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Resumenes de Historia Argentina

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HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - HALPERÍN DONGHI, T.: La Expansión Ganadera
en la Campaña de Buenos Aires (1810 - 1852)
Tulio Halperín Donghi (1963)
LA EXPANSIÓN GANADERA EN LA CAMPAÑA DE BUENOS AIRES (1810 - 1852)
I
Condiciones y limitaciones económicas de la expansión ganadera
El estimulo que significó la libertad de comercio se orienta, sobre todo, a las comarcas no
tocadas por la guerra civil: entre ellas las zonas del interior mejor ubicadas respecto del
centro exportador de Bs. As.
Hasta 1825 la ruta de Potosí queda cortada, aun después de esa fecha la apertura del
Pacifico sur al comercio europeo impedirá que Bs. As recapture el de Chile y Bolivia. Su
papel comercial sufre necesariamente como consecuencia de esto: Bs. As pasa a ser, sobre
todo, el puerto de unas exportaciones ganaderas que en las últimas décadas coloniales solo
habían cubierto alrededor de un tercio del total de comercio exportador porteño.
Antes de eclipsarse como rivales de la ganadería porteña, las zonas ganaderas del litoral
consumen frenéticamente su stock: los ejércitos federales y porteños son devoradores
implacables de ganado; la inseguridad impulsa, además, a los hacendados a liquidar,
anticipándose a sus posibles saqueadores.
Solo la conclusión de esta etapa deja a la ganadería de las zonas menos tocadas por la guerra
civil en disposición de aprovechar por entero la ampliación de su mercado consumidor.
A esa ampliación se responde con un crecimiento de la producción que, pese a sus altibajos,
es el movimiento dominante durante 30 años, a partir de 1820. Este aumento a su vez
deriva en primer término de la ampliación del área explotada; en segundo lugar, de una
utilización más intensa de la mano de obra disponible; no surge, en cambio, sino en medida
mínima, de progresos en los aspectos propiamente técnicos de la explotación ganadera y las
industrias con ellas conexas.
En cuanto a la industrialización, la innovación más significativa es sin duda la grasería, el
vapor que no solo se incorpora al saladero, sino también se difunde por la campaña en la
década de 1830 por iniciativa de hacendados y acopiadores locales.
Sin duda esa expansión debe plantear un problema de mano de obra: esta es ya escasa al
comenzar el proceso y corre riesgo de hacerse cada vez más cara.
Las mismas exigencias de baja inversión inicial rigen en las actividades industriales
relacionadas con la ganadería y en primer término en la más importante de todas: el
saladero.
La producción y la industrialización del vacuno se desarrollan entonces con bajos costos de
instalación.
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Las altas ganancias son uno de los rasgos dominantes de esa expansión ganadera: explican
no solo el triunfo de las inversiones en el sector rural sobre los modos de inversión rivales,
sino también el brusco aumento en la demanda de capitales que esa expansión provocó y se
tradujo de inmediato en una subida de las tasas de intereses corrientes.
Sin duda la inversión en empresas comerciales no había disminuido sus rendimientos como
consecuencia de la revolución, pero hubo aquí una transformación profunda de los grupos
mercantiles: una forma de adaptación a la situación nueva es la vuelta hacia el campo, que
ejecutan a partir sobre todo de 1820 algunos de los grandes comerciantes porteños de
arraigo colonial. Junto con ellos son los comerciantes extranjeros los que también
participan en la expansión del sector rural porteño.
La inversión especulativa se vuelve rápidamente de un rubro a otro, a la espera de ganancias
excepcionalmente elevadas. Al mismo tiempo, la miseria crónica del estado creó un nuevo
rubro, bien pronto importante para los especuladores: los vales de aduana, luego los fondos
públicos, por fin el papel moneda, todos de valor oscilante que, combatida
intermitentemente y sin vigor por los gobiernos, estaba destinada a durar a lo largo de toda
la etapa de expansión de la ganadería vacuna.
Más que rival, la inversión especulativa es entonces complementaria de la pecuaria o
comercial. Este rasgo se traduce también en el plano social: la expansión ganadera da lugar
en el ámbito porteño a una sociedad más homogénea que la colonial; los conflictos latentes
en esta, se atenúan progresivamente gracias a la expansión.
II
El marco social
a) En el nivel local
En las últimas décadas coloniales la campaña de Bs. As, entre El Plata y el Salado era una
zona juzgada solo mediocremente apta para la ganadería.
La frontera significaba para la campaña porteña una desventaja sin contrapartida positiva
alguna: si en el periodo 1780-1810 hubo en ella una relativa paz, ella se mantuvo a costo de
la detención del avance poblador en la línea del Salado, protegido mediante el sistema de
poblaciones y fuertes fronterizos comenzado a organizar en la primera de esas fechas.
Detrás de esa línea la campaña de Bs. As estaba dividida en propiedades de extensión media
(norte y aledaños de la ciudad), pequeña (oeste) y grande (sur). Estas diferencias iban
acompañadas de una parcial diferenciación de funciones: el oeste y algunos oasis del norte
eran centros predominantemente cerealeros; al norte y al sur el predominio de la ganadería
iba acompañado muy frecuentemente de actividades agrícolas. Pero este sector rural no era
tan solo el hinterland agrícola-ganadero de la capital, era el “corredor porteño”, una zona de
tránsito para el comercio con el interior.
En estas condiciones la hegemonía de los comercializadores en nivel local no se prolonga en
contactos estrechos con grupos de gran comercio de Bs. As: estos últimos, dedicados a la
importación ultramarina para un mercado que llegaba hasta Puno y Santiago de Chile,
dedicados a una exportación en que el metálico predominaba sobre los cueros no
necesitaban de la colaboración estrecha de los comerciantes rurales; aun se ocupaban
menos de los hacendados y agricultores de la campaña porteña.
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Sin duda el desbarajuste del comercio mundial luego de 1795 y el florecimiento de la
especulación que fue en Bs. As su consecuencia cambió en algo esta situación originaria:
antes que la ganadería vacuna era la agricultura la que estableció algún contacto entre el
pequeño comercio local y el gran comercio de exportación-importación de la capital. Pero
estos contactos no eran lo bastantes duraderos como para provocar comunidades o
rivalidades permanentes de intereses entre ambos grupos. El resultado era que solo sectores
de gran gravitación de posición relativamente secundaria en la vida urbana aseguraban el
contacto entre uno y otro sector.
El cabildo intervenía sin duda para asegurar que las maniobras de especulación no llevaran
a la carestía de productos de consumo universal a niveles intolerables; intervendría también
para designar, año tras año, las autoridades investidas de funciones de política y baja
justicia en la campaña.
Todo esto no eliminaba la relativa independencia de la campaña respecto de las fuerzas
económicas-sociales más dinámicas de la ciudad porteña, que estaba destinada a
desaparecer luego de la liberación del comercio ultramarino, y sobre todo de los cambios
que la acompañan.
b) Consecuencias de los reajustes comerciales post-revolucionarios (1810-1820)
El Reglamento de Comercio Provisorio, dictado en 1809 por un virrey acuciado a la vez por
la angustia financiera y el deseo de complacer en lo posible a los grupos de potenciales
descontentos, se preocupó, a la vez que de asegurar salidas ultramarinas para los frutos de la
campaña rioplatense, de conservar el control de la comercialización de los mismos por
aquellos que ya la dominaban.
La prohibición a los comerciantes extranjeros de participar en el comercio al menudeo y en
la internación de los frutos, la obligación de emplear factores y consignatarios entre los
comerciantes ya reconocidos son todas disposiciones encaminadas a ese fin. La revolución
comenzó por no introducir innovaciones en ese régimen.
En 1812 y 1813 el problema se da ya en toda su gravedad: un nuevo grupo de comerciantes
británicos actúa en el mercado porteño, disociando sus estructuras tradicionales: las
limitaciones que pesan sobre su actividad o las esquiva o bien las viola abiertamente. Luego
de varias tergiversaciones el gobierno, pese a la toma de posición muy enérgica de la
Asamblea de 1813, concluyó por derogar todas esas disposiciones restrictivas.
En efecto, los comerciantes ingleses entran en el mercado rioplatense, largamente aislado,
más que a establecer sistemas comerciales estables, a “recoger la crema” de provechos
extraordinarios que a la acumulación de frutos durante demasiado tiempo privados de
salida y la escasez de productos importados hacían posible. Su estilo de comerciar utiliza
muy escasamente el crédito, deja de lado las jerarquías complicadas que incluye la
estructura comercial tradicional.
Si la crisis del sistema de comercialización es innegable y presenta peligros graves para el
futuro de la economía regional en su conjunto, el avance de las fuerzas disruptivas se realiza
desde el comienzo con apoyos importantes entre los productores: la Representación de los
Hacendados, que reflejaba los puntos de vista de estos, seguida en su redacción como cosa
propia por el delegado de los comerciantes británicos, Mackinson. Obtenido el comercio
provisorio, los productores no debían perjudicarse necesariamente por la crisis de una
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estructura comercial compleja y costosa; los signos de prosperidad ganadera se hacen
evidentes a partir de 1816.
Más que por la existencia de una economía natural en la campaña, el punto de partida está
caracterizado por la existencia de un grupo comercial no subordinado a los hacendados; lo
que estos temen no es la reaparición de ciclos económicos cerrados en cada rancho, sino es
que este halle el camino para incorporar sus actividades a circuitos comerciales no
controlados por los mismos hacendados.
Las disposiciones sobre enrolamiento de vagos y la aparición de la industria saladeril
Es la escasez de mano de obra, la indisciplina que producen las levas y el temor a ellas, la
aparición de núcleos de desertores que necesariamente quedan marginados, lo que
explicaría este mayor vigor de las normas que gobiernan la disciplina del trabajo rural
Hegemonía terrateniente y avance de la frontera
Las bases de la hegemonía terrateniente en la campaña se han puesto ya en la primera
década revolucionaria. En 1760 se había ido constituyendo en la campaña un sistema de
defensa de fronteras. La revolución obligó a descuidar a las fuerzas regulares de la campaña;
las milicias tendieron cada vez más a ocupar su lugar.
Mientras los oficiales y suboficiales de blandengues, no necesariamente vinculados a los
lugares en que estaban acantonados, pagados por la autoridad central, solían establecer
vínculos locales sobre todo con comerciantes, y aun emprender por su cuenta aventuras
comerciales más o menos disimuladas, la estructura de las milicias se apoya en las de las
estancias ganaderas, su hegemonía militar en la campaña es la de los hacendados.
Así, los hacendados adquieren poderes militares: la supresión del cabildo pone la justicia y
la policía bajo la autoridad directa del gobierno provincial, las designaciones que éste hace
consultan los deseos de sus apoyos locales; estos son los hacendados que controlan las
milicias y además los votos de sus peonadas.
En el plano provincial: política de fronteras, política de tierras públicas. En el plano local: la
transformación de la administración pública en manos de los hacendados para el
mantenimiento de la disciplina del trabajo rural.
Desde 1820 se da un avance de la frontera que supera la línea del Salado. Este avance es
fruto de la expedición militar del gobernador Rodríguez y de las paces que la concluyen. A
partir de entonces se abre el proceso de poblamiento y organización de la Nueva Frontera;
en 1823 se funda Tandil; en 1825 una comisión recorre las tierras solo parcialmente
utilizadas aunque las paces han cedido los cristianos. En 1827 Rosas concluye el arreglo de
la frontera: una línea de fuertes, desde Santa Fe hasta el Atlántico, asegura una paz relativa,
consolidada mediante pagos de tributos destinados a ganar la amistad de algunos de los
grupos indígenas.
La Nueva Frontera había más que duplicado la superficie explotable de la campaña: para
disponer de ella, el gobierno de Rodríguez introdujo el régimen de enfiteusis.
Pero el régimen de enfiteusis, si no suprime la hegemonía de los grandes hacendados en el
sector rural, tiene una consecuencia económica-social cuya importancia no podría
exagerarse: al poner a disposición de los posibles compradores de tierras extensiones
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prácticamente nuevas se mantenga, durante un periodo relativamente prolongado. Gracias a
ellos los costos de producción ganadera pudieron mantenerse bajos. A partir de 1836 la
política ha de variar: la enfiteusis será reemplazada por la venta de tierras públicas. Esta no
es muy exitosa: el precio es bajo, es disminuido aún por la inflación de papel moneda, y sin
embargo solo una fracción de las tierras enfitéuticas son adquiridas en propiedad. Todavía
en 1839 la superficie de las primeras abarca más de la mitad de las tierras explotadas de la
provincia. Junto con la venta, el régimen rosista recurrirá abundantemente a la donación de
tierras.
Los trabajadores que requieren ser disciplinados son objetos de procesos en los cuales los
jueces de paz actúan como sumariantes.
Reduciendo la población marginal, imponiéndole la integración a los grupos de los peones
asalariados, reprimiendo efectivamente las actividades ilícitas que habían sido uno de los
medios con que los comerciantes de la campaña habían asegurado su independencia
respecto de los hacendados y les habían disputado la hegemonía, la organización policiaca y
judicial que se establece en la campaña luego de 1820 y se consolida durante la etapa rosista
presta un auxilio capital a la afirmación de la hegemonía de los hacendados. Pero para
mantener el orden de la campaña no contaban estos tan solo con la activa benevolencia del
poder político, tenían a su disposición otros instrumentos igualmente eficaces.
El orden nuevo en la estancia
La estancia vacuna es gracias a los cambios post revolucionarios no solo el más importante
centro productor de la campaña sino también un factor cada vez más importante por lo
menos en las primeras etapas de la comercialización.
Para mantener esa disciplina el propietario tiene también otros instrumentos: la condición
de asalariados de sus servidores; muy frecuentemente la insuficiencia de esos asalariados,
que coloca a los peones en deuda permanente con los hacendados.
El aparato represivo del Estado puesto al servicio del hacendado frente a sus peones, las
deudas de estos con el patrón creando un nuevo lazo que los asalariados no tienen
posibilidades reales de romper.
La imposición autoritaria de un nuevo ritmo de trabajo aparece en el litoral argentino al
iniciarse el proceso de nacionalización de la actividad productiva; aquí como en otras partes
es utilizada para acelerar la transición que es extremadamente difícil.La expansión ganadera
se da en medio de una penuria constante de mano de obra en estas condiciones de éxito de
la tentativa de disciplinar la vida rural debe medirse, más que en los cambios del ritmo de
trabajo en la estancia, en la transformación de la estancia en elemento económico
dominante en el área rural porteña.
Esa transformación se dio en toda la campaña porteña. Pero se dio más radicalmente allí
donde la expansión ganadera se implantan sobre un vacío previo: en el sur de la provincia,
en la Nueva Frontera.
[Tulio Halperín Donghi, "La expansión ganadera en la Campaña de Buenos
Aires, 1810-1852", Desarrollo Económico, Vol. III, Nº 1-2, Abril-Septiembre de
1963]
sábado 19 de septiembre de 2009
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HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - BUCHBINDER, P.: Caudillos y Caudillismo: Una
Perspectiva Historiográfica
Pablo Buchbinder (1998)
CAUDILLOS Y CAUDILLISMO: UNA PERSPECTIVA HISTORIOGRÁFICA
Hacia las primeras décadas del siglo pasado las cuestiones relativas al surgimiento de la
autonomías provinciales, el federalismo y el accionar de los caudillos fueron convirtiéndose
en tema de central interés para los historiadores. Este énfasis iba a cobrar nuevo impulso
hacia fines de la década del 20. Probablemente, este creciente interés tuviera alguna
vinculación con los conflictos derivados de las numerosas intervenciones federales
dispuestas por las autoridades nacionales en las provincias. Las controversias históricas
sobre el caudillismo conservaron una relación estrecha con las polémicas relativas al
funcionamiento del sistema federal. Éste ingresó en una profunda crisis en la primera
década del siglo y, en particular, a partir del ascenso del radicalismo al poder en 1916. La
defensa del federalismo se articuló así con la de los valores de la Constitución de 1853. Estos
acontecimientos impulsaron la “revisión” de muchas de las ideas prevalecientes sobre el
origen del sistema federal y sobre los caudillos. De esta forma la cuestión del caudillismo iba
a convertirse en uno de los principales puntos de controversia historiográfica. El objetivo del
trabajo es examinar la evolución de la imagen del rol y accionar de los caudillos entre
mediados del siglo XIX y principios del XX en ciertas vertientes de la historiografía
argentina. Se procura subrayar las líneas de una evolución cuyos rasgos centrales están
dados por una progresiva revalorización del rol de los caudillos y de su contribución a la
conformación del ordenamiento constitucional argentino.
Las obras fundadoras
La cuestión del caudillismo se encuentra ya en los orígenes de la literatura política
argentina. El punto de partida insoslayable es el Facundo de D. F. Sarmiento. El análisis
de la figura de Facundo se articulaba con una concepción que partía de la dicotomía entre
civilización y barbarie y de la contraposición entre el mundo rural y el de las ciudades. La
peculiaridad sobresaliente del trabajo de Sarmiento consistía en su articulación del proceso
de surgimiento de los caudillos con un análisis profundo del marco regional y social que le
había dado origen. La óptica de Sarmiento privilegiaba entonces una perspectiva que
buscaba develar las raíces sociales del caudillismo que encontraba, por otra parte, en la
descomposición del tejido social posterior a las luchas por la independencia. Desde esta
visión también se establecía una división tajante entre los actores centrales del proceso
revolucionario y los caudillos. Esta división constituiría uno de los elementos centrales de
las discusiones que en torno al fenómeno del caudillismo se establecería en la historiografía
argentina. Poco más de diez años después de la primera edición del Facundo apareció la
primera versión de la Historia de Belgrano de Bartolomé Mitre. Esta obra se insertaba en
el marco de una colección de biografías, la llamada Galería de Celebridades Argentinas.
Ésta era concebida por Mitre no como una biografía, ni siquiera como una historia sino “…
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como un monumento erigido a nuestros antepasados que consagraron su vida y sus afanes a
la felicidad y gloria de la patria”. Sólo celebridades de este tipo eran para Mitre acreedoras a
la gratitud de sus descendientes. Estas figuras tenían su contrapartida en otras que, por sus
valores y acciones, no merecían el reconocimiento de aquellos. En esta lista quedaban
incluidos prácticamente todos los caudillos regionales de la primera mitad del siglo XIX. El
primer juicio vertido por Mitre partía entonces de la clara contraposición entre éstos y los
héroes de las guerras revolucionarias. La obra de Mitre partía de la idea de la preexistencia
de la Nación Argentina a los estados provinciales. Esta ya estaba prefigurada desde los
antiguos tiempos virreinales y a través de las guerras suscitadas a partir de 1810 había
cristalizado en un estado independiente. ¿En qué medida habían contribuido los caudillos a
las luchas por la independencia y a la configuración de un nuevo estado? ¿Era éste acaso un
resultado exclusivo de la acción del gobierno central con sede en Buenos Aires? En este
sentido Mitre introduciría algunos matices en las sucesivas reediciones de su obra. La carga
negativa que afectaba al conjunto de los líderes provinciales, iba a concentrarse
gradualmente en la figura de José Artigas. El caudillo oriental era el prototipo del líder
segregacionista. El cuestionamiento a la figura de Artigas fue progresivamente acompañado
de una clara revaloración de los otros dos principales líderes del Litoral, Estanislao López y
Francisco Ramírez. Quizás la principal razón de este cambio estribaba en la necesidad de no
construir una historia excesivamente porteña, incorporando así el aporte provincial al
proceso de conformación de la Nación. El rotulo de “anarquista antinacionalista” que usaba
Mitre para referirse a Artigas procuraba subrayar precisamente lo que concebía como el
propósito de apartarse del cuerpo de la Nación para seguir un camino distinto. A través de
estos conceptos, Mitre privilegiaba, en su análisis del caudillismo, las cuestiones
relacionadas con el devenir y la evolución de la vida política y el estado. Pero de todos
modos los condicionantes sociales ocupaban un lugar importante en la interpretación de
Mitre. El caudillismo era, para Mitre, un producto genuino de las sociedades provinciales.
Tal como se habían expresado en la primera mitad del siglo XIX los caudillos encarnaban las
pasiones de las multitudes y eran reflejo de una “democracia bárbara” y popular en su
estado rudimentario. Destacaba que las nociones políticas que animaban a esas masas iban
a convertirse en principios fecundos de gobierno más adelante. Esta clara distinción con la
que Mitre procuraba integrar al núcleo de los caudillos litorales en el proceso de
construcción de la nación, está ausente en otra de las obras considerada también fundadora
de la historiografía argentina y que conserva una óptica fuertemente porteñista: la de
Vicente Fidel López. Éste privilegiaba el rol de Buenos Aires en las luchas por la
independencia y defendía con vehemencia las posiciones del gobierno central. Frente a éste
situaba al localismo provincial que calificaba de antinacional. La ligazón entre mundo rural
y caudillismo era señalada con la misma insistencia que en Mitre. También compartía una
visión en la que la acción de los caudillos era considerada en función de su contribución a la
construcción de un nuevo estado. Para López los caudillos conformaban un bloque
homogéneo cuyas diferencias internas debían ser minimizadas siendo equiparados a
delincuentes. El localismo era así identificado con las tendencias que procuraban disolver la
nación sin percibir allí, como lo había hecho Mitre, los principios embrionarios de gobierno
que cristalizarían en el ordenamiento constitucional de 1853.
La tradición escolar
Un repaso de la manualística escolar y académica revela la gran difusión que adquirieron, en
torno a los caudillos, juicios similares a los vertidos por López. Esta literatura escolar y
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didáctica asignó claramente el papel de villanos en la historia política argentina del siglo
XIX, a los caudillos. Esta imagen predominó entonces en muchos de los textos para la
enseñanza básica y también en obras de historia y derecho constitucional.
Los positivistas
En gran medida, estos trabajos remitían a las primitivas claves sarmientinas. En todo caso,
había aquí un interés menor por explorar la relación entre el surgimiento de los caudillos y
la conformación del estado que por generar un nuevo marco que privilegiase una explicación
sociológica del caudillismo. Muchos de estos trabajos procuraron develar las raíces del
caudillismo en la peculiar evolución histórica rioplatense. Juan Álvarez insistió en las
formas en que las decisiones de política económica, desde 1810, habían afectado a los
pueblos del interior, para explicar la popularidad de figuras como Artigas o López Jordán.
José María Ramos Mejía insistió en caracterizar al ascenso de los caudillos como fruto
del predominio de las masas rurales. Los interrogantes que inspiraban la obra de Ramos
Mejía se referían al problema de las bases sociales del caudillismo y a la relación entre el
caudillo y las “multitudes” que constituían su sustento político. Éstas se habían desarrollado
en forma especial, sin contacto con la civilización de las ciudades, sin ninguna vinculación
con el tipo europeo eran resultado de la fusión de las antiguas tribus indígenas con “…
gauchos mestizos…”. Sobre ellas se construía el poder del caudillo basado en la supremacía
derivada de la impresión que sobre ellas ejercía una determinada personalidad a partir de su
aspecto físico, su habilidad en el lazo, su vestimenta, etc. El elemento étnico era también el
eje de la explicación que adoptaba Lucas Ayarragaray. El caudillismo era para
Ayarragaray una característica sustancial del régimen político argentino, derivado, por otra
parte, de la heterogeneidad de la estructura étnica, producto de la mestización de las razas
conquistadoras e indígenas.
Los constitucionalistas y la Nueva Escuela Histórica
En 1904 se publicó el Facundo de David Peña, obra que cumpliría un papel esencial en la
“revisión” de las interpretaciones dominantes sobre el tema. La imagen histórica de los
caudillos se había configurado para Peña en base a prejuicios y rencores que no resistían un
riguroso análisis histórico. Peña encarnaba en Quiroga un conjunto de valores que
consideraba positivos: hidalguía, valor en la guerra, patriotismo. Pero uno de los aspectos
esenciales de la obra de Peña radicaba en la asociación estrecha que establecía entre los
principios de organización política y constitucional sustentados por Quiroga y el orden
jurídico impuesto en la Argentina a partir de 1853. La obra de Peña introducía algunos de
los ejes sobre los cuales a partir de principios de siglo iban a revisarse determinados
aspectos de las imágenes del caudillismo imperantes. La discusión iba a desarrollarse en
varias direcciones. Por un lado, a partir de una negación de la identidad entre barbarie y
caudillismo, ligando así a los caudillos con los sectores cultos y urbanos de las provincias y,
por otro, a partir de la insistencia en el aporte de los líderes provinciales a las guerras de
independencia y a la construcción del orden institucional argentino consolidado a partir de
1853. Probablemente haya sido Juan A. González Calderón quien en forma más tajante
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se refirió a la personalidad de los caudillos insistiendo en el carácter nacional de su acción y
en el hecho de que habrían sido verdaderos transmisores de los sentimientos y aspiraciones
de los pueblos provinciales. No es casual que la aparición de estas obras se haya efectivizado
en un marco signado por la crisis del sistema federal de gobierno producida a fines del siglo
XIX y principios del XX. En el caso de Ravignani y otros constitucionalistas como González
Calderón, el estudio y la reivindicación de los caudillos se articulaba con una firme defensa
de los principios políticos que habían inspirado el diseño de la Constitución de 1853.
Emilio Ravignani dedicó una parte importante de su obra al análisis de los vínculos
interprovinciales y a las ideas constitucionales de muchos de sus principales líderes. Incluso
fue la figura de Artigas uno de los principales ejes de su interés historiográfico. Su análisis
de la acción del caudillo oriental es interesante ya que era considerado el prototipo del
caudillo segregacionista. Ravignani analizó el proyecto de Constitución para la Banda
Oriental orientado por Artigas. De este análisis se desprendía que Artigas había
comprendido claramente el concepto de provincia y, a través de esta constitución, había
desarrollado la noción de autonomía local. Los caudillos habían, para Ravignani, sostenido
ideas federales claramente compatibles con el concepto de nación. Los caudillos, de acuerdo
con esta concepción, no habían impulsado ideas segregacionistas sino de autonomía
provincial en un marco nacional. La defensa que elaboraba así Ravignani de la figura de los
líderes provinciales no apuntaba meramente a una cuestión de actitudes o valores morales
en juego sino, fundamentalmente, a subrayar su contribución esencial a la conformación del
moderno estado argentino.
Los revisionistas
El tema del caudillismo no fue central en el primer revisionismo, más preocupado, en todo
caso, por generar una interpretación en torno a las consecuencias provocadas por el vínculo
anudado por la Argentina con Gran Bretaña o por la reivindicación de la figura de Rosas. En
realidad, las primeras interpretaciones que los revisionistas realizaban en torno a este tema
retomaban los argumentos vertidos por los historiadores de la Nueva Escuela Histórica.
Manuel Gálvez negaba la identificación entre barbarie y caudillismo. Ricardo Font
Ezcurra atribuía la responsabilidad de las guerras civiles a los gobiernos centrales con sede
en Buenos Aires. Los mismos motivos retomaba Julio Irazusta en un artículo centrado en
la crisis política del año XX. En La historia falsificada, Ernesto Palacio criticó con
particular énfasis la identificación del caudillismo con la barbarie, propia de obras clásicas
de la historiografía argentina y cuestionó el tratamiento de su accionar en los libros de texto.
Negaba también Palacio la dicotomía entre un conjunto de hombres capitalinos,
conocedores de las tendencias políticas modernas y un grupo de bárbaros caudillos
provinciales. La inserción de éstos en la “burguesía decente y afincada de las provincias” era
un hecho indubitable. La imagen de los caudillos elaborada por los revisionistas no
introducía innovaciones significativas en relación a lo sostenido por los autores vinculados a
la Nueva Escuela Histórica.
Conclusiones
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Parece importante insistir en la existencia de diferentes objetos y ejes de indagación. Ciertas
vertientes historiográficas centraron sus análisis en las condiciones que hicieron posible la
emergencia de un liderazgo político sustentado en las masas rurales de la campaña. Esta
interpretación se constituyó recuperando la dicotomía entre mundo urbano y rural como
una matriz esencial de análisis. No fue este tipo de preguntas, sin embargo, el que
predominó en los análisis sobre la cuestión de los caudillos en las obras históricas surgidas
desde mediados del siglo XIX. En cambio, se privilegió la cuestión relativa al rol de los
caudillos en el proceso de construcción de un estado independiente y un nuevo orden
institucional durante la primera mitad del siglo XIX. También aquí se destacan la
coexistencia de interpretaciones divergentes. Por un lado se configuró una tradición que
sustentó juicios fuertemente negativos, estableciendo una clara dicotomía entre los héroes
de la revolución y los caudillos de la etapa posindependentista. Es notable la fuerza de esta
interpretación ya que gran parte de las polémicas historiográficas sobre el tema la tienen
como referencia central. Pero, en realidad, estas interpretaciones tan negativas sobre el rol
de los caudillos fueron matizadas e incluso recusadas mucho antes del surgimiento del
llamado “revisionismo histórico”. En este sentido también es importante subrayar cómo
interpretaciones notablemente contrapuestas circulaban en los medios académicos y
culturales de la Argentina desde principios de siglo. Los amplios márgenes del pluralismo
cultural imperantes por entonces favorecían esa coexistencia. Pero esta situación se iba a
modificar a partir de los últimos años de la década del ’30 cuando la creciente relevancia que
el discurso histórico cobró en el debate político generó una nueva sensibilidad ante la
“revisión” de temas como el del caudillismo y su rol en la configuración del nuevo estado
independiente. De todas maneras, también en este caso, la perspectiva política e
institucional en la interpretación del caudillismo pareció fortalecerse desde las décadas del
’20 y el ’30, sobre las que privilegiaban un análisis de tipo sociológico, lo que revela como las
líneas y preguntas diseñadas a mediados del siglo anterior por Mitre y López seguían
constituyendo una fuente central de referencia en la discusión y las controversias
historiográficas sobre el tema.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - SVAMPA, M.: La Dialéctica entre lo Nuevo y lo
Viejo: Sobre los Usos y Nociones del Caudillsmo en la Argentina..
Maristella Svampa (1998)
LA DIALÉCTICA ENTRE LO NUEVO Y LO VIEJO: SOBRE LOS USOS Y NOCIONES DEL
CAUDILLISMO EN LA ARGENTINA DURANTE EL SIGLO XIX
Desde su origen como concepto aglutinador de una experiencia histórica, la reflexión acerca
del caudillismo destaca la especificidad americana del fenómeno, con lo cual prontamente
buscarán extraerse ciertas conclusiones pesimistas acerca de la constitución orgánica de
estas sociedades, cuyos alcances político-culturales aún hoy parecen ser objeto de debate. La
historia de este debate ha configurado distintas tradiciones interpretativas en torno del
caudillismo. Gran parte de estas tradiciones fueron configuradas hacia fines del siglo XIX y
durante la primera década del siglo XX. El artículo tiene por objeto dar cuenta del proceso
de gestación de estas tradiciones, de aquellos desplazamientos de sentido relevantes
operados sobre la noción de caudillismo, a la luz tanto de su asociación con determinados
núcleos problemáticos, como de su relación de oposición y antagonismo con otros conceptos
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claves del lenguaje político de la época. Sin embargo, se obtendría una visión sin duda
incompleta si no se incluyeran los aportes de los representantes de la generación del ’37.
Una primera mirada sobre los usos y significaciones del caudillismo durante el siglo XIX
pareciera mostrar un concepto despojado de problematicidad, dad la convergencia
valorativa que se establece prontamente acerca del carácter y de las implicancias negativas
del fenómeno, punto de partida de un cierto consenso interpretativo. El empleo de la
palabra caudillismo asociado a la imagen del caudillaje, alude así a la dimensión irracional
del caudillismo como fenómeno social y político, como el “otro” de la modernidad política o
la negación sin más de la modernidad. La utilización de la expresión implicaría así una
fuerte condena tanto moral como política, en labios de aquellos cuya identificación con el
orden constitucional y el progreso, sobre todo después de la caída de Rosas, habrían de
arrogarse el monopolio de los valores positivos de la modernidad.
I. La organización de los ejes centrales
1. La época de la “guerra social”: ¿Ruptura o continuidad?
La perspectiva sarmientina en el Facundo
La comprensión general del fenómeno caudillista en términos de continuidad o de ruptura
histórica introduce ya un primer eje articulatorio de la región. Dos grandes respuestas
diferenciadas se perciben: la primera consiste en afirmar la excepcionalidad del fenómeno
caudillista –que incluye sobre todo el régimen de Rosas-; la segunda apunta a caracterizarlo
como vicio constitutivo de la realidad argentino-americana, con lo cual quedaría confirmado
su ineluctabilidad histórica, más tarde, su recurrencia inevitable. Entre los representantes
de la generación del ’37, es Sarmiento quien realizó en el Facundo uno de los mayores
intentos de conceptualización y de síntesis de las nociones de caudillo y caudillismo,
conformando lo que bien puede denominarse su imagen canónica. ¿Cuál es la imagen que
Sarmiento nos presenta? A pesar de sus múltiples formulaciones, la imagen CivilizaciónBarbarie se reduce a dos oposiciones básicas. En primer lugar, existe una oposición débil,
que se plantea más en términos coexistencia que de contradicción y alude a dos estados de
sociedad y de cultura, que expresan un grado de evolución desigual. En segundo lugar,
existe una oposición fuerte a partir de la cual ya no se plantea una diferencia de grado o de
evolución entre la Civilización y la Barbarie, sino una clara y radical ruptura. Dicha ruptura
se torna manifiesta en tanto y en cuanto la Barbarie se presenta, no como un estado social
propiamente dicho, sino sobre todo como la disolución de todo principio de sociedad.
Sarmiento nos recuerda que es sólo el concurso de circunstancias excepcionales, la guerra o
el peligro de la misma, los que hacen que este tipo social devenga un líder, un caudillo, un
jefe. Sobreviene entonces la disolución de la sociedad, proceso que desemboca en la
“ruralización” de las ciudades y el poder. El caudillismo se halla entonces al final de este
proceso de degradación: es la sistematización de un régimen de por sí anárquico, cuya base
social es la masa inorgánica y su rasgo mayor un orden social anómico y la ausencia de
desarrollo de cualquier forma de civilización. El representante social por excelencia del
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caudillo como tipo social derivado del gaucho malo-comandante de la campaña no es otro
que Facundo Quiroga, encarnación de la anarquía política, mientras que la ilustración más
acabada del caudillismo como régimen de dominación social y político es la dictadura de
Rosas. El caudillismo como régimen político, perfeccionado por Rosas, tiene como base un
tipo social que es expresión y determinación de la geografía social del país, pero es fruto de
la excepcionalidad de la guerra y la ruptura del lazo social que ésta ha producido. Vemos
entonces que el caudillismo se inserta en el nivel de las oposiciones fuertes y se asocia
temporalmente a un concepto cargado de pasado –la barbarie- y revela por ello un
disfuncionamiento, una patología derivada del carácter nacional. La imagen sarmientina
como fórmula de combate obtuvo adhesiones por doquier, pero también se alzaron contra
ella voces discrepantes. Así, Alberdi estuvo entre aquellos que no aceptaban la rígida
demarcación que propone la dicotomía: éste sostenía que “la división entre hombres de la
ciudad y de la campaña es falsa…Rosas no ha dominado con gauchos sino con la ciudad”.
2. La época de la organización política: la oposición caudillismo-constitucionalismo
En las primeras décadas del siglo XIX, el constitucionalismo es, en el terreno retóricoconceptual, el otro por antonomasia del caudillismo. Esto aparece claramente en Alberdi
quien lee el caudillismo desde la dictadura de Rosas y enfatiza su carácter americano, su
naturalidad. Sin embargo, la oposición entre constitucionalismo y caudillismo no se
desarrolló sobre un antagonismo simple, entre otras razones debido a que reunía dos
conceptos heterogéneos desde el punto de vista genético. En efecto, la ambivalencia del
constitucionalismo derivaba del hecho de que era un concepto donde convergían y se
oponían el orden especulativo con el orden histórico, duplicidad que comprometerá su
misma valoración. En cambio, el caudillismo antes que un concepto, era una experiencia
histórica cuya contundente existencia se imponía como un datum frente al pensamiento y la
reflexión más teórica. En Argentina, el proceso de desencanto de las elites republicanas
respecto del pueblo tuvo su expresión en la crítica al desencarnado constitucionalismo
democrático, culpable de haber facilitado la instalación de la dictadura de Rosas, avalada y
sostenida por la mayoría. Las críticas se encaminaron rápidamente a alimentar el temor de
no poder consolidar un orden republicano y democrático. La ambivalencia devino aporía y
colocó a los reformistas en la necesidad de revisar ciertos principios revolucionarios para
desactivar las tensiones entre el “país real” –la dictadura, el caudillismo- y el “país legal” –el
ciego constitucionalismo asociado al formalismo y la artificialidad, al fracaso de la teoría.
Esta oposición entre lo real y lo legal, especio en el cual se entrecruzan y rivalizan el
caudillismo y el constitucionalismo va a derivar luego, una vez derrocado Rosas y adoptada
la solución constitucional republicana y presidencialista, en nuevas formulaciones de la
contraposición entre lo viejo y lo nuevo, las que anuncian cambios con respecto a los ejes
mayores de la visión sarmientina acerca del caudillismo. Esto es manifiesto en V. F. López,
para quien los argentinos nos balanceamos entre dos extremos que indican “la niñez de
nuestro organismo político y la vejez de nuestro organismo social”. El personalismo y la
consecuente ausencia de cuerpos intermedios están en el origen de la crítica de éste al
régimen presidencialista y su preferencia por un modelo parlamentario que genere mayores
vinculaciones con la sociedad civil. La nueva vuelta de tuerca que López hace de la oposición
entre lo nuevo y lo viejo apunta a poner en claro los “síntomas de la situación patológica de
nuestro país”, esto es la importancia y la persistencia de los vicios orgánicos, donde se
entrecruzan y fusionan en legado español con el régimen rosista, producto de la anarquía de
los años ’20 que trastornaría todas las bases de la organización política que habría de servir
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de molde definitivo a la sociabilidad argentina. La Argentina resulta ser entonces un “pueblo
niño”, un “pueblo atrasado”, un “pueblo inorgánico”. A la luz de la organización política, la
posición liberal-conservadora encarnada por López, no requiere de un lenguaje de guerra
para señalar cuáles son los vicios orgánicos del país, como el que fuera utilizado por la
generación de los liberales románticos, tampoco exige la necesidad de plantear un corte tan
radical entre las oposiciones.
Estos nuevos avatares de la relación entre lo nuevo y lo viejo van a redefinir en suma los
términos del antagonismo entre constitucionalismo y caudillismo en un nuevo territorio
discursivo, dando origen a dos posiciones diferentes. Por un lado, liberales y positivistas van
a explotar recurrentemente, algunos desde una perspectiva biológica, otros desde una grilla
social, la idea de la conservación y la persistencia de ciertas malformaciones políticosociales, asociadas a la matriz caudillista. Por otro lado, la creciente negatividad con la cual
se va cargando el concepto de constitucionalismo, a través de la antinomia “país legal-país
real” va a facilitar el proceso de revalorización de los caudillos y, en particular, del régimen
caudillista de Rosas.
II. Caudillismo y Nacionalidad. El momento del balance del progreso
1. Entre las nuevas “cuestiones” y los viejos “problemas”
El objeto de estudio de los ensayistas que en mayor o menor medida están ligados a la
matriz positivista, es realizar un balance del progreso, tanto a la luz de las nuevas cuestiones
que afronta el fin de siglo, como de los llamados viejos problemas, los vicios orgánicos,
donde se entrecruzan el problema de la raza, de la formación de la nacionalidad y la cuestión
del sujeto político. Por encima de las diferencias, los positivistas tienen por punto de partida
una hipótesis común: la realidad político-social del país señala la persistencia del
caudillismo, a través de nuevas formas y/o atenuadas formas respecto de sus
manifestaciones pasadas. El estudio debe confirmar “científicamente” esta hipótesis y
aportar las claves de este “mal americano”. Dos posiciones mayores parecen delinearse: por
un lado, existe una visión casi generalizada entre aquellos representantes más típicos le
positivismo acerca de que los problemas de nuestra configuración política-social son antes
que nada de origen étnico; por otro, una segunda línea, representada por ensayistas
liberales, cercanos al positivismo, que desarrollan una lectura social que desde diferentes
perspectivas señalan las dificultades en el proceso de formación del sujeto político. Sin
embargo, el tipo de explicación debe ser en puesto en relación con otros dos ejes igualmente
articulatorios. El primero de ellos hace referencia a la perspectiva en la cual se inserta el
caudillismo como avatar histórico, sea en términos de continuidad o de ruptura. El último
eje se constituye alrededor de la relación líder-masas y apunta a centrar en uno y otro polo
el análisis de los males latinoamericanos: malformaciones del régimen político,
disposiciones irracionales de las multitudes, etc.
1. La matriz biológica de lectura
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1.1 La conjunción de raza y psicología
Lucas Ayarragaray traza la evolución del caudillismo, para ver en él el producto de un
“embrionario estado social”, un régimen personalista y arbitrario, de indudable raíz
española, producto de la fusión étnica. Por un lado, sostiene que, más que un régimen, el
caudillismo es un estado de pura anarquía. El caudillo, como órgano de poder, termina por
concentrar las rudimentarias funciones del organismo político. Por otro lado, el caudillismo,
como la criminalidad, puede adoptar diversas formas: “la violenta o muscular” –el caudillo
violento- y la “forma astuta o intelectual”, como el período de Rosas. Los vicios de nuestro
organismo político y nuestra inferioridad moral emergen entonces de una psicología
marcada por la inferioridad racial, agravada por el proceso de fusión étnica. Tanto
Ayarragaray como Bunge señalan con énfasis el carácter negativo y degenerativo de todo
proceso de mestizaje. Esta posición es desarrollada por Bunge en Nuestra América (1903),
libro en el cual estudia la psicología de los pueblos hispanoamericanos desde una óptica
racial, a fin de explicar como dichos rasgos engendran los males de la política criolla. Sin
embargo, a pesar de que todo proceso de mestizaje entraña una degradación racial y moral,
los elementos psíquicos que conforman su idiosincrasia pueden ser atenuados y mejorados
por el proceso de europeización; lo que sucede de hecho en la capital y el litoral de la
Argentina, a semejanza de Estados Unidos y a diferencia de otros países del continente. A
diferencia de Ayarragaray, las conclusiones de Bunge tienen por objeto mostrar tanto el
éxito de la fórmula europeizante aplicada por Argentina, como justificar, desde una mirada
que se quiere omnicomprensiva, benevolente y conservadora, la presencia de formas
caudillistas en otros sistemas políticos hispanoamericanos, a fin de matizar el juicio
condenatorio que pesa sobre ellos. Esto es realizado en dos fases. Por la primera, Bunge
establece las etapas del caudillismo, distinguiendo entre el caciquismo, que es “sinónimo de
paz” y e caudillismo, que no es otra cosa que “un caciquismo sangriento”. La comprensión
del caciquismo en términos de continuidad no sólo le permite explicar sus modalidades
presentes, esto es su perpetuación en la práctica política del subcontinente, sino también
justificar la imposibilidad de su erradicación. Mientras Ayarragaray extiende una mirada
pesimista sobre las posibilidades de superar las malformaciones de nuestra fatal
configuración étnica, Bunge realiza un balance optimista del progreso realizado, aún en
aquellos países donde se continúa el proceso de hibridación racial.
1.2 Evolución, historia y adaptación al medio
La perspectiva de José Ingenieros sobre el caudillismo se halla sintetizada en el libro
publicado en 1910 bajo el titulo de Sociología Argentina. El caudillismo es caracterizado allí
como la “superestructura política natural de un régimen económico feudal”. La anarquía
política es así el correlato de la anarquía económica. Pero el caudillismo registra numerosas
etapas en la evolución política argentina. Al caudillismo inorgánico le sucede el caudillismo
organizado, cuyos exponentes más acabados son Rosas y Urquiza. La etapa siguiente se
corresponde con la organización política. A este período de transición se ajustan los
gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. La figura del caudillismo “urbanizado” es
Alsina. La salida del período feudal se registra lenta pero inexorablemente en la medida en
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que el país entra en la vía capitalista, perdiendo casi completamente sus lazos con el
caudillismo. El problema que persiste es la inexistencia de verdaderos partidos políticos,
esto es, de actores políticos que canalicen orgánicamente sus intereses económicos. A pesar
de esto, el ocaso del caudillismo es un hecho, siendo sus últimos representantes Alem y
Pellegrini. El cruce que Ingenieros realiza entre el determinismo racial y el económico le
permite generalizar sus conclusiones, justificando la mirada optimista que desliza sobre el
futuro desenlace de la lucha.
1.3 La relación líder-masas: la formación del sentimiento de nacionalidad
Desde una óptica igualmente determinista, que combina los aportes de la criminología de la
época con la preocupación nacionalista, J. Ramos Mejía se abocará a poner de relieve las
psicopatías de los grandes hombres en La neurosis de los hombres célebres (1878) y Rosas
y su tiempo (1907). La intención de realizar un trabajo sobre Rosas lo había llevado antes,
en 1899, a publicar un libro Las multitudes argentinas, planteado por el mismo autor como
una introducción al examen de la tiranía rosista, a partir del estudio de las muchedumbres
de las cuales aquella emergiera. Ramos Mejía pretende dilucidar la trama el caudillismo en
Argentina a través de dos estudios paralelos y complementarios que postulan un vaivén
entre el líder y las masas. Del costado del líder, es el énfasis en las estructuras psicológicas
anómalas, las que al interactuar con el medio social actualizan la locura; del costado de las
multitudes, es el instinto y el puro inconsciente, por ende, la incapacidad de reflexionar
racionalmente. Otra nota importante es que Ramos Mejía señaló una clara diferencia entre
aquellas multitudes belicosas del período de la anarquía, y la ausencia de multitudes
políticas en la época moderna. La afluencia masiva de inmigrantes produjo un corte en la
continuidad histórica que se refleja en la falta de participación política de las masas nativas,
frente a lo cual se impone la necesidad de restituir ese lazo histórico mediante la educación
nacional, ante un inmigrante que amenaza con deformar la fisonomía nacional.
2. La matriz socio-cultural de lectura
2.1 La lucha entre la sociedad y las instituciones
A Álvarez y J. A. García se encuentran entre los principales divulgadores de una lectura
que analiza el conflicto mayor de la historia argentina en términos socioculturales y
económicos. Aunque Álvarez no aborda directamente el tema del caudillismo éste aparece
asociado al problema de la ciudadanía, es decir a las dificultades de la formación de un
sujeto político que se corresponda con las proclamadas instituciones liberales.
Contrariamente a Bunge y a Ingenieros quienes exaltaron sin matices la superioridad racial
del inmigrante europeo, Álvarez no participó de este entusiasmo, pero tampoco comulgó
con la visión de aquellos grupos que experimentaban en la época un crudo desencanto
respecto del inmigrante. En realidad lo que su pesimismo liberal ponía en cuestión era la
posibilidad misma de revertir un proceso de hondas raíces históricas que, marcado por el
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origen hispano-católico, había determinado el desarrollo de una suerte de “mentalidad
criolla” que estaba en el origen de las malformaciones republicanas.
2.2 Entre gauchos y caudillos: el tópico del culto del coraje
Son varios los autores que atribuyen a García el merito de haber subrayado en La ciudad
Indiana (1900), desde una perspectiva crítica, la influencia del culto del coraje sobre
nuestra configuración política. En el origen de estos sentimientos aparece la influencia del
medio social, la Pampa, la vida aislada, rodeada de peligros, sin ley ni autoridad, en donde,
si se quiere prosperar, el valor personal se impone como cualidad predominante. En suma,
el esquema interpretativo que presenta J. A. García se orienta en una dirección similar a la
de Álvarez, a pesar de su insistencia en la importancia de los factores económicos. Sin
embargo, en esa época no se encuentra una única lectura del llamado culto nacional del
coraje. Su valoración, en tanto elemento central de la cultura gaucha, dependía de su
asociación positiva o negativa con otros tópicos. Antes de fines del siglo XIX se inicia en la
Argentina un proceso de “invención de la tradición” que encuentra su corolario en la época
del Centenario, cuyo resultado es el rescate y resignificación de los valores ligados a la
tradición gauchesca. Pero esta valoración positiva del culto del coraje, base del supuesto
espíritu de desprendimiento de gaucho, realizada con la voluntad de fundar un lenguaje y
una literatura nacional, se propone rescatar la literatura gauchesca, excluyendo de ese rol a
la literatura criollista o folletinesca que conoce su apogeo a fines del siglo XIX y cuyo
representante más destacado es sin duda Eduardo Gutiérrez, el autor de Juan Moreira.
Aquí es E. Quesada uno de los primeros en trazar las frontera entre la gauchesca y el
criollismo, suerte de división entre lo culto y lo popular. Es también Quesada quien lanza
sus anatemas en contra de la literatura folletinesca como vehículo del “moreirismo”,
refiriéndose con esto a las nuevas formas de desafío a la autoridad derivadas de la
identificación con personajes delictivos como Juan Moreira, cuyos rasgos mayores resultan
ser el desprecio a la ley y el culto del coraje.
2.3 Los males de la política criolla
a la lectura que los socialistas hacían de la sociedad argentina en términos de clases sociales
se le superpuso la visión positivista de los “males latinoamericanos”, matriz desde la cual se
intentaba asir la especificidad de la realidad continental. Sin embargo, la gran diferencia con
la tradición del positivismo historiográfico es que esta última veía en la “política criolla”
sobre todo un atributo más que una relación; mientras que las elites socialistas denunciaban
a través de ésta ambas cosas, pero apuntando especialmente a la crítica de las relaciones
patrimonialistas-feudales que se hallaban en la base del sistema caudillista. Para los
socialistas, la expresión política criolla designa un sistema político tradicional y personalista
que desde tiempos históricos viene articulando la relación entre líder y masa. Si hacia fines
de siglo le expresión engloba, sobre todo, las relaciones entre patrón y trabajador rural, a la
hora del triunfo radical se extiende también a las masas trabajadoras urbanas,
desembocando en la distinción y posterior división entre un verdadero proletariado,
educado y consciente, y una masa ignorante e inmadura, objeto de manipulación de nuevos
caudillos, travestidos en líderes democráticos. Así, respecto de los liderazgos se establece
una clara continuidad entre el régimen oligárquico y el gobierno democrático. Una de las
síntesis más acabadas respecto del tema la ofrece R. Payró en Las divertidas aventuras del
nieto de Juan Moreyra (1910), obra en la cual aborda aspectos generales de la sociedad
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argentina, a la hora de realizar el balance del progreso en el año del Centenario de la
república.
2.4 La historia como evolución positiva
En 1898 Ernesto Quesada publica La época de Rosas, un libro que se coloca en las
antípodas tanto de las versiones triunfalistas de los escritores liberales como de los enfoques
lombrosianos que analizan el fenómeno rosista en términos de psicopatía, cuya ilustración
más cabal ofrece J. Ramos Mejía. El objetivo de Quesada es realizar una revisión más
“desapasionada” que restituya a Rosas –y a los caudillos- el verdadero lugar que ocupa en la
historia argentina. Sostiene Quesada que en el conflicto entre unitarios y federales se
manifiesta un antagonismo de clases cuyas motivaciones son de índole económica, que
encuentra expresión en el conflicto entre localismo y centralismo. Estos dos campos oponen,
por un lado, a la elite metropolitana y aristocrática, doctrinaria y teórica, y, por otro lado, “la
aspiración inconsciente de las poblaciones rurales y del interior”. Rosas fue así el
depositario del instinto democrático de las masas y del federalismo inconsciente de los
partidos del interior. En suma, Quesada rescata el período de la dictadura de Rosas,
oponiéndola al caudillismo anárquico, y afirma que ésta constituye un período positivo en la
evolución social argentina. También hace énfasis en el rol positivo que los caudillos jugaron
en el proceso de formación de la nacionalidad, colocándose en las antípodas valorativas de
la lectura de García y Álvarez.
Conclusión
La asociación del caudillismo con distintos ejes problemáticos y su circulación por
diferentes territorios discursivos consolidó tres importantes tradiciones interpretativas. La
primera se presenta como un discurso de la verdad política, colocando el énfasis en el
caudillismo como “constitución positiva”; la segunda realiza una valoración negativa de su
aporte en el proceso de conformación de la nacionalidad y le imputa gran parte de la
responsabilidad de nuestras malformaciones republicanas; la tercera vincula positivamente
al caudillismo con el sentimiento de nacionalidad o, en todo caso, rechaza una visión
unívoca del fenómeno.
1. El discurso sobre la realidad: caudillismo y positividad
A medida que el concepto de constitucionalismo mostraba mayor ambivalencia, desnudaba
cada vez más sus escasas raíces sociales y por ello iba despojándose de positividad, su polo
opuesto, el caudillismo, ganaba incontestablemente en el terreno de la realidad y comenzaba
a dotarse, aun de manera espuria, de cierta positividad. Lo positivo es aquello que
efectivamente existe, como tal, la cuestión remite a la oposición que la generación del ’37
había planteado entre “país legal” y “país real”. La identificación de los positivo con la
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realidad niega el carácter dual de esta última: hay un solo “temperamento”, una sola
realidad, en definitiva, contrariamente a lo que afirmaba Sarmiento. Todos van a estar de
acuerdo en esto: más allá de la diversidad de los enfoques disciplinarios, de las herramientas
analíticas y los registros discursivos, el papel que el caudillismo ha jugado en la
conformación de la democracia es crucial, tanto para la definición del régimen –una
democracia que, para ser “funcional”, incorpora el personalismo y la centralización-, como
para la caracterización del sujeto político –su inmadurez política y cultural, para otros, su
incapacidad racial para el efectivo y completo ejercicio de la ciudadanía. Por otro lado, la
idea del caudillismo como constitución “positiva” plantea la necesidad de reinsertar la época
de la anarquía y la dictadura de Rosas dentro de la evolución social general.
2. Caudillismo y lectura cultural-política
Existe otra importante tradición interpretativa cuyo afianzamiento es mérito de los
positivistas, que hace hincapié en las limitaciones culturales y políticas del proyecto de la
generación del ’80 y concluye en una lectura cultural de la política. Su difusión más
contundente se da a través de la crítica a la “política criolla”, lo cual no hace sino poner en el
centro de la cuestión las dificultades de la formación de un sujeto político. Para algunos,
esto implicaba el reconocimiento de la existencia de una barbarie residual que se había
filtrado en el temprano proceso de conformación de la nacionalidad; para otros constituía
nuestra única e innegable realidad, más allá de las formas externas de civilización que el
país había adoptado. Así, la entrada de las masas a la política, de la mano de Yrigoyen,
aparece como el corolario de esta lectura y terminaría por dirimir este combate desigual
entre la sociedad y las instituciones, al otorgarle a las antiguas prácticas una actualidad
política plena.
Caudillismo y sentimiento nacional
Hacia principios del siglo XX se registra un consenso acerca de la positividad del fenómeno
caudillista. Aparte de ello, existe un consenso valorativo en torno del fenómeno caudillista
que data de épocas anteriores. Sin embargo, ese consenso comienza a presentar sus
primeras fisuras, a partir de las cuales se van filtrando nuevos matices y deslizamientos en la
valoración del caudillismo, que comienza a ser asociado a otros tópicos. Cierto es que el
consenso no se quiebra totalmente, pero a principios del siglo XX, el conflicto de
interpretaciones en torno del caudillismo se va extendiendo poco a poco al terreno de los
valores y prepara la labor de inversión que realizaran los revisionistas en los ’30. El aporte
de Quesada fue el de asociar el caudillismo centralista –la época de Rosas- con tres ideas: la
primera es la de la continuidad histórica, leída en términos de evolución positiva; la
segunda, la de asociar dicha evolución positiva con la tradición del federalismo y establecer
el lazo con España y la época de la colonia; por último, la apelación, a fin de justificar la
dictadura, a la hipótesis del gendarme necesario. Pero junto a Quesada comienzan a
deslizarse otras lecturas que poco a poco van cargando al caudillismo, en tanto fenómeno
“positivo” de nuevos registros. Las diferentes lecturas que realizaron los intelectuales entre
fines del siglo XIX y principios del XX, en su mayor parte ligados al positivismo finisecular,
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consolidaron una importante tradición interpretativa en torno del caudillismo cuya mayor
ambición fue la de desentrañar muchos de los núcleos centrales relativos al problema de la
conformación de la nacionalidad. Asimismo, dichas lecturas se hallan en el origen de nuevas
miradas y apreciaciones sobre el rol de caudillos y caudillismo, tanto en el pasado como en
el presente político argentino.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - MYERS, J.: Las Formas Complejas del Poder: La
Problemática del Caudillismo a la Luz del Régimen Rosista
Jorge Myers (1998)
LAS FORMAS COMPLEJAS DEL PODER: LA PROBLEMÁTICA DEL CAUDILLISMO A LA
LUZ DEL RÉGIMEN ROSISTA
1. Versiones del caudillo: Sarmiento, Herrera y Obes y la interpretación clásica del
caudillismo
Sarmiento traslada al término “caudillo” desde su valor tradicional (neutro) de líder o de
capitán a otro más resonante en sus implicancias: de gobernante “personalista”,
“autoritario” o imbuido de fuerza bárbara de la campaña, que por ello mismo, hacía de su
figura una antítesis de la civilización, del orden republicano y de la política en su sentido
clásico. Sarmiento imbuye a la figura del caudillo de todas aquellas cualidades poco
recomendables que él creía descubrir en el mundo rural: la ignorancia, la violencia sin
sentido, los temores de la superstición, el desprecio por la cultura y por la vida de las
ciudades, el respeto por las destrezas manuales y, sobre todo, la expresión desnuda de un
vínculo de mando basado en una relación de pura fuerza. Argumenta que “La Guerra de la
Revolución Argentina” ha sido doble: 1- guerra de las ciudades iniciadas en al cultura
europea contra los españoles, a fin de dar ensanche a esa cultura; 2- guerra de los caudillos
contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil, y desenvolver su carácter y su
odio contra la civilización. Esta identificación de la figura del caudillo con un sistema de vida
que se resume en una oposición sin fisuras a los modos “civilizados” o “citadinos” o “civiles”
de organización social, se intensifica en el párrafo siguiente cuando Sarmiento describe los
efectos del triunfo de los caudillos postulando que “lo que ahora necesito hacer notar es que
con el triunfo de estos caudillos, toda forma civil, aun en el estado en que las usaban los
españoles, ha desaparecido totalmente en unas partes, en otras de modo parcial, pero
caminando visiblemente hacia su destrucción”. El caudillo, y el sistema de gobierno
caudillista que éste preside, se convierte, desde esta perspectiva en una suerte de
aniquilación de todo orden político “civilizado”, y por extensión en una suerte de antítesis de
la República. “…Todos los caudillos del interior han despejado sus provincias de abogados,
doctores y gentes de letras y Rosas ha ido a perseguirlos hasta en las aulas de la universidad
y en los colegios particulares”. El caudillo aparece de esta manera también como el
representante de la masa, de la democracia bárbara (en el sentido decimonónico de la
palabra democracia) y su barbarie equivale a la igualación impuesta por el imperio de la
fuerza, a una nivelación social que es ilegitima en tanto niega méritos auténticos como los de
la cultura y en tanto proclama como méritos aquellos que para Sarmiento no lo son, como la
fuerza y la pasión indisciplinada de las poblaciones antes sometidas. La Revolución
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implicaba la disolución de las formas tradicionales de ejercicio de poder. Para Sarmiento, la
Revolución Argentina pudo haber conducido a cualquiera de dos formas de gobierno: el de
las ciudades que representaban la sustitución de la tradición por la razón; o el de los
caudillos, que representaban su sustitución por el instinto.
Para Herrera, el caudillismo era un producto “fatal” de la historia americana. En Herrera
emergía un último aspecto de la interpretación más clásica del caudillismo decimonónico,
que venía a completar la serie de atributos ya presentes en Sarmiento: la naturaleza
específicamente americana del fenómeno.
El gobierno de Rosas, juzgado por la mayoría de aquellos contemporáneos –Sarmiento
incluido-, como el ejemplo más elaborado del gobierno “caudillista” constituía sin embargo
un caso que parecía tensar hasta la ruptura aquellos atributos que ya comenzaban a ser
considerados como “típicos” o “naturales” para cualquier régimen caudillista. Para
Sarmiento, Rosas para ser caudillo de Buenos Aires debió “civilizar” su caudillismo. La
campaña ingresa a la ciudad con Rosas, pero la condición de su permanencia es que se
“civilice”.
2. “la sola idea de que D. Juan Manuel de Rosas es el que presida a nuestros destinos, ha
calmado todas las inquietudes, y disipado todos los temores”: Rosas, el gobernante
providencial
El régimen de Rosas fue, más que personalista, “unanimista”, en tanto que reemplazó el
gobierno de una clase política relativamente amplia y abierta, en cuyo interior había
primado un amplio consenso, por un régimen que apoyaba su legitimidad exclusivamente
en un principio de “unanimidad” –de opinión unánime, opinión que era además
esencialmente la de “uno” solo, la de Rosas-. Esta modalidad del sistema rosista contrastaba
marcadamente con el régimen notabiliar de los rivadavianos, cuyo principio fundante había
sido cierta noción de pluralidad. Sin embargo, si ese carácter personalista es absolutamente
evidente, no lo es tanto el significado específico que tendría ese personalismo para un
análisis tipológico de los regímenes políticos latinoamericanos del siglo diecinueve. Este
personalismo ha tendido a ser visto a través de la retícula conceptual del “caudillismo”
clásico, y en consecuencia se ha enfatizado la simplicidad del sistema de poder establecido
en la provincia de Buenos Aires por Rosas y su partido, insistiendo en la ausencia de
mediaciones “significativas” entre el caudillo y su pueblo, entre el gobernante y sus súbditos.
Esta visión no es ya sostenible. El régimen rosista no desmanteló el edificio institucional de
la época rivadaviana, sino que lo “resignificó”, otorgándole nuevas funciones a los cuerpos y
prácticas que lo integraban, y modificando el énfasis relativo puesto en unos y otros. Pero si
esa perduración se debió en parte a su progresiva insignificancia, también representó un
rasgo que resulta fundamental para el adecuado estudio del régimen rosista: que el
personalismo o caudillismo del mismo hubo de expresarse en el interior de un contexto
cultural y social “denso”, impregnado de valores y actitudes que se expresaban en un
régimen discursivo preexistente, del cual el rosismo no podía prescindir, y en toda una gama
de disposiciones y prácticas socioculturales de antigua sedimentación. Obligado como todos
los regímenes posrrevolucionarios anteriores a buscar desesperadamente algún principio de
legitimidad que le permitiera garantizar que le permitiera garantizar la estabilidad del orden
político presidido por él, sin por ello repudiar los cimientos sobre los cuales reposaba la
legitimidad del nuevo estado, el rosismo halló en una versión del republicanismo (clásica)
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un lenguaje y un ideario que parecían suplir esa doble necesidad. La retórica justificatoría
del rosismo se organizó en torno a un conjunto relativamente limitado de topoi –de
“lugares”, de “tópicos”- que le permitieron simultáneamente interpelar a los diversos actores
colectivos de la sociedad bonaerense de su época y diferenciarse nítidamente de los grupos
rivales y opositores en función de consideraciones que se suponían ético-normativas. Los
principales de esos tópicos fueron:
* las referencias agraristas, que tanto en su representación ideal de una “comunidad
armónica” –fundada en el principio del bien común-, como en su representación de las
características personales de Rosas –que se juzgaban excelsas- emplearon imágenes
idealizadas de un mundo agrario ciertamente distinto del que realmente existía en el Río de
la Plata entonces;
* una imaginería “catilinaria” que tendía a designar tanto a los opositores activos al régimen
como a los disidentes más pasivos, con referencias tomadas del abultado discurso clásico
respecto a los peligros de la conjuración aristocrática y la demagogia;
* la elaboración sistemática de un discurso “americanista”, que en sus versiones más
logradas operó una fusión muy hermética entre fórmulas “nativistas” y ruralistas –y que
tendió a concentrarse en explicitar la “excepcionalidad” americana como fundamento
histórico de las idiosincrasias autoritarias del Estado rosista-; y
* un amplio despliegue de la figura de la “virtud” como principio vinculante entre el
gobernante omnímodo (Rosas) y su pueblo, cuya salud era presentada como enteramente
dependiente de la decisión de utilizar al más virtuoso de los argentinos como palanca para
sostener el edificio institucional de la República.
El autoritarismo personalista del régimen encarnado en Rosas descubrió que sólo podía ser
un caudillismo “situado”. Las mallas capilares de la vida cívica desarrollada en Buenos Aires
durante los años revolucionarios y rivadavianos, tanto como la vigorosa actividad social
propia de una ciudad-puerto, capital de una región vasta y mal integrada, pero
económicamente compleja, retuvieron en su interior al despliegue gubernamental rosista,
obligándolo a que buscara su identidad a través y no en contra de ellos. La visión que tenía
el “caudillismo” clásico de las relaciones imperantes entre el caudillo y la sociedad sometida
a su dominio, tendían a presuponer en ellas cierta predisposición disolvente, en tanto el
“caudillo” encarnaba el orden de la naturaleza, que desde la perspectiva de la sociedad
humana, sólo podía ser, a fin de cuentas, un des-orden. En cambio en la representación de la
realidad argentina formulada por Rosas y sus seguidores, la oposición entre esos dos polos
aparece invertida: es la política argentina, y sobre todo la ciudad revolucionaria, aquello que
se ha convertido en fuente de desorden, un elemento disolvente de todos los lazos sociales,
mientras que el caudillo (Rosas) representa en cambio la principal garantía de una eventual
restauración del orden normal de la sociedad. En el discurso rosista, la constitución de un
orden estable, dependía directamente de la creación de un poder político autoritario y
fuertemente centralizado. Esa necesidad de justificar sus actos, en un contexto en que de
hecho pudo haber prescindido de tales comedimientos, debido a la simple magnitud de su
control político, fue una consecuencia ineluctable de la situación revolucionaria que había
dado origen al Estado cuyo destino presidía: en un contexto en que la soberanía había
pasado a residir, al menos en teoría, en el pueblo, la eficacia de la acción de gobierno del
rosismo venía a depender, al menos en parte, del grado de legitimidad que supiera
conquistar a ojos de esa suprema instancia refrendataria de la nueva concepción
republicana del poder que era la “opinión pública”. De este modo el “caudillo” se revelaba no
como un mero bárbaro que en tanto encarnación pasional de las fuerzas telúricas del
22
desierto podía imponer su voluntad a la sociedad política de las distintas ciudades
rioplatenses y latinoamericanas desde un lugar exterior a las mismas, sino como un actor
dúctil en las artes más clásicas de la política y sobre todo en la principal de ellas, el dominio
de la palabra y de la capacidad persuasora de las pasiones y de los afectos que posee la
retórica. Desde esta perspectiva, el caudillismo revela ser un sistema político altamente
complejo, al contrario de lo postulado por las versiones más divulgadas de las
interpretaciones “clásicas” del siglo diecinueve.
3. Conclusión: algunas miradas recientes del sistema político caudillista
Hoy ya no es posible –pese a que haya siempre un escritor dispuesto a hacerlo- utilizar
“inocentemente” las descripciones propias de las versiones clásicas del “caudillismo” para
explicar los procesos históricos transcurridos en torno a esa figura política. Dos posiciones
han tendido a perfilarse. Una es la que propone un abandono liso y llano del concepto de
“caudillismo”, proponiendo que se lo considere un mal concepto –o un no concepto-, viciado
desde su primera aparición como categoría de análisis en la reflexión latinoamericana.
Desde un punto de vista puramente lógico, esa sugerencia no parece suscitar demasiadas
objeciones. Sin embargo, desde la perspectiva del trabajo histórico concreto, suscita uno que
si parecería ser decisiva, que es que la interpretación del pasado difícilmente podría
prescindir de los conceptos, categorías, términos o frases con que los propios
contemporáneos buscaron dar cuenta de sus acciones y de sus experiencias. Ha sido la
segunda de estas posiciones la que ha aceptado esta limitación. Sin descartar enteramente el
concepto de caudillismo, los trabajos que han optado seguir esta segunda vía han mostrado
las insuficiencias del mismo como categoría “activa” de análisis, sin por ello prescindir
enteramente de su uso, ya que han tendido a reconocer que puede servir aún como guía para
una mejor comprensión de los regímenes políticos de la primera mitad del siglo diecinueve
–y también de más de un régimen posterior- o como indicio de los modos por los cuales los
contemporáneos de esos regímenes –sus beneficiarios, sus victimas o sus meros
observadores- procesaron la experiencia que ellos tuvieron de la política y de ese opaco e
inarticulado objeto que es la vida activa que configura y se configura en el espacio de “lo
político”.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - FREGA, A.: La Virtud y el Poder. La Soberanía
Particular de los Pueblos en el Proyecto Artiguista
Ana Frega (1998)
LA VIRTUD Y EL PODER. LA SOBERANÍA PARTICULAR DE LOS PUEBLOS EN EL
PROYECTO ARTIGUISTA
Introducción
23
La crisis de la monarquía española generó un espacio para la redefinición de la soberanía y
la constitución de poderes y comunidades políticas nuevas. A los conflictos coloniales –por
apropiación de tierras y ganados, por diferenciaciones étnicas, jurisdicciones
administrativas, etc.- la Revolución del Río de la Plata añadió otros: la creciente influencia
de los caudillos frente a las elites urbanas, poder militar frente a poder civil, el reparto de
bienes de los españoles, el “miedo a la revolución social” (Barrán). La desaparición del poder
central redujo los poderes a expresiones mínimas. Los diferentes modos de interpretar el
principio de “retroversión de la soberanía” dieron lugar a la subdivisión de las
intendencias virreinales, y a la aparición de nuevas provincias, además de las escisiones de
Paraguay y el Alto Perú.
Artigas proclamó la “soberanía particular de los pueblos” en oposición al centralismo
de Buenos Aires. A nivel del espacio virreinal esto suponía “la confederación defensiva y
ofensiva de esta banda con el resto de las Provincias Unidas” y al interior de la Banda
Oriental implicaba el pacto de cada pueblo con cada uno de los otros a fin de constituir “una
provincia compuesta de pueblos libres”. Al inicio de la revolución, Artigas contaba con
sólidos vínculos entre gauchos, indios, ocupantes de tierras y hacendados, que le permitían
actuar como “puente” entre grupos sociales heterogéneos desde el punto de vista cultural,
estamental y de clase. El planteo de ideas federales expresaba más que un enfrentamiento
doctrinario. Mantener los reclamos autonomistas frente al gobierno bonaerense podía
resultar demasiado caro, máxime si al interior de cada provincia, el artiguismo defendía la
posición de “los más infelices”. Así se fue tejiendo una alianza que otorgó a la invasión
portuguesa (1816) el apoyo del Directorio bonaerense y de una parte de le elite
montevideana, además del de emigrados que se hallaban en Río de Janeiro.
Artículo que intenta aproximarse a las diferentes visiones sobre los alcances del proceso
revolucionario en la Banda Oriental, en el período que debió pasarse de las formulaciones
programáticas a su aplicación.
1. El caudillo Artigas en la memoria histórica
Memoria colectiva: en su construcción se ha manejado el conocimiento del pasado como
elemento de integración de los nuevos ciudadanos a las unidades estatales recientemente
constituidas. La recuperación de Artigas no escapó a esta tendencia. Debía ser “redimido” de
los elementos negativos asociados al caudillismo y elevado al carácter de “héroe nacional”,
“fundador de la nacionalidad”. Hasta promediar el siglo XIX se mantuvieron con fuerza los
ecos del folleto publicado en 1818, que presentaba a Artigas como el “nuevo Atila”. En el
último cuarto del siglo XIX en el marco del “proceso” de afirmación del Uruguay “moderno”,
los estudios históricos se abocaron a fortalecer la idea fundante de la nación y a afirmar la
viabilidad del país. La figura de Artigas servía para unir, en tanto su confinamiento en el
Paraguay lo había mantenido alejado de las guerras civiles posteriores a la independencia.
La “Historia tradicional” completó la recreación del personaje, transformándolo en “héroe
cívico y militar”. Se retomó la noción hispánica de caudillo, guía y conductor de hombres en
tiempos de guerra; se le atribuyeron los atributos de estadista y estratega, apóstol de la idea
republicana, agente de la soberanía popular y portaestandarte de las ideas de humanidad y
orden. Se había llegado al “culto”. La renovación historiográfica abrió el espacio para la
24
revisión de las interpretaciones en uso. El estudio de Artigas como “caudillo de masas”, el
enfoque de su proyecto como impulsor de la “patria grande americana”, o el análisis de su
“revolución agraria” eran nuevos abordajes que más que remover la “leyenda de bronce”
parecían “completarla”. José Pedro Barrán reabrió el debate sobre el liderazgo de Artigas,
cuestionando el mito del “héroe creador”, limitante del protagonismo popular, que sólo
había servido a las clases dominantes. Así, se hacia necesario reexaminar el protagonismo
de los pueblos, con sus tensiones y contradicciones, desmontando la estatura monumental
del héroe, para recuperar su dimensión humana.
2. La virtud regeneradora
El proyecto artiguista tenía una fuerte impronta ética, donde una visión pesimista del
pasado se acompañaba con una tarea educativa en diferentes planos, que concebía a la
revolución como fundadora de un nuevo orden basado en la virtud y la igualdad. El fin del
gobierno revolucionario debía ser la fundación de la república. La revolución no debía cesar
hasta lograr la “regeneración” política y social. Magistrados y ciudadanos virtuosos debían
ser los pilares de la republica. Políticas tendientes por un lado a la represión de los
“enemigos del sistema”, y por otro, al estimulo de la conciencia cívica de los ciudadanos.
2.1 El magistrado ejemplar
La virtud era la condición para la libertad y los dirigentes revolucionarios debían dar el
ejemplo. El énfasis puesto en la igualdad, llevaba al rechazo de los títulos, las distinciones y
los lujos. La igualdad ante la ley era uno de los principios sobre los que se debía edificar el
nuevo orden. Discurso de tono igualitarista, que alimentaba entre las elites el “temor a la
revolución social”, y chocaba también con las aspiraciones de lucro a costa de los bienes de
los españoles que manifestaron algunos de los dirigentes. La revolución dependía de la
virtud de sus dirigentes, de sus sacrificios en virtud del “bienestar general”. Pero el
artiguismo, no contaba con una burocracia política y administrativa suficiente como para
sustituir los “cuadros” del Antiguo Régimen. No se contaba con gran cantidad de gente
preparada para desempeñar las tareas de recaudación fiscal, comunicaciones, registro y
difusión de los bandos, ordenanzas, etc., indispensables para la estructuración de un
incipiente estado provincial. En algunos casos se debió recurrir a antiguos administradores
españoles, en otros a jóvenes que la revolución había obligado a interrumpir sus estudios.
Los curas también fueron preferidos para estas funciones.
2.2 El ciudadano virtuoso
25
Diversas modalidades se ensayaron para formar al “nuevo ciudadano”: prohibición y castigo
de actividades “sospechosas”, exteriorización del sentimiento patriótico y creación de una
cultura cívica, una memoria colectiva que pudiera contribuir a afianzar la revolución. Entre
las medidas represivas está la creación de una villa en el Cuartel General, conocida con el
nombre de Purificación, que entre otras funciones tendría la finalidad de poner a resguardo
a los “enemigos del sistema”. La invasión portuguesa de 1816 alimentó el avance de la
pretensión de control de la vida privada de los habitantes de la provincia. Además del
control y la represión, se recurrió al discurso y la palabra como medios para la educación del
“hombre nuevo”. La conmemoración de las fechas de la revolución era una ocasión propicia
para reafirmar los valores cívicos.
La pobreza de la provincia se traducía en la escasez de escuelas de primeras letras y de
curas. Eran estos los medios privilegiados para la formación del “espíritu público” que se
impusiera a los intereses individuales, y reflejara la unanimidad de miras. Carencia también
de un periódico que pudiera difundir los planteos de la revolución a las distintas regiones de
la provincia, pero a falta de medios discursivos, la “pedagogía” revolucionaria debía
manifestarse a través de la acción. El Reglamento Provisorio para el Fomento de la
Campaña y Seguridad de sus Hacendados tendió a “fijar” a la población rural en las
estancias, a desarrollar la cría de ganado de rodeo y a defender la propiedad. La vieja
concepción hispánica del colono-soldado, cobraba aquí un nuevo contenido: incluía entre
las tierras a repartir aquellas pertenecientes a “malos europeos” y “peores americanos”, y
establecía un orden de agraciados en el que se tuviera en cuenta que “los más infelices”
fueran “los más privilegiados”. Se buscaba afirmar un grupo social que defendiera la
revolución. La otra vía para ello era la formación de milicias, pero aquí había dificultades
grandes: pocos recursos y poca distribución para abandonar sus hogares.
Planteo tajante. La lentitud o la debilidad para el cumplimiento de las disposiciones ponían
en riesgo toda la obra revolucionaria. El artiguismo apelaba a una legitimación “ideológica”
que la provisoriedad del momento revolucionario hacia imposible. El propio programa
presentaba contradicciones y ambigüedades: debilidad y/o ausencia de un entramado
institucional que vehiculizara la regeneración y la pedagogía revolucionaria; confiscación y
redistribución de los bienes de los enemigos mientras se defendía la propiedad; tolerancia
diferencial de algunos delitos, mientras se exigía austeridad y honestidad para las
autoridades y funcionarios.
La revolución no significaba hacer tabla rasa con el pasado; era un proceso donde coexistían
lo viejo y lo nuevo.
3. Un triángulo de poderes y legalidades
El alzamiento rural a comienzos de 1811, el sitio de Montevideo, la invasión portuguesa y la
retirada de las familias con el ejército oriental, generaron la coexistencia y entrecruzamiento
26
de diferentes autoridades: la española, la emanada de Buenos Aires, y la del ejército oriental.
Un cambio significativo era el hecho de que se había abierto una frontera entre la ley
española y la justicia revolucionaria, entre los territorios dominados por cada bando, entre
las conductas permitidas y las condenadas por realistas, porteños y orientales, que hacían
muy difusa la línea divisoria con las arbitrariedades.
La insurrección de 1811 se había puesto bajo la dirección del gobierno bonaerense. Sin
embargo pronto quedaron en evidencia las desavenencias con Buenos Aires y fue
afirmándose la idea de una conducción “oriental” de la revolución y la guerra contra los
españoles. En ese marco, Artigas fue declarado traidor, los diputados para la Asamblea
General Constituyente (1813) no fueron aceptados y el Directorio “creo” la Provincia
Oriental del Río de la Plata (07/03/1814) nombrando un gobernador intendente. Entre
junio de ese año y febrero de 1815, Montevideo estuvo bajo la jurisdicción de Buenos Aires.
“Lucha de soberanías” que se va a tornar más compleja porque se sumaron las tensiones
en el bando revolucionario. Por un lado se hallaba el artiguismo, apoyado por el “pueblo en
armas”, y por otro, los “vecinos emigrados de Montevideo” pertenecientes a la elite. A partir
de 1815 coexistirían en la provincia oriental 2 centros de poder: el cuartel general de Artigas
en Paysandú y luego “Purificación”, y el Cabildo de Montevideo. Elite provincial: concepción
diferente de los alcances de la revolución, circunscribiéndola a un cambio político que no
modificara los moldes de la sociedad colonial. Su apoyo al caudillo era “provisorio”, y
limitado a su capacidad de mantener el “orden” frente a los desbandes de la tropa. Su
“autonomismo” se limitaba a la defensa de ciertos “poderes especiales” y la afirmación del
derecho a participar en las decisiones generales.
3.1 Los poderes del caudillo
Artigas había calificado la insurrección de febrero de 1811 como “admirable alarma”,
amplia adhesión popular en la campaña, movimiento que puede caracterizarse como rural y
caudillista. “Puente” entre los “paisanos sueltos” y los “vecinos establecidos”. Los
hacendados o hijos de hacendados levantaron ejércitos en sus zonas, incorporando peones,
agregados, ocupantes y esclavos. También levantaban tropas al norte del Río Negro
beneficiarios de donaciones de tierras efectuadas por Artigas. Influyó en ello las medidas
tomadas por las autoridades de Montevideo que afectaron especialmente a los ya muy
sensibles sectores rurales. Además charruas y minuanes acompañaban las acciones del
ejército. Basadas en vínculos personales -de parentesco, clientela, amistad-, condicionadas
por su integración popular y su carácter voluntario –en doble sentido, pues las deserciones
eran comunes, y prácticamente no recibían remuneración-, estas tropas presentaban
grandes diferencias con un ejército convencional, en la relación entre los mandos y en la
disciplina.
A su prestigio personal Artigas sumaba un papel institucionalizado expresado en
investiduras que no sólo reunían funciones militares y ejecutivas, sino que le otorgaban
atribuciones de justicia en segunda y última instancia, y de contralor de las autoridades
dependientes en todos los ramos. Apelaba al pronunciamiento de los pueblos, y propiciaba
27
la reinstalación de los cabildos y alcaldes en los distintos pueblos. Claro que esto no era
obstáculo para plantear su proyecto en términos de “unanimidad”. Este principio de
“soberanía de los pueblos” fue utilizado con otro sentido por la elite. Se pretendía con él,
limitar los poderes del caudillo al ámbito militar. El tema era el control del poder a nivel
provincial, pero lo que aparecía con fuerza era la distinción entre jefe militar y civil. Los
núcleos dirigentes urbanos parecían más interesados en definir su predominio frente a los
comandantes militares, que en aventurarse en la construcción de un estado que difícilmente
podrían controlar. Artigas, frente a esta situación, abandonó la línea del sitio de Montevideo
y se dirigió a Entre Ríos. Al dirigirse al litoral estaba focalizando la dimensión regional del
conflicto, y tendiendo redes, para impulsar un proyecto de construcción de un nuevo orden
que contemplara la soberanía particular de las provincias: el “sistema de pueblos
libres”. Puesta Montevideo bajo las órdenes del ejército oriental a fines de febrero de 1815
se procedió a elegir un nuevo cabildo y posteriormente, a fin de sellar la organización
definitiva de la provincia, se convocó a un congreso, el cual no llego a reunirse. La
organización de la provincia quedó bajo el régimen de “provisoriedad”. Si bien se recogía la
tradición hispánica de los cabildos, y se respetaban las jurisdicciones coloniales, aún lo
“consuetudinario” estaba atravesado por la situación revolucionaria.
3.2 Los poderes de los “notables” montevideanos
La trayectoria familiar y profesional de Artigas lo unía a esas redes. Para las elites, si bien la
revolución podía suponer la pérdida de sus propiedades o sus vidas, también brindaba
posibilidades de enriquecimiento: abastecimiento de los ejércitos, explotación de los bienes
de los españoles, consignación de comerciantes extranjeros, etc. El principal reducto de su
poder es el Cabildo de Montevideo, que a partir de 1815 tenía una nueva y más amplia
jurisdicción territorial. No se trataba ya de una representación “de la ciudad y su campaña”,
sino “provincial”. El cuerpo capitular concentraba nuevos poderes y funciones políticas, por
ejemplo como negociador ante el poder del caudillo. Uno de los grandes temas era el control
de los sectores movilizados. Enfrentamiento de poderes entre un sector de la elite
montevideana y Artigas, en junio de 1815 [ver el ejemplo concreto]. Este episodio, si bien
involucraba a dos facciones enfrentadas, abrió paso a un debate sobre uno de los principios
que hacían el objeto de la revolución artiguista: el respeto a la soberanía particular de los
pueblos.
3.3 El “Delegado” y la reestructura del Cabildo
En esas circunstancias, Artigas decidió crear la figura de un “Delegado” suyo ante el
gobierno montevideano, escogiendo para ello a Miguel Barreiro. Se trataba de un
mecanismo de control a fin de limitar la capacidad de acción de la elite. El hecho de que esta
elite operara en un espacio provincial, era visto como un posible obstáculo al sesgo regional,
volcado al espacio platense, que le imprimía el caudillo al movimiento. Representación y
control parecen haber sido los objetivos de este cambio. Pero el orden sólo se iba a afianzar
cuando estuviera en manos de ciudadanos “virtuosos”, que priorizaran el bienestar general
al particular.
28
4. La perspectiva de los pueblos
1813. “La soberanía particular de los pueblos será precisamente declarada y ostentada
como objeto único de nuestra revolución”. Otorgar preeminencia a “los pueblos” en la
organización provincial suponía reforzar la tradición municipal española, pero también
reflejaba las características del movimiento: las milicias se habían formado en villas y
pueblos de la campaña contra Montevideo. Jueces y comisionados de partida en las zonas
rurales, alcaldes y cabildos en los centros poblados se habían mantenido como las fuentes de
autoridad. Parecía riesgoso ensayar nuevas formas sin arraigo ni legitimidad cuando se
mantenían las redes tejidas alrededor de diversos lazos personales y religiosos. El proyecto
de Constitución para la provincia Oriental del Uruguay (1813) se presentaba como un
acuerdo entre pueblos y no entre individuos. La representación corporativa seguía así
presente, aunque el texto constitucional fuera una adaptación de la constitución de
Massachussets (1780). El proyecto proponía la formación de Cabildos en todos los pueblos,
a fin de que tuvieran una “representación legítima”. Cada pueblo tenía el derecho de
concurrir a la elección de las autoridades y aprobación de las leyes. El carácter fronterizo del
territorio, el tardío poblamiento y la indefinición –y superposición- de jurisdicciones en el
período colonial, habían ambientado una serie de conflictos entre villas, pueblos, lugares y
poblaciones precarias por el control de su territorio, la apropiación de los recursos del lugar
y el goce de privilegios. La diferencia luego de la revolución fue la apelación a la “soberanía”
recuperada.
El mantenimiento de las formas tradicionales de representación posibilitaba la expresión de
los intereses locales. Representantes y diputados eran entendidos como “apoderados”,
debían actuar según instrucciones precisas y en permanente consulta con quienes les habían
conferido el poder. Así como rechazaban el mandato libre, los pueblos otorgaban
instrucciones especiales a sus diputados sobre demandas jurisdiccionales e intereses
económicos locales. Para otros pueblos la revolución significó la posibilidad de terminar
favorablemente viejos pleitos mantenidos con hacendados de la zona.
La perspectiva de una nueva invasión portuguesa en 1816 obligó a extremar las medidas de
preparación militar. Los ciudadanos debían alistarse en las milicias, contribuir con sus
carretas y caballos, y abstenerse de comerciar con los potenciales enemigos. A nivel de “los
pueblos”, la participación en la revolución generó un espacio oportuno para afianzar los
poderes tradicionales y satisfacer los intereses económicos particulares. Una vez logrados
estos objetivos, se reclamó poder volver a las sementeras y las estancias; se vieron como
excesivas las contribuciones, la obligatoriedad de integrar las milicias o las prohibiciones de
faenar ganado alzado; se tornó intolerable la inseguridad provocada por las bandas de
desertores.
Conclusión
29
Artigas, distintas interpretaciones sobre su figura. Esta centralidad de la figura del caudillo
afectaba a una comprensión global del proceso revolucionario. Objetivo del ensayo:
enmarcar el estudio del proyecto artiguista en la cambiante trama realianzas, actitudes y
expectativas que desató la crisis revolucionaria en el Río de la Plata.
Proyecto de fundar un nuevo orden basado en la virtud y la igualdad. Proyecto con
ambigüedades y contradicciones, con medidas planteadas como “provisorias”.
Por su carácter de “puente”, de mediador, el poder y el papel de Artigas eran transitorios.
Existiría mientras las elites, con asiento urbano, reacondicionaran las instituciones
coloniales al nuevo orden normativo-ideológico planteado durante la revolución y lograran
crear -o conseguir mediante alianzas- un sistema defensivo que no dependiera del gobierno
artiguista. Momento de ruptura y fundación, la revolución marcaba la transición hacia un
nuevo orden.
Fue en las poblaciones de la campaña, tal vez por su posición social, o porque allí se
padecían con más fuerza todas las dominaciones, donde la lucha por mantenerse “sin roque
y sin rey” se prolongó más tiempo. Esa confrontación en términos de entrega y sacrificio fue
lo más cercano a la virtud anunciada.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GOLDMAN, N. y TEDESCHI, S.: Los Tejidos
Formales del Poder. Caudillos en el Interior y el Litoral Rioplatenses...
Noemí Goldman – Sonia Tedeschi (1998)
LOS TEJIDOS FORMALES DEL PODER. CAUDILLOS EN EL INTERIOR Y EL LITORAL
RIOPLATENSES DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX
Los nuevos estudios sobre el fenómeno de los caudillismos rioplatenses, en la medida en que
problematizan las antiguas certezas acerca de las bases de legalidad y legitimidad de estos
regimenes, cuestionan y matizan las visiones tradicionales sobre el tema. En este sentido,
uno de los nuevos enfoques atañe a la inserción del caudillo en el espacio político provincial
y a su vinculación con las diferentes instancias estatales creadas a partir de 1820. Otro, a la
reconsideración de las zonas rurales como ámbitos no exentos de algún tipo de
ordenamiento institucional. En una investigación anterior el análisis del período de Juan
Facundo Quiroga en La Rioja (1823-1831), revelaba dos rasgos cuya elucidación requería de
un cambio de perspectiva. En primer lugar, llamó la atención la coexistencia del poder
político personal del caudillo junto a los poderes legales provinciales. En segundo lugar, se
observó que la insistencia del caudillo en justificar su conducta pública apelando al respeto
30
de “las leyes” y de “los derechos del pueblo”, además de recurso retórico, se vinculaba con
un cambio en los mecanismos de legitimación del poder luego de la caída del poder central
en 1820. Lo cierto es que el poder político de Quiroga se asentó tanto en relaciones
informales como formales, amparándose en una legalidad que no escapo a la percepción de
los propios actores del proceso. En otra investigación previa se examinó la relación entre
finanzas públicas, construcción del Estado autónomo y política interprovincial en el régimen
de E. López. Los resultados reflejaron un fisco débil, aunque equilibrado por subvenciones
regulares de la provincia de Buenos Aires que comprometieron la inicial autonomía política
de Santa Fe.
El propósito de realizar una mayor indagación de algunas de las líneas esbozadas en los
trabajos mencionados, es el producto de una reflexión conjunta acerca de las nuevas
posibilidades que ofrece el tema. Un estudio comparativo pareció adecuado para examinar
una cuestión insuficientemente valorada por la historiografía: un conjunto de relaciones
formales con importantes implicancias en el desarrollo del caudillismo, sin negar la
importancia y la complejidad de las relaciones informales. Se vera así que los caudillos y sus
milicias se encuentran integrados a una estructura militar de origen colonial que se articula
a partir de 1820 en una nueva red jerárquica y territorial y provincial. El análisis de ciertos
aspectos de la estructura política y militar provincial permitirá asimismo reconsiderar la
relación entre lo urbano y lo rural en el acceso al poder de los caudillos. Por otra parte, una
indagación del vínculo entre los negocios particulares del caudillo y las finanzas públicas
provinciales permitirá echar nueva luz sobre las estrategias financieras específicas de
acumulación de poder de cada caudillo.
Caudillo, poder político y soberanía
La organización política de las provincias luego de 1820 y la nueva relación entre ciudad y
campaña
La cuestión de la relación del poder político del caudillo con la formación de las soberanías
provinciales no es por cierto nueva. Estuvo presente en una serie de estudios que
consideraron al caudillismo como expresión de la nueva entidad política surgida a partir de
1820: la provincia. Sin embargo, la prioridad dada a la determinación de si los caudillos
defendieron o no proyectos de “organización nacional” oscureció la comprensión de dicho
fenómeno. En efecto, se descuidó el estudio de las formas de articulación del poder del
caudillo con las instituciones provinciales luego de la caída del poder central. 1820 marca el
surgimiento simultáneo de fuertes aspiraciones autonómicas en los pueblos y de las nuevas
formas de poder del caudillo. De allí la creación de las Salas de Representantes en su doble
función de depositarias de la llamada soberanía del pueblo y de la soberanía de la provincia.
Aquí reside una de las claves para comprender la nueva relación que se establece entre la
ciudad y la campaña luego de 1820. Relación que había sufrido por entonces una importante
modificación y de la cual las zonas rurales surgían como algo más que espacios de
reclutamiento de hombres y campos de batallas. La participación de la campaña en al vida
política santafesina se había insinuado antes del dictado del Estatuto de 1819. Esta norma
local incorporó a los departamentos de la campaña en las elecciones para Gobernador y Sala
de Representantes. Es sin duda el carácter provisorio de este rudimentario conjunto de
31
normas el que le otorgó a López la posibilidad de revocar artículos, según lo demanden las
circunstancias. A partir de 1830 abundaron los decretos del caudillo, en correspondencia
con el ejercicio de facultades extraordinarias otorgadas por la Sala. De esta forma, aunque la
Junta de Representantes aparecía como la depositaria de la soberanía popular en el
mencionado Estatuto, no es posible afirmar que su desempeño fuera condicionante para el
caudillo; por el contrario, la Sala acompañó la gestión de López.
En La Rioja, el ascenso del poder del caudillo no implico que desaparecieran las autoridades
locales, sino que curiosamente se mantuvo cierta estructura política legal. Al igual que Santa
Fe, La Rioja trató de dar forma a sus instituciones locales basándose, por una parte, en las
funciones de gobierno heredadas del régimen colonial, y creando, por la otra, nuevas
instancias de gobierno con cierta demarcación de sus facultades. Pero La Rioja, a diferencia
de Santa Fe, no logró darse una carta constitucional, sin embargo, de la documentación
existente se desprende la vigencia en parte del Reglamento Provisorio de 1817 dado por el
gobierno central. Desde la comandancia general el caudillo, artífice de la política riojana,
mantuvo así relaciones de conflicto, de acuerdo y hasta de acatamiento a ciertas
disposiciones de la Sala de Representantes. Por otra parte, el proceso de incorporación de la
campaña a la vida política se inició en esta provincia antes que en Santa Fe.
La legitimación que brindan las Salas de Representantes a las acciones públicas de los
caudillos es evaluada por éstos como necesaria al momento de pactar acuerdos con otras
provincias. De manera que la incorporación de la campaña en la vida política de las dos
provincias es no sólo el producto de la presencia de una nueva fuerza militar, sino también
resulta de la extensión de la representación política al ámbito rural.
Caudillos y estructura militar provincial
Los bases militares en el ascenso al poder de los caudillos
López y Quiroga fueron ascendiendo progresivamente dentro del orden de jerarquías de los
respectivos cuerpos militares provinciales hasta alcanzar los más altos grados por acuerdo
de las Salas de Representantes. López recorrió todas las jerarquías militares dentro de los
escuadrones de Dragones de la Independencia hasta conquistar la Comandancia General de
armas de su provincia. En 1822, la Sala de Representantes, luego de nombrarlo gobernador,
lo condecoró con los grados de Coronel de Dragones de la Independencia, Coronel Mayor y
Brigadier General de la provincia. Quiroga, por el contrario, realizó su ascenso militar en las
milicias del departamento de Los Llanos, dentro de las cuales se destacó por su competencia
para disciplinar y capacitar a soldados y oficiales. Estas milicias derivaban de las antiguas
Milicias Provinciales de la colonia, creadas para la defensa de las ciudades y sus
jurisdicciones. Así, mientras López basa su autoridad en los escuadrones de Dragones de la
Independencia, tropas cuasiprofesionales, regulares y con asiento en la ciudad; Quiroga se
apoya en milicias predominantemente rurales con oficialidad profesional, constituyendo el
departamento de Los Llanos su principal asentamiento. Por otra parte, López desarrolla su
capacidad de mando militar en combinación eficaz con su cargo institucional. Quiroga reúne
desde el inicio dos capacidades de convocatoria: la que proviene de su condición de
propietario rural y la que deriva de su capacidad militar.
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La organización militar de las provincias
La provincia de Santa fe en tiempos de caudillo contaba con un Gobernador General de
Armas asentado en la ciudad y con mando directo sobre las tropas allí destacadas. El resto
de territorio se dividía en tres departamentos con su Comandante Militar, capitán a su vez
de la Primera Compañía de Milicias del lugar. Con el tiempo, a esta organización, se
agregaron Comisarios de Campaña con funciones militares para cada uno de los distritos
interiores a los departamentos. Los mencionados Dragones de la Independencia coexistían
con otras unidades militares, las milicias. También en La Rioja hay evidencias que revelan la
vigencia de una reglamentación articuladora de las relaciones del caudillo con las milicias y
el Gobierno provincial. La existencia de distintos comandantes en al provincia informa de la
permanencia de varias compañías al mando de Quiroga, distribuidas en los departamentos
con su respectivo cuerpo de oficiales. En su carácter de Comandante General, Quiroga
nombraba a los distintos comandantes e informaba de estos nombramientos a las
autoridades provinciales para que expidieran los despachos oficiales correspondientes. De
modo que si la movilización voluntaria de las milicias de una jurisdicción a otra fue una
práctica de cierta frecuencia en momentos de conflicto armado, el reclutamiento de la tropa
no dejó de estar encuadrado dentro de las disposiciones vigentes cuya convocatoria se
realizaba a través de las jerarquías militares departamentales.
Negocios particulares y finanzas públicas
Según los datos, López poseía al momento de su muerte tres establecimientos que eran
considerados poblados, es decir con actividades productivas. La primera posesión
importante le fue asignada por la Junta de Representantes en abril de 1825, que consistió en
dos leguas de terreno para estancia en el Paraje de la Cabeza del dorado. En 1832, con la
venta de este campo habría adquirido otro en Colastiné donde estableció una estancia. Es en
ella adonde 6 años más tarde se encuentra la mayor parte de su hacienda vacuna, caballar y
el 30 % de la ovina. El resto del ganado ovino lo tenía en terrenos del Puesto de Resquín y en
los de su Hacienda de la Chacra de Vera, suerte de estancia donada por la Sala mediante una
ley de 1835, en compensación por los servicios prestados a la Provincia. López poseía
también propiedades dedicadas a la huerta y a la quinta que se encontraban dentro de la
traza de la ciudad, y dos terrenos de grandes dimensiones que permanecen sin poblar en el
momento en que se realiza el inventario de 1838. El conjunto de actividades que se
desarrollan en sus posesiones esta indicando una diversificación de la producción, en
particular de la campaña. La formación y consolidación del patrimonio del caudillo se
produjo durante su gestión oficial –de acuerdo a los datos disponibles anteriormente
mencionados-. Por otra parte, se habría beneficiado con préstamos excepcionales de ganado
y dinero, al fisco. Con el objeto de financiar la estructura militar de Santa Fe, importantes
ingresos provenían del cobro de servicios a otras provincias. Dada la escasez del erario no es
sorprendente que el caudillo se sirviera de la celebración de acuerdos ofensivo-defensivos
para extraer distintos tipos de usufructo. Asimismo, el cobro de servicios militares a
provincias en conflicto podía adoptar variadas modalidades: recomposición de ganado,
reconocimiento de gastos militares, gratificaciones en dinero a los jefes de divisiones e
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imposición de garantías usurarias. En suma, cuando el cobro se efectuaba, contribuía a
engrosar los siempre escasos fondos genuinos del Estado provincial. La figura del caudillo se
fortalecía ante la sociedad local al generar oportunidades varias de beneficios económicos.
Entre 1820 y 1838, los préstamos del común y las remesas de dinero desde Buenos Aires
auxiliaron al fisco santafesino de manera regular. De este modo la tesorería provincial pudo
afrontar los fuertes gastos militares que conformaban el grueso de los egresos fiscales y
logra un equilibrio en sus cuentas. Estas frecuentes remesas de dinero dieron la posibilidad
a López de liberar progresivamente a los vecinos de Santa fe de contribuciones forzosas.
Asimismo, y con el objeto de buscar una mayor eficiencia financiera, la organización fiscal
santafesina contempló una distribución territorial de recursos y gastos.
En al visión que Quiroga legó de su papel en el financiamiento de las milicias, la tesorería
provincial no habría realizado desembolso alguno para cubrir gastos militares. ¿Qué nos
revela su propio archivo privado? El ascenso al poder de Quiroga, basado en el control
militar de los Llanos, se habría vinculado con un rasgo peculiar de esta zona: la codicia de la
provincia de San Juan quien se abastecía de ganado en aquella región. A partir de 1819, los
Llanos reciben creciente atención por parte del gobernador, pues se trata de asegurar un
ámbito rural en peligro. Al mismo tiempo, crece la dependencia de toda la provincia con
respecto a aquel territorio y a quien se arroga su defensa y protección. El provecho que el
caudillo extrajo de esta circunstancia excedió el ámbito militar y se extendió a su propia
estrategia comercial. A partir de 1823 Quiroga cuenta con consignatarios por medio de los
cuales abastece de carne al comercio al por menor de San Juan y envía ganado para
invernar. Así, tanto la acción militar como comercial del caudillo neutralizan los peligros
que se ciernen sobre los Llanos. El archivo privado testimonia, por otra parte, una notable
combinación de actividades pecuarias, comerciales y usurarias con distintas provincias. Sus
actividades mercantiles incluían varias operaciones donde se combinaban las de comercio y
crédito y que sus transacciones no se limitaban al ganado y a los cueros. Dentro de las
actividades crediticias se destacó el financiamiento a terceros a través del préstamo de
sumas importantes de dinero en la Rioja y en otras provincias. Asimismo se registran dos
habilitaciones para el establecimiento d estancias en la provincia de Buenos Aires. El
caudillo compró gran parte de las acciones del Banco de Rescate y Casa de Moneda de La
Rioja, empresa que sucedió a una Sociedad de Minas de Famatina constituida por una ley
provincial de agosto de 1824, con el objeto de explotar el mineral de esa región. Para esta
empresa se asoció con dos comerciantes importantes de Buenos Aires, Ventura Vázquez y
Braulio Costa. En suma, el conjunto de actividades que realiza Quiroga dibuja el perfil de un
caudillo que es al mismo tiempo mercader y estanciero, más orientado en sus últimos años a
la especulación financiera y a la realización de operaciones mercantiles crediticias que a la
propia producción ganadera. De manera que Quiroga se encontraba en excelentes
condiciones para auxiliar financieramente al Estado provincial. En este sentido, su archivo
proporciona información relevante sobre préstamos en dinero al Estado y auxilio a las
tropas en ganado y armamentos realizados por el caudillo en reiteradas oportunidades. Sin
embargo, el mismo archivo privado no autoriza a dar crédito a esa tentadora afirmación que
ubica al caudillo como único sostén de la estructura militar provincial. La financiación de
esta estructura durante su actuación tuvo por lo menos tres canales. El fisco riojano se hizo
cargo de la provisión de diferentes insumos para las milicias de su provincia. En primer
lugar se destacan los socorros en dinero y vestuarios para las tropas, en segundo lugar, los
aportes en armamentos, en tercer lugar, el Estado auxilia con ganado vacuno y caballar de
su propiedad. De las contribuciones de los vecinos a las milicias, el auxilio en ganado es
considerado por el gobierno bajo la figura de un empréstito a cubrir por el Estado o con
carácter de donación. Pero también se puede encontrar otro tipo de evidencias para
situaciones de emergencia. Hay casos de extracciones de animales no autorizadas
oficialmente y realizadas en ciertas situaciones de conflicto milita y reunión de ganado sin
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distinción de “persona, condición o propiedad”. Quiroga, finalmente, realiza aportes en
dinero y en ganado al Estado para el sostenimiento de las milicias de la provincia y
mantiene su propia milicia de los Llanos en reiteradas oportunidades.
La relación entre finanzas particulares y fisco provincial es diferente en ambos caudillos,
desde el momento en que distintos son los lugares a partir de los cuales ejercieron su poder.
Pero es innegable que tanto López como Quiroga usaron su influyente posición para
favorecer sus negocios particulares. Sin embargo, los caudillos no lograron constituirse en
sostén exclusivo de las tesorerías provinciales. Esas generaron recursos propios aunque
siempre insuficientes.
A modo de conclusión
El estudio buscó advertir sobre la existencia de un conjunto de prácticas consuetudinarias y
vínculos formales que articularon las relaciones de los caudillos con el ámbito institucional
provincial, las milicias y otros agentes económicos. La inserción de los caudillos dentro de
estructuras políticas provinciales los habría llevado incluso a mostrar cierto interés por
mantener un relativo, aunque muy imperfecto, funcionamiento institucional. La
organización de la estructura militar en ambas provincias se apoyó así en una red jerárquica
y territorial que fue al mismo tiempo urbana y rural. Haciendo uso de esta organización
preexistente, los caudillos desarrollaron su capacidad social de convocatoria en su condición
de propietario rural y de jefe militar. De modo que existió una real articulación entre la
estructura militar provincial y la capacidad de mando del caudillo. El cambio de la relación
entre la ciudad y la campaña también se enlazó con la modificación del carácter de la
representación política que posibilitó la inclusión por vía legal del ámbito rural a la vida
política local. En lo que hace a la tenencia de bienes –tierras, acciones, intereses por
préstamos- intervinieron instrumentos legales, atentos al valor acordado por la sociedad
local o al conjunto de prácticas vigentes en la época. Los caudillos emplearon también otros
medios para acrecentar sus patrimonios, como el saqueo de ganado o dinero en las
invasiones a otras provincias. Sin embargo, estas prácticas no constituyeron las únicas
fuentes de enriquecimiento personal ni de financiación de las provincias.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - TERNAVASIO, M.: Entre la Deliberación y la
Autorización. El Régimen Rosista frente al Dilema de la Inestabilidad...
Marcela Ternavasio (1998)
ENTRE LA DELIBERACIÓN Y LA AUTORIZACIÓN. EL RÉGIMEN ROSISTA FRENTE AL
DILEMA DE LA INESTABILIDAD POLÍTICA
Durante la segunda mitad el siglo XIX y gran parte del siglo XX, el rosismo fue interpretado
como una salida inexorable a la anarquía producida por las guerras civiles
postrevolucionarias. Imagen construida sobre pares dicotómicos difíciles reconciliables:
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elites urbanas ilustradas versus caudillos de base rural y militar; proyectos de
institucionalización del poder según modelos liberales externos versus adaptación de
estrategias políticas a un medio atrasado e inmaduro en el que habría prevalecido el uso de
la sola fuerza; elites “modernizadoras” versus caudillos “tradicionales”. En este paradigma
interpretativo el rosismo habría representado el segundo polo de cada una de esas
antinomias y una salida casi fatal e inevitable a la crisis desatada por el fracaso de las elites
ilustradas en el intento de construir el país. Hace ya algunos años que esta imagen fue
cuestionada por la historiografía. En esta dirección, entonces, lo que el artículo se propone
revisar, son algunas de las imágenes heredadas de la historiografía tradicional, desde una
perspectiva que busca enfatizar, básicamente, dos cuestiones. Por un lado, que el rosismo no
constituyó una propuesta cristalizada de antemano que sólo requirió del momento justo
para desplegarse. El rosismo se fue construyendo “por parches”, al calor de los
acontecimientos sucedidos entre 1828 y 1835, como producto de un debate y un
enfrentamiento de ideas y prácticas que fueron delineando diversas opciones políticas. En
este sentido, el rosismo no representó una salida fatal e inevitable, sino el triunfo de una de
las opciones que estaban en juego en aquel momento. Por otro lado, se busca mostrar que la
presencia de tales opciones desmiente aquella imagen que negaba cualquier tipo de
institucionalización política en el proceso abierto con el ascenso de Rosas al poder.
Contrariamente, existió una gran preocupación por institucionalizar el poder político. Claro
que en este caso se trataba de una institucionalización sui generis, que no seguía
estrictamente los moldes de una ingeniería liberal ni los de una democracia de cuño
plebiscitario. Todo el régimen rosista se montó sobre gran parte de las leyes fundamentales
sancionadas durante la “feliz experiencia rivadaviana”, pero transformando el signo de
aquella institucionalización. Dicha transformación fue posible gracias a la supresión en el
interior de las dos instancias que el artículo analiza –la Legislatura de Buenos Aires y los
procesos electorales- de lo que Rosas percibía como la clave de la inestabilidad política: la
deliberación. Las facultades extraordinarias y la suma del poder público le fueron otorgadas
por la misma Sala de Representantes y las elecciones canónicas demostraban una
uniformidad que era traducida en términos de la “expresión de voluntad general”. Para
Rosas el conflicto político no devenía de una potencial amenaza de la plebe, sino de aquello
que fue siempre el foco de disturbios en el Río de la Plata: la elite dirigente dividida.
Resolver este problema fue para el rosismo tarea fundamental. Pero dicha empresa no la
encaró con la sola utilización de la fuerza fundada en milicias de base rural. La inició,
básicamente, en el interior de un universo político que ya no podía ni quería renegar de
ciertas conquistas en el campo de la institucionalización política.
Las Facultades Extraordinarias
El gobierno de Rosas se inició, en 1829, con una oposición unitaria prácticamente vencida
en Buenos Aires. Las disidencias entre los diversos grupos federales se exacerbaron en el
gran debate que sobre facultades extraordinarias ocupó a los miembros de la Sala de
Representantes y a la opinión pública durante el primer gobierno de Rosas. Los argumentos
vertidos por quienes presentaron la moción de revestir al gobernador de tales facultades en
1829, se centraron en tópicos que, poco tiempo después, se convirtieron en asuntos
recurrentes del discurso rosista. La apelación a un estado de excepcionalidad, la referencia
al modelo romano para justificar el fortalecimiento del ejecutivo y la recurrente utilización
de imágenes que colocaban al primer mandatario como piloto de una nave a la deriva, como
baqueano de un itinerario político que intentaba mostrarse atenazado por los más graves
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peligros, fueron los elementos justificatorios del proyecto. Apenas presentado éste las voces
disidentes no se hicieron esperar. Las reticencias presentadas por quienes ya no eran parte
de la oposición unitaria, sino miembros del heterogéneo partido federal, no hicieron más
que agudizar los argumentos antes esbozados. Quedaba iniciado así un debate que
enfrentaba, ya no sólo divergencias personales respecto a los individuos que debían ejercer
la autoridad, sino además, y fundamentalmente, posiciones antagónicas sobre como pensar
la dinámica de funcionamiento del régimen político. En este sentido, las divergencias
reaparecían cada vez que el grupo más cercano a Rosas intentaba imponer un proyecto de
ley que ponía en cuestión temas tales como la libertad individual, la división de poderes o la
representación política. A partir de 1831, la centralidad del debate en torno a las facultades
extraordinarias se trasladó de la antinomia libertad individual vs. Dictadura al problema de
la división de poderes –especialmente a la relación entre la Sala de Representantes y el
poder ejecutivo-. Hasta 1829, la Sala había ocupado el espacio central del engranaje político
provincial: elegía al gobernador y era la encargada de proponer, discutir y aprobar las leyes
que debían regir el estado de Buenos Aires. El poder legislativo veía perder, paulatinamente,
su protagonismo en la escena política provincial, al resignar el poder de iniciativa e incluso
la capacidad de fijar la duración de las facultades que, supuestamente, se habían otorgado
con carácter de excepción. Con el correr de los meses, muchos que no habían titubeado en
apoyar la excepcionalidad de un poder que se creía aún limitado, comenzaron a sospechar
del avance que, paulatinamente, producía el ejecutivo. Ambos sectores, cuya correlación de
fuerzas en el seno de la Sala parecía ir cambiando, actuaban bajo una lógica de “acciónreacción”. Cuando alguno de ambos grupos avanzaba en sus posiciones, el otro reaccionaba
presentando un proyecto en el que extremaba sus argumentos. En 1832, la correlación de
fuerzas era ya otra. El cambio se debió, no sólo a la renovación de los miembros de la Sala,
sino además a la transformación producida en la percepción del problema por parte de
quienes ya formaban parte de la Legislatura. Los hechos se fueron escalonando a partir de la
nota enviada por el gobernador a la Sala en mayo de 1832, en la que manifestaba su deseo
de devolver las facultades extraordinarias, no por haber cesado los peligros que acechaban a
la provincia, sino por la “divergencia de opiniones” que había suscitado su continuidad. El
asunto pasó la Comisión de Negocios Constitucionales y en setiembre se reanudó el debate a
raíz del dictamen entregado por aquella. La Comisión se expidió a favor de la continuidad de
las facultades extraordinarias, haciendo ciertas aclaraciones que muestran que el problema
estaba ahora instalado en la relación entre los tres poderes, especialmente entre la Sala y el
gobernador. La especificación realizada, aunque dejaba a la sala reducida a votar impuestos,
reflejaba donde estaba el doble espacio de conflicto. Por un lado, entre el ejecutivo y el
legislativo, y por otro, entre aquel y el poder judicial. Respecto al primer binomio del
conflicto, además de las discusiones ya señaladas, se fueron agregando otros hechos y
argumentos. Entre los hechos, se destaca la negativa de Rosas a enviar a sus ministros a la
Sala para responder a la interpelación solicitada por ésta, tendiente a rendir cuenta del uso
de las facultades extraordinarias. El segundo binomio de conflicto se centraba en la relación
entre poder ejecutivo y poder judicial. Rosas, muy atento al control de la justicia desde el
inicio mismo de su gobernación, no dejaba de señalar las “trabas” que el poder judicial
ejercía en su gestión política. Finalmente, luego de encarnizadas discusiones en torno a estas
cuestiones, el proyecto fue votado en la Sala: 19 diputados rechazaron el proyecto de las
facultades extraordinarias y sólo 7 lo aprobaron. Pocos días después la Sala volvió a reunirse
para elegir nuevo gobernador. En este caso asistieron 36 diputados, de los cuales 29 votaron
a Rosas. Se hacia evidente que la disputa no giraba en torno al nombre del candidato, sino a
una determinada forma de ejercer el poder político. Rosas se negó en varias oportunidades a
aceptar el cargo, por no poder asumir con las facultades extraordinarias. Luego de varias
negativas, la Sala debió pasar a elegir nuevo gobernador en la persona de Juan Ramón
Balcarce. La discusión sobre las facultades extraordinarias había dejado al desnudo las
enormes diferencias doctrinarias que separaban a los diversos grupos del partido federal. En
37
este sentido, el uso de las mismas facultades tan discutidas permitió suspender a aquellos
periódicos que, aún dentro de las filas del federalismo, cuestionaron el otorgamiento de
tales atribuciones. Las facultades habían profundizado las diferencias entre los viejos
sectores de la oposición popular urbana y los nuevos integrantes del federalismo porteño,
leales a Rosas, reflejándose en ellas una disputa de tipo doctrinario en torno a las
atribuciones del gobernador y de la Sala de Representantes, la división de poderes, la noción
de constitución, el régimen representativo. La naturaleza de este debate, sin embargo, no
debe llamar a confusión. No se trataba, en su origen, de un enfrentamiento entre grupos
claramente delimitados por diferencias irreconciliables en el plano ideológico-doctrinario. A
tales diferencias se arribó luego de los acontecimientos que se fueron escalonando a lo largo
de este conflictivo período, extremándose las posiciones al calor de una práctica política que
iba construyendo simultáneamente las opciones en juego.
Las elecciones: de la disputa por las candidaturas a la unanimidad rosista
Durante el período 1829-1835, las elecciones de diputados a la Sala de Representantes
siguieron la misma lógica que en años anteriores. Rosas no sólo no había logrado imponer
en 1828 la lista única concertada en el Pacto de Cañuelas, sino que tampoco había
conseguido atenuar aquello que parecía perturbarlo tanto como el debate por las facultades
extraordinarias: la deliberación en el interior de la elite por las candidaturas a las elecciones
de miembros de la Junta. Este momento crucial del proceso electoral, a partir de 1828
parecía amenazar la estabilidad alcanzada en los años anteriores. Al menos así lo evaluaba el
séquito más cercano a Rosas. Si la pretensión era gobernar con ciertas facultades que
excedían el marco legal ordinario y mantener, al mismo tiempo, la legitimidad que emanaba
del sufragio y de la Junta de Representantes, había que inventar alguna fórmula que
suprimiera la deliberación en el interior de la elite por la formación de listas. Esta disputa
por las candidaturas en la que se combinaban personajes diversos, no sólo confirmaba que
la elite no se alineaba estrictamente según fracturas ideológicas preexistentes, sino además,
la flexibilidad con la que estos grupos adaptaron sus estrategias políticas a la hora de
disputar el poder. En el interior de estas opciones, los grupos de la elite buscaban
acomodarse de acuerdo a convicciones ideológicas como también a estrategias más
coyunturales que no siempre respondían a aquellos principios que sustentaban
discursivamente en el debate público. En este sentido, la elección de 1833 demostró que más
allá de la desorganización interna de cada grupo existía en el fondo de estos comicios un
debate en torno a ciertos tópicos, que nunca habían estado tan definidos: la división de
poderes, la función del poder legislativo, el espacio del disenso en la opinión pública, todos
temas candentes en aquellos días. El evento había dado una nueva oportunidad para
reeditar los problemas más urticantes. Reedición que no fue ajena al hecho de que dos días
después de realizadas las elecciones, el diputado Anchorena presentara a la Sala un proyecto
de ley para que se dictara una constitución provincial. El proyecto de Anchorena obtuvo una
reticente manifestación de apoyo por parte de Rosas que no gustaba adherir a las modernas
corrientes constitucionalistas.
A fines de 1833 las cartas estaban echadas. Cada grupo había definido sus posiciones. Sólo
restaba dirimir cuál de ellas sería la triunfante. Y el éxito o fracaso dependía casi
exclusivamente, de la capacidad que cada sector tuviera de ganar de las elecciones. Tener
mayoría en la Sala de Representantes no suponía solamente garantizar la elección del
gobernador, sino además asegurar el voto favorable –o desfavorable- al proyecto
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constitucional presentado. Sin embargo, los hechos que se sucedieron luego, derivaron el
conflicto y su resolución por otros canales. La aplicación sistemática del terror en los años
que transcurrieron entre 1833 y 1835 y la consolidación de un discurso que buscó agitar las
amenazas al orden producidas por estos disturbios, fueron los mecanismos a través de los
cuales los federales netos liderados por Rosas buscaron transformar la situación, tal como
estaba planteada a fines de 1833. El asesinato de Quiroga en Barranca Yaco precipitó los
acontecimientos. Maza renunció al cargo y la Sala nombró, una vez más, a Rosas
Gobernador del Estado de Buenos Aires, pero en este caso con la suma del poder público y
las facultades extraordinarias. Sometida a la presión de los acontecimientos, la Junta cedió
su más preciada bandera, concediendo por cinco años un poder casi ilimitado a quien se lo
negara durante más de tres años. Rosas, munido de su experiencia anterior, no quiso correr
riesgos. Exigió a la Sala someter la delegación de tales poderes al veredicto popular: se ponía
en práctica, por primera vez con esas características, el voto plebiscitario. De esta manera, el
nuevo gobernador, buscaba superar el principal escollo que había sufrido en su primera
gestión. El aval que se buscaba en el mundo elector intentaba sortear el riesgo siempre
latente de una elite dividida que discutía en la legislatura la conveniencia de renovar o no las
famosas facultades extraordinarias. La legitimidad que ofrecía la vía plebiscitaria podía
reemplazar a la tan temida deliberación facciosa. La legitimidad que emanaba del
pronunciamiento popular s fundaba ya no sólo en el acto de sufragar, sino básicamente, en
la uniformidad del voto. La unanimidad, identificada ahora a la voluntad general, se
constituyó a partir de 1835, en la base de sustentación del nuevo régimen. El viejo ideal
unanimista reaparecía en un contexto institucional moderno, reivindicando la noción del
voto como consentimiento. La opción se planteaba en términos de orden –unanimista- o
anarquía. No obstante, más allá de esta retórica encargada de reformular el concepto de
libertad es sabido que el gobierno se encargó de implementar otros mecanismos menos
sutiles. La amenaza del exilio y la violencia hacia quienes se manifestaran disidentes,
sumado al creciente control de la prensa, hico desaparecer la tan característica disputa de
candidaturas en los días previos a la elección. Esta deliberación fue reemplazada por el
reparto de listas confeccionadas por el propio gobernador al conjunto de autoridades
provinciales –encargadas de convocar y presidir las mesas-. Dichas listas eran, a su vez,
sugeridas por la prensa al público lector. Tal sugerencia mantenía la formalidad de antaño,
al presentarse como una “lista de preferencia” del propio periódico; sólo que, en este caso,
no existían otras listas publicadas que se diferenciaran de aquella. El cuadro se completaba
cuando los diarios publicaban los resultados de las elecciones en las que se reproducía, por
unanimidad, el voto a la lista única. Sin embargo, la presencia de cierta disidencia no
desapareció completamente del campo electoral en los primeros años del régimen. Aún
cuando parecían estar tendidas todas las redes que asegurarían las elecciones canónicas en
favor del gobierno, era evidente que no resultaba fácil imponer la unanimidad. A las
expresiones retóricas más sutiles, se le sumaron las declaraciones explicitas del gobernador,
y a ellas, la confección de una maquinaria electoral que no alcanzo hasta 1840 la capacidad
de imponerse sin resistencia. La elección se redujo a autorizar-consentir, despojándose de
toda posibilidad de discutir-disentir. La voluntad general debía expresarse en su doble
dimensión: cuantitativa y cualitativa. Desde el punto de vista cuantitativo, era necesario que
el momento de la autorización estuviera avalado por una amplia movilización de votantes
capaz de demostrar el apoyo incondicional al régimen, desde el punto de vista cualitativo, el
voto debía manifestarse en un marco ritual nuevo y distinto al de épocas anteriores. Las
manifestaciones rituales que hicieron de cada fiesta cívica o religiosa una ocasión para
renovar las adhesiones al régimen, se mimetizaron también con los actos electorales. Su
sacralización rompió con las formas seculares que había adoptado el sufragio luego de la
revolución y, especialmente, a partir de 1821. Asimismo fueron novedosos ciertos
mecanismos utilizados para ratificar-autorizar el poder del gobernador. Aunque nunca se
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repitió la experiencia del plebiscito, sí se aplicaron estrategias plebiscitarias que asumieron
la forma de la tradicional petición.
¿Qué significado asumieron estos rituales y prácticas en el régimen político rosista? En esta
dirección, se puede pensar que el sufragio constituyó un escenario más de adhesión al
régimen, especialmente intrusivo en los sectores populares. El momento de la autorización
actualizaba símbolos de adhesión y encauzaba una movilización que lo precedía en ciudad y
campaña. En otro sentido, el sufragio asumió otras dos dimensiones en el régimen rosista.
Por un lado, representó la continuidad del régimen institucional precedente; y por otro, se
transformó en la herramienta más eficaz para reemplazar la tan temida disidencia
encarnada por facciones o grupos menores de la elite. Cabe destacar que la movilización de
la plebe no constituía el objeto de sus desvelos, sino las prácticas creadas y encarnadas por
quienes formaron la cúspide de la pirámide electoral. Toda la dinámica política provincial
pasó, entonces, a estar controlada por la más estricta supervisión de quien desempeñaba la
más alta magistratura. Un control que incluía al poder legislativo y judicial, y que ubicaba a
la Sala de Representantes en un espacio de subordinación, asociado a la concepción que el
gobernador tenía respecto de los cuerpos deliberativos. La continuidad de la Legislatura
después de 1835, se planteó más como una concesión otorgada por el propio Rosas al
gobierno provincial que como la natural consecuencia de un sistema institucional que ya
contaba con quince años de tradición. Hasta su definitiva caída, el régimen rosista siguió
conservando todos los procedimientos formales del funcionamiento institucional de la
provincia. La importancia que tuvo para el régimen este obsesivo apego a las formas revela
una de las mayores ambigüedades del rosismo. Ubicado en un complejo punto de
intersección entre modos tradicionales de concebir la política y formas más modernas en las
que se cruzan también nociones muy diversas sobre el ejercicio de la autoridad, el resultado
fue la instauración de un régimen que difícilmente pueda ser caratulado bajo conceptos que
destaquen unilateralmente algunos de estos aspectos. Producto de un pragmatismo político
precedentes, el rosismo se fue construyendo como un intento siempre renovado de dar
respuesta al viejo problema abierto por la revolución: la inestabilidad devenida frente a la
sucesión política. En su solución, en la que indudablemente primó el aspecto coercitivo, la
legitimidad fundada en la movilización electoral jugó un papel nada desdeñable: buscó
reemplazar la deliberación entre los grupos menores de la elite y crear, así, una autoridad
que se quiso indiscutida.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - SALVATORE, R.: "Expresiones Federales": Formas
Políticas del Federalismo Rosista
Ricardo Salvatore (1998)
“EXPRESIONES FEDERALES”: FORMAS POLÍTICAS DEL FEDERALISMO ROSISTA
Un fenómeno general, propio del período rosista, es la existencia de distintas formas de expresión del
federalismo y las tensiones que esto produjo entre los distintos sectores sociales. En juego esta la
definición de un “verdadero federalismo”, es decir, la identificación de los verdaderos fieles a Rosas
y al ideario federal y la especificación de las acciones, enunciados y apariencia que es esperable de
alguien que se dice federal. El federalismo parece haberse recepcionado y vivido de diversa manera
por distintos actores sociales. Sus ambigüedades, tanto a nivel ideológico como a nivel de las
prácticas políticas, permitieron una diversidad de identidades y de adhesiones. Es que el federalismo
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rosista, como sistema referencial ideológico-político, invitó a los diversos sectores de la comunidad
política a unirse a una “Santa Causa” sin clarificar las tensiones internas de su doctrina. A esta
complejidad de significados se unió una diversidad de formas de expresión que abrieron una brecha
entre un estado en formación y una sociedad civil dividida en clases. En el ensayo se examinan las
“expresiones federales”, es decir, las manifestaciones externas de adhesión al federalismo por
distintos componentes del cuerpo político, durante el período 1831-1852. Examinar la política como
fue vivida por los participantes puede servir para contextualizar más adecuadamente la cuestión de
cuánto apoyo recibió el rosismo de estancieros, pequeños productores rurales, peones y comerciantes.
Formas de ser federal
La “causa federal” esperaba de los ciudadanos diversos tipos de adhesión. “Ser federal” implicaba a
veces lucir como federal, otras veces expresarse como federal y con mayor frecuencia, contribuir
como federal por medio de servicios personales o donación de bienes. Fuera del territorio controlado
de las elecciones y de los debates de la Sala de Representantes existía otro territorio de la política,
donde la “opinión unánime” de los ciudadanos debía testearse constantemente con “expresiones” de
apoyo al federalismo que consistían en actos de presencia, enunciaciones públicas, servicios
personales y donaciones al Estado. Existían así federales de expresión u opinión, federales de
servicios, federales de bienes –o de “bolsillo”-, y aquellos cuya adhesión sólo podía inferirse a partir
de su apariencia. Mientras que el partido federal esperaba contribuciones sólo de aquellos que “tenían
grande o mediana fortuna”, la condición de federal de apariencia era una demanda más generalizada.
En realidad, se esperaba que todos lucieran como federales, llevando en sus pechos la divisa y en sus
sombreros el cintillo. Cada una de estas “expresiones” de federalismo demandaba un conjunto
diferente de pruebas. Ser “federal de opinión” sujetaba la “calidad de federal” al consenso de los
vecinos y al rumor popular. Ser “federal de servicio”, en cambio, dependía de la evaluación que
hicieran jueces de paz, comandantes militares y jefes de policía de la campaña acerca del grado de
compromiso de vecinos y transeúntes con la causa federal. La prueba de un “federal de bienes”
radicaba en cambio en el aparato administrativo del estado provincial: el conjunto de listas y recibos
en los cuales se registraban las donaciones de caballos, carne, ganado y dinero. Finalmente, la
condición de “federal de apariencia” quedaba sujeta a la comprobación visual que hacían las
autoridades de los sujetos subalternos de la campaña y, que sólo ocasionalmente se extendía a los
habitantes urbanos. Además de éstas existían otras evidencias de uso más limitado. Las “listas de
unitarios y federales”, por ejemplo, tendían a confeccionarse sólo en momentos de amenaza al
sistema federal y su efecto, era relativo. La cuestión de quién era “verdadero federal” quedaba así
librada a una variedad de evidencias –recibos, medallas, bajas, rumores, memoria colectiva, autoridad
policial y judicial, etc.- que apuntaban a formas diferentes de “ser federal” y que, por tanto, impedían
una fácil respuesta o resolución a esta cuestión. Así el federalismo, idealmente un único sistema de
principios, se fragmentaba en diversos modos de expresión y diversas gradaciones de adhesión,
permitiendo la adecuación de la política a la diferente condición social y económica de sujetos
políticos. Esto remití al problema de la desigualdad: si se trataba de un solo partido y de una sola
causa, ¿cómo era posible que se admitieran distintos tipos de contribuciones de acuerdo a la riqueza y
posición social relativa de los sujetos? Tal vez fue la cuestión del servicio la que acumuló mayores
quejas y resentimientos. Esta aparentemente igualitaria forma de contribución federal resultó una
fuente inagotable de inequidades. Ser federal de servicios implicaba así una forma de desigualdad
contradictoria con la retórica igualitarista del rosismo porque reservaba esta forma de expresión
política para quienes sólo tenían su fuerza de trabajo para ofrecer. Así quienes terminaban prestando
los servicios más duros y peligrosos eran los hombres dotados de menos recursos económicos y
41
sociales. Ser federal, para el habitante pobre de la campaña, se convirtió así en sinónimo de ser
soldado. El resto de los vecinos podía contribuir con “auxilios” de bienes y dinero, o con “servicios
pasivos”.
La política de la vida cotidiana
La causa del Federalismo demandó de la sociedad política adhesiones más bien superficiales:
disfraces, conformidad ritualizada y contribuciones. Sólo a un grupo limitado de servidores públicos
se les exigió una adhesión de convicciones. Es tal vez este balance entre un grupo militante y
vociferante relativamente pequeño y una mayoría que brindó una adhesión más bien pasiva al
régimen lo que hizo funcional y efectivo a los gobiernos de Rosas. Para quienes se postularan como
agentes del orden, Rosas demandaba una adhesión de expresiones y de servicios. Se exigía así la
condición de “federal de opinión” o, en su defecto, la de “federal de servicios y de bienes”. Los
jueces de paz también estaban sujetos a este tipo de chequeos ideológicos.
El estado rosista al tratar de imponer un disfraz, un léxico y un ritual adecuados al federalismo,
dejaba un amplio margen para que la sociedad misma definiera en la práctica qué individuos eran
realmente federales. Dejaba abierta una brecha entre la enunciación y las prácticas que afirmaban tal
enunciación, involucrando a la sociedad en el proceso de sustanciación de la evidencia. Entre los
vecinos, la ropa, el lenguaje cotidiano, las contribuciones a la guerra y las prácticas de reclutamiento
servían a la vez para establecer diferencias y medir opiniones. La ropa constituía el primer elemento
de diferenciación en la vida cotidiana. El uso mandatario de la divisa y el cintillo, la forma de vestir
del paisano y, para algunos, el privilegio de usar bigote y galones, conformaron el estilo, la fisonomía
y la cromática del federalismo. De igual forma, los periódicos federales contribuyeron a construir, a
partir de la ropa, una división tajante entre unitarios y federales. A la diferencia entre dos bandos
antagónicos se superponía un afán igualitario, nivelador, que privilegiaba el modo de vida del campo
sobre el de la ciudad y las actividades rurales sobre el comercio. El federalismo rosista se apropió así
de la forma de vestir campesina, le dio colores políticos y la usó como un elemento d nivelación y
diferenciación a nivel ideológico y social. Aunque parte importante de la cultura política del
federalismo, esta forma de expresión no servía en la práctica para distinguir partidarios de opositores.
Es por ello que esta forma de expresión, aunque monitoreada por las autoridades, raramente era
comparada con otras expresiones de adhesión: las opiniones, los servicios y las contribuciones. Las
expresiones de los ciudadanos parecían más importantes a la hora de distinguir entre unitarios y
federales. El ser federal de opinión requería que la comunidad recordara que el sujeto se había
expresado claramente por la causa federal. Lo que se requería de la población era que no emitiese
opiniones unitarias; esto requería del estado un monitoreo constante de un conjunto de expresiones
verbales. Rumores de los vecinos acerca de expresiones vertidas, reales o supuestas, podían afectar la
suerte de cualquier ciudadano. Expresiones en otro contexto inocentes se transformaban en
“evidencia” de adhesión al enemigo. En un régimen de prácticas políticas que privilegiaban la
verbalización, el silencio servía para identificar oponentes. Sólo a los alienados y a los ebrios se les
permitía estos exabruptos verbales. En tanto la política no establecía diferencias entre los espacios
públicos y privados, la conversación de todos los días constituía una de las principales arenas de la
contienda. Las contribuciones a la guerra o a otras acciones en apoyo de la “Santa causa” también
constituyeron una muestra de adhesión federal. La más corriente de las contribuciones consistía en
caballos, yeguas y reses para el consumo del ejército. Estos “auxilios” se tomaban primero de las
estancias embargadas pero, cuando los ganados de éstas escaseaban, se debía repartir la carga de
estas contribuciones entre los vecinos. Otras formas de donaciones a la causa federal también eran
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frecuentes. Vecinos de pequeña o gran fortuna devolvían los recibos por ganados entregados al
ejército, pagaban los impuestos y tasas luego de haber sido exentos de ellos, o simplemente aportaban
dinero en suscripciones públicas con el destino explícito de financiar la guerra contra los unitarios.
Algunos de estos donativos tomaban la forma de un voluntarismo impositivo: los vecinos contribuían
el monto exacto de las desgravaciones y exenciones de impuestos con que habían sido favorecidos.
Donar dinero a la guerra –o invertirlo en fiestas para celebrar victorias federales- eran formas de
expresar “júbilo” por las decisiones del gobierno. La popularidad de estas colectas fue en aumento
con las victorias federales. En el terreno de los hechos, la lealtad al Federalismo y a Rosas se
comprobaba con servicios: transporte de ganado, cuidado de caballadas, partidas para la aprehensión
de delincuentes, servicio de cantones y armarse en defensa de la Federación. Como con los “auxilios”
esta forma de expresión federal dejaba bastante margen a la desigualdad social. En la medida que
“servir a la causa federal” significaba diferentes compromisos para distintos sectores sociales, su
utilidad como medida de adhesión era variable. La manera inequitativa como se asignaban estos
servicios minaba la legitimidad del “sistema federal”, creando discusiones acerca de lo que
significaba servir a la causa. Aquellos que habían prestado servicios “mecánicos” sentían que habían
cumplido con la causa federal. Los comandantes militares y jueces de paz no compartían esta idea;
tampoco los veteranos que habían dejado buenos años de su vida peleando en las campañas de Cuyo,
Entre Ríos, Córdoba o la Banda Oriental.
También existió un importante intercambio escritural entre Rosas y la comunidad política,
especialmente en aquellos casos en que los particulares debieron probar su condición federal para
salvaguardar sus vidas e intereses. Además de los casos judiciales en donde se sustanciaban
acusaciones de ser unitario, y de los interrogatorios de los prisioneros de guerra, hubo un caudal de
“peticiones” dirigidas al gobernador que trataban de exaltar la condición federal del peticionante o
morigerar su condición de opositor al régimen.
Tibias y entusiastas adhesiones
Las adhesiones al régimen federal parecen ordenarse en un continuo de tonalidades o intensidades,
que va desde la adicción al Dictador hasta la indiferencia o mera tolerancia. En un extremo estaban
manifestaciones de intensa adhesión, rayanas en la obsecuencia o el fanatismo. En el otro extremo de
este continuo se encontrarían las adhesiones tibias, aquellas que parecían condicionadas a ciertas
contraprestaciones del estado, o que se basaban en donaciones de bienes sin un “pronunciamiento” en
voz y persona por la causa federal. Evaluar el grado de adhesión de los diversos sectores de la
sociedad rural al Federalismo no es tarea fácil. Principalmente el Federalismo admitió como
legítimas diversas formas de identidad federal y diversa expresiones de adhesión partidaria que
sumaron en ambigüedad la noción misma de “ser federal”. Algunos indicadores sobre el uso de las
divisas federales, sobre quienes realizaban las donaciones, y sobre el cumplimiento de las leyes de
reclutamiento brindan una medida aproximada de la existencia de resistencias al unanimismo y, sobre
todo, de tensiones en cuanto a la legitimidad de los requerimientos del régimen.
a) Ropa e insignias. Una muestra de presos remitidos a Santos Lugares entre 1831 y 1852 nos
permite una primera aproximación a la cuestión del cumplimiento a las prescripciones federales en
materia de vestido e insignias. Sus resultados muestran la peculiar renuencia de los habitantes pobres
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de la campaña al “orden de apariencias” prescripto por el dictador. Entre los arrestados, el grado de
cumplimiento con este requisito varía en relación a las ocupaciones, la raza, y la educación.
b) Donaciones. Quienes más contribuían a la causa federal no eran precisamente los grandes
terratenientes. Contrariando la prédica liberal posterior a Caseros, las suscripciones de los vecinos
eran en su mayoría voluntarias. Los donantes, por lo que puede inferirse a partir de las listas, no eran
por lo general acaudalados estancieros; eran más bien postillones, pequeños criadores, viudas de
veteranos federales, o dependientes cuya relación con el sistema federal estaba basado tanto en
afinidades ideológicas como en la defensa de intereses económicos. La importancia de los pequeños
propietarios para el orden rosista no puede ser minimizada. La adhesión de este grupo social, aunque
motivada principalmente por afinidades ideológicas, no era totalmente desinteresada. Su acumulación
de capital había sido rápida, en parte gracias a la Pax Rosista.
c) Servicios militares. Tal vez la mejor medida de la adhesión de los paisanos pobres a la causa
federal sea el grado en que éstos cumplían con sus obligaciones militares. La deserción o el
esconderse de las partidas reclutadoras figuraban entre los delitos más frecuentes del período. La
evidencia, aunque fragmentaria, refuerza la creencia de que las adhesiones federales no fueron ni
“unánimes” ni “entusiastas”. Fueron más bien adhesiones “tibias, condicionadas al cumplimiento de
ciertas promesas por parte del aparato judicial-militar. Es claro que Rosas trató de cubrir estas
expectativas al menos en parte, otorgando a los soldados medallas y premios en ganado y tierras.
Pero las promesas incumplidas fueron más en proporción y, consecuentemente, el entusiasmo de los
paisanos pobres por prestar servicios de guerra disminuyó con el tiempo.
Examinados en su conjunto, estos indicadores parecen sugerir que si bien el régimen fue apoyado por
los sectores subalternos de la campaña, este apoyo no fue todo lo intenso y activo que la
historiografía revisionista creyó. En el continuo entre una identificación ideológico-política
superficial y una profunda, aquella de los vecinos-propietarios parece la más intensa. Algunos de
estos pequeños productores, los que llegaron a posiciones de poder en las comunidades locales fueron
sin duda los federales más entusiastas. Se unían a ellos, en las celebraciones públicas, un grupo de
vecinos que gustaba llamarse “federales netos” que expresaban sus simpatías con donaciones de
bienes, voces y servicios. El resto de la población de las comunidades ejercía formas menos activas
de expresión política: vestían a lo federal, no se pronunciaban por la Unidad, contribuían “servicios
pasivos” y, ocasionalmente, asistían a bailes, procesiones, y fiestas patrias.
Excluidos participantes
Los unitarios y las mujeres representaban la otra cara del federalismo. Los unitarios porque sus
gradaciones o clasificaciones evidenciaban la ambigüedad de la definición del federalismo; las
mujeres porque su participación activa en el terreno de los hechos, negada en el terreno del derecho,
resaltaba las desigualdades del federalismo. A pesar de estar excluidas de la comunidad política con
derecho a voto, las mujeres constituyeron un soporte fundamental del régimen rosista. Ellas
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participaron de manera activa en las colectas de fondos y ganado para “conclusión de la guerra”,
ocuparon los primeros lugares en las procesiones o marchas con que los pueblos celebraban las
victorias de las fuerzas federales, y tuvieron un papel clave en la circulación de información acerca
de las amenazas al régimen. Este activismo cívico fue negado por el régimen rosista en el terreno de
la ciudadanía. Desde el punto de vista de las autoridades del régimen, las expresiones federales de las
mujeres sirvieron más bien para definir las identidades políticas de sus esposos. De forma similar se
estructuraron las identidades políticas y sociales de los otros grandes excluidos, los unitarios. Su
exclusión, también debida a razones ideológicas, necesitó la creación de similares ficciones. Como
los federales, los “unitarios” también se clasificaron por gradaciones y tipos de adhesión. Hubo así
“unitarios de opinión”, “unitarios empecinados”, y “unitarios pacíficos”. La existencia de distintas
gradaciones de unitarios muestra la inseguridad del régimen acerca de quién constituía un verdadero
opositor. Siendo las afiliaciones tan tenues –un producto de la misma práctica política que asociaba
adhesiones con la apariencia, los dichos y las contribuciones- existía siempre el peligro que un buen
federal se pasase a la Unidad. Las narraciones de la experiencia militar de los paisanos muestran
además la fragilidad de las adhesiones en el terreno de los “hechos”. Es común que algunos presos
unitarios relaten experiencias en el bando federal y viceversa. Este temor al cambio de bando era
compartido por ambos partidos o ejércitos, indicando así una coincidencia en la baja intensidad de las
adhesiones políticas de los paisanos.
Conclusiones
Trabajos recvientes han señalado la importancia de las formas de la política n el proceso de
constitución del estado nacional. En esta línea el ensayo ha intentado contribuir a este desarrrollo. La
existencia de diferentes modalidades de “ser federal” y las desigualdades implicadas en esta
diversidad sirven para modificar nuestra comprensión del apoyo al federalismo rosista. Primero,
porque al desplazar el terreno de la política hacia las prácticas cotidianas el entendimiento se acerca
un poco más a lo que debió ser la política como al vivieron los habitantes de la campaña bonaerense.
Segundo, porque al divorciar el discurso del régimen de las formas prácticas en que la mayoría de los
actores sociales expresaban sus “adhesiones”, tenemos una manera de asir la verdadera popularidad
del régimen. Tercero, porque al plantear la existencia de diversas formas de adhesión federal deja
entrever la naturaleza ambigua y contestada del propio federalismo. Si las identidades políticas
podían ser más o menos intensas, distintos agentes sociales responderían de diferente manera al
llamado de la “Causa Federal”. Ésta no demandaba identidades políticas profundas de toda la
población, sólo de aquellos servidores públicos que debían aplicar la ley y movilizar apoyo para la
guerra. La gradación de adhesiones e identidades federales no significa que los actores sociales no
debatieran y lucharan para defender su federalismo. Muy por el contrario, la separación entre
discurso oficial y prácticas cotidianas, así como las tensiones en el propio significado de “ser
federal”, crearon reales conflictos que aparecen cargados de indignación y de reclamos. El
federalismo, al tiempo que sostenía un ideario de nación orgánica, igualitaria y republicana mostraba
en sus prácticas las diferencias entre vecinos y transeúntes, entre soldados de línea y milicianos, entre
“federales de bolsillo” y “federales de servicio”. El régimen contribuyó a acentuar estas
desigualdades, “clasificando” a los habitantes de acuerdo a su apariencia y distribuyendo en forma
inequitativa el peso del servicio de armas. Así, aquellos que vivieron el federalismo rosista, pudieron
contraponer al discurso oficial de igualitarismo y unanimismo la realidad de las diferencias sociales.
La adhesión federal variaba con la condición económica y social del individuo. La apariencia federal
y las contribuciones parecían suficientes para definir el federalismo de algunos. Para otros, largos
años de servicio militar resultaban escasos para el mismo fin.
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HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GELMAN, J.: Un Gigante con Pies de Barro. Rosas y
los Pobladores de la Campaña
Jorge Gelman (1998)
UN GIGANTE CON PIES DE BARRO. ROSAS Y LOS POBLADORES DE LA CAMPAÑA
La idea dominante parece ser la del líder todopoderoso, despótico, alejado de cualquier
control o sujeción a norma legal, que se asienta sobre la crisis institucional que abre la
Revolución de Mayo. Este perfil a nivel político se conjuga con el predominio de una
economía arcaica, la “civilización del cuero”, generadora de actores y de prácticas sociales
bárbaras. Se trataba de una sociedad bipolar, estancieros y gauchos, donde éstos últimos
llevarían las de perder, convirtiéndose contra su voluntad en trabajadores sujetos a la
autoridad, amenaza y protección del estanciero. Esta imagen prevaleció en la mayor parte de
la historiografía, aunque algunas importantes excepciones de hace un par de décadas y
sobre todo la historiografía más reciente, la tienden a matizar o francamente cuestionar. Se
discute tanto la capacidad absoluta de Rosas u otros líderes provinciales para manejar esos
territorios y sus poblaciones de manera discrecional, como el nivel del predominio social y
económico que habrían tenido como parte del grupo de los grandes terratenientes del
período. En esa primera mitad del siglo XIX, al igual que en el XVIII, las pequeñas y
medianas explotaciones agrarias siguen siendo una realidad incontrastable, aunque es
verdad que ahora deben convivir con algunos grandes estancieros, muy poderosos en
relación a sus homónimos coloniales. Sin embargo, los grandes estancieros y el estado no
actúan sobre un vacío sino sobre un mundo rural muy complejo, con una fuerte presencia
campesina, que reconoce oda una serie de prácticas desarrolladas durante décadas que se
resisten a desaparecer y con las cuales deben lidiar y muchas veces negociar.
La construcción de un emporio estanciero
A mediados de la década del ’30 cuando se disuelve la compañía que lo incluía, el
gobernador queda como propietario particular de un enorme complejo que incluye la
estancia de San Martín en el partido de Cañuelas, otro estancia que compró en el partido de
Monte en 1836, llamada la estancia de “Rosario” y una estancia al exterior del Salado,
llamada “Chacabuco”. A esto se debe agregar el saladero/matadero que Rosas tenía en su
cuartel general de Palermo, que con las otras propiedades constituían un verdadero
complejo, que realizaba las más diversas actividades agrícola-ganaderas, articuladas entre sí
desde Buenos Aires y que convirtieron al gobernador en uno de los mayores empresarios
rurales del período. Las actividades que se desarrollaban en las estancias de Rosas eran de
los más diversas y cada una de ellas tenía que ver con las características del terreno, la
cercanía relativa de los mercados y a su vez con la articulación ente las mismas al interior
del complejo. Obviamente, el destino final de la mayoría de los productos era Buenos Aires.
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Las estancias de Rosas, si bien siguen en su orientación productiva un perfil similar al del
resto de sus coetáneos, introducen un elemento nuevo, totalmente desconocido en el
período colonial, que es la magnitud de sus estancias. En medio de un paisaje social de la
campaña, que continúa siendo esencialmente dominado por pequeños y medianos pastores
y agricultores, emerge un pequeño, pero muy poderoso sector de enormes estancieros,
encabezado por el gobernador.
El gobernador, sus estancias y los pobladores de la campaña
La historiografía en general tuvo pocas dudas sobre el poder político de Rosas, su capacidad
para manipular a la población rural, sus peones o el resto de los pobladores. Rosas mismo,
en algunos de sus escritos más tempranos, aún lejos del poder, se encargó de fomentar una
visión criminal de la población rural más pobre y de proponer algunas soluciones. Aquí
tenemos todo un programa para la imposición de un nuevo orden estanciero, que pretende
liquidar las prácticas que los pobladores rurales reconocían como legítimas: desde la
población en un terreno ajeno, al acceso a ciertos recursos que se consideran comunes como
las nutrias o la leña de los montes, hasta ciertas actividades por cuenta propia desarrolladas
por los peones. Sin embargo, el gobernador, al igual que sus antecesores, encontró límites
muy serios en su accionar. El primer nivel de estos límites tiene que ver con la propia crisis
política posrevolucionaria, que va colocando progresivamente al mundo rural como uno de
sus principales actores. La llamada anarquía, la sucesión de gobiernos, las luchas civiles, y la
necesidad de construir una nueva legitimidad en que fundar un nuevo aparato de
dominación, obligan a los actores políticos a tomar en cuenta la abigarrada realidad que los
rodea. El propio Rosas tiene que tomar en cuenta esta realidad, y quizás ello es una de las
claves explicativas de su éxito. La actuación de Rosas como estanciero, la relación que
establece con los pobladores rurales que se vinculan con sus propiedades, parecen confirmar
este tipo de situaciones. A través de la correspondencia entre Rosas y los administradores de
sus estancias se reflejan las dificultades en aprovecharse plenamente de sus propiedades por
los condicionamientos que le imponen las prácticas de una sociedad rural compleja, donde
el acceso a la tierra es distinto al concepto moderno de la propiedad privada. Rosas a veces
las va a tolerar, otras veces las va a tratar de reprimir. Uno de los problemas más
importantes parece haber sido la dificultad en fijar los límites de la propiedad, evitar las
mezclas de ganado, la invasión de sus tierras por animales ajenos y aún los robos de los
propios. Rosas se seguirá quejando de la sustracción de animales de sus estancias y más
frecuentemente aún resultan los perjuicios por las mezclas de ganado y la invasión de sus
tierras por animales ajenos, que le comen sus pasturas y levantan sus animales. La
sensación que brinda todo esto es que Rosas no puede disponer libremente de sus
propiedades y debe tolerar, o no tiene más remedio que aceptar, que este tipo de situaciones
se repitan una y otra vez. Una de las soluciones principales que intentará el gobernador para
limitar estos problemas es el recurso a los llamados “pobladores”. Personaje de difícil
definición, parece haber sido un habitante “tolerado” en tierras ajenas, que probablemente
desarrollara allí sus actividades independientes como productor, a cambio de una cierta
reciprocidad con el dueño de las tierras. Esta podía ser su disponibilidad para conchabarse
en ciertos momentos del año en la explotación del propietario, o también cumplir la función
de constituir un límite entre la explotación del dueño y los vecinos o convertirse en un
elemento que convalidara la propiedad privada de quien le acogía. Esta necesidad de
“poblar” los límites de las tierras, implicaba que el propietario no podía disponer de una
parte de sus tierras y pasturas y que muchas veces se puede encontrar un enjambre de
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pequeños o medianos productores que producen por su cuenta, aunque condicionados
también por el titular de la estancia. Y esto sucede en las tierras de Rosas, no sólo con los
“pobladores”, sino incluso con algunos de sus capataces y peones. Estos pobladores
parecieran en cierta medida cuestionar los plenos derechos de propiedad del titular legal de
la tierra, quien se ve obligado a “recordarles” quien es el dueño. Y para lograr esto, a veces
tiene que realizar gastos importantes. Resulta claro entonces, que los pobladores terminan
adquiriendo ciertos derechos sobre las tierras que pueblan y la propiedad plena de los
bienes que allí tienen. Y el dueño de la tierra, que les autorizó a instalarse allí, se ve obligado
a comprarles esos bienes, si no quiere que se instale en las mismas tierras alguien que no
responda a los mecanismos de reciprocidad acordados. Este mecanismo de la “población”
no se produce sólo para que el propietario obtenga algunas ventajas, sino que también
genera situaciones que le perjudican y pueden poner en cuestión sus títulos de propiedad.
Muchas de estas poblaciones no son buscadas por el propietario, sino que son el resultado
de las presiones de los vecinos, que buscan y se consideran con ciertos derechos a solicitar
hacer población en tierras ajenas que no estén suficientemente utilizadas.
La otra cuestión que limita la capacidad del propietario de utilizar plenamente sus tierras,
tiene que ver con la mano de obra. Por otra parte, algunos de los trabajadores dependientes
de la estancia, además de los salarios que reciben o de algunas raciones, obtienen la
autorización del propietario de criar sus propios animales en la estancia. Esto es muy claro
en el caso de los administradores, que además de los abultados salarios que reciben, son
productores en las tierras del gobernador. Obviamente esta tolerancia tiene que ver con el
problema de las dificultades de Rosas para conseguir y controlar la mano de obra que
necesitaba para sus explotaciones.
Algunas conclusiones sobre la expansión agraria
Si los gobiernos poscoloniales debieron elaborar discursos y políticas que tuvieran en cuenta
a los actores sociales que se habían desarrollado durante décadas en la región para
reencontrar la legitimidad perdida y fundar un nuevo orden, también los estancieros
debieron negociar permanentemente con los actores sociales mayoritarios del mundo rural
en el cual querían imponer prácticas de nuevo cuño, garantizar la propiedad privada plena
de la tierra, conseguir mano de obra y expandir la producción pecuaria plena en gran escala.
La imagen tradicional de esta expansión era la del latifundio ganadero, acompañado por la
llegada al poder de algunos de sus mayores representantes, enfrentados a una población
rural que se quería someter a conchabo, para lo cual se recurría cada vez más a distintos
métodos coercitivos. Sin embargo, estudios recientes empezaron a poner de relieve la
continuidad en la presencia de un número destacado de pequeñas y medianas explotaciones
agrarias durante toda la primer mitad del XIX, que parecen dominar el paisaje social, si no
económico de la campaña. Y si bien el peso económico del puñado de grandes propietarios
no puede ser subvalorado, tampoco se puede cerrar los ojos a esta testaruda persistencia de
la pequeña y mediana explotación familiar. Vale la pena señalar las dificultades del gran
propietario para rentabilizar sus estancias por una serie de factores muy variados y muy
fuertes. Por un lado, la coyuntura climática con importantes sequías en los años ’30 y ’40,
así como la coyuntura política con los sucesivos cortes de tráfico portuario por los bloqueos
y los casi ininterrumpidos conflictos civiles, que podían paralizar la producción y el
comercio por tiempos prolongados. En este marco y dada la abundancia de tierra y la
presencia campesina, la mano de obra es escasa y muy cara. El progresivo fin de la
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esclavitud y el fracaso en el mediano plazo en imponer formas alternativas de mano de obra
coactiva no le dejan más alternativas al propietario que recurrir a los peones libres, que
también demuestran saber negociar sus condiciones de vida. El orden estanciero y de
expansión de la gran propiedad privada se choca a cada instante con los hábitos, las
costumbres, que durante décadas los pobladores de la campaña habían reconocido como
válidos para garantizar la reproducción social. Si la relación que Rosas establece con los
pobladores, peones y vecinos de sus estancias puede ser definida como clientelar, el
contenido de esa relación parece ser más complejo de lo supuesto. La imagen del estanciero
todopoderoso, así como la del caudillo político que construye arbitrariamente sus
herramientas de poder, adquieren así nuevos matices. La crisis del orden colonial, no parece
permitirles actuar sobre tabla rasa, sino quizás todo lo contrario. Recuperar la paz perdida,
el orden, que les permita a la larga cambiar las relaciones sociales de la región, les impone
adoptar estrategias muy complejas, que muchas veces parecen ir en sentido inverso al orden
estanciero que muchos de ellos podían desear. Las políticas estatales favorables a los
grandes propietarios no pudieron vencer ciertas lógicas e incluso tuvieron que respetar, a
veces, el peso social y político de los campesinos. Un mundo campesino que, a su vez,
permite entender mejor los espacios de negociación de los peones y valorar sus conquistas.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - RATTO, S.: ¿Finanzas Públicas o Negocios Privados?
El Sistema de Racionamiento del Negocio Pacífico de Indios...
Silvia Ratto (1998)
¿FINANZAS PÚBLICAS O NEGOCIOS PRIVADOS? EL SISTEMA DE RACIONAMIENTO
DEL NEGOCIO PACÍFICO DE INDIOS EN LA ÉPOCA DE ROSAS
Introducción
En el libro Juan Manuel de Rosas de John Lynch, se describe la estructura social en la
campaña bonaerense como dominada por la relación paternalista entre patrones y peones
en donde la estancia era a la vez “santuario y prisión” para los trabajadores. Con la llegada al
gobierno de Rosas lo que se produce, siguiendo a Lynch, es la proyección a nivel provincial
de este esquema de dependencia. Desde hace pocos años esta visión sobre el significado del
caudillismo se ha modificado considerablemente. Así, se plantea que los regímenes de
caudillos deben vincularse con la existencia de tendencias autonómicas en las provincias a
partir de 1820 y a los intentos por formar instancias estatales dentro de sus jurisdicciones.
En este sentido la experiencia de Buenos Aires adquiere características particulares. La
relativa densidad de las prácticas políticas inauguradas durante la “feliz experiencia”
rivadaviana llevaría a que durante el período rosista se mantuvieran gran parte de éstas con
el objeto de dotar de legalidad y legitimidad al régimen. A pesar de los avances que se han
realizado sobre el período rosista quedan aún varios aspectos que merecen ser objeto de una
profunda revisión. Uno de ellos es el manejo de las finanzas públicas, tema que se vincula a
la problemática más general sobre la relación clientelística implementada por el caudillo. En
este sentido se ubican los trabajos más tradicionales que han intentado caracterizar al
régimen rosista como representante de intereses económicos de sectores particulares:
terratenientes, saladeristas o grandes comerciantes. Aún en estudios más recientes se puede
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encontrar, matizada, esta noción sobre la relación clientelística organizada en torno al
caudillo. El propósito del trabajo es analizar de qué manera el Estado hizo frente a los gastos
derivados de su política indígena que se conoció en la época con el “negocio pacífico de
indios”. El mismo consistió en el asentamiento de tribus amigas sobre la línea de frontera
con el objetivo de que sirvieran de barrera de contención ante el ataque de grupos hostiles.
Esta función de defensa era retribuida mediante la entrega de raciones alimenticias. A través
del análisis de los libros contables de la Tesorería de la provincia de Buenos Aires se busca
determinar la política de financiamiento implementada por el gobierno en el “negocio
pacífico” señalando de donde obtenía el Estado los recursos para sostener los gastos,
quiénes eran los proveedores de las raciones y cuál su vínculo con el gobierno provincial. El
análisis de esta documentación permite sostener que durante el período rosista se
produjeron modificaciones en las formas en que el gobierno hizo frente a las erogaciones de
su política indígena.
El negocio pacífico de indios
La política indígena se caracterizó por la conjunción de una acción negociadora tendiente a
la captación de algunas parcialidades y otra de guerra ofensiva hacia aquellas que no
aceptaran las condiciones de paz. El “negocio pacífico de indios” experimentó variaciones a
lo largo del período: una primera etapa abarcaría el primer gobierno de Rosas (1829-1832) y
constituye un período de prueba o de experimentación. En esta etapa las tribus amigas se
alojaron en estancias del interior de la provincia donde eran asistidas económicamente por
los hacendados. Un segundo momento se situó a continuación extendiéndose hasta fines de
1839, cuando los ataques al gobierno rosista pusieron en peligro la continuidad del régimen.
Durante el mismo las tribus amigas fueron asentadas en la frontera, a inmediaciones de
algún fuerte, debiendo aportar milicias auxiliares cuando fuesen requeridas. El último
período abarcaría el lapso entre 1840 y 1852 cuando, como consecuencia de los ataques al
régimen ya mencionados, se produjo una extrema “militarización” de la sociedad a la que no
escaparon las tribus amigas: varios grupos fueron reubicados, abandonando sus puestos de
frontera y pasando a formar parte del ejército rosista.
Evolución contable del negocio pacífico
Si bien el sistema comenzó a implementarse con la llegada al gobierno de Rosas en 1829, los
gastos insumidos por el negocio pacífico en ese momento fueron muy pequeños. Desde
1832, y en concordancia con la mayor disponibilidad de recursos puede percibirse en el
registro contable la creciente importancia política que fue adquiriendo el negocio pacífico.
Se pasó así de montos exiguos y de un registro de gastos sumamente desordenado a la
creación de una partida propia que fue incrementándose paulatinamente. Planteada la
necesidad de contar con un sistema periódico y formal de provisión, existió un primer
intento de organización en 1832, con la creación de la Caja del Negocio Pacífico, partida
perteneciente al Departamento de Guerra que debía contener los gastos relacionados con la
política indígena del gobierno. De todas maneras, la Caja no concentró todas las erogaciones
del negocio pacífico, ya que, paralelamente a su creación, comenzó la práctica de realizar
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compras de artículos a través del Ministerio de Hacienda, los que eran depositados en la
Comandancia del Parque de Artillería y de allí retirados posteriormente para racionar a las
tribus amigas. Recién en 1833 se creó dentro del Departamento de Gobierno una partida
presupuestaria denominada Negocio Pacífico de Indios que englobó todos los gastos de la
política indígena y se mantuvo hasta la caída de Rosas.
Los proveedores del negocio pacífico
Al analizar este rubro presupuestario lo primero que se observa es la extrema fluctuación de
los gastos tanto en la composición como en el total desembolsado anualmente. La causa de
estas modificaciones debe buscarse en una característica inherente al negocio pacífico, como
es la extrema inestabilidad de los contingentes de indios amigos que participaban de este
sistema. La estructura política de las tribus existentes en la pampa durante el período se
caracterizaba por tener jefaturas débiles. Esto llevaba a que los pactos concertados por un
cacique con las autoridades criollas no fueran aceptados por la totalidad de los indígenas a
su cargo produciéndose conflictos intertribales que podían derivar en cruentas
sublevaciones. Estos movimientos llevaron a que durante el período analizado se registraran
constantes alzas y bajas de grupos indígenas que percibían las raciones del gobierno. Otro
factor que incidía en la modificación de la partida presupuestaria era que, en determinados
momentos, agrupaciones indígenas transcordilleranas arribaban a la frontera bonaerense en
calidad de misiones diplomáticas. Éstas esperaban entrevistarse con las autoridades
provinciales para acercarles alguna información y, en contrapartida, recibir los obsequios de
rigor. Estos presentes eran entregados en los fuertes de frontera y significaban un
incremento no previsto de los gastos del erario.
Inicio del sistema (1830-1833)
Para Rosas el éxito de una política pacífica dependía de la disponibilidad de recursos para
obsequiar a los indígenas. En esta etapa el gobierno mantenía relaciones con dos categorías
de tribus, tribus amigas y tribus aliadas. Las primeras, habían aceptado establecerse en
forma permanente en estancias ubicadas en el interior de la campaña. Las segundas
mantenían su hábitat en las pampas cumpliendo un servicio de “espionaje” informando
sobre los movimientos de las tribus hostiles. De ahí que, hasta fines de 1832 –cuando las
tribus amigas fueron relocalizadas en la frontera y comenzaron a percibir raciones del
gobierno- la mayor parte de los gastos provenientes del negocio pacífico se redujeron a los
obsequios realizados en los fuertes de campaña en ocasión de la llegada de partidas
indígenas para comerciar o parlamentar con las autoridades. Las sumas gastadas en
obsequiar a los indios reflejan la precariedad de las relaciones con éstos ya que
frecuentemente se realizaban inversiones que excedían las previsiones del gobierno. Este
tipo de racionamiento fue efectivo hasta la instalación de las tribus amigas en la zona de la
frontera, momento a partir del cual el comercio se constituyó en una práctica cotidiana que
no implicaba la movilización ni el hospedaje de partidas en los fuertes. Con el asentamiento
de grupos indígenas en la frontera un nuevo rubro se agregó a los gastos del negocio
pacífico: el ganado. Todas las tribus recibían mensualmente una remesa de ganado
51
yeguarizo. Durante este período existen dos mecanismos de provisión de ganado. En 1832 el
único grupo que recibía ganado por cuenta del Estado era la tribu borogana situada en
Guaminí. Las yeguas destinadas a estos indios provenían de compras “compulsivas” a los
vecinos de la Guardia de Luján, Villa de Luján, Fortín de Areco y San Andrés de Giles. El
resto del monto pagado por la compra de ganado fue captado por el otro mecanismo de
provisión que tendía a concentrar en una sola persona el aprovisionamiento de yeguarizos
para cada toldería.
Período “clásico” del negocio pacífico: el apogeo de los proveedores (1834-1839)
Instaladas las tribus sobre la línea de frontera se produciría el primer reacomodamiento en
la composición de gastos que se mantuvo en términos generales hasta inicios de la década
de 1840. En los primeros años del período los mayores gastos procedían de la Caja del
negocio pacífico que tenía a su cargo la entrega de obsequiosa caciques y otras jerarquías
indígenas. En efecto, entre marzo de 1833 y fines de 1834 tuvo lugar la expedición al sur
llevada a cabo por Rosas con la ayuda de contingentes indios, los que debieron ser
agasajados y obsequiados al inicio y a la finalización de la misma por los servicios prestados.
La provisión de artículos de consumo requirió, en este período, la contratación con un
proveedor que debía entregar la mercadería en los almacenes del parque de Artillería donde
se mantenían en depósito hasta que fueran distribuidos a los indígenas. La entrega regular
de vicios no era homogénea. La mayoría de las tribus no los recibía periódicamente, y
solamente a los grupos asentados en Tapalqué se les enviaban raciones bimestrales. Además
de las cantidades entregadas por la tribu en su conjunto se enviaban “vicios” en forma
personalizada a los caciques y capitanejos. Otro rubro de importancia dentro de los bienes
entregados a los indios eran las prendas de vestir. Se hacía especial hincapié en el tipo y
calidad de la prenda a entregar según se tratara de un cacique, capitanejo o indio de pelea.
El abastecimiento de estos rubros fue monopolizado en todo el período por Simón Pereira,
importante contratista del Estado que también procuraba artículos de consumo y vestuario
para las tropas provinciales. No obstante, existía por parte del gobierno un control de los
precios ofertados por los artículos de consumo y vestuario. Con respecto a la compra de
ganado yeguarizo, a partir de 1833 se fue estructurando un nuevo sistema de provisión que
se consolidó en 1836 con la existencia de cuatro proveedores que acapararon más del 90 %
del dinero invertido. Ellos fueron Gervasio Rosas, Gerónimo Olazábal, Vicente González y
Manuel Guerrico. El caso de González como proveedor del gobierno refleja claramente una
situación de privilegio: beneficiado durante los gobiernos de Rosas, perdió esa posición
cuando Balcarce fue gobernador y se aceleró el enfrentamiento entre ambos. Así, es posible
relacionar las modificaciones que se produjeron en las condiciones de pago a los suministros
comprados por González entre los años 1833 a 1835 con las tensiones crecientes entre Rosas
y el gobernador Balcarce. La cancelación de deudas del Estado en moneda corriente se
redujo a un período bastante limitado ya que a partir de 1837 el gobierno implementó con
mayor generalidad el pago de sus acreedores con títulos de deuda debido a dificultades
financieras. Parece razonable suponer que el beneficio que obtuvieron ciertos personajes
cercanos al régimen como proveedores del Estado y que derivó tanto de la fijación de
precios abultados como de favoritismos en las formas de pago, se limitó a un corto período.
Cuando los problemas financieros del Estado se hicieron evidentes, esa política fue
reemplazada por otra en donde es posible advertir una búsqueda por garantizar la eficiencia
en los gastos del Estado a través de un estricto control de precios.
52
El régimen en peligro. La confiscación de los bienes de los unitarios y el control de los
proveedores
A fines de 1839 comienza una nueva etapa que se prolonga hasta mediados de la década
siguiente. El período de extrema conflictividad que se produjo a partir de 1839, a raíz de las
diversas expresiones de repudio al régimen como la conspiración de Maza, la revolución de
los Libres del Sur y la expedición de Lavalle; llevó al gobierno a extremar las medidas de
seguridad. En este proceso fueron involucradas las tribus amigas, que pasaron a revistar en
forma permanente como divisiones militares. Otra causa de la modificación en la estructura
de gastos estuvo dada por el ingreso de la tribu de Calfucurá al sistema. La estructura de
gastos se simplificó concentrándose la mayor parte de los gastos en la compra de ganado y
artículos de consumo. La Caja del negocio pacífico se limitó a consignar el pago de los
sueldos militares asignados a las divisiones de indios amigos. La desaparición del rubro a
partir de 1847 se debió a que desde esa fecha los sueldos de las partidas indígenas fueron
contabilizados dentro de la partida de Eventuales del Departamento de Guerra. Con
respecto al ganado un hecho de importancia fue la desaparición de los principales
proveedores del período anterior por distintas causas. La estructura de compras fue aplicada
hasta agosto de 1844 cuando, a raíz de una resolución superior se prohibió la remisión de
yeguas “por haber cesado el gobierno de todo punto en estas compras”. A partir de entonces
el abasto fue cubierto por las confiscaciones a las haciendas de unitarios. El ganado debía
ser obtenido de las estancias embargadas a los unitarios y, de no alanzar dicho ganado, con
compras realizadas a los vecinos del partido por un valor de 10 pesos por cabeza. Para
agilizar las operaciones, a partir de 1848 el gobierno designó a Máximo Terrero comisionado
para la compra de yeguas. Terrero recibía 200.000 pesos anuales para realizar las
operaciones, debiendo rendir cuenta de los gastos dos veces al año, en mayo y octubre. El
dinero, a su vez, era entregado a los jueces de paz encargados de la recolección del ganado.
Estas rendiciones muestran que no existían productores que monopolizaran el abasto sino
que, por el contrario, las yeguas eran adquiridas de un universo bastante amplio de personas
pertenecientes a los diferentes partidos manteniéndose el precio de 10 pesos por cabeza. Los
montos correspondientes a artículos de consumo sufrieron un incremento asombros debido
a la repetición del esquema anterior de hospedaje y obsequios de partidas indígenas. Esta
vez el centro de atención fue el fuerte de Bahía Blanca y los protagonistas indígenas
Calfucurá y otros caciques chilenos. Al igual que con el ganado, el gobierno comenzó a
realizar un control cada vez más estricto de las cuentas presentadas a la Contaduría para su
cobro que afectaron tanto a los principales proveedores como a los negociantes de Bahía
Blanca. Que reclamaban el pago de los gastos invertidos en el hospedaje de las partidas
chilenas.
Cabe preguntarse si esta política indígena sustentada en la entrega de raciones fue un
recurso “económico” para la defensa de la frontera. Y por otro lado, si fue eficaz en el
cumplimiento de esta tarea. Para contestar el primer interrogante es necesario referirse a la
relación existente entre la población indígena asentada en los alrededores de los fuertes de
frontera y la dotación militar afectada a los mismos. Al lado de una pequeña fuerza militar
blanca existía una importante población indígena sobre cuyas milicias descansó en gran
medida la defensa de la frontera. Las ventajas económicas de utilizar a los indios amigos en
esta tarea eran muy grandes ya que mientras el mayor gasto de las tribus eran las raciones
yeguarizas, el mantenimiento de los fuertes de frontera incluía el pago de sueldos a los
efectivos militares y personal civil afectado al funcionamiento de la guarnición, raciones de
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carne y vicios, vestuarios y armamento. Si se dirige la atención a las crónicas militares que
reseñan los enfrentamientos producidos en las provincias, se constata que, con excepción de
los ataques indígenas perpetrados contra el fuerte de Bahía Blanca a mediados de 1836 y
sobre la región de Azul-Tapalqué a comienzos del año siguiente, no se registraron malones
de envergadura en el resto del período rosista. De todos modos, la ayuda militar de los
indios amigos no se limitó en los hechos a la defensa de la frontera sino que también fueron
utilizados como milicias auxiliares para enfrentamientos políticos del régimen, situación
que será más frecuente a partir del levantamiento de los Libres del Sur de 1839.
Conclusiones
La implementación del negocio pacífico significó, en principio, la desvinculación de los
pobladores de la campaña en el sostenimiento de la frontera, tarea que habían cumplido
intermitentemente hasta ese momento. Pero, por otra parte, este sistema les abrió nuevas
posibilidades de lucro a través de su ingreso como proveedores tanto de ganado como de
otro tipo de artículos. El período no es homogéneo en cuanto a los mecanismos de provisión
implementados hacia las tribus amigas, sino que, por el contrario, se evidencian claramente
tres etapas diferentes en donde la explicación de estas modificaciones no debe buscarse
solamente en el contexto político sino también en la situación financiera de la provincia. Es
decir, el manejo financiero del negocio pacífico no es unilineal ni puede subsumirse en la
tesis del clientelismo. Por el contrario, junto a mecanismos clásicos del caudillismo como el
favoritismo hacia personajes cercanos al régimen, las confiscaciones a enemigos políticos y
las ventas forzosas, se advierte en los momentos de dificultades financieras de la provincia,
un estricto control de precios.
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HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - DE LA FUENTE, A.: Gauchos, Montoneros y
Montoneras
Ariel de la Fuente (1998)
“GAUCHOS”, “MONTONEROS” Y “MONTONERAS”
El fenómeno de los caudillos estuvo estrechamente ligado al de los “gauchos”, “montoneros”
y “montoneras”, que como aquellos, fueron fundamentales en el proceso histórico argentino
del siglo XIX y en la formación de la cultura nacional. Sin embargo, el tratamiento de estas
cuestiones por la historiografía ha sido desparejo. Aunque los estudios sobres los gauchos
son numerosos, estos se han limitado a la pampa, el litoral y la Banda Oriental, ignorando
esta cuestión en las provincias del Interior, donde la campaña tenía características
productivas y étnicas muy diferentes a las de aquellas regiones. Por otra parte, los estudios
señalados se han concentrado principalmente sobre problemas tales como la tenencia de la
tierra, el funcionamiento de los mercados de trabajo y de productos agrarios, las relaciones
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de los sectores más pobres de la campaña con los grandes propietarios, el estado y la
justicia. Sin embargo, otras cuestiones fundamentales para entender el fenómeno del
gaucho en el siglo XIX, como su mentalidad, su cultura política y su participación en los
conflictos partidarios, han sido virtualmente ignoradas. El trabajo estudia esas cuestiones en
la provincia de La Rioja, de donde surgieron varios de los más legendarios caudillos del siglo
XIX, y el período analizado será la década de 1860, en la cual tuvieron lugar algunas de las
más importantes montoneras, como las dos encabezadas por el Chacho Peñaloza (1862 y
1863) y la que lideró Felipe Varela (1867).
Un buen número de los trabajos han estudiado el contexto económico, social y político en
que surgieron los caudillos o las relaciones de los caudillos con las elites o las instituciones.
Otras investigaciones han sugerido la importancia de comprender el vínculo del caudillo con
sus seguidores, pero lo han explicado como una relación personal entre patrón y peón en la
cual se intercambiaba tierra, ganado o protección por lealtad política. En esta explicación,
entonces, no hay lugar para una identificación política o personal entre los seguidores y el
caudillo sino que aquellos no son considerados sujetos con capacidad para negociar su
participación ni para comprender los procesos políticos. Más recientemente algunas
investigaciones han ignorado mirar estos fenómenos desde el punto de vista de los actores,
especialmente desde los seguidores, ignorando la experiencia concreta de quien era
movilizado, es decir, sin explorar cómo funcionaba una montonera y cómo entendían los
gauchos su funcionamiento y cómo entendían su participación en una movilización, o
porqué seguían a un caudillo.
“Gauchos” y “montoneros”
Cuando un enviado de Mitre recorrió Famatina y Arauco en 1863, llamaba indistintamente
“gauchos” o “la gente del campo” a quienes vivían en los “pequeños pueblitos agricultores”
de esos departamentos riojanos. Es decir, usaba la palabra en un sentido descriptivo y
geográfico: “gauchos” eran todos los habitantes de la campaña, más allá de que su inserción
al proceso productivo se diese a través de la agricultura, la ganadería o la minería de
pequeña escala. Este sentido geográfico y descriptivo con que el término era usado por las
elites o por los habitantes e la ciudad era el que también le daban algunos habitantes de la
campaña cuando intentaban presentarse ante una audiencia urbana o ilustrada usando los
parámetros de ésta. Sin embargo, cuando era usada de este modo por los observadores
urbanos la palabra tenía también una connotación de clase: la mayoría de los habitantes de
la campaña era pobres. De modo que a menudo la palabra gaucho hacía referencia a los
habitantes pobres de la campaña. Para referirse a sus vecinos los habitantes de la campaña
podían usar diversos términos. En ocasiones usaban la palabra “paisano” y en otras
“gaucho”. Sin embargo, la mayoría de las veces usaban la palabra gaucho en otro sentido:
“gauchos” eran quienes se dedicaban al abigeato o habían cometido otro tipo de crímenes,
incluido el asesinato. Las luchas políticas de la década de 1860 permitieron que las
autoridades provinciales o los funcionarios del gobierno nacional también usaran la palabra
“gaucho” como sinónimo de bandido, aunque esta condición derivase de una conducta
totalmente distinta a la que se referían los habitantes de la campaña. En este caso, la
condición de gaucho o de bandido derivaba de la afiliación federal de la mayoría de los
habitantes de la campaña y de su participación en las rebeliones en contra de las
autoridades constituidas. Así, al llamar “gauchos” a los rebeldes federales se criminalizaba
su participación política. Los conflictos de la década de 1860 también hicieron que la
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palabra gaucho en sus acepciones de habitante de la campaña o bandido se asimilara al
término “montonero”, como se denominaba a los rebeldes federales. Así, las autoridades se
referían indistintamente a los “montoneros” o “gauchos”. De modo que es necesario precisar
el significado de “montonero”. Desde el comienzo de las guerras civiles, en las provincias del
Interior “montonero” era la denominación que se aplicaba a quienes se rebelaban contra las
autoridades. En ese período la palabra “montonero” se refería, las más de las veces, a
quienes se rebelaban contra la autoridad nacional específicamente. Por otra parte, la
represión que el estado en formación desplegó sobre las poblaciones del Interior,
particularmente en La Rioja, asoció el término con esa experiencia.
Las causas judiciales seguidas contra quienes participaron en las rebeliones federales
contienen información de diverso tipo sobre 82 rebeldes, lo que ha permitido reconstruir el
perfil de quienes ocupaban los escalones más bajos en la montonera. La gran mayoría eran
oriundos de La Rioja, mientras que el resto provenía de provincias limítrofes, especialmente
San Juan y Córdoba. El grupo más numeroso de los montoneros riojanos era el de los
llanistos, seguido por los de Famatina. Casi todos tenían una ocupación definida. El grupo
más numeroso estaba formado pro los labradores, seguido en importancia por el de los
artesanos, los arrieros y los trabajadores asalariados. La mayor parte de estos rebeldes
estaban afincados en determinados departamentos de la provincia, casi todos tenían una
ocupación y la mayoría estaban casados y tenían familia. Así, se puede concluir que estos
“gauchos” y “montoneros”, más allá de los momentos de movilización, llevaban una vida
estable y estaban lejos de ser criminales o personajes marginales de la campaña riojana.
La “montonera”
El fenómeno que los actores denominaban montonera se refería a grupos de gauchos
movilizados cuyo número podía ir de 6 montoneros hasta poco más de 4000. El término era
usado tanto por las autoridades o miembros de la elite, que podían referir que un rival
político “estaba montonereando” o había “levantado una montonera”, como por los gauchos
quienes hablaban de “andar en montonera” o “formar una montonera” sabiendo que
implicaba el delito de rebelarse contra las autoridades. La organización de las montoneras
era similar a la de las milicias provinciales, que desde 1853 se llamaban guardias nacionales.
De allí que algunos gauchos interpretaban su participación en las rebeliones como una
experiencia militar. Por otra parte, la jerga utilizada por los mismos montoneros también
sugiere el sentido que le daban a esa experiencia: se referían a si mismos como “soldados” o
“tropa” y un jefe de montonera podía hablar de sus seguidores como “sus militares”,
caracterización que también hacían de los montoneros quienes no participaban de las
rebeliones. Como las guardias nacionales, las montoneras estaban organizadas
jerárquicamente. Los criterios para la conformación de las jerarquías dentro de la
montonera eran variados pero seguían las mismas pautas que se utilizaban para distribuir
los cargos o grados en las milicias. Éstos surgían de la posición social e influencia que los
individuos tuviesen a nivel local, de las habilidades políticas y militares o, simplemente, de
las necesidades del momento. Dónde más dramáticamente se manifestaba la organización
jerárquica de las montoneras era en lo que los mismos rebeldes llamaban “consejo de
guerra”. Estos juicios ad hoc y verbales se empleaban tanto contra los enemigos políticos
como contra los integrantes de la rebelión. En este último caso se utilizaban para juzgar a los
subalternos que habían desconocido órdenes superiores o que tenían actitudes de
descontrol o indisciplina. Los montoneros eran conscientes de lo que las jerarquías
56
implicaban en términos de autoridad y responsabilidad. La organización jerárquica y la
distribución de responsabilidades que ella suponía también influía en el proceso de
organización de una rebelión. Por pequeña y fugaz que fuera una montonera sus
organizadores siempre tenían dos preocupaciones importantes: en primer lugar, definían los
objetivos y modos de alcanzarlos. En segundo lugar, y más importante, los organizadores
ponían especial cuidado en determinar quién sería el jefe de la movilización. La mayoría de
las veces esta instancia incluía un delicado proceso de negociación. Quien finalmente
aceptaba ser el “jefe principal” de la movilización sabía que, eventualmente, sería el máximo
responsable ante la ley. Esta organización jerárquica de la montonera era uno de los modos
en que los sectores populares vivían la militarización de la política y los partidos,
experiencia que parece haber ocupado un lugar importante en la cultura de los gauchos del
siglo XIX.
Carne, Ropa y Trabajo:
Las razones por las cuales los gauchos estaban dispuestos a seguir a los caudillos y participar
en una montonera eran de índole muy diversa. Una de sus expectativas, por ejemplo, era
acceder a uno de los manjares que más apreciaban pero que raramente probaban: la carne
vacuna. En efecto, dado que la mayoría de ellos dependía de una pobra agricultura de
subsistencia la carne vacuna no formaba parte de su dieta cotidiana. Las movilizaciones,
entonces, les daban la oportunidad de comer carne casi cotidianamente y “legalmente” o al
menos bajo la responsabilidad de quien encabezaba la movilización. Del mismo modo,
cuando ingresaban a una movilización los gauchos lo hacían con la expectativa de que sus
jefes lo proveyeran de calzado y ropa. El acceso a estos efectos era considerado un derecho
adquirido y se entendía que eran los jefes quienes debían proporcionarlos. Si este acuerdo
tácito era violado, los gauchos podían responder de diversas formas; la más común era la
deserción, pero también podían amotinarse o amenazar con hacerlo si no se cumplía con la
norma. Además, los gauchos también sabían que las movilizaciones proporcionaban otras
oportunidades para acceder a la ropa y otro tipo de efectos. Otro de los incentivos materiales
inmediatos que los gauchos tenían para incorporarse a una movilización era la
remuneración en dinero que los jefes de las montoneras les ofrecían. En efecto, en algunas
economías del Interior, cuyos mercados de trabajo no parecían ofrecer grandes
oportunidades, las montoneras eran para los gauchos una buena ocasión para “trabajar”.
Este recurso no era patrimonio de una determinada afiliación política. Por el contrario,
también era usado con éxito para movilizar gauchos a favor del unitarismo. Sin embargo,
esta concepción de la política como trabajo no agotaba la percepción que los gauchos tenían
de aquella y de su relación con los caudillos. Para precisar más el lugar que la política como
trabajo –y la correspondiente remuneración- ocupaban en la cultura política popular, es
necesario analizar las limitaciones que tenían los unitarios para aplicar este recurso. Aún en
los casos en que la promesa de un salario o la expectativa de recibirlo lograban que los
sectores populares se alistaran en las filas unitarias, la pobreza de los estados provinciales y
el nacional y la simpatía de los gauchos por el federalismo y sus líderes, a menudo hacían
zozobrar esa movilización.
Conclusiones
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Las cuestiones aquí tratadas y las evidencias analizadas permiten sugerir ciertas
conclusiones acerca del fenómeno del caudillismo. Primero, el perfil de los gauchos y
montoneros muestra que estos no eran ni criminales ni personajes marginales de la
campaña riojana y que tampoco eran “profesionales” de las luchas partidarias. De modo que
las montoneras encabezadas por los caudillos no eran ni una forma de bandidismo rural ni
un modo de vida. Segundo, el análisis de la organización y funcionamiento internos de la
montonera y de la forma en que los gauchos las vivían, muestra que las movilizaciones
encabezadas por los caudillos no eran ni estallidos espontáneos de violencia rural ni hordas
descontroladas y tampoco eran la expresión de una “democracia bárbara” o “inorgánica” ni
un movimiento político de carácter igualitarista. Por el contrario, los gauchos y montoneros
sabían que era una organización de carácter militar y, por lo tanto, con jerarquías y
responsabilidades bien definidas. La montonera no había escapada a la militarización que la
política y la sociedad habían experimentado desde la independencia. Aunque, la montonera
no dejaba de ser una organización de milicianos y, por lo tanto, su funcionamiento concreto
estaba lejos de alcanzar la eficiencia y disciplina de un ejército profesional y permanente.
Finalmente, el papel de la carne, la ropa y el dinero en las movilizaciones muestran la
importancia de las motivaciones materiales inmediatas para movilizar a los seguidores de
un caudillo. Sin embargo, la relación con los caudillos también podía estar formada por
intercambios materiales de más largo plazo, como la protección y otras formas cotidianas de
clientelismo, y por la identificación cultural, personal y partidaria entre los gauchos y el
caudillo.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - BECHIS, M.: Fuerzas Indígenas en la Política Criolla
del Siglo XIX
Martha Bechis (1998)
FUERZAS INDÍGENAS EN LA POLÍTICA CRIOLLA DEL SIGLO XIX
Es conocido –aunque con extrema superficialidad- el que las fuerzas guerreras de los
indígenas participaron en los conflictos bélicos que la construcción de la sociedad y el
Estado argentino generó en su propio seno hasta su consolidación. Los criollos solicitaban,
instaban o exigían a los caciques la participación bélica en el conflicto civil. Las fuerzas
indígenas actuaban anexadas a las fuerzas criollas aunque en unas pocas circunstancias se
planeaban ataques por separado. Todas las agresiones eran llevadas a cabo ya sea por una
confederación de etnias, o por una tribu o agrupación, por una parcialidad o por un grupo
pequeño de guerreros sin el permiso o la intervención del cacique. La participación de las
fuerzas aborígenes tomó variadas formas respecto de la cantidad de aborígenes
comprometidos, la dirección o mando de las fuerzas, las motivaciones de la sociedad
indígena, el momento en que se manifestaba la adhesión a uno u otro bando civil, etc. Dado
que la dinámica decisional es un elemento clave dentro de las fuerzas indígenas en su
participación con las fuerzas criollas, es necesario distinguir entre “indios aliados”
soberanos e “indios amigos” o reducidos y sometidos, como los llamaba Rosas. En el trabajo
se trata sólo la participación de los indígenas “aliados”, es decir, indios soberanos, cuyas
alianzas con los criollos pudieron durar días o años según la conveniencia y las posibilidades
endógenas de cada una de las sociedades aliadas.
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El comienzo de las hostilidades interétnicas durante la primera década republicana
La sociedad indígena pampeana, soberana desde que cesara la autoridad del rey español, se
encontró rodeada por pueblos que buscaban y construían una nueva forma política de regir
sus vidas en común. Fue un acontecimiento externo y lejano, extraño y no presentido ni por
el propio pueblo español. Menos aún, por los indígenas soberanos, quienes no tendrían
participación alguna en la construcción de un Estado que no los involucraba como parte
integrante de la población revolucionaria. La situación de autonomía construida por los
indios y los españoles durante siglos de conflictos de toda naturaleza y origen, es la que no
reconocieron los primeros gobiernos patriotas tanto en Chile como en la Argentina. Es más,
en Buenos Aires comenzaron los proyectos oficiales de expansión sobre tierras indias apenas
instalada la Primera Junta. Pero a partir de 1814, las ofensas reciprocas se fueron sumando.
La frontera social estaba convulsionada así como toda el área indígena que recibía, con
agrado unos y con alarma otros, los emisarios individuales o en grupos de los realistas que
habían retomado Chile en 1813 contando con la adhesión inmediata de la mayoría de los
mapuches. Para 1818 todos estos factores, agregados a la presencia de caudillos del litoral
contra Buenos Aires, produjeron una mezcla explosiva dentro de la sociedad indígena en la
que las posiciones de las agrupaciones en pro o en contra de Buenos Aires o de los criollos
patriotas en general originó más de un crimen y casi una guerra intraétnica, y aún dentro de
algunas subetnias o parcialidades.
Las fuerzas indígenas vistas por sus aliados desde afuera y algunos juicios sobre su
desempeño
A aquel ambiente indígena politizado y en conflicto tanto en el ámbito intraétnico como
internacional se sumó el levantamiento de caudillos ribereños contra el centralismo
porteño. La primera influencia clara de los caudillos fue la originada por José Miguel
Carrera quien, a pesar de ser extranjero, estaba unido a los caudillos del litoral más por el
odio a Buenos Aires y a San Martín que por la causa política. Carrera hizo contacto con el
cacique ranquel realista Pablo Levenopán, quien había llegado a las pampas acompañado de
algunos caciques chilenos boroganos realistas alrededor de 1818 y desde entonces asolaba la
frontera porteña. El intermediario era un criollo chileno realista llamado José Bielma quien
había pedido en Buenos Aires un pasaporte para viajar a las tolderías como comerciante.
Habiendo hecho su asociación con Pablo y estando en territorio indio, Carrera ya tenía la
necesidad y la obligación de comprometerse en alguna forma con los planes pergeñados por
los propios indígenas como el ataque a Salto en diciembre de 1820. Las fuerzas montoneras
indígenas y criollas se alejaron luego de la frontera rumbo a Guaminí, a las tolderías de
Pablo, donde llegaron después de unos treinta días de marcha discontinua. Los principios de
militar y patriota de Carrera se estrellaban contra las costumbres y las prácticas guerreras de
los indígenas que habían declarado la guerra total a los porteños. Se oponía explícitamente
al ataque indiscriminado contra todos los “huincas”.
López reclutó indígenas misioneros y correntinos con los que llegó a Buenos Aires. Estos
indígenas no sólo estaban más aculturados sino que la campaña en que se enrolaron era
local, y el mismo ejército volvería eventualmente a la provincia de donde había partido. En
1828 Rosas había levantado la campaña de Buenos Aires contra el gobierno de Lavalle. A la
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ruralía se le sumaron comandantes y oficiales de la frontera aunque algunos tomaron el
partido de los unitarios. Estomba, Morel y Rauch fueron los principales oficiales fronterizos
unitarios que enfrentaron a las fuerzas rosistas o dorreguistas. Morel fue muerto por los
indígenas aliados de Bahía Blanca quienes, integrados a su propio contingente, se
sublevaron por influencias de Rosas. Estos indígenas y otros de Tapalqué se unieron a las
milicias venciendo y matando a Rauch en Las Vizcacheras. La incorporación de los
indígenas a las fuerzas rosistas fue importantísima para el éxito de los defensores del
gobierno constitucional.
El indígena, aunque aliado y coparticipante, no sólo no cede sus reglas sino que pelea su
guerra. Aprende hasta qué punto y dónde puede llegar, pero aprovecha todas las
ambigüedades y las debilidades de sus “camaradas” de montonera. Los caudillos federales se
acercaban al indio a pedir su intervención con poca cuenta sobre el desprestigio social en
que incurría. Pero no sólo los federales pedían ayuda o negociaban la participación indígena.
En Córdoba, con muchas reservas morales, los unitarios hicieron “negocios” con los
indígenas.
La lucha por el indígena
Unitarios y federales desarrollaron una guerra de influencias sobre los indígenas como un
aspecto más de la guerra civil. Ya en 1830, los federales estaban identificados con el indio
abstracto como símbolo de la nacionalidad que se estaba construyendo. También tenían una
interacción más frecuente con el indígena. Los unitarios en cambio, conservaban una
distancia social y cultural mayor; para ellos todo indígena era un “salvaje” sin valor alguno.
En la Córdoba unitaria, la frontera sur estaba a cargo de J. Echevaerría. Este oficial intentó,
con reservas, la adhesión de los indios que habían sido aliados y amigos de Bustos. Los
unitarios no estaban muy de acuerdo en recurrir a las fuerzas indígenas para la defensa de la
zona sur, pero el paso de Quiroga y la amenaza de los boroganos y pehuenches unidos a los
hermanos Pincheira era demasiado peso para los hombres de las milicias fronterizas.
Echeverría y Blas Videla, apoyados por Paz, desarrollaron una gran actividad de captación
sobre todos los ranqueles. Pero los indígenas de tierra adentro, del centro pampeano no
eran fáciles de controlar debido a su lejanía, su vitalidad y porque parte de los mismos aún
luchaba por reinstalar al rey español. La guerra civil tenía ahora un apéndice muy
importante: la guerra por la captación del aborigen, pero neutralizarlo, desplazarlo o usarlo
contra el enemigo, y los indígenas lo sabían. Echeverría operaba en una dimensión pequeña
y, al parecer, no se dio cuenta de que Rosas atacaría también desde las pampas. Mientras los
unitarios intentaban neutralizar o hacer alianzas e incorporar al indígena ranquel y a los
pincheirinos, Rosas los utilizó a distancia y en forma de acoso directo contra el enemigo. El
19 de enero de 1830 llegó a Río Cuarto “la Gran Invasión”. Los caciques Pablo, Currutipay,
Catrien, Millapain y Yanquetruz junto con los pincheirinos, lanzaron 1200 guerreros contra
las fronteras cordobesa y puntana. Echeverría seguía contando con los indígenas amigos aún
después que Quiroga tomará Rio IV en marzo de 1831. Pero instalado ya el gobierno federal
en la provincia y mientras se dirigía a Buenos Aires en busca de indulto Echeverría fue
encontrado y asesinado por los federales de la frontera. Decididamente, Rosas había
triunfado sobre Echeverría y Blas Videla. El suyo no fue un plan improvisado. Desde que
Dorrego planeara una entrada general para terminar con los indígenas pincheirinos, Rosas
dedicó mucho tiempo a afianzar la lealtad de los indios amigos y los aliados.
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Fuerzas indígenas vistas desde “dentro”
La experiencia de Manuel Baigorria entre los ranqueles por especio de veintiún años
transmitida en sus Memorias, permite explorar detalles valiosísimos de la dinámica
decisional de las fuerzas indígenas y su organización. Baigorria era un “caudillo” al revés: él
se incorporó a las fuerzas indígenas, a la sociedad indígena, como un apéndice autónomo,
como un “cuerpo extraño” que mantuvo su individualidad a pesar de las necesarias
acomodaciones a la sociedad que lo amparó. El libro de Baigorria trae algunos detalles sobre
la constitución de las fuerzas ranquelinas. Formadas por todo aquel que se sintiera capaz de
usar sus armas, los mocetones, caciquillos y caciques secundarios vivían en sus toldos
dispersos según el patrón demográfico de familias extensas aisladas en territorio ranquel.
Características generales de las fuerzas armadas indígenas pampeanas durante el siglo
XIX
El guerrero indígena soberano era el hombre o el joven común que se autorreclutaba cuando
podía y cuando quería sin que hubiera ninguna fuerza física coercitiva que lo obligara. Entre
los indígenas no había levas. Por las acciones guerreras el indígena acumulaba prestigio en
una comunidad diferenciada en base a las cualidades personales y a la posesión de bienes
muebles y espirituales con los que se conseguían esposas, amistades y seguidores por la
generosidad del regalo y el lucimiento de su cuerpo y el de su caballo. El éxito que tuviera el
cacique en la esfera política era exigido y esperado por todos los demás integrantes de la
sociedad, quienes tenían el derecho de juzgar directamente a la autoridad. La sanción contra
la autoridad era el retiro de su confianza por migración física o cambio de lealtad hacia una
parcialidad diferente. Las relaciones de parentesco le tendían una red de posibilidades de
ubicación y de mantenimiento en amplios ámbitos del área indígena. Tanto los miembros de
su línea de descendencia como los de la línea de descendencia materna y los de su esposa o
esposas tenían la obligación de protegerlo. La apropiación individual de lo capturado ya
fueran personas, animales u objetos constituían la única remuneración del soldado indio.
Esos bienes podrían o no entrar en los circuitos de intercambio a los tres niveles: tribal,
intertribal e interétnico. Las autoridades nacionales no podían controlar el intercambio
fronterizo con militares, simples civiles, empresarios estancieros o comerciantes. Este
interés económico del extranjero sumado a la crónica debilidad institucional y económica de
la línea de frontera favorecía la frecuencia de extracciones forzosas por parte de los
indígenas. El malón era fundamentalmente una empresa económica en todo el sentido de
los términos. El manejo del pánico sobre su enemigo era un arma más de la que fácilmente
disponía por medio de sus ataques por sorpresa, sus pinturas corporales, su griterío, etc.
Pero dado su estructura básica, el ejército indígena no era una fuerza de ocupación y apenas
si podía servir para sitiar campamentos y pueblos. De ahí también el uso limitado que los
caudillos o las autoridades de las sociedades estratificadas podían hacer de esas fuerzas.
Pero el indígena, una vez acordada la finalidad, el lugar de ataque, las paradas de descanso y
abastecimiento, y el grado de agresividad que iban a desplegar, obedecía a los superiores en
quienes había delegado la organización de la empresa.
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Las fuerzas indígenas en el contexto de su sociedad, la institucionalización de su violencia
La sociedad pampeana aborigen en el siglo XIX ya era una sociedad de guerreros o si se
quiere “militarizada” con una violencia ya institucionalizada, lo que no excluía la posibilidad
de mantener largos períodos de paz y sostener alianzas intra e interétnicas. En este caso, el
“soldado” simplemente volvía a retomar todos los otros roles en la sociedad general y en su
familia. Por “violencia institucionalizada” se entiende un estado individual y social en el que
la preparación, la disponibilidad y las técnicas materiales y no materiales para la acción
bélica dominan gran parte del entramado social y el contenido cultural de un pueblo no
sometido. Muchos factores contribuyeron a desarrollar esas características. Se sumaron
factores históricos, factores naturales y, básicamente, la organización no estatal de esas
sociedades aborígenes. El cambio económico de la república en construcción no hubiera
tenido tanto impacto si hubiera habido una política interna y una política de frontera menos
conflictivas. Por un lado, la frontera militar permanecía crónicamente empobrecida con una
capacidad mínima de control. Por otro lado, la frontera social fue recibiendo desertores de
los numerosos ejércitos así como prisioneros de guerra españoles escapados y una cantidad
de hombres que las leyes de la república dejaba fuera de la ley. Los cambios frecuentes de
filosofía política y de gobiernos nacionales y provinciales hacían del Estado argentino un
ente ambiguo y desorganizado comparado con la estabilidad de la reyecía colonial. Todo este
conflicto durante la construcción del Estado nacional originaba una falta generalizada de
seguridad aprovechada por las sociedades indígenas las que contemplaban el escenario casi
caótico en que se movían los criollos de ambos lados de la cordillera. Las lealtades de las
agrupaciones o naciones indígenas se dividían estratégicamente, pero sin un diseño
centralizado, entre adictos al gobierno de Buenos Aires y opuestos a él, o leales a una
provincia y enemigos de otras. Con esta estrategia siempre había una parte de la gran
frontera abierta al trato pacífico que implicaba regalos suntuosos y comercio, y otras partes
de la frontera donde abastecerse. De animales, cautivos y objetos raros que daban prestigio
y el título de guerrero al poseedor. La violencia institucionalizada aborigen se convirtió en
una mercancía en el mercado criollo de violencia.
A modo de resumen
La construcción de los estados nacionales dio lugar en Chile a casi inmediatas guerras civiles
y la reocupación española de ese territorio. Allí los españoles pusieron en movimiento el
potencial bélico de los indígenas, no sólo contra el pueblo chileno sino contra Buenos Aires.
Ese potencial bélico, ese “ejército volante”, fue usado también por los “anarquistas” y sobre
todo por Carrera y Alvear para hostigar a Buenos Aires. El indio, acuciado por la historia y
solicitado por los mismos criollos, instaló sus habilidades como mercancía en el mercado
criollo. Para el indígena, tanto españoles como criollos estaban en deuda histórica por los
despojos de la tierra, la esclavitud de su gente y la sangre de sus héroes. Pero el indígena
necesitaba también de algunos bienes de esa otra sociedad, mientras que las relaciones
personales, los ataban el lealtades duraderas a uno u otro personaje criollo que, por los
avatares de la política, no les duraban mucho.
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HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - PAZ, G.: Liderazgos étnicos, Caudillismo y
Resistencia Campesina en el Norte Argentino a mediados del Siglo XIX
Gustavo Paz (1998)
LIDERAZGOS ÉTNICOS, CAUDILLISMO Y RESISTENCIA CAMPESINA EN EL NORTE
ARGENTINO A MEDIADOS DEL SIGLO XIX
I. Introducción
Trabajo que aborda el problema de los liderazgos étnicos en relación con las instancias de
resistencia y rebelión campesina. El caso a considerar es la puna de Jujuy en la segunda
mitad del siglo XIX, en particular el período en torno a la gran rebelión de los campesinos
indígenas de 1873-1875. El estudio está dirigido a dilucidar las características de los
liderazgos étnicos, sus bases sociales y sus límites, a la vez que abordar la relación entre
estos liderazgos étnicos y aquellos ajenos a los campesinos en el contexto de la vinculación
entre el movimiento campesino y los conflictos políticos de la elite provincial. El enfoque del
trabajo se nutre de una perspectiva teórica que postula considerar a los campesinos como
continuos generadores de acciones políticas, aun en los períodos de aparente tranquilidad.
Al poner en juego una variada gama de estrategias de adaptación y resistencia, y
eventualmente rebelión, los campesinos son capaces de acomodarse de la forma más exitosa
posible a las situaciones que les plantea la sociedad global.
II. Campesinos y hacendados en La Puna a mediados del siglo XIX
Desde la época colonial y hasta fines del siglo XIX la puna de Jujuy albergaba casi un tercio
de la población de la provincia. Los pobladores eran masivamente indígenas y según relatos
de viajeros el quechua era aún hablado entre ellos a fines del siglo XIX. La gran mayoría de
los indígenas puneños eran pastores. Utilizando la mano de obra familiar, las unidades
domésticas campesinas pastaban sus rebaños de ovejas, y en menor cantidad llamas y
burros, en los ciénegos o lugares de pastosa a más de 4000 metros, donde mantenían
puestos de pastoreo. Desde la etapa colonial la puna había sido dividida en grandes fincas,
dentro de las que se asentaban los pueblos indígenas. Algunos de estos fueron otorgados en
encomienda a españoles que se asentaron en la zona. La más grande de ellas fue la de
Cochinota y Casabindo que pertenecía a la familia Fernández Campero, marqueses del Valle
de Tojo. Hacia mediados del siglo XIX esta situación no había cambiado en sus aspectos
esenciales. Las tierras de la puna seguían concentradas en manos de un puñado de
propietarios, en su mayoría ausentistas. El arriendo, el derecho que los campesinos
arrendatarios pagaban por el usufructo de la parcela de tierra que ocupaban, era a mediados
de siglo la vía principal de captación del excedente productivo de las unidades domésticas
campesinas por parte de los terratenientes. El arriendo gravaba las cabezas de ganado que
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poseía cada unidad doméstica y, si fuera el caso, las sementeras cultivadas. Además de la
renta en dinero los terratenientes exigían un servicio laboral para la hacienda durante dos
semanas en el año que se aplicaba a reparaciones en la finca y a la guarda de los ganados del
propietario. Los cargos recaían inevitablemente en los escasos terratenientes que vivían en
la Puna o en la pequeña elite criolla de comerciantes que se asentaron, desde la finalización
de las guerras de independencia, en las cabeceras de los departamentos, y participaban
intensamente en el tráfico de ganado de Bolivia a Chile. Como jueces, munícipes o
comisarios manejaban la política local con la general complacencia del gobierno provincial,
al que por lo general respondían con su lealtad política y quien generalmente los dejaba
hacer su voluntad a cambio del mantenimiento del orden entre la población indígena. El
Estado provincial confiaba a esta elite la recaudación y control de los impuestos. Además de
la propiedad de la tierra, el poder de esta elite local estaba basado en el manejo de la
circulación de dinero y bienes manufacturaos en la Puna centrado en los almacenes o
pulperías que poseían en las cabeceras de los departamentos. Dueñas del comercio local, del
circulante, de los cargos políticos y de la tierra, la pequeña elite de comerciantes y
terratenientes funcionarios era el sector local más favorecido por la organización estatal. En
este contexto, los campesinos desplegaron una serie de acciones políticas encaminadas a
mejorar las situaciones conflictivas a que estaban enfrentados.
III. La resistencia campesina: reclamos, motines y autoridades étnicas
Los campesinos indígenas de la puna desplegaron una gama de estrategias de resistencia
que involucraban desde una cuidadosa lentitud a obedecer las órdenes de las autoridades
hasta el estallido de motines dirigidos a corregir lo que consideraban algún flagrante abuso.
Estas estrategias por medio de las cuales el campesinado intenta modificar y mejorar las
situaciones conflictivas que enfrenta es lo que James Scott llama “formas de resistencia
cotidiana” del campesinado. Los campesinos recurrían con frecuencia al Gobernador para
manifestar su descontento ante lo que consideraban abusos cometidos en su perjuicio. La
recaudación de arriendos y contribución mobiliaria, las multas excesivas y los atropellos que
cometían las autoridades locales constituían situaciones conflictivas frente a las cuales
reclamaban la intervención de la autoridad superior. La iniciativa de estas presentaciones
escritas correspondía directamente a los indígenas en forma individual o conjunta, en
ocasiones representados por los jueces de distrito que eran también campesinos de la zona.
Pero, en una sociedad iletrada, ¿quién escribía estos documentos? A veces era uno de los
campesinos que sabía escribir; otras veces lo redactaba una persona ajena a los campesinos.
Estos reclamos presentan varias características comunes. En primer lugar, la apelación
constante a la autoridad del gobernador. Los campesinos recurrían al Gobernador
reconociéndolo como única instancia para que sus demandas fueran oídas y corregidos los
abusos denunciados. . En segundo lugar, los cuestionamientos recaían invariablemente en
las autoridades locales, aquellas que los campesinos debían soportar día a día. Las causas de
sus quejas eran este funcionario, aquel propietario, el recaudador de impuestos, el cura
local. No cuestionaban el sistema de autoridad, sino una situación específica que era
percibida como arbitraria, y a la que la protesta estaba dirigida a corregir. Los campesinos
de la puna recurrían pocas veces a la justicia para remediar sus problemas. En la puna no
había tribunales judiciales, excepto a mediados de la década de 1860 y comienzos de la
siguiente, y los jueces de paz no eran considerados confiables por los campesinos al
pertenecer por lo general a las pequeñas elites locales. Los campesinos, sin embargo,
tomaron en algunas oportunidades la justicia en sus propias manos y en varias
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oportunidades estallaron motines en la puna contra las autoridades locales. Su organización
era espontánea y sus participantes eran aquellos directamente involucrados o los que por
solidaridad se sumaban a la manifestación de descontento. Lo que parece estar ausente de
estas acciones es un liderazgo étnico claro y definido, lo que se relaciona con la desaparición
de las comunidades y autoridades étnicas en Jujuy a lo largo del siglo XIX. En reemplazo de
los “caciques y segundas personas” comunitarias, las autoridades provinciales elegían
anualmente alcaldes rurales para colaborar en el control de la población rural. Lo alcaldes
rurales tomaron las funciones que antes tenían los “caciques” de las comunidades, aunque
sin las contraprestaciones comunitarias. Solamente una reivindicación generalizada como el
reclamo por la propiedad de la tierra movilizó en la década de 1870 a los campesinos
indígenas de la puna y permitió el surgimiento de liderazgos étnicos. La demanda
campesina coincidió con un período de alta conflictividad política nacional y provincial lo
que favoreció la aparición de un liderazgo aglutinador externo.
IV. La rebelión (1873-1875)
1. Tierras, reivindicaciones comunitarias y liderazgos étnicos
A fines de 1872 arrenderos de Cochinoca presentaron ante el gobierno provincial una
demanda en la que denunciaban a la finca de Cochinoca y Casabindo, de Fernando
Campero, como tierras fiscales. El gobernador Pedro J. Portal (1871-1873) aceptó la
denuncia y por medio de edictos se citó a aquellos que pudieran reclamar derechos de
propiedad sobre esas tierras a que se presentaran con sus títulos. Ante la evidencia
presentada por los campesinos, el Gobernador decretó la transferencia de Cochinoca y
Casabindo a la esfera fiscal. La rápida decisión se debía al clima electoral que reinaba en
Jujuy que enfrentaba a dos facciones de la oligarquía provincial. Una de ellas, encabezada
por el gobernador y sus parientes, los Sánchez de Bustamante, respondía al mitrismo; la
otra era el puntal provincial de Avellaneda en la carrera por la sucesión de Sarmiento y
estaba encabezada por Benito Bárcena y Napoleón Uriburu. ¿Cuáles eran las
reivindicaciones de los campesinos indígenas de la puna? La iniciativa campesina tomaba
como centro el cuestionamiento de la propiedad de las tierras en el momento en que los
arriendos incidían más pesadamente sobre la economía doméstica. Ellos deseaban sacarse
de encima a los propietarios y el sistema de arriendos y para ello esgrimieron lo que
denominaron “el asunto comunidad”. El término comunidad fue frecuentemente invocado
en las demandas indígenas durante la rebelión, y aún más profusamente esgrimido por la
elite local para evidenciar el riesgo que tales demandas implicaban para el orden y la
propiedad privada. ¿Qué entendían los campesinos indígenas de la puna como comunidad?
Es difícil precisarlo ya que sus declaraciones son muy escasas. Los indígenas tenían una
experiencia de comunidad que se remontaba por lo menos al período colonial, aunque hacia
mediados del siglo XIX sólo quedaban de ella algunos rasgos muy parciales. Entre los
campesinos la memoria de la comunidad colonial poseedora de tierras que pagaba tributo al
Estado estaba aún muy presente hacia 1870, y sus demandas apuntaban hacia la
reconstitución de esa comunidad. A partir del conocimiento del decreto de transferencia de
la propiedad de las tierras al fisco, los campesinos desarrollaron una doble estrategia
consistente en no pagar los arriendos y denunciar las tierras de las haciendas como fiscales.
El rechazo de los arriendos había comenzado en Cochinoca en 1872, paralelo a la denuncia
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de las tierras. En algún momento durante la primera mitad de 1873, Anastasio Inca,
arrendero de la finca Yavi en Suripugio, había “bajado” a la capital jujeña a denunciar las
tierras de la hacienda como fiscales. Fruto de esta denuncia, el Gobernador Teófilo Sánchez
de Bustamante emitió un edicto similar al de las tierras de Cochinoca, por el que se citaba a
los pretendientes a la propiedad para que se presentaran con sus títulos. El edicto fue fijado
en las cabeceras de los Departamentos de la Puna, Yavi entre ellas. El 4 de junio, ante la
presunción de que éste había sido arrancado, unos 200 campesinos armados penetraron en
el pueblo frente al temor y perplejidad de las autoridades. Luego de comprobar que el edicto
estaba fijado en la plaza los indígenas se retiraron. El sitio y entrada en Yavi no implicaba
solamente un desafío a la autoridad local. La presencia campesina era también una abierta
afrenta al propietario. Para costear un segundo viaje a la capital provincial y presentar otra
denuncia sobre las tierras, Inca reunía a los arrenderos y les pedía una colaboración en
metálico. En los meses siguientes continuaron las presiones de los campesinos sobre el
pueblo de Yavi. El gobierno jujeño se mantuvo expectante con respecto al conflicto de la
Puna. La dilación tuvo relación con la creciente complejidad del panorama político jujeño
desde fines del año anterior. A comienzos de 1874, en ocasión de las elecciones de diputados
nacionales las tensiones entre las dos facciones existentes se exacerbaron. La tensión
política alcanzó su climax cuando Sánchez de Bustamante fue aprisionado y depuesto a fines
de febrero bajo la mirada cómplice del Comandante del Ejército Napoleón Uriburu.
2. El levantamiento indígena: liderazgos y política
Si hasta ese momento el gobierno había tolerado el movimiento campesino en la Puna, el
nombramiento del avallanedista José María Álvarez Prado en abril de 1874 implicaba un
fuerte cambio de la situación política provincial. El nuevo gobierno estaba decidido a
restablecer el orden en la puna para lo cual creyó imprescindible enviar en marzo un
Comisionado especial al frente de tropas y restaurar el derecho de propiedad de los
terratenientes, en particular a Campero. El 3 de julio Álvarez Prado deretó la restitución de
Cochinoca y Casabindo a su anterior propietario, y la devolución de los arriendos que se
hubieran cobrado luego de la transferencia al Estado. Uno de los primeros efectos del
decreto de restitución fue la fulminante expansión de la protesta campesina en la Puna.
Entre agosto y octubre de 1874, las autoridades departamentales informaban al gobierno de
la negativa de los campesinos de toda la puna al pago de los arriendos y derechos fiscales.
Las autoridades locales intentaron poner fin a los constantes acosos mediante una serie de
batidas por la campaña. A comienzos de agosto se informaba que Anastasio Inca había
muerto en una de esas refriegas. Muerto Inca la organización del levantamiento campesino
quedó a cargo de sus segundos. En la noche del 12 al 13 de noviembre ocurrió el tan
largamente anunciado ataque a Yavi. Unos trescientos campesinos penetraron
violentamente al pueblo, luego de una breve resistencia de la Guardia Nacional que huyó al
verse rebasada. El Jefe Político y Militar de la Puna, Pascual Blas había escapado ileso del
ataque. En su informe al Gobernador señalaba que la invasión se había hecho al grito de
“Viva el General Mitre i D. Teófilo Sánchez de Bustamante”. Así, a pesar de continuar con
sus demandas originales, el movimiento indígena adquirió un cariz marcadamente político.
La conexión del movimiento campesino con la política nacional, y sus correlatos locales, era
ya evidente. Muerto Inca el ex gobernador, Sánchez de Bustamante, se había inclinado a
movilizar a un acólito suyo en la puna, Laureano Saravia, importante comerciante y varias
veces funcionario. La elección de Saravia para liderar la rebelión no parece haber sido
casual. Criollo nacido en la puna, conocía bien a los campesinos indígenas del lugar y
parecía tener algún ascendiente sobre ellos. ¿Qué significó la intervención del “caudillo”
Saravia –como comenzaron a llamarlo los indígenas- en la rebelión campesina? El liderazgo
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de Saravia fue corto y dentro de la duración de la rebelión fue tardío. Este liderazgo parece
además haber tenido límites impuestos por la relación establecida entre los campesinos
rebeldes y un líder ajeno a ellos. Su liderazgo, de todas formas, parece haber otorgado a la
rebelión una unidad y coordinación mayores que las logradas hasta ese momento. En efecto,
tres días después del ataque a Yavi, Saravia se lanzaba contra el pueblo de Santa Catalina.
Parecía haber un plan en el desarrollo de la rebelión. Saqueado Yavi ydestruida la población
de Santa Catalina, los campesinos rebeldes se dirigieron a Rinconada, que atacaron a fines
de noviembre, y de allí a Cochinoca que desde comienzos de diciembre tomaron como
centro de la rebelión. La reacción del gobierno no se hizo esperar; desde Buenos Aires le
urgían que terminara con la rebelión que se veía como el último baluarte mitrista del país.
Álvarez Prado se puso al frente de una fuerza de 300 hombres; al aproximarse a Cochinoca
fue derrotado. Poco después llegaron refuerzos de Salta y Jujuy. El gobernador reemprendió
la campaña a fin de año, y el 4 de enero de 1875 se enfrentó con su enemigo en las serranías
de Quera. La derrota de los rebeldes fue completa. Saravia huyó a Bolivia con unos pocos de
los cabecillas, el resto murió en combate o fue fusilado poco después en la plaza mayor de
Cochinoca como castigo ejemplar.
V. Conclusión
El análisis de los liderazgos y la resistencia campesina en la puna de Jujuy remite
directamente a considerar un tema más general y abarcador, el de las formas que tomaba la
política campesina en el norte argentino en el siglo XIX. En este sentido, los campesinos
indígenas de la puna enlazaban su acción de 1873-75 con una tradición política que provenía
al menos de la época posrevolucionaria, cuando el sistema colonial de protección a las
comunidades indígenas fue desmantelado por el nuevo Estado republicano y las propias
comunidades suprimidas poco después por el Estado provincial. De este modo las formas de
protesta campesina contra autoridades locales y terratenientes y sus representantes
inmediatos en la zona estallaban en forma espontánea como consecuencia de un abuso o
una arbitrariedad cometidos por éstas. Normalmente la protesta invocaba la figura del
gobernador como una garantía de corrección de lo que los campesinos indígenas percibían
como una injusticia. Peor en algunas oportunidades la protesta campesina tomó un cariz
más preocupante desde el punto de vista de las autoridades provinciales, y se relacionó más
plenamente con la política provincial y regional. De esta manera la rebelión de 1873-75
muestra una tendencia constante de los campesinos a aprovechar las debilidades de las
autoridades y las divisiones internas de la elite provincial y a hacer uso de las opciones
políticas provinciales o regionales a su alcance. Pero también revela abiertamente los límites
de la política campesina en un momento en que los acontecimientos nacionales se
experimentan cada vez con más fuerza hasta en los márgenes de la república. La misma
nacionalización de la política impuso límites muy contundentes a su acción que terminó en
sangriento fracaso. En este sentido Quera fue la última acción política autónoma del
campesinado indígena jujeño. Los liderazgos con que se relaciona este tipo de protesta
campesina, si bien no provenían de las filas de las autoridades comunitarias suprimidas,
tenían sin embargo una directa filiación étnica con el mundo indígena. Y aún la imposición
de un liderazgo externo como el de Laureano Saravia no desvió a los líderes étnicos de sus
demandas comunitarias. El “caudillo” de la última etapa de la rebelión indígena fue un
fenómeno momentáneo y limitado por los líderes étnicos que nunca perdieron ascendiente
sobre los campesinos indígenas puneños. De este modo, ¿puede hablarse de caudillismo en
la puna jujeña? Desde una definición clásica de caudillismo sin duda no, los vínculos étnicos
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se interponen entre el campesinado y el surgimiento de caudillos que ejercieran vínculos de
tipo paternalista y clientelístico con ellos. Sólo una ruptura del mundo indígena tan fuerte
como la derrota de Quera permitió el posterior surgimiento de un tipo de caudillismo más
clásico en la puna de Jujuy. En la década de 1880 Saravia estableció con ellos relaciones de
tipo clientelístico. Saravia los protegía de la violencia de los terratenientes y los soldados en
la puna, que estuvo ocupada militarmente hasta el último lustro de la década de 1870, y
luego de la retirada de los soldados, de los abusos de terratenientes y autoridades locales.
Saravia conseguía ser rutinariamente electo funcionario municipal o juez departamental y
edificar así una base y un entramado político que le permitió convertirse en la garantía del
orden en la puna a los ojos de los gobiernos provinciales a fines del siglo XIX.
viernes 21 de agosto de 2009
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - HALPERIN DONGHI, T.: Una Nación para el
Desierto Argentino
Tulio Halperin Donghi (1982)
UNA NACIÓN PARA EL DESIERTO ARGENTINO
Desde Sarmiento en 1883 hasta Pedro Henríquez Ureña en 1938 afirmaban la
excepcionalidad del proceso histórico argentino. La Argentina vivió en la segunda mitad del
siglo XIX una etapa de progreso muy rápido. La excepcionalidad argentina radica en que
sólo allí iba a parecer realizada una aspiración muy compartida y muy constantemente
frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso argentino es la encarnación en el
cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de
algunos argentinos cuya única arma política era su clarividencia.
El problema radica en que esa etapa no tiene nada de la serena y tenaz industriocidad que se
esperaba de una cuyo cometido es construir una nación de acuerdo con planes preciso en
torno a los cuales se ha reunido ya un consenso sustancial. [La hipótesis central de
Halperin en este trabajo es que Caseros no inició una etapa de paz, ni tampoco marcó el
surgimiento de un Estado ni una nación sino que por el contrario abre la etapa final de su
construcción. Al contrario de lo sostenido por otros autores, tanto Estado como nación, en
1853, luego de promulgada la Constitución, son tareas aún por realizar. Es decir la caída
de Rosas no soluciona a priori nada]
Esta etapa –iniciada después de Caseros– se abre con la conquista de Buenos Aires como
desenlace de una guerra civil, se cierra casi treinta años después con otra conquista de
Buenos Aires; en ese tiempo caben otros dos choques armados entre el país y su primera
provincia, dos alzamientos de importancia en el Interior, algunos esbozos adicionales de
guerra civil y la más larga y costosa guerra internacional nunca afrontada por el país.
Entre quienes comenzaron la exploración retrospectiva de esa etapa, la tendencia que
primero dominó, fue la de achacar todas esas discordias a causas frívolas y anecdóticas. En
otra versión menos frecuente se lo tendía a explicar a partir de rivalidades personales y de
grupo.
Otra sostuvo que el supuesto consenso nunca existió y las luchas que llenaron esos años de
historia expresaron enfrentamientos radicales en la definición del futuro nacional. Esta es la
interpretación revisionista. Aunque su trabajo está afectado por el deseo de llegar
rápidamente a conclusiones preestablecidas, el punto de vista revisionista presenta la
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ventaja de llamar la atención sobre el hecho obvio de que, esa definición de un proyecto para
una Argentina futura, se daba en un contexto ideológico marcado por la crisis del
liberalismo que sigue a 1848 y en uno internacional caracterizado por una expansión del
centro capitalista hacia la periferia. [Esta afirmación podría ser cuestionada ya que
algunos autores sostienen que el proceso de expansión del capitalismo en términos de
centro y periferia, se da recién a partir de la Segunda Revolución Industrial, en torno a
1870] Si la acción de Rosas en la consolidación de la personalidad internacional del nuevo
país deja un legado permanente, su afirmación de la unidad interna basada en la hegemonía
porteña no sobrevive a su derrota en 1852. Quienes creían poder recibir en herencia un
Estado central al que era preciso dotar de una definición institucional, pero que podía ser
utilizado para construir una nueva nación, van a tener que aprender que antes que ésta –o
junto con ella– es preciso construir el Estado. En 1880 recién, esta etapa de creación de una
realidad nueva, puede considerarse cerrada.
La herencia de la generación de 1837
Su concepción del progreso nacional será el punto de llegada de un largo examen de
conciencia sobre la posición de la elite letrada posrevolucionaria, emprendido en una hora
crítica del desarrollo político del país.
En 1837 hace dos años que Rosas ha llegado al poder por segunda vez, ahora como
indisputado jefe de la provincia de Buenos Aires y de la facción federal. Es entonces cuando
un grupo de jóvenes provenientes de las elites letradas de Buenos Aires y el Interior se
proclaman destinados a tomar el relevo de la clase política que ha guiado al país desde la
revolución de Independencia hasta la catastrófica tentativa de organización unitaria de
1824-1827. Que esa clase política ha fracasado parece evidente; la medida de ese fracaso está
dada por el triunfo de los toscos jefes federales. Frente a ese grupo unitario raleado por la
derrota, el que ha tomado a su cargo el reemplazo se autodefine como la Nueva Generación.
Esa Nueva Generación en esta primera etapa de actuación política, parece considerar la
hegemonía de la clase letrada como el elemento básico del orden político al que aspira. El
fracaso de los unitarios es, en suma, el de un grupo cuya inspiración proviene de las
fatigadas supervivencias del Iluminismo. La Nueva Generación, colocada bajo el
Romanticismo, –según ellos creen– está por eso mismo, mejor preparada para asumir la
función directiva.
Esta generación recoge de Cousin el principio de la soberanía de la razón y es esa convicción
la que subtiende el Credo de la Joven Generación redactado por Esteban Echeverría en
1838. Esa misma convicción colorea la discusión sobre el papel del sufragio en el orden
político que la Nueva Generación propone y caracteriza como democrático. Que el sufragio
restringido sea preferido al universal es menos significativo que el hecho de que, a juicio de
Echeverría, el problema de la extensión del sufragio, debe resolverse por un debate interno a
la elite letrada. [Parece un contrasentido que postulen democracia y al mismo tiempo
sufragio restringido. Halperin no llama la atención sobre esto en este trabajo, pero me
parece importante subrayar que sostener ambas cosas como no excluyentes no es otra
cosa que seguir lo postulado por los primeros y más importantes teóricos del liberalismo
clásico que sostenían que la democracia sólo era viable como un sistema impuesto de
arriba hacia abajo, por una elite política, la única preparada para ocuparse de los
problemas de la dinámica social, demasiado elevados para que el pueblo en general
pudiese tratarlos. Obviamente, lo sagrado para ellos era la propiedad y –mi marxismo
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aparte– esas bases materiales, eran las únicas que otorgaban la preparación, sino la
responsabilidad necesaria, al momento de decidir mediante el voto, los destinos de un
país. Esta tendencia se puede encontrar en los pensamientos de Rousseau, de Descartes, de
Mill o incluso en una primera etapa de Spencer, antes de que este último llegara a postular
la eliminación del Estado pero con economía de mercado. Todos ellos liberales, aunque de
distintas corrientes. Puuuaaaaa!, después de esta muestra de erudición, el Jorge se deja de
joder y vuelve al Tulio]
El modo en que esa elite ha de articularse con otras fuerzas sociales no es considerado
relevante ya que no hay en la perspectiva de la Nueva Generación, otras fuerzas que puedan
contarse legítimamente entre los actores del proceso político; aunque esto no implica que la
Nueva Generación no haya buscado integrarse. Los más entre sus miembros pertenecían a
familias de la elite porteña o provinciana que ha apoyado a la facción federal o han hecho
con ella las paces.
Es la inesperada agudización de los conflictos políticos a partir de 1838, con el
entrelazamiento de la crisis uruguaya y la argentina y los comienzos de la intervención
francesa, la que lanza a una acción más militante a este grupo que se había creído hasta
entonces desprovisto de la posibilidad de influir de modo directo en un desarrollo político,
sólidamente estabilizado. Juan Bautista Alberdi se marcha a la Montevideo antirrosista; un
par de años más y Vicente Fidel López, participará del alzamiento antirrosista en Córdoba; y
Marco Avellaneda, llegado a gobernador de Tucumán, contribuirá a volcar a todo el Norte al
mismo alzamiento.
Pero los prosélitos que la Nueva Generación ha conquistado y lanzado a la acción, son sólo
una pequeña fracción del impresionante conjunto d fuerzas que se gloria de haber
desencadenado contra Rosas. Como resultado de esa acción, la Nueva Generación, sólo
podrá exhibir un impresionante censo de mártires. De esa crisis la hegemonía rosista ha
salido fortalecida y la represión que sigue a su victoria, fue aún más eficaz que ésta para
persuadir al personal político provinciano, de las ventajas de una disciplina más estricta.
El problema de la coherencia política de ese frente antirrosista que se había formado, ni
siquiera se plantea. Para la generación sólo puede hallarse en la mente de quienes dirigen el
proceso, es decir en la elite ilustrada. Esto crea una relación entre ésta y aquellos a quienes
aspira dirigir, una actitud manipuladora, ya que los ve como meros instrumentos y no como
aliados. Para ellos, la noción de unidad de creencia ocupa un lugar central. Esa exigencia de
unidad se traduce en la postulación coherente de un sistema de principios básicos en torno a
los cuales la unidad ha de forjarse; y que deben servir de soporte no sólo para la elaboración
de propuestas precisas para la trasformación nacional, sino para otorgar la necesaria
firmeza a los lazos sociales. Este sistema de principios es postulado en la Ojeada
Retrospectiva, también de Echeverría.
Esta convicción, parece no obstante, escasamente justificada por los hechos mismos, ya que
el eclecticismo sistemático de la Nueva Generación tiene por precio cierto grado de
incoherencia.
En la producción de sus integrantes, se hallarán análisis de problemas y aspectos de la
realidad nacional y de las alternativas políticas abiertas para encararlos, los cuales están
destinados a alcanzar largo eco durante la segunda mitad del siglo.
De la pretensión de constituirse en guías del nuevo país es heredera la noción de que la
acción política, para justificarse, debe ser un esfuerzo por imponer a una Argentina que en
70
cuarenta años de revolución, no ha podido alcanzar su forma, una estructura que debe ser,
antes que el resultado de la experiencia histórica, el de implantar un modelo previamente
definido por quienes toman la tarea de conducción política. La Generación del ’37, no
dudaba que bastaba una rectificación en la inspiración ideológica para lograrlo. Tal
conclusión era dudosa [yo diría errada] ya que si el político ilustrado deseaba influir en la
vida del país, debía buscar modos de inserción en ella, en un campo de fuerzas con las que
no puede establecer una relación puramente manipulativa y unilateral, sino alianzas que
reconocen a esas fuerzas como interlocutores y no como puros instrumentos. [Grande
Halperin! Se le escapó aquí su lado leninista. “a partir del momento en que se tiene
claridad sobre cuál es el enemigo último, se debe concluir en que todo el resto, son aliados
tácticos”]
Las transformaciones de la realidad argentina
En 1847 Alberdi publica desde Chile, un breve escrito destinado a provocar escándalo. En
“La República Argentina, 37 años después de su Revolución de Mayo” traza un retrato
favorable del país que le está vedado. A su juicio, la estabilidad política alcanzada gracias a
la victoria de Rosas, no sólo ha hecho posible una prosperidad que desmiente los
pronósticos adelantados por sus enemigos, sino –al enseñar a los argentinos a obedecer– ha
puesto finalmente las bases indispensables para cualquier institucionalización del orden
político.
Más preciso es el cuadro que dos años antes que Alberdi, traza Sarmiento en la tercera parte
de su Facundo. En 1845, éste, ha surgido entre la masa de emigrados arrojados a Chile por la
derrota de los alzamientos antirrosistas del Interior. Comienza a advertir en 1845 que la
Argentina surgida del triunfo de Rosas de 1838-1842, es ya irrevocablemente distinta. Si
Sarmiento excluye la posibilidad de que Rosas tome a su cargo la instauración de un orden
basado precisamente en esos cambios de manera más explícita que Alberdi, convoca a
colaborar en esa tarea a quienes han crecido en prosperidad e influencia gracias a la paz de
Rosas. La diferencia capital entre el Sarmiento de 1845 y el Alberdi de 1847 debe buscarse
en la imagen que uno y otro se forman de la etapa posrosista. Para Sarmiento, ésta debe
aportar algo más que institucionalización; lo más urgente es acelerar el ritmo del progreso.
El legado más importante del rosismo, no le parece consistir en la creación de hábitos de
obediencia resaltados por Alberdi, sino en una red de intereses consolidados por la
prosperidad alcanzada gracias a la dura paz rosista. En Sarmiento, Rosas representa para
entonces, el último obstáculo para el definitivo advenimiento de esa etapa de paz y progreso;
aparece simplemente como un estorbo. Es la misma imagen que propone de Rosas Hilario
Ascasubi.
En Ascasubi, como en sarmiento, la presencia de grupos cada vez más amplios que ansían
consolidar lo alcanzado durante la etapa rosista mediante una rápida superación de esa
etapa, es vigorosamente subrayada. Falta sin embargo en ambos, definir con precisión de
qué grupos se trata. Sarmiento espera aún en el general Paz. Ascasubi, ni siquiera se
preocupa por definirlo. Correspondió a un veterano unitario, Florencio Varela, sugerir una
estrategia política basada en la utilización de lo que él creía, era la más flagrante
contradicción del orden interno de Rosas. Descubre esa fisura en la oposición entre Buenos
Aires y las provincias del Litoral, las que encontrarían sus aliados naturales en Paraguay y
Brasil en la futura coalición antirrosista. El tema clave era la apertura de los ríos interiores,
que ya había sido reclamada por los bloqueadores anglo–franceses en 1845. Varela parte de
un examen más preciso de las modalidades que la rehabilitación económica lograda
adquiere en un contexto de distribución muy desigual de poder político.
71
Así, en Alberdi, Sarmiento, Ascasubi, pero aún más en Varela, se dibuja una imagen más
precisa de la Argentina, que en la Generación del ’37. Ello no se debe sólo a su superior
sagacidad, es sobre todo trasunto de los cambios que el país ha vivido en esta etapa.
La Argentina es un mundo que se transforma
Los cambios cada vez más acelerados de la economía mundial ofrecen oportunidades nuevas
para la Argentina; suponen también riesgos más agudos. No es sorprendente hallar esa
conclusión en la pluma de un agudo colaborador de Rosas, José María Rojas y Patrón, para
quien la manifestación de esa acrecida presión externa ha de ser una incontenible
inmigración europea. Espera mucho de bueno de esa conmoción que será la inmigración
para la sociedad rioplatense, pero por otra parte teme que esa marea humana arrase con las
instituciones.
A primera vista, es sorprendente ver que Sarmiento coincide con esa lectura, aunque para él,
sólo un Estado más activo puede esquivar los peligros. En los años finales de la década del
40 el área de actividad por excelencia que Sarmiento le asigna a ese Estado es la educación
popular. Sólo mediante ella podrá la masa de hijos del país salvarse de una paulatina
marginación económica y social.
Si en Sarmiento se busca en vano cualquier recusación a la teoría de división internacional
del trabajo, es indiscutible que sus alarmas no tendrían sentido si creyese que ella garantiza
el triunfo de la solución económica más favorable para todas y cada una de las áreas en
proceso de incorporación al mercado mundial. La agudización constante de las tensiones
sociales y políticas no debe introducirse en un área en que ni siquiera una indisputada
estabilidad social ha permitido alcanzar la estabilidad política. El temor frente al espectro
del comunismo comienza a afectar la línea de pensamiento de algunos de los que se
resuelven a planear un futuro para el país. [Si Sarmiento le hubiese prestado mayor
atención al Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte se hubiese dado cuenta de que las
contradicciones sociales no bastan para generar revoluciones, pero no podemos pedirle a
Sarmiento algo que ni siquiera los cuadros políticos de izquierda de hoy caen en cuenta]
Si la Nueva Generación hacia 1850 se ve –distinto que antes– como uno de los
interlocutores cuyo diálogo fijará el destino futuro de la nación, y reconoce otro sector en la
elite económico–social, se debe a que las convulsiones de la sociedad europea han revelado
en las clases populares potencialidades temibles.
El proyecto nacional en el período rosista
La caída de Rosas en febrero de 1852, no introdujo ninguna modificación sustancial en la
reflexión en curso sobre el presente y el futuro de la Argentina, pero inclinó a acelerar
propuestas más precisas. Así en menos de un año a partir de Caseros, iba a completarse un
abanico de proyectos alternativos.
1) La alternativa reaccionaria:
Debido a Félix Frías, sus términos de referencia son los que proporciona la Europa
convulsionada por las revoluciones de 1848. La lección que de ella deriva es que la rebelión
social que agitó a Europa es el desenlace lógico de la tentativa de constituir un orden político
al margen de los principios católicos. Frías aspira al orden, al que concibe como aquel
régimen que asegure el ejercicio incontrastado y pacífico de la autoridad política por parte
de “los mejores”. Ello será posible cuando las masas populares hayan sido devueltas a una
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espontánea obediencia por el acatamiento universal a un código moral apoyado en las
creencias religiosas compartidas por esas masas y sus gobernantes.
Si el orden debe aun apoyarse en Hispanoamérica en fuertes restricciones a la libertad
política, ello se debe sólo al general atraso de la región. Este atraso sólo podrá ser superado
si el progreso económico y cultural consolida y no resquebraja esa base religiosa.
Piensa en Estados Unidos, pero sostiene que Hispanoamérica no está preparada para aplicar
un sistema como ese. La plena democracia, sólo alcanzable en el futuro, significaría la
consolidación más que la superación, de un orden oligárquico, que para Frías es el único
conforme a naturaleza.
En su visión, la desigualdad se da también en la distribución de los recursos económicos e
igualmente aquí es conforme a naturaleza. [Dios lo ha querido así hijos míos... jódanse! Y no
chillen!] Para él, la utilización del poder represivo del Estado significa sólo una solución de
emergencia. La solución definitiva se alcanzará únicamente cuando la religión haya
coronado su tarea moralizadora y lo haya librado al pobre de la tentación de codiciar las
riquezas del rico. [Me juego la cabeza a que Frías no era pobre]
Para Frías, en relación al desarrollo de economía y sociedad que Hispanoamérica necesita,
no se trata de traer de Europa ideologías potencialmente disociadoras, sino hombres que
enseñen con el ejemplo a practicar “los deberes de la familia” y a cultivar.
La prédica de Frías será recusada sobre todo por irrelevante y nadie lo hará más
desdeñosamente que Sarmiento.
2) La alternativa revolucionaria:
A diferencia de Frías, Echeverría saludó en las jornadas de febrero, el nacimiento de una
nueva era. [En febrero de 1848 estalló Paris en una revolución, que será destrozada por
Napoleón III... leer El 18 Brumario de Luis Bonaparte ahhh... y acá tenés el carnet de
afiliación] Fue más allá al señalar como legado de la revolución el “fin del proletarismo,
forma postrera de esclavitud del hombre por la propiedad” El programa social de algunos
sectores revolucionarios es condenado por irrelevante en el contexto hispanoamericano.
Para Sarmiento, la guerra del rico contra el pobre es una idea que lanzada a la sociedad,
puede un día estallar. Es la educación para él, quien hará ineficaz cualquier prédica
disolvente.
3) Una nueva sociedad ordenada conforme a razón.
En estos años no podrá encontrarse entre los miembros de la elite letrada del Río de la Plata,
muchos que sean capaces de conservar esa concepción del cambio social. Es comprensible
entonces que la obra de mariano Fragueiro se nos presente en un aislamiento que sus
contemporáneos atribuían a su irrelevancia.
Fragueiro publicó en 1850 su Organización del Crédito. Él hallaba ese legado de
concentración del poder político, digno de ser atesorado porque ese poder debía tomar a
cargo un vasto conjunto de tareas a realizar.
Toca al Estado monopolizar el crédito público. La transferencia del crédito a la esfera estatal
es justificada por una distinción entre los medios de producción sobre los cuales los
derechos de propiedad privada –según él– deben continuar ejerciéndose; y la moneda que
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“no es producto de la industria privada ni es capital” [Obviamente Fragueiro no pudo haber
leído de Marx esta distinción porque eso fue planteado por Marx en El Capital, publicado
después del libro de Fragueiro. Es genial, ya que hasta entonces nadie había caído en esa
diferencia crucial para la economía política. Hasta entonces se hablaba de capitales en
general y de capital financiero para referirse a la moneda, pero como se ve, ambos eran
tomados por capitales, cuando la segunda, es en realidad una mercancía, no capital] Así,
moneda y crédito no integran por su naturaleza misma la esfera privada. La estatización del
crédito, debe hacer posible al Estado “la realización de empresas y trabajos públicos” [En
otros términos, lo que pensaba Fragueiro es que monopolizando el crédito el Estado,
podría desarrollar la infraestructura necesaria que el progreso argentino requiere, lo cual
es de por sí, una función del Estado. Se podría plantear que Fragueiro sí pudo haber leído
la Historia de la Riqueza de las Naciones u otros trabajos de Adam Smith, que sí eran
conocidos en el Río de la Plata, por lo menos a partir de traducciones de Mill, donde se
postula la existencia de ámbitos económicos cuyo desarrollo –por su costo y rentabilidad–
no serán atrayentes para la economía privada y que no obstante son necesarios para el
desarrollo y crecimiento económico, que por tanto, deben ser tomados por el Estado]
4) El autoritarismo progresista de Juan bautista Alberdi.
El programa ofrecido en las Bases había sido desarrollado a partir del trabajo de Fragueiro
de 1850. La solución propugnada por Alberdi, combina rigor político y activismo económico,
pero rehúsa ver en la presión acrecida de las clases desposeídas el estímulo principal para
esa modificación en el estilo de gobierno. Por el contrario, él aparece como un instrumento
necesario para mantener la disciplina de la elite, cuya tendencia a las querellas intestinas,
sigue pareciendo la más peligrosa fuente de inestabilidad política.
Para Alberdi, el bienestar que el avance de la economía hace posible, no sólo está destinado
a compensar las limitaciones impuestas a la libertad política, sino también a atenuar las
tensiones sociales.
Para Alberdi, una sociedad más compleja y una nueva economía serán forjadas bajo la férrea
dirección de una elite política y económica consolidada en su prosperidad por la paz de
Rosas.
Mientras se edifica la base económica de una nueva nación, quienes no pertenecen a esas
elites, no recibirían ningún aliciente que haga menos penoso ese periodo de rápidos
cambios. Su pasiva subordinación es un aspecto esencial del legado rosista que Alberdi
invita a atesorar. Crecimiento económico significa para Alberdi, crecimiento acelerado de la
producción, sin elemento redistributivo [Es decir, significaba lo mismo que significa hoy.
Hay dos conceptos importantes en economía política, que significan cosas muy distintas y
que no obstante suelen ser utilizados alegremente como sinónimos. Uno es el de
crecimiento económico, que como pensaba Alberdi, se refiere al aumento de la
productividad –cantidad de producto por unidad de recurso– y por lo tanto de la
producción. El otro es el de desarrollo económico, que se refiere a la distribución social del
producto, es decir, unidad de producto apropiada per cápita, lo cual no es lo mismo que
producción per cápita. Me parece que esta distinción es importante tenerla en cuenta al
momento de comparar lo que plantea Alberdi y lo que plantea Sarmiento, ya que uno
estaría fundando su programa en el crecimiento económico –Alberdi– mientras el otro –
Sarmiento– en desarrollo económico]
El autoritarismo, preservado en su nueva envoltura constitucional, es por hipótesis
suficiente para afrontar el desafío de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree
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siquiera necesario examinar si habría razones económicas que hiciesen preciso alguna
redistribución y su indiferencia por este aspecto es entendible, ya que el mercado para la
producción argentina, ha de encontrarse en el extranjero. [Es decir que tiene una clara
conciencia de la división internacional del trabajo y concuerda con lo que esta teoría
plantea sobre los beneficios de la especialización en función de las ventajas comparativas]
Ese proyecto de cambio económico, a la vez acelerado y unilateral, requiere un contexto
político preciso, que Alberdi describe bajo el nombre de república posible. La complicada
estructura institucional que para ella se propone en las Bases, busca impedir que el régimen
autoritario sea también un régimen arbitrario. La eliminación de la arbitrariedad, es vista
por Alberdi como el requisito ineludible para lograr el ritmo de crecimiento económico que
juzga deseable.
La apelación al trabajo y capital extranjero constituye el mejor instrumento para el cambio
económico acelerado. El país necesita población, pero además, Alberdi no separa la
inmigración de trabajo de la de capital, ya que ve la inmigración como fundamentalmente de
capitalistas. Para esa inmigración destinada a traer todos los factores de la producción salvo
la tierra, se prepara el aparato político que Alberdi propone.
La justificación de la república posible, es que está destinada a dejar paso a la república
verdadera, la cual se realizará sólo cuando el país haya adquirido una estructura económica
y social comparable a la de las naciones que han creado y son capaces de conservar ese
sistema institucional.
De modo implícito postula una igual provisionalidad para el orden social marcado por
acentuadas desigualdades y la pasividad forzada de quienes sufren las desigualdades.
Alberdi hace de los avances de la instrucción un instrumento importante de progreso
económico y social. No es necesaria una instrucción formal muy completa para poder
participar como fuerza de trabajo en la nueva economía; la mejor instrucción la ofrece el
ejemplo de destreza que aportarían los inmigrantes europeos. Por otra parte, una difusión
excesiva de la instrucción, corre el riesgo de propagar en la población, nuevas aspiraciones.
Puede ser más directamente peligrosa si al enseñarles a leer, pone a su alcance toda una
literatura que trata de persuadirlos de que tienen, también ellos derechos a participar del
goce de los bienes producidos. Un Exceso de instrucción, atenta contra la disciplina
necesaria en los pobres. Encontramos la misma reticencia frente al elemento que ha servido
para justificar la pretensión de la elite letrada a la dirección de los asuntos nacionales: su
comercio exclusivo con el mundo de las ideas que la constituiría en el único sector nacional
que sabe qué hacer con el poder, es ahora recusado por Alberdi. Para él, el ideólogo
renovador, no es sino el heredero del letrado colonial, a través de transformaciones que sólo
han servido para hacer aún más peligroso su influjo.
El cambio que Alberdi propone, no sólo choca con ciertas convicciones antes compartidas
con su grupo; se apoya además en una simplificación tan extrema del proceso a través del
cual el cambio económico influye en el social y político, que su utilidad para dar orientación
a un proceso histórico real, puede ser puesta en duda. Aún así las Bases resumen con nitidez
cruel, el programa adecuado a un frente antirrosista. Ofrece a más de un proyecto de país
nuevo, indicaciones precisas sobre cómo recoger los frutos de su victoria a quienes han sido
convocados a decidir un conflicto definido como de intereses.
5) Progreso sociocultural como requisito del progreso económico.
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Sarmiento elaboró una imagen del nuevo camino que la Argentina debía tomar, que rivaliza
con el de Alberdi, al que además supera en riqueza de perspectivas y contenido. Mueve a
Sarmiento a recusar el proyecto alberdiano, su convicción de que conoce mejor los
requisitos y consecuencias de un cambio económico–social como el que la Argentina
posrosista debe afrontar. Esa imagen del cambio posible y deseable, sarmiento la elaboró
bajo el influjo de la crisis europea de 1848.
Como Alberdi, Sarmiento deduce de ella justificaciones para la toma de distancia, no sólo
frente a los ideólogos del socialismo sino ante una entera tradición política que nunca
aprendió a conciliar el orden con la libertad. Su modelo era Estados Unidos. No le preocupa
primordialmente examinar de qué modo se ha alcanzado una solución al problema político
del siglo XIX –la conciliación de la libertad y la igualdad– [Este es un problema teórico que
se planteó en términos de cómo conciliar democracia plena y capitalismo. Teóricos de
distintas corrientes concluyeron que eran incompatibles, entre ellos, hombres como
Tocqueville y muchos de la corriente liberal] sino rastrear el surgimiento de una nueva
sociedad y una nueva civilización basada en la plena integración del nuevo mercado
nacional.
La importancia de la palabra escrita se le aparece a Sarmiento como decisiva. Ese mercado
sólo podría estructurarse mediante la comunicación escrita con un público potencial muy
vasto y disperso.
Si esa sociedad requiere una masa letrada es porque requiere una vasta masa de
consumidores; para crearla no basta la difusión del alfabeto, es necesaria la del bienestar y
de las aspiraciones a la mejora económica a partes cada vez más amplias de la población
nacional. Para esa distribución del bienestar a sectores más amplio, debe ofrecer una base
sólida: la de la propiedad de la tierra. Sarmiento no dejará de condenar la concentración de
la propiedad. Para asegurar la expansión de las aspiraciones, sería preciso hallar una
solución intermedia entre una difusión masiva y prematura de ideologías igualitarias y ese
mantenimiento de la plebe en la feliz ignorancia de Alberdi.
Veía en la educación un instrumento de conservación social, no porque pudiese disuadir al
pobre de cualquier ambición de mejorar su lote, sino porque debía ser capaz, a la vez que de
sugerirle esa ambición, de indicarle los modos de satisfacerlas en el marco social existente.
El ejemplo de los Estados Unidos, persuadió a Sarmiento de que la pobreza del pobre no
tenía nada de necesario. Lo persuadió también de que la capacidad de distribuir bienestar a
sectores cada vez más amplios no era solamente una consecuencia positiva del orden
económico, sino una condición necesaria para la viabilidad económica de ese orden. La
imagen del progreso económico que madura en Sarmiento postula un cambio de la sociedad
en su conjunto, no como resultado, sino como precondición del orden.
El ejemplo de Estados Unidos, a la vez que incita a Sarmiento a prestar atención al contexto
sociocultural dentro del cual ha de darse el progreso económico, hace para él innecesario
definir los requisitos políticos para ese progreso.
Luego, de vuelta en Chile, se dedicará a escudriñar los primeros anticipos de ese futuro que
intenta planear, rastreando los efectos de la nueva prosperidad creada por la apertura del
mercado californiano a las exportaciones chilenas. [Para esa época se había descubierto
oro en California. Es la época de la “fiebre del oro” que motiva migraciones masivas hacia
el Pacífico, pero que no cuenta –dentro de Estados Unidos– con un mercado proveedor
suficiente de alimentos para esos pioneros] Él ya advertía en 1849 su impacto en los
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avances del nivel de vida en Santiago y su plebe urbana. Era la ampliación del mercado, a
través de la del consumo, lo que subtendía esos avances y dotaba de un nuevo dinamismo a
la economía chilena. Chile, no obstante, creyó eterno ese mercado nuevo que pronto fue
borrado por el desarrollo de un proveedor dentro de Estados Unidos. De esa falta de cálculo
y previsión, Sarmiento culpaba a los terratenientes chilenos, fruto en definitiva de la
ignorancia, y encontraba así un nuevo justificativo para la educación popular.
Otra lección que Sarmiento atesora del Chile dominado por terratenientes, es que la
igualdad social no podría allí lograrse por la difusión de la propiedad de las tierras. Como
respuesta trata de esbozar una línea alternativa de desarrollo por medio de la
modernización de la agricultura chilena. Esto sólo podría hacerse en el marco de la gran
explotación capitalista. Ello exige una masa de asalariados rurales instruidos y bien
remunerados, pero poco numerosos; complemento de ese cambio debe ser el crecimiento de
las ciudades, único desemboque a la población expulsada de la tierra. Será en la ciudad
donde surja una sociedad más compleja y móvil, y para que esto ocurra, es otra vez la
difusión de la educación popular imprescindible.
Más tarde, el retornar a Buenos Aires confirma las seguridades –Estados Unidos– y
perplejidades –Chile– inspiradas en los ejemplos que había tomado.
La indefinición de los aspectos propiamente políticos de su programa se continúa en una
indefinición por lo menos igualmente marcada acerca de la articulación del grupo
políticamente dirigente. Respecto a esto Alberdi había planteado que la Argentina sería
renovada por la fuerza del capitalismo en avance; había en el país grupos dotados ya de
poderío político y económico, que estaban destinados a recoger los provechos de esa
renovación y el servicio de la elite letrada sería revelarles dónde estaban sus propios
intereses, para luego prepararse a morir. Sarmiento no cree con la misma fe que las
consecuencias del avance de la nueva fuerza económica sobre las áreas marginales sean
siempre benéficas. Postula un poder político con suficiente independencia de ese grupo
dominante para imponer por sí rumbos y límites a ese aluvión de energías económicas.
¿Quiénes han de ejercer ese poderío político y en qué se apoyarán para ello? Nunca se
planteó la respuesta a la segunda pregunta; en cuanto a la primera, es desde luego la elite
letrada, de la que se declara orgulloso integrante. No descubre ningún otro sector habilitado
para asumir esa tarea y desde entonces se resigna a que su carrera política se transforme en
una aventura estrictamente personal, aunque no sea esa una solución que Sarmiento
encuentre admirable.
Treinta años de discordia
Alberdi había postulado que el sistema de poder creado por Rosas sería capaz de sobrevivir
a su caída para dar base al orden posrosista. Varela por su parte, que el lugar de Buenos
Aires en el país no sería afectado por la victoria de una coalición antirrosista. Ambos
postulados eran de muy poco probable realización.
Luego de 1852 el problema urgente no fue cómo utilizar el poder legado por Rosas a sus
enemigos, sino cómo erigir un sistema de poder en reemplazo del que fue barrido en
Caseros. A Juicio de Sarmiento, Urquiza no está dispuesto a poner su poder al servicio de
una política de rápido progreso como las que él y Alberdi proponen. La convicción de así
estaban las cosas habían llevado a Sarmiento de nuevo a Chile y a marginarse de la política
argentina. Lo que lo devuelve a ella es el descubrimiento de que Urquiza no ha sabido
hacerse el heredero de Rosas; no hay en Argentina una autoridad irrecusable.
77
Para Alberdi, la creación en Buenos Aires de un centro de poder rival del que reconocía por
jefe al general Urquiza, podía sólo tener consecuencias calamitosas.
Los partidos que se proclamaron muertos en Caseros resucitan para retomar su carrera de
sangre, y esa tragedia fútil e interminable, será la obra de quienes como sarmiento, se jactan
de haber frustrado una ocasión quizá irrepetible, en nombre de una política de principios.
1) Las facciones resurrectas.
Ya que Caseros no ha creado ese sólido centro de autoridad puesto al servicio del progreso –
viene a decir Alberdi– ha dejado en sustancia las cosas como estaban. Toda una literatura
facciosa parece sugerir que el nuevo país vive prisionero de sus viejos dilemas.
Como temía Alberdi, un periodismo formado en el clima de guerra civil que acompañó la
etapa rosista, se esfuerza por mantenerse vivo. Pero no es fácil creer que las facciones deban
su inesperada vitalidad tan sólo al influjo de unas cuantas plumas. El problema es que se
adaptan mal a las nuevas líneas de clivaje político: la tentación de tomar distancia frente a
esas identificaciones facciosas está constantemente presente, aunque esconde una
exhortación alarmada a preservar una lealtad facciosa en que la sangre derramada parece
excluir la posibilidad de una solución al conflicto político, más conciliatoria que no sea la
eliminación del adversario.
Hernández no tiene sino expresiones de respeto por el general Urquiza; aún así le profetiza
que la muerte bajo el puñal unitario será el desenlace de su carrera, si no abandona el
camino de las concesiones frente a un enemigo incapaz de controlar su propia tendencia
asesina.
La apelación apasionada a una tradición facciosa refleja la convicción de que esta tradición
está perdiendo su imperio. Si esas tradiciones facciosas agonizan es porque –como había
declarado Alberdi– se están haciendo irrelevantes y lo que las hace tales son los cambios que
a pesar de todo trajo Caseros.
¿Qué ha cambiado? No las situaciones provinciales consolidadas en la etapa de hegemonía
porteña, que ahora se apresuran a cobijarse bajo la de su vencedor. Tampoco el equilibrio
interno de las facciones políticas uruguayas. Caseros ha puesto en entredicho la hegemonía
de Buenos Aires y ha impuesto la búsqueda de un nuevo modo de articulación entre esta
provincia, el resto del país y los vecinos.
También se ha destruido en Caseros el sistema de poder creado por Rosas. Ese sistema
construido a partir de 1828-29, había sido despojado por su creador de toda capacidad de
reacción espontánea que hace posible –bajo la apariencia de una rabiosa politización– una
despolitización creciente de la sociedad entera.
La caída de Rosas deja un vacío que llenan mal los sobrevivientes de la política prerrosista,
como por ejemplo Vicente López y Planes, designado por Urquiza, gobernador de Buenos
Aires.
Ese vacío será llenado entre junio y diciembre de 1852; un nuevo sistema de poder será
creado; habrá surgido una nueva dirección política con una nueva base urbana y un sostén
militar improvisado, pero suficiente para jaquear la hegemonía que Entre Ríos creyó ganar
en Caseros. El 11 de setiembre de 1852, marca l fecha de una de las pocas revoluciones
argentinas que marcan un punto de inflexión en su vida política.
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2) Nace el Partido de la Libertad.
A fines de junio de 1852, la recién elegida Legislatura de la Provincia de Buenos Aires
rechaza los términos del Acuerdo de San Nicolás, por el que las provincias otorgan a Urquiza
la dirección de los asuntos nacionales durante el periodo constituyente. El héroe de la
jornada es Bartolomé Mitre. Quiere ser portavoz de una ciudad y una provincia que no ha
renunciado a defender la causa de la libertad.
Está renaciendo algo que faltaba en la ciudad desde hacía veinte años: una vida política. En
el diálogo entre un grupo dirigente político–económico y una elite letrada –que según
Alberdi debía determinar el futuro político de la Argentina– se entremezclaba otro
turbulento interlocutor. Esto parecía anunciar una recaída en el estilo político que había
provocado la reacción federal y rosista. La trayectoria de Mitre no era más tranquilizadora,
pero su éxito parlamentario de junio fue contrarrestado por un golpe de estado de Urquiza,
dispuesto a volver a la obediencia a Buenos Aires.
La ocupación militar entrerriano–correntina se hace pronto insostenible y el 11 de setiembre
se asiste a un alzamiento exitoso. Esos hombres nuevos a quienes las jornadas de junio han
dotado de un séquito urbano [en la Legislatura] transforman su base política en militar.
Pero esos advenedizos no están solos; junto con ellos se levantan los titulares del aparato
militar creado por Rosas. Unos y otros reciben el inmediato apoyo de las clases propietarias
de ciudad y campaña. La causa de la libertad que Mitre evoca, no es otra que la oculta causa
de Buenos Aires, la cual no es idéntica para los jefes de frontera, para las clases propietarias
o para la nueva opinión urbana movilizada en junio. Esta última identifica la causa de
Buenos Aires con la de la libertad impuesta a las demás provincias con violencia. Para las
clases propietarias significa la resistencia a incorporarse a un sistema fiscal que los intereses
porteños no manejan. Para el aparato militar ex–rosista, la negativa a aceptar la hegemonía
entrerriana.
Cuando vencedor el movimiento en Buenos Aires busca expandirse al Interior, amenazando
así inaugurar un nuevo ciclo de guerras civiles, ese aparato militar se alza. No logra derrocar
al gobierno de la ciudad y Urquiza decide darle su apoyo bloqueando navalmente Buenos
Aires. La provincia pasa la prueba, Urquiza se retira una vez más y la organización militar de
la campaña es cuidadosamente reestructurada para que no pueda volver a ser un contrapeso
de la Guardia Nacional de Infantería que es ahora la expresión armada de la facción
dominante en la ciudad.
La prueba atravesada ha enseñado a los dirigentes políticos urbanos los límites de su
libertad de acción; su victoria se debe en parte importante a que el arbitraje de las clases
propietarias le ha sido favorable. Éstas seguirán apoyándolos debido a sus prevenciones a la
incorporación a la Confederación urquicista, pero no tolerarían una política interprovincial
de conflicto.
El éxito de la empresa política inaugurada en junio de 1852 se da en un contexto muy
diferente del previsto por quienes pretendían predecir antes de 1852 el rumbo de la
Argentina posrosista. No se mide en cambios sociales, en un nuevo ritmo de progreso
económico estimulado por la acción estatal o en avances institucionales. Es un éxito
estrechamente político que comienza a borrar las consecuencias de la derrota de Buenos
Aires en Caseros, que otorga a una tradición antirrosista una sólida base popular.
79
En ese contexto, tanto el pensamiento político como su expresión adquieren modalidades
nuevas. Los políticos de Buenos Aires se dirigen a un público distinto y más vasto que los
grupos dominantes que Alberdi había reconocido como únicos interlocutores. He aquí todo
un mundo de problemas que Alberdi había ignorado sistemáticamente, que Sarmiento sólo
atendió episódicamente, pero cuya significación no se podía seguir ignorando.
Ese esfuerzo de definición de una política que surge, inspira los artículos con que Mitre llena
Los Debates En ellos encontramos en el lugar de honor al personaje que Alberdi habría
querido desterrar para siempre de la política argentina: el partido. [Cuidado con esto:
cuando Halperin caracteriza aquí al partido, lo hace de manera muy similar a los
partidos políticos moderno lo cual puede conducir a un anacronismo. Lo correcto aquí, es
hablar de facciones más que de partidos, porque aun no cuentan con la estructura
orgánica con la que los conocemos, y que no surgirán hasta después de 1880] El partido
impone una conexión nueva entre dirigente y séquito político. El énfasis en el partido, lleva
a los políticos a un esfuerzo por buscar un pasado para ese partido, pasado además
cuidadosamente depurado.
En este marco, el retorno de los restos de Rivadavia –sobre cuya acción política la
generación de 1837 había dado un juicio muy duro– lejos de marcar una vuelta al conflicto
interno, viene a coronar un largo esfuerzo integrador en que Buenos Aires se reconcilia
consigo misma. La resurrección de una tradición política que a partir de 1837 había sido
declarada muerta, renace de la identificación entre la tradición unitaria y la causa de Buenos
Aires. Esa tradición se adecua a las necesidades de una Buenos Aires que luego de su derrota
en Caseros, debe reivindicar más explícitamente que nunca, su condición de escuela y guía
política de la entera nación.
Por su parte, al mantener su identificación intransigente con la causa del progreso –viene a
afirmarnos Mitre– el Partido de la Libertad que ha nacido, no hará sino reflejar la que la
sociedad porteña mantiene desde su origen. Pero Mitre hace urgente separar la causa del
liberalismo [que está resurgiendo en toda Europa] de la de un radicalismo que se declara
condenado de antemano al fracaso. Lo que Mitre quiere es tener a sus enemigos a la
izquierda y no se limita a ofrecer una alternativa preferible a la conservadora o radical, sino
que toma de ellas todos los motivos válidos en ambas posiciones extremas, y al hacerlo, las
despoja de cualquier validez. A pesar de su planteo político, menos fácil es dotar a esa
orientación renovadora de un contenido preciso, de un programa.
Mitre definió sus posiciones programáticas sobre puntos tan variados como el impuesto al
capital, la convertibilidad del papel moneda y la creación de un sistema de asistencia pública
desde la cuna hasta la tumba. Pero no hay duda de que esas definiciones programáticas no
podrían ser las de un partido que pretendiese representar armoniosamente todas las
aspiraciones que se agitan en la sociedad. [Bien Halperin... otra vez no pudo zafar bien de
expresar su pensamiento político. Esto es así, por la sencilla razón de que no existe partido
político que pueda expresar los intereses de todos los sectores sociales, ya que muchos de
ellos son contrapuestos. Lo que Halperin está diciendo, es que los partidos o facciones
políticas, son necesariamente clasistas aunque no lo digan, o al menos facciosos en
términos de grupos de intereses] Esas indefiniciones de 1852, quedarán hasta tal punto
incorporadas a la tradición política argentina que seguirán gravitando hasta nuestros días.
La movilización política urbana en Buenos Aires no tuvo efectos duraderos; sería agotada
por una desmesurada victoria: a partir de 1861 el Partido de la Libertad, intenta la conquista
del país y no sólo fracasa sino que destruye las bases mismas desde las que ha podido lanzar
su ofensiva.
80
3) El Partido de la Libertad a la conquista del país.
Buenos Aires va a mantener dos conflictos armados con la Confederación. Derrotada en
1859 admite integrarse a su rival, pero obtiene de éste el reconocimiento del papel director
dentro de la provincia de quienes la han mantenido disidente. Obtiene también una forma
constitucional que, a más de disminuir el predominio del Estado federal sobre los
provinciales, asegura una integración financiera sólo gradual de Buenos Aires en la nación.
Vencedora en 1861, su victoria provoca el derrumbe del gobierno de la Confederación,
presidido por Derqui y sólo tibiamente sostenido por Urquiza. Mitre, gobernador de Buenos
Aires, advierte muy bien los límites de su victoria, que pone a su cargo la reconstitución del
Estado federal, pero no lo exime de reconocer a Urquiza un lugar en la constelación política
que surge. Admite que los avances del partido de la Libertad no podrían alcanzar a las
provincias mesopotámicas que quedan bajo la influencia de Urquiza y parece dispuesto a
admitir también que en algunas de las provincias interiores la base local para establecer el
predominio liberal es tan exigua, que no debe siquiera intentarse.
El vencedor de Pavón, admite en cambio la remoción de los gobiernos provinciales de signo
federal en el Interior, hecha posible por la presencia de destacamentos militares de Buenos
Aires, y en el Norte, por los ejércitos de santiago del estero y los hermanos Taboada. Esa
empresa afronta la resistencia de La Rioja, aparentemente doblegada cuando su máximo
caudillo –el Chacho Peñalosa– es vencido y ejecutado. No obstante, la escisión del
liberalismo porteño, no pudo ser evitada luego de Pavón.
Mitre, sacudida ya su base provincial, busca consolidarla mediante la supresión de la
autonomía de Buenos Aires, que una ley nacional dispone colocar bajo la administración
directa del gobierno federal. La Legislatura rehusa su asentimiento; Mitre se inclina ante la
decisión pero no logra evitar que la erosión de su base porteña quede institucionalizada en
la formación de una facción liberal antimitrista: la autonomista, que en pocos años se hará
del control de la provincia.
La división del liberalismo porteño va a gravitar en la ampliación de la crisis política cuya
intensidad Mitre había buscado paliar mediante su acercamiento a Urquiza. Pero lo que
sobre todo va a agravarla es su internacionalización. La victoria liberal de 1861 sólo puede
consolidarse a través de conflictos externos. Es el entrelazamiento entre las luchas facciosas
argentinas y uruguayas lo que conduce a ese desenlace.
El predominio blanco asegurado en Quinteros, va a afrontar el desafío de espadas veteranas
del coloradismo que han encontrado en Buenos Aires, lugar en el ejército disidente y para la
cual han organizado una caballería. La Cruzada Libertadora que el general Flores lanza
sobre su país, cuenta con el apoyo de Buenos Aires. A su vez, el cruzado colorado contará
con otro apoyo externo aún más abierto: el imperio del Brasil.
Si la pasividad de Urquiza despierta reprobación entre los federales, los liberales
autonomistas hallan posible acusar de pasividad a Mitre. Esos reproches se harán más vivos
cuando el joven presidente de Paraguay, Francisco Solano López, juzgando oportuno el
momento, entre en la liza en defensa del equilibrio rioplatense que proclama amenazado por
la intervención del imperio en el Uruguay. [Cuando la Cruzada Libertadora avanza sobre
Uruguay, no tiene asegurado un dominio sobre la campaña oriental; son las tropas
brasileñas las que se lo facilitan invadiendo el territorio uruguayo por el norte] López
espera contar con el apoyo de Urquiza a más del que obviamente tiene derecho a esperar del
gobierno blanco. Los autonomistas urgen a Mitre a que lleve a Argentina a la guerra del lado
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del Brasil. Por su parte Mitre busca evitar que la guerra llegue como una decisión
independiente de su gobierno. Cuando López decide atacar a Corrientes luego de que le ha
sido denegado el paso con sus tropas por Misiones, logra hacer de la entrada de la Argentina
en el conflicto, la respuesta a una agresión externa. Así la participación argentina adquiere
una dimensión nacional y Urquiza se apresura a declarar su solidaridad con la nación y su
gobierno.
Pero en la medida en que la guerra no ha de servir para la definitiva limpieza de los últimos
reductos federales, ella pierde buena parte del interés para la facción autonomista.
Si el proceso que conduce a la guerra marca el punto más alto del estilo político de Mitre, la
guerra va a poner fin a su eficacia. Las pruebas que impone son demasiado duras, las
tensiones que introduce en el cuerpo social demasiado poderosas en la conciencia de las
limitaciones severas que afectan a un poder sólo nominalmente supremo. Es aislamiento
político del Presidente se acentúa y a él contribuye la creciente resistencia federal de
participar en el conflicto bélico. Contribuye también de modo más decisivo la toma de
distancia frente a la empresa de un autonomismo que antes que nadie, la había proclamado
necesaria.
La movilización política urbana, que ha sobrevivido mal a la escisión liberal, se hace
presente por última vez en el momento de declaración de guerra. Desde entonces, en ciudad
y campaña, la vida política de Buenos Aires será cada vez más protagonizada por dos
máquinas electorales.
El esfuerzo que la guerra impone acelera la agonía del Partido de la Libertad. Urquiza ha
visto reconocida en el nuevo orden una influencia que espera poder ampliar apenas dejen de
hacerse sentir los efectos inmediatos de la victoria de Buenos Aires en un Interior en que el
federalismo sigue siendo la facción más fuerte. Asistirá así como espectador dispuesto sólo a
comentarios ambiguos al gran alzamiento federal de 1866-67, que desde Mendoza a Salta
convulsiona todo el Interior andino, pero esta línea política que adopta se revelará suicida.
Como se ve, no es sólo la erosión de su base política porteña la que ocasiona la decadencia
del mitrismo; es también el hecho –de que en el contexto institucional adoptado por la
nación– esa base no bastaría para asegurar un predominio nacional no disputado. [Esto es
así por el problema de las representaciones provinciales; para lograrlo, debiera contar
con mayoría de las representaciones provinciales y ya sabemos que el mitrismo no está
consolidado en el país]
Ante la guerra, el ejército nacional necesita ampliar su cuerpo de oficiales y esto permite el
retorno a posiciones de responsabilidad e influencia, a figuras políticamente poco seguras.
Al mismo tiempo, las poco afortunadas vicisitudes de la guerra debilitan el vínculo entre ese
cuerpo de oficiales y su jefe supremo, es decir, Mitre. Curupaytí, revela a la nación que la
guerra ha de ser mucho más larga y cruenta de lo que se esperaba, e inspira entre los
oficiales dudas sobre su dirección. Ese cuerpo de oficiales es solicitado en 1867 por el
coronel Lucio Mansilla para apoyar la candidatura presidencial de sarmiento.
Aun los jefes de la más vieja lealtad mitrista se sienten cada vez menos ligados a ella y así el
general Arredondo, feroz pacificador del Interior tras Pavón, entrega los electores de varias
provincias a ese candidato. Puede hacerlo, gracias a la guerra civil de 1866-67, en que el
ejército nacional ha alcanzado gravitación en el Interior.
82
El Partido de la Libertad ya no existe, Mitre lo ha destruido. Esto es el resultado de una
acción más interesada en los resultados que en principios. Mitre traicionó los de su partido
cuando proclamó la espectabilidad del caudillo Urquiza, cuando aceptó como sus aliados en
el Interior a los Taboada, cuando favoreció en el Uruguay la causa de ese otro traidor a sus
principios Flores, la traicionó aun más cuando desencadenada la guerra con el Paraguay
pactó con el Imperio brasileño, alianza contraria al republicanismo de su partido. A esa
bancarrota moral, siguió la bancarrota política.
¿Puede el federalismo sobrevivir a ese retorno debido más que a sus victorias al agotamiento
de su adversario? Y de ser así ¿qué sobrevivirá de ese federalismo?
4) De la reafirmación del federalismo a la definición de una alternativa a las tradiciones
facciosas.
La caída de Rosas había significado un punto de inflexión en la trayectoria del federalismo.
La solidaridad del partido encontraba a su vez una nueva base en la identificación con la
Constitución Nacional de 1853. La secesión de Buenos Aires devolverá a primer plano
motivos antiporteños a los que había puesto sordina la hegemonía rosista. Ese federalismo
constitucionalista y antiporteño es el que debe hallar modo de sobrevivir a Pavón.
El jefe nacional del federalismo, Urquiza, no ha sido despojado por Pavón de un lugar
legítimo en la vida política argentina. La constitución que el vencedor de Pavón ha jurado, y
da base jurídica al poder nacional, es la que se proclamó en cumplimiento de los pactos que
los jefes históricos del federalismo establecieron treinta años atrás. Esa seguridad de que el
federalismo no ha perdido en la derrota su función central está aun viva en la proclama con
que el Chacho Peñalosa anuncia su levantamiento.
La proclam no llama a los riojanos a imponer una nueva solución política, sino el retorno a
la línea de mayo y de Caseros; pero ese optimismo quizá forzado deberá ser abandonado por
parte de los federales.
Una interpretación cada vez más popular de Pavón deriva de la última etapa de la polémica
antirrosista, que denunciaba en Buenos Aires a un poder votado al monopolio mercantil y la
explotación fiscal del resto del país.
Tras la victoria de Mitre y Buenos Aires, Alberdi prefiere insistir en el elemento fiscal. En
diez años se había hecho evidente lo que en 1852 había vaticinado el representante británico
en el Río de la Plata –Parish– respecto de que la libre navegación era incapaz de afectar
sensiblemente la hegemonía mercantil de Buenos Aires. Más que eliminar las restricciones,
se trataba de hallar un modo de que el país entero participe de manera menos desigual en
sus beneficios. Ello sólo podría lograrse, según Alberdi, mediante la creación de un
auténtico Estado nacional, dueño de las rentas nacionales. [Halperin no lo ha nombrado ni
una sola vez a lo largo de este trabajo, pero cuando habla de rentas nacionales, hay que
recordar que lo más saneado del fisco eran los ingresos de la Aduana y que Buenos Aires los
tiene] La integración del motivo alberdiano y una tradición federal depurada de cualquier
memoria de la etapa rosista, encuentra expresión en la proclama con que el coronel Felipe
Varela se pone al frente del gran alzamiento del Interior andino en diciembre de 1866. La
causa que invoca es la misma de 1863.
Ante todo esto, ese federalismo que debe resurgir, desenvuelve los esfuerzos por hacer de
Urquiza un candidato a la sucesión constitucional de Mitre. Constitucionalismo y sobre todo
antiporteñismo, ofrecen entonces una renovada base al federalismo.
83
Sarmiento es presidente en 1868 contra los deseos de Mitre y no se limita a afrontar en
estilo desgarradamente polémico el hostigamiento de un mitrismo enconado por la pérdida
del poder. Falto de apoyo partidario propio, Sarmiento se acerca a Urquiza dándose así la
posibilidad de una nueva alineación en que el federalismo puede aspirar a ganar gravitación
decisiva.
A nivel internacional, la trayectoria del segundo Imperio [la Francia de Napoleón III]
subraya el agotamiento de la solución autoritaria en la que Alberdi confiaba. Los éxitos del
régimen imperial lo mismo que sus fracasos, parecen reflejar la perduración de esas fuerzas
revolucionarias que son la democracia y el nacionalismo. El liberalismo mitrista aparece así
como contrario a las tendencias de nuevo dominantes en Europa. No sólo los voceros del
federalismo comienzan a golpear ese flanco débil [su tibieza política] del mitrismo. También
desde el liberalismo se proclamará una creciente decepción hacia él.
Pocos meses después de recibir la visita de sarmiento, Urquiza es asesinado por los
participantes en la revolución provincial que ponen en el poder a Ricardo López Jordán, el
más importante de sus segundones. José Hernández, político federal, quiere creer que aun
es posible salvar el frágil entendimiento entre el gobierno nacional y el federalismo
entrerriano y se declara seguro de que López Jordán condenará ese crimen. No obstante,
Jordán ni quiere ni puede hacerlo. Sarmiento se dispone a lanzar todo el ejército sobre la
provincia y Hernández pasa a apoyar la causa de la rebelión entrerriana, pero advierte mejor
que el jefe de ésta, hasta qué punto el nuevo contexto político nacional condena de
antemano cualquier movimiento que no supere el ámbito provincial. Las alternativas que
quedan abiertas son: trasformar el alzamiento entrerriano en punto de partida de uno
nacional capaz de abatir al gobierno federal; ganar para él el apoyo armado del imperio
brasileño que le permita reconstruir en su provecho la confederación urquicista; y ninguna
de estas dos opciones son fáciles; y una tercera, lograr el avenimiento con el gobierno
nacional que no suponga una derrota total de la causa rebelde. Ese avenimiento sólo será
posible si el gobierno debe afrontar una crisis más urgente que la de Entre Ríos. Se
comprende entonces con qué alborozo festeja Hernández desterrado en Montevideo luego
de la derrota del jordanismo, a la crisis abierta con la candidatura de Avellaneda para
suceder a Sarmiento, y su culminación en la infortunada rebelión militar encabezada por
Mitre en 1874.
Hernández intenta de nuevo hacerse vocero de un consenso destinada a abarcar fuerzas más
vastas que esa fracción del federalismo que ha venido sobreviviendo. Tiene confianza en la
progresiva afirmación de ese Estado nacional que Mitre organizó como agente de una
facción, Sarmiento quiso independiente de las facciones y Avellaneda se apresta a redefinir
como árbitro entre ellas. [Recordemos que la mayor aspiración política de Avellaneda fue
declarada por él mismo cuando expresó que deseaba que no hubiese en la nación, nada
más grande que la nación misma]
El consenso después de la discordia
1) Los instrumentos del cambio.
Los testimonios de la época no muestran ningún deseo por revisar de modo sistemático los
distintos proyectos de creación de una nación formulados a mediados de siglo. Con ello se
corre el riesgo de perder de vista que ese legado renovador al que se rinde constante
homenaje no propone un rumbo único sino varias alternativas. Lo que había separado a
Alberdi de Sarmiento o de Frías no era una diferencia de opinión sobre la necesidad de
acudir a la inmigración o la inversión extranjera o la de fomentar el desarrollo del transporte
84
sino el modo en que esos factores debían ser integrados en proyectos de transformación
global, cada vez más perdidos de vista a medida que esa transformación avanza.
De esos elementos por ejemplo, la educación popular no será nunca uno en torno al cual la
controversia arrecie; tampoco recibirá mucho más que el homenaje ya que ni el propio
Sarmiento le concederá en los años que van de 1862 a 1880 la atención que le otorgó en
etapas anteriores y volverá a consagrarle en sus años finales. [Cuidado con esto, primero
porque Norma Simetría y Brillo, si alguna vez se masturba, lo hace pensando en
Sarmiento; segundo porque es cierto que durante la presidencia de Sarmiento, el
presupuesto para educación fue tan alto que nunca más se repitió en la historia argentina.
Después de todo, como Halperin presentía con quien íbamos a rendir, continúa diciendo:]
Su gobierno impone sin duda una reorientación seria a la educación primaria y popular.
La inmigración despierta reacciones más matizadas que sin embargo tampoco alcanzan a
poner en duda la validez de esa meta. La confrontación entre las propuestas renovadoras y
los resultados de su aplicación, es menos fácil de esquivar en el área económica.
Sólo ocasional y tardíamente se discutirá la apertura sistemática al capital y la iniciativa
económica extranjeros; con mayor frecuencia se oirán protestas contra la supuesta timidez
con que se las implementa. En Buenos Aires el hecho de que el primer ferrocarril, creado
por iniciativa de capitalistas locales, pase luego a propiedad de la provincia, es visto por
muchos como una anomalía. En 1857 Sarmiento ha subrayado que el único modo de
acelerar la creación de la red ferroviaria es dejarla a cargo de la iniciativa extranjera que
debe ser atraída mediante generosas concesiones en tierras, condenadas éstas a ser
insuficientemente explotadas mientras falten medios de comunicación. [una cosa que
Halperin parece no tener en cuenta aquí es justamente el modelo de Sarmiento basado en
Estados Unidos, donde la construcción de ferrocarriles se hacía justamente por la
concesión de determinada cantidad de tierras por el lugar donde pasaban las vías, que
sirvieron para capitalización de las empresas constructoras mediante el usufructo de las
mismas como tierra privada por la cual debían pasar las carretas que quisieran cargar
algo en el tren, algo así como un peaje que al productor costaba más caro pasar esa legua
de ancho que transportar su producto desde 100 kilómetros de distancia a las vías, aunque
tuviese que pagar por ello]
En la década siguiente El Nacional propondrá directamente la transferencia del Ferrocarril
Oeste a manos británicas; es ésta una de las propuestas oficiosas del gobierno de Sarmiento.
El papel del capital extranjero en la expansión argentina, no es entonces objeto de
controversia, y aún menos la despierta la apelación ilimitada al crédito externo. Hernández
es uno de los entusiastas partidarios del endeudamiento.
El consenso se hará mucho más reticente en torno a la liberalización del comercio exterior.
Por una larga etapa el librecambismo va a ser reconocido como un principio doctrinario
irrecusable, sin embargo la necesidad de proteger ciertos sectores, va a ser vigorosamente
subrayada. Un sólido consenso va a afirmarse en torno a los principios básicos de la
renovación económica. Sólo en la década del setenta, algo parecido a un debate sobre
principios económicos, comienza a desarrollarse en torno al proteccionismo, que adquiere
una nueva respetabilidad al ser presentado como alternativa válida a un librecambismo a
veces recusado en los hechos.
Pero las tomas de posición a favor del proteccionismo alcanzan eco reducido y están lejos de
suponer una recusación global de los supuestos a partir de los cuales fue emprendida la
construcción de un nuevo país.
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Otra razón para que la disidencia que el proteccionismo implica permanezca en límites
estrechos, es que en su versión más extrema, el proteccionismo, recusa la teoría de división
internacional del trabajo, sobre lo cual hay general consenso en aprobar. Lo que no se
examina, es si, al margen de la política económica del gobierno argentino, la nueva inclusión
en la economía mundial no está consolidando un lazo de desigualdad de intercambio difícil
de modificar. Lo que ocurre es que hay una fe en que está abierto a la Argentina el camino
que la colocará en un nivel de civilización, poderío económico y político, comparable al
alcanzado por las potencias europeas.
¿Significa esto que no es advertido el hecho obvio de que la Argentina es un área marginal
del mercado mundial? Es evidente que existe conciencia de los peligros que esa
marginalidad implica, pero ella se da sobre todo en el plano político, por lo cual la soberanía
política es la que va a ser defendida.
Al sugerir remedios a la situación de atraso argentino, que es comparable con el del resto de
naciones de Hispanoamérica, no se busca la causa principal de ese atraso en la condición
marginal del continente. Además quienes están atentos a esos riesgos, están sostenidos por
la seguridad de que las naciones hispanoamericanas cuentan con los medios de superarlos,
si se deciden a usar de ellos. Si Alberdi juzga que la inmigración de hombres y capitales, en
un marco de autoritarismo político e inmovilismo social, hará de la Argentina una réplica y
no un satélite de Europa, Sarmiento por su parte no duda de que una política diferente,
permitirá repetir el milagro norteamericano. Mitre incluso era más optimista: “en menos de
doscientos años la Argentina habrá alcanzado y quizá sobrepasado a Inglaterra”
Ni una disidencia política, ni un proyecto alternativo de cambio económico–social, vienen a
debilitar la segura fe en que la edad de oro de la Argentina, como creía Alberdi, estaba en el
futuro, y que desde mediados de siglo había quedado abierto el camino para ello. Pero esa
seguridad era vulnerable al testimonio que la realidad inmediata ofrecía.
La campaña y sus problemas
En 1873, José Manuel Estrada ofrece un cuadro de lo que según él ha llegado a ser la imagen
dominante de la campaña y su lugar en la nación. Repite la que la España conquistadora
signó a las sociedades indígenas sobre cuya explotación afirmó su dominio. La campaña
existe para la ciudad.
En 1845, sarmiento había contrapuesto una campaña sumida en la edad oscura a ciudades
que vivían la vida del siglo XIX. En la primera provincia el contraste entre progreso urbano
y primitivismo campesino es más evidente, y ello no sólo porque su capital es a la vez el
primer puerto ultramarino, sino también porque es en buenos Aires donde la presencia
indígena toca de cerca de las zonas rurales dinamizadas por la expansión de la economía
exportadora.
La arbitrariedad administrativa, conoce menos atenuantes en la ciudad que en la campaña.
La supuesta defensa contra el indio ha sido organizada con una ineficacia calculada para
aumentar los lucros de quienes controlan la frontera. No es sorprendente que un sistema de
defensa que se basa en la arbitrariedad administrativa para movilizar los recursos humanos
que requiere, acentúe el imperio de ésta sobre las zonas en que recluta sus víctimas.
Hernández va a poner el acento sobre esta conexión necesaria. Otra función esencial de esta
arbitrariedad administrativa es que ella se ha trasformado en instrumento indispensable de
las facciones provinciales en lucha. Hay a juicio de Hernández una manera fácil de corregir
esto: instituir el enganche, que hará posible defender la frontera con voluntarios a sueldo y
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reemplazar a los jueces de paz de campaña por municipalidades electivas. “Esos males que
conocen todos” como dice Martín Fierro, son esencialmente políticos.
La imagen que proponen coincide sorprendentemente, con la que hacen suya los voceros de
la clase terrateniente porteña, que quieren también ellos hablar por toda la población
campesina. [Resulta que el gaucho pobre que es Martín Fierro, según Halperin, no es tan
pobre, sino al menos un mediano propietario. Si alguien leyó el Martín Fierro debe
recordar que dice en La Vuelta, que perdió “tierra, hacienda y mujer y del rancho sólo
encontró la tapera”. Al gaucho le pasa de todo, le violan la china, le roban sus hijos, le
chupan la bombilla, le escupen el asado, le dan vuelta la taba... pero resulta que lo que
Halperin dice es que Martín Fierro no es sólo un gaucho sino parte de los sectores
acomodados del campo, el nivel más bajo, que el reclutamiento militar por ejemplo, está
empezando a afectar y que lo que a través del personaje se defienden, no es la población
campesina llana, sino más bien, los Intereses de los propietarios] Hay que recordar que la
campaña es el núcleo y secreto del poder de la provincia. El interés por una clara definición
de la propiedad de la tierra y del ganado es predominante. Aun la denuncia del
reclutamiento arbitrario que declara defender a la entera población de la campaña, presenta
un carácter selectivo que revela hasta qué punto esa campaña no es vista desde la
perspectiva de los más desfavorecidos. Estos problemas de reclutamiento se ven luego
agravados por la guerra del Paraguay y sectores cada vez más altos de la sociedad ganadera
se ven afectados. Los testimonios más conocidos entonces, no son otra cosa que un alegato
contra un estilo de gobierno que frena las perspectivas de ganancia de la clase terrateniente.
¿Por qué una clase que cuenta con los recursos de los terratenientes porteños no es capaz de
defender más eficazmente sus intereses? El problema no lo encararon ni Barros, ni Estrada
ni Hernández, sino Sarmiento.
Para él la clave se encuentra en que la clase terrateniente porteña está formada por
propietarios ausentistas, que hacen sentir su gravitación sobre las masas rurales a través de
agentes económicos, que han establecido vínculos directos con el personal que controla la
administración provincial; como consecuencia la clase terrateniente ha abdicado de
antemano cualquier influjo sobre la vida política de la campaña. Pero esa abdicación no se
ha traducido en una auténtica emancipación política de las masas ya que el arcaísmo que
sigue caracterizando a la campaña lo hace imposible. No obstante, de esta imagen, no
deduce ningún programa de cambios drásticos.
Durante la etapa de separación de Buenos Aires, una coyuntura especialísima hizo posible
una formulación del proyecto de transformación social que Sarmiento había declarado
esencial para la creación de una nueva nación.
En nombre del gaucho errante, estigmatiza un sistema que expulsa a los hombres para dar
más ancho lugar a los ganados y Chivilcoy se le presenta como la perspectiva de
trasformación. Pero esa perspectiva se revela ilusoria y a falta de un sector suficientemente
amplio de las clases populares resuelto a identificarse con los cambios que Sarmiento
propone, éste vuelve a un público más habitual: las clases ilustradas.
Su propuesta se plasmó en el proyecto de reforma agraria que presentó en 1860 como
ministro de Mitre, que propone para el área destinada a ser servida por la continuación del
Ferrocarril Oeste –justificada por la necesidad de asegurar rentabilidad a la línea– y que
permite a los terratenientes conservar sólo la mitad de la tierra que poseen. Una perspectiva
como esta ya dominaba en economistas ilustrados como Vieytes. La idea que lo domina es
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que la eliminación del primitivismo socio–cultural de la campaña, exige la eliminación del
predominio ganadero.
El tránsito de una economía ganadera a una agrícola es visto como el elemento básico del
ascenso de una entera civilización una etapa superior, idea que es compartida también por
los federales. En esa noción se apoya también el vasto consenso que propone la colonización
agrícola de la campaña como solución para el atraso y los problemas socio–políticos de la
entera nación.
El programa de cambio rural mediante la colonización agraria está representado por la
propuesta de formación de colonias con hijos del país, incluida por José Hernández en sus
Instrucciones de Estanciero, de 1881. Se trata de un programa de renovación rural definido
en diálogo exclusivo con los grupos dominantes, por lo cual no puede sino aceptar de
antemano la necesidad de adecuar sus alcances a las perspectivas de esos grupos. Sería
absurdo reprochar a Hernández su aceptación de un contexto sociopolítico que ni podía, ni
deseaba cuestionar.
El programa de sarmiento, por su parte, es claro: desea hacer cien Chivilcoy en seis años de
gobierno, con tierra para cada padre de familia, con escuela para sus hijos.
Mitre a su vez, va a ofrecer un entero cuadro de la evolución histórica rioplatense y a
proclamar la total racionalidad del proceso. Desde la conquista española hasta 1868, la
“barbarie” pastora hizo posible la ocupación del territorio; los ganados lo conquistaron más
seguramente que los escasos hombres. Es erróneo creer sin embargo que el único mérito de
la etapa pastoril es haber creado las condiciones para su futura superación. Cuatrocientos
mil habitantes en la pastoril Buenos Aires “producen casi tanto y consumen más” que cuatro
veces esa población en un Chile agrícola y minero. Era cierto, la rápida conquista del
territorio hecha posible por la actividad ganadera, ofreció la mejor solución para un
equilibrio de recursos en que la tierra era superabundante y el hombre escaso. Es la justeza
de la teoría de la división internacional del trabajo la que es confirmada por el éxito que la
Argentina ha alcanzado. Ésta es también, aunque en un contexto ideológico distinto, la
conclusión de José Hernández.
Se ha completado aquí la redefinición del problema de la campaña; no ha de ser definido
como político o como socio–cultural, sino como económico. Su solución ha de provenir,
como había querido Alberdi, de la apertura sin reticencias de ese campo a las fuerzas
económicas desencadenadas por el rápido desarrollo de Europa y los Estados Unidos. El
énfasis alberdiano no incitaba a planear ningún futuro en este aspecto. Al proclamar la
racionalidad económica de la realidad presente, hace más fácil aceptarla tal como es: y esa
lección de conformidad con el statu quo, va también a integrar el consenso.
La creciente distancia con ese momento inaugural que es Caseros y la percepción cada vez
más viva de que a partir de ese instante se vienen acumulando trasformaciones irreversibles
e irreductibles a las que se habían propuesto en cualquiera de los modelos entonces
definidos, no van a estimular la formulación de ningún otro.
Balances de una época
En 1879 fue conquistado el territorio indio; al año siguiente el conquistador del desierto era
presidente tras doblegar la resistencia armada de buenos Aires, que veía así perdido el
último resto de su pasada hegemonía. La victoria hizo posible separar de la provincia a la
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capital. Nada quedaba en la nación que fuese superior a la nación misma. El triunfo de Roca
era el del Estado central.
La Argentina es al fin una, porque ese Estado nacional, lanzado desde Buenos Aires a la
conquista del país, en diecinueve años ha coronado esa conquista con la de Buenos Aires. En
1883 Sarmiento señala en la hazaña política realizada por Roca la prueba mejor de que la
Argentina no es de veras un país nuevo.
Lo que sarmiento viene a decir es que Alberdi había tenido razón: los cambios vividos en la
Argentina son, más que el resultado de as sabias decisiones de sus gobernantes posrosistas,
el del avance del ciego y avasallador de un orden capitalista que se apresta a dominar todo el
planeta. Y ese progreso material necesariamente marcado por desigualdades y
contradicciones es menos problemático que la situación política.
Lo que queda atrás es más que una etapa de construcción cuyas obras requieren ser
justipreciadas. La nueva etapa de la historia argentina no ha comenzado en 1852, está sólo
comenzando en 1880. En ella dominará el lema de “paz y administración”.
El primer objetivo del nuevo presidente es la creación de un ejército moderno; el segundo el
rápido desarrollo de las comunicaciones; el tercero, acelerar el poblamiento de los
territorios. No todos los defectos de la vida social provienen del Estado. La opinión pública
nacional y extranjera tiende a identificar a la Argentina con sus ciudades, pero en más de sus
dos terceras partes la población es aún campesina. Si en 1880 como quiere Sarmiento, “nada
se tiene estable ni seguro”, ello no se debe tan sólo a lo que del proyecto trasformador se ha
frustrado; se debe también a lo que de él no se ha frustrado. Se acerca la hora en que los
dilemas que la realidad del siglo XIX había planteado a Tocqueville [Recordemos que era la
compatibilidad entre democracia plena y capitalismo, planteado también como
compatibilidad entre igualdad y libertad], se anuncien en el horizonte argentino. La
república verdadera que debe ser capaz de asegurar a la vez libertad e igualdad y ponerlas en
la base de una fórmula política duradera y eficaz, es el desafío.
[Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, Centro Editor
de América Latina, Buenos Aires, 1982]
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - HALPERIN DONGHI, T.: ¿Para qué la Inmigración?
Ideología y Política Inmigratoria en la Argentina
Tulio Halperin Donghi
¿PARA QUÉ LA INMIGRACIÓN? IDEOLOGÍA Y POLÍTICA INMIGRATORIA EN LA
ARGENTINA (1810-1914)
I
A lo largo de todo el siglo XIX la inmigración fue considerada un instrumento esencial en la
creación de una sociedad y una comunidad política moderna. No hubo aquí oposición a las
políticas pro-inmigratorias, ni alternativas en política de poblamiento diferentes a la que
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está centrada en la inmigración de hombres libres. Las razones para el consenso en torno a
una política que no podía sino introducir cambios cataclísmicos en la sociedad argentina son
complejas. Algunas de ellas son herencia del pasado prerrevolucionario y de las décadas
previas a la organización nacional, otras se vinculan con la complejidad de las funciones
asignadas a los inmigrantes en el proceso de modernización. Complejidad, que se vincula
con la variedad de aspiraciones que conducen a apoyar el proyecto modernizador.
Contradicciones que se traducen en una constante ambigüedad de métodos y objetivos,
ambigüedad que sólo da lugar a disidencias parciales y efímeras.
II
A partir del último tercio del siglo XVIII la expansión económica del litoral rioplatense se
torna sostenida. La razón es doble: por una parte la creación de un centro mercantil
administrativo y militar en Buenos Aires acelera el crecimiento urbano: por otra el avance
de las exportaciones pecuarias induce el del sector rural. La rapidez misma de su ritmo
revelaba y acentuaba ciertas carencias de la estructura social de la campaña que se
vinculaban con la escasez de población. La consecuencia más obvia de ésta es la escasez de
mano de obra, ya subrayada por Hipólito Vieytes. Sus razonamientos se ubican en el
marco de un proyecto de transformación social más ambicioso destinado a eludir esa
monoproducción ganadera que se avecina. Para obviar ese peligro es preciso terminar con el
estancamiento de la agricultura del cereal. El cambio económico es visto como un aspecto de
una transformación mucho más compleja en actitudes y estilos de vida. Si el cambio
económico tiene potencialmente efectos tan vastos puede ser inducido desde esferas no
económicas: Vieytes cree que si su prédica a favor de las artesanías rurales logra alcanzar a
la población, su resultado será el vasto cambio que preconiza.
Entre los contemporáneos de Vieytes la atención a los aspectos no estrictamente económicos
del problema es muy marcada; por detrás de la influencia ilustrada influye una tradición
administrativa más antigua en la que los objetivos de control político y social prevalecen por
sobre los del progreso sociocultural. El horror por el poblamiento disperso, que hace
imposible la disciplina social, política y religiosa, es expresado vivamente en 1781 por el
obispo de Córdoba; San Alberto. En la década de 1780 la corona promovió el
establecimiento de colonos peninsulares en nuevas fundaciones, y si bien éstas iban a
revelarse viables, su orientación agrícola pronto fue abandonada.
Félix de Azara (1801): Es deseable que la escasa mano de obra se concentre en actividades
en que la productividad es más alta, y las ventajas que en este aspecto exhibe la ganadería es
evidente. El problema es cómo hacer compatible la población dispersa que la ganadería
exige con el mínimo control social necesario para mantener el dominio político sobre la
región.
La revolución va a transformar de modo decisivo las raíces y el área de efectividad del poder
del estado. Si en tiempos coloniales era difícil ejecutar en los hechos una política que
contrariase a los sectores dominantes rurales, en la etapa independiente se hace aún difícil
proponerla. El elemento autoritario en la definición de esas políticas no desaparece pero se
concentra en la relación con los sectores bajos.
Pedro Andrés García (1810): Propone la creación de pueblos en la frontera, donde
deberán ser compelidos a residir los pobladores. Manuel Belgrano: propone la
deportación de indeseables, para asegurar el desahogo de los criadores, o sea, asegurarles la
posibilidad de dedicar todas sus tierras a la ganadería extensiva.
90
Cualquier política de transformación político-social rápida encuentra los límites de su
viabilidad en la necesidad de utilizar las fuerzas económicas disponibles tomando en cuenta
las leyes que rigen su desempeño y encuentra límites aún más rigurosos en la necesidad
política de compatibilizar cualquier ambición reformadora con los intereses de los sectores
locales altos. A menos que se produzca un vertiginoso aumento de la población local, la
pobreza numérica de ésta impone duras limitaciones al desarrollo económico del área
( haciendo difícil evitar la consolidación de la monoproducción ganadera) y tiene
consecuencias negativas no sólo en el aspecto sociocultural, sino en cuanto a la posibilidad
misma de mantener un orden político tolerablemente sólido. El problema de la población es
examinado en torno a la campaña. Está en cambio notoriamente ausente cualquier
consideración sobre aspectos de la población que vayan más allá de su número.
III
La ideología pro-inmigratoria que acompaña a la expansión del medio siglo anterior a la
primera guerra mundial es articulada por los hombres de la Generación de 1837. Sus
elementos esenciales están ya presentes en las observaciones que sobre política inmigratoria
formula Bernardino Rivadavia en 1818. Aquí la inmigración es vista desde una
perspectiva nueva que apunta a “...crear una población homogénea, industriosa y moral...”.
La inmigración es vista como un agente destructor de “las degradantes habitudes
españolas”, esto llegará a ser uno de los temas dominantes de la nueva ideología pro
inmigratoria. Lo que hubo de errado en esas previsiones suele achacarse a una fe
apriorística en los efectos necesariamente benéficos de cualquier clase de contactos con
civilizaciones más maduras y complejas. Esos erróneos pronósticos se explican por la
extrapolación de los resultados obtenidos de una inmigración de elite, poco numerosa y
considerablemente prospera. Ese y otros motivos reaparecerán a través de infinitas
variaciones en los escritos de la generación de 1837.
Domingo F. Sarmiento: a partir de 1841 elabora, sobre la base de un examen crítico de la
realidad hispanoamericana, un proyecto de referencia a la vez político y social en el que
asigna papel primordial a la inmigración. Para el Sarmiento de 1841-1845, si España es el
problema, Europa es la solución. Esa perspectiva acabará con el Viaje a Europa en 1845 y el
descubrimiento de una vida sorprendentemente arcaica. Esto le hará apreciar de modo más
positivo el legado español y colonial. El nuevo modelo sobre el cual planear la futura
Hispanoamérica lo encuentra en Estados Unidos, donde la clave del éxito está en un
conjunto de desarrollos económicos, sociales y culturales, como consecuencia de la
existencia de un auténtico mercado nacional que incorpora efectivamente aún a los
miembros más aislados de la comunidad. En ese marco halla la justificación para su interés
en la alfabetización masiva, pues ve en la palabra escrita el instrumento irremplazable en la
creación de ese mercado nacional. La inmigración es todavía posible y necesaria pero debe
ser encauzada, a la vez que fomentada por un estado capaz de gobernar los procesos
económicos y sociales que su política contribuye a desencadenar, y decidido ponerlos al
servicio de un plan de transformación que el libre juego de las fuerzas económicas no podría
llevar a feliz término. Inmigración que tiene peligros, pero que es ineludible.
El expositor más sistemático de la ideología pro-inmigración es Juan Bautista Alberdi.
Para éste el aumento rápido de la población no es visto como la principal ventaja de la
inmigración: aún más importante es que venga a consolidar la influencia civilizadora de
Europa. A través de la inmigración el trabajo europeo complementa el capital europeo en la
tarea de crear una comunidad civilizada en este remoto rincón del mundo. Alberdi también
postula la necesidad de un estado fuerte que debe volcar su fuerza contra los obstáculos
locales que enfrentan esos agentes civilizadores externos; no es su tarea definir las reglas del
91
juego al que se incorporan esas nuevas fuerzas socioeconómicas, pues por el contrario es el
libre juego de éstas el que alcanza benéficos resultados. El estado debe “legislar y
reglamentar lo menos posible”. Tampoco debe el estado abandonar su pasividad en el
campo educativo: postula una educación por la vida en sociedad y la participación en una
economía modernizada. Considera que para ser un buen obrero industrial no es necesario el
alfabeto. Hay momentos en que Sarmiento no está lejos de esas posiciones, pero siempre
atemperadas por su lealtad a un proyecto que postula un estado más activamente
reformador, declarado necesario debido a la presencia de conflictos irreconciliables que
parecen ser el precio ineliminable de ese dinamismo del siglo XIX. Estado activo: proyecto
cercano al postulado por la generación de 1837: diversificación económica que privilegia a la
industria sobre la agricultura y a ésta sobre la ganadera, gradual democratización e
inmediata descentralización política destinada a extender el goce real de los derechos civiles
a la plebe rural. Además, favorecimiento de la propiedad rural dividida. Éste es el marco en
el que va a tratar de redefinir las funciones de la inmigración. A través de esas oscilaciones
Sarmiento está más cerca que Alberdi del temple de esa Argentina que emerge luego de
Rosas: la ideología liberal conservadora que ofrece la justificación más coherente para las
transformaciones impuestas al país por su renovada elite dirigente convive con una
democrática que ofrece un conjunto de temas y motivos que ofrecen instrumentos de
expresión ya preparados.
José Hernández: ideología semi disidente. Fe en la eficacia de la inmigración para corroer
un orden a la vez arcaico e injusto. Unos y otros agregan ambigüedad a sus reacciones frente
a la política pro inmigratoria debido a la ambigüedad creciente de las enseñanzas que
ofrecen las ya comenzadas experiencias inmigratorias. Esas enseñanzas han comenzado a
acumularse durante la época de Rosas, con una creciente presencia extranjera que se
prolonga en las quintas y el sistema de provisión de la ciudad; también se hace sentir en la
población de la campaña: expansión de la ganadería ovina (pastores vascos e irlandeses).
Proporciones considerables de extranjeros en todos los niveles sociales. Críticas: hacia la
tendencia a privilegiar al inmigrante, considerado como mejor protegido que el nativo (no
son reclutados por las levas). Antes de 1852 la inmigración comenzó a avanzar bajo la égida
de un poder que no mostraba simpatía ninguna ni por la ideología pro inmigratoria ni por
sus voceros. Pero si se examina la experiencia concreta y las motivaciones de la mayoría de
los inmigrantes antes y después de esa fecha no parece que la caída de Rosas haya marcado
para ellos un decisivo punto de inflexión. De la ideología democrático-reformista sólo
adquirirá consecuencias prácticas en la alfabetización.
La inmigración es más que el resultado de una ciega oleada humana que el poder político no
podría, ni en verdad aspira, a controlar.
Urquiza: con él se multiplican en el litoral argentino las experiencias colonizadoras: en
Corrientes afrontan un rápido fracaso; en Entre Ríos terminan por arraigar; pero es sobre
todo en Santa Fe donde su éxito se torna avasallador. Mientras en Santa fe y Córdoba la
inmigración crea enclaves en los que la mayoría de la población adulta proviene de
ultramar, en Buenos Aires el precio de la tierra es mucho más alto y la colonización tiene por
eso mismo un desarrollo tardío y limitado.
Sólo después de 1890 la inmigración se hace más frecuente. Peones para los terratenientes,
lo que es importante para la expansión del sector rural. Apoyo del sector terrateniente a la
política inmigratoria. Apoyo necesario a causa de una oleada xenófoba y del aumento de la
violencia contra los extranjeros. En muchos caso la violencia proviene de las autoridades
locales que no buscan sus victimas exclusivamente entre los inmigrantes: es la presencia
masiva de éstos en los niveles más bajos de la sociedad rural la que multiplica episodios de
92
este orden. Inmigrantes, mejor defendidos que la plebe rural, pues hallan más fácil que la
plebe nativa el camino de la prosperidad en una campaña en rápida transformación
(ejemplos en Martín Fierro y en Juan Moreira). Necesidad de extender beneficios a la
población nativa, lo que lleva al fin del reclutamiento arbitrario. Hacia 1880 se han definido
ya la eficacia y los límites de la transformación rural comenzada en el último cuarto de siglo.
No es entonces sólo la presencia del inmigrante, son todos los problemas de la campaña los
que en las siguientes dos décadas desaparecen del centro de la atención colectiva.
IV
El aquietamiento de las controversias en torno al orden rural refleja el hecho de que
aquellos cambios sociales capaces de alcanzar fácil repercusión política ya no ocurren en la
campaña. Es sobre todo en las ciudades que crecen más rápidamente – donde los
inmigrantes e agolpan en mayor proporción – donde tienden a concentrarse los conflictos.
La tentación de explicarlos por esa presencia extranjera es comprensible, ante todo por el
aporte de los inmigrantes de un marco de referencia político ideológico distinto del
localmente vigente. Las denuncias contra el efecto disociador de la inmigración urbana en el
orden social tienen también otras justificaciones menos fantasiosas: la ampliación de las
oportunidades de ascenso social. Aunque ese ascenso se da en ausencia de conflictos
abiertos presenta aspectos irritantes para los sectores altos ya consolidados.
Sarmiento: fracaso del vasto esfuerzo destinado a crear en la Argentina una comunidad
política “civilizada”. Ve en la participación activa de los inmigrantes en la política la única
manera de sacarla del marasmo en que ha caído. Los inmigrantes son victimas de una falsa
conciencia de su situación y se hacen menos capaces de percibirla cuanto más exitosa es su
integración en la sociedad argentina. Sarmiento ha decidido buscar en el rechazo del
inmigrante a la nacionalización la causa última del defectuoso desarrollo político argentino,
sin preguntarse por las razones de ese rechazo. Ve a la Argentina escindirse en un país
político - con una población nativa que vive no sólo para la política, sino de la política – y un
país económico que es predominantemente extranjero. Bastaría que los inmigrantes
nacionalizados inundaran las listas electorales para que la situación deplorable fuera
abolida. Pero al mantenerse al margen de la política militante los extranjeros no hacen más
que seguir el ejemplo de muchos nativos con sólidos intereses. Para los inmigrantes menos
prósperos las ventajas de conservar su extranjería son igualmente evidentes: su
naturalización aumentaría las áreas de conflicto potencial con las autoridades inferiores, y
los privaría de la protección consular. Sarmiento incorpora a su crítica un conjunto de
elementos que le permiten ofrecer una visión compleja y matizada de la inmigración y sus
efectos. Disconformidad con las modalidades concretas de esa inmigración de elite, que
debía introducir a la población nativa en una nueva civilización, pero que en los hechos
cumple muy mal esa función. Crítica al modo de inserción en la sociedad argentina de la
inmigración italiana. En un cuarto de siglo han creado una elite inmigrante con sus escuelas,
periódicos e intelectuales, que explotan la nostalgia de los inmigrantes que han alcanzado
algún bienestar. Solidaridad entre la elite política argentina y una elite cultural italiana, que
tiene sus raíces en una larga historia de coincidencias. Lo que Sarmiento denuncia es una de
las consecuencias tempranas e indirectas del comienzo de la era de los imperialismos; el
nuevo modo de nacionalismo que comienza a surgir en ese contexto.
El aislacionismo intransigente de Sarmiento es la expresión más benévola de una creciente
toma de distancia frente al fenómeno inmigratorio, que es expresado en una clave de
xenofobia sistemática y radical por Eugenio Cambaceres en su novela En la sangre
(1887). Lo que no es fácil de medir, ni a través de Sarmiento ni en Cambaceres, es la real
intensidad de los sentimientos de hostilidad colectiva que se expresan en esas imágenes
93
negativas. Uno y otro, desde perspectivas distintas coinciden en señalar la ceguera de los
más frente a peligros que a ellos les parecen evidentes. La literatura costumbrista nos va a
presentar una visión más placida, que subraya que el sector criollo contiene ya un
ineliminable componente inmigratorio. Ejemplo de Fray Mocho. Sería erróneo ver en la
literatura de Fray Mocho un espejo más fielmente neutro de la realidad que en la de
Cambaceres, por el contrario, el autor costumbrista mantiene una continua distancia con los
personajes cuyo lenguaje imita. Mientras Sarmiento y Cambaceres habían buscado
deliberadamente escandalizar a su público, Fray Mocho cree todavía posible persuadirlo de
que la lección de resignada aceptación del alud inmigratorio es la que cada lector ha
alcanzado ya, por su cuenta, aunque quizá no lo haya advertido del todo.
Expansión argentina basada en una distribución de funciones entre la clase alta local cuya
base es el dominio de la tierra, y un aparato de transporte y comercialización controlado por
el extranjero. Cada crisis, cada detención en el proceso expansivo debía crear tensiones
entre esos heterogéneos aliados. La crisis de 1890 permite la articulación particularmente
explícita de esas tensiones en la novela La bolsa de Julián Martel, en la que se destaca el
motivo antisemita. El tema de la gravitación extranjera en los niveles más altos de la
economía y la sociedad argentinas está en el centro de la problemática de Martel,
problemática que no está destinada a encontrar continuadores inmediatos. Después de
1890, al alcanzar la crisis un desenlace satisfactorio para las clases altas y agudizarse los
conflictos con sectores sociales más bajos, el tema esbozado por Martel perdió vigencia. A
partir de 1890 surge en efecto en el país un movimiento obrero la mayoría de cuyos
dirigentes y militantes son extranjeros. El anarquismo logra arraigar entre sectores más
amplios de trabajadores que su rival, el partido socialista; además también se muestra
dispuesto a recurrir a la violencia. Así, nuevamente la ligazón entre agitación popular
urbana y presencia inmigratoria pasa a primer plano. La elite político-social está más
preparada para percibir esa vinculación, lo que se refleja en la rapidez y en la brutalidad de
la respuesta que encontró la protesta obrera:
* Ley de residencia (1902): destinada a frenar los avances de la sindicalización. Autoriza a
expulsar extranjeros por decisión administrativa. Se apoya en la noción de que son los
agitadores ultramarinos los responsables de la agudización del conflicto social.
* Ley de defensa social (1910): Respuesta a la difusión del terrorismo.
Campañas xenofóbicas: los terroristas por hipótesis no son argentinos; no sólo su
invocación de doctrinas ultramarinas, sino su conducta cobarde, revelan su origen
extranjero. Junto con la crítica moral la biológico-psicológica ofrece argumentos adicionales
para una actitud de rechazo global al inmigrante. Motivos xenófobos que no se traducen en
una modificación de la política inmigratoria: años en que la inmigración alcanza sus cifras
más altas. Xenofobia: argumento en defensa de un orden en torno del cual el consenso se
hace cada vez menos seguro, pero su gravitación sobre sentimientos y actitudes sigue siendo
muy limitada.
Juan B. Justo: propone la nacionalización de los extranjeros, partiendo de una crítica de
toda la estructura social argentina, en la que conceptualiza al estado como agente de una
clase terrateniente parasitaria. La nacionalización de los extranjeros significa ante todo la de
los integrantes de los sectores populares, que gracias ella pueden participar activamente de
la vida política. Justo ha concluido por disolver la oposición entre nativos e inmigrantes en
la que corre entre las fuerzas parasitarias y sus victimas. En esos años también se desarrolla
un creciente eclecticismo de los mitos populares de protesta social, y la popularidad nueva
de que gozan entre un público en el que criollos e inmigrantes no están ya separados. Sin
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embargo, esta reinterpretación del proceso social argentino, y del papel de los inmigrantes
en él, está destinada a no imponerse.
V
Surge un interés nuevo por una temática nacionalista que ha sido vista desde la izquierda
como una obvia tentativa de justificar la represión antiobrera como cruzada antigringa.
Interpretación que ha tendido cada vez más a convertirse en dominante. Es cierto que es
una motivación, pero existen peligros a los que una ideología nacionalista puede también
contribuir a dar respuesta: evolución política internacional, deterioro de los términos de la
alianza no escrita entre la clase terrateniente nativa y los dueños de los canales de
comercialización y transporte. Problemas que requerían un estado más capaz de iniciativas.
Esta regeneración requiere una base política más amplia y menos pasiva que las reducidas
clientelas electorales rutinariamente manipuladas. Saenz Peña: la aplicación del sufragio
universal, debía persuadir a la oposición radical a retornar a la acción política. Pero la
revitalización de la lucha política no era suficiente para contrarrestar una pérdida de
vitalidad que comenzaba a afectar a la nación a la vez que al estado. La reordenación de la
lucha política debe complementarse con una vigorización del sentimiento nacional inducida
por el estado de modo primordial mediante el adoctrinamiento escolar. José Maria
Ramos Mejía: impone en la enseñanza primaria una liturgia cívica, juzga que esas
ceremonias de gusto dudoso son necesarias para contrarrestar las graves influencias
desnacionalizadotas. ¿Cuáles son ellas? Las doctrinas con que se intenta seducir a las clases
laboriosas, rivalidad de otras lealtades nacionales (mantenidas en vida por las escuelas de
colectividad) y las escuelas confesionales. Ricardo Rojas, La restauración nacionalista
(1909), base ideológica para ese movimiento de renacionalización por la escuela. Hay sin
embargo una amenaza más sería que las anteriores, la del “materialismo” dominante, de un
sistema de valores orientado a la conquista del éxito a cualquier precio.
El nuevo nacionalismo refleja un cambio radical en la imagen de la relación entre la
Argentina y el mundo: en el clima de rivalidades interimperialistas ahora dominantes el
irreductible elemento de hostilidad en toda relación entre países se destaca con evidencia
nueva, y la necesidad de una cohesión nacional más sólida para afrontar un clima cada vez
más marcado por esa hostilidad recíproca se torna igualmente evidente. Por eso el nuevo
nacionalismo no podría incluir componentes antiinmigratorios capaces de retardar la
asimilación de los extranjeros en la comunidad nacional. Ramos Mejía: la nueva liturgia
patriótica debe ser un instrumento de incorporación antes que de exclusión. La solución que
propone el regeneracionismo conservador coincide con la que propone Juan B. Justo, en
considerar la distinción entre nativos e inmigrantes. Del todo irrelevante a los problemas
básicos que plantea esa difícil hora argentina. El nuevo nacionalismo, lejos de presentarse
como una ideología inmigratoria, se propone como la adecuada a un país que debe
reconciliarse con las transformaciones demasiado rápidas que ha sufrido. La nación no se
plasmará ya como tal realizando ciertos ideales cuya validez universal se postula: el
imperativo de cohesión nacional tiene prioridad sobre los principios en torno de los cuales
han de darse las coincidencias ideológicas que expresen esa cohesión. Actitud transicional,
que se refleja en las ambigüedades de Ramos Mejía acerca de las reformas escolares que
propugna. Ricardo Rojas: contempla con entusiasmo los aspectos cada vez más totémicos
que el culto nacional está adquiriendo en Italia. Ese irracionalismo recibido no dejaba de
tener aspectos peligrosos. Sólo la presencia vigilante de una elite animada por una decisión
más abstracta por la nación y el estado podría evitar que su llamada a la entrega
indisciplinada a ideas y sentimientos diese rienda suelta a las fuerzas disociadoras de la
frágil realidad nacional.
95
Manuel Gálvez: El diario de Gabriel Quiroga, invectiva del poeta contra la ingrata patria,
que se obstina en ignorarlo. Condena indiscriminada de la Argentina creada por el liberal
progresismo, pero está lejos de ver en la inmigración el mayor de los males atribuido a su
influencia nefasta. La política secularizadora se la aparece como mucho más grave, en la
medida en que ha disipado las energías nacionales en la tentativa de rehacer el país contra
los imperativos de su índole y su pasado. Redescubre la dicotomía entre una nación que
produce y esta formada de extranjeros y otra que se ha instalado parasitariamente en el
aparato de estado, el país político que forman los nativos. La revolución espiritual que
Gálvez propugna se apoya en una aceptación global del orden argentino, tal como ha sido
plasmado en un proceso del cual el alud inmigratorio es un aspecto ineliminable.
Elementos en común de Ramos Mejía y Gálvez: ambos postulan que el predominio de la
economía está en proceso de ser conquistado por los inmigrantes y sus descendientes;
ambos postulan también que pese a la democratización política, la elite criolla seguirá
manteniendo el predominio político.
Triunfo del radicalismo: temporaria agudización de los conflictos que ya parecían
dejados atrás. El nacionalismo se iba a revelar como un elemento más importante en el
ideario radical que en el conservador. Relación ambigua con el pasado. La constitución era
el programa del partido ahora dominante, por lo tanto la ruptura total con ella era
impensable; al mismo tiempo esa etapa no podía sino ser vista como la que dio origen a una
deformación del sistema institucional, contra la cual el radicalismo había combatido desde
su origen.
Nacionalismo radical más indiferenciado que el conservador; era una adhesión a la nación
más que a la corporización en el cuerpo nacional de una cierta experiencia política. Este
nacionalismo, que se presenta como alternativa a lealtades de clase y no étnica-nacionales,
no debe desembocar necesariamente en un retorno a la temática que contrapone sectores
nativos y extranjeros. Pero al mismo tiempo no es sorprendente que el radicalismo haya
transitado frecuentemente de una perspectiva a la otra, pues al hacer del sufragio la base
real del poder político, la democratización agrega sustancia a la división entre nativos e
inmigrantes
Con el transcurso del tiempo, disminuye el número absoluto de inmigrantes, se atenúa
también su concentración en ciertos rubros de actividad. Así el tema que ha acompañado a
un siglo de hondas transformaciones en la sociedad argentina se desvanece paulatinamente
de la atención colectiva.
Sobre la inmigración; diferencias en su formulación entre una primera etapa en la cual la
inmigración masiva aún no se ha desencadenado y aquella en la que ésta ha alcanzado su
apogeo. Sólo en la primera encontramos una consideración directa y global del fenómeno,
acompañada de una tentativa de apreciar sus consecuencias también globales en el futuro de
la nación. En la segunda no sólo faltan esos planteos globales; aún los parciales que se
vinculan con la inmigración apenas merecen consideración independiente, y sirven sólo
como introducción para afrontar los más generales que la sociedad argentina en su conjunto
debe afrontar.
Voluntad deliberada de limitar los alcances de cualquier otro enfoque crítico de la
modernización
y
el
proceso
inmigratorio
que
la
alimentó.
96
[Tulio Halperin Donghi “¿Para qué la inmigración? Ideología y política
inmigratoria en la Argentina”En El espejo de la Historia; Sudamericana,
Buenos Aires; 1998 (1987); pp. 189-238. ]
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - HALPERIN DONGHI, T.: Revolución y Guerra
Tulio Halperin Donghi (1972)
REVOLUCIÓN Y GUERRA
Prólogo
Este es un libro de historia política y su tema es el surgimiento de un centro de poder
político autónomo, en un área donde la noción misma de actividad política había
permanecido ignorada.
El propósito de este estudio es seguir las vicisitudes de una elite política creada, destruida y
vuelta a crear por la guerra y la revolución. Esto supone la consideración de un conjunto de
problemas:
Las relaciones sociales vigentes antes del surgimiento de esa actividad política, que son el
seno donde ésta se desarrollará.
Las relaciones entre nueva y vieja elite.
El uso que del poder se hace como medio de articulación entre los distintos sectores sociales
[tanto entre las clases dominantes como con los sectores populares a quienes la nueva elite
debe su encumbramiento, pero con quien no está dispuesta a compartir su poder].
PRIMERA PARTE: EL MARCO DEL PROCESO
I. El Río de la Plata al Comenzar el Siglo XIX
El virreinato tenía una estructura heterogénea. Del territorio controlaban los españoles tan
sólo lo preciso para mantener las comunicaciones entre el Paraguay, el Interior y el Litoral.
A esta estructura territorial correspondía una estructura económica orientada hacia el norte.
Esa estructura demográfica y económica entró en crisis en el siglo XVIII. La decadencia del
Alto Perú como centro argentífero, la decadencia de la plata misma frente al oro cuando éste
volvió a ser el medio de pago predominante, la aparición de nuevas metrópolis económicas y
financieras en Europa y la acrecida presión europea dislocaron esta estructura. En el siglo
XVIII comenzaba ya la disgregación de las Indias en zonas de monocultivo, relativamente
aisladas entre sí, con mercado a la vez consumidor y productor en Europa.
Las tierras costeras eran las más adecuadas para prosperar en ese nueva clima económico y
conocieron un progreso vertiginoso. El Interior era en cambio menos capaz de adaptarse. Su
producción diversificada y atrasada hallaba desemboque cada vez menos fácil en el Alto
Perú; y el otro mercado que había venido a complementar al tradicional [Buenos Aires] no
resultaba suficiente ya que desde 1778 se encontraba allí la competencia de la economía
mediterránea y pronto aparecería también la nueva industria europea. La etapa final del
97
siglo XVIII está signada entonces por un rápido avance del Litoral; un avance parcial en
medio de fuertes ajustes para el comercio y la artesanía del Interior; y crisis irremediable
para su agricultura.
a) La Estabilidad del Interior.
La estructura del Interior es bastante heterogénea. Salta presenta una estructura social de
rasgos únicos en el área rioplatense. Sobre una plebe mestiza gobierna una aristocracia rica,
dueña de la tierra repartida en grandes estancias, dedicadas en las zonas bajas a la
agricultura del trigo y de la vid y en las altas al pastoreo. En las laderas que se abren al
Chaco, se dan cultivos tropicales, en primer término, el azúcar.
Esa aristocracia domina también el comercio salteño [de gran importancia el de mulas] y
concentra un poder económico sin igual en el Río de la Plata. Ha sido la reorientación
atlántica de todo el sur de América la que aumentó la importancia comercial de Salta. Para
el grupo dominante, la hegemonía económica va acompañada de prestigio social y aquí la
diferenciación social se apoya en diferencias de sangre. Por ello en Salta, antes que en
ninguna otra región y con más intensidad que en ninguna, la revolución contra el rey
adquiere el carácter de lucha social.
Tucumán es un oasis subtropical de antigua prosperidad. Se apoya sobre todo en el
comercio y la artesanía. La ciudad es un centro vital de la ruta entre Buenos Aires y el Perú.
Un grupo de mercaderes debe su riqueza a este hecho y alcanzan mayor prestigio en una
región en que la propiedad de la tierra está relativamente dividida. Son numerosos los
artesanos dedicados al trabajo de maderas duras, sobre todo para la fabricación de carretas.
En la campaña se desarrollan la tenería y las curtiembres. La ganadería y la agricultura
[arroz] se orientaban hacia el comercio, al igual que una pequeña industria de sebo y jabón.
La tejeduría doméstica no alcanzaba a satisfacer la demanda local ni aun en lienzos
ordinarios. Toda esta estructura económica garantiza la hegemonía social de quienes
gobiernan la comercialización.
Santiago del Estero es una región extremadamente pobre. En el equilibrio demográfico
es una suerte de centro de alta presión, base humana indispensable de emigrantes
temporarios o definitivos, para las empresas agrícolas del Litoral. En la ciudad y en las
tierras de huerta las actividades dominantes son el comercio y la agricultura, compartida
entre maíz de consumo local y trigo destinado a mejores mercados. Contaba con una
ganadería muy pobre y una tejeduría floreciente. Esta última abastecía a los consumidores
locales y al Litoral. Esa producción se hallaba dominada por los comerciantes de la ciudad,
frecuentemente propietarios, en una zona donde la propiedad estaba demasiado dividida
para que emerja una clase rural hegemónica.
Córdoba cuenta con un largo pasado agrícola, pero a principios del siglo XIX es alcanzada
por la expansión ganadera que está transformando al Litoral. La clase alta está muy
vinculada a esta nueva actividad. Este ascenso ganadero, no implica una discontinuidad
dentro de la oligarquía, sino que se trata más bien de una reorientación de las actividades
económicas que favorece a la ganadería frente el tradicional comercio urbano. Florece aquí
también la tejeduría doméstica.
La sierra cordobesa es -como Santiago- tierra de emigración. La clase alta que domina con
su actividad mercantil la serranía y es dueña de las mejores tierras ganaderas en la llanura,
domina también en la ciudad, donde se disputa entre sus miembros las magistraturas laicas
98
y eclesiásticas. Esa hegemonía se ha afirmado sobre todo luego de la expulsión de los
jesuitas. Es una clase dominante rica en tierras pero pobre en dinero.
Cada vez más el Interior mercantil es intermediario entre el Perú y el puerto. La exportación
y comercialización de los productos locales son dejadas en segundo plano y el comercio libre
[desde 1778] es en parte el responsable de la aceleración de este proceso. Pero a la vez esto
intensifica el comercio interregional y con ello asegura en lo inmediato un nuevo plazo de
vida para el Interior. No conviene exagerar las consecuencias negativas del nuevo régimen
comercial, ya que no parece que este haya amenazado la estructura artesanal de la región.
Por el momento la importación ultramarina no entraba en concurrencia con la tejeduría
local. Distintas eran las consecuencias del libre comercio en la zona occidental del Interior.
En Cuyo la colonización española había creado pequeñas réplicas de la agricultura
mediterránea: vid, trigo y frutas secas. Sólo el trigo quedaría relativamente abrigado de las
consecuencias del nuevo régimen comercial [esto se debe a los costos de transporte del
grano]. En cambio tuvo efectos devastadores la entrada de vino de Cataluña y frutas secas de
toda España.
Catamarca sustentaba una población excepcionalmente densa, dedicada a la huerta y el
viñedo. En los valles menores y a medida que aumentaba la altura, el trigo y la crianza de
ganado o su invernada, adquiría creciente importancia. No obstante, Catamarca encuentra
casi mercado único en Tucumán. El aguardiente es el único producto que no tiene rival y
alcanza mercados lejanos. Se conserva aquí también el cultivo del algodón, que en el resto
del Interior no ha sobrevivido a los derrumbes demográficos del siglo XVII, bajo formas de
tejidos de uso cotidiano para los más pobres. Hasta 1810 encuentra salida en el Interior y el
Litoral. La crisis del algodón llegará luego, la del vino y el aguardiente es treinta años
anterior y con ella sucumbe la estructura comercial tradicional.
La desaparición del viejo sector hegemónico no abre aquí paso a un grupo propietario de
tierras, ya que la propiedad se halla demasiado dividida. En la vida catamarqueña domina la
orden franciscana.
La Rioja está formada por multitud de pequeños oasis consagrados a la ganadería. Los
Llanos de La Rioja se benefician desde principios del siglo XIX del ascenso ganadero y aún
más con la intensificación del tráfico en el Interior. Al ganado menor se agrega ahora el
mular, exportado en parte a Perú y Chile.
En La Rioja Occidental, los diminutos oasis se dedican a la agricultura y los alfalfares de
invernada. Es socialmente más arcaica esta región que la de Los Llanos: sus valles agrícolas
están poblados aun en buena parte por indios, agrupados en pueblos de tributarios. Toda la
región es de gran propiedad aunque en Los Llanos, un ritmo más vivo de la economía hace
más soportable el dominio señorial que en la zona occidental. Sólo la modesta riqueza de la
clase señorial impide que se den aquí los contrastes de Salta, pero todavía a mediados del
siglo XIX la suerte de los campesinos del oeste riojano parecerá más dura que la de los
salteños. Las posibilidades de avance del oeste riojano están vinculadas con Famatina y sólo
lentamente irá surgiendo a lo largo del siglo XIX un centro de actividad minera en Chilecito.
San Luis, provee de carnes a San Juan y Mendoza y envía algunos cueros al Litoral. La
tejeduría doméstica y los reducidos huertos completan el censo de actividades de la región,
insuficientes para sustentar a una población en descenso. También San Luis proporciona su
contingente humano al Litoral en ascenso.
99
San Juan y Mendoza están destinadas a ser las dos únicas provincias agrícolas del país
con sus oasis consagrados al cultivo de regadío.
Mendoza en la ruta entre Buenos Aires y Chile es un centro comercial importante que resiste
mejor la crisis viñatera. Pero el vino no es el único rubro, hay también una agricultura de
cereal y explotación ganadera dedicada al engorde para el consumo local y para Chile, todo
bajo dirección de un grupo de comerciantes y transportistas.
San Juan por su parte entra en decadencia acelerada desde 1778. Cerrado al aguardiente y el
vino, sólo era posible allí el comercio a pequeña escala. En medio del derrumbe general, la
vieja aristocracia viñatera y comerciante, conserva su relativa preeminencia. Lentamente se
prepara una alternativa a la vid; la forrajera para el ganado trashumante, pero de todos
modos, el cambio no logrará devolver a San Juan la prosperidad perdida.
b) El Ascenso del Litoral.
Tampoco el Litoral formaba un bloque homogéneo. Antes de la expulsión el centro de
gravedad se desplazaba de las tierras de los algodonales y yerbatales a las estancias de
ganados del Uruguay. Una estructura compleja y diversificada dejaba lugar a una más
simple y primitiva dominada por la ganadería. Este proceso abarca a todo el Litoral.
De los distintos centros del Litoral, el más pobre y rústico era Corrientes. Toda su historia
de comienzos del siglo XIX se resume en el esfuerzo inútil de la ciudad por dominar el
territorio que le estaba subordinado. Éste tenía su propia vida. Mientras los grandes
propietarios de tierras vivían en la ciudad, en sus estancias los capataces, los peones, los
esclavos, comerciaban con ganado que crecía rápidamente. Los mercaderes de cueros
recorrían la campaña correntinas y frágiles embarcaciones los transportaban luego hasta
Buenos Aires. La ciudad vivía sobre todo del comercio y la navegación.
La expulsión de los jesuitas no implicó un cambio de régimen [respecto a los indios por
ejemplo] El sistema de comunidades elaborado por ellos fue mantenido para impedir el
dominio individual de los indios sobre tierras y cosechas. Al mismo tiempo fue cediendo su
aislamiento ya que traficantes asunceños y correntinos se constituían en monopolistas para
adquirir los tejidos de algodón. En ese contacto los indios se europeizaban rápidamente.
En Misiones la población se derrumbaba mientras iba a volcarse en las tierras ganaderas
que acababan de abrirse al sur. A pesar de todas las prohibiciones, las tierras misioneras
eran pobladas por hacendados de Buenos Aires y Montevideo.
Santa Fe era otro de los factores del sistema jesuítico y habían entrado en crisis a mediados
del siglo XVIII. En decadencia como centro de comercio terrestre y fluvial, conoce una
prosperidad creciente gracias a la ganadería. En la ciudad no hay ya actividad artesanal y
pese a los altos precios no hay casi agricultura y el comercio no da excesiva ganancia. Este es
un aspecto de la ruralización creciente de la vida santafesina; otro aspecto radica en que los
santafesinos están cada vez menos dispuestos a gastar dinero en la educación de sus hijos.
Santa Fe aprovechando su relativa cercanía del Interior se enriquece con la cría y el
comercio de mulas.
Respecto de la vida santafesina, la Iglesia ocupa un lugar central que no tendrá en el Litoral
de colonización más reciente. Otro elemento de peso en la vida santafesina es la fuerza
militar que defiende al norte una línea de fortines contra los indígenas. [De esa fuerza
100
militar y esos fortines por ejemplo, surgirán los principales caudillos santafesinos como
Estanislao Lopez]
Al sur, está Buenos Aires a la que un esfuerzo reciente ha limpiado de indígenas hasta el
Salado. Al norte de su campaña se han formado estancias medianas en las que la agricultura
combina con la ganadería. La zona oeste es predominantemente agrícola y de propiedad
más dividida. Al suroeste, se da la transición hacia formas de explotación mixta, en unidades
más extensas y al sur el predominio claro es ganadero. Un esfuerzo oficial a partir de 1782,
estableció poblaciones destinadas a la agricultura, pero estos pueblos no tienen ni aún en
sus comienzos carácter agrícola. Los labradores luchan con dificultades graves. Por un lado
no todos eran propietarios y aun los propietarios debían entregar parte importante de sus
ingresos como diezmo y primicia. Necesitaban además del auxilio temporario de mano de
obra, ya de por sí escasa y cara. Un rasgo distintivo entonces de la campaña litoral es la
mano de obra asalariada como elemento necesario de la producción. Otra característica es la
falta de tierra junto con la de fuerza de trabajo, pero más grave aun es la carestía de dinero.
Esto se debe a que el Litoral vive precozmente un régimen de economía de mercado, en el
que sólo el alimento diario escapa a los circuitos comerciales.
Los pueblos agrícolas del oeste son principalmente de carreteros y esto se debe
fundamentalmente a los escasos rendimientos de la agricultura.
La agricultura no obstante sobrevive aunque las medidas estabilizadoras del Cabildo, para
defenderla, tienen un limitado éxito. El trigo rioplatense es demasiado caro en parte por que
los salarios son demasiado altos y esto hace casi imposible exportarlo. Sólo podrá
reservársele un lugar en el mercado local mediante prohibiciones de importación.
La explotación ganadera, por su parte, había sido al principio destructiva; hacia 1750, el
éxito mismo obligará a un nuevo tipo de explotación sobre la base de rodeos de estancia.
Pero a partir del comercio libre es el ganado manso el que también sufre un proceso de
explotación destructiva que hacia 1795 hará temer la falta de ganado en Buenos Aires. Si
bien esta era una política suicida, había razones para su prosecución: la ganadería de la
campaña de Buenos Aires comenzaba a sufrir la dura competencia de la entrerriana y
oriental.
Luego de 1795 la guerra desordena la explotación de cueros y frena la expansión ganadera.
En Buenos Aires como en Santa Fe, la cría de mulas, menos necesitada de mano de obra y
tierras, tiende a expandirse. Pese a esa coyuntura desfavorable, la ganadería seguía siendo el
centro de la vida económica de la campaña porteña. La estancia es el núcleo de la
producción ganadera, que se combina en casi todas partes con la agricultura cerealera. En la
estancia, las tareas especiales como doma o yerra, están a cargo de especialistas que
recorren la campaña y reciben salarios sin proporción con los de los peones permanentes.
Junto con la estancia se da una más reducida explotación ganadera de dueños de tropillas y
majadas, sólo parcialmente sustentadas en tierras propias. Se manifiesta aquí también un
rasgo duradero de la vida rural rioplatense; el hambre de tierras de los grandes propietarios,
su tendencia al monopolio, cierra el cuadro.
Más allá del Paraná perduran las circunstancias que reinaban en Buenos Aires hasta 1750
por lo que conviven la ganadería de rodeo con la caza de cimarrón. Por otra parte, entre
ambas costas entrerrianas, sólo lentamente se introduce la ganadería.
La Banda Oriental presenta un cuadro más complejo. Al sur. Montevideo domina una
zona de quintas, granjas y estancias de ganado manso. Al oeste se mantiene un tipo de
101
explotación más primitivo, con inmensa matanza de cimarrón. Al revés de lo que ocurre en
Buenos Aires, donde sólo los pequeños ganaderos sobreviven penosamente gracias a una
economía destructiva, en la Banda Oriental ésta enriquece a grandes hacendados del norte y
mercaderes importantes de Montevideo. Este proceso perdurará y ni siquiera la guerra
detendrá las matanzas. El primitivismo de la vida ganadera oriental va acompañada por un
progreso técnico superior al de Buenos Aires: surge aquí el primer saladero y esta industria
será beneficiada por la coyuntura de guerra.
Su aparición es un nuevo estímulo para esa arcaica ganadería destructiva y la prosperidad
establece nuevos lazos entre las zonas más primitivas de la campaña oriental y los
comerciantes que domina la vida montevideana. Surge de esto una tensión larvada entre
ciudad y campaña que perdurará mucho tiempo.
En plena guerra napoleónica, el comercio clandestino con el Brasil se había constituido en
una de las bases de la economía oriental rural.
El relativo aislamiento de Montevideo, encuentra su explicación en parte a la instalación de
la base que concentraba las fuerzas navales españolas del Atlántico Sur, a lo que la ciudad
debía su desarrollo.
Un problema central para el gobierno colonial era la defensa de la frontera desde Buenos
Aires hasta Mendoza. Para efectivizarla se reforma la organización militar de la campaña.
Hacia comienzos del siglo XIX se puede decir que la situación se ha estabilizado, pero el
robo de ganado para los indios sigue siendo el modo de vida. Lo que es más grave, la
amenaza indígena no disminuye al progresar la asimilación de los indios a usos culturales
recibidos de los colonos. Esos usos implican nuevas necesidades que sólo el robo puede
satisfacer, pero, además, esta amenaza se apoya en la complicidad de sectores de la
población cristiana. Así se organiza en la frontera un sistema hostil al mantenimiento del
orden productivo en las estancias. Al lado de las relaciones hostiles, los indígenas mantienen
con las tierras cristianas otras que no lo son. Además, junto con el fruto del saqueo, los
indios venden los de su cacería y no todos los cueros que comercian son robados, ya que en
tierras de indios también hay rodeos. Por último, el campesino del Litoral, estima entre
todas las telas el poncho pampa, que no sólo es preferido primero al del Interior, sino
posteriormente al de lana inglesa.
C) Buenos Aires y el Auge Mercantil.
Desde principios del siglo, Buenos Aires es comparable a ciudades españolas de segundo
orden. La prosperidad del centro porteño está vinculada al mantenimiento de la estructura
imperial. Buenos Aires es una ciudad comercial y burocrática. Las reformas del 70 (libre
internación a Chile y Perú; comercio libre con los más importantes puertos peninsulares),
consolidan el ascenso comercial de Buenos Aires. La economía metropolitana en expansión
[esto se da en la segunda mitad del siglo XVIII]; la aparición de islotes de industria moderna
acompañado de una traslación del centro de gravedad económico del sur al norte, etc.,
[hacia el Cantábrico y Cataluña] ayudan este proceso de ascenso. La mayor parte de los
mercaderes porteños son consignatarios de casas españolas. Pero estos mercaderes no
participan de modo importante en el proceso de acumulación de capitales que es punto de
partida indispensable para los posteriores desarrollos de la economía local.
El comercio de consignación rendía altas ganancias a sus agentes locales. La libre relación
con los mandantes peninsulares, acompañada por un control estricto con respecto a los
agentes en el Interior, refuerzan el enriquecimiento de los mercaderes porteños. De este
102
modo la distribución de los lucros comerciales favorece al núcleo porteño tanto frente a la
península cuanto frente a los centros menores del Interior. La mayor parte del giro de estos
mercaderes consiste en la distribución de importaciones europeas cuyos retornos se hacen
en metálico.
El carácter relativamente poco dinámico de la economía colonial se refleja en las bajas tasas
de interés. El comercio, no constituye un dinamizador y la producción de cueros cumple mal
ese papel. Las exportaciones de este producto suben y rápidamente, pero ese ascenso no es
regular. Durante un periodo largo esas exportaciones viven las consecuencias de la
coyuntura de guerra. A su vez los productos de la agricultura litoral escapan a la
comercialización entablada por los grandes mercaderes. Los principios de este arte de
comerciar colonial se basan en los grandes beneficios y estos principios no son afectados por
la expansión ganadera orientada a la exportación de cueros. Más inmediatamente afectados
resultan a causa de la guerra y el desorden que ésta introduce, los comerciantes que están
dispuestos a abandonar el estilo rutinario tradicional. Al lado de los comerciantes de la ruta
gaditana, la guerra eleva a la prosperidad a otros dispuestos a utilizar rutas más variadas
como Cuba, Brasil, Estados Unidos, el norte de Europa o el Índico.
El ascenso comercial de Buenos Aires fue no obstante efímero. La fragilidad de su fortuna se
vincula con la de la coyuntura guerrera. En guerra primero con Francia y luego con
Inglaterra, España veía amenazada y luego cortada, su vinculación con las colonias. Toda
una legislación surgió entonces como paliativo, concediendo libertades comerciales antes
negadas. Esta legislación venía a reconocer la rápida disolución en que había entrado la
unidad económica del imperio. Esa coyuntura no sólo disminuyó la presión metropolitana
sino que alejó también del escenario rioplatense a las potencias comerciales mejor
consolidadas, sustituyéndolas por otras. Pero esas nuevas potencias reemplazan mal a las
que no pueden ya cumplir su función tradicional y Buenos Aires, ante la necesidad, llega a
tener su flota mercante. Para la ciudad es esta una experiencia embriagadora y Buenos Aires
pasa a ocupar un lugar de cierta importancia. El proceso es acelerado porque el
semiaislamiento comercial viene acompañado del aislamiento financiero.
La reconciliación de España e Inglaterra en 1808 debía dar a las Indias una metrópoli
comercial y financiera. Las repercusiones de esa nueva situación llegarían al Río de la Plata
ya en 1809 al ser autorizado el comercio con la nueva aliada. [Para analizar esta situación
tener en cuenta no sólo las consecuencias de las invasiones inglesas sino también lo que
expresan los integrantes de las elites económicas a través de la Representación de los
Hacendados de la Banda Oriental de Mariano Moreno]
Entre los aspectos centrales del comercio en los últimos años virreinales podemos citar en
primer término, que pese a la expansión ganadera, el principal rubro de exportación sigue
siendo el metal precioso. La industria del salado en expansión cubre una parte ínfima de las
exportaciones y aun menos cuentan las exportaciones agrícolas. La mayor parte del metal
altoperuano debía ser atraído hacia Buenos Aires mediante mecanismos comerciales. La
hegemonía del sector comercial es entonces un aspecto necesario del orden colonial. Una de
las razones del recelo con que los sectores mercantiles enfrentarán la crisis revolucionaria
radica en ello.
Los años de dislocación del comercio mundial no abren entonces una nueva prosperidad
para Buenos Aires; las perspectivas de independencia mercantil que abre la revolución a su
vez, no son una alternativa válida para las seguras ganancias que aseguraba la estructura
imperial, su monopolio y el sistema de consignatarios.
103
d) Una sociedad menos renovada que su economía.
La sociedad y el estilo de vida aparecen sustancialmente sin cambios aun en Buenos Aires.
Esta sociedad se ve aun a sí misma dividida por líneas étnicas. En el Litoral la esclavitud
coloca a casi todos los pobladores de origen africano dentro de un grupo sometido a un
régimen jurídico especial. Pero aun aquí donde la población negra es de más reciente
migración, aparecen hombres de color que han logrado ubicarse en niveles sociales más
altos. Son artesanos y comerciantes, muchas veces ellos mismos dueños de esclavos. En el
Interior, una parte muy importante de esclavos a logrado emanciparse. No por eso los
negros ingresan a una sociedad abierta a nuevos ascensos. Una vez libres son incorporados a
una estructura social dividida en castas.
Por una parte estaban los españoles, descendientes de conquistadores; por otra los indios.
Unos y otros se hallaban exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas
las demás castas. El resto de la población vive sometida a limitaciones jurídicas de gravedad
variable.
En el virreinato, pureza de sangre [pureza entre comillas incluso] se confundía con la
condición de hidalgo, esto se basaba en la exención de tributo. Otro elemento que apareció
también fue la desvalorización del don. Toda esta concepción ubica en el nivel más alto de la
sociedad a un número muy grande de gente. Este sector se denomina a sí mismo noble y se
tiene por tal.
Esta línea divisoria, no aparece amenazada por la presión ascendente de los que legalmente
son considerados indios. La división entre pueblos de indios y pueblos de españoles, aunque
rica en consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal con la repartición étnica de la
población.
La crisis de los pueblos de indios se presentará en dos etapas. Primero su incorporación a
los circuitos comerciales de los españoles y luego la emigración de parte de sus pobladores.
Pero los indios que abandonan sus pueblos no tienen posibilidades muy precisas de ascenso.
La frontera de la nobleza no obstante está menos defendida contra los africanos
emancipados. La causa es que los negros desarrollan un conjunto de actividades más
propicias al ascenso social. Primero forman un grupo predominantemente urbano, sus
tareas son, además, sobre todo artesanales. Y así los mulatos terminan por ser la amenaza
externa más grave.
Pero también hay amenazas internas entre esos nobles. Ellos que se llamaban a sí mismos
gente decente, incluyen entre sus filas a un vasto sector semi-indigente, cuyo
mantenimiento era juzgado como una necesidad social y tendía a ser asegurado por el poder
público y los cuerpos eclesiásticos. En el Interior, la solidaridad de la gente decente es muy
intensa. Ellos forman un grupo escasamente heterogéneo; cerrado a las presiones
ascendentes, pero muy abierto a nuevas incorporaciones de peninsulares y aun de
extranjeros.
La hegemonía de la gente decente, allí donde sus bases materiales son endebles, depende
sobre todo de la solidez del orden administrativo heredado de la colonia y por ello no es de
extrañar que resista mal este grupo a la crisis revolucionaria. Los rasgos arcaicos de esta
sociedad corresponden al carácter menos dinámico que la realidad del Interior revela. En el
Litoral, ya antes de la revolución las innovaciones económicas comienzan a cambiar
lentamente las relaciones sociales.
104
La división entre castas e indios no tenía en el Litoral la relevancia que conservaba en el
Interior: aquí los españoles formaban la mayoría de la población y además, casi todos los
africanos estaban separados del resto por la esclavitud. Hasta aquí el esquema se repite
bastante respecto del Interior. La diferencia comienza a ser sensible a través de la
importancia numérica del sector dependiente. Otra diferencia sobre todo en Buenos Aires,
está dada por la presencia de un abundante sector medio independiente formado por
artesanos. En Buenos Aires, gracias a un mercado local más vasto y diferenciado, el sector
artesanal puede subsistir mediante el contacto directo con su público consumidor.
Igualmente es mayor la complejidad de los sectores altos.
El alto comercio en Buenos Aires necesita menos que el del Interior del complemento del
ejercicio directo del poder político. La clase comercial porteña encuentra otro modo de
afirmar su presencia en otro plano: sus hijos se vuelcan a las carreras liberales. Al mismo
tiempo las borlas doctorales atraen también a los grupos intermedios como instrumento de
movilidad social.
Resulta también original en Buenos Aires la estructura de los sectores bajos: la proporción
de esclavos es abrumadoramente alta. La gravitación de la esclavitud se hace sentir también
sobre los sectores medios artesanales. Esa masa esclava contribuye a mantener un sector
marginal de blancos pobres y sin oficio. Pese a una más dinámica economía, las ciudades
litorales aparecen menos capaces de asegurar trabajo a sus pobladores. Toda esta plebe sin
oficio no es productora.
La sociedad urbana conserva fuertes caracteres estamentarios. Los elementos nuevos que se
incorporan a los sectores altos tienen su origen principalmente en el exterior. El ascenso
económico y social dentro de la estructura local es muy difícil.
A pesar del débil impacto de los cambios económicos, la sociedad que surge en la campaña
litoral, se ve más tocada. Entre los pastores de las pampas, hay una total indiferencia por las
variedades étnicas. Esto es inevitable teniendo en cuenta que no es infrecuente que en
ausencia del patrón, la autoridad más alta en la estancia es un capataz mulato o negro
liberto. En esa zona, la riqueza y el prestigio personal, superan a las condiciones de linaje.
Las zonas cerealeras y de pequeña ganadería aparecen mucho más ordenadas y más
tradicionales. A su vez, el sector hegemónico rural [residente en las ciudades] contribuye a
dar a la sociedad de las zonas rurales un carácter más urbano y tradicional de lo que podría
esperarse. Por lo tanto, aquí las diferenciaciones sociales se distribuyen sin seguir
rigurosamente las líneas de castas lo cual es bastante distinto en el Interior.
En las zonas de más vieja colonización, el orden social está marcado por la existencia de
desigualdades que alimentan tensiones crecientes. Se ve gravitar allí de un modo que
comienza a parecer insoportable la oposición entre españoles europeos y americanos. A los
primeros se los acusa de monopolizar los oficios de república. Al mismo tiempo el
resurgimiento económico en España tuvo como eco el establecimiento de nuevos grupos
comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al mantenimiento del
lazo colonial. He aquí buenos motivos para que las clases altas locales coincidiesen en el
aborrecimiento creciente a los peninsulares. Al mismo tiempo en ese odio al peninsular,
comulgan diversos sectores sociales y se manifiesta con particular intensidad en los sectores
bajos que no tienen en el mantenimiento del orden colonial interés alguno.
La cultura y el estilo de vida, también se ve poco afectado por la renovación económica. Un
laberinto de ceremonias rituales que reflejan gran gusto por la representación, revelan que
105
ésta es una sociedad que conserva mucho de lo barroco. Por un lado la Iglesia juega un papel
central, entre otras cosas asegurando el contacto entre lo más alto y lo más bajo de la
jerarquía social, pero por otra parte, la falta de población densa, lleva a la disolución de
lazos sociales. Esto termina incidiendo en las costumbres sexuales del Litoral ganadero. Las
mujeres, en cuanto a sus actividades económicas, tienen más incidencia en el Interior que en
el Litoral, pero también son más numerosas en el primero.
No obstante los grados de promiscuidad de los que hablan algunos observadores
contemporáneos, no hay que confundir el primitivismo de la zona ganadera litoral con
barbarie, como lo hace Sarmiento. Esto es así porque los grandes señores de la Pampa
provienen de la ciudad donde se ha originado la riqueza que les ha permitido el acceso a la
tierra.
En síntesis la sociedad rioplatense se nos muestra menos afectada por las corrientes
renovadoras de la economía de lo que a menudo se gusta presentar; por otra parte, el influjo
renovador es sobre todo destructivo; está lejos de haber surgido el esbozo de una ordenación
social más moderna. Pero a la vez, el orden tradicional aparece asediado por todas partes; su
carta de triunfo radica en el mantenimiento del orden colonial. La revolución va a significar
el fin de ese pacto colonial. En cuarenta años, se pasará de la hegemonía mercantil a la
terrateniente, de la importación de productos de lujo a la de artículos de consumo
perecedero de masas, de una exportación dominada por el metal precioso a otra marcada
por el predominio absoluto de los productos pecuarios. Esa transformación no puede darse
sin cambios sociales. El aporte que la revolución hará, aparece como un empobrecimiento
del orden social de la colonia.
II. La Revolución y Dislocación Económica
Entre las consecuencias de la revolución podemos contar: la mutilación y fragmentación del
hinterland comercial de Buenos Aires; la transformación del comercio ultramarino ahora
bajo hegemonía británica; un fisco empobrecido y exigido ahora por la guerra y la gran
gravitación sobre la economía de un Estado en penuria financiera.
a) Mutilación y Fragmentación del Espacio Económico Virreinal.
Desde 1810 comienza a faltar una pieza esencial: el Alto Perú, en manos realistas hasta 1825
salvo dos paréntesis, el primero en 1810-1811 [Con la llegada del Ejército Revolucionario con
Castelli] y el segundo en 1814-1815 [Con la llegada del Ejército del Norte al mando de
Belgrano] Todo el Interior sufrió de inmediato el cambio y esta es la razón por la que la
Revolución es recibida sobre todo en las ciudades del norte, por las clases dominantes, con
sentimientos contradictorios. La primera consecuencia de esto fue la escasez de metálico, no
sólo por la guerra, sino también porque en los quince años posteriores a 1815, la producción
de plata de Potosí sufrió una grave disminución. Todo el Interior se transforma en un
callejón sin salida. La falta de metálico determina el surgimiento de las acuñaciones
provinciales, en una situación en la cual el puerto de Buenos Aires atrae hacia sí, más que
antes de 1810, el circulante. Desde la primera década revolucionaria, la “moneda de
Güemes” invade todo el norte y ese ejemplo será seguido por su rival Aráoz en Tucumán,
con sus pesetas federales. Ese frenesí acuñador se apaga en la segunda parte de la década de
1820. Desde 1825 volvía a estar abierta la ruta altoperuano, ahora erigida la República
Boliviana. Pero las relaciones no se reconstruyeron sobre las líneas heredadas de la colonia.
Para entonces, Valparaíso se transforma en el centro comercial británico del Pacífico Sur y el
Alto Perú está perdido para siempre para los grandes comerciantes porteños.
106
En las provincias interiores termina por establecerse un equilibrio entre las influencias
rivales de Valparaíso y Buenos Aires. La fragmentación económica está más directamente
vinculada con la fragmentación política y a través de ella con otras innovaciones de la
economía. Pronto comienzan a aparecer en el campo revolucionario, nuevos centros de
poder político rivales del de Buenos Aires; la primera década revolucionaria estará signada
por la rivalidad entre la Capital y el Litoral artiguista; la segunda por una fragmentación
más extrema: ni la vencida Buenos Aires ni el Litoral empobrecido eran ya capaces de
mantener el control sobre el Interior; sólo luego de un complejo ciclo de guerras civiles la
hegemonía porteña podría volver a afirmarse luego de 1841.
Las tierras artiguistas de la Banda Oriental, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes; buscan
prescindir del intermediario porteño para su comercio ultramarino; las provincias federales
quieren golpear a Buenos Aires mediante prohibiciones de intercambio y clausura de
puertos.
La guerra civil va necesariamente acompañada de una economía de rapiña. Aun en los
intervalos de paz, las rivalidades interregionales permanecen. En este juego las represalias
son fáciles y las finanzas se transforman en las continuadoras de la violencia. La revolución
multiplica los efectos provocados al comercio interno por la geografía y acentuados por la
organización colonial.
B) El peso creciente del Estado.
Aun en el caso de ser mantenidas otras circunstancias, hubiera bastado la separación
económica del Alto Perú para crear una grave crisis en las finanzas. Un anticipo de esto se
conoció en el último año colonial: una de las razones para la adopción del comercio libre en
1809 fue la desaparición temporaria de las remesas de metálico altoperuano provocada por
los alzamientos de ese año. Desde 1810 hasta 1930 las rentas de aduana iban a proporcionar
lo más saneado de los recursos del nuevo Estado; recursos sin embargo insuficientes. ¿Cómo
costear la guerra? Desde el comienzo se admitió que el sistema impositivo aun ampliado, no
podía ser suficiente; las contribuciones “voluntarias” comenzaron a cumplir su papel. En un
país cada vez peor controlado por el poder central la única fuente asequible seguía siendo el
comercio ultramarino. La misma penuria financiera hacía imposible cualquier reforma
demasiado ambiciosa cuyos frutos no fueran inmediatos. Las contribuciones permitían
imponer los mayores sacrificios a los sectores menos defendidos dentro del grupo comercial:
primero a los peninsulares, luego a los comerciantes nativos [los ingleses quedarán
excluido] El intermediario para recolectar estas contribuciones era el Consulado de
Comercio.
Esta situación es característica de la primera década revolucionaria; posteriormente, el fin
del esfuerzo financiero provocado por la guerra de independencia y el alivio que significó la
disolución del Estado y la concentración de la casi totalidad de las rentas de Aduana en el
erario de Buenos Aires, liberaron al alto comercio porteño de esta servidumbre demasiado
pesada. En el Interior, en cambio, la situación estaba destinada a durar y agravarse a lo
largo de la segunda década.
El peso de la guerra de independencia se hizo sentir en el Interior de manera distinta; los
ganados se constituyeron en el principal y no siempre voluntario aporte al esfuerzo de la
guerra. En 1820 los comandantes milicianos no se atreven a seguir devastando sus propias
jurisdicciones y tienden a incursionar en las de los vecinos. Esas exacciones que parecen
intolerables resultarán modestas comparadas con las que provoca la guerra civil; situación
que luego de 1820 iba a ser la de todo el Interior. Formadas casi todas las provincias a partir
107
de los Cabildos, heredaban de ellos un sistema impositivo típicamente municipal, centrado
en tasas al comercio y al tránsito. Sus gastos se concentraban, aun en tiempos de paz, en el
rubro de guerra. Esta perpetua miseria fiscal conduce a una agresividad creciente en la
búsqueda de los fondos imprescindibles para que el Estado sobreviva; pero convendría no
exagerar el saqueo dadas las consecuencias políticas que puede tener.
De este modo la guerra civil afecta más directamente que la de independencia a la fortuna
urbana inmueble. Pero junto con el saqueo de las zonas urbanas se mantiene y acentúa la
presión sobre la ganadería del Interior. Aun Buenos Aires, con sus recursos abundantes
recurre normalmente a las requisiciones. Ya en la primera década revolucionaria los
ganados del Litoral sufren las consecuencias de la guerra civil; Corrientes es devastada por
los artiguistas; Entre Ríos sufre las expediciones porteñas de 1814 y las portuguesas de 1818;
Santa Fe es más metódicamente saqueada por Buenos Aires, pero no surgen consecuencias
negativas para todos; era posible intentar la adaptación a ese nuevo clima cuyo aspecto
destructivo va sin embargo acompañado por una más lenta creación de un nuevo equilibrio
en la transformación de las estructuras comerciales.
C) Descomposición de las estructuras comerciales prerrevolucionarias.
La revolución significaba la desaparición del sistema comercial virreinal y el rápido
agotamiento del centro relativamente autónomo de comercio ultramarino que la crisis
mundial había permitido esbozarse en Buenos Aires. Desde 1809 el Reglamento de
Comercio Provisorio, consagraba una nueva metrópoli más capaz de mantener su
hegemonía. La ruta de Liverpool, reemplazaba a la de Cádiz. La primera década
revolucionaria fue sobre todo rica en ruinas; la de muchos de los comerciantes vinculados a
la ruta gaditana.
Desde 1806 la presencia británica contribuye a acelerar la crisis del sistema comercial. Más
graves, si bien menos directas, fueron las consecuencias a este respecto las de la segunda
invasión. En Montevideo los ocupantes británicos dejaron un abundante botín de
mercaderías. La autoridad virreinal buscó, infructuosamente, impedir que esa mercancía
circulase dentro de su jurisdicción. Produjo un descenso de precios que los importadores
españoles juzgaban catastrófico.
El Reglamento de Comercio Provisorio intentaba asegurar a los comerciantes locales el
monopolio del comercio interno. Inmediatamente de aplicado y ya antes de la revolución,
pudo advertirse que el cumplimiento iba a ser difícil.
El gobierno podrá reafirmar, en febrero de 1812, las limitaciones fijadas a los extranjeros
por el Reglamento, aunque reiteradas, no por eso son más eficaces. Seis meses después
serán derogadas. En 1813 la Asamblea, reintroduce las limitaciones de 1809. Nuevamente
esto es en vano. A partir de entonces el poder revolucionario no volverá a intentar la
protección del comerciante local mediante la limitación legal de la libertad de acción del
extranjero.
Entre las causas y consecuencias del triunfo mercantil británico se cuentan: primero es
Inglaterra quien ofrece a la vez, en la primera década revolucionaria, el primer centro
exportador y el primer mercado consumidor con que cuenta el comercio ultramarino del Río
de la Plata. A partir de 1810, gobiernan el acceso del mercado mundial.
En Río los porteños hallaban el predominio de sus rivales desde 1808. Aun más
desfavorable era la situación en cuanto a exportaciones. Durante la etapa virreinal el rubro
108
principal había sido el metálico. La revolución no iba a terminar con la exportación de
metálico pero colocaría en primer plano a la de productos pecuarios del Litoral. La
adaptación a esa nueva situación no era fácil para los comerciantes. Estas trasformaciones,
tienden a crear sistemas de comercialización internos paralelos a los ya existentes, y
caracterizados por su mayor simplicidad y baratura.
La innovación aportada por los ingleses en el comercio urbano fue el uso sistemático de la
venta en subasta. Comparativamente mayores fueron los cambios introducidos en el
comercio con la zona de influencia porteña. En ésta, había alcanzado su mayor desarrollo
ese sistema mercantil apoyado en altos costos de comercialización que había dado a Buenos
Aires el predominio económico.
La coyuntura política posrevolucionaria, favorece un estilo mercantil menos regular,
apoyado en un aparato de comercialización menos complejo. Ahora el importador no hacía
sentir su presencia en el Interior mediante agentes, sino que iba personalmente.
Un efecto disruptivo todavía mayor tuvo el empleo sistemático del metálico en las
transacciones. Ese nuevo estilo comercial dio pronto a los ingleses un predominio sólido en
el mercado de productos pecuarios litorales. En 1815, el Consulado podía denunciar que
súbditos ingleses poseían barracas, fábricas de cebo y campos, y no menos de 20
embarcaciones pequeñas para traer de la Banda Oriental los productos comprados en las
estancias. Esta política deriva sobre todo de la necesidad de expansión del comercio
exportador inglés.
Aun después de 1815 el Río de la Plata sigue interesando a su nueva metrópoli económica,
fundamentalmente como mercado para excedentes. Hasta 1820 el puerto con el que
principalmente comercia Buenos Aires es Londres, luego de esa fecha el reemplazo por
Liverpool, que es puerto textil, será significativo de la entrada en una nueva etapa.
Hasta 1820 el comercio británico es una aventura inspirada en parte por la desesperación.
La ampliación de importaciones, es la más importante innovación aportada al comercio
internacional rioplatense durante la primera década revolucionaria. Acompañada de un
cambio en la naturaleza de esas importaciones, comienzan a aparecer tejidos de consumo
popular. Esa innovación de los algodoneros de Lancashire, fue posible gracias a que en la
primera década revolucionaria le quedó abierto el camino. Por lo menos en el Litoral, el
algodón inglés no reemplazaba las telas del Interior, sino las de las telas peruanas que
empezaron a faltar desde 1810.
Esos avances fueron facilitados por el estilo de comerciar introducidos por los ingleses en la
primera década; vendiendo a menudo stocks sobrantes a precios de liquidación,
acostumbraron incluso a los más pobres a volverse hacia ellos. La introducción del metálico
tuvo consecuencias en el mismo sentido: creaba nuevos grupos en condiciones de comprar.
Pero también los consumos textiles de los sectores medios y altos fueron modificados en
esta etapa. El empobrecimiento llevó al favorecimiento de telas más baratas. En la campaña
porteña, los productos artesanales se defendieron mejor. En el Interior, ya en tiempos
coloniales, las clases altas empleaban telas ultramarinas. Los sectores populares se dividían
entre las telas locales y las peruanas; una parte importante de la producción local escapaba
por otra parte, a la economía de mercado. La revolución introdujo en este aspecto, cambios
menos importantes y más lentos. Una industria artesanal ya escasamente vigorosa,
sobrevive a partir de 1810, en un lento descenso que llenará aun tres cuartos de siglo. Es
precisamente el ferrocarril, quien pone fina a su agonía.
109
La consecuencia más importante de la nueva presión importadora en textiles, fue la
aceleración y agravación de un desequilibrio en la balanza de comercio que la desaparición
del principal rubro de las exportaciones virreinales, debía provocar.
El aislamiento de la zona servida por la ruta del Paraná (hasta 1814 debido a las incursiones
realistas y, luego por la acción artiguista) facilitó la sustitución parcial de sus importaciones
por los rivales del Brasil. Este proceso sustitutivo es facilitado por la liberación del comercio
interno y de la producción.
A partir de 1815, sin embargo, los frutos de la agricultura de la antigua metrópoli,
reaparecen en Buenos Aires, ahora incorporadas al aparto mercantil británico. Sólo en la
década siguiente, pese las protestas de las provincias de los Andes, esta corriente
importadora, vuelve a utilizar barcos españoles.
El alto comercio porteño, formaba como en las últimas décadas coloniales, el núcleo de la
clase alta local. Sería extraño que no hubiese intentado defender sus posiciones. Actuó
principalmente a través del Consulado. Si esa defensa corporativa era ineficaz, las tentativas
de escapar al destino refugiándose en la especulación, parecían prometedoras. La crisis del
estado daba nuevas posibilidades a la especulación. El Estado revolucionario era a la vez
pobre e inexperto en las muchas tareas nuevas -el comercio exterior entre ellas- que le
imponía la lucha por la independencia.
Los financieros allegados al nuevo régimen se interesaban en la provisión del ejército y la
marina que estaba improvisando y en los negocios de corsarios. También los modos de
inversión coloniales, dejaban ahora de ofrecer garantías como la compra de acciones en
compañías metropolitanas y la edificación de casas para alquilar. La economía virreinal, con
sus lentitudes y deformaciones, era una economía equilibrada. Ahora por el contrario, a la
crisis de las exportaciones metálicas acompaña un aumento de las importaciones provocado
por la presión de los nuevos dominadores del mercado que lleva a la rápida ampliación del
consumo. El desequilibrio es permanente y acumulativo.
La exportación de moneda es permitida desde julio de 1810; poco después es ampliada a la
plata y oro en piña y pasta; en 1811 vuelve a ser prohibida y dicha prohibición es luego
levantada para el metal pero no para la moneda. En 1813, vuelve a permitirse la saca de
moneda, y en 1815 se retorna a la prohibición total. Esa sucesión de regímenes legales, no
parece influir demasiado sobre la exportación de metálico, el contrabando es fácil. Sólo en la
década siguiente a partir de la creación de un sistema monetario de papel, alcanzaron a
frenar su salida.
La saca no era la única causa de que la escasez de circulante se hiciese sentir cada vez más.
Una de las consecuencias del nuevo estilo mercantil introducido por los ingleses era la
ampliación de la economía monetaria. Si bien introducían en la circulación, un caudal de
moneda que la escasez hacía apreciable, tendía a retirarlo demasiado rápidamente y con
creces. La corrección de la balanza comercial, ha de venir de la esfera de la producción. Sin
embargo ha de comenzar muy tardíamente. Esta trasformación es rica en consecuencias
sociales y políticas; crea para esa elite criolla de la capital una nueva base de poderío
económico. Se manifiesta aquí el comienzo de una reorganización profunda en el equilibrio
interno de los sectores económicamente dominantes.
La revolución mercantil aportada por los británicos, si bien estaba destinada sobre todo a
favorecer a esos dominadores, incluía entre sus consecuencias la liberación de los
productores del predominio de los comercializadores de viejo estilo.
110
Las posibilidades abiertas por el nuevo régimen comercial, iban a ser muy desigualmente
utilizadas. La Bando Oriental y Entre Ríos, destrozados por la guerra civil, iban a dejar de
ser el centro expansivo de la ganadería rioplatense; en Santa Fe y Corrientes, es la menor
prosperidad de la última etapa colonial la que hace menos marcado el contraste. La
ganadería hasta entonces marginal de Córdoba y Santiago del Estero, puede realizar avances
considerables; pero es sobre todo la campaña de Buenos Aires la que se beneficia con la
crisis de la ganadería litoral. Tiene fuertes ventajas comparativas frente al Interior.
Aun así los hacendados no han alcanzado en Buenos Aires de 1816 a 1820, ese predominio
económico social que luego no les será disputado. El problema que enfrentó de inmediato
este sector fue la limitación de las tierras disponibles; la solución obvia era el avance de la
frontera, estabilizada desde la penúltima década del siglo XVIII en la línea del Salado. Pero
el gobierno revolucionario, había comenzado por descuidar la defensa de la frontera
indígena. Desde 1816 el gobierno de Pueyrredón reconoce de nuevo esta necesidad, que
busca transformar en empresa financiada y sostenida por los hacendados.
En las jerarquías económicas y sociales, 1820 marca -como en lo político- un giro decisivo.
El régimen directorial se derrumba, Manuel de Sarratea autoriza como gobernador de
Buenos Aires, la reapertura de los saladeros clausurados por Pueyrredón. Buenos Aires ha
fijado el rumbo de su economía y hasta los comerciantes ingleses emplearon fondos en la
población de las estancias. Entre 1820 y 1823, la provincia avanza su frontera hasta duplicar
su extensión. Desde 1830, el mercado británico se muestra incapaz de absorber la creciente
exportación de cueros rioplatenses. Éstos, encuentran en el continente un mercado
adicional que ya en la década del 40 supera en importancia al insular. Pero la prosperidad
ganadera no sólo afecta a la campaña; de ella depende cada vez más la de la ciudad, cuyo
comercio canaliza su fruto.
El éxito no elimina del todo las consecuencias de lo que esa revolución tuvo de negativo. Hay
fuentes de prosperidad urbana que quedarán segadas hasta mediados del siglo XIX; el
empobrecimiento de las corporaciones laicas y eclesiásticas perdura.
SEGUNDA PARTE: DEL VIRREINATO A LAS PROVINCIAS UNIDAS DEL RIO DE LA
PLATA
I.
a.
LA Crisis del Orden Colonial
LA GUERRA Y EL DEBILITAMIENTO DEL VINCULO IMPERIAL
La guerra a escala mundial se instala en la estructura imperial a lo largo del siglo XVIII. La
España renaciente, se fija objetivos más vastos que las posibilidades que tiene abiertas. Si
bien el orden imperial en su conjunto sufre pronto las consecuencias de esta política
ambiciosa, en el sector rioplatense, ésta comienza por consolidarlo. En esta zona el esfuerzo
de renovación administrativa, económica, militar, se ejerce con intensidad.
Simultáneamente con la creación del virreinato, cae en manos españolas la Colonia del
sacramento que durante un siglo ha sido amenaza militar y elemento disgregador del orden
mercantil español. Por todo esto, la crisis del sistema colonial tendrá en el Río de la Plata un
curso más abrupto que en otras partes y son las innovaciones introducidas en el sistema
mercantil para adaptar al virreinato a la coyuntura de guerra, las que anticipan esta crisis.
111
Esto necesariamente provocaría tensiones entre los que se disponían a aprovechar las
ventajas y los emisarios locales del orden imperial, temerosos de las consecuencias que les
acarrearía cualquier atenuación de la hegemonía metropolitana. La noción de que Buenos
Aires es el centro del mundo comercial, no pone en entredicho la supervivencia del vínculo
político, aunque sí va transformando la imagen que de él se tiene en el área colonial. Este
orden colonial, no era, luego de tres siglos de dominación, una fuerza de ocupación.
El poder político se presenta como instrumento de trasformación de un orden económico
que no parece capaz de elaborar espontáneamente fuerzas renovadoras de suficiente
gravitación. Ese instrumento es, no obstante, escasamente ineficaz y comienza a mostrar
que la coyuntura lo debilita cada vez más.
Si el enriquecimiento de mercaderes que trafican al margen de la ruta de Cádiz es un hecho
políticamente importante, las consecuencias económicas de esta novedad, serán efímeras y
no habrán de durar más de lo que dure el vínculo con España. Para entonces, Vieytes y
Belgrano ven avanzar con aprehensión la monoproducción ganadera y proponen remedios
políticos. Sin embargo ambos advierten que si el desplazamiento ganadero avanza, es
porque está inscrito en las cosas mismas.
Felix de Azara por su parte, postula un porvenir ganadero con todas sus consecuencias:
población escasa, sobre todo en las áreas rurales, inestabilidad familiar y social. Cuando
años de experiencia revelen la incapacidad creciente de la corona para cumplir su papel
director, cuando el poder monárquico se desvanezca en la crisis de 1808, la adaptación al
nuevo clima político impondrá un acercamiento creciente a las posiciones de un liberalismo
económico ortodoxo. Los instrumentos de cambio pasan a ser entonces, los que se insertan
en las líneas de intereses de las fuerzas económicamente dominantes. La adopción de
criterios para elegir dichos instrumentos, se vincula con el derrumbe de la autoridad
monárquica.
Aun mejor que en cualquier texto de Belgrano, la huella de esa nueva situación, se
encontrará en la Representación de los Hacendados de la Banda Oriental de 1809. Aquí la
conversión al liberalismo económico es total, donde la Corona no es sino un fantasma. El
primer plano lo ocupan los comitentes de Mariano Moreno, hacendados seguros de su
derecho, y aun más seguros de su poder. Se cierra así un capítulo de la historia económica
rioplatense y del pensamiento económico. Es la confianza en la posibilidad de un dominio
de las fuerzas económicas con medios políticos, la que se debilita progresivamente. Frente a
una menor autonomía en cuanto a decisiones en materia económica de los gobiernos
revolucionarios, no es de extrañar que la actitud de nuestros economistas ilustrados haya
sido hasta el final ambigua.
Se afianza efímeramente el avance de sectores mercantiles especulativos, favorecidos por el
debilitamiento del lazo colonial debido a la coyuntura guerrera, pero de ningún modo
destinados a beneficiarse por la ruina total de ese vínculo y su reemplazo por otro. Sería
abusivo ver en Vieytes y sobre todo en Belgrano los voceros de esos mercaderes audaces. La
coyuntura guerrera debilitaba el vínculo económico, pero ese debilitamiento no incitaba
necesariamente a una crisis más radical de la relación colonial.
Sin embargo, existe ya antes de su público estallido, una crisis más secreta del orden
colonial. Un aspecto de esa crisis larvada es el que registran nuestros manuales bajo el rubro
de las nuevas influencias ideológicas; a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la
curiosidad por las novedades político-ideológicas se difunde por todos los rincones. Séanos
permitido poner esto en duda. Antes de que los aportes ideológicos ilustrados contribuyeran
112
a socavar el sistema de ideas en que se apoyaba la monarquía absoluta, éste ya tenía algo de
incongruente que no había restado nada al vigor de la institución. Desde la Contrarreforma,
las virtudes republicanas fueron largamente veneradas durante la monarquía absoluta. La
creciente difusión de innovaciones ideológicas, supuesto antecedente de la revolución,
adquiere relevancia práctica una vez desencadenada la revolución.
En 1790 España no ha hecho más que comenzar a sufrir el impacto de la coyuntura
revolucionaria; lo que ésta le va a deparar es la alianza con Francia, ya republicana. El
desprestigio en las áreas coloniales, viene del hecho de ser España es eslabón más débil de la
alianza y que el vínculo con sus territorios se revelase particularmente vulnerable.
¿De dónde provenía entonces la desafección? Habría que mencionar en primer lugar la
crisis en el equilibrio de las castas, representada por las rebeliones peruanas. En el Litoral,
esa desafección al régimen colonial era sobre todo alimentada por los contactos con
ultramar. El desarrollo de la economía local y la dislocación de las rutas comerciales
normales contribuían a intensificar la presencia de extranjeros en Buenos Aires. Con esto se
vinculan las primeras organizaciones masónicas.
El poder colonial no tiene no obstante, en lo inmediato, nada que temer de ese sector,
ocupado sobre todo en especulaciones que requieren el favor del poder político; pero apenas
el orden colonial se debilite, ese sector podrá acelerar su disolución.
b) Las invasiones inglesas abren la crisis institucional.
España y Francia habían perdido en Trafalgar hasta la esperanza de disputar el dominio
oceánico a su gran enemiga. En Buenos Aires, la escasez de tropas regulares era mal
compensada por las milicias locales. La ineficacia de éstas no era mal vista por las
autoridades. Por añadidura lo más importante de esta escuálida organización militar había
sido volcado hacia la frontera indígena. Todo eso, bien conocido en Madrid, lo era menos en
el propio Río de la Plata. La pérdida de la ciudad el 27 de junio de 1806, se revela como un
escándalo que espera ser explicado. La fragilidad del orden colonial se ve bruscamente
revelada. Las corporaciones de la ciudad no tienen reparos en avanzar en la sumisión.
[Desde que se inventó la pólvora se acabaron los machos y entonces...] El Cabildo civil, los
altos funcionarios, las dignidades eclesiásticas, se apresuran a jurar fidelidad a Inglaterra,
aunque posteriormente su actitud no les será reprochada.
Desde junio de 1806 las instituciones coloniales han adquirido un poderío que ya no
perderán en manos de la Corona. La conquista británica enseñó además, a magistrados y
funcionarios, un nuevo tipo de relación con la metrópoli en la que ésta debe solicitar
adhesión cuando antes ni siquiera era discutida.
Desde 1806 hasta 1810 la política seguida por la Audiencia de Buenos Aires se orientaba
sobre todo a detener el deterioro del lazo imperial. En la administración civil, es sobre todo
el Cabildo, el que cree llegada la hora de una reivindicación esperada. Mientras el esfuerzo
de la administración borbónica lo supedita progresivamente al control de los funcionarios
de designación regia, la prosperidad creciente transforma a la corporación mendiga del siglo
XVIII en un cuerpo capaz de apoyar en ciertos respaldos financieros sus nada modestas
ambiciones políticas.
Es la iniciativa de Liniers, pasado a Montevideo primero en busca de tropas, la que doblega
la resistencia británica en Buenos Aires. Una vasta popularidad rodea desde ese momento a
su persona. El Cabildo delegará en él el mando militar de la capital y encontrará en la
113
preparación de la Banda Oriental para enfrentar una nueva ofensiva británica, una tarea
alternativa para la cual no está particularmente bien preparado. Contará con el aval de la
Audiencia a quien la delegación parcial por parte del Virrey le parece preferible al
derrocamiento. Los vencedores son los capitulares y Liniers que emprenden la empresa de
preparar una nueva resistencia. Cuando esta empresa avance bajo la rivalidad entre
capitulares y Liniers, se señalará el comienzo de una suerte de revolución social, provocada
por el vencedor de los ingleses, para mejor afirmar su poder personal.
Todo esto inicia un proceso ampliado de militarización, que implica un cambio muy serio en
el equilibrio social de Buenos Aires. En primer lugar la creación de mil doscientos nuevos
puestos militares entre oficiales y clases, en una sociedad en que el comercio y la
administración pública son la fuente por excelencia de las ocupaciones honorables, lo cual
acrece el costo local de la administración. Una redistribución de recursos comenzaba así
entre metrópoli y colonia, y dentro de la colonia misma, que será acentuada luego por la
revolución.
El modo en que esos oficiales fueron designados -por elección de los propios milicianosparecía ofrecer posibilidades para un rápido ascenso de figuras antes desconocidas. Sin
embargo, se trató de limitar este riesgo. La elección por voto universal oculta mal la
ampliación por cooptación de los sectores dominantes. La mayor parte de los elegidos son
comerciantes, y en segundo término los que tienen ocupación en niveles altos y medios de la
burocracia virreinal. En esas improvisadas fuerzas militares se asienta cada vez más el poder
que gobierna el virreinato y así esos cuerpos americanos introducen los nuevos elementos
en el equilibrio de poder, aunque las consecuencias de la militarización urbana sólo podrían
percibirse plenamente, cuando la crisis institucional se agravara. Mientras tanto la
necesidad de contar con la benevolencia de la elite criolla era cada vez mejor advertida; y
aun antes de su ruptura con Liniers, el Cabildo utilizó la renovación de 1808 para asegurar
en su composición un equilibrio paritario de europeos y americanos. Aun así es dudoso que
esa preocupación por exhibir una representatividad más amplia estuviese primordialmente
vinculada con el nuevo poder que la militarización daba a los comerciantes, funcionarios y
profesionales criollos, trocados en oficiales. A su lado es preciso tomar en cuenta la creciente
ambición política del Cabildo.
La segunda invasión inglesa inspira a los capitulares la persuasión de que su carrera
ascendente ya no encontrará oposición. El Cabildo es el protagonista de la nueva victoria;
mientras Liniers, tras una poco afortunada tentativa de resistencia, se retira. Es
fundamentalmente la victoria del Cabildo y de Martín de Álzaga. Su modesta participación,
no afecta directamente la situación de Liniers, consolidada desde que la corona ha dispuesto
cambiar el criterio con que se cubren interinamente las vacancias del cargo virreinal; en
lugar del presidente de la Audiencia, es el militar de mayor rango quien toma el lugar del
Virrey. Madrid pensaba en Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo; su captura y
envío a Inglaterra deja el camino libre a Liniers. Respecto del Virrey Sobremonte, luego de
la caída de Montevideo el 2 de febrero, fue decidida su suspensión inmediata por una Junta
de Guerra.
De este modo el héroe popular de 1806 era en 1807 el jefe de la administración regia en el
Río de la Plata. Su poder no había disminuido con ese cambio pero sí había cambiado de
base. El Cabildo que ha comenzado excelentes relaciones con él, irá enfriándolas hasta llegar
a la ruptura violenta; lo mueve a ello el acercamiento creciente del sucesor de Sobremonte.
Para los capitulares Liniers era a la vez el representante de la legitimidad y un serio rival en
el dominio de esas fuerzas nuevas que la militarización había introducido en el equilibrio de
poder. A menos de un año de la defensa, el Capitán General y el Cabildo están enfrentados;
114
uno y otro creen contar con la adhesión de esa fuerza nueva. Es la crisis metropolitana la
que va a dotar de nuevas consecuencias a los cambios comenzados localmente en 1806. De
ella se alcanza un anticipo cuando a comienzos de 1808, la corte portuguesa llega a Río de
Janeiro. La guerra vuelve así a acercarse al Río de la Plata ya que España ha apoyado la
acción francesa contra Portugal.
El virrey interino y gobernador de Montevideo [para entonces, el cargo está ocupado por
Elío, designado por Liniers luego de la retirada británica, en reemplazo de Ruiz Huidobro]
buscaban saber qué preparativos ofensivos se esconden tras la frontera brasileña y el
Cabildo porteño cree llegada la hora de volver a la gran política. No obstante, los
acontecimientos europeos, transforman al enemigo en aliado, y antes de ello, Liniers decide
buscar un modus vivendi con la corte portuguesa para que abra sus puertos al comercio
rioplatense. El Cabildo tiene mucho que objetar al proyecto y en el nuevo alineamiento
político, el origen francés de Liniers se transforma en causa de recelos. Aparece en escena la
Infanta Carlota y el partido de la independencia es cada vez más frecuentemente
mencionado.
La infanta ofrece una solución a la crisis que el derrumbe del poder central ha provocado.
Las ventajas que como símbolo de la soberanía vacante tiene sobre las juntas surgidas en la
metrópoli nacen no sólo de la precariedad de la situación militar de éstas, sino también de la
pretensión de estas juntas a actuar en nombre del rey cautivo. Frente a ellas, la objeción de
que los reinos españoles no eran en derecho una unidad sino a través de la sumisión a un
mismo monarca era demasiado obvia para que no comenzase a ser esgrimida como
argumento para negar el derecho de algunos españoles europeos que habían recibido su
investidura del pueblo de la península para gobernar los reinos indianos. Ello explica que no
pocos funcionarios regios hayan sido atraídos por el carlotismo. Explica menos
coherentemente que también se hayan orientado a él algunos veteranos del partido de la
independencia, y otros que sin serlo, no tenían motivo para salvar al absolutismo.
Quedaba la posibilidad de creación de una república, incluso por la formación de una junta
que podría admitir o no la supremacía de la sevillana; pero esa alternativa no atrae a los que
en el pasado se han mostrado abiertos a la posibilidad de utilizar la crisis y que ahora
profesan un alarmado legitimismo. Esto es así porque no se juzgan con fuerzas para dirigir
esa empresa y apoderarse del gobierno local.
El Río de la Plata, pese a la crisis metropolitana, no está lo bastante aislado para que una
abierta ruptura de la legalidad pueda consolidarse con sólo contar con superioridad militar
local; Portugal e Inglaterra, nuevos aliados de España, son elementos que no podían
ignorarse. No es extraño entonces que los futuros patriotas se esfuercen en conservar un
manto de legitimidad que promueven en la infanta Carota o que apoyen al virrey Interino.
La militarización misma comenzará por consolidarse dando un sostén imprescindible a una
legitimidad tambaleante: salva a Liniers momentáneamente y da un desenlace inesperado a
un conflicto que desde septiembre de 1808 se ha agudizado: frente a la autoridad de Buenos
Aires y el virrey interino, se levanta la disidencia de Montevideo. Ésta, ciudad de guarnición,
tiene tras de sí a las tierras ganaderas más ricas del virreinato. Las invasiones han dado
nueva oportunidad para actualizar sentimientos poco fraternales con Buenos Aires,
despertados por la prohibición de comerciar con los efectos dejados por los británicos. La
junta montevideana espera hacerse admitir por las autoridades virreinales, esperanza
frustrada por los alineamientos políticos en Buenos Aires. Elío entonces, entra en
inteligencias con Álzaga y el cabildo porteño que no entra en el alineamiento virreinal.
115
También el aparato militar, a medida que se agrava la crisis, se transforma en árbitro de la
situación ya que los comandantes militares tienen un interés profesional en el
mantenimiento del virrey.
El 17 de octubre, cuando algunos rumores hicieron temer la inminencia de un levantamiento
en apoyo de la secesión montevideana, un documento firmado por la mayoría de los
comandantes, ofrecía al virrey la lucha contra los hipotéticos insurgentes. Aquí se reflejaba
el mismo alineamiento que iba a darse el 1 de enero de 1809, fecha en que finalmente se
intentó el derrocamiento del virrey.
Ese día es designado el nuevo Cabildo, cuyos integrantes son sometidos a la aprobación
virreinal, inmediatamente concedida. Ese desenlace pacífico es roto por el estallido de un
tumulto en la plaza mayor. Piden la instalación de una junta, previa remoción del virrey.
Mientras se negocia en la fortaleza, la plaza amenaza con convertirse en campo de batalla.
Liniers ofrece su dimisión, pero no acepta la formación de una junta ya que lo que le
preocupa sobre todo es salvar el orden español. Los patricios y andaluces ocupan la plaza.
Saavedra declara que no tolerará la deposición del virrey y éste se retracta. La derrota del
Cabildo es completa y de inmediato comienza la represión. Los regimientos subversivos
-vizcaínos, gallegos y miñones- son disueltos. Ese poder militar cuya importancia han
revelado los hechos de enero es a la vez, una novedad revolucionaria en el equilibrio local de
poder y el abanderamiento de la legitimidad.
El primero de enero parecen haberse enfrentado los defensores del antiguo orden y los
partidarios de la revuelta, pero los actores mismos no parecieron creerlo de esa manera.
Otra interpretación, es la que declara ver en los alineamientos de enero, la oposición entre
peninsulares y americanos. Tampoco parece correcta ya que españoles y americanos están
mezclados en ambos bandos. Pero si esa rivalidad no es la raíz del conflicto de enero, las
consecuencias de éste en el equilibrio entre ambos sectores, es inmediatamente perceptible:
los cuerpos disueltos agrupan a los oriundos de donde provienen los dominadores del
comercio virreinal. Es ese sector hegemónico el que ha sido vencido y humillado y los que
festejan dan a su triunfo un sentido a la vez americano y plebeyo que alarma a la junta
sevillana.
El sentido de la jornada aparece ambiguo y con esa misma ambigüedad se vincula la
fragilidad de la victoria del virrey y sus apoyos militares. No obstante, pronto vencedores y
vencidos coincidieron en la conclusión de que el primero de enero no había resuelto nada.
Puestas las cosas así, la infanta Carlota y sus agentes, pueden seguir agitando; y de hecho los
vencedores, sueñan por un momento con hacer de ella, la cabeza de una legitimidad
alternativa a la de Sevilla.
En medio de esta crisis se produce también un reordenamiento de la estructura social. En
primer lugar, a medida que la crisis institucional se acentúa, la ubicación en el aparato
institucional se hace menos determinante. Núcleos humanos hasta ahora marginales, se
transforman en un elemento de poder. En este sentido es revelador el predominio de los
hacendados sobre los comerciantes, que no corresponde a la relación de poderío económico
de unos y otros.
Es necesario un nuevo virrey para arreglar todos los ramos de la administración en
desorden. El sucesor que la junta sevillana da a Liniers es Baltasar Hidalgo de Cisneros, que
enfrentará una situación difícil y actuará con gran tacto.
116
En el extremo norte, en Chuquisaca y La Paz, una revolución ha instalado juntas y ha
recibido el beneplácito de la de Montevideo; recibe de las autoridades regias trato cruel. Los
futuros revolucionarios, asisten impasibles a la represión. Patricios y otros soldados de los
regimientos formados en Buenos Aires luego de 1806, sofocan la revolución.
El nuevo Virrey, apartándose de las instrucciones, permite a Liniers que marche a
establecerse no en la Península sino en el Interior.
En setiembre de 1809 la organización militar de Buenos Aires es sometida a revisión, el
propósito es ante todo aligerar el peso sobre el fisco. Aun así, lo esencial del equilibrio
militar emergente de enero es respetado: los cuerpos disueltos resurgieron como milicias
mantenidas en disciplina por ejercicios semanales, pero no recogidas permanentemente en
los cuarteles. De este modo Álzaga y sus compañeros [derrotados en enero y emigrados]
pueden volver de Montevideo.
Tras la política de Cisneros, la legitimidad monárquica y metropolitana, conservan un
prestigio muy vasto que sólo una nueva crisis pondrá en entredicho. Mientras tanto el
virreinato se adecua al cambio institucional decidido desde la metrópoli y las ciudades
comienzan la elección de delegados a Cortes, que darán a las Indias, una voz en el gobierno
de las Españas.
c) La revolución.
El virrey intenta dosificar la difusión de noticias que comienzan a llegar sobre la guerra.
Bajo el estímulo de la rivalidad entre peninsulares y la elite criolla, el orden establecido tiene
posibilidades muy limitadas de sobrevivir a la tormenta que se avecina. La autoridad de
Sevilla ha sucumbido a la derrota militar y la disidencia interna. La que surge en Cádiz para
reemplazarla, ya no será reconocida en la capital del virreinato. La hegemonía militar sigue
en manos de los mismos que ganaron en enero. El Cabildo de 1810 no está animado de la
misma clara ambición de poder que el de 1808; los que entonces lo habían dominado no han
logrado reconquistar la que había sido su fortaleza.
Algunos de sus seguidores como Juan Larrea y asesores como mariano Moreno, están ahora
junto con los jefes militares que les infligieron la derrota de enero de 1809. Cisneros ha
respetado en lo esencial el equilibrio de poder que encontró a su llegada y ha otorgado
además la autorización para comerciar con Inglaterra.
La fuerza armada cuyo equilibrio interno Cisneros no había osado transformar, es de la que
depende el desenlace de la crisis y cuando es desahuciado por ella, el virrey advierte que
debe inclinarse ante sus vencedores.
Su destrucción comienza el 17 de mayo con la publicación oficial de las malas nuevas de la
Península; la resistencia antifrancesa sólo sobrevive en la bahía de Cádiz y la junta sevillana
ha sido trágicamente suprimida. Por medida precautoria, las tropas en Buenos Aires son
acuarteladas y en nombre de sus oficiales el virrey es intimado a abandonar su cargo, caduco
junto con su autoridad.
El 21 una breve muchedumbre, reclutada entre el bajo pueblo por tres eficaces agitadores, se
reúne en la plaza. El virrey y el Cabildo se deciden a enfrentar la situación mediante una
junta general de vecinos. El Cabildo Abierto ofrece a los defensores del orden vigente una
nueva oportunidad para afirmarse, pero casi la mitad de los vecinos convocados prefirió no
117
asistir y entre los que se hicieron presentes, los dispuestos a defender el orden estaban en
franca minoría.
La existencia de la crisis institucional no fue puesta en duda y no parece haberse producido
discordia sobre las bases jurídicas de cualquier solución ya que la posibilidad de una
decisión popular que cubriera interinamente las vacantes del poder soberano estaba
sólidamente fundada en textos legales. El del 22 de mayo no ha sido un debate ideológico
sino una querella de abogados que intenta utilizar un sistema normativo vigente, cuya
legitimidad no se discute, para fundar las soluciones que cada bando defiende. El resultado
es la quiebra con el antiguo orden, pero que deja al Cabildo la tarea de establecer un nuevo
gobierno. La solución está inspirada por la prudencia: el virrey es transformado en el
presidente de una junta; de los cuatro vocales que la integran, dos -Saavedra y Castelli- son
jefes visibles del movimiento que viene impulsando el cambio institucional; los dos
restantes -Solá e Incháurregui- han apoyado el 22 dejar el poder en manos de los
capitulares.
El mismo día de instaurada la junta el conflicto resurge; los oficiales se resignan mal a dejar
el supremo comando militar en manos de Cisneros y los que en la junta los representan, se
retiran de ella.
El 25, una nueva jornada de acción impone un desenlace diferente; la plaza es de nuevo
teatro de agitación popular, de la que surge un petitorio: una junta más amplia. La preside
Saavedra, que recibe así el supremo poder militar.
Caben algunas dudas sobre el origen preciso de la solución que surge el 25. Los petitorios
llevan la huella de haber surgido, por lo menos en parte, de la organización militar urbana.
¿Es decir que los acontecimientos que pusieron fin al orden colonial fueron fruto de la
acción de una reducida elite de militares profesionales? Esto no se deduce de los hechos
alegados por los autores que la defienden. Otros por su parte hacen demasiado fácil la tarea
al postular como contrapartida una revolución popular que para serlo, hubiera debido
contar con el apoyo de la mayor parte de la población. La alternativa entre un origen militar
y otro popular, es en sí irrelevante si se recuerda que sólo a través de la militarización, se
han asegurado a la vez que una organización institucional, canales también
institucionalizados de comunicación con la plebe urbana. Los dos términos postulados como
excluyentes, designan aquí dos aspectos de una misma realidad.
Producida la revolución, queda aun por asegurar a ésta la obediencia de la totalidad del
territorio que pretende gobernar. Para ello se decide el mismo 25 el envío de tropas al
Interior. Como primera instancia, esa elite criolla a la que los acontecimientos hincados en
1806 han entregado el poder local, debe crear de sí, una clase política y un aparato militar
profesional.
II. La Revolución en Buenos Aires.
a) Nace una vida política.
La jornada del 25 ha creado un nuevo foco de poder, que quiere hacer de su legitimidad, un
elemento capital de la ideología revolucionaria. El deslizamiento hacia la guerra civil no
podrá ser evitado. La revolución comienza por ser la aventura estrictamente personal de
algunos porteños. El nuevo orden dispone de medios para conminar la adhesión, pero la
disposición a esa obligada adhesión, la hace al mismo tiempo menos significativa. Será la
existencia de un peligro externo -el de la posibilidad de vuelta del viejo orden- lo que dará
118
carácter de irrevocable a ciertas formas de adhesión al nuevo sistema. Pero ese elemento
disciplinante es de eficacia relativa: la reconciliación con la metrópoli, buscada por la
sumisión, parecía aún en 1815 una salida viable para los dirigentes revolucionarios. [Hay
que tener cuidado con este argumento de Halperin, ya que la situación en 1815 es muy
diferente. Hay una ola de restauración monárquica en marcha y un gobierno revolucionario
en crisis y a punto de caerse en Fontezuela. La opción por la sumisión, puede haber
aparecido entre algunos revolucionarios, más como actitud prudente, que como convicción
política] ¿El poder revolucionario, nacía verdaderamente tan sólo? Los testimonios de los
que ven con odio su triunfo no creen eso. Los revolucionarios son los dueños de la calle.
Dueños del ejército urbano, dueños de la entera máquina administrativa de la capital
virreinal, los jefes revolucionarios no tienen, en lo inmediato, demasiado que temer de
Buenos Aires. Aun así, les era preciso consolidar su poder, ello les imponía establecer
nuevas vinculaciones con la entera población subordinada. En esas vinculaciones, el estilo
autoritario del viejo orden no había de ser abandonado.
El nuevo gobierno buscó emplear a la iglesia como intermediaria, la obligación de predicar
sobre el cambio político fue impuesta a todos los párrocos. Aun más importante era el
sistema de policía.
No sólo se trata de ubicar y hacer inocua la disidencia, se trata también de disciplinar la
adhesión.
La transformación política comenzada en 1810 ha sido muy honda, pero no demasiado
exitosa en la solución de los problemas que ella misma ha creado, la idea de igualdad,
aunque esgrimida con vigor frente a los privilegios de los españoles europeos, recordada
para proclamar el fin de la servidumbre de los indios, es mucho más cautamente empleada
para criticar las jerarquías sociales existentes que aparecen implícitamente confirmadas a
través del ritual revolucionario.
Se inhibe de innovar frente a las más significativas de las diferencias sociales heredadas. La
noción de gente decente, que refleja el delicado equilibrio social propio del viejo orden, es
recogida desde mayo de 1810 la presencia plebeya se hace sentir como nunca en el pasado, y
en ciertos momentos las preferencias de esa nueva clientela política no dejan de tener
consecuencias en el curso de las crisis internas del régimen.
A comienzos de abril de 1811 es el influjo de la muchedumbre de los arrabales, movilizada
por sus alcaldes, el que salva a la facción dominante de su ruina segura. La amenaza de
ampliación permanente del sector incorporado a la actividad política es eludida porque la
movilización de los sectores populares, cuyo carácter masivo la ha hecho impresionante, es a
la vez muy superficial.
Aun limitada, la politización popular es un hecho rico en consecuencias, siendo la dirección
revolucionaria marginal dentro del grupo tradicionalmente dominante, debe buscar apoyo
fuera de él.
Otro motivo: la guerra exigirá una participación creciente de los sectores populares. La
compulsión fue usada aun así, la persuasión se revelaba necesaria (el entusiasmo de los
marginales por el reclutamiento no parece haber sido universal).
Los motivos patrióticos y militares pasaban a primer plano; los aspectos políticos del cambio
revolucionario eran preferibles dejarlos a cargo de un sector más restringido.
119
Reconocidos sus límites no convendría sin embargo ignorar los alcances de la movilización
popular, sobre todo en la ciudad. Que la palabra escrita es en Buenos Aires un medio de
difusión ideológica no reservado a una minoría: la revolución multiplica las imprentas y el
avance del sentimiento igualitario es igualmente atestiguado.
Si bien sería excesivo sostener que la fe plebeya en la invencible Buenos Aires guió alguna
vez la política que desde la ciudad se hacía, es en cambio indudable que ya no habría en la
ciudad ningún gobierno que pudiera impunemente ignorarla del todo.
Esa fe sin desfallecimientos en la Patria es el único sentimiento que acompaña la limitada
movilización política de las clases populares. Al afirmarlo se correría el riesgo de ignorar los
avances del igualitarismo; los esfuerzos por limitar el alcance de la noción revolucionaria de
igualdad muestran que las posibles consecuencias de su difusión no dejaban de ser
advertidas. Las consecuencias de la revolución en el equilibrio interno de la porteña debían
difundir una imagen menos rígida del ordenamiento social.
Es sobre todo el equilibrio interno de la el que es afectado.
Ese proceso comienza bajo la forma de una lucha política de la revolución contra quienes la
hostilizan. Había un sector en el cual esas disidencias debían abundar: el de los altos
funcionarios de carrera, de origen metropolitano, otro sector más vasto con cuya
benevolencia no podía contar: el de los peninsulares.
En cuanto al primero, el poder revolucionario lo distinguió desde el comienzo porque,
siendo poco numeroso e intensamente impopular, ofrecía un blanco admirable para la
hostilidad colectiva.
Desalojados los no muy numerosos funcionarios de designación metropolitana,, la
revolución pareciera que ya no tiene enemigos. Sin embargo las cosas no están así; la
hostilidad hacia los peninsulares no decae. El bando del 26 de mayo ordena castigar con
rigor a quien “concurra a la división entre españoles europeos y americanos”.
Las exhortaciones de clérigos, periodistas y corresponsales anónimos no son suficientes
para detener la progresiva separación de peninsulares y nativos. Las consecuencias se hacen
sentir pronto; en circular del 3 de diciembre de 1810 la junta reserva los nuevos empleos a
los americanos, al mismo tiempo conservando en sus cargos a los peninsulares en situación
de exhibir “buena conducta, amor al país y adhesión al gobierno”.
Pocos días antes la medida es revocada.
No creer que la junta está convencida de cuanto proclama; es demasiado evidente que la
prudencia la guía ante la ofensiva de sus enemigos. Sin embargo no pone fin a los avances de
las discriminaciones. Éstos prosiguen por dos razones diferentes: la primera es que la
limitada democratización ha dado voz a una opinión plebeya cuyos sentimientos
antipeninsulares no parecen limitados por ninguna ambivalencia.
La conjuración de Álzaga debía marcar una ruptura completa entre los dos sectores de la .
La conspiración, con sus proyectadas represiones hacia el sector americano y patriota, fue
seguida de una agudización inmediata de las medidas antipeninsulares: prohibición de
montar a caballo, o de andar por las calles durante la noche. Los peninsulares son
eliminados del comercio al menudeo y se les prohíbe tener pulpería. Todo ello en medio de
una cerrada represión que durante días ofrece el espectáculo de ejecuciones en la plaza
120
mayor. Aun ahora, ninguna medida de exclusión es tomada respecto del comercio al por
mayor y aun la importante fortuna de Álzaga es salvada para sus hijos, criollos. Al año
siguiente, la creación de la ciudadanía de las Provincias Unidas ofrece finalmente el
instrumento legal para diferenciar el estatus de los metropolitanos favorables de los hostiles.
La carta de ciudadanía es requerida para conservar empleos públicos y actuar en el
comercio. La situación se hará cada vez más difícil hasta que en 1817 los peninsulares sólo
podrán casarse con una criolla si previamente obtienen autorización del secretario de
gobierno.
De este modo la revolución ha enfrentado a un entero grupo, lo ha excluido de la sociedad
que comienza a reorganizarse. Ahora bien, los peninsulares son especialmente numerosos
en ciertos niveles: alta administración y gobierno. La decadencia de las corporaciones y
magistraturas civiles y eclesiásticas no es tan sólo consecuencia del nuevo clima económico;
es el fruto de una política deliberada. La acción revolucionaria no se traduce aquí en la
exclusión de un sector de la sociedad colonial, sino en un reajuste del equilibrio entre
sectores destinados a sobrevivir a los cambios revolucionarios
b) La crisis de la burocracia
La revolución propone una nueva imagen del lugar de las magistraturas y dignidades. La
transformación es justificada en el decreto de supresión de honores del presidente de la
junta, de diciembre de 1810.
En adelante el magistrado deberá “observar religiosamente el sagrado dogma de la
igualdad” y no tendrá, fuera de sus funciones, derecho a “otras consideraciones”.
Esa severa disciplina que la junta se impone a sí misma será aplicada con rigor aún más vivo
a los demás funcionarios.
En tiempos coloniales, la solidaridad entre burócratas no había excluido las tensiones
internas; la revolución intensificó éstas mucho más que aquella. Aun dejando de lado la
depuración de desafectos, creó un poder supremo que sentía con mucha mayor urgencia la
necesidad de afirmar su supremacía sobre sus instrumentos burocráticos, y que por
añadidura podía vigilarlos mucho mejor que la remota corte.
Sólo frente a una magistratura se detuvo el poder revolucionario: la del cabildo, que en las
jornadas de mayo había sabido reservarse una superintendencia sobre el gobierno creado.
Sus integrantes conservan el derecho de elegir a sus sucesores. Cuando en 1815 se abolió
este sistema en beneficio de la elección popular, la reforma no hizo sino confirmar al cabildo
en su situación de única corporación cuya investidura no derivaba del supremo poder
revolucionario.
El cabildo ofrece el más sólido de los nexos de continuidad jurídica entre el régimen
revolucionario y el colonial de cuya legitimidad aquél se proclama heredero.
La afirmación del nuevo poder sobre burocracia y magistraturas está todavía estimulada por
la reorientación de las finanzas hacia la guerra. Debido a ellas, funcionarios tendrán
derechos sobre los ingresos públicos menos indiscutidos que en el régimen colonial. Los
retrasos en los pagos se harán frecuentes: a fines de 1811se les añadirá una rebaja general de
los sueldos.; se asigna a la quita carácter de préstamo.
121
Del mismo modo, las corporaciones, dotadas en el pasado de patrimonio propio, lo verán
sacrificado a las necesidades de la guerra revolucionaria.
Esa pérdida de riqueza, poder y prestigio pone cada vez más a funcionarios y corporaciones
en manos del poder supremo que termina por reasumir los signos exteriores de su
supremacía. La concentración del gobierno en una sola persona, el director supremo, va
acompañada del abandono ya definitivo del austero ideal igualitario que la junta se había
fijado en 1811.
En la iglesia se da una situación especial; el nuevo poder no puede utilizar con ella los
métodos empleados para reducir a obediencia a la administración civil; los enemigos
abiertos abundarán en su seno, y el gobierno revolucionario deberá aprender a convivir. La
depuración es incompleta y sobre todo gradual.
Cualesquiera sean sus sentimientos, los obispos sólo son aceptados en el nuevo orden si
prestan a él el prestigio de su investidura.
La conciencia por parte de la junta de que la política eclesiástica afecta de manera más
compleja a sus gobernados, le presta así una mayor ambigüedad: se trata de mediatizar al
cuerpo eclesiástico y de utilizarlo como auxiliar para la afirmación del poder revolucionario
La revolución se traduce en una agudización inmediata de los conflictos internos del clero
regular. Frente a esos conflictos el gobierno evita a menudo definirse. De este modo,
aseguran la sumisión de eclesiásticos adictos y desafectos.
Del poder eclesiástico se define por la pluma del cabildo eclesiástico como una clase más
dentro del estado, obligada por lo tanto “como parte de la conservación del todo”. Sólo a
partir de 1816 se oirá un lenguaje más altivo en los voceros del clero. La iglesia aislada de
Roma (primero por el cautiverio pontificio y luego por la decisión vaticana de no mantener
relaciones oficiales con la Hispanoamérica revolucionaria) y aislada también de España por
la guerra de independencia.
Buenos Aires no tendrá nuevo obispo por un cuarto de siglo; las órdenes comenzarán por
ser gobernadas por resoluciones del poder civil.
Ese avance del poder político no afecta directamente el prestigio de la religión en la vida
colectiva, el gobierno revolucionario tomó su papel de defensor de la fe.
Una iglesia así invadida por las tormentas políticas defiende muy mal el lugar tenido en la
vida rioplatense. Ese lugar no está amenazado por ataques frontales, sin embargo su erosión
es inevitable. Sería apresurado deducir una decadencia de la adhesión a la fe recibida; la
progresiva secularización de la vida colectiva, que las circunstancias imponían, provocaba
en cambio reacciones más limitadas.
Esta secularización es el correlativo de la politización revolucionaria. La política del
supremo poder revolucionario fue frente a la iglesia sustancialmente exitosa. Sólo que lo fue
mucho menos para heredar el poder y el prestigio de sus víctimas.
Ese empleo de la coacción obliga al nuevo régimen a crear un aparato de administración de
ella, más complejo y poderoso. Y ese aparato, auxiliar del nuevo poder representa un peligro
para éste. En el interior las autoridades subalternas son beneficiarias de un paulatino
traspaso del poder, cuya amplitud se percibirá plenamente a partir de 1820. En la capital,
122
por el contrario, los sucesivos gobiernos mantienen frente a ese peligroso deslizamiento una
vigilancia eficaz.
El poder supremo sólo domina parcialmente, y con el cabildo sostendrá conflictos
intermitentes.
La actitud del cabildo en parte puede atribuirse a la prudencia frente a un poder supremo
menos distraído que la corona. La autonomía de los alcaldes de barrio va a ser
drásticamente limitada. El reglamento de policía, dictado en diciembre de 1812, coloca a
justicias de campaña y alcaldes de barrio bajo las órdenes del intendente de policía y sus
comisarios.
De este modo, la relación entre el nuevo estado y los sectores populares y marginales
acentúa sus aspectos autoritarios y represivos.
La sustitución paulatina del aparato formado por los alcaldes y tenientes por una policía
centralizada y rentada con fondos del fisco central es una decisión comprensible. Gracias a
ella el poder revolucionario pudo eludir el surgimiento en su propia capital de un núcleo de
rivales potenciales.
Pero esa solución, posible en Buenos Aires, lo era menos en el Interior.
C) La dirección revolucionaria frente al ejército y la económico-social urbana
La legitimidad de ese ejército urbano, sólo a medias sometido a la disciplina de una tropa
regular, era constantemente puesta en duda. La revolución, al desencadenar la guerra, puso
fin a esa situación.
En una proclama del 29 de mayo de 1810, se establece que “es necesario reconocer un
soldado en cada habitante”, y las derrotas harán aun más evidente esa necesidad. Después
de Huaqui, que arrebata el Alto Perú, ese programa de militarización integral es llevado a
sus últimas posibilidades. La tendencia a hacer del ejército el primer estamento del nuevo
estado es innegable.. Los jefes militares gozaban de una popularidad con la que pocos
dirigentes civiles podían rivalizar. En la nueva liturgia revolucionaria la representación de la
fuerza armada ha adquirido un papel que no había conocido en el pasado.
Esa supremacía militar alcanza corolarios cada vez más inquietantes para la burocrática.
La adecuación del ejército, heredado de 1806, a sus nuevos y más amplios cometidos se
llevará adelante bajo el mismo signo que marca a la acción revolucionaria en su conjunto:
los progresos del igualitarismo del movimiento serán también aquí mantenidos bajo
estrecho control. Si bien esa parte “tan numerosa” no se ve ya impedida por la “diferencia
del color” de integrar la tropa veterana, los cargos de oficiales le seguirán vedados aun en los
cuerpos de color.
La búsqueda de nuevos reclutas, que en el Interior creará tensiones a ratos extremas entre el
ejército y las poblaciones, tiene en Buenos Aires consecuencias menos drásticas. El poder
limita la obligación de las armas a la población marginal.
Los esclavos parecen ofrecer una alternativa menos peligrosa que los marginales; desde la
revolución, la donación de esclavos a la patria se trasforma en un signo de adhesión a la
causa. Más adelante, a comienzos de 1815, son confiscados los esclavos de los españoles
123
europeos, para formar un nuevo cuerpo militar. Es así como, sin contar con las fuentes
rurales de reclutamiento a las que ahora se recurre, la composición de los cuerpos militares
ha cambiado profundamente; surgidos de un movimiento en que el elemento voluntario
había predominado, están siendo anegados de vagos y esclavos. Hacer de cuerpos así
formados el principal apoyo del poder revolucionario encierra peligros.
La profesionalización del ejército es la que aleja los peligros. El nuevo orden requiere
ejércitos y no milicias.
La transformación va acompañada de un reajuste en la disciplina. El proceso comienza sin
embargo por ser lento, las disidencias internas al personal revolucionario hacen del apoyo
de las milicias a Saavedra, el jefe de la facción moderada, un elemento precioso como para
que pueda ser arriesgado mediante reformas demasiado hondas. Aun así, los retoques
formales no faltan. No estaba en el interés del nuevo orden disminuir la distancia entre
oficiales y tropa.
Fueron las crisis políticas de 1811 (al dar a la fracción moderada una efímera victoria) las
que arrebataron a esa fracción el dominio de la situación política y eliminaron el obstáculo
principal a la profesionalización del ejército. De diciembre de 1811 data la resistencia abierta
del primer regimiento de Patricios cuyos suboficiales y soldados se sublevaron designando
nuevos oficiales.. La represión comienza: seis suboficiales y cuatro soldados son ejecutados,
otros veinte son condenados a presidio, compañías enteras son disueltas y el cuerpo
depurado. El movimiento es sólo de suboficiales y tropa. Una nueva línea de clivaje se revela
así, se impone una disciplina más estricta.
Esta trasformación tenía una consecuencia política precisa. Ahora el cuerpo de oficiales
ejercía su influjo político por derecho propio. Pasa a ser el dueño directo de los medios de
coacción que tienen entre otras finalidades la de mantener el poder en manos de esa ,
limitando la democratización a la que la revolución debe su origen. Hay aquí un peligro de
separación progresiva frente al personal no militar de la revolución; la primera mención a
los peligros del militarismo que contiene la Gaceta subraya que entre los oficiales ha surgido
un infundado sentimiento de superioridad “sobre sus paisanos.
La profesionalización, a la vez que da una preeminencia nueva al cuerpo de oficiales, lo
diferencia del resto del personal político revolucionario. El criterio de reclutamiento y
promoción varía.
El reconocimiento de ciertas exigencias técnicas, unido a la escasez de oficiales disponibles,
explica que el poder revolucionario haya sido menos estricto en cuanto al pasado político de
sus servidores militares que cuando se trataba de elegir auxiliares administrativos, con el
tiempo se hará cada vez más frecuente la incorporación de prisioneros realistas al ejército
patriota, no sólo como soldados sino también como oficiales.
En 1812 se hace presente en el Río de la Plata un saber militar menos sumario y rutinero que
el heredado de tiempos coloniales. San Martín, incorporado al ejército revolucionario como
coronel, adapta sistemas organizativos y tácticos de inspiración francesa. Alvear redacta una
instrucción de infantería que sigue la misma escuela. Con ellos, la superioridad del militar
ya no es sólo la del combatiente en una comunidad que ha hecho de la guerra su tarea más
urgente; es la del técnico que puede llevar adelante esa tarea con pericia exclusiva.
Todo la favorece, es la entera sociedad la que reconoce al militar el lugar que ése se asigna
dentro de ella. Lo esencial de la vocación militar es el riesgo de la vida y ese riesgo da
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derecho a todas las compensaciones, [no la planificación] derecho a vivir de la industria y las
privaciones de los civiles. Esa actitud puede ser peligrosa para la suerte militar de la
revolución.
En la hoguera de la guerra se destruye, junto con la riqueza pública y de las corporaciones, la
trabazón jerárquica en que se había apoyado el orden establecido, en el que los promotores
del movimiento revolucionario habían estado lejos de ocupar un lugar completamente
marginal. Pero los oficiales que asumen el primer lugar en el nuevo estado crean tensiones
evidentes en el interior, donde actúan a veces como conquistadores.
En primer término con esos sectores locales que han dominado la economía y que, ahora se
ven amenazados por la doble presión de la guerra y de la concurrencia mercantil extranjera.
Tensiones también con quienes tienen la responsabilidad directa del manejo político, y ven
agotarse la benevolencia de los grupos de los que han surgido mientras la costosa revolución
se obstina en no rendir los frutos esperados.
El cuerpo de oficiales puede llegar a ser también un peligroso rival político, peligro tanto
más real cuanto su identificación con la guerra a ultranza, que lo separa de la de Buenos
Aires criollo, coincide con los sentimientos y -hasta cierto punto- con los intereses de los
sectores populares.
Pero ese peligro está atenuado por otros factores. En primer término, por más rápidamente
que se consolide el espíritu del cuerpo, encuentra un rival muy serio en el espíritu de facción
sobre las mismas líneas que separan a las facciones no-militares. División facilitada por la
falta de sólidos criterios profesionales en la promoción de los oficiales. Para un buen
observador como el general Paz, un oficial formado por Belgrano, Por San martín o por
Alvear era reconocible por el modo de encarar cualquier limitada tarea. La consecuencia de
ello es que la rivalidad entre cliques encuentra una fuente adicional en la oposición entre
escuelas militares.
De este modo, ni aun la profesionalización lleva en todos los casos a un aumento del espirit
du corps entre los oficiales revolucionarios. Por otra parte, es preciso tomar en cuenta la
incidencia de otros factores igualmente hostiles a la formación de un cuerpo de oficiales
dotado de rasgos corporativos. El más evidente es que la actitud militar no es la única que se
espera de los más importantes jefes. Casi todos los jefes superiores eran, a más de militares,
líderes políticos en acto o en potencia. De este modo, si bien la revolución ha destruido la
vieja identificación con corporaciones o magistraturas, no puede dotar de una cohesión
igualmente intensa a la única institución que salió de la crisis revolucionaria fortificada y
una de las razones esenciales es que, como aventura individual, la carrera militar se
coronaba en una carrera política cuya lealtad era exigida simultáneamente por alianzas
familiares, solidaridades de logia y coincidencias de facción.
La independencia es a la vez que el coronamiento, el fin de la etapa revolucionaria, de la que
queda una tarea incumplida: la guerra. La independencia va a significar la identificación de
la causa revolucionaria con la de la nación. Hasta ese momento la dirección revolucionaria
había aceptado una misión ambiciosa: la de hacer un país y crear un orden.
No es sorprendente que no resulte siempre posible establecer una relación clara entre esa
clase política y ciertos grupos sociales y profesionales, si tenemos en cuenta que para los
contemporáneos no era fácil conseguir algo tan sencilla como saber quiénes pertenecían
efectivamente a ella.
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Lo que comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de participar en
una aventura de la que los más buscan permanecer apartados. Aunque más de uno participa
en la militarización que comienza en 1806, su prestigio no proviene del lugar que ocupan en
los cuerpos milicianos, sino de su veterana en las tentativas de organizar, frente a la prevista
crisis imperial, grupos de opinión capaces de enfrentarla sin desconcierto y con nociones ya
preparadas sobre lo que cabía hacer.
Rica en futuro es la inclusión en el sector dirigente de figuras que son incorporadas a él en
su condición de integrantes de ciertos sectores sociales: Alberti debe su lugar en la Junta a
su condición eclesiástica; Larrea y Matheu a su condición de comerciantes. Dicha inclusión
prueba que desde el comienzo el poder revolucionario ha sido sensible al problema de hallar
canales de comunicación con el cuerpo social, sin embargo, no alcanza a salvar su
aislamiento.
El bloque revolucionario formado desde su origen por dos sectores distintos, tiende a
escindirse en dos grupos opuestos. La relación de fuerzas en mayo de 1810 parece asegurar
una sólida hegemonía al de base miliciana que reconoce por jefe a Saavedra; su lenta erosión
sólo frenada efímeramente por golpes de mano como los de diciembre de 1810
-incorporación a la Junta de delegados de los Cabildos del Interior y renuncia de Moreno- y
abril de 1811 -que devolvió pleno control del poder a los saavedristas-, se debía básicamente
a dos razones: la primera era que la revolución iba a destruir a las milicias urbanas que la
habían desencadenado; la segunda que la comprensión de las necesidades del movimiento
revolucionario iba acercando a los más lúcidos jefes de milicia a las posiciones del sector
rival.
Los acorralados morenistas, sólo se constituyen en facción cuando su jefe ha partido, hallan
mejores razones de solidaridad en los sufrimientos comunes a manos de la facción rival, que
en la continuidad de una línea política.
Una dirección revolucionaria que se sentía inquietamente sola en el marco de los grupos
sociales de los que había surgido se forzaba ahora por asegurarse en el ejército profesional
una base que le permitiese independizarse del apoyo militante de cualquier sector social;
clausurando definitivamente el proceso de democratización. La falta de identificación total
de cualquier sector de la sociedad porteña con la dirección revolucionaria, que en 1810
parecía una flaqueza que era preciso corregir, luego de nueve años seguía siendo una
realidad. Pero a través de sus dos bases de prestigio y riqueza -el comercio, la alta
burocracia- esos sectores altos dependen demasiado de la benevolencia del nuevo poder
como para que puedan de veras permanecer del todo ajenos a él.
El sólo trascurso del tiempo creaba nuevas solidaridades -no necesariamente política- entre
integrantes de los sectores altos y el poder revolucionario. Una fuente evidente de ellas es la
actividad económica del Estado revolucionario. Aún así por más amplios que fueran esos
contactos de intereses, no bastaban para identificar a los sectores altos como grupo, con el
elenco dirigente. En primer lugar porque ellos se desarrollaban bajo el signo de una
arbitrariedad que creaba un círculo más amplio de hostilidad; en segundo término, por la
ambivalencia de esas relaciones; un cambio político podía trasformar al beneficiario en
víctima.
El lugar que a pesar de todo mantienen los dirigentes revolucionarios dentro de los sectores
altos locales, está lejos de dar únicamente vigor al movimiento. [Ejemplo la familia Escalada
no se comprometió políticamente con la revolución, pero no podía ser ignorada por sus
figuras principales. No por que sí San Martín, que no tiene una trayectoria dentro de los
126
grupos dominantes locales, encuentra en esa familia a su esposa. Halperin dice que el móvil
de su boda no necesariamente fue político, pero que sin duda, obtuvo beneficios políticos
como consecuencia de la misma. El caso de Alvear es muy distinto ya que no debía buscar
un acceso a las clases altas]
Pero: ¿al ligarse con una clase alta local de sentimientos reticentes a la empresa
revolucionaria, no cometían un error? Para ellos el problema no se plantea en estos
términos: ese grupo al que permanecen unidos, ha sido para muchos siempre el suyo y para
otros aquel por el cual han aspirado siempre a ser aceptados. Es más: para ese grupo ha sido
lanzada la revolución; era el beneficiario de la eliminación de las cliques peninsulares que le
habían disputado con éxito el primer lugar en Buenos Aires y esa reticencia frente al
compromiso político, tiene sus ventajas: evitaba vientos de fronda demasiado violentos. Esa
clase alta, si no se incorpora como grupo a la revolución es entre otras cosas, porque ya es
incapaz de actuar como tal. ¿Y al acercarse a ella los dirigentes revolucionarios, no corren el
riesgo de hacer suya su capacidad de dividirse en bandos rivales? He aquí una razón
adicional para que a los ojos de un grupo dirigente, el problema principal sea el de su
disciplina interna.
Ese problema pasa a primer plano en la conducción. Vista retrospectivamente la lucha que
separó a los morenistas de los saavedristas, parecía ofrecer la primera lección sobre los
peligros de la división en la dirección revolucionaria; la formación en marzo de 1811 de un
club político morenista marcó el comienzo de un nuevo estilo de politización. No tenía por
función ampliar el número de los porteños políticamente activos, sino organizar a los que de
entre ellos ya se oponían o podían ser llevados a oponerse a la tendencia moderada en el
poder.
Luego de una breve persecución a manos de sus adversarios, el club es reivindicado: el 13 de
enero de 1812, resurge con el nombre de Sociedad Patriótica. En octubre de 1812 alcanzó su
victoria cuando un movimiento del ejército ya profesionalizado barrió a los herederos
indirectos y escasamente leales del saavedrismo encabezados por Rivadavia y Juan Martín
de Pueyrredón. Pero esa vindicación de la Sociedad Patriótica, marcó a la vez que el punto
más alto de su poder, el surgimiento de su rival: la Logia.
No se distinguía ésta de la Sociedad Patriótica, ni por sus tendencias ni por sus dirigentes,
era su función en el sistema político la que marcaba una diferencia. Ya no se trataba de dar
mayor firmeza de opiniones al entero sector políticamente activo; se buscaba más bien dar
una unidad táctica a los dirigentes de este sector. No parece haber dudas sobre los
propósitos de la Logia: asegurar la confluencia plena de la revolución en una más vasta
revolución hispanoamericana, republicana e independentista. En este aspecto la Logia
retoma la tradición morenista pero esa orientación no torna menos complejas las
situaciones que el poder revolucionario debe enfrentar, en particular dos: un problema era
la disidencia Litoral, favorecida por el uso de apoyos locales en la lucha contra el baluarte
realista de Montevideo que había dado a estos apoyos fuerza suficientes para resistir las
tentativas de subordinarlos al poder central. El otro era la inesperada marea de la
restauración, que comenzaba a cubrir a Europa.
Si la fe revolucionaria y republicana tenía muy poco que decir frente a los problemas de la
disidencia Litoral, era directamente puesta en entredicho por los avances antinapoleónicos
en Europa; para sobrevivir, debía aprender de nuevo a disimular. La Constituyente, no
dictará Constitución alguna, no proclamará la independencia, se reunirá cada vez menos, la
transición de la Sociedad Patriótica a la Logia no había significado sólo un nuevo
estrechamiento del poder, sino un cambio de acento. Del esclarecimiento ideológico, que
127
seguía siendo el objetivo declarado de la primera, a la manipulación de influencias con vistas
a efectos políticos, que era la finalidad de la segunda.
Con Alvear mejor organizado que nunca para su primera tarea, la de conservar el poder, el
grupo revolucionario, no se halla por eso mejor integrado a la sociedad urbana. La mayor
disciplina interna, no bastaba para eludir los peligros implícitos en ese aislamiento. La
facción alvearista no tenía demasiadas razones para temer reacciones en la capital; aun así,
tenía la necesidad de buscar algún apoyo. Dicho apoyo no podía llegar sino del ejército. El
alvearismo, sacó a la guarnición de la planta urbana de la capital, la concentró en un
campamento de las afueras, desde donde esos hombres, aislados de cualquier agitación
ciudadana y comandados por oficiales de segura lealtad, debían asegurar al gobierno, contra
cualquier sorpresa. Pero esa guarnición, no era todo el ejército ni la capital la entera área
revolucionaria. En 1814 siendo aun Director Posadas, Alvear, tras de su retorno triunfal de
Montevideo, parte hacia el Ejército del Norte para reemplazar a Rondeau. El cuerpo de
oficiales se niega a recibirlo, y el héroe de Montevideo debe emprender una poco gloriosa
retirada. En Cuyo San Martín que se niega a encuadrarse en el mecanismo de control
dominante en Buenos Aires se ha hecho peligroso; es enviado un reemplazante e igualmente
rechazado por el Cabildo mendocino.
En esas condiciones, la elevación de Alvear a Director Supremo, es una medida de
emergencia. Es la activa resistencia litoral la que conduce a la crisis final del alvearismo. A lo
largo de 1814 y 1815 la disidencia se extiende de la Banda Oriental a Entre Ríos, Corrientes y
Santa Fe; las tentativas de detenerla por la fuerza no son felices; Alvear desde enero de 1815
decide emplear a una parte de su guarnición de la capital en enfrentar la avanzada federal
que ha vuelto a apoderarse de Santa Fe, es precisamente la vanguardia de esa expedición la
que se subleva en Fontezuela.
¿Por qué cayó el alvearismo? En parte es consecuencia de la concentración del poder, la
facción podía mantener su hegemonía mientras su política fuese inequívocamente exitosa.
En la ciudad es Miguel Estanislao Soler, quien da el golpe de gracia contra el alvearismo; fue
traición si se quiere pero éste sólo actúa cuando el cabildo ha comenzado ya su reacción
ofensiva contra Alvear y la opinión pública urbana ha comenzada a hacer de los capitulares
sus paladines contra lo que ya se denomina la tiranía del Director Supremo.
La caída del alvearismo, se debe sustancialmente a los reveses que enfrenta, los una política
que es previa al triunfo del alvearismo. Para Alvear y sus adictos, el fracaso de esa política,
es sobre todo consecuencia de los avances mundiales de la contrarrevolución. En
consecuencia, la facción dominante estaba dispuesta a abjurar progresivamente de su credo
revolucionario que aparecía ahora como una aventura condenada de antemano.
Al lado del problema exterior, el interno había revelado toda su gravedad; la revolución
había agotado sus posibilidades a lo largo de cinco años; utilizando la fuerza como el
máximo argumento en política interior. Había terminado por hacer del ejército su
instrumento político por excelencia. La caída de Alvear bajo los golpes de un ejército
destinado a combatir la disidencia litoral, no hace sino subrayar hasta qué punto era en las
áreas sometidas a su dominio, no en su capital, donde se decidía la suerte del poder
revolucionario.
d) Fin de la Revolución y principio al orden.
El derrumbe de 1815 parece imponer en el país, una doble reconciliación con un mundo
cada vez más conservador. Pero al mismo tiempo parece exigir cambios sustanciales: en el
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país, sobre todo en el interior, las resistencias parecían brotar sobre todo contra las
tentativas de cambiar demasiado radicalmente el orden prerrevolucionario. No sólo los
ataques a la fe heredada, sino también los intentos de romper el equilibrio entre las castas,
contaban entre los errores que habían llevado a la catástrofe en que culminó el avance hacia
el Alto Perú. Cuando el restaurado poder nacional promete dar fin a la revolución y
principio al orden, espera hacerse grato también a un público menos remoto que el de las
chancillerías. Es necesario poner el poder político de los titulares del poder económico. Aun
si la parte de estos en el manejo de la conducción revolucionario, no aumenta, su gravitación
es indiscutiblemente mayor que hasta 1815. Esa reorientación política es tanto más
impresionante porque no se da acompañada de una sustitución demasiado amplia del
personal político revolucionario. Los herederos inmediatos del poder durarán poco; desde el
comienzo existe tensión entre el cabildo, fortaleza de los notables de la ciudad y los jefes
militares que colaboraron en derribar al alvearismo.
Por el momento, la secesión Litoral estaba lejos de agregar problemas: en el nuevo consenso
conservador, Buenos Aires y el Interior comenzaban a encontrar un terreno de
entendimiento que había faltado. El lento proceso electoral del que surgiría un nuevo
Congreso General Constituyente, seguía avanzando. Se reuniría en Tucumán ofreciendo una
prueba de la apertura del poder revolucionario hacia el Interior. Reunido, elegía Director
Supremo a Pueyrredón. El Director emprendió viaje hacia su capital a la que halló al borde
de una nueva crisis política y su presencia pudo evitarla. También habría que tomar en
cuenta la emergencia de nuevas bases de poder político: los ejércitos en campaña gravitaban
ahora. Otro factor de disciplinamiento era la cada vez más poderosa disidencia litoral.
Mientras hasta 1815 el gobierno se había identificado con el grupo que había impuesto la
revolución, ahora quiere presentarse como su primera víctima. En un contexto ideológico
muy distinto, la prioridad de la guerra se mantiene. Aun así, y dentro del marco estrecho
dejado por la guerra, el régimen directorial, busca ir volviendo a sus quicios los elementos
de la pública felicidad. Considera urgente los problemas que derivan de la carestía de los
alimentos. Esa actitud debe muy poco a la noción revolucionaria de igualdad que es ahora
cada vez más abiertamente recusada. Es el temor a la indisciplina el que impone esa medida.
El nuevo régimen, redefinirá también su relación con el ejército. Los de frontera han tenido
influencia decisiva en su surgimiento, y con ellos guardará relaciones estrechas. Pero los
ejércitos de frontera han variado fundamentalmente: luego que bajo la guía de Rondeau el
del Norte fue derrotado en Sipe Sipe, la defensa frente al bloque realista peruano quedará en
manos de las fuerzas locales de Salta. El ejército del Norte, replegado en Tucumán, es
sometido a una reorganización a cargo de Belgrano y no tiene ya la importancia que alcanzó
en el pasado. Ahora el más importante de los ejércitos de frontera es el de los Andes. En el
Litoral la acción política era preferible a la militar; y en Buenos Aires y su campaña, el
ejército del que Alvear quiso hacer un instrumento de su primacía se ve relevado de sus
funciones de custodio del orden interno. Nuevas milicias -batallones cívicos- son
organizadas luego y el cabildo se reserva su jefatura.
A la vez que renunciaba a cualquier popularidad muy vasta, el régimen de Pueyrredón,
aspiraba al apoyo reflexivo de sectores más limitados. Frente a la elite criolla, golpeada
desde 1810 podría invocar la prudencia financiera que buscaba mantener pese a la guerra,
pero esa nueva política financiera, no iba a ser demasiado exitosa. La reforma del arancel
aduanero llevó a una agudización del contrabando. El desequilibrio financiero subsiste.
Antes del retorno a las exacciones arbitrarias, la tentativa de superarlo fue la emisión de
papeles de Estado que causó más irritación que gratitud entre los supuestos beneficiarios.
La miseria fiscal veda al Estado tomar el papel de árbitro entre las fuerzas económicas y
sociales del que esperaba obtener adhesión.
129
Otra circunstancia hace más difícil esa tarea: la sociedad se halla en rápida trasformación.
La administración Pueyrredón no se desinteresa de los problemas de la campaña, para la
cual nombra un comandante general en la persona de Balcarce. La reconstrucción
económica que él está ansioso por comenzar. La ve sobre todo, como una restauración de las
hegemonías sociales y económicas prerrevolucionarias. Al definir así su objetivo, lo torna
irrealizable.
La guerra hace imposible el retorno al orden; sólo cuando se le ponga fin, podrá darse por
verdaderamente clausurada la etapa revolucionaria. La relación entre la dirección política y
la elite social sigue entonces, como antes de 1816, siendo problemática; y el apoyo de los
sectores populares se ha enfriado considerablemente.
III. La Revolución en el País.
a) la revolución en el Interior.
Lo primero que pretende de la revolución es un acatamiento explícito al nuevo gobierno.
Esta conduce en casi todas partes a una reiteración del proceso vivido por Buenos Aires: el
arbitraje de un Cabildo abierto.
Al ascendiente de las autoridades locales y de la que se ha creado en buenos Aires, se agrega
la fuerza de expediciones militares. Pero la fuerza que Buenos Aires envía requiere ser
completada por otras de base local; sólo en Córdoba, la revolución se afirma como la victoria
de una expedición porteña contra una resistencia local. En el resto del territorio, el apoyo de
las milicias resulta al comienzo decisivo. Ganar el favor de los que han sido reconocidos por
el antiguo régimen en su función dirigente, no es el único camino que queda abierto a la
revolución. Ésta puede hacerse promotora de un cambio en el equilibrio social, que sobre
todo en el Interior implica, equilibrio de castas. Ambos caminos ofrecen ventajas. El
segundo puede a la larga asegurar al movimiento un arraigo más sólido que la adhesión de
los elementos dirigentes. Se aplican tres soluciones: ataque deliberado al equilibrio
preexistente en el Alto Perú; conservación de ese equilibrio al que no se oponen fuerzas
locales considerables en el Interior; y defensa de ese equilibrio amenazado por los avances
del proceso revolucionario en el Litoral.
i) La Revolución como revolución social: Alto Perú.
El Alto Perú que en 1809 ha sido conmovido por alzamientos y represiones, se adelanta al
avance de las tropas porteñas, que encuentran ciudades ya pronunciadas en su favor. Esa
unanimidad ocultaba sin embargo, muchas reticencias. Cuando la ocupación del Alto Perú
termina en fracaso, esa tensión se traduce en un rápido cambio de actitud de muchos
adictos a los libertadores. La hora de buscar culpas ha llegado y Saavedra lo halla en Castelli
a quien se acusa de imprudencias. El 25 de mayo de 1811 proclamó el fin de la servidumbre
indígena en Tiahuanaco. Aunque no tuvo efectos jurídicos inmediatos, sirvió para acrecer la
alarma de quienes estaban preocupados por el equilibrio social y racial. Pero esa política
filoindígena, no era una iniciativa personal, estaba indicada en las instrucciones que la
Junta le había dirigido. [Las instrucciones de que habla Halperin, no eran de la Junta, sino
instrucciones secretas redactadas por la mano de Mariano Moreno] y por otra parte, era
impuesta por la guerra misma. El ejército necesitaba numerosos auxiliares. Frente a los
sectores altos, el Alto Perú requería una política más dura que el Tucumán; en los momentos
críticos, se llegaba a planear la deportación masiva de peninsulares. Ese proceso debía
tornar irreconciliables a los enemigos del nuevo orden, pero, por otra parte habría de ganar
a éste, sólidos apoyos entre los notables criollos a quienes se confiaba el poder local.
130
La revolución necesita soldados pero también las contribuciones son inevitables. Las
medidas de policía contra los desafectos igual. A una sociedad en cuyos sectores altos los
peninsulares y los criollos, los adictos al viejo y al nuevo orden, están a menudo unidos por
lazos muy íntimos, no es extraño que el odio que la represión despierta, no se limite al grupo
que es su víctima directa. El Alto perú no sabe si ha sido liberado o conquistado. No es
extraño que la lealtad del entero Potosí se haya hecho cada vez más tibia.
La política filoindígena es sobre todo un arma de guerra. Luego de Huaqui la ciudades
altoperuanas, se trasforman en un solo bloque hostil a las tropas revolucionarias, que son
atacadas y expulsadas en casi todas ellas. En las zonas sobre las que tiene responsabilidad
directa, el poder revolucionario busca limitar los avances de la emancipación indígena. Pero
esta política reservada a las áreas del extremo Norte, se trasforma en un medio de
perturbación del enemigo en la completa área andina, con bastante éxito.
ii) Revolución en la estabilidad: Tucumán y Cuyo.
En esas áreas la actitud del poder revolucionario es diferente. La población indígena
integrada en las áreas españolas es en todas partes minoritaria; su utilización está todavía
dificultada por la heterogeneidad y el aislamiento recíproco de esos grupos indígenas.
La perspectiva de un cambio que amenace la hegemonía de la gente decente sobre la plebe
queda de antemano excluida. La aparición de emisarios del nuevo poder, algunos de los
cuales eran ellos mismo originarios del Interior, era un fuerte estímulo a favor de nuevos
alineamientos locales. Al mismo tiempo, la inseguridad sobre el futuro del movimiento
revolucionario y el temor de posibles represalias contra sus adherentes en caso de derrota,
frenaban esa misma tendencia. Frente a esos peligros la actitud de los emisarios de la
revolución, se hace cada vez más circunspecta. El censo de los amigos y adversarios del
movimiento, parece hacerse con facilidad, pero eso es ilusorio.
El deán Gregorio Funes, instalado por sus méritos revolucionarios en la Junta sigue
aconsejando a su hermano máxima prudencia en sus muestras de adhesión al movimiento.
El emisario de poder debe reducir al mínimo las perturbaciones que a pesar de todo la
revolución debía producir en el equilibrio interno de los sectores altos del Interior. Ese
equilibrio no tiene por unidades a los individuos, sino a las familias.
La fuerza de la organización familiar en el Interior, se vio acentuada por el explícito
reconocimiento que de ella hizo la autoridad revolucionaria. Así, un realista de Córdoba es
protegido invocando los méritos políticos de su cuñado. Este cuidado por mantener un
cierto equilibrio entre los linajes dominantes, encuentra un ejemplo en las medidas que
siguen al fusilamiento del coronel Allende.
En este mundo formado por elites urbanas en perpetua lucha contra sí mismas, la
neutralidad podía ser la solución más prudente, aunque inalcanzable.
Reducir a los conflictos cordobeses a la eterna cruzada de algunos clanes familiares contra
otros es una tentación, pero esas disputas se enlazaban con los conflictos entre la revolución
de Buenos Aires y el movimiento artiguista y amenazaban actuar en cada momento como
amplificadores desencadenantes de crisis que excedían los límites en los que el orden
colonial había sabido contenerlos.
131
El Interior debe contribuir al esfuerzo de guerra: desde 1810 pocas noticias de la región
reciben en Buenos Aires tanta difusión como las de donaciones para el ejército. Años
después la situación ha variado. En primer término las contribuciones no van acompañadas
ya en las publicaciones de los nombres de los donantes; el elemento voluntario ha
desaparecido casi por completo. Las donaciones de dinero han sido distanciadas por los
animales y granos.
La revolución, al paso que empuja a enteros sectores de la elite urbana a la ruina, protege de
ella a otros porque los nuevos cometidos que impone, obligan al poder político a delegar
cada vez más funciones en quienes ocupan en el sistema económico y social, posiciones
importantes. Los efectos de esa delegación progresiva pueden medirse mejor en 1820.
Desde la perspectiva del poder revolucionario, La Rioja, alejada de las áreas en que se lucha,
es sobre todo proveedora de hombres, caballos, mulas y vacas. La trasformación se hace
sentir más en Los Llanos. Ese reservorio de recursos, debe ser enérgicamente gobernado.
Las autoridades locales en tiempos coloniales laxamente controladas, adquieren poderes
nuevos. En ese marco se ubican los primeros tramos de la carrera pública de Quiroga.
En La Rioja como en el resto de las provincias rioplatenses la obligación de la papeleta de
conchabo para los peones es actualizada; los vagos son los candidatos para las levas
extraordinarias y la incorporación a filas es el castigo para los reincidentes. La coyuntura
guerrera confiere un poder más amplio a esas autoridades locales de aplicación (milicianas y
político-judiciales). La militarización se extiende al entero país revolucionario. Se forma así
en la primera década revolucionaria, una red de autoridades subalternas y ejecutivas que se
revelarán más sólidas que aquellas de las cuales dependen.
El gobierno revolucionario que se mostró tan sensible a los peligros de un traslado de
poderes a las autoridades subalternas de su capital, no tiene aquí nada que hacer. Para
tomar otro camino, hubiera debido contar con los recursos, crear un cuerpo de funcionarios
pagados por el fisco para cada distrito, dotarlos del apoyo armado necesario, etc.
Hasta 1820 las consecuencias políticas de este proceso estaban lejos de haberse hecho
evidentes. Indudablemente no faltaron en el Interior, enfrentamientos con el poder central.
En todos esos conflictos, el nuevo tipo de autoridad política local, tiene aun un papel
secundario. La disolución del Estado central en 1820, permitirá advertir las consecuencias
de esta innovación. Fue esta la más importante modificación que introdujo la revolución en
el equilibrio del poder.
iii) El sistema de Güemes.
Aquí la revolución política quería ser a la vez revolución social. No tuvo por consecuencia
trasformación alguna y radical del sistema del orden social; aun así su postulación iba
contra la orientación cada vez más respetuosa del orden heredado que la revolución había
tomado luego de 1815. Al someter al Interior al doble impacto de las trasformaciones
mercantiles y de un esfuerzo de guerra, la revolución iba a imponer a éste modificaciones,
destinadas a perdurar. En este contexto, la Salta de Güemes, es más bien un caso extremo
que una excepción en el Interior.
Hasta 1815 Salta se ha visto más afectada por la guerra que otras comarcas. Cabeza de
Intendencia, Salta había vio separada de su jurisdicción en 1814 a Tucumán que abarcaba
Tucumán, Catamarca y Santiago del estero. Había sido gobernada por gobernadores
intendentes designados desde Buenos Aires. En ninguna parte ha creado la revolución,
132
divisiones más profundas que en Salta. La perspectiva de un rápido retorno de la ciudad al
territorio realista, dio a los adictos al viejo orden una tenacidad que les faltó en otras partes.
De este modo se mantuvo un bando realista.
Las ocupaciones realistas -sobre todo la segunda en que Pezuela sometió a la ciudad a
saqueo- consolidaron momentáneamente al bando revolucionario.
Es entonces cuando Güemes reaparece en la escena salteña de la que lo había alejado en
1812 una resolución de Belgrano. Va a dar un giro decisivo al proceso salteño.
La clase alta de Salta, -en abril de 1815, llegada a Salta la noticia de la caída del Director
Alvear- el cabildo convoca a la Asamblea de vecinos que designa gobernador a Güemes. Éste
puede ofrecer a los capitulares una garantía contra la intrusión de nuevos emisarios
porteños. Güemes logrará crear al lado de las milicias reclutadas localmente, cuerpos que le
darán una base propia de poder. El ascenso de Güemes, corre paralelo a la progresiva
instalación de la guerra en Salta.
Bajo el Directorio de Pueyrredón,. No surge ninguna oposición al orden político que se
instala en Salta a cambio de sus servicios en el Norte, pero estos servicios constituían una
gran carga para la población local.
Acompañado de otros avances del gobierno local, había liberado a los trabajadores en tierra
ajena, de la obligación de pagar tributo, en dinero, trabajo o frutos a los propietarios. Si bien
ha sido criticado como un tirano por sus opositores, menos fácil es exhibir una víctima de tal
tiranía.
b) La otra revolución: Artigas y el Litoral.
Como en Salta el poder revolucionario, utilizó en la Banda Oriental, apoyos locales a los que
luego hallará difícil contener. La Banda Oriental forma parte del área sobre la que Buenos
Aires ha ejercido control directo y he aquí una de las razones por las que no ha de avanzar en
concordia con el poder central.
Un proceso revolucionario que Buenos Aires ha suscitado, pero que pronto escapa a su
dirección, se extiende primero a la banda oriental y luego a todo el Litoral. En 1815 avanza
más allá sobre Córdoba y La Rioja. Aunque esos avances resultan efímeros, todavía en 1820
la disidencia litoral es capaz de derribar por segunda vez al poder revolucionario instalado
en Buenos Aires. Pero esa trayectoria concluye en su derrumbe total, sin dejar herederos.
Esta disidencia, es fruto de la guerra.
Hace a la originalidad de la experiencia litoral sus bases sociales. Por otra parte, la
incidencia del movimiento en el equilibrio social está lejos de ser la misma en todas las
regiones que abarcó, siendo mucho mayor en la Banda Oriental.
Allí, figuras de origen relativamente modesto alcanzan posiciones de liderazgo. Este hecho
se explica por las características de la región: numerosos propietarios ausentistas,
originarios de Buenos Aires, aún más numerosos ocupantes sin título de propiedad, no
todos necesariamente pobres.
Es una región acostumbrada a callar y obedecer la que pretende compartir el poder. Instalar
un centro de poder político en la campaña oriental; era a la vez un desplazamiento de la base
social del poder político.
133
La revolución artiguista es esencialmente un alzamiento rural. Se debe esto entre otras cosas
a las peculiaridades de la situación prerrevolucionaria en esa zona, que era económicamente
una de las fronteras en expansión del virreinato, disputada como hinderland por Buenos
Aires y Montevideo. Pero fue el curso de la revolución y su expansión sobre el Litoral el que
lo hizo inevitable.
El pronunciamiento de Buenos Aires devuelve a Montevideo a la disidencia.. Se apoya en
una base local mucho más frágil que la de 1808; compensa, sin embargo, con una actitud
más agresiva, utilizando al máximo su superioridad militar en la Banda Oriental y en los
ríos.
Ya antes de la rebelión rural, la presencia de la ciudad en la campaña se reduce cada vez más
a sus aspectos militares. Desde su origen, la dirección del movimiento campesino se recluta
en la campaña y su emergencia se va a dar al margen del sistema jerárquico que, basado en
la campaña tenía su cima en la ciudad. Y aun dentro de la campaña la emergencia de ciertas
figuras no dependía directamente de su posición en la escala social, sino de su capacidad de
reclutar un séquito.
El movimiento no surge sin embargo aislado de todo influjo urbano; ese influjo se ejerce
esencialmente en el plano militar. Montevideo busca en la campaña recursos para la lucha
desigual que sus dirigentes le imponen, y con ello crea nuevas causas de hostilidad rural. Al
ofrecer inicialmente auxilio al movimiento rural de la Banda Oriental, el gobierno de Buenos
Aires no sólo podía sentir que alejaba el peligro representado por la disidencia allí instalada,
sino que incluso se aseguraba una ventaja. Ese auxilio -otorgado a Artigas, prófugo a fines
de 1810- no sólo da a éste una investidura que le servirá luego para erigir un poder
independiente del de Buenos Aires; brinda a la entera revolución rural una legitimidad.
En pocos meses, a partir de febrero de 1811, la campaña oriental se hace insegura para las
tropas de Montevideo; en abril, Elío, debe sacar sus fuerzas de la ciudad para defender la
cercana campaña de la que recibe abastecimientos: el resultado es la victoria de Artigas en la
batalla de Las Piedras y el comienzo del sitio de Montevideo. La amplitud de la victoria de
los disidentes les daba creciente fuerza también en la ciudad.
La erosión de la autoridad urbana es interrumpida por la intervención portuguesa,
solicitada por los realistas. Buenos Aires hace su paz con Montevideo en octubre de 1811: la
entera campaña oriental, y aun la mitad oriental de Entre Ríos, son devueltas a la obediencia
montevideana; se espera alejar a los portugueses.
El resultado del armisticio es el éxodo del 80% de la población de la campaña oriental al
interior de Entre Ríos. El retorno a las tierras orientales (hecho posible por la negociación
de la retirada portuguesa, emprendida a desgano por Río de Janeiro, bajo presión
británica). En una campaña cuya población no excede los 10.000 habitantes, Artigas ha
movilizado 4.000 soldados en 1811 y dispondrá de más de 6.000 en 1816. Esa vasta
movilización hace imposible cualquier normalización económica mientras dura la guerra.
La guerra ha desecho en la campaña oriental las bases económicas de la hegemonía de
algunos poderosos hacendados y comerciantes de la ciudad. La jefatura que el éxodo
confiere a Artigas definitivamente, no impide que las tensiones crezcan en el bando
revolucionario. La disidencia que se insinúa no se vincula tanto con la política que sigue
Artigas cuanto con su disposición a imponer sacrificios, que los notables juzgan demasiado
prolongados. Sólo la ocupación de Montevideo por las fuerzas de Buenos Aires devolvió en
1814 a los más entre los notables a un artiguismo ahora más resignado que entusiasta. No es
134
extraño entonces que cuando la invasión portuguesa de la Banda Oriental, en 1816, enfrentó
a la hegemonía de Artigas con una amenaza que Buenos aires no había sido capaz de
oponerle eficazmente, hayan sido los notables de Montevideo los que inauguraron las
defecciones.
Artigas aprendió a descubrir los vínculos entre los problemas demasiado evidentes de la
economía rural de la Banda Oriental y las peculiaridades de la distribución de la tierra;
gracias a ella quizá le fue más fácil extraer del postulado revolucionario de igualdad de
corolarios que imponían una repartición más amplia - sino necesariamente menos desigualde la propiedad rural. Desde 1797 hasta 1811 el acuerdo implícito entre Artigas y los grandes
hacendados orientales no conoce eclipses. Los límites de la adhesión política que los
sectores urbanos ofrecen a Artigas nacen más bien que de cualquier desconfianza frente a su
persona y sus propósitos, de prudencia.
Esa afinidad de origen no es, sin embargo, la única razón por la cual artigas trasforma el
régimen establecido en la Banda Oriental bajo sus auspicios en una suerte de diarquía, en
que autoridad eminente no es siempre estrictamente obedecida. Tras de eliminar la
autoridad de Otorgués, Artigas designa gobernador al cabildo, y desde entonces le rinde
muestras de respeto formal. Esa cortesía formal no disimula dónde se encuentra la
supremacía. Sin embargo, esta división de las tareas político-administrativas no es una pura
apariencia. La lejanía de Artigas deja a las autoridades montevideanas un margen de
decisión mayor.
Si la aplicación de las medidas vinculadas con la guerra abre un terreno para los
desencuentros entre Artigas y el Cabildo montevideano, no debería ocurrir lo mismo con la
obra de reconstrucción económica, para lo cual Artigas cree llegada la hora (la guerra se ha
alejado de la Banda Oriental, y por un momento, en 1815, parece que el entero Río de la
Plata acepta reorganizarse según orientaciones que el artiguismo viene proponiendo. Artigas
admite que para lograrlo debe limitarse progresivamente la autoridad militar, que es al cabo
la base de su poder político, a favor de ese sistema administrativo que tiene su cabeza en el
cabildo. Es la restauración de la autoridad civil sobre la campaña... Y era la entera
administración la que se intentaba reorganizar con vistas a la futura paz y la reconstrucción
económica. Idéntica preocupación revela Artigas en cuanto a los Ingresos fiscales: quisiera
no volver a la imposición de contribuciones extraordinarias. Esa extrema ortodoxia no gana
sin embargo para ella la total adhesión de los capitulares reclutados en el sector
económicamente dominante en Montevideo.
La reconstrucción rural deberá hacerse sobre las líneas generales fijadas en el Reglamento
provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus
hacendados. La promulgación del reglamento se debe a una iniciativa del cabildo. La
tramitación de éste se trasladó en sus etapas finales de Montevideo al campamento de
Artigas. El propósito de reforma social que anima al Reglamento ha sido subrayado más de
una vez y es sin duda indiscutible; “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y
los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suerte de estancia, si con su trabajo, y
hombría de bien, propenden a la felicidad de la provincia”. ¿Cuáles serán las tierras que se
distribuirán? Las de los “emigrados, malos europeos y peores americanos que hasta la fecha
no se hallan indultados por el jefe de la Provincia. Del mismo modo, la fijación estricta de la
superficie máxima que puede concederse a cada beneficiario individual si bien tiene una
intención igualitaria, conlleva una finalidad que es asegurar la rápida puesta en explotación
de las tierras.
135
¿Hasta qué punto el arreglo de la campaña incidió en la historia rural uruguaya? El
resurgimiento ganadero que procuraba inducir fue brutalmente interrumpido, casi antes de
comenzar, por la nueva invasión portuguesa lanzada en 1816. En cuanto a la redistribución
parece que ésta fue mucho más amplia de lo que frecuentemente se supone, pero sus efectos
no fueron duraderos. El fracaso en que remató la experiencia se debe a la ausencia de un
coherente sector beneficiado por ésta y dispuesto a defender las ventajas adquiridas.. El
cabildo y el grupo social con el que se identifica, muestra escasa simpatía por algunas de las
soluciones adoptadas. La aplica siguiendo la misma táctica de obediencia selectiva ya
utilizada ante otras directivas de Artigas; de este modo, logra realizar una redistribución
sólo lenta y parcial de las tierras efectivamente disponibles. Su propósito parece ser, antes
que evitar cambios demasiado amplios en el régimen de la tierra, proteger los intereses de
algunos de esos “malos europeos y peores americanos” con los cuales conservaban los
capitulares cierta solidaridad..
En la Provincia Oriental el artiguismo representó la creación de un poder político basado en
grupos parcialmente distintos, sino necesariamente enemigos, de los dominantes en la
situación prerrevolucionaria, y con ello inauguraban una experiencia radicalmente nueva,
cuyas consecuencias en cuanto al cambio del equilibrio social fueron limitadas pero cuyos
alcances en otros aspectos no podrían negarse; por casi un siglo, la existencia de un
liderazgo político rural mal controlado y a menudo peor acordado con el de Montevideo será
el problema dominante en la historia política uruguaya.
En ese Litoral que iba a ser teatro de expansión, el artiguismo aparece desde el comienzo
como una fuerza política externa a cuyo auxilio es posible recurrir en los conflictos que la
guerra iba creando entre Buenos Aires y sus administrados. Sólo en 1814 apareció dispuesto
el gobierno central a reconocer el influjo artiguista en la banda oriental.
¿Por qué este gobierno reaccionó con tanta hostilidad a la expansión del artiguismo? No era
solamente la necesidad de mantener la unidad amenazada sino también la defensa de las
tierras que Buenos Aires había considerado siempre suyas, de las que provendrían en el
futuro buena parte de las exportaciones. En este contexto, el artiguismo hacía posible una
ordenación alternativa del comercio litoral, que utilizara a Montevideo como entrepuertos
con ultramar. [es decir, no sólo están presente intereses económicos, sino además el peligro
que representa el artiguismo en constituirse en un modelo alternativo de revolución en el
Río de la Plata]
Los señores del Cabildo de Corrientes como luego los santafesinos, aceptan colocarse bajo la
protección de quien protege también a los más rústicos jefes locales de Entre Ríos y a los
guaraníes de las misiones. No era solamente el relativo aislamiento recíproco de las tierras
formalmente unidas bajo su protectorado el que permitió a Artigas ser en ellas todo para
todos adecuando su política al equilibrio existente en cada una; más inmediatamente influía
la común aversión a Buenos Aires y a su dominación económica y política.
Artigas comenzó por mostrar extrema cautela: sólo luego de la ruptura definitiva con
Buenos Aires en 1814, se decidió a utilizar políticamente adhesiones y contactos formados
durante la lucha contra realistas y portugueses, en la etapa que va del armisticio de 1811
hasta la evacuación portuguesa negociada en Buenos Aires en 1812. Entonces la entera
Mesopotamia se entregará en pocos meses. Nacen así los Pueblos Libres; se trata de varias
unidades políticas frente a las cuales Artigas enfrenta problemas en cada caso distintos.
En Entre Ríos, es la etapa artiguista aquella en la cual nace la provincia misma como
unidad, trasformada en tal por un gobierno central que ya la controlaba mal y que es
136
juzgada útil por Artigas para ser usada como moneda de cambio para proyectos más vastos.
Pone aquí a Ramírez en la gobernación. Esto para sus adversarios porteños implicaba un
ascenso desde los más bajos niveles sociales, aunque ese juicio esté lejos de ser exacto. Si
bien la somete a fuertes sacrificios, aún ese enemigo póstumo que fue Ferré, deberá admitir
que para su provincia, el breve dominio de Ramírez pudo compararse con ventaja con el de
Buenos Aires.
En Entre Ríos las disidencias son menos marcadas; ese sistema político apoyado en una
movilización militar casi universal, sin embargo, reserva las posiciones dominantes a los que
ya antes las tenían, lo cual es posible gracias a la inexistencia de antagonismos sociales. La
eficacia de esta fórmula política sobrevivirá incluso a la caída de Ramírez. Ese clima social
de concordancia le hace posible a Ramírez organizar un ejército cuya disciplina es muy
superior a otros capitaneados por jefes artiguistas o incluso a los destacamentos del ejército
nacional. Dicha concordancia se explica en parte por el pasado de Entre Ríos; en esa tierra
de frontera en rápida expansión económica una historia demasiado breve y de prosperidad
demasiado constante ha impedido la consolidación de un sector alto dominante. Otras
razones para que la militancia artiguista sea más fuerte en Entre Ríos que en Corrientes o
Santa Fe radica en que antes de volcarse al artiguismo, Entre Ríos ha participado en la lucha
contra la realista Montevideo y contra el avance portugués. La ruptura comercial con
Buenos Aires, consecuencia del ingreso de Entre Ríos en los Pueblos Libres, era aquí menos
gravosa que para Corrientes o Santa Fe, cuya única salida hacia el mundo era por el Paraná,
controlado por Buenos Aires.
En Corrientes, la victoria federal es asegurada por el avance desde el territorio misionero del
jefe artiguista Blas Basualdo. Pero si ese avance fue tan fácil, se debió a que el artiguismo era
recibido sin hostilidades. La entrada de Corrientes en los Pueblos Libres se tradujo en la
elección de Juan Bautista Méndez , jefe de las fuerzas veteranas de la ciudad, como
gobernador. Artigas buscó aquí cambiar el equilibrio político interno; su instrumento para
ello fue el congreso provincial que fue convocado por el Cabildo, sólo ante la presión ejercida
por algunos comandantes de milicias rurales. Son éstos los que terminan por trasformarse
en grandes electores y llegan a dominar el Congreso Provincial. Pero esa ampliación de la
base política está lejos de dar a Artigas la sólida base de sustentación local que le será
necesaria. El Protector parece resignarse aquí y preferir no dar contribución a la
acentuación de los antagonismos políticos. En Corrientes, aún para sus primeros
sostenedores, el artiguismo había significado un apoyo externo, al que era oportuno
mantener a distancia.
Es preciso que Corrientes siga sus directivas en cuanto a su ordenación militar y en ese
punto Artigas no es ambiguo. De igual modo es necesario que gobierne su comercio
haciendo de él un medio de presión sobre Buenos Aires, aunque el costo de las frecuentes
prohibiciones de comerciar, era muy alto para la provincia.
En sus aliados correntinos, falta cualquier vocación revolucionaria. Se han volcado al
artiguismo guiados sobre todo por la prudencia y por eso no va a sobrevivir a la invasión
portuguesa de la Banda Oriental.
Lo mismo que en tiempos de dominio de Buenos Aires, Corrientes debe mandar hombres a
luchar fuera de su territorio y junto con los hombres marchan recursos. La reconciliación
con Buenos Aires parece aproximarse en mayo de 1818 cuando un pronunciamiento de la
fuerza veterana destituye a Méndez. Comienza un lento despegue cortado por la rápida
invasión de guaraníes capitaneados por el hermano de José, Andrés Artigas. José buscará
rehacer el entendimiento con el Cabildo correntino; en setiembre de 1819 le promete retirar
137
a los misioneros del territorio, pero ya el artiguismo correntino ha perdido su vigor y aquí la
política artiguista desfavorece por igual a ciudad y campaña al aislar a Corrientes de sus
posibles mercados.
El hecho de que Corrientes se haya sumado a los Pueblos Libres porque no le quedaba otra
salida, explica quizá que Santa Fe, cuyos agravios frente a Buenos Aires son más serios,
tarde más en tomar el mismo rumbo. El control de Santa Fe en crucial para Buenos Aires ya
que constituye un paso obligado entre ésta y el Interior. La unión con los Pueblos Libres
innovaba profundamente la situación anterior en que Santa Fe había trasformado en zona
de influencia a la mitad occidental de Entre Ríos y había establecido con el resto de las
tierras ahora dominadas por Artigas relaciones menos significativas que las mantenidas con
el Interior y el Alto Perú. Las vacilaciones santafesinas, las resolvió la brutalidad de la
política porteña, que eliminó la posibilidad de acuerdos viables con los elementos locales. La
llegada del artiguismo aquí presenta aspectos comparables a su avance en Corrientes. Hay
en primer lugar un larvado descontento frente a la revolución porteña, que comienza por
despojar a santa Fe de sus rentas capitulares, que pasan a integrarse a la Caja de Buenos
Aires y concluye con arrebatarle la mayor parte de su tropa veterana dejando la frontera
indígena desguarecida.
Cuando Santa fe se vuelca al artiguismo, hay ya en su territorio tropas de los Pueblos Libres
bajo el mando de Francisco Candioti. Éste acababa de escribir a Álvarez Thomas rogándole
que enviara a la provincia los auxilios militares que hubieran hecho innecesaria la
disidencia. La política filoindígena del artiguismo iba a despertar aquí recelos más vivos que
en Corrientes. En 1815, con el gobernador en agonía, llegan los auxilios porteños. No son los
armamentos solicitados sino un ejército comandado Viamonte, que impone como sucesor de
Candioti a Tarragona. Estas tropas serán expulsadas en abril de 1816 y comienzan el
alzamiento contra Viamonte las tropas de frontera cuyo jefe es Estanislao López. Si bien
domina la campaña, López no es capaz de disputar el dominio de la ciudad a la guarnición
porteña; serán los auxilios llegados del otro lado del Paraná, los que derroquen a Viamonte.
Las relaciones de Santa Fe con el jefe artiguista Eusebio Hereñú, son detestables. Costó
mucho trabajo a los santafesinos desembarazarse de sus codiciosos invasores llegados de
Entre Ríos. Una política de equilibrio entre las pretensiones porteñas y artiguistas se
impone como necesaria. La situación se hacía complicada porque Santa Fe estaba lejos de
haber alcanzado una sólida unidad interna. Los acontecimientos de abril de 1816 habían
llevado a Mariano Vera al gobierno. En 1817 Artigas, ya afectado por la marcha desdichada
de la resistencia oriental contra la invasión portuguesa, decide ganar el pleno apoyo de Vera
y para ello entrega el gobierno de Entre Ríos al hermano de éste.
En julio de 1818, una revolución que comienza en el Cabildo, hace gobernador a Estanislao
López y comienza al mismo tiempo la preparación de una Constitución provincial que será
la de 1819.
El dominio de López no fue desde el comienzo indiscutido, pero luego de sus victorias sobre
Buenos Aires en 1819, su dirección no será discutida durante veinte años. La concordia que
marca el largo gobierno de López, es hecha posible por la estructura social santafesina, que
no se ha visto amenazada durante todo el proceso.
Pese a sus éxitos, López debe enfrentar en 1822 una conspiración en la que se unieron jefes
milicianos desafectos, prisioneros en la ciudad luego de un prolongado destierro y
miembros de una de las más ilustres familias capitulares. La conjura pudo ser desbaratada y
López hizo rápida y selectiva justicia. El derrocamiento era una empresa riesgosa porque
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López tenía bases de poder independientes de la : una organización militar pagada por la
provincia pero unida a su caudillo por vínculos de lealtad más personal que institucionales.
De modo que un programa que es esencialmente de rehabilitación económica con
estabilidad social, a acompañado de una ampliación de las bases de poder político, que
escapa a la capitular.
IV. LA DISOLUCIÓN DEL ORDEN REVOLUCIONARIO.
a) Fragmentación Política (1819-1821)
En el decenio revolucionario, dos sistemas políticos habían asumido como primera tarea
alcanzar la victoria en el campo de batalla. Hacia 1816, la guerra había dejado de ser popular
y la fatiga comenzaba a corroer la solidez de ambos rivales. En ambos bandos la decadencia
del poder supremo va acompañada de un vigor creciente de los regionales. El proceso es
evidente en la Liga Federal. En 1819 la Santa Fe de López es aliada insegura; la Entre Ríos
de Ramírez muestra una independencia nueva; sólo Corrientes, vigilada por las tropas
guaraníes mantiene entera subordinación al Protector de los Pueblos Libres.
En el territorio controlado por Buenos Aires el primer síntoma es la ineficacia creciente del
aparato gubernativo. La presencia del ejército nacional no basta para hacer cesar la
disgregación del poder. Pueyrredón se esforzó por elaborar una política que dosando la
imposición y combinándola con la búsqueda de apoyos locales en el Interior, ofreciera una
alternativa al autoritarismo de base militar dominante hasta 1815. la parte del ejército que se
hallaba en territorio nacional entró en disgregación progresiva, juntamente con el orden
político.
En 1819 Pueyrredón había solicitado una licencia que había dejado al frente al general
Rondeau. Más tarde, presentaba su dimisión definitiva. La Constitución que acababa de
promulgar el Congreso iba a ser la causa de nuevos conflictos. Decididamente centralista,
sus adversarios le imputaban un espíritu aristocrático que se revelaba en la composición del
Senado y en la organización electoral, que tras limitar el derecho de voto, buscaba controlar
sus efectos mediante elecciones indirectas. Esta Constitución permitía unificar a los diversos
movimientos contra el gobierno directorial bajo una cruzada republicana. Artigas por su
parte, comienzos de 1820, fracasaba en sus últimos intentos por salvar alguna parte del
territorio oriental del avance portugués.
La disgregación del sistema directorial comenzó en Tucumán cuando las tropas del ejército
del Norte, derribaron al gobernador el 11 de noviembre de 1819 quien no tenía arraigo
político propio. Bernabé Aráoz iba a ser el beneficiario del alzamiento. La quiebra de la
legalidad no quería ser total; el cabildo designó a Aráoz como gobernador intendente
provisorio. Aún así creaba un poder local surgido de decisiones locales. Para su creación sin
embargo se unía el influjo de Aráoz el apoyo de la guarnición que hasta entonces había
formado parte del ejército nacional. Ese esa gravitación de los fragmentos del ejército
nacional sobreviviente del derrumbe del Estado central la que constituye la originalidad de
la experiencia política que comienza en el Interior. El influjo de las guarniciones parece
hacer posible el acceso al liderazgo de figuras que han sido marginales no sólo respecto al
grupo dirigente local, sino también a los dominantes en el resto de las Provincias Unidas. No
obstante no convendría exagerar esto.
Aráoz es la figura dominante de ese Tucumán al que convierte en república aunque el
acaudalado presidente halla cada vez más difícil distinguir entre su peculio privado y el de
su provincia. La importancia de éste debe necesariamente decaer: desde la disolución del
139
poder nacional sólo cuenta para sostenerse con los recursos de la región que ha contribuido
a separar. Si el influjo de la guarnición era un hecho pasajero, las soluciones que surgían
iban a contar con apoyos militares mejor enraizados. Éstos daban fuerza a las clienteslas
rústicas de los jefes políticos que se iban a disputar Tucumán. Aráoz encontrará su más serio
rival en Javier López, quien lo hará fusilar en 1824. El cambio en el estilo político no
compromete sino más bien consolida la estabilidad social. Para Tucumán los problemas
surgen de las rivalidades que dividen a la élite tradicional y envuelve en ellas a la entera
provincia.
En San Juan por otra parte, la guarnición parece aspirar a un poder no compartido; la
alarma se extiende: junto con la estabilidad política, la social aparece amenazada. El 9 de
enero de 1820 el alzamiento del primer batallón del ejército regular estallaba en San Juan
contra la autoridad del teniente gobernador De la Rosa. También se rebela contra los
oficiales superiores del cuerpo. Producida la victoria, el capitán Mendizábal no halla difícil
hacerse elegir teniente gobernador, por el cabildo cuya composición acaba de ser renovada.
Los nuevos opositores saben colocar al movimiento al que acompañan bajo el signo de una
escrupulosa lealtad al poder supremo: afectan desconfiar de la e De la Rosa y su superior el
gobernador de Cuyo, don Toribio de Luzuriaga.
Mendizábal es un hombre de origen social escasamente brillante, y oriundo de Buenos
Aires; aun así, sus bodas con doña Juana De la Rosa, hermana de su futura víctima, le han
dado influjo antes del movimiento. Pero muy pocos de entre los oficiales de la guarnición lo
han acompañado. El capitán Mendizábal ha distribuido dinero que servirá como garantía a
la subordinación mientras tenga recursos. Ante el riesgo creado, la solución adoptada por
Luzuriaga es en primer término privar de noticias a la guarnición de Mendoza, cuyo
alzamiento teme. La solución definitiva pasa por entregar el gobierno local a aquellos que
cuentan con bastantes apoyos locales para mantenerse en él. El gobierno nacional, al que
Luzuriaga reconoce como supremo, ha dejado en los hechos de contar. Es imprescindible
ahora que la crisis política se resuelva en crisis social. Para soslayar ese desenlace, Luzuriaga
renuncia en el cabildo, dejando así que la “fuerza moral” venza a la “fuerza física” de la
subvertida guarnición.
El primer avance sobre San Juan comandado por el comandante Alvarado, jefe de las tropas
estacionadas en Mendoza, terminó en una rápida retirada. Menos de cinco meses después
de la rebelión sanjuanina, una nueva fuerza mendocina no sólo rechazaba el ataque de los
alzados sino conquistaba la ciudad de San Juan. Un acaudalado chileno residente en San
Juan era elegido gobernador de la provincia.
La gravitación de los restos del ejército nacional en disolución resulta menos decisiva de lo
que podría hacer suponer su superioridad militar en el Interior.
Sólo en Córdoba el jefe de un pronunciamiento militar puede, con apoyo de los cuerpos que
ha sustraído a la obediencia del gobierno nacional, poner las bases de una hegemonía local.
[se refiere a Bustos, quien entra en Córdoba con restos del ejército del Norte, luego del
Pronunciamiento de Arequito]
Desde fines de 1818 el grueso del ejército del Norte ha abandonado Tucumán para ubicarse
en Córdoba. En junio de 1819 el general Belgrano ha abandonado el comando que queda en
manos del general Cruz. En diciembre vuelve la guerra que Estanislao López ha mostrado ya
poco deseo de comenzar. 6.000 hombres van a converger sobre la disidente Santa Fe desde
Buenos Aires y Córdoba. El ejército del Norte es lo más valioso de esa fuerza. Se ha
renunciado ya de hecho a mantener las soldadas [los sueldos] al día y aun a los pagos a
140
cuenta se hacen cada vez más infrecuentes. Ésta es una de las razones del pronunciamiento
de Arequito y su jefe es el general Bustos. El sector no adherido al pronunciamiento se
reduce en un par de días a un manojo de oficiales sin subordinados ni tropas. El ejército
entero marcha hacia al norte. [Se suponía que el pronunciamiento, se hacía repudiando la
lucha interna contra López para volver a la lucha independentista]
No hay nada en el movimiento comenzado en Arequito, que pueda alarmar el interés de los
propietarios. Aun en el campo político la emergencia de Bustos significa una innovación más
limitada de lo que podría suponerse puesto que éste es un veterano de la carrera de la
revolución, como saavedrista. Podrá utilizar las tensiones latentes en Córdoba para
consolidar su poder. El 19 de enero un cabildo abierto entrega la gobernación de la provincia
a José Javier Díaz, quien ya la había ocupado durante el periodo artiguista. Éste no parece
adivinar la rivalidad de Bustos. Éste ha difundido una justificación del pronunciamiento que
excluye el establecimiento en Córdoba del ejército alzado y su jefe. Pero las promesas de
Arequito están destinadas a no cumplirse. El retorno al Norte sólo es posible contando con
auxilios de Buenos Aires que por el momento son imposibles. Llega a Córdoba para
quedarse y la provisión del ejército que acompaña a Bustos significa nuevas penurias para
Córdoba, una segura causa de impopularidad para el gobernador interino. Mientras tanto, el
poder se le escapa de las manos.
Bustos contará con el apoyo del grupo que ha sido sostén del último gobernador intendente
designado desde Buenos Aires. Esa alianza es cimentada a través de 1820 y 1821, con
alzamientos montoneros en el norte de la provincia, movimientos más serios en la zona
pampeana, invasión desde Santa Fe en la última aventura de Ramírez y Carrera. El nuevo
poder se afirma gracias a sus victorias sobre las amenazas litorales, pero esta compleja crisis
revela, más que el temple de Bustos, el de su teniente de gobernador que ya se había
distinguido en la represión del movimiento artiguista cordobés en 1816: Francisco de
Bedoya. Bustos parece ser poco más que el bando interno de la élite local; sin embargo la
afirmación paulatina de un poder más personal, lo cual se mostrará en todas sus
consecuencias durante la crisis de 1824. En cuatro años Bustos ha logrado hacerse de una
nueva base de poder, paralela a la militar a la que no renuncia: en las milicias rurales, la
designación de cuyos jefes hasta el grado de coronel es atribución del gobernador.
Lo que hace a la originalidad cordobesa respecto a las demás provincias no es la
concentración de poderes en las manos del gobernador, sino el más complejo aparato
institucional en que se envuelve. Esa concentración no basta. Aun en Córdoba, lo que
permite a Bustos ser el árbitro de las disputas de la élite urbana es el apoyo de las tropas de
línea. Luego de la caída de Bustos, no debida a fuerzas internas sino a la invasión desde el
norte llevada a cabo por el General Paz, lo que emerge es una dominación mucho más
rústica. Primero la de los hermanos Reynafé; luego la de Manuel López, jefe de las milicias
de Río Tercero.
Ese ascenso del poderío rural durante el decenio de Bustos es asegurado por la reducción
progresiva de las fuerzas de línea.
En el resto del Interior ese ascenso de un nuevo liderazgo de base rural, apoyado en milicias
se afirma más rápida y abiertamente. Esa organización miliciana es en todas partes de base
predominantemente rural y no sólo porque la distribución de la población confiere en todo
el Interior mayoría a ese sector, sino porque los regímenes que surgen de la crisis de 18191821 se muestran particularmente sensibles a los peligros para el orden social y político que
podrían devenir de una militarización urbana ampliada. La estructura miliciana es pública
en las nuevas provincias tanto en su origen como en sus fuentes de financiación; pero la
141
utilización de relaciones jerárquicas preexistentes, derivadas de la organización social y
económica de la región, hace esa financiación mucho menos costosa.
En La Rioja este proceso desemboca en la hegemonía de Los Llanos sobre la capital y la zona
subandina que encuentra su personificación en Facundo Quiroga como suprema autoridad
militar y gran elector de las autoridades provinciales. En ninguna de las nuevas provincias la
fuerza armada se redujo a la necesaria para asegurar la recaudación fiscal. La existencia de
cuerpos armados heredados de la etapa anterior lo impedía.
Ese aparato militar en algunas provincias cumple una función esencial: es el caso de las que
tienen una frontera india que defender. Antes de la disolución del Estado en 1819-1821 la
importancia que las tropas de frontera podían alcanzar en el plano local pudo advertirse en
Santa Fe. Esa misma solidez se presentaría en la Santiago del Estero que Felipe Ibarra iba a
gobernar.
El poder nacional, desde 1814 ha colocado a Santiago bajo la directa dependencia de
Tucumán, ahora cabeza de la intendencia desgajada de la de Salta. La creación de la
república del Tucumán agrava la situación: Santiago parece entregada sin remedio a la
dominación de su rival. En la frontera de abipones desde 1818, reside como comandante
Felipe Ibarra, capitán del ejército nacional.
La república del Tucumán se disuelve para dejar paso a tres provincias separadas y en la de
Santiago del estero la posición de Ibarra se hace particularmente delicada frente a la
enemiga de las familias capitulares. La solución que adopta es avanzar con sus tropas
fronterizas y conquistar la capital desde la que gobernará por así un tercio de siglo. Ahora
Santiago debe costear sin ningún auxilio externo la defensa de su demasiado extensa
frontera indígena y sólo una hegemonía política no compartida asegura los recursos
necesarios. Este poder se apoya en una fuerza armada permanente, no en milicias. Su poder
es por ello más independiente del equilibrio social, pero esa independencia no supone un
cambio en el equilibrio social.
Tanto en Santiago del Estero como en Santa Fe la emergencia de la fuerza de frontera como
base del poder político proviene, a la vez que del predominio militar de la crisis de las que
podrían ser bases rivales de poder. Donde esta crisis está ausente alcanzan un predominio
menos exclusivo. De ello tenemos un ejemplo claro en Mendoza, donde la defensa de las
fronteras han llevado ya en tiempos coloniales a la formación de una organización militar
permanente. Si bien desde que Cuyo pasó a ser administrado por San Martín, la política de
paz y alianza con los indios quitó urgencia al problema, éste reapareció agudizado a partir de
1820. En Mendoza la presencia en tierra de indios de demasiados fugitivos del nuevo orden
dio nueva agresividad a la acción indígena.
Allí había preparado San Martín su ejército de los Andes. El traslado de ese ejército al teatro
chileno y luego peruano, devolvieron a primer plano en el mantenimiento del orden interno,
a las milicias locales. No es sorprendente que cuando Mendoza comenzó su trayectoria como
provincia separada y la necesidad de un apoyo militar para el orden político se hizo de nuevo
evidente, esa multiplicidad de tradiciones militares hiciera sentir sus consecuencias.
Mendoza se separó del poder nacional a partir de la decisión de su gobernador Luzuriaga. El
apoyo militar comenzó a ser buscado en las tropas regulares de la guarnición antes nacional
que comandaba Alvarado.
El avance sobre San Juan había recaído sobre el coronel Morón. La victoria de la “fuerza
moral” profetizada por Luzuriaga. Parecía completa, aunque ella había encontrado
142
adversarios aun dentro de Mendoza: dos oficiales veteranos del ejército de los Andes, los
hermanos Francisco y José Félix Aldao, habían sido encargados del reclutamiento de
soldados para un nuevo cuerpo veterano de caballería; una vez formado éste, lo volcaron en
el conflicto interno. A lo largo de la década de 1820 la emergencia de los Aldao como jefes
supremos de las fuerzas de frontera parece no tener consecuencias inmediatas en el plano
político. Sin embargo, es decisiva para el futuro encumbramiento político de los Aldao.
La razón es aquí la misma que en Santa Fe o Santiago: la defensa de la frontera es esencial
para el mantenimiento de la economía productiva de la provincia, el gasto que ella implica
es de todos modos inevitable, y ello hace que la atención a las necesidades de los cuerpos
encargados de esa defensa tenga prioridad sobre las de las milicias.
El ascenso de las fuerzas de frontera a la supremacía militar no es sino un aspecto particular
de esa emancipación de los poderes de base regional cuyo ascenso gracias a la disolución.
Un proceso análogo sigue al derrumbe paralelo de la Liga Federal.
En Santa Fe la tropa de frontera y en Corrientes las milicias rurales. Sólo en Entre Ríos
-debido a la supervivencia de esa organización militar más profesionalizada que Ramírez
supo crear-, el poder dejado en herencia puede quedar en manos de un oficial profesional
sin séquito fuera del ejército, el porteño Lucio Mansilla.
El paisaje político que emerge de los derrumbes de 1820 parece marcado más bien por la
extrema fragmentación y diversidad que por la presencia de fuertes oposiciones entre un
pequeño número de grandes bloques regionales.
Hay una posición que parece haber conservado y aun acrecido su intensidad: la que separa a
Buenos Aires (provincia), de las surgidas en el interior y litoral. En la etapa que comienza,
Buenos Aires no es sólo la más próspera de las provincias rioplatenses. Ofrece además un
modelo que más de una desespera por emular. Pero, las consecuencias políticas de diez años
de revolución, guerra y apertura a la economía mundial no son en Buenos Aires tan
divergentes de las del resto del país como podría parecer en los años inmediatos a 1820.
b) 1820 en Buenos Aires: Ruina y Resurrección.
El periodo directorial había sido en Buenos Aires de creciente desorientación política, aun
más abarcadora en una sociedad cuya élite urbana veía sacarse las fuentes de su riqueza;
cuyas capas populares veían resurgir cada vez más claramente como ideología oficial la
imagen jerarquizada de la sociedad del Antiguo Régimen.
La decisión de doblegar a Santa Fe tomada a fines de 1818, es el comienzo del fin del
régimen directorial. El gobierno central debió entonces enfrentar la lucha contra la
disidencia litoral solamente con los recursos de la capital y su campaña.
La capacidad ofensiva de los disidentes estaba también muy disminuida: en la Banda
Oriental, seguidores de Artigas resistían cada vez más débilmente la acción portuguesa y
Buenos Aires se iba a ver libre de la amenaza. El mismo jefe de los orientales había
intentado disuadir a sus lugartenientes del proyectado avance sobre Buenos Aires, por esta
razón apareció desde el comienzo como una empresa predominantemente santafesina y
entrerriana. Ramírez y López lograron poner 1.600 hombres en Buenos Aires. Esto aparecía
demasiado escaso para doblegar la resistencia del ejército nacional, sin embargo bastó una
carga de caballería federal en Cepeda, el 1º de febrero de 1820, para lanzar a la fuga a las
tropas de Buenos Aires. El régimen directorial entró en disolución espontánea. Comienza así
143
la necesaria trasformación política de Buenos Aires. Sería el partido directorial, que es una
sola cosa con los grupos dominantes en la sociedad y la economía porteña, el que logra
trasformar una derrota en victoria.
Cabe preguntarse si la identificación entre partido directorial y élite económico-social no es
una simplificación excesiva. El grupo que dirigió la política revolucionaria, aunque reclutado
dentro de la élite criolla, no era idéntico a ella. Esta discutible identificación tiene como
consecuencia la interpretación de los choques de 1820 como manifestaciones de un abierto
conflicto entre sectores sociales opuestos. Hay opciones políticas menos dramáticas frente a
las cuales la actitud de lis distintos grupos sociales es diferente.
La amenaza que se dibuja es la del retorno ofensivo de la oposición antidirectorial porque en
las soluciones políticas que ha propugnado y sigue propugnando, hay más de una cuya
adopción haría imposible el rápido retorno a una paz que Buenos Aires necesita.
Se ha reprochado al régimen directorial la traición de la ideología revolucionaria y la
cautelosa política frente al avance portugués en la Banda Oriental. Sin duda el régimen
directorial había fracasado en su tentativa de proseguir la guerra hasta la victoria y a la vez
tutelar mejor los intereses inmediatos de esa élite. Su intento de normalización económica y
social en medio de la guerra desembocó en un fracaso y ya en 1819 el régimen había
retornado a los modos de obtención de fondos cuya brutalidad había condenado a sus
predecesores. La antigua oposición encontraba que las soluciones que había defendido,
habían dejado de ser literalmente válidas en un contexto profundamente trasformado por el
derrumbe del régimen. La conquista portuguesa había avanzado demasiado para que fuese
fácil eliminar sus consecuencias. Una semana antes de Cepeda había fracasado en
Tacuarembó la última tentativa de mantener la presencia artiguista en la Banda Oriental. En
marzo, Fructuosa Rivera, el más influyente de los jefes rurales que han seguido a Artigas, se
incorpora al ejército imperial. La adhesión al movimiento de los Pueblos Libres se había
acompañado de reticencias que pasaban a primer plano luego de la derrota del gobierno
central.
Entre los vencedores de Cepeda y la oposición antidirectorial de Buenos Aires no será fácil
hallar un terreno de entendimiento. Tampoco lo encontrarán más fácilmente los vencedores
con esa élite económico-social de Buenos Aires que adquiere influjo directo en la política de
la nueva provincia. Aun así la posibilidad de un acuerdo parece menos remota de lo que
parecería al principio.
La devoción a sus interese antes que a una tradición ideológico-política hace de los que en
Buenos Aires entran reluctantemente en la arena política, comprensivos hacia sus
vencedores. Al mismo tiempo, el interés de éstos en hallar aliados en Buenos Aires es
necesariamente muy grande. La situación privilegiada de la nueva provincia no es sólo
consecuencia de la política virreinal o revolucionaria. Aun luego de su derrota Buenos Aires
conserva un patrimonio de armas y dinero, y el acceso a ese patrimonio se ganará más
fácilmente mediante un acuerdo. Sólo cuando los vencedores advierten que si se ven
acorralados los intereses dominantes en Buenos Aires están resueltos a impulsar esa unión
para una guerra que les repugna, se deciden a tomar el camino de la transacción. Para
entonces Ramírez se habrá retirado de la provincia, devuelto a Entre Ríos por la amenaza de
Artigas. Estanislao López es un interlocutor más exigente, aunque en una perspectiva más
amplia, sus objetivos son más modestos.
Cepeda ha dado solamente un golpe provisional al régimen directorial. El poder vencido se
inclina y entrega el gobierno de la provincia al Cabildo. Ramírez exige la creación de un
144
gobierno no vinculado con el régimen caído. Surge así de un Cabildo abierto la Junta que
elige gobernador a Manuel de Sarratea, que ha hecho figura de opositor durante el gobierno
de Pueyrredón. La designación satisface a los vencedores, que con él firman el tratado de
Pilar: allí se prevé una futura organización federativa para las provincias rioplatenses, pero
se omite deliberadamente toda precisión al comprometer una acción contra la presencia
portuguesa en la Banda Oriental. Un artículo secreto promete a Ramírez armas de Buenos
Aires.
La Junta llegará a ser la expresión institucional de ese grupo de élite económico-social, al
que la precisión de los caudillos vencedores ha obligado a abandonar los lazos con el pasado
directorial. Los primeros movimientos no corresponden sin embargo a los representantes;
es Soler quien, tras de descubrir que el gobierno de la provincia le ha sido escamoteado,
denuncia a Sarratea por la entrega de armas porteñas. Antes de cosechar los frutos de esa
maniobra, se ve marginado por la llegada de Juan Ramón Balcarce. El 6 de marzo, un
Cabildo abierto lo hace gobernador; Sarratea y el despechado Soler han huido a la campaña
y los federales son ahora sus valedores. Ante la perspectiva de la vuelta a la lucha, las fuerzas
de Balcarce entran en disolución. Su jefe debe marcharse a Montevideo y Sarratea puede
volver a gozar de su triunfo.
Ramírez se marcha y su influencia pasa a ser ejercida a través de José Miguel Carrera. A la
aparición de Carrera, sigue la de Alvear que busca el apoyo de las fuerzas militares porteñas
para reemplazar en el comando de éstas a Soler. Fracasa y la intentona compromete a
Sarratea. Disminuido, éste convoca a elecciones para una nueva Junta de Representantes.
Sus miembros creen llegada la hora de la vuelta a la gran política e instalan en el gobierno al
presidente del cuerpo: Ildefonso Ramos Mejía. Pero Soler al frente de su campamento de
Luján, desconoce la autoridad y por su parte Estanislao López, comienza un nuevo avance
sobre Buenos Aires; a su lado marchan Carrera y Alvear. Ante el peligro, la supremacía de
Soler se impone de nuevo en Buenos Aires. La Junta se disuelve, pero vuelve a ser
convocada sólo al efecto de confirmar la designación de éste como gobernador provisorio.
Pero Soler no es capaz de detener a López. En la campaña, una Legislatura rival es instalada
bajo los auspicios de éste y designa gobernador a Alvear; en la ciudad el Cabildo se inclina a
la transacción, mientras Soler, el coronel Dorrego y el coronel Pagola se declaran por la
resistencia hasta el fin contra López y Alvear. Mientras Soler y Dorrego dejan el campo al
Cabildo, que ha tomado la gobernación interina, Pagola asume una brevísima dictadura.
El coronel Rodríguez que ha venido organizando las tropas de frontera desde los últimos
años directoriales finalmente ha acudido con ellas a Buenos Aires. Al no aceptar la
gobernación Rodríguez, esta le es conferida interinamente a Dorrego.
Una elección crea en agosto una tercera Junta de Representantes. La posición de Dorrego se
ha hecho delicada; su política de guerra a ultranza se hace impopular entre los que en
Buenos Aires añoran sobre todo la paz. Éstos han comenzado a encontrar en Rodríguez un
apoyo militar alternativo al que Dorrego podría ofrecerles. En setiembre la Junta designa a
éste gobernador interino; Dorrego se inclina ante esta decisión y renuncia al comando
militar. El desenlace es una nueva revolución en la ciudad que comienza a arrastrar a casi
toda la milicia urbana. El movimiento es aplastado por las fuerzas de frontera. Al lado de
Rodríguez viene sobre Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. Así termina la larga crisis
interna de Buenos Aires y podía comenzar la represión. La crisis interprovincial se cerraba
poco después con la paz de Banegas, concertada con Santa Fe.
La Junta de Representantes tiene frente a sí, por una parte a unos vencedores que cuentan
desde el comienzo con reducido apoyo militar y muestran cada vez mayor prisa por
145
marcharse de Buenos Aires; por otra, a un cuerpo de oficiales que sólo podría apoyarse en
una organización militar profundamente desquiciada por la derrota y en las milicias urbanas
cuya adhesión los jefes deben reconquistar cada día. Por otra parte; a un vasto y
desprestigiado personal político que ve en la confusión reinante una oportunidad para
fructuosas aventuras y que si bien puede agravar con sus actos esa confusión cambia en muy
poco la efectiva relación de fuerzas. Finalmente a esa opinión pública plebeya de la capital
que ha sido hostil a Pueyrredón, que lo es ahora a los vencedores, que no tiene mod de
expresarse a través del aparato institucional que la provincia improvisa. Esa multiplicidad
de adversarios relativamente débiles, todos los cuales pueden ser también aliados
ocasionales, hace posible la actitud llena de firmeza y volubilidad táctica que caracteriza al
grupo que domina la Junta.
La victoria final se da en un contexto diferente: Rodríguez y sus tropas de frontera no son
vistos como un apoyo externo, sino como el brazo armado del grupo mismo que domina la
Junta. Ese ejército es el adecuado a una élite porteña que en octubre de 1820 celebra no sólo
el fin de las amenazas que han pesado sobre el entero orden social, sino también el del
decenio revolucionario, rico en promesas como en decepciones. Comienza a surgir en
Buenos Aires una vida pública de nuevo estilo.
c) La “Feliz Experiencia” de Buenos Aires.
Un nuevo ordenamiento político surge. ¿Es el fruto de un plan preciso de reconstrucción
política y económica? Así se sugiere a menudo. Se debería a la visión profética de
Bernardino Rivadavia, ministro de gobierno de Rodríguez desde fines de 1821 hasta 1824.
Esa explicación, debe comenzar por admitir que la visión rivadaviana estaba sujeta a graves
intermitencias: genialmente profética entre 1821 y 1824, se habría tornado
catastróficamente obtusa entre 1825 y 1827; a las mismas peripecias estaría sometida la
eficacia de la acción de García.
Hay otras razones para dudar que la experiencia que comienza deba tanto a la acción de
cualquiera de esos dos hombres. Es un cambio más amplio en los objetivos y la naturaleza
misma del gobierno el que es aquí decisivo. Lo que hace la originalidad de la experiencia de
Buenos Aires es que se da en un clima que la guerra ha dejado de ensombrecer.
La clase terrateniente había avanzado a ese primer lugar en la sociedad que en tiempos
coloniales había estado lejos de ocupar, las enteras consecuencias de ese cambio sólo se
hicieron evidentes luego de la caída del poder directorial.
Es el descubrimiento de un rumbo nuevo para la economía de Buenos Aires el que da a los
sectores de intereses la cohesión y la firmeza necesarias para gravitar de modo más decidido
sobre la marcha de la administración provincial.. El desmantelamiento del aparato
administrativo creado en la etapa revolucionaria y su reemplazo con un sistema más
reducido y orientado sobre todo a secundar el progreso económico de la provincia,
encuentra en los sectores altos un apoyo casi unánime.
No quiere decir esto que la empresa política comenzada en octubre de 1820 no haya
enfrentado dificultades. Una severa represión de la indisciplina política y social es necesaria,
y Rodríguez la ha emprendido con energía. Sin duda, la facción directorial ha perdido ya sus
influyentes adictos. Los acercamientos individuales al nuevo orden, son favorecidos por dos
circunstancias. La primera es que entre los adictos a la nueva situación son escasos los
dirigentes dispuestos a hacer de La política su actividad predominante
146
Son destinados al servicio militar: si su salud no los habilita para ello, a peones de obras
públicas. Un año después, la atención se dirige a los mendigos.
También la fuerza de trabajo requiere ser disciplinada; la ley de 17 de noviembre de 1821
castiga a los aprendices que abandonen sus tareas huyendo de su fábrica o taller,
obligándoles a servir “más allá del tiempo estipulado, tantos meses como semanas tuviese la
falta”. Más severas aún son las medidas que extiende la obligación del contrato escrito a los
peones de campo. Reafirman la necesidad para los peones de campo. Reafirman la
necesidad para los peones de usar papeleta de conchabo y -una vez terminada la relación de
trabajo- de obtener del patrón “un certificado en el que conste su buen comportamiento y
haber dado cumplimiento a la contrata”. En el sector del trabajo el liberalismo económico
parece no tener vigencia; no sólo se usa coacción pública contra los peones; también se usa
la coacción para imponer una más severa disciplina sectorial a patrones.
Por detrás de la adopción de una nueva imagen del estado y sus funciones, hay una alianza
deliberada entre el estado y los titulares de los intereses económicos.
Requieren una reforma profunda de la estructura estatal. Esa reforma tiene dos aspectos:
por una parte, el estado provincial renuncia a las ambiciones políticas de su predecesor; por
otra, se reserva celosamente las tareas administrativas antes distribuidas entre
corporaciones menores. La supresión del consulado de comercio es consecuencia de esta
actitud, que tiene una manifestación aun más importante en la eliminación de los cabildos.
Luego de 1820 el gobierno provincial toma sobre sí no sólo las funciones de policía que ya se
había asignado su predecesor nacional, sino también las de justicia local y fomento y
contralor económico a las que el cabildo no había renunciado.
El objetivo de la reforma militar no había sido tan sólo terminar con gastos sino también
orientar al ejército hacia nuevos fines. La ley de 1822 crea un ejército permanente de 2500
plazas, con 113 oficiales. Destinará 22 a la plaza mayor. La tropa tendría un doble origen: el
voluntariado y el contingente, reclutado sobre una base territorial designados por sorteo. El
enganche de los voluntarios es por un plazo no menor de dos ni mayor de cuatro años. Las
excepciones son más limitadas que antes, no cubren ya a los asalariados y artesanos..
El contingente fue pronto impopular; el gobierno renunció a ella, a fines de 1823 ya se ha
resignado a contar sólo con un ejército de mercenarios y marginales. El ejército regular debe
entonces ser completado con milicias. La ley de 1823 no hará sino darles una organización
más sólida.
El fin de la marginación de los sectores ajenos a la élite se había hecho evidente en las
elecciones para renovación de la legislatura de enero de 1823, precedidas de una agitación
que superó con mucho los límites en que había quedado encerrada la vida política desde
1820. Se ponía en evidencia el punto débil hasta entonces escondido en la base misma del
ordenamiento político instaurado. Este había llevado adelante, a la vez que una reforma
profunda de los fines y de la organización del estado, una concentración decidida del poder,
que legalmente es investido por entero en la sala de representantes de la provincia. Esta
institución iba a reclutar sus miembros, mucho más decididamente que las asambleas de la
etapa revolucionaria, entre figuras pertenecientes a los sectores económicamente
dominantes. Estos aparecen en buena medida entre los representantes de la campaña.
También entre los elegidos por la ciudad el dominio de los políticos es menos completo que
en el pasado.
147
Pero ese clima electoral cada vez más agitado, a través del cual la movilización popular que
había acompañado a la revolución parece resurgir, no es un peligro para la solidez de un
régimen que apela sobre todo a los que tienen algo que perder. Porque, paradójicamente, el
nuevo orden que identifica los intereses de la provincia con los de sus grupos
económicamente dominantes, tiene por base el sufragio universal. La ley de agosto de 1821,
concede el voto activo a “todo hombre libre, natural del país o avecinado en él, desde la edad
de 20 años, o antes, si fuere emancipado” y el pasivo a “todo ciudadano mayor de 25 años,
que posea alguna propiedad inmueble o industrial” para la cual no establece monto mínimo.
El sufragio universal estaba lejos de ser una innovación, en 1812 se lo había otorgado ya a
todos los vecinos libres y patriotas. A partir de 1815 las elecciones de diputados y de
capitulares de Buenos Aires habían sido convocadas en los barrios, de manera análoga a la
dispuesta por la ley de 1821. Todo ello ofrece también una experiencia a cuya luz puede
medirse de antemano la incidencia concreta de la universalidad del sufragio Esa experiencia
parece mostrar que la apatía del cuerpo electoral es garantía suficiente contra la
universalización efectiva del voto; frente a la masa siempre restringida de votantes
espontáneos, el sufragio universal permite en cambio al gobierno mover sus grandes
batallones.
Pero aunque no significara una ampliación real del sector políticamente dirigente, el
sufragio universal iba a traer una modificación significativa de los usos políticos. Los riesgos
directos que implicaba el sufragio universal parecen entonces escasos.
No obstante, desde las elecciones de 1823, la agitación política pasa de los círculos que
vienen tomando tradicionalmente las decisiones a otros más amplios; del Argos como de El
Centinela nos muestran una ciudad hondamente agitada; en ella comienzan a surgir
solidaridades políticas que exceden también ellas al círculo dirigente y no parecen ser
totalmente efímeras. Ninguna de las facciones que se contraponen tiene estructura formal
propia; las listas que se disputan el favor de los votantes son anunciadas mediante remitidos
a los periódicos, firmados por seudónimos. Aunque no es fácil medir la cohesión del aparato
político informal que asegura esa disciplina, su existencia parece indudable, y sus bases no
se encuentran sólo en el gobierno, figuras prestigiosas en los barrios llevan reclutas algo más
espontáneos que la tropa a dar su adhesión a la lista oficial.
Pese a la ampliación del sufragio, las decisiones políticas siguen en manos de un grupo
reducido. ¿Qué cambió el sufragio universal? Por una parte, al colocarse en la base de pujas
electorales que agitaban a sectores cada vez más amplios, volvía a crear esa caja de
resonancia popular que en los comienzos de la revolución había dado una dimensión nueva
al equilibrio de poder dentro de la élite. Por otra parte, trasformar comicios que en el pasado
habían sido una mera formalidad en batallas en que se jugaba el destino del gobierno,
imponía al régimen una recurrente prueba de fuego, de la cohesión interna del grupo
gobernante, el sistema político basado en el sufragio universal, le exigía una disciplina
interna que le había faltado al pasado.
La marginación del antiguo grupo dirigente -aun aquellos de sus miembros que menos se
ajustan al ideal de hombre público ahora universalmente aceptado- es necesariamente
menos completa de lo que se gustaría creer. Los más altos dirigentes del experimento
porteño -Rodríguez, Rivadavia, García- son también veteranos de carrera de la revolución.
La nueva estructura estatal conserva posiciones espectables y razonablemente retadas, que
pueden usarse como moneda menuda para comprar la paz. No es ilógico que el gobierno de
Rodríguez haya preferido hacer de Alvear su representante diplomático en el extranjero
antes de tener que soportar sus manejos hostiles en la ciudad. Dejada de lado la
coincidencia en los grandes objetivos de reconstrucción económica, la coincidencia entre los
148
que participan en el gobierno es escasa, y la disciplina interna del grupo extremadamente
elástica. Una disciplina más estricta no era ni necesaria ni posible. Una de las condiciones de
la relativa concordia se debe a esa reducción de funciones; si ellas volvieran a ampliarse, el
área de discordia se ampliaría también. El interés de los económicamente poderosos en la
cosa pública no es ya tan sólo su interés de grupo por asegurar un estado que cumplía con
eficacia su función de gendarme del orden interno, es el interés individual de algunos de los
miembros de ese grupo por reservarse, con exclusión, los beneficios del favor oficial. Su
resultado es que los nuevos avances económicos son causa de división en el grupo
económicamente dominante. Esa división y su capacidad para extenderse al campo político
se revelan, por ejemplo, en las complejas vicisitudes del Banco de Descuentos y su
continuador y rival el Banco Nacional.
De este modo, las divisiones dentro del sector económicamente dominante dan una
gravedad nueva a las tensiones entre los dirigentes del partido ministerial. Nótese que esas
divisiones no repiten las de funciones dentro del proceso productivo; la disputa, entre
hacendados-productores y comercializadores, resulta imposible de rastrear en los hechos;
más que la política económica del estado, es la financiera la que provoca los conflictos, y
dentro de ésta no es su rumbo general lo que está en disputa, sino la distribución de sus
beneficios.
Ese intrincado sistema político pudo sobrevivir a sus insuficiencias mientras un acuerdo
fundamental sobre los fines de la acción estatal quitaba relevancia a los conflictos internos.
Bastaba que ese acuerdo fundamental se debilitase para que las tendencias disruptivas
alcanzaran mayor fuerza. El retorno de la provincia a su posición hegemónica en el país
devolvía urgencia a problemas que había sido al principio posible eludir.
La “feliz experiencia de Buenos Aires” se encamina así a una crisis a la que no habrá de
sobrevivir. Pero antes de desembocar en ella, su capacidad de resistir a las tentaciones de la
discordia es debilitada. Se trata de la elección de un nuevo gobernador en 1824.
La impopularidad del gobernador parece crecer a lo largo de 1823, debida al resultado
mediocre de la campaña contra los indios y a algunas arbitrariedades personales, y las
consecuencias de una sequía y epidemia que volvieron a hacer de la escasez un tema de
frecuente atención periodística.
Lo que corroe la hegemonía del partido ministerial no es la existencia de una oposición que,
no podría ganar nunca en abierta batalla. Es la estructura misma de ese partido, que se ha
rehusado a darse la figura y la disciplina de tal.
En 1824, la incoherencia del grupo político que gobierna se hace evidente. La fractura de la
solidaridad es ya irremediable.
Los avances de la nueva fórmula económica que triunfa en la provincia provocan
desplazamiento de poderío económico. Esa diferenciación entre el grupo dirigente político y
el económicamente dominante no es vista con alarma; sin embargo se encuentra aquí una
de las razones de la íntima incoherencia que revelará el orden político. En Buenos Aires, del
mismo modo que en el Interior, la crisis de 1820 ha revelado las bases rurales en que debe
apoyarse ahora todo poder político, pero esa ruralización del poder no es sino un aspecto de
la que afecta a áreas más amplias de la vida nacional, y que parece consolidar la
Barbarización en que se veía ya en 1810 una de las consecuencias de los cambios que la
revolución debía necesariamente introducir.
149
La desaparición sin reemplazo del gobierno central es la culminación y el símbolo de ese
proceso. En cada provincia la fragilidad es duramente sentida. ¿Cómo corregirla, cómo crear
un orden político menos vulnerable a sus propias debilidades, a la vez que a las amenazas
externas? El camino de la institucionalización parece ser el que permitirá superar esa falta
de cohesión interna. A la espera de la solución final que la reconstrucción del estado central
ofrecerá algún día, lo que nace bajo el estímulo doble de la ruralización y la ausencia de un
marco institucional es un nuevo estilo político.
CONCLUSIÓN: LOS LEGADOS DE LA REVOLUCIÓN Y LA GUERRA; Y EL ORDEN
POLÍTICO DE LA ARGENTINA INDEPENDIENTE.
a) Barbarización del estilo político, militarización y ruralización de las bases de poder.
En 1820 no había figura de estado ni de nación; los distintos poderes regionales que se
repartían su dominio estaban casi todos marcados de provisionalidad; el marco institucional
estaba desigualmente esbozado en Las distintas provincias.
Esas insuficiencias institucionales se vinculaban en parte con una difícil transición entre la
estructura administrativa española y la de la etapa independiente. Para poner un ejemplo, la
constitución santafesina en 1819 mantiene casi intactas las magistraturas heredadas de la
colonia. En Córdoba, el estatuto de 1822, que se adecua mejor a los preceptos del
constitucionalismo liberal europeo, concede al gobernador las atribuciones fijadas por la
borbónica ordenanza de intendentes.
La adhesión a las novedades aportadas por el liberalismo no supone ignorancia de su
contenido concreto; hay posiciones liberales que serán explícitamente excluidas: así la
libertad religiosa no será considerada, en las más de las provincias, un corolario legítimo del
principio de libertad política...Sin embargo, esta libertad política misma, aceptada como
objetivo válido tiene vigencia muy limitada en las provincias, y lo mismo ocurre en cuanto a
la organización de los poderes del estado.
Es el marco concreto en que las instituciones han de desenvolverse el que aparta a éstas del
modelo cuya validez teóricas no se discute.
Antes de favorecer el ascenso político de grupos de base rural, la revolución y la guerra han
cambiado las actitudes de los ya dominantes; el avance de la brutalidad en las relaciones
políticas es uno de los aspectos más significativos de ese cambio. La militarización tiene su
parte en el proceso: los jefes del ejército revolucionario parecen a veces considerar a la
ferocidad como una virtud profesional. La consecuencia es que, en la guerra civil del Litoral,
si bien las tropas artiguistas podían ser temibles en el saqueo, las del gobierno central eran
aun más adictas a la ferocidad y la rapiña, a las que las alentaba el gobierno mismo.
Pero ese estilo nuevo no aparece tan sólo entre los oficiales del ejército, hace avances
inesperadamente rápidos en la entera élite.
Ese deterioro del estilo de convivencia no se limita al campo estrictamente político, el
conflicto político es el que hace que en las disputas entre frailes comiencen a relucir los
cuchillos.
b) LOS DUEÑOS Y ADMINISTRADORES DEL PODER
150
La dualidad no es en todas las regiones argentinas igualmente marcada ni tiene en todas
ellas el mismo sentido. La emergencia de la campaña, luego de 1820, significa
sustancialmente una nueva base de poder para esa élite que apoya desde fuera y no sin
reticencias al experimento político comenzado en 1821.
En Buenos Aires esa dualidad se presenta con rasgos relativamente atenuados; la distancia
entre la élite política y la económico-social en trance de parcial ruralización es menor que en
otras partes. La convivencia entre los dueños y los administradores del poder se revela desde
el comienzo problemática; en esa relación se encuentra una de las causas de la fragilidad del
orden político que surge de los derrumbes de 1820.
¿Quiénes son administradores del poder? Es posible distinguir entre ellos dos tipos; por una
parte están los puros profesionales, que emprenden una aventura estrictamente individual,
a menudo sin contar con apoyos sociales propios dentro del marco en que actúan; por otra
parte, existen en cada provincia enteros grupos que deben el lugar que conservan en la vida
pública a cierta competencia técnica en las tareas administrativas. Ese lugar es secundario, y
les concede -luego de los cambios de 1820- muy limitada influencia; hace de este grupo de
colaboradores ineludibles del poder político un grupo de potenciales descontentos. Es
entonces comprensible la preferencia por los colaboradores Aislados Y mal integrados en la
sociedad local..
La relación entre las sobrevivientes élites políticas urbanas y los dueños del poder está
marcada por una colaboración forzada por las circunstancias y dispuesta a quebrarse
cuando parece debilitarse el peso de éstas, pero aun así más duradera que los conflictos
abiertos que enfrentan a uno y otro sector.
Pero la distancia entre éstas y los nuevos dueños del poder es menor de lo que imágenes
excesivamente esquemáticas suponen.
El cambio en el equilibrio político introduce más que la revolución, la guerra; es interno más
que exterior al grupo dirigente; los lazos internos a éste no han de disolverse al dibujarse
dentro de él la hegemonía de un sector antes secundario..
Bustos, los Aldao, Ibarra, eran de origen lo bastante elevado para que su ascenso al poder
supremo no tuviera nada de escandaloso; su éxito político agudiza sin duda rivalidades y
crea rencores nuevos; no por ello los separa irremediablemente de una élite de la que ya
formaban parte antes de alcanzarlo.
Sin duda; al consolidar nuevas bases de poder, abren el camino para sucesores menos bien
integrados en la élite provincial; sobre todo a partir de 1835, cuando Juan Manuel de Rosas
intenta rehacer sobre bases más toscas y más sólidas la hegemonía de Buenos Aires, su
ascendiente sobre el interior favorecerá el encumbramiento de figuras que ocupan un lugar
secundario.
Hay todavía otro motivo para que ese sector letrado sea sólo intermitentemente rival de los
nuevos dueños del poder, allí donde es más numeroso y cuenta con fuentes adicionales de
poder económico se encuentra además demasiado frecuentemente dividido por rivalidades
interna: es el caso de Córdoba, donde Bustos usa esas rivalidades para consolidar su propio
poder.
La rivalidad del sector letrado, al que el derrumbe político de 1820 ha condenado a una
función auxiliar, no implica en sí misma una amenaza seria para el orden que emerge de ese
151
derrumbe. Los nuevos dueños del poder no tienen a menudo los recursos (ni la ambición)
necesarios para reemplazar al desaparecido poder central en el desempeño de funciones que
éste ya cumplía mal.
La indigencia del poder político, junto con la relativa riqueza de más de uno de los nuevos
dueños del poder real, tiende s crear un vínculo de dependencia financiera que viene a
sumarse al político militar. Entre el dueño del poder real y el escuálido aparato estatal,
llegan a surgir complejas relaciones, que el primero presenta a veces como causantes de su
futura ruina, pero que están lejos de tener necesariamente consecuencias tan funestas.
Aun en Buenos Aires la abdicación de funciones públicas en manos privadas conduce a una
nueva imprecisión en los límites entre una y otra esfera, que beneficia a la segunda: Rosas se
apropia de una parte del patrimonio del estado y usa el poder coactivo de éste para cumplir
un compromiso que sin duda está destinado a beneficiar a la provincia, pero que ha asumido
a título personal.
c) LA BUSQUEDA DE UNA NUEVA COHESIÓN
Los elementos de cohesión indudablemente no faltan: sobreviven mejor a la tormenta
revolucionaria que el aparato estatal. La solidaridad familiar parece ser -aun más que en
tiempos coloniales- el punto de partida para alianzas y rivalidades con las que se teje la
trama cotidiana de la política en más de una provincia.
Las raíces y los límites de esa solidaridad parecen ser dobles. En primer término, consolida
esa solidaridad la existencia de un patrimonio que sólo puede ser conservado mientras la
familia retenga su coherencia.
Pero, al hacer de la familia una organización orientada a la conquista del favor de la
autoridad le da algo de la inestabilidad que caracteriza a la marcha de ésta, aun en la época
colonial.
¿En qué medida afectó la revolución al vigor de esa institución familiar? Otorgó a su
gravitación un reconocimiento más explícito que la administración regia; es el equilibrio
interno a cada familia el que es afectado por el nuevo poder político de modo más directo
que por el antiguo régimen.
La disolución del estado central en 1820 devuelve un inmenso poder a las grandes familias
que han sabido atravesar la tormenta revolucionaria salvando el patrimonio y clientes
acumulado en tiempos coloniales. Sin embargo, la experiencia revolucionaria ha dejado en
ellas su marca: precisamente la delegación de funciones ha hecho surgir dirigentes locales
más poderosos; estas figuras se destacan ahora de esa unidad que es la familia con más vigor
que en tiempos coloniales. Juan Facundo Quiroga sin duda debió la posibilidad misma de
comenzar una carrera pública a su condición de hijo de José Prudencio Quiroga, fuerte
hacendado de los Llanos riojanos, que es a la vez oficial de milicias; pero no debió a esa
condición su ascenso al dominio militar del entero Interior.
Sobre esa red, a la vez tenue y compleja, de cambiantes relaciones personales, lo que la
paciencia de los nuevos dirigentes intenta erigir es un sistema de entendimientos entre
figuras localmente influyentes que llene por lo menos parcialmente el vacío dejado por la
ruina del estado nacional.
152
Esta nueva modalidad triunfa en todo el país: aun en Buenos Aires. La complejidad que esos
lazos podían alcanzar puede seguirse a través del surgimiento de facundo Quiroga a figura
de dimensiones nacionales, a lo largo del cual no ocupará nunca cargo político alguno
(aunque sí militar).
No es sorprendente que esta red de coincidencias de intereses y afinidades privadas, tenga a
veces como consecuencia política la ruptura y no la consolidación del sistema de equilibrio
entre los distintos poderes regionales de los que depende una paz siempre insegura.
Sólo en un contexto hondamente trasformado una nueva autoridad nacional podría ser
efectivamente obedecida. A falta de esa solución, queda abierta aceptar los datos
fundamentales del orden existente y tratar de mantener una paz necesariamente precaria
jugando un complicado juego político en demasiados tableros a la vez, es la que practicará
no sin éxito Buenos Aires entre 1821 y 1824,
Queda una tercera alternativa, que sólo lentamente emerge del fracaso sucesivo de las dos
anteriores. La creación, primero en la provincia hegemónica y luego en el país en su
conjunto, de una solidaridad propiamente política que -sin enfrentarse sistemáticamente
con las solidaridades preexistentes y aun utilizándolas- tenga sin embargo fuerza bastante
para afirmar su superioridad sobre éstas y vencer su resistencia. Es la solución lentamente
preparada para la crisis de la década siguiente gracias a la tenacidad de Juan Manuel de
Rosas. Con ella surge finalmente el orden político que la revolución, la guerra, la ruptura del
orden económico virreinal (y la crisis de las élites prerrevolucionarias) han venido
preparando. Tal como entrevió Sarmiento, la Argentina rosista era la hija legítima de la
revolución de 1810.
[Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra, Siglo XXI, Buenos Aires, 1972]
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GOLDMAN, N. y SALVATORE, R.: Caudillismos
Rioplatenses. Nuevas Miradas a un Viejo Problema
Noemi Goldman – Ricardo Salvatore
CAUDILLISMOS RIOPLATENSES. NUEVAS MIRADAS A UN VIEJO PROBLEMA.
INTRODUCCIÓN
Revisión del problema de los liderazgos políticos del siglo XIX (caudillismos). Nuevas
perspectivas que han puesto en duda muchos de los supuestos en que e basaba la
construcción clásica del caudillismo y también su visión clientelar más reciente. Ensayos
que contienen resultados y sugerencias importantes para una revisión del fenómeno
caudillista.
Reflexiones preliminares sobre las visiones heredadas del caudillismo y sus problemas.
Primera sección: se establecen los términos del debate, desplegando los múltiples sentidos
de las palabras caudillo y caudillismo. Segunda sección: contraste entre la visión “clásica”
del caudillismo y la visión clientelar que ofrecieron historiadores y cientistas sociales “del
norte” a partir de los 60’s. Tercera sección: principales hallazgos y sugerencias de las nuevas
perspectivas, ordenados por grupos problemáticos.
153
Una larga trayectoria de significados
Caudillo y Caudillismo: evocan una amplia gama de significados y asociaciones. Cuestión
revisitada (por diversas corrientes historiográficas), en búsqueda de respuestas a la
problemática de la formación del Estado-nación.
•
Generación del 37: Componentes principales del “caudillo clásico”: ruralización
del poder, la violencia como modo de competencia política y el mito del vacío
institucional.
Sarmiento: determinismo cultural asociado al paisaje. Afirmaba que el poder de los
caudillos provenía de una doble determinación espacial e histórica:
1. El caudillos era expresión de la barbarie gaucha que a su vez provenía de las
condiciones del desierto.
2. Un resultado histórico natural de la destrucción del orden colonial que había
producido una
fragmentación de la soberanía política y nuevas pasiones faccionales.
Alberdi: caudillismo como paradigma de la política bárbara. Dos atributos:
Caudillismo, un gobierno sin le que se daba en un contexto de debilidad del estado.
En la base de este vacío institucional estaba la “anarquía”, la fragmentación política
de la nación bajo la engañosa apariencia de una “federación”.
•
Bartolomé Mitre – Vicente Fidel López: discusión que gravita hacia dos temas
centrales: la anarquía y las montoneras. Visión históricamente anclada, que asociaba
el caudillismo a la anarquía posrevolucionaria y a las informales organizaciones
militares. Anarquía del 20, es el origen del fenómeno; la disolución del ejercito
regular y su reemplazo por milicias, junto al colapso del poder central son
precondiciones de la emergencia del caudillismo. Ambos difieren en cuanto a la
valoración del fenómeno:
1. Para López la guerra social había desatado un estado de barbarie y desorganización
social.
Caudillismo como pura negatividad.
2. Para Mitre: expresión de sentimientos democrático igualitarios que canalizados y
controlados podían contribuir positivamente a la formación de la nación.
•
José Ingenieros: caudillismo asociado a la feudalidad (Rosas como señor feudal,
clase terrateniente como grupo monopolista parasitario). Perspectiva que disocia el
problema del liderazgo caudillesco de la cuestión de la “democracia inorgánica”. Las
masas campesinas dejan de ser centrales a la explicación del caudillismo. [primer
desplazamiento]
154
•
Ensayística positivista: Ramos Mejía, Bunge, Ayarragaray, etc. Releen el
caudillismo buscando claves para interpretar los problemas que enfrenta el proyecto
del progreso: protesta social y obrera, la difícil asimilación del inmigrante, etc.
Orientados por el positivismo y por las preocupaciones de las nuevas disciplinas,
encuentran vestigios de “caudillismo” en la psicología de las multitudes, en la mezcla
de razas, en una cultura popular carente de una ética del trabajo. El problema del
caudillo se desplaza al territorio de la psiquis colectiva y de la herencia [otro
desplazamiento]. Determinismo social enraizado en la herencia social y la psicología
de las multitudes.
Ramos Mejía: medicina psiquiátrica, guarda las claves para interpretar problemas
de liderazgo político. Rosas es visto como un “loco moral”; las masas exaltadas en sus
sentimientos por la emulación y el contagio lo siguen en su cruzada religiosa contra
los unitarios. [carisma]
•
Revisionismo histórico: de índole nacionalista. Rescata la figura de Rosas y de los
caudillos del interior. El desafío de esta “contra historia” se basaba en desplazar el
centro del interés hacia el imperialismo y la dominación oligárquica. Se reemplazo la
explicación por la revalorización-reivindicación de la era rosista que no aportó nada
significativo al análisis del liderazgo del caudillismo.
La oposición al revisionismo tendió a utilizar la imagen de la “dictadura” rosista,
forjada por la generación pos-Caseros y a compararla con el fascismo europeo.
Ejemplo: Dellepiane.
Desplazamientos importantes en los significados del caudillismo. Corrientes que
cambiaron la valorización del fenómeno, sin modificar su significado. Tanto los
revisionistas como los historiadores constitucionalistas trataron de desarmar las
interpretaciones heredadas. Alejándose de la necesidad de explicar el fenómeno.
•
Dependentistas: Reubicaron el caudillismo dentro de una problemática de
dominación de clase, mirando al caudillo como un representante de la clase
terrateniente.
•
Otros Usos:
Términos utilizados como instrumento de recusación política, debido a que contenían
una carga asociativa singular. Términos que evocaban métodos políticos autoritarios,
asociación con la plebe o con los indios, escasa educación, etc.
Las articulaciones ensayadas por Sarmiento y Alberdi continuaban ejerciendo un
influjo decisivo en el lenguaje político argentino, pues el caudillismo conservó
muchos de sus atributos clásicos; ejemplo, la tesis de Tulio Halperin Donghi sobre la
155
relación entre militarización y democratización. Militarización que deja como legado
un autoritarismo ligado al poder militar.
Caudillismo y clientelismo
En la historiografía producida en el “norte” pos-1960, el caudillismo es tratado como
una clase especial de clientelismo.
•
Wolf-Hansen: definición clásica. El caudillismo era una forma de relación social
que se daba cuando grupos de patrones y clientes competían por poder y riqueza
usando métodos violentos. Relaciones que se daban en sociedades en las que no
existían canales institucionales para la competencia política. Trataban de ubicar la
experiencia de la pos independencia hispanoamericana en un contexto internacional
que incluía otras situaciones premodernas. Si el caudillismo era un tipo de
clientelismo, era necesario precisar una gama de situaciones clientelares que
florecieran en determinados contextos temporo-espaciales.
•
John Lynch: asociación entre caudillismo y clientelismo, central para su obra. Tres
condiciones para el surgimiento del caudillismo:
1. Vacío institucional o inexistencia de reglas formales.
2. Competencia política llevada adelante por medio de conflictos armados.
3. Sociedad agraria de terratenientes y peones entrelazada por relaciones de tipo
clientelar.
Naturaleza del caudillismo para Lynch: un tipo de clientelismo propio de la
independencia latinoamericana.
Condiciones que imponían al caudillo ciertos requisitos mínimos para llegar al poder
político. El principal era el control de los recursos económicos. Caudillo gobernante,
como gran terrateniente que en ciertas condiciones históricas devenía en dictador.
Existían varios tipos de caudillos de acuerdo a las condiciones histórico-concretas en
que habían surgido:
1. Artigas y Güemes: emergentes durante las guerras de independencia, producto de
ellas y de las montoneras.
2. Estanislao López y Francisco Ramírez: surgidos en oposición al centralismo porteño;
su poder no era más que el interés económico regional llevado a la política armada.
Encarnación del avance de la “barbarie” sobre la “civilización”.
3. Rosas: categoría especial, el “súper-patrón”, su clientela era más amplia. En su base
su liderazgo se asentaba en la estructura clientelar de la sociedad de la campaña. Las
relaciones de dependencia y sometimiento de la estancia trasladadas a la política
tornaban a los pasivos peones en clientela política del caudillo: personalismo, redes
informales, alianzas entre caudillos locales, manipulación de las masas campesinas.
156
Diferencias con la imagen clásica:
•
•
En la imagen clásica la asociación caudillismo/ clientelismo es inexistente.
Otro tema de la interpretación clásica, la cuestión de los impulsos igualitarios que
alimentaban la guerra social ha desaparecido en la concepción de Lynch. En esta
visión el caudillismo se ha tornado en la antitesis del gobierno republicano. Aparece
como manipulación de los sentimientos y aspiraciones de las masas, algo que
contrasta con la visión clásica, para la cual el caudillo representaba formas de ser y de
sentir propias de las masas campesinas.
Nuevas perspectivas y aproximaciones
1. Usos y conceptos
Plantear la cuestión del caudillismo implica hoy investigar las condiciones de emergencia de
esta caracterización o concepto y de sus variaciones a lo largo del tiempo. Concepto
cambiante.
Pablo Buchbinder: antes que el revisionismo, los historiadores constitucionalistas, la
nueva escuela histórica, e incluso Mitre habían intentado reivindicar la figura de los
caudillos, en relación a su papel en la formación del estado nación argentino y su papel en la
organización constitucional. Esta revisión produjo un distanciamiento entre “caudillo” y
“barbarie”.
Maristella Svampa: registra los cambios en los usos y significados del “caudillismo” desde
la generación del ’37 hasta la ensayística positivista de principios del siglo XX. Estos últimos
buscaron entender las malformaciones político-sociales de la Argentina. En esa búsqueda el
caudillo adquirió trascendencia al proporcionar las claves para desentrañar y explicar
“científicamente” las perturbaciones surgidas con el progreso: la incapacidad cívica, los
límites a la democracia, etc. El positivismo sacó al fenómeno de su contexto temporal, la pos
independencia, para presentarlo como un atributo de la Argentina moderna.
Continuidad entre el “caudillismo bárbaro” y el “caciquismo civilizado”. La supervivencia de
formas caudillescas de relación política reveló la existencia de una única y verdadera
realidad o cultura política, a diferencia de dos realidades, civilización y barbarie, planteadas
por los románticos.
II- Bases discursivas y rituales
Ninguno de los procesos políticos y sociales que dieron origen a los caudillos operaron en un
vacío de interpretaciones ideológicas. Todos articularon un ideario que remitía a ciertas
formas, imaginadas de la comunidad política. Interesa precisar la mezcla de articulaciones
discursivas que produjo el caudillismo, la genealogía de estas retóricas y discursos y como
157
aquellas articulaciones circularon y fueron recibidas. También interesa examinar la cuestión
de la legitimidad de estos regímenes dentro del marco discursivo y ritual en que los mismos
operaron.
Régimen rosista: se auto presentó a través de diversas instancias rituales: fiestas Mayas y
Julianas, quemas de Judas en Pascuas, etc. Hizo uso de un discurso de contenido
republicano, que la idea de una república amenazada por conspiradores “anarquistas” sirvió
para sostener el esfuerzo de guerra, etc.
El ideal de un mundo rural estable y armónico, el imperio de la ley, el culto a las virtudes
ciudadanas, la confraternidad de las repúblicas americanas y la búsqueda obsesiva del orden
social constituyeron la base de la retórica republicana del rosismo. J. Myers: examina la
cuestión de la retórica republicana rosista contraponiéndola a los presupuestos del concepto
de caudillismo. Necesidad de elaborar una concepción más compleja, capaz de dar cuenta de
los rasgos inequívocamente autoritarios del sistema político y de la complejidad de su
cultura política.
III- Formas de estado y legalidad
La cuestión de la legitimidad de los regímenes de caudillo, negada por el mito del “vacío
institucional”, merece también ser reexaminada. Historiografía tradicional: caudillismo
como la respuesta al fracaso de los proyectos de organización constitucional en la primera
mitad del siglo XIX. Colapso del poder central (1820): desaparición de las formas
institucionales del estado y de las aspiraciones de legitimidad institucional de los caudillos.
Visión que no se corresponde con la evidencia disponible acerca de la formación de los
estados provinciales a partir de 1820. Legitimidad de los caudillos está ligada a la
subsistencia de un conjunto de instituciones y relaciones formales que pervivieron
transformadas para sostener estos regímenes. 1820-1830, proceso de construcción, sobre la
base de la ciudad-provincia, de estados autónomos como punto de partida para una
organización política-institucional del país. Normas fiscales, legislativas y políticas de cada
provincia: esfuerzos de las elites locales por consolidar, más allá de la voluntad de los
caudillos. Espacios soberanos de poder.
Nuevo enfoque que aporta una mejor perspectiva para explicar porque los caudillos
tendieron a basar su dominio invocando la “legalidad”. Las provincias fueron
paulatinamente adoptando ciertas formas “republicanas representativas” fundadas en
rudimentarios textos constitucionales. Los regímenes de caudillo no escaparon a esta
solución provisional para legitimar, en el marco de los pactos interprovinciales, los esfuerzos
por lograr un nuevo orden social y político, y también para frenar las tendencias
hegemónicas de Buenos Aires.
Localizar los regímenes de caudillo dentro de la trama de construcción de estados
autónomos lleva a revalorizar la propia naturaleza del caudillo. Ana Frega, Artigas
“caudillo ilustrado”. Para construir su poder en un contexto de legalidades superpuestas
debió mediar entre grupos sociales heterogéneos y articular intereses muy diferentes.
Concepción que recupere la compleja, cambiante e inestable trama de alianzas, actitudes y
expectativas que desató la revolución en la Banda Oriental. Goldman y Tedeschi: cómo
surgieron simultáneamente en Santa Fe y La Rioja fuertes aspiraciones autonómicas junto a
las nuevas formas de poder de López y Quiroga. De allá la creación (en ambas provincias) de
Salas de Representantes. Éstas tenían una doble función: depositarias de la soberanía del
158
pueblo y de la soberanía de las provincias. Modificación del carácter de la representación
que posibilitó la inclusión por vía legal del ámbito rural a la vida política local.
IV- Prácticas e identidades políticas
Replanteos para aceptar o rechazar con evidencia más concluyente las generalizaciones de la
historiografía. Nuevas investigaciones que comienzan a ofrecer información sobre como
eran las elecciones, como funcionaban los “partidos” y facciones en relación a los
electorados, sobre que significaba ser electo representante.
Ternavasio: a través del análisis de las prácticas del régimen político rosista en los
procesos electorales para la renovación de la legislatura de Buenos Aires, nos muestra como
el conjunto de los federales tenía una gran preocupación por institucionalizar el poder y
como la movilización electoral siguió jugando un rol fundamental durante el régimen
rosista.
La cuestión de las identidades políticas de los sujetos que constituían la “clientela” de los
caudillos es también central a cualquier reconsideración del caudillismo: es importante
considerar la forma en que las interpolaciones ideológicas de los caudillos fueron
recepcionadas por sus seguidores; en particular las autorepresentaciones de los sujetos
subalternos en tanto adaptaciones, no exentas de ambigüedades y tensiones, del discurso
oficial.
Salvatore: diferentes formas de expresión del federalismo y las tensiones que esto produjo
entre los diversos sectores sociales. Diferentes modalidades de “ser federal”. Parte de las
prácticas cotidianas para acercarse a la manera como era vivida la política por parte de los
habitantes de la campaña bonaerense.
Naturaleza ambigua y conflictiva del propio federalismo y una gradación de adhesiones e
identidades federales.
V- Clientelismo
Necesidad que implica poner en duda la idea de que las relaciones patrón-peón propias de la
estancia se reproducen a nivel provincial.
Imagen del caudillo sostenido “por y representante” de la clase terrateniente se resquebraja
en presencia de nuevas evidencias:
1. La historiografía reveló la complejidad y diversidad de estas sociedades, más allá de
la perspectiva que sólo veía terratenientes, comerciantes y peones.
2. Los conflictos entre estancieros y caudillos no fueron despreciables.
3. Dominio territorial del estanciero puesto en duda por casos de contestación “desde
abajo” y por las bases contractuales de estas relaciones imaginadas como clientelares.
Gelman: revisa la idea acerca de la capacidad absoluta de Rosas para manejar
discrecionalmente a sus territorios y población. Idea basada en una concepción
bipolar de la sociedad poscolonial (estancieros-gauchos). Muestra que estancieros y
estado provincial actuaron sobre un mundo rural complejo que reconocía una serie
de prácticas campesinas consuetudinarias. Dificultades y límites a la imposición del
orden estanciero en la campaña: abundancia de tierras, movilización rural, etc.
159
Ratto: Análisis de las finanzas públicas durante el gobierno de Rosas para mostrar
algunas de las características de la relación del estado provincial con sus proveedores.
Favoritismo: existió, pero se limitó a un corto período en el cual la estabilidad
financiera permitía conceder ventajas económicas a ciertos personajes allegados al
caudillo.
VI- Caudillos, campesinos e indios
Bases sociales del poder del caudillo, se deben ampliar el espectro de subjetividades,
analizando el apoyo de las mujeres, las corporaciones africanas, los militares,
campesinos, artesanos, indígenas...
Se debe indagar sobre las condiciones y naturaleza del proceso de “incorporación” de
estos sujetos al movimiento, interrogando en particular cuales fueron los
intercambios materiales y simbólicos que hicieron posible el ascenso y sostenimiento
en el poder del caudillo.
De la Fuente: razones que llevaron a los gauchos a movilizarse y seguir a un
caudillo en las montoneras de Peñaloza y Varela. Muestra como la montonera se
basaba en una estructura de carácter militar con jerarquías bien definidas. Perfil
social de los gauchos, labradores, artesanos, trabajadores. Movilizados por
motivaciones materiales, pero con capacidad de protesta frente a las promesas
incumplidas de los caudillos.
Cuestión de la incorporación de tropas indígenas en las fuerzas movilizadas por los
caudillos. Bechis: motivaciones políticas de ese proceso. Participación aborigen que
tomó variadas formas.
Paz: problema de los liderazgos étnicos en relación con la rebelión de campesinos en
la puna jujeña entre 1873 y 1875. ¿Puede hablarse de caudillismo en la puna jujeña?
Respuesta matizada: los vinculos étnicos se interpusieron entre el campesinado y el
surgimiento del caudillo.
Analizar las formas de ascenso al poder de los caudillos significa rediscutir dos
imágenes estereotipadas:
1. Caracterización de las zonas rurales como espacios sin orden social y sin
instituciones.
2. La asimilación del vínculo caudillo-milicias al vínculo estanciero-peón. Tesis según la
cual las relaciones clientelísticas en la política fueron generadas por relaciones
clientelísticas dentro de la estancia.
En relación al primer punto, los caudillos sustentaron su poder sobre un conjunto de
complejas relaciones, basadas, en parte, en antiguos derechos consuetudinarios y
formales. En relación al segundo, la pérdida de certidumbre acerca de la existencia de
una estrecha correlación entre milicias del caudillo y peones del estanciero. Se hace
necesario pensar en le caudillismo como un sistema más estable que una mera
asociación de propietarios feudatarios.
160
Además la restauración del orden implicó prescindir de las milicias o reducir su rol
en beneficio de sistemas más generalizados de vigilancia y control de los estados.
Es necesario reevaluar cuáles fueron las bases sociales sobre las que se asentó el
caudillo dentro de un contexto histórico y regional determinado. Replantear los
problemas de captación que tenían los estados provinciales frente a actores sociales
poco cooperativos. No se trata de demostrar que no hubo clientelismo, sino de
señalar que la reciprocidad característica de esa relación surge como condicional.
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GOLDMAN, N.: Crisis Imperial, Revolución y
Guerra
Noemí Goldman
CRISIS IMPERIAL, REVOLUCIÓN Y GUERRA
Últimamente se ha reexaminado la relación existente entre el proceso de independencia y la
formación de la nación, a raíz de los indicios que revelaron la ambigüedad en la que se
encontraba el sentimiento público en los inicios de la revolución. Se trataba de fundar una
nueva autoridad legítima supletoria de la soberanía del monarca cautivo. Emergencia de
distintas “soberanías” que se correspondían con el ámbito político de las ciudades. Al mismo
tiempo el principio de una soberanía “nacional” surgía de los gobiernos centrales y de las
primeras asambleas constituyentes.
Las invasiones inglesas de 1806 y 1807 son el origen de un nuevo actor político
independiente del sistema administrativo y militar colonial: la milicia urbana. Sin embargo,
la militarización sólo pudo ser plenamente utilizada en la arena local cuando el poder del rey
español caducó. Por otra parte, las diferentes expresiones del sentimiento público durante el
tramo final de la crisis del antiguo orden revelan que se podía ser español americano frente
a lo español peninsular, rioplatense frente a lo peruano o porteño frente a lo cordobés.
Entre 1810 y 1820 la revolución se enfrentó a dos grandes cuestiones entrelazadas: por un
lado, la guerra de independencia como tarea primordial de los gobiernos centrales, y por el
otro, el problema de las bases sociales y políticas de la revolución. Asimismo la revolución se
desarrolló sobre la trama de la oposición entre la tendencia centralista de Buenos Aires y las
tendencias al autogobierno de las demás ciudades. Cuestión de la soberanía que se vincula a
la disputa sobre la forma de gobierno que debían adoptar sobre los pueblos del exvirreinato, una vez que hubieran declarado su independencia. Se relaciona también con otro
rasgo de la vida política en los inicios de la revolución: las prácticas representativas
inauguradas por el nuevo orden.
La crisis de la monarquía hispánica
En la segunda mitad del siglo XVIII España emprendió una reorganización profunda de las
relaciones administrativas, militares y mercantiles con sus posesiones americanas. Varias y
complejas fueron las motivaciones que animaron esta empresa. La primera responde a la
necesidad de reconocer el peligro que suponía el poderío naval y mercantil de la potencia
británica. En segundo lugar, a partir de 1680 España cobró un nuevo aunque lento impulso
económico que le exigió a su vez una articulación diferente entre su propia economía y la de
sus posesiones americanas. La política reformista persiguió, en tercer lugar, el propósito de
161
afirmar una única soberanía, la del monarca absoluto. ¿Cuál fue el impacto de estas
reformas en el Río de la Plata?
•
•
En procura de una nueva organización gubernamental el gobierno español adoptó el
régimen francés de intendentes. La Ordenanza de Intendentes de 1782/83 dividió al
Virreinato del Río de la Plata en diversas unidades políticas sobre las que esperaba
ejercer una mayor supervisión real. El sistema de intendencias constituyó la
culminación de una política de integración jurisdiccional y administrativa. Los
intendentes se hicieron cargo de las cuatro funciones: justicia, administración
general, hacienda y guerra.
Dimensión militar de la reforma: objetivo de dotar a América de un ejército propio.
La nueva política de la Corona consistirá en proporcionar a las autoridades de Buenos
Aires los medios necesarios para apoyar sus objetivos militares en la región. Así, esta
ciudad se aseguró el predominio en los mercados del Interior, incluido el Alto Perú.
El intento de imponer una administración mejor organizada y centralizada afectó el frágil
equilibrio entre el poder de la Corona y aquellos arraigados en realidades económicassociales y jurídicas locales. Existía en América una larga tradición de autogobierno,
pervivencia de fueros, privilegios y libertades particulares en las diferentes comunidades
políticas que integraban los virreinatos. La política unificadora de los Borbones avanzó
sobre estos privilegios, en particular sobre el gobierno de los municipios, lo que terminó por
producir descontentos en los diversos estamentos de la sociedad colonial. Sin embargo, este
descontento no proporciona por si solo la clave de la crisis que condujo a la independencia.
La emancipación de las ex-colonias habría sido más bien el resultado conjugado del
derrumbe de los imperios ibéricos, de la creciente presión de Inglaterra a lo largo del siglo
XVIII, y de los factores de resentimiento y disconformidad existentes en casi todas las capas
sociales americanas hacia fines del dominio colonial. Las revoluciones de independencia
siguieron, en lugar de preceder, a la crisis de la monarquía ibérica. En este sentido los
sucesos políticos peninsulares ocurridos entre 1808 y 1810 son fundamentales ya que
muestran a la monarquía como lo que todavía era en esos años: una unidad entre la
península y los territorios hispanoamericanos. Tanto en España como en América el rechazo
del invasor y la fidelidad a Fernando VII, así como también la formación de diferentes
juntas, fueron fenómenos espontáneos. Surgieron entonces dos interrogantes: quién
gobierna y en nombre de quién. Responder a estas preguntas llevó de inmediato al problema
de la legitimidad de los nuevos gobiernos provisionales y al de la representación política. La
Junta Central Gubernativa del Reino, que gobernó en lugar y nombre del rey como
depositaria de la autoridad soberana fue reconocida en las colonias, pero su legitimidad fue
precaria porque sólo estaba constituida por delegados de la península
Mientras tanto, en las colonias, en un momento crítico se rompía la unidad española y los
criollos presenciaban como los españoles luchaban entre sí por el poder político.
Paralelamente el malestar americano se acrecienta en el curso de 1809 a medida que se
hacia más incierto el futuro de la península.
Las invasiones inglesas y la militarización de Buenos Aires
Las invasiones revelaron la fragilidad del orden colonial, debido al comportamiento sumiso
que adoptaron el Cabildo y la Audiencia por deseo de conservación y la inexistencia de un
ejército para la defensa. Para hacer frente a la ocupación se organizaron cuerpos milicianos
voluntarios. Las tropas inglesas desembarcaron en Buenos aires movidas por dos intereses
162
entrelazados: el militar y el comercial. Gran Bretaña buscó asegurarse una base militar para
la expansión de su comercio y golpear a España en un punto considerado débil de sus
posesiones ultramarinas. La conducta del virrey Sobremonte deterioró profundamente su
imagen y provocó la primera crisis grave de autoridad en el Virreinato. En efecto, el 14 de
agosto de 1806 se convocó a un Cabildo Abierto que por presión popular exigió la delegación
del mandato en Liniers. Frente a la posibilidad de una nueva invasión las fuerzas voluntarias
se constituyeron en cuerpos militares. La segunda invasión (junio de 1807) encuentra una
resistencia organizada de toda la ciudad. En las improvisadas fuerzas militares se asienta
cada vez más el poder que gobierna el virreinato y que otorga a la elite de comerciantes y
burócratas una nueva base de poder local, y a la plebe criolla una inédita presencia en la
vida pública. Una novedad importante constituyó la elección de los oficiales por los propios
milicianos. El financiamiento también significó una modificación importante en la
administración de los recursos del Estado. Se acrecentó el costo local de la administración y
se volcó en Buenos Aires una masa monetaria que en el pasado se dirigía a España.
Halperin Donghi: la milicia urbana no sólo proporcionó una fuerza militar a los criollos,
sino que se constituyó en una organización “peligrosamente independiente” del antiguo
sistema administrativo y militar colonial.
Deterioro y crisis del sistema institucional colonial (1808-1810)
Tanto criollos como peninsulares permanecieron abiertos a las posibles salidas alternativas
a la crisis política iniciada en 1808 en la metrópoli, sin limitarse en sus búsquedas ni por
una estricta fidelidad al rey cautivo, ni por una identificación plena con las ideas
independentistas. Ejemplos de ello son el carlotismo y el levantamiento del 1º de enero de
1809. La crisis de la monarquía española también generó tensiones en el ámbito económico.
Las autoridades se vieron obligadas a tolerar el comercio con navíos neutrales y aliados
hasta su legalización por el Reglamento de comercio libre de 1809. Los debates que se
suscitaron en torno a la conveniencia de las nuevas medidas económicas opusieron a los
comerciantes monopolistas españoles con aquellos que defendían los intereses de los
productores locales. En este marco Mariano Moreno elaboró su Representación de los
hacendados para defender el principio del comercio libre.
La crisis final del lazo colonial en el Río de la Plata se producirá sólo cuando lleguen las
noticias de una posible derrota total de España en manos de las tropas francesas. Y esto
ocurre a mediados de mayo de 1810, cuando se difunden las nuevas oficiales que anuncian el
traspaso de la autoridad de la Junta Central al Consejo de Regencia y el asedio francés a
Cádiz, único bastión de la resistencia española.
Las formas de la identidad colectiva: “ciudad”, “pueblo” y “nación”
Ángel Rosenblat en “El nombre de la Argentina” describe la compleja historia de este
nombre y sus vicisitudes a lo largo de tres siglos. A principios del siglo XIX, argentino
equivalía a rioplatense o bonaerense en un sentido muy general e incluía también al español
peninsular avecindado en Buenos Aires mientras excluía a las castas nativas.
José Carlos Chiaramonte: se propone revisar el presupuesto de la existencia de una
identidad nacional prefigurada a fines del período colonial. Vocablos que no traducen la
existencia de un sentimiento de nacionalidad unívoco que estuviese por reemplazar al
español. De las diversas formas de identidad colectiva que convivieron a fines del período
colonial, se distinguirán con mayor claridad 3 formas luego de 1810: la identidad americana;
163
la urbana, luego provincial; y la rioplatense o argentina. Nación: alude tanto a la nación
española como a la nación americana. Implica una reunión de sus componentes, pueblos y
provincias intendenciales. Los pueblos; en el lenguaje de la época fueron las ciudades
convocadas a participar por medio de sus cabildos en la Primera Junta. Y fueron estos
mismos pueblos convertidos -luego de la retroversión de la soberanía del monarca- en
soberanías de ciudad, los que protagonizaron gran parte de los acontecimientos políticos de
la década. Con la caída del poder central en 1820, los pueblos tendieron a constituirse en
estados soberanos bajo la denominación de provincias.
La revolución de mayo de 1810 y la guerra de la independencia
La legitimidad del nuevo poder que surge en mayo de 1810 no parece al principio estar en
discusión. Basados en la normativa vigente los participantes del Cabildo Abierto invocaron
leal concepto de reasunción del poder por parte de los pueblos, concepto que remite a la
doctrina del pacto de sujeción de la tradición hispánica por el cual, una vez caducada la
autoridad del monarca, el poder retrovierte a sus depositarios originarios: los pueblos. Al
convocar a los pueblos del interior a participar, las nuevas autoridades siguieron la doctrina
del 22 de mayo. La representación aquí es entregada a la ciudad de la tradición
hispanocolonial, y dentro de ella a la “parte principal y más sana del vecindario”. Sin
embargo, parte de los líderes del nuevo gobierno prefiere el concepto de soberanía popular
difundido por las revoluciones norteamericana y francesa, y por la versión rousseauniana de
contrato, que concibe a éste como un pacto de sociedad y rechaza al de sujeción por
considerar que el lazo colonial derivó de una conquista. Mariano Moreno elabora desde las
páginas de La Gaceta la moderna teoría de la soberanía popular al adaptar los principios de
Rousseau a la novedosa realidad del Río de la Plata. Teoría de la soberanía elaborada para
justificar el nuevo poder de los criollos.
Pero desde 1810 el acto concreto de ejercicio de la soberanía suscitaba un conflicto mayor en
el seno mismo de las provincias del ex Virreinato. La afirmación de la existencia de una
única soberanía sustentó la tendencia a crear un Estado unitario en oposición a los que
defendían la existencia de tantas sobernías como pueblos había en el Virreinato. Dentro del
unitarismo porteño, el centralismo se constituyó en la modalidad dominante durante la
primera década revolucionaria, acentuada por las exigencias de la guerra que atribuyen a
Buenos Aires un lugar preeminente. Esta tendencia no pudo conciliarse con la fórmula
empleada por la Primera Junta para convocar a las provincias y pueblos del Virreinato que
admitía que estos últimos habían reasumido parte de la soberanía antes depositada en el
monarca. ¿Qué significó esto para la historia del desarrollo del proceso emancipador? Entre
1810 y 1820 la revolución se enfrentó con dos grandes cuestiones. Una vez iniciada se
confunde con la guerra de independencia. Pero al mismo tiempo se desarrolla sobre la
trama de la oposición entre la tendencia centralista de Buenos Aires y las tendencias al
autogobierno de las demás ciudades. La revolución sólo puede ser comprendida en relación
con las bases sociales y políticas del nuevo poder y la guerra de independencia y con la
cuestión de la soberanía.
Búsqueda de las “fuentes” intelectuales de la revolución, derivó en filiaciones poco
fructíferas ante las expresiones de los propios protagonistas, en las que se presenta la
dificultad de discernir la filiación teórica de sus enunciados. Diferentes tradiciones,
lenguajes ilustrados y formas de vocabulario que afloraron a veces en correspondencia, otras
muy ajenas, a las prácticas políticas inauguradas por la independencia. Además, la cultura
rioplatense muestra una relación entre cultura eclesiástica y cultura ilustrada que no es
164
posible desconocer. Relación que se expresó en lo que ha sido designado con el concepto
contradictorio de “Ilustración católica”.
Guerra y proceso revolucionario (1810-1820)
El proceso revolucionario comprendió dos períodos. El primero abarcó los años que van de
1810 a 1814 y está marcado por los intentos frustrados de los morenistas de asociar la lucha
de la independencia con la construcción de un nuevo orden. El segundo, de 1814 a 1820, se
caracterizó por el conservadorismo político del gobierno del Directorio. La dirección
revolucionaria, mayoritariamente criolla, se compuso desde el inicio de jefes de regimientos
surgidos de la militarización de 1806-1807 y de miembros de los círculos de discusión
surgidos al amparo de la crisis monárquica. El nuevo poder se caracterizó por una
indefinición en cuanto a integrantes y objetivos que se refleja negativamente en la dirección
de sus acciones.
La Primera Junta buscó el acatamiento al nuevo régimen convocando para ello a los
cabildos de las ciudades interiores a enviar diputados. Esta iniciativa política se acompañó
de una militar, con expediciones al norte y al Paraguay. Apenas comenzada su marcha, la
expedición al Alto Perú se enfrentó en Córdoba (julio de 1810) con la primera resistencia al
nuevo poder. La ejecución de los jefes opositores en Cabeza de Tigre revela una férrea
voluntad de doblegar cualquier oposición.
La expedición al Paraguay no sólo es derrotada, sino que la provincia proclamó su
autonomía de Buenos Aires. El litoral ofreció un modelo rival al propuesto por Buenos Aires.
De modo que pasados los primeros meses, y a pesar de la victoria de Suipacha que libera al
Alto Perú del dominio español a fines de 1810, el poder revolucionario encuentra límites a su
expansión, lo cual influyó en el agravamiento de las tensiones políticas que comenzaban a
surgir en el seno del movimiento.
Toma de medidas contra los realistas a lo largo de 1811 y 1812, ordenadas en su mayor parte
lo que acelera la ruptura con Saavedra. La adhesión de Moreno a las ideas republicanas y
sus simpatías por la revolución francesa se expresaron desde el inicio del proceso
revolucionario, pero las ideas revolucionarias que intentaba propagar entre los sectores
populares se vinculan con una función de apoyo guiado, nunca espontáneo, asignada a estos
sectores.
Castelli, llevo a cabo una política más audaz. El 25 de mayo de 1811 frente a las ruinas de
Tiahuanaco proclamó el fin de la servidumbre. La liberación indígena constituyó sin duda
un arma de guerra necesaria para un ejército que requería de hombres y recursos, pero
formaba parte asimismo de la concepción de la revolución propia de los morenistas, que
proclamaba la igualdad entre los hombres. La proclama de estas medidas fue suficiente para
alarmar a las clases altas altoperuanas que vivían del trabajo indígena. En las Gobernaciones
Intendencias de Tucumán y Cuyo, que debían asegurar el aprovisionamiento del ejército, la
política revolucionaria tendió por el contrario a preservar el equilibrio social, tratando de
reducir al mínimo las tensiones dentro de las elites locales.
La incorporación a la Junta de los delegados del interior, más adeptos a Saavedra que a
Moreno, produjo el 18 de noviembre de 1810 el aplazamiento de la reunión del congreso,
que debía establecer la futura forma de gobierno, y el alejamiento definitivo de Moreno.
Club Morenista: su oposición sistemática al gobierno de Saavedra, calificado de
“moderado”, terminó por desencadenar las jornadas del 5 y 6 de abril, en la que son
165
expulsados de la Junta Grande los morenistas. Sin embargo, la derrota sufrida por las tropas
criollas en Huaqui (julio de 1811) produjo un duro golpe al poder del gobierno. Reemplazo
de la Junta por un Triunvirato, mientras que los diputados de los pueblos pasaron a formar
la Junta Conservadora de la Soberanía. Saavedra ya no contaba con las mismas bases de
poder, las milicias urbanas fueron incorporadas al ejército regular. Se privilegia ahora la
competencia profesional y la disciplina militar. El Primer Triunvirato no tuvo éxito. En
enero de 1812 resurge el club morenista con el nombre de Sociedad Patriótica, y con
Monteagudo como su portavoz. Esta forma temprana de sociabilidad no implicó una real
democratización del nuevo espacio público, porque para integrar la sociedad era necesario
poseer la calidad de letrado. Esta limitación de las prácticas democráticas se acentuó aún
más con la creación de la Logia Lautaro (octubre de 1812 a abril de 1815), que se organizó
en sociedad secreta, abandonó el recurso a la “opinión pública” como medio de acceso y
control al poder.
En 1812 predominaba una divergencia de ideas en el conjunto de los protagonistas de la
revolución. Simultáneamente llegaba a Buenos Aires un grupo de oficiales criollos formados
en los ejércitos peninsulares, que impulsaron una nueva reforma en la organización militar
rioplatense. En ese grupo se destacaban José de San Martín y Carlos de Alvear, los cuales
consideraban que el esfuerzo militar debía servir a una causa más americana que local. La
confluencia de las miras de la Sociedad Patriótica con los recién llegados condujo a la
creación de la Logia. El 8 de octubre de 1812, bajo su influjo, el ejército depuso al gobierno y
constituyó el Segundo Triunvirato. La iniciativa más importante de este período fue la
reunión de la primera Asamblea General Constituyente rioplatense en enero de 1813. Ésta
dispone la libertad de prensa, la extinción del tributo, la mita, el yaconazgo y el servicio
personal, la supresión de los títulos y signos de nobleza; sin embargo la independencia no es
declarada.
Alvear desplaza a San Martín para convertirse en jefe de la Logia y en director supremo del
Estado. Pero la entrega de la Banda Oriental a Artigas terminó de socavar su prestigio en
Buenos Aires. El 3 de abril de 1815 una división de su ejército se subleva en Fontezuela. Del
gobierno de Alvear quedaba un triste balance: bajo la concentración unipersonal de poder,
la dirigencia revolucionaria se aisló de la clase política urbana y del pueblo. La Banda
Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe formaban la Liga de los Pueblos Libres bajo la
protección de Artigas. Por su parte el ejército del norte se autogobernaba apoyado en los
pueblos del noroeste. Cuyo, desde 1814, constituía la base de poder de San Martín, que
desde allí comienza a preparar una fuerza militar para la liberación de Chile y Perú. En el
norte, la derrota de Sipe Sipe (noviembre de 1815) obligó al ejército rioplatense a abandonar
definitivamente el Alto Perú y a dar lugar a la instalación en Salta del gobierno de Martín
Güemes.
A la caída de Alvear había seguido una etapa de profunda crisis en el seno de la elite
porteña. La convocatoria a un nuevo congreso marcaba un cambio en su política, que con
este gesto se mostraba más atenta a los intereses de los pueblos mientras buscaba afirmarse
con nuevas alianzas con figuras locales influyentes. Así, el Congreso General Constituyente
de las Provincias Unidas designó como nuevo director supremo a Juan Martín de
Pueyrredón (mayo de 1816). En este nuevo contexto resurgieron distintas alternativas para
salvar la revolución, dentro de las cuales los proyectos monárquicos ocuparon un lugar
importante. Pero los pueblos se oponen a cualquier solución monárquica, lo que lleva a la
declaración, el 9 de julio de 1816, de la Independencia de las Provincias Unidas. Sin
embargo, en 1819, el texto constitucional de carácter centralista propuesto por el cuerpo
representativo es rechazado por los pueblos y el Congreso se disuelve.
166
Pueyrredón, entre 1816 y 1819, anuda una alianza con Güemes y San Martín, que le
proporciona una nueva base de poder, que no le resultó suficiente para impedir una gradual
pérdida de su autoridad política. Uno de los puntos más críticos lo constituyó su política pro
Portugal, que lo llevó a partir de 1816 a desentenderse del avance de las tropas portuguesas
sobre la Banda Oriental. Finalmente, una nueva tentativa de someter la disidencia artiguista
lo llevó a lanzarse a una campaña contra Santa Fe que resultó infructuosa. Luego de la firma
del armisticio de San Lorenzo (febrero de 1819), que obliga a la evacuación de las tropas
directoriales del territorio santafesino, Pueyrredon renuncia a su cargo y es reemplazado por
Rondeau.
La provisionalidad de los gobiernos centrales y la cuestión de la soberanía
Los gobiernos revolucionarios que se sucedieron entre 1810 y 1820 se constituyeron en
soluciones provisorias destinadas a durar hasta que se reuniera la asamblea constituyente
que definiría y organizaría el nuevo Estado. De modo que la organización política del
conjunto de los “pueblos” rioplatenses permaneció indefinida. Esta provisionalidad
conllevaba una indefinición respecto a rasgos sustanciales, a saber: el de los fundamentos
nacionales de los gobiernos centrales, los límites territoriales de su autoridad o sus
atribuciones soberanas. Pero hubo un instrumento preconstitucional que fijó
provisoriamente las bases para la organización del nuevo Estado, el Reglamento Provisorio
para la Administración y Dirección del Estado, del 3 de diciembre de 1817.
Soberanías y proceso revolucionario (1810-1820)
Desde el inicio de la revolución, lo que tejió gran parte de la trama política del período fue la
coexistencia conflictiva de soberanías de ciudades con gobiernos centrales que dirigieron sus
acciones tendiendo a definir una única soberanía rioplatense. Una de las cuestiones que se
plantea es la de discernir en qué medida la emergencia de la soberanía de los pueblos puede
ser vinculada a la tradición de autogobierno de los pueblos, que las reformas borbónicas no
habrían podido quebrar. Otra de las cuestiones se vincula con la necesidad de comprender
mejor el alcance y el significado de las expresiones de defensa de los llamados “derechos de
los pueblos”. Este proceso tiene tres momentos:
1. La lucha de las ciudades subalternas para independizarse de las ciudades cabeceras
de las intendencias a partir de 1810.
2. Las Instrucciones de Artigas a los Representantes del Pueblo Oriental para el
desempeño de sus funciones ante la Asamblea General Constituyente de 1813.
3. El surgimiento de la primera tendencia federal porteña en 1816, derrotada sin
embargo en ese mismo año.
Para el primero de los casos fue frecuente el uso de un concepto equívoco, el de federalismo
comunal. Como consecuencia de esas aspiraciones de los pueblos al ejercicio de su
soberanía, se inició un proceso de disgregación de las antiguas provincias del régimen de
intendencias, basado en el principio de retroversión de la soberanía, que dará nacimiento a
nuevas provincias. Estas primeras manifestaciones autonómicas alcanzaron un punto crítico
en la conmoción general del año 1815, con la caída de Alvear.
167
En el programa formulado por Artigas, el imaginario pactista adoptó una forma claramente
confederal. Además, desde su origen, la dirección del movimiento insurreccional en la
Banda Oriental, se recluta en la campaña misma al margen del sistema jerárquico
tradicional. El desplazamiento de las bases de poder alcanza aquí una intensidad
excepcional y se funda en un ideario de contenido democrático.
La emergencia de una tendencia confederal no fue sin embargo privativa de la Banda
Oriental; en la misma Buenos Aires surgió una primera expresión pública de esta tendencia
en 1816. Los confederacionistas de Buenos Aires intentaron así crear una fuerza alternativa
a los gobiernos centralistas, pero fueron derrotados en 1816.
La cuestión de la soberanía se vinculó asimismo con otro rasgo sustancial de la vida política
de los meses posteriores a la revolución: las prácticas representativas inauguradas por el
nuevo poder. Las nuevas formas representativas comenzaron rigiéndose por aquellas
desarrolladas en España en ocasión de la convocatoria a diputados para las Cortes españolas
de 1809. La definición moderna del concepto de ciudadano apareció recién en el Estatuto de
1815 y se ajusta al principio de la soberanía popular y la igualdad ante la ley. Otro rasgo
característico de este período es el mandato imperativo, en virtud del cual los
representantes electos eran apoderados de sus electores y debían ajustar su actuación a las
instrucciones que les eran dadas.
De esta forma, entre 1810 y 1820, en Buenos Aires existieron conflictivamente el Cabildo y
los gobiernos centrales, dos ámbitos políticos de diferente naturaleza por su origen y
funciones. Sólo a partir de 1820, cuando el nuevo Estado provincial genere dos ámbitos de
poder, el gobierno provincial con su Junta de Representantes, y el Cabildo, se producirá una
superposición de jurisdicciones que llevará a la supresión del cabildo.
El legado de la revolución
Con los términos “barbarización del estilo político”, “militarización” y “ruralización”, Tulio
Halperin Donghi puso de relieve los efectos de la revolución y la guerra de independencia
sobre las bases sociales del nuevo poder. El cambio más notable es el que se vinculó al poder
cada vez más amplio que la coyuntura guerrera confirió a las autoridades locales encargadas
de canalizar los recursos humanos y económicos de las zonas rurales.
[Goldman Noemí, “Crisis imperial, revolución y guerra (1806-1820)” en Goldman Noemí
(Dir.); Revolución, republica y confederación (1806-1852); Sudamericana; Buenos Aires; 1998;
pp. 24-67]
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GOLDMAN, N.: Los Orígenes del Federalismo
Rioplatense (1820-1831)
Noemí Goldman (1998)
LOS ORIGENES DEL FEDERALISMO RIOPLATENSE (1820-1831)
Con la caída del poder central en 1820 emergió una nueva realidad: el esfuerzo por
afirmarse por parte de los estados autónomos provinciales, proceso difícil de captar y de
evaluar. Los estados autónomos no fueron el producto de la disgregación de una nación
preexistente sino el punto de partida para una organización político-estatal sobre la única
unidad sociopolítica existente en el período: la ciudad-provincia. El conjunto de normas
fiscales, legislativas y políticas que las provincias se otorgaron testimonia los esfuerzos de
168
las elites provinciales, más allá de la voluntad de los caudillos; espacios soberanos aunque
sin perder la denominación de “provincias”. Pero la provincia autónoma no fue una
prolongación de la antigua provincia de intendencia, sino una ampliación del papel político
de las ciudades soberanas al punto de configurar una soberanía independiente. Las
“provincias” no surgieron así como partes integrantes de un estado superior a ellas, sino
como estados independientes que llegaron progresivamente a asumirse como sujetos de
derecho internacional.
La caída del poder central en 1820 y la formación de los estados provinciales
En octubre de 1819 una nueva tentativa de someter a la disidencia artiguista en Santa Fe se
enfrentó con la negativa del Ejército del Norte de auxiliar el gobierno. En enero de 1820 un
grupo de oficiales se sublevó en la Posta de Arequito en contra del Directorio, iniciando así
el breve proceso de derrumbe del poder central. En febrero de 1820, el ejército porteño fue
vencido en Cepeda por las fuerzas del litoral, conducidas por Ramírez y López que exigían la
disolución del Congreso y la renuncia del director Rondeau. Esta derrota generó en Buenos
Aires una crisis política sin antecedentes. El Cabildo de Buenos Aires asumió en febrero de
1820 la función de gobernador y proclamó la disolución del poder central, renunciando en
nombre de Buenos Aires a su rol de capital de las Provincias Unidas. Surgió entonces una
nueva entidad política: la provincia de Buenos Aires, que firma el Tratado de Pilar para
alcanzar un acuerdo de paz con las fuerzas del litoral.
¿Qué consecuencias tuvo la disolución del poder central sobre el conjunto del territorio? La
desaparición del Directorio no hizo más que acelerar el proceso de disgregación de la
antigua estructura virreinal que los gobiernos revolucionarios ya habían iniciado, para dar
nacimiento a verdaderas soberanías autónomas. Durante la primera década revolucionaria
habían surgido nuevas provincias en los límites de las ciudades y sus jurisdicciones a partir
de la disgregación de las antiguas provincias del régimen de intendencias. A partir de 1820,
mientras la estructuración jurídico-política de una nueva nación deviene un objetivo cada
vez más incierto, otros instrumentos legales buscaron reorganizar un orden social viable en
cada espacio provincial y conciliar la autonomía de los estados provinciales con la firma de
pactos interprovinciales.
¿Federación o confederación?
Existió una frecuente confusión entre federalismo y confederacionismo; Chiaramonte
llama la atención sobre el hecho de que este equivoco se vinculó con la visión historiográfica
que consideraba alas provincias como partes de un estado nacional argentino preexistente.
Confusión que prolonga la manera en que este asunto era tratado por la literatura política
previa al constitucionalismo norteamericano. Hasta el momento en que se proclamó la
constitución de Filadelfia en 1787 los tratadistas políticos sólo conocían una forma de
federación: la confederación como unión de estados independientes. Más aún, lo que la
doctrina política entendía generalmente como federalismo era una forma de estado opuesta
a la unidad. El nuevo Estado Federal norteamericano surgido en 1787 creó una soberanía
única, del conjunto de la nación, que se yuxtapuso con las soberanías de los estados
miembros, pero el uso indistinto de federalismo para designar formas diferentes de
asociación. La historiografía argentina lo recogió al agrupar y confundir bajo un mismo
concepto todas las tendencias a la autonomía expresadas luego de la independencia. Así se
asociaron sin distinción, reivindicaciones muy diversas que pudieron ir desde el simple
pacto entre provincias hasta la unión confederal. Incluyendo allí también a lasa expresiones
del antiguo derecho autónomo de los “pueblos”. Parece entonces más adecuado designar
como tendencias federales a las que se manifestaron con fuerza durante el proceso de
169
creación del estado federal de 1853 y reservar la denominación de tendencias confederadas a
las que predominaron durante la primera mitad del siglo XIX. Luego de la independencia la
construcción de nuevos estados era algo indefinido y por lo tanto, la naturaleza de las
llamadas “provincias” fue algo abierto a diversas posibilidades.
Luego del fracaso de 1827, en el Río de la Plata sólo quedaron los estados provinciales que
alcanzaron una formalización “provisoria” de sus relaciones mediante la firma del Pacto
Federal. El 4 de Enero se suscribió un acuerdo entre las provincias de Corrientes, Buenos
Aires, Entre Ríos y Santa Fe, el cual es una alianza que se concibe a si misma como
provisoria y que, de manera imprecisa, alude a la futura organización federal del país. Las
provincias que suscribieron el Pacto Federal se reservaban para si prácticamente todo el
ejercicio de la soberanía con escasa delegación de funciones estatales; no se fijaba la
creación de un poder central por encima de los poderes de los estados. Con el término
“Federación” el pacto dio así lugar de hecho a una débil organización confederal, que se
conservó hasta la proclamación de la Constitución Federal de 1853.
Lo que se entendía por federalismo era alguna forma de confederación que permitiese
resignar lo menos posible el control político de su provincia. Permanente ambivalencia: el
reconocimiento de la libertad, la in dependencia y de la soberanía de cada provincia, por un
lado, y la frecuente alusión, por el otro, a una posible organización nacional.
El estado provincial y el ejercicio de la soberanía
Al producirse la crisis de 1820, las provincias conservaron las instituciones heredadas de la
dominación española y las que se habían creado durante el primer decenio independiente.
El régimen de las Ordenanzas de Intendentes perduró en diversos aspectos, pero más se
atiende a las disposiciones del Reglamento Provisorio del 3 de diciembre de 1817 con los
estados autónomos. Así aparecieron los textos constitucionales provinciales; estos y las leyes
complementarias rigieron el desenvolvimiento institucional provincial.
Un punto de vista frecuente sostiene que las constituciones provinciales reprodujeron lo
contenido en el Reglamento, pero en realidad las constituciones difirieron tanto del
Reglamento como entre sí, en cuestiones sustanciales relacionadas con la definición de la
ciudadanía, las atribuciones del gobernador o el régimen electoral. En general, las
constituciones provinciales siguieron los lineamientos del constitucionalismo republicano al
establecer un poder legislativo basado en la soberanía popular. Antes que surgiera la
Legislatura, el Cabildo de cada ciudad o villa ejercía funciones sobre su respectivo centro
urbano y la zona rural de su dependencia. La necesidad de considerar los intereses de la
campaña, y los antagonismos de ésta con la ciudad dieron origen a las legislaturas. En la
mayoría de las provincias, los nuevos textos constitucionales crearon las Salas de
Representantes, pero en otras surgió por una ley especial, o por transformación de las
Juntas Electorales. La rivalidad entre los Cabildos y las Salas de Representantes derivó del
hecho de ser dos instituciones de carácter diferente. Mientras el Cabildo era expresión del
status de ciudad de acuerdo con el ordenamiento comunal hispánico, la legislatura
representaba a la nueva entidad política “provincia”. Al final de este proceso todos los
Cabildos desaparecieron. Los curatos se convirtieron asimismo en circunscripciones
electorales.
La calidad independiente de los estados provinciales se manifestó así al definir facultades
para el ejercicio de la soberanía. Estas prerrogativas se expresaron en los textos
constitucionales, pero también en la legislación provincial relativa a la justicia, finanzas
170
públicas, comercio
amonedación, etc.
exterior,
defensa
del
territorio,
relaciones
interprovinciales,
Un indicador de relevancia de la afirmación de una soberanía estatal provincial aparece en
la definición de la ciudadanía. Las constituciones provinciales muestran la persistencia del
sentimiento de identidad americana en coexistencia con el provincial. Por otra parte,
existieron diversas formas de expresar la relación entre esa afirmación de soberanía estatal
provincial y los proyectos constitucionales de alcance “rioplatense” o hispanoamericano.
Fracasado el proyecto unitario en 1827, la reunión de una Convención Nacional en 1828
reveló que lasa provincias no estaban dispuestas a continuarlo. Con la firma del Pacto
Federal se fortaleció la tendencia al ejercicio de la soberanía, salvo en lo que concernía al
manejo de las relaciones exteriores que fue delegado en el gobierno de Buenos Aires.
Paralelamente creció la influencia política de Buenos Aires sobre la mayoría de los gobiernos
provinciales, reflejando así tanto su poderío como la imposibilidad de los estados
provinciales de trascender su autonomismo. Esta calidad de estados soberanos e
independientes se observa también en los pactos interprovinciales, en relación con el
carácter que investían los representantes provinciales. Aunque el afianzamiento de las
soberanías provinciales tendió a consolidarse luego de 1831, creció paralelamente la
influencia de Buenos Aires en la mayoría de los gobiernos provinciales, mientras se fue
debilitando con la extensión de la práctica de las facultades extraordinarias, el desarrollo de
la legalidad constitucional. Por ejemplo, la ley del 7 de marzo de 1835, que otorgó la suma
del poder público a Rosas, no contenía limitación alguna de carácter funcional. A partir de
1835 el uso de los poderes extraordinarios para regular el mando político dio como resultado
que en algunas provincias se concedieran esas atribuciones por todo el período legal de
gobierno.
El caudillismo: legalidad y legitimidad
En los estudios sobre el caudillismo durante el siglo XIX predominó la idea de un jefe local
que conducía a las masas rurales. A esta idea se asoció otra según la cual los caudillos habían
impedido el establecimiento de poderes legales e institucionales republicanos. Otra de las
características que se han señalado como distintivas del caudillismo fue la utilización
sistemática de la fuerza para dirimir las disputas públicas o de interés personal. El caudillo
aparecía así como un jefe de tropas compuestas por grupos armados organizados sobre la
base de un sistema informal de obediencia, que se sostenía por relaciones de tipo patrónpeón o protector-protegido. En la historiografía argentina se encuentran dos líneas de
análisis: la que consideró a los caudillos como representantes de las fuerzas “anárquicas” de
las provincias y la que sostenía que los caudillos impulsaron proyectos de organización
constitucional de carácter federal.
Si se ubica a los caudillos dentro del proceso de desarrollo de las tendencias autonómicas, se
puede adoptar una mejor perspectiva para entender las cambiantes posiciones a favor o en
contra de los intentos de organización constitucional, así como explicar porque tendieron a
basar su dominio en formas republicanas y representativas de gobierno. El conjunto de las
soberanías provinciales adoptó ciertas formas “republicanas representativas”, a las cuales no
escaparon los mismos regímenes de caudillos, como solución provisional para legitimar un
orden social y político luego de las luchas de independencia, pero también para resistir a las
tendencias hegemónicas de Buenos Aires. El “dogma” de la soberanía popular se convirtió,
en varios de esos sistemas, en el fundamento de relaciones sociales y prácticas políticas
tradicionales. Un ejemplo de ello es el caso de Juan Facundo Quiroga en La Rioja. Halperin
Donghi señaló la incidencia de la militarización en el surgimiento y consolidación del poder
171
de las autoridades locales, y mostró como Quiroga surgió, al igual que otros caudillos del
período posindependiente, dentro y no en contra de las nuevas estructuras de poder
establecidas desde 1810. El ascenso al poder de Quiroga se basó en el control militar de los
Llanos y se vinculó con un rasgo peculiar de esta región: el hecho de ser una zona codiciada
por San Juan, que se abastecía de su ganado. A partir de 1819 la zona recibe creciente
atención, al tiempo que crece la dependencia de toda la provincia con respecto a ella y a
quien se arroga su defensa y protección. El provecho que Quiroga extrajo de esta
circunstancia terminó por exceder el ámbito militar para extenderse a su estrategia
comercial personal. Por otra parte, el caudillo alcanza rápidamente notoriedad en el
interior. En 1826 se lanzó a la conquista de las provincias del norte, en oposición a los
rivadavianos, contribuyendo al fracaso del último intento de organización nacional
ensayado desde Buenos Aires entre 1824 y 1827.En 1829 el caudillo se vio enfrentado en
lucha armada con el General Paz, que se había apoderado de Córdoba para formar la Liga
Unitaria. En 1831 Quiroga recuperó el dominio del interior, con el apoyo de la Liga del
Litoral, al vencer al ejército unitario al mando de Lamadrid. Finalmente, la muerte lo
encontró en Barranca Yaco, al regresar de una misión política al norte que le había sido
encomendada por Rosas en 1835.
Si se observa la política de La Rioja durante la actuación de Quiroga se nota la vigencia de
un ordenamiento legal más establecido de lo que suele suponerse. Se puede constatar que,
junto al poder de Quiroga, se mantuvo una rudimentaria estructura política de origen
colonial. También se advierte que el desarrollo de instituciones estatales en la provincia no
fue una simple formalidad. Estas instituciones traducen el surgimiento de nuevas
condiciones políticas que se inscribían dentro de los esfuerzos por consolidar soberanías
provinciales autónomas.
A diferencia de otras provincias, La Rioja no logró darse una constitución, lo que no significa
que no existió ningún tipo de normas. Asimismo, el gobernador provincial, conservaba un
conjunto de atribuciones de carácter tradicional, acrecentadas luego de 1829 por nuevas
funciones en materia judicial y militar. De manera que, si bien Quiroga se apoyó en milicias
de la campaña, no constituyeron ámbitos ajenos a cualquier tipo de ordenamiento
institucional. Numerosas son las evidencias que revelan la vigencia de una reglamentación
articuladora de las relaciones militares entre las milicias del caudillo y el gobierno
provincial. Lo cierto es que el poder del caudillo, basado en parte importante en relaciones
informales de tipo familiar, amistosa y comercial, se sostuvo también en un conjunto de
relaciones formales. Sin embargo, no cabe afirmar que el caudillo se sometió a las
disposiciones de las autoridades provinciales, sino reconocer la existencia de una relación
más compleja entre legalidad y legitimidad en los regímenes de caudillos, en un período en
que la formación de liderazgos políticos se vinculo con la afirmación de soberanías
provinciales que coexistieron conflictivamente con proyectos de organización nacional.
[Goldman Noemi, “Los origenes del federalismo rioplatense” en Goldman
Noemí (Dir.); Revolución, republica y confederación (1806-1852);
Sudamericana; Buenos Aires; 1998; pp. 103-124]
HISTORIA ARGENTINA I - Resumen - GELMAN, J.: El Mundo Rural en Transición
Jorge Gelman (1998)
EL MUNDO RURAL EN TRANSICIÓN
172
La ruptura del vínculo colonial, las guerras y la disgregación en soberanías múltiples no
hicieron más que acentuar las diversidades del mundo rural por un período relativamente
prolongado. Por ejemplo: diferencias entre el norte superpoblado y el litoral subpoblado. Sin
embargo la historia de unas regiones sería incomprensible sin la de otras, por un fenómeno
de muy larga duración: un fuerte y persistente proceso de migraciones interregionales que
derivó excedentes de población de ese interior sobrepoblado y con distribución muy
desigual de la tierra, hacia un litoral que clamaba por trabajadores.
Es necesario plantear los grandes rasgos de la transición en el mundo rural, destacando los
elementos de ruptura que se produjeron con la independencia, y las consecuencias de la
mayor vinculación al mercado mundial; pero también los elementos de continuidad de las
prácticas coloniales, más persistentes de lo que las ideologías liberales creyeron. Muchos
rasgos de las prácticas sociales y culturales del mundo rural que s e suponen originados por
la inmigración europea de la segunda mitad del siglo XIX, son de este período e incluso del
período colonial.
Es un cuadro con serios desbalances regionales, reflejo de los desiguales avances de una
historiografía que se ha centrado en Buenos Aires y el litoral, pero poco y nada sobre otras
regiones.
El mundo rural de fines de la colonia
Se mantenían a grandes rasgos las características que había tenido este espacio durante la
mayor parte de la dominación española. Distribución desigual de la población, con un fuerte
peso del centro y el noroeste, vinculados a las economías mineras del Alto Perú, zonas en
que la población indígena era aún notable; un litoral escasamente poblado que comenzó a
beneficiarse del crecimiento de Buenos Aires, así como de las regiones de reciente
colonización, como la Banda Oriental.
La economía del virreinato giraba alrededor de los centros mineros andinos que se
articulaban con el Atlántico a través de Buenos Aires, pero generando a la vez un espacio
económico interregional, en el cual las diferentes regiones tendían a especializarse en
diversos bienes agrarios o artesanales. La plata de los centros mineros se dispersaba por
todo el territorio; una parte importante fluía hacia Buenos Aires para concentrarse en sus
comerciantes que la enviaban hacia Europa a cambio de los “efectos de Castilla.”
Existen regiones que producen para exportar a sus vecinas, al Alto Perú e incluso a Europa,
pero cada una de ellas tiende a satisfacer la producción de bienes de subsistencia
indispensables para su población. De hecho cada productor trata de producir todo lo que
necesita para consumir sin recurrir al mercado. Tanto grandes productores (haciendas)
como familias campesinas se caracterizaban por ese rasgo. Los mercados son muy limitados.
La excepción es el litoral, con mayor vinculación con los mercados, en especial para adquirir
diversos bienes. Sobre todo las estancias son las que recurren al mercado para casi todo,
incluso la plata circula más, por los pagos en moneda de los salarios rurales.
Las diferentes regiones se ven afectadas de muchas maneras por una serie de
acontecimientos: creación del virreinato; reglamento de libre comercio; levantamientos del
mundo andino; guerras intraeuropeas; invasiones inglesas y crisis final de la monarquía.
Visión clásica: Libre comercio fue beneficioso para el litoral, pues recibían bienes
manufacturados a precios más bajos, y a su vez volcaban al mercado crecientes cantidades
173
de cueros y otros derivados, sin grandes inversiones. Por el contrario las economías del
interior habrían sufrido una crisis, de la cual no se recuperarían.
Visión más matizada: Hubo regiones que sufrieron más la competencia extranjera, como las
productoras de textiles de algodón, pero es un proceso que se inicio antes del libre comercio,
sobre todo por la crisis de las misiones jesuíticas. Igualmente habrían sufrido las provincias
de Cuyo, productoras de caldos, con el litoral como principal mercado, ahora inundado por
vinos y aceites españoles. Suerte diversa de Mendoza y San Juan: 1) Frecuentes cortes del
tráfico transatlántico permitieron recuperaciones del mercado del litoral. 2) El aguardiente
resiste mejor que el vino la competencia europea.
Productoras de textiles de lana: Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca Y San Luís.
Continuaron colocando sus tejidos en los mercados coloniales, ya que mantenían la
producción a pesar de las bajas en los precios. Esto era así por que las productoras eran
mujeres campesinas que realizaban el proceso en el marco de sus economías familiares, en
misérrimas condiciones de producción [producción doméstica mercantil]. En la década de
1840 la demanda internacional valoriza la lana en bruto, provocando el fin de este sistema.
Levantamientos indígenas de la década de 1780: premonitorios de lo que pasaría con el
comercio de mulas con la independencia y la ruptura del espacio interno. “Crisis social de
masas.”
Situaciones de crisis (coyunturales y permanentes) encontraron salida a través de la
migración, a veces temporaria, a veces definitiva, hacia otras regiones., en especial el litoral.
Aquí los beneficios de la nueva situación parecen incuestionables y homogéneos. La
capitalidad de Buenos Aires refuerza su rol de articulador del espacio y su magnitud
demográfica potencia su importancia como mercado para las otras regiones. Expansión de
las zonas de más reciente colonización: Entre Ríos y la Banda Oriental, expansión que
hubiera sido imposible sin los aportes migratorios del norte.
Junto a la cría del vacuno para exportar cueros, se incrementó la cría para el abasto de carne
a los cada vez más importantes mercados locales. Pujante agricultura en la que se destacaba
el trigo. Cría del mular y del lanar.
El crecimiento de las grandes estancias no cuestiona el desarrollo de la pequeña y mediana
producción que también conoce un gran crecimiento, explicable por la disponibilidad de
tierras fértiles en abundancia.
Las estancias tardocoloniales combinan trabajo esclavo, un grupo de peones más o menos
permanentes y la presencia de trabajadores eventuales que acudían a la estancia en los
momentos de mayor demanda laboral.
No obstante estas transformaciones la economía del litoral no cambió radicalmente con
relación al período previo. Buenos Aires seguía muy igual a si misma. Las exportaciones del
puerto continuaron estando constituidas fundamentalmente por metales preciosos
producidos en los Andes y recogidos por los comerciantes por todo el virreinato.
El interés de las elites virreinales por la campaña circundante era muy limitado, querían la
paz para garantizar el abasto de los habitantes urbanos, poco interés por expandir la
frontera.
La revolución; cambios y continuidades en el mundo rural
174
Los dos cambios más notables fueron la ruptura del enorme espacio de intercambios que
había orientado las economías agrarias de las diferentes regiones y la destrucción de bienes
y medios de producción que ocasionaron las guerras.
1.
Separación bajo dominio realista o criollo disidente del Alto Perú, Chile,
Paraguay y la Banda Oriental.
2.
La guerra no significó sólo la muerte de centenares, sino que muchos más
fueron movilizados debiendo abandonar a sus familias y actividades productivas. A
su vez estos ejércitos arrasaban con todo lo que encontraban a su paso, en especial el
stock ganadero.
Pero la crisis revolucionaria también crearía nuevas oportunidades, en particular con la
demanda europea de bienes de origen pecuario, y su contracara, la avalancha de bienes
manufacturados de consumo masivo.
No todas las regiones pudieron aprovechar estas oportunidades de la misma manera. La
Banda Oriental, Entre Ríos, Santa Fe no pudieron, y demoraron en recuperarse. La que
mejoró sus posibilidades fue Buenos Aires, relativamente ordenada desde los 20, inició un
proceso de expansión que la llevaría a ocupar el primer lugar en el crecimiento agrario.
Noroeste: padece la guerra y la ruptura con los mercados altoperuanos (si bien no tan
dramáticamente como se pensaba). La fuerza de los mercados andinos no será ya la misma
que en la época colonial, además él no pierde definitivamente su carácter de intermediario
entre las regiones andinas y el litoral (ahora volcado hacia el atlántico). Estudios regionales
muestran la crisis de la producción agraria mercantil y la transformación de los grandes
hacendados en rentistas, que captaban pequeños campesinos arrendatarios para que
trabajen sus tierras, a cambio de un canon.
Las regiones que escapan a esta situación son las que pudieron desarrollar actividades
orientadas a los mercados litoraleños/ultramarinos, o que lograron dirigir su producción
transandinos en recuperación. Ejemplos:
Salta: continúa con la expansión hacia el Chaco.
Región del Tucumán: reorientan la producción hacia esos mercados en expansión.
La Rioja: se crían e invernan animales para el mercado chileno.
Cuyo: situación diversa, alternancia entre Chile y el litoral como mercado forzado por la
situación bélica. 1817, recuperación del mercado chileno, pero perdida del litoral inundado
por los productores europeos. Esto afecta de manera diferente a Mendoza y San Juan. La
última no logró reorientar su economía hacia el mundo transandino y conocería una
prolongada decadencia, mientras que Mendoza transformó su economía hacia la
agricultura, y sobre todo, hacia la ganadería.
San Luís: resiste produciendo algo de ganado para los mercados cercanos, y sobre todo por
la producción doméstica mercantil de tejidos de lana. Muchos se ven obligados a emigrar.
Santiago del Estero: situación más compleja. Agricultura que se encuentra afectada por
sequías e inundaciones, y por una reducción del área anegable y fértil. La ganadería conoce
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una cierta expansión desde los años 30. De conjunto se nota un proceso de privatización y
concentración de las mejores tierras de cultivo y ganadería, lo que dificulta la subsistencia
de parte importante de la población. Condiciones de vida más duras que favorecen la
emigración temporal o definitiva.
Córdoba: condiciones más matizadas. La crisis del mular y la continuidad del mundo de las
tejedoras se acompañan ahora con una reorientación de su economía rural hacia el
Atlántico. El sur de la provincia produce ganado vacuno que envía hacia Buenos Aires y el
exterior.
-LitoralBanda Oriental: experiencia original desde el punto de vista agrario, tanto por la agitación
que precede al movimiento revolucionario como por el peso que los problemas rurales
tendrán en el programa de los líderes, en especial de Artigas, como lo muestra el
Reglamento Provisorio de 1815. Adhesión de la masa campesina. La invasión portuguesa y
las consecuentes guerras diezmaron aceleradamente los stocks ganaderos, haciendo difícil
una recuperación.
Corrientes: una de las transiciones más exitosas, y a la vez más conservadoras de la región.
Una continuidad de las elites coloniales en el poder, la política proteccionista y un cierto
equilibrio fiscal la salvaron de los pesares de la mayor parte del territorio y le permitieron
un crecimiento considerable. Mundo agrario correntino muy heterogéneo, rasgo peculiar:
prima la pequeña y mediana producción familiar.
Buenos Aires y Entre Ríos: crecimiento más vertiginoso. En la primera, política de control
legal y represivo de los sectores más pobres de la población rural, muestran la complejidad
de intereses entre Estado y grandes estancieros. Interés creciente de las elites locales por el
hinterland rural, la valorización del ganado, se reflejan en una expansión del territorio sin
precedentes, que multiplicó varias veces el territorio a disposición de Buenos Aires hacia el
sur y el oeste. En Entre Ríos hubo una expansión similar, hacia el nornordeste.
“Consenso agroexportador”: golpe de muerte a la articulación entre la pequeña producción
agrícola y la estancia ganadera de fines de la época colonial. Habría favorecido la expansión
acelerada de la gran estancia monoproductora que concentraba no sólo la casi totalidad de
la producción rural, sino también a la mayoría de la población rural como mano de obra
dependiente. Crecimiento de la gran propiedad ganadera. A los estímulos del mercado se
sumaron las manipulaciones de las leyes de enfiteusis, y los premios y ventas masivas de
tierras del Estado. Hoy se percibe que esto era sólo una parte de la realidad del crecimiento
agrario de la 1ª mitad del siglo. La tendencia monoproductora no parece haber sido tal. Por
un lado, el crecimiento de los mercados locales produjo un estímulo a la producción
agrícola; un boom triguero muy importante; por otra parte el crecimiento demográfico de la
campaña y el surgimiento de poblados rurales estimularon la formación de círculos
hortícolas y agrícolas.
Crecimiento del lanar, más temprano de lo pensado, cría especializada, con intentos
tempranos de mejora de los rebaños.
El crecimiento de las grandes estancias ganaderas no implicó la desaparición de la pequeña
producción agrícola, ni mucho menos de la pequeña producción ganadera; campaña aún
poblada por millares de pequeños pastores y agricultores. Ejemplos muy variados de formas
de ocupación de la tierra en las regiones nuevas: ocupación en tierras fiscales, ocupas
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validados por las costumbres rurales, “pobladores” en tierras de propiedad privada, pero
con consentimiento del propietario. Una pujante sociedad campesina crecía alrededor o
incluso dentro de las grandes estancias ganaderas.
Entre Ríos: se encontraba en una situación similar a la de Buenos Aires, aunque con una
década de retraso aproximadamente. Crecimiento sin precedentes de la estancia ganadera
vacuna, pero nuevamente encontramos una pujante sociedad de pequeños y medianos
productores, que le disputan a la gran estancia, no el control de la mayor parte del stock
animal, sino el control sobre la población. Diferencias con Buenos Aires: expansión
fronteriza realizada por pequeños labradores migrantes, mientras que las grandes estancias
ganaderas se expandían en las regiones de más antigua colonización.
Crecimiento demográfico del litoral: se hizo en parte a expensas del interior, que le enviaba
cantidades crecientes de migrantes. Las estructuras demográficas del litoral y del interior
parecen reflejar fielmente esos cambios. Por ejemplo Santiago del Estero a inicios del siglo
XIX: población con mayoría femenina, hogares encabezados por mujeres, aumento de
familias complejas con proliferación de dependientes. En el litoral: natalidad más pujante,
crecimiento demográfico acelerado, predominio de familias nucleares pequeñas. Proceso
intenso y complejo de movimientos poblacionales que va volcando los excedentes hacia las
nuevas regiones del litoral. Al finalizar el período el resultado es un nuevo equilibrio
económico pero también demográfico de todo el territorio del ex virreinato que ha dejado de
favorecer a las regiones del interior y ahora aparece claramente beneficiando al litoral. Éste
busca mercados y mercaderías en Europa, pero también migrantes en el norte. Los
migrantes no sólo posibilitaron el crecimiento económico, sino que dejaron su impronta
cultural, desde el folklore, las formas del habla, hasta los mecanismos de reciprocidad
campesina como la minga.
Estos migrantes también fueron empleados para luchar contra otras provincias, al caer en
manos de las partidas de reclutadores, bajo acusación de “vagancia” o por no tener “papeleta
de conchabo.” [En relación a este último tema ver el texto de R. Salvatore]
[Gelman Jorge, “El mundo rural en transición”, en Goldman Noemí;
Revolución, republica y confederación (1806-1852); Sudamericana; Buenos
Aires; 1998; pp. 71-101]
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