LA MESA DE LA PALABRA Una mañana muy temprano vi una escena que me llamó la atención. Unos jóvenes estaban sentados en el suelo junto a sus morrales. Hablaban, se miraban, como si nada existiera más aparte de ellos. Al cabo de una hora volví a pasar por el mismo sitio y allí seguían. La escena, emocionante aun en la sencillez, me pareció una auténtica mesa de la palabra. El concilio Vaticano II, con la valentía que solo da el Espíritu, se atrevió a soñar una Iglesia que se alimentara en la mesa de la Palabra, una mesa de abundantes manjares. Después de siglos de exilio, entraba la Palabra en medio de la Asamblea, con la consiguiente alegría de muchas gentes que estaban esperando ese momento como espera la tierra reseca la lluvia. Tres sueños de una misma realidad Hace unos años tuvieron mucho eco los tres sueños del entonces arzobispo de Milán, el cardenal Martini. Uno de los sueños se refería a la Palabra: “Sueño que la Biblia se convierta en el libro del futuro, especialmente para los jóvenes”. Una mujer biblista, Dolores Aleixandre, puesta a soñar soñó también otro sueño que tiene que ver con la mesa de la palabra: “Y sucederá aquel día que en la Iglesia se escucharán con alegría las voces nuevas de los que llevaban tantos siglos de silencio: la voz de los pobres y la voz de los pequeños, la voz de los que saben amar, la voz de las mujeres, la voz de los laicos”. Nuestro encuentro de Amigos de Orar también es una mesa de la palabra. De desconocidos que éramos nos vamos haciendo amigos por las mil palabras, verbales o no, que nos decimos cada día. Este es un lugar donde se habla, donde se ríe. La palabra y la alegría indican el manantial, donde la voz del Amigo se hace torrente. Vamos a ir dando unas pistas para el camino de cada día, lo que pretendemos es que se despierte en cada uno de nosotros, como decía el profeta Amós, hambre de la Palabra de Dios. 1.- Encontrar motivos para escuchar la Palabra. No es bueno empezar ningún camino sin encontrar antes un motivo. El que tiene un porqué profundo soporta cualquier cómo. Ortega y Gasset decía: “Que no sabemos lo que nos pasa: eso es lo que nos pasa”. El problema de la Eucaristía, y en concreto de la Palabra, es que quizás tenemos cada vez menos claro de qué se trata. Y puestos a hacer cosas sin sentido, hay miles de cosas mucho más atrayentes en los escaparates de la sociedad. No estará mal que nos preguntemos: ¿Por qué tenemos que escuchar la Palabra de Dios y por qué tenemos que escucharla dentro de la Eucaristía? Una respuesta no la da el Prólogo del evangelio de Juan. En él, Dios se muestra rebosante de palabra, con ganas de decirse y de comunicarse con nosotros para establecer una alianza. Dios no es mudo ni sordo como los ídolos “que tienen boca y no hablan” (Sal 135,16). ¡Qué bien recoge todo esto la Dei Verbum cuando dice: “El Padre sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos”. “Movido de amor, habla a los hombres como amigos, para invitarlos y acogerlos en su compañía”. Comunicarse, encarnarse, entregarse es todo uno. La Palabra (dabar) es decir y hacer. En la quinta estrofa del Prólogo, nos encontramos con una afirmación inesperada: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Dios se ha desposado con el vocabulario humano. Parafraseando esta hermosa y atrevida expresión podemos decir: “La Palabra se hizo eucaristía”, Jesús, “hablando palabras de Dios, vino a contarnos la intimidad de Dios. No podemos entender la Eucaristía sin la Palabra. Ambas son lo que Dios quiere decirnos, todo lo que puede decirnos. “En darnos, como nos Dios a su hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tienen más que hablar” (San Juan de la Cruz). Por la Palabra se entabla la comunicación, se hace presente la comunión entre Dios y nosotros. “Cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio”. La Palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha. Jesús es del Padre y nuestro, es el gran símbolo que nos une con Dios. Es curioso que la más antigua celebración de la Palabra según la Biblia coincida con la primera celebración de la alianza del Sinaí, según Ex 24,1-11. En esta celebración primero hay una proclamación de la Palabra: “Moisés tomó el libro de la alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: ‘Cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor y obedeceremos"”(Ex 24,7). A continuación está el sacrificio de la alianza: “Moisés tomó la sangre de las víctimas que habían sido inmoladas, roció con ella al pueblo y dijo: ‘Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros mediante todas estas palabras” (Ex 24,8). Por último está la comida de comunión. “Moisés subió, acompañado de los setenta ancianos de Israel. Contemplaron al Dios de Israel... comieron y bebieron” (Ex 24,9-11). De ahí que la Iglesia considere importantísimo que el pueblo de Dios en la acción litúrgica se alimente tanto del Pan de vida como de la Palabra de vida, de acuerdo con aquella conocida expresión de san Agustín: “En la Iglesia, la Palabra de Cristo no recibe menos veneración que su cuerpo” (Sermón 56). En la Escritura recibimos a Cristo como lo recibimos en la Eucaristía, no solamente porque la Escritura da testimonio de Él sino porque también aquella encuentra en Él su cumplimiento y su realización. “Por lo que a mí respecta creo que el Evangelio es el cuerpo de Cristo”, decía san Jerónimo. “Donde no hay Palabra practicada de un modo comprometido y serio, nacen formas de piedad sentimentales, arideces teológicas entre los intelectuales cultivados, desplazamientos de interés y atención hacia aspectos secundarios del mensaje cristiano, individualismo y pérdida del sentido comunitario, gusto por las innovaciones al precio que sea, pérdida de la savia vital de la tradición y la idolatría de los pretendidos signos de los tiempos” (Enzo Bianchi). Solamente la Palabra escuchada, acogida, conservada y meditada es capaz de crear los profetas capaces de opciones liberadoras y de vanguardia, los hombres que, fieles a la tierra y a la humanidad, nos hablarán de Dios. 2.- Afinidad entre la mesa de la Palabra y la mesa del Pan. En la Eucaristía se refleja toda la historia de la salvación, como en una gota de rocío prendida de una hoja en una mañana clara y serena se refleja la entera bóveda celeste. Necesitamos redescubrir la vinculación entre la Palabra y la Eucaristía, es un paso indispensable para una auténtica renovación de la celebración de la misa. Habitualmente se considera la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística –las dos mesas de la Misacomo independientes una de otra. La primera parece como una preparación (antes del concilio se hablaba de ante-misa), una catequesis bíblica, una enseñanza moral; y la segunda era realmente la misa, la parte más importante, de tal modo que bastaba llegar para el ofertorio para que la misa fuera válida. En la Palabra de Dios se anuncia la Alianza divina, y en la mesa del Pan se renueva esa misma alianza nueva y eterna. En una, la historia de la salvación se recuerda con palabras; en la otra, la misma historia se expresa por medio de signos sacramentales de la liturgia. ¿Cómo vincular estos dos momentos? Precisamente es la función de la homilía, que ha de ser como bisagra entre las dos partes. “La homilía, como parte de la liturgia, es ocasión privilegiada para exponer el misterio de Cristo en el aquí y ahora de la comunidad, partiendo de los textos sagrados, relacionándolos con el sacramento, y aplicándolos a la vida concreta. La proclamación no es tanto un tiempo de catequesis, sino de diálogo de Dios con su pueblo al que la asamblea creyente responde con la plegaria de acción de gracias y alabanza, verdadera oración contemplativa. La Palabra celebrada no es solo teología (palabra sobre Dios) sino sobre todo teurgia (Palabra de Dios), es decir, lo importante no es lo que se dice, sino lo que acontece. Existe una gran afinidad entre la Eucaristía y la Encarnación. En la Encarnación dice san Agustín: “María concibió al Verbo antes en la mente que en el cuerpo”. ¿Qué podemos ofrecer que no haya sido engendrado por la Palabra? Jesús, mediante una larga catequesis bíblica, le ayuda con una paciencia admirable, a volver a la luz de la fe: “Empezando por Moisés y continuando por tos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,27). Gracias a la explicación luminosa de las Escrituras, habían pasado de las tinieblas de la incomprensión a la luz de la fe y se habían hecho capaces de reconocer a Cristo resucitado “al partir el pan” (Lc 24,35). El efecto de este cambio profundo fue un impulso a ponerse nuevamente en camino, sin dilación, para volver a Jerusalén y unirse a “los Once y a los que estaban con ellos” (Lc 24,33). El camino de la fe había hecho posible la unión fraterna. El nexo entre la interpretación de la palabra de Dios y la Eucaristía aparece también en otros pasajes del Nuevo Testamento,. San Juan, en su evangelio, relaciona esta palabra con la Eucaristía, cuando, en el discurso de Cafarnaúm, nos presenta a Jesús que evoca el don del maná en el desierto reinterpretándolo en clave eucarística Jn 6,32-58). En la Iglesia de Jerusalén, la asiduidad en la escucha de la Didaché, es decir, de la enseñanza de los Apóstoles basada en la palabra de Dios, precedía a la participación común en la Eucaristía.