El hombre que fue Jueves de G. K. Chesterton, en traducción de Alfonso Reyes (1923) * Miguel Gallego Roca La obra literaria y crítica de Alfonso Reyes parte de una concepción moderna de la filología. El “moderno clasicismo” al que pertenece su estilo aspira a convertirse en un sistema crítico y creativo válido para establecer relaciones amistosas, amorosas las llamaría Ortega, con todas las tradiciones, cercanas o lejanas en el tiempo y el espacio, que puedan conformar el canon moderno (así lo definimos en Gallego Roca & Serrano Asenjo 1998). Sus relatos, poemas y ensayos, sus tentativas de construir una ciencia literaria y sus traducciones de clásicos y contemporáneos son capítulos de un mismo proyecto: ensanchar y modernizar las relaciones amistosas y eruditas de las tradiciones literarias en español. A grandes rasgos, y salvo excepciones casi anecdóticas, ese fue el objetivo de las vanguardias hispánicas: no romper con el pasado sino leerlo de otra manera, crear un nuevo canon. Borges se llevó toda la fama como creador de una biblioteca personal, una fama que fue creciendo en las últimas décadas del siglo XX. Alfonso Reyes, sin embargo, está más vinculado a la vida literaria de su tiempo, las primeras décadas del siglo XX, y las relecturas de la tradición que caracteriza a las vanguardias hispánicas. Los años en los que vive en Madrid lo acercarán a los círculos artísticos y críticos de la Generación del 27, la Revista de Occidente o el Centro de Estudios Históricos (Gutiérrez Girardot 2003; Maeztu 2005). Son los inicios de su formación filológica. Pero también esos años madrileños lo ponen en contacto con el mundo editorial y periodístico, gracias al cual garantiza su supervivencia económica con artículos, críticas y traducciones. Filólogo, publicista, crítico y traductor, Reyes es, por tanto, un clásico moderno en los años 20. Un erudito en ciernes que no deja de estar muy atento a la actualidad y los intereses del mercado editorial. Para Reyes, salvo las investigaciones en torno a la poesía de Mallarmé, la literatura moderna es, aparte de una afición o un entretenimiento, una manera de ganarse la vida. Lo importante, lo imprescindible, es el diálogo con los clásicos. Sus Cuestiones gongorinas (1927) se complementan con sus * Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación FFI2009-13326-C02-02, del Ministerio de Ciencia e Innovación de España, cofinanciado con fondos FEDER. 1 estudios sobre Mallarmé (Mallarmé entre nosotros, 1938), del que ya había traducido algunos poemas en el nº 110 (1932) de la Revista de Occidente, entre ellos ese poema titulado en español “El cigarro”, que concluye con los versos “Lo muy preciso tritura / tu vaga literatura” (Le sens trop précis rature / Ta vague littérature). El diálogo con los clásicos le conduce a ese encuentro con Homero durante su estancia en Cuernavaca en 1947 y a la recreación de la primera parte de La Ilíada, publicada en unos años más tarde (Reyes, 2005; Guichard Romero, 2004). Un diálogo entre Homero y América, que llega hasta nuestros días a través, entre otros, de Derek Walkott o Nélida Piñón. También es preciso recordar aquí que Alfonso Reyes realizó varias “prosificaciones y actualizaciones” de obras medievales que, en el fondo, podemos considerar traducciones al castellano del siglo XX, entre ellas su célebre “prosificación y actualización” del Poema del Cid (1919). La solidez de su pensamiento literario hace sombra, por ejemplo, a uno de los libros en prosa más excepcionales de los años 20, los Relatos reales e imaginarios (1920), que han acabado convirtiéndose en un fecundo modelo de novelistas actuales, siguiendo la tradición de biografías literarias que va desde Chesterton a Borges, llegando al Roberto Bolaño. Alfonso Reyes salió muy joven de México, en 1913, tras la participación de su padre en el golpe de Estado contra el presidente Francisco Madero. Inicia entonces una vida de emigrado en Europa. Esa experiencia es la que cuenta en su poema dramático Ifigenia cruel (1924), en donde se debate entre la lealtad a la patria o a la familia, para acabar desembocando en la posibilidad del olvido, o más concretamente, en la posibilidad de eliminar la memoria personal y dolorosa (Del Río 1994). En 1913 lo encontramos trabajando para la legación diplomática mexicana en París y traduciendo, de manera anónima, alguna novela de Colette. En 1914, con apenas veinticinco años, cesado de su puesto diplomático y recién iniciada la Gran Guerra, se trasladó a Madrid, donde buscó desesperadamente contactos que le garantizaran la supervivencia económica con sus artículos y traducciones. Estaba claro que, para bien o para mal, caería en las redes literarias del editor Luis Ruiz Contreras. Según un sinfín de testimonios de la época, desde Baroja a Gómez de la Serna, Ruiz Contreras explotaba a los jóvenes literatos que buscaban una oportunidad. Ramón Gómez de la Serna en su Automoribundia (1948) asegura haber visto a Alfonso Reyes “sentado a su mesa de traductor y sometido a horas de oficina”. Poco a poco se irá haciendo un espacio en la vida literaria madrileña y, entre tertulias, cafés y paseos, entrará en contacto con Enrique Díez-Canedo, quien le encargará algunas ediciones de clásicos para la editorial La Lectura (un exhaustivo recorrido por esta etapa de formación de Reyes lo ha realizado recientemente Gracia, 2009; también Castañón, 2011). 1 Reyes ya había publicado en México algunos estudios sobre Chesterton y en Madrid se dedicó a traducir sus obras más populares, todas ellas publicadas por 1 Sus comentarios los encontramos ahora en las secciones “Grata compañía” y “Marginalia” de los tomos XII y XXII en la edición de sus Obras completas (Reyes 1960 y 1989). 2 Saturnino Calleja: Ortodoxia (1917), Pequeña historia de Inglaterra (1920), El candor del Padre Brown (1921) y El hombre que fue Jueves (1922). También tradujo el Viaje sentimental por Francia e Italia de Laurence Sterne (1919) y el relato Olalla de Robert Louis Stevenson (1922). En cuanto a Chesterton, cabe decir que en su obra de ficción utiliza estrategias de la novela popular y los bestsellers del cambio de siglo. El candor del Padre Brown es la reescritura de las fórmulas del relato policial; El Napoleón de Notting Hill constituye su particular reelaboración de los argumentos de la novela política; El hombre que fue Jueves es una irónica epopeya anarquista, una novela de equívocos y continuas anagnórisis. Muchos son los subgéneros novelescos que la crítica ha utilizado para intentar clasificar esta novela: novela policiaca o de detectives, novela metafísica o filosófica, relato onírico, novela política. Quizá eso sea lo de menos, aunque Alfonso Reyes se interese por esas adscripciones genéricas en su traducción al castellano, encontrando en la atmósfera ideológica y narrativa del Siglo de Oro un sustrato lingüístico que le permite respetar las audacias del original. Sin duda el erasmismo y su defensa de la “sabia locura” serán una ayuda, como también lo serán las paradojas, la ironía, el énfasis, los oxímoron y lítotes del barroco castellano. Hay otro elemento que Reyes respeta en su traducción, desafiando las leyes de la aceptabilidad y aclimatación. Es cierto que Chesterton pudo recibirse en sus novelas como un humorista, pero no podemos olvidar que, sobre todo en España, fue un polemista católico y que, por tanto, todo podía ser leído en clave ideológica. Incluso el humor. Esa “alegría” de la que habla Kafka según nos contaba Gustav Janouch en 1953. El joven Janouch acababa de recibir El hombre que fue Jueves y al comentárselo a Kafka mantienen este diálogo (Janouch, 2006): – Chesterton es tan gracioso que casi se podría pensar que ha encontrado a Dios. – ¿Así que la risa es para usted una señal de religiosidad? – No siempre. Pero en estos tiempos despojados de Dios es preciso ser gracioso. Es un deber. Pues bien, esa alegría casi religiosa del homo festivus es con la que Reyes recrea la fábula de Chesterton con el sustrato del barroco español. La incongruencia y la locura que mueven en espiral a los personajes y los episodios es el arte de la novela en Chesterton. Y, como en Cervantes, es una forma paradójica de la sabiduría. Domingo, el jefe del cenáculo anarquista, es una pura paradoja. Si el resto de miembros bautizados con nombres de los días de la semana se van revelando como detectives de Scotland Yard, Domingo permanece en la paradoja, en el anarquismo y en la ortodoxia, todo en uno, a la contra del anarquismo generalizado del mercado capitalista; a la contra, avant la lettre, de esa forma del mercado que al final del siglo XX se bautizó con el nombre optimista de “globalización”. 3 Siempre que se habla de Chesterton aparece la paradoja. Lakis Proguidis (2008) ha ido más allá y ha llegado a afirmar que Chesterton es la estética de la paradoja. Para ilustrarla Proguidis recurre a un pasaje de What’s Wrong with the World (Lo que está mal en el mundo) en el que Chesterton afirma que uno de sus mayores reparos a esa tendencia moderna de tener los ojos fijos en el futuro es que todos los hombres que realmente han influido sobre el futuro tenían sus ojos fijos en el pasado. La aventura y la diversión del mundo surge de esa doble temporalidad: vivir hacia delante y mirar hacia atrás. Esa sería la estética de la paradoja en Chesterton (también Savater 2005). En el entusiasta prólogo a la traducción (Reyes 2009), fechado en 1919, Reyes desarrolla un leitmotiv: la exuberancia de la personalidad y la obra de Chesterton, su seductor estilo y su libertad de pensamiento. El origen de un carácter tan singular lo encuentra en la diversidad de sus intereses, ordenados bajo un el sistema católico y revolucionario. Ortodoxia y espíritu revolucionario permiten que la recurrencia de unas cuantas ideas, repetidas una y otra vez en su obra, nunca lleguen a cansar. Junto a la gracia inherente del hombre gordo y bon vivant, como también lo llegará a ser el propio Reyes, encuentra que el secreto de Chesterton es su capacidad de ser popular en todo lo que escribe, su convicción de ir contra las convenciones sin resultar snob o elitista. Chesterton siempre evita cualquier registro académico o especializado y prefiere el lenguaje de la calle, las referencias periodísticas, el apunte actual de un asunto eterno. En ocasiones, esta tendencia de su estilo pone en aprietos al traductor. Reyes pone como ejemplo su tendencia a la adjetivación grandilocuente, por la que cualquier acontecimiento aparentemente cotidiano puede ser “impresionante”, “gigantesco”, “absurdo” o “salvaje”. La adjetivación sería un síntoma más de la necesidad o deseo de milagros que Chesterton exige al mundo del siglo XX. Esa poética de la sorpresa, según Reyes, es también un desafío para el traductor. El hombre que fue jueves es una novela de sorpresas: las siete sorpresas de los siete personajes que van a ir revelando su verdadera condición. Pero, claro, también es una novela popular en la que Chesterton traslada, con facilidad periodística e intriga, al lenguaje de la calle grandes asuntos filosóficos, políticos e incluso teológicos. También se detiene Reyes en su prólogo en algunos símbolos de la novela y en su definición genérica. En cuanto a los primeros es sobre todo el rojo, los crepúsculos encendidos, el cabello pelirrojo de Rosamunda, los cielos azafranados, el propio barrio de Safron Park (Parque de Azafrán), ese barrio de casas rojas más rojo aún al atardecer. En cuanto al género o subgénero de la novela, para Reyes siempre es una novela policiaca y algo más: novela policiaco-metafísica, novela policiaca del universo en la que “dos fuerzas inocentes, casi enamoradas, se combaten”. La traducción de Reyes responde fielmente a su poética de la traducción como recreación. En la recolección de ensayos que publicó en 1942 bajo el título de La experiencia literaria, Reyes incluye un breve tratado sobre la traducción: “De la traducción”. Partiendo de una página de las Confesiones de un joven del novelista irlandés George Moore, en las que este defiende el respeto por las expresiones y las 4 palabras del original: “Yo no sé lo que es una versta ni lo que es un rublo, pero cuando leo estas palabras me siento en Rusia”, y repasando a continuación algunas de las ideas hermenéuticas de Ortega en “Miseria y esplendor de la traducción”, Reyes expone sus ideas sobre la traducción. En primer lugar, la traducción es un tipo de escritura literaria y, por tanto, creativa. Se detiene en sus traducciones de Chesterton anotando cómo sus versiones, respecto a algunas francesas, respetan el elemento propio del original aumentando así las posibilidades del español literario de su tiempo: “Cuando traduje a Chesterton, comparando después mis versiones con las francesas, me resultaba evidente que, si el francés llega a la audacia con la musa propia, desconfía en cambio de las audacias ajenas y las peina y asea un poco”. Pero lo interesante es algo que ya he apuntado más arriba. El español tenía una tradición que permitía ese respeto, una tradición literaria reconocible que, sin embargo, no era válida para el caso de Sterne, autor del que también traduce por esos años su Viaje sentimental (Pegenaute 2007): “Me había resultado más difícil reducir al español a Sterne que a Chesterton, porque para aquél no encontraba yo el molde hecho, y para éste me lo daba nuestra prosa del Siglo de Oro: conceptismo, antítesis, paradoja”. Acabaré con un interesante testimonio sobre la recepción española de El hombre que fue Jueves. Según el crítico y traductor José Antonio Millán (2005), el éxito de Chesterton en el universo reaccionario hispánico tenía múltiples claves: “el autor era un protestante inglés convertido al catolicismo (!), había escrito novelas detectivescas (de las que en esa época se leían por toneladas) y, por último, denunciaba valientemente la conspiración atea-marxista por derrocar las bases de nuestra civilización. ¡Y en El hombre que fue Jueves se juntaban las tres!”. Es cierto que existía un contexto de novela de anarquistas que atraviesa el siglo XIX con Dostoievski e inaugura el siglo XX con Joseph Conrad y El agente secreto (1907), pero ese ya sería otro complot de sociedades secretas. BIBLIOGRAFÍA CASTAÑÓN, Adolfo. 2011. “Alfonso Reyes y la traducción”, Revista de la Universidad de México 93, 97-98. 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