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Cosmos y Gea. Fundamentos de una nueva teoría de la evolución

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© Francesc Fígols Giné, 2005
© de la edición en castellano:
2007 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia, 117-121, 08029 Barcelona, Spain
www.editorialkairos.com
© de las ilustraciones 1 a 6: Die Pflanze in Raum und Gegenraum,
de George Adams y Olive Whicher,
editado por Verlag Freies Geistesleben, Stuttgart 1960 y 1979.
Primera edición: Abril 2007
Primera edición digital: Marzo 2010
ISBN digital: 978-84-7245-768-3
Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la
autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Re-prográficos, www.cedro.org) si necesita algún
fragmento de esta obra.
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«Este libro está dedicado a la memoria de mi amigo Álvaro Altés, biólogo,
ecologista entusiasta y hombre de gran corazón.»
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Tomé la decisión final de publicar Cosmos y Gea gracias a los ánimos que
recibí de mis amigos del ámbito científico y académico que aspiran como yo a un
nuevo paradigma. En particular agradezco las palabras de aliento que me han
dispensado Máximo Sandin, profesor titular de Antropología Biológica en el
Departamento de Biología de la Universidad Autónoma de Madrid, Antonio
Aretxa-bala, profesor de Geografía Física y Geología de la Facultad de Ciencias de
la Universidad de Navarra y Octavi Piulats, doctor en Filosofía por la Universidad
J.W. Goethe de Frankfurt y profesor de Filosofía en la Universidad de Barcelona.
Quiero dar las gracias a Xavier Martí, gran amante de la Naturaleza y a Miguel
López Manresa, buen conocedor de la obra científica de Goethe, por su inestimable
ayuda aportando comentarios y datos.
Aprecio la ayuda que mis amigos escritores Mario Satz y Antonio Priante me
prestaron con sus comentarios sobre el estilo.
A María José y a mi hijo Gerard les debo muchas indicaciones para mejorar la
claridad expositiva del texto.
Gracias a mi esposa Mari Carmen, mi verdadero apoyo en todo el largo proceso
de gestación del libro.
F.F.
Sant Cugat del Vallès,
19 de julio de 2005
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SUMARIO
Prefacio
1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA
El crepúsculo de los dioses
Entrando en materia
Alquimistas en el jardín o las plantas
El cuarto estado de la materia
2. BUSCANDO LAS LEYES DE LO VIVIENTE
Perséfone renace cada primavera
El genio de Faraday
¿Cómo se las apañó la manzana de Newton para subir al árbol?
Una geometría para los biólogos
La vida entre dos espacios
Caos y Cosmos: la materia como matriz receptiva
Los embriólogos recuperan el campo
El cuerpo de fuerzas formativas
Acerca de los genes
Medir la vida
Afrodita nació de las aguas
3. LA VIDA NO TUVO UN COMIENZO
El enigma de las rocas y el origen de la vida
Las montañas estuvieron vivas
El origen de la atmósfera y de los océanos
La vida nunca tuvo un comienzo en la Tierra
4. SOBRE EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
El hecho evolutivo nos supera
Un árbol sin tronco y un registro fósil enigmático
Las explicaciones de Darwin, ¿qué explican?
¿Cómo se generaron las formas ancestrales y por qué son invisibles?
¿Extinciones catastróficas o crisis de crecimiento?
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El Arquetipo
Una hipótesis para la Macroevolución
Las claves de un misterioso escenario
El plasma sanguíneo como registro fósil
Macroevolución frente a microevolución adaptativa
5. EL EJE DE LA EVOLUCIÓN
La antigüedad del hombre
El bebé de la Naturaleza
¿El mundo animal surgido del humano?
Descubriendo el tronco de la filogénesis humana
6. COSMOS, GEA, ÁNTHROPOS
¿Casualidades o causalidades?
El propósito recóndito de la evolución
Notas
Bibliografía
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PREFACIO
Ya en el mundo antiguo con los mitos y desde la Grecia clásica con la filosofía,
el objetivo más preciado del conocimiento ha sido comprender el mundo que nos
rodea y nuestro lugar en él. En los siglos XVI y XVII se produce otra revolución en la
conciencia humana y gracias a genios pioneros como Galileo Galilei, Isaac Newton
y Johannes Kepler la edificación de un modelo del universo pasa a ser perseguida
por la ciencia.
Los científicos del siglo XIX se formaron una imagen del mundo a partir de la
generalización de los datos de la física de entonces. La concepción resultante se
convirtió en un determinismo estrictamente causal, una fatalidad de la que, por
cierto, los hombres de ese siglo ignoraban el origen, quien o qué lo ejercía.
Paralelamente, al extender a todo lo observable el segundo principio de la
termodinámica que predice un aumento constante del desorden, llegaban a la
conclusión de que el orden que se presenta en el mundo, aunque sea capaz de
prolongarse durante un tiempo, acabará finalmente con una carrera inevitable hacia
el equilibrio inerte, hacia la igualación de todas las fuerzas, el caos y la muerte.
En el siglo XX, la física cuántica descubre en el microcosmos de las partículas
elementales un orden que no se explica ni por la causalidad ni tampoco por el azar.
En los nuevos ámbitos que abren grandes físicos como Bohr, Planck, Schrödinger y
Heisenberg fracasa la mecánica newtoniana y ello obliga a replantear conceptos tan
básicos como el espacio, el tiempo y la materia. Aunque la vieja concepción
euclidiana del espacio había permitido un asiento cómodo a las leyes de la
mecánica clásica, ya las consecuencias de la teoría de la relatividad general no
tenían cabida en ese tipo de espacio y Einstein tuvo que echar mano, de manera
insatisfactoria por cierto, a un espacio-tiempo de cuatro dimensiones.
Hoy se admite que el mismo desarrollo de la mecánica cuántica y los
descubrimientos de la astrofísica precisan todavía de un nuevo concepto del espacio
y del tiempo. El siguiente e ineludible paso es reconocer que tampoco los procesos
biológicos obtienen explicación adecuada partiendo del presente marco conceptual.
En pocas palabras: el modelo o paradigma actual parece haberse agotado.
Erwin Schrödinger se preguntaba: «¿cuál es el signo distintivo de la vida?». Y
respondía: «la materia viva escapa a la tendencia al equilibrio inerte y este poder es
la razón por la que el organismo vivo nos parece tan enigmático». Schrödinger nos
dice aquí lo que no sucede en el organismo vivo en oposición al mundo mineral,
pero no se pregunta cuál es el agente que consigue crear y mantener una forma viva
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venciendo constantemente la tendencia al desorden que predice la termodinámica.
Si algo ha demostrado la investigación biológica de los dos últimos siglos es que
no se pueden comprender los fenómenos que suceden en un organismo vivo
aplicando simplemente las ideas de causalidad extraídas de la mecánica.
Los biólogos del desarrollo empiezan a reconocer que además de las fuerzas
físicas y químicas que actúan entre las sustancias de un tejido vivo, hay que
considerar la existencia de un campo de fuerzas que actúa globalmente,
manifestando un plan y una finalidad para el conjunto de la vida del organismo.
Cualquier órgano vital, incluida la célula, demuestra, con su estabilidad,que puede
vencer la tendencia del calor a producir el desorden. El ser vivo, durante su
desarrollo individual, es capaz de imponer la estructura y la acción coordinada de
las fuerzas vivas constructoras superando a las de la gravedad y a las influencias
externas que le llevarían al caos.
Algo análogo se puede decir al nivel general de la evolución cuando descubrimos
que la mayoría de las especies, una vez aparecieron en el registro fósil, han tendido
a mantener incólume su forma y su medio interno durante millones de años, a pesar
de las grandes variaciones en el ambiente exterior.
Los profundos y rápidos cambios sufridos en nuestra visión del mundo en estas
últimas décadas tienden a probar que, si queremos acercarnos a los fenómenos que
actúan en la evolución y en la naturaleza, no podemos seguir postulando fronteras
en el conocimiento científico, ni limitar el ámbito de la investigación. Aunque
existe ya una toma de conciencia en los círculos científicos avanzados de todo el
mundo de la necesidad de un nuevo esquema formal para la totalidad de las ciencias
físicas, los biólogos siguen enfrentándose sin herramientas conceptuales adecuadas
a las características más importantes del mundo de lo vivo. Sin embargo, el nuevo
paradigma que se adivina en el horizonte necesita estar basado en concepciones más
correctas de la relación entre lo viviente y lo inerte y, por lo tanto, todo apunta a
que la revolución ha de empezar precisamente en el campo de la biología.
El futuro de nuestro planeta depende de forma decisiva de si adoptamos como
punto de partida de nuestros conocimientos y de su práctica diaria la primacía de la
vida o la primacía de la materia. Pues hoy ya no somos objetos pasivos o meros
espectadores, sino que participamos decisivamente como sujetos en la evolución del
conjunto. Si por nuestra propia voluntad y por nuestro esfuerzo intelectual
penetramos las estructuras y las reacciones más íntimas del átomo liberando su
energía; si agotamos los yacimientos de combustibles fósiles; si extendemos nuestro
radio de acción a la alta atmósfera, a la capa externa de la Tierra que dirige el clima
y nos debería proteger de las radiaciones cósmicas; si modificamos artificialmente
la flora y la fauna; si nos arrogamos el derecho de intervenir por medio de
manipulaciones genéticas sobre las leyes del desarrollo de los animales y del mismo
ser humano; si queremos influenciar los factores de la creación en todos los reinos
naturales, tomando sobre sí los derechos y los deberes de un creador, es preciso que
sepamos claramente si estamos considerando a nuestro planeta como un conjunto
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mineral o como un organismo vivo.
En los principios del tercer milenio, cuando los parámetros básicos del universo y
las constantes fundamentales de la física pueden ser calculados e incluso medidos
experimentalmente, los cosmólogos y los físicos han comenzado a reconocer las
conexiones entre esas constantes y la existencia de la vida en nuestro planeta. En
particular, el principio antrópico, enunciado por el astrofísico británico Brandon
Carter, nos habla de que los valores de tales constantes y parámetros deben ser
precisamente los que son, ya que de otra manera la existencia del hombre sería
imposible. Después de un largo período de olvido del hecho humano, y ahora ya no
con argumentos místicos, religiosos o filosóficos sino con datos de la observación y
del cálculo, se tiene la prueba de que el hombre determina de algún modo el diseño
del universo.
En el estadio actual de evolución de la humanidad estamos interviniendo
arbitrariamente sobre la totalidad del planeta. Y empieza a estar claro que no
podremos progresar si el estamento científico sigue enfrentándose a los fenómenos
de la vida con conceptos auxiliares y dogmáticos en el ámbito académico y
cerrando los ojos ante las consecuencias de sus actos en los ámbitos industrial y
económico. Todavía hoy, muchos biólogos evitan la cuestión de principio que daría
sentido a la evolución, partiendo del prejuicio de que tal sentido no existe y
refugiándose en conceptos muleta como adaptación, utilidad, lucha por la
supervivencia y azar. Si hacemos esto nos desentendemos de la búsqueda del
agente real de la evolución y provocamos una escisión innecesaria entre las ciencias
de la vida y las ciencias de la materia.
Es sabido que el desarrollo histórico de la física, de la química, de la biología y
de la medicina está lleno de errores que hoy son apenas creíbles para nosotros,
errores que han sido enseñados solemnemente durante generaciones. Habría una
historia de las ciencias por escribir, desde el punto de vista de las grandes
falsedades transmitidas doctamente. La inteligencia humana parece ser muy pasiva
y esta pasividad alcanza a los niveles académicos: lo que me fue enseñado yo lo
transmito sin ser cuestionado, ya sea cosmología, física, biología o medicina. Pero
hoy, después de los trabajos de Popper, Prigogine, Kuhn y otros filósofos de la
ciencia, está claro que los rechazos doctrinales, los prejuicios y las ideologías
dominantes han jugado y juegan un papel considerable en las grandes controversias
científicas.
Por estas y otras razones, la ciencia está a punto de alcanzar una situación crítica.
No sólo carecemos de la seguridad de que las características fundamentales de la
realidad hayan sido descubiertas, sino que han ido apareciendo anomalías y
enigmas en demasiados campos de la investigación científica. Hoy ya no se pueden
ignorar o esconder como se hizo durante más de un siglo. Al contrario, el interés
por los sucesos y situaciones donde no se cumplen las leyes consideradas
fundamentales está aumentando día a día en los círculos científicos.
La empresa que nos propone el subtítulo de este libro puede parecer quimérica.
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Lo que encontraréis en sus páginas representa el esfuerzo de fundamentar nuevas
bases científicas con el fin de encarar los misterios directamente relacionados con la
evolución que nos han acompañado durante siglo y medio. Aunque muchas de las
hipótesis que se plantean no son enteramente nuevas, pues han sido desarrolladas
por el trabajo diario de algunos científicos durante decenios, gran parte de los datos
que se aportan y de los enfoques que se presentan serán inéditos para los lectores en
español.
La dificultad se acentúa cuando, en un ensayo que quiere ser divulgativo, aparece
la necesidad de cuestionarse las bases del actual paradigma científico y de presentar
alternativas. Afortunadamente, los puntos débiles del modelo científico hoy
predominante han sido estudiados asiduamente durante los últimos años por
filósofos de la ciencia como Karl Popper, pero sobre todo por parte de los físicos.
Algunos de ellos, como Fred Hoyle, David Bohm y James Lovelock han extendido
el campo de la discusión a las ciencias de la vida.
He escogido a propósito las observaciones científicas que no encajan bajo los
presupuestos de la ciencia académica actual. Estos fenómenos tan enojosos para los
estamentos oficiales se convierten en datos valiosos cuando se encuadran en otro
modelo de la evolución. Constituirán, probablemente, el aspecto más chocante del
texto. Por lo demás, está claro que algunas de las proposiciones presentadas aquí
están actualmente en proceso de desarrollo y se constituirán sin duda en líneas de
trabajo más completas en el futuro.
Las hipótesis desarrolladas a lo largo del libro tras el estudio de las
contradicciones del modelo evolutivo actual se presentan sin dogmatismos,
reconociendo la enorme complejidad de las cuestiones que se tratan y la aparente
sencillez de las respuestas que se dan. Aunque se aportan numerosos datos
experimentales para apoyarlos, no se pretende que los nuevos conceptos se acepten
sin más, y así mismo, se espera que no sean rechazados de entrada. En el texto se
insiste en que, para acercarnos al conocimiento de la realidad, no basta con ejercitar
un pensamiento intelectual o simplemente lógico, por muy exacto que sea. Ya Kant
demostró que si usamos un pensamiento puramente racional y no observamos la
realidad de los hechos es posible demostrar cualquier proposición, pero también su
contraria.
La tarea que espera al lector requerirá de una cierta dosis de creatividad y de
imaginación, y le pedirá que se replantee algunos hábitos de pensar que se han
introducido en el actual sistema educativo de una forma mecánica. Recomendamos
el método de trabajo de Goethe en el terreno científico, el cual se resume en esta
frase: «No hace falta hacerse juicios o hipótesis sobre los fenómenos exteriores
porque los fenómenos mismos son la teoría, ellos mismos expresan sus ideas
cuando se ha madurado para dejar que actúen adecuadamente sobre uno mismo».
Evidentemente, no se trata de sentarse y dejar ir el pensamiento hacia lo que uno
cree correcto, sino que el objetivo es observar atentamente y dejar que el juicio
brote de los hechos mismos. Ponerse en sintonía con la realidad es situarnos frente
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al acto de pensar de modo que éste no se convierta en juez de las cosas, sino en un
instrumento para que las cosas mismas hablen de su esencia. Ésta es la actitud del
verdadero poeta, del verdadero artista, del verdadero investigador científico,
abiertos siempre a la inspiración, considerada como la captación de la Idea activa
que hay detrás de todo fenómeno.
Aquí haremos, conjuntamente con el lector, el intento de aplicar el método
goetheano a algunas cuestiones fundamentales: ¿Cómo se formó nuestro planeta?
¿Qué podemos decir sobre el origen de la vida? ¿Por qué leyes se rige la evolución?
¿De dónde viene el hombre? ¿Cuál es su lugar en la naturaleza? Hoy estas
preguntas no son sólo filosóficas. Aunque las explicaciones sean difíciles, caen
plenamente en el ámbito de la ciencia. Han captado el interés de los filósofos y de
los científicos durante siglos y las innumerables polémicas que han desatado
perduran hasta el día de hoy. No seré tan ingenuo como para pretender darles una
respuesta definitiva. Pero sí creo necesario abrir decididamente nuevas vías de
pensamiento que nos permitan contemplarlas bajo una nueva luz.
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1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA
«El átomo, la energía, la fuerza y la materia son en realidad conceptos
auxiliares que hemos inventado para poder hacer afirmaciones sobre las
percepciones sensoriales de un modo más simple y sinóptico.»
ERNST MACH
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EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
«En general la naturaleza ofrece pruebas acordes con las preguntas que hacemos”
nos dice C. Sinclair Lewis.1 Me atrevo a añadir que las preguntas que hacemos, así como
las respuestas que estamos dispuestos a aceptar, reflejan nuestro temple mental, nuestro
paradigma personal, nuestro prejuicio metafísico. La época actual tiende a desechar las
imágenes de otras épocas, no porque los nuevos descubrimientos que ha realizado las
invaliden, sino porque tenemos otras prioridades y otros interrogantes, los cuales reflejan
un cambio de la psique, un estado mental distinto.
Hoy nos hemos acostumbrado a creer que los antiguos tenían ideas primitivas e
infantiles sobre la naturaleza de la materia. Por otra parte nos sentimos particularmente
orgullosos de que la cultura y la ciencia contemporáneas hayan avanzado tanto en este
campo y estamos firmemente convencidos de que nuestra tecnología es superior a
cualquier otra del pasado.
Pero cualquiera que haga un estudio serio de las civilizaciones antiguas basándose en
sus escritos, pinturas, esculturas y monumentos, se maravillará de su caudal de sabiduría
y habilidad.
Tomemos por ejemplo las pirámides y los templos egipcios. Su estudio ha revelado,
además de obvios méritos artísticos, tales maravillas de capacidad matemática y técnica,
que es imposible decir que sus creadores fueran primitivos o infantiles. Las pirámides,
las estatuas y las columnas de los templos están construidas con sólidos bloques de
granito que alcanzan las veinticinco toneladas. A la ingeniería moderna, con toda su
compleja maquinaria, no le sería nada fácil manejar o transportar esos bloques
gigantescos. Y lo asombroso es que no hay canteras de granito cerca de la gran pirámide
y de los templos. La más cercana está en Assuán, unos 800 km Nilo arriba. Nos
estremecemos al imaginar cómo los bloques de piedra fueron transportados desde esa
distancia y colocados en su emplazamiento definitivo. No menos enigmática resulta la
reciente teoría de algunos geólogos y egiptólogos, que tras detallados análisis
cristalográficos del granito de los bloques de la gran pirámide de Kheops, plantean que
podrían haber sido fabricados artificialmente in situ, al pie de las pirámides, con técnicas
totalmente desconocidas por nosotros. Por otra parte, los nítidos cortes que aún se
pueden observar sobre la roca durísima de las canteras de Assuán no se pueden explicar
con ninguna tecnología conocida.
¿No apunta todo esto a que los egipcios tenían facultades y conocimientos que
nosotros hemos perdido? ¿No se vislumbran amplias razones para revisar nuestra
creencia de que el ser humano antiguo estaba en una primitiva condición casi animal o
infantil y que su progreso se ha realizado en todos y cada uno de los aspectos de su
persona hasta alcanzar las alturas de nuestra presente era científica? ¿Es realmente tan
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ingenuo plantear que los pueblos antiguos poseían poderes de la psique que por
evolución hemos perdido y que quizás podríamos recuperar con el uso correcto de
nuestra facultad de pensar? Adoptaremos esta hipótesis de entrada para plantear una
visión más abarcante de la historia de las culturas.
La paleoantropología ha probado, estudiando los restos de su cultura, que los hombres
del final de la Era Glacial debían tener una conciencia totalmente distinta de la nuestra.
Indudablemente, les faltaba la capacidad intelectual que se refleja en nuestros actuales
logros tecnológicos, pero los monumentos megalíticos y el arte que nos han dejado
parecen indicar que ellos podían percibir un mundo de fuerzas cósmicas que veneraban
como divino.
Siendo sinceros, ¿porqué no plantear que quizás ese mundo continúa ahí, pero
nosotros lo llamamos suprasensible o paranormal por la sencilla razón de que no lo
percibimos con nuestros sentidos ordinarios y por lo tanto somos inconscientes de él?.
En la época anterior a la escritura de los Vedas, los primitivos arios trajeron el primer
impulso cultural del neolítico desde las montañas del Asia central hasta el valle del Indo.
Si hacemos caso a los escritos y a las obras de arte de la cultura hindú, el mundo
suprasensible y sus habitantes, los dioses, eran percibidos por la gente de aquel período
como lo son los objetos del mundo físico para nosotros. Pero, curiosamente, si los reinos
del puro espíritu lo eran todo, la Tierra y el mundo material eran percibidos como un
aspecto insignificante de la creación y considerados casi irreales, es decir, una ilusión o
Maya.
Los historiadores y arqueólogos descubren en los períodos de cultura posteriores un
interés creciente hacia la tierra y el medio natural. El ser humano parece descender paso
a paso hacia la percepción y la consideración de la materia. Las primitivas civilizaciones
enclavadas en el territorio que va desde el norte de Grecia al actual Irán se avanzaron al
desarrollar a fondo la ganadería y al cultivar intensivamente las tierras. ¿Hay que
suponer que aquellos hombres poseían el conocimiento y el dominio de lo que hemos
llamado fuerzas cósmicas y que esto fue lo que les permitió literalmente crear, a partir
de especies silvestres, los cereales y muchas de las plantas y árboles agrícolas que hoy
disfrutamos? Sea como sea, deberíamos reconocer que todo esto ha supuesto logros
mayores para la humanidad que las manipulaciones en gran parte arbitrarias de nuestros
ingenieros genéticos.
Pero los datos que nos aportan los estudiosos de las culturas antiguas nos dicen que a
medida que el interés hacia los asuntos terrestres crecía, el contacto directo con el mundo
divino-cósmico se desvanecía. Comenzaba el crepúsculo de los dioses, esa separación
entre la conciencia humana y la conciencia divina tan bien representada en las leyendas
de los nibelungos y que Richard Wagner llevó a la escena operística.
En la cultura egipcia solamente unos pocos elegidos, los faraones y los sacerdotes,
eran aún capaces de recibir iluminación desde el mundo suprasensible y transmutarla en
acción terrena, en la administración política y económica del pueblo. Parece que las
capacidades para hacer eso eran cuidadosamente planificadas por los sacerdotes. Se
regulaba según los astros el momento del nacimiento del futuro sacerdote o del futuro
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faraón y desde niño se le sometía a especiales medidas de educación y a rigurosos
aprendizajes en centros secretos, conocidos en la historia como “escuelas de los
misterios”.
Esta evolución, que supone un proceso de aislamiento progresivo de la conciencia
humana, parece avanzar durante el período griego, de modo que la percepción espiritual
directa se hace cada vez más difícil, incluso entre los personajes considerados iniciados.
Pronto sólo quedaron las ensoñaciones adivinatorias que las sibilas o pitonisas
conseguían en estado de trance. Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina a cinco de las
sibilas más famosas de la antigüedad. Cada una es conocida por el santuario u oráculo
donde residía: Delfos, Cumas, Eritrea, Persia y Libia. Está documentado que los reyes
acudieron durante muchos años a esos lugares en busca de consejo.
En el imperio romano esta percepción que hoy llamaríamos paranormal parece
oscurecerse todavía más y la encontramos degenerada por la ambición de poder en la
persona de los emperadores que se consideraban a sí mismos dioses pero que han pasado
a la historia como locos (Tiberio, Nerón, Calígula…).
Hoy, después de dos milenios, el contacto directo con el mundo espiritual parece estar
perdido casi totalmente. Todo lo que queda de ello es una oscura aunque valiosa
memoria, que ha quedado registrada en escritos religiosos, mitos, sagas, cuentos de
hadas y relatos de sueños, y que, además, apenas sabemos interpretar.
Al revisar estos grandes desarrollos se observa que las fuerzas reconocidas en la
antigüedad como divinas se aproximaban al hombre desde fuera, desde las alturas
cósmicas, y que se las obedecía sin cuestionar. ¿Es aventurado decir que esas fuerzas han
podido transformarse en facultades que hoy llevamos dentro, poderes desarrollados y
guiados por nuestra propia iniciativa y nuestro juicio independiente?
Así, la capacidad de pensar, la autoconciencia y la libertad individual, tan apreciadas
por nosotros, serían frutos adquiridos a costa de sacrificar la sabiduría y la clarividencia
primitivas. Este paso puede verse ilustrado en los clásicos griegos: la gran diferencia
entre héroes todavía guiados por los dioses como Aquiles en La Ilíada de Homero y
hombres ya enfrentados con su propia conciencia como Orestes en la tragedia del mismo
nombre de Eurípides.
Aunque este gran cambio de conciencia no ocurrió al mismo tiempo en todos los
lugares del mundo. Grecia se destacó en primer lugar y Platón, que todavía
experimentaba sus ideas como visiones espirituales, puede ser considerado como el
último iniciado de la Antigüedad.
Desde los filósofos presocráticos, los elementos fuego, aire, agua y tierra eran
considerados como las fases o piedras miliares del gran proceso de la evolución. Para
todas las filosofías y cosmologías antiguas, la ordenación gradual de estas fases ha de
verificarse desde lo más espiritual a lo más material, pues la creación es considerada en
realidad una involución, una materialización.
Aristóteles se dedicó a vaciar esta sabiduría antigua, de la que en su época ya sólo
quedaban fragmentos, en el molde mental recién adquirido de la lógica. Siguiendo esta
clave, comprenderemos que en sus enseñanzas, en particular en su doctrina sobre los
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elementos, cuando habla del elemento aire no se refiere sólo a la mezcla de oxígeno,
nitrógeno y otros gases: su concepto es mucho más amplio e incluye las fuerzas activas
que originaron los elementos gaseosos. Cuando habla del agua no se está refiriendo al
H2O de la química moderna, sino a una de las fases de la creación material, el elemento
fluido y todo lo que contiene, incluida la actividad química.
Las doctrinas de Aristóteles, en gran parte reinterpretadas por los filósofos y
científicos árabes que las llevaron a Europa a través de España, fueron la base del
conocimiento hasta el final de la Edad Media, aunque cada vez menos vivas y más
materializadas. La visión aristotélica, aún llena de vida, tuvo que ser sacrificada en el
milenio siguiente por la visión más abstracta de la ciencia, que permitió al pensamiento
convertirse en una facultad independiente, libre de la influencia del conocimiento
cósmico visionario de los antiguos.
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ENTRANDO EN MATERIA
El conocimiento de la materia ha aumentado increíblemente en los últimos siglos.
Podemos preguntarnos cuál es la causa de este alud de progresos en las ciencias físicas.
Si pasamos revista a celebridades como Lavoisier, Berzelius, Avogadro, Liebig o
Wöhler, vemos que los problemas de la materia nunca habían sido estudiados con tanto
poder de observación y de lógica. Esta sorprendente situación parece deberse a que la
humanidad alcanzó un nuevo nivel de conciencia. El amanecer de este cambio de
perspectiva comenzó en los siglos XVI y XVII en las personas de Galileo Galilei (15641642), Johannes Kepler (1571-1630), Robert Boyle (1627-1691) e Isaac Newton (16421727).
Según Boyle dos eran los principios de la filosofía mecánica: materia y movimiento.
Los dos principios estaban naturalmente instalados dentro de un espacio absoluto, el
espacio definido por Euclides, y de un tiempo asimismo absoluto. Estos presupuestos
facilitaron que las cualidades de la naturaleza fueran descritas en términos matemáticos.
Descartes aplicó esta filosofía para entender los fenómenos biológicos. Nació el
concepto de cuerpo-máquina, ubicado en las leyes del espacio euclidiano.
Un énfasis cuantitativo se apoderó crecientemente de la ciencia, y la investigación
experimental se fue limitando cada vez más al número, es decir, al pesar, medir y contar.
Lo paradójico es que, aunque se suponía que las conclusiones sacadas a partir de los
hechos experimentales no debían permitir al científico escaparse del reino de lo concreto
y lo visible, de hecho fueron creciendo las teorías y las hipótesis que no pueden ser
probadas físicamente. El resultado ha sido una visión cuantitativa y mecanicista del
mundo natural que, al estar basada en una lógica y en unas hipótesis parciales, no puede
responder a las preguntas esenciales. Las investigaciones de Haeckel y las explicaciones
de Darwin sobre la evolución se encuadran exactamente en esta imagen del mundo.
El estímulo para desarrollar una imagen de la materia como constituida de partículas
discretas y muy pequeñas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, proviene del
descubrimiento que hizo Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794): el peso total de las
sustancias que intervienen en una reacción química permanece inalterado después de
haber reaccionado. Por otra parte, la teoría de la estructura atomística de la materia la
estableció John Dalton (1766-1844) como una pura hipótesis de trabajo para dar una
explicación simple a los fenómenos que había observado.
La hipótesis de que todos los gases están hechos de pequeñas e indivisibles unidades
llamadas átomos, colocó a la química en el ámbito de la mecánica clásica. La mentalidad
de la época adoptó rápidamente esa hipótesis, aunque los verdaderos genios de la
química, como el sueco Jons Jacob Berzelius (1779-1848) y el italiano Stanislao
Cannizarro (1826-1910), se esforzaron para protegerse a sí mismos y a sus discípulos de
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que los átomos, que no eran más que una simple ayuda conceptual, no adquirieran en sus
mentes la categoría de entidades físicas reales. A pesar de esos esfuerzos, el pensamiento
científico del siglo XIX no tardó en imaginarse el átomo como una realidad material y
compacta, una especie de pequeñísima bola de billar.
La ley de la conservación de la materia (nada se pierde, nada se crea, todo se
transforma), formulada a finales del siglo XVIII por Lavoisier, es aún considerada como
una de las leyes más fundamentales de la naturaleza. Pero, ¿en qué hechos se basa esta
suposición?
Amedeo Avogadro (1776-1856) descubrió que el hidrógeno y el oxígeno se combinan
siempre en la misma proporción. Dos volúmenes de hidrógeno reaccionan con un
volumen de oxígeno dando lugar a un volumen de vapor de agua. Las cantidades de
hidrógeno y de oxígeno que excedan de esta proporción quedan sin reaccionar. Puesto
que dos litros de hidrógeno pesan 0,18 gramos y un litro de oxígeno pesa 1,43 gramos
(aproximadamente, 8 veces más), se pudo decir también que 2 gramos de hidrógeno se
combinan con 16 gramos de oxígeno para dar 18 gramos de agua. Estas simples
proporciones de peso acabaron siendo denominadas por comodidad pesos atómicos y
pesos moleculares y esto prestó al átomo una especie de existencia permanente. La ley
dinámica y musical de Avogadro se convirtió en una concepción espaciomaterial, en la
que el mundo está compuesto de átomos. Lo que comenzó siendo una relación numérica,
acabó siendo una imagen fija y estática de partículas materiales que finalmente la física
cuántica ha puesto seriamente en cuestión.
Durante los últimos siglos ha sido una rutina pensar sobre la materia en términos de
estructura atómica. El punto de vista dominante es que la materia está formada de
átomos y se asume que los átomos y las partículas subatómicas son eternos. La
popularización de estas teorías y conclusiones dio lugar a una concepción del mundo
basada en la supuesta indestructibilidad de la materia.
Las investigaciones sobre el cosmos se edificaron también sobre el mismo supuesto e
Immanuel Kant (1724-1804) y Pierre Simon Laplace (1749-1827) propusieron su teoría
de la nebulosa inicial compuesta de materia primigenia. Se supuso que esta nebulosa
debía contener todos los átomos que componen la Tierra y el universo actuales. Esta
teoría se ha introducido en todas partes, ha penetrado todo el mundo civilizado y está
simplemente ahí, como si fuera una realidad. Intenta explicar cómo el universo, que ya
no es considerado un ente vivo, ha nacido del azar y de lo inerte. La teoría del Big Bang
sigue apuntando en la misma dirección y deja aún en completa oscuridad la causa y las
circunstancias de la explosión original.
El pensamiento dominante en el campo de la biología no ha considerado
problemáticas estas concepciones, a pesar de que se han presentado evidentes
dificultades para explicar cómo pudo surgir la vida de un Cosmos tan inerte como ése.
Sin ninguna base experimental se avanzaron varias hipótesis y se llegó al consenso de
que la vida debió resultar de una casual, aunque muy compleja combinación de átomos.
Según Ernst Haeckel (1834-1919) y Charles Darwin (1809-1882), la vida así
originada avanzó y se desarrolló también al azar, adquiriendo nuevas formas hasta llegar
19
a crear un sistema nervioso y un cerebro, órganos capaces de producir las funciones
psíquicas o mentales.
Pero estas ideas no se han limitado a los científicos; con el tiempo se han
popularizado, de modo que hoy cualquier lego puede imaginarse un universo
supuestamente construido por materia preexistente.
La primera grieta que se formó en este muro, al parecer infranqueable, levantado en
torno al átomo, fue el descubrimiento de la radiactividad, que mostraba que unos veinte
elementos químicos podían transmutarse en algo distinto, sin acatar la ley de la
conservación de la materia. Así, por ejemplo, el radio se desintegra en plomo, helio y
otras sustancias, además de desprender luz, calor y rayos alfa, beta y gamma.
Ernest Rutherford (1871-1957), el físico británico que formuló la primera teoría de la
estructura del átomo, mostró en 1919 cómo podían transmutarse los elementos
bombardeándolos con partículas alfa (átomos de helio sin sus electrones), práctica que se
ha perpetuado hasta hoy día con una artillería cada vez más pesada en los modernos
aceleradores de partículas.
La teoría de la electrodinámica cuántica, que describe todas las interacciones
electromagnéticas entre las partículas subatómicas define a éstas como meras
condensaciones probabilísticas del campo electromagnético. En palabras de Albert
Einstein (1879-1955): «Podemos por lo tanto considerar a la materia como constituida
por las regiones del espacio en las que el campo es extremadamente intenso… No hay
lugar en esta nueva física para el campo y para la materia, pues el campo es la única
realidad».
También Bernhart Bavink (1871-1947) se refiere al conflicto entre los corpúsculos
materiales y los cuanta inmateriales de luz y escribe: «En el fondo, los corpúsculos
materiales y los cuanta de luz son, en el campo, exactamente lo mismo: simplemente dos
modalidades distintas del efecto en que se manifiesta un mismo algo. De ahí que hoy día
todos los físicos están virtualmente convencidos de que lo uno puede pasar a ser lo otro,
así como que esta transición tiene efectivamente lugar en el interior de las estrellas. La
ininterrumpida generación de materia nueva podría estar en alguna relación con las
inmensas energías de la radiación cósmica. Por lo tanto, si el concepto de sustancia ha de
conservar algún sentido, hay que transferirlo a la única magnitud que propiamente
existe: los discretos cuanta efectivos».2
El libro Physics and Philosophy del astrónomo y físico sir James Hopwood Jeans
(1887-1946) contiene la siguiente opinión:«El que a los remanentes fantasmales de la
materia se les ponga la etiqueta como materia o se les dé cualquier otro nombre es
simple cuestión semántica. La física cuántica no es del todo adversa a un idealismo
objetivo similar al que profesaba Hegel».3
Aseveraciones como éstas indican hasta qué punto la pretendida consistencia de la
materia se disuelve en campos de fuerza realmente inasequibles. Parece como si, para los
físicos cuánticos, la misma materia se hubiese desmaterializado.
En la actualidad se propone a los quarks como los componentes fundamentales de la
materia y se han determinado los cuatro tipos de fuerza que los unen. Aun después de la
20
reciente detección del último de ellos, el quark top, en un laboratorio de física de
partículas de Chicago, la provisionalidad del esquema actual se refleja en las siguientes
palabras de uno de sus descubridores: «Los quarks se muestran como elementales al
nivel actual de resolución en los aceleradores, que es de 10-16 cm. No obstante, conviene
recordar que cada vez que ha aumentado el poder de resolución de la instrumentación
experimental, la materia ha mostrado una nueva estructura interna aún desconocida».
Un científico de hoy, si pretende ejercitar un pensamiento exacto y correcto, no puede
ni siquiera preguntarse por la realidad del átomo, ni por su naturaleza. Se considera
satisfecho si, asumiéndolo, puede predecir correctamente los eventos físicos que estudia.
Solamente en este sentido el átomo es una realidad para él.
Como se ve, nuestra percepción de la materia ha cambiado notablemente con el
transcurso de los siglos y el hecho es que hoy su verdadera naturaleza sigue siendo un
enigma. El cambio de visión, no sólo sobre la materia, sino sobre muchos otros aspectos
de la naturaleza es un dato inequívoco y ha de corresponder, sin duda, a una nueva fase
en la evolución de la conciencia de la humanidad. El ser humano evoluciona
biológicamente, pero parece evolucionar más rápidamente en sus ideas y en la imagen
que se forma del mundo.
Este hecho no es suficientemente valorado por algunos científicos y eso hace que se
aferren a imágenes del mundo ya superadas, como la imagen atomista o la imagen de
causa y efecto de la mecánica de Newton. El biólogo Günther Wachsmuth observa: «Es
asombroso que mientras que la física moderna, por ejemplo, la teoría cuántica de Planck,
Schrödinger y Heisenberg, y otras ideas sobre la naturaleza de la materia (la
sustancialidad física que constituiría los mundos orgánico e inorgánico), se han
transformado casi completamente en los años recientes, los biólogos, los zoólogos y
otros investigadores de las ciencias de la vida siguen trabajando conceptualmente con
una materia que de hecho ha dejado de existir en esa forma para los físicos».4
John Mc Fadden, profesor de Biología Molecular en la Universidad de Surrey, ha
declarado recientemente: «La vida es un fenómeno extraordinario, cuya existencia y
cuyo origen requieren una explicación extraordinaria. Los organismos vivos están
controlados por una sola molécula: ADN. Pero el estudio de la física nos dice que el
comportamiento de las moléculas no se rige por las leyes clásicas, sino por las extrañas
leyes de la mecánica cuántica. Las implicaciones que esto tiene para la biología no han
sido nunca exploradas».5
Algunos biólogos están bien informados pero, al ser incapaces de emprender la
revolución necesaria, adoptan un relativismo radical. Para ellos todo conocimiento es
convencional y preguntar por la naturaleza de la materia o de la vida no es más que un
juego social. En principio, esta labor de deconstrucción sería útil si sirviera para
desmontar la autocomplacencia de la ciencia. Pero al final no se ofrece nada en su lugar,
siendo el resultado de la deconstrucción un montón de ruinas desorganizadas. Para los
que siguen esta corriente nihilista el cambio evolutivo existe, pero la misma evolución
no tiene sentido, es un azar. En esta situación encontramos, paradójicamente, a la
práctica totalidad de los biólogos que siguen el modelo neodarwinista de la evolución.
21
Hay otra vía que, por ser la más exigente, rara vez se sigue. Se requiere una
concepción de la materia, de nosotros mismos y de la naturaleza en general, que ve
mayor riqueza y profundidad de las que permite el paradigma mecanicista. Goethe, entre
otros, luchó y se movió en dicha concepción, descubriendo un nuevo modo de observar
los fenómenos de la naturaleza, en el cual lo físico puede abrirse a lo suprafísico. Su
respuesta al nihilismo actual en el campo de la ciencia habría sido la misma que ya dio a
Hegel y a los lectores de sus obras científicas: «Aferraos a los fenómenos. Si los sabéis
ver, si sabéis aplicarles conceptos que congenien con su naturaleza, se convertirán ellos
mismos en la teoría».
Descubrir los aspectos de la verdad que la ciencia moderna ha perdido e intentar
recuperar la sabiduría antigua en su vieja forma sería imposible sin recurrir a una forma
de fe. Y el espíritu de los tiempos requiere que el conocimiento ocupe el lugar de la fe.
¿Hay pues algún medio moderno por el que la verdad contenida en los mitos antiguos
pueda hacerse asequible a la ciencia? ¿Es posible alcanzar la certeza de que la realidad
contiene otras dimensiones que no perciben los sentidos físicos y hacerlo de manera que
pueda satisfacer a una conciencia científica?
Hemos planteado la posibilidad de que las facultades clarividentes que permitían al
hombre de la antigüedad obtener conocimiento de otras dimensiones se hayan
transformado en la capacidad intelectual del hombre moderno. Si esto fuera así, ¿el
desarrollo de este intelecto crítico significa que la evolución mental humana ha llegado a
su fin? ¿O es más bien el modesto inicio de una nueva era? Aceptando que las fuerzas
macrocósmicas que antaño dirigieron al hombre desde el exterior han dado paso a
fuerzas que se despiertan en nuestro interior, no podríamos excluir que en una nueva
transformación las semillas de nuevas facultades estén a punto de germinar.
Si queremos saber la causa de la sonrisa de un amigo, seguro que parecerá
extravagante e inútil tomar su presión sanguínea o hacerle un electroencefalograma. Pero
lo averiguaremos inmediatamente si observamos su rostro con sensibilidad y empatía.
Éste es el camino de Goethe en relación a la naturaleza, su poder de juzgar por la
mirada. Esta actitud supone una gran exigencia para el investigador: no partir de
hipótesis previas, sino dejar que los fenómenos mismos muestren la teoría.
Algo que siempre fue conocido en el ambiente cultural germánico se ha ido abriendo
paso últimamente en círculos científicos del mundo cada vez más amplios: Johann
Wolfgang von Goethe (Francfort del Main, 28/8/1749-Weimar, 22/3/1832) no fue
solamente un genio literario, pues su modo de pensar basado en la observación atenta de
la realidad, más que en abstracciones o hipótesis, condujo a visiones completamente
nuevas de la naturaleza. De hecho dedicó muchos años de su vida (desde 1777 hasta su
muerte) a la investigación científica. Sus trabajos e ideas se extendieron a campos tan
diversos como la geología, la meteorología, la osteología, la botánica y el desarrollo de
las plantas, la morfología, la embriología y la naturaleza de la luz y del color. En su
época, su teoría ondulatoria de la luz perdió la partida contra la teoría corpuscular de
Newton. Hoy tenemos desde luego ambas teorías gracias a la física cuántica, pero esto
sucede después de un largo viaje a través del mecanicismo reduccionista.
22
En el sistema goetheano se defiende que el investigador llegue a poder juzgar a partir
de la observación y a poder ver el fenómeno particular ligado a la globalidad. Goethe,
como pensador dinámico, mueve siempre su pensamiento entre polaridades y
metamorfosis; y en este sentido es el primero en usar como herramienta de conocimiento
la polaridad esencial que se encuentra en todos los fenómenos de la naturaleza: luzoscuridad en su obra La teoría de los colores y expansión-contracción o vida-materia, en
su obra La metamorfosis de las Plantas.
Recientemente, algunos físicos como Fritjof Capra, volviendo sus ojos a Oriente, han
caído en la cuenta del paralelismo entre el extravagante comportamiento de la materia a
nivel subatómico y las filosofías orientales del Tao, desconociendo que están basadas en
la misma ley de la polaridad que consideraba Goethe.
La aportación más interesante de Goethe es su modo particular de hacer ciencia,
porque es opuesto al paradigma mecanicista y reduccionista de Newton y de Laplace. Es
fundamental su insistencia en que el científico no es un observador pasivo de un
universo externo, sino que está comprometido en una relación recíproca y participativa
con la naturaleza y por ello el observador es capaz de interactuar con lo observado.
Como comentaremos en el último capítulo del libro, a una conclusión parecida han
llegado un siglo más tarde los físicos cuánticos.
En sus obras científicas, Goethe apunta a la emergencia de nuevas facultades humanas
de observación y probablemente por eso fueron incomprendidas en su época. A pesar de
que la corriente de biólogos y naturalistas que se inicia con la obra científica de Goethe
haya sido minoritaria desde el siglo XIX, ha llegado hasta nuestros días, mayormente con
científicos de lengua alemana e inglesa, entre los que destacan Ernst Lehrs, Hermann
Poppelbaum, Adolf Portmann, George Adams, Theodor Schwenk, Lawrence Edwards y
Arthur Zajonc, entre otros.*
23
A
LQUIMISTAS EN EL JARDÍN
O LAS PLANTAS CONTRA LAVOISIER
En la química ortodoxa, uno de los principios más arraigados es el de la
conservación de la materia, que estableció Lavoisier: «La materia no se crea ni se
destruye, sólo puede transformarse». De él se deduce que no es posible crear un
elemento nuevo a partir de una reacción química. La mayoría de los químicos también
insisten en que todas las reacciones en los sistemas vivos son de naturaleza química.
Como consecuencia, creen firmemente en un dogma: la química puede y debe explicar
todos los fenómenos de la misma vida. Y sin embargo, ¡hay una serie de experiencias
históricas que se enfrentan decididamente al dogma!
En 1799, Louis Nicolas Vauquelin, gran químico contemporáneo de Lavoisier, estaba
intrigado por la gran cantidad de calcio que las gallinas excretan cada día. Aisló una
gallina y la alimentó con avena cuyo contenido de óxido de calcio había medido.
Vauquelin analizó los huevos y las heces y encontró que se había excretado cinco veces
más calcio del que se había consumido. Concluyó que aquel calcio había sido creado,
pero no pudo averiguar cómo había sucedido.
En 1882, el filósofo Wilhelm Heinrich Preuss, en su libro Geist und Stoff (Mente y
materia), menciona las experiencias del barón Albrecht von Herzeele, de Hannover. Éste,
en su obra El origen de las sustancias inorgánicas, publicada en 1883, parece ofrecer la
prueba experimental de que las plantas, en lugar de limitarse a absorber materia de la
tierra y del aire, están constantemente creándola.
Más de quinientos análisis, realizados entre 1875 y 1883, demostraban el aumento del
contenido de potasio, magnesio, fósforo, calcio y azufre en las semillas germinadas en
agua destilada. Durante los experimentos las semillas fueron colocadas en recipientes de
porcelana y cubiertas con campanas de vidrio equipadas con filtros para impedir el paso
del polvo.
La ley de la conservación de la materia de Lavoisier hacía esperar que se encontraría
exactamente el mismo contenido de minerales en las plantas cultivadas en agua destilada
que en las semillas de las que se partía. Pero los análisis de Herzeele indicaban un
aumento claro, no sólo del peso total de la ceniza mineral, sino de cada uno de sus
componentes.
Herzeele llevó a cabo más experimentos sustituyendo el agua destilada por sales
expresamente disueltas en el agua y encontró que las semillas germinadas en una
solución de fósforo en cierta concentración, hacían disminuir el contenido final de
fósforo en el líquido, pero las plantas mismas no mostraban aumentos de fósforo, sino de
azufre. Todo parecía indicar que las plantas pueden fabricar azufre a partir de fósforo.
Del mismo modo las experiencias parecían demostrar la existencia de una cadena de
relaciones o transmutaciones atómicas que iba desde el dióxido de carbono al magnesio,
24
luego al calcio, de éste al fósforo y por último al azufre: CO2 → Mg → Ca → P → S. En
otros experimentos estableció la formación de potasio a partir de nitrógeno: N → K
Herzeele llega a una serie de conclusiones muy novedosas para los científicos de su
tiempo:
• La transmutación de las sustancias ocurre ordinariamente en todos los seres vivos,
pues es propio de la vida crear sustancias en primer lugar y luego transformarlas en otras
en el interior de los organismos.
• La naturaleza no ha creado el calcio, el magnesio, el fósforo y el potasio y luego ha
hecho las plantas a partir de esos elementos, como en un laboratorio, sino que ha sido
capaz de crear las plantas porque preexistía una idea o prototipo creativo que implica a
cada uno de tales organismos.
• Los variados componentes materiales son arrastrados o generados dentro de esa idea
viviente, fundidos en una forma global, de modo que los elementos químicos son
subproductos, no creaciones originales.
• Los elementos básicos que descubre la química actual no son sustancias primarias, y
cuando nos damos cuenta de que están en un flujo constante de creación, desaparición y
cambio, dejan de parecernos básicos o simples.
Estas ideas y descubrimientos fueron recibidos con el más profundo silencio por las
academias oficiales de su país, que sostenían que los fenómenos biológicos podían
explicarse atómicamente según las leyes químicas. De hecho, la mayor parte de las obras
de Herzeele no lograron llegar a las bibliotecas. Fue el bioquímico Rudolf Hauschka
quien, al encontrar una colección de sus obras en Berlín cincuenta años más tarde,
decidió reanudar los experimentos. Hacia la década de 1930, tras más de diez años de
experimentación con aparatos mucho más precisos, confirmó todos los hallazgos que en
la época de Herzeele habían parecido fantásticos a sus contemporáneos.
Pero Hauschka dirigió también sus investigaciones sobre un aspecto que no menciona
Herzeele: la disminución, en ocasiones, del contenido material. Los semilleros,
alimentados sólo con agua doblemente destilada e instalados dentro de recipientes
herméticos de vidrio, mostraban una ganancia de peso o aparición extraordinaria de
sustancia y luego, a ciertos intervalos, una pérdida de la misma, demostrando que parte
de la masa pasaba a un estado imponderable. Las plantas no sólo podían generar materia
desde una esfera no material, sino también desmaterializarla de nuevo, observándose una
emergencia y desaparición de materia en secuencia rítmica, en coincidencia con las fases
de la Luna [véase la figura 1]. Este descubrimiento de Hauschka equivale a decir que los
seres vivos están infringiendo la ley de la conservación de la masa/energía, pues hay
apariciones y desapariciones de masa en cantidad ponderable en ausencia de cambios
apreciables de energía.
Hacia 1950, Henri Spindler, director del Laboratorio Marítimo de Dinard (Francia),
investigó el origen del yodo en las algas y encontró que el alga Laminaria era capaz de
producirlo a partir de agua que no contenía nada de yodo.
Poco más tarde, el químico Pierre Baranger, director del Laboratorio de Química
Orgánica de la Escuela Politécnica de París, quedó intrigado al conocer los experimentos
25
de Herzeele y creyó que el número de pruebas había sido insuficiente.
Figura 1. Aparición y desaparición rítmicas de materia siguiendo las fases de la
Luna (observaciones hechas en plantas de trigo creciendo en agua destilada). Estudios
realizados por Rudolf Hauschka en la década de 1930 y confirmados posteriormente por
Pierre Baranger y otros investigadores.
Decidió repetir los experimentos con todas las precauciones posibles y extendiendo el
número de pruebas para obtener datos estadísticos. Su investigación duró diez años y
supuso miles de análisis. Verificó el contenido de sodio, potasio y calcio de semillas de
arveja antes y después de la germinación en agua doblemente destilada en la cual se
añadía o no cloruro cálcico. Se seleccionaron centenares de lotes de semillas de 7 a 10
gramos cada uno, pesados con precisión de 1/100 de miligramo y luego se dejaron
germinar en un ambiente aislado y controlado.
Las semillas tratadas con cloruro cálcico mostraron un aumento enorme, del 10 %, en
su contenido de potasio. Ninguno de los especialistas que examinaron el trabajo de
Baranger fue capaz de encontrar algún error experimental.
Baranger, en una entrevista concedida a la revista Science et Vie en 1959 declara:
«Mis resultados parecen imposibles, pero ahí están. He tomado todas las medidas de
precaución posibles. He repetido muchas veces los experimentos. He realizado durante
años millares de análisis. He hecho que terceras personas comprobasen los resultados,
sin que supiesen a qué se referían. He empleado diversos métodos. He cambiado de
experimentadores. Pero no hay evasiva posible, tenemos que someternos a la evidencia
de que las plantas conocen el antiguo secreto de los alquimistas. Todos los días y ante
nuestros mismos ojos están transmutando los elementos.
«Mis resultados confirman las conclusiones generales de von Herzeele y permiten
pensar que, bajo ciertas condiciones, las plantas son capaces de generar elementos
26
químicos que no existían antes en su entorno. En el campo subatómico, la planta nos
suministra un ejemplo de transformación que nosotros no somos capaces de realizar en
el laboratorio sin poner en acción partículas de alta energía. Parece que las
consecuencias teóricas en el campo de la física subatómica no son desdeñables».6
El ingeniero y biólogo Louis Kervran publicó en 1960 su obra Las transmutaciones
biológicas y la Física moderna que le valió su nominación para el premio Nobel. En este
libro propone varias reacciones biológico-nucleares que podrían ayudar a explicar el
fenómeno. Según Kervran, no sólo las plantas, sino los animales y los seres humanos
transmutan de una manera rutinaria los elementos que ingieren, como parte de su
metabolismo ordinario.
La mayor parte de las transmutaciones ocurren entre los primeros veinte elementos de
la Tabla Periódica. Además, se observa que a menudo entran en juego el hidrógeno o el
oxígeno. Así, la transmutación del potasio en calcio se realiza añadiendo un protón del
hidrógeno.
Las transmutaciones de fusión siguen reglas como:
Esto es revolucionario, ya que, según la teoría física ordinariamente aceptada, los
niveles de energía requeridos para tales transmutaciones nucleares son miles de millones
mayores que las energías que se barajan en los sistemas biológicos.
Algunas de estas hipotéticas reacciones están ilustradas en las figuras del esquema de
la página siguiente.
Asimismo se han reportado reacciones inexplicables de fisión nuclear del tipo:
Como es sabido, las cáscaras de los huevos de gallina contienen gran cantidad de
calcio. Kervran reporta en su libro un experimento en el que un grupo de gallinas estuvo
confinado en un área en la que no existía ninguna fuente de calcio y se excluyó
totalmente este elemento en la dieta de los animales. La deficiencia de calcio se hizo
evidente después de unos días, cuando las gallinas comenzaron a poner huevos con
cáscaras blandas. Entonces se les suministró mica purificada, que contiene potasio, pero
no calcio.
27
Kervran describe lo que sucedió: «Las gallinas saltaron rápidamente sobre la mica y
comenzaron a rascar sobre ella, a lanzarla al aire y a picotearla. Los huevos que pusieron
a continuación tenían cáscaras normales (de 7 g de peso). Así pues, parece que tras las
20 horas que pasaron desde que comieron mica, las gallinas habían transformado un
suministro de potasio en calcio. Un experimento semejante, usando la misma mica, fue
llevado a cabo con gallinas de Guinea durante un período de 40 días. La administración
de este mineral se suspendió en tres ocasiones y cada vez los animales volvieron a poner
huevos con cáscara blanda».7
Se podría pensar que el calcio de la cáscara del huevo lo extraían las aves de sus
propios huesos. Pero si eso fuera así, ¿porqué se obtenían cáscaras blandas cuando la
mica era retirada y los huevos volvían a ser normales cuando se les suministraba ese
mineral a las gallinas?
Para evitar la conclusión de que las gallinas transmutan el potasio en calcio,
deberíamos demostrar que, de alguna manera, la mica estimula un mecanismo
metabólico en el que el calcio empleado en la producción de las cáscaras es extraído a
partir de los huesos de las gallinas.
Esto último pudo ser completamente refutado cuando se alimentó a las gallinas con
mica, es decir, con una dieta sin nada de calcio, durante un período de tiempo
suficientemente largo para que el calcio de sus huesos fuera totalmente agotado en la
producción de huevos. Cuando después de este período, las gallinas siguieron
produciendo cáscaras de huevo que tenían calcio en la cantidad normal, se pudo concluir
que este elemento no estaba siendo tomado de sus huesos. Llegados a este punto, no
28
queda otra alternativa que admitir la transmutación del potasio en calcio por medio del
metabolismo propio de las gallinas.
Opina Kervran que en la naturaleza viviente existe, bajo el nivel de la química
molecular clásica de Lavoisier, otro más profundo de química nuclear que asocia,
disocia, hace surgir y destruye los nucleones, componentes de los núcleos atómicos.
Sabemos que en las combinaciones moleculares se produce energía calórica. Pero para
alcanzar una acción en el nivel nuclear habría que añadir una energía muchísimo más
poderosa, la correspondiente a la fisión o a la fusión. Lo que queda por explicar es por
qué no se liberan estas fantásticas energías en las transmutaciones biológicas.
Más evidencias. El bioquímico H. Komaki, jefe del Laboratorio de Microbiología
Aplicada de la Universidad de Mukogawa en el Japón, publica en 1967 sus experimentos
con microorganismos de distintas familias como el Aspergillus niger y el Saccharomyces
cerevisiae, probando que durante su crecimiento son capaces de transmutar el sodio en
potasio.
En 1978 los estudios realizados por el ejército de los Estados Unidos aportaron una
interesante contribución. El informe final fue publicado en mayo de aquel año por el
U.S. Army Mobility Equipment Research and Development Command.
En él se puede leer: «El propósito del estudio fue determinar si las recientes
revelaciones de transmutaciones elementales sucediendo en entidades biológicas han
revelado nuevas fuentes de energía posibles. Han sido estudiados los trabajos de
Kervran, Komaki y otros, y hemos concluido que, verificada la existencia de tales
transmutaciones (Na a Mg, K a Ca y Mn a Fe), se ha producido un excedente neto de
energía. Se ha propuesto un mecanismo en el que el trifosfato de adenosina y Mg (MgATP), localizado en las mitocondrias de la célula, jugaría un doble papel como productor
de energía.
»Además del conocido papel bioquímico del Mg-ATP, según el cual se libera energía
al mismo tiempo que por partes se va desintegrando, ese componente podría también ser
considerado como un ciclotrón a escala molecular. Cuando el Mg-ATP se coloca en
capas, una encima de otra, tiene todos los atributos de un ciclotrón de escala molecular,
de acuerdo con los requerimientos establecidos por Ernest Orlando Lawrence, inventor
del ciclotrón. La conclusión principal del estudio es que las transmutaciones elementales
están ciertamente ocurriendo en los organismos vivos y están probablemente
acompañadas por una ganancia neta de energía».8
Con toda esta larga serie de evidencias cualquier científico desprejuiciado puede
reconocer que los sistemas vivos son capaces, por un medio aún desconocido, de crear
materia y de transmutar un elemento químico en otro. La brizna más diminuta de césped
y la planta más frágil de tulipán o de geranio pueden lograr silenciosamente lo que ha
sido imposible hasta ahora a los físicos nucleares: la transmutación de los elementos con
baja energía, sin necesidad de los gigantescos y costosísimos aceleradores de partículas.
Es un hallazgo sorprendente: los alquimistas viven en nuestro jardín.
Lo cierto es que la investigación sobre el fenómeno de la transmutación biológica
continúa casi en la oscuridad, prácticamente desconocida de la mayoría de los biólogos.
29
Es, decididamente, una anomalía que desafía al actual paradigma científico. Sólo cabe
esperar que pronto se establezca como un campo legítimo y popular de investigación, ya
que ello proporcionará sin duda grandes avances al conocimiento de las propias leyes de
la vida.
30
EL CUARTO ESTADO DE LA MATERIA
El ingeniero Ernst Lehrs (1894-1979), en su obra fundamental Man or Matter,
desarrolla un concepto que podría dar explicación tanto a las transmutaciones biológicas
como a los fenómenos asociados de aparición de materia nueva o de desaparición de
materia. Se trata de la consideración de un cuarto estado de la materia, que se
distinguiría radicalmente de los otros tres, gases, líquidos y sólidos, por su
imponderabilidad, es decir, por la ausencia de peso y de otras condiciones físicas
habituales.
Es un hecho conocido desde hace tiempo que la sustancia ponderable puede ser
llevada a una condición puramente dinámica, aunque la verdadera significación de esto
sobre el concepto mismo de la materia no ha sido aún reconocido. El método para
conseguir ese efecto está asociado con la escuela de medicina conocida como
homeopatía.
La palabra homeopatía significa curar por medio de lo semejante. Aunque la medicina
homeopática moderna se basa en gran medida en el trabajo del doctor alemán Samuel
Hahnemann (1755-1843), la ley de la similitud ya había sido descrita por los médicos de
la Antigüedad y el Renacimiento, como por ejemplo, Hipócrates, Galeno y Paracelso.
El principio básico es tratar la enfermedad con sustancias altamente diluidas. Estas
sustancias, cuando las ingieren sujetos sanos en cantidades normales, es decir, no
diluidas, producen síntomas, indicadores clínicos y estados patológicos similares a los de
la enfermedad. La experiencia ha demostrado que el efecto fisiológico de una sustancia
que se extrae de la naturaleza se invierte cuando la sustancia se encuentra altamente
diluida.
El método para obtener la dilución o potenciación es el que sigue. Se toma un
volumen de la sustancia y se disuelve en nueve veces ese volumen de agua destilada. Se
consigue así una disolución de 1:10, que se simboliza como D1. Una décima parte de ese
líquido se mezcla otra vez con nueve veces ese volumen de agua destilada. El grado de
potenciación es ahora 1:100 o D2. Se continúa este proceso sucesivamente hasta donde
se considere necesario para cada caso. Después de cada dilución se somete el líquido a
una vigorosa agitación.
Las sustancias insolubles pueden ser tratadas igualmente, con tal de triturarlas
conjuntamente con cierta cantidad de un polvo neutro, generalmente lactosa. Tras varias
etapas de trituración ya es posible disolver el polvo en agua y se puede continuar el
proceso de dilución antes descrito. En este caso se ha conseguido la transferencia de la
cualidad de la sustancia original, en sí insoluble, al medio neutro disolvente. Este solo
hecho ya nos muestra que la potenciación nos conduce a un nivel de efectos materiales
inexplicable a partir del concepto científico ordinario de la materia.
31
Además, podemos elevar todo lo que queramos el nivel de dilución sin que se
destruya la capacidad de la sustancia para producir reacciones fisiológicas. Por el
contrario, después que la capacidad original de la sustancia es reducida a un mínimo por
medio de la primera dilución (1:10), diluciones posteriores le confieren características
opuestas a las iniciales y el poder de causar reacciones de hecho cada vez más poderosas.
Un simple cálculo utilizando el número de Avogadro, es decir, sabiendo que una
cantidad de sustancia igual a su peso molecular en gramos contiene 6.02214199 × 1023
moléculas, nos muestra que, a partir de una cierta potenciación, no queda ni una sola
molécula de la sustancia original en el agua de la disolución. A pesar de ello, las
reacciones biológicas y otros efectos asociados continúan presentándose y hasta se
refuerzan cuando seguimos aumentando el grado de dilución.
Lo que muestra este proceso de potenciación es que una sustancia puede ser llevada
más allá de las condiciones ponderables de la materia, es decir, hasta el dominio de los
efectos puramente funcionales y dinámicos. Y ello se logra en base a repetidas
diluciones que provocan expansión de la sustancia en el espacio, acompañadas de
agitaciones de la mezcla. Por esta razón, la potenciación de las sustancias físicas
adquiere una significación para la ciencia que va mucho más allá que su solo uso
médico.
Si existen procesos en que la materia atraviesa la dirección ascendente desde el estado
ponderable al estado de pura fuerza, cabe esperar que encontremos también procesos que
ocurran en la dirección opuesta, en que la materia pase desde el estado imponderable o
puramente dinámico al estado ponderable o físico.
Obviamente, para ello debemos dirigir la mirada al campo de lo biológico. La
naturaleza nos ofrece una guía en el fenómeno de la fotosíntesis o proceso de asimilación
en las plantas. Con la ayuda de la clorofila de las hojas verdes la planta construye las
partes vivas de su organismo. Al inhalar el dióxido de carbono del aire, lo reduce gracias
a la energía radiante de la luz solar y, combinándolo con el agua, lo condensa en forma
de azúcar y de almidón.
Hay plantas, como las leguminosas, que son capaces de absorber nitrógeno del aire y
fijarlo en sus nódulos radicales, gracias a la ayuda de bacterias. Pero el carbono y el
nitrógeno no son ni mucho menos las únicas sustancias recibidas por la planta desde el
aire. Las investigaciones han demostrado que, además de esos elementos, absorbe de su
entorno atmosférico otros como el fósforo, el potasio y el zinc. Estas sustancias no se
almacenan totalmente en su organismo, pues una parte es transferida al suelo en que
vive.
Estos conocidos fenómenos de asimilación operan simultáneamente a los enigmáticos
fenómenos implicados en las transmutaciones biológicas. No olvidemos que entre éstos
se incluyen la desmaterialización de parte de las sustancias y la materialización a partir
de la nada, según prueban los estudios de Hauschka, Kervran y otros investigadores.
Se puede pues establecer de forma fenomenológica la existencia del contraproceso
natural a la potenciación homeopática de la materia, es decir, la condensación de la
sustancia desde un estado dinámico-cósmico al estado de existencia ponderable.
32
Existen por lo menos dos especies de plantas pertenecientes al género Tillandsia que
pueden representar un caso modélico de este contraproceso de materialización. Se trata
de la Tillandsia usdenoides [figura 2], conocida vulgarmente como musgo español y de
la Tillandsia recurvata [figura 3], que también recibe el nombre de clavel del aire.
Ambas son originarias de la zona tropical de América y han recibido su nombre del
botánico sueco Elias Tillands. Tienen la singular peculiaridad de que crecen y florecen
sin tomar nutrientes del suelo ni de ninguna fuente de materia física ordinaria. Su hábitat
natural es la corteza seca de los árboles de las selvas vírgenes, aunque no se las puede
considerar parásitas pues carecen de raíces y no toman materia alguna del árbol. Pero
desde que la civilización invadió sus áreas de crecimiento, han adquirido la costumbre de
crecer sobre los alambres y los postes de los tendidos eléctricos y telefónicos, así como
sobre las alambradas de los campos.
El análisis químico de las cenizas de la Tillandsia usdenoides muestra una presencia
de una media de 17 % de hierro, un 36 % de ácido silícico y un 1,85 % de ácido
fosfórico. Se pensó que la fuente de estas sustancias sería el agua de lluvia. Pero estudios
detallados demostraron que en el distrito donde crecía la Tillandsia el agua de lluvia
contenía un 1,65 % de hierro, un 0,01 % de ácido silícico y no tenía contenido alguno de
ácido fosfórico. Todos los esfuerzos para explicar el verdadero origen de las sustancias
que asimila la planta han fracasado.
La Tillandsia es un enigma que no puede resolverse si no comprendemos que es un
caso extremo del fenómeno de las transmutaciones biológicas que suceden
ordinariamente, aunque en menor escala, en todas las plantas.
Figura 2. Tillandsia usdenoides.
Como veremos en el siguiente capítulo, estos fenómenos apuntan a que por lo menos
parte de los minerales de que están compuestas las plantas pueden derivar directamente
33
de los dinamismos provenientes del espacio, al que ellas pertenecen por derecho propio,
dada la continua interacción que establecen entre la Tierra y las energías que provienen
del Cosmos.
Figura 3. Tillandsia recurvata.
Llegados a este punto, podemos comparar de una forma esquemática los dos procesos:
la potenciación homeopática y la creación de materia.
Potenciación: Materia → Medio (agua) → Ritmo → Fuerzas cósmicas
Creación de materia: Fuerzas cósmicas → Ritmo → Vida (en el agua) → Materia
Según esta conclusión, la potenciación sería nada menos que el proceso polar u
opuesto a lo que llamamos creación de materia.
Veremos que, cuando se toman en toda su dimensión, los descubrimientos que rodean
a las transmutaciones biológicas y los mencionados cambios de estado de la materia
tienen consecuencias enormes sobre el paradigma científico actual. A la creencia de que
la vida se originó a partir de una materia preexistente (recordemos que este supuesto no
ha sido demostrado en el laboratorio) habrá que contraponer la visión de un Cosmos de
fuerzas que ya no vemos con nuestros sentidos comunes y que hace surgir
continuamente el mundo visible y lo sumerge otra vez en formas inmateriales de
existencia. Los agujeros negros y la materia oscura son realidades macrocósmicas ya
34
muy comunes entre los astrónomos y los astrofísicos. Lo que es menos conocido es que
quizás están sucediendo fenómenos análogos a nivel microcósmico en todos los seres
vivos.
La materia ponderable sería la última etapa de condensación de este Cosmos
dinámico, y solamente cuando ese descenso ha ido más allá del ámbito de la vida,
obedece a las leyes mecánicas y químicas que gobiernan el reino mineral. Somos todavía
demasiado proclives a proyectar estas leyes de lo inerte a la esfera de la vida e incluso a
los espacios cósmicos, permitiendo que una visión parcial y sesgada del mundo haya
persistido durante siglos.
Si estudiamos la planta y los seres vivos en general con una mirada sensible a estos
hechos, quizás lleguemos a abandonar la idea de una materia indestructible según las
visiones de la química clásica, pues la misma física cuántica ha demostrado que la
materia ponderable es sólo una fase de un proceso dinámico universal.
* El lector encontará una extensa bibliografía en lengua inglesa sobre la
obra científica de Goethe en páginas 317 y 318
35
2. BUSCANDO LAS LEYES DE LO VIVIENTE
«La naturaleza no tiene ningún tipo de secreto que, en alguna parte, no muestre
desnudo a los ojos de un observador atento.»
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE.
36
PERSÉFONE RENACE CADA PRIMAVERA
Desde siempre las plantas han hablado a los sentimientos humanos a través del
esplendor de su color y de la gran variedad y elegancia de sus formas. ¿Pero cuál es el
mágico secreto que se expresa silenciosamente en el corazón de cada flor? Escondida en
la maleza del bosque o luciendo sobre el seto del jardín, con su mensaje eterno expresa
las mil modulaciones de un tema sublime. Quizás bastaría con que fuéramos capaces de
oírlo.
Parece ser que el hombre primitivo aún podía escuchar este lenguaje de la naturaleza,
aunque lo hacía sumergido en un estado visionario, como de ensueño. Lo que está
probado es que todavía hoy los indígenas de algunas tribus amazónicas, africanas y
australianas pueden hacerlo. Seguramente fue este tipo de visión el que permitió a
nuestros antepasados el conocimiento directo de las virtudes curativas de las plantas y el
que inspiró los mitos y las leyendas que nos han transmitido tanto las culturas de la
antigüedad clásica como las de los aborígenes actuales.
Pero desde la aparición de la filosofía en la civilización griega y más tarde con el
desarrollo de la ciencia, la humanidad se ha ido adentrando cada vez más
conscientemente en los misterios de la naturaleza. Está claro que el pensamiento
científico de los últimos siglos ha enfocado la atención casi exclusivamente hacia el
mundo inorgánico y, con los secretos arrancados de este ámbito de la materia inerte, la
técnica ha modelado en gran manera nuestra vida moderna. En el lenguaje de los mitos
clásicos, este lugar oscuro de la materia es el reino de Plutón, el dios de los mundos
subterráneos, y es justamente en el advenimiento de la era atómica, que es la era del
plutonio, cuando hemos empezado a oír los temibles estruendos de esas profundidades.
En los mitos encontramos la personificación de los seres activos que, según la visión
espiritual de los antiguos, rigen los destinos del mundo y que, a cierto nivel, se
manifiestan en las fuerzas de la naturaleza. Así, Deméter es una divinidad perteneciente
a la generación de los dioses olímpicos y está identificada con la Tierra-Madre, como la
etimología de su nombre dórico indica. También se la relaciona con una diosa más
antigua, Gea. Deméter sería, en concreto, la diosa de la tierra cultivada, especialmente
del trigo y de los cereales, y está estrechamente vinculada a su hija Perséfone, que
personifica a la biosfera terrestre y a la primavera.
Según el mito, Perséfone está recogiendo flores de adormidera en un prado cuando se
abre la tierra y Plutón la rapta para que reine con él en el Hades (los infiernos
subterráneos).
Deméter busca desesperada a su hija por todas partes, hasta que, al encontrarla
prisionera de Plutón, solicita y obtiene de la benevolencia de su esposo Zeus, que
Perséfone pueda pasar con ella la mitad del año.
37
Las celebraciones rituales del rapto de Perséfone y del dolor de Deméter tenían lugar
durante el otoño en el santuario de los misterios de Eleusis, cerca de Atenas [figura 4].
Enfebrero se celebraban las pequeñas eleusinas, dedicadas al regreso de Perséfone al
mundo de los vivos y que servían para señalar el primer rebrotar de las plantas y el
pronto inicio de la primavera. El folklore de muchos pueblos europeos conserva los
arquetipos de Perséfone y Deméter bajo las figuras de la “Doncella de la cosecha” y la
“Madre del grano”.
Figura 4. Perséfone y Deméter.
Si nuestra interpretación es correcta, las imágenes de este mito nos estarían diciendo
que Perséfone, personificación de la biosfera terrestre, está parcialmente encadenada a la
parte material y visible, allí donde Plutón reina, pero existe otro mundo no material en el
que ella vive libre. Parece como si nosotros, hombres modernos sumergidos en la
búsqueda de las leyes de la materia, hayamos olvidado que las plantas, con su viviente
belleza y sus formas cambiantes, nos están hablando de la existencia de un reino distinto
al de Plutón. Veremos que ese reino en el que Perséfone vive libre lo podemos
identificar con el mundo ideal de los arquetipos.
Si esto es así, para comprender la naturaleza tal como se expresa en las plantas, no
tendríamos más remedio que alcanzar la llave de dos mundos: el de la materia, en que
Perséfone está atada, y el de los arquetipos ideales, en que ella es libre. En este sentido,
la planta sería como el arco iris, una creación situada entre la oscuridad y la luz, una
síntesis de dos mundos opuestos, representados también por la Madre-Tierra y el
38
Cosmos.
Así como el juego entre la luz, el aire y el agua crean esta maravilla que llamamos
arco iris, también las plantas crean la sustancia en sus hojas verdes, en concreto el
almidón, al asimilar los mismos elementos: luz, aire (dióxido de carbono) y agua.
El almidón se encuentra predominantemente en las hojas, en la zona media de la
planta. En el tallo, por la influencia de las fuerzas terrestres, se endurece y se convierte
en celulosa, llegando hasta la forma permanente de madera. Pero en el extremo superior
y bajo la influencia del Sol, se transforma en un elemento más delicado: el azúcar. El
refinamiento de la materia continúa a través de las etapas del néctar, el polen, la
fragancia de los aceites esenciales y el color brillante de la flor. Al avanzar la estación la
planta se acaba desvaneciendo, cae y es reducida a polvo. Hasta aquí la parte visible de
la vida de la planta. En este libro se intentará desarrollar científicamente lo que el mito
ya insinúa: que el ser de la planta procede del Cosmos, del seno del universo de las ideas
primordiales o arquetipos, y que cuando se desprende de la materia, vuelve otra vez a él.
Como hemos visto en el capítulo anterior, todo sucede como si el Cosmos tuviera sus
propias leyes vivas y sus ritmos, según los cuales organiza a la sustancia y la guía a
través de formas cambiantes, hacia la condición inmaterial de una fuerza celeste,
mientras que en otras ocasiones la devuelve a las formas de materia ponderable y
terrestre. Goethe parece intuirlo cuando lo expresa en forma poética en su Fausto (parte
primera, escena 1):
¡Cómo las partes se funden en el todo,
cómo vive y actúa lo uno en lo otro!
¡Cómo suben y bajan las celestes fuerzas
y los áureos cubos entre ellas se alcanzan!
¡Y con ondas de bendita fragancia,
desde el cielo, en la tierra penetran,
llenando de armoniosos sonidos todo el universo!
Al estudiar el fenómeno de las transmutaciones biológicas vimos que en este ascenso
y descenso sucede un cambio radical, pues de un estado de pura fuerza ligada al Cosmos
lejano se llega a otro estado más denso que llamamos materia y que ya es susceptible de
ser pesada y analizada químicamente.
Esta polaridad que existe en todos los fenómenos de la naturaleza la utiliza Goethe
como herramienta conceptual y de observación en sus estudios de botánica y en su teoría
de los colores. No se trata de una dicotomía, ni hay que confundirla con la clásica
dualidad de materia y espíritu. Se podría definir como la tensión entre dos centros
activos, que son polares o simétricos en todas sus características y cuya inte-rrelación se
manifiesta sobre todo en las metamorfosis que sufren los seres vivos. Uno de los polos es
terrestre, físico y centrípeto, y sus leyes se pueden explicar en el espacio ordinario
euclidiano. El otro polo es cósmico, ideal y periférico y, como veremos, ha de ser
estudiado en un espacio no-eucli-diano que posee características polares u opuestas a las
39
del espacio ordinario.
Según esta visión polar de la naturaleza, cuando después del juego de la vida la planta
material se desvanece, su ser -la Idea viviente o arquetipo de la especie que la hizo
germinar y crecer- volvería a los confines del Cosmos. La semilla que deja en la tierra,
semejante al mineral, no sería más que un áncora por medio de la cual el ser arquetípico
de la planta encontrará el camino de vuelta hacia el mundo de las apariencias materiales
cuando las circunstancias vuelvan a ser favorables. En la primavera, cuando la naturaleza
renace, la idea de la planta, la Perséfone de los griegos, comienza a encarnar de nuevo,
alcanzando la cima de su existencia visible hacia la mitad del año. Poéticamente
hablando, no es exagerado decir que el universo entero está involucrado en esta
reentrada de Perséfone en el mundo visible.
40
EL GENIO DE FARADAY
Hay efectos dinámicos que surgen de un contacto directo entre un cuerpo que actúa
como causa y otro que recibe el efecto. Pero también hay efectos en que los cuerpos
interac-túan a pesar de estar separados por una distancia más o menos grande. Tenemos
ejemplos de acción a distancia en la gravedad, la electricidad, etc.
Pero este tipo de acción no fue comprendido fácilmente. El mismo Newton estaba
preocupado por la cuestión de cómo explicar la acción a distancia en su teoría de la
gravedad y rehusó concebir ésta como una propiedad que los mismos cuerpos físicos
ejercían unos sobre otros a través del espacio vacío. En lugar de eso intentó plantear la
existencia de un agente extendido por todo el espacio que sería el causante de que las
masas físicas fueran impelidas una contra otra. Esta idea era desde luego demasiado vaga
para resolver el problema.
Esta indefinición en que quedó la naturaleza y el modo de acción de las fuerzas
gravitatorias encontró una solución gracias al genio y a la mente realista de Michael
Faraday (1791-1867). Al observar el efecto de un cuerpo cargado eléctricamente sobre
otro, lanzó la idea de que ellos se atraían o se repelían mutuamente, pero dando por
sentado que el efecto era causado directamente en el punto de ocurrencia. En otras
palabras, cuando un cuerpo cargado eléctricamente se sitúa en el espacio, todo el entorno
del cuerpo asume una condición dinámica. A esta condición Faraday la denomina campo
de fuerza. Así, si dos cuerpos se ponen en movimiento estando uno de ellos o los dos
cargados eléctricamente, lo que actúa sobre cada cuerpo es el campo eléctrico que llena
el espacio que les rodea.
Si aplicamos esto a los efectos de la gravedad llegamos a la imagen de la Tierra como
poseedora de un campo gravitatorio que tiene el centro dentro del globo terrestre y que
se extiende desde ahí en todas direcciones a través del espacio. Cada punto del espacio,
sea dentro o fuera de la Tierra, está caracterizado por una intensidad definida de ese
campo, lo que recibe el nombre de potencial gravitatorio. Los campos gravitatorios y
eléctricos, aunque son distintos, tienen una característica en común: poseen un centro
donde la intensidad del campo es máxima, y esta intensidad disminuye al alejarnos de él.
Aunque nos hemos acostumbrado a hablar de la fuerza de gravedad como una cosa,
de hecho, todo lo que tenemos son observaciones de efectos a distancia. Esto significa
que estamos infiriendo la gravedad a partir de los fenómenos que observamos, pero la
fuerza de la gravedad en ella misma no es un observable. Todos los campos caen en esta
categoría: no son observables directamente pero pueden ser inferidos a partir de sus
efectos sobre los cuerpos.
Para la mentalidad que se había adoptado al entrar en la Edad Moderna era natural
representarse el campo de la manera descrita, es decir, con un centro y una condición
41
dinámica que se extiende uniformemente alrededor de él, disminuyendo la intensidad al
alejarse. Es importante darse cuenta de que es ésta precisamente la situación de la
conciencia ordinaria del hombre actual, confinada en la cabeza. El lugar desde el cual el
hombre moderno observa habitualmente el mundo es un punto centrado dentro del
campo de esa conciencia y la intensidad con la que el mundo actúa sobre ella disminuye
tal como crece la distancia espacial a ese centro.
Este hábito tan arraigado en la manera de ver el mundo y del cual no se era del todo
consciente, impidió que el concepto de levedad fuera aceptado en la investigación
científica. Cuando el concepto de campo fue creado por Faraday, a nadie se le ocurrió
que con ello se abría el camino para comprender un tipo de campos no centrales,
distintos al gravitatorio y al eléctrico.
La consideración del cuarto estado de la materia, que es en realidad un estado
dinámico, nos conduce a una imagen en que se ve la Tierra penetrada y rodeada por un
campo de fuerzas levitatorio que es polarmente opuesto, en todos sus aspectos, al campo
gravitatorio terrestre. Puesto que este último alcanza su máxima intensidad en el centro
de la Tierra, el campo levitatorio deberá alcanzar su máxima intensidad en la periferia,
que se sitúa en algún lugar lejano del ancho universo. Sabemos que el campo
gravitatorio disminuye en intensidad al alejarnos del centro. De forma polar, la
intensidad del campo levitatorio decrece al alejarnos de la periferia, es decir, al
acercarnos a nuestro centro relativo.
Hay que tener en cuenta que la dirección del movimiento de los cuerpos se realiza, en
cualquier tipo de campo, desde las regiones de intensidad más baja hacia las regiones de
intensidad más alta. Esto implica que las cosas caen bajo la influencia de la gravedad y
se elevan por la influencia de la levedad.
Los campos de fuerzas gravitatorios y electromagnéticos, así como los
correspondientes a la fuerza nuclear débil y a la fuerza nuclear fuerte, se han vuelto
bastante familiares, por lo menos para los científicos, debido a que las propiedades
inferidas de esas fuerzas no demandan ninguna ruptura con los medios habituales de
medición. Los cuatro campos se deducen a partir de interacciones observadas entre
entidades. Estas interacciones tienen lugar en el espacio ordinario y se miden en el
tiempo, aunque en el caso de las fuerzas nucleares fuertes se ha debido recurrir a
probabilidades de ocurrencia.
En cambio, está claro que la existencia de un campo levitatorio de tipo periférico
obliga a revisar nuestro concepto ordinario del espacio, pues, para el espacio que
estamos acostumbrados a concebir, es decir, el espacio euclidiano de tres dimensiones, la
existencia de tal campo, con su característica de crecer en intensidad al aumentar la
distancia, es una paradoja.
Los matemáticos del siglo XIX concibieron una gran variedad de sistemas espaciales
no euclidianos que eran matemáticamente coherentes, aunque no parecían tener relación
alguna con la vida real. Entre ellos se encuentra el sistema espacial que permitió a
Einstein derivar su concepto de espacio-tiempo.
Algunos de esos sistemas espaciales han recibido posteriormente un desarrollo
42
matemático más o menos completo, mientras que en otras ocasiones todo lo que se ha
hecho es demostrar que son matemáticamente concebibles. Sin embargo, entre todos
estos espacios existe uno que es polarmente opuesto en todas sus características al
sistema euclidiano y, por esta razón, está destinado a ser el sistema espacial de la
levedad. Que ese sistema espacial no recibiera ninguna especial atención en la época de
su descubrimiento es un síntoma de que el pensamiento matemático del siglo XIX se
encontraba muy alejado de la realidad.
43
¿CÓMO SE LAS APAÑÓ LA MANZANA DE NEWTON
PARA SUBIR AL ÁRBOL?
Ernst Mach nos hace notar que las fuerzas físicas más elementales dependen del
universo entero. Así, la inercia de un objeto material, es decir, la resistencia que el objeto
opone a ser acelerado, no es una propiedad intrínseca de la materia, sino una medida de
su interacción con todo el resto del universo. Desde la óptica de Mach, si la materia
posee inercia, es porque hay otra materia en el universo. Cuando un cuerpo gira, su
inercia produce fuerzas centrífugas (esto se usa para secar la ropa en la centrifugadora de
una máquina de lavar, por ejemplo), pero estas fuerzas solamente aparecen porque el
cuerpo gira respecto a las estrellas fijas. Si esas estrellas desaparecieran de repente, la
inercia y las fuerzas centrífugas del cuerpo giratorio desaparecerían con ellas.
Este concepto de inercia, que ha venido a ser llamado “principio de Mach”, tuvo una
influencia decisiva sobre Albert Einstein, motivándole para desarrollar la teoría de la
relatividad general.
Ilya Prigogine, premio Nobel de química y maestro de investigadores, comentando sus
estudios sobre estados químicos en desequilibrio dice: «Los fenómenos en disoluciones
químicas alejadas del equilibrio, estudiados por nosotros, ilustran una propiedad esencial
e inesperada de la materia: puede decirse que las estructuras se adaptan a las condiciones
exteriores, constituyendo un tipo de mecanismo de adaptación prebiológico. En
condiciones muy alejadas del equilibrio, la materia empieza a ser capaz de percibir
diferencias en el mundo externo (tales como debilísimos cambios en los campos
gravitatorios o eléctricos) que nunca hubiese podido percibir en el equilibrio. Podemos
decir que la materia en equilibrio está ciega y que la materia muy alejada del equilibrio
capta».9
David Bohm, uno de los físicos más interesados en las implicaciones filosóficas de la
ciencia, relata un experimento que exaltó su imaginación. Consiste en dos cilindros
concéntricos de vidrio, cuyo espacio intermedio está lleno de glicerina. Si se coloca una
gota de tinta en el fluido y se hace girar el cilindro exterior, la gota es expelida en forma
de un filamento que se vuelve tan delgado que desaparece de la vista. Las partículas de
tinta se difunden completamente en la glicerina. Pero si a continuación se hace girar el
cilindro en el sentido opuesto, el filamento reaparece y se vuelve a convertir en gota; la
misma forma se vuelve a desplegar.
Bohm se dio cuenta de que cuando la tinta se difunde en el seno de la glicerina está en
un estado de desorden o caos, pero que posee un orden no manifiesto, escondido, que
hace que la gota se reproduzca a pesar de la difusión total de sus partículas.
Desde el punto de vista de Bohm, todos los objetos, entidades, estructuras y eventos
en el mundo visible o explícito que nos rodea son simplemente subtotalidades
44
temporales y autónomas, estables sólo de forma relativa. En realidad están derivadas de
un orden implicado más profundo, perteneciente a una totalidad indivisa.
Recientemente, el doctor japonés Masaru Emoto ha realizado y catalogado más de
10.000 fotografías de cristales de agua congelada. Las muestras de agua líquida son de
variada procedencia y tras ser sometidas a influencias externas controladas, a
continuación son enfriadas a 10°C bajo cero y fotografiadas con ayuda de un
microscopio. Las bellísimas y sorprendentes imágenes hexagonales de cristales de hielo
que Emoto ha obtenido así, demuestran la extrema sensibilidad del agua a las
vibraciones sonoras, a las influencias del medio ambiente y en general a los campos de
fuerza, tanto los del entorno cercano como los del Cosmos lejano.
Mach, Prigogine, Bohm y Emoto son sólo algunos ejemplos de investigadores
intuitivos que han planteado que la materia local, en ciertas condiciones, está en relación
activa con campos de fuerzas lejanos, en realidad con el resto del universo. Pero los
experimentadores que han estado más cerca del misterio de la materia viva que capta,
son sin duda los que, durante años, han investigado las transmutaciones biológicas.
Recordemos los trabajos de Herzeele, Hauschka, Baranger y Kervran.
La materia de un organismo vivo no sólo se encuentra en un estado muy alejado del
equilibrio físico y químico, sino que parece ser sensible y obedecer a campos de fuerzas
de comportamiento paradójico. Calificamos así el comportamiento de estos campos de
fuerza porque parecen ser indetectables de forma directa por los sistemas de medición de
que disponemos, pero por otro lado demuestran ser muy poderosos en su propio ámbito
de acción. Provocan fenómenos a cual más sorprendente para el estado actual de los
conocimientos de la física, sobre todo porque suceden a niveles de energía muy bajos. Se
ha observado la transmutación de ciertos elementos químicos, la desmaterialización (o
aparición de materia negativa) y la aparición de materia nueva o virgen en gran número
de experiencias de crecimiento controlado de semillas en el laboratorio. Además, los
variados fenómenos que rigen el crecimiento y la morfogénesis también parecen estar
regulados por este tipo de campos de fuerza.
Un examen desprejuiciado de la mentalidad científica moderna nos muestra que
durante siglos se ha seguido una orientación unilateralmente newtoniana y enmarcada en
las leyes del espacio euclidiano. En consecuencia, sólo se han considerado las sustancias
y las fuerzas existentes en el espacio físico.
Además, estas fuerzas han sido concebidas siempre como una cualidad céntrica. Así,
vemos cómo todos los efectos físicos irradian desde centros: polos magnéticos, centros
de gravedad, cargas eléctricas, fuentes de radiación, núcleos atómicos, etc. Todos
irradian desde centros y se pierden a medida que nos alejamos hacia los lados en la
periferia que les rodea. Las fuerzas físicas pueden, por lo tanto, ser descritas como
fuerzas centrales. En su conjunto constituyen lo que podríamos llamar el polo terrestre
de la naturaleza. Estas fuerzas rigen los sistemas mecánicos y químicos que están en
equilibrio o que tienden rápidamente a él.
El problema estriba en que hasta hoy la ciencia académica ha pensado que éstas eran
las únicas fuerzas existentes y ha tratado de explicar los fenómenos de la vida, sistemas
45
que siempre están muy alejados del equilibrio, apoyándose exclusivamente en ellas. Es
interesante constatar que éste ha sido el resultado natural de pensar exclusivamente
según la geometría de Euclides, profundamente arraigada en la conciencia humana desde
hace más de 2000 años. Este tiempo incluye, desde luego, la época de Galileo, Descartes
y Newton, en la que se sentaron las bases de la actual visión científica del mundo.
El estudio de la naturaleza inanimada fundamentado sobre esa geometría ha permitido
formular las leyes que rigen las relaciones mecánicas mutuas entre los objetos: la bola
cae por la pendiente, el péndulo oscila, la manzana (cuando la vida deja de sostenerla)
cae del árbol, etc. Pero, si se me permite una pregunta paradójica, ¿cómo se las apañó la
manzana para subir al árbol? Ésta es una de las muchas cuestiones sin respuesta clara en
este enfoque unilateral. Hoy podemos afirmar que el hecho de haber dejado el cincuenta
por ciento de la realidad fuera de consideración nos ha llevado a callejones sin salida en
las cuestiones cruciales del origen de la vida, de la evolución de las especies y del lugar
que corresponde al mismo ser humano.
Goethe, en sus estudios sobre los seres vivos, perseguía representarse la germinación,
el crecimiento, la metamorfosis de los órganos, la nutrición y la reproducción como
procesos que obedecen al Arquetipo o Idea primordial de la planta desplegándose
siempre polarmente, entre fuerzas sensibles ligadas a las leyes de Newton y fuerzas
suprasensibles de carácter periférico o cósmico. Describió estos procesos polares en las
plantas, que adoptan infinidad de formas diferentes en su manifestación en la naturaleza,
y lo pudo comprobar también en relación con el mundo animal.
Con el término suprasensible designamos aquellas fuerzas pertenecientes a campos
que no pueden ser medidos directamente por los aparatos físicos convencionales, pero
que se detectan en el laboratorio con métodos que miden sus efectos en los procesos
vivos. En estos procesos la materia se halla tan alejada del equilibrio físico, que parece
regirse por influencias extremadamente sutiles relacionadas no sólo con la Tierra, sino
también, y en especial, con el Cosmos. Estas influencias se recogen bajo el nombre
genérico de fuerzas cósmicas por su origen, aunque también reciben el nombre de
fuerzas formativas, porque se manifiestan en los fenómenos del crecimiento y de la
forma.
Estos campos de fuerza no son de naturaleza céntrica, sino de naturaleza periférica o
cósmica, y en realidad son campos levitatorios no físicos, polarmente opuestos a los
campos gravitatorios conocidos. Por su poder estructurante sobre la materia actúan en
contra de la segunda ley de la termodinámica, que postula un aumento constante de la
entropía y por eso se puede decir que actúan neguentrópicamente.
El campo levitatorio sería el dominio desde el cual las fuerzas cósmicas ejercen sus
efectos dinámicos y formadores sobre los seres vivos. Estas fuerzas, aunque producen
efectos físicos, no son de naturaleza física, lo que se demuestra porque esos efectos
tienen unas relaciones con el espacio ordinario que son totalmente diferentes a las que
provocan las fuerzas físicas.
Matemáticos y físicos como George Adams, Louis Locher-Ernst, Olive Whicher, y
Lawrence Edwards han investigado la acción de estas fuerzas cósmicas por medio de la
46
consideración de espacios no euclidianos y con métodos fundamentados en la geometría
proyectiva.
Estos científicos sugieren, además, que la entera formación de nuestro planeta habría
sido un proceso de manifestación en la dimensión física de las influencias combinadas
de los campos levitatorios de las macroesferas que nos rodean.
Expliquemos esto. Tenemos en primer lugar el conjunto de estrellas y galaxias
emitiendo inmensas concentraciones de radiaciones. Estas fuentes de radiación son
relativamente constantes, tanto en su intensidad como en su orientación respecto a
nosotros, y puesto que el movimiento de esas estrellas respecto a la Tierra es mínimo, se
les denomina estrellas fijas. Según parece las estrellas emiten el impulso formativo
original y una influencia especialmente importante podría provenir del núcleo de nuestra
galaxia.
Si consideramos a la Tierra como el centro subjetivo de nuestro universo se pueden
dibujar diferentes esferas alrededor de nuestro planeta, como capas de una cebolla. Así,
tal como las fuerzas formativas se desplazan desde las estrellas hacia la Tierra, pasan
primero a través de la frontera correspondiente al sistema solar, luego atraviesan la
ionosfera y finalmente ejercen su acción a través de la atmósfera. En esta última etapa,
esas fuerzas activarían la luz, el calor, la humedad y los elementos químicos que están en
relación con los seres vivos.
Hoy la ciencia ya no considera a la atmósfera como una frontera con el espacio
exterior, sino como una capa con múltiples niveles de contacto con el Cosmos, una
envoltura orgánica que cumple la misión de recibir y digerir los rayos cósmicos y otras
energías que constantemente fluyen desde el universo. De modo análogo a como las
envolturas o membranas del embrión transmiten las fuerzas del organismo materno al
feto y en el proceso de la transmisión las transforman (ya que sin transformar serían
letales), las diversas capas de la atmósfera transmiten y transforman las diversas fuerzas
cósmicas que nutren la Tierra y movilizan su vida.
Hemos escogido el símil de la conexión del organismo materno con el feto porque la
Tierra ha nacido ciertamente del Cosmos. La Tierra recibe de él no solamente las fuerzas
que sostienen la vida, sino también las sustancias que ayudan a su edificación. Al
fenómeno conocido de la lluvia de micrometeoritos que invaden continuamente nuestra
atmósfera concluyendo su viaje a la Tierra como mensajeros del universo, se añade un
fenómeno enigmático, la aparición de materia virgen en los fenómenos de crecimiento
de los seres vivos. Según veremos, este tipo de materia parece también provenir de
campos de fuerzas relacionados con el Cosmos.
Desde hace unos cincuenta años y de manera experimental, se han estado elaborando
y profundizando nuevas técnicas con el fin de poner en evidencia la acción de las fuerzas
cósmicas sobre los organismos. Hay que destacar que la consideración de estos campos
de fuerza ha permitido leer con una mirada nueva numerosos fenómenos que la botánica,
la geología, la zoología, la embriología, la anatomía y la fisiología van descubriendo.
Se han emprendido líneas de investigación con el objetivo de comprender ciertos
fenómenos que, aunque son conocidos por la biología, habían estado privados de
47
explicación científica por no haber tenido en cuenta las fuerzas cósmicas o periféricas.
A menudo las investigaciones experimentales de este género surgen por necesidades
prácticas que plantean la medicina, la farmacología, la ciencia de la alimentación o la
agricultura.
Por ejemplo, se ha estudiado empíricamente si la situación relativa de los cuerpos
celestes respecto a la Tierra tiene un efecto de modulación sobre los campos de fuerza
que parecen provenir del Cosmos y si esto ejerce algún efecto importante sobre las leyes
y los ritmos de crecimiento de las plantas. Éste ha sido el objetivo de más de cuarenta
años de pacientes estudios estadísticos del equipo de biólogos que dirigen en Alemania
Maria Thun y Agnes Fyfe.
En el prólogo de su opúsculo Constelaciones y agricultura biodinámica, Maria Thun
explica cómo nació esta línea de investigación: «Entre el 1 y el 10 de abril de 1952
hicimos diferentes siembras de rabanitos utilizando la misma semilla, abono y plantones,
y bajo las mismas condiciones atmosféricas. Sin embargo, las formas que adquirieron los
frutos eran tan diferentes, que nos incitaron a preguntar seriamente por qué… Las
preguntas que suscitó la cosecha de rabanitos nos hicieron tomar la decisión de proseguir
ese camino y plantar diariamente durante un determinado período de tiempo, para
observar más de cerca los fenómenos del crecimiento de las plantas. Tomamos esta
determinación el día de la Ascensión del año 1952.
»Puede comprobarse que entonces Júpiter, Venus y Mercurio se hallaban ante la
constelación zodiacal de Aries, en oposición a Marte y Saturno, que se hallaban a su vez
en la constelación de Virgo, ante la cual vuelven a estar también en 1982. Así, una
rotación sideral de Saturno, de treinta años de duración, cierra nuestro período de
observación. Junto a muchos experimentos vegetales que emprendimos relacionando los
ritmos cósmicos con la siembra, plantación, cultivo, cosecha, almacenamiento y
elaboración, surgieron nuevas cuestiones respecto a este trabajo –que ya había perdido
su carácter de hobby– como las referentes al abonado de la tierra, a las malas hierbas, al
cuidado de los animales y a las plagas.
»Desde 1965 Matthias Thun investigó con abejas según este mismo programa. Las
experiencias recopiladas a lo largo de los años y las indicaciones a los agricultores se
recogen en los Calendarios de siembra y apicultura publicados cada año desde 1978 y
actualmente traducidos a dieciocho idiomas».10
El Zodíaco que se considera en estos estudios es el conjunto de doce constelaciones
estelares situadas en la franja celeste que sigue la línea de la eclíptica y donde describen
sus órbitas todos los planetas de nuestro sistema solar. La influencia que pueden tener
otras constelaciones del cielo de las estrellas fijas es más difícil de captar ya que nunca
pasan planetas ante ellas y no hay perturbaciones que se puedan detectar en períodos de
tiempo cortos. Pero la influencia o radiación que emiten las estrellas del Zodíaco es
interrumpida, debilitada o reforzada por el paso de los planetas. Estas alteraciones
pueden ser leídas por sus efectos en el crecimiento vegetal e incluso en las formaciones
atmosféricas que rigen el clima.
La mejor manera de comprobar estos procesos es relacionarlos con los ritmos de la
48
Luna, ya que nuestro satélite es el astro más cercano y el que tiene una órbita más corta.
Ello permite observar muchas repeticiones en los experimentos con el crecimiento
vegetal y, al cabo de años, elaborar detalladas estadísticas.
En particular se ha estudiado la influencia de las fases lunares y también la posición
relativa de la Luna respecto a la Tierra y a la banda zodiacal de las estrellas fijas. Lo más
sorprendente de los resultados del estudio es que las posiciones de la Luna en las
constelaciones estelares del Zodíaco (revolución sideral), son mucho más importantes
para el crecimiento vegetal que las mismas fases lunares (revolución sinódica), las que
habían sido consideradas en la tradición campesina de antaño.
Además parece existir una ley de correspondencia entre las partes principales de una
planta superior: raíces, hojas, flores y frutos, con los elementos que intervienen en el
crecimiento: tierra, agua, aire y calor, y así mismo con las doce constelaciones. En
particular se ha determinado que la siembra en los días en que la Luna está alineada con
ciertas constelaciones estelares favorece el crecimiento general de la raíz, otras
constelaciones favorecen las hojas, etc. Estos descubrimientos han sido ampliamente
experimentados y comprobados por los agricultores que siguen las normas de la
agricultura biodinámica, una de las técnicas agrícolas ecológicas que contiene más
desarrollo científico.
Hay un fenómeno que tiene un interés especial. En las investigaciones de Maria Thun
se descubrió muy pronto que cuando se trabajaba de antemano una tierra y después se
dividía en porciones para sembrar en ellas con días de intervalo, las predicciones no
funcionaban como se había calculado. Para obtener los resultados hacía falta trabajar
profundamente cada porción de tierra justo antes de sembrar. Se demostró que era
necesario crear un caos, destruir el tipo de forma o estructura que tiene el suelo en el
mismo momento de la siembra, para exponerlo así al influjo de las fuerzas cósmicas que
en ese instante penetran en la tierra. Estas experiencias parecen indicar que las fuerzas
formativas o cósmicas influyen sobre las plantas por medio de la tierra humífera
removida y a través de las raíces, que actúan como órganos captadores de esas
influencias.
En el mundo vivo que nos rodea se expresan pues dos formas opuestas de actividad.
En la primera la materia tiende a escaparse de los procesos vitales y a someterse a las
fuerzas de tipo céntrico o de gravedad (la manzana madura cae del árbol). Las fuerzas
que predominan son desestructurantes y el resultado es el caos y la muerte. En la
segunda forma de actividad, cuando un organismo germina o crece, son las fuerzas
cósmicas o de levedad las que predominan (la manzana que se forma sube al árbol).
Estas fuerzas son de naturaleza estructurante y con su acción se genera un nuevo
Cosmos.
Uno de los primeros objetivos en el nuevo paradigma que propugnamos debería ser
alcanzar con nuestra conciencia científica moderna el dominio de este lenguaje de los
polos opuestos en acción constante en cualquier fenómeno natural. Ello no sólo es
posible, como han demostrado Goethe y los científicos que le han seguido, sino que es
esencial para llegar a comprender la naturaleza de las fuerzas que se presentan en
49
cualquier campo de estudio de la biología.
50
UNA GEOMETRÍA PARA LOS BIÓLOGOS
Fue a mediados del siglo XIX cuando los matemáticos Nikolai Ivanovich
Lobachevsky (1792-1856), János Bolyai (1802-1860) y Bernhard Riemann (1826-1866)
descubrieron las geometrías no-euclidianas que más tarde han encontrado aplicaciones
parciales en la teoría de la relatividad. Por su parte, la geometría proyectiva moderna se
desarrolló unos años más tarde, tras el descubrimiento de los espacios de más de tres
dimensiones. Fue la obra de grandes matemáticos como el francés Jean Victor Poncelet
(1788-1867), los alemanes Felix Klein (1849-1925) y Karl von Staudt (1798-1867), y los
ingleses Arthur Cayley (1821-1895) y James Sylvester (1814-1897).
Ya hacía tiempo que los matemáticos eran conscientes del hecho de que la
consistencia de las definiciones y las pruebas de la geometría euclidiana fallaban en
cuanto se dejaba de tratar con entidades geométricas finitas, es decir, cuando se quería
trabajar con formas que se extienden hasta el infinito, como es el caso de las propiedades
de las rectas paralelas. En realidad el concepto de infinito ha sido extraño al pensamiento
geométrico clásico.
Sólo la flexibilidad mental y la facultad de abstracción propias del pensamiento
científico del siglo XX han permitido aplicar en la práctica las leyes de la geometría
proyectiva, iniciándose así una liberación de las rígidas leyes del espacio euclidiano. Así,
casi un siglo después de su descubrimiento y gracias a los trabajos de Cayley y de Klein,
las geometrías no euclidianas se vieron incluidas claramente en el marco más amplio de
la geometría proyectiva. En el seno de este marco ampliado es posible concebir y
estudiar un tipo de espacio que es exactamente el opuesto, dual o polar del espacio de
Euclides. Como veremos, se puede demostrar que es en ese espacio polar, llamado
también contraespacio, donde se fundamentan los fenómenos del mundo vivo.
Durante mucho tiempo, la geometría proyectiva, aunque considerada fascinante por
los matemáticos, no recibió la suficiente atención por parte de los físicos y ha sido
prácticamente desconocida por los biólogos, Tras su redescubrimiento en las últimas
décadas ha acabado revelándose como la semilla de desarrollos completamente nuevos,
con grandes posibilidades de aplicación a las ciencias de la vida.
La geometría proyectiva se ocupa de incidencias, es decir, de sucesos de coincidencia
entre planos, rectas y puntos. El teorema de Desargues establece que si los lados
correspondientes de dos triángulos se encuentran en tres puntos alineados [puntos R,S,T
en la figura 5], entonces los vértices correspondientes se encuentran en tres rectas que
concurren en un punto O. Lo inverso también se cumple. Este teorema ilustra una
relación que habla solamente de sucesos y que no tiene que ver con métrica alguna. Esto
es una característica propia de la geometría proyectiva.
51
Figura 5. Ilustración del Teorema de Desargues.
Un hecho fundamental de la geometría de Euclides en el plano es que existe una y
sólo una recta que une dos puntos y, dualmente, dos rectas que no sean paralelas se
encuentran en un solo punto.
Pero la geometría proyectiva, en lo que se refiere a dos rectas paralelas, establece que
se encuentran en un punto ideal en el infinito. Existe un punto ideal en el infinito para
cada una de las direcciones del plano y en él concurren todas las rectas paralelas que
siguen esa dirección. La reunión de todos los puntos ideales en el infinito forma la recta
ideal en el infinito.
Análogamente, en el espacio existe una recta ideal en el infinito para cada uno de los
planos que indican una dirección y en esa recta concurren todos los planos paralelos que
siguen esa dirección. La reunión de todas esas rectas ideales en el infinito forma el plano
ideal en el infinito.
El principio de polaridad establece que «a cada punto le corresponde un plano
diferentemente orientado en el espacio”, plano que se extiende hasta el infinito y que, en
contraste con el mundo bullicioso de los átomos, está relacionado con la inmensidad del
espacio cósmico. Frente a los principios constitutivos de la física clásica, donde todo se
razona a partir de puntos, se nos invita a pensar en elementos y procesos de carácter
planar. Por su propia naturaleza, estos planos son afines a la periferia celeste, de forma
análoga a como el centro de gravedad de cada masa es afín al centro de la Tierra. Se
establece así un camino para estudiar las relaciones entre el centro y la periferia, las
fuerzas centrales y las fuerzas cósmicas.
La experiencia cientificoartística que Goethe tenía de la naturaleza se aproxima
enormemente al aspecto cualitativo e imaginativo de las matemáticas que se cultiva en la
geometría proyectiva. Efectivamente, Goethe veía la vida de la planta como un triple
ritmo de expansión y contracción. Así, en la semilla la vida de la planta está concentrada
al máximo en un punto. Con los brotes y las primeras hojas aparece el primer desarrollo,
la primera expansión espacial en un plano. En el cáliz, las fuerzas se concentran otra vez
hacia un punto axial. La corola con sus pétalos coloreados aparece en la siguiente
52
expansión planar. Los estambres y el pistilo son la siguiente concentración, y del ovario
fecundado hasta el fruto tenemos la tercera y última expansión. De ahí, la vida completa
de la planta se esconde otra vez en el estado de máxima concentración puntual: la
semilla.
La geometría proyectiva, a través del principio de polaridad, ofrece una clave nueva y
esencial para interpretar los problemas y fenómenos del mundo vivo. Su ejercicio puede
despertar en el espíritu del investigador nuevas facultades de intuición y de imaginación
aplicables al método científico. Al punto, que es una entidad de naturaleza céntrica y
contraída, se pueden añadir el plano y el movimiento centrípeto de planos afluyendo
desde la periferia, que son entidades creadoras de espacios y de formas.
Se descubre entonces realmente el sentido de la expresión goetheana expansióncontracción y que este concepto no es simplemente espacial, ya que el principio de
polaridad nos conduce más allá de lo que la geometría clásica entiende por esos
términos. En realidad nos suministra el Leitmotiv a la idea de metamorfosis, la cual
queda identificada como un juego recíproco y variado de polaridades. [Véase la
ilustración 1 en el pliego central.]
Es sabido que la tradición reduccionista de la ciencia asume como cosa obvia que un
fenómeno complejo debe ser explicable en términos de algo más simple. En efecto, al
partir del concepto del espacio euclidiano, parecía muy natural comenzar por el examen
de las partes y luego reunirlas para formarse una idea del todo. Por ejemplo: la estructura
celular de la hoja tal como la revela el microscopio debería necesariamente contener la
explicación de la génesis de toda la hoja. Tal como se revela aplicando mayores
aumentos, la estructura del protoplasma, con sus cloroplastos, cromoplastos etc. y el
núcleo deberían contener necesariamente la explicación de la célula considerada como
un todo. Y finalmente, la biología molecular esperaba poder explicar esos mismos
componentes penetrando hasta la estructura atómica, gracias al microscopio electrónico.
Es evidente que este modo de pensar ha permitido la adquisición de conocimientos
importantes, sobre todo en los últimos decenios. Pero para el pensamiento que usa
exclusivamente el punto de vista del espacio ordinario de Euclides, la existencia de
innumerables organismos distintos tanto del mundo animal como vegetal con el mismo
tipo de estructura y de división celular, aparece como un enigma que aún no ha recibido
adecuada explicación. Por sí mismo, este hecho podría indicar una insuficiencia en las
interpretaciones habituales de la biología molecular.
Son los físicos los que han reabierto el debate al criticar la situación en que se
encuentra la teoría cuántica. David Bohm argumenta que el comportamiento
aparentemente azaroso de las partículas en un nivel refleja de hecho un patrón ordenado
de un nivel superior y aporta una serie de experimentos para avalar esta hipótesis. Bohm
sugiere que existe una situación análoga en la biología y por lo tanto, en lugar de
suponer que las partes de una estructura viva determinan el conjunto, deberíamos pensar
que es el conjunto el que puede estar determinando las partes. Quizás las jerarquías de
orden sean una característica del universo tan fundamental como las partículas. Bohm
admite que esta idea va en sentido contrario a los hábitos científicos y por lo tanto será
53
difícil de digerir. Y añade que, siendo el punto de vista reduccionista oficial una
hipótesis muy pobremente verificada, las alternativas que se presenten no deberían
rechazarse simplemente porque no cuadran con el modelo establecido.
La geometría proyectiva, con la consideración de las leyes de la polaridad entre
elementos de varios espacios, permite penetrar el concepto de estructura espacial con una
mirada más perspicaz, incitando a plantear la misma cuestión, aunque dejándola abierta:
¿No podría ser que el fenómeno del todo es el que contiene la explicación de los
fenómenos de las partes e incluso los microscópicos? Lo importante es ver que
disponemos ahora de dos vías de aproximación científica y un gran número de
fenómenos de la naturaleza, tanto de la biología como de la geología, podrían ser
abordados con cualquiera de ellas.
Un concepto más completo del espacio, que considera simultáneamente el espacio
físico o euclidiano y su espacio polar o contraespacio, lleva a reconocer que las
formaciones espaciales, tanto las de los cristales minerales como las de los seres vivos,
son procesos en devenir antes que datos ya establecidos. Y ello nos orienta hacia una vía
de conocimiento que puede convertirse en el futuro en una característica esencial de la
ciencia. En esta vía se ve a la naturaleza como una serie de objetos-procesos repartidos
en el espacio y situados dentro del flujo del tiempo. La naturaleza misma podrá ser
reconocida como un organismo temporal que reúne constantemente las polaridades
terrestres y las cósmicas.
Pero si contemplamos el panorama académico actual, lo cierto es que el uso de los
análisis químicos y físicos ha sido la única herramienta sistemáticamente recomendada a
los biólogos y ello ha marcado profundamente el espíritu de las últimas generaciones de
jóvenes investigadores. Aunque algunos presienten que una aproximación puramente
mecanicista a los secretos de la vida no conduce a ningún progreso real, no saben qué
hacer para escapar del callejón sin salida.
Oficialmente se sigue postulando que es la estructura interna de la materia la que, de
una forma u otra, ha de contener necesariamente la clave de los fenómenos de la vida, y
si no es así, se supone que esa llave es inalcanzable. Al biólogo que contempla la
maravillosa regularidad de las estructuras en las formas vivas se le obliga a dar por
sentado que sólo una exploración ultramicroscópica como la que practican los físicos y
los químicos puede proporcionar una explicación racional. Si no lo hace, es calificado de
hereje por la clase científica. Lo cierto es que, hasta ahora a los biólogos les ha sido
imposible vincular de una manera coherente las formas y los fenómenos vivos que ellos
contemplan con los ojos desnudos con las fórmulas de la bioquímica y de la genética
molecular.
La biología ha tomado prestadas de la física todas sus nociones básicas,
convirtiéndose así en una ciencia subordinada. Para colmo, la vieja geometría euclidiana
del espacio, que en general había explicado la naturaleza inorgánica, se ha demostrado
ya insuficiente en la física de las partículas y en la astrofísica. Para superar estos
escollos, los mismos físicos, al echar mano a otros recursos matemáticos, se han
concedido mucha más libertad ideológica que los biólogos y ya no hay duda que esta
54
sujeción de la biología a la física ha dificultado su evolución propia.
Es un hecho curioso que la corriente principal de pensamiento de la biología, a pesar
de su reduccionismo al reclamar explícitamente que los fenómenos de la vida son
adecuadamente explicados por la física y por la química, no haya luchado para integrar
la revolución cuántica dentro de su modelo sobre la vida. De hecho, parece haber ido en
sentido contrario, generando una nueva forma de atomismo basado en su propia y
atesorada partícula fundamental, el gen.
Para sentir el estado de desolación en que se encuentra el campo de las ciencias de la
vida, no hay como escuchar a los mismos biólogos. Máximo Sandín, catedrático de
Antropología Biológica en la Universidad Autónoma de Madrid ha declarado
recientemente: «Resulta paradójico que el que se dice que va a ser el siglo de la biología,
comience con esta disciplina sumida en una gran confusión… La ausencia de resultados
eficaces en la investigación sobre los tratamientos del cáncer y del SIDA, que parece
consistir en dar palos de ciego a la búsqueda de sustancias capaces de interferir en
alguno de sus procesos, es evidente… Cabe preguntarse si no existirá un factor común
responsable de estos fracasos. Porque parece absurdo que se sigan produciendo cuando
es evidente que disponemos de una enorme y creciente cantidad de información sobre
los procesos biológicos… Cabe responder que ese factor común puede estar en la
existencia de un auténtico vacío en la concepción (la interpretación) de muchos
fenómenos biológicos de reciente descubrimiento y, por tanto, en la interpretación de los
datos de que disponemos dentro de un contexto general. Un problema que tiene su
origen en la falta de consistencia de la base teórica de la biología como ciencia. En la
explicación de los fenómenos de la vida, de cómo y por qué han surgido los distintos
tipos de organización animal y vegetal, de cómo se relacionan los organismos entre sí y
con el entorno, o lo que es lo mismo: La teoría de la evolución».11
Sin embargo, a pesar de todo, hay investigadores que se esfuerzan en percibir los
fenómenos de una manera sintética o global y no sólo analítica y parcial, y a ellos el
principio de polaridad de la geometría proyectiva les ha permitido establecer la relación
entre el centro y la periferia, es decir, la relación entre las fuerzas centrales físicas y las
fuerzas cósmicas o formativas. Es, sin duda, una experiencia cualitativamente nueva que
podría poner unas bases científicas y precisas a la biología. Puede suceder que en el
futuro las leyes de la física se revelen como casos particulares de leyes más universales
de la biología que están aún por descubrir.
La obra The Plant between Sun and Earth: Space and Counterspace de George
Adams y Olive Whicher, traducida al alemán y al francés, es de fundamental importancia
para el estudio del crecimiento de las plantas mediante la geometría proyectiva.
El doctor Ernst Lehrs, en su obra Man or Matter desarrolla el concepto de fuerzas
periféricas y fuerzas céntricas desde un campo de visión más vasto. Pasa revista a la
historia de la conciencia científica desde Galileo hasta nuestros días, indicando cómo y
por qué las fuerzas periféricas han sido desconocidas hasta tiempos recientes.
En Continuous Creation, Wilfred Branfield llega desde otros puntos de vista a la
misma conclusión de que la fuente de la vida está en el vasto universo y que la misma
55
sustancia de la Tierra es renovada constantemente por el proceso de la vida.
Georg Unger, en Forming Concepts in Physics, sugiere la aplicación simultánea de los
modelos puntuales y planares de la geometría proyectiva a la física cuántica.
Nick Thomas, en su libro Science between Space and Counterspace. Exploring the
Significance of Negative Space va más allá, describiendo un intento detallado de refundir
la física basándola en los conceptos geométricos de espacio y contraespacio.
Por su parte, Lawrence Edwards ha llevado a cabo interesantes estudios geométricos
aplicables a la morfología de los seres vivos que han sido publicados en The Vortex of
Life. Nature’s Patterns in Space and Time. Edwards, discípulo de George Adams, se ha
destacado por sus estudios empíricos que aplican curvas y superficies directrices,
obtenidas por cálculos de la geometría proyectiva, a la génesis de las formas orgánicas.
Se han desarrollado métodos computacionales para escanear y digitalizar diversas
formas orgánicas (brotes de plantas en crecimiento, frutos, órganos animales, etc.) y
calcular las curvas directrices que, por transformación geométrica, pueden explicar las
fases del crecimiento. Así se han obtenido las expresiones algebraicas y geométricas del
modo de desarrollo de numerosas especies vegetales, de formas embrionarias o del
mismo corazón humano.
56
LA VIDA ENTRE DOS ESPACIOS
La obra principal del geoquímico Vladimir Vernadsky (1863-1945), La Biosfera, que
fue publicada en ruso en 1926, en francés en 1929 y en alemán en 1933, ha sido por fin
rescatada del olvido para los lectores anglosajones en 1998, gracias a biólogos de
primera fila que han promovido su traducción comentada al inglés.
Ya en 1926, la mirada penetrante de Vernadsky había encontrado las diferencias
fundamentales entre los organismos vivos y la materia inerte. Una de esas diferencias la
plantea de la siguiente manera: «Es conveniente, para el propósito de organizar la labor
científica, tomar como hipótesis de trabajo que el espacio dentro de un organismo vivo
es diferente del espacio en los cuerpos inertes; que ese espacio no se corresponde con los
límites de la geometría euclidiana y que el tiempo se expresa en él por un vector polar.
La existencia de las orientaciones espaciales derechaizquierda y su no equivalencia
físico-química, apuntan ya a una geometría diferente de la euclidiana, a un espacio
propio de la materia viva».
Aquí Vernadsky plantea lo mismo que ya habían presentado, a su manera, Gottfried
W. Leibniz (1646-1716) y Bernhard Riemann (1826-1866) años atrás: que el espacio y el
tiempo no son parámetros independientes o exógenos del fenómeno de la vida que se
estudia.
Según esto, no es válido asumir que el universo en su totalidad funciona como un
espacio cartesiano, que se extiende ilimitadamente de forma escalar en tres dimensiones
y que el tiempo también corre indefinidamente de manera escalar en una sola dirección.
Leibniz, Riemann y Vernadsky están de acuerdo en afirmar que el espaciotiempo físico
tiene una curvatura y que esta curvatura cambia como resultado legítimo del desarrollo
propio del universo. Por lo tanto no existe una métrica fija que pueda imponerse a un
proceso de la naturaleza, pues esta métrica depende del mismo proceso y varía con el
tiempo.
El concepto de un espacio opuesto o polar al espacio de Euclides aparece por primera
vez en la obra Von Aetherische Raume del matemático George Adams, publicada
primero en alemán en 1933, y después en inglés con el título Physical and Ethereal
Spaces. Más tarde, el mismo concepto fue elaborado con el nombre de espacio
euclidiano polar y contraespacio por el profesor suizo Louis Locher-Ernst (1906-1962).
El espacio de Euclides puede ser llamado espacio físico, puesto que las leyes
principales que regulan el funcionamiento de lo inerte (las leyes de la física y de la
mecánica elemental) están relacionadas estrechamente con la estructura de este espacio.
Esta relación se observa en el paralelogramo de fuerzas, en la ley de los momentos, en el
análisis vectorial y en otros procedimientos geométricos que evalúan la interacción entre
las fuerzas físicas.
57
El espacio físico o de Euclides se puede definir también como un espacio proyectivo
particular, regido por la invariancia de un plano en el infinito único. Este plano está,
efectivamente, alejado a una distancia infinita de nosotros.
Según el principio de polaridad, el espacio opuesto o polar al físico, al que llamaremos
contraespacio, será un espacio determinado por la invariancia de un punto en el infinito
único. Ese punto tendrá, también él, las funciones de un infinito, aunque ello no significa
que esté alejado infinitamente de nosotros, puesto que la aplicación de un criterio tal
equivaldría a pensar de él en términos de espacio físico. Al contrario, ya que la periferia
del espacio físico es, por naturaleza, un infinito en el exterior, su equivalente polar en el
contraespacio tendrá el carácter de un infinito en el interior. Tendremos la ocasión de
encontrarlo si no buscamos hacia el exterior, sino hacia el interior, sumergiendo nuestra
mirada en el foro interno de la región espacial en cuestión.
Una idea aproximada de cómo es este infinito interior relativo a un punto, la
obtenemos al considerar una serie convergente hacia un punto al que nunca se alcanza.
Un ejemplo es un cubo que dividimos en dos mitades mediante un plano. Una de las
mitades del cubo la dividimos también en dos y a continuación seguimos dividiendo una
de las mitades anteriores sucesivamente.
El espacio así delimitado va reduciéndose y acercándose a un punto que es su límite o
infinito interior, que nunca se alcanzará. Si nos servimos de los términos tan sugestivos
forjados por Ernst Lehrs, se podría expresar así: mientras que el espacio físico está
regido desde el exterior por un plano en el infinito que lo abarca todo, el contraespacio
está regido desde el interior por un punto en el infinito que lo religa todo.
Las entidades elementales del espacio ordinario son los puntos. Puesto que el
contraespacio es polar en todo respecto al espacio físico, las entidades elementales del
contraespacio serán planos y no puntos. Sus formas acabadas tendrán tendencia a rodear
mediante planos sucesivamente convergentes a cada punto, que es su infinito interior.
Como se ve, el contraespacio es el verdadero negativo del espacio físico y tiene una
relación cualitativa con el espacio ordinario análoga a la relación entre el molde y el
contramolde; por eso se le puede llamar espacio negativo y también contraespacio.
Las ilustraciones 3 y 4 [del pliego central] representan dos mundos opuestos. En la
ilustración 3, que simboliza el espacio físico, podemos ver unas esferas que provienen
de un punto que irradia. Los puntos se proyectan hacia fuera y se pierden en la distancia.
O los podemos ver como si se concentraran atraídos continuamente por un punto que
actúa como un centro de gravedad. Ambos movimientos son característicos de las
fuerzas físicas conocidas, típicas del espacio físico.
La ilustración 4 representa el contraespacio, un proceso completamente distinto que es
polar respecto al anterior. Aquí las esferas están formadas por planos que provienen del
infinito, cada uno con su orientación y su cualidad propias. Estos planos no se mueven a
la manera de un proyectil como lo hacen los puntos de la ilustración 3, sino que se
ciernen o flotan hacia dentro en relación al centro. Considerados en conjunto, se mueven
hacia un centro desde la distancia, estrellándose como olas sobre una playa al dirigirse
hacia un infinito interior. Van envolviendo y moldeando desde fuera un espacio vacío o
58
hueco, completamente opuesto en carácter a la esfera radial llena de puntos que crece
desde el centro en la ilustración 3.
Este espacio vacío o infinito interior es también un punto, pero es completamente
distinto de los puntos llenos de materia del espacio físico. En términos de espacio físico
hay menos que nada en él: hay un espacio negativo, un lugar donde se concentran las
fuerzas cósmicas, las que son capaces de generar y modelar la sustancia viva. Llamamos
a este centro infinito interior del contraespacio.
El contraste entre los dos centros es como el que hay entre el polo de la oscuridad y el
de la luz: si el centro físico es oscuro, el centro cósmico es claro; si el primero es pesado,
el segundo es leve. Nótese la sabiduría del lenguaje cuando en inglés concede el doble
significado a la palabra light: ligero y luminoso.
En las ilustraciones 5 y 6 [del pliego central] las dos familias de esferas se
interrelacionan y las podemos poner en movimiento con la imaginación. Desde el centro
oscuro las esferas crecen hacia fuera, expandiéndose hacia la periferia. Desde el
contraespacio las esferas crecen hacia dentro hasta que se pierden en el centro cósmico o
infinito interior. Puesto que la primera esfera se agranda y la segunda se retrae, llega
forzosamente un momento en que las dos son del mismo tamaño. Si en ese momento
siguen interpenetrándose, se formará evidentemente una de las formas ovoideas. Si se
tocan precisamente en medio, en un punto único, formarán el bucle o curva en forma de
ocho denominada lemniscata de Bernouilli, forma que, curiosamente, coincide con el
signo 8 que usan los matemáticos para representar el infinito.
En cualquier caso se trata de una familia de curvas que se tejen armoniosamente entre
dos centros que constituyen, respectivamente, sus hogares terrestre y cósmico. Estas
figuras, llamadas curvas de Cassini, pueden ser consideradas como la expresión de la
interacción dinámica entre dos procesos contrastados: el radial y el periférico. Siempre
que una entidad viva más o menos esférica comienza a formarse, hay un equilibrio
dinámico entre el espacio de tendencia céntrica representado por las esferas de la
ilustración 3 y el espacio de tendencia periférica representado por las esferas de la
ilustración 4.
El punto de cruce de la lemniscata es realmente crucial, representa el lugar donde la
raíz y el tallo se encuentran y donde la planta pasa de la tierra sombría a los reinos del
aire y de la luz.
Esta polaridad la encontramos a otro nivel en las relaciones entrelazadas entre la luz y
la oscuridad que plantea Goethe en su teoría de los colores. Los fenómenos de la
naturaleza en que aparecen los colores no pueden considerarse como una simple
oposición en el espacio ordinario, pues el blanco y el negro se mezclarían dando un gris
indiferente.
Cuando el polo de la oscuridad actúa con una polaridad verdadera hacia un campo de
luz dominante, aparecen los colores azul y violeta. Cuando el polo de la luz actúa hacia
un campo con oscuridad dominante, aparecen los colores amarillo y anaranjado-rojo.
Estos bellos fenómenos los tenemos delante de los ojos todos los días: el azul y el violeta
con que se nos aparece la bóveda celeste en pleno día y el amarillo-rojo con que se nos
59
presenta el Sol al amanecer y al atardecer.
Nosotros, en nuestra conciencia ordinaria ligada a los sentidos corporales, nos
encontramos situados en el mundo espacial de tal forma que lo percibimos de manera
terrestre y física, es decir, céntrica y puntual. Pero los científicos que usan la geometría
proyectiva como herramienta de observación y de conceptualización están obligados a
situarse al nivel del pensamiento puro, lo que les permite superar ese aspecto unilateral y
descubrir el espacio primordial, un espacio proyectivo general dentro del cual el punto y
el plano, es decir los polos terrestre y celeste, se hallan mutuamente equilibrados. Esto
representa un paso más en la superación del punto de vista terrestre al desarrollar el
concepto de un espacio opuesto al espacio físico, es decir, tan unilateralmente cósmico
como el otro es unilateralmente terrestre.
¿Cómo se aplica este conocimiento matemático a las leyes del crecimiento y de la vida
en general? Se parte de que los arquetipos o ideas creadoras de cada especie vegetal o
animal están siempre activos en el mundo y actuarían siguiendo las leyes de este espacio
opuesto o contraespacio. Ellos se verterían desde las esferas celestes y dirigirían su
actividad hacia todo germen o punto seminal físico de la Tierra que se encuentre
preparado. Este punto se convierte para los arquetipos en un centro universal relativo, en
verdad, un proyecto de nuevo Cosmos. Las esferas celestes, al dirigir sus fuerzas
contraespaciales hacia el punto germinal físico, punto que para ellas constituye su
infinitud, lo alimentan y sostienen desde todos los lados. Este proceso concierne al
futuro, como si esas fuerzas percibieran, en cada punto germinal vivo, algo potencial que
se ha de desarrollar en el tiempo.
Como esto sucede a nivel de cada punto germinal, habrá que tener en cuenta que, en
los fenómenos de la naturaleza, la realidad no se compone de un solo espacio, sino de
una cantidad infinita de espacios físicos y cósmicos que se inter-penetran. Incluso en los
fenómenos abióticos no podemos considerar un solo espacio, sino un número infinito de
ellos. Por ejemplo, cada forma cristalina del mundo mineral posee su propio espacio que
llena el universo. El pensamiento intuitivo ya puede reconocerlo así cuando las leyes
conocidas de la cristalografía son interpretadas a la luz de la geometría proyectiva.
Así pues, en lo físico no tenemos un solo espacio, sino una infinitud de espacios, todos
ellos de tipo físico. En lo cósmico pasará análogamente. Dondequiera que surja un punto
germinal en el más amplio sentido, dondequiera que, dentro del calor viviente e
incubador, una semilla se esté preparando para recibir las ideas formativas del Cosmos,
allí se moldeará un contraespacio, alrededor de ese punto central, que será su infinito, su
absoluto.
La semilla es un pequeño centro en el espacio terrestre, pero contiene también el
hogar de un espacio cósmico, un infinito interior. Tan pronto la planta comienza su
desarrollo, da nacimiento a un sinnúmero de otros hogares de espacios cósmicos, a
medida que aparecen y se suceden otras yemas y otros puntos de crecimiento, los cuales
actúan de forma análoga a las semillas [véanse las ilustraciones 1 y 2 del pliego central].
Gracias a la acción de las fuerzas que trabajan en el contraespacio, el espacio terrestre
se configura en una infinidad de infinitos interiores. Dicho en otras palabras, el infinito
60
se nos acerca en cada uno de los innumerables puntos-semilla o lugares de crecimiento
que se extienden por toda la superficie terrestre.
Si nos referimos a las fuerzas, la polaridad entre lo físico y lo cósmico se expresa, en
cierto modo, como oscuridadgravedad por un lado y luz-levedad por el otro. Del mismo
modo que cada punto material tiende hacia el centro terrestre, así tiende cada plano
cósmico hacia fuera, hacia el plano celeste en el infinito. Y así como a la primera
tendencia la llamamos gravedad o peso, podemos llamarle a la otra levedad inherente a
todo lo cósmico. Oscuridad-gravedad, por una parte, luz-levedad por otra, serían los
verdaderos opuestos. En un ser vivo estos opuestos se hallan en equilibrio. En este caso
una entidad cósmica o cuerpo cósmico se encuentra orgánicamente unida a un cuerpo
físico. Este cuerpo cósmico lo estudiaremos más adelante bajo el nombre de cuerpo de
fuerzas formativas.
Durante la vida, la materia física del cuerpo de un ser vivo es elevada hacia la vertical,
en contra de la fuerza de la gravedad, por las fuerzas cósmicas. Por otro lado y al mismo
tiempo, la actividad cósmica del contraespacio es retenida hacia abajo por las fuerzas de
la vida terrestre, siendo frenada su constante aspiración por las alturas celestes.
Con esta visión de tipo polar, la muerte de una criatura viva se compone de dos
procesos: lo cósmico se desvanece hacia las alturas mientras que la sustancia física del
cuerpo se desintegra y cae a tierra. Este desvanecimiento de lo cósmico no debe
concebirse de manera físico-espacial o puntual (como si fuera un globo ascendente), sino
de un modo verdaderamente periférico. El cuerpo cósmico se desvanece, flota o planea
como un todo hacia la periferia, hacia la circunferencia del Cosmos.
Si nos referimos a los ritmos temporales, los espacios cósmicos o contraespacios se
podrían denominar a justo título espacios de tiempo, pues van y vienen en ese juego
recíproco de ritmos cósmicos y ritmos terrestres que aparecen en todos los fenómenos
biológicos. Estos procesos actúan en armonía con todos los ritmos, tanto terrestres como
celestes, y en particular con los ritmos de las estaciones moviéndose alrededor de la
Tierra Así, por ejemplo, las semillas duermen en el espacio terrestre hasta que se
despiertan los procesos del contraespacio, del cual cada semilla es un infinito interior. La
planta comienza entonces su despliegue: la radícula se hunde en el suelo mientras la
yema apical o plúmula se lanza hacia lo alto según las leyes de este otro espacio,
revelando muy pronto sus órganos de tipo planar.
61
C
AOS Y COSMOS:
LA MATERIA COMO MATRIZ RECEPTIVA
Puesto que las fuerzas cósmicas o formativas siguen predominantemente las leyes del
contraespacio, tenderán a originar un crecimiento envolvente alrededor del hogar de
crecimiento o infinito interior, inicialmente sumergido en la materia. En el caso de la
germinación de las semillas estas fuerzas consiguen abrir la primera brecha con la ayuda
del agua, siendo así capaces de aligerar y vivificar la materia del grano y de
contrarrestar la inercia por la que cada partícula pesada tiende a su posición céntrica. Así
pues, parece claro que en la región del infinito interior la materia debe abandonar en
parte su estructura molecular preestablecida para comenzar un proceso de caos. De esa
manera la materia se vuelve matriz receptiva, mater-ia en el sentido etimológico del
término.
Por otra parte, un hecho de este género no es desconocido de los biólogos: cuando
procesos nuevos de desarrollo o metamorfosis de gran envergadura deben tener lugar,
los tejidos y las células ya formadas vuelven a menudo a un estado meristemático, es
decir, más embrionario y relativamente informe. La crisálida de la mariposa es un
ejemplo de este proceso de retorno temporal al caos.
Aludiendo como caos al proceso preliminar que tiene lugar en la región cercana al
infinito interior, queremos marcar el contraste con el término cosmos que, en el sentido
clásico del término, equivale a forma manifiesta y ordenada. Usamos las palabras matriz
y caos para cualificar esa región en que una forma dada, o bien no ha nacido todavía, o
bien pierde su cohesión para pasar a un estado relativamente informe. Una materia que
mantuviera sólidamente su estructura, ya sea al nivel molecular, citológico, histológico o
cualquier otro, sería incapaz de abandonarse a las fuerzas formativas del crecimiento
vivo.
Parece revolucionario sugerir que la caotización que persiguen las fuerzas cósmicas
puede llegar incluso al nivel del núcleo atómico, pero los fenómenos estudiados de las
transmutaciones biológicas apuntan en esa dirección.
Así pues, una propiedad fundamental de la célula germinal es que contiene, en la
región de su infinito interior, algo de esta cualidad de caos. Por otra parte, en el infinito
interior actúa el arquetipo de la especie para generar la forma futura. En cierto sentido
podemos considerar que esta idea generadora de la forma está concentrada en este
infinito interior o bien que está enlazada a ese punto a través del contraespacio. Pero, por
su propia naturaleza, esa forma no puede estar ya manifestada, sino que deviene
mediante un desarrollo periférico a base de superficies envolventes.
Por esa razón, en los organismos primitivos constatamos, sintomáticamente, que es en
la periferia donde aparecen las formas más acabadas y precisas, como es el caso del
exoes-queleto silíceo o calcáreo de ciertos animales, mientras que la parte
62
comparativamente informe o menos acabada se encuentra en el interior. Tenemos
ejemplos muy claros en los foraminíferos y en los radiolarios. En el mundo vegetal
aparece también esta ley, y así el corte de una planta por su punto de crecimiento
muestra este modo de formación [figura 6].
Así pues, en la semilla recién plantada en la tierra no encontraremos aún la actividad
de las fuerzas formativas cósmicas. Primero la sustancia física de la semilla, bajo la
acción de la humedad, el calor y las fuerzas del la tierra cao-tizada (el humus), ha de
perder su estructura molecular propia y alcanzar un estado suficiente de desequilibrio.
A partir de ese momento comienza a actuar su centro cósmico o esfera receptiva,
sedienta de forma. Esa especie de vacío que existe en el centro, que hemos llamado
infinito interior, permite a las fuerzas formativas engendrar, no sólo formas nuevas, sino
también materia nueva. Justamente ahí donde la planta crecerá, se hará visible y
manifestará sus nuevos órganos, está el espacio negativo, el vacío interior en el que
irrumpirán las fuerzas cósmicas para llenarlo con sustancia viva y nutritiva, sustancia
cósmica virgen. Y tomamos la palabra virgen en su significado profundo de nacida de la
nada. Con ello nos acercamos a uno de los enigmas que se han verificado en el complejo
fenómeno de las transmutaciones biológicas y que hemos presentado en el capítulo
anterior.
Figura 6. Ayudados por una lupa binocular podemos descubrir en los capullos de
flor, en fases muy tempranas del desarrollo, núcleos receptivos internos y ocultos,
infinitos cósmicos en las profundas entrañas de la naturaleza.
Estos procesos parecen rozar el reino de la magia divina y podemos comprender que,
en épocas menos materialistas que la nuestra, las labores de la siembra y de la cosecha se
acompañaran siempre con cantos, plegarias y actos de veneración, en reconocimiento de
63
que estas actividades acercan al ser humano a las raíces no materiales sobre las que
descansa toda existencia terrestre.
Con su modo de conciencia imaginativo y visionario, las civilizaciones antiguas,
como la hindú, la egipcia o la mesopotámica, se daban perfecta cuenta de que la planta
no se nutre únicamente de la tierra y de su entorno físico, sino que las fuerzas invisibles
que dirigen sus ritmos de vida provienen del universo solar y estelar. Por eso trabajaban
sus campos de acuerdo con esos ritmos cósmicos, no solamente del Sol, sino también de
la Luna y de las estrellas del Zodíaco.
Este conocimiento se fue deformando y olvidando con el paso del tiempo hasta
convertirse en la simple tradición rutinaria que todavía practicaban nuestros abuelos y
que se recogía en los calendarios lunares, que hoy son un mero elemento folklórico.
Sin embargo, hace ya varias décadas que se comenzó la recuperación de este
conocimiento con una metodología sistemática y científica. La agricultura biodinámica,
iniciada hacia 1924 en Alemania por un grupo de agricultores y de científicos, bajo las
indicaciones de Rudolf Steiner (1861-1925), es un método de cultivo que se fundamenta
en el conocimiento de las fuerzas y ritmos cósmicos. Dentro de este movimiento se
enmarcan los trabajos de investigación de Maria Thun sobre los ritmos de la Luna y su
calendario de siembras.
Después de ochenta años de experiencia, esta agricultura está hoy extendida por
muchos países de Europa, los Estados Unidos, Canadá y Australia, y produce una gran
variedad de productos alimentarios, reconocidos por su marca de calidad ecológica.
Llevamos ya suficientes décadas practicando la agricultura química y la ganadería
intensiva para ver que en muchos casos han desembocado en excesos especulativos y en
una grave falta de sentido común. Baste con recordar el problema de la contaminación
de las capas de agua subterráneas debido a los abonos químicos, a los pesticidas y a los
purines de las granjas, y los dramas de las vacas locas y de la gripe de los pollos, ambos
todavía no resueltos. Sólo cabe esperar que los buenos resultados de los métodos
agrícolas ecológicos sigan extendiéndose y sean cada vez más conocidos y apreciados.
64
LOS EMBRIÓLOGOS RECUPERAN EL CAMPO
En la obra de Gilbert F. Scout Development Biology, encontramos un perspicaz
análisis de la histórica polémica que se entabló en el seno de la biología del desarrollo
entre la línea de pensamiento basada en el concepto de campo morfogenético y las
concepciones de la genética molecular.
El objeto de la biología del desarrollo es la ontogénesis, el proceso por el que se
generan las variadas organizaciones generales de los seres vivos, así como sus órganos y
tejidos. La implicación de la ontogénesis y, en concreto, del desarrollo embrionario en la
evolución, ha sido reconocida desde siempre por los biólogos. Ya las primeras décadas
del siglo XX vieron una enorme expansión de la embriología experimental, especialmente
en los países de habla germana.
El principal objetivo era la búsqueda de las leyes que explican la ordenación de la
figura (Gestaltungsgesetze). El concepto que estructuraba esta idea era el campo
morfogenético, postulado por Theodor Boveri en 1910 y explícitamente definido por
Alexander Gurwitsch, que inicialmente lo denominó Geschehnfeld, Kraftfeld y
finalmente Embryoneles Feld. Esta idea fue popularizada más tarde a través de los
experimentos sobre trasplante de miembros.
Estos campos designaban áreas de información embriológica, unidas por sustratos
físicos. Los componentes de estos campos crean una red de interacciones, de modo que
cualquier célula está definida por su posición dentro del campo respectivo. Como en el
campo electromagnético de Faraday, el término denotaba a la vez relaciones regionales y
también informacionales.
Joseph Needham (1900-1995), que aprobaba el uso de los campos para explicar los
fenómenos embrionarios, combinó los puntos de vista de Hans Spemann, Conrad
Waddington y Paul Alfred Weiss, todos grandes embriólogos de la época, en la siguiente
definición: «Un campo morfogenético es un sistema ordinario tal que las posiciones
mantenidas por entidades inestables en una parte del sistema sostienen una relación
definida con la posición mantenida por otras entidades inestables en otras partes del
sistema. El efecto de campo está constituido por sus varias posiciones de equilibrio. Un
efecto de campo está ligado a un sustrato particular, a partir del cual surge un patrón
dinámico. Es multiaxial, es decir, tiene zonas claramente distinguidas y, al igual que un
campo magnético, puede mantener su patrón cuando su masa es reducida o bien
incrementada. Además, puede fundirse con un patrón similar que viene con nuevo
material si la orientación axial es favorable».12
En la década de 1940, aunque existían diversas definiciones del campo morfogenético,
su importancia no era discutida por ningún embriólogo. Sin embargo, la situación había
cambiado radicalmente cuarenta años más tarde, de forma que ese concepto parecía
65
haberse desvanecido del patrimonio de los biólogos occidentales. La realidad es que
nadie destruyó el campo morfogenético, pues no se había presentado ningún argumento
de que la idea fuera errónea o de que esos campos no existieran. Más bien parece que el
campo morfogenético fue eclipsado e ignorado.
Hubo varias razones para ese eclipse. Primero, las técnicas bioquímicas no eran
suficientemente buenas para permitir a los embriólogos examinar los fenómenos de
campo como son la polaridad entre miembros, el modelado del conducto neural, etc. En
segundo lugar, y debido a la segunda guerra mundial, hubo un gran descenso en la
financiación de las ciencias biológicas en Europa, sobre todo en Alemania, que
anteriormente había sido la base institucional e intelectual de la embriología mundial. En
tercer lugar, la biología molecular estaba despegando con su programa alternativo para
explicar el desarrollo y la evolución. Este punto es crítico, pues justo al mismo tiempo
que la evolución era redefinida como el estudio de los cambios en la frecuencia génica,
la embriología venía a ser redefinida como la ciencia que estudia exclusivamente los
cambios en la expresión génica.
Lo cierto era que ni el campo ni el gen habían sido vistos, y ambos eran postulados a
partir de resultados y de datos experimentales. Pero los dos conceptos eran utilizados por
distintos biólogos para explicar la herencia. En algunos casos la información heredada
podía ser asociada al gradiente del campo morfogenético y en otros se veía que varias
generaciones de animales heredaban una característica de acuerdo con las leyes de la
estadística, sugiriendo la implicación de los cromosomas nucleares. El gen y el campo
estaban en oposición.
El programa de la biología molecular estuvo desde su origen directamente en contra
del concepto de campo morfogenético y en muchas ocasiones los directores de los
equipos de investigación desaconsejaron a los estudiantes las líneas de investigación
basadas en esos campos.
Se puede sostener que los campos morfogenéticos desaparecieron de la literatura
embriológica, en parte porque las técnicas para analizarlos no habían aparecido todavía,
y en parte porque fueron eclipsados por la naciente explicación del desarrollo por medio
de la genética, en la cual, los campos morfogenéticos no parecían necesarios.
Pero en los últimos veinte años varios fenómenos han contribuido a una nueva
apreciación del campo morfogenético. En primer lugar, la hibridación in situ y la
inmunocitoquímica han encontrado moléculas cuyos dominios de expresión coinciden
con los dominios de los campos morfogenéticos. En segundo lugar, la habilidad para
responder a un morfogen puede ahora ser detectada considerando los receptores
superficiales de la célula. Amenudo puede observarse que las células que contienen esos
receptores tienen fronteras coincidentes con las del campo morfogenético. Por estas y
otras razones esos campos aparecen ahora como entidades reales. Aunque nos parezca
absurdo, la situación es parecida a que, habiéndonos negado a reconocer los campos
magnéticos, al final aceptemos su realidad, en vista de la insistencia de las limaduras de
hierro en dibujar la forma de las líneas de fuerza magnética alrededor del imán.
Por su parte, la manera cómo el ADN podría controlar los complejos procesos de
66
desarrollo que presenta la embriogénesis es todavía un rompecabezas lleno de enigmas.
En el caso de los mamíferos, el desarrollo de un embrión requiere el despliegue de
millones de recorridos dinámicos, implicando la interacción coordinada de cientos de
millones de células dividiéndose. Si este proceso estuviera enteramente codificado por
los genes, el programa genético debería ser milagrosamente completo y detallado.
Debería ser además suficientemente flexible para asegurar la diferenciación y la
organización de un gran número de trayectorias dinámicas bajo un ancho abanico de
condiciones. Sin embargo, el código genético es el mismo para todas y cada una de las
células del embrión. No está en absoluto claro cómo este código tan monótono podría
conducir y coordinar el completo campo de las interacciones del desarrollo.
Biólogos del desarrollo como François Jacob reconocen hoy que es muy pequeña la
información que se tiene de los circuitos reguladores del desarrollo embrionario en
general. Si la biología molecular ha sido capaz de desarrollarse rápidamente es gracias a
que en microbiología la información está determinada por secuencias lineales de bloques
constructivos y con esta manera de disponer la información se originan siempre
conceptos unidimensionales, como el mensaje genético y la lógica estadística de la
herencia, que son más fáciles de manejar. Sin embargo, el mundo en que se desarrolla un
embrión es claramente multidimensional. Según la biología molecular la secuencia
aparentemente unidimensional de las bases en los genes debería estar relacionada con la
aparición de redes de células bidimensionales que se despliegan en el tiempo de manera
precisa produciendo tejidos y órganos tridimensionales. Pero el modo como esto ocurre
es todavía un completo misterio, pues los principios de los circuitos reguladores que
intervienen en el desarrollo embrional son desconocidos y todo apunta a que residen en
dimensiones superiores a las directamente observables.
Un problema semejante aparece en los fenómenos de la regeneración de los órganos,
como es el caso de la esponja marina. Cuando se corta una esponja en partes y se llegan
a romper las conexiones intercelulares, las células así separadas son capaces de
recomponer un organismo completo. Es como si un sistema de orientación invisible
funcionara aunque estén separadas unas de otras.
Por todas estas razones cada vez hay más biólogos deldesarrollo que reconocen que la
morfogénesis ha de radicar en factores extragenéticos desconocidos, que quizá son más
decisivos que los mismos factores genéticos. En definitiva están llegando a la conclusión
de que, puesto que los bioquímicos no están hoy más cerca que hace cincuenta años de
aportar una imagen detallada de cómo los genes construyen los cuerpos, no existe razón
alguna para no explorar otras posibilidades.
Todo apunta a que el campo morfogenético, que también recibe el nombre de campo
de fuerzas formativas, se está convirtiendo en un concepto de importancia en la biología
del desarrollo, en la teoría de la evolución y en la filogénesis. Lo más importante para la
biología del desarrollo es que el campo morfogenético parece ser la única herramienta
capaz de integrar el gen con la evolución. El hecho es que, en los años recientes, varios
importantes biólogos del desarrollo han revitalizado las ideas de los campos
morfogenéticos y han reclamado su importancia fundamental, tanto en la embriología
67
como en la evolución.
En los últimos años, tras la teoría de la onda espacio-tiempo y de la teoría de las
cuerdas, y de la mano de la colaboración interdisciplinaria de matemáticos, astrofísicos y
biólogos, la teoría del campo morfogenético se ha convertido en una excitante propuesta
para la explicación de la realidad.
Desde mediados de la década de 1980 se han ido acumulando evidencias de que este
campo, conceptualizado en primer lugar por los biólogos del desarrollo, está, de hecho,
íntimamente relacionado con el campo gravitacional cuántico.
Ello sucede por las siguientes razones:
a) penetra todo el espacio.
b) interacciona con toda materia y energía, independientemente de si la materia o la
energía están o no cargadas magnéticamente, y
c) coincide con lo que matemáticamente se conoce como tensor simétrico de segundo
rango.
Las tres propiedades son características de la gravedad y hace unos años se probó que
la única teoría no lineal autoconsistente de un campo tensor simétrico de segundo rango
es, al menos a bajas energías, precisamente la teoría de la relatividad general de Einstein.
Así pues, si se confirman las tres propiedades expuestas para el campo morfogenético,
éste sería la contrapartida cuántica del campo gravitacional de Einstein.
Hasta hace poco, la teoría del campo morfogenético había sido ignorada y hasta
despreciada por los físicos del estamento de las altas energías, quienes, tradicionalmente,
se resisten a la intromisión de los biólogos en su terreno. Sin embargo, algunos físicos
de primera fila han comenzado a dar importancia a esta teoría y hay buenas perspectivas
de progreso para el próximo futuro. Conceptualmente, habrá que dar todavía un paso
importante: la consideración del contraespacio como un dominio de realidad
complementario al espacio euclidiano, dominio en el cual se generan y se estructuran los
campos morfogenéticos. Es posible que el conocimiento matemático de ese espacio noeuclidiano, junto con el estudio empírico de las fuerzas formativas que desde él actúan,
lleguen a despejar en un próximo futuro muchas de las grandes incógnitas que subsisten
sobre la realidad que nos rodea.
68
EL CUERPO DE FUERZAS FORMATIVAS
El fenómeno central de un ser vivo es la organización, la capacidad de disponer sus
células y sus tejidos como un todo coherente al que llamamos organismo. Los biólogos
están de acuerdo en que este hecho está ligado a la peculiar relación de los seres vivos
con el tiempo. Comprender la vida significa comprender procesos temporales:
concepción, nacimiento, maduración, muerte, evolución.
Algunos biólogos han intentado satisfacer esta necesidad añadiendo una extensión
temporal al cuadro total del ser viviente y han hablado del cuerpo-tiempo. Pero no es
suficiente pensar en la inserción del cuerpo viviente en un continuum espacio-tiempo
abstracto. Se requiere la existencia de un campo específico dispensador de estructura y
de organización. Sólo a partir de él, el ser vivo puede desplegar su forma creciente y
propagarse. Podemos reconocer aquí el campo morfogenético que hace décadas ya
definieron los embriólogos para los primeros procesos del desarrollo, sólo que habrá que
pensarlo como una multiplicidad o sistema de campos interrelacionados y visualizarlo a
lo largo de toda la vida del ser.
Para imaginar tal multiplicidad realistamente se requiere desde luego cierto esfuerzo
mental, pues contiene todas las fases antecedentes y sucesivas que el organismo ha
tomado antes y tomará en el futuro. De hecho, es un cuerpo de fuerzas invisible o ideal
que comprende las formas pasadas, futuras y potenciales. Es una multiplicidad
organizada que trasciende el espacio ordinario y penetra en el reino temporal hacia atrás
y hacia delante.
Todo ser vivo, sea planta o animal, lleva consigo este cuerpo de fuerzas formativas,
invisible y extendido en el tiempo. El individuo no puede ser pensado prescindiendo de
él, pues esta multiplicidad es activa en cada etapa del crecimiento, por pequeña que sea,
en cada formación de nuevos órganos y en la duplicación de la forma en caso de
propagación. Sin esa multiplicidad de campos, en cierta manera autosostenida, el
individuo se convertiría en un desorganizado barullo de sustancias y de fuerzas. En
realidad, cuando se rompe la conexión con esa multiplicidad el individuo muere.
Si intentamos captar de forma realista este cuerpo de fuerzas formativas estaremos
más cerca del problema de lo vivo que cuando nos limitamos a dar definiciones
abstractas de lo que significa la vida. En este sentido, estar vivo equivaldría a poseer tal
cuerpo de fuerzas.
Rudolf Steiner, profundo estudioso de la obra científica de Goethe, hizo un
descubrimiento de gran alcance para la pedagogía al observar que parte de las fuerzas
formativas que intervienen en la construcción del cuerpo físico humano se liberan
progresivamente de esa función durante la infancia tal como los órganos del cuerpo van
alcanzando su desarrollo y sólo necesitan ser mantenidos en su forma y en sus funciones.
69
A partir de ese momento, las fuerzas formativas liberadas de su anterior función se
manifiestan en forma de energías dedicadas al aprendizaje. Estas energías son las que
permiten al niño adquirir las facultades propiamente humanas, aquellas que se transmiten
culturalmente, en primer lugar el mantenerse erguido, luego el andar, el hablar, y
finalmente el pensar y la adquisición de conocimientos.
Cuando nos referimos al cuerpo de fuerzas formativas hay que tener muy presente que
no hablamos vagamente de un factor adventicio que se añade al sistema corporal físico
para darle vida, sino que reconocemos que es una región real, que entra en una relación
bien definida y comprobable con el cuerpo material.
Desde la óptica matemática, el cuerpo de fuerzas formativas de los seres vivos no
puede comprenderse partiendo del esquema del espacio ordinario tridimensional, sino
que debe ubicarse en un peculiar espacio de infinitas dimensiones, que posee una
estructura interna y cuyas características son polares con relación al espacio ordinario
euclidiano. Esta indicación le abre al investigador un camino fecundo, pues le permite
estudiar fenómenos anteriormente enigmáticos a la luz de este espacio no-cartesiano, al
que hemos llamado también contraespacio.
Uno de esos fenómenos se presenta en el proceso de la digestión. ¿Cómo es posible
que la sustancia que en forma de alimento afluye al organismo se transforme tan
profundamente que pueda ser incorporada e integrada totalmente a los diferentes órganos
del cuerpo? En primer lugar, la sustancia del alimento es sustraída de las combinaciones
químicas de que anteriormente formaba parte y apartada de las condiciones ordinarias de
la gravedad gracias a la consistencia coloidal del plasma. A continuación, entraría bajo el
dominio del contraespacio, viéndose supeditada a la influencia de otra región totalmente
distinta, que es polar respecto a la región centrada en la materia local y que obra desde la
periferia cósmica que rodea la Tierra. Por esa razón, la sustancia recibe sus nuevas
propiedades, no desde su propia estructura físicoquímica, sino según el lugar relativo que
va ocupando en el organismo. Al desplazarse o dislocarse en el organismo, también se
transforma necesariamente la sustancia.
Esto nos lleva a una nueva proposición de la biología del desarrollo: una sustancia que
circula por un organismo no debe sus propiedades solamente a su composición química
o física, ni trata de conservarlas simplemente según el lugar en donde desemboque, sino
que se transforma profundamente por causas de tipo espacial, de acuerdo con los
desplazamientos que sufre en función del proceso biológico. Se adquieren propiedades
biológicas completamente nuevas que son la contrapartida de las propiedades físicas.
Estas nuevas propiedades resultan ser los verdaderos elementos y fuerzas constructoras
de lo vivo.
El camino fecundo al que nos conduce la nueva concepción de un espacio orgánico
específico asociado al cuerpo de fuerzas formativas, se acredita cuando se trata de
representar las correlaciones entre órganos que están separados en el espacio. Este tema
ha constituido una fuente de enigmas para los biólogos del desarrollo.
En la concepción tradicional del espacio, siempre se ha supuesto que las relaciones
entre los órganos se deben a situaciones vecinales, a intercambio de savias, de hormonas
70
y de enzimas, o a puentes espaciales servidos por vasos o nervios. Ahora cabe imaginar
que los órganos, sea cual sea su distancia espacial, se comunican entre ellos
independientemente de la distancia métrica que los separa, porque se hallan en vecindad
cualitativa o supraespacial.
Estas íntimas correlaciones entre órganos relativamente distantes no se ubicarían en el
espacio ordinario, sino que serían efectivas por encima de cualquier medida espacial.
Incluso admitiendo que hay sustancias específicas capaces de mantener el comercio entre
órganos distantes, se debe plantear una delicada pregunta: ¿cómo es que estos
mensajeros encuentran su camino y llegan en el momento preciso y al lugar preciso
donde han de ser utilizados? Algunos bioquímicos responderán que se trata de
fenómenos de sintonización, pero este concepto vago queda ventajosamente sustituido
por la idea de un espacio orgánico estructurado y de la vecindad de los órganos en el
contraespacio.
El biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy (1901-1972), padre de la teoría general
de sistemas, plantea expresamente esa paradoja tomando como ejemplo las funciones
hepáticas y pregunta: ¿cómo es posible que, dentro de la misma célula, puedan tener
lugar, uno al lado del otro, docenas de procesos químicos antagónicos, sin interferirse,
cosa que sin duda sucedería en el espacio ordinario? Para explicar este misterio algunos
han apuntado que la microquímica celular sería una actividad como la del laboratorio,
pero reducida a un espacio mínimo, y que la estructura coloidal del medio mantendría
separados de algún modo los diferentes procesos.
Pero si el organismo se encuentra en un espacio diferenciado, esto es, un espacio
integrado por dislocaciones, desniveles y curvaturas, habrá que considerar también
distintamente lo que sucede dentro de la misma célula. Los procesos se efectuarían en un
contraespacio que, en rigor, posee infinitas dimensiones, de modo que lo más lejano
físicamente puede efectivamente convertirse en lo más cercano biológicamente y
viceversa. Así comenzaríamos a resolver una gran incógnita.
71
ACERCA DE LOS GENES
Los espectaculares avances en el conocimiento de la estructura de los cromosomas y
en particular en el descifrado del código genético (genoma humano) ha situado a la
genética en el primer plano de las ciencias biológicas. Paralelamente, ha aparecido una
tendencia abusiva a explicar, a partir de los genes, todos los hechos biológicos
relacionados con la herencia y la evolución.
Hace mucho tiempo que las investigaciones han confirmado que la membrana nuclear
absorbe del plasma las sustancias que el núcleo necesita, y que el plasma, a su vez,
recibe continuamente sustancias despedidas por el núcleo. A todo esto hay que agregar
que las existencias de ácidos nucleicos almacenadas en la cromatina, se hallan en
ininterrumpida degradación y reconstrucción todo el tiempo en que la célula está
activamente involucrada en los procesos metabólicos. Únicamente encontramos los
genes correctamente ordenados en las ramas de los cromosomas, en el limitado espacio
de tiempo en que la célula se prepara para la multiplicación, o sea, sólo cuando no se
halla ocupada en la actividad metabólica. El resto del tiempo desaparecen.
En efecto, está comprobado experimentalmente, por medio de isótopos radiactivos,
que los nucleótidos del ADN de los genes pasan por un permanente proceso renovador,
es decir, que sólo en apariencia son continuos y estables. Así pues, la sustancia misma
que, aún hoy, muchos pretenden responsabilizar del mantenimiento de la estructura de
los seres vivos, se halla involucrada en un constante intercambio de sus ingredientes; a
ella misma no se le puede atribuir continuidad en cuanto materia estructurada.
En realidad, los cromosomas actúan como almacenes temporales de sustancias activas
preparadas para viajar. Este hecho puede apreciarse por el particular orden que reina en
ellos, orden del que nos dan una idea muy esquematizada, pero sorprendente, los
llamados mapas de cromosomas. Este orden nada tiene que ver con la posterior
ordenación de las características externas en el cuerpo del ente adulto. Más bien se trata
de una ordenación del tipo que haría una persona que coloca una multitud de objetos
dispares en una maleta, en un orden que le permita volver a encontrar fácilmente cada
objeto singular; no es un orden de aplicación final, sino que sirve a las necesidades del
almacenaje. Así, podríamos comparar los cromosomas con un número de maletas llenas.
El orden de embalaje de los objetos dentro de ellas, poco o nada tiene que ver con el
futuro orden de aplicación de los mismos en la vida cotidiana después de
desempaquetarlos. Del mismo modo, la verdadera acción de los ácidos nucleicos tiene
lugar durante las fases en que no se puede identificar ningún cromosoma. Y viceversa,
en las fases de separación o mitosis, cuando se efectúa el transporte de los genes, los
ácidos nucleicos están ociosos.
¿Dónde queda, pues, la idea tan divulgada por muchos genetistas de que los genes son
72
inalterables y de que se hallan disponibles en los cromosomas para mantener las
características hereditarias? ¿Podemos aferrarnos a su continuidad, cuando también para
ellos vale la regla que rige para todas las sustancias vivas, según la cual se desintegran,
es decir, se destruyen y se reconstruyen sin cesar? ¿Dónde radica, entonces, la garantía
de la morfogénesis y de la transmisión hereditaria?
Wolfgang Wieser, un experto crítico de las investigaciones en el campo de la biología,
en su clásica obra Gewebe des Lebens (El tejido de la vida), llega al mismo resultado y
formula la pregunta: «¿Dónde se encuentra, más allá de las acciones precisas de genes y
enzimas singulares, la regulación del decurso global de la evolución? Tal como
penetramos en los distritos moleculares de las organizaciones biológicas, se abren ante
nosotros nuevas dimensiones de dificultades, que presagian la existencia de nuevos
principios ordenadores en la raíz de lo viviente, quizá todavía más enigmáticos».13
Pero entonces, ¿cuál sería el papel principal de los genes? Hemos comentado su
función como instrumentos de transporte ordenado de los ácidos nucleicos en el
momento de la división de la célula. Por otra parte, es evidente que la ingeniería
genética, al manipular los genes provocando su alteración o apareamiento forzoso,
consigue resultados posteriores que se reflejan en la formación de los nuevos
organismos. Pero este modo de acción se parece demasiado al caso de un patético
informático que, ignorante del lenguaje de programación e incluso desconociendo la
misma existencia del programa, se limitara a manipular los datos que aparecen en la
pantalla con la esperanza de conseguir mejores resultados.
Quizá ha llegado la hora de reconocer que los genes son en realidad productos y no
agentes de la actividad que hasta ahora les ha querido atribuir la biología molecular.
Veamos esta actividad. Las moléculas de ADN, que están contenidas y agrupadas
temporalmente en los genes, se comportan como matrices primordiales. En estas
matrices se producen, por contacto directo, los enzimas que luego regulan el
metabolismo en el plasma. La bioquímica ha logrado demostrar que las cadenas laterales
de las moléculas proteínicas que se forman, pueden, por así decirlo, fijarse por soldadura
con ayuda de esas matrices, de modo que la sustancia conformada se ajuste como una
llave en la cerradura. Así pues, en los lugares más ocultos en que sucede la génesis de la
sustancia viva, se realiza un proceso de impresión que produce imágenes en espejo,
símbolo de la enigmática potencia auto proliferante de las proteínas e indicación de
complejas relaciones geométricas espaciales.
Pero hay que insistir en que lo decisivo en la generación del proceso vital no es la
forma del molde, sino la actividad que asegura el vaciado y que cambia las matrices en
el lugar y el momento oportunos (el programa desconocido). En este sentido ninguna
sustancia, por complicada y activa que sea, puede ser generadora de la vida, ya que
parece ser la vida misma la que hace aparecer las sustancias y las lleva a su destino.
Haciendo otro símil, para interpretar cuál es el proceso que lleva a la modelación de una
escultura, no basta en fijarnos solamente en las características y propiedades del barro y
del agua, sino que es esencial contar con las manos y las ideas del escultor.
Los mecanismos bioquímicos que intervienen en los procesos celulares,
73
embriológicos, anatómicos y funcionales son tan extremadamente precisos e
interconectados, que nos hacen pensar en las secuencias ineluctables y totalmente
exactas del mundo de las transformaciones geométricas. Ya hemos visto que el principio
de polaridad de la geometría proyectiva permite estudiar las transformaciones
geométricas que pueden relacionar elementos del espacio físico con elementos del
contraespacio.
La peculiar forma básica de la molécula de ADN, de dos tiras helicoidales
entretorcidas, con conexiones transversales, puede hacernos vislumbrar que con
fórmulas de esa especie nos hallamos en una región limítrofe, donde lo espacial se
desprende de lo supraespacial. Las tiras helicoidales que se entrecruzan en torno a un eje
de avance lineal imprimen en la estructura características que ya no son meramente
terrestres, pues son las que imperan en las órbitas de los cuerpos celestes [figura 7].
Figura 7. Estructura de la molécula de ADN.
En efecto, si tenemos en cuenta que el Sol se mueve alrededor de la Via Láctea y
consideramos un fragmento de su recorrido como una línea recta, vemos que la órbita de
la Tierra alrededor del mismo es en realidad una trayectoria helicoidal. Esta observación
vale para cualquier cuerpo celeste, sea satélite, planeta o estrella, pues siempre aparecen
trayectorias helicoidales, unas dentro de otras.
Ya que la grabación y la transmisión de formas en el reino de lo vivo no puede partir
de una sustancia concreta, ni puede ser transmitida, a modo de monopolio, por ella, nos
vemos abocados a la conclusión de que es un sistema dinámico el que regula la génesis
de las formas. A este sistema le hemos llamado cuerpo de fuerzas formativas del
individuo, y su campo de acción estaría situado en el contraespacio.
74
Según esta visión, el plan arquitectónico general del organismo no sería el resultado
de las sustancias bioquímicas de las proteínas y compuestos similares, sino el reflejo de
un contexto ordenador extraespacial que otorga a los órganos su forma y su disposición,
y al organismo total su plan general terrestre-cósmico. Los enzimas y hormonas que se
mueven en el medio orgánico no serían causas formadoras, sino soportes físicos e
indicadores de las condiciones reinantes en determinados lugares del cuerpo de fuerzas
formativas.
75
MEDIR LA VIDA
Con ocasión de presentar el calendario de siembras de Maria Thun y sus trabajos de
investigación sobre los ritmos en las fuerzas cósmicas, hemos mencionado que la
agricultura biodinámica se distingue por tener en cuenta estos ritmos celestes. Pero el
movimiento biodinámico concibe la agricultura como un todo, como una globalidad viva
en la que se tiene muy en cuenta la vitalidad de cada elemento que interviene, sean las
semillas, el suelo, el agua, el aire o los productos de consumo resultantes.
Ya desde sus inicios, en la década de 1920, los biólogos y agrónomos relacionados
con ese nuevo método agrícola se interesaron en saber cómo la calidad biológica de los
productos alimentarios puede ser determinada de forma objetiva y fiable. Los métodos
morfogenéticos son el fruto de estos esfuerzos para medir la vida, lo cual exige preservar
lo vivo durante la medición.
Estos métodos están basados en la extrema sensibilidad del agua a las fuerzas
cósmicas o formativas, así como en su gran capacidad de crear formas. Los métodos
comunes de análisis de alimentos, al descomponerlos químicamente o al destruirlos
mediante combustión, sólo consiguen medir el contenido material, que, por cierto, puede
ser exactamente el mismo en dos productos biológicamente muy distintos.
Los pioneros de los métodos morfogenéticos son Ehrenfried Pfeiffer, Lilly Kolisko,
Rudolf Hauschka y Agnes Fyfe. Sobre la base de sus investigaciones y de trabajos más
recientes, hoy se pueden diferenciar claramente los productos alimentarios procedentes
de distintos cultivos agrícolas, a base de obtener experimentalmente una apreciación
cualitativa de los mismos. Estos métodos permiten también determinar las diferencias en
la calidad biológica antes y después de practicar ciertos tratamientos habituales en la
industria alimentaria como son la pasteurización, la homogenización, la congelación o el
tratamiento de esterilización en autoclave.
Lilly Kolisko, en la década de 1930, fue la primera investigadora que usó el conocido
fenómeno de la formación de imágenes cuando un líquido asciende por capilaridad en el
seno de un papel de filtro, con un propósito totalmente nuevo. El nuevo método aspiraba
a examinar la calidad de una savia vegetal como un todo, en contraste con los métodos
comunes de análisis de su época. Para que apareciera una estructura definida en la
imagen mezcló el extracto de la savia con una disolución de una sal metálica. El método
se llamó dinamólisis capilar y permitió comenzar a observar las tendencias formativas
en cualquier sustancia viva soluble.
El método ha sido perfeccionado por Rudolf Hauschka en los laboratorios de la firma
farmacéutica y de cosméticos Wala (Alemania). Consiste en tomar un extracto acuoso de
la muestra a estudiar y hacerla migrar ascendiendo a través de un papel de cromatografía.
Después de un tiempo de secado de tres horas, se procede a la ascensión de una solución
76
de nitrato de plata. Esta última ascensión supera el frente de subida del extracto en un
centímetro. Los frentes de subida de las dos fases pueden ser discernidos en forma de
líneas horizontales en la imagen definitiva. Después de un nuevo período de secado,
tiene lugar la tercera fase de migración, con sulfato de hierro, hasta una altura total de
unos doce centímetros. Después de la última operación de secado, el papel muestra una
forma de conjunto específica para cada sustancia estudiada.
El método de los morfocromatogramas, puesto a punto por Ehrenfried Pfeiffer, es
parecido al de la dinamólisis capilar. Pero en este caso se usa un disco de papel de filtro
que es impregnado con una solución de nitrato de plata sobre un círculo de cuatro
centímetros de radio por medio de una mecha sumergida en la solución. Después de un
secado de dos horas, se procede a la introducción del extracto de la sustancia a estudiar
por medio de una nueva mecha. Cuando el diámetro de la imagen alcanza seis
centímetros se interrumpe la entrada del extracto y se pasa al secado definitivo. Para
desarrollar la imagen final es necesario acudir a la ayuda de la luz difusa.
Otro método morfogenético muy usado para determinar la calidad de alimentos como
la leche o los cereales es el llamado de las cristalizaciones sensibles. Fue desarrollado
también por Pfeiffer y consiste en lo siguiente: un extracto acuoso de la sustancia a
estudiar se mezcla con una solución de cloruro de cobre. Una cantidad estandarizada de
la mezcla es separada y vertida en un cristalizador de forma cóncava. Este último es
colocado en un recinto climatizado y protegido contra las vibraciones. La temperatura y
la humedad del recinto son mantenidas constantes. La solución va cristalizando
lentamente. Sobre el fondo del cristalizador aparece el resultado de este proceso, que es
una imagen cristalina específica de la disolución utilizada. Las conclusiones exactas se
obtienen tras una cierta experiencia del experimentador en la interpretación de las formas
geométricas planas que presentan las cristalizaciones. Este método se está utilizando en
medicina y está aportando información de sumo interés para la detección precoz de
enfermedades como el cáncer.
En la figura 8 se pueden ver ejemplos de las imágenes obtenidas con los tres métodos
descritos, tomando como sustancias de estudio tres muestras de leche que son de distinta
calidad biológica por haber estado sometidas a distintos tratamientos.
En 1959 un grupo de investigadores encabezado por el matemático George Adams, el
ingeniero Theodor Schwenk y el médico Alexander Leroi, fundó el Instituto para la
Ciencia de las Corrientes (Institut für Strömungswissenschaft) en Herrischreid, en la
Selva Negra alemana.
Adams aplicó allí sus ideas sobre las relaciones entre el espacio físico y el
contraespacio para desarrollar técnicas de purificación del agua. Schwenk desarrolló un
método para verificar la calidad de las aguas que se encuentra descrito en su obra
Formas producidas por el agua en movimiento. La idea directriz de este método se
funda en la capacidad que tienen las superficies internas que se forman en el seno del
agua en movimiento de actuar como verdaderos órganos sensoriales, es decir, como
lugares de inserción o de percepción de las fuerzas formativas cósmicas.
77
Figura 8. Imágenes obtenidas por tres métodos distintos para medir la calidad
biológica de la leche. De arriba a abajo: Método de las cristalizaciones sensibles,
método de la dinamólisis capilar y morfocromatogramas.
Según este principio, un agua contaminada habría perdido esta capacidad de formar
superficies convenientes y no sería apta para recibir estas fuerzas. El método de
Schwenk persigue fotografiar estas superficies internas. Para ello se deja caer una gota
del agua a estudiar sobre un recipiente con agua destilada de referencia a la cual se ha
añadido un poco de glicerina. Un sistema óptico apropiado permite fotografiar las
formas producidas por la caída de la gota en diferentes momentos de su desarrollo. La
experiencia muestra que la riqueza en vórtices y la belleza de estas formas internas está
en relación directa con la calidad biológica del agua [figura 9].
78
Figura 9. Fotografía de las superficies formadas por una gota de agua (método de
Schwenk).
En general, las aguas contaminadas y también las aguas depuradas que se usan para el
consumo doméstico dan imágenes con pocos vórtices, mientras que las aguas de calidad,
biológicamente sanas, como las que provienen de fuentes naturales, provocan la
aparición de imágenes semejantes a flores armoniosas con numerosos pétalos. El método
de Schwenk muestra las diferencias de calidad en cuanto a frescura y salubridad que
pueden existir entre dos aguas igualmente potables, una extraída de una planta
depuradora y otra proveniente de un manantial, diferencias que los métodos químicos no
son capaces de descubrir.
79
AFRODITA NACIÓ DE LAS AGUAS
El flujo acuático de un río, aunque lo veamos con aspecto uniforme, siempre
contiene en su seno numerosísimas superficies internas. Esto puede visualizarse mejor si
imaginamos el agua como si estuviera formada por innumerables cuerdas entretejidas
entre sí, y cada cuerda hecha de hilos individuales enlazados. En una estructura como ésa
es fácil que se creen muchas superficies y, si la corriente de agua choca con un
obstáculo, se forman además millones de vórtices.
Cuando una masa de agua contenida en un recipiente es sometida a agitación o
removido, tiende a pasar por tres fases de movimiento. Inicialmente, el agua está
relativamente quieta, pero en cuanto el movimiento aumenta, se introduce la turbulencia
y el caos. Si el movimiento aplicado desde el exterior aumenta aún más, el caos da paso
a una forma geométrica llamada vórtice.
El vórtice es un modelo circular típico en el movimiento de los fluidos. Al contrario
de lo que sucede en un objeto sólido que gira, donde la velocidad mayor se encuentra en
la periferia, el vórtice exhibe la tendencia opuesta. La mayor velocidad se da en el
centro, donde el movimiento circular se traslada hacia una nueva dirección, creando un
espacio abierto a la luz y el aire. El agua parece deslizarse a lo largo de sí misma, de
manera que cada una de las diminutas partes se mueve a diferente velocidad.
En el instante en que la turbulencia o el caos dan paso a la aparición de un vórtice, se
crea una cantidad inmensa de superficies internas. Se ha calculado que si tomamos como
unidad estándar de medida el espesor de la pared de una burbuja de jabón, un vórtice de
un centímetro cúbico contendría varias decenas de metros cuadrados de superficies
internas. ¡Estos resultados equivalen a la superficie total de un diccionario de 1.000
páginas, que es de 40 metros cuadrados!
La velocidad de giro de cada superficie depende de la distancia al centro del vórtice.
Las más alejadas van más despacio y las más cercanas más deprisa, siguiendo la segunda
ley de Kepler. Esto significa que la velocidad en el mismo centro del vórtice sería
teóricamente infinita. En realidad la masa de agua no puede llegar a esa velocidad y es
reemplazada por el aire en el centro. Pero cuando las fuerzas en el centro de un vórtice se
acercan a un valor muy elevado, los enlaces del hidrógeno de la molécula del agua no
pueden aguantar la diferencia de presión y comienzan a estirarse y debilitarse, liberando
al mismo tiempo poderosas energías.
En esta situación, el agua es sensible a influencias magnéticas, eléctricas,
gravitacionales y vibratorias. También es influenciada por variaciones de luz, sonido y
presión. Los vórtices o remolinos que contiene son uno de los secretos de la gran
sensibilidad del agua a las fuerzas del universo. Estas extremas sensibilidades se
adquieren en el momento de crearse el vórtice y desaparecen con el tiempo si el agua
80
vuelve a la calma.
Figura 10.
Remolino en un río.
Figura 11.
Vía Láctea.
Puesto que las leyes de Kepler rigen los movimientos de los planetas en el sistema
solar, los vórtices de las corrientes acuáticas se nos presentan como un sistema dinámico
que reproduce en pequeña escala las grandes leyes del Cosmos. Mientras que por su
orientación espacial global, el remolino se dirige hacia las estrellas fijas, por sus
movimientos internos, imita al sistema solar.
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Los estudios que los astrónomos están realizando sobre la naturaleza de la Vía Láctea
nos descubren que nuestra galaxia es del tipo espiral con varios brazos y que gira según
las agujas del reloj vista desde su polo norte. Además los últimos datos indican que
contiene un agujero negro de tipo masivo en su centro. Todo ello apunta a que, salvando
las distancias del macrocosmos al microcosmos, la dinámica de la Vía Láctea sería
análoga a la de un simple torbellino de agua en un río [figura 11].
Cuando el agua fluye por un arroyo donde encuentra obstáculos o cuando es agitada
dentro de un recipiente, millones de superficies moleculares se abren en el interior de las
líneas de corriente. Estas superficies se dilatan como membranas de goma elástica y son
tan sensibles que pueden ser impresionadas por las sutiles influencias que crean las
relaciones planetarias.
Se han realizado ya numerosas experiencias de laboratorio que demuestran que el
agua puede percibir los cambios en la posición de los cuerpos celestes del sistema solar.
El doctor Theodor Schwenk nos describe un experimento realizado para estudiar la
influencia de un eclipse de Sol sobre el agua.
Durante el curso del día del eclipse y a intervalos regulares de tiempo, por ejemplo,
cada diez minutos, se llena una botella distinta con agua que es agitada rítmicamente
durante unos segundos. Cada vez que se hace esto se crea en el seno del agua un órgano
que capta los acontecimientos cósmicos del momento y que luego se cierra al cesar la
agitación del líquido. En cada ocasión una situación distinta del universo es grabada
sobre el agua: el movimiento de la Luna en dirección al Sol, el comienzo efectivo del
eclipse, el momento central del mismo, el movimiento gradual de la Luna alejándose del
Sol, etc. Al final de la serie de experiencias, el curso completo de los acontecimientos
del día está contenido en la hilera de botellas que han sido agitadas en momentos
distintos.
Ahora bien, ¿cómo puede hacerse visible lo recogido? Existen varios métodos, y el
utilizado por Schwenk consiste en hacer germinar semillas de trigo en el agua de cada
uno de los recipientes utilizados. Esto puede durar días o semanas. Las semillas son
colocadas en el agua de cada una de las botellas al mismo tiempo y en las mismas
condiciones externas. El efecto de las impresiones que impregnan el agua se revelará en
el crecimiento de los tallos. En el mismo período de tiempo, las plantas en el agua de
unos recipientes crece mejor que en otros. Las longitudes de los tallos en los distintos
recipientes dibujan una gráfica que refleja el curso del eclipse. Se comprueba que las
semillas en el agua que fue agitada justamente en los minutos centrales del eclipse
crecen mucho menos que las que germinaron en las muestras de agua de antes o de
después del eclipse.
Los extensos estudios de Maria Thun con las siembras en distintas posiciones de la
Luna y sus hallazgos sobre las influencias en el desarrollo van en la misma línea que el
experimento de Schwenk.
Según las investigaciones sobre las propiedades del agua realizadas por Jennifer
Greene, directora del Water Research Institute of Blue Hill (EE.UU.), el proceso que
sucede en las potenciaciones o preparados de la medicina homeopática podría ser el
82
siguiente:
a) Al diluir la sustancia en el agua provocamos que se expanda en el espacio y se
disperse. Esta acción se asimila a la tendencia típica de las fuerzas cósmicas, que es la de
expandirse hacia la periferia del Cosmos. De este modo se conseguiría que las cualidades
esenciales de la sustancia disuelta sean influenciadas por la dinámica de esas fuerzas.
b) Aplicando un movimiento rítmico a la disolución, ya sea por agitación o por
removido, se crean innumerables superficies internas una y otra vez. Se supone que estas
superficies permiten a las fuerzas cósmicas penetrar en el espacio físico.
c) El influjo de las fuerzas cósmicas se combina con la esencia de la sustancia original
de un modo sinérgico y así las características vibratorias de la sustancia se imprimen en
el agua.
d) El resultado es una preparación potente y altamente cargada de energía que lleva las
características vibratorias de la sustancia.
Las superficies internas de un remolino giran con un ritmo propio, y la forma global se
extiende y se contrae siguiendo una pulsación rítmica [figura 12]. Así, un remolino de
agua se comporta como un órgano móvil dispuesto en el seno de un conjunto mayor e
igualmente móvil. Forma sus propios tabiques internos, pero al mismo tiempo se pone en
comunicación con los lejanos confines del mundo. El remolino recuerda, por estas
propiedades, a los órganos de los seres vivos, que son entidades relativamente aisladas
dentro de un conjunto fluctuante. Un órgano de un animal, como por ejemplo un riñón,
crea su ámbito propio, aislándose parcialmente, pero permaneciendo en comunicación
con todo el resto por medio del plasma y de la circulación de la sangre.
No olvidemos que el desarrollo de todo organismo y de cualquier tejido comienza por
un estado líquido y precisamente el remolino parece ofrecer las posibilidades de
movimiento que permitirán a cada órgano alcanzar su diferenciación y su especialización
funcional.
Figura 12. Remolino de agua mostrando una pulsación rítmica.
83
Figura 13. Caracol del oído interno en un feto humano de 5 meses.
Un remolino puede permanecer indiferenciado en el seno del agua no siendo nada más
que movimiento puro. Representa por ello un prototipo primordial para el desarrollo de
cualquier órgano. Parece como si la génesis específica de cada ser vivo estuviera ya
prefigurada en el elemento líquido, al nivel de movimiento puro. En la naturaleza
tenemos muchos ejemplos de un remolino fijado en forma orgánica. Uno de ellos es el
caracol, órgano interno de la audición en los animales superiores [figura 13].
La espiral logarítmica propia de los remolinos es la forma geométrica que se
desarrolla entre dos infinitos que nunca se alcanzan, uno interior y otro exterior. En todas
las formas vivas encontramos una región interna y otra externa, y la vida se mueve en
ritmos entre las dos. Este ritmo en espiral está maravillosamente representado en la flor
compuesta del girasol [ilustración 7 del pliego central]. La coliflor ornamental o italiana
[ilustración 8 del pliego central] es un fractal fascinante: la forma cónico-espiral de la
flor completa se presenta en cada uno de los distintos niveles, hasta el infinito interior.
Otros ejemplos de espirales logarítmicas son las conchas de Nautilus [ilustración 9 del
pliego central]. La frecuencia de la aparición de esta curva en la naturaleza se explicaría
porque los campos de fuerzas formativas cósmicas parecen tener una estrecha relación
con trayectorias de ese tipo y tienden a recorrerlas sobre el agua y sobre los líquidos
orgánicos.
Encontramos también la forma del torbellino en los cuernos de algunos rumiantes, que
parecen actuar como órganos de comunicación del individuo con las fuerzas del entorno.
La figura 14 nos muestra la espléndida cornamenta de un antílope africano, en la que se
puede apreciar claramente el movimiento helicoidal del remolino.
84
Figura 14. Cornamenta de antílope africano.
Volviendo a la observación de las corrientes de agua, podemos apreciar cómo la
confluencia de dos corrientes procedentes de direcciones distintas engendra unas
superficies de contacto que representan el equilibrio entre las fuerzas presentes. Se llegan
a crear formas estacionarias y casi en calma en el seno del movimiento general. Estas
formas casi estables actúan como órganos sensoriales de una gran sensibilidad
detectando los cambios más sutiles de la corriente.
Es realmente interesante este fenómeno que permite que aparezcan formas, no por
diferenciación material, sino tan sólo por la acción contrapuesta de distintas fuerzas.
Descubrimos la posibilidad de concebir la ontogénesis de los seres vivos, no a partir de
transformaciones de la materia sino a partir de una combinación de movimientos. Si
consideramos que es el movimiento el que abraza a la materia y la ordena, podemos
comenzar a comprender los procesos que conducen al desarrollo del embrión, pues hay
que reconocer que, a pesar de los minuciosos estudios emprendidos por la biología
molecular, ha sido imposible concebir esos procesos formativos a partir de la química de
las moléculas y tampoco a partir de los mecanismos de diferenciación celular.
Como sucede con los torbellinos en el agua, los órganos tienen una vida relativamente
autónoma, se delimitan en sí mismos pero están al mismo tiempo en contacto fluido con
el resto del organismo. El típico fenómeno del enrollamiento en forma de remolino que
tiene una vida propia dentro del vasto medio acuoso, nos lo encontramos de hecho en
todas las organogénesis. Pero en este caso no se trata de diferencias de velocidad entre
corriente y corriente, sino de diferencias de velocidad entre varias regiones creciendo
simultáneamente. Superficies celulares que son vecinas en el órgano crecen a distintas
velocidades, unas más rápidas que otras, lo cual provoca la formación de plegamientos,
enrollamientos y concavidades de los que surgirán finalmente las formas propias de los
órganos.
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El principio superior que rige los fenómenos de crecimiento convexo y de crecimiento
cóncavo propios de toda organogénesis parece ser la manifestación de la idea creadora
que estaría en otro nivel de existencia. Esta forma de actuar se parece a una orquesta de
muchos instrumentos que interpreta un concierto, con sus entradas y sus pausas guiadas
de acuerdo con una partitura y bajo las órdenes de un director de orquesta invisible. El
resultado es un único cuerpo sonoro, cerrado en sí mismo. La partitura existe,
indudablemente, pero parece residir en un nivel superior al físico y desde ahí, utilizando
el agua como intermediaria, actúa sobre la materia siempre fluida y maleable del
embrión.
El agua no es nunca una masa uniforme, aunque así nos parezca cuando la miramos
inadvertidamente. Al contrario, hemos visto que cuando fluye está siempre formando
superficies y torbellinos en su seno que son sensibles, es decir, que responden por medio
de contracciones, formando sinuosidades y oscilando según ritmos precisos a las más
ligeras modificaciones del medio.
Estos ritmos elevan al agua al nivel del organismo vivo, el cual está siempre sujeto a
ritmos dependientes del agua. Es pues el ritmo el que provee la llave que enlaza lo físico
con lo suprafísico, con el mundo de los puros dinamismos.
Theodor Schwenk nos hace observar que en el agua la forma nace y muere en un
instante, mientras que en los órganos de los seres vivos se va modelando y
transformando poco a poco, de una manera rítmica. El mundo de las fuerzas que crean y
forman los organismos parece tener leyes análogas a las del agua en movimiento. En este
caso actúa de una forma invisible a simple vista, pero muy tenaz. Durante mucho tiempo
estos campos de fuerza repiten la misma forma con base en ritmos fluidos, de modo que
consiguen que ésta se incorpore poco a poco en la materia. La forma orgánica, bañada y
atravesada por corrientes invisibles, va entrando lentamente en el mundo de lo tangible.
Así, el estudio del desarrollo de los seres vivos por medio de los movimientos del
agua nos conduce por otro camino al concepto de cuerpo de fuerzas formativas.
Podemos definir a éste como el sistema de campos de fuerza que, aunque imponderable
e imperceptible a los aparatos ordinarios de medición, constituye el fundamento de la
organogénesis y del mantenimiento del cuerpo de los seres vivos. Estas fuerzas actúan
desde campos situados en el contraespacio y por eso se sustraen a la observación
inmediata de nuestros sentidos. Sin embargo, a través del estudio de sus efectos en el
mundo vivo podemos reconocer los rasgos que esos escritores invisibles trazan en el
agua y también, con gran tenacidad en los organismos, por medio de ella.
Los movimientos del agua actúan como réplicas espaciales de las corrientes de fuerzas
cósmicas, constituyéndose así en los mediadores entre estas fuerzas y el mundo terrestre.
Todas las propiedades del agua parecen deberse en última instancia al mundo de las
fuerzas cósmicas y nos hablan siempre de él.
Visto desde esta perspectiva, podemos comprender cómo el agua puede ser
considerada como un elemento del Cosmos, al mismo tiempo que un elemento de la
Tierra. La sabiduría de la antigüedad reconocía esta ambivalencia al hablar de aguas
celestes o aguas superiores en contraposición a las aguas inferiores. Las primeras
86
corresponderían a las posibilidades aún virtuales de la creación, a los arquetipos,
mientras las segundas conciernen a lo terrestre y ya determinado.
La formación de un órgano sería el resultado de la acción de los campos de fuerzas
cósmicas, las cuales recibirían a su vez sus impulsos formativos del mundo de las ideas
creadoras o arquetipos. El medio acuático vibraría en resonancia con ese mundo
invisible y esas fuerzas se servirían de él para transmitir sus impulsos formativos a los
organismos.
Un modesto arroyo que serpentea murmurando alegremente sobre las piedras del
cauce engendrará una multitud de pequeños remolinos y superficies de demarcación
internas que son verdaderos órganos sensoriales. Abiertos al cielo, perciben el río del
devenir cósmico. El agua, al ser absorbida después por todas las criaturas terrestres, las
plantas, los animales y el hombre, les transmite todas las impresiones recibidas,
difundiéndolas por todas partes. Así, gracias al agua en movimiento, los seres del mundo
terrestre tenemos la posibilidad de recoger en nuestra vida el cambiante río de los
acontecimientos del universo estelar. Todos los procesos vitales estarían ligados, por
medio del agua, a las fuerzas gravitatorias del espacio ordinario y a las fuerzas
levitatorias que actúan desde el contraespacio.
Sintetizando todo lo dicho hasta ahora, el agua podría ser considerada como una
película sensible que acoge el acontecer de la vida fluyendo al ritmo de los cuerpos
celestes. Las criaturas de la Tierra, mientras vivimos, estamos inmersas, gracias al agua,
en el seno de este fluir. ¿No nos habla la intuición del matemático Lewis Carroll de un
espejo que separa y une al mismo tiempo los dos mundos y a través del cual debe pasar
Alicia para desentrañar los secretos del País de las Maravillas, ese espacio con leyes
contrarias a las que nosotros conocemos?
Llegados a este punto podríamos preguntarnos también si comprendemos un poco
mejor uno de los principios de la antigua filosofía hermética: «El Cielo es el padre, la
Tierra es la madre». Y si se nos permite continuar con esta imagen antropomórfica, se
puede añadir que el agua es el lecho de los encuentros amorosos, el lugar de los
innumerables abrazos fecundos.
El mito de las aguas primordiales generadoras de vida se encuentra en todas las
culturas de la antigüedad. En el lenguaje jeroglífico egipcio, una línea ondulada de
pequeñas crestas representa la superficie de las aguas y este signo triplicado simboliza
las aguas en volumen y también, en otro nivel, el océano primordial.
En los Vedas, las aguas reciben el apelativo de mâtritamâh (literalmente, las más
maternas), pues al principio todo era como un mar sin luz, y en la cultura hindú se
considera al agua como la mantenedora de la vida que circula a través de toda la
naturaleza en forma de lluvia, savia, leche y sangre. También en el mito de la creación
del Génesis encontramos las mismas imágenes: «Y la fuerza activa de los Elohim
aleteaba por encima de las aguas agitadas».
Según la mitología griega, tal como la transcribe Hesío-do, de la unión de Gea (la
Madre-Tierra) y Urano (el Padre-Cielo) se engendraron los terribles titanes, ente ellos,
Cronos (el Tiempo). Urano odiaba a sus hijos y temía que le destronaran, por lo que les
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condenó a habitar las profundidades de Gea. Ésta, para vengarse, le dio una hoz de acero
a Cronos y le incitó contra su padre. Al llegar la noche, mientras Urano cubría a Gea,
Cronos segó con la hoz los genitales de su padre y los arrojó a las aguas del océano. La
sangre de la herida fecundó de nuevo a Gea, dando nacimiento a un nuevo ser.
El relato de Hesíodo describe con estas palabras el nacimiento de Afrodita: «Desde el
preciso instante en que cercenó los genitales con el acero y los arrojó lejos del continente
en el tempestuoso ponto, fueron luego llevados por el mar durante mucho tiempo. A su
alrededor surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de ella nació una
doncella… Salió del mar la augusta y bella diosa y bajo sus delicados pies crecía la
hierba entorno».
Con las bellísimas imágenes del mito, los griegos describen a su manera una
verdadera cosmogénesis. Las fuerzas generadoras del Cosmos (Urano), arrancadas de su
base celeste y penetrando en el seno turbulento de las aguas primordiales de Gea dan
origen a Afrodita, arquetipo de la belleza de la figura humana, a la que todo el mundo
viviente acompaña, como un cortejo que surge a sus pies.
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3. LA VIDA
NO TUVO UN COMIENZO
«El problema de la generación espontánea de la vida surge tan sólo porque nos
hemos hecho una concepción del mundo que considera al universo originado por
leyes mecánicas.»
EUGEN KOLISKO
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EL ENIGMA DE LAS ROCAS
Y EL ORIGEN DE LA VIDA
La pregunta sobre el origen de las rocas y de los continentes es tan vieja como la
misma ciencia geológica. La antigua disputa entre los neptunistas, para los cuales el mar
fue en el pasado el factor omnipresente, y los plutonistas, que retrotraen el origen de la
corteza terrestre a los primigenios procesos volcánicos, aún no se ha resuelto por
completo en nuestros días.
La mayor parte de los geólogos postulan todavía que los materiales rocosos se
originaron a partir de un gas incandescente que se enfrió más tarde hasta una masa
fundida de composición parecida a la del basalto. Tras un enfriamiento mayor, se
depositó agua sobre la corteza superficial y, por interacción con el incandescente magma
interior, surgió la enorme variedad de rocas que conocemos.
En general se piensa que las rocas sedimentarias como las calizas y las arcillas se
formaron simplemente a partir de escombros y materias disueltas provenientes del
magma fundido. Hasta las enormes masas de calcio de las conchas de los protozoos se
supone que proceden del calcio del magma original disuelto en el agua del mar.
Pero esta visión tan unilateral del origen de las rocas deja al margen y sin contestar la
pregunta cardinal: ¿De dónde vino la vida? La ciencia del siglo XX no parece haber
hallado una respuesta satisfactoria sobre el origen de la vida y el siglo XXI ha comenzado
con la misma incógnita.
Aún se menciona de vez en cuando la hipótesis de unas bacterias flotando por el
espacio interestelar y que, bajo el empuje del viento solar, entraron en la atmósfera
enfriada y pudieron formar la primera vida en la Tierra. Naturalmente, esta hipótesis no
hace más que alejar la pregunta pero no la resuelve.
Pero la teoría más extendida en los círculos académicos postula la generación
espontánea en una sopa prebiótica de proteínas simples a partir de metano, dióxido de
carbono, amoníaco y agua en una atmósfera caliente y bajo descargas eléctricas. Es el
escenario que intentó reproducir en el laboratorio Stanley Miller en 1957 y otros
investigadores posteriores, y que nunca ha podido conseguir más que unos pocos
aminoácidos simples e inertes. Lo cierto es que no sabemos cómo fabricar a partir de la
química las proteínas y los ácidos nucleicos, las macromoléculas esenciales de la vida. A
pesar de ello se ha seguido suponiendo que fue de esa manera casual como se llegaron a
formar proteínas primarias del tipo de los virus, iniciando un proceso que, asistido por
las influencias del ambiente y regido por el azar, finalmente condujo hasta el hombre.
Una de las voces destacadas que se han alzado contra esta suposición es la del biólogo
Michael Denton: «Al considerar la forma en que la sopa prebiótica es mencionada en
tantas discusiones acerca del origen de la vida como un hecho real ya establecido,
produce un sobresalto darse cuenta de que no hay en absoluto prueba alguna de su
90
existencia».14
Por otra parte, si analizamos con atención la lógica interna de esta teoría vemos que
esconde premisas no demostradas: que la materia era preexistente en la Tierra, que la
vida puede nacer posteriormente de lo inerte y además, de una forma espontánea. Esta
concepción, al excluir cualquier otra posibilidad, hace surgir necesariamente la pregunta:
¿Cuándo apareció la vida en la Tierra? Nos hemos enfrentado insistentemente durante
muchos años a esta pregunta que creemos básica, pero ¿hemos reflexionado
suficientemente sobre los presupuestos que incluye? Como otras veces ha sucedido en la
historia de la ciencia, una pregunta mal planteada, es decir, con parte de la respuesta
incluida en la formulación, ha obstruido los caminos de la investigación. Este
interrogante, que hoy casi se ha convertido en un hábito mental, presupone que la vida es
algo secundario, que no estaba originalmente unida al planeta Tierra y ni mucho menos
ligada a la evolución del universo.
Además, la simplicidad de la pregunta induce a pensar que la vida sólo tiene una
posible manifestación, la que conocemos hoy por los organismos individuales que viven
en nuestro planeta.
Tenemos derecho a preguntar: ¿podemos asegurar que la vida es solamente un
complejo de sustancias minerales? Si observamos un material vivo, por ejemplo, el
protoplasma del interior de una célula, encontraremos toda clase de compuestos
químicos, pero no podremos distinguirlos ni separarlos. Sólo cuando provocamos la
muerte de esa entidad viva y la diseccionamos, los variados elementos pueden ser
analizados químicamente, pero entonces ya han perdido la capacidad de funcionar como
un sistema.
La bióloga norteamericana Lynn Margulis, codirectora del departamento de Biología
Planetaria de la NASA, ha declarado recientemente: «La vida no es una cosa, sino un
proceso. Es un verbo, no un nombre. Los compuestos químicos que forman un
organismo son aparentemente los mismos un minuto antes de la muerte y un minuto
después. Hay la misma agua en el cuerpo y los mismos ácidos nucleicos, la misma
materia.
«Por lo tanto lo que define la vida no es la materia, o dicho de otro modo, la vida es
mucho más que materia. La aparición de la vida en la Tierra no fue fruto del azar, pero
quizás nunca conoceremos el proceso. La química y la física no lo explican todo. Tuvo
que haber algo más».15
Un dato que no cesa de sorprender a los geólogos es que se están descubriendo
microorganismos fósiles cada vez más antiguos, de forma que la aparición de la vida en
la Tierra va retrocediendo en el tiempo hasta casi el origen del planeta hace unos 4.500
millones de años. Recientemente se han investigado con más detalle las rocas con
señales de vida más antiguas que se conocen, las de la formación de Isua (Groenlandia).
Tienen unos 3.900 millones de años y son sedimentos que se depositaron en un fondo
marino, por lo tanto, en un ambiente de aguas templadas. Contienen rastros que sólo
pueden dejar los cadáveres de los microorganismos, probablemente plancton que
proliferaba cerca de la superficie del océano.
91
Si, como supone la geología académica, la sustancia del planeta, incluidos minerales y
metales, estaba inicialmente en una condición de magma ígneo, ¿no obliga esto a
suponer unas temperaturas altísimas en el ambiente? ¿Cómo es posible que la vida
existiera en medio de estas altas temperaturas de que hablan los libros? Las
aseveraciones de los geólogos contienen, a veces, contradicciones sorprendentes. Por un
lado nos hablan de temperaturas extremadamente altas, de varios miles de grados, que
explicarían que las rocas estuvieran en estado fluido; por otro lado las investigaciones
descubren rocas que se formaron al mismo tiempo y en condiciones de baja temperatura,
como los sedimentos marinos de Isua.
Consecuentemente, muchos científicos han dejado de creer en esas enormes
temperaturas, y menos aún en que se mantuvieran durante tanto tiempo. Cada vez más
prevalece la idea de que las épocas con ambientes planetarios relativamente cálidos y
fríos se alternan, y que esto se puede relacionar con la situación de la Tierra en su viaje
por nuestra galaxia, la Vía Láctea. Hoy se admite que la temperatura media global del
planeta se ha mantenido entre 10° C y 20° C durante más de 3.500 millones de años.
Estos datos tan contradictorios nos llevan a plantear una nueva cuestión: ¿y si las
sustancias antaño fluidas del planeta estuvieron sometidas a leyes distintas de las
actuales?
Hay, efectivamente, dos posibilidades para licuar la materia. Un medio es aplicar calor
hasta que los materiales se fundan. Necesitamos elevar mucho la temperatura para
lograrlo, pues tanto los metales como los minerales tienen un alto punto de fusión. Pero
hay otra manera de hacer que las sustancias se fundan, y la encontramos en los procesos
vivos. En el protoplasma están disueltos toda clase de elementos, que en cualquier
situación de laboratorio serían sólidos. La digestión es también un proceso de este tipo y
en el plasma sanguíneo se encuentran disueltas muchas sustancias que en cualquier otro
ambiente permanecerían en estado sólido.
Otro ejemplo: en el interior del cuerpo humano se forma ácido clorhídrico a la
temperatura de 37° C. Tanto en la naturaleza como en el laboratorio, para que se forme
ácido clorhídrico se requieren procesos potentes y muy energéticos. La erupción de un
volcán y una corriente marina dentro de él es un grandioso proceso natural que llega
formar este ácido, mientras que para fabricarlo en el laboratorio necesitamos la
aportación de ácido sulfúrico concentrado. Nada de eso sucede en el interior de nuestro
cuerpo, pero lo sorprendente es que producimos constantemente ácido clorhídrico, en un
ambiente de baja temperatura y aparente baja energía.
En este caso de la fisiología humana, como en otros muchos, es evidente que los
procesos vivos no funcionan nunca como los experimentos en un tubo de ensayo de
laboratorio, pues en éstos se necesitan complicadas reacciones químicas y a menudo
grandes aportaciones de energía.
En los procesos vivos no son precisas las altas temperaturas y podemos imaginar que
en las épocas geológicas antiguas no sólo dominaba el agua, sino que todos los
materiales eran mucho más fluidos, no porque estuvieran muy calientes, sino porque la
vida interna del planeta era muy poderosa y abarcante. Con el tiempo, gran parte de la
92
materia del planeta habría llegado a mineralizarse y a endurecerse hasta tal extremo, que
hoy debemos aplicar efectivamente altas temperaturas para licuar las sustancias
minerales.
93
LAS MONTAÑAS ESTUVIERON VIVAS
Si los medios académicos acaban de descubrir con casi cien años de retraso al
protoecólogo y uno de los más grandes geoquímicos del siglo XX, el ruso Vladimir
Vernadsky, no nos puede extrañar que se conozca muy poco el trabajo de los
investigadores que, inspirados por el método globalizador de Goethe sobre la naturaleza,
llevan ya décadas desarrollando un modelo de la historia geológica que va todavía más
allá que las ideas de Vernadsky.
Según el modelo cosmológico de la escuela goetheana, en un momento determinado
de la evolución del sistema solar, cuando la Tierra ya se había separado del Sol, el
planeta era un enorme astro elipsoidal, mucho mayor que el actual. Su consistencia era
gaseoso-líquida, estando la materia más densa en la condición de un fino coloide o
aerosol. La sustancia era fluida, impregnada de calor y luz e infundida por la vida.
Hemos de entender que estamos aplicando un concepto de vida mucho más amplio que
el que usamos para definir a los seres vivos del mundo actual. Si en nuestras
exploraciones del espacio pudiéramos observar en otros planetas procesos tan poderosos
como los que tenía la Tierra en aquellos tiempos, seguramente que no los
reconoceríamos como vitales, debido a que partimos del prisma prefijado de las formas
de vida actuales.
Como si de una célula gigantesca con su protoplasma y su núcleo se tratara, de modo
gradual el centro de la Tierra empezó a diferenciarse de la periferia y, en particular, los
metales pesados como el hierro y el níquel comenzaron a condensarse en el centro.
Sobre este núcleo empezó a caer una lluvia de sustancias silíceas, a partir de la capa
líquida penetrada de calor y de luz, para formar el manto y las primeras capas de la
corteza terrestre. Esta primera fase de la historia de la Tierra se puede identificar con el
eón Hadeano (de Hades, el infierno), que la geología oficial supone en estado líquido,
aunque sin vida.
Pero el modelo goetheano postula que en esta primera etapa, la Tierra tuvo una vida
de naturaleza protovegetal, de manera que los materiales silíceos que comenzaron a
precipitarse de ella se convirtieron más tarde en los granitos (rocas de tipo granular), en
las serpentinas (rocas de tipo fibroso) y en los gneis y esquistos (rocas de tipo laminar).
Todo aficionado a la mineralogía conoce la particular impresión de semejanza vegetal
que todavía producen algunas de estas rocas.
En los eones que siguieron, el Arqueozoico (del
que significa comienzo, y que
se extiende entre hace 4.000 millones de años y hace 2.500 millones de años) y el
Proterozoico (del griego
, que equivale a temprano y que se extiende entre hace
2.500 millones de años y hace 550 millones de años), la situación tampoco tenía ningún
parecido con la vida que hoy conocemos, y hasta el final de esta fase no aparecen los
94
organismos pluricelulares en gran cantidad. Fue un largo proceso de transformación de
la capa viva primordial en el que la vida protozoica (bacterias anae-róbicas primero y
protistas y bacterias aeróbicas más tarde) fue depositando los sedimentos marinos por un
lado mientras el agua oceánica se iba separando paulatinamente a partir de la capa viva
primordial. También la atmósfera se fue separando y su composición se fue acercando
lentamente al estado actual al disminuir el CO2 y aumentar el oxígeno y el nitrógeno
libres.
La ausencia de trazas orgánicas en el eón Hadeano y en las rocas más primitivas del
Arqueozoico no es más que aparente, y no significa que en esas épocas no estuvieran
presentes, y en grandes masas, otras formas de vida muy poco mineralizadas, muy
plásticas y todavía no individualizadas.
Por otra parte, las observaciones de la geología y de la paleontología sugieren
inequívocamente que, en las épocas de formación de los grandes sedimentos, los
procesos vitales eran mucho más potentes y dilatados en el espacio que en la actualidad,
y que el medio líquido y los océanos dominaban totalmente.
A estas fases les sucede el eón Fanerozoico (del griego cpavepóg, visible), que
comienza con el período Cámbrico y llega hasta nuestros días. Como apoyadas en el
sustrato de la vida anterior, aparece en ese período una gran abundancia de formas
vegetales y animales pluricelulares, que podemos reconocer por sus fósiles y que en un
tiempo relativamente corto alcanzan una gran diversidad de familias y de especies. En
otras palabras, al finalizar el eón Proterozoico, la vida primigenia se transforma,
aparecen los reinos vegetal y animal tal como hoy los conocemos, se definen y separan
cada vez más los océanos de la atmósfera y se deja atrás un cadáver, la corteza terrestre.
Los materiales sedimentarios que se depositaban en los fondos marinos se
mantuvieron durante eras geológicas enteras en una condición plástica y blanda, pues
estaban todavía penetrados por las fuerzas vitales del planeta. Lo importante es retener la
imagen de que esos materiales tenían una consistencia muy diferente a la solidez general
que observamos en las rocas actuales. Poco a poco, gracias a la acción continuada de las
bacterias y de los elementos climáticos, se fueron convirtiendo, en una etapa muy
posterior, en los minerales arcillosos y calizos tal como los conocemos hoy.
A los gigantescos procesos de concentración y de sedimentación provocados por la
vida primitiva se sumó, a partir del Cámbrico, la precipitación de enormes masas de
cadáveres de algas y de animales pluricelulares ya bien diferenciados. Primero fueron
animales de cuerpo enteramente blando y más tarde con exoesqueleto duro y cuerpo
blando, hasta que aparecieron los vertebrados. Como veremos más adelante, siempre
existió una población importante de animales de cuerpo blando que no dejaban rastro
fósil.
Es interesante observar que los principales sistemas montañosos que vemos en la
actualidad no se originaron hasta bien entrada la Era Terciaria. Los Alpes en Europa, los
Andes y las Montañas Rocosas en América, las montañas del Atlas en África y el
Cáucaso y el macizo del Himalaya en Asia, todos se formaron en esa época. Es muy
difícil explicar las gigantescas transformaciones de la superficie terrestre que originaron
95
esas cadenas montañosas si no suponemos una escasa consistencia de los materiales.
También las masas continentales, antes de las grandes convulsiones del Terciario,
estaban dispuestas de manera muy diferente a la actual. Hoy la disposición de los
continentes y de los océanos que los separan es claramente norte-sur: tenemos Norte y
Sur América; luego el océano Atlántico, a continuación Europa y África; luego sigue el
océano Índico, a continuación Asia y Australia y finalmente el océano Pacífico. Hay tres
océanos que separan tres pares de continentes.
Además hay una extraña ley que dispone que haya mucha más corteza sólida en el
hemisferio norte que en el hemisferio sur. Alrededor del polo norte predomina la
superficie sólida y alrededor del polo sur predomina el agua.
Hay otros hechos interesantes. Parecen predominar las masas de tierra con una forma
puntiaguda dirigida hacia el sur. Esto es obvio en los continentes y también en multitud
de penínsulas del hemisferio norte como Italia, Grecia, España y otras áreas de Asia. En
todas partes las masas de tierra tienden a ser más anchas en la parte norte y más estrechas
y puntiagudas en la parte sur. Estos fenómenos pueden indicar que el hemisferio sur
estuvo más tiempo inundado por el agua y que los continentes se desarrollaron
lentamente desde el norte hacia el sur.
Todos estos grandes cambios y disposiciones serían confirmaciones adicionales de la
teoría de Alfred Wegener relativa a la deriva de los continentes y de que el
desplazamiento y la fluidez relativa de los mismos parece haberse conservado hasta el
presente. Si penetramos en la profundidad de la Tierra, las condiciones de los materiales
van cambiando hacia una consistencia cada vez más fluida. Hace un tiempo los geólogos
hablaban de que a 100 km. de profundidad se debía encontrar una menor solidez de los
materiales. Hoy se ha descubierto que en algunos lugares, a 10 km. por debajo de la
superficie ya no se puede hablar de un estado sólido de la materia. Las investigaciones
de los sismólogos sobre la transmisión de las ondas de los terremotos han descubierto
que la corteza terrestre no puede ser sólida a grandes profundidades y mucho menos lo
son el manto y el núcleo. Además, las leyes que siguen estos materiales fluidos son muy
distintas de las que rigen a los materiales sólidos.
Todo parece indicar que este aumento en las condiciones de fluidez de los materiales
tal como se profundiza en el interior de la Tierra, es paralelo al que podríamos encontrar
en la materia de los continentes si fuéramos hacia atrás en la evolución. Es importante
resaltar que esta materia no sólo sería más blanda, sino que obedecería a leyes distintas a
las que rigen hoy.
En el devenir evolutivo del planeta, la corteza terrestre habría sido el asiento de vastas
génesis orgánicas que se desarrollaron en un medio todavía líquido en aquel entonces.
Podríamos decir que en nuestros días estos impulsos se han coagulado o fijado y han
llegado al reposo siendo su huella todavía visible. Si el lector mira el borde de un
acantilado o los taludes a los lados de una autopista, con sus retorcidas capas de roca que
parecen haber sido enrolladas como si fueran de plastilina, se le hará casi imposible creer
lo que dice la geología ortodoxa: que esa ordinaria roca dura fue lentamente doblada en
esas formas simplemente por enormes presiones [figura 15]. Con la consistencia actual
96
de las rocas, ni con esas altísimas presiones es posible explicar la aparición de los Alpes
o del Himalaya. Es mucho más fácil, para el simple observador al menos, imaginar que
hasta tiempos relativamente recientes las rocas tuvieron una consistencia plástica y la
entera superficie de la Tierra fue mucho más activa y flexible.
Figura 15. Geosinclinales.
Hemos dicho que muchas de las grandes cadenas de montañas se formaron durante la
segunda mitad de la Era Terciaria. En particular, la formación de los Alpes y las fallas
que en ellos se encuentran han constituido un enigma formidable para la ciencia. El gran
geólogo austríaco Eduard Suess (1831-1914) dedicó gran parte de su vida a estudiar la
orogénesis de esta cordillera. Se descubrió un hecho peculiar: hay un gran número de
estratos que se extienden por toda la zona, una capa sobre otra. Estas cubiertas están a
veces interrumpidas por una especie de ventana de modo que formaciones más antiguas
flotan hacia lo alto y sobresalen de otras más jóvenes. Evidentemente, surgieron grandes
dificultades cuando los geólogos, entre ellos Suess, intentaron explicar las fallas alpinas
como formaciones relativamente sólidas que se encogieron más tarde.
Los estudios realizados durante años han permitido dibujar mapas geológicos con
detalles de secciones en muchas partes de la cordillera. Aunque parezca chocante, la
imagen que nos dan estos mapas es que los Alpes parecen haberse formado como si un
mar hubiese golpeado impetuosamente sobre una ladera empinada. Las pendientes
empinadas están representadas por las formaciones rocosas que estaban más
solidificadas en la época de la oleada. La altiplanicie bohemia y las montañas del Jura,
por ejemplo, ya se habían elevado y endurecido cuando se comenzaron a formar los
Alpes. Entonces se habría iniciado un proceso que podemos contemplar a la orilla del
mar. Una ola fluye y a continuación otra la cubre. Una ola sigue a otra, una y otra vez;
así es como se formaron los Alpes, estrato sobre estrato. A veces esas capas, todavía
blandas, se quiebran y caen en dos pedazos que se deslizan por debajo de la masa
97
general, apareciendo uno al sur y otro al norte del macizo.
La génesis de la cordillera alpina sólo puede explicarse si se supone al conjunto en
condición casi líquida, de modo que grandes masas de material pudieran golpear
repetidamente como olas sobre otros macizos ya existentes.
La hipótesis a que nos conducen todos estos hechos es que durante la primera parte de
la Era Terciaria la sustancia terrestre era de una consistencia parecida a un océano
pantanoso. Durante el proceso de lenta solidificación, se retuvo cierta fluidez en algunas
partes sumergidas, de modo que con el tiempo se movieron, se hundieron y se
provocaron las fallas.
Acontecimientos similares debieron ocurrir durante los procesos que edificaron otras
cadenas montañosas del Terciario como el Himalaya. Aunque la antigua teoría que
supone la contracción por desecación de las masas rocosas puede ser parcialmente cierta,
parece estar claro que el conjunto de la sustancia terrestre era, todavía en el Terciario,
mucho más móvil de lo que los geólogos en general sostienen.
Pero parece que en los medios académicos falta imaginación para visualizar que la
dureza de nuestros minerales actuales se produjo relativamente tarde en la evolución. En
consecuencia, se atribuyen períodos tremendamente largos para la edad de las rocas, a
base de comparar la dureza actual del material con una velocidad de erosión considerada
constante. Los cálculos que se basan en la dureza de los minerales actuales y en la
velocidad de erosión por el viento y por el agua, nos llevan ciertamente a períodos
excesivamente largos. Incluso entre los geólogos especializados en el cálculo de las
edades geológicas por medio de los períodos de desintegración de los isótopos
radiactivos existen fuertes discrepancias en las mediciones.
Si admitimos que la Tierra ha pasado por ciclos de crecimiento y de desarrollo como
todo organismo vivo, podemos hacer un símil que puede ser muy esclarecedor de la
óptica tradicional de la ciencia geológica. Supongamos que un hipotético observador
extraterrestre se encuentra en el espacio exterior con un ser humano adulto y quiere
calcular su edad a partir de los ritmos de crecimiento que observa en él. Si el observador
se limita a extrapolar hacia atrás el lentísimo ritmo de crecimiento que encuentra
actualmente en este organismo adulto, es seguro que su cálculo dará por resultado una
edad para ese hombre de varios miles de años. La exclusión de las primeras etapas del
desarrollo, que son siempre de una enorme vitalidad y con rápidos ritmos de
crecimiento, puede conducir a ése y a otros errores de cálculo.
El fenómeno evolutivo sólo tiene explicación como un proceso global, planetario, que
integra las evoluciones conjuntas de los reinos animal, vegetal y mineral. Así por
ejemplo, los cambios en las formas animales que desembocaron en los anfibios
coincidieron con un período de transición planetario en que el dominio total del mar se
rompió por la formación gradual de los continentes. Curiosamente fueron los organismos
marinos más pequeños, los protozoos, los verdaderos albañiles de la corteza terrestre.
Con sus caparazones duros fueron los principales responsables de la formación de
grandes masas de la litosfera, al menos en los estratos calizos y arcillosos.
98
Figura 16.
Caparazón de radiolario.
Al examinar una piedra caliza bajo una lupa o un microscopio, muchas veces
encontramos una masa de diminutas conchas de protozoos, organismos que habitan aún
nuestros actuales océanos, tales como los foraminíferos y los radiolarios con sus
elegantes caparazones calizos o silíceos [figura 16]. De hecho, allí donde estudiemos la
formación de calizas, podemos estar seguros de encontrar que se originaron bajo la
influencia de seres vivos o directamente con sus caparazones; siempre encontramos
conchas de varios tipos de seres acuáticos, como los braquiópodos, las madréporas, las
algas calcáreas y los corales [figura 17]. Al observar un material aparentemente tan
mineralizado como un mármol de Carrara, que ha sido utilizado por los escultores
durante siglos, parece que estamos ante una sustancia cristalina, completamente
inorgánica. Pero aún encontraremos lugares, en este bellísimo y blanco mármol, que
contienen corales petrificados. Por supuesto que la caliza de los macizos calcáreos puede
disolverse por el agua de lluvia y después de un tiempo recristalizar. Esta caliza
originariamente animal se convierte entonces en la sustancia puramente cristalina de las
estalactitas y estalagmitas, con lo que podemos tener la falsa impresión de que nada vivo
ha intervenido en su formación.
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Figura 17. Roca caliza mostrando fósiles de ammonites.
Los blancos acantilados de las costas de Dover, en la costa inglesa del canal de la
Mancha son inmensos depósitos de creta, una roca calcárea formada por caparazones de
foraminíferos y otros microorganismos del plancton marino [figura 18].
El zoólogo Richard von Hertwig escribe: «Ningún otro grupo de animales ha
contribuido tanto a la formación de nuevos estratos de la Tierra en el presente y en el
pasado como lo han hecho los protozoos. Son los verdaderos albañiles de la corteza
terrestre». Los encontramos en las capas de caliza fusilínida situadas entre los
yacimientos de carbón y sobre todo en las calizas del período Jurásico y en las calizas
nummulíticas de la temprana Era Terciaria.
100
Figura 18. Costas de Dover en Inglaterra.
Si nos fijamos en las montañas del Jura, en Suiza, o en los blancos acantilados de la
costa sur de Inglaterra y del mar Báltico, o en las interminables llanuras centrales del
continente norteamericano que descansan sobre miles de metros de calizas, nos daremos
cuenta de que estas tremendas capas están constituidas en su mayor parte por diminutos
organismos que vivieron en masas enormes y que perecieron hace mucho tiempo.
En cuanto al carbono, cantidades ingentes de este elemento han sido fijadas y
almacenadas en las rocas gracias a los procesos vivos. Comparados con este gigantesco
reservorio, las cantidades de dióxido de carbono de la atmósfera, el bicarbonato disuelto
en los océanos y el carbono orgánico de la biomasa actual son minúsculos. La actividad
conjunta de la biota ha sido la causante de la producción de estas masas de carbono de
las rocas, casi siempre asociado al calcio en forma de calizas y otros carbonatos en los
arrecifes de coral, en las plataformas marinas de carbonatos como la de las Bahamas y en
el lodo del fondo del mar. Hoy está claro que todo este material lo han acumulado los
organismos a lo largo de las eras geológicas.
Después de las rocas, la reserva mayor de carbono es la que conserva trazas orgánicas:
restos de células y organismos convertidos en gas, carbón, petróleo y otros materiales no
tan bien definidos distribuidos por las rocas sedimentarias.
Todavía los océanos nos regalan con el espectáculo de miríadas de pequeñas criaturas
depositando sus esqueletos de carbonato cálcico para formar las islas y los arrecifes de
coral, prestando al mismo tiempo el inestimable servicio de disminuir el contenido de
CO2 de la atmósfera. Así, la Gran Barrera de Arrecifes del Queensland, al NE de
Australia, todavía activa, tiene una profundidad de varios centenares de metros y se
extiende delante de la costa a lo largo de más de 3.000 km. [figura 19]. Pero en general,
101
hoy ya no se observa la formación de aquellos tremendos depósitos calcáreos del pasado
remoto que originaron continentes enteros.
Los seres vivos han sido los constructores de muchas rocas que, sin su intervención,
hoy no existirían. Hay diatomeas que habitan los lodos marinos, pero otras se reproducen
explosivamente allí donde las aguas profundas son ricas en nutrientes, aflorando a la
superficie y flotando en el océano. Recogen la sílice del agua y provocan su
precipitación formando complicadas y hermosas cápsulas de ópalo. De resultas de esta
actividad, el agua del mar casi no contiene sílice disuelta. Sin embargo, en el fondo de
las aguas afloran gruesos depósitos que cubren vastas zonas del suelo marino profundo y
que están formados por los esqueletos silíceos de las diatomeas.
Figura 19. Gran Barrera de Arrecifes del Queensland (Australia).
Muchos otros depósitos minerales valiosos deben su formación a la intervención
biológica. Así, el manganeso, el hierro, el cobre e incluso el uranio y el oro son metales
que los organismos recogen de las aguas superficiales y subterráneas, depositándolos en
la columna sedimentaria.
102
EL ORIGEN DE LA ATMÓSFERA Y DE LOS OCÉANOS
La acción continuada de los procesos vitales sobre el conjunto del ecosistema
terrestre durante todas las eras geológicas ha determinado el aspecto actual del planeta.
Pero, ¿fue solamente la litosfera la que surgió a partir de los procesos masivos de vida
que dominaron en las primeras eras geológicas y que con menos intensidad continúan en
la actualidad? ¿Hasta qué punto estos procesos vivos estuvieron también involucrados en
la escisión entre los océanos y la atmósfera ¿Cómo se provocó la extraña composición
actual de ésta, con gran abundancia de nitrógeno y de oxígeno y muy poco contenido en
CO2?
Se sabe que la gran disminución del dióxido de carbono original se realizó en parte a
través de la función fotosintética de las algas y en parte gracias a los organismos marinos
que asimilan este gas y el calcio disueltos en el agua de los océanos para formar sus
esqueletos.
La conclusión lógica sería que los océanos actuales, con su alta salinidad y su todavía
densa actividad biológica, son los últimos remanentes de esta masa viva original en
estado coloidal que, en el eón Proterozoico, rodeaba a todo el planeta. Esto estaría
corroborado por la sorprendente semejanza que guarda el agua marina con el plasma de
los tejidos celulares de todos los animales.
El geólogo Walther Cloos, en su obra The Living Earth, lo expresa de la siguiente
manera: «Allí donde las sales están presentes en disolución, como en la sangre y los
jugos digestivos del hombre y de los animales, nos encontramos con las condiciones
originales de las sales en el planeta y tal como todavía las encontramos hoy en la
naturaleza externa, en el agua del mar. Los océanos no son otra cosa que los restos de la
atmósfera albuminoidea primitiva de la Tierra. En este fluido amniótico del planeta vivo
se desarrollaron los seres de los distintos reinos. Ellos fueron los que depositaron lo
mineral formando los continentes, al tiempo que atraían al interior de sus sistemas
orgánicos una parte de esa atmósfera viviente en forma de plasma sanguíneo y otros
fluidos corporales. De esta manera la vida original de la Tierra se diseminó en las formas
individuales de los animales y los vegetales. Cuando la primitiva atmósfera
albuminoidea se descompuso gradualmente, surgieron las actuales aguas oceánicas y el
aire de la atmósfera. En efecto, cuando la albúmina de una proteína se descompone,
aparecen las sustancias presentes en el agua del mar y en el aire: sales, agua, oxígeno,
dióxido de carbono y nitrógeno».16
También el geoquímico británico James Lovelock se fija en la interacción entre la
vida y la atmósfera a lo largo de la evolución geológica. Observa que casi desde el
principio las bacterias y las algas fotosintéticas comienzan a eliminar el dióxido de
carbono de la atmósfera, produciendo oxígeno como subproducto. A lo largo de enormes
103
períodos de tiempo, este proceso cambió el contenido químico de la atmósfera hasta el
punto en que los mismos organismos comenzaron a sufrir del envenenamiento por
oxígeno. La situación sólo se equilibró con la aparición masiva de nuevos organismos,
más evolucionados y preparados para consumir oxígeno: la explosión radiativa de
animales pluricelulares del período Cámbrico. Fueron pues los procesos de la vida, las
acciones acumuladas de innumerables organismos, los que controlaron la atmósfera.
En su libro Gaia: una visión de la vida en la Tierra, Lovelock afirma: «Las
condiciones físicas y químicas de la superficie de la Tierra, de su atmósfera y de los
océanos han sido y están siendo todavía adaptadas a las necesidades de la vida misma.
Esto está en contradicción con el paradigma oficial que sostiene que la vida se adaptó a
las condiciones externas del planeta, como si fueran dos cosas evolucionando
separadamente».17
A su vez, Vernadsky declara: «Todos los organismos están conectados a la materia
inerte a través de la respiración y la alimentación, aunque sea sólo parcial o
indirectamente. La distinción entre autótrofos y heterótrofos está basada en que los
primeros son independientes de otra materia viva en cuanto concierne a elementos
químicos; ellos pueden obtener todos sus elementos de su entorno inorgánico, mientras
que los heterótrofos sólo pueden obtener sus elementos de un entorno orgánico.
«Pero en la biosfera un gran número de moléculas necesarias para la vida son ellas
mismas producto de la vida y no se pueden encontrar en un medio inerte, sin vida. Son
ejemplos el oxígeno libre y los gases biogénicos como CO2, NH3y H2S. La conexión
firme y generadora entre la vida y los gases de la biosfera es más profunda de lo que
parece a primera vista. Los gases de la biosfera están generativamente ligados con la
materia viviente la que, a su vez, determina la composición química esencial de la
atmósfera».18
Gracias en gran parte a las aportaciones de Vernadsky y de Lovelock, hoy crece entre
los geólogos y los paleontólogos la necesidad de una visión más dinámica de la
evolución, que admita que no sólo las plantas y los animales, sino la Tierra entera, la
materia de que consiste y las mismas leyes geológicas evolucionan.
Pero, ¿cómo podemos relacionar imaginativamente los procesos vitales en los más
tempranos inicios del planeta con lo que más tarde precipitó y se convirtió en las rocas
de las montañas? Podemos alcanzar una idea si observamos al ser humano y al animal,
que por un lado tienen procesos metabólicos muy vitales, y por otro lado conservan
como producto final de estos procesos, sustancias casi inertes como los huesos, los
nervios, el cerebro, etc. Estos últimos órganos, comparados con el estómago, el hígado,
los pulmones o el corazón, están dotados de una vitalidad mínima, están muy
mineralizados.
En los procesos vitales las estructuras más o menos duras aparecen tras haber sido
moldeadas a partir de lo vivo y de lo blando o acuoso. En otras palabras, no podemos
considerar adecuadamente el reino mineral si no tenemos en cuenta los reinos vegetal y
animal que lo han depositado en el curso de su desarrollo, de la misma manera que el ser
humano forma sus huesos y tal como los árboles forman sus troncos. En este sentido,
104
considerar el complejo mundo de las rocas aisladamente, sin incluir los procesos vitales
que han estado en la base de su origen, equivaldría a tratar de explicar la materia ósea
aisladamente, sin tener en cuenta que pertenece al cuerpo humano.
También Vernadsky llega a una conclusión parecida cuando dice que la vida orgánica
y las sustancias inorgánicas han existido juntas en todas las épocas y plantea la
concepción de una vida permanente en la Tierra.
Si esta imagen de la historia de la Tierra les parece fantástica a los geólogos
tradicionales se debe sin duda a que todavía siguen aferrados a la suposición de que las
causas y los agentes que han actuado en el planeta han sido de tipo mecánico y siempre
iguales a los actuales. La hipótesis del actua-lismo («Los procesos geológicos terrestres
siempre han sido los mismos y siempre han actuado de la misma manera») ya la usó
Darwin prestada de su amigo el geólogo Charles Lyell (1797-1875).
Esta presunción, que exige una uniformidad en los cambios y una rígida identidad en
las leyes a lo largo de la evolución biológica, parece haberse instalado cómodamente en
las mentes de muchos investigadores de la evolución. Era y sigue siendo muy cómoda,
pues permite hacer a los geólogos fáciles extrapolaciones hacia el pasado; el problema es
que no hay ninguna prueba que la sostenga.
La hipótesis del actualismo va contra la evidencia de la gran magnitud de los procesos
vitales en las primeras eras geológicas y también de las convulsiones detectadas en las
épocas de las grandes extinciones o catástrofes. Este empecinamiento puede deberse, en
parte, a que una hipótesis uniformista es más cómoda para los cálculos que aceptar los
ciclos de desarrollo a distinta velocidad que son propios de los procesos vivos. Sin
embargo, la razón de fondo es un prejuicio enquistado en el paradigma actual: no querer
considerar la autonomía de las leyes de la vida frente a las de la materia.
Que el número de enigmas que nos depara el estudio de la evolución no haya dejado
de aumentar durante un siglo y medio no puede indicar otra cosa que estamos partiendo
de bases científicas engañosas o incompletas. La visión neodarwinista, también llamada
teoría sintética moderna, la más generalizada en los medios académicos, da prioridad a
las leyes mecánicas y químicas de la materia y atribuye facultades determinantes a las
condiciones del ambiente externo. La vida es considerada en este caso como un
fenómeno secundario que ha de acomodarse forzosamente a esas condiciones
preconcebidas.
Si nos atrevemos a romper el dogma oficial y consideramos que la vida es el
fenómeno primario, habrá que molestarse en buscar y respetar sus leyes propias. Creo
poder afirmar que hoy disponemos de investigaciones y de datos suficientes para partir
de este segundo supuesto y plantear un nuevo marco conceptual para el estudio del
hecho evolutivo. Esto lo debemos a los grandes científicos que han dedicado su vida a
esta labor: Vladimir Vernadsky, René Quinton, Eugen Kolisko, Hermann Poppelbaum,
Walther Cloos y James Lovelock, entre otros.
Lovelock, con su fina ironía de inglés, nos describe muy bien la situación del
pensamiento académico actual: «Me preguntan por qué desarrollamos de forma conjunta
las ciencias de la Tierra y las ciencias de la vida. Más bien deberíamos preguntarnos:
105
¿por qué han sido separadas por una disección inmisericorde en disciplinas distintas y
aisladas? Los geólogos han tratado de convencernos de que la Tierra es sólo una bola de
roca mojada por los océanos. Que nada, excepto una tenue capa de aire, la aísla del duro
vacío del espacio, y que la vida es simplemente un accidente, un pasajero tranquilo que
ha subido en autostop en la bola de roca para realizar una parte del viaje a través del
espacio y del tiempo. Han afirmado que los organismos vivos son tan adaptables que se
han ajustado a todos los cambios materiales que han ocurrido durante la historia de la
Tierra.
»Sin embargo, supongamos que la Tierra está viva. Entonces no hace falta contemplar
la evolución de las rocas y de los seres vivos como ciencias separadas para su estudio en
edificios separados de la universidad. En su lugar, una ciencia evolutiva describe la
historia del planeta como un todo. La evolución de las especies y la evolución del medio
ambiente están fuertemente acopladas en un proceso singular e inseparable».19
La idea de que la atmósfera, los océanos y los continentes no han estado nítidamente
separados como en la actualidad hasta tiempos recientes de la historia geológica exige un
esfuerzo de imaginación por parte de los estudiosos de la evolución. Además es preciso
tener en cuenta la interdependencia de estos factores globales con los cambios
morfológicos y de estructura de los seres vivientes en todas las eras geológicas. En
concreto, no pudieron existir peces hasta que no hubo un océano con aguas más o menos
claras. Los anfibios aparecieron cuando empezó a haber una atmósfera y una litosfera
algo diferenciadas de los océanos e incluso los reptiles fueron durante mucho tiempo
predominantemente marinos. Las aves esperaron su turno hasta que hubo un aire más
nítido y separado del vapor de agua y finalmente, los grandes mamíferos, especialmente
los corredores, necesitaron de una corteza terrestre suficientemente sólida.
Hemos dicho con ocasión de estudiar la formación de las grandes cordilleras actuales,
que hasta la segunda mitad de la Era Terciaria, la superficie terrestre no adoptó una
consistencia sólida parecida a la actual. Este hecho puede también ser estudiado a través
de las formas animales que aparecen en ese período.
Los paleontólogos son especialmente felices cuando pueden mostrar, a partir de los
fósiles, la secuencia de los estadios intermedios entre el caballo primitivo (eohippus) y el
caballo actual. En las especies más antiguas de esa serie encontramos una extremidad
que, aunque ya ha perdido el dedo correspondiente al pulgar, todavía es semejante al
modelo de la mano humana. A continuación evolucionan otras especies que tienen el
dedo medio más desarrollado mientras que los otros tres son muy delgados. Finalmente,
durante la última parte del Terciario, aparece el género equus, que corresponde al caballo
actual, y en él la parte media del pie ya se ha desarrollado hasta constituir una única
pezuña. Este tipo de extremidad está plenamente adaptada al galope, un modo de
desplazamiento que sólo es posible sobre un suelo duro. Esto es un signo de que la
corteza terrestre había evolucionado paralelamente y se había vuelto más sólida.
En esa misma época se desarrollaron cada vez más especies de la familia de los
ungulados, es decir, animales con pezuñas adaptadas a la marcha sobre suelos duros.
Casi podemos ver con la imaginación los cambios que ocurren en la consistencia de la
106
corteza terrestre bajo las patas de un animal que va adaptándose a las condiciones
cambiantes. La fuerza que, a lo largo del Terciario, adapta lentamente a los caballos a su
entorno es la misma que en esa época estaba transformando el clima, los hábitats y las
condiciones generales del planeta. Es la fuerza evolutiva de la Tierra entera la que parece
extraer la pezuña del organismo equino como órgano especialmente adaptado a su
entorno.
Que la evolución de los factores globales como son la atmósfera, la litosfera y los
océanos esté ligada inseparablemente a la evolución de las especies en un proceso único,
nos apunta a que existe un dominio, hasta ahora inadvertido, que impulsa
simultáneamente todos esos niveles. Quizás la tarea más urgente para la ciencia de la
evolución sea descubrir ese dominio y las leyes que lo rigen.
107
LA VIDA NUNCA TUVO UN COMIENZO EN LA TIERRA
El nuevo modelo de la evolución se basa en el predominio de las fuerzas de la vida
en el proceso de transformación de nuestro planeta, y las ciencias naturales en general
parecen aproximarse poco a poco a esta conclusión. A pesar del avanzado estado de
mineralización que presenta hoy la Tierra, puede demostrarse que, a lo largo de las eras
geológicas, la vida ha estado modelando y adaptando las condiciones físicas
ambientales.
El contraste de la lenta dinámica geológica actual, propia de un planeta viejo, con la
de las eras pasadas, nos demuestra que las capas geológicas antiguas de la corteza
terrestre son el residuo de fases en que la esfera terrestre estaba penetrada de una
vitalidad mucho más fuerte, capaz de transformaciones mucho más rápidas. La geología
histórica encuentra en las marcas del pasado ritmos que no pertenecen al reino mineral,
sino que son propios de los organismos vivos que evolucionan, que pasan por la
transformación progresiva de una fase a otra. Nuevos impulsos se introducen
periódicamente en la sustancia, dando nacimiento a direcciones evolutivas diferentes: las
eras geológicas.
Hoy tenemos pruebas que demuestran que la corteza terrestre, los océanos y el aire
son producto de los seres vivos o han sido modificados de forma masiva por su
existencia.
Ya en 1926, Vernadsky afirmaba: «La vida se presenta como un gran, permanente y
continuo infractor de la clásica idea de la muerta dureza de la superficie del planeta. La
vida, por lo tanto, no es un desarrollo externo y accidental que ha aparecido sobre la
superficie terrestre, sino que está íntimamente relacionada con la constitución de la
corteza de la Tierra, forma parte del mecanismo de su formación y realiza funciones de
extrema importancia en ese mecanismo». Así, por ejemplo, Vernadsky muestra que los
organismos vivos son los transformadores primarios de la energía solar en energía
química y remarca la importancia de los sistemas biotransportadores. Un ejemplo de
estos sistemas lo constituyen los pájaros que se alimentan de seres marinos, transfiriendo
así una enorme cantidad de materia desde los océanos hacia el continente.
También la idea subyacente en los escritos de Lovelock es que el planeta se comporta
como un organismo vivo, cuya fisiología apenas comenzamos a comprender. Y debería
añadirse que, como todos los seres vivos, nace con una gran vitalidad, evoluciona y
envejece. Vivimos en un mundo edificado por nuestros antecesores, antiguos y
modernos, y que ha sido y es mantenido por la vida.
El punto central de Lovelock se basa en el conocimiento de que la vida es lo que ha
mantenido en funcionamiento tanto el termostato como el quimioestato planetarios a lo
largo de miles de años de evolución. Es más, la propia vida se ha encargado de la
108
evolución y la reestructuración de su medio ambiente. El planeta en su totalidad puede
considerarse una entidad autoevolutiva que utiliza la energía procedente del Sol para su
automantenimiento y su autoestructuración. Gaia o Gea se podría considerar como un
sistema simbiótico de dimensiones globales. El número de especies individuales que
participan en este sistema es inmenso, así como su diversidad. Es imposible creer que los
únicos mecanismos de la selección natural hayan podido generar un ser de las
dimensiones de Gea.
La hipótesis de Lovelock, tal como la estableció originalmente, mantiene que ciertos
aspectos de la superficie de nuestro planeta están regulados fisiológicamente, en
particular la temperatura media, las presiones parciales y los estados de oxidaciónreducción de los gases atmosféricos reactivos. También el pH o acidez de los océanos,
de los lagos y de los suelos está regulado por la biota. La biota es la biomasa total o
suma de la microbiota, la flora y la fauna, y comprende más de 4 millones de tipos
distintos de organismos. Esta diversidad implica que las diferencias fundamentales de
metabolismo entre los seres son absolutamente necesarias para que Gea mantenga la
regulación de los elementos biológicamente cruciales, como el oxígeno. En particular, se
puede descubrir un lazo muy íntimo entre la respiración de toda clase de organismos y el
intercambio gaseoso en la superficie del planeta.
Los microorganismos han tenido un papel destacado en este proceso de formación,
cuyo estudio comienza a ser denominado Geofisiología. Las redes de interacciones entre
bacterias han regido la evolución global del planeta seguramente desde los mismos
comienzos. Las interacciones se han enriquecido mediante el desarrollo de relaciones
simbióticas, que en algunos casos alcanzan un refinamiento extremo en los organismos.
Lovelock plantea los enigmas que presentan estas interacciones en forma de
preguntas: «¿Puede considerarse la biosfera simplemente como un conjunto de
individuos extremadamente egoístas, que buscan en todo momento la manera de
adaptarse a la situación ambiental? Aunque así fuera, ¿la memoria de la biosfera se
encontraría confinada únicamente a los genes? ¿puede de verdad considerarse que los
ecosistemas y su comportamiento son algo así como un estado de equilibrio dinámico, el
resultado inesperado y azaroso de la actividad de miríadas de organismos que actúan
independientemente? ¿o existe un acervo de información epigenética disponible, algo
que podríamos equiparar a campos de fuerza comunes, que permiten a los organismos
interpretar adecuadamente su situación en cada momento y actuar simbióticamente con
los demás y con el ambiente exterior?».20 Creo sinceramente que es en esta última
pregunta donde Lovelock está apuntando con acierto a la respuesta.
Es muy ilustrativo observar que, de no ser por la acción de la vida, a la Tierra le
corresponderían hoy, por su posición en el sistema solar, unas condiciones superficiales
parecidas a las que observamos en sus planetas hermanos, Marte y Venus (véase la tabla
debajo).
109
En las atmósferas de Marte y Venus todo lo que podía reaccionar lo ha hecho; la
Tierra, con su atmósfera reactiva, es el único planeta que contiene vida y muerte. El
hecho de que la atmósfera se mantenga alejada persistentemente del equilibrio químico
es una característica típica de la vida. Los organismos, al utilizar la atmósfera como una
fuente de nutrientes y un vertedero de los productos de desecho, provocan esta
composición anómala del aire.
Sin embargo, la Tierra, tras haber pasado por procesos de vida muy exuberante
durante largas eras geológicas, hoy parece encontrarse en una fase de fuerte
mineralización. En este sentido podemos decir que la Tierra es un depósito proveniente
de un previo y gigantesco proceso vivo. Del mismo modo que los huesos y el cuerpo en
general de un anciano están mucho más mineralizados que los de un bebé, la corteza
terrestre, la atmósfera y el mar actuales serían el producto final de un pasado mucho más
vital. El caso podría compararse también con un enorme árbol secuoya, que sigue
manteniéndose espléndidamente de pie a pesar de tener un 99 % de sus células muertas
en forma de madera.
En el sistema solar hay planetas como Marte donde parece que una vez hubo agua
abundante y quizás vida, pero el proceso de mineralización y de muerte se habría
completado allí hace millones de años. En cambio, los datos que conocemos de Europa,
satélite de Júpiter, con su corteza de hielo que puede encerrar océanos de agua líquida, o
de Titán, la gigantesca luna de Saturno que la sonda europea Cassini-Huygens acaba de
visitar, con su atmósfera saturada de nitrógeno y de hidrocarburos, podrían indicar que el
proceso primordial de la vida está preparándose en esos lugares para una larga
evolución.
Hoy no existe una definición única de la vida que sea aceptada por todos los campos y
corrientes de la ciencia. Sin embargo, la que dan los neurólogos chilenos Humberto
Maturana y Francisco Varela es una de las más amplias. Los autores la denominan
autopoiética, que literalmente quiere decir auto-constructiva. La autopoiesis seria la
capacidad de un sistema para organizarse de tal manera que el único producto resultante
es él mismo. No hay separación entre productor y producto. El ser y el hacer de una
unidad autopoiética son inseparables y esto constituye su modo específico de
organización. Según esta definición, los seres vivos producen, siguiendo sus propias
reglas, sus componentes, incluyendo el propio entorno, al cual especifican como una
110
unidad concreta en el espacio y en el tiempo. Lo importante no es tanto la estructura
material de la vida, como el proceso, es decir, la organización y el conjunto de relaciones
que se establece entre sus componentes. La vida es una red que se construye
constantemente a sí misma. El sistema autopoiético más simple es la célula. Para que, en
esta definición, algo esté vivo, no se requiere crecimiento, ni reproducción, ni traspaso
de ADN. Si, como Vernadsky observa, el 99,99 % de las diferentes moléculas de la
Tierra han sido creadas o transformadas en el proceso de la vida, la Tierra misma parece
cualificarse como un organismo auto-constructivo.
El concepto puede ampliarse todavía más de una manera justificada: ¿por qué no
pensar que la vida es una fuerza cósmica que vibra constantemente en el universo y que
simplemente se pone en resonancia en determinados lugares privilegiados?
Rudolf Hauschka va en esta línea y en su obra The Nature of Substance, tras describir
sus experiencias sobre transmutaciones biológicas, concluye: «La vida no puede
interpretarse en términos químicos, porque no es resultado de una combinación de
elementos materiales, sino algo anterior a ellos. Por contra, la materia es el precipitado
de la vida. ¿No es más razonable suponer que la vida existió mucho antes que la materia
y que fue el producto de un Cosmos de fuerzas? Lo que vive puede morir, pero nada es
creado muerto».21
Henri Spindler, otro de los investigadores de las transmutaciones biológicas, en un
artículo publicado en 1954 se adelanta con esta idea: «Yo afirmo que el mundo vivo u
orgánico no se ha apoyado sobre un mundo inorgánico que lo habría precedido, sino al
contrario, la corteza mineral de la Tierra ha sido elaborada por el planeta primordial y
vivo, un poco como la corteza casi muerta es producida por el árbol vivo. No es el suelo
el que produce las plantas, sino más bien las plantas las que han producido el suelo».22
Ernst Lehrs y otros científicos como George Adams y Hermann Poppelbaum
defienden que las fuerzas cósmicas no sólo originaron la vida sino que estuvieron
presentes mucho antes de que la misma materia se manifestara en la Tierra. Al dogma de
la preexistencia de la materia quizás en un futuro no muy lejano debamos oponer la idea
de la preexistencia de un Cosmos dinámico e inmaterial, precursor de la vida y de la
materia tal como hoy las conocemos.
Si se asume la hipótesis de que ya desde el mismo principio de la génesis de Gea, las
fuerzas de la vida estuvieron presentes y no han hecho más que evolucionar, es decir,
generar y modelar a la materia, el lector verá que ya no es necesario plantear la
enigmática pregunta de cómo y cuándo apareció la vida en la Tierra. Como todas las
cuestiones mal planteadas, no puede ser contestada. La conclusión que se impone es que
la vida nunca comenzó en la Tierra, sino que la materia inerte que hoy vemos se ha
desprendido del proceso vivo original.
111
4. SOBRE EL ORIGEN
DE LAS ESPECIES
«La verdad de la cuestión es que estamos todavía a oscuras sobre el origen de
la mayor parte de los grandes grupos de organismos. Aparecen en el registro fósil
como Atenea lo hizo al surgir de la cabeza de Zeus, completamente equipada y
dispuesta a marchar.»
JEFFREY SCHWARTZ
112
EL HECHO EVOLUTIVO NOS SUPERA
Los paleontólogos distinguen cinco grandes catástrofes de nivel planetario y por lo
menos otras ocho de orden menor que han supuesto la extinción de miles de familias y
de millones de especies animales. En particular, la crisis del período Pérmico, hace 252
millones de años, fue el evento de extinción masiva más importante que se conoce, ya
que supuso la desaparición de cerca del 96 % de las especies existentes. Desaparecieron
el 52 % de las familias de invertebrados marinos (trilobites, fusilínidos, grandes
protozoos, etc) y afectó a todos los ecosistemas marinos, lo cual, en esa época equivale a
decir casi todo el planeta.
Los depósitos de calizas originados por los esqueletos de los animales muertos en esas
extinciones y en general a lo largo de las eras geológicas ocupan kilómetros de
profundidad y se extienden por amplias áreas de millones de kilómetros cuadrados de la
corteza terrestre.
La revista Science de septiembre de 1993, publicó que geólogos de la Universidad de
Harvard (EE.UU.) y del Instituto de ciencias de la Tierra de Yakut (Rusia), que
estudiaban rocas del período Cámbrico en Siberia, se sorprendieron al descubrir que la
gran explosión de formas de vida que dio lugar en ese período a la creación de mayor
parte de los grupos animales actuales, fue especialmente rápida en términos evolutivos,
pues pudo transcurrir en unos cientos de miles de años y no en treinta o cuarenta
millones como se creía.
Hoy sabemos que el número de especies diferentes de animales y plantas existentes en
nuestros días supera largamente los cuatro millones, y que al menos el 99,9 % de las que
han vivido se han extinguido. Así, las evaluaciones más prudentes apuntan a que han
aparecido más de 6.000 millones de especies nuevas desde el principio del período
Cámbrico, hace 600 millones de años.
Estos datos y otros muchos nos demuestran que la evolución es un hecho de
proporciones planetarias. Además, la idea del origen común de todas las especies
animales, consubstancial a la misma idea de la evolución, es compartida por todos los
evolucionistas y ha sido confirmada tanto por las investigaciones de la anatomía
comparada como por la genética molecular a través del análisis de las secuencias del
ADN, tanto de los organismos superiores como de las bacterias.
Pero si comparamos los datos hasta ahora mencionados con la limitada y casi siempre
regresiva variabilidad genética que conocemos en las especies, o con la lenta transmisión
por herencia de las variaciones favorables, o con la necesidad de que se hayan producido
aislamientos prolongados de las poblaciones en hábitats diferentes para que, finalmente,
reuniendo todos estos factores se pueda generar una nueva especie, acabaremos viendo la
gran desproporción entre la magnitud del hecho evolutivo y la limitación de estas
113
explicaciones, conocidas como leyes de la teoría de la selección natural de Darwin.
Por desconocimiento de un enfoque general de la evolución distinto, numerosos
biólogos siguen aferrados a estas explicaciones, analizando hasta el infinito los
mecanismos de variación y de adaptación que siguen las especies y pretendiendo con
ello confirmar la teoría. Cada nuevo campo de investigación, como la genética de
poblaciones o la genética molecular, ha incitado a los investigadores a aumentar el
número de los hipotéticos mecanismos de selección natural. Y aunque al estudiar estos
mecanismos se han aportado datos interesantes para el conocimiento genético,
morfológico o del comportamiento de las especies, lo cierto es que esos datos se han
mostrado siempre insuficientes para explicar la génesis de las mismas. Las preguntas
genuinas sobre el origen de las especies siguen en pie.
La paleontología, por su parte, no sólo no aporta los datos necesarios para corroborar
la teoría, sino que los fósiles se empeñan en contradecirla una y otra vez. En un intento
de escapar a estas contradicciones, el paleontólogo norteamericano Stephan J. Gould
planteó en 1972 un difuso concepto de evolución per saltum o por equilibrios puntuales.
Por primera vez los seguidores de la ortodoxia reconocían abiertamente que las
ramificaciones del árbol evolutivo se producen por estallidos a partir de nudos
desconocidos y luego, durante largos períodos, dejan de producirse por completo. Esto
es algo totalmente contrario a la teoría, que demanda una sucesión indefinida de
variaciones mínimas. Pretender, como hace Gould, integrar sin más estos datos del
registro fósil en el modelo oficial, eso sí que es un buen ejercicio de equilibrio puntual.
Así pues, los grandes saltos evolutivos que encontramos en el registro fósil, que
implican la aparición repentina de grandes reorganizaciones genéticas, anatómicas,
fisiológicas y funcionales, continúan siendo un enigma de primera magnitud.
Finalmente, si hemos de fijarnos en la monumental controversia que hoy se ha
entablado a nivel mundial entre los científicos que defienden la teoría sintética
(neodarwinistas) y los que niegan la evolución, ya sea interpretando la Biblia
(creacionistas) o defendiendo un diseño inteligente previo (seguidores del Intelligent
Design), habremos de reconocer que el hecho mismo de la evolución nos está superando
a todos juntos. En esa controversia, la confusión por parte de los dos bandos es evidente.
Los partidarios de la selección natural no se limitan a defender su interpretación de la
evolución, sino que tienden a identificarse como los únicos evolucionistas, los únicos
que tienen derecho a hablar. Los creacionistas, por su parte, no sólo intentan desmontar
los argumentos mecanicistas de los primeros, sino que, aprovechando las incógnitas que
aún subsisten en la historia geológica, acaban rechazando todo el conjunto, el hecho
mismo de la evolución. Un factor que agrava la situación es la tendencia, presente en los
alegatos de ambas partes, a excluir cualquier otra posibilidad o tercera vía, en una
reafirmación de la moda de este último decenio, consistente en dividir a la humanidad, a
todos los niveles, en dos bandos irreconciliables de buenos y malos.
Parece obvio que esta polémica está resultando estéril, pues cada cual se reafirma en
sus posiciones ideológicas mientras que las grandes incógnitas científicas de la
evolución siguen ahí, sin que ninguno de los dos bandos aporte ideas nuevas.
114
U
N ÁRBOL SIN TRONCO
Y UN REGISTRO FÓSIL ENIGMÁTICO
Si estamos de acuerdo en que hay un origen común, en principio debería ser posible
dibujar un árbol genealógico que representara la descendencia de las especies unas de
otras.
El árbol de la filogénesis de las especies se comenzó a construir ya en tiempos de
Darwin y Haeckel. El esquema básico se tomó sencillamente de la clasificación
metodológica que el naturalista sueco Linné había hecho un siglo antes y se añadieron
los datos de los fósiles hallados hasta entonces en los estratos geológicos, así como los
resultados que la anatomía comparada había obtenido del estudio de las formas de las
especies conocidas.
Originalmente, los taxónomos que colaboraban en la construcción del árbol colocaban
siempre en los nudos de las grandes bifurcaciones un nombre específico, ya fuera el de
un grupo, el de un fósil no bien clasificado o el de un antepasado hipotético. Pero las
antaño llamadas formas puente: briozoos, rotíferos, estegocéfalos, peces pulmonados,
protoaves, etc. pronto decepcionaron en varios aspectos. No podían llenar el papel que se
les había asignado de auténticas formas de bifurcación en el árbol o no existieron
históricamente en el momento oportuno para haber desempeñado semejante papel.
Conforme los ejemplares de las especies se hicieron más conocidos, sus nombres
fueron lanzados uno tras otro hacia las ramas laterales, mientras que el nombre del tipo
axilar fue reemplazado por una interrogación. Por último, todas las formas concretas
quedaron desplazadas al extremo de las ramas respectivas y el tronco principal quedó
convertido en una cadena de interrogantes.
Hasta hace poco se creía que el antepasado del hombre pertenecía a la familia de los
monos. Hoy los investigadores adscriben ambos a un primate antepasado común, pero
desconocido. Antes se pensaba que los mamíferos fueron desarrollos posteriores de los
marsupiales, hoy se deriva a ambos de alguna forma primitiva distinta y también
desconocida. Lo mismo sucede con los reptiles respecto a los anfibios y con los restantes
grupos de animales: siempre hay un antecesor común desconocido.
Así, al aumentar el conocimiento de las especies, las ramas del árbol genealógico
crecieron en frondosidad, pero el tronco aumentó su desnudez. Pero es obvio que,
habiendo perdido el árbol su vitalidad, ya no puede nutrir las propias ramas. De
cualquier forma, actualmente nadie puede indicar exactamente qué es lo que debe correr
como savia viviente por todas las ramas y ramitas sin nombre hacia los extremos
densamente poblados exclusivamente por hojas. Todo el hecho evolutivo amenaza con
hundirse en su antigua categoría de enigmático.
Otro cambio significativo y aún más extenso ha tenido lugar en las imágenes del árbol
genealógico durante las últimas décadas. En la medida en que la investigación científica
115
fue reconociendo las radicales diferencias estructurales entre un gran grupo animal y
otro, y las divergencias extraordinarias entre las subdivisiones más pequeñas, se hizo
brotar las ramas laterales del árbol genealógico en épocas más remotas, es decir, se les
asignó puntos de partida lo más abajo posible en el árbol. En los esquemas más
modernos el mismo tronco ha desaparecido, presentando la apariencia de un intrincado
arbusto en el que todas las ramas salen de un mismo punto o terreno desconocido [véase
ilustración 14 del pliego central].
Ernst Mayr, uno de los teóricos de la síntesis de la genética con la teoría de la
selección natural, lo que se ha venido a llamar teoría sintética, escribe: «Constituye una
sorpresa para la mayoría de los científicos que no sean taxonomistas, descubrir cuán
incierta es todavía hoy la comprensión de los grados de relación entre los organismos.
Por ejemplo, todavía se desconoce para la mayoría de los órdenes de pájaros qué otro
orden es su pariente más próximo. Lo mismo sucede con muchas de las familias de los
mamíferos e igualmente con los géneros […]. Aunque estos desconocimientos en la
clasificación de los vertebrados superiores son muy pequeños si los comparamos con lo
que sucede con los invertebrados, las plantas inferiores y, sobre todo, con los procariotas
y los virus».23
Nadie mejor que un paleontólogo puede expresar con exactitud la situación. Así
George Gaylard Simpson declara: «Las lagunas existentes en la progresión propuesta
para la evolución de los caballos se presentan igualmente en los treinta y dos órdenes en
que se clasifican los mamíferos… Los miembros conocidos más primitivos y más
tempranos de cada orden ya poseen los caracteres básicos de su orden y en ningún caso
existe una secuencia aproximadamente continua que conduzca de un orden a otro orden.
En la mayoría de casos la ruptura es tan brusca y la laguna tan extensa, que el origen del
orden es especulativo y sujeto a discusión.
»La ausencia regular de formas de transición no se limita a los mamíferos, sino que es
un fenómeno universal y hace tiempo que ha sido detectado por los paleontólogos.
Sucede en casi todos los órdenes y todas las clases de los animales, tanto en vertebrados
como en invertebrados. Aún es más cierto si nos referimos a los principales filum
animales, aunque también parece suceder en las categorías análogas de las plantas».24
A pesar de todo parece bastante evidente que la evolución ha existido, puesto que las
especies están indudablemente emparentadas, pero misteriosamente, no hay manera de
encontrar a los antepasados que harían de puente entre unos y otros grupos. La
ignorancia se eleva hasta el último nivel y ni siquiera entre una especie y otra especie
afín se encuentra el antecesor común. En el hipotético árbol de la filogénesis no
encontramos ni el tronco principal ni los nudos de las distintas ramas. La historia de la
evolución que se pretende reflejar en esos esquemas filogenéticos se parece a una
radiografía de un cuerpo humano: sólo vemos la sombra de un esqueleto.
Esta desconcertante situación ha llevado a muchos científicos a la perplejidad y a un
paso del escepticismo sobre la existencia de árbol filogenético alguno. Para todos los
paleontólogos que sostienen el modelo de Darwin y no pueden imaginar otros factores,
la evolución parece no tener sentido y es un azar que hayan sobrevivido las especies que
116
lo han hecho. Stephan J. Gould es un ejemplo sobresaliente de esta situación. Es
conocido que en sus conferencias y en sus libros de divulgación predica la postura
nihilista: evolución no quiere decir progreso.
Al final de su obra El origen de las especies, Darwin escribe: «La causa principal de
que no se presenten actualmente innumerables eslabones intermedios a través de toda la
naturaleza, depende del proceso mismo de selección natural, en virtud del cual nuevas
variedades desplazan y suplantan continuamente a sus formas madres.
«Pero justamente en proporción a la enorme escala en que ha obrado este proceso de
exterminio, así el número de variedades intermedias que existieron antiguamente tiene
que ser verdaderamente enorme ¿Por qué, pues, cada formación geológica y cada estrato
no están llenos de tales eslabones intermedios? La geología, ciertamente, no revela la
existencia de tal cadena orgánica insensiblemente gradual; y ésta, acaso, es la objeción
más clara y más grave que se haya presentado contra mi teoría».25
El mismo Darwin, en los últimos capítulos de su libro, se mostraba especialmente
perplejo ante varias objeciones a su teoría: en primer lugar, el hecho mencionado de que
en los estratos geológicos no aparezcan innumerables eslabones o gradaciones
intermedias entre las especies; en segundo lugar que la gran mayoría de las especies se
han mantenido inalterables durante millones de años, como se ve por sus fósiles, y en
tercer lugar, el lapso inconcebible de tiempo que se requeriría para permitir la aparición
de todas las especies en las condiciones de cambio que indican las leyes conocidas de la
selección natural.
Después de ciento cincuenta años de exploraciones y a pesar de los esfuerzos de
numerosos geólogos y paleontólogos, no se ha hallado ningún resto óseo que demuestre
ser uno de esos eslabones intermedios entre una especie conocida y su antepasado que
predice la teoría. Tampoco, a pesar de los periódicos anuncios de paleontólogos
optimistas, ha aparecido el eslabón entre el hombre y su hipotético antepasado común
con los monos. Según los investigadores autorizados, no se puede considerar al
Pithecanthropus, ni al Homo Neanderthalensis, ni al Sinanthropus (hombre de Pekín), ni
a ningún otro homínido como directos antepasados del hombre moderno, sino que todos
deben ser considerados como ciegos brotes laterales (callejones sin salida) en el árbol
genealógico de la antropogénesis.
Según Bernard Vandermeersch, gran especialista en los hombres de Neanderthal, el
origen del hombre moderno en el levante europeo se sitúa en la región del mediterráneo
oriental y completamente al margen de la línea neanderthaliana. Una de las pruebas más
concluyentes la constituye el famoso cráneo de Galilea (Zuttiyeh), que data de 140.000
años, pertenece al Homo sapiens arcaico y presenta ya características propias del hombre
anatómicamente moderno. Está testimoniada la aparición y evolución in situ de la línea
sapiens sapiens, de forma paralela e independiente de los neanderthales de Europa.
También en este caso, el último de una larga serie, la nueva especie aparece de súbito,
de forma independiente a las otras especies conocidas de su tiempo.
Hoy, estos hechos son reconocidos por los mismos seguidores de la teoría sintética.
Así, el paleontólogo Niles Eldredge admite: «Nadie ha encontrado ninguna criatura
117
intermedia, la evidencia fósil ha fallado en mostrarnos algún eslabón perdido y hoy
muchos científicos comparten la convicción de que estas formas de transición nunca
existieron».
Y Gould, coautor con Eldredge de varios estudios en paleontología, lo expresa así:
«La ausencia de evidencia fósil para las etapas intermedias, para las transiciones
principales en el diseño orgánico, y nuestra clara incapacidad, incluso imaginativa, para
construir los casos intermedios funcionales, ha sido un problema persistentemente
enojoso para la teoría gradualista de la evolución».26
El naturalista Hermann Poppelbaum (1891-1976), nos dice: «Los verdaderos
antepasados del hombre y de los animales, con su plasticidad y su modificabilidad, son
estructuras enigmáticas para nuestro actual concepto de las criaturas vivientes, pues no
han dejado rastro alguno en los anales geológicos. El problema puede verse desde dos
puntos de vista: los restos encontrados en la corteza terrestre no son los de nuestros
antepasados y los cuerpos de nuestros antepasados no se han conservado en la corteza
terrestre. Enfóquese como se quiera, la naturaleza de los tipos ancestrales continua
siendo el problema central en toda la teoría sobre el origen de las especies y del
hombre».27
La paleontología moderna ha demostrado, en efecto, que el registro fósil de las
especies consiste en la aparición súbita de una nueva morfoespecie sin que se conozca un
antepasado de la misma, y esta nueva forma a menudo persiste sin cambios esenciales en
todo el registro. Esto dibuja un panorama lleno de huecos y de interrogantes. Es evidente
que la insistencia de las revistas científicas en publicar, cada pocos meses, que se ha
encontrado el antecesor del hombre, el eslabón perdido, para desmentirlo casi
inmediatamente después, no mejora la situación, sino que, a la larga, desacredita a los
mismos paleontólogos.
¿A qué pueden deberse las lagunas que los fósiles presentan? ¿A causas fatales que se
reproducen una y otra vez? ¿Habremos de seguir excusándonos en la imperfección del
registro fósil como comenzó a hacer Darwin en el siglo XIX? Aun aceptando que todavía
el material conocido es escaso, ¿por qué aparece siempre el vacío precisamente en el
lugar decisivo? ¿Tenemos realmente derecho a esperar que un descubrimiento tardío
pueda recompensar algún día las esperanzas, hasta hoy tan frecuente y tan severamente
frustradas? ¿O no sería mejor abandonar de una vez por todas esta expectativa y
bosquejar una hipótesis más atrevida y más acorde con los hechos que hoy se nos han
hecho evidentes?
Contrariamente a los creacionistas, opino que la falta de datos sobre los antepasados
en los anales geológicos, no debe dar motivo de descrédito contra la idea de la
evolución. Antes bien creo que ha de servir de estímulo para reflexiones incesantes sobre
la verdadera naturaleza de las formas ancestrales por las que tuvieron que haber pasado
los ascendientes del hombre y los de todos los animales actuales.
118
LAS EXPLICACIONES DE DARWIN,
¿QUÉ EXPLICAN?
Para dilucidar si una hipótesis lanzada en cualquier ámbito de investigación puede
ser considerada como una teoría científica o bien es sencillamente una ideología, los
filósofos de la ciencia han establecido una prueba. Esta prueba consiste en lo siguiente:
si es posible diseñar un experimento o bien hacer una observación en la naturaleza que
permita verificar si los hechos se corresponden o no se corresponden con lo que la
hipótesis predice, estaremos ante una teoría científica. Dicho de otra manera: sólo si la
hipótesis es validable será considerada ciencia, si no lo es, recibe la consideración de
ideología.
En un juicio en Arkansas (EE.UU.), en 1982, se quiso aclarar si el creacionismo o
ciencia de la creación, como la llaman sus seguidores era o no una ciencia. El
creacionismo defiende que «la Biblia es la palabra de Dios, escrita por inspiración divina
y sus afirmaciones sobre el modo como sucedió la creación son, histórica y
científicamente, verdaderas». El caso es que los mismos creacionistas sostuvieron en el
juicio que no era posible presentar ninguna prueba para validar si su teoría era verdadera
o falsa, con lo que el juez no tuvo más remedio que declarar que el creacionismo, al no
ser validable, no es una teoría científica, sino una ideología.
Sin embargo, la cuestión de si la teoría de la selección natural es o no una teoría
científica no se presentó en Arkansas. Pero es muy lícito preguntarse: ¿puede plantearse
una prueba para ver si la teoría de la evolución de Darwin es verdadera o falsa? Esto
equivale a decir ¿es la teoría validable? Si la respuesta a esta pregunta es sí, es que
realmente nos encontramos frente a una teoría científica. Pero hay que seguir:
suponiendo que la teoría de la selección natural sea científica y validable, ¿pasa
victoriosamente las pruebas de confrontación con la realidad a que se la puede someter?
Pues si no es así y se demuestra que es errónea, la teoría también perdería la categoría de
ciencia.
Darwin tuvo el gran mérito de enfocar por vez primera de una manera científica y
documentada la idea de la evolución biológica, y hay que recordar que es a ello a lo que
dedica la mayor parte de su voluminoso libro El origen de las especies. En su obra
incluye un extenso compendio de detalles empíricos, algunos de ellos sacados de otros
autores y otros propios, especialmente los derivados de sus observaciones sobre las
prácticas de los ganaderos ingleses y las efectuadas a lo largo de su fructífero viaje de
exploración por América a bordo del velero Beagle.
Pero también presenta ese cúmulo de detalles como una demostración de su hipótesis
de que son los factores de la selección natural los que originan la aparición de las
especies y el curso general de la evolución. Lo cierto es que esa acumulación de datos
119
sólo era la prueba de la existencia de la evolución, pero no la explicación de la causa.
Por otra parte, la prueba de la existencia de la evolución ya había convencido un siglo
antes a los filósofos franceses y alemanes y, si incluimos a Robert Hooke (1635-1703),
se puede decir que dicha prueba ya se había propuesto dos siglos antes.
Para clarificar los temas que incluye Darwin en su libro se debe hacer una separación
en dos partes: en primer lugar los argumentos y datos que presenta sobre el origen
común de las especies y, en segundo lugar, los argumentos que intentan demostrar que la
selección natural es el motor de la génesis de las especies.
Respecto a la primera parte, y dejando sin consideración el hecho sorprendente de que
no ha sido posible encontrar entre los fósiles ni una sola especie que pueda reconocerse
claramente como antepasado común de otras especies, se admite que el esquema general
del origen común que presenta Darwin se ha confirmado, gracias a innumerables
investigaciones de miles y miles de formas de vida.
La anatomía comparada se ha utilizado para descubrir que los principales grupos
animales, aunque con solapa-mientos temporales entre ellos, siguen en general un
eslabonamiento, que va remontándose hacia el pasado desde los mamíferos y los pájaros
a los reptiles, anfibios y peces hasta llegar a las bacterias, los fósiles más antiguos que se
conocen, cuyos restos microscópicos aparecen en rocas de más de tres mil millones de
años de antigüedad.
Además la biología molecular, que estudia el propio ADN, no sólo nos da un cálculo
del grado de parentesco entre dos especies sino también la medida de cuánto tiempo ha
pasado desde que cada una de ellas empezó su evolución por separado desde un
antepasado común.
Pero, ¿se ha podido demostrar con igual claridad la segunda parte del libro, la que
trata de la teoría de la selección natural? La prueba más poderosa de una teoría es lo que
contiene de valor predictivo. El filósofo de la ciencia Karl Popper opina que la teoría de
la selección natural pretende interpretar un proceso histórico que, como todos los
acontecimientos históricos alejados en el tiempo, no puede repetirse experimentalmente.
Por lo tanto, a su juicio, todo intento de diferenciar una verdad histórica de una falsedad
sería un asunto de opinión o de fe.
No obstante, algunos científicos no están de acuerdo con Popper y han sido capaces de
crear pruebas para juzgar la posible falsedad de los argumentos de la selección natural.
Veamos primero estos argumentos. Darwin inventó una interpretación que le permitía
describir que una forma viva surgía de otra como resultado de fuerzas de acción ciega
que, sin ninguna intencionalidad de perfeccionamiento o de superación, van generando
las formas. Con ello, creía haber captado las verdaderas causas del desarrollo. Su
demostración fue, inicialmente, un puro proceso mental. En él se muestra cómo puede
uno imaginarse la evolución como secuencia necesaria, si tiene en cuenta la acción
concertada de las siguientes condiciones naturales, fácilmente comprobables:
1) La sobreproducción ininterrumpida de descendientes en todas las especies vegetales
y animales.
2) La limitación del espacio vital y de la cantidad de alimentos disponible.
120
3) La natural variabilidad de las especies vegetales y animales.
Cuando se juntan las dos primeras condiciones se deriva la lucha por la supervivencia.
La tercera condición da lugar a las variaciones genéticas y de forma en la descendencia.
Con el transcurso del tiempo, la lucha por la existencia permite seleccionar, entre las
variantes naturales resultantes, los individuos más aptos, y deja que sólo éstos se
reproduzcan. Por causa de la dura competencia, los individuos de una especie están en
todo momento en estrecho contacto con las circunstancias en las que les toca vivir, y no
les queda más remedio que adaptarse cuando cambian las condiciones.
Para Darwin, lo esencial es que el grado de adaptación alcanzado, que como es sabido,
a menudo raya en lo milagroso, no ha surgido por ningún afán o propósito de adaptarse.
Según sus palabras «la naturaleza procede como un criador de animales domésticos, que
elimina lo indeseable, sin ser capaz de producir directamente lo deseable». Así, la
evolución vendría a ser consecuencia de una lucha inconsciente por la supervivencia, y
ésta, a su vez, consecuencia de que unas poblaciones son casualmente más aptas que
otras.
La teoría de la selección natural está pues ligada estrechamente al fenómeno de la
adaptación y ésta debería responder a los cambios en el medio ambiente. El caso más
pregonado en las explicaciones de la teoría es el de la polilla moteada inglesa (Biston
betularia), que en español recibe el nombre de geómetra del abedul. Cuando comenzaron
las observaciones en la Inglaterra del siglo XIX predominaban las mariposas de color
pálido que se adaptaban al color de la corteza de los árboles en que se posaban,
mayormente abedules. Había pocas mariposas oscuras, porque su color destacaba sobre
el tronco claro de esos árboles y los pájaros podían verlas y atacarlas. Pero el humo de
las chimeneas fue oscureciendo los troncos, y paralelamente, la proporción de mariposas
blancas y oscuras fue cambiando, de modo que hoy casi todas son oscuras y además, esta
forma está extendida por toda Europa.
Este proceso es bien conocido por los biólogos bajo el nombre de adaptación. Se han
recogido muchas observaciones de este tipo para justificar los supuestos de la selección
natural, pero lo único que se demuestra en todos los casos es una evidencia: que
sobreviven los individuos y las variedades más aptos en un ambiente determinado. No
hay ningún cambio evolutivo, ni tampoco selección natural, sólo un cambio de
población. Algo así como si una nueva enfermedad exterminara a los indios y no
afectara a los blancos.
Ya Darwin admitía que lo que ocurre en una población como la del ejemplo no
implica necesariamente una especiación y adujo que una especie llega a cambiar sus
características fundamentales sólo a muy largo plazo y si se adapta a los cambios del
ambiente sufriendo un aislamiento en nuevos hábitats o nichos.
Hoy disponemos todavía en el planeta de zonas con gran biodiversidad y que pueden
darnos una idea del ambiente general de épocas pretéritas, como es el caso de las selvas
amazónicas e indonesias o ciertas partes del fondo oceánico. En ellas las especiaciones
fueron muy prolíficas, pero, curiosamente, también se observa que los recursos del
ambiente se multiplicaron paralelamente a los cambios que se producían en las
121
poblaciones animales. El resultado final es que ha habido lugar para todos, para las
especies viejas y para las nuevas.
Como se ve en el caso de la polilla moteada, lo normal es que la lucha del individuo
sea contra las condiciones de la naturaleza en general y no contra otros individuos de la
misma especie. Esta lucha con el ambiente exterior se traduce efectivamente, a la larga,
en una adaptación.
Además, el fenómeno de la coevolución o evolución paralela entre dos especies
animales o entre una vegetal y otra animal es muy frecuente, como puede verse en al
caso de los insectos y las flores. Estos hechos deberían hacernos reflexionar en el sentido
de ampliar el ámbito de la evolución a todos los componentes del planeta, pues la
evolución de los animales parece ir siempre acompañada de la coevolución del mundo
vegetal y de cambios correlativos de todo el entorno físico.
Las etapas críticas que marcan la transición de una era geológica a otra se caracterizan
por situaciones catastróficas en que parece suceder lo contrario a lo que predice la teoría
y además, en gran escala: primero acontece la extinción masiva de especies viejas muy
bien adaptadas y pasado cierto tiempo surgen, a ritmos explosivos, las especies nuevas,
sin que pueda hallarse una relación directa entre éstas y aquéllas. Si la inmensa mayor
parte de las extinciones, así como las apariciones de nuevas especies, se han producido
en estas situaciones catastróficas, quizás deberíamos reconocer que no es la superioridad
en la lucha, sino factores muy poderosos y todavía poco conocidos, los que deciden
quiénes han de vivir y quiénes han de morir.
Durante los largos períodos de calma, los mecanismos de adaptación que se incluyen
en la selección natural pudieron actuar como agentes de una microevolución que llegó a
generar nuevas variedades de una especie, pero eso no significó una sentencia de muerte
para ninguna de las especies coetáneas.
Esta acumulación de pruebas demuestra para muchos científicos la falsedad del punto
principal de la teoría de la selección natural: que la supremacía de los más aptos en la
competencia por los nichos sea el factor del cambio evolutivo. La lucha por la
supervivencia, ese ingrediente tan popularizado de la teoría, no sería un factor
independiente que pueda relacionarse con la especiación.
La ley de la supervivencia de los más aptos, considerada por más de un siglo y medio
como una ley natural y que ha justificado científicamente tanta depredación económica,
social y política en la historia reciente de la humanidad, podría ser, en realidad, una
simple tautología. La aptitud de una especie se plantea como un sinónimo del hecho de
su supervivencia, es decir, «los más aptos para sobrevivir, sobreviven». Y esto no es un
criterio independiente que pueda servir para hacer predicciones en una teoría científica.
Se podría añadir que, aparte de expresar una tautología, la supervivencia de los más
aptos es de dudosa realidad. La competencia sanguinaria que Darwin imaginó como la
característica distintiva de la naturaleza, pocas veces se encuentra en la práctica. Las
observaciones de la etología animal demuestran que la gran mayoría de las más de
20.000 especies de reptiles, peces, aves y mamíferos no se exterminan entre sí por causa
de la comida, ni compiten hasta la muerte por el espacio.
122
En cuanto al pretendido ámbito de la teoría, nótese que la obra principal de Darwin no
lleva el título: El origen de los filum animales y vegetales por selección natural, sino El
origen de las especies por selección natural. En efecto, buena parte del material de
observación lo consiguió su autor de criadores ingleses de animales domésticos,
derivando de la experiencia de éstos su propia idea. Luego amplió el concepto de la
selección natural y consideró que todo el magno curso de la evolución de los reinos
naturales no podía tener otros factores causantes.
Técnicamente hablando, Darwin extrapoló las experiencias extraídas en el ámbito de
las razas y las variedades animales, otorgándoles validez para toda la evolución en
general. En su época esa idea fue aceptada casi sin discusión, desde luego solamente
entre los que no rechazaban el punto de vista mecanicista.
Hoy, en cambio, esa extrapolación, que Darwin consideraba aceptable, es blanco de
virulentos ataques de los mismos biólogos, y muchos de los investigadores actuales
separan una macroevolución y una microevolución. La macroevolución es la evolución a
gran escala, la que concierne a las profundas diferencias morfológicas y de organización
de los filum, clases, familias, géneros y especies. La microevolución, que podríamos
adjetivar como adaptativa, puesto que ésa es su principal función, se ocuparía de los
cambios a pequeña escala en los constituyentes funcionales y genéticos de las
poblaciones y de los organismos, es decir, de la evolución por debajo del nivel de la
especie.
Comparto la opinión de los biólogos que hacen esta distinción y que consideran que
las peculiaridades de organización de profundo alcance (macroevolución), no se hallan al
mismo nivel de las diferencias de las variedades (microevolución adaptativa), ni pueden
haberse generado por acumulación de esas diferencias.
El geólogo de origen chino Kenneth J. Hsü, investigador de la gran extinción que
supuso el fin de los dinosaurios, en un artículo titulado Darwin’s three mistakes nos
muestra un ejemplo de prueba para validar la Teoría, descubriendo tres de sus errores.
El primer error de Darwin fue fiarse de un axioma geológico que no podía ser
demostrado en su época y que se ha verificado como falso en la actualidad. Partió del
supuesto de que todos los organismos han evolucionado muy lenta y gradualmente y se
negó a reconocer los datos que, ya en su época, apuntaban a extinciones masivas
catastróficas seguidas de apariciones igualmente masivas de nuevas especies, porque
había aceptado ciegamente la hipótesis del actualismo postulada por su amigo, el
geólogo Charles Lyell.
Esos datos relativos a extinciones masivas fueron considerados por ambos como una
laguna provisional en los registros geológicos que la investigación posterior se
encargaría de rellenar. De la misma manera se interpretaron los evidentes saltos de unas
especies a otras en el registro fósil. Como el tiempo geológico no podía medirse
cuantitativamente con los métodos científicos del siglo XIX, resultaba imposible
demostrar que esta interpretación era falsa.
Pero en la actualidad estos supuestos de Darwin han podido ser enfrentados a hechos:
los geólogos, con los datos disponibles, no tienen ninguna duda de la gran extinción
123
ocurrida hace 65 millones de años que puso fin casi repentinamente a los dinosaurios y
también han probado otras cuatro grandes extinciones. Además, los saltos en el registro
fósil debidos a esas grandes extinciones, así como los innumerables vacíos cuya causa se
desconoce, han seguido aumentando tras siglo y medio de exploraciones.
Según Hsü, el segundo error se puede identificar como una confusión de categorías.
Darwin adoptó las teorías del filósofo Thomas Robert Malthus (1766-1834), que se
aplicaban al comportamiento de los individuos en una sociedad cerrada, y las aplicó sin
más a las especies animales. Creía que la multiplicación exponencial de las especies sólo
podía contenerla la lucha competitiva por la vida y la selección natural. En el caso de
una población de individuos de la misma especie es verdad que, si no hay un freno
exterior, el número de individuos puede aumentar exponencialmente hasta ser
insostenible para un entorno, si éste es limitado. Pero si pensamos a nivel de especies,
los datos hoy en nuestro poder nos dicen que la biodiversidad, el número total de
especies en un momento dado, se ha mantenido curiosamente constante a grandes rasgos,
a pesar de las variadas catástrofes y explosiones de vida ocurridas a lo largo de la
historia geológica.
El tercer error de Darwin fue introducir en su teoría una falsa analogía. En una
sociedad como la inglesa del siglo XIX es evidente que las relaciones sociales eran el
factor de mayor importancia en el éxito o en el fracaso de los individuos y de los grupos
sociales. Darwin extrapoló este hecho social y lo hizo análogo a las relaciones bióticas
entre todos los seres vivos, añadiendo que ese factor es decisivo en la permanencia
selectiva de unas especies sobre otras. Los abundantes datos de la paleontología se han
encargado de demostrar que no es así.
La esencia del darwinismo nos la proporciona el título completo de su obra principal,
El origen de las especies por medio de la selección natural, o la conservación de las
razas favorecidas en la lucha por la vida. Esto nos hace preguntar: ¿Es que las especies
actuales son el resultado de la actuación continuada de los mecanismos de cambio y
adaptación que incluye la selección natural? ¿De verdad la multitud de especies
desaparecidas se extinguieron porque estaban mal adaptadas o porque eran menos
favorecidas en la lucha por la vida? Mucho me temo que se ha de contestar que no a
ambas preguntas.
El concepto de la selección natural fue favorablemente acogido por los científicos
contemporáneos de Darwin. Eran los tiempos en que los hombres de ciencia buscaban
leyes naturales universales para encajarlas con el gran sistema de leyes físicas
establecido por Newton. La selección natural ha arrastrado su atmósfera dieciochesca
hasta los siglos XX y XXI. En las mentes de muchos biólogos es todavía un principio
sacrosanto, al cual todos los fenómenos biológicos deben conformarse.
Podemos preguntar: ¿Es lo mismo darwinismo que evolucionismo? Hoy existe una
gran confusión, alimentada por los mismos seguidores de Darwin, que consiste en
identificar su teoría con el mismo concepto de evolución. De modo que si alguien ataca
la teoría se le tacha de antievolucionista o se le intenta poner el estigma de creacionista.
Frente a ello hay que declarar que la evolución es un proceso histórico plenamente
124
documentado, mientras que el darwinismo es una teoría que propone que la selección
natural es el mecanismo principal que explica esa evolución.
Cada día hay más catedráticos de Geología y de Biología que, igual que Hsü, y a
sabiendas de que otros biólogos se sentirán ofendidos, se atreven a afirmar que el
darwinismo fue ciencia sólo mientras se mantuvo como una teoría validable. Pero hoy el
postulado de la selección natural como agente de la evolución se ha demostrado falso y
el darwinismo, aun en su versión de teoría sintética, ya no es exactamente una ciencia,
sino un dogma cada vez más reducido a los círculos científicos conservadores.
Vista en su conjunto, la teoría de la selección natural fue un intento de dar una
explicación a la evolución de acuerdo con los gustos de la naciente ciencia materialista y
con los intereses de la ideología dominante en el imperio británico del siglo XIX. Gustos
e intereses semejantes parecen seguir apoyándola aún hoy.
Ernst Boris Chain (1906-1979), premio Nobel de Medicina junto a Alexander
Fleming, dijo con valentía: «Es hora de que nos demos cuenta de lo absurdo de la idea de
la selección natural: Afirmar una teoría basada en el desarrollo y la supervivencia de los
más aptos me parece una hipótesis que no se fundamenta en prueba alguna y es
irreconciliable con los hechos… Me sorprende que se lo tragaran con tanta facilidad, tan
acríticamente y durante tanto tiempo, tantos y tantos buenos científicos sin un murmullo
de protesta.
»Tengo la impresión de que tal hipótesis nos la tragábamos tan fácilmente porque nos
gustaba que fuera verdad. Lo único natural de esa ley natural de la supervivencia de los
más aptos es que está en cierto grado en consonancia con la naturaleza humana. Hemos
sido competitivos, hemos exterminado a otros, tanto de nuestra especie como de otras,
que llamamos inferiores o sin importancia, y nos gustaría sentirnos justificados por tales
hazañas.
»Pero la historia de la vida no puede darnos una base científica ni para el capitalismo
ni para el socialismo, ni para el marxismo ni para el racismo, ni para la revolución
maoísta. La opinión de que las razas favorecidas sobreviven en la lucha por la vida fue
una especulación que se ha convertido en una peligrosa ideología. Deberíamos dejar de
querer darle un tinte de respetabilidad científica».28
Se nos hace evidente que Darwin no utilizó datos históricos, es decir, fósiles, para
defender su conclusión, como tampoco lo hacen los biólogos que a las explicaciones de
Darwin se limitan a añadir datos de la genética de poblaciones. Como reconoció John
Maynard Smith: «la actitud de los genetistas de la población respecto de cualquier
paleontólogo suficientemente atrevido como para opinar sobre la teoría de la evolución
ha sido la de decirle que se fuera por ahí a buscar más fósiles y dejara de molestar a los
mayores».
Pero si hemos de explicar la evolución de las especies animales, el conocimiento de
los mecanismos puede resultarnos útil, pero el conocimiento de la historia nos es
indispensable. La experiencia de los geólogos, los paleontólogos y los paleoantropólogos
demuestra día a día que en el conocimiento de la historia es donde aparecen las
preguntas más enigmáticas y es allí donde seguramente se esconden las verdaderas
125
respuestas.
La evolución es evidentemente historia: la historia de la vida en nuestro planeta o más
bien, la historia de nuestro planeta vivo. Y el estudio de la historia debe basarse en la
información registrada en los documentos históricos, sean de la índole que sean. Además
es razonable esperar que, así como surgen las preguntas, también las respuestas surgirán
de esa historia.
Pero los seguidores de la tradición de Darwin, infravalorando los datos del registro
fósil, han dedicado sus esfuerzos a estudiar los mecanismos de la evolución, partiendo de
la idea preconcebida de que la historia de la vida debe ser interpretada según un único
mecanismo conocido: la selección natural. A mediados del siglo XX se añadió un
ingrediente de la nueva ciencia de la genética de poblaciones, la deriva genética al azar.
Nos encontramos, sin duda, frente a un residuo de la arrogancia de los científicos del
siglo XIX. Hoy es evidente que los mecanismos que hallamos incorporados en la teoría
no son todos los que conocemos. Además, los mecanismos que conocemos no son los
únicos posibles y puede que no sean ni los más importantes. La alternativa a Darwin no
es el creacionismo, como se apresuran a decir muchos biólogos en cuanto se sienten
débiles en sus argumentos, sino que comencemos a reconocer el estado actual de nuestra
ignorancia como primer paso en la búsqueda de un nuevo esquema interpretativo.
126
¿CÓMO SE GENERARON LAS FORMAS ANCESTRALES
Y POR QUÉ SON INVISIBLES?
Hemos dicho que al nivel de la evolución, las poblaciones y las especies entablan su
lucha con la naturaleza en general y no entre ellas. Esta lucha se traduce en el desarrollo
de mecanismos para conseguir una adaptación cada vez más estrecha de los individuos a
su medio.
Estos mecanismos tienden a la diversificación de los comportamientos de los seres y
de los hábitats que ocupan, lo que en general supone una mayor especialización. Una
especie de pájaro insectívoro puede diversificarse en el curso del tiempo en varias más
especializadas, una especie que caza solamente insectos voladores, otra que caza
hormigas, otra que picotea nidos de insectos en las cortezas de los árboles, etc. Cada
especie encuentra un nicho más exclusivo en el medio y se vuelve más estrechamente
adaptada a su nuevo género de vida.
Este proceso es bien conocido de los biólogos bajo el nombre de radiación adaptativa.
La variedad oscura de la mariposa Biston betularia es un ejemplo de adaptación de un
insecto a un medio nuevo, los troncos oscurecidos de los árboles. En este ambiente ella
está mejor adaptada que su compañera blanca y por eso aumenta la proporción de los
individuos de color oscuro en la población total.
Ahora proponemos al lector hacer el ejercicio de imaginar estos procesos de
adaptación y especialización, pero invirtiéndolos hacia atrás en el tiempo y a la escala
global de la evolución. Habrá de imaginar las especies difuminándose, volviéndose cada
vez menos especializadas, menos variadas y menos íntimamente conectadas con sus
entornos.
El lector acabará llegando a una etapa en que todas las especies de pájaros están
contenidas o fundidas en un pájaro original y generalizado. Lo mismo se puede aplicar a
todos los otros tipos animales, llegando a un mamífero-original, a un reptil-original, a un
pez-original. Pensando sencillamente el proceso de adaptación hacia atrás en el tiempo,
llegaremos a una imagen de las formas ancestrales o arquetipos animales.
El hecho remarcable es que los fósiles hallados en las capas geológicas presentan
justamente esta clase de cuadro que hemos imaginado, pero extendido en el tiempo. Es
decir, en las rocas más antiguas del Paleozoico primero encontramos algunas formas
muy generalizadas de peces. Gradualmente, tal como los estratos geológicos se suceden,
podemos ver estos peces radiando en una pléyade de formas.
Más tarde, cuando comienzan los estratos del Mesozoico, nos topamos con restos de
reptiles muy poco especializados y también éstos sufren gradualmente una radiación en
toda clase de formas especializadas: reptantes, voladores, corredores y nadadores.
La misma historia podemos seguir a través de los estratos del Terciario con los
127
mamíferos. En tiempos más recientes, también lo podemos seguir hasta cierto punto con
los monos y los primates. Ellos también muestran ese proceso de radiación adaptativa.
Solamente el género Homo no muestra ninguna evidencia de este proceso. El hombre
no está íntimamente adaptado a sus variados entornos, no sufre la radiación adaptativa.
No encontramos especies humanas con pies membranosos para nadar, ni con piel de
color verde para camuflarse en el paisaje. Lo único que nos recuerda un poco la
especialización animal es la variedad de las razas.
Hay que notar que el registro fósil se oscurece justamente en la transición entre las
principales eras geológicas (Paleozoico, Mesozoico y Cenozoico). Esto sucede cuando
un tipo dominante de animal superior comienza a desaparecer del registro y un poco más
tarde un nuevo tipo principal comienza a surgir en su lugar. Esto no quiere decir que los
peces desaparecen del registro al final del Paleozoico o que lo hacen los reptiles después
del Mesozoico. Ellos continúan, pero se reducen en variedad y número, y tienden a
desaparecer las formas que eran más aberrantes o superespecializadas.
Todo esto son hechos biológicos aceptados, pero en este punto la biología se enfrenta
a una cuestión obvia: ¿cómo se debieron generar el pez-original, el reptil-original, etc.,
los animales indiferenciados que reciben el nombre de antecesores comunes o formas
ancestrales? La pregunta surge tanto si hacemos el ejercicio mental de pensar en el
proceso de radiación adaptativa hacia atrás, como si estudiamos directamente el registro
fósil.
La respuesta que tienen a mano generalmente los biólogos es que estas formas
ancestrales también deben ser producto de los mecanismos de la selección natural. El
mamífero ancestral debe haber divergido por selección natural a partir de algún reptil; el
reptil ancestral de algún anfibio; el anfibio de un pez; el pez de alguna criatura
invertebrada y así hasta llegar a las bacterias.
Esta idea exige que las formas ancestrales, que por definición no son especializadas,
deberían haber surgido una y otra vez en épocas en que justamente la radiación
adaptativa estaba ya muy avanzada en las especies dominantes. Ello significaría, por
ejemplo, que el mamífero ancestral y no especializado debería haber surgido de una
especie de reptil que, aunque pudiera tener algunos rasgos mamiferoides, sería un ser
muy mineralizado y adaptado a las condiciones del hábitat de su época. Pero esta
conclusión es ilógica, una forma ancestral, poco diferenciada, que generalmente aparece
en una nueva época, en la que han cambiado completamente las condiciones externas, no
puede provenir de una forma muy especializada y muy adaptada a una época anterior.
¿Cómo pudieron escapar las hipotéticas formas ancestrales a la especialización y a la
completa fijación de la forma? Esta cuestión ha sido encarada por los biólogos, pero no
se ha presentado ninguna respuesta satisfactoria. Lo mejor que se ha propuesto es
invocar un fenómeno observado muy ocasionalmente en el reino animal, llamado
neotenia. Esto ocurre cuando aparece una criatura en la que las características de la etapa
larvaria se mantienen hasta la edad adulta y así esas características pueden pasar a los
sucesores por la reproducción. Tenemos un ejemplo actual en el ajolote (Ambystoma
mexicanum), un anfibio mexicano. Para explicar la aparición de nuevas criaturas poco
128
especializadas que prepararían el terreno a organismos de superior organización se ha
supuesto que alguna clase de proceso como éste ha sucedido en repetidas ocasiones
durante el curso de la evolución
Por no querer admitir ningún otro principio en su teoría evolutiva, los biólogos que
siguen a Darwin se han visto forzados a hacer esa suposición. El problema es que, dada
la ausencia continuada de restos de formas ancestrales en el registro fósil, no hay más
remedio que admitir que este proceso neoténico ha estado actuando todo el tiempo y con
especial intensidad en los períodos críticos de los cambios de era. Está claro que el
reconocimiento de que un proceso de este tipo fue universal invalida la teoría de que los
mecanismos de la selección natural son los determinantes en la evolución.
Sea como sea, tenemos que hallar algún modo de cubrir estas curiosas lagunas con las
que nos encontramos, tanto en la realidad del registro fósil como cuando hacemos el
proceso mental de imaginar a las formas ancestrales como los puntos de inicio sobre los
que la radiación adaptativa podría actuar.
Si contemplamos con atención esas oscuras épocas de crisis o de transición de una
época geológica a otra, podemos descubrir que en ellas emergen niveles más altos de
organización y de independencia. A los peces habitantes de las aguas les suceden los
anfibios, que pueden salir del agua, y a éstos los reptiles, que viven en la tierra. Las aves
que conquistan el aire y los mamíferos que interiorizan la gestación de sus criaturas
suceden a los reptiles. Finalmente, sucediendo a las criaturas de cuatro patas que tienen
su columna vertebral paralela al suelo, aparece el hombre con su postura erguida y las
manos libres.
Cualquiera que sea la causa de este proceso, sus efectos son casi opuestos a los que
acarrean los mecanismos clásicos de adaptación. En cada nivel más alto de organización,
el reino animal despliega un nuevo grado de desarrollo que le emancipa de ciertos
condicionamientos del entorno físico. El reptil ya no depende del agua para su soporte,
se soporta a sí mismo con sus patas. Pero sus huevos necesitan ser madurados por el
calor del sol. Las aves ya pueden incubar sus huevos y no dependen del sol para ello.
Los mamíferos ya no dependen del calor externo ni para su vida ni para su reproducción.
Pueden mantener la temperatura de su propio cuerpo en un nivel estable y engendran a
las crías en el interior de su cuerpo.
Éste es el impulso de la macroevolución o evolución ascendente en el sentido de que
los organismos progresan en su independencia respecto del entorno, al tiempo que sus
funciones vitales quedan cada vez más interiorizadas.
129
¿EXTINCIONES CATASTRÓFICAS
O CRISIS DE CRECIMIENTO?
Los datos geológicos nos dicen que el planeta ha sufrido periódicamente grandes
convulsiones que han provocado crisis biológicas globales o regionales. La globalidad de
estas crisis se mide tanto por su extensión geográfica como por su extensión biológica,
es decir, por el número de biotas implicadas. Se ha observado que un mismo evento
catastrófico afecta a grupos muy diversos de organismos pertenecientes a ambientes
también muy variados.
Otro rasgo de las extinciones masivas es su carácter casi abrupto; son fenómenos que
suceden en períodos de tiempo que, geológicamente considerados, son muy breves. Sin
embargo, el estudio detallado del registro fósil de estos períodos está demostrando que,
curiosamente, las distintas familias o géneros afectados no desaparecen
simultáneamente, sino que lo hacen por grupos, de forma escalonada, como si cada
familia esperara su turno.
En cuanto al aspecto espacial, muchas veces el carácter repentino del fenómeno está
ligado a una región geográfica concreta, y cuando la extinción de una familia se analiza a
nivel de todo el planeta, se ve que comienza en una zona y se extiende gradualmente
hacia otras latitudes. Incluso la extinción de los dinosaurios que sucedió al final del
Cretácico, fue escalonada en el tiempo y en el espacio. Cuando cayó el famoso meteorito
de Yucatán, que se dice que fue la causa de la extinción, ya hacía tiempo que distintas
familias de dinosaurios se estaban extinguiendo.
De una manera simplista a las grandes crisis se les ha llamado extinciones
catastróficas o catástrofes. Opino que estas denominaciones subrayan el aspecto
tremendista de las crisis y ocultan otros aspectos muy interesantes para el estudio de la
evolución. Un hecho curioso es que estos períodos de crisis dejan siempre un rastro
doble en los anales geológicos: las huellas fósiles de numerosas especies desaparecen
abruptamente y a continuación aparece una gran cantidad de nuevas formas más
organizadas, las cuales sufren al cabo de poco tiempo una rápida radiación adaptativa.
Casi todas las divisiones importantes del tiempo geológico, como la que separa los
períodos Ordovícico y Silúrico dentro de la era Palezoica, son tiempos de grandes crisis
que marcan la extinción de los conjuntos de organismos florecientes al final de una
época y el surgimiento de nuevos conjuntos igualmente florecientes al principio de la
siguiente [véase la ilustración 11 del pliego central].
La abrupta transición de la era Palezoica a la Mesozoica (crisis del final del período
Pérmico), sigue más o menos las mismas pautas que la que separa el Mesozoico del
Cenozoico, pero todavía es más severa. Se ha calculado que en esa crisis, que sucedió
hace 250 millones de años, desaparecen de golpe del registro fósil alrededor del 95 por
130
ciento de las especies del Paleozoico.
Siguiendo hacia atrás en el tiempo, vemos que en los comienzos del período
Cámbrico, hace 560 millones de años, los datos fósiles muestran una impresionante
explosión de nuevas formas de organismos marinos pluricelulares y con concha. En
cambio, de los tiempos precámbricos hay pocos datos de lo que ocurrió, seguramente
porque los organismos que vivían en aquellas épocas eran de cuerpo blando y por tanto
sus restos difícilmente conservables. Esto último está confirmado por los hallazgos de
fósiles precámbricos de cuerpo blando en Ediacara (Australia) y en otros lugares de todo
el mundo.
A juzgar por las pautas de otras épocas, la extraordinaria floración de nuevas especies
del Cámbrico ha de haber estado precedida por una extinción igualmente extraordinaria.
Parece que los análisis detallados de los estratos del período Vendiense, anterior al
Cámbrico, están confirmando también este punto.
Así pues, las pautas son similares en todos los acontecimientos de este tipo. Grandes
comunidades de organismos diversos desaparecen totalmente y son sustituidas por
nuevas comunidades que al principio son de baja diversidad, pero con poblaciones muy
numerosas. Los geólogos destacan el perfil temporal de las extinciones masivas;
acontecen de pronto, sin preaviso, tras largos períodos de normalidad en que nada
espectacular ocurre en la evolución de los organismos vivos. La lectura del registro fósil
nos dice que la población tan súbitamente extinguida es reemplazada inmediatamente, es
decir, al cabo de unos miles de años, por una población igualmente numerosa que la
anterior pero formada por tipos nuevos, más evolucionados, y que hasta unos cuantos
millones de años después no se diversificará completamente en nuevas especies.
Al final del proceso se alcanza un grado de diversidad parecido al que existía antes de
la extinción. Para un geólogo o un paleontólogo, ese ritmo de especiación dentro de un
período de unos pocos millones de años es también extraordinariamente rápido.
Hay todavía muchos puntos oscuros en el estudio de las épocas de crisis globales, y
los factores que las causaron son motivo de debate científico, pero no hay duda que
estuvieron acompañadas de cambios físicos en los ecosistemas, tan grandes y repentinos,
que gran parte de la masa viva del planeta (animales y vegetales) no fue capaz de
adaptarse a ellos. Las opiniones más generalizadas hablan de una combinación de
factores interrelacionados, como una intensa y prolongada glaciación, el fraccionamiento
de los continentes antiguos, un incremento de la actividad volcánica, así como una
fluctuación en la salinidad y los niveles del mar.
Georges Cuvier (1769-1832) fue uno de los primeros en identificar y estudiar
múltiples extinciones que ocurrieron simultáneamente en distintos puntos de la
geografía, lo cual le indujo a averiguar si eran debidas a algún acontecimiento
catastrófico global.
En El origen de las especies (1859) Darwin hace notar que hubo extinciones en la
historia de la Tierra, pero contradiciendo a Cuvier, interpreta la extinción como un
proceso gradual y continuo, que ocurre como resultado de factores puramente bióticos
como la lucha por la vida. También tuvo conocimiento de que grandes grupos fósiles,
131
como los trilobites, parecían haber desaparecido repentinamente. Sin embargo, prefirió
suponer que este descubrimiento era un error en la interpretación del incompleto registro
fósil o bien las especies deberían hallarse todavía vivas en algún rincón desconocido del
planeta.
El esquema de extinción y especiación que aparece a través de los fósiles durante las
épocas de grandes crisis es, desde luego, bastante diferente del que propone Darwin,
basado en ideas maltusianas de crecimiento y control de la población o del que aún
propone la teoría sintética, que también extrapola las lentas variaciones genéticas de las
poblaciones a toda la historia de la evolución. No se constata crecimiento especial
alguno del número de las especies antes de una crisis de extinción, como tampoco
ningún tipo de lucha por la existencia que justifique las extinciones.
A diferencia del mundo maltusiano en que el éxito en la reproducción produce
enfrentamientos y calamidades, la historia de la vida se ha caracterizado por una
secuencia contraria: episodios de muertes masivas seguidas por explosivas radiaciones
de nuevas formas de vida. Las explosiones reproductivas no preceden a las calamidades
sino que las siguen.
Los paleontólogos ya no discuten que haya habido extinciones masivas, lo que siguen
discutiendo son su frecuencia y sus causas. En realidad pocos consideran seriamente que
la causa de la extinción haya podido ser la competencia entre organismos en la lucha por
la vida, que los mamíferos hayan peleado con los dinosaurios o ni siquiera que hayan
peleado por sus nichos.
Si buscamos la etimología de la palabra catástrofe vemos que viene del griego κατα
στρoϕάζ que significa completamente girado. Y efectivamente, cada una de esas crisis
importantes cambia la dirección de la evolución. La crisis del Cámbrico supuso el paso
desde los extraños seres ediacarianos blandos a los organismos con esqueleto externo
con gran profusión de formas. Tan espectacular o más fue el cambio de escenario desde
los variopintos dinosaurios a los no menos diversos mamíferos.
Se hace muy difícil admitir que estos cambios tan cruciales en la historia de la vida
hayan sido acontecimientos caprichosos. Debemos preguntarnos: ¿A pesar del elemento
aparentemente caótico que aportan, hay no obstante alguna lógica común a todas las
crisis? Constatamos que la historia se repite, pero ¿podemos hallar alguna regularidad o
periodicidad?
Los geólogos Dave Raup y John Sepkoski piensan que sí, que las crisis que acarrean
extinciones suceden según ciclos. Además de las crisis de primera magnitud con las que
separamos las eras geológicas, ha habido por lo menos ocho episodios menores de
extinción que, no obstante, son de magnitud suficiente como para que quede constancia
de ellos en los datos fósiles.
Estudiando los episodios identificables durante los últimos 250 millones de años, estos
geólogos de la Universidad de Chicago encontraron una frecuencia de una crisis
catastrófica cada 20 o 30 millones de años; la más reciente tuvo lugar hace 14 millones
de años. Los gráficos de la ilustración 10 [del pliego central] expresan muy bien cuanto
hemos comentado.
132
Actualmente, muchos científicos están convencidos que estos acontecimientos han
tenido una regularidad y que su frecuencia puede estar controlada por las leyes de los
movimientos celestes.
La Via Láctea es una galaxia del tipo espiral, como la de Andrómeda, en la que se han
identificado cuatro grandes brazos y algunos más pequeños [véase la ilustración 11 del
pliego central]. Su diámetro mayor es de unos 120.000 añosluz y su grosor máximo de
unos 1.000 años-luz. Nuestro Sol está situado a unos 26.000 años-luz del centro de la
galaxia y muy cercano al plano medio de simetría.
Además, el sistema solar orbita alrededor del núcleo de la galaxia con un período de
unos 240 millones de años, mientras que los cuatro brazos principales emplean
aproximadamente el doble de tiempo en realizar un giro completo. Esto significa que,
mientras la galaxia ha realizado una rotación completa sobre su eje, la Tierra,
acompañando al Sol, ha atravesado todos los brazos.
Los brazos principales de la Via Láctea se denominan: Brazo de Perseo, de Sagitario,
de Centauro y del Cisne. En la actualidad nuestro sistema solar está situado en un brazo
menor, llamado Espolón de Orión, cercano al Brazo de Per-seo, hacia el cual se dirige.
En la ilustración se ha dibujado el trayecto del Sol alrededor de la galaxia y se puede
apreciar cómo atraviesa al menos cinco brazos en una rotación completa.
Los astrofísicos no poseen todavía una comprensión detallada de la dinámica de los
brazos espirales, pero se sabe que son zonas de alta densidad de cuerpos celestes y que
se pueden comparar a los embotellamientos de tráfico en una autopista. Los vehículos
que entran en la aglomeración de la ruta se agolpan en ella y están muy próximos a los
otros vehículos mientras permanecen en esa vía. Pero los automóviles que entran en esa
autopista acaban saliendo de ella por el otro lado, dirigiéndose entonces hacia la próxima
autopista.
De forma similar, el Sol y su sistema planetario van entrando y saliendo en los brazos
galácticos de forma regular y van atravesando cada una de esas regiones relativamente
densas del espacio durante algunas decenas de millones de años.
En el interior del brazo la materia se arracima y esto origina la rápida formación de
grandes y brillantes estrellas de corta vida, la mayor parte de las cuales acaban siendo
supernovas cataclísmicas, antes de emerger de los brazos. Durante esos períodos de
emergencia, cuando el Sol se encontraría próximo a las estrellas supernovas, es cuando
el registro fósil indica que la Tierra es inundada por un gran aumento en los rayos
cósmicos provenientes de la galaxia.
Hay que suponer, además, que el Sol y su sistema planetario asociado, al entrar o salir
de los brazos espirales, se encuentran sometidos a cambios en sus campos gravitatorios,
llegando a afectar al tamaño de las órbitas de los planetas.
Todo ello son causas suficientes para influir de forma importante en el clima y en las
condiciones generales de la biosfera de la Tierra, dejando aparte que estas situaciones
puedan estar o no acompañadas de lluvias de grandes meteoritos.
133
Hemos visto que los trabajos de Maria Thun y otros investigadores se han aplicado
hasta ahora a la observación de la Luna y de los planetas del sistema solar a su paso
frente a las constelaciones del Zodíaco. Estos estudios han demostrado que esos
movimientos relativos de los cuerpos celestes provocan perturbaciones sobre las fuerzas
cósmicas formativas y que son detectables por las variaciones en la germinación y en el
crecimiento en los vegetales.
Por otra parte se sabe que habitualmente recibimos gran cantidad de radiaciones
cósmicas de todas las longitudes de onda desde nuestra galaxia, y que los niveles de
radiación varían considerablemente al atravesar el Sol los distintos brazos de la galaxia.
Teniendo en cuenta ambos hechos, propongo la hipótesis de que también las fuerzas
cósmicas formativas son profundamente afectadas por el viaje orbital del Sol por la Vía
Láctea.
Los enlaces que los arquetipos mantienen con las distintas especies vegetales y
animales por medio de los campos de fuerzas formativas se verían afectados
periódicamente por las incidencias macrocósmicas de ese viaje. Unos enlaces se
debilitarían y finalmente se romperían, provocando la extinción selectiva de muchas
especies, mientras que nuevos enlaces se activarían. Estos nuevos enlaces, al actuar
sobre cierta parte de los organismos supervivientes, darían lugar a la aparición de nuevas
especies y familias. Veremos más adelante qué índole han de tener estos organismos
para permitir unos saltos genéticos tan grandes.
Se presenta aquí un nuevo e interesantísimo campo para la investigación
interdisciplinaria de astrofísicos, geólogos y biólogos. Se trata del estudio de las
variaciones de las fuerzas cósmicas recibidas por la Tierra durante su viaje por la
galaxia, y su relación con los grandes acontecimientos de la historia geológica.
En particular sabemos que el fenómeno hasta ahora incomprendido de las grandes
crisis, es decir, extinciones catastróficas seguidas de grandes radiaciones de nuevas
especies, se ha producido con una periodicidad ligeramente irregular, con intervalos de
unas pocas decenas de millones de años. Planteamos la pregunta: ¿de qué manera están
relacionados esos fenómenos detectados en la Tierra con el tránsito del sistema solar por
los distintos brazos de la Vía Láctea?
No podemos pasar por alto que, puesto que las crisis catastróficas están ligadas a los
saltos hacia delante en la evolución de los seres vivos, si se demostrara que existe una
relación con los ritmos galácticos, se encontraría el eslabón que une la evolución de la
Tierra a la evolución del Cosmos.
134
EL ARQUETIPO
Una roca, un mineral o un utensilio fabricado por la mano humana presentan ante
nuestra percepción directa todos los elementos que se requieren para comprender su
forma. Esta forma es estacionaria mientras no sea destruida o transformada desde el
exterior.
Sin embargo, una planta viva cambia su forma por su propia cuenta. Lo que vemos en
un momento dado no es obviamente la planta completa. La hoja se desarrolla y luego se
desvanece, la flor surge y cae, la semilla perece al mismo tiempo que da nacimiento a
una nueva planta. Sólo el conjunto de esas partes con sus fases merece el nombre de
planta. Ni siquiera el contorno de la planta es su límite real, puesto que todas las
condiciones del entorno que la rodean cooperan a la propia forma viva. Incluso
deberíamos incluir la historia de la vida de la especie entera como algo que pertenece
literalmente a la planta en un sentido no menos real que cualquiera de sus partes y
órganos aparentes.
Cuando el estudiante quiera obtener una imagen de la planta completa deberá
sumergir su pensamiento en el flujo del tiempo y darse cuenta de que en cada momento
sólo está apareciendo ante él una sola sección del conjunto. Además se hallará forzado a
pasar del simple espécimen a la especie entera y desde ahí a grupos superiores como la
familia, el orden y el filum, para captar un rango cada vez más amplio de formas afines,
una vasta multiplicidad extendida a través del tiempo.
El ser completo de la planta existe en un nivel que es inaccesible a la observación de
nuestros sentidos. Pero no es inaccesible a nuestro pensamiento, pues nuestro pensar es
un acontecimiento real que se sitúa al mismo nivel de existencia que el ser completo de
la planta. Ahí ya no hay secuencia temporal, pues el conjunto del tiempo está
permanentemente presente y accesible al pensar. Ya no estamos usando el pensamiento
como un procesador de observaciones sensoriales sucesivas, sino como el observador
directo de un acontecimiento extendido en el tiempo.
La evolución como fenómeno central de la vida es, sin duda, un espectáculo
fascinante, que no pierde su atractivo porque veamos cómo se desarrolla una y otra vez
ante nosotros en el crecer, florecer y fructificar de la planta, en las fases cambiantes de la
génesis de la mariposa o en las etapas vitales del hombre. Por todas partes vemos un
todo manifestándose visiblemente en las fases sucesivas que terminan con la muerte y en
las fases que vuelven al inicio. Nada parecido ocurre en el mundo inorgánico.
Junto a este milagro del devenir en el tiempo, el modo como el ser vivo se adueña de
las sustancias para convertirlas en su propio cuerpo aparece como un enigma asociado.
Vemos que esas sustancias, una vez se integran dentro del marco del organismo, tienen
algo peculiar que las distingue de las que encontramos en la naturaleza inorgánica. Son
135
sumamente complejas y las encontramos mezcladas muy variadamente en el plasma
celular, en un estado semilíquido e hidratado que propicia su constante recambio.
Pero no podemos evitar la impresión de que ese todo o figura viviente es precisamente
el agente que provoca que las sustancias cobren vida dentro de los límites del cuerpo,
conservándolas en ese estado. Cuando las sustancias abandonan el ámbito de la figura
regresan al reino de lo inanimado y recobran las formas inertes de las que habían estado
temporalmente protegidas por la misma vida.
No es pues la materia la que genera la figura, sino que es ésta la que, a través de las
funciones celulares, conserva la materia en un equilibrio oscilante de reacciones
químicas, para el cual el biólogo Ludwig von Bertalanffy (1901-1972) creó el término
equilibrio fluctuante. Este equilibrio está continuamente operando e impide que la
materia se haga estacionaria. Incluso los más espectaculares avances de la bioquímica no
han hecho otra cosa que hacer más insondable este enigma del equilibrio lábil que es uno
de los fenómenos fundamentales de la vida.
Esta figura se corresponde con el concepto alemán Gestalt e implica una forma que no
se fija de una vez por todas, sino que varía con el tiempo siguiendo determinadas pautas,
ritmos, fases de crecimiento, de madurez y de declive. En este sentido, todas las formas
vivas son Gestalt. Así como la figura lucha para dominar la materia, también lucha con
su propia inestabilidad. Nunca sigue siendo la misma y, mientras se renueva, se
transforma constantemente.
Este factor de eterna inquietud produce una morfogénesis tras otra y las produce desde
sí mismo, como si tuviera voluntad propia. Goethe tenía la correcta impresión de este
espontáneo don y lo calificaba como ligero y alegre.
En la época posterior a Goethe se perdió el sentimiento de la figura viviente
específica, así como también de la voluntariedad del impulso de variación que le es
inherente. Se empezó a buscar en las condiciones de la naturaleza circundante las causas
externas de las variaciones y Darwin llevó este enfoque a su culminación. Ya no se podía
imaginar otra cosa sino que la especie había de estar obligada desde el exterior a la
génesis de las variedades, en una relación de causa externa y efecto interno. No se veía
que las circunstancias externas no generan las variaciones, sino que solamente las
suscitan o condicionan.
En el estudio de la naturaleza inorgánica, cuando percibimos un hecho y lo queremos
explicar, buscamos un segundo hecho, un tercero, etc., y los encadenamos causalmente.
El resultado es que el primer hecho se nos aparece como consecuencia necesaria de éstos
últimos. Para Goethe, en la evolución del mundo orgánico además de esos hechos
observables nos hace falta considerar un factor que se enfrenta a la influencia de las
circunstancias exteriores y que no se deja determinar pasivamente por ellas.
Pero, ¿cuál es ese factor fundamental? En lo particular sólo encontramos organismos
individuales y ninguno de ellos puede ser el fundamento. Debería ser un organismo que
lleve la forma de la globalidad: una imagen general del organismo que acoja en sí misma
todas las formas particulares. Goethe propuso esta hipótesis cuando rastreó las formas de
las plantas actuales hasta una forma ancestral común que él llamó Urpflanze o Arquetipo
136
común de las plantas. No está formado en toda su perfección en ningún organismo
individual. Sólo nuestro pensar racional es capaz de aproximarse a él, extrayéndolo de
los fenómenos particulares como una imagen general. El Arquetipo es, por tanto, la Idea
del organismo: la planta primordial en las plantas, el prototipo de la animalidad en los
animales.
No podemos imaginarnos nada fijo en ese Arquetipo. Tampoco hay que confundirlo
con el concepto de pensamiento encarnado de la creación divina, que presentó Jean
Louis Agassiz (1807-1873), el antagonista de Darwin en la polémica que surgió al
publicarse El origen de las especies. Es algo totalmente fluido del que se derivan todas
las especies y familias, tipos especializados y subtipos que podemos ver.
El Arquetipo común no excluye la teoría de la descendencia, ni contradice el hecho de
que las formas orgánicas evolucionen unas de otras. Pero sí va contra la creencia de que
la evolución orgánica se produce meramente en las formas sucesivas de las especies
concretas que conocemos, que por cierto se caracterizan por ser muy estables. El
Arquetipo común es el prototipo que subyace en toda esa evolución y él es el factor que
establece el vínculo en esa infinita multiplicidad de formas. Es lo interior de lo que
experimentamos como formas exteriores de los seres vivos.
El Arquetipo común sería el verdadero organismo primordial, según se especialice
idealmente: la protoplanta o el protoanimal. Ningún ser vivo sensorio-material en
particular puede serlo. Cuando Haeckel y otros biólogos darwinistas consideran una
forma concreta como primordial, aunque sea una forma muy sencilla, la realidad es que
nos encontramos ante una configuración ya especializada. El hecho de que
cronológicamente surjan primero las formas más sencillas no quiere decir que las que le
siguen en el tiempo sean resultado de las que cronológicamente les precedieron.
Para Goethe y los biólogos que le siguen todas las formas son consecuencia del
Arquetipo, tanto la primera como la última son manifestaciones concretas de éste. Por
esta razón, para ellos una teoría correcta de la evolución ha de presuponer el Arquetipo.
Goethe se adelantó al darwinismo con su visión básica de que todas las especies tienen
un origen común. Pero, para Goethe, este origen no puede ser una forma orgánica en
especial, ya que, según sus palabras, «ninguna forma singular puede dar el esquema del
conjunto». Las variantes singulares de la forma solamente pueden ser comprendidas «a
partir de la idea general del Arquetipo, el cual es justamente ese conjunto unitario, de
ninguna manera una entidad material, sino una Idea».
Este organismo primario ideal tiene un paralelismo con lo que en términos
darwinianos se denomina antecesor común del desarrollo orgánico. Pero, en palabras de
Goethe, «el Arquetipo es una forma típica y puramente aperceptible que se manifiesta en
el espacio sensible en una secuencia gradual de especies cualitativamente diferentes,
hasta que alcanza su más completa manifestación en el organismo humano. La ley es que
el Arquetipo se manifiesta más claramente en el nivel superior que en el inferior».
El símil que presentamos a continuación es con seguridad limitado, pero nos puede
dar una imagen de nuestras dificultades al tratar de descubrir la acción del Arquetipo.
137
Metáfora de las hormigas en el plano
Una población de hormigas vive en un plano que parece ilimitado por todas partes.
Los sentidos físicos de las hormigas sólo les permiten distinguir objetos y elementos
situados en el mismo plano, es decir, de dos dimensiones. Ninguna hormiga, que se sepa,
ha salido del plano y unánimemente se niega que ello sea posible, ni imaginable. Pero de
cuando en cuando se observan fenómenos extraños, que cuesta mucho explicar
solamente con las leyes imperantes en el plano. Solamente con grandes dosis de
elucubraciones rebuscadas se llega a convencer a la mayoría. Ejemplo: aparece un punto
en el plano. Luego ese punto de convierte de repente en un círculo, más tarde evoluciona
a una elipse. Sorprendentemente, se encuentra que después de la elipse aparece una
parábola y finalmente, una hipérbola. Vemos a los científicos hormiguiles esforzándose
en dar nuevos nombres a esas nuevas especies y a duras penas pueden explicar cómo y
porqué aparecen.
Es sabido que cuando en el espacio de tres dimensiones un cono es cortado por un
plano siguiendo distintas inclinaciones, se obtiene una serie de curvas (círculo, elipse,
parábola, hipérbola) que se denomina familia de curvas cónicas. Está claro, pues, que
nosotros, desde la tercera dimensión, podríamos ver que en el mundo de las hormigas un
cono ha ido atravesando progresivamente su plano, cambiando al mismo tiempo de
inclinación y originando las distintas curvas [figura 20].
Fig. 20. Cuando un cono atraviesa un plano con distintas inclinaciones se crea a) un
círculo, b) una elipse, c) una parábola o d) una hipérbola.
Pero si en el mundo de las hormigas aparece una que adelanta una extraña teoría
refiriéndose a un Cono arquetípico que se mueve en otras dimensiones y en el cual se
podría encontrar la causa de la aparición de las curvas, probablemente será despreciada y
138
arrinconada por la comunidad académica. La moraleja es que seguramente esa hormiga
del cuento tendría alas.
Hasta aquí la metáfora, que como tal, es una simple aproximación al problema. Lo
cierto es que siempre ha habido científicos capaces de seguir el método de Goethe y de
captar la totalidad de un fenómeno de la naturaleza partiendo de la observación activa de
sus partes.
El biólogo y antropólogo suizo Adolf Portmann (1897-1982) dedicó su extensa vida
de trabajo a las investigaciones de Goethe, utilizando sus mismos métodos. Portmann
puede ser considerado como uno de los científicos del siglo XX que ha incorporado la
ciencia natural de Goethe al contexto moderno. La ciencia goetheana es esencialmente
cualitativa y teleológica en el sentido aristotélico, es decir, que los procesos son
considerados como manifestaciones de la forma y ésta no se puede explicar solamente a
base de razonamientos de tipo causal. Portmann adopta los principios y los métodos de
la ciencia goetheana al poner énfasis en que las cualidades orgánicas son irreductibles a
las explicaciones moleculares y mecanicistas y al utilizar una teleología del tipo que se
usa para explicar la ontogénesis del ser humano.
Es interesante el testimonio que nos proporciona Henri Bartoft, el físico que investigó,
junto con David Bohm, el problema de la totalidad en la física cuántica. En una
entrevista concedida a la revista Dialog in Leadership el 14 de julio de 1999 dice:
«El objetivo de Goethe era desarrollar un tipo nuevo de visión, una visión que se
esfuerza en captar el todo. Esto está muy cerca del holograma de Bohm. Goethe
intensificó, en realidad, su capacidad innata para esta clase de visión. En general,
nosotros no tenemos la idea de cómo hacer eso. Se trata de hacerse más lento. Se trata de
ver, seguir y recordar cada detalle con la imaginación. A esto se le puede llamar
imaginación sensorial exacta. Uno crea en su mente la imagen de lo que ve y lo hace de
la manera más precisa posible. Por ejemplo, si se trabaja con una planta, se observa
primero una hoja, luego se añade otra, etc. De repente aparece un movimiento, pues uno
comienza a no ver la hoja individual, sino la dinámica de las distintas formas. La planta
es ese movimiento. Ésa es la realidad. Entonces esta imaginación se convierte en un
órgano de percepción, que uno puede desarrollar.
«Tengo la sensación de que, cuando se hace eso, nos estamos moviendo en otro
espacio, en el reino de la imaginación. Es un movimiento y en cambio parece más real
que el mundo fijo exterior. Creo que es más real porque uno lo está haciendo, se está
activo. Con relación a esto, Goethe tenía una enorme habilidad. Podemos decir lo mismo
de Pablo Picasso por el modo como pintaba. Cuando contemplamos sus cuadros
podemos ver las metamorfosis.
»Los arquetipos son diferentes modos de una unidad, de una unidad dinámica. Es muy
importante la idea de autodiferencia, cómo un ente se convierte en algo distinto a partir
de sí mismo. Auto-diferencia significaría que uno mira qué diferencias emergen de la
unidad. El dios griego Proteo, que aparecía en formas distintas, corresponde a esto. Es
como el holograma, es una unidad y al mismo tiempo es diferente. Los arquetipos son
formas dinámicas, son movimientos que están aquí y sin embargo se hacen distintos en
139
este instante.»
Hoy en los medios académicos se está resucitando la idea de las formas prototípicas o
arquetipos. A modo de ejemplo mencionamos a Roberto Fondi, profesor en el Instituto
de Geología y Paleontología de la Universidad de Siena, que afirma que las fuerzas
naturales que podemos observar no pueden dar explicación al curso de la evolución
biológica, y que la materia viva parece estar regida por modelos básicos, algo parecido a
los arquetipos de Jung o a los Urphenomen o fenómenos primordiales de Goethe.
140
UNA HIPÓTESIS PARA LA MACROEVOLUCIÓN
La evolución biológica es la historia del despliegue en el mundo físico del Arquetipo
común u organismo primordial. Las leyes internas del Arquetipo establecen lo común y
primordial de todas las formas u organismos concretos que se van desplegando a lo largo
del tiempo. Este Arquetipo es una Idea en el sentido aristotélico, no en el sentido de un
pensamiento humano. Hay que recordar que para Aristóteles y los primeros escolásticos,
la naturaleza es un conjunto de ideas activas que se automanifiestan como fenómenos.
Las ideas son seres creadores y son reales (realismo). Esta Idea-Arquetipo la podremos
captar con el pensamiento al seguir su despliegue, aunque sólo si partimos de la primacía
de la vida sobre la sustancia, la primacía del organismo sobre las condiciones externas.
La historia del desarrollo de la vida no puede partir de la visión de nuestro planeta
como una roca incandescente que, incomprensiblemente, se fue cubriendo de una capa
viva. Esta visión apriorística, adoptada por la mayoría de la clase científica, ha
conducido a una grave situación, ya que a la natural escasez de datos se ha sumado una
cosa peor: la incapacidad de interpretarlos.
La idea alternativa no es otra que considerar a la Tierra como un ser vivo cuya
fisiología apenas hemos comenzado a conocer mediante las descripciones de Vernadsky,
la aplicación de la hipótesis Gaia de James Lovelock y otras corrientes de ecología
global. En líneas generales, de este organismo planetario se puede decir que, como
todos, debió empezar como embrión y a continuación ha seguido un proceso de creciente
mineralización y endurecimiento. La analogía nos descubre que este ser vivo ha
evolucionado por etapas, las eras geológicas, que han estado separadas una de otra por
crisis de crecimiento, a las que llamamos grandes catástrofes.
Si, como expresamos en el capítulo anterior, las montañas estuvieron vivas durante
eras geológicas enteras, hemos de suponer el sistema ecológico global más impregnado
de vitalidad y más fluido cuanto más atrás vamos en la evolución. Este sistema vivo hay
que imaginarlo como un conjunto planetario en el cual el reino animal evoluciona
conjuntamente con el vegetal y el mineral. Cuanto más atrás vamos en el tiempo más
vemos que los tres reinos evolucionan al unísono, y ninguno de ellos puede entenderse si
lo separamos de los otros dos. Advierto al lector para que tenga esto presente, pues en el
texto, por razones de claridad expositiva, la mayoría de las referencias son para el mundo
animal.
La historia geológica académica, a través de la lectura del registro fósil, nos ha
enfrentado hasta ahora con dos grandes incógnitas, que por su persistencia se han
convertido en enigmas.
Por un lado los sorprendentes saltos o vacíos repetidos en todo el registro y que no han
permitido hallar ningún antepasado de las especies conocidas. Por otro lado, el curioso
141
panorama que las grandes crisis dejan tras su paso, con extinciones masivas de especies
viejas seguidas de recuperaciones igualmente masivas con especies nuevas.
Estos hechos obligan a tomar en consideración una especiación repentina a base de
grandes reorganizaciones cromosómicas, y además, que éstas aparezcan en un número
suficiente de individuos para hacer posible la perpetuación de las nuevas especies. A
estos escollos se han enfrentado infructuosamente todas las teorías gradualistas de la
evolución, la teoría sintética entre ellas.
Las ideas que expongo a continuación se avanzan con el propósito de explicar ambas
incógnitas, pues, como veremos, están íntimamente relacionadas. La hipótesis inicial es
compartida por los geólogos y biólogos que se inspiran en las ideas de Goethe, y consiste
en admitir la persistencia, desde el inicio del planeta hasta etapas muy recientes, de un
extenso núcleo viviente de formas de tipo larvario o embrionario que se mantuvieron
plásticas y en perpetua evolución. Un sistema asombrosamente robusto, puesto que ha
resistido todas las grandes crisis de extinción, y maravillosamente versátil, puesto que ha
sido capaz de dar una y otra vez floraciones extraordinarias de nuevas especies, géneros,
familias y tipos.
Inicialmente, este núcleo estaría formado por una especie de albúmina original
cargada con información genética multipotencial, precursora de los virus y en la que
estarían todavía fundidos los tres reinos, mineral, vegetal y animal. Durante el eón
Arqueano se fueron separando los distintos reinos a partir de procesos masivos de vida
muy difíciles de comparar con los procesos a los que nosotros hoy llamamos vida,
aunque ya se dan las primeras formas reconocibles: las bacterias y las algas.
Más tarde, durante el Proterozoico, aparecen las primeras formas larvarias de los
protozoos. Con el Paleozoico aparecen por primera vez animales con esqueleto
suficientemente mineralizado como para dejar abundantes restos fósiles, pero continúa
manteniéndose un núcleo importante de animales de naturaleza larvaria o embrionaria
que será la reserva para las futuras evoluciones.
Los animales que mantenían su cuerpo blando e indife-renciado acompañaron,
indudablemente, a los organismos más duros en todas las vicisitudes de los cambios de
época, aunque debieron vivir protegidos en los cinturones climáticos del planeta que
presentaban condiciones más favorables.
Precisamente por conservar durante toda su vida una constitución de tipo embrionario,
fueron en cada época los verdaderos avanzados evolutivos, constituyéndose en
precursores de las nuevas especies. Muchas de éstas, al adquirir un cuerpo más duro, con
o sin esqueleto óseo, pasaron a integrar las radiaciones que encontramos en el registro
fósil. La misteriosa fauna de Ediacara y la famosa explosión del Cámbrico son las
primeras ocasiones conocidas en que se presentan radiaciones de este tipo.
Sabiendo como sabemos que más del noventa por ciento de las especies que han
existido no han tenido esqueleto, y habiendo clasificado la paleontología en el último
decenio numerosos descubrimientos de fósiles de animales embrionarios de cuerpo
blando (fósiles fosfatizados de Guizhou, Orsten, Chengjiang, etc.), que no se haya
adelantado una hipótesis similar sólo se explica por una herencia de la teoría del
142
actualismo, es decir, el hábito de querer reducir las condiciones de las eras antiguas a las
condiciones actuales.
Ese núcleo viviente fue la materia prima, la célula madre sobre la que actuaron, a
distintos ritmos de intensidad, los campos de fuerzas morfogenéticas del Arquetipo
común, generando incansablemente nuevos tipos, familias y especies. Ésta es la base del
magno proceso que recibe el nombre de macroevolución.
Podemos concretar la hipótesis diciendo que ya desde las primeras épocas geológicas
el núcleo vivo de formas plásticas predominó en toda la superficie del planeta, aunque
las primeras formas debieron ser muy indiferenciadas y serían irreconocibles para
nuestra imagen corriente de un organismo. Lentamente durante las largas épocas de
calma y bruscamente en los períodos de grandes crisis, se fue restringiendo la extensión
de ese núcleo, hasta que hace unos 120.000 años comienza a desaparecer el último resto
del mismo.
Cada vez que aumentaba más allá de cierto límite la progresiva mineralización y
especialización de una forma embrionaria del núcleo, ésta se constituía en una especie
animal tal como la conocemos, sujeta a las leyes de la herencia y a los
condicionamientos de un hábitat concreto.
Así pues, las sistemáticas y misteriosas lagunas o discontinuidades que hallamos en el
registro fósil sólo pueden explicarse por la coexistencia, durante un enorme lapso de
tiempo, de hecho hasta tiempos recientes, de dos tipos de animales.
Por un lado, un gran número de formas blandas y sin esqueleto, poco diferenciadas,
como las larvas o los actuales embriones. Por ser susceptibles de evolución, entre ellas
deberíamos buscar los verdaderos antepasados de las especies conocidas. Por su propia
naturaleza, estos organismos han dejado muy pocas huellas fósiles y cuando se
encuentran, gracias a condiciones especiales de fosilización, son muy difíciles de
clasificar.
Por el otro lado tenemos las formas animales mineralizadas, especializadas, adaptadas
al ambiente y muy estables, cuyos esqueletos externos o internos han llenado el registro
fósil.
Ya no puede haber duda alguna de que las figuras ancestrales no pudieron haber
poseído la sustancialidad ni la consistencia de los animales y del hombre actuales. Han
de haber sido criaturas de una plasticidad muy superior. La lógica impone que durante
mucho tiempo los organismos vivos debieron tener una gran capacidad de
transformación. Cuanto más atrás vamos en la evolución de la Tierra, más debemos
imaginar que existieron formas animales plásticas y variables, como la ameba, las larvas
de muchos animales o en último término las bacterias lo son aún hoy día. Al admitir
esto, se rechaza la hipótesis actualista de que la evolución pudo realizarse en un mundo
con una constitución sólida igual o parecida a los tiempos presentes.
Lynn Margulis, en su reciente libro Captando genomas, se refiere a los
interesantísimos estudios del profesor Donald I. Williamson, de la Universidad de
Liverpool, sobre animales marinos en estado larvario. En un artículo publicado en el
Zoological Journal of the Linnean Society en el año 2001, Williamson formula un
143
proceso a saltos en la evolución animal, que opera con independencia de la acumulación
de mutaciones y de la selección natural: «El origen de las larvas –formas inmaduras de
insectos, estrellas de mar y tantos otros moradores de los acantilados y los lodos
marinos– nos habla de extrañas y arcanas simbiosis, tan integradas, que de ellas quedan
tan sólo oscuros indicios. Discuto la presuposición, ampliamente aceptada, de que las
larvas y sus correspondientes adultos han evolucionado siempre dentro de un mismo
linaje y presento mi hipótesis alternativa de transferencia larval, es decir, de
transferencia por hibridación de genomas enteros entre animales de especie, género e
incluso filum distinto. Mi hipótesis nació de la convicción de que la evolución
enteramente realizada dentro de un solo linaje, separado de los demás, resulta
inadecuada para explicar la distribución de los tipos larvales en el reino animal tal como
los encontramos hoy día. Los métodos de metamorfosis que vinculan las fases sucesivas
del desarrollo no podrían haber evolucionado simplemente por selección natural y
mutaciones aleatorias».29
Para aproximarnos al aspecto que podían tener esas criaturas embrionarias y su
ambiente en las épocas remotas, tenemos, no obstante, dos caminos. El primero consiste
en realizar estudios comparados de los desarrollos embrionarios y larvarios de las
distintas especies, como hace Williamson, buscando los paralelismos entre la
ontogénesis y la filogénesis. El segundo camino es, simplemente, confiar en los geólogos
y paleontólogos con suerte, es decir, seguir obteniendo información a partir de
situaciones especiales de fosilización como las que reseñamos a continuación.
En 1947, el geólogo australiano Reginald C. Sprigg hizo un descubrimiento
espectacular e inesperado en las areniscas precámbricas de Ediacara Hills, al sur de
Australia. Debido a un modo de conservación particularmente favorable, se encontraron
muchos fósiles de organismos de cuerpo blando del período Vendiense, anterior al
Cámbrico, hace unos 560 millones de años. Son extrañas formas larvarias o
embrionarias, algunas del tipo de las medusas, posiblemente aguamares, otras parecen
gusanos y algas, y otros totalmente extraños que no se parecen a ningún organismo
conocido, ni vivo ni muerto [figura 21].
A partir de entonces se han venido hallando conjuntos similares de criaturas de cuerpo
blando en más de treinta localidades de todo el mundo, excepto la Antártida. En las
montañas Mackenzie del Canadá se ha encontrado el estrato de roca continua
conteniendo fósiles ediacarianos más grueso del mundo (2,5 km).
144
Figura 21. Huellas fósiles de animales de la fauna de Ediacara.
Es muy significativo seguir las declaraciones de los paleontólogos que han estudiado
la naturaleza de los animales ediacarianos:
«Es genuinamente difícil ubicar los caracteres de la mayoría de los fósiles
ediacarianos en los planes corporales de los invertebrados vivientes; hay ciertamente
similitudes, pero son preocupantemente imprecisas» (Conway Morris, 1998).
«Hacia 1990, Adolf Seilacher y otros cuestionan la asignación de los taxones de
Ediacara a los filum vivientes e incluso las afinidades de muchos ediacarianos con los
metazoos. Sostiene que, a pesar de su aparente diversidad, casi todos los géneros
comparten una sorprendente y básica uniformidad: son delgados y planos, redondos o en
forma de hojas, tienen una superficie superior acolchada y ribeteada y les faltan claros
indicios de boca o de intestino. Seilacher cree que el plan del cuerpo ediacariano
comprende paredes orgánicas duras rodeando cavidades internas llenas de fluido.
»Es interesante constatar que las comunidades ediacarianas estaban libres de grandes
depredadores; no aparecen especies que tengan una mandíbula adecuada para desgarrar a
sus presas y pocos fósiles muestran daños por depredación.» (Gehking, 1991).
Otro tipo de fosilización afortunado está proporcionando fósiles de animales de
cuerpo enteramente blando, esta vez en tres dimensiones. Se trata de los fósiles
fosfatizados, en que los tejidos blandos quedan modificados y sustituidos por fosfato
cálcico. Klaus Müller y Dieter Waloszek publicaron en 1985 un descubrimiento inédito
realizado en los estratos de Orsten (Suecia). Se trata de fósiles de animales enteros del
período Cámbrico medio, de los cuales actualmente no dispondríamos de vestigio alguno
si no hubiera sido por este modo especial de conservación. Se describen trilobites adultos
pero de forma larvaria, artrópodos indefinidos que ellos llaman de oscuras afinidades,
etc.
Estos fósiles espectacularmente pequeños, entre los cuales encontramos crustáceos en
diferentes niveles de evolución, se han conservado virtualmente como si fueran
organismos vivos congelados. Están generalmente intactos y todas sus estructuras
145
superficiales están en su lugar, en su orden topológico. Los detalles observables van,
dependiendo de su calidad de preservación, desde 1 μm para los poros y pelos, hasta los
fragmentos más grandes, que no sobrepasan los 2 mm.
Es de interés señalar que los hallazgos de Müller y Waloszek se refieren al período
Cámbrico medio, conocido por una importante y hasta ahora inexplicada radiación de
invertebrados que hizo que numerosas familias de trilobites, de braquiópodos y diversos
grupos de moluscos aparecieran en el registro fósil.
Algunas de las formas descubiertas han obligado a reconsiderar los análisis anteriores
sobre la filogenia de los artrópodos y los crustáceos. Más tarde, se encontraron fósiles
fosfatizados de artrópodos de forma larvaria en estratos del Cámbrico medio en
Australia, Siberia, China y Canadá [figuras 22 a 24].
Figura 22. Fósiles de animales adultos en forma larvaria encontradas en Orsten
(Suecia).
Figura 23. Larva de artrópodo (seguramente un crustáceo desconocido) de 100-110
μm del Cámbrico medio de Australia.
146
De todas maneras, ya se han encontrado fósiles fosfatizados de metazoos todavía más
antiguos en las rocas precámbricas del yacimiento de Guizhou, en China. Este depósito
contiene algunos de los fósiles más sorprendentes que se hayan visto jamás. Son formas
embrionarias microscópicas en las que aún es aparente el diseño de la división celular en
el desarrollo temprano. Los fósiles son de gran calidad y algunos muestran las etapas
tempranas del desarrollo con tal detalle, que los científicos pueden observar, de hecho,
los inicios de la distinción derechaizquierda en estos diminutos animales. Otra propiedad
muy interesante de estos embriones es que exhiben desarrollo directo, es decir, se
desarrollan a la forma adulta sin tomar ningún rodeo hacia una morfología especializada
de alimentación larvaria.
Figura 24. Pequeños fósiles globulares conocidos como Olivooides encontrados en
las rocas cámbricas basales de China y Siberia. Contienen embriones de animales
pluricelulares en desarrollo. Se ha podido observar una secuencia casi completa de
desarrollo de Olivooides desde las etapas últimas de embrión dentro de la membrana
del huevo, hasta especímenes incubados en distintas etapas ontogénicas.
Figura 25. Larva de tardígrado del Cámbrico medio de Siberia.
El hallazgo lo publicaron, en la revista Nature de febrero de 1998, los doctores Yun
Zhang, Shunhai Xiao de China y H. Knoll de Harvard, describiendo los resultados de las
excavaciones en la provincia de Guizhou, al sur de China. En un artículo publicado en
Nature, el doctor Stefan Bengtson, del Museo Sueco de Historia Natural de Estocolmo,
al comentar el hallazgo escribe: «La paleoembriología puede ser una ciencia del pasado,
pero podría tener un brillante futuro».
¿Por qué son estos fósiles tan importantes? Por dos razones. Primero, porque
147
extienden nuestro conocimiento de la vida pluricelular hacia mucho más atrás en el
tiempo, hasta hace unos 580 millones de años, en el período Vendiense. En segundo
lugar, y quizás más significativamente, porque prometen ayudarnos a comprender cómo
evolucionaron las formas de vida compleja que aparecieron más tarde, en el período
Cámbrico. Estudiando cuidadosamente estos diminutos embriones, los biólogos pueden
obtener información detallada sobre cómo se establecieron, arquetípicamente, los planes
corporales de estos antiguos animales. Después de todo, quizás la explosión cámbrica no
vino a ser ninguna explosión, sino sólo el acto final de una obra dramática, que tardó
muchos años en alcanzar su clímax.
Por último, mencionaremos la biota de Chengjiang, en la provincia de Yunnan
(China), que es el conjunto más diverso que se conoce de fósiles marinos del Cámbrico
temprano. El 97% de los organismos fosilizados no contienen parte alguna de esqueleto
duro y muestran un exquisito detalle de las partes blandas. Las especies encontradas en
Chengjiang tienen lazos evolutivos con el período precámbrico, así como con el período
postcámbrico [figura 26].
A la vista de los espectaculares hallazgos de embriones fósiles, algunos expertos
sugieren que estas observaciones paleontológicas pueden facilitar una integración
moderna de la filogenia, la genética del desarrollo y la palentología que podría
extenderse profundamente en la historia evolutiva y aclarar la temprana evolución de la
vida pluricelular.
Añado que si se resuelven las incógnitas de esta primera etapa, o sea, el salto
Vendiense/Cámbrico, no tendremos más que el primer eslabón. Quedarán por estudiar,
probablemente con los mismos métodos que ahora se están desarrollando, los demás
períodos críticos del tipo extinciónradiación explosiva, o sea las transiciones
Cámbrico/Ordovícico, Ordovícico/Silúrico, Devoniano/Carbonífero, etc.
148
LAS CLAVES DE UN MISTERIOSO ESCENARIO
Las fuerzas morfogenéticas del Arquetipo común, las fuerzas que empujan la
evolución, han estado siempre activas y fueron ellas las que modelaron incansablemente
al planeta en su conjunto. Sus leyes internas, al parecer ligadas a los ritmos cósmicos, se
rigen por un despliegue por etapas (eones, eras y épocas geológicas) que encontramos
separadas por crisis espectaculares o catástrofes. Que estas etapas se corresponden con
un crecimiento evolutivo de los seres vivos se ve por los mismos nombres que los
geólogos les han dado: Arqueozoico (vida primigenia), Proterozoico (vida temprana),
Paleozoico (vida antigua), Mesozoico (vida media), etc.
Figura 26. Fósil de embrión de la fauna de Chengjiang (China).
Tras una catástrofe, lógicamente se espera encontrar un panorama desolador. Pero la
evolución siempre nos sorprende. Si observamos cuidadosamente los estratos del
registro fósil que van desde justo antes de una crisis catastrófica hasta, digamos, unos
millones de años después, el escenario que contemplamos es totalmente contradictorio.
En primer lugar, las desapariciones masivas de especies antiguas, cuando se estudian
con detalle los registros fósiles a nivel planetario, suelen presentar un cuadro escalonado,
tanto geográfica como temporalmente. A cada desaparición masiva le sigue una zona
confusa con pocos fósiles, de especies nuevas poco diferenciadas y pertenecientes a
grupos de baja diversidad. Luego aparece una explosión o recuperación muy rápida que
149
aporta, no sólo especies, sino géneros, familias y tipos enteros nuevos al registro fósil.
La biodiversidad, una vez superada la crisis se recupera de tal modo que es igual o
mayor que la que había antes.
Muchos paleontólogos han estado buscando sin resultado relaciones evolutivas
directas entre las especies desaparecidas y las nuevas especies. Mi propuesta consiste en
decir que tal relación directa no existe.
Propongo dibujar la hipótesis haciendo el ejercicio de imaginar una vuelta al pasado
remoto, a una época en calma, justo antes de una gran crisis. Si observamos atentamente
el panorama podremos catalogar a los animales según su morfología en tres grandes
grupos. El primero lo forman animales con esqueleto, bien sea interno o externo. El
segundo son animales de cuerpo blando pero plenamente desarrollados y especializados,
suelen tener una parte más endurecida que puede dejar por lo menos huellas fósiles. El
tercer grupo son animales también de cuerpo blando, pero de naturaleza embrionaria, es
decir, que durante toda su vida conservan formas poco diferenciadas que se parecen a su
propia etapa de larva o de embrión. ¿Qué huellas de su existencia nos ha dejado cada
grupo?
Las especies animales del primer grupo son bien conocidas, pues con sus esqueletos se
ha llenado el registro fósil gracias al trabajo de los paleontólogos durante muchos años.
El segundo grupo de especies ha comenzado a ser investigado a través de las huellas
dejadas en condiciones especiales de fosilización como las de Ediacara y otros lugares.
Para el tercer caso tenemos menos posibilidades de hallar rastros fósiles, pues son
animales sin ninguna parte dura ni suficientemente mineralizada. De todas maneras, la
multiplicación de hallazgos de fósiles fosfatizados de animales en estado de larva o de
tipos embrionarios por todo el mundo, desde que en 1984 se encontraron por primera vez
en Orsten (Suecia), ha abierto la puerta al estudio de este nuevo mundo animal.
Hay que admitir que, entre todas las especies animales que observaríamos en el
panorama, las del tercer grupo, o sea, las de estructura embrionaria, son las más
susceptibles de experimentar cambios genéticos importantes y rápidos.
Una de las características de una gran crisis es que irrumpen factores nuevos y de gran
intensidad en el conjunto de las fuerzas naturales del planeta. Como hemos mencionado
antes, la salida o la entrada del sistema solar de uno de los brazos de la Vía Láctea podría
estar directamente relacionada con la alteración e intensificación de las fuerzas
morfogenéticas del Arquetipo, provenientes del espacio lejano. Estos cambios estarían
acompañados por un aumento de las radiaciones cósmicas que llegan a la atmósfera
terrestre, así como con alteraciones importantes en el clima.
Los cambios morfológicos y funcionales que estas nuevas fuerzas suscitan en los
organismos, actúan como un motor de cambio, pero también como un mecanismo de
defensa para mantener, en lo posible, el estatus biológico interno, es decir, celular. Pero
la forma como reaccionan los tres grupos de animales mencionados es desigual.
Los organismos del primer y segundo grupos, tanto los que poseen esqueleto como los
que son de cuerpo blando, están morfológica y estructuralmente muy adaptados a los
ecosistemas anteriores a la crisis. Su capacidad de evolución es pequeña y su ritmo de
150
adaptación a los cambios es muy lento. Sólo muy parcialmente pueden seguir la
aceleración de las fuerzas morfogenéticas a que se ven sometidos. Todo ello desemboca
en que no son capaces de superar la brusquedad y la envergadura de las perturbaciones
que se presentan en los ecosistemas, y esos organismos acaban por extinguirse en gran
cantidad.
En cambio, las poblaciones del tercer grupo, las que hemos considerado de tipo
embrional, son las más susceptibles de evolución. Por un lado, se esfuerzan en mantener
las condiciones celulares del origen frente a las nuevas circunstancias. Por otro, poseen
la capacidad de seguir los impulsos de los nuevos campos de fuerza cósmicos. Todo ello
se traduce para ellas en una verdadera huida hacia adelante, una innovación evolutiva.
Aparece una organización superior, la cual está ligada a la adquisición de unas
estructuras más complejas y unas funciones orgánicas más interiorizadas. Ambos
factores permiten un grado mayor de independencia frente a las nuevas condiciones que
presenta el ambiente.
Sin embargo, este avance se paga al precio de un aumento en la mineralización de los
cuerpos y de una mayor especialización en las funciones. Ambos factores son necesarios
para lograr una gran adaptación a los nuevos ecosistemas y nichos. Evidentemente, son
éstos los organismos que aparecen como novedad en el registro geológico, al principio
como seres extraños y poco especializados, y al cabo de un tiempo como una explosión
de nuevas especies, familias y tipos.
Tras los procesos de adaptación a los nuevos hábitats, la especie recién aparecida se
estabiliza y pierde casi toda su capacidad de evolución. Como el mismo registro muestra,
no se alterará ya su forma en toda la historia geológica, si no es para presentar algunas
variedades.
Finalmente, hay una parte de los organismos embrionarios del núcleo plástico que
también desarrollan la innovación evolutiva necesaria para superar los cambios pero, por
quedar protegidos en latitudes del planeta con circunstancias especialmente favorables,
siguen viviendo en la forma embrionaria. Avanzan evolutivamente, pero no necesitan
adaptarse totalmente a las nuevas y duras condiciones del resto del planeta, y se
mantienen con sus formas más indiferenciadas, poco especializadas. Este conjunto de
seres se libra así del aumento general en la mineralización que se produce en el planeta
como resultado de la crisis y se constituye así en el nuevo núcleo de reserva para futuras
evoluciones.
En este escenario podemos entender mejor que los procesos de endurecimiento y de
mineralización sufridos por parte de las nuevas formas animales pudieran realizarse en
oleadas de duración relativamente corta. Tenemos un ejemplo sobresaliente en la gran
explosión de nuevos tipos y familias al principio del período Cámbrico. El resultado lo
podemos ver en la gran cantidad de restos fósiles que aparecen abruptamente en las rocas
del período.
Como se puede deducir de este modelo para las crisis, la macroevolución también
lleva incorporada una componente de radiación adaptativa, pues hay una adecuación
paulatina y general de los organismos a los nuevos hábitats y nichos que se forman. Es
151
interesante destacar que los primeros fósiles que encontramos una vez pasada la etapa
álgida de la crisis muestran animales todavía con formas poco diferenciadas, como
guardando todavía la impronta de su origen embrionario, aunque ya tienen un nivel
general de organización superior al de los animales del período anterior. Sólo más tarde,
la radiación adaptativa se acelera y las nuevas especies muestran cada vez una mayor
especialización y una gran adaptación a los nuevos ecosistemas.
Una imagen grandiosa se nos presenta cuando intentamos comprender estas grandes
convulsiones planetarias acompañadas de extinción y de generación de formas más
avanzadas. Es la de un inmenso ser vivo que, siguiendo sus propias etapas de
crecimiento, periódicamente cambiara de piel.
Merece ser destacada una de las investigaciones que se han llevado a cabo sobre las
circunstancias de las grandes extinciones. El paleontólogo David Jablonski, de la
Universidad de Chicago, publica en la revista Science de fecha 27 de febrero de 1998 los
resultados de sus estudios realizados en varias áreas geográficas del mundo.
Estos trabajos muestran que las recuperaciones que se presentan tras las extinciones
masivas difieren ampliamente desde una región geográfica a otra, aunque las
intensidades de extinción y las circunstancias de la misma hayan sido más o menos las
mismas en todas partes. «Éstos son unos resultados completamente inesperados. He
encontrado que las regiones difieren mucho una de otra no solamente en términos de
cuáles son las especies que se diversifican y a qué ritmo, sino también en la relación
entre las especies locales frente a las invasoras forasteras».
El estudio de Jablonski es el primero que observa las características de las
recuperaciones comparando varias regiones geográficas. Enfocando los estudios sobre la
extinción masiva que mató a los dinosaurios en la frontera Cretácico/Terciario, hace 65
millones de años, Jablonski encontró que las ratios de recuperación en Norteamérica y
Europa son muy distintas a pesar de que ambos continentes están en latitudes similares.
La conclusión que se apunta es que el ritmo y el esquema geográfico de las
recuperaciones no parecen estar relacionados con la extinción precedente, sino que
ambas dependen de algún otro factor desconocido.
Con esta visión de lo acaecido durante las grandes convulsiones o catástrofes, el lector
podrá comprender que las cifras que oficialmente se obtienen y se barajan sobre la
magnitud de las extinciones se están refiriendo exclusivamente a las especies que se han
encontrado en el registro geológico, es decir, las ya mineralizadas en el momento del
estudio. Pero no contabilizan la multitud de organismos del núcleo plástico,
prácticamente indetectables hasta ahora para el paleontólogo. Así, nosotros podríamos
llegar a admitir un dato que hasta ahora se ha evitado por absurdo: la gran extinción del
Pérmico pudo extenderse, no al 96 %, sino al 100 % de los organismos representados
hasta entonces en el registro fósil, ¡y la vida habría seguido!
Deberíamos encontrar la forma de recomponer los actuales anales geológicos,
alcanzando un registro integral, es decir, que incluya los organismos de tipo embrionario
de todas las épocas. Afortunadamente, esto avanza con los retazos de la historia
geológica que nos están proporcionando los yacimientos del tipo Ediacara, y sobre todo
152
los del tipo de los fósiles fosfatizados, como Orsten, Guizhou y Chengjiang.
Cuando la historia se complete, se probará un hecho que ahora nos puede parecer
increíble: el núcleo plástico de formas blandas existió desde el principio del planeta y se
fue reduciendo periódicamente, hasta los tiempos relativamente recientes de la aparición
de los primeros fósiles del Homo sapiens sapiens, es decir, hace sólo unos 120.000 años.
153
EL PLASMA SANGUÍNEO COMO REGISTRO FÓSIL
En los animales, los espacios intercelulares están bañados permanentemente por un
líquido fundamental, el plasma. Este medio extracelular, apropiadamente regulado, es lo
que permite al animal independizarse del ambiente exterior, neutralizando sus
variaciones. Claude Bernard (1813-1878) expuso esta idea por primera vez en 1878, en
su obra Les phenomènes de la vie.
Los océanos son todavía hoy un fluido amniótico real para multitud de organismos. El
agua del mar es un líquido fisiológico en el que las formas de vida más primitivas y más
antiguas han podido perpetuarse hasta el presente. Podemos ver lo cerca que el agua
marina está de la sustancia viva por las proporciones de sales solubles que contiene,
sobre todo sodio, potasio, magnesio y calcio, pero también muchos otros elementos.
Estas proporciones son similares a las que encontramos en el plasma de la sangre de los
animales.
El fisiólogo francés René Quinton (1866-1925) demostró en 1904, tras una larga serie
de experiencias de laboratorio, que el agua de mar isotonizada, es decir, diluida hasta
conseguir un grado de salinidad igual a la del plasma, es idéntica física, química y
fisiológicamente al medio interno de los animales. Además, permite vivir en las mejores
condiciones a células aisladas, en particular hematíes y leucocitos, e incluso fragmentos
de tejidos.
Medio siglo antes que Schrödinger y su escuela, Quinton demostró, con datos de la
biología, que la segunda ley de la termodinámica no es aplicable al mundo viviente. La
vida, lejos de obedecer al proceso entrópico de aumento del desorden definido por
Carnot-Clausius, nutre justamente un proceso contrario creador de orden que
Schrödinger llamó anentrópico.
Con estas ideas, y partiendo del conocimiento ya establecido en su época de que la
vida ha surgido en el mar en forma de organismo monocelular, Quinton establece su ley
de la constancia general: «Frente a variaciones de todo orden que los diferentes
habitantes del planeta han debido sufrir, la vida animal, surgida primero en el mar en
estado de célula y en condiciones físicas y químicas determinadas, ha tendido a
mantener, por su elevado funcionalismo celular, las condiciones de sus orígenes. Ello se
ha verificado en el curso de las eras geológicas, a través de la serie zoológica».30
También establece dos leyes derivadas de ésta: la ley de la constancia osmótica y la ley
de la constancia térmica.
Estudiando los restos de los mares más antiguos, deduce que la concentración salina
en el océano que albergó a las primeras bacterias era de 7 a 8 g por mil, similar a la que
hoy poseen los animales superiores. Hoy el mar tiene una salinidad media mucho mayor:
35 g ‰. Tras largas investigaciones en el laboratorio halla curiosos datos. Los
154
invertebrados marinos, muy antiguos en la escala geológica, tienen una concentración
salina alta, parecida a la del mar actual. Los peces cartilaginosos tienen una salinidad
menor, de 16 a 22 g ‰, y los peces óseos, los últimos en aparecer en ese grupo, todavía
menor, de 10 a 12 g ‰. Los mamíferos superiores aparecen como los que más se acercan
a la baja salinidad de los océanos originales, de 7 a 8 g ‰.
También llevó a cabo series de estudios de la temperatura del plasma de las distintas
especies animales, observando un ascenso general al seguir el orden de las mismas en la
escala evolutiva. Estos datos permiten a Quinton ordenar la aparición de las especies
animales empleando el aumento de la temperatura y el descenso en la salinidad del
plasma sanguíneo como indicadores de la fecha de su aparición en la línea de la
evolución. Tras confeccionar minuciosas tablas de la temperatura y de la concentración
salina del plasma de muchas especies animales, halla datos significativos que pueden
aplicarse a la evolución.
Estos descubrimientos cuestionaban la lógica demasiado simple del registro fósil,
única considerada hasta esa época como válida. Así, por ejemplo, descubre que los
animales considerados como más antiguos son los que tienen temperatura inferior y
salinidad más alta en su plasma, condiciones ambas alejadas del origen.
Paradójicamente, los últimos organismos aparecidos en la cadena de la evolución son los
que poseen la temperatura y la salinidad del plasma más próximas a las del mar original.
¿Cómo es posible que ante los cambios desfavorables para la vida que han ocurrido en
el planeta a lo largo de las eras geológicas hayan surgido nuevas y cada vez mejores
estrategias que intentan mantener el estado óptimo para la vida, las condiciones del
medio interno de los orígenes? Estos nuevos datos relativos a la evolución de las
especies aparecían como inexplicables para la lógica simple de los paleontólogos y
naturalistas de la época, basada exclusivamente en los fósiles.
Las contradicciones pueden superarse si se aplica la visión de los evolucionistas que
han desarrollado hasta hoy las ideas de Goethe: todas las especies conocidas se han
desprendido de un único tronco central, un núcleo de seres embrionarios y cambiantes
que predominaron en el planeta durante largas etapas. Los seres que se mantuvieron en
ese núcleo fueron capaces de conservar durante largo tiempo las condiciones fisiológicas
semejantes a las del origen.
La permanencia de esas condiciones está relacionada con una evolución ascendente,
hacia formas cada vez más independientes del medio y, por tanto, más complejas.
Hay que tener en cuenta que los seres del núcleo plástico tuvieron durante mucho
tiempo cuerpos muy poco mineralizados y muy poco diferenciados. Esto fue posible
gracias a vivir en hábitats y zonas climáticas privilegiadas que les protegían
temporalmente de la progresiva mineralización que cada nueva etapa aportaba. Aún hoy
se encuentran diferencias apreciables en la salinidad de los distintos océanos, siendo
quizás una huella fósil de lo que en las épocas antiguas sucedía a nivel de toda la capa
viva que rodeaba al planeta [figura 27].
Paralelamente, las especies animales que conocemos por sus fósiles se desprendían
sucesivamente del núcleo, se especializaban y se adaptaban a ambientes cada vez más
155
fríos y más mineralizados (salinizados). Esto explica que las especies marinas más
antiguas sean las que menos han podido regular y conservar la concentración salina
original de su plasma y son las que hoy poseen una concentración más próxima a la
salinidad del mar actual.
Figura 27. Mapa de la salinidad de los océanos.
Cuanto más tiempo ha estado una especie desprendida del núcleo (más antigua según
el registro fósil), más se ha separado de las condiciones originales y más ha adoptado las
condiciones del medio externo. Es como si esas especies hubieran interiorizado poco a
poco tanto el enfriamiento como la salinización exteriores.
La clave de la permanencia de esas condiciones cercanas al origen está relacionada
con la evolución hacia formas más complejas y cada vez más independientes del medio.
El Homo sapiens sapiens, cuyos primeros restos fósiles aparecen hace 120.000 años,
sería la última especie desprendida del núcleo plástico, en realidad, el último resto de él.
Por eso el plasma de nuestra sangre conserva uno de los máximos parecidos con las
condiciones del mar original.
La gran paradoja se confirma también con los datos del registro fósil del plasma
sanguíneo: la forma humana puede ser la más moderna según los restos óseos, pero es
sin duda muy antigua en su evolución dentro del núcleo o tronco del gran árbol de la
filogénesis de las especies.
156
M
ACROEVOLUCIÓN FRENTE A
MICROEVOLUCIÓN ADAPTATIVA
El árbol genealógico de las especies que propongo está diseñado para recoger la teoría
del núcleo plástico permanente, e incluye en el tronco las formas ancestrales en forma
embrionaria que resultan de la acción morfogenética del Arquetipo común. Está dibujado
con el tronco y las ramas principales en color azul para representar la evolución en el
estado fluido y por lo tanto casi sin fósiles. Sólo las ramas terminales se dibujan en rojo,
para representar la aparición y fijación de las especies conocidas en el mundo más
mineralizado (evolución con fósiles). [Véase la ilustración 12 del pliego central.]
En el esquema señalo una dirección ascendente y otra horizontal. Se trata de indicar
dos situaciones y dos ritmos de evolución muy distintos. En la primera situación actúan
las leyes aún poco conocidas de los campos de fuerzas morfogenéticos, regidos por la
Idea o Arquetipo común, sobre el núcleo fluido de la Biosfera primitiva. Estos campos
de fuerzas regularon desde el principio el equilibrio dinámico de los ecosistemas como
un todo. Provocando cambios profundos y relativamente rápidos en las épocas de crisis y
más lentos en las largas épocas de reposo, originaron la conformación de especies,
géneros, familias, órdenes, clases y tipos enteros de animales, unos más acabados y
mineralizados que otros.
Es en esta primera situación donde se produjo la evolución ascendente de los
organismos o macroevolución, que se rige por un impulso a independizarse cada vez más
del medio y a interiorizar e individualizar los procesos, todo lo cual demanda a su vez un
aumento en la complejidad biológica.
La evolución ascendente sería un impulso esencial de la vida para reaccionar y
controlar el conjunto de fuerzas exteriores en lo que éstas pudieren tener de
perjudiciales. En este sentido las fuerzas morfogenéticas rechazan la simple adaptación,
si la entendemos como una obediencia automática a las fuerzas hostiles del entorno. Esto
se demuestra con la tendencia de la célula a mantener las condiciones fisiológicas del
origen primigenio. Ello se consigue construyendo barreras, gracias a formas y
estructuras fisiológicas nuevas, suscitando sucesivas victorias sobre las condiciones del
medio ambiente.
Esta dialéctica entre el impulso evolutivo interno del Arquetipo común y el mundo
exterior ha sido mantenida a nivel planetario desde el principio de la evolución, lo que ha
dado como resultado un medio geológico modelado completamente por la vida.
El impulso de la macroevolución ha originado las eras geológicas, verdaderas etapas
de desarrollo del organismo planetario. El final de cada era geológica es una crisis
traumática que por un lado provoca extinciones que afectan a las especies más
especializadas y adaptadas de la era anterior, y por otro lado la aparición subsiguiente,
primero en el plano fluido y más tarde en el plano mineralizado, de nuevos tipos más
157
independizados del entorno y con niveles de organización más altos. Así tenemos:
Paleozoico: Proliferación de los peces y otros habitantes del medio acuático, muy
predominante en esa época.
Mesozoico: Proliferación de los anfibios y reptiles, inicio de la independencia del
medio acuático. Reproducción externa, ovípara. Sangre fría. Aparición posterior de las
aves, inicio del dominio del aire, independencia de la tierra. Reproducción ovípara.
Sangre caliente.
Cenozoico: Proliferación de los mamíferos, independencia del calor externo y de la
reproducción externa: sangre caliente y reproducción vivípara. Aparición de los
antropoides, verticalidad del cuerpo, mayor independencia de la gravedad, liberación de
los brazos, de la laringe y de la cabeza. Aparición del hombre en el plano mineral: el
lenguaje y el pensamiento comienzan a actuar como fuerzas liberadas de las leyes de la
materia.
La segunda situación de evolución está señalada en color rojo y con la flecha
horizontal en el esquema. La podemos designar como microevolución adaptativa, ya que
está sujeta a los diversos mecanismos que favorecen la adaptación al medio por medio de
un avance en la especialización.
La microevolución adaptativa se relaciona con cualquier cambio evolutivo por debajo
del nivel de la especie. En la actualidad los biólogos la miden por la frecuencia de los
alelos (genes alternativos) dentro de una población o dentro de una especie, y por sus
efectos en la forma o fenotipo de los organismos.
Muchas especies se conformaron, es decir, tomaron forma especializada y adaptada a
su ecosistema en épocas con unas condiciones ambientales muy concretas que más tarde
cambiaron drásticamente. Los procesos de microevolución adaptativa de que disponían
esas poblaciones intentaron mantener el nivel inicial de adecuación al medio, pero no
fueron capaces de conseguirlo y la especie se extinguió.
La microevolución adaptativa actúa sobre las formas animales que la macroevolución
ya ha configurado y, por tanto, su estudio se ocupa del modo y las circunstancias en que
se consolidaron las últimas formas o variedades adoptadas por las mismas. Los procesos
de mutación genética que se descubren hoy en los organismos, con su reducido margen
de variabilidad, actuarían como un factor más para mantener el nivel de adaptación
adquirido inicialmente por la especie en el momento de consolidarse como tal. En
realidad, la microevolución adaptativa representa el punto final del magno proceso de la
macroevolución, que se inicia y se acaba bajo las reglas internas del Arquetipo.
Es una lástima que, por haber dado exagerada y única importancia a las leyes de la
microevolución adaptativa, forzando además su aplicación a la macroevolución,
hayamos descuidado durante más de un siglo el estudio de las leyes propias de ésta
última.
Como se ve, el proceso global de la evolución está marcado por la tensión entre dos
impulsos polares, presentes en todo fenómeno de la naturaleza y que a distintos niveles y
entornos encontramos reseñados con nombres diversos:
158
Evolución ascendente <—>Evolución descendente o mineralizante
Macroevolución <—>Microevolución adaptativa.
Independización del medio <—> Adaptación al medio
Arquetipo ideal <—> Cuerpo material
Fuerzas cósmicas o periféricas <—> Fuerzas terrestres o centrales
Contraespacio <—>Espacio euclidiano
Levedad <—> Gravedad.
Yang <—> Yin
Luz <—> Oscuridad
Cosmos <—> Gea
Hasta aquí el esfuerzo por fundamentar el marco conceptual para una nueva visión
general de la evolución. No obstante, para que la imagen sea completa será necesario
considerar detenidamente el lugar del hombre. Éste es el objetivo del capítulo que sigue.
159
5. EL EJE DE LA EVOLUCIÓN
«El Hombre es el primogénito de la naturaleza.»
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
160
LA ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE
La zoología tradicional acepta el siguiente orden de aparición en los vertebrados:
primero surgen los peces, luego los anfibios, más tarde los reptiles, los pájaros y los
mamíferos, con el hombre en la cima de la escala.
Este orden se remonta, en realidad, a la clasificación taxonómica que propuso en 1758
el naturalista sueco Carl von Linné (1707-1778). Cuando las ideas de Darwin triunfaron
un siglo más tarde se adoptó simplemente este orden sin reparar en que se había
establecido siguiendo un criterio de complejidad creciente, por meras necesidades de
clasificación.
Así, el zoólogo Ernst Haeckel (1834-1919), ferviente admirador de Darwin, se limitó
a tomar la antigua clasificación estática de Linneo y proclamó que las formas animales
ya catalogadas estaban en ese orden porque descendían unas de otras. En los árboles
filogenéticos que diseñó Haeckel introdujo nombres de animales hipotéticos para cubrir
los nudos e intersecciones entre diferentes grupos. De esta forma, por ejemplo,
denominó forma primigenia de los reptiles al tipo axilar entre los reptiles y los anfibios.
Haeckel pensó que era tarea de los futuros paleontólogos encontrar en los estratos
sedimentarios los restos fósiles de aquellos tipos virtuales.
Ya hemos comentado la sorprendente evolución que han experimentado estos árboles
genealógicos desde entonces hasta hoy. En lugar de cubrirse los huecos hipotéticos de
Haeckel, tal como el conocimiento de las especies ha ido avanzando se han multiplicado
los interrogantes. A pesar de este fracaso, el esquema básico de Linné ha permanecido
como congelado en los manuales de zoología hasta nuestros días, considerando como
natural una clasificación que, en lo que atañe a los vertebrados, era completamente
arbitraria desde su origen.
Es importante destacar esto, pues la persistencia de una imagen preconcebida ha
llevado a tergiversar gran parte de los hechos relativos a la evolución, en especial los
hechos paleontológicos que se refieren a la emergencia del hombre.
Incompleto y fragmentario como es, el registro geológico no aporta más que
indicaciones generales sobre la fauna antigua. Al fracaso en proporcionar los eslabones
entre las especies en la supuesta cadena de la evolución, se suma que no hay ninguna
evidencia del orden cronológico en el que las clases de los vertebrados (peces, anfibios,
reptiles, aves y mamíferos) deberían ser listadas. De hecho, los estudios de anatomía
comparada y de embriología hacen suponer que se debieron producir complejas
relaciones evolutivas entre todas esas clases y que no puede aceptarse sin más que el
orden de evolución real haya sido el orden casi lineal entre clase y clase establecido
oficialmente desde los tiempos de Haeckel.
Por otra parte, el lema de “el hombre descendiente de los primates” fue una invención
161
completamente nueva, dictada mayormente por motivos ideológicos y que se sostuvo
inicialmente por extrapolaciones erróneas a partir de los fósiles que se habían
descubierto en el siglo XIX. La interpretación simiesca de nuestros orígenes no está
basada en hechos biológicos. Al contrario, como veremos a continuación, la anatomía
comparada, la paleontología y la genética prueban que la emergencia del prototipo
humano es con seguridad anterior a los simios, anterior a todos los tipos de primates, a
todos los mamíferos cuadrúpedos y probablemente anterior a la misma línea de los
vertebrados en general.
Creo que ha sido un error histórico del siglo XX el haber introducido en el espíritu del
gran público y, como consecuencia, en el ánimo de varias generaciones de
investigadores, la idea biológicamente incorrecta de un modelado reciente de la forma
humana, ligándola, además, a la ruptura en la evolución de una línea de grandes simios
arborícolas.
Afortunadamente, los anales de la historia natural muestran que desde el siglo XIX
hasta nuestros días ha habido naturalistas, zoólogos y anatomistas, a veces de primera
línea, que se han enfrentado al dogma oficial, proponiendo modelos filogenéticos
alternativos. Ellos insisten especialmente sobre el hecho que el hombre, como resultado
de su estructura anatómica claramente arcaica, no puede ser considerado como resultante
de una evolución reciente dentro de los mamíferos, sino que es un tipo bípedo muy
antiguo, que apareció quizás en la aurora de las eras geológicas.
Karl Snell (1806-1886) era profesor de Física y Matemáticas en la universidad de
Jena, en la misma época en que Ernst Haeckel (1834-1919) ejercía allí de profesor de
Anatomía Comparada. Aparte de sus trabajos dentro de su especialidad, Snell prodigó un
interés preferente por la naturaleza orgánica, rivalizando en este campo con su colega
Haeckel.
Aún antes de que aparecieran los escritos de Darwin, Snell ya propugnaba en sus
conferencias la idea de la evolución en los seres orgánicos y defendía la descendencia de
un origen común. En su opúsculo La aparición del hombre (1863), cuajó en forma
impresa el contenido de esas conferencias, cuando ya había aparecido la obra principal
de Darwin. En su escrito, Snell analiza las teorías anteriores relativas a la creación de los
organismos y muestra que la evolución del mundo orgánico es continua y monofilética,
en contraste con las teorías de las catástrofes que postulaban múltiples creaciones. Ahora
bien, mientras que Darwin empezó por diseñar su teoría evolutiva sin tener en cuenta al
hombre, Snell incluyó, desde el principio, la antropogénesis dentro del hecho evolutivo.
En sus Disertaciones sobre el origen del hombre formula con mayor precisión sus
conceptos y toma posición frente a Darwin. Snell dice lo siguiente: «La variabilidad de
los organismos no es ilimitada en todas direcciones; más bien sucede que, en cada filum
en el que todavía existe una múltiple determinabilidad, como la facultad para múltiples
desarrollos, se colocan barreras contra modificaciones ulteriores, por medio de pasos
evolutivos determinados y de orientaciones unilaterales. De esta manera la realización de
una de las facultades existentes en potencia en el filum respectivo, excluye la posibilidad
de que se realicen otras facultades latentes en el tronco original. Esto nos autoriza a
162
hablar de la pérdida de una facultad en algunos descendientes de un filum, en tanto que
esta misma facultad se ha conservado en otros descendientes y así continúa por pasos
evolutivos ulteriores.
«Si añadimos el axioma de que en todos los miembros de una línea de antecesores de
una criatura ha de estar presente, íntegramente, la facultad de desarrollarse hasta esa
criatura, ya tenemos reunidos todos los elementos en que se apoyaron nuestras
deducciones.»31
Estas palabras ya atestiguan la amplitud de horizonte y la originalidad conceptual con
que Snell atacó el problema de la evolución, si tenemos presente que en la zoología de
aquellos tiempos se sobreentendía todavía que la evolución transcurría por formas
animales especializadas que todavía viven en la actualidad, y que este punto de vista sólo
fue superado en época muy posterior.
Con la claridad lógica de un matemático, Snell deduce que la facultad potencial de la
antropogénesis ha de haber existido, íntegra y cabalmente, en todos los antecesores del
hombre, con lo cual llega a la idea de un tronco original que abarca los pasos previos de
la tendencia evolutiva que culminan en el hombre: «Y puesto que en el primer ser
primordial ha de haber estado inmanente la facultad de desarrollar entre sus
descendientes también a los hombres; y puesto que entre sus descendientes inmediatos
han de haber existido, al lado de otras criaturas, también algunas dotadas de aquella
misma facultad; y puesto que éstas últimas han de haber tenido, a su vez, entre sus
descendientes un vástago capaz de la antropogénesis y así sucesivamente, se ve que la
serie de criaturas capaz de la antropogénesis ha de poderse seguir, cual hilo áureo, por
toda la compleja urdimbre de criaturas. Esa serie, unida por el vínculo interno de una
facultad común, constituye precisamente el sobredicho tronco original común de la serie
de los vertebrados, del que ya se ha desprendido, cual ramificaciones, todo lo demás».
Este concepto de tronco común se puede describir como la línea evolutiva que la serie
animal siguió para alcanzar la emancipación funcional frente a las condiciones externas
así como la diferenciación orgánica, que es predominantemente interna.
Si nos fijamos en el tronco común representado en la ilustración 12 [del pliego
central] en color azul, se pueden hacer ciertas afirmaciones relativas a los seres que, en
sucesivas épocas, ocuparon la cúspide del árbol. Por una parte, cada uno de estos
representantes del tronco mostraría tan sólo un mínimo de especialización externa, y su
forma sería de tipo embrionario si la comparamos con las formas de otras especies
coetáneas. Por otra parte, un examen detenido tendría que demostrar que ese
representante posee una segunda característica esencial: la plasmación de un
perfeccionamiento de los órganos y de las funciones interiores. Esto es lo que le
permitiría un nivel superior de organización y de independencia respecto al medio.
Karl Snell plantea problemas tan importantes en la teoría de la evolución como el que
se desprende de las palabras que siguen: «Debemos darnos cuenta de que las criaturas
pertenecientes a un tipo completamente desarrollado viven completamente sumergidas
en el mundo de los sentidos y en el presente. Sus necesidades y sus intereses se
satisfacen con esto, ya que no llevan dentro de ellas nada que deba ser realizado en el
163
futuro. Ellas están significativamente organizadas para el pequeño mundo que rodea sus
necesidades. Su mundo interno se corresponde con una organización construida con
propósitos específicos.
»Este estado es opuesto al que presentan otras criaturas cuyo principio de
organización está aún por desarrollar y cuya vida contiene ideales de futuro… La
organización corporal será en este caso incompleta y embrionaria; tendrá dificultades en
su relación con el mundo exterior porque está dirigida hacia un horizonte de vida
diferente y más amplio.
»Por lo tanto, en la teoría de la evolución debemos afirmar que existe una antítesis
entre dos tipos de criaturas: las que son acabadas y completas, a las cuales está cerrado el
acceso hacia un nivel más alto de organización, y las criaturas que no presentan una
completa adaptación al mundo externo y todavía poseen acceso a niveles de
organización más altos.
»Podemos presentar la difícil cuestión: ¿Se ha desarrollado el ser humano a partir de
los animales o los animales a partir del ser humano? La segunda alternativa parece
absurda si estamos pensando en el ser humano completamente evolucionado.
»Sin embargo, cuando se considera la gradual evolución del completo mundo
orgánico y se pregunta: Lo que es capaz de devenir humano, lo que finalmente culmina
en la universalidad de una especie racional, o sea, la humanidad, ¿se ha desarrollado a
partir de las compulsiones de las limitaciones más fuertes? ¿O, más bien, fue la
animalidad la que se desarrolló a través de la limitación y a partir de la humanidad que
estaba madurando hacia su universalidad? Nosotros no dudamos ni un momento: lo
limitado ha surgido a partir de lo universal, la animalidad a partir de la humanidad.»
La obra de Snell quedó sepultada por la avalancha de escritos darwinistas de aquella
época y de la subsiguiente. No hay duda de que esto no fue sólo en detrimento de la
propia investigación científica, sino que la vida espiritual de su época quedó privada de
un impulso valioso y saludable.
No obstante, la línea de pensamiento de Snell no quedó interrumpida. En el año 1900,
el naturalista Hermann Klaatsch (1863-1916) hizo la siguiente proposición en la
Academia Prusiana de ciencias: «los primates que viven ahora representan formas
unilateralmente transformadas y parcialmente degeneradas. Cuanto menos se ha
desviado un primate del tipo original, más semejante es al hombre. Así pues, podemos
referirnos a una conexión entre hombre y primate solamente en la raíz del árbol
genealógico común, y lo propio vale para todos los mamíferos… En mi opinión, el
hombre es la forma central de todos los mamíferos y de los primates».32
M. Alsberg, en un opúsculo dedicado a la evolución del hombre publicado en 1902,
llega a la conclusión siguiente: «en el hombre no se trata de un origen simiesco;
debemos más bien suponer la descendencia a partir de un punto situado mucho más
abajo en el gran árbol genealógico de los animales».33
Por su parte el antropólogo C. H. Stratz (1858-1924) escribía en 1906: «La verdadera
antropogénesis, es decir el hecho de que se alcanzara el andar erecto y el comienzo de un
desarrollo encefálico más vigoroso, yo lo colocaría, a más tardar, en el período cretácico
164
posterior… En la Era Terciaria más antigua, que sigue directamente al Cretácico,
encontramos ya presente la serie completa de los mamíferos superiores… Puesto que el
hombre es de un linaje más antiguo, él debe haber existido en ese tiempo».34 Así pues, el
período Cretácico se considera, ya en 1906, como la época de la aparición del hombre en
la tierra: ¡un concepto de la evolución diametralmente opuesto al usual!
El paleontólogo Edgard Dacqué (1878-1945), cuyo libro Urwelt, Sage und Menschheit
[El mundo prehistórico, leyenda y hombre] apareció en 1924, va más lejos cuando
escribe: «Dentro del tronco de los vertebrados, la morfogénesis del hombre nos remonta
hasta el estado anfibio original. Este hecho nos da una nueva posición para estimar la
antigüedad del tipo o del tronco humano… Podemos esperar encontrar ese tronco como
tal, ya en la Era Mesozoica antigua, incluso en la era Paleozoica posterior, esto es,
encontrar una entelequia distinguible del resto del reino animal por la posesión de
cualidades esencialmente humanas, incluyendo desde luego ciertos atributos psíquicos y
espirituales que lo distinguían del animal».35
Por supuesto, todos estos investigadores conocían muy bien las responsabilidades que
se echaban encima si promulgaban esta idea de la gran antigüedad de la figura humana:
abrían el camino a un punto de vista que sacudía la imagen de la evolución
mayoritariamente aceptada desde los tiempos de Darwin y de Lamarck. En efecto, la
clásica imagen del tronco ascendente, empujado hacia arriba por la lucha por la
existencia, requería, como remate, la forma humana en su ápice. Pero en el momento en
que se admite una gran antigüedad geológica para la forma humana, se hace imposible
atribuir la antropogénesis a la presión de dicha lucha por la existencia.
Sin embargo, la índole de los poderes que sostuvieron al hombre durante tanto tiempo
en su forma arcaica continuaba permaneciendo en un completo enigma. Klaatsch se
mantuvo coherente consigo mismo al decir que el hombre debe su forma a la
circunstancia de haberse «salvado de la lucha por la existencia». En las palabras de estos
investigadores se adivina una intuición de gran alcance que rompe, de forma
revolucionaria, con las teorías tradicionales, logrando una visión sinóptica de los hechos
más atrevida.
165
EL BEBÉ DE LA NATURALEZA
Siempre se ha elogiado a la mano humana como un maravilloso desarrollo de la
naturaleza, al tiempo que se la consideraba formada por evolución a partir de alguna
extremidad animal como la garra o la aleta. Pero, ¿es esto así?
La verdad es que si comparamos desapasionadamente nuestro cuerpo con el de
cualquier animal, nos enfrentamos a un hecho sorprendente: desde el punto de vista
estrictamente corporal no somos la corona de la creación, pues nuestro cuerpo no es el
más perfecto.
Aunque se ha dicho y repetido que nuestra mano es una herramienta maravillosa,
hemos de reconocer que en aptitud física es muy inferior a la extremidad
correspondiente del animal. Sin duda su articulación es mejor; tiene mayor aplicación
universal, más destreza, mayor movimiento que un ala, una garra o una aleta; pero no es
un instrumento en el sentido en que lo son los miembros mencionados. Le falta algo de
la perfección que ellos poseen para su función. Dejando de lado las infinitas
posibilidades que en ella laten, si la consideramos puramente como un instrumento para
una tarea particular, la mano es el más imperfecto de todos los miembros animales.
Sin embargo, si sólo tenemos en cuenta su forma física fundamental, habremos de
reconocer que la mano humana es como el punto de partida de todas las demás formas de
extremidades. Ninguna de las otras es idónea como síntesis: ni la aleta, que es sólo remo;
ni la pezuña del caballo, cuya esfera de utilidad es muy limitada; ni el ala del pájaro, que
sirve sólo para el aire.
El esquema estructural de la mano humana sirve como un punto de partida para varias
series de transformaciones. Una serie conduce a las extremidades anteriores de los
mamíferos cuadrúpedos, otra serie lleva a las alas de los murciélagos, otra a las aletas
pectorales de los cetáceos… La mano incluye todo esto en sí misma, no precisamente
por su mayor perfección, sino al contrario, por su deficiencia. Físicamente considerada,
la mano es, sin ninguna duda, una forma más primitiva que cualquier extremidad animal,
y si queremos imaginarnos a todas las extremidades como derivadas de alguna forma
original, no hay otra alternativa que partir de algo semejante a la mano. Quizá estemos
demasiado acostumbrados a considerar lo inferior como carente de desarrollo y lo
superior como desarrollado. De lo contrario no nos sería tan difícil captar que una forma
más primitiva puede contener, inmanentes, mayores posibilidades y en consecuencia, ser
la superior.
Podemos ver que también la embriología ratifica estas ideas basadas en la observación
de las formas. Si nos detenemos en los primeros estadios del embrión humano, del cerdo
y de la gallina [figura 28], observaremos una semejanza asombrosa entre la mano y el
miembro delantero de esos animales, hasta darnos cuenta de que de esa mano en germen
166
surge gradualmente la extremidad futura del animal. La pata del cerdo o el ala de la
gallina se van alejando a pasos agigantados de su similitud con la mano, para volverse
finalmente simples instrumentos de carrera o de vuelo. Únicamente la mano del embrión
humano sigue conservando sus proporciones originales, reteniéndolas tan
definitivamente que, aun cuando ya está completamente desarrollada, recuerda con
elocuencia su forma original.
Figura 28. Embriones del ser humano, cerdo y gallina en sus primeros estadios.
Por lo tanto, se observa que la signatura del ser humano consiste en una peculiar
retención, por medio de la cual la forma humana consigue mantener su versatilidad,
mientras que en el animal, los miembros correspondientes tienden muy pronto hacia su
metamorfosis definitiva, marcando su unilateralidad.
Pero también el documento paleontológico, utilizando la terminología de Haeckel,
atestigua lo mismo. Todos los libros de texto contienen la famosa genealogía del caballo,
167
donde la misma naturaleza muestra el desarrollo gradual de la especie equina
contemporánea, en varios estratos de la Era Terciaria. El caballo contemporáneo dispone
solamente del tercer miembro del dispositivo radial típico de cinco dedos, y puede
decirse que corre sobre el dedo medio enormemente fortalecido. Los dedos radiales
restantes se han atrofiado gradualmente, como lo evidencia la cadena genealógica. El
antepasado más antiguo que conocemos (Eohippus), aunque ya ha perdido el pulgar,
tiene todavía cuatro dedos radiales totalmente desarrollados, pero no en la forma
alargada que correspondería a la función de correr, pues todos son bastante cortos. Ahí la
extremidad equina, como un todo, es todavía muy similar a la mano humana, y no será
hasta un desarrollo posterior cuando dejará atrás esa semejanza [figura 29].
Modificaciones parecidas de una mano prototípica o primordial han ocurrido también en
mamíferos marinos como la ballena y, de hecho, la protomano aparece ya al nivel de los
anfibios.
Si preguntamos qué le falta a la cabeza humana, encontraremos que, a semejanza a lo
que ocurre con la mano, lo que le falta es su habilidad para ser usada como instrumento.
La cabeza del hombre está alejada de toda participación activa en la acción en el entorno,
se mantiene distante de toda intervención directa, reposa libremente en su atalaya,
dedicada solamente a mirar, a escuchar y a pensar. Incluso durante la más violenta
actividad corporal, la cabeza puede ser un espectador relativamente impasible.
Figura 29. Evolución de la extremidad del caballo.
En cambio, la cabeza del animal se ve continuamente reclamada a la acción. Por
ejemplo, el pájaro la usa como extremidad, tanto para transportar la comida como para
desmenuzarla, para construir el nido, para limpiar las plumas o defenderse de un ataque.
En resumen, se usa como instrumento. Goethe comenta que las necesidades y
requerimientos inmediatos han dado su forma a la cabeza del animal. La cabeza del topo
168
ha de hacer túneles en la tierra, la del pájaro ha de hender el aire, la cabeza del castor es
un cincel, la del loro un par de tenazas, la del pájaro carpintero un taladro percutor.
El perfeccionamiento de la cabeza animal, como instrumento de operación física en su
entorno, le priva de la universalidad que distingue a la cabeza humana; pero lo que
pierde en universalidad lo gana en eficiencia física. Nuestro oído no es tan fino como el
del zorro o el del asno, ni nuestro olfato tan sutil como el del perro, tampoco nuestra
vista es tan aguda como la del águila, ni tenemos pico para coger los frutos como los
pájaros. ¡La cabeza animal es perfecta como herramienta para las operaciones físicas en
su entorno!
Louis Bolk (1866-1930), médico y antropólogo holandés, tras sus detallados estudios
de anatomía comparada llega a la conclusión final de que la forma humana es arquetípica
respecto a la forma animal, y que el animal deriva y diverge de la forma humana. En
definitiva, que los animales han descendido del hombre y no viceversa. El hombre está
presente en la completa evolución animal como la idea central y coordinadora.
El punto de partida de Bolk es el fenómeno de la retención de las formas ancestrales
por parte del hombre, lo que él denomina fetalización humana. Para apoyar el argumento
de que el hombre evolucionó gracias a retener características juveniles de nuestros
antepasados, Bolk suministra una lista de semejanzas entre los humanos adultos y los
monos jóvenes: «Nuestras propiedades somáticas esenciales, es decir, aquellas que
distinguen a la forma del cuerpo humano de la de otros primates, tienen todas en común
que son condiciones fetales que se han vuelto permanentes. Lo que en la ontogénesis de
otros primates es una etapa transitoria, se convierte en un estadio final en el caso del
hombre».36 Un ejemplo lo podemos ver en la figura 30 donde se muestra el cráneo de un
simio (Macaca nigra) en tres etapas de su desarrollo, el más joven en la parte superior.
Las proporciones del cráneo se vuelven menos humanas tal como el animal va
envejeciendo: las suturas de la frente y del cráneo desaparecen, se desarrolla un hocico y
una cresta sagital, etc. En el hombre esta transformación es mucho menos pronunciada.
Los humanos conservan los rasgos de tipo fetal que entre los simios sólo aparecen
durante su primera juventud.
169
Figura 30. Cráneo de simio en tres etapas de su desarrollo.
Otro fenómeno de este tipo que llamó la atención de Bolk es la desnudez humana. Los
simios tienen también una piel desnuda en el estadio fetal, y el desarrollo de su pelaje
comienza desde el cuero cabelludo y luego se extiende hacia la espalda y las
extremidades. También en este caso parece como si el desarrollo humano se detuviera
respecto al de los otros primates.
Más adelante Bolk declara: «El rasgo fetal de la desnudez que consideramos no puede
resultar de ninguna adaptación a circunstancias externas. Nunca han existido chimpancés
ni antepasados de chimpancés con una piel desnuda o solamente con cuero cabelludo. El
fenómeno que estamos considerando tiene que ser la expresión de un principio de
desarrollo más profundo. Estamos obligados a concluir que la desnudez del hombre y la
conservación del cabello resulta de causas que ya están activas durante el desarrollo del
feto. Estas causas no son pues de naturaleza externa, sino que debe estar actuando un
factor interno de desarrollo, que ya estaba activo en los grandes simios y que sólo se
despliega completamente en el hombre. La consecuencia final de esta visión es que en el
primero y más elemental organismo ya estaba presente la necesidad de una ulterior
humanización. Soy plenamente consciente de los riesgos y de la vulnerabilidad de mi
posición. Puede objetarse que al aceptar este factor interno de desarrollo que controla
desde dentro los cambios de las formas animales a través de la evolución, yo estoy
obligado a creer que la evolución es un proceso determinista. Esta observación es
correcta, pero yo no cedo en mi posición».
También el pulmón humano muestra la retención de ciertas características fetales
170
durante toda la vida, como son la ausencia de un lóbulo infracardíaco o la subdivisión de
los lóbulos en lobulillos, que en la mayoría de los mamíferos sólo aparecen durante la
etapa embrionaria. La retención de estos rasgos fetales o no especializados en el pulmón
humano favorece una configuración corporal adecuada para la marcha erguida.
Puesto que un desarrollo ontogenético tiene un significado filogenético, estos
fenómenos sugieren que los monos y simios son descendientes de un antepasado de tipo
humano, antes que lo contrario. Bolk imaginó a este ancestro no como un animal
determinado, sino como un factor inmaterial, que opera en la evolución en el sentido de
una causa final aristotélica.
Otros teóricos de la evolución humana, como Stephan J. Gould y M.F. Ashley
Montagu, han seguido finalmente a Bolk al reconocer una lista de características
humanas, tanto físicas como funcionales, que siguen el fenómeno de la retención de la
etapa fetal y a las que ellos llaman neoténicas.37
Una de las más interesantes es el ángulo con que se conecta la columna vertebral con
la base del cráneo. El orificio en el que se enlaza la columna vertebral es conocido con el
nombre de foramen magnum. En todos los embriones de mamíferos está situado de
modo que la columna vertebral entra en él formando un ángulo recto con la cima del
cráneo y paralelamente al plano del rostro. Pero durante el desarrollo prenatal, la
localización de ese orificio se desplaza hacia la parte trasera del cráneo, de modo que en
la mayor parte de las especies de mamíferos, la columna vertebral acaba colocándose
esencialmente paralela a la cima del cráneo y perpendicular al plano del rostro.
Sin embargo, en los humanos, la posición del foramen magnum no cambia
apreciablemente después de la etapaembrionaria. El desarrollo se retarda, de modo que
en el nacimiento y después en la edad adulta el ángulo se mantiene recto. Esto significa
que el orificio craneal mantiene su posición original embrionaria, con el resultado de que
el cráneo se asienta en el extremo de la columna vertebral de un modo que permite la
visión frontal mientras se está de pie. Debido a que en los otros mamíferos el foramen
magnum se desplaza hacia la parte trasera del cráneo, la visión hacia delante se consigue
mejor cuando el animal está a cuatro patas. Esto demuestra que el bipedismo se debe a la
retención de una característica embrionaria, lo cual equivale a decir que la retardación
del desarrollo establece el escenario para un importante cambio evolutivo.
Los tres documentos de Haeckel, es decir, la anatomía comparada, la embriología y la
paleontología atestiguan que durante el curso de la evolución, tanto las extremidades
como la cabeza y el tórax humanos han permanecido más próximos a las formas
primordiales, mientras que en los animales siempre ha habido un desarrollo ulterior.
Sorprende en un principio la idea de que el avance general del hombre en la evolución
haya venido acompañado de un retraso en las formas de su cuerpo, pero este singular
principio evolutivo ha actuado a una escala muy amplia y ha tenido consecuencias
fundamentales.
En efecto, vemos que este desarrollo retenido en el cuerpo humano se relaciona con el
hecho de que la parte superior del mismo se libera parcialmente de las fuerzas de la
gravedad. De esta forma podemos decir que la parte indefinida de la organización física
171
del hombre se corresponde con su postura y con su caminar erguidos. Al estar libre de la
acción de la gravedad, la cabeza se aparta de la tiranía de las necesidades del momento y
se eleva así sobre la función de simple instrumento. Pero también los brazos y las manos,
al quedar liberados de la obligación de cargar con el cuerpo, ya no tienen que amoldarse
a las funciones de lucha contra la gravedad, conservan su universalidad y se convierten
en miembros y órganos de expresión anímica.
Tras estos estudios podemos ver que cuando en la evolución se concreta finalmente la
forma humana, el cráneo, la dentadura o las extremidades están en clara contradicción
con las leyes de adaptación al medio, pues son las formas menos especializadas de entre
los vertebrados y, a la vez, las más polivalentes, las más equilibradas y las más
supeditadas al conjunto.
Esta retención de las condiciones ancestrales se intensifica en la parte superior del
cuerpo (cabeza, tórax, brazos y manos), sustrayéndola a las fuerzas de la gravedad y
permitiendo el desarrollo máximo de un órgano interno fundamental: el cerebro. En
cambio, los mamíferos superiores, incluyendo a los monos antropoides, han sucumbido
con todo su cuerpo al influjo de la gravedad y no han resistido el impulso hacia la
horizontalidad.
Es importante observar que los animales adultos parecen haber agotado sus energías
formativas en el modelado de sus miembros superespecializados. En cambio, en el
hombre, parte de esas energías, en las que yacen latentes las más variadas estructuras,
son retenidas, es decir, no se despliegan al nivel de las formas externas. Estas energías se
liberan a otro nivel y, convertidas en poder de imaginación, han impulsado al hombre a
inventar y a construir los instrumentos de que carece su organización corporal: los remos
de una barca, los vehículos con ruedas, los crampones para escalar, las alas del avión y
hasta el calzado y el vestido que cubren su piel desnuda. A la larga hemos conquistado la
tierra, el mar y el aire sin necesidad de miembros especializados en correr, nadar o
volar…
El comportamiento animal es primordialmente instintivo. Su forma de vida, su modo
de alimentarse o de defenderse está determinado por su constitución física, y ésta no ha
variado en millones de años. Los animales son genios en determinados ámbitos, pero
parciales en sus capacidades globales. Un castor sólo puede utilizar su habilidad ingenieril en la construcción de diques, un pájaro tejedor sólo puede construir un determinado
tipo de nido colgante, un jaguar no puede pastar y un águila no puede abrir una semilla.
Los hombres pueden realizar todas estas actividades, esencialmente con la ayuda de
herramientas o de técnicas inventadas. Lo que un solo hombre no puede alcanzar, lo
puede conseguir un grupo de hombres. El lenguaje, las estructuras sociales y otras
formas culturales que el hombre debe aprender le habilitan para trabajar colectivamente.
El hombre acaba reuniendo todas las capacidades y cualidades que se encuentran
diseminadas parcialmente en los distintos animales, llegando a ser el más universal entre
los seres vivientes. Una característica esencial de su imaginación creativa es que no ha
cesado de evolucionar a lo largo de la historia, lo que se refleja poderosamente en las
sucesivas épocas culturales de la humanidad.
172
¿EL MUNDO ANIMAL SURGIDO DEL HUMANO?
El zoólogo Max Westenhöfer (1871-1957), profesor de Anatomía de la Universidad
de Berlín y director del Museo de Paleontología, estudia también el fenómeno de la
retención morfológica en el cuerpo humano y extrae importantes conclusiones respecto
al lugar del hombre en la serie filogenética. Westenhöfer observa que durante las fases
del desarrollo embrionario de los mamíferos ocurre una flexión de la base craneal, es
decir, de la superficie ósea sobre la que descansa el cerebro. Sin embargo, esta forma
curvada de la base craneal, en el hombre se conserva inalterada en sus 120° desde la
etapa embrionaria hasta la edad adulta, siendo de hecho la disposición más primitiva. La
anatomía humana mantiene también en este caso una característica arcaica a lo largo de
toda su ontogenia.
En cambio, en los otros mamíferos encontramos una base craneal que durante el
desarrollo se hace cada vez más horizontal, llegando a 140° en los simios y hasta cerca
de 180° en los mamíferos cuadrúpedos.[figura 31]. Hay que tener en cuenta, además,
que los hemisferios del cerebro humano proceden de vesículas embrionarias que giran
totalmente hacia atrás y hacia arriba. Esta rotación es la que provoca que el orificio
occipital del cráneo se sitúe en un nivel muy inferior. Puede deducirse que esta
permanencia del foramen magnum en la base del cráneo es lo que provoca y permite que
el hombre se mantenga erguido. Ciertamente, es esta posición tan inferior del orificio
occipital la que determina dónde comienza la columna vertebral y también la manera
como se sostiene la cabeza. Y es esto lo que, desde un punto de vista anatómico, provoca
la posición erecta del hombre, su bipedismo.
173
Figura 31. Comparación de la base craneal en el hombre y los mamíferos.
Puesto que los embriones de los mamíferos cuadrúpedos también poseen esta posición
inicial del foramen magnum, para perderla más tarde por desplazamiento hacia la parte
posterior del cráneo, podemos referirnos a un bipedismo inicial original en el antepasado
de todos los representantes de la clase de los mamíferos. Según Westenhöfer, los
mamíferos cuadrúpedos derivaron a partir de antepasados bípedos y evolucionaron a
partir de ellos, tal como su ontogenia claramente nos muestra.
En su obra principal Der Eigenweg des Menschen (El camino particular del hombre)
nos dice: «La condición de una incompleta consolidación del bazo y de los riñones que
encontramos en el hombre, sólo es superada en el orden de los cetáceos (ballenas,
delfines, cachalotes y marsopas), aunque también encontramos esta característica en los
mamíferos que viven o solían vivir dentro o cerca del agua, como los pinnípedos (leones
marinos, morsas y focas) y los hipopótamos.
»Estas remarcables coincidencias entre especies tan diferentes deben naturalmente ser
interpretadas como convergencias. El hecho de que estas especies tengan un entorno
común, el agua, permite considerar que en una etapa temprana del desarrollo
mamiferiano humano existió un ser con un modo de vida acuático. Este período acuático
en la historia del desarrollo humano pudo muy bien tener lugar durante el Cretácico,
pues en aquel tiempo ya existían los mamíferos.
»Es especialmente significativa la observación de que todos los monos antropoides
recién nacidos tienen riñones completamente consolidados, al igual que la mayoría de
los mamíferos terrestres. Los humanos, respecto a esta característica, se sitúan en uno de
los rangos más bajos en la escala de la evolución, mientras que los antropoides, que se
dice que son sus parientes más cercanos, le han sobrepasado largamente. Se concluye
que cuando comparamos sus riñones y sus bazos, las ballenas, los delfines, los osos y las
focas parecen ser parientes más cercanos de los humanos que los mismos antropoides.
»Si comparamos los alvéolos de los pulmones, también los antropoides se han
desarrollado mucho más allá que los humanos.»38
En una conferencia presentada en el Congreso Antropológico de Salzburgo, en 1926,
Westenhöfer declaró abiertamente que los simios se originaron del linaje humano. El
hombre, por su parte, se desarrolló a partir de un mamífero remoto, que a su vez
evolucionó a partir de antepasados de tipo anfibio. Westenhöfer aseguraba en su
conferencia que los antiguos mamíferos fueron originalmente bípedos, y consideraba al
hombre moderno como el que menos se había distanciado de su hipotético prototipo.
En resumen, el Homo sapiens no puede ser un pariente cercano de los primates, ya
que las especializaciones de éstos son las típicas de los mamíferos, y las características
de los humanos son las de un animal más cercano a la raíz de la evolución mamiferoide.
En otras palabras, los humanos poseen rasgos menos especializados, tales como los pies,
la base craneal, el esqueleto y ciertos órganos internos, como el cerebro, los pulmones, el
bazo y los riñones, que parecen más próximos al diseño mamiferoide original que al
174
diseño de los primates, muy altos en el árbol filogenético. Este pariente tan temprano, el
proto-mamífero/humano, como lo llama Westenhöfer, podría haber sido un anfibio
parecido a un embrión de salamandra.
El reconocimiento de que la forma física humana se ha mantenido tan embrionaria y
tan cercana a las formas primordiales nos lleva a formular una hipótesis atrevida que,
como hemos visto, ya durante más de un siglo algunos zoólogos y paleontólogos han
intuido e incluso desarrollado hasta cierto punto: la idea humana original es el prototipo
que está en el origen de todas las formas animales.
Ya he dicho que los antecesores de las especies actuales se caracterizaron por retener
hasta la vida adulta una forma física primordial en estado fluido y embrionario, sin
especializarse ni endurecerse excesivamente. Se deduce pues, que en cada etapa de
aparición de una nueva familia animal, el antepasado humano debió tener una forma
física parecida a los embriones de esa familia animal, la que justamente se endurecía
durante aquella época.
Así, aunque el hombre nunca fue pez, ni anfibio, ni reptil, ni mono, sí que podemos
imaginar que en distintas etapas tuvo una figura sucesivamente parecida a los embriones
de esos animales. El hombre se reservaba en las regiones del planeta que se mantenían
relativamente menos densas, conviviendo allí con otros animales que en aquella época
eran similarmente de cuerpo blando. En cambio, en otras regiones vivían animales con
cuerpos más sólidos y con esqueleto, ya diferenciados sexual y sensorialmente. Los
restos de éstos últimos son los que mayoritariamente encontramos en el registro fósil.
Desde luego que éstas son cosas difíciles de imaginar, pero podemos comenzar a
alcanzar una primera idea del aspecto físico del ser humano en las eras pasadas, si
estudiamos, no las formas de animales adultos, sino más bien las formas de sus
embriones. Así por ejemplo, el antepasado del hombre debía estar pasando a través de
una etapa de pez durante el Paleozoico. Pero observamos que al final de aquella era los
peces estaban pesadamente acorazados, con placas y escamas, y un cuerpo muy
mineralizado y senil. Es un ejercicio instructivo intentar retrotraer estas criaturas hacia su
juventud, abandonando sus escamas y placas, obteniendo un cuerpo blando, menos
mineralizado y más móvil. Ello nos conduce a una imagen más cercana a la del
antepasado humano en aquellos tiempos, mucho más parecido a un embrión de pez que a
un pez adulto. Las formas de los embriones de peces actuales todavía reflejan algo de las
extrañas condiciones y apariencias de aquellos lejanos tiempos.
Podemos seguir este razonamiento a través de las formas de los reptiles y de los
mamíferos en las eras geológicas posteriores, y veremos que cada especie de animal, tal
como aparece en el registro fósil –y desde luego tal como es hoy– está afectada de
alguna manera por una edad física excesiva. Esta edad se manifiesta en una forma
esclerótica inflexible vinculada a una relación especializada e íntima del animal con el
entorno. Cuando esto se entiende, se hace obvio que el hombre nunca ha pasado por una
forma de mono, ni siquiera de primate. Estas criaturas son ancianas ya en su nacimiento,
tristes caricaturas del hombre. Solamente sus embriones se parecen a los embriones
humanos [figura 32].
175
Figura 32.Chimpancé recién nacido y chimpancé adulto.
Las imágenes de este grandioso proceso se hallan aún hoy ante nuestros ojos. En
efecto, durante las primeras fases de desarrollo del feto humano en el seno materno
puede verse que recorre toda una serie de formas parecidas a los embriones de los
animales que siguen el curso conocido de la evolución. Es el ejemplo humano de la ley
fundamental de la biogenética que formuló Haeckel: «el desarrollo embrionario de un
animal es una recapitulación de su desarrollo filogenético como especie».
Si asumimos que lo humano estuvo presente desde el mismo inicio de la evolución
terrestre, organizándose y preparándose en el estado fluido, podemos considerarlo como
el antepasado común de todas las especies. El antecesor del hombre, como núcleo
germinal ascendente a través de múltiples etapas, habría dado origen, paso a paso y
siempre bajo nuevas condiciones, al reino animal como ramas laterales del tronco
principal del árbol filogenético, ramas cuya existencia sería incomprensible sin las
condiciones plásticas del tronco y la gran vitalidad que fluía del mismo. Ahora podemos
comprender la razón que impide a los biólogos que se sujetan a la ortodoxia oficial
encontrar y dibujar el tronco de los árboles filogenéticos. Éste sólo puede vislumbrarse si
lo imaginamos formado por los innumerables seres de tipo embrionario y de cuerpo
blando que han adoptado los antecesores del hombre.
El hilo misterioso de los antepasados del propio hombre sería lo que integra el tronco
original del gran árbol de la creación, transformándolo en un sistema homogéneo y
soportándolo desde el fondo hasta la cima en forma de eje.
Nuestro diseño humano sería el núcleo o tronco vivo del árbol del que surgieron todas
las ramas: los animales. Éstos serían desviaciones de ese núcleo plástico y vivo que se
densificaron en etapas sucesivas para adaptarse a las condiciones del ambiente en la
dirección de alguna especialización: para nadar, reptar, volar, correr o cazar.
En todo el gran proceso de la evolución, el ser humano fue la especie que más tardó en
densificarse y desprenderse desde el tronco originario común y, por tanto, la que dispuso
de más información acumulada tras los innumerables ensayos o especializaciones
prematuras que ocurrieron en los seres de la biosfera. Así pues, lo humano, esa parte de
la biosfera primitiva capaz de antropogénesis, habría estado presente durante todo el
proceso, dándose el tiempo necesario para, por un lado, madurar su forma corporal, y por
176
otro, integrar en su cuerpo los campos de fuerzas superiores que le han permitido existir
como ser autoconsciente sobre la Tierra.
Con esto se formula una idea nueva respecto a la antropogénesis: el concepto de una
forma anticipada, preparada a través de eones y morfológicamente primordial, que tenía
que aguardar hasta que se hubieran creado las condiciones terrestres adecuadas a ella. Al
cumplirse estas condiciones procedió a manifestarse en el momento oportuno, superando
a todas las demás formas existentes, consideradas preliminares y extemporáneas.
Así pues, el hombre estaría presente en el conjunto de la evolución animal como la
idea central y coordinadora. La forma humana, la manifestación de la idea, emerge
gradualmente con creciente claridad durante el curso de la evolución. El ser humano es
un Leitmotiv que se expresa a sí mismo dentro de la evolución animal como una causa
final aristotélica, un principio que guía y coordina.
En esta imagen el mundo animal se nos revelaría como un producto derivado de la
evolución humana en marcha a través de las eras. ¡Qué lejos estamos de la visión
neodarwinista, la más extendida hasta hoy, que nos habla de la aparición del hombre
como un simple apéndice final de la evolución animal!
Sin embargo, la imagen ya está ahí, en los trabajos de los biólogos más avanzados,
como un secreto abierto. Pero esperar que la ciencia actual desvele este secreto no es
realista, a no ser que se emprenda decididamente un cambio de paradigma. Hay que
tener en cuenta que esto implica varios cambios de visión revolucionarios. En primer
lugar, la comprensión de que, además de la evolución de las plantas y de los animales,
también la materia evoluciona como subproducto de las fuerzas de la vida. En segundo
lugar, la reversión completa de la dirección de la evolución en el sentido de que los
animales, por haber incorporado prematuramente cuerpos mineralizados, son arrastrados
hacia el proceso de la radiación adaptativa y deben verse como descendientes de los
antepasados del hombre.
Goethe define al hombre como el hijo primogénito de la naturaleza. Se puede
considerar que ha llegado al nivel humano justamente porque ha podido controlar y
apartar de sí los impulsos que condujeron a las variadas formas animales. La siguiente
metáfora puede ilustrar el proceso: Un globo va volando sobre el océano, va perdiendo
altura y finalmente se ve amenazado con caer y sumergirse en las aguas. ¿Qué puede
hacer el aeronauta para evitar la catástrofe? Pues arrojar lastre por la borda para
mantenerse en el aire el tiempo suficiente para alcanzar la otra orilla. Del mismo modo,
el hombre primigenio, enfrentado con el peligro de un endurecimiento prematuro, fue
expulsando el reino animal fuera de su ser, liberándose de gran parte de sus instintos y
pasiones, en realidad fuerzas energéticas formadoras que entonces se plasmaron
físicamente en las formas de las bestias. Descubrimos ahora de una nueva forma que
debemos a los animales la posibilidad de nuestro desarrollo como seres humanos.
Intuitivamente, la literatura universal ha reflejado esto en los mitos y las leyendas, así
como en obras como El llibre de les bèsties de Ramon Llull o en las fábulas de Esopo,
Fedro, La Fontaine, Samaniego o Tolstoi. En las fábulas, las figuras de animales
parlantes no pretenden invitarnos a la evasión o a la fantasía, sino a una meditación sobre
177
el mundo humano. Las criaturas de ese microcosmos bestial aparecen humanizadas en
cuanto dotadas de logos (en el sentido de razón y palabra) y presentan aspectos parciales
de los sentimientos y pasiones del ser humano.
178
DESCUBRIENDO EL TRONCO
DE LA FILOGÉNESIS HUMANA
El mantenimiento hasta nuestros días del clásico árbol filo-genético de los
vertebrados según el modelo haeckeliano se debe en parte al habitual inmovilismo de la
ciencia y en parte, al excesivo orgullo profesional de los paleontólogos que se han
sentido obligados a descubrir el origen del hombre basándose en las únicas
informaciones que proporcionan sus excavaciones. De esta forma se ha convertido en un
lugar común pensar que el Homo sapiens, es decir, la versión anatómicamente moderna
del hombre se diferenció recientemente, según la escala geológica, a partir de un ser
semimono que luchó para adoptar la postura erguida.
A pesar de las imposibilidades anatómicas y fisiológicas que se evidencian en un
modelo como ése, la situación parece alimentarse por la relativa facilidad de hallar restos
fósiles de antropoides en las capas geológicas antiguas, comparada con la dificultad de
hallar los restos de individuos más gráciles y de huesos delicados como son los Homo
sapiens.
El resultado es que, en lugar de rastrear la historia de nuestro linaje humano, muchos
paleontólogos se limitan a reunir los fragmentos óseos de antiguos simios o de
individuos póngidos y luego a tejer una red inexistente de enlaces de filiación y de
descendencia entre esos individuos y el hombre. Si la mentalidad no cambia, nos
arriesgamos a que si, por una afortunada circunstancia del tipo de los fósiles
fosfatizados, un paleontólogo llega a encontrar una forma fósil de un verdadero
antepasado humano, con sus miembros cartilaginosos y sus rasgos poco diferenciados y
de tipo embrionario, no seamos capaces de reconocerlo y lo rechacemos como un
enigma inexplicable.
Siguiendo el modelo oficial y con los datos fósiles que se tenían hasta hace poco del
Homo sapiens sapiens, los paleontólogos creían que éste había evolucionado
inicialmente en África a partir del Homo sapiens arcaico y éste, a su vez, de homínidos
más antiguos. Se habían encontrado restos de 115.000-96.000 años en Israel y otros de
unos 120.000-100.000 años en Sudáfrica. Sin embargo, se sabía que no apareció en
Europa hasta hace unos 50.000 años.
Todo parecía indicar que el origen era África y se supuso también la dirección y el
área de dispersión por el resto del mundo antiguo. Pero más hallazgos fósiles muy
antiguos en el Extremo Oriente y muy lejos de esas áreas obligaron a proponer otra
hipótesis.
A partir de 1980 existen dos modelos principales que intentan explicar la evolución
del Homo sapiens sapiens: el modelo del reemplazo y el modelo de la continuidad
regional, también llamado del origen multirregional.
El modelo del reemplazo de Christopher Stringer y Meter Andrews propone que los
179
hombres modernos evolucionaron a partir del Homo sapiens arcaico hace 200.000150.000 años en África y más tarde emigraron al resto del mundo antiguo reemplazando
a los Neanderthales y a los mismos Homo sapiens arcaicos.
El modelo multirregional de Milford Wolpoff, plantea que el Homo sapiens sapiens
evolucionó más o menos simultáneamente en todas las regiones principales del mundo
antiguo a partir de distintos Homo sapiens arcaicos. Por ejemplo, los chinos
anatómicamente modernos habrían evolucionado a partir del Homo sapiens arcaico de
China, y en último término del Homo erectus chino. Esto significaría que los chinos y
otros pueblos del Oriente tendrían una gran antigüedad local.
Las dos líneas de datos de evidencia, el registro fósil y el DNA mitocondrial, en
ocasiones parecen dar la razón a un modelo y en otras ocasiones al otro modelo. Además
hay datos inexplicables, como que los esqueletos más antiguos de Homo sapiens sapiens,
de más de 100.000 años, se encuentran en Sudáfrica y en las costas del sudeste de Asia,
mientras que en Europa no aparece hasta más de 50.000 años después. Efectivamente, el
hombre de Cromagnon aparece en el registro fósil muy abruptamente hace unos 40.000
años y con una cultura muy elevada respecto a su contemporáneo, el hombre de
Neanderthal.
Lo menos que se puede decir de la situación actual respecto al estudio del origen del
hombre moderno es que se presenta francamente desconcertante. Tenemos dos modelos
oficiales contradictorios entre sí que sólo se alimentan de restos fósiles, y los datos que
nos aportan los nuevos hallazgos unas veces apoyan a un modelo y otras al otro, pero
hay también datos que no pueden ubicarse ni en uno ni en otro de los dos modelos. Las
numerosas contradicciones que surgen, sobre todo a los ojos de los zoólogos con una
visión global del mundo animal, están provocando un desarraigo creciente entre los
científicos afectados por este problema de la filogénesis.
Pero la embriología (Bolk, Poppelbaum y Westenhöfer, entre otros) siempre ha
mostrado que los fetos de los primates o de los mamíferos en general poseen
características humanas esenciales, mientras que a la inversa, ningún rastro simiesco
puede ser detectado en el feto humano, el cual no posee nada del mono ni de ningún otro
animal conocido. Bajo su aspecto actual, el hombre representa al mamífero primordial
bípedo y con un gran cerebro, surgido de una forma primigenia que estaría en el origen
de todos los animales vertebrados.
Las constataciones embriológicas y anatómicas de este orden han sido generalmente
ocultadas por los paleontólogos, obsesionados en su búsqueda del mono-antepasado. La
verdad es que todos los fósiles desenterrados gracias a sus esfuerzos muestran
claramente lo que son: seres post-humanos, es decir, formas surgidas de un ascendente
humano y comprometidas en un proceso natural de deshominización, proceso que
encontramos siempre paralelo al desarrollo de la línea sapiens.
Según Westenhöfer, la deshominización o bestialización de las formas anteriormente
humanas está ligada a perturbaciones climáticas o grandes accidentes geológicos que
obligaron a un cambio en las costumbres alimentarias, en un contexto de supervivencia
del individuo o del grupo entero.
180
Si fijamos nuestra atención en el grupo de los Pithecanthropus, vemos que son
homínidos bípedos, a menudo de esqueleto grande y que ocuparon un período de tiempo
que va desde hace dos millones de años hasta el final del Pleistoceno, hace unos 100.000
años. El Pithecanthropus de Java fue el primero en ser descubierto en 1890, luego
vinieron el hombre de Mauer en Alemania en 1908, los Sinanthropus de China en 1927 y
los Atlanthropus del Norte de África en 1947. Todos estos fósiles y otros hallados en
Europa, Asia y África oriental son designados bajo el nombre de Homo erectus. Tenían
una capacidad craneal que oscilaba entre 700 y 1100 cm3, huesos del cráneo macizos y
fuertes caninos e incisivos.
En África los Pithecanthropus fueron contemporáneos de los Australopithecus y
vivieron en los mismos lugares. Esto demuestra que no evolucionaron unos de otros y
tampoco se encuentran en la ascendencia directa del hombre moderno, sino que
probablemente proceden todos de una forma humana ancestral de la que ambos
divergieron por el proceso que hemos llamado deshominización. Cuando se observa la
ilustración 13 [del pliego central], las diversas líneas de Australopithecus y
Pithecanthropus aparecen como ramas colaterales del gran árbol genealógico de la
humanidad.
Contra la famosa historia de la hominización del mono que presentan Darwin y sus
seguidores, habría que oponer la realidad biológica de un fenómeno evolutivo que
podemos llamar deshominización, en medio de los linajes de los homínidos, tal como la
defienden Hermann Poppelbaum, Max Westenhöfer y Bernard Heuvelmans.
Con estas premisas se entiende que ninguno de los homínidos que los
paleoantropólogos clasifican con tanto tesón: Australopithecus africanus, Homo habilis,
Pithecanthropus erectus, Sinanthropus, etc, pueda ser antepasado directo nuestro, pues
pertenecerían a sucesivas ramas laterales de la forma arquetípica humana,
especializaciones prematuras que se convirtieron en callejones sin salida.
Una de las últimas especializaciones fue el hombre de Neanderthal, cuyas primeras
formas, los Preneanderthales, adquirieron esqueleto óseo hace unos 200.000 años y se
extinguieron sin dejar descendientes hace unos 35.000.
De hecho los Neanderthales convivieron durante muchos miles de años con el Homo
sapiens sapiens, el cual adquirió esqueleto óseo hace unos 130.000 años, aunque ya
existía antes de esa fecha. Se ha hablado del Neanderthal como el penúltimo hombre de
que tenemos noticias, pero la ciencia tampoco lo considera como antecesor del hombre
actual, sino perteneciente a una línea de evolución paralela, desprendida de un
antepasado desconocido, es decir, de otro eslabón perdido. Nosotros lo consideramos
como la última rama importante desprendida del tronco humano siguiendo el proceso
que hemos llamado deshominización y que apareció en la época de las grandes
glaciaciones europeas, como demuestran sus formas muy especializadas y adaptadas a
hábitats fríos y montañosos.
Cuando revisamos el árbol genealógico sugerido por el nuevo modelo de la evolución,
constatamos que la historia de los antepasados del hombre constituye el tronco original
del que brotan todas las formas. La cadena de criaturas que conduce a la antropogénesis
181
corre como un hilo de oro a través de la espesa fronda del árbol. La ascendencia del
hombre es el vínculo interior que mantiene unida toda la evolución. Las estructuras de
los animales inferiores y superiores (invertebrados, vertebrados, amniotas, animales de
sangre caliente, placentarios, primates) han derivado como ramas laterales, una tras otra,
del tronco ascendente de la humanidad. Pero, en lo que se refiere al desarrollo corporal,
los mamíferos superiores han rebasado la forma humana, introduciéndose en callejones
sin salida de evolución unilateral.
El prototipo humano habría evolucionado todo el tiempo dentro de la corriente que
hemos llamado macroevolución, adoptando múltiples y sucesivas formas. Precisamente
a partir de estas formas, que sin duda fueron siempre de tipo embrionario y en estado
plástico, se habrían desarrollado los antecesores de las grandes familias animales, esos
enigmáticos eslabones perdidos que tanto preocupan a los paleontólogos y que siempre
han tenido que dibujar como interrogantes en el centro del árbol de la evolución.
Pero, ¿cómo se compagina esta idea con el hecho de que los restos óseos de los
homínidos sean los más recientes que se han encontrado en el registro fósil? Para encarar
esta pregunta veamos, en primer lugar, que la paleontología ha llegado al
convencimiento de que las especies que han podido dejar restos fósiles por tener
esqueleto óseo, interno o externo, son tan sólo el diez por ciento de todas las que han
existido. Pues bien, hemos planteado la hipótesis de que las sucesivas formas humanas
vivieron siempre en hábitats que, en cada época, eran los menos densos del planeta,
coincidiendo con zonas climáticamente privilegiadas. Allí se pudieron mantener
plásticas todo el tiempo, evolucionando sin endurecerse y, por tanto, sin adquirir un
esqueleto óseo hasta tiempos relativamente recientes. Probablemente su esqueleto no
consistía de huesos mineralizados, sino que era cartilaginoso y por eso ha desaparecido
sin dejar huellas.
Esta idea se hace más plausible si recordamos lo que dijimos sobre la consistencia
fluida del planeta, incluidas las masas continentales, hasta finales del Terciario. El ser
humano permaneció plástico y sin especializarse hasta un momento justo de maduración
del conjunto del planeta, aquél en que ya era posible la adquisición de una forma
corporal adecuada para recibir la autoconciencia. Como dice Poppelbaum: «una y otra
vez, en la larga marcha de la evolución, ha sido esta cualidad del hombre de mantenerse
plástico lo que ha hecho posible su avance ininterrumpido. El hombre ha sido la célula
madre de la evolución terrestre. No evolucionó a partir de ningún organismo
especializado, que sería una forma ya mineralizada, sino que tiene su propio origen
independiente, una trayectoria que todavía podemos ver reflejada en el desarrollo
embrionario, espejo de la filogénesis».39
Ésta sería, pues, la razón por la que no se han encontrado fósiles de los antecesores del
hombre actual. Y si no sucede un hallazgo afortunado del tipo de los fósiles fosfatizados,
es posible que nunca se encuentren: los famosos eslabones perdidos estarían
definitivamente perdidos.
En la resistencia del hombre del Terciario a mineralizarse se halla el secreto de la falta
de rastros fósiles más antiguos del hombre en el registro geológico y de su súbita
182
aparición en los períodos glaciares del Cuaternario. Esto despejaría el más oscuro
enigma de la evolución, el que ha estado presentando dificultades extraordinarias a la
ciencia natural y que parecía proporcionar un argumento contundente a los creacionistas,
opositores a la aplicación de la teoría evolucionista al hombre.
Si la línea evolutiva del hombre actual, hasta que llegó el Homo sapiens sapiens, ha
estado constituida íntegramente por eslabones definitivamente perdidos, se puede
comprender el gran misterio científico que siempre ha acompañado a su aparición en la
Tierra.
Ya en la aparición de los vertebrados se anuncia el esquema básico del futuro cuerpo
humano. A partir de los peces, que en las épocas arcaicas de la tierra tienen todavía
monstruosas y grotescas formas acorazadas, se puede vislumbrar el plano constructor
que, después de la erección a la vertical, será también el del hombre. Luego sigue el paso
a los animales de sangre caliente (aves y mamíferos), que comparten con el hombre
algunas de las peculiaridades más importantes; finalmente están los primates, entre los
que él acaba por salir en escena, como forma central y equilibrada. El hombre ha
avanzado por entre todas estas formas que en realidad se han desprendido de él. Ellas le
han acompañado y todas han recibido un toque de su genio.
Hoy día existen todos los elementos empíricos necesarios para trazar un árbol
genealógico realista del hombre o, para hablar con mayor precisión, para visualizar la
génesis de la forma humana. Sólo hace falta tener el valor de expresar la paradoja que
distingue esencialmente la antropogénesis de todos los demás procesos que tienen lugar
en el pináculo del árbol genealógico de los animales. En el caso del hombre hay que
contemplar una regresión morfológica, desde las formas más diferenciadas de los
homínidos que conocemos, hacia una forma más general, ya que la forma humana es
como una forma animal más generalizada, menos especializada. Por esta razón, Goethe,
en su búsqueda de la forma primordial de los animales superiores se encontró con el
esquema humano, al que designa como protoesquema de todos los animales.
Esta nueva tendencia evolutiva, que va de los animales superiores al hombre, se puede
vislumbrar en las formas fosilizadas del Terciario en adelante. Aquí es donde se nota
especialmente la acción de una tendencia que apunta hacia un modelo más general. La
investigación de los fósiles relacionados con la génesis de la forma humana definitiva ha
tropezado con indicios de una hominización de las formas animales en determinada
región de las épocas posterciarias. Muchos paleoantropólogos designan esta región como
campo de transición del animal al hombre, y lo sitúan en la fase media del Plioceno, hace
unos tres millones de años [véase la ilustración 14 del pliego central].
Antes de ese período se halla la emisión radiativa de todos los diversos subtipos de
primates. Las formas que a partir de ese momento encontramos en el registro fósil:
Australopithecus, Pithecanthropus, Sinanthropus, Neanderthal, etc. son ensayos
prematuros del hombre, en realidad formas deshominizadas, que abocan
inexorablemente a la extinción. Queda al final el último resto del núcleo plástico de la
evolución que alberga la forma más generalizada de los homínidos, el Homo sapiens
sapiens. Justamente durante un período glacial, hace unos 120.000 años, un esqueleto
183
suficientemente mineralizado deja su primera huella en el registro fósil.
Se impone la pregunta: ¿qué pasó en el campo de transición? Parece claro que fue en
esa época cuando, a partir del material polivalente y todavía plástico del núcleo central
de la Biosfera, formado en esa época por figuras primatoides, se desarrolló el modelo
anatómicamente moderno de la figura humana. No es la lucha por la existencia lo que
empuja este desarrollo, pues si lo fuera, el resultado sería un ser aún más altamente
especializado. En realidad, la dirección de la evolución entra en una regresión
morfológica, es decir en una acusada retención de las formas primordiales o más
primitivas. Esto lo hemos puesto de manifiesto al comparar el cuerpo humano actual con
cualquier otra forma de homínido o de animal superior y descubrir el interesante
fenómeno de la retención morfológica en el hombre.
Como se observa en la ilustración 14, la familia de los homínidos está situada en la
punta del árbol, pero al mismo tiempo destaca la divergencia de las ramas en la cercanía
del propio tronco humano, el cual aparece en la figura dibujado en color azul. Que
Darwin y Haeckel dijeran que «solamente un miembro viejo de la familia de los
antropoides» puede haber sido el precursor del hombre, ya implicaba una alusión a una
forma generalizada (poco especializada, menos diferenciada) de los primates. Pero es
mucho más importante situar la forma humana actual como ascendiendo del tronco
humano hacia una nueva dirección evolutiva. Todo el proceso en su conjunto parece
indicar que los aspectos morfológicos más típicamente animales se rechazan, de tal
forma que se hace posible el aposentamiento de los campos de fuerza propiamente
humanos en un cuerpo enaltecido y liberado gracias a esta generalización.
Podemos imaginar el momento dramático en que le llegó el turno del endurecimiento
y de la decidida adaptación a la Tierra a la última forma arquetípica humana que se
mantenía todavía plástica: el Homo sapiens sapiens, es decir, nosotros.
Opino que hay un estimulante trabajo de investigación todavía reservado a los
paleoantropólogos y arqueólogos que se decidan a trabajar con la hipótesis del origen
antiguo del hombre. Tanto el enigma de la aparición de los restos de Homo sapiens
sapiens casi simultáneamente en puntos muy alejados geográficamente, como su súbita e
inexplicable aparición más tardía en Europa (Cromagnon), pueden ser investigados bajo
la hipótesis de la progresiva mineralización, distinta según las zonas geográficas, del
esqueleto de los últimos representantes del núcleo plástico de la evolución.
Aunque cueste admitirlo, tampoco en este último caso de una larguísima serie,
podemos pretender explicar la evolución de una especie por los huesos fósiles de una
especie más antigua. Los famosos huecos del registro fósil nos persiguen hasta el final.
Los estudios de John Yellen y Alison Brooks, y de otros paleoantropólogos, muestran
que los Homo sapiens sapiens que habitaron en África hace algo más de 100.000 años
eran ya expertos en artesanía industrial basada en los trabajos en hueso para fabricar
herramientas y armas, y poseían una verdadera organización social. Además, los
hallazgos de estas últimas décadas nos permiten ver hoy un panorama sorprendente: los
primeros restos fósiles de esta nueva especie se hallan repartidos casi simultáneamente
por todo el mundo.
184
La explicación para todo ello también será sorprendente para algunos. Esos restos
fósiles no pertenecen a ninguno de los homínidos conocidos, ni representan a sus
sucesores. Son la huella fósil que comienza a dejar el último resto del núcleo plástico de
la evolución, la población de individuos que se había resistido hasta ese momento a la
definitiva mineralización y que probablemente estaba ya muy extendida por el planeta en
el momento de dejar esos primeros restos fósiles.
185
6. COSMOS, GEA, ÁNTHROPOS
«¡Mis pies! ¡qué hondos en la tierra! Mis alas ¡qué altas en el cielo! –¡Y qué
dolor de corazón distendido!»
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
186
¿CASUALIDADES O CAUSALIDADES?
Mientras en Inglaterra los pensadores materialistas y utilitaristas sacudían las
creencias tradicionales, el pensamiento alemán siguió siendo decididamente más
idealista y romántico durante todo el siglo XIX. Los naturalistas alemanes, influidos por
la obra filosófica de Goethe y Hegel, defendían el perfeccionamiento progresivo del plan
universal de la creación y estudiaban la recapitulación de ese plan durante el crecimiento
del embrión.
Aunque la formación de Ernst Haeckel era la medicina, abandonó la práctica de ésta
en 1859 tras leer la obra de Darwin On the origin of Species by means of Natural
Selection y decidió estudiar anatomía comparada en la universidad de Jena. Haeckel
estuvo influenciado a la vez por la tradición alemana y por las ideas de Darwin, de modo
que aunque se convirtió en uno de sus más firmes defensores, nunca creyó que la
selección natural fuera el mecanismo principal en la variación y en el origen de las
especies.
Haeckel menciona, ya en 1861, el paralelismo entre los estadios de desarrollo del
embrión y la tipología animal. Más tarde, Fritz Müller (1822-1897), en 1864, dio un
viraje definitivo a esta ciencia, al relacionarla con la teoría de la evolución de las
especies. Pero sólo a través de Haeckel en 1866 la relación pasó al dominio público
como ley de la biogenética en la bien conocida fórmula categórica: «el desarrollo del
embrión es una recapitulación condensada de su desarrollo filogenético como especie».
Gracias a esta visión, el desarrollo embrionario cambió desde un hacinamiento
confuso de materia prima inmanejable, a un proceso inteligible. Un juego incomprendido
de la naturaleza en el que ella parecía deleitarse en seguir los más extraños rodeos, se
convirtió de pronto en documento del pasado claro y legible. Así, la larva de la rana, el
renacuajo, tiene una cola como un timón, respira a través de branquias y su corazón está
formado por una simple antecámara y una cámara principal. Estas peculiaridades son
muy comprensibles cuando se relacionan con sus antepasados pisciformes. Los
embriones de los vertebrados superiores y del hombre tienen hendiduras faríngeas. La
interpretación de este hecho como evidencia de su origen acuático no dejó de
impresionar a los contemporáneos de Haeckel.
Sin embargo, la formulación haeckeliana de la nueva ley presentó dificultades, y ya
Karl Ernst von Baer (1792-1876) hubo de remarcar que el embrión no recorre las formas
de animales completamente desarrollados sino que repite tan sólo ciertos detalles de su
organismo. Un embrión humano nunca tiene verdadera semejanza con un pez, aunque
sus hendiduras faríngeas nos recuerden las agallas y la construcción aplanada de sus
extremidades las aletas de los peces.
Habiendo reconocido que la correspondencia entre el desarrollo del embrión y la
187
filogénesis era incompleta, Haeckel concibió, muy hábilmente, la teoría del desarrollo
perturbado (cenogénesis) como corrección a aquella ley. En esta hipótesis se arguye que
el embrión no puede repetir todos los pormenores de la filogénesis, debe acortarla,
omitiendo algunos estadios. Más aún, por lo que respecta a los indispensables órganos
auxiliares y apéndices, tales como la membrana vitelina y las cubiertas como el amnios,
argumentó que la imagen de muchas de las etapas estaría difuminada e incluso falseada.
Por eso era preciso aprender a leer el registro acertadamente, a pesar de sus lagunas y
alteraciones.
Esta reserva ha implicado un evidente peligro: el abuso consistente en que el
investigador proyecte en el desarrollo del embrión su imagen filogenética preconcebida,
aceptando por un lado todo lo que venga a confirmar su tesis, pero justificando por otro
lado, con la cenogénesis, todo lo que no armonice con ella.
Que el paralelismo en la recapitulación que presenta el embrión no sea exacto provocó
un período de descrédito de la ley de la biogenética. Pero en la últimas décadas del siglo
XX muchos biólogos del desarrollo, al reconocer que la ontogenia y la filogenia están
ciertamente interconectadas, han vuelto a comprender y a explorar intensamente esa
conexión.
Es interesante ver que el nuevo enfoque de la evolución que sustentan Poppelbaum,
Westenhöfer y König hace entrar a la embriología en una situación completamente
nueva.
Estos autores plantean que los antepasados del hombre y de los animales vivieron bajo
condiciones terrestres muy diferentes de las actuales y no pueden compararse, ni en
forma ni en sustancia, a las criaturas de la época actual. En este caso, las extrañas formas
embrionarias humanas que intrigaron a Haeckel cobran un nuevo e inesperado interés.
Incluso los apéndices y las envolturas del embrión de repente se vuelven significativos.
Deja de ser necesaria cualquier enmienda al documento embriológico que antes se
suponía tergiversado. El texto podría estudiarse con absoluta confianza, pues no hay que
estar en guardia contra las distorsiones.
Se abre ante los biólogos del desarrollo la estimulante tarea de considerar los estados
del desarrollo ontogenético, tal como se presentan en realidad, como imágenes de las
formas ancestrales más antiguas. Se encuentra la llave que hace comprensibles las etapas
más tempranas del embrión, precisamente aquellas que, en el siglo XIX se estimaron
falsas y que ahora emergen como fehacientes testigos de un pasado incomprendido.
El naturalista Karl König, en su obra Embriology and World Evolution, observa que la
característica esencial del desarrollo embrionario humano consiste en que la generación
del embrión propiamente dicho tiene lugar bastante tarde, y que las primeras semanas del
embarazo están dedicadas a la formación de las envolturas embrionarias y de los
apéndices.
Según König las membranas del huevo, el alantoides y la membrana vitelina del
embrión humano encierran las más significativas huellas del pasado cosmológico del
propio planeta. La imagen que se nos presenta es impresionante: el desarrollo completo
del embrión, incluyendo las envolturas y los apéndices, y después, el crecimiento del
188
niño hasta los tres años, serían una recapitulación fidedigna del pasado remoto del
hombre, desde la cosmogénesis inicial del planeta hasta la primera mineralización de la
forma humana en la Era Terciaria tardía (primeros fósiles humanos). Tal vez la fórmula
más general del hecho evolutivo humano puede expresarse con una fórmula categórica:
la microcosmogonía es un reflejo de la macrocosmogonía.
Hasta aquí, los datos de la biología del desarrollo. Si enfocamos la mirada hacia el
campo de las ciencias físicas nos encontramos que cada día va en aumento la ya larga
lista de aparentes accidentes de la naturaleza no biológica, sin los cuales no existiría la
vida basada en el carbono tal como la conocemos. Que esa madeja de accidentes
afortunados se haya producido al azar es tan sumamente improbable que no ha dejado de
sorprender y maravillar a los físicos y a los astrónomos desde hace varias décadas.
El principio antrópico fue sugerido por primera vez por el astrofísico y cosmólogo
Brandon Carter de la Universidad de Cambridge en una conferencia mantenida en 1973
en Polonia para celebrar el 500 aniversario del nacimiento de Nicolás Copérnico, el
padre de la astronomía moderna. Este principio es un intento de explicar el hecho
observado de que las constantes fundamentales de la física y de la química están
exactamente y finamente ajustadas para permitir la existencia del universo y de la vida
tal como los conocemos. El principio antrópico dice que las constantes de la física, que
en apariencia son arbitrarias y no relacionadas, tienen una extraña cosa en común: que
son precisamente los valores que se necesitan si queremos tener un universo capaz de
albergar la vida. El universo da la apariencia de que fue diseñado para mantener la vida
en la Tierra.
Entre esta multitud de hechos casuales mencionamos los siguientes:
• Si los enlaces nucleares fuertes fueran solamente un dos por ciento más fuertes de lo
que son, ello habría impedido la formación de protones, dejando al universo sin átomos.
Si fueran un cinco por ciento más débiles, habríamos tenido un universo sin estrellas.
• Si la diferencia entre la masa del protón y la del neutrón no fuera exactamente como
es –aproximadamente el doble de la masa del electrón– todos los protones serían
neutrones o viceversa. La química como la conocemos no existiría.
• La naturaleza del agua, tan esencial para la vida, con sus peculiares propiedades
físicas y químicas es, en sí misma, unmisterio. Baste sólo mencionar una de ellas: el
agua es más ligera en el estado sólido que en el líquido, de forma que el hielo flota. Si no
fuera así, los océanos se congelarían desde el fondo hasta la superficie, y toda la Tierra
estaría cubierta de hielo.
• Para que sea posible a una escala significativa la síntesis del carbono –tan esencial
en todas las moléculas orgánicas– se necesita una coincidencia tan específica en la
relación entre la fuerza nuclear fuerte y el electromagnetismo, que los científicos
consideran casi inverosímil que se produzca. Esta relación hace posible que el carbono
12 alcance el estado de excitación exacto de 7,65 MeV a la temperatura típica en el
centro de las estrellas. Esta situación es la que crea una resonancia que involucra al helio,
el berilio 8 y el carbono 12 durante una fracción pequeñísima de tiempo, suficiente para
permitir la síntesis del carbono.
189
En 1983 Carter explicó que, en su forma original, el principio antrópico fue planteado
solamente para advertir a los astrofísicos y cosmólogos de que se pueden producir
errores en la interpretación de los datos astronómicos si no se tienen en cuenta los
condicionamientos biológicos del observador. Y añadió que para los biólogos
evolucionistas también lo inverso es verdad, pues al interpretar los datos de la evolución
biológica se deberían tomar en consideración los condicionamientos astrofísicos del
proceso.
El principio fue enunciado en su forma débil por Barrow y Tipler en 1986: «Los
valores observados de todas las cantidades cosmológicas y físicas del universo no son
igualmente probables, sino que aparecen restringidos por el requisito de que existan
lugares donde pueda surgir la vida basada en el carbono y además que el universo posea
suficiente edad como para que ello ya se haya realizado». Ambos autores lo calificaron
como «uno de los más importantes y bien fundados principios de la ciencia».
Carter también enunció el principio antrópico fuerte, según el cual «el universo debe
tener aquellas propiedades que permitan el desarrollo de vida en él, en algún período de
su historia». Las implicaciones de este principio fuerte son todavía más serias para las
ciencias físicas y biológicas. El físico Paul Davies, en su libro El universo desbocado, lo
expone así: «el principio antrópico fuerte está claramente fundado sobre una base
filosófica diferente a la del principio débil. En efecto, representa una separación radical
del concepto convencional de la explicación científica. En esencia, el principio proclama
que el universo está diseñado para ser habitado, y tanto las condiciones físicas actuales
como las iniciales se correlacionan de tal forma que los organismos vivientes tienen
subsecuentemente asegurada su existencia. A este respecto, el principio antrópico fuerte
se parece a una explicación religiosa tradicional del mundo: Dios hizo el mundo para que
la humanidad lo habitara».40
El astrónomo Fred Hoyle, al reflexionar sobre las resonancias nucleares que tuvieron
lugar al sintetizarse los núcleos atómicos en el interior de las estrellas –y sin las cuales la
vida en el planeta hubiera sido infinitamente menos probable–, lo comenta así: «Una
interpretación razonable de los hechos es que una inteligencia superior ha jugado con la
física, con la química y con la biología, y que no existen fuerzas ciegas en la
naturaleza».41
Por su lado Stephen Hawking, en su obra Historia del Tiempo, dice: «Las leyes de la
ciencia, tal como las conocemos hoy, contienen muchos números fundamentales, como
el tamaño de la carga eléctrica del electrón y la relación entre las masas del protón y del
neutrón. No podemos, al menos de momento, predecir los valores de estos números a
partir de la teoría, los hemos obtenido por la observación. Podría ser que algún día
descubramos una teoría completamente unificada que los prediga, pero también es
posible que algunos o todos ellos varíen de un universo a otro o dentro de un mismo
universo. El hecho remarcable es que los valores de estos números parecen haber sido
finamente ajustados para hacer posible el desarrollo de la vida».42
El físico y cosmólogo norteamericano John A. Wheeler, colaborador de Niels Bohr, el
gran teórico de la mecánica cuántica, en el prefacio del libro El Principio Cosmológico
190
Antrópico, escribe: «No es únicamente que el hombre esté adaptado al universo. El
universo está adaptado al hombre. ¿Imaginan un universo en el cual una u otra de las
constantes físicas fundamentales sin dimensiones se alterase en un pequeño porcentaje
en uno u otro sentido? En tal universo el hombre nunca habría existido. Éste es el punto
central del principio antrópico. Según este principio, en el centro de toda la maquinaria y
diseño del mundo subyace un factor dador-de-vida».43
En una entrevista publicada en la revista Cosmic Search, Wheeler va más allá al
declarar: «El principio antrópico observa los posibles universos y desecha como sin
sentido aquéllos en los que la conciencia no se desarrolla en alguna parte y en algún
momento. Más fuerte que el principio antrópico es lo que yo denomino principio
participativo. De acuerdo con él, nosotros no podríamos ni imaginar un mundo que no
contuviera observadores en alguna parte y durante un intervalo de tiempo, ya que los
verdaderos materiales de construcción del universo son estos actos de participación del
observador. De otra forma no tendríamos la materia prima con que construir el universo.
Este principio participativo se funda en el punto más absolutamente central de la
mecánica cuántica: Ningún fenómeno elemental puede considerarse un fenómeno hasta
que es observado (o registrado por un observador)».
Wheeler y otros físicos han ampliado el ámbito del principio antrópico fuerte al
enunciar las siguientes extensiones:
• Una vez el universo ha dado origen a la inteligencia, ya nunca se extinguirá
(principio antrópico final).
• La vida debe surgir necesariamente en este universo, dada la manera como se ha
edificado.
• Este universo ha sido diseñado para que surja la vida.
Gran parte del revuelo que produjeron, sobre todo en medios científicos, los
planteamientos derivados del principio antrópico se debe a una razón: este principio
razona al revés de como lo ha hecho hasta ahora la biología evolutiva u otras ciencias
positivas. En efecto, en vez de decir que la vida en la Tierra apareció porque ciertas
condiciones, como la temperatura o la composición de los océanos primitivos, fueron
favorables, mantiene que la existencia de seres inteligentes en la Tierra puede ser
utilizada para explicar por qué el universo es como es y por qué las leyes físicas son
como son.
Naturalmente, esta clase de razonamientos ha sido y sigue siendo objeto de intensos
debates en los círculos científicos y filosóficos. En cualquier caso, este principio ha
supuesto un acercamiento del hombre al universo, hasta el punto de que algunos
científicos contemporáneos, entre ellos Wheeler, han llegado incluso a hablar del
universo como de un hogar para el hombre.
Copérnico planteó el modelo centrado en el Sol en lugar del modelo centrado en la
Tierra. Poco a poco, la doctrina oficial fue derivando en un camino de alejamiento del
hombre, hasta llegar a considerarlo como una especie más entre otros millones, resultado
de una lenta y azarosa evolución, que vive en un planeta muy ordinario que gira
alrededor de una estrella también muy ordinaria en el extremo de una muy ordinaria
191
galaxia. El principio antrópico parece ir en contra de esa corriente al resituar al hombre
en el centro del escenario y refutar así la propuesta darwinista de que somos producto del
mero azar.
Si revisamos las distintas reacciones de los científicos ante el principio antrópico
vemos que oscilan entre la maravilla, la sorpresa y la incredulidad. ¿No será todo ello un
indicio de que nos falta perspectiva? Parece como si el fenómeno global de la evolución,
precisamente por la enorme cantidad de datos de que disponemos, se nos presentara
como demasiado vasto y demasiado complejo para abarcarlo. Nos falta un modelo
conceptual y una imagen sintética que nos aporte comprensión.
Soy de la opinión que el problema está agravado por varios siglos de aceptación
acrítica de teorías cosmológicas como la de Kant-Laplace o otras más recientes como la
del Big Bang, que comienzan aplicando las leyes de la mecánica de Newton y las
extienden indefinidamente. Lo mismo hicieron Haeckel y Darwin respecto al mundo
vivo. Se ha tomado el punto de arranque desde el mundo tridimensional de la geometría
euclidiana y de un concepto lineal del tiempo, y se han extendido los datos
mecánicamente, sin salir de ese mundo.
Pero como no podía ser de otra forma, han ido apareciendo de manera sintomática, y
cada vez con más frecuencia, fenómenos biológicos que han puesto en entredicho leyes
consideradas como fundamentales en el marco de esas teorías. En capítulos anteriores
hemos presentado con detalle las investigaciones que demuestran que en el metabolismo
de los seres vivos se incumple la ley de la conservación de la materia/energía. También
hemos visto la imposibilidad de explicar en profundidad los fenómenos de la
germinación y del crecimiento si no consideramos espacios distintos al ordinario. Estos
estudios y descubrimientos han estado ahí durante decenios, pero han sido considerados
como enigmas o anomalías del paradigma oficial e ignorados por los seguidores estrictos
de éste.
La filosofía alemana del siglo XIX ya se había avanzado a un concepto de la evolución
centrada en el hombre. El filósofo Wilhelm Heinrich Preuss, en 1882, en su libro Mente
y materia expresa ideas que suenan muy actuales: «Debería haber llegado la época en
que pudiera exponerse una teoría del origen de las especies no basada solamente en las
proposiciones expuestas de modo unilateral, partiendo de la ciencia descriptiva, sino que
también coincidiera plenamente con las restantes leyes del pensar humano. Una teoría
que, a su vez, estuviera libre de toda hipótesis y que descansara tan sólo en estrictas
conclusiones surgidas de las observaciones científico-naturales en su más amplio
sentido. Una teoría que recuperase el concepto de especie según las posibilidades
efectivas, pero que a la vez adoptase en su esfera el concepto darviniano de evolución,
intentando hacerlo fecundo».
Y sigue diciendo Preuss: «El centro de la teoría que propongo es el hombre, el Homo
sapiens. Es curioso que los observadores anteriores empezaron con los objetos de la
naturaleza inerte, equivocándose en la medida que no hallaron el camino hacia el
hombre. Esto sí que lo alcanzó Darwin, aunque de un modo de lo más raquítico y
totalmente insatisfactorio, al buscar el antepasado del señor de la creación entre los
192
animales y no darse cuenta de que el investigador tendría que empezar consigo mismo
como ser humano y de esa manera llegar paulatinamente, a través de todo el reino de la
existencia y el pensar, hasta la humanidad. No fue casual que la naturaleza humana
surgiera de la evolución de todo lo terrestre, sino una necesidad. El hombre es la meta de
todos los procesos telúricos, y toda otra forma que surja ha extraído sus características de
él. El hombre es el primogénito de todo el Cosmos. Cuando surgieron sus gérmenes, el
remanente orgánico residual ya no tuvo la fuerza necesaria para generar más gérmenes
humanos. Y lo que se generó se convirtió en animal o planta…».44
También el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941), partiendo de su conocimiento
intuitivo, nos dice en su obra Evolución creativa: «Todo sucede como si un ser
independiente y ordenante, llámesele hombre o superhombre, hubiera aspirado a
convertirse en realidad y lo hubiera logrado abandonando una parte de su ser en el
camino. Esas pérdidas son las que expresa la animalidad restante e incluso el mundo
vegetal; por lo menos en la medida en que significan algo positivo, algo sustraído a los
azares de la evolución».45
Rompiendo con los clásicos miedos y prejuicios contra todo planteamiento que suene
a teleológico, la presentación del principio antrópico a la consideración de los científicos
parece responder a la urgente necesidad de reponer al hombre dentro del cuadro general
del Cosmos, en su verdadera y doble situación, de causa y efecto. Si no hubiéramos
sostenido con tanto ahínco y durante tanto tiempo las teorías azarosas de Kant, Laplace y
Darwin, quizás hoy no tendríamos dificultades en reconocer, valga la metáfora, que los
edificios, las máquinas y hasta el último enchufe o tornillo de una fábrica de automóviles
no están allí por azar. Están en función de que existe un prototipo del automóvil y de que
en algún momento éste ha de salir fabricado por la puerta.
Desde el otro extremo de la realidad, desde el mundo de lo ínfimo, la física de las
partículas parece presentar un requerimiento semejante. Niels Bohr y sus colegas
establecieron los principios de la mecánica cuántica, creando lo que se conoce como la
escuela de Copenhague. La interpretación que hace esta escuela de la mecánica cuántica,
y en particular de los enigmáticos experimentos con fotones que se desdoblan y se
comunican a grandes distancias, conduce a las siguientes conclusiones que afectan a la
naturaleza de la realidad física:
1) Las unidades fundamentales de nuestra existencia no son los átomos, los electrones
o los protones, ni siquiera las subpartículas, sino fenómenos, los cuales no son otra cosa
que interacciones entre objetos cuánticos y los instrumentos de medición.
2) El estado de un fotón depende de si existe o no un observador humano consciente
para mirarlo y medirlo. En la mecánica cuántica, un ser con conciencia tiene una
categoría como observador muy distinta de la de un instrumento de medición inanimado.
3) Este requerimiento de la presencia de observadores conscientes parece definir un
mundo en el que nosotros mismos actuamos como árbitros de la realidad. Hay que
suponer que sin nosotros, los fotones, los electrones, los protones y los objetos mayores
como los instrumentos de medición, las células vivas y hasta los gatos (sean de
Schrödinger o no) no existen en absoluto o bien están en una especie de borrosa
193
potencialidad cuántica.
Bohr entabló un histórico y duro debate con Einstein, quien era reacio a aceptar las
conclusiones radicales de la escuela de Copenhague. Según los expertos, Bohr ganó el
debate, pero el precio de su victoria fue extraordinario, nada menos que el abandono de
nuestra noción de realidad objetiva, es decir, que exista un mundo ahí afuera
independiente de nuestras experiencias. John Wheeler ha llevado la visión de la realidad
dependiente de la conciencia a su conclusión lógica al proponer que vivimos en un
universo participativo, de modo que depende para su existencia de que observadores
conscientes lo hagan real, no solamente en el día de hoy, sino retrospectivamente hacia
atrás. La interpretación que hace la mecánica cuántica de la realidad como participación
consciente parece permitir a la psique humana jugar un papel fundamental en la
definición del mundo externo.
Estas visiones sobre la naturaleza de la realidad hoy ya no se limitan al entorno
científico. Están despertando mucho interés en el gran público. En documentales y
largometrajes los físicos cuánticos están exponiendo ideas como las que siguen:
«Cada era, cada generación, tiene suposiciones incorporadas: Que el mundo es
plano o que el mundo es redondo… etc. Hay cientos de suposiciones ocultas, cosas
que damos por sentadas, que pueden, o no, ser ciertas. Históricamente, en la gran
mayoría de los casos, estas cosas no han resultado ciertas. Así que probablemente,
si la historia ha de ser una guía, mucho de lo que damos por sentado acerca del
mundo, simplemente, no es verdad. Pero ocurre que estamos encerrados en esos
preceptos, a menudo, sin tan siquiera saberlo. Eso es un paradigma».
«Nos han condicionado para creer que el mundo externo es más real que el
mundo interno. El nuevo modelo de ciencia es justamente lo contrario. Dice que lo
que ocurre dentro de nosotros, creará lo que ocurra fuera de nosotros. Hay una
realidad física que parece absolutamente sólida, y sin embargo sólo… (si quieren
expresarlo de este modo) […] sólo empieza a existir cuando choca contra otra
pieza de realidad física. Esa otra pieza podemos ser nosotros».
«De hecho el universo está prácticamente vacío. Nos gusta pensar en el espacio
como vacío y en la materia como sólida, pero en realidad, esencialmente, no hay
absolutamente nada en la materia, es completamente insustancial. Échenle un
vistazo a un átomo. Lo consideramos como una especie de bola dura. Luego
decimos: Bueno, en realidad, no. Es un minúsculo punto de materia realmente
densa justo en el centro […] rodeado de una especie de nube confusa de electrones
[…] que aparecen y desaparecen de la existencia. Luego resulta que ni siquiera
esto es correcto. Incluso el núcleo que consideramos muy denso, aparece y
desaparece de la existencia tan rápidamente como los electrones. Lo más sólido
que se puede decir sobre toda esta materia insustancial es que es más bien un
pensamiento. Es como un byte concentrado de información. Lo que constituyen las
cosas, no son más cosas, sino que lo que constituyen las cosas, son las ideas, los
conceptos, la información».
194
«Cuando no estás mirando es como una onda. Cuando estás mirando es como
una partícula. Cuando no estás mirando son ondas de posibilidades. Cuando estás
mirando, son partículas de experiencia. Una partícula que consideramos como una
cosa sólida, en realidad existe en una supuesta superposición, es una onda
extendida de localizaciones posibles, y está en todas ellas al mismo tiempo. En el
mismo instante en que miras, toma inmediatamente una de esas posiciones
posibles. La física cuántica calcula únicamente las posibilidades, pero si aceptamos
esto, entonces surge automáticamente la pregunta: ¿quién o qué elige entre esas
posibilidades para atraer el acontecimiento en sí de la experiencia? Así que
directamente, inmediatamente, vemos que la conciencia debe estar involucrada. No
se puede ignorar al observador. Sabemos lo que un observador hace desde el punto
de vista de la física cuántica, pero no sabemos quién o qué el observador es en
realidad. No significa que los científicos no hayamos tratado de hallar una
respuesta, la hemos buscado. Hemos entrado dentro de tu cabeza, nos hemos
metido en todos tus orificios para encontrar algo llamado un observador y no hay
nadie ahí. No hay nadie en el cerebro, no hay nadie en las regiones corticales del
cerebro. No hay nadie en las regiones subcorticales o en las regiones límbicas. No
hay nadie ahí llamado un observador. Sin embargo, todos tenemos esta experiencia
de ser alguien llamado un observador observando el mundo de ahí afuera».46
Las implicaciones de estas ideas parecen excesivas para muchos científicos,
educados todavía para arrancar progresivamente al hombre del centro del mundo.
Algunos son aún muy reacios a revocar los aparentes triunfos de Copérnico, Galileo y
Newton, y a colocar al hombre, una vez más, en el centro del universo. Acaban
razonando así: puesto que para nosotros las conclusiones lógicas de la teoría cuántica
son filosóficamente inaceptables, esas conclusiones deben ser erróneas. Parece que, por
ahora, los seguidores de la teoría sintética de la evolución experimentan un extraño
placer, yo diría que masoquista, en negar cualquier lugar especial del hombre en la
naturaleza, insistiendo en que somos accidentes insignificantes de una evolución ciega y
sin sentido.
Está claro que invertir el punto de arranque del proceso evolutivo, es decir, no
comenzar con las leyes del azar de la materia inerte, sino partir del hombre y de sus
relaciones con el Cosmos es un planteamiento tan nuevo, que sin duda exigirá dosis de
valor, de imaginación y de arduo trabajo.
Se vislumbran otras dos dificultades añadidas, que por ser de índole ideológica, han de
ser resueltas antes de intentar implantar las hipótesis de un nuevo modelo. En primer
lugar, deberíamos dejar de confundir la clásica y justa lucha que entablaron científicos
como Giordano Bruno, Galileo, Copérnico, Haeckel y Darwin en contra del dogmatismo
eclesiástico y a favor de la independencia del método científico, con la justificación
apriorística del actual paradigma, sostenido por modelos que ya han caducado. En
segundo lugar, habría que hacer un esfuerzo de objetividad y de honradez para descubrir
los prejuicios culturales y los intereses económicos y políticos que se han infiltrado en
195
las interpretaciones oficiales de los hechos biológicos, a menudo difundidos de un modo
dogmático.
El lector podrá ver ahora que los planteamientos que defienden la idea de que el
hombre es el eje de la evolución de la vida en la Tierra, equivalen a decir que hoy
tenemos datos suficientes para desarrollar el principio antrópico a la escala de la
evolución en nuestro planeta. Quizás no es aventurado decir que en el futuro lo
podremos hacer a todas las escalas del tiempo y del espacio. La aceptación de las
implicaciones filosóficas y prácticas de los principios de la mecánica cuántica, así como
las propuestas y los datos que presentan tanto los científicos goetheanos como los de
otras corrientes complementarias como la teoría Gaia, pueden hacer que en el futuro ya
no estemos hablando de un principio antrópico, sino de una ley antrópica.
Es evidente que estos temas son epistemológicamente serios y deberíamos
preguntarnos qué supone en realidad para la ciencia incorporar al hombre en el cuadro
completo del Cosmos. Es posible que la biología haya de enfrentarse realmente por
primera vez al estudio de las verdaderas dimensiones de los seres vivos, que son
superiores a las dimensiones que rigen la mecánica newtoniana. Por medio de la
consideración y el estudio de los modos de acción de los arquetipos deberá ser posible
elaborar leyes propiamente biológicas que seguramente incluirán algunas de las leyes
físicas. De una manera progresiva, se acabará con la subordinación actual de la biología
a la física y a la química.
196
EL PROPÓSITO RECÓNDITO DE LA EVOLUCIÓN
Si nos fijamos en la sabiduría mitológica y en las religiones de todos los pueblos de
la antigüedad vemos que el espíritu, el alma y la vida siempre fueron considerados como
los elementos básicos de la cosmogénesis, y la conciencia humana de aquellos tiempos
sumergida en el alma del mundo, reconocía que los poderes superiores están activos en
la evolución.
En cambio, nuestra época puede definirse como materialista, por la simple razón de
que durante los últimos siglos la conciencia ordinaria de la gran mayoría de la población
se ha enfocado a la experiencia de los cinco sentidos, limitándose cada vez más a las tres
dimensiones espaciales y a una difusa conciencia de la cuarta dimensión a la que
llamamos tiempo. Paralelamente, el dogma religioso y los prejuicios del paradigma
científico se han encargado de desterrar eficazmente al anima mundi de nuestra
imaginación colectiva, hasta tal punto que, en palabras de Carl G. Jung (1875-1961): «el
mismo ser humano ha cesado de ser el microcosmos, y su alma, ya no es más la scintilla,
la chispa substancial del alma del mundo».47
Vemos ahora que el mito de la diosa Deméter (Gea) y de su hija Perséfone es también
un mito sobre la pérdida del anima mundi. Deméter, encolerizada con Zeus por permitir
que su hermano Hades se apodere de su hija, devasta el mundo, prohibiendo que las
plantas den fruto y que crezcan las cosechas. Amenaza con que no retornará la vida al
planeta hasta que Perséfone sea devuelta. Pero el regreso de Perséfone, la querida hija de
Gea, simboliza precisamente la restauración necesaria del alma del mundo en la
conciencia de la humanidad.
Hoy encontramos abundantes indicios de que la próxima fase de la evolución humana
nos está conduciendo a una ampliación de la conciencia. Con toda probabilidad, esta
nueva etapa se inaugurará coincidiendo con un nuevo paradigma científico. De hecho
cada vez hay más investigadores que enfocan su atención hacia niveles dimensionales
superiores a los que hasta hoy día ha cultivado la ciencia, sin perder por ello el contacto
con los conocimientos alcanzados hasta ahora.
Del campo de la psicología profunda nos llegan testimonios basados en extensos y
documentados estudios clínicos. El doctor Stanislav Grof en su obra Psicología
transpersonal nos dice: «La existencia de experiencias transpersonales en los sujetos que
he estudiado supone una violación de algunos de los supuestos y principios más básicos
de la ciencia mecanicista. De ellas se infieren criterios tan aparentemente absurdos como
la naturaleza relativa y arbitraria de todos los límites físicos, conexiones de orden no
local en el universo, comunicación por medios y canales desconocidos, memoria sin
sustrato material, la desalineación del tiempo o la conciencia relacionada con todas las
formas vivientes (organismos unicelulares y plantas inclusive), e incluso con la materia
197
inorgánica.
«Muchas experiencias transpersonales incluyen sucesos del macrocosmos y del
microcosmos –reinos inalcanzables directamente por los sentidos humanos– o de
períodos históricamente anteriores al origen del sistema solar, del planeta Tierra, de los
organismos vivos, del sistema nervioso y del Homo sapiens. Estas experiencias sugieren
claramente que, de un modo todavía inexplicable, en cada uno de nosotros está contenida
la información sobre el conjunto del universo o la totalidad de la existencia, que a nivel
experiencial disponemos potencialmente de acceso a todas sus partes y que en cierto
sentido somos la totalidad de la estructura cósmica, tanto como una parte infinitésima de
la misma, o una entidad biológica independiente e insignificante».48
El concepto ampliado de la evolución que propongo ha de permitir verla como un
proceso en el que un ser multidimensional, al principio inmaterial, va moldeando formas
cada vez más visibles y materiales, mientras va adaptándose a ellas. Según esta visión
firmemente antrópica, la historia de la especie humana no sería el desarrollo desde la
bacteria al hombre, sino el camino que, partiendo de una semilla espiritual o prototipo
ideal, atraviesa todos los estadios de la evolución y llega hasta la presente forma
humana, con un cuerpo físico.
El propósito recóndito de la evolución desde sus más tempranos comienzos sería la
emergencia y el desarrollo del hombre en la Tierra. Lo que vemos a nuestro alrededor
como reinos mineral, vegetal y animal no serían los antepasados del hombre actual, sino
el resto dejado en el camino por un ser arquetípico que tuvo que dejar a un lado su
envoltura para liberarse a sí mismo de los constreñimientos de su propia evolución. En la
tradición de la Kábala judía este ser, del que también habla Plutarco, recibe el nombre de
Adam Kadmon.
Podemos preguntar qué fue lo que preservó al hombre de hundirse prematuramente en
la rigidez unilateral que alcanzó a los animales y a los otros reinos. La respuesta apunta a
nuestro propio arquetipo espiritual, aquella chispa de la divinidad de que habla Jung, que
nos ha acompañado como la semilla de nuestro desarrollo humano a través de las eras. A
este arquetipo se le han dado distintos nombres según el campo del conocimiento que se
estudie: el yo individual y libre en el campo de la filosofía, el yo superior en la
psicología, el espíritu humano en la religión cristiana, el reflejo en el hombre del “Yo
soy el yo soy” con que se muestra Dios a Moisés en el Antiguo Testamento. Obsérvese
que este nombre yo soy es aquel que sólo conoce el que lo pronuncia.
De la creación del mundo como una totalidad, emerge el hombre, pero
paradójicamente, al mismo tiempo que se va convirtiendo en un ser natural, va olvidando
su verdadero origen. Así podríamos interpretar que la naturaleza entera ha surgido para
dar a este ser espiritual la posibilidad de incorporarse plenamente en la materia, cosa que
sucede realmente con la aparición del Homo sapiens. Pero la historia de la evolución
humana no acaba ahí, ese hijo de la naturaleza comienza hace unos 100.000 años otro
proceso evolutivo, esta vez un proceso de conciencia, cuyo objetivo sería lograr elevarse
sobre su dependencia del mundo natural. Finalmente, justo en nuestra época, llega a
situarse por primera vez en una posición de libertad para buscar su origen espiritual
198
olvidado.
Reconocemos una vez más la sabiduría encerrada en la lengua griega cuando
observamos que el concepto verdad o realidad, que tan importante lugar ocupa en la
filosofía y en las escrituras religiosas, se expresa con la palabra aletheia (αληθεια) que
etimológicamente significa no-olvido, recuerdo. Esta palabra está asociada también al
mito del río Letheo o río del olvido, situado entre los dos mundos y que los humanos
cruzamos en un sentido al nacer y en sentido contrario al morir.
El momento actual es, pues, especialmente crítico. Tras una larga evolución histórica,
hemos llegado a ser conscientes de nosotros mismos y a situarnos con libertad para
escoger entre dos opciones: o permanecemos siendo y considerándonos a nosotros
mismos como una simple criatura de la naturaleza, o recordamos nuestro verdadero
origen y progresamos hacia un desarrollo ulterior. Si hacemos lo primero, convertimos
en una condición fija lo que debería ser tan sólo una etapa de nuestro desarrollo, y nos
separamos completamente del mundo en evolución. Esto nos conduce al endurecimiento,
a la muerte y a la autodestrucción, como la situación actual de la humanidad nos muestra
tan claramente. Sin embargo, si con un trabajo de conciencia conseguimos transformar
nuestro estado natural y somos capaces de reconocernos a nosotros mismos como seres
con dimensiones no materiales, podremos retornar a la fuente como un ser cósmico y
ocupar el lugar que nos corresponde entre los poderes creadores y progresivos del
universo.
El dilema con el que se encuentra enfrentado el hombre de hoy tiene dos caras: por un
lado está atrapado en una visión materialista del mundo y de la naturaleza, totalmente
desprovista de alma y de relación con las causas creadoras. En esta visión no hay lugar
para el significado ni para el objetivo, pues todo proviene del azar ciego. Por el otro
lado, el ser humano siente hoy más que nunca el núcleo de su yo, una individualidad
libre y espiritual nacida en su interior que le proporciona una conciencia de sí mismo que
se encuentra unida, misteriosamente, al Cosmos. Los grandes poetas son maestros de
este conocimiento. Veamos cómo lo expresa Juan Ramón Jiménez en su libro
Eternidades:49
Sé bien que soy tronco
del árbol de lo eterno.
Sé bien que las estrellas
con mi sangre alimento.
que son pájaros míos
todos los claros sueños…
Sé bien que, cuando el hacha
de la muerte me tale, se vendrá abajo el firmamento
***
199
Yo solo Dios y padre y madre míos,
me estoy haciendo, día y noche, nuevo
y a mi gusto.
Seré más yo, porque me hago
conmigo mismo,
conmigo solo,
hijo también y hermano, a un tiempo
que madre y padre y Dios.
Lo seré todo,
pues que mi alma es infinita;
y nunca moriré, pues que soy todo.
¡Qué gloria, qué deleite, qué alegría,
qué olvido de las cosas,
en esta nueva voluntad,
en este hacerme yo a mí mismo eterno!
Surge una pregunta, una cuestión crucial: ¿será capaz la nueva actitud científica de
penetrar otra vez en la globalidad de la creación, integrando en esa visión al yo humano?
O de otra forma: ¿cómo ha de experimentarse a sí misma la autoconsciencia para que se
sienta dentro del alma del mundo, dentro del proceso creador de las fuerzas cósmicas
vivientes? Que la mayor parte de la humanidad logre esto o no lo logre no es una
cuestión inocua. La integración del propio yo en esas fuerzas cósmicas creadoras
equivale al reconocimiento y al respeto de las leyes de lo vivo, y de ello depende la
misma conservación del planeta.
Friedrich Schiller (1759-1805), el gran poeta alemán, contestó a esta pregunta de
acuerdo a su idiosincrasia, reclamando como ideal la vida centrada en la sensación
artística. También para Goethe la verdad no existe sólo en la ciencia, sino también en el
arte. Pero Goethe es además el primer personaje moderno capaz de vivenciar en sí
mismo ideas que son a la vez ideas de la naturaleza, es decir, seres arquetípicos
creadores.
El investigador que llega a percibir los fenómenos que emanan de los arquetipos
puede articular dos mundos que antes permanecían distanciados entre sí: el mundo del
pensamiento y el mundo de las percepciones sensoriales. Esta capacidad requiere nuevos
órganos cognitivos, pues no podemos aprehender los fenómenos arquetípicos sólo con la
lógica. Una vez aprehendidos, representan lo más elevado a que podemos aspirar.
Una vez llegados a la conclusión de este ensayo, se espera que, por lo menos en parte,
hayamos alterado nuestra rutinaria y excesiva complacencia en los esquemas más
habituales de la ciencia de hoy. El nuevo paradigma científico se adivina en el horizonte,
será probablemente el objetivo más prioritario de la comunidad científica en este siglo
XXI y es seguro que requerirá un trabajo de investigación adecuado. Pero no sólo eso.
Puesto que el actual paradigma científico, que nació con Galileo y Newton, es ahora tan
200
penetrante que influye todos los aspectos de la vida, hará falta un cambio de mentalidad,
un cambio en la manera de percibir el mundo.
Mi grano de arena ha consistido en desbrozar un poco el camino al rescatar de la
marginación a una minoría de científicos cuyas ideas y descubrimientos hoy merecen
decididamente un primer puesto. Es seguro que se objetará que los nuevos
planteamientos abren más preguntas que las que cierran, pero a ello se puede responder
que en ciencia los avances más importantes siempre han necesitado de períodos iniciales
llenos de paradojas. Sirva como ejemplo el traumático paso de la física clásica a la física
cuántica.
Karl Popper, en su obra La lógica de la investigación científica, nos dice: «El avance
de la ciencia no se debe al hecho de que se acumulen cada vez más experiencias
perceptivas con el transcurso del tiempo. Ni tampoco se debe al hecho de que cada vez
hagamos mejor uso de nuestros sentidos. No es posible destilar ciencia a partir de
experiencias sensoriales no interpretadas, por muy industriosamente que las recojamos y
clasifiquemos. El único medio que tenemos para interpretar la naturaleza son las ideas
audaces, las anticipaciones injustificadas y el pensamiento especulativo: son nuestro
único organon, el único instrumento para captarla. Y nos hace falta aventurarlos si
queremos conseguir el premio. Aquel de nosotros que no esté dispuesto a exponer sus
ideas al riesgo de la refutación no toma parte en el juego de la ciencia».50
Y para terminar será adecuado citar unas palabras de Goethe que pueden servir de
reflexión para todos: «Si nuestra verdad es falsa, así será juzgada, aunque la defendamos
con nuestra vida. Después de nosotros, serán los niños que hoy juegan quienes la
juzgarán».
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temas, con comentarios, ensayos y aforismos.
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ensayos de autores contemporáneos que contempla tanto la filosofia de
una aproximación goetheana de la ciencia como ejemplos de aplicación
práctica en diferentes campos.
The Wholeness of Nature. por Henri Bortoft. Great Barrington (EE.UU.):
Lindisfarne Press, 1996. Es una introducción magistral a la aproximación
goetheana de la ciencia.
Goethe and the Sciences: A Reappraisal. Editado por Frederick Amrine y
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excelentes diálogos sobre la aproximación goetheana de la ciencia.
The Marriage of Sense and Thought, por Stephen Edelglass, Georg Maier,
Hans Gerbert y John Davy.Great Barrington (EE.UU): Lindisfarne Press,
1997. Contiene una clara y concisa discusión sobre una aproximación a
la ciencia basada en los fenómenos.
The Organism, por Kurt Goldstein. New York: Zone Books, 1995. Se trata
de la obra principal de Goldstein en que describe su aproximación
holística a la ciencia, tomando la mayoría de los ejemplos de la
neurobiología.
Toward a Phenomenology of the Etheric World. Editado por Jochen
Bockemühl, Great Barrington (EE.UU): Anthroposophic Press, 1985.
Las contribuciones de esta obra exploran las diferentes aplicaciones del
método goetheano a la física y a la biología.
The Will to Create: Goethe’s Philosophy of Nature, por Astrida Orle
Tantillo. Pittsburgh (EE.UU.): University of Pittsburgh Press, 2002.
The Romantic Conception of Life: Science and Philosophy in the Age of
Goethe, por Robert J. Richards. Chicago: University of Chicago Press,
2002.
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Goethe’s Botanical Writings, traducido por Bertha Mueller Woodbridge
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The Metamorphosis of Plants, por J.W. von Goethe.Kimberton (EE.UU.):
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217
218
219
220
221
222
223
224
225
Índice
Prefacio
1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA
El crepúsculo de los dioses
Entrando en materia
Alquimistas en el jardín o las plantas
El cuarto estado de la materia
2. BUSCANDO LAS LEYES DE LO VIVIENTE
Perséfone renace cada primavera
El genio de Faraday
¿Cómo se las apañó la manzana de Newton para subir al árbol?
Una geometría para los biólogos
La vida entre dos espacios
Caos y Cosmos: la materia como matriz receptiva
Los embriólogos recuperan el campo
El cuerpo de fuerzas formativas
Acerca de los genes
Medir la vida
Afrodita nació de las aguas
3. LA VIDA NO TUVO UN COMIENZO
El enigma de las rocas y el origen de la vida
Las montañas estuvieron vivas
El origen de la atmósfera y de los océanos
La vida nunca tuvo un comienzo en la Tierra
4. SOBRE EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
El hecho evolutivo nos supera
Un árbol sin tronco y un registro fósil enigmático
Las explicaciones de Darwin, ¿qué explican?
¿Cómo se generaron las formas ancestrales y por qué son
invisibles?
226
8
13
14
18
24
31
36
37
41
44
51
57
62
65
69
72
76
80
89
90
94
103
108
112
113
115
119
127
¿Extinciones catastróficas o crisis de crecimiento?
El Arquetipo
Una hipótesis para la Macroevolución
Las claves de un misterioso escenario
El plasma sanguíneo como registro fósil
Macroevolución frente a microevolución adaptativa
5. EL EJE DE LA EVOLUCIÓN
130
135
141
149
154
157
160
La antigüedad del hombre
El bebé de la Naturaleza
¿El mundo animal surgido del humano?
Descubriendo el tronco de la filogénesis humana
6. COSMOS, GEA, ÁNTHROPOS
161
166
173
179
186
¿Casualidades o causalidades?
El propósito recóndito de la evolución
Notas
Bibliografía
227
187
197
202
206
Descargar