AIT y Segunda Internacional. Un estado de la cuestión, última

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La Asociación Internacional de los Trabajadores y la Segunda
Internacional: un estado de la cuestión
Ana Beatriz Villar (Apuntes de Cátedra)
Introducción
“Su aniquilamiento, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos en socialmente
concentrados, y por consiguiente la conversión de la propiedad raquítica de muchos en propiedad masiva
de unos pocos, y por tanto la expropiación que despoja de la tierra y de los medios de subsistencia e
instrumentos de trabajo a la gran masa del pueblo, esa expropiación terrible y dificultosa constituye la
prehistoria del capital " (Marx, 2012: 952)
“La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos” (Estatuto Provisional de la
Asociación Internacional de los Trabajadores, 1864)
Entre 1840 y 1895, comenzó una nueva fase de la Revolución Industrial caracterizada por la
expansión de las industrias de base. La presión de las grandes acumulaciones de capital en su
seno, otorgaban a Inglaterra un lugar de privilegio como abastecedor del mercado en rápido
crecimiento para aquellos productos de base que aún no se producían en cantidad suficiente
en los países que se estaban industrializando (Hobsbawm, 1989). En este escenario, la clase de
aquellos que obtenían un salario a cambio de su trabajo irrumpía con fuerza incontenible:
“ningún país industrial (…) podía dejar de ser consciente de esas masas de trabajadores sin
precedentes históricos, aparentemente anónimas y sin raíces, que constituían una proporción
creciente y, según parecía, inevitablemente en aumento de la población” (Hobsbawm, 1987:
125). Pero esta masa no era homogénea, ni siquiera en el seno de las diferentes naciones.
En el presente estudio, analizaremos el proceso de unificación de la clase trabajadora en el
período que se inicia en la segunda mitad del siglo XIX y finaliza con la Primera Guerra Mundial,
centrándonos en las transformaciones en su composición, formas de organización y conciencia.
Nos enfocaremos en las experiencias de la Asociación Internacional de los Trabajadores–AIT-
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(posteriormente conocida como Primera Internacional) y la Segunda Internacional, en tanto
expresiones paradigmáticas de este proceso.
PRIMERA PARTE
Crecimiento y diversificación del proletariado en la segunda mitad del siglo XIX
“De a poco fueron aprendiendo los trabajadores de Inglaterra,
como escribió Marx, «a distinguir entre la maquinaria
y su empleo capitalista y a retirar sus ataques a los
medios materiales y concentrarlos en la forma
de explotación social»” (Abendroth, 1983).
La expansión de la industrialización en la segunda mitad del siglo XIX, como afirma Hobsbawm
(1987) trajo aparejadas distintas transformaciones en la sociedad de la época:

Incremento del tamaño absoluto y concentración de la clase trabajadora, de las ciudades y
de los establecimientos de trabajo.

Transformación en la composición profesional de la clase trabajadora1.

Aumento de la integración nacional y de la concentración de la economía nacional, en el
cual, el estado desempeñó un rol central2.

Ampliación del sufragio y la política de masas.
“Como atestigua el hecho de que los ferroviarios, que no llegaban a 100.000 en 1871, pasaron a ser
400.000 en 1911; de que los mineros pasaran de medio millón a 1.200.000 en el mismo período, mientras que
el total de la población masculina en Inglaterra, Gales y Escocia aumentaba sólo en un 60 por 100. Y lo
mismo, evidentemente ocurrió en el caso de su composición por edades y sexos, con el descenso del
empleo de chicos en edad escolar del 30 por 100 de todos los niños en 1851 al 14 por 100 en 1914, y la
modesta, pero novedosa, penetración de las mujeres en industrias fabriles que no eran del ramo textil. Los
cambios experimentados por las habilidades manuales de los trabajadores son menos evidentes y
continúan suscitando muchos debates. A pesar de ello, es innegable que en 1875 los principales sindicatos
nacionales eran con mucho el de Mecánicos Unidos y el de Operarios de Albañilería, a los que seguían, por
el orden que se indica, el de Calderos, el de Carpinteros y Ebanistas Unidos, el de Sastres Unidos y el de
Hilanderos de Algodón. Después de 1895 el Congreso de los sindicatos se vio notoriamente ominado por los
grandes batallones del carbón –organizados ahora a escala nacional- y del algodón, y en 1914 por la Triple
Alianza del Carbón, el Transporte y los Ferrocarriles” (Hobsbawm, 1987: 242).
2 “Bastará con recordar que, a efectos prácticos, el conflicto laboral en forma de huelga nacional o cierre
patronal no existe antes del decenio de 1890 (…). Para el caso del convenio colectivo negociado a escala
nacional brilla por su ausencia antes de 1890 (…). En 1910 (…) ya había convenios de este tipo en los ramos
de ingeniería, construcción naval, imprenta, hierro y acero, y calzado, así como mecanismo equivalentes
en otras partes” (Hobsbawm, 1987: 243).
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Estos fenómenos permitieron que esa heterogénea clase trabajadora, pudiera unificarse a
escala nacional y emprendiera un camino, por momentos, amenazante del status quo
imperante a nivel internacional.
En la primera mitad del siglo XIX, ni el socialismo ni el anarquismo habían logrado articular una
respuesta organizativa única a las profundas contradicciones que evidenciaba la sociedad
industrial. Mucho menos convertirse en la ideología de un movimiento “clasista” que
representara los intereses de los trabajadores en toda su diversidad. Fue recién en la segunda
mitad del siglo XIX que se presentó un escenario con mayores posibilidades para el desarrollo de
las primeras organizaciones de la clase trabajadora con alcance nacional e internacional.
A diferencia de las primeras experiencias organizativas obreras acotadas a lo local, en la
segunda mitad del siglo XIX se abría paso un internacionalismo en el que se entrelazaban las
reivindicaciones económicas con las luchas políticas. Si bien la necesidad de conformar una
organización que trascendiera las fronteras nacionales ya había inspirado distintas experiencias
en Europa, la idea de una asociación internacional de los trabajadores como clase, surgió como
inevitable conclusión para los obreros organizados en Francia e Inglaterra, a partir de la
explotación a la que eran sometidos cotidianamente para paliar los riesgos de la especulación
que servía de base e impulso al capitalismo en pleno desarrollo. En esta dirección argumental,
en su estudio3 sobre los orígenes de la Asociación Internacional de los Trabajadores, David
Riazanov (2004), afirma que a fines de la década de 1850 se verificó, sobre la base de
fundamentos sociales reales, un ascenso del movimiento obrero en Inglaterra y en Francia
proporcionando a los obreros del continente el esquema para sus luchas. En el caso de los
franceses, la derrota de 1848 se había constituido, como afirma Droz (1984), en una “experiencia
crucial”, en la medida en que consumó la separación de las luchas del proletariado y el
republicanismo4.
Por la parte de los ingleses, las conquistas obtenidas en el período de huelgas iniciado a fines de
la década del 40´, habían demostrado la capacidad de la acción del proletariado para
presionar al poder público y obtener concesiones. Si bien se trató de un período nutrido de varios
conflictos, pueden destacarse tres huelgas que marcaron hitos fundamentales, interpelando al
movimiento obrero de otros países.
Publicado por primera vez en 1926 en el Marx-Engels Archiv, revista del Instituto Marx-Engels de Moscú.
Al respecto Mommsen (1978) afirma: “En el curso de la industrialización los trabajadores fueron
desligándose en Europa del sistema de tutela liberal todavía típicos a mediados del siglo XIX”.
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La primera gran huelga fue la de 1847 gracias a la cual los trabajadores ingleses de la rama textil
obtuvieron la ley de las 10 horas que sentaría un precedente para el resto de las industrias.
La segunda huelga a destacar tuvo lugar en 1859 y fue protagonizada por los trabajadores de la
construcción.
Londres era el motor del desarrollo industrial, lo que provocó, el aumento de la población urbana
y de la demanda habitacional. La construcción se había convertido en una de las ramas más
dinámicas de la producción capitalista. Ya no se hacían viviendas a pedido sino como
mercancías para abastecer al mercado. Esto dejaba sujeta la rama a los vaivenes de la
especulación, por lo cual los patrones, para prevenir futuras pérdidas, intensificaron la exigencia
productiva en la jornada de trabajo, agudizando las contradicciones y fortaleciendo la
necesidad de los trabajadores de exigir entonces la reducción de la jornada laboral a 9 horas 5.
Ante la amenaza de los empresarios, organizados en la Master Builder´s Society, de no contratar
a ningún obrero que no firmara previamente un compromiso de no sindicalización, la solidaridad,
tanto de los obreros del rubro en otras ciudades, como de otras ramas, no demoró en
propagarse por todo el Reino Unido. La formación de comités para recolectar fondos para estos
huelguistas se constituyó en un antecedente fundamental de lo que posteriormente fue el
London Trades Council (Riazanov, 2004). La primera reunión del London Trades Council tuvo lugar
en julio de 1860 y contó con la participación de representantes de cordeleros, albañiles,
zapateros, carpinteros y leñadores, sombrereros, aserraderos, y trabajadores de la industria del
estaño (Kriegel, 1986).
La tercera huelga de relevancia de cara al proceso posterior, fue la que tuvo lugar en 1861 ante
la proximidad de la Exposición Universal6. La misma contaría con el apoyo del recientemente
creado London Trades Council y se valdría de la necesidad de finalizar las obras requeridas para
la exposición para obtener la reducción de la jornada laboral a nueve horas y media,
incentivando la organización en otras ramas como la industria alimenticia. Sin embargo, la
respuesta de los empresarios no se haría esperar, amenazando con importar mano de obra de
otros países para reemplazar en su puesto a los huelguistas. Esto no sólo amenazaba la
incidencia de la huelga como tal, sino también las condiciones laborales conseguidas hasta el
momento por la superioridad de los salarios ingleses en comparación con los de otros países. De
esta manera, la evidencia de que la competencia de los trabajadores provenientes del
continente reduciría el salario a los niveles previos fortaleció la necesidad de luchar por iguales
condiciones de trabajo, no sólo al interior del país, sino también a nivel continental.
5 Uno de los dirigentes de este proceso fue William Cremer (1828-1908) posteriormente secretario general de la
Asociación Internacional de los Trabajadores.
6 Las Exposiciones Universales, se inspiraron en la tradición francesa de exposiciones nacionales, y se realizaron con el
fin de propagar los progresos de la industrialización en los distintos países.
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Las repercusiones de esta segunda huelga de la construcción cruzaron el Canal de la Mancha,
llegando a Francia. Allí, bajo el imperio de Napoleón III, los sindicatos habían comenzado a gozar
de cierta tolerancia. El imperio, en crisis, había esbozado una aproximación tolerando en 1861
una huelga de tipógrafos y autorizando en 1862 el envío de una delegación obrera a la
Exposición Industrial Universal de Londres. El encuentro de los trabajadores ingleses y franceses
favoreció la propagación del ejemplo inglés potenciando en Francia la lucha por la reducción
de la jornada de trabajo a 10 horas.
Dos acontecimientos del contexto favorecieron que estos lazos no quedaran acotados a esta
ocasión: la crisis del algodón7y la insurrección polaca8. Con motivo de la última, el 22 de julio de
1863 se realizó una reunión con representantes de ambos países en el Saint James Hall de
Londres. Dicha reunión fue la ocasión no sólo para que obreros franceses e ingleses levantaran el
estandarte de la fraternidad entre los pueblos, sino también para que acordaran la “exigencia
de mejorar su situación social a través de la reducción de la jornada laboral y el aumento de los
salarios, objetivos irrealizables sin una organización internacional de los trabajadores” (Riazanov,
2004: 63). Sería en ese mismo viaje que los obreros ingleses concretarían su llamamiento a los
obreros franceses del 5 de diciembre de 1863:
La fraternidad de los pueblos es extremadamente necesaria dentro del interés de los
obreros. Cada vez que intentamos mejorar nuestra situación por medio de la reducción
de la jornada de trabajo o del aumento de los salarios, los capitalistas nos amenazan
con contratar obreros franceses, belgas y alemanes, que realizarían nuestro trabajo por
un salario menos elevado. Por desgracia, esta amenaza se cumple muchas veces. La
culpa, es verdad, no es de los camaradas del continente, sino exclusivamente de la
ausencia de toda inteligencia regular entre los asalariados de los distintos países.
Confiamos, sin embargo, en que esta situación terminará pronto, pues nuestros esfuerzos
para lograr que los obreros mal pagados se pongan al nivel de los que reciben salarios
elevados, impedirán bien pronto que los empresarios puedan servirse de algunos de
nosotros contra nosotros mismos para hacer descender nuestro nivel de vida conforme
con su espíritu mercantil (“Llamamiento de los obreros ingleses a los franceses” en
Riazanov, 2004: 58).
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En 1862 la reducción de la importación del algodón producto de la Guerra Civil norteamericana, produjo la
paralización de un importante sector de la industria tanto en Inglaterra como en Francia. Ante la situación de crisis, los
trabajadores se movilizaron no sólo por necesidad económica, sino que también organizaron grandes
manifestaciones de carácter político en apoyo a los estados del Norte y en repudio a la posición adoptada por el
gobierno inglés que había prestado su apoyo a los estados esclavistas del sur.
8 En 1863, se produjeron grandes actos de solidaridad y apoyo en ambos países.
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La Asociación Internacional de los Trabajadores
El 28 de septiembre del año siguiente, tuvo lugar finalmente la reunión que daría nacimiento a la
Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) en el St. Martin´s Hall en Londres. La AIT no fue
una federación de partidos políticos, ni de sindicatos 9 (aunque tuvo gran influencia en varios)
sino que se organizó en secciones nacionales compuestas en cada país por miembros
individuales, y sólo en algunos casos por organizaciones obreras.
En su primera reunión, además de trabajadores ingleses y franceses, participaron emigrados
polacos, alemanes e italianos. Entre los alemanes prevalecían los ex miembros de la Liga de los
Comunistas10, como Karl Marx. Si bien se ha atribuido a Marx la creación de esta herramienta, él
había sido un invitado. Fue posteriormente, en las reuniones de octubre de la subcomisión
encargada de elaborar los estatutos para la nueva organización y su manifiesto inaugural, que
Marx desempeñaría un papel decisivo (Droz, 1984; Riazanov, 2012). El objetivo del Manifiesto
Inaugural era explicar el motivo que había inducido a los obreros reunidos en la asamblea el 28
de septiembre de 1864 a fundar la Internacional y el del Estatuto provisorio dejar sentados los
principios generales de esta nueva herramienta. Un consejo general establecería las relaciones
entre las diferentes seccionales de cada país y la AIT tomaría sus decisiones en un congreso
anual.
Ambas tareas fueron realizadas por Marx quien logró exponer los puntos de vista del comunismo
“de manera aceptable para el movimiento obrero de entonces” (Riazanov, 2012: 203), logrando
ser “violento en el fondo y moderado en la forma” (Hobsbawm, 2012). Como afirma Abendroth
(1983): “El arranque inicial del movimiento total, la necesidad de una común lucha de clases de
los obreros, quedaba claramente formulado; pero a Marx sólo de un modo muy relativo le era
posible incluir en el programa de la Internacional sus teorías políticas y sociales desarrolladas en
el Manifiesto Comunista de 1848” (p. 40).
Los debates de la AIT
El primer congreso11 de la AIT tuvo lugar en 1866 en la ciudad de Ginebra. Allí se definieron las
reivindicaciones mínimas por las que deberían luchar las seccionales de cada país fijando la
consecución de la reducción de la jornada laboral a ocho horas como prioritaria. Es en este
Como afirma Kriegel, tras haber desempeñado un papel clave en su creación, los sindicatos ingleses
mantuvieron una actitud más reservada frente a dicha experiencia.
10 Anteriormente denominada Liga de los Justos, en el verano de 1847, después de la publicación del
Manifiesto Comunista, adopta del nombre de Liga de los Comunistas.
11En realidad el primer congreso estaba previsto para 1865 en Bruselas, pero como no pudo garantizarse
fue reemplazado por una conferencia en Londres en la que se ratificaron el Estatuto y el Manifiesto
Inaugural redactados por la subcomisión constituida el año anterior para ello.
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congreso también, que tiene lugar el primer desacuerdo de importancia. Los delegados
franceses, que en su mayoría se declaraban seguidores de las ideas proudhonianas12,
defendieron la idea de que la emancipación obrera sería producto de la generalización del
mutualismo. Los esfuerzos obreros debían abocarse a “cambiar las bases de reciprocidad por
medio de la organización de un crédito mutuo y gratuito, nacional y luego internacional” (Tolain
en Droz, 1984: 97). A diferencia de los que suscribían a las ideas plasmadas por Marx, los
proudhonianos defendían la persistencia de la pequeña propiedad privada. Sus planes prácticos
para reformar la sociedad burguesa consistían en formar sociedades cooperativas: “no se trata
de destruir la sociedad existente sino de repararla”. Esto era incompatible con las herramientas
de lucha más propias de los sindicatos. De acuerdo a Riazanov, los proudhnianos, consideraban
a la “cooperación” como un elemento clave, por ende se oponían a cualquier organización de
resistencia a los patrones, mientras que para los “marxistas”13 dichas organizaciones eran el
“núcleo fundamental de la organización de clase del proletariado” (Riazanov, 2012: 232).
En el mismo congreso tuvo lugar una controversia a partir de los argumentos sostenidos por
algunos sindicalistas ingleses, según los cuales una subida de salarios implicaría un aumento de
los precios. En esta ocasión, Marx, expuso la nueva teoría del valor y de la plusvalía, que
posteriormente desarrollaría en El Capital (1867) y enfatizó que los sindicatos fallaban totalmente
en su objetivo si se limitaban a “una guerra de escaramuzas contra los efectos del régimen
existente, en vez de trabajar, al mismo tiempo, en su transformación” (Kriegel, 1986: 9).
En los congresos de Lausana en 1867 y de Bruselas en 1868 terminó por imponerse, contra los
partidarios de Proudhon, el reconocimiento del movimiento sindical y de su arma más
importante: la huelga. Asimismo se declaró a la AIT partidaria de la apropiación colectiva del
suelo, las minas, las canteras, los bosques y los medios de transporte. Fue también en el congreso
de Bruselas que se declaró, ante una posible agudización del conflicto entre Francia y Alemania,
una huelga de los pueblos contra los gobiernos con el fin de evitar la guerra. Sin embargo, otro
contrapunto se abriría paso en la internacional y permanecería en su seno hasta convertirse en
una de las principales razones del final de esta experiencia, pero también en la base constitutiva
de su continuadora (la Segunda Internacional): el referido al papel de la lucha política de la
clase obrera.
Es importante destacar que la polémica entre Marx y Proudhon antecede a la AIT, y data de las vísperas
de las revoluciones de 1848.
13 Si bien este término como tal no existía en ese momento, en el presente texto, dada la relevancia que
cobró la intervención de Marx en los distintos debates, lo utilizaremos para hacer referencia a aquellos
que en la AIT se identificaban con las posturas de este último.
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Distintos aspectos de la intervención política del proletariado generaron contrapuntos entre
quienes participaban de la AIT. Por ejemplo: los reclamos al Estado para que limitase la jornada
laboral a ocho horas, ¿significaban un paso hacia adelante o hacia atrás para la clase
trabajadora? Al respecto, mientras que los proudhonianos rechazaban toda intromisión del
Estado en la reglamentación laboral, porque sostenían que eso implicaba fortalecerlo,
otorgándole mayor entidad; Marx y sus seguidores, sostenían que “las medidas para proteger a
los obreros sólo podían imponerse mediante la transformación de la razón social en fuerza
política”. Así, estos últimos, no sólo validaban la lucha por ampliar los derechos democráticos y
la legislación social, sino que la consideraban un método que transformaba al poder que se
utilizaba contra los trabajadores, en su propio instrumento.
El congreso de 1869 en Basilea, amplió su composición internacional (27 franceses, 24 suizos, 10
alemanes, 6 ingleses, 5 belgas, 2 austriacos, 2 italianos, 2 españoles, 1 norteamericano; en total
72 delegados). En él se retomó la cuestión de la socialización de los medios de producción, ya
tratada en Bruselas y se terminó de derrotar la postura proudhoniana a favor de la propiedad
individual de la tierra. Asimismo se aprobó conformar una organización sindical internacional: “El
Congreso estima que todos los trabajadores deben afanarse en crear sociedades de resistencia
en los diferentes cuerpos de oficios” (Kriegel, 1986: 12).
Pero fue también en este Congreso que se produjo la aparición de una nueva corriente
anarquista, encabezada por Mijaíl Bakunin14, cuyas posiciones tendrían gran influencia en un
sector importante de la AIT. Los anarquistas debatieron con distintos puntos del Estatuto como el
rol del Consejo General y el grado de autonomía de cada seccional, pronunciándose por la
autonomía total para las secciones nacionales de la AIT y calificando de dictatorial el rol
centralizador ejercido hasta el momento por el Consejo General 15.
Otro debate que reavivó el ingreso bakuninista fue el de la necesidad o no de una organización
política de la clase trabajadora. Bakunin negaba toda lucha política en la sociedad burguesa
existente: “El propósito supremo del movimiento obrero es la emancipación económica de la
clase obrera y esto sólo puede conseguirse por la expropiación de los medios de producción y la
supresión de todo dominio de clase” (Cole, 1974: 116). Los anarquistas, se definían enemigos del
Estado en todas sus formas. En Dios y el Estado, la obra más conocida de Bakunin, se enlazan
estos dos conceptos como expresión del principio autoritario, los dos enemigos principales de la
libertad humana. Marx también era contrario a Dios y al Estado pero el "Estado" que consideraba
Mijaíl Bakunin (1814-1876).
Por eso algunos autores como por ejemplo Eduardo Colombo (2013) han definido este debate como el
enfrentamiento entre los autoritarios y los libertarios o antiautoritarios.
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como enemigo era el Estado policía de los feudalistas y capitalistas, al que trataba de derrocar y
de reemplazar por un nuevo Estado. Para Bakunin, un Estado de los trabajadores era una
contradicción en sí misma (Cole, 1974).
El próximo congreso que debía reunirse en Maguncia (Alemania) no pudo efectuarse debido a
que las tensiones entre Alemania y Francia se agudizaron al punto que en julio de 1870 estalló la
guerra Franco-prusiana. El Consejo General de la Internacional publicó dos manifiestos (a cargo
de Marx) en el transcurso de la guerra, logrando predicciones sobre el futuro del conflicto y
exponiendo las tareas que se desprendían para la clase trabajadora 16.
La Comuna de París
“Si entonces la Comuna era la verdadera representación
de todos los elementos sanos de la sociedad francesa y,
por consiguiente, el auténtico gobierno nacional,
era al mismo tiempo, como gobierno de trabajadores y campeón
audaz de la emancipación del trabajo, enfáticamente internacional.
Bajo la mirada del ejército prusiano, que había anexado
a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexaba
a Francia al pueblo trabajador del mundo entero” (Marx, 2009: 83).
El 2 de septiembre de 1870 Napoléon III capitulaba, dos días después se proclamaba en París la
República. Ante la situación de emergencia se permitió a los diputados parisinos del antiguo
cuerpo legislativo constituirse en un “Gobierno de Defensa Nacional” y, a los fines de la defensa
“todos los parisinos capaces de empuñar armas” debían alistarse en la Guardia Nacional (Engels,
2009). El componente mayoritariamente obrero dentro de esta última se tornó evidente. Ante las
condiciones que imponía la brutal derrota para Francia –la cesión de Alsacia-Lorena, una gran
indemnización y la ocupación de París mismo por el ejército prusiano (Cole, 1974: 142)- París fue
ganada por masivas manifestaciones en las que participó, incluso, la Guardia Nacional. La
indignación se profundizó cuando la Asamblea decidió establecerse en Versalles. Y en París, que
en armas se percibió sin autoridad, se convocó a elecciones con el fin de establecer un
gobierno representativo. El 28 de marzo de 1871, con la participación de 229,000 electores se
estableció la Comuna, conformada por
los consejeros municipales elegidos por sufragio
universal en los distintos barrios de la ciudad (Marx, 2009). La comuna, de acuerdo a la
interpretación de Marx (2009), no era un organismo parlamentario, sino “ejecutivo y legislativo” al
mismo tiempo, cuyos representantes podían ser revocados en todo tiempo por sus electores. Su
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Dichos manifiestos fueron reunidos en La Guerra Civil en Francia de Karl Marx.
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composición era diversa: conocidos radicales, miembros del Comité Central de la Guardia
Nacional, blanquistas y jacobinos de los clubes revolucionarios y miembros de la clase obrera,
algunos, relacionados con la Internacional.
Fueron muchas las medidas revolucionarias tomadas en el corto tiempo que duró la Comuna de
París. Entre ellas, se destacan: la supresión del ejército permanente y la policía, y su sustitución por
el pueblo armado; la educación gratuita; la expropiación de la Iglesia y su separación del
Estado; la equiparación salarial entre servidores públicos y obreros; y la revocabilidad
permanente de todos los funcionarios.
Leo Frankel, obrero alemán e integrante de la Internacional, quedó a cargo de los asuntos del
Trabajo y de la Industria en la Comuna. El mismo realizó todos los esfuerzos por hacer funcionar
como cooperativas las fábricas y talleres abandonados por sus propietarios, mejorar las
condiciones de trabajo, colaborar con los sindicatos obreros y suprimir el trabajo nocturno en las
panaderías (Cole, 1974).
Pero a los dos meses de su proclamación, la Comuna de París, fue aniquilada por las fuerzas de
la burguesía francesa que pactó con sus antiguos enemigos de guerra, las tropas prusianas, para
masacrarla: “1848 no fue sino un juego de niños comparado con el frenesí de la burguesía en
1871” (Engels, 2009: 18). La aniquilación de la Comuna de París posteriormente sería bautizada
como la “semana sangrienta”. Mientras algunos afirman que el número de los muertos en las
barricadas fue de unos 2,500, y el de los muertos después de la lucha superó los 14,000; otros
hacen ascender el total de muertos a 30,000 y el de prisioneros a 45,000. De lo que no cabe
duda es de la composición mayoritariamente proletaria de estas víctimas:
Se conservan listas que registran la ocupación de unos 20,000 que fueron juzgados por
tribunales ordinarios. Estas listas incluyen 2,901 labradores, 2,664 mecánicos y cerrajeros,
2,293 albañiles, 1,659 ensambladores, 1,598 empleados comerciales, 1,491 zapateros,
1,065 empleados de oficinas, 863 pintores de brocha gorda, 819 impresores, 766
canteros, 681 sastres, 636 ebanistas, 528 plateros, 382 carpinteros, 347 curtidores, 283
marmolistas, 227 hojalateros, etc., incluyendo 106 maestros, y una larga lista de
ocupaciones menos nutridas. La gran mayoría de los condenados eran obreros
manuales, de los oficios e industrias de París (Cole, 1974: 153-154).
Engels relaciona estos hechos con aquella traición de la burguesía al proletariado en las
revoluciones de 1848 y afirma: “Fue la primera vez que la burguesía mostró a cuán demencial
crueldad de venganza es capaz de recurrir cuando el proletariado, como clase independiente,
10
con sus propios intereses y reivindicaciones es capaz de enfrentársele”. De esta manera se
clausuraba la Comuna de París. Más allá de su corta duración, fue tal el impacto de esta
experiencia que además de convertirse en la demostración práctica de lo que Marx había
definido como la “dictadura del proletariado”, inspiraría más tarde a Lenin, para escribir su libro El
Estado y la Revolución.
La experiencia de la Comuna. Consecuencias y debates
La derrota de la Comuna no afectó sólo al movimiento obrero francés, la represión de las
actividades de la Internacional se extendió por toda Europa: en España se la declaró fuera de la
ley, en Dinamarca y Austria-Hungría se persiguió a sus miembros y en Alemania, Bebel y
Liebknecht, fueron condenados a dieciocho meses de cárcel (Kriegel, 1986).
La experiencia fracasada de la Comuna puso en cuestión el sistema de organización obrera
descentralizada vigente en la AIT (Perez Ledesma, 1980), basado en las secciones y federaciones
de oficio, y planteó la necesidad de sustituirlo por una estructura más centralizada y operativa,
cuyo elemento fundamental sería la constitución de partidos obreros en cada uno de los países
participantes. Esto agudizó las tensiones al interior de la AIT con los bakuninistas que se
declaraban defensores a ultranza del abstencionismo político y de la organización puramente
económica del proletariado. Bakunin y sus adeptos extraían otras conclusiones de la experiencia
de la Comuna; defendiendo la autonomía de cada lugar para replicar “comunas” en ciudades
aisladas cuyo ejemplo sería imitado por las otras (Riazanov, 2012: 254).
En 1871, el Consejo General convocó una Conferencia en Londres en la que terminó por
imponerse la tesis marxista sobre la necesaria acción política de la clase obrera.
En el congreso de La Haya de 1872, estas diferencias entre bakuninistas y marxistas terminarían
por provocar la división. El sector socialista se trasladó provisoriamente a Nueva York. Pero en
1876, el Consejo General anunció la disolución de la Internacional en la Conferencia de
Filadelfia. Los bakuninistas, por su parte, junto a otros sectores, el mismo año de la escisión,
celebraron un Congreso extraordinario en Saint-Imier. Sin embargo, Bakunin abandonó dicha
experiencia a fines de 1874 y falleció en 1876. Fue en Italia y España donde la línea bakuninista
cobraría más fuerza. Sin embargo, la Internacional “antiautoritaria” también llegaría a su fin en
1877. El anarquismo continuaría pero la época de los partidos socialistas, políticos y nacionales,
ya estaba en marcha (Kriegel, 1986: 15) y sería de la mano de ellos que, años después, se
iniciaría la experiencia de la Segunda Internacional.
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En síntesis, la AIT no logró constituirse como una organización robusta ni contar con grandes
medios económicos, no obstante, mientras existió se le atribuyó un poder enorme por parte de
los órganos de prensa y los gobiernos de la clase dominante. A pesar de sus difíciles comienzos,
fue ganando autoridad y prestigio entre los obreros europeos a partir de sus llamamientos a la
solidaridad con las luchas laborales en distintos países. Así contribuyó no sólo a desarrollar la
conciencia política y social de los obreros que representaba, sino que los impulsó a separarse del
liberalismo burgués, fortaleciendo la unidad en torno al desarrollo de una conciencia común
proletaria (Abendrooth, 1983). Por eso fue considerada “un alma grande en un cuerpo
pequeño” (Kriegel, 1986: 9), en tanto había creado las condiciones para la fase siguiente: la del
nacimiento de los partidos obreros nacionales y el auge de los sindicatos en el continente.
SEGUNDA PARTE
Democratización y partidos de masas
Como señala Hobsbawm (2009), la Comuna de París desató una “crisis de histeria internacional”
entre los gobernantes europeos y las clases medias colocando en primer plano el problema
fundamental de la política de la sociedad burguesa: el de su democratización. Si bien ésta se
mostraba inevitable, sería introducida sin demasiado entusiasmo por las clases dirigentes que
realizaron todo tipo de esfuerzos para limitar el impacto de la opinión y del electorado de masas
sobre sus intereses y sobre los del Estado.
La consecuencia política fue la movilización política de las masas para y por las elecciones, lo
que implicó la organización y desarrollo de movimientos y partidos de masas, propaganda de
masas y medios de comunicación de masas. El movimiento obrero no estuvo exento de este
proceso; en todos los sitios donde lo permitía la política democrática, comenzaron a surgir
partidos de masas basados en la clase trabajadora.
El funcionamiento de la economía como un sistema cada vez más integrado empujó a los
sindicatos y partidos obreros a adoptar una perspectiva nacional, configurando organizaciones
más globales, que les permitieran dar a sus luchas la repercusión nacional que demandaban las
transformaciones en la estructura de los estados capitalistas europeos. Las organizaciones
sindicales o políticas fragmentadas en torno a la ocupación o a la localidad, características de
las décadas anteriores, cedían paso a estructuras más amplias. Así se iniciaba una nueva etapa
en el desarrollo del movimiento obrero internacional: la de los partidos obreros de masas.
12
La Segunda Internacional
El triunfo en la mayoría de los países de Europa occidental y central de sistemas políticos
parlamentarios o semiparlamentarios se constituyó, no sin tensiones, en el escenario propicio
para la participación obrera en la vida política, y en especial en los procesos electorales, e
impulsó el desarrollo de los partidos socialistas como cauce para esta participación. La
expansión de sus ideas combinada con la diferenciación nacional en su propio seno, plantearía
nuevamente la cuestión de establecer aquellas relaciones institucionales que permitieran
conservar no sólo un núcleo doctrinal común, sino sobre todo esa arma estratégica fundamental
que era la acción pensada y coordinada directamente a nivel internacional (Droz, 1984).
Asimismo, la creciente influencia del marxismo, y de sus tesis sobre la acción política, sirvió para
reforzar la tendencia a la intervención política, como lo demuestra la actuación de la Segunda
Internacional, desde el mismo momento de su fundación. La misma, a diferencia de la AIT, tomó
la forma de una Federación de Partidos Socialdemócratas, algunos de los cuales comenzaban a
tener peso de masas.
En 1889, mientras se cumplía el centenario de la Revolución Francesa, se celebró en Francia el
primer congreso de la Segunda Internacional en el que se definieron dos cuestiones prácticas:
apoyar un programa por una legislación internacional del trabajo (en contraposición a las
posturas anarquistas que sostenían que la legislación laboral era incompatible con los principios
socialistas) y apoyar la lucha por la jornada de ocho horas de trabajo que realizaba la
Federación Norteamericana del Trabajo (AFL), organizando una masiva manifestación
internacional el 1 de mayo, que elevara a los distintos estados esta petición y no sólo a los
patrones.
Respecto a su funcionamiento, en el Congreso internacional de París (1900) se decidió la
creación del Buró Socialista Internacional (BSI) que constaría de dos delegados por país, con
sede en Bruselas, y dispondría de un secretariado permanente, mientras que la delegación de un
país asumiría la función del Comité Ejecutivo. De las reuniones de la Internacional participaron las
principales personalidades del socialismo de la época: Jaurés 17, Vaillant y Guesde, por Francia;
Kautsky18, P. Singer, H. Haase, por Alemania; Troelstra y Van Kol 19, por Holanda; Plejanov y Lenin20
por los socialdemócratas y Rubanovitch por los socialrrevolucionarios de Rusia; Rosa
17 Jean Jaurés (1859-1914)
18 Karl Kautsky (1854-1938)
19 Henri Van Kol (1852-1925)
20 Gueorgui Plejánov (1856-1918) y Vladimir Ilich Lenin (1870-1924
13
Luxemburgo21 por Polonia; H. Branting por Suecia; C. Racowsky por Rumania; Keir-Hardie y
Hyndmann por Inglaterra; S. Katayama por Japón; W. Adler por Austria; P. Knudsen y Th. Stauning
por Dinamarca; F. Turati y Morgari por Italia; M. Hillquit por Estados Unidos, entre otros.
Las transformaciones políticas y económicas de la coyuntura europea planteaban nuevos
problemas al movimiento obrero, ligados al proceso de democratización que afectaba las
instituciones sociopolíticas. Había consenso en cuanto a la necesidad de la intervención política
del proletariado pero no sobre las formas de dicha intervención, el programa y las características
de las estructuras internas de una organización que pretendía ser herramienta para la acción
revolucionaria de la clase obrera a escala mundial.
Si bien la Segunda Internacional no tuvo una visión unívoca sobre la organización y el papel de
los partidos, en sus congresos se fue imponiendo “el triunfo del «partido» como fórmula
organizativa preponderante” (Pérez Ledesma, 1980: 72). Mientras que el congreso de París se
refería indistintamente a “las organizaciones obreras y partidos socialistas de todos los países”, en
el congreso de Londres de 1896 se realizaría un llamamiento explícito a los trabajadores de todos
los países a “unirse en un partido distinto de todos los partidos burgueses” y se definiría aprobar
como únicas organizaciones con derecho a formar parte de la Internacional a las que “se
proponen por objeto sustituir la propiedad y la producción capitalista por la propiedad y la
producción socialista, y que consideran la acción legislativa y parlamentaria como una de las
medidas necesarias para alcanzar este propósito” y a los sindicatos que aceptasen la necesidad
de dicha acción política. La conferencia de Bruselas, tres años después, declaraba que la
“«conquista socialista de los poderes públicos por el proletariado organizado en partido de
clase» era uno de los «principios esenciales del socialismo»” (Pérez Ledesma, 1980: 72). Y ya en el
siglo XX se decidiría a tomar un papel más activo en la organización de partidos obreros,
interviniendo en los países en que aún no estaban establecidos sólidamente, y en especial en
aquellos, como Francia, en los que existían varias organizaciones proletarias en conflicto.
Respecto a ellos, la resolución del congreso de Ámsterdam de 1904 declaraba: “para dar a la
clase delos trabajadores toda su fuerza en la lucha contra el capitalismo es indispensable que en
todos los países, frente a los partidos burgueses, no haya más que un partido socialista, como no
hay más que un proletariado”. Dicha definición se profundizaría en el congreso de Copenhague
(1910): “Considerando que, al ser el proletariado uno e indivisible, cada sección de la
Internacional debe ser un grupo unido fuertemente constituido, obligado a abolir las divisiones
internas en interés de la clase obrera de su país y del mundo entero” (Pérez Ledesma, 1980: 72).
21
Rosa Luxemburgo (1871-1919)
14
En suma, la actuación de la Segunda Internacional, aun respetando las diferencias organizativas
entre los distintos partidos nacionales y la autonomía de cada uno de ellos, estuvo dirigida a
consolidar la forma organizativa del partido a nivel nacional y su articulación a nivel
internacional. Y su incidencia al respecto en algunos países europeos, fue decisiva.
Debates en la Segunda Internacional
1.
Debates respecto a la estructura interna del movimiento obrero:
Reforma o revolución: derecha, centro e izquierda al interior del movimiento obrero
En Las premisas del socialismo y las tareas de la social-democracia, publicada en 1899,
Bernstein22 afirmaba que la etapa económica basada en los monopolios llevaba a un
crecimiento progresivo del capitalismo y no a la crisis que Marx, según él, presagiaba como
inevitable. Proponía considerar el socialismo no como una corriente exterior y radicalmente
separada del liberalismo burgués, sino, “dado su contenido espiritual, como heredero legítimo de
éste”: el socialismo sería la expresión del liberalismo llevado hasta sus últimas consecuencias. La
tarea
socialdemócrata
entonces,
era
conseguir
reformas
graduales
hasta
concluir
pacíficamente en el socialismo. El revisionismo se abría paso como corriente ideológica,
consolidándose como el sector “de derecha” de la Segunda Internacional23.
Esta posición a nivel teórico sería fuertemente debatida por dos corrientes: la de centro y la de
izquierda. La primera, estaba integrada por dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán, más
conocidos como “ala ortodoxa” entre quienes sobresalía Karl Kautsky. Pero aunque el
revisionismo explícito pareciera derrotado por la convalidación orgánica del programa marxista
original como línea formal del partido, en lo concreto no demoraría en demostrar vitalidad,
imponiéndose en las prácticas del partido. López (2003) explica esta ambigüedad por las
características del contexto alemán: el Estado unificado, y sobre todo Prusia, contaban en la era
Guillermina (1890-1914) con unas instituciones políticas que salvaguardaban los intereses
Eduard Bernstein (1850-1932). Afiliado al Partido Socialmócrata Alemán. En 1901 es elegido diputado del
Reichstag. Sus elaboraciones teóricas fueron denominadas como “revisionismo” ya que revisa los
fundamentos del socialismo marxista.
22
23Francia
fue uno de los países donde esta tendencia, en términos prácticos, cobró más vitalidad.
Alexander Millerand, jefe del Partido Socialista e integrante del ala reformista del mismo, aceptó una
cartera ministerial del gobierno radical burgués de Waldeck-Rousseau, produciendo en 1901 un profundo
debate al interior del movimiento obrero francés. En el mismo algunos defendían la necesidad de
continuar las tradiciones revolucionarias, mientras que otros, entre los que se destacó Jean Jaurés
atacaron duramente algunos preceptos del marxismo (Mommsen, 1978).
15
reaccionarios y conservadores, sin dar cabida a una real democratización del país. La confianza
de Bernstein en un Estado liberal y reformista resultaba ilógica, y por ende indefendible. Era
fundamental para la socialdemocracia y su dirigencia mantenerse como partido de clase
independiente, en tanto no contara con un sector “liberal” con el cual aliarse (López, 2003).
Con la publicación de esta obra los debates desbordaron pronto el marco estrictamente
alemán diseminándose al conjunto de las organizaciones vinculadas a la Segunda Internacional.
La lucha contra estas ideas no quedó sólo en manos de los “ortodoxos” o de quienes ocupaban
el centro del espectro. Los acontecimiento rusos de 1905 pondrían el tema de la revolución
violenta a la orden del día, y las ambigüedades de la “ortodoxia” que en la práctica parecía
observar las posturas revisionistas; empujaron a un grupo minoritario de marxistas a dar estos
debates desde una
perspectiva basada en una estrategia proletaria enfáticamente
revolucionaria. Entre sus referentes más destacados estaban Lenin y Rosa Luxemburgo. Los
mismos, aunque con matices entre sí, coincidían en
caracterizar al revisionismo como la
negación de la teoría de la lucha de clases “pretendiendo que no es aplicable a una sociedad
estrictamente democrática, gobernada conforme a la voluntad de la mayoría” (Lenin, 2007:
102). En esta línea, Rosa Luxemburgo afirmaba: “su teoría tiende a aconsejarnos que
renunciemos a la transformación social, objetivo final de la socialdemocracia, y hagamos de la
reforma social, el medio de la lucha de clases, su fin último” (Luxemburgo, 2003: 11).
Centralización, autonomía y el rol de los sindicatos
Volviendo a la socialdemocracia alemana, la expansión de la organización había hecho surgir
una capa de parlamentarios, y funcionarios administrativos que ocupaban puestos en los
sindicatos, en las cooperativas, en las secretarías del partido y en las redacciones de sus órganos
de prensa. Éstos ya no vivían sólo “para”, sino también “del” movimiento obrero. La organización
del movimiento se había convertido para ellos de una palanca para la acción en un fin en sí
mismo, considerando cualquier actividad de las masas sospechosa, en tanto podía poner en
peligro la legalidad del movimiento, y como consecuencia la propia posición. Estos problemas
eran aún más complicados en los sindicatos, puesto que cada huelga colocaba a su burocracia
ante decisiones que no se hallaban en condiciones de tomar sin por ello poner en riesgo los
pilares de su sustento.
Otro debate importante tuvo por centro el rol y la forma del partido, su funcionamiento interno,
su papel en el proceso revolucionario y, ante el crecimiento de los sindicatos, el de sus relaciones
con las bases obreras. Las primeras tensiones surgieron en torno a la manera de compaginar la
actividad parlamentaria con otras instancias políticas como la movilización de las masas, lo que
pronto derivó en contrapuntos acerca de cómo deberían ser las relaciones del partido con la
16
organización sindical. La superioridad numérica de los sindicatos provocó una fuerte reacción
frente a la supeditación de los mismos al partido. De dicho debate participaron Jaurés,
Luxemburgo, Lenin y Kautsky, entre otros.
También frente a la burocratización no demoraron en surgir tendencias al interior del partido que
la consideraban correlato directo de la centralización, defendiendo el derecho de los líderes
locales y regionales a mantener su autonomía y en defensa de la “libertad de expresión”. Pero
esta postura, pronto quedaría ligada a los partidarios del revisionismo. La necesidad de construir
un partido socialista en las condiciones de clandestinidad impuestas por el zarismo convirtió el
problema de la organización en la cuestión central para los marxistas rusos. Lenin consiguió
formular un planteamiento organizativo, primero en sus artículos de Iskra y posteriormente en su
folleto Qué hacer, en los que se colocaba como uno de los principales defensores de la
necesidad de consolidar una organización partidaria sólida y centralizada. Si bien Rosa
Luxemburgo también era partidaria de la centralización, en el artículo “Problemas de
organización de la socialdemocracia rusa”, publicado en 1904, planteaba sus temores en torno
a la creciente burocratización del partido. Para Luxemburgo, el centralismo, como toda fórmula
organizativa, tenía que estar supeditado a la naturaleza política de la socialdemocracia: en
cuanto movimiento de masas, su desarrollo y su triunfo final requerían la extensión de la
conciencia de clase, de la organización y la actuación autónoma del proletariado, y esta
extensión no se podía producir sólo mediante la disciplina y la obediencia ciega, sino a través de
la discusión y la participación en las luchas obreras (Pérez Ledesma, 1980). El centralismo
socialdemócrata no era incompatible con el funcionamiento democrático del partido; pero se
necesitaba la democracia interna para evitar la caída en fórmulas burocráticas, opuestas a la
educación política del proletariado.
2. Debates sobre el internacionalismo en tiempos imperialistas
La crisis económica de 1873 había anticipado el fin de la fase de desarrollo económico centrado
en Inglaterra, dejando en evidencia que existían otros países capaces no sólo de producir para
ellos mismos, sino también de exportar. A diferencia de otros países que volvieron a los aranceles
proteccionistas tanto para su mercado interior agrícola como para el industrial (por ejemplo,
Francia, Alemania y los Estados Unidos), Gran Bretaña se asió firmemente al libre cambio,
rehusando emprender la formación de trusts y carteles tan característicos en Alemania y EEUU en
los años 1880. Gran Bretaña estaba demasiado comprometida con la tecnología y organización
comercial de la primera fase de la industrialización, como para adentrarse en la senda de la
nueva tecnología revolucionaria y la dirección industrial que surgió hacia 1890. Por ello sólo pudo
tomar un camino, el tradicional, la conquista económica y política de las zonas del mundo hasta
17
entonces inexplotadas: el imperialismo (Hobsbawm, 1989). Con la diferencia de que ahora dicho
sendero también era adoptado por otras potencias. Así, se inauguraba una nueva etapa del
desarrollo capitalista mundial, signada por la emergencia de un grupo competidor de poderes
industriales, la conjunción de rivalidad política y económica y la fusión de la empresa privada y
el apoyo gubernamental.
El surgimiento, expansión y fortalecimiento del imperialismo, dividió al mundo, configurando un
grupo de potencias que extraían grandes ganancias de los países coloniales y semicoloniales.
Esta nueva situación mundial signó fuertemente el desarrollo de la Segunda Internacional,
colocando nuevos debates en su seno.
Las distintas posturas en torno a la organización proletaria pronto se trasladaron, aunque no
mecánicamente, a la posición que debería tomar la misma frente al Imperialismo, fenómeno del
cual se desprendían tres debates: la cuestión colonial, la cuestión nacional
y el inevitable
avance hacia la guerra.
La cuestión colonial
Fue en el congreso de París (1900) cuando por primera vez este punto figuró en el orden del día.
La moción votada al término de los debates condenaba la política colonial burguesa y
recomendaba “la formación de partidos socialistas coloniales vinculados a las organizaciones
metropolitanas”. Sin embargo, en 1904, en el Congreso de Ámsterdam comenzaron a perfilarse
dos tendencias al respecto. Por un lado la de quienes consideraban que no había otra política
posible por parte del socialismo que la de denunciar “ardiente y apasionadamente al
imperialismo”. Por el otro, la integrada entre otras figuras por Bernstein24, que consideraba que la
colonización era un hecho inevitable y necesario incluso en el marco de una sociedad socialista:
en consecuencia proponían una “política colonial socialista” positiva (Droz, 1984: 123).
En el congreso de Stuttgart nuevamente se dibujarían tres posiciones en torno a la cuestión
colonial. A la derecha maduraba una corriente que veía en la idea colonizadora un elemento
integral del objetivo universal civilizador perseguido por el socialismo; en el centro contando con
la adhesión de figuras relevantes del movimiento como Jaurés y Bernstein, se colocaron aquellos
que si bien denunciaban la evidente barbarie colonial, no rechazaban dicho sistema que
implicaba un “factor de progreso” al llevar el capitalismo a los países no civilizados; y a la
En interesante aquí la salvedad introducida por Damián López (2003: 4): “Más que un nacionalista
Bernstein es un evolucionista, un defensor del progreso, que desde su óptica, significa adoptar las
costumbres del mundo europeo”. Esta aclaración resulta fundamental para comprender el porqué de la
negativa de Bernstein a apoyar los créditos de guerra en 1914 y su alejamiento del partido.
24
18
izquierda, Kautsky, Lenin y Luxemburgo, entre otros, se situaron, aunque con matices entre sí,
aquellos que repudiaban enfáticamente la colonización (Droz, 1984).
La cuestión nacional
La Segunda Internacional tampoco logró articular una posición homogénea sobre el problema
de la práctica socialista en torno a la cuestión nacional. Sólo trató este punto desde el ángulo
concreto y cotidiano en el que se presentaba.
Según Droz, si bien el “derecho de los pueblos a la autodeterminación” como principio
fundamental podría haber proporcionado una línea directriz para zanjar tanto la cuestión
colonial como la nacional, hubo tres elementos que llevaron a tratarlas por separado. En primer
lugar, el nivel de desarrollo económico en términos capitalistas de los países considerados como
colonias era muy distinto del de los países que se consideraban víctimas de una opresión
nacional, ya que aun siendo estos últimos, eminentemente agrícolas, los países del este y del
sudeste europeo participaban del despertar industrial del continente y comenzaban a tener un
incipiente proletariado. En segundo lugar, aunque fuera una burocracia extranjera la que se
superponía a los órganos administrativos locales de los países oprimidos, éstos mantuvieron una
estructura estatal. Por lo tanto, en la época de la Segunda Internacional, la cuestión nacional es
un problema típicamente europeo vinculado a la reorganización de las estructuras estatales en
el marco económico de la industrialización y en el marco político de la generalización del
sufragio universal (Droz, 1984: 124).
Por último, el nivel de conciencia de estos grupos humanos, no era comparable, ya que mientras
el problema colonial no era todavía un verdadero problema más que para los países
colonizadores, las masas populares de los países nacionalmente oprimidos se movilizaron y
encuadraron en movimientos de liberación nacional.
La cuestión de la guerra
En el congreso de Stuttgart de 1907, el ala izquierda logró imponer su postura antibelicista que
luego sería ratificada en el Manifiesto de Basilea (1912). La resolución redactada por Lenin,
Martov y Rosa Luxemburgo en este congreso establecía:
En caso de amenaza de guerra, las clases obreras y sus representaciones
parlamentarias de los países participantes se comprometen, apoyadas por la
actividad coordinada de la oficina internacional, a hacer lo posible para evitar la
guerra por todos los medios que consideren eficaces, los cuales varían, naturalmente,
19
en proporción al agudizamiento de la lucha de clases y de la situación política
general. Caso, no obstante de que estalle la guerra, es su obligación intervenir, a fin
de acelerar su pronta terminación y aspirar con todas sus fuerzas a aprovechar la
crisis política y económica causada por la guerra para sacudir al pueblo y con ello
acelerar la supresión del predominio de la clase capitalista.
En julio de 1914 el imperio austro-húngaro dio un ultimátum a Serbia. Los partidos de la Segunda
Internacional pusieron en práctica el primer mandato del Manifiesto de Basilea: "Si la guerra
amenaza con estallar, desarrollar todos los esfuerzos con el objeto de prevenirla por todos los
medios que consideren efectivos”. El 29 de julio cuando las tropas austriacas entraban en
Belgrado, se organizaron inmensas manifestaciones contra la guerra. El 1 de agosto, Alemania
declaró la guerra a Rusia. Al fracasar en el intento de evitar el estallido del conflicto bélico, la
Segunda Internacional y sus partidos, tenían que poner en práctica el segundo mandato del
Manifiesto de Basilea. Conforme a las resoluciones del congreso, debía “emprender la guerra a
la guerra” (Kriegel, 1986).
Como afirma Abendroth, cualquier partido que hubiera seguido la resolución de Stuttgart habría
podido llevar a las masas a la lucha contra sus gobiernos y contra la guerra. Eso sí, habría tenido
que aguantar primeramente un período de aislamiento, persecución e ilegalidad. Pero la
mayoría de los grandes partidos europeos, temiendo el aislamiento, se convirtieron en
instrumentos de la política militar de sus respectivos gobiernos y con ello de la clase dominante.
En esa actitud siguieron incluso cuando las masas comenzaron a mostrarse críticas, y sólo con
vacilaciones siguieron la disposición de sus partidarios, intentando incluso paralizar la formación
de la conciencia y la actividad de sus socios en interés de sus gobiernos.
La Segunda Internacional no había pasado la prueba impuesta por la guerra. En relación a los
partidos, sólo excepciones no votaron a favor de sus propios gobiernos: los rusos, los serbios (a
pesar de que estos últimos soportaban la presión de la invasión de las tropas austriacas) y la
corriente fabiana del Partido Laborista inglés. En Alemania, el único diputado socialdemócrata
que votó en contra de los créditos de guerra y que además llamó a los obreros y soldados a
volverse contra su propio gobierno, fue Karl Liebknecht (Kriegel, 1986).
Durante la guerra se celebraron varias conferencias socialistas internacionales, entre las que se
destacó la conferencia de Zimmerwald en septiembre de1915 como la primera manifestación
20
colectiva de una corriente internacional contra la guerra, reuniendo 38 socialistas de 11 países
distintos (entre ellos Trotsky25 y Lenin).
Estas
conferencias
fueron
las
únicas
manifestaciones
eficaces
de
solidaridad
internacional en un período de desgarramiento de Europa y de suicidio político; las
clases dominantes habían provocado el suicidio, y los «políticos realistas» a la cabeza de
los grandes partidos y sindicatos de la II Internacional lo aprobaban. Pero estas
reuniones de pequeñas minorías fueron los primeros pasos hacia la reconstitución del
movimiento obrero europeo tras una crisis más grave (Abendroth, 1983: 84).
25
León Trotsky (1879-1940).
21
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23
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