Subido por Enoc Obeth Meza Ochoa

3. LAS BRUJAS DE CACHICHE

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LAS BRUJAS DE CACHICHE
Las primeras sombras de la tarde avanzaban sobre la calurosa Ica, cuando
Anita, Vincho y el Gordo miraron sus bicicletas apoyadas contra la pared y
decidieron que era tiempo de una carrera. A esa hora, el viento fresco
alentaba a pedalear a toda prisa y el mar se ofrecía tibio para un buen
chapuzón; pero, para los tres amigos, la finalidad de la competencia era otra: el
ganador decidía el reto del día.
La carrera anterior la había ganado Vincho, y eso los había empujado a
desafiar el olfato del terrible Nerón, el gigantesco y malgeniado perro que
cuidaba las higueras de don Zósimo, con el objetivo de cosechar las tres
brevas más grandes del arbusto que crecía en el centro de la chacra.
Esta vez, Anita no estaba dispuesta a dejarse vencer. Subió a su bicicleta
de un brinco mientras corría para darle impulso. Pedaleó lo más rápido que
pudo, llevando el pecho hacia el manubrio y despegando las caderas del
sillín para aligerar el peso del cuerpo sobre sus piernas, tal como había visto
hacer a Bradley Wiggins, su ciclista favorito.
— ¿Por qué demoraron tanto? — dijo con ironía cuando Vincho y el
Gordo llegaron jadeando al faro que servía de meta, y, sin darles tiempo
de recuperar el aliento, lanzó su desafío — ¿Quién llega primero al cartel
de la bruja? — ¿El de Cachiche? Pero está anocheciendo. Mi papá dice que no
debemos ir por allá en la noche porque suceden cosas raras —advirtió el Gordo
con cierta indecisión en la voz.
Anita, con una sonrisa socarrona en el rostro, aprovechó el comentario
para pinchar el orgullo de su amigo.
— ¿Te da miedo, Gordito? El Gordo es un miedoso... —canturreó mientras
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volvía a subirse a la bicicleta—. Y tú, Vincho, ¿también tienes miedo?
¡Claro que sentía miedo! Cualquiera que hubiera escuchado alguna vez
las historias que se contaban sobre ese pueblo embrujado estaría asustado
hasta los huesos. La gente decía que las almas de los muertos vagaban por sus
calles y que todas las noches de luna llena las brujas se reunían para invocar
al diablo. Esa era una noche de luna llena.
Pero Vincho no estaba dispuesto a dejar que una niña lo llamara cobarde ni
que se burlara de él. Además, estaba convencido de que Anita desistiría del reto al
acercarse al lugar. Sin decir una palabra, levantó su vinchorayo, así llamaba a su
bicicleta, y comenzó a pedalear.
—¡No tengo miedo! —gritó el Gordo encaramándose a la bici a
regañadientes—. Pero no se quejen cuando sus papás los castiguen. Y no me
digan gordo, mi nombre es Enrique.
Los 25 minutos que solían demorar en llegar a la entrada de Cachiche se
redujeron a 18. Vincho y Anita pedaleaban casi juntos: él se adelantaba en alguna
curva y ella lo rebasaba saltando sobre el siguiente bache. Les ardían los músculos
de las piernas y el corazón parecía querer salírseles del pecho, pero no estaban
dispuestos a ceder, ambos esperaban que el otro se rindiera. El Gordo —perdón,
quise decir Enrique— iba unos palmos atrás, no tanto por la falta de físico
como por la advertencia del padre que resonaba en su cabeza.
¡Ah! Pero estos chicos nunca quieren escuchar un buen consejo.
La luna se alzaba redonda y luminosa sobre sus cabezas en el momento en
que las manos de Anita y Vincho tocaron el cartel que anunciaba la entrada al
pueblo. Las huellas de sudor sobre el letrero aún no se habían borrado cuando se
escuchó a lo lejos el aullido doliente de un perro, y la voz de Enrique
imponiéndose al alboroto que armaban los contrincantes:
— ¿No debería estar por aquí la estatua de una bruja?
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Era cierto. Desde finales del siglo pasado, allá por 1990, sobre el tronco de
un huarango seco se encontraba la imagen de una hermosa mujer con los brazos en
alto, como formando la V de la victoria. Tenía a sus pies una lechuza y una
calavera, en señal de su sabiduría y su poder en las artes de la hechicería. Era el
monumento que Fernando León de Vivero, un reconocido político sureño,
había mandado a construir tras la muerte de Julia Nazaria Hernández Pecho
viuda de Díaz, la bruja buena que, según dicen los viejos memoriosos, lo
había curado de la tartamudez y le había anunciado que sería presidente de
la Cámara de Diputados cuando don Fernando era apenas un chiquillo de no
más de 15 años. ¡Y vaya si se cumplió la profecía! León de Vivero asumió ese
cargo en cinco oportunidades.
La noche se había vuelto repentinamente más oscura
y una
ráfaga d e
v i e n t o h e l a d o e s tremeció los cuerpos todavía agitados de los jóvenes
ciclistas, cuando se escuchó una voz dulcemente severa detrás de ellos.
— ¡Insensatos! ¿Qué hacen aquí a esta hora?
Al buscar en la penumbra, descubrieron el rostro de una mujer que
resplandecía en medio de cierto brillo extraño. ¡Era la estatua del huarango! Y les
hablaba, como lo haría cualquier vecina del pueblo. Los tres amigos quisieron
correr, pero sus piernas parecían de palo y sus pies estaban como clavados al
suelo. Sin prisa, la bruja caminó en torno a ellos meciendo un delgado tronco
seco y susurrando palabras irrepetibles.
—Niños torpes —dijo la estatua de Julia Nazaria al terminar el
encantamiento que acababa de lanzar sobre ellos—. ¿No saben que el diablo está
suelto esta noche y que le gusta el olor de la sangre joven? Con el hechizo que
les he hecho nadie podrá verlos, a menos que sea el mismísimo Lucifer, pero
dependerá de ustedes sobrevivir esta noche: la noche de la cacería.
Alguna vez, Anita había salido con su padre y sus hermanos a capturar uno
que otro zorro que llegaba del desierto para robarse los huevos del gallinero, y
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desde entonces se sentía una experta cazadora. Quizá por eso, o porque no
recordaba nada de lo que contaban los mayores sobre Cachiche, preguntó con total
frescura:
— ¿Y cuál es la presa?
La estatua de Julia, que hasta ese momento les había hablado con cierta
dulzura a pesar de los regaños, pareció agigantarse, el resplandor que la
envolvía se tornó rojizo y su voz retumbó potente como si saliera de una cueva
profunda. Vincho se escabulló detrás de Enrique, y Anita los miró como
buscando una señal para salir corriendo. Mientras tanto, la bruja maldecía los
tiempos modernos y se lamentaba por aquellos incautos que ni siquiera
imaginaban lo que estaban a punto de ver... y de vivir.
A lo largo de muchos años, se había escuchado entre los habitantes de
Cachiche la historia de la noche en que las brujas pidieron ayuda al demonio para
conocer el futuro. Ellas pretendían descubrir el modo de vencer a los
poderosos hechiceros llegados de tierras altas para imponer sus leyes y la devoción
a sus dioses.
Las brujas de cada uno de los pueblos de Ica se habían enfrentado a la tiranía
de los magos, pero estos parecían invencibles. Por eso, una noche de luna
llena, las magas decidieron invocar al diablo y pagar con la sangre de una de
ellas la ayuda que el Señor de las Tinieblas pudiera darles.
La intervención del Maligno podría haber llegado a buen fin si la brujita elegida
como ofrenda no hubiera salido huyendo con toda su sangre en las venas. La
fuga desató una tenaz cacería en la que hasta el propio diablo metió la cola.
Mientras revivía en la memoria aquel recuerdo lejano, la estatua de
Julia Nazaria había mantenido un profundo silencio. Solo se escuchaba el
silbido del viento que llegaba desde los arenales y el ruido agudo que
producían los grillos.
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—Estridulación —dijo Enrique, repentinamente, y todos lo miraron sin
entender. Anita, que nunca se quedaba con una pregunta en la boca, reclamó
mayor información con un impaciente ¿qué?—. Estridulación —repitió el Gordo
(la verdad es que ni su madre lo llamaba Enrique) —. El chirrido que hacen los
grillos al frotar la parte dura de sus alas se llama estimulación.
- Y el que hace mi hermano después de comer se llama chancho —replicó Vincho
en tono burlón.
- Eso es un eructo; pero no importa, solo me acordé al escuchar a los grillos.
La pequeña discusión sobre los sonidos sacó a la mujer estatua de su
ensimismamiento y luego, aún más decepcionada, dio un hondo suspiro y
comenzó a narrar pausadamente: «Hubo un tiempo...».
La frase era conocida para el Gordo; su abuela la repetía cada tarde de
sábado al contarle una de sus historias de viejos. Alguna vez, su padre le había
dicho que esos solo eran cuentos que la mamama inventaba para asustarlo.
Quizá por eso, al escuchar la tan familiar introducción, respondió sin pensar:
«Allí va otra vez».
Pero lo que la bruja empezaba a narrar no era un cuento para chicos. ¡Nada
de eso! Aquella era la más escalofriante, misteriosa y diabólica experiencia que
jamás nadie había vivido. Y fue así como los tres amigos fueron metiéndose en
la historia —Hace muchos, muchísimos años —decía—, los huarangos eran
poderosos hechiceros llegados de las tierras altas, allá donde crece el ichu y
cae el granizo. Ellos iban y venían haciendo lo que se les antojaba: transformaban
pequeñas acequias en ríos caudalosos; convertían a sus enemigos en animales de
carga o inundaban los pueblos que se negaban a servirles.
Por aquella época, abundaban las brujas y en cada familia había al menos
una. Las más sabias de la región se reunían cada noche de luna llena en la
entrada principal de Cachiche, el pueblo donde crecían las palmeras más altas
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y se recogían los higos más dulces, para intercambiar recetas y hechizos
misteriosos. Venían de Guadalupe, de Salas, de San Juan, de Pachacútec, de
Santiago, de Los Molinos y hasta de Ocucaje. Al dar las 12 de la noche, cuando
el zorro aullaba en el desierto, la luna se alzaba en su punto más alto y las
estrellas dejaban de brillar por un instante, las magas colocaban su gran olla de
barro negro sobre la hoguera y comenzaban a revolver los más extraños
ingredientes preparando sus mágicos brebajes mientras coreaban sus rezos e
invocaciones rituales.
—Miren allá —dijo la mujer estatua, señalando con el brazo extendido—.
En ese lugar encendían la fogata.
Cuando los chicos giraron, siguiendo la dirección que indicaba la mano,
dieron un brinco y soltaron un grito de espanto. En lugar del tronco seco que
servía de pedestal a la estatua de la bruja, había un bullicioso aquelarre que
revolvía un caldero burbujeante.
A pesar del bullicio de la reunión, el grito de los intrusos pareció haberse
escuchado en tres las mujeres, pues todas enmudecieron, detuvieron la faena y
miraron con atención hacia el extremo de donde había surgido el ruido. Una
de ellas, la más bajita, avanzó olfateando y hurgando en la penumbra.
Anita y Vincho corrieron en direcciones opuestas y haciendo el menor
ruido posible para evitar ser descubiertos. Al Gordo no le fue tan fácil
escapar. La hechicera había caminado directamente hacia él, aunque sin darse
cuenta gracias al hechizo de invisibilidad.
La bruja avanzaba con los ojazos bien abiertos, frunciendo su naricita
respingona y meciendo su sedoso cabello en cada paso. El Gordo, fascinado
por la belleza de la maga, no pudo moverse. Mientras ella se acercaba, el corazón
le latía a toda velocidad y le temblaban las manos. Estaba a un paso de ser
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atrapado cuando, por suerte, la bruja se detuvo, dio media vuelta y regresó al
grupo. En ese momento, el Gordo pudo huir.
Los chicos sabían que lo mejor era alejarse de las brujas y su caldero, pero
para salir de allí debían pasar delante de la fogata, por lo que caminaron
directamente hacia el aquelarre.
Como era el menor de varios hermanos, Vincho tenía experiencia en
escabullirse de manera rápida y silenciosa, por lo que en menos de un pestañeo ya
estaba fuera del pueblo. El Gordo llegó un segundo después. Sin embargo, la
euforia por la fuga exitosa desapareció en cuanto notaron que Anita no llegaba.
Ambos conocían la imprudencia de la más pequeña del grupo, por eso
sabían que si demoraba en salir era porque se había entretenido con algo.
A regañadientes, decidieron volver para buscarla. Vincho hubiera preferido
quedarse y vigilar el camino, pero un aullido llegado desde el desierto le hizo
apurar el paso y ponerse al lado del Gordo.
No se habían equivocado. A unos metros de la fogata donde hervía el
caldero, un pequeño grupo de mujeres sentadas en círculo parecía
demasiado concentrado en su tarea como para darse cuenta de que Anita,
estirando el cuello por sobre sus cabezas, seguía con atención cada uno de sus
movimientos. Vincho y el Gordo llegaron hasta ella en silencio y, agarrándola
cada uno de un brazo, la obligaron a retroceder.
— ¡Es genial, tienen que mirar eso! —susurró ella con entusiasmo y
negándose a dejar el lugar.
Aunque el temor les decía que debían alejarse, la curiosidad los hizo
obedecer. Al asomarse, notaron que en el centro del círculo había un gran
agujero lleno de agua cristalina en la cual se reflejaba el cielo cubierto de
estrellas. Las mujeres señalaban los puntos luminosos con poco entusiasmo,
parecía que buscaban algo que no estaba allí.
Al cabo de un rato, las brujas concluyeron que el cielo no les revelaría el
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secreto que buscaban.
—Los hechiceros han enmudecido al cielo para que no nos diga cómo
liberarnos de la tiranía que nos imponen —dijo una muchacha de trenzas largas
y mejillas sonrosadas.
—Nosotras ya lo habíamos advertido —se escuchó reclamar desde el lado de
la fogata—, esas magias blancas no funcionan. Debemos consultar con Supay.
El Gordo dio un respingo al escuchar ese nombre y puso una mano
temblorosa sobre el brazo de su amigo al tiempo que repetía con voz muy baja
lo que su abuela le había dicho: «Ese es el diablo». Se convencieron de que
debían escapar de allí a toda prisa. Buscaron a Anita con la mirada, pero ella ya
no estaba.
El ir y venir inquieto de las brujas maleras —aquellas a las que la gente buscaba
cuando quería hacer daño a otra persona— aumentaba en los muchachos el
miedo, el que se convirtió en terror cuando descubrieron a Anita junto al
caldero. En sus cabezas volvía a resonar la advertencia de Julia Nazaria: «Nadie
podrá verlos, a menos que sea el mismísimo diablo», y era a él al que las brujas
planeaban invocar.
Corrieron sin hacer ruido, decididos a recoger a la curiosa y salir del
pueblo antes de que apareciera el Maligno. Estaban cerca de lograrlo cuando uno
de los troncos que ardía en la fogata reventó haciendo saltar chispas y avivando las
llamas aún más. En ese momento, un lúgubre aullido retumbó en las cuatro
esquinas de la plaza y una voz tétrica, que parecía salir de entre las flamas,
anunció:
—Tendrán lo que buscan, y a cambio me darán la vida de la más joven entre
ustedes.
Las brujas se miraron unas a otras con curiosidad. Ya que cada una había
empleado sus mejores artes para lucir más joven y bella que las demás, es muy
probable que ni el propio amo de las tinieblas fuera capaz de adivinar sus
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verdaderas edades. Anita respiró aliviada confiando en que nadie podía verla.
Era evidente que ella no recordaba lo dicho por Julia Nazaria.
Como ninguna de las brujas estaba dispuesta a sacrificarse, se desató un
verdadero pandemonio. Cada una acusaba a la otra de ser más joven. De
pronto, un renovado y furioso chisporroteo de brasas puso fin al debate y les recordó
que el convocado era un sujeto impaciente y malhumorado al que no era
aconsejable dejar esperando.
En medio del alboroto, los tres amigos habían logrado reunirse y buscaban
la manera de escapar del lugar. El camino por el que habían llegado ya no era la
mejor opción, pues la fogata había crecido engullendo por completo al
caldero y convirtiéndose en una pared de fuego que les impedía el paso.
Además, en ella estaba el único que podía verlos. Intentaron salir por la calle
contraria, pero el mismo tenebroso aullido que había antecedido a la voz del
demonio llegaba ahora desde la oscuridad haciéndolos retroceder.
Mientras los chicos iban de un lado a otro intentando hallar una salida
segura, alguien con menos suerte que ellos buscaban su propia vía de escape.
Ocupados en organizar su fuga, los chicos no habían prestado demasiada
atención a lo que sucedía con las brujas. En algún momento, el grupo había
elegido a una de ellas para ser sacrificada y, al parecer, la favorecida no apreciaba
la designación, pues se esforzaba por escapar.
La pobre brujita no parecía muy hábil con sus embrujos. Solo con mirarla
se notaba que había disimulado bastante mal su edad, y que no era ni más
joven ni más hermosa que las otras. Sin embargo, había estado distraída
mientras las demás decidían qué hacer y no se había percatado cuando la
candidatearon para la hoguera.
Dispuesta a no entregar su vida con facilidad, la brujita corría de un lado
a otro lanzando hechizos y maldiciones, pero con tan mala puntería que sus
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pócimas caían al suelo y sus palabras se las llevaba el viento, por lo que en poco
tiempo fueron la tierra y el aire del pueblo los que terminaron embrujados.
Sin darse por vencida, la brujita imploró a gritos la ayuda de los
hechiceros. Los magos no habrían respondido a su llamado de no ser porque
comprendieron que si el diablo recibía el sacrificio exigido, era probable que
cumpliera su palabra.
Pronto, todo Cachiche se convirtió en un campo de batalla. Inmensas bolas
de fuego iluminaban el cielo y estremecían los corazones más valientes. Los
hechiceros alardeaban de su poder haciendo retumbar sus voces en todos los
rincones y extendiendo sus cuerpos hasta superar los lo metros de altura. Por un
momento, la torpe brujita se sintió a salvo.
Atrapados entre ambos bandos, el Gordo, Vincho y Anita se refugiaron tras
una pequeña duna y desde allí observaron el enfrentamiento.
La suerte parecía estar a favor de los magos, que tenían bajo su dominio
a un gigantesco pulpo de tentáculos monstruosos. Lo habían traído desde
las profundidades del océano por medio de conjuros y pociones pestilentes,
y ahora amenazaba con triturar a cualquiera que se le cruzara por delante.
Las hechiceras se sentían muy debilitadas y casi vencidas, cuando una de
ellas se atrevió a reclamar la ayuda del Maligno. De inmediato, un rugido
angustiado, como de miles de voces torturadas, se impuso sobre cualquier otro
sonido. Hasta la ensordecida bestia marina se detuvo sorprendida. Pero el
efecto duró poco sobre el instinto animal.
Al notar un movimiento cerca de él, el pulpo levantó uno de sus pesados
tentáculos y atrapó a la bruja mientras esta invocaba al demonio. En fracción de
segundos, el griterío había regresado. La hechicera peleaba por zafarse del
pegajoso abrazo cuando la ayuda del diablo llegó en forma de una lengua
de fuego salida de la reanimada fogata, la que cortó de un solo tajo la extremidad
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del molusco. El tentáculo, enroscado todavía en el cuerpo de bruja, cayó con un
estruendo al suelo.
Adolorido, el animal buscó la tierra salitrosa como emplasto para calmar el
ardor de sus heridas; pero cada vez que hundía un tentáculo en el barro,
regresaba a la superficie con la apariencia de un tronco seco. Poco a poco, todo el
cuerpo del inmenso pulpo se fue oscureciendo, solidificando y aferrando al piso
como si se tratara de una siniestra palmera con siete polvorientas cabezas saliendo
del suelo. El octavo brazo, el mochado, quedó oculto en la tierra.
Los hechiceros, confiados de su poder y sin percibir con claridad quién era el
aliado de sus enemigas, intentaron lanzar un nuevo ataque. Pero demasiado
tarde se dieron cuenta de su error. El fuego se extendía rodeando todo el
pueblo y alzándose tanto que los bordes se perdían en lo alto.
La lucha era sanguinaria. Tanto brujas como hechiceros peleaban
con las armas más poderosas y letales que conocían. Sus encantamientos y
maldiciones se dejaban escuchar por todos los rincones. Aquellos que
intentaban huir en medio de la batalla sucumbían envueltos por el fuego
y ardían hasta desaparecer.
Un lejano ulular de lechuzas anunció que la noche estaba por terminar. El
largo
enfrentamiento
parecía
diluirse,
dejando
apenas
unos
pocos
sobrevivientes que a duras penas lograban mantenerse en pie. La raza de
brujas y hechiceros estaba al límite del exterminio.
Las mujeres se quejaron con amargura por la cantidad de vidas que
habían entregado al diablo en la batalla. Pero aún peor les cayó la sensación de
haber sido estafadas, pues pese al costo pagado no habían logrado la victoria.
Por eso, a modo de recordatorio para próximos tratos con el Señor de las
Tinieblas, embrujaron la palmera de siete cabezas para que permaneciera en ese
lugar por siempre. Aún hoy sigue allí.
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Antes de que el gallo cantara, en el momento más oscuro de la noche, los
hechiceros moribundos lanzaron un último encantamiento y, transformándose
en raíces de huarango, se hundieron en la tierra para renacer como árboles
mágicos.
Las brujas no tenían por costumbre morir: ellas vivían hasta envejecer tanto
que se convertían en un montoncito arena y se perdían en el desierto. Por eso,
para asegurar el regreso de las que habían muerto en batalla, las sobrevivientes
lanzaron una maldición: «El día en que la séptima cabeza de la palmera
reverdezca, Ica se hundirá en las aguas y el combate entre brujas y hechiceros
volverá a comenzar».
La duna que había servido de refugio y observatorio a Vincho, Anita
y el Gordo quedó envuelta en una suave penumbra y, aunque el bullicio
del enfrentamiento
aún resonaba en sus oídos, el cansancio los fue
adormilando.
No sabrían decir cuánto tiempo durmieron, pero al despertar las horas
parecían haberse detenido. La luna se veía todavía muy cerca, y el trajinar
de gente por las polvorientas calles de Cachiche les decía que no era muy
tarde. Algo aletargados, levantaron sus bicicletas y volvieron al camino con
la intención de regresar a sus casas, pero el sueño o el ejercicio anterior
los había dejado sedientos y decidieron ir en busca de refrescos.
En la bodega, Vincho comentó el extraño sueño que acababa de tener.
Anita y el Gordo se atragantaron con la chicha al darse cuenta de que no era
posible que los tres hubieran soñado lo mismo. Recién entonces recordaron
a la estatua viviente y sus advertencias. El Gordo pensó en las historias que
le contaba su abuela. ¿Serían, en verdad, algo más que cuentos para asustarlo?
Bebieron sus refrescos a grandes sorbos y ya estaban por irse cuando
escucharon la conversación de dos chicos del pueblo.
—Mi hermano venía a eso de las dos de la madrugada por el camino de la
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palmera...
—Bien sonso. ¿ No sabe que no se puede pasar por allí de noche?
- Sí, pues, pero dijo que quería llegar rápido. —Ai-tá, pé. ¿Lo asustaron?
- Sí. Dice que una persona con capucha lo jaló de la casaca y aunque quería
correr no podía. —Claro, pé, es la bruja de la palmera. «La palmera de las siete
cabezas», susurró Vincho, hincando con el codo las costillas del Gordo.
Cuando dieron vuelta para salir,
Anita ya estaba al lado de la mesa de los muchachos y escuchaba atenta la
conversación. — ¿Y las piedras no la golpearon? —preguntó, inquieta.
— No, las piedras atraviesan los espíritus, no les hacen nada —comentó uno
de ellos.
— ¿Y qué le pasó a tu hermano?
Estuvo como dos semanas enfermo. Vomitaba la comida y andaba como
borracho todo el tiempo. Tuvimos que traer a tres llamadores para que le hicieran
una limpia.
- Buen susto se pegó por sonso —apuntó el otro muchacho—. ¿Y ustedes
qué hacen en la calle, también quieren encontrarse con la bruja? «¡Si supieran!»,
pensó el Gordo, agarrando del brazo Anita para obligarla a salir.
—No. Ya nos vamos —respondió Vincho mientras agarraban las bicicletas.
- Cuidado con el jarjacha— comentó el muchacho, cuando los chicos ya se
alejaban.
Un vientecillo frío sopló muy cerca de las orejas de los ciclistas al cruzar
delante de la palmera. Su caprichoso entrar y salir de la tierra les hizo
pensar en el gigantesco pulpo convocado por los hechiceros. Los chicos
hundieron la cabeza sobre el pecho y pedalearon un poquitín más de prisa.
Solo se detuvieron al llegar al pie de la estatua de la bruja que daba la
bienvenida al pueblo. Ahora les parecía algo tonto que formara la V de la
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victoria con los brazos. «Si no ganaron», murmuró Vincho. «Veneración», se
oyó decir, y los chicos hubieran jurado que era la estatua la que hablaba
nuevamente.
- Es l a V que no s r ec uerd a l a v e ner ación que debemos al conocimiento
ancestral —repitió una anciana con rostro sonriente que llegaba desde la
oscuridad del camino—. ¿Sabían que una vez casi se cumple la maldición de
la palmera?
- La que dice que si reverdece la séptima cabeza ¿Ica se hundirá? —preguntó
el Gordo.
Allá por 1998, la gente se había olvidado de vigilar la palmera. De
pronto, comenzó a llover y parecía que nunca iba a parar. Los ríos se
desbordaron, las calles se inundaron y recién, en ese momento, la gente se acordó
de la palmera. Al revisarla, vieron que la séptima cabeza tenía varias hojitas
verdes. Sin perder tiempo, la mocharon y la lluvia paró. Desde entonces, nunca
más volvieron a dejar de revisarla.
Los chicos quisieron saber si hubo algo de magia aquella vez, pero, al voltear
para hablarle, descubrieron que la viejita se había desvanecido. Después de eso,
no les quedó duda de que la magia liberada aquella noche de cacería, cuando
se enfrentaron brujas y hechiceros, seguía suelta en Cachiche, así que
reemprendieron el pedaleo a toda prisa y no se detuvieron hasta estar muy
cerca de sus casas.
—Después de todo fue divertido, ¿no? La próxima eliges tú, Gordito —dijo
Anita levantando el brazo en señal de despedida.
—Me llamo Enrique —murmuró entre dientes el Gordo, mientras
empujaba su bicicleta dentro de su casa.
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VOCABULARIO
 Acequia: canal por donde se conducen las aguas de riego.
 Aletargado: que padece de modorra. Soñoliento, adormilado.
-Aquelarre: reunión nocturna de brujas y brujos en la que se invoca al demonio.
-Bradley Wiggins: ciclista inglés, ganador del Tour de Francia en 2012 y
campeón olímpico en los Juegos de Atenas, Pekín y Londres.
-Brebaje: bebida de ingredientes desagradables y mal aspecto. Suele
atribuírsele propiedades curativas o mágicas. Pócima.
 Breva: primer fruto anual de la higuera, más grande que el higo.
-Emplasto: preparado medicinal de uso externo y localizado.
- Huarango: árbol espinoso nativo de América del Sur. Es de madera muy dura
y puede alcanzar los lo metros de altura.
-Ichu: pasto que crece en la puna, empleado como alimento para el ganado.
-Jariacha: demonio del incesto.
 Limpia: rito realizado para la curación de males y sustos causados por brujería
o hechizos.
-Llamador: curandero, médico tradicional
-Lucifer: en la tradición cristiana, el ángel caído que por su soberbia se
transformó en Satanás. Es la imagen suprema del mal, y se le conoce también
como el diablo, el demonio, el Maligno y el Señor de las Tinieblas.
-Lúgubre: siniestro, sombrío, profundamente triste. Tétrico.
-Malero: se dice de aquellos brujos que realizan hechizos dañinos, destinados
a perjudicar a otras personas.
-Mochado: amputado, cercenado, cortado sin cuidado.
- Palmo: medida de longitud de aproximadamente 20 centímetros.
- Pandemonio: lugar en que hay mucho ruido y confusión.
- Pócima: al igual que un brebaje, bebida a la que se le atribuyen propiedades
curativas o mágicas.
-Respingón: que apunta hacia arriba.
-Socarrón: que se burla de forma disimulada, irónica.
-Supay: dios de la mitología prehispánica, cuyo nombre fue adoptado por los
españoles en Sudamérica para denominar al diablo cristiano
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