi ha recomendado que se reconozcan las
diferencias profundas que existen entre las diversas categorías de estudiantes con velo.
Aliada o adversaria de ese laicismo, dependiendo de las circunstancias, se ha afirmado una
nueva forma de oposición a los integrismos religiosos, en particular islámicos. Emana de
los movimientos feministas, lo que es lógico, puesto que las religiones, en particular
monoteístas, han encerrado, a menudo con violencia, a las mujeres en la dependencia res
pecto de los hombres y las han excluido de la vida pública. Así pues, las feministas atacan
globalmente a un islam al que reprochan que encierre a las mujeres en una inferioridad y
una dependencia de las que el luchador es el símbolo más visible. A riesgo, por supuesto,
de obstaculizar toda evo lución.
La razón de ser de esos combates entre dos campos, cada uno de los cuales está dividido en
dos por una oposición interna de gran importancia, no es que el pasado se resista al futuro y
la costumbre a la razón. Lo que alimenta el enfrentamiento de las culturas es que, para gran
parte de la población mundial, la cultura occidental, siendo atractiva, es inseparable de una
dominación militar, económica y política que no ha disminuido, sino que tan sólo ha
cambiado de forma desde las primeras expediciones coloniales modernas hasta la
mundialización de hoy, que está cada vez más claramente al servicio del imperio
estadounidense.
Otra interpretación, opuesta a la precedente, conduce a conclusiones todavía más
peligrosas. Es el relativismo cultural que, eliminando toda referencia universalista, impide
de hecho la comunicación. Si este pensamiento se aplicara, los países más pobres serían
también los que menos posibilidades tendrían de llegar a su liberación.
Es bueno descubrir, a través del estudio de un caso histórico particular, la naturaleza
general de la solución que permite la comunicación entre las culturas, alejándose tanto del
multiculturalismo extremo como del imperialismo cultural. Si la sociedad francesa,
sintiéndose amenazada militar y culturalmente, rechaza todo lo que viene de fuera, es decir,
se atribuye el monopolio de lo universal e identifica su propia realidad con ello, estará cada
vez más obligada a entrar en la cruzada, la que ya despliega Estados Unidos con George
Bush. A la inversa, si se inclinara del lado del relativismo cultural —pero esta hipótesis es
mucho menos probable que la otra—, pondría en peligro su unidad social y política. El
objetivo que se impone a todos es reconocer (y hacer reconocer) un núcleo de principios
universales, que constituyen la modernidad, y la pluralidad de los modos históricos de
modernización, para hacer compatibles e mayor número posible de modos de
modernización con los principios universales de la modernidad.
Esta separación y esta complementariedad de la modernidad y las modernizaciones nos
lleva solamente a comprender y a respetar culturas diferentes, a condición de que
reconozcan principios generales, como la práctica del pensamiento racional y el respeto a
los derechos individuales sin los que la comunicación intercultural es imposible. Debe
llevarnos más lejos, hacia una inversión de los modos de plantear esos problemas. No se
trata ya únicamente, en efecto, de comprender lo que permite comunicarse a las culturas; se
trata de saber si la conciencia de las diferencias entre culturas se puede transformar en
evaluación, por parte del pro pio actor, de sus propias conductas. Cambio radical de punto
de vista: no se trata ya de saber si dos o varias culturas son compatibles, sino de observar
cómo los actores manejan el paso de una cultura y de una sociedad a otras, y sobre todo el
papel que en ese asunto juegan las creencias, las actitudes y las prohibiciones, facilitando o
por el contrario haciendo más difícil el paso en cuestión.
Ese planteamiento analiza de manera nueva las conductas del actor. En primer lugar, el
objetivo es solamente comprender y analizar las dificultades encontradas por los
inmigrantes u otros en el paso de una cultura a otra. No se trata tampoco de definir las
relaciones entre culturas diferentes, sino la naturaleza de las conductas que permiten a los
actores no dejarse vencer por las dificultades que encuentran. Diferentes investigaciones
han mostrado que la presencia de convicciones fuertes facilitaba el paso de una cultura y de
una sociedad a otras. Lo que aquí se mide es la capacidad de los actores de comportarse
como sujetos, es decir, de concebir y crear su propio camino. No es la compatibilidad entre
culturas diferentes lo que está en discusión, sino la capacidad de los individuos de
transformar una serie de situaciones y de incidentes vividos en una historia y un proyecto
personales. Se puede, pues, establecer la hipótesis de que aquellos que han podido manejar
su historia personal la han escogido de manera más consciente, menos determinada por los
choques y la pérdida de sí. Sus conductas han llevado a elevar el nivel de los juicios
elaborados sobre sí mismos. Este enfoque nos permite conocer el campo personal y
colectivo que da sentido a lo que se llama la historia.
Ahmed Boubeker tiene razón al anticipar aquí la noción de etnicidad, que no introduce las
pretensiones asfixiantes de la idea de comunidad (y sobre todo de comunitarismo) y se aleja
al mismo tiempo de las categorías puramente económicas y sociales. La etnicidad es la
capacidad de un individuo o un grupo de actuar en función de su situación y sus orígenes
étnicos. Se trata, pues, lo repito, de una orientación de la acción y no de una situación.
Esta observación puede ser ampliada. Muy a menudo los estudios sobre las relaciones
interculturales nos presentan éstas como otros tantos caminos que condujeran de una ciudad
a otra, como si las culturas fueran comparables a las ciudades, como si ejercieran sobre una
determinada población un control completo. Sin duda existen esas situaciones, en particular
en contextos coloniales o cuasi coloniales como las que conocen los indios de América
Latina, pero la población de las minorías culturales es atraída por las regiones cuyo nivel de
vida y el mercado de trabajo les ofrecen mejores oportunidades de supervivencia o de
ascenso. No se trata aquí de comunicación entre dos o varias culturas, sino de relaciones de
atracción ejercidas por categorías centrales o privilegiadas sobre los más dominados. En los
países occidentales industrializados, las minorías están formadas a menudo por un conjunto
de individuos que no necesariamente componen una comunidad, y, sobre todo, que
establecen entre ellos mismos relaciones de dominio, mezcla y mestizaje que hacen
imposible el análisis en términos de yuxtaposición o separación de dos culturas. Cada
cultura está profundamente influida por las vecinas, y sobre todo por aquellas que
representan para ella un polo de atracción. Ese es el caso de los jóvenes árabes del Magreb,
entre los que se desarrolla una conciencia de identidad religiosa pero también de
pertenencia de hecho, subjetiva mente vivida, a la sociedad francesa, y que están lejos de
corresponder a los estereotipos que a menudo se expresan. Se habla así con frecuencia de
los «jóvenes inmigrantes», cuando se trata de jóvenes nacidos en Francia, que con gran
frecuencia poseen la ciudadanía francesa y hablan francés.
Muy diferente es el caso de los inmigrantes llegados en gran número a Estados Unidos
antes de la Primera Guerra Mundial, y de nuevo en el curso de los años recientes, y que
enseguida se identificaron con su país de acogida. Un caso extremo es el de Argentina, que,
muy rápidamente y sobre todo gracias a un sistema escolar a la francesa, ha transformado a
los inmigrantes italianos, alemanes, suizos, franceses en ciudadanos argentinos de
inmediato separados de su sociedad y su cultura de origen.
COMUNIDADES Y COMUNITARISMOS
Designamos con el nombre de comunitarismo realidades muy diferentes. Bélgica y los
Países Bajos reconocen la importancia política y administrativa de los «pilares» culturales
de la sociedad, y en Bélgica la parte de asuntos públicos tratados en común por las dos
comunidades principales ha disminuido mucho. Cuando el Estado francés, después de
haber reconocido bajo Napoleón a las comunidades católica, luterana re formada y judía,
intenta organizar la representación de los musulmanes de Francia y confiarla a un
organismo elegido, reconoce la existencia de una comunidad musulmana, sin que esto
implique una gestión comunitarista de la sociedad. No se puede emplear esta expresión más
que a pro pósito de movimientos que reclaman, para una comunidad definida cultural o
étnicamente, el monopolio de la gestión de las relaciones entre los miembros de esa
comunidad, y ésta en su conjunto con el Estado nacional, o incluso las instituciones
internacionales. Esta concepción de la organización social puede llegar hasta la
identificación completa de los in dividuos con una comunidad, sea ésta étnica, nacional o
religiosa. Identificación que define todos los aspectos de su modo de vida, y hasta la
definición de sus derechos. Si un gobierno aceptara que en los carnets de identidad nacional
algunas mujeres llevasen un velo islámico o un chador, esto significaría que el Estado no
tendría ya relaciones con ciudadanos, sino con los miembros de comunidades. Situación
extrema, que sería testimonio de un debilitamiento general y de la cuasi desaparición del
Esta do nacional.
El comunitarismo que nos inquieta actualmente es el que se sitúa por encima de la
ciudadanía, es decir, el que reconoce la pertenencia cultural como superior a la identidad
nacional. Es el debilitamiento relativo de los Estados nacionales lo que ha hecho crecer ese
comunitarismo, sobre todo cuando éste se ha encontrado enfrente a un imperio
multinacional en el que cada población se sentía en condiciones de inferioridad,
dependencia y a veces de esclavitud.
Entre los dos tipos de comunitarísmo que hemos evocado, uno muy limitado y el otro
extremo, existe un tercer modo de identificación con una comunidad: el repliegue
comunitario, que responde a conductas de rechazo de las que son víctimas los miembros de
determinada comunidad minoritaria por parte de la mayoría o de una parte importante de la
población. Los que son excluidos o despreciados tratan, en efecto, de situarse fuera de la
escala social en la que tan mal situados están y de oponer a sus adversarios una definición
cualitativa de sí mismos. Por ese movimiento se realiza el paso de la definición económica
y social de una categoría de pobres a una definición cultural, étnica o incluso directa mente
religiosa de la misma población. Inversión de las definiciones del campo social que es uno
de los elementos principales del paso de una visión socioeconómica de la sociedad a una
definición cultural que corresponde a las situaciones que he denominado postsociales. El
mismo fenómeno se ha producido en la situación de las mujeres. Definidas primero por una
desigualdad de oportunidades y de situaciones económicas con relación a los hombres —lo
que ha podido llevar a algunos o algunas a decir que la mujer era e proletario del hombre—,
las mujeres han pasa do a reivindicaciones más cualitativas, apoyadas en una demanda de
libertad y de reconocimiento de las diferencias, asociadas a la igualdad y no ya a la
jerarquización de las categorías de sexo.
Cuando el director de un instituto de enseñanza media observa en el patio de su instituto
que los alumnos se agrupan por nacionalidad y por religión, y ya no por el nivel social, la
opinión política o la práctica de un deporte, o cuando una universidad ve enfrentarse a dos
asociaciones de estudiantes, una de las cuales es pro palestina y la otra judía y pro israelí, se
trata de un cornunitarismo «reactivo». Y hay que reconocer que esta actitud está mucho
más arraigada de lo que se creía en la Francia de hoy. Esos procesos de exclusión van
mucho más allá de la desigualdad, e incluso de la marginalidad. Traducen el rechazo de una
cultura o de una nacionalidad, lo que explica por qué es tan peligrosa la definición de una
comunidad en términos de identidad. La identidad es, en efecto, una construcción
ideológica que lleva al rechazo de la categoría en cuestión al definir ésta por su
«naturaleza» más que por la dominación que sufre. El punto extremo de este paso de una
definición socioeconómica a una definición cultural de una población es la superación de la
comunidad misma y la afirmación de una identidad religiosa individual, de una fe que
encuentra su fundamento en el universo religioso y ya no en la vida social.
Aquellos que afirman la superioridad de la pertenencia a una cultura política sobre la
afiliación a una comunidad cultural defienden uno de los principios fundamentales de la
modernidad, y no es desde ese punto de vista desde el que hay que criticar a aquellos a los
que en Francia se llama los «republicanos». Es en lo que se oponen a los «demócratas», es
decir, a quienes conceden tanta importancia a los derechos sociales y culturales como a los
derechos políticos. Por su rechazo, suponen que la modernidad política se crea y se
mantiene por sí misma, por su propia fuerza y por su rechazo a todo compromiso con los
extranjeros.
Decididamente, llegamos a esta conclusión: el comunitarismo y el universalismo abstracto
se completan y se oponen. Sobre todo, no hay que es coger entre ellos; es necesario hacer
todo lo posible por coordinarlos, lo que se puede realizar, como espero haber mostrado, a
través de procesos de modernización, que combinan de maneras muy diversas la
modernidad con herencias y proyectos culturales, personales o colectivos.
Toda afirmación de una oposición insuperable entre dos categorías de situaciones, por
ejemplo entre países desarrollados y culturas tradicionales, arruinaría, desde este punto de
vista, nuestros esfuerzos, que pretenden establecer vías de comunicación, e incluso una
cierta integración, entre polos que parecen completamente opuestos. Por eso es muy peli
groso oponer la economía globalizada y las culturas definidas de manera ahistórica,
encerrándolas así en la obsesión de su identidad. Admitir que el mundo está dominado por
el conflicto abierto del poder estadounidense y del islamismo conquistador equivale a
comprometerse en una lógica de la ruptura que nos hará perder, individual y
colectivamente, la capacidad de actuar.
LIBERALES Y COMUNITARISTAS
Las ciencias sociales han estado ocupadas durante al menos dos décadas, en particular en
Estados Unidos, por el debate entre liberales y comunitaristas. Ese debate resulta confuso,
puesto que se llama «liberales» a quienes afirman que la racionalidad económica prevalece
sobre cualquier otro modelo cultural en todas las sociedades y en todos los grupos sociales,
pero también a quienes defienden la idea de que existen derechos universales, más allá de
todas las diferencias sociales, que se encarnan en la ciudadanía, cuyas instituciones están al
servicio de cada individuo en tanto éste es portador de derechos universales.
El primer aspecto del liberalismo es difícil de defender. Es cierto que muchas conductas,
proyectos políticos y lo que se llaman los movimientos sociales están guiados por la
búsqueda colectiva de la satisfacción del interés individual, como esos sindicalistas que se
unen para obtener un aumento de salario del que cada uno se beneficiará. Pero es grande la
distancia entre una afirmación de este tipo, cuya utilidad es limitada, y el gran número de
conductas individuales y colectivas que están guiadas por otras finalidades distintas al
interés. Y es siempre peligroso reducir los grandes conflictos internacionales o nacionales a
luchas de intereses, igual que es inaceptable no ver en la acción de los militantes religiosos
más que razones económicas o incluso políticas para actuar.
En cuanto a la referencia a los derechos universales, debe pasar, en efecto, a través de la
ciudadanía. Es ella quien ha hecho a los hombres iguales sin consideración de sus atributos
sociales. Pero es justamente ahí donde se introduce el otro punto de vista, pues los derechos
sociales, y más todavía los derechos culturales, no se reducen a los derechos políticos, y no
se aplican a todos por igual. Las leyes sociales adoptadas protegen a los mineros, los
marinos o los panaderos. Y de manera mucho más radical, los derechos culturales protegen
las diferencias, sean las categorías consideradas mayoritarias o minoritarias. Querer
reducirlo todo a la ciudadanía política o al espíritu republicano, como tratan de hacer
algunos políticos e intelectuales, es propiamente reaccionario. Sin duda, si la defensa de los
derechos económicos y culturales está aislada de la afirmación de los derechos políticos,
corre el riesgo de volverse antidemocrática; pero, al mismo tiempo, hay que rechazar toda
definición de derechos que no tenga en cuenta derechos sociales ni derechos culturales, y
por tanto ni las luchas contra los empresarios ni la defensa de las minorías culturales. Los
derechos políticos, por una parte, y los derechos sociales y culturales, por otra, son
complementarios. Cuando nos alejamos de esta concepción abierta de los derechos, se
alimenta una oposición artificial y peligrosa entre un liberalismo portador de desigualdad y
un comunitarismo obsesionado con la búsqueda de la identidad y la homogeneidad.
Del lado de los comunitaristas se encuentra una dualidad análoga. Las muchachas de origen
árabe o turco que reivindican ir con velo al instituto tratan a veces, lo he recordado, de
expresar la resistencia de su cultura religiosa a la cultura racionalista que encuentran en los
institutos y en el conjunto de la sociedad francesa o en otras partes. Pero también a me nudo
aspiran profundamente a entrar en el mundo moderno por la adquisición de los
conocimientos que dispensa el instituto, sin por ello romper con su familia y su herencia
cultural. Rechazando a esas muchachas se correría el riesgo de crear un choque de
civilizaciones, lo que sólo podría tener consecuencias negativas en un momento en que
«Occidente» no tiene ya el monopolio del poder y la modernidad.
EL LAICISMO
La reflexión que se ha desarrollado a lo largo de este capítulo lleva hacia conclusiones
alejadas de lo que se denomina la concepción francesa del laicismo. Pero ¿puedo formular
esa conclusión después de haber afirmado que el laicismo es uno de los componentes
principales de la modernidad? He defendido el principio del laicismo con tanta convicción
que queda excluido que ahora lo cuestione: separar las Iglesias y el Esta do, romper la
construcción holística de la sociedad, dar un lugar central e independiente al poder político
definido como la invención de la sociedad por sí misma, estas formulaciones corresponden
perfectamente a la idea que tengo de la modernidad y constituyen para mí, como para
muchos otros ciudadanos, una condición indispensable para la realización de la democracia.
Y aquí se trata claramente de una concepción activa del laicismo, pues mantener a raya la
teocracia y la influencia de las Iglesias sobre el poder ha sido siempre difícil, y la tarea no
termina nunca. En Francia, después de un período de intensos conflictos religiosos y
políticos, el apaciguamiento ha venido poco a poco, para satisfacción de la gran mayoría.
Este enfoque del laicismo no tiene, claro está, nada que ver con ese otro laicismo
antirreligioso y anticlerical, que reposa a menudo sobre un racionalismo elemental, que
quiere extender las exigencias del pensamiento científico a otros ámbitos distintos al suyo.
Algunos hablan, a este respecto, de religión laica, pero no se trata sino de los restos de un
pasado ya lejano.
Lo que es mucho más importante, y recibe apoyos mucho más numerosos y activos, es la
idea de que la escuela pública debe ser ante todo la escuela de la República. En un primer
momento, uno se siente lleva do a apoyar esta concepción, cuyo objetivo es más noble que
el nacionalismo que domina las escuelas de muchos países. El ciudadano y el republicano
francés formado en las escuelas y los institutos franceses no aprenden a apoyar en todas las
circunstancias a su país y su bandera. Los docentes le han enseñado a defender, en el
espacio público, la libertad política, la justicia social y el espíritu crítico. Y aquellos que
condenan el republicanismo en nombre de una moral de inspiración religiosa no tienen
evidentemente ninguna razón para rechazar o despreciar la concepción francesa del
laicismo. La escuela que pretende ser republicana al mismo tiempo que laica, y que es al
mismo tiempo completamente tolerante en materia de opiniones y opciones religiosas,
merece más respeto, en mi opinión, que aquella en la que la enseñanza religiosa es
obligatoria, y más aún que aquella en la que esta enseñanza está basada en una religión de
Estado, aunque ésta se reduzca a una moral en definitiva menos peligrosa que las ideologías
políticas totalitarias impuestas en tantos países en el curso del siglo xx. Pero, una vez
reconocidas las cualidades de la escuela laica, e incluso lo que hay en ella de indispensable
para la defensa de la democracia, hay que introducir de nuevo los temas que se han
impuesto a nosotros a lo largo de este capítulo. La escuela pública no debe ignorar el hecho
religioso en general y las diversas creencias y prácticas religiosas en particular. Más aún, su
enseñanza está mutilada y es creadora de desigualdad cuando sostiene que no tiene que
ocuparse de la situación social ni de la historia de la vida de los alumnos.
El conocimiento del hecho religioso es indispensable. Primero porque la historia de las
religiones nos ayuda a comprender nuestra historia y el presente. Pero se plantea entonces
la pregunta: ¿debe la escuela enseñar que hay un más allá de lo social y de lo político que
ha asumido en los siglos sucesivos y en los diversos continentes figuras particulares, aquí
Dios, en otro momento el universo, o también la naturaleza, en otra par te la razón o la
revolución, o incluso el Hombre y el derecho natural, de origen religioso pero de donde han
salido las declaraciones de los derechos del hombre, del siglo xviii al siglo xx, o debe dar a
conocer los hechos religiosos sin interpretarlos?
Actualmente, se trata ante todo de reconocer que la mayor parte de las sociedades
descansan sobre principios no sociales, sobre valores definidos y respetados situados por
encima de las leyes y las decisiones políticas. Se encuentra a menudo su huella en las
Constituciones o en los textos considerados fundadores, como es el caso de Gran Bretaña,
Estados Unidos y Francia. Se asiste al renacimiento del pensamiento moral, a la afirmación
de derechos humanos fundamentales que, como han sostenido los teóricos del derecho
natural, deben ser defendidos por todos los medios, incluida la negativa a obedecer a las
autoridades políticas culpables de no respetar esos derechos. Esta formulación indica con
claridad los principios de resistencia a la sacralización de lo político. Pero es todavía más
importante por las consecuencias que de ella se pueden sacar en una situación mundial muy
marcada por el ascenso de movimientos a la vez religiosos y políticos que no se podrían
reducir ni al terrorismo ni a un fenómeno puramente espiritual.
Todo esto nos acerca al tema central de este capítulo, a saber, que un gran número de vías
de modernización actuales asocian componentes religiosos con formas a menudo antiguas
de organización social y de vida cultural. Es así como son llevados hacia la modernidad, a
menudo de forma activa, individuos y grupos en los que se mezclan, se unen o se
contradicen conductas religiosas y otras que no lo son. Sería pues arbitrario, y sin duda
falso, declarar incompatibles la modernidad a la que se refiere la escuela y una determinada
herencia cultural que no se considerara a sí mismo antimoderna. La búsqueda de la
continuidad es tan frecuente como la de la ruptura.
La inquietud de aquellos que no están satisfechos con el «modelo re publicano» francés es
porque éste rechaza a cierto número de individuos hacia otras culturas que, esta vez, se
oponen frontalmente a la modernidad. La apertura, por el contrario, debe ayudar al grupo
nacional (religioso o ideológico) mayoritario a tomar una conciencia más crítica de sí
mismo, mientras que el espíritu «republicano», sobre todo cuando se mantiene a la
defensiva, tiende a defender en bloque una cultura y una civilización olvidando su
heterogeneidad y la presencia en ellas de elementos culturales extraños a la modernidad,
incluso en contradicción con ella.
Sin duda no es fácil trazar la frontera entre lo que se opone a la modernidad en las culturas
y las sociedades minoritarias y lo que debe ser criticado (o, al contrario, aceptado) en la
cultura mayoritaria. Pero es esta complejidad la que puede dar a la escuela su valor
educativo, y sobre todo agudizar su capacidad para hacer avanzar al mayor número posible
hacia ese núcleo de la modernidad, sin por ello obligar a seguir la vía tomada por la cultura
mayoritaria, que, ya lo he dicho y repetido, no debe ría identificarse con la modernidad.
Establecer una frontera cerrada entre la vida pública y la vida priva da equivale, por otra
parte, a atentar contra la acción y el pensamiento religioso —pero también político—,
puesto que todas las religiones tienen actividades y visibilidad públicas. El laicismo no
consiste, pues, en reforzar constantemente la separación del mundo privado y el mundo
público, puesto que ese corte llevaría a la escuela pública a mantenerse cada vez más, como
ya sucede con frecuencia, al margen de las innovaciones y los debates que se desarrollan,
sobre todo en la juventud.
Si la idea de laicismo debe evolucionar, en otras palabras, si la escuela pública debe
conceder una importancia cada vez mayor a la comunicación intercultural, al mismo tiempo
que debe reforzar los principios de la modernidad, no es para dejarse piratear por
asociaciones religiosas tan a menudo asociadas a partidos políticos, étnicos o religiosos,
sino, al contrario, para facilitar el acceso de todos, y por tanto de todas las minorías, a la
modernidad haciendo posible la combinación de ésta con experiencias individuales y
colectivas que mezclan en su recorridos culturas históricamente situadas y principios
universales.
Hay que defender decididamente a la ciudadanía contra el comunitarismo. Queda escoger
entre una ciudadanía estrecha que rechaza el pluralismo cultural y otra, más abierta, que
trata de hacer compatible la unidad de la modernidad con la diversidad de las historias
culturales. Y, por supuesto, yo invito a elegir la concepción abierta.
LA COMUNICACIÓN INTERCULTURAl.
Cuanto más se mezclan las poblaciones en un mundo que se vuelve nómada, más
numerosos son los encuentros susceptibles de desembocar en la absorción de un conjunto
por otro, o en la guerra entre ellos, pero también en la comunicación intercultural. Ahora
bien, ésta no es facilita da tanto por la participación de todos en una civilización
ampliamente mundializada cuanto por la aceptación común de la modernidad y sus
principios fundamentales.
Lo que no se debe olvidar nunca es que un encuentro entre sociedades y culturas implica
siempre una asimetría de poder: una es la de la mayoría, otra es la de la minoría; de un lado,
ei colonizador; del otro, el colonizado. Esta relación de poder es siempre reconocida por el
domina do; debe serlo también por el dominador, que tomará así distancia con relación al
orden establecido (que le es favorable). El encuentro supone incluso que el dominador
reconozca la superioridad del dominado en ciertos ámbitos, que están a menudo en el
centro de su identidad cultural: conocimiento de determinados textos sagrados o de
determinada tradición literaria o musical.
Pero estos comentarios no deben ocultar la intención profunda de los discursos sobre la
comunicación intercultural e incluso sobre el multiculturalismo: el rechazo del monopolio
de la cultura por parte de los países occidentales más modernistas. Rechazo que sigue
siendo dominador en tanto se describa a las demás culturas en términos de exotismo, de
especificidad o inspiradas por pasiones consideradas inferiores por las culturas superiores,
pero que se convierte en una fuerza benéfica, e incluso salvadora, cuando sustituye al
espíritu beligerante, que opone el más fuerte al más débil.
Es en los países más fuertemente identificados con lo universal, con la razón y la buena
gestión donde esta aspiración a la comunicación intercultural se deja sentir con más
dificultad. Ernst Curtius ha mostrado de manera brillante que si Francia, en el siglo XIX,
defendió la idea de civilización contra Alemania (que separaba el Volk de la cultura
entendida como el acceso a los valores y al conocimiento superiores) es porque se
consideraba un todo enteramente penetrado por lo universal, mientras que los alemanes,
cuya integración nacional era reciente y débil, experimentaban todavía la gran distancia que
separaba los valores superiores de la cultura y su experiencia colectiva. Esta conciencia de
los franceses de ser portadores de lo universal, aún más intensa que la que animaba a los
ingleses, sin embargo más poderosos, se explica a la vez por la tradición católica y por la
ruptura revolucionaria.
Sea como fuere, el radicalismo del pensamiento y de la acción en Francia se ajustaba mal a
una visión pragmática o puramente utilitaria. De ahí esa conciencia de sí que hace tan
difícil la percepción de los otros. Ahora bien, al final del siglo xx, ningún país europeo
puede ya pretender encarnar lo universal. Es, por otra parte, en Estados Unidos donde
actualmente se desarrolla ese sentimiento, que se apoya en la dominación indiscutible de
ese país en el orden de las ciencias y en el de la potencia militar o las innovaciones
técnicas.
Por eso, la riqueza de los trabajos antropológicos desarrollados en Estados Unidos no
impide que ese país le parezca al resto del mundo in capaz de comprender a los otros y
convencido de la superioridad intrínseca de todos los aspectos de su civilización.
En pocas palabras, la que fue en el siglo XIX la ilusión de los franceses y los ingleses es
actualmente la de los estadounidenses. Cierto es que los imperios o los Estados más vastos,
y también aquellos que están volcados en la búsqueda de equilibrios internos más que hacia
el encuentro de las demás civilizaciones, son ms peor preparados para desarrollar esa
comunicación intercultural cuya necesidad niegan incluso en ocasiones. A la inversa, los
países pequeños, situados en la encrucijada de los flujos económicos y culturales, sienten a
menudo la necesidad de comprender a los que les rodean y, en consecuencia, están mejor
predispuestos al re conocimiento del otro.
La comunicación no se establece entre culturas, sino entre conjuntos históricos que deben
ser definidos, por una parte, por su relación con la modernidad y, por otra, por la
especificidad de su vía de modernización. Esto no significa negar el interés de una
comparación filosófica y teológica entre cristianismo e islam, sino recordar que nosotros,
seres humanos concretos, colocados en situaciones sociales y coyunturas históricas bien
definidas, no encontramos solamente a nuestro alrededor culturas y mensajes religiosos,
sino también experiencias de vida y proyectos de cambio, individuales o colectivos. Por eso
la comprensión del otro sólo es posible si la definición global de cada uno se sustituye por
la articulación de su situación respecto de la modernidad con la naturaleza de la
modernización que persigue.
Es dentro del primer punto de vista, la relación con la modernidad, donde se inscribe la
necesidad del conocimiento y del uso de tecnologías complejas; pero es dentro de los
puntos de vista que determinan los modos de desarrollo donde hay que situar el análisis de
las relaciones de dominación. Es, más ampliamente todavía, dentro del tema de las
transformaciones de los modos de desarrollo, y por tanto de modernización, donde se puede
inscribir el conocimiento de las formas de descomposición del modelo europeo clásico de
modernización, los efectos de esta descomposición y las posibilidades de reconstrucción de
otras figuras de modernización a través del paso a la sociedad de la información y, más
ampliamente, a lo que he denominado la sociedad postsocial.
La comunicación intercultural no es, pues, sólo un esfuerzo de comprensión mutua: se trata
de un acto de conocimiento que trata de situar al otro y a mí mismo en conjuntos históricos
y en la definición de los procesos de cambio y de relaciones con el poder. En suma, lo que
aquí se propone consiste, por tanto, en definir las relaciones entre actores por el lugar
relativo que ocupan en el conjunto complejo de dimensiones que he resumido aquí como
cruce de la modernidad y las modernizaciones. La comunicación intercultural es el diálogo
entre individuos y colectividades que disponen a la vez de los mismos principios y de
experiencias históricas diferentes para situarse unos con respecto a los otros.
A este análisis le falta todavía una dimensión. Sólo podemos comprendernos y respetarnos
si los temas de la modernidad y la modernización que nos dominan entran en movimiento y
se transforman, pero en la conciencia de una historia que nos es común. Con frecuencia nos
sentimos dominados por fuerzas oscuras; actualmente, sabemos mejor que somos nosotros
quienes amenazamos nuestra propia supervivencia, la de nuestros descendientes, la de
muchas especies vegetales y animales y la de las condiciones climáticas que permiten
nuestra existencia. Por supuesto, no se trata de sustituir la seguridad que nos daban los
dioses protectores por la angustia de la autodestrucción, sino de sacar de la globalización y
de la interdependencia creciente de todos los elementos de la vida terrestre la conciencia de
nuestra responsabilidad. Es pues igual mente nuestra capacidad de crear, transformar y
destruir nuestra vida y nuestro entorno lo que nos obliga a volver nuestra mirada, fija tanto
tiempo en la naturaleza y en los instrumentos que nos han permitido con quistarla, hacia
nosotros mismos. Esta conciencia de nosotros no podría ser sino la conciencia de nuestra
existencia común, de nuestra interdependencia, y por tanto de la necesidad de reconocer en
el otro no sólo a aquel que está en relación con la misma modernidad que yo, sino a aquel
cuya historia no está separada por completo de mi propia historia.
No todos somos ciudadanos del mismo mundo, pues éste no es una unidad institucional y
política que defina los derechos y deberes de cada cual. En cambio, todos tenemos derechos
culturales, que proceden fundamentalmente de nuestra relación con nosotros mismos y con
los otros.
Capítulo 3
UNA SOCIEDAD DE MUJERES UN CAMBIO DE SITUACIÓN
La sociedad moderna, en Occidente, ha sido creada por un sujeto que en adelante está
dentro de cada individuo y que, por tanto, ha deja do el mundo divino. Pero el sujeto, como
todos los grandes recursos en este tipo de sociedad, está concentrado en la élite dirigente y
encarnado en primer lugar por hombres. La «sociedad de hombres» produce a la vez mucha
energía y provoca tensiones que han alcanzado el punto de ruptura. El polo dominante fue
el de la conquista, la producción y la guerra, el de los hombres, mientras que el femenino
era la figura principal de la inferioridad y la dependencia.
La mujer, ausente del polo dirigente, participaba tanto como el hombre en el sujeto, pero en
situación de dominación sufrida. Sin duda no hay más que un solo sujeto, pero está
desigualmente presente en cada uno de los dos polos, el femenino y el masculino. El sujeto
creador está también presente en la mujer procreadora, lo mismo que el sujeto encarnado en
el cuerpo amoroso de la mujer está también presente en el poder brutal del hombre. El
sujeto definido como transformación del individuo social- mente determinado como
creador de sí mismo está tan presente en el hombre como en la mujer, pero de manera
diferente. Existen también fuerzas de negación del sujeto por ambos lados, la ruptura con la
«vida» por parte del hombre, la sumisión a las reglas biológicas de esta vida, en el caso de
la mujer. La sociedad moderna en la que el hombre domina a la mujer no reduce sin
embargo a ésta a la sumisión; ella es también la madre, el cuerpo, el amor. Es lo que
permite a la mujer, cuando el modelo occidental de la modernización se descompone,
cuando sus resortes se aflojan, ocupar eventualmente una posición dominante en un tipo
nuevo de sociedad en la que el hombre, perdiendo su poder, no será reducido a una
dependencia análoga a la que fue la de la mujer en la sociedad masculina.
Las fórmulas neutras que acabo de emplear parecerían insuficientes a muchas mujeres de
hoy; ellas querrían condenar más violentamente la idea (todavía formulada) de que las
mujeres no tienen alma, no son sujetos. Esta idea, en efecto, no acaba de desaparecer,
aunque se revista con un discurso más elegante, que alaba la belleza de las mujeres sobre
entendiendo que la belleza corresponde a las mujeres como el espíritu y la con ciencia a los
hombres; como lo demostraría el hecho de que casi todas las obras del espíritu y del arte
han sido realizadas por hombres... Un discurso todavía más elaborado concluye también
que hay que hablar de las mujeres en términos «objetivos», en términos de la dominación
sufrida. Decir que las mujeres no son más que las víctimas de la dominación masculina y
heterosexual, ¿no equivale a decir que no tienen conciencia y que son incapaces de elevarse
por encima de reacciones emocionales globales? La ventaja de las fórmulas simples es que
dejan percibir el antifeminismo que las anima. Pues existen maneras de combatir la
dominación masculina que rebosan de antifeminismo.
La sabiduría es reconocer las diferencias profundas que distinguen la cultura
contemporánea de la que responde a un pasado ya lejano. El sujeto, entonces, no estaba
directamente orientado hacia sí mismo y hacia la afirmación consciente de sí, y no lo ha
estado hasta tiempos recientes. Por un lado, no se alcanzaba más que a través de su
proyección en un mundo suprahumano: el de lo sagrado y lo divino; por el otro, se defendía
mediante la sublevación, la rebelión, más fácilmente que por una toma de conciencia
compleja. Esa diferencia es importante, pero no basta para establecer una diferencia
marcada entre hombres y mujeres. Además, la ideología en que se sitúa esta cultura del
pasado es la de una oposición fuertemente jerarquizada entre hombres y mujeres.
Es la inversión del modelo clásico de la modernidad, tan fuertemente polarizado, el que
vivimos. Las categorías dominadas (el pueblo, los trabajadores, los colonizados, las
mujeres) se han transformado en movimientos sociales, que han cortado el lazo de
dependencia que hacía de ellas las esclavas de un amo. Al final del período de los grandes
conflictos animados por esos movimientos sociales, la modernización, tal como la ha
conocido Occidente, como ruptura completa con los mundos antiguos, ha perdido su
energía, se ha disuelto en el universo del consumo y el placer, que no es ya capaz de
engendrar ideas creadoras y tampoco de suscitar nuevos conflictos. Los otros caminos de
modernización, debido a que siempre han conservado la idea de que lo nuevo no se hace
sólo con lo nuevo, sino también con lo viejo, pueden escapar a este agotamiento que afecta
sobre todo a Occidente por haber impulsado hasta el extremo la acumulación, la
polarización, el enfrentamiento de los extremos opuestos.
El único modelo cultural susceptible de dar una vida nueva a un Occidente ahora extendido
por gran parte del globo es el que opone a la polarización de un tipo de modernización, hoy
en declive, el movimiento in verso, el de la recomposición y la recombinación de elementos
que habían sido separados para que uno dominase al otro. Modelo que propone también la
idea de que lo nuevo sea creado y gestionado por aquellas que habían sido la figura
principal de la dependencia y que se proponen ahora superar la oposición hombres/mujeres
más que sustituir la dominación masculina por la dominación femenina.
Esta inversión sería imposible si la situación de la mujer en el modelo clásico de la
modernidad, dominada por el hombre, hubiera podido ser definida en términos enteramente
negativos de dependencia o de violencia sufrida. Ahora bien, es así como es más
frecuentemente definida, sobre todo por las críticas extremas que consideran tan completa
la dominación masculina que no podría haber ahí lugar para la resistencia, y aún menos
para la contraofensiva. Es necesario, pues, antes de precisar cómo las mujeres pueden
convertirse en los agentes principales de creación de una nueva cultura, examinar de
manera crítica esta definición puramente negativa de la condición femenina.
La imagen más extendida es que la dependencia impuesta por el modelo cultural antiguo,
cuando se debilita, por el hecho mismo de la transformación general de una sociedad más
«activa» y menos inclinada a describirse en términos absolutos, se transforma en una
dependencia todavía peor que la antigua, aunque aparentemente implique elementos de libe
ración. Al transformarse el conjunto de la sociedad en un conjunto de mercados, de bienes
intercambiables, y al buscar ante todo los actores sociales su provecho económico o su
placer, las mujeres encuentran en ese mundo mercantil una liberación de las coacciones del
modelo antiguo, pero sufren también una presión más fuerte, que las transforma en objetos
sexuales susceptibles de ser compradas, vendidas o cambiadas. Esta nueva dependencia
hace difícil (e incluso imposible) la transformación de las mujeres en actores principales de
la construcción de un nuevo modelo cultural. Sin embargo, la economía de mercado se
acompaña a me nudo de la construcción de un espacio a la vez privado y abierto, al mismo
tiempo que las mujeres acceden, por el trabajo asalariado, a una autonomía real económica
y general.
Paralelamente, la inferioridad social de las mujeres se ve atenuada (o desaparece) con más
rapidez en algunos países, como Gran Bretaña o los países escandinavos, más despacio en
los países latinos y en la propia Francia, donde las mujeres han recibido el derecho de voto
un siglo después que los hombres. El movimiento feminista adquiere entonces una fuerza
creciente e impone reformas importantes, de manera que se puede adoptar una visión
equilibrada de la situación de las mujeres, que están todavía sometidas a la desigualdad,
pero han conquistado los derechos y los medios de manejar libremente muchos aspectos de
su vida, y en particular el uso de su cuerpo. La conjunción del feminismo y las ventajas
derivadas de la economía de mercado inicia una transformación moderada mente positiva
de la condición femenina, lo bastante positiva no obstante para que las mujeres, conscientes
de esas mejoras, no traten de asumir un papel de transformación cultural fundamental.
Como ya he señalado mi intención de explicar por qué desempeñan ese papel, debo ahora
justificar esta hipótesis, y sobre todo identificar los obstáculos a los que se enfrentan,
obstáculos que las pueden conducir a conductas de ruptura.
La hipótesis general de este libro es el paso de una sociedad que se percibía y actuaba en
términos socioeconómicos a un tipo societal que he denominado postsocial, porque todas
las categorías que organizan nuestra representación y nuestra acción no son ya propiamente
sociales sino culturales. La razón de ello es que nuestra experiencia no sólo se ha visto
conmocionada por la sociedad de masas en el orden de la producción, sino también en el
del consumo y la comunicación. Nada ni nadie escapa al conjunto de técnicas y
conocimientos que se han acumulado, y respondemos a ello preocupándonos de todos los
aspectos de nuestra vida, a fin de defender nuestra unidad singular, cuerpo y espíritu. Tanto
nuestra relación con la autoridad como las formas de nuestra imaginación, tanto nuestra
experiencia sexual como nuestros gustos musicales, cambian. Ahora bien, la idea general
del paso de una cultura vuelta hacia el exterior a otra, vuelta hacia el interior y hacia la
conciencia de sí, lleva di rectamente a la idea de una cultura definida y vívida más
intensamente por las mujeres que por los hombres. Los ritmos y las coacciones de la vida
biológica, y sobre todo la de los órganos de reproducción, que han podido ser considerados
obstáculos al papel de las mujeres en la vida pública, se vuelven ahora en beneficio suyo,
primero gracias a las técnicas médicas, pero sobre todo porque los lazos entre sí mismo y sí
mismo parecen más fuertes en la mujer que en el hombre, sin que esta diferencia autorice a
trazar una barrera infranqueable entre los dos sexos.
La vida sexual no ocupa un lugar más importante en las mujeres que en los hombres, pero
la preocupación por los lazos entre sexualidad y personalidad es mayor en las mujeres
porque los hombres, nacidos en el antiguo modelo cultural en decadencia, están más
fuertemente situados por sus papeles públicos y en particular profesionales. Sobre todo, la
relación con los niños, incluso en las familias en que el padre se ocupa activamente de
ellos, es siempre más intensa para la mujer que para el hombre. Aunque algunas mujeres
prefirieran evitar el embarazo, otras, más numerosas, consideran inestimable esta
experiencia única de gestación de un nuevo ser vivo, que les da también la conciencia de su
papel en la reproducción de la especie.
La relación con el cuerpo ocupa un lugar tan central en la sociedad de hoy como el trabajo
en la sociedad industrial o el estatuto político de libertad o esclavitud en las sociedades
políticas. La sexualidad está presente en cada uno de los aspectos de la personalidad y
participa mucho en la construcción de nosotros mismos por nosotros mismos.
Pero para comprender el movimiento feminista, ¿no es mejor resituar la acción de las
mujeres en el conjunto más amplio de las luchas por la igualdad y el respeto a los derechos
políticos y sociales? Muchas mujeres explican que si luchan es para que sea abolido todo
tipo de discriminación y de injusticia. Quieren establecer una igualdad completa entre
hombres y mujeres, y por tanto suprimir toda referencia al género en el ámbito del empleo
y los salarios. Pero otras quieren, ante todo, hacer reconocer sus diferencias con respecto a
los hombres al mismo tiempo que su igualdad con dios. Este constante debate suscita
luchas ardientes. Las mujeres que insisten ante todo en la igualdad lo hacen porque, dicen,
toda alusión a una diferencia reintroduce una desigualdad y, más grave todavía, lleva a
definir a la mujer refiriéndola al hombre. Pero ese reproche está mal fundamentado, pues el
rechazo de toda diferencia de género remite no a un modelo masculino, sino a un Hombre
universal, definido por derechos y no por atributos particulares. Ahora bien, es justamente
esa formulación la que suscita la crítica más radical. ¿Quién es ese Hombre? El texto de
1789 nos dice que es aquel que goza de los derechos del ciudadano, por tanto de derechos
políticos; pero medio siglo después de su redacción surgieron nuevas reivindicaciones
fundadas en los derechos sociales, formulados ante todo por los asalariados, comenzando
por el derecho al trabajo, que fue el gran objetivo para todos aquellos que componían el
movimiento obrero. Luego vinieron las luchas por los derechos culturales, el derecho a
hablar la propia lengua, a participar en la defensa de una memoria colectiva. ¿Cómo no
extender estas reivindicaciones culturales hasta el derecho de afirmar su «género», su
identidad sexual? Un hombre «sin cualidades», sin situación social y cultural, está pensado
tan lejos de toda situación real que la afirmación de sus derechos viene a ser una
declaración vacía de sentido y no correspondería a ningún objetivo preciso.
Pero ese razonamiento, que reduce las luchas de las mujeres a temas generales, desagrada
tanto al conjunto de las mujeres como a muchos hombres. Así como, en el vasto dominio
del trabajo y del empleo, la con signa de la igualdad llevada hasta la eliminación de toda
referencia al género tiene gran fuerza de convicción y ha contribuido, en efecto, a reducir el
número de empleos catalogados como masculinos o femeninos, en el dominio de la
sexualidad, de la reproducción, no existen las soluciones neutras, pues es precisamente en
ese dominio donde enraíza la dominación masculina (que ha podido ser definida por el
control de la reproducción, estando la mujer ante todo como reproductora, y por tanto do
minada por el poder masculino). De ahíla reivindicación más fuerte del feminismo, la que
reivindica para las mujeres el derecho a decidir libre mente si tener o no tener un hijo: «Un
hijo si quiero y cuando quiera». Es una fórmula extrema, pero cuya eficacia procede
justamente de que las mujeres invierten así la relación tradicional con el hombre que le
«hacía» o a quien ella «daba» un hijo. Se llega así a la hipótesis que resume este análisis: es
en el orden de la sexualidad donde se sitúan la afirmación y la voluntad de creación de las
mujeres. En otras palabras, es reivindicando una sexualidad independiente de las funciones
de reproducción y maternidad como las mujeres se constituyen verdaderamente en
movimiento social y avanzan más lejos, más lejos que en la lucha por la igualdad y contra
la discriminación.
IGUALDAD Y DIFERENCIA
Pero tampoco se trata del derecho a la diferencia. La dominación masculina es atacada a la
vez por la libertad de decidir tener o no tener un hijo y por la reivindicación de la
sexualidad como elemento central de la construcción de la personalidad femenina. Esta
construcción se apoya menos en la desconfianza respecto de los hombres, tan frecuente en
Estados Unidos, que en la voluntad de construcción de sí.
Es imposible evitar aquí el debate sobre la igualdad de las mujeres y sus diferencias,
lanzado por las feministas, y que se ha vuelto tan clásico como el debate entre liberales y
comunitarios.
Ilustres antropólogos como Louis Dumont y Clifford Geertz han considerado que la
combinación de la igualdad y la diferencia era tan imposible de resolver como la cuadratura
del círculo. Juicio que puede parecer sensato, y que, sin embargo, es inaceptable. Los
objetos diferentes son fácilmente jerarquizados, sea en nombre de su precio, de su
capacidad de duración, o del número de quienes compran uno u otro; pero no es de la
diferencia de lo que aquí se trata, sino de atributos económicos o psicosociológicos. Es
difícil establecer una jerarquía entre el verde y el azul, el té y el café, Churchill y
Clemenceau.
Al contrario, es lógico buscar detrás de una diferencia sensible, fácil mente reconocible, no
sólo otras diferencias, sino, sobre todo, configuraciones diferentes.
Admitiremos sin dificultad el hecho de la dominación tradicional de los hombres sobre las
mujeres. Ahora bien, esta dominación no se explica por las características respectivas de
unos y otras, sino por un patrón cultural que otorga un papel central a los hombres
conquistadores y cazadores. No es la producción lo que prevalece sobre la reproducción; no
es siquiera el control del intercambio de las mujeres por los hombres. De lo que se trata
aquí, en mi opinión, es de una visión de la sociedad dominada, bajo formas diversas, por
una élite dominadora de los recursos y encargada de transformarla, a la sociedad y a su
entorno, élite a la que las demás categorías, como las mujeres, están subordinadas.
No se trata, pues, de una diferencia que, en sí misma, es jerárquica mente neutra, sino, al
contrario, de hacer aparecer conjuntos societales y culturales que construyen relaciones
jerarquizadas de desigualdad. Y, precisamente, yo trato en este capítulo de mostrar el
vuelco del modelo cultural por el que las mujeres acceden al papel central, lo que no
significa que las mujeres se hayan vuelto, profesional o intelectualmente, superiores a los
hombres, sino que ocupan un lugar más central en la nueva cultura. En resumen, el análisis
que aquí hay que realizar no debe plantearse en términos psicológicos.
Dicho de otra manera: en lugar de tomar la medida de las diferencias y del nivel relativo de
los actores, hay que identificar el conjunto en el que intervienen y la importancia de la
posición que ocupan. Lo que esclarecerá las razones por las que las mujeres, actualmente,
se consideran superiores a los hombres y lo son.
SEXUALIDAD Y GENERO
¿Qué se debe entender por sexualidad? Ciertamente, no sólo la libido, el deseo. Aquí basta
la palabra sexo. La sexualidad es la construcción de la personalidad a través de las
relaciones afectivas sexuadas y diversas formas de placer erótico. Para esclarecer esta
definición hay que distinguir sexo y género (gender), distinción que ha jugado un papel tan
capi tal en el desarrollo del pensamiento feminista, sobre todo en Estados Unidos. El
género, dicen los comentadores, es una construcción social de la vida sexual. Definición
casi desprovista de interés, puesto que en una cultura casi todo está construido, se trate de la
alimentación, de los sistemas de parentesco o de la definición de lo sagrado. La idea de
género se hizo fecunda después de haber sido enriquecida por una especie de pos-marxismo
consistente en introducir la idea de imposición de una dominación, la creación de un ser
dominado por el poder masculino. Por eso las feministas más relevantes, Judith Butler a la
cabeza, han denunciado la idea de gender y han tratado de rehabilitar todas las formas
minoritarias (queer) de vida sexual. Al hacerlo, han llegado de este modo a transformar
profundamente el pensamiento feminista. La noción de género está hecha para ser
destruida, para ser deconstruida, dicen, puesto que las categorías que se emplean para
describir a las mujeres son otros tantos instrumentos de imposición sobre esas mujeres del
monopolio de la relación heterosexual, cuya eminencia conserva la posición central que
ocupan los hombres en la función social de reproducción y filiación.
Este pensamiento feminista, impulsado sobre todo por las lesbianas radicales de Estados
Unidos, que están ahora entre los intelectuales más influyentes de su país, pero también
fuera de él, ha tenido muchos efectos positivos. El principal aspecto es ir más allá de las
denuncias de la condición social de la mujer. No se trata, evidentemente, de desinteresarse
de las in justicias, las violencias, las desigualdades sufridas por las mujeres. Pero hay que ir
más lejos y criticar las categorías que fundamentan las prácticas. Mu chas mujeres no son
sólo víctimas, no se contentan con denunciar lo que sufren; atacan también las estructuras
sociales que apoyan su dependencia.
En cuanto a mí, quiero impulsar la reflexión en otra dirección. Son las mujeres las que
hacen pasar a nuestra sociedad de una visión conquista dora del mundo a una visión de sí
creadora de nuevas orientaciones libres, lo que corresponde al gran cambio que ha
conducido a la evolución del modelo cultural europeo clásico hacia la situación que
describo en este libro.
La pareja sexo-género, construida y luego deconstruida por las feministas radicales, debe
ser apartada de nuestra reflexión y reemplazada por la pareja sexo-sexualidad, si por
sexualidad entendemos no una fuerza que nos atraviesa (como el Eros de los griegos con su
flecha), sino la construcción de una relación con uno mismo como ser de deseo, ser de
relaciones y conciencia de sí, como actor de la integración de sí mismo y del mundo.
La sexualidad ocupa un lugar central en la formación del sujeto por que remite a una
experiencia individual, al compromiso de la personalidad alrededor de esa experiencia, que
es a la vez una vivencia personal, una relación con el otro y, más profundamente, una
conciencia de su vuelta hacia la relación con la vida y la muerte. Lo que aquí se dice tiene
una consecuencia que hay que mencionar enseguida. La sexualidad es la construcción de
las conductas de sexo. Por lo tanto, es necesario reconocer la existencia de conductas
sexuales que no contribuyen a la construcción de una sexualidad compleja, pero
testimonian no obstante una autonomía del sexo, que es lo único que hace posible la
construcción de la sexualidad. Este elemento sexual separado de la sexualidad como
construcción cultural es lo que llamamos erotismo. Su ambigüedad y su importancia
proceden de que es, por encima de todo, sexo, pero ilumina también una relación con uno
mismo y con los otros. Si está enteramente separado de todo lo que es la sexualidad, se
degrada en pornografía. Pero se debe comprender que nuestra cultura sexual no podría estar
constituida sólo por modelos sociales o culturales. Y el erotismo es una condición de la
sexua lidad porque se refiere precisamente a lo que debe ser construido.
Llegados a este punto, encontramos la cuestión, muy debatida, de la presencia de
programas llamados eróticos o pornográficos en la televisión. Es justo inquietarse por ello,
porque la televisión tiene como objetivo principal producir objetos de televisión; en otras
palabras, transformar seres reales y diversos en objetos construidos por y para la televisión.
Lo que es tanto más fácil cuanto más vacíos de realidades relacionales, afectivas o
intelectuales estén los personajes considerados. Es así como la televisión, tan hábil para
descontextualizar, se acomoda muy fácilmente a la pornografía, porque tiene dificultad para
poner de manifiesto la dimensión erótica de la sexualidad y es completamente torpe cuando
se trata de analizar las sexualidades más construidas, como las que se encuentran por
ejemplo en las obras de arte, literarias o pictóricas.
¿Cómo no decir aquí nada de la prostitución, habida cuenta de que ésta es objeto de debates
sin fin y condenas repetidas? Es sin duda nece la sexualidad de las mujeres se remiten a su
capacidad de combinar diversos roles, por diferentes que sean unos de otros, lo que subraya
la vocación central de las mujeres en la sociedad nueva: hacer compatibles conductas o
actitudes que están separadas e incluso se oponen en la modernidad. De los hombres se
espera mucho menos, y se imagina con cierto escepticismo los esfuerzos que despliegan
para integrar vida pública y vida privada, cálculos y emociones, etc. No se trata aquí en
absoluto de oponer las psicologías masculina y femenina (nada más ajeno a mi pro pósito),
sino de definir dos culturas, una construida en torno a la polarización de los recursos y otra
centrada en un esfuerzo de recomposición del conjunto de los cambios culturales. El primer
modelo cultural da forma a la oposición entre un hombre considerado superior y una mujer
considerada inferior, mientras que el segundo supone que la acción de las mujeres llegará a
reconstituir una cultura plural en beneficio de todos.
Existe una convergencia evidente entre esta evocación del nuevo papel creador de las
mujeres y el deseo de las feministas radícales de terminar con toda imagen «ideal» de la
mujer, deseo que refleja algo que el feminismo afirma desde hace tiempo, a saber, que todo
lo que define a la mujer proviene de una dominación. En efecto, no es posible pensar esta
nueva figura de la mujer más que si se renuncia a toda re presentación real de la «mujer
ideal». Vemos así cómo, por el contrario, las mujeres se desprenden de las definiciones que
se han dado de ellas y tratan de construir un sujeto-mujer con el que nunca se corresponden,
como tampoco los hombres reales se han correspondido con el ideal masculino de una
sociedad.
Lo más difícil de asumir claramente es la prioridad que ellas dan a la construcción de sí
mismas. Su relación con un hombre o con una mujer, como su relación con su profesión, e
incluso con sus hijos, no pueden combinarse en nombre de un principio superior colocado
por encima de sus actividades sociales. El único principio de acción posible es la búsqueda
de la mayor capacidad de producción de sí mismas, lo que significa que se dará preferencia
a las relaciones que son más exigentes y dejan por tanto menos lugar a las demás. Lo
importante aquí es no razonar sobre categorías morales, sino sobre el significado que cada
conducta tienen para cada actor.
La oposición entre lo que se ha convenido en considerar como dos ti pos de feminismo
puede ser presentada de muchas maneras. Pero lo que otorga a esta oposición toda su
importancia debe ser formulado con claridad. Para el primero, se trata, más allá incluso de
la lucha por la igualdad, de afirmar una diferencia: hay dos sexos, como dice vigorosamente
Antoínette Fouque. La mujer debe ser definida por relación a ella misma, y no por
referencia a sus papeles sociales y a sus relaciones con el hombre. Lo que se dice en este
libro, y en particular en este capítulo, se inscribe bastante claramente en esta perspectiva,
como atestiguan las ex presiones que yo de forma natural utilizo: cultura masculina, cultura
fe menina, liberación de la mujer, etc.
La segunda tendencia del feminismo es más radical. Como ya he in dicado, ataca la propia
categoría de «mujer». Considera, con las feministas queer, que hay que liberar a las mujeres
del modelo heterosexual que las domina y las instala en un papel subordinado. Hay que
terminar con la oposición de hombre y mujer, y para esto romper la categoría «mujeres»
que ha sido construida a partir de la dominación masculina en una relación heterosexual
normativamente impuesta. Esta postura radical suscita reacciones hostiles, pues es difícil
negar la dualidad hombre-mujer. No sólo se percibe de inmediato en la relación
heterosexual, sino también en la experiencia transexual y no es atacada en la relación
homosexual. Pues no es exacto decir que en una pareja lesbiana una de ellas desempeña el
papel del hombre. El tipo «Butch» no se define como un tipo masculino. La expresión más
«desocializada» de las identidades masculina o femenina es la bisexualidad, pero se trata
con frecuencia de una relación con un hombre y una mujer claramente identificados más
que de una superación de la naturaleza del otro.
En realidad, nada permite afirmar que la mujer sea una categoría de finida por una serie de
atributos; sucede lo mismo con el hombre. Existe una gran diversidad de tipos masculinos y
femeninos, y la identificación del hombre con la autoridad no es sólo una construcción
cultural, sino que está lejos de corresponder siempre a la realidad. Si esta construcción
tiene, en efecto, una gran influencia, no se impone en absoluto a todos los miembros de una
sociedad, salvo cuando ésta es una comunidad muy integrada y aislada.
La conclusión hacía la que conduce este análisis es que un individuo no tiene
permanentemente las mismas conductas cognitivas, afectivas o sexuales, y que la mayor
parte de las relaciones heterosexuales u homo sexuales no pueden poner en comunicación y
en complementariedad más que una parte limitada de la vida psíquica de cada miembro de
la pareja. Sea como fuere, una gran distancia separa el tema queer de la fragmentación de la
personalidad, en particular en el dominio sexual, y el del sujeto, que pretende superar esta
fragmentación por la fuerza de la relación al deseo del hombre y renuncia así a su propia
personalidad. Esta crítica es fácilmente admisible, y por otra parte muy ampliamente
compartida por las mujeres de hoy. Pero la condena de la seducción nos deja en un vacío
difícil de aceptar. Privadas de seducción, ¿en qué se con vierten las relaciones afectivas? La
respuesta más simple que viene a la mente es que mujeres y hombres deben seducirse de
forma mutua. Sin embargo, esta solución de reciprocidad es muy vaga y lo que se ha dicho
hasta aquí hace difícil aceptar esa formulación. Pero, si en lo sucesivo corresponde a las
mujeres recomponer las diferentes dimensiones de la experiencia, es a ellas a las que
corresponde también manejar y generar la relación de seducción, que sería así a la vez
recíproca y de dominante femenina. Y esto es probablemente lo que sucede. La imagen del
hombre seductor que hace ceder a las mujeres ante su deseo suscita reacciones negativas
cada vez más numerosas, aunque algunas mujeres puedan aspirar a ser conquistadas sin por
ello alienar su libertad. Es desde ahora más comúnmente aceptado que la seducción, aun
siendo ejercida por los dos miembros de la pareja, sea en lo esencial manejada por la mujer:
el cruce de seducciones funciona mejor cuando esto sucede. Lo que significa que la
construcción de la mujer por ella misma a través de su sexualidad ordena la construcción
simétrica del hombre. Decididamente, hemos entrado en un período de supremacía
femenina. Y el universo de la seducción contribuye precisamente a dar a las mujeres el
papel principal en la innovación cultural.
¡Qué lejos estamos de la mujer víctima! Lo que no quiere decir en ab soluto que el peso de
la desigualdad y la violencia no aplaste a gran número de mujeres, sino sólo que, más allá
de la injusticia y el sufrimiento padecidos, ellas son portadoras, en nombre del conjunto de
la población, de un nuevo modelo cultural. Expresión que debe entenderse en su sentido
más amplio y nos lleva, pues, a ampliar las reflexiones presentadas hasta ahora.
Las mujeres no pueden afirmar su existencia como sujetos más que negándose a definirse
únicamente por su relación heterosexual con el hombre y por las funciones sociales que esta
relación les lleva a desempeñar. Sin duda, esta «liberación» puede adoptar la forma de la
proclamación de una identidad femenina en sí, incluso de la superioridad de las mujeres
sobre los hombres. Pero esas afirmaciones son más débiles de lo que parece a primera vista.
Pues al jugar el juego de una «psicología fe menina» se vuelve a caer enseguida en
representaciones de la mujer que si no convienen a la dominación masculina es sólo porque
se puede pensar que han sido creadas por ella. Las mujeres que recorren ese camino en
apariencia fácil reivindican pronto la dulzura, el sentido de los demás, la sensibilidad, en
resumen, ¡todas las cualidades extrañas al hombre cazador, soldado y conquistador!
Muy diferente, incluso opuesto, es el movimiento que, en nombre de su libertad, invita a las
mujeres a rechazar, por la anulación de la relación de dominación que sufren por parte de
los hombres, todas las polarizaciones, cuya figura más general es la de masculino y
femenino, para re construir una experiencia humana que habría sido escindida en dos
mitades desiguales por el modo europeo de modernización.
Este esfuerzo general de deconstrucción es manifiesto en muchos sectores de la vida
cotidiana. Los ecologistas quieren así superar la oposición entre la modernidad económica
y los equilibrios que hacen posible la vida sobre la tierra; todas las formas de psicoterapia
proponen programas de restablecimiento del lazo del cuerpo y el espíritu, y el psicoanálisis,
desde hace mucho más tiempo, ha orientado su reflexión en esta dirección. Más
directamente todavía, vemos cada día cuestionada no sólo la dominación masculina, sino
sus efectos tanto indirectos como directos.
Todas esas tendencias, cuya lista se podría alargar, no combaten sólo formas de
dominación; se defienden también contra el pseudoindividualismo de una sociedad de
consumo en la que cada individuo es invitado a conducirse en función de sus características
personales, sociales, cultura les o genéricas. Ahora bien, la mujer juega aquí el papel más
importante, puesto que es a ella a quien la comercialización reduce más violentamente a
objeto de consumo sexual y, en menor medida, a indicador del estatus social. Las luchas en
las que las mujeres desempeñan un papel central no aspiran a reemplazar la dominación
masculina por una dominación fe menina, pero tampoco a hacer triunfar el espíritu de
consumo en ei que se disolverían todas las relaciones de dominación.
Las mujeres, aunque debilitadas por su situación de dependencia, son las actrices del
movimiento de reconstrucción de la experiencia porque es de ellas mismas, colectiva e
individualmente, de lo que se trata. Monique Wittig, criticando el pensamiento straight, se
pregunta sobre la posibilidad de cada mujer, más allá de una crítica social general, de
afirmarse como sujeto personal, y responde «que una nueva definición de la persona y del
sujeto para toda la humanidad no se puede encontrar más que más allá de las categorías de
sexo (mujeres y hombres) y que el advenimiento de sujetos individuales exige en primer
lugar la destrucción de las categorías de sexo, el cese de su utilización». Para ella, ya lo he
dicho, son las lesbianas las que más radicalmente destruyen la categoría «mujeres».
Afirmación imposible de demostrar o de invalidar, pero que da testimonio del notable papel
desempeñado por las lesbianas en el gran vuelco del pensamiento y la acción que aquí se
presenta. Desde Antoinette Fouque, cuyo pensamiento pareció un momento aislado, porque
estaba por delante de las feministas puramente críticas, hasta las queer norte americanas,
que habrían representado la mejor parte del feminismo en el paso del siglo xx al XXI, el
papel de las lesbianas ha sido pionero, probablemente porque se sitúan desde el principio al
margen de la obsesiva cuestión de la dependencia con respecto al hombre. Pero es de la
mayo ría de las mujeres de lo que aquí se trata, por tanto de las mujeres heterosexuales. Es
sobre todo para ellas para quien hay que poner en relación las tres dimensiones de la
sexualidad: la autonomía del sexo, la relación con el otro y el nacimiento de la conciencia
de sí como sujeto. Precisan do que es este último componente, cuya existencia depende en
gran medida de la presencia de los otros dos, el que constituye el significado más elevado
de la sexualidad.
A partís de ese punto central es más fácil percibir las transformaciones culturales que, en
todos los ámbitos, convergen para formar una cultura tan bien definida por el papel central
de las mujeres como lo había sido la cultura europea clásica por el papel central de los
hombres. Conclusión que hay que formular en toda su radicalidad: no avanzamos hacia una
sociedad de igualdad entre hombres y mujeres; tampoco hacia una sociedad andrógina;
hemos entrado ya en una cultura (y por tanto en una vida social) orientada (y por
consiguiente dominada) por las mujeres: ya hemos entrado en una sociedad de mujeres. A
esta afirmación responden enseguida objeciones y sarcasmos: ¿cómo se puede hablar de
dominación femenina cuando los hombres detentan todavía lo esencial del poder, de la
riqueza y de las armas, cuando los salarios femeninos son inferiores a los de los hombres y
en todas partes son visibles los signos de la autoridad masculina y de la sumisión de las
mujeres a la imagen que los hombres se forman de ellas?
Este recuerdo de realidades evidentes, y que nadie discute, no debilita en absoluto la
conclusión que aquí presento: sí, los hombres tienen el poder y el dinero, pero las mujeres
tienen ya el sentido (meaning) de las situaciones vividas y la capacidad de formularlas. Es
ya mucho más fácil hacer hablar a las mujeres de las mujeres que a los hombres de los
hombres; éstos están azorados por las imágenes que vehiculan los temas de la
masculinidad, de la virilidad. Muchos querrían acercarse a las mujeres, a veces incluso
feminizarse, y en las relaciones sexuales las imágenes de la penetración, de la posesión y la
fecundación se debilitan a medida que las mujeres reconocen mejor la localización de su
placer y, sobre todo, los hombres aprenden a sustituir la antigua postura de conquista por la
capacidad de volverse hacia sí como hacen las mujeres. El éxito de muchas de las técnicas
recomendadas por los psicólogos sexólogos deriva sobre todo de que terminan
progresivamente con todas las imágenes de la dominación masculina, tanto en la vida en
general como en las relaciones sexuales.
La debilidad principal de estos análisis radica en que dan la sensación de que se trata de
mujeres liberándose o liberadas, aceptando nuevas re presentaciones y nuevas prácticas, y
capaces de concebir y de realizar por sí mismas transformaciones que les otorgan un papel
innovador y más in dependiente, pero que no se enfrentan a la resistencia de otras mujeres.
Ahora bien, ha habido y sigue habiendo resistencias. Transformaciones tan profundas no
podrían realizarse sin enfrentarse a oposiciones, e incluso suscitar reacciones de rechazo.
Quiero señalar aquí dos, que corresponden a situaciones muy diferentes.
El primer contexto en el que las mujeres encuentran reacciones negativas es el de las
poblaciones de inmigrantes (como atestiguan todos los casos estudiados en Francia),
cuando se ejerce el fortísimo control social de la hermana por el hermano, vaya aquélla con
velo o no. Lo más sorprendente es que en esos barrios, las chicas de origen inmigrante no
estaban sometidas antes de 1990 a presiones tan fuertes. Chicos y chicas podían pasear
juntos por el barrio. Luego, muy rápidamente, los padres, y sobre todo los hermanos, han
ejercido un control cada vez más estrecho sobre las chicas. El grupo se ha encerrado
entonces sobre sí mismo, mientras que la gran mayoría de los matrimonios se conformaba
al antiguo orden moral: uniones arregladas sobre un certificado de virginidad, lo que ha
contribuido al desarrollo de una pequeña cirugía de reconstitución del himen y, en muchas
chicas, al recurso casi constante a las relaciones anales. Algunas chicas llegan a tener una
vida sexual hecha de encuentros improvisados en cualquier lugar, otras tienen la posibilidad
de salir del barrio, algunas llevan una doble vida. El objetivo de muchos hombres de esos
barrios es llegar a prohibir la vida sexual de las chicas. La que lleva una falda es así
estigmatizada como prostituta. Se supone que consentirá a una violación colectiva, aun
cuando esta práctica se desarrolle bajo la dirección de los chicos más fuertes del grupo que,
como una manada de animales, conquistan el monopolio de las hembras. Aquí, no hay sola
mente resistencia, sino rechazo.
Esa situación puede ser analizada desde un punto de vista moral o desde un punto de vista
urbano, pero testimonia, de todas formas, el re chazo de la sexualidad femenina y, ante
todo, de la de las mujeres no casadas. Lo que prueba una vez más que la sexualidad, más
que su acceso a los estudios y el empleo, está en el centro de la igualdad de las mujeres.
Hay otro contexto en el que las mujeres se enfrentan a muchas resistencias. En muchas
escuelas y medios sociales se asiste a un laxismo sexual creciente. El consumo de casetes
pomo se ha generalizado, las chicas llevan vestidos que desnudan su cuerpo. En todas
partes se miran los clips de MTV y de MCM, que se han vuelto cada vez más crudos a
pesar de la prohibición norteamericana de mostrar los desnudos. Esta cultura, hecha sobre
todo de imágenes, no entra, me parece, en contradicción con el modelo cultural tradicional:
la chica debe agradar al chico, seducirlo y prepararse para un matrimonio que tendrá en
cuenta el medio social y las perspectivas profesionales y económicas del chico. Los chicos,
por su parte, se aproximan a las conductas femeninas, frecuentan las peluquerías y los
salones de estética, incluso las clínicas de cirugía estética.
Esta generación vive en las antípodas del movimiento feminista, que debió librar duros
combates para conseguir que los cambios pasasen a las costumbres. Parece, sin duda, que
no hay nada en común entre una re presión extrema y un dejar hacer extremo. Sin embargo,
ambas actitudes obstaculizan la formación de la personalidad (en particular, la de las
jóvenes), a través de la sexualidad, obstáculo tal vez tan difícil de vencer en el contexto de
una moral laxista como en el de una moral represiva. Es así como las mujeres pueden
construirse por la seducción como por el trabajo, pero la «liberación» creadora de las
mujeres se vuelve imposible por la reducción del sexo a mercancía.
EL SUJETO-MUJER
Sostengo la idea de que después de la ruptura y la desaparición del modelo de la primera
modernización, el de una polarización extrema que suscita tensiones y conflictos extremos,
el único movimiento cultural susceptible de insuflar a nuestra sociedad una nueva
creatividad es la búsqueda de la recomposición de la vida social y de la experiencia
personal: tratamos de reunir lo que ha sido separado por la primera modernización.
Tratamos de acercar, como dicen con fuerza los ecologistas, naturaleza y cultura, y también
cuerpo y espíritu, vida privada y vida pública. ¿Y cómo negar que las mujeres, constituidas
y definidas por su inferioridad, tratan, no de invertir las relaciones de poder, sino de
«superarlas», a fin de hacer desaparecer la lógica que determinaba su inferiorización?
Esta idea general es confirmada por los documentos —entrevistas y reuniones de grupo—
que hemos reunido, pero debe ser completada. Las mujeres de hoy piensan cada vez menos
en términos históricos, sobre todo desde la victoria del feminismo. La superación de la
antigua polarización las lleva no a rechazar, sino a reinterpretar su encierro en lo «privado».
Sin duda ellas trabajan y, salvo casos particulares, como el recurso a la abstención parental,
conservan y quieren conservar la superioridad que les confiere el poder de dar a luz. Siguen
diciendo: «Un hijo, si quiero y cuan do quiera». Los hijos son para ellas una fuente de
poder, y es muy raro que el padre tenga una relación tan fuerte con ellos. Más ampliamente
aún, las mujeres, rechazando las antiguas definiciones de su género, conceden a su cuerpo y
a su sexualidad una importancia mayor que los hombres.
Sin embargo, la oposición del antiguo modelo y el nuevo, de la polarización y la
recomposición, no podría dar cuenta por completo de las orientaciones de las mujeres,
puesto que éstas piensan más en términos de superación que de inversión o de
compensación de desigualdades.
Falta, pues, a nuestro análisis la comprensión de lo que lleva a las mujeres a buscar ante
todo la superación de la relación hombres/mujeres, donde todavía ocupan un lugar inferior.
Este momento del análisis, que parece de tan difícil acceso, se ve iluminado por las
observaciones realizadas en la investigación. Las mujeres, queriendo preservar
(transformándolas) las relaciones de seducción con los hombres, rechazan vigorosamente
las imágenes de ellas mismas que les envían los medios de comunicación, sobre todo la
publicidad. Ese rechazo ha sido bien formulado por uno de los grupos de mujeres con los
que hemos trabajado: las mujeres que exhibe la publicidad, nos dicen, no son reales.
Nuestras piernas y nuestras manos no son como las suyas. La publicidad ha inventado una
imagen de las mujeres, y nosotras nos vemos privadas de nuestra imagen. Si nos miramos
en un espejo, no vemos sino el rostro y la imagen que la publicidad ha pegado sobre
nosotras haciendo desaparecer nuestro cuerpo real.
En otras palabras, no es en referencia al modelo antiguo como las mujeres desarrollan un
deseo de recomposición de la experiencia; es oponiéndose a los medios de comunicación,
que se han apoderado de ellas. Y ha sido una vez que ellas han comprendido que esos
medios destruyen a la vez su imagen antigua y su imagen nueva cuando pasan del tema de
su liberación al de la recomposición de la cultura y su experiencia personal. El punto de
llegada del proceso sigue siendo el mismo, pero el camino que se ha seguido me parece
ahora más largo y más complejo de lo que sugería mi primera lectura.
Y, además, se anuncia una respuesta a la pregunta planteada de entrada: ¿qué relación hay
entre las dos luchas de las mujeres, la que libran contra la dominación masculina tradicional
y aquella por la que rechazan su manipulación como objeto sexual por los medios de
comunicación?
Los sucesivos levantamientos de las categorías dominadas han estado siempre más
animados por una imagen global y concreta del sujeto. El movimiento de las mujeres
impulsa esta evolución hasta su término: las mujeres se definen, más allá de su pertenencia
nacional, social o cultural, por su género, en tanto que seres sexuados y, aún más
importante, como seres sometidos a una dominación que se ejerce sobre ellas en todo su
ser, y en particular sobre su cuerpo. Así ha tenido lugar un vuelco de los conflictos: del
conflicto social llevado en nombre del control de la economía, se ha pasado a una luchas de
las mujeres cuyo objetivo es el control de sí mismas y la defensa de unos derechos que
incumben a todos los ámbitos de su conducta.
¿Qué significa «cuyo objetivo es el control de sí mismas»? Quiere decir: cuyo objetivo es
una referencia directa, consciente de sí, por oposición a una definición de sí con relación al
hombre, al poder masculino y a las funciones de reproducción. Pero si la mujer no quiere
definirse por su de pendencia, debe redefinir su relación con el hombre. No existe una
sociedad unisex en la que hombres y mujeres se hagan cada vez más semejantes unos a
otros y donde las diferencias entre individuos (o incluso entre tipos de relaciones sexuales)
sean más importantes que las que distinguen a los hombres de las mujeres. La construcción
del sujeto femenino aumentará la distancia entre hombres y mujeres, porque los primeros
no pueden vivir la misma experiencia corporal. Hay que conceder un lugar central al sujetomujer y reconocer que la sexualidad se desprende de todos los papeles sociales, y en
particular de esa construcción masculina que es el género. Quienes piensan que la mujer es
reducida progresivamente a no ser más que un objeto sexual en el proceso de erotización de
la socie dad entera se equivocan por completo: la liberación de la sexualidad afirma la
construcción de sí como sujeto. Contribuye a destruir la imagen de la mujer sometida al
poder masculino, a ese poder que le imponía el monopolio de la relación heterosexual en
que se encontraba dominada.
Es cómodo, e incluso necesario hacerlo, hablar del nacimiento de una sociedad de mujeres.
¿Debemos todavía evitar hablar de la feminización de la sociedad, pues eso reintroduciría la
idea falsa (y peligrosa) según la cual las mujeres están dotadas de un carácter permanente y
general? Que las categorías culturales se impongan a las categorías sociales no quiere decir
que la dulzura sustituya a la fuerza o el placer al deber. Lo que es cribo aquí no apela a la
psicología, sino sólo a la historia de la cultura. Pero son las mujeres quienes dirigen las
transformaciones culturales actuales. Los hombres, en tanto que actores dominantes del
sistema antiguo (que se puede denominar masculino), han instaurado un sistema de
pensamiento y de acción que define e impone constantemente opciones: o lo uno o lo otro;
o es el capitalismo o es el pueblo el que está en el poder; hay que escoger entre naturaleza y
cultura. Sistema de análisis que hace casi imposible el conocimiento de los individuos, rara
vez hechos de una pieza. Las mujeres, al contrario, en el momento en que llegan a ser
dominantes, afirman su superioridad por su complejidad, su capacidad de asumir varias
tareas a la vez. Piensan y actúan en términos ambivalentes, que permiten combinar y no
obligan a elegir. Y es en un mundo de ambivalencia (y no ya en un mundo bipolar) donde
vivimos. La escuela, que recibe a hijos de inmigrantes, no puede ni integrarlos plenamente
en la cultura mayoritaria ni mantenerlos en su cultura de origen. La elección menos mala es
combinar ambas, lo que genera insatisfacción, pero evita las consecuencias negativas de las
soluciones simples. Simonetta Tabbo ni ha sido la primera en mostrar, trabajando con
jóvenes de ambos sexos en Italia, que las mujeres se negaban a elegir entre vida personal y
vida profesional, que actuando así eran conscientes de perder algo de un lado y del otro,
pero no completamente, y que cualquier otra solución sería in tolerable para la gran
mayoría de ellas. En cuanto a los hombres, tienen la sensación de estar encerrados en el
mundo del trabajo.
Esta ambivalencia cada vez más necesaria para la vida individual (como para la política
internacional) es un atributo del sujeto, y aquí de la mujer como sujeto, puesto que se
desprende de la lógica de las situaciones y da prioridad a la construcción de una acción
dirigida hacia la afirmación del actor libre y responsable.
EL PAPEL DE LOS HOMBRES
He retrasado todo lo que he podido la evocación de la relación con el otro, pues el peligro
de ser arrastrado de nuevo de forma precipitada a la imagen desgastada de la mujer-para-elhombre es constante. Sin embargo, no hay que desviarse de la comprensión de un elemento
indispensable para la construcción del sujeto-mujer. Pues si el sujeto está bien dirigido
hacia sí mismo, y si su formación impone una ruptura con la dualidad de los papeles
femenino y masculino, la relación con el otro, diferente y semejante a la vez, sigue siendo
el momento central de la construcción de la mujer como sujeto.
El otro puede ser una mujer tanto como un hombre, pero sería artificial no definirlo ante
todo como hombre. La relación con ese hombre puede ser descrita en términos sociales,
puesto que las relaciones afectivas sólo se establecen en general dentro de un horizonte
social restringido, pero lo que produce una relación amorosa no es la proximidad o la
distancia entre los individuos: es el encuentro, que no es nunca un lazo necesario, entre los
deseos, el reconocimiento del otro como ser que se construye a sí mismo, y finalmente el
proyecto de vivir juntos. Una relación no es sólo un encuentro, una ocasión; es la creación
de relaciones e intercambios, la invitación a reacciones espontáneas. Esta relación con el
otro es lo contrario de la sumisión a una imagen social de la mujer y de la pareja sometidas
al hombre. Inventa un lazo no social en un espacio y en un tiempo que están fuera del
tiempo y el espacio social. El sujeto, sea masculino o femenino, no puede existir si no
dispone de una lengua, un tiempo y un espacio propios. Y es la adición de esas tres
dimensiones, el deseo, el reconocimiento del otro y el deseo de vivir con el otro, lo que
fundamenta la relación amorosa.
Pero hay que ir más allá de esta primera observación, preguntarse sobre el lugar de los
hombres en la nueva cultura, en la recomposición de los conjuntos que habían estallado en
el seno del modelo masculino, sabiendo que esa operación es realizada por las mujeres. Es
imposible reducir la posición de las mujeres en la cultura de los últimos siglos a su
dependencia, a su inferiorización, a su alejamiento de la vida pública. Su papel en la vida
privada, en la familia y en la educación de los hijos sugiere otros enfoques. Henos aquí ante
la misma necesidad para los hombres: si se acepta mi hipótesis, según la cual son las
mujeres quienes se encargan del gran proyecto de recomposición del mundo y de la supera
ción de las antiguas parejas de opuestos, ¿cuál será el papel de los hombres? Este papel no
podrá limitarse a la toma de conciencia de la pérdida de la dominación. De ello da
testimonio la violencia que acompaña a esta pérdida de dominio. Violencia física directa (la
que sufren las mujeres maltratadas), violencia psicológica (por la ruptura de las
adscripciones sociales).
Pero de ningún modo se pretende afirmar aquí que los hombres, privados de la gestión del
mundo que dominaban, no tengan otro recurso que la violencia y sean arrastrados hacia ese
tipo de comportamiento.
El hombre es arrastrado hacia todo lo que se encuentra más allá de los límites de lo social,
sea para destruirlo, sea, al contrario, para mantener abierto un universo social cuya
recomposición se ha convertido en el programa principal. El descubrimiento de mundos
nuevos, los programas de investigación en todos los ámbitos del conocimiento, siguen sien
do o se vuelven también muy masculinos, pero ya no se consideran éxitos de los que la
colectividad puede estar orgullosa. La ciencia es tan temida como admirada: puede, lo
sabemos, tanto provocar catástrofes como des cubrir nuevas fuentes de energía. La energía
atómica, en primer lugar, ha dado testimonio de esta ambigüedad a ojos de la población. El
sentido general de la vida social escapa cada vez más a los hombres; éstos buscan en sí
mismos un sentido que no encuentran ya, e instituciones que ya no controlan. Tal vez traten
de asegurarse espacios sociales que les pertenezcan en propiedad, que fueran puramente
masculinos, homosexuales o no, pero más a menudo tratan de aportar a una sociedad
obnubilada por la búsqueda de su equilibrio y de su supervivencia la apertura hacia el
exterior, el dominio técnico del entorno, tan necesarios para las sociedades de
reconstrucción y reintegración, siempre amenazadas con asfixiarse bajo la protección que
han instituido.
Esas conductas masculinas son, sin embargo, cada vez más minoritarias. La mayoría de los
hombres tratan, en efecto, de integrarse en la nueva sociedad de las mujeres, porque les
libera de la carga cada vez más aplastante de conquistar la naturaleza y transformar el
mundo. Y el con junto de la sociedad, mujeres, hombres y niños, siente como positiva esta
«ausencia» de los hombres, es decir, de su presencia más frecuente fuera de la vida social
que en su interior. El hombre es un viajero, un explorador de otros lugares y del futuro.
Pero se siente frágil porque ya no tiene el apoyo de instituciones que ahora dirigen las
mujeres, tratando de inspirar conductas de acuerdo con las nuevas exigencias funcionales
de las instituciones. Los hombres están cada vez menos preocupados que las mujeres del
orden y la «correspondencia» entre actores y sistemas.
Sin embargo, no se trata de pretender que se asiste a una nueva polarización: al ocupar la
mujer la posición nueva, el hombre se encuentra marginado. Esa formulación iría en contra
de la idea que aquí he desarrollado, a saber, que esta sociedad de mujeres trata de
reconstruir la unidad de un mundo que se ha visto desgarrado entre un universo masculino,
definido como superior, y un universo femenino, construido como una figura de
inferioridad. En esta sociedad cuyos actores principales son las mujeres, los seres humanos
devienen mezclas de masculinidad y feminidad (o, si se quiere, montajes más o menos
sólidos y duraderos de fragmentos masculinos y fragmentos femeninos), y es esta mezcla,
esta combinación de lo masculino y lo femenino, lo que da testimonio de la construcción de
un nuevo tipo de sociedad.
Si hay que hablar de un nuevo tipo masculino es porque, entre las mujeres, la mezcla de lo
masculino y lo femenino es más importante, mientras que una parte mayor de conductas
masculinas escapa a la sociedad mixta, puesto que los hombres no la dominan. Lo mismo
que en otro tiempo se tendía a identificar la vida masculina con la vida de todos,
actualmente es en términos femeninos como se describe la sociedad nueva, lo que lleva a la
formación de un subuniverso masculino a la vez muy visible y privado del lugar central que
ocupaba en la vida de mujeres y hombres. El hombre se vuelve más frágil, menos
integrado, contrapartida del éxito de las mujeres en la recomposición del mundo. El hombre
es más sacudido por estallidos de violencia, de pasiones irreales; se ve afectado por una
nueva inclinación por la soledad, donde experimenta dificultad para comunicarse, cuando,
en el pasado, había dominado a la vez la acción y la palabra. Es así como los hombres, si no
se aprestan a dejar la esfera pública, consagran una parte más importante de su actividad al
espacio privado.
Estas reflexiones parecerán a muchos una provocación, un desafío al sentido común. Pero
debemos acostumbrarnos a hacer frente a esas pro fundas modificaciones ocurridas en las
relaciones entre hombres y mujeres. Ahora bien, las que refuerzan la posición de las
mujeres son más fáciles de descubrir que las que se producen del lado de los hombres.
Tenemos más dificultad para observar a los hombres como personajes, pues teníamos la
costumbre de no ver en ellos sino a los marcadores de la ley y del nombre del padre.
EL POSFEMINISMO
El posfeminismo ha iniciado así transformaciones aceleradas y ya ha logrado resultados que
superan en importancia (y con mucho) los objetivos y los logros del propio feminismo.
Pues es en primer lugar el posfeminismo el encargado de realizar el cambio cultural de
importancia crucial que nos hará pasar de una sociedad de hombres a una sociedad de
mujeres. Esas transformaciones no se efectúan por el prisma de la vida política: penetran la
subjetividad de cada uno(a), porque tienden a hacer de cada individuo un sujeto.
Por otra parte, es a partir de la conciencia justa de lo que es el posfeminismo y de lo que ya
se ha realizado como se puede comprender íntegramente el escenario social y sus nuevos
problemas. De todos los lados se señala justamente la decadencia de los actores sociales y
políticos, de los partidos, los sindicatos y sus ideologías. La herencia tan fuerte (y durante
tanto tiempo creadora) del movimiento obrero se ha agotado, como se había agotado, un
siglo antes, la herencia de la Revolución francesa y de los movimientos de la ciudadanía.
Pero esos actores sociales y políticos dan paso a otras voces y a otras figuras: las del sujeto
personal, que es ante todo mujer, pero que está igualmente presente en las minorías
culturales, hasta el punto de que definimos más naturalmente la democracia como el respeto
a las minorías que como el gobierno de la mayoría. Y, por otro lado, pero en continuidad
con este primer conjunto de actores sociales, se organizan los movimientos que se alzan
contra la globalización, no porque la rechacen, sino porque han sabido ver en ella la forma
extrema de un capitalismo que se opone a todo control y a toda regulación, y, por
consiguiente, destruye las identidades, las particularidades, las memorias, los savoir-faire y
los sabores.
Los herederos de los socialdemócratas (e incluso de los comunistas) tienen sin duda todavía
una larga carrera por delante. Pero está claro que es ahora fuera de esa herencia y de su
representación del mundo como se inventan las ideas y las emociones que transforman la
sociedad y sus relaciones de autoridad, sus formas de comunicación, sus relaciones entre in
dividuos y grupos. Los políticos deben comprender las mutaciones que se operan, aunque
deban abstenerse de tratar de dirigirlas. Esa apertura se impone más aún a los intelectuales
y a los ideólogos, y en especial a aquellos que, desde hace medio siglo, han impuesto la
idea de que no había acción posible porque todo, en la vida social y cultural, estaba
encerrado en un sistema de dominación. Tesis general que ha sido aplicada con tanta
radicalidad al problema femenino como a la situación de los países de pendientes, y con los
mismos errores.
La influencia de las ideologías nacidas a finales del siglo xx es todavía y seguirá siendo
durante mucho tiempo fuerte, pues es retomada por numerosos docentes y conferenciantes
que se dirigen a un público que se ha ampliado con rapidez. Contra esta herencia
ideológica, yo quisiera por el contrario que cada uno comprenda que el análisis que aquí
adelanto a propósito de la situación de las mujeres, de sus conductas personales y de su
acción colectiva, rige nuestra concepción de la sociedad y la cultura. Ya hemos entrado en
una sociedad de mujeres. Por eso las investigaciones sobre las mujeres son la mejor vía de
entrada a la sociología general.
Argumento
A MODO DE CONCLUSIÓN...
Los temas principales de esta reflexión están estrechamente liga dos unos a otros; la
sucesión de capítulos hace aparecer su interdependencia en la construcción de un nuevo
paradigma. Pero me ha parecido útil, para aquellos que van a leer este libro como para
quienes acaban de leerlo, perfilar aquí de manera más directa y breve el camino que me ha
conducido de la conciencia de los cambios históricos a un análisis de las principales ideas
que permiten comprender esta mutación.
1. El punto de partida es la globalización, concebida no sólo como una mundialización de la
producción y los intercambios, sino, sobre todo, como una forma extrema de capitalismo,
como separación completa de la economía y las demás instituciones, en particular sociales
y políticas, que ya no la pueden controlar.
2. Esta disolución de las fronteras de todo tipo acarrea la fragmentación de lo que se
llamaba la sociedad.
3. El consecuente derrumbamiento de las categorías sociales de análisis y de acción no es
un acontecimiento sin precedentes. En los comienzos de nuestra modernización,
pensábamos los hechos sociales en términos políticos —orden, desorden, soberanía,
autoridad, nación, revolución—, y no fue sino después de la Revolución industrial cuando
sustituimos las categorías políticas por categorías económicas y sociales (clases, beneficio,
competencia, inversión, negociaciones colectivas). Los cambios actuales son tan profundos
que nos llevan a afirmar que un nuevo paradigma está sustituyendo al paradigma social, del
mismo modo que éste ocupó el lugar del paradigma político.
4. El individualismo que triunfa sobre las ruinas de la representación social de nuestra
existencia revela la fragilidad de un yo constantemente modificado por los estímulos que se
ejercen sobre él y le influyen. Una interpretación más elaborada de esta realidad insiste en
el papel de los medios en la formación de ese yo individual cuya unidad e independencia
parecen entonces amenazadas.
5. Pero este individualismo tiene también otra dimensión: en una sociedad en la que
dependemos no sólo de las técnicas de producción, sino también de las técnicas de
consumo y comunicación, tratamos de salvar nuestra existencia individual, singular.
Desdoblamiento creador, puesto que hace nacer junto al ser empírico un ser de derechos
que intenta constituirse como actor libre a través de la lucha por sus derechos.
6. Siempre hemos tenido una imagen de nuestra creatividad, pero esta imagen ha sido
durante mucho tiempo proyectada más allá de nuestra experiencia propia. Ha tomado
figuras sucesivas: Dios, la nación, el progreso, la sociedad sin clases. Ahora bien, en la
actualidad, es directa mente, sin discurso intermediario, como concedemos a la búsqueda de
nosotros mismos una importancia central. Esta voluntad del individuo de ser el actor de su
propia existencia es lo que yo denomino el sujeto.
7. El sujeto no existe como principio de análisis más que a condición de que su naturaleza
sea universal. Como la modernidad, que es su ex presión histórica, reposa sobre dos
principios fundamentales: la adhesión al pensamiento racional y el respeto a los derechos
individuales universales; en otras palabras, aquellos que desbordan todas las categorías
sociales particulares. Históricamente, el sujeto moderno se encarnó primero en la idea de
ciudadanía, que ha impuesto el respeto a los derechos políticos universales más allá de toda
pertenencia comunitaria. Una ex presión importante de esta separación de la ciudadanía y
de las comunidades es el laicismo, que separa el Estado de las Iglesias.
8. Durante el período dominado por el paradigma social, fue la lucha por los derechos
sociales (y, en particular, por los derechos de los trabajadores) la que estuvo en el centro de
la vida social y política.
9. En la actualidad, la instalación del paradigma cultural pone en primer plano la
reivindicación de los derechos culturales. Esos derechos se expresan siempre por la defensa
de atributos particulares, pero confieren a esa defensa un sentido universal.
10. Sobre las ruinas de la sociedad conmocionada y destruida por la globalización, surge un
conflicto central entre fuerzas no sociales reforzadas por la globalización (movimientos del
mercado, catástrofes posibles, guerras), por un lado, y el sujeto, privado del apoyo de los
valores socia les que han sido destruidos, por otro. El sujeto puede incluso, llegado el caso,
ser reprimido en el inconsciente por el dominio de esas fuerzas materiales.
11. Pero ese combate no está perdido de antemano, pues el sujeto se esfuerza en crear
instituciones y reglas de derecho que sostengan su libertad y su creatividad. La familia y la
escuela especialmente son lo que está en juego en esas batallas.
12. Este individuo, transformado por él mismo en sujeto, ¿no está condenado al
aislamiento, a quedar privado de comunicación con «los otros»? La respuesta a esta
pregunta es, en primer lugar, que no puede haber comunicación sin lengua común. Esta es
la modernidad. Pero no hay comunicación posible tampoco sin reconocimiento de las
diferencias que existen entre los actores reales. Esta complementariedad se obtiene desde el
momento en que se separa claramente la modernidad, que es la referencia común de todos
aquellos que quieren comunicar, y las modernizaciones, que combinan siempre la
modernidad con campos culturales y sociales diferentes unos de otros. Ninguna sociedad
tiene derecho a identificar su modernización con la modernidad. No se hace lo nuevo más
que utilizando a la vez lo nuevo y lo viejo.
En particular, los países occidentales, que han avanzado más rápidamente que los demás
hacia la modernidad, deben reconocer que no tienen su monopolio y que está presente
también en otros modos de modernización, pero no en aquellas situaciones que se oponen
completa mente a ella.
El modelo de modernización occidental ha consistido en polarizar la sociedad acumulando
recursos de todo orden en las manos de una élite y definiendo de forma negativa las
categorías opuestas, consideradas inferiores. La eficacia de este modelo ha sido tan grande
que ha conquistado gran parte del mundo. Pero, por naturaleza, ha estado cargado
constantemente de tensiones y de conflictos que oponían a ambos polos.
14. En el curso de los dos últimos siglos, las categorías infravaloradas, en particular los
trabajadores después los colonizados y casi en el mismo momento las mujeres, han formado
movimientos sociales para liberarse. En gran parte lo han logrado, lo que ha tenido por
efecto inicial atenuar las tensiones inherentes al modelo occidental, pero también su
dinamismo. Un gran peligro amenaza a esta parte del mundo: el de no ser ya capaz de
concebir objetivos ni de afrontar conflictos nuevos.
15. Un nuevo dinamismo no es susceptible de ver la luz más que sobre la base de una
acción que llegue a recomponer lo que el modelo occidental ha separado, superando todas
las polarizaciones. Esta acción es ya manifiesta, por ejemplo en los movimientos
ecologistas y en aquellos que luchan contra la globalización. Pero las mujeres son y serán
las protagonistas principales de esta acción, puesto que ellas has estado constituidas en
tanto que categoría inferior por la dominación masculina y llevan, más allá de su propia
liberación, una acción más general de recomposición de todas las experiencias individuales
y colectivas.
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