Subido por Silvia D'Aloi

Documento 9168981

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La invención de
E. Alexánder Giraldo
E
Alegoría y argumento persuasivo
n 1941, Adolfo Bioy Casares publicó
en Buenos Aires La invención de Morel.
Elogiada por Jorge Luis Borges a causa
de su estudiada concepción y admirada poco
después por los lectores europeos, su argumento
pasó a ser conocido como uno de los más brillantes del siglo XX.
La anécdota, en sí, es ingeniosa.
Un perseguido escapa a una isla donde, según
rumores, una peste mantiene alejados a viajeros
y exploradores. Luego de varios días de fiebre
y delirio, el prófugo nota que unas personas se
divierten frívolamente por la playa y los edificios de la isla. Entre estos seres, que parecen no
advertir su presencia, el protagonista descubre
a una mujer de la cual se enamora. El intruso
intenta acercarse, tocarla, solicitarla, pero todo
es en vano. Para ella, él parece ser un fantasma.
Finalmente, luego de hallar unos aparatos que
funcionan con las mareas, el hombre nota una
acalorada discusión entre los veraneantes y descubre la causa de las alucinaciones.
Todo no es más que el resultado de un pequeño mundo paralelo creado por Morel, un
científico. Este hombre había logrado una imagen
absoluta de las cosas sometiéndolas a la acción
de una máquina accionada por mareas. El científico había expuesto a su máquina una semana
completa de la vida de sus compañeros de viaje,
semana que seguía proyectándose eternamente
en la isla por obra del flujo y reflujo de las mareas.
El prófugo comprueba que, luego de ser expuestas al mecanismo, las cosas vivas se deterioran
en una especie de corrupción lenta y dolorosa
que las condena a la desaparición, como si esa
muerte fuera el tributo pagado por la semana de
eternidad así conseguida.
A decir de Blanchot, si el relato concluyera
aquí sólo tendría ingenio.1 Sin embargo, la novela
propone una vuelta de tuerca, un salto filosófico
y metafísico que le otorga una dimensión especial a la anécdota: al descubrir la vanidad de sus
acercamientos a la mujer y aceptar su existencia
relativa, el protagonista reflexiona sobre el convencionalismo de toda realidad representada y
se “filma” él mismo, uniéndose al destino de la
imagen amada. Razonando que nunca la vería
porque ella ya había muerto, decide quedar
también confinado a esa pequeña eternidad en
que vivirá con la otra imagen.
Una forma de predestinación, inherente a la
mudez y muerte por la imagen, se cierne sobre
el argumento. El curso del mundo no puede
cambiarse, pues su propia realidad está en entredicho. El lector se siente impulsado a hacer
una lectura en clave de la historia e intentar
interpretaciones alegóricas similares a las dadas
por algunos de los primeros analistas de Bioy. Así,
por ejemplo, Octavio Paz daría un juicio ya hoy
proverbial sobre el novelista argentino.
El tema de Adolfo Bioy Casares no es cósmico sino metafísico: el cuerpo es imaginario y obedecemos a la tiranía
de un fantasma. El amor es una percepción privilegiada,
la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo,
sino también de la nuestra: corremos tras de sombras,
pero nosotros también somos sombras.2
Morel
una fábula
sobre el mito
fotográfico
El mérito de Bioy, según lo anterior, residiría
en la pregunta por la dinámica amorosa, siempre
transida de duda y descalificación y asaltada por
una paradoja: sólo podemos amar imágenes. El
mundo de los vivos (y de los vivos amados) revela
su contingencia cuando descubrimos que es una
imagen creada por nosotros mismos.
Como lo propusiera Borges en el prólogo a
La invención de Morel, y lo dejara saber el propio
Bioy Casares, la novela se hilvanó al margen de
tales implicaciones y el autor se dejó llevar por un
único impulso de fabulación. Los hechos habrían
ejercido una especie de tiranía sobre el discurso
novelesco, dejando en un segundo plano algunos
de sus alcances filosóficos.
Y es que, para ser exactos, las inclinaciones
metafísicas y gnoseológicas de la obra de Bioy
Casares no se limitan a esta obra de 1941. También en otras obras, hallamos esta preocupación
por los argumentos ingeniosos y el planteamiento
de problemas cognitivos. Las historias se ven
acompañadas por temáticas de claro trasfondo
metafísico. ¿Qué es la realidad? ¿De qué está
hecho lo que vemos y sentimos?
En esta nota, se pretende mostrar cómo la
novela de Bioy Casares desarrolla una clara concepción mítica de la imagen. Siguiendo a otros
comentaristas que advierten en la novela de Bioy
una hábil metaforización de las relaciones amorosas y humanas, nos atrevemos a proponer que,
en La invención de Morel, hay una aguda reflexión
sobre la memoria y la captura de la imagen.
La tradición de un problema, los antecedentes de una icción perdurable
En La rama dorada, su obra precursora de 1922,
el antropólogo James George Frazer expuso una
de las más iluminadoras teorías sobre la concepción mágica de la imagen. Una afirmación suya
ilumina el mito de la reproducción de las imágenes
tal como aparece en la novela de Bioy:
[…] lo semejante produce lo semejante, o que los efectos
semejan sus causas, y […] que las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia,
aun después de haber sido cortado todo contacto físico.
El primer principio puede llamarse ley de semejanza y
el segundo ley de contacto o contagio.3
El libro de Frazer permite inferir que la lógica
de la concepción mágica reviste plena actualidad
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cuando se trata de analizar la respuesta del hombre contemporáneo a fenómenos que se creerían
bajo el dominio del pensamiento científico.
Magia por contagio y magia simpatética están
en el origen de los espectros que pueblan la isla
de Morel. Los cuerpos se deterioran al exponerse
a un mecanismo que osa violar su intimidad material. La imagen capturada, al infamar la realidad
con su duplicidad, logra vivir en un ámbito de
eternidad indiferente, pero a un alto precio: la
disolución y degradación orgánica. Se es simulacro, pero esta naturaleza se paga con la muerte.
Como lo expresó rotundamente Edgar Morin,
pese a que nuestra sociedad ha encontrado refugio en la ciencia para controlar algunos de sus
más atávicos temores, es evidente que el hombre
común aún signa con el aura de lo mágico artefactos, aparatos y procedimientos aparentemente
tutelados por la razón:
En nuestra vida cotidiana, coexisten, se suceden, se mezclan creencias, supersticiones, racionalidades, técnicas,
magias, y los más técnicos de nuestros objetos […] se
hallan ellos mismos embebidos en la mitología.
Muchos trabajos de muy diversa inspiración […] convergen para subrayar la presencia oculta del mito en el
corazón de nuestro mundo contemporáneo […]. Aunque los dos pensamientos se hayan vuelto antagonistas,
vivimos no sólo su oposición, sino también su cohabitación, sus interacciones y sus intercambios clandestinos
y cotidianos.4
En Bioy Casares, la descripción de los artefactos y mecanismos que capturan, reproducen y
conservan las imágenes viene siempre acompañada de una alusión a la irrealidad de la realidad.
Si el narrador se toma tiempo en describir el
artefacto creado por Morel en términos de la eficacia de las mareas para generar energía motriz o
de la certeza con que el proyector reproduce las
imágenes, no lo hace para desentrañar una operación misteriosa; ocurre para hacer aceptable su
modo de ser fantasmagoría y maravilla.
El problema de la imagen mágica - mítica y religiosa en fábulas como La invención de Morel permite inferir que la técnica está lejos de conjurar el
temor a los vínculos simpatéticos y a los poderes
de daño asociados a la reproducción de la imagen.
La descripción científica del funcionamiento de
una cámara fotográfica en cualquier manual no
hace a la captura de la imagen un hecho menos
milagroso. La explicación del funcionamiento de
los artefactos contribuye a fortalecer la presencia
e influencia de mitos como la apropiación del
alma del retratado. Si en La invención de Morel
la explicación del científico intenta reparar el
asombro y el horror que provoca la verificación
de los resultados de la invención, ésta no restituye
en nada el orden perdido que alarma a la razón:
una vez conocida la naturaleza de las imágenes,
el protagonista elige hacer parte de esa nueva
temporalidad artificialmente provocada y abandonar su pertenencia al mundo-referente. Aquí
encuentra lugar el giro complementario que da
la trama al final de la novela y que propone la
celebrada solución del argumento.
El narrador pedirá al lector en las últimas
líneas un acto final de misericordia.
Al hombre que, basándose en este informe, invente una
máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré
una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar
en el cielo de la conciencia de Faustine.5
Este pasaje, una especie de conjuro o invocación al futuro, revela la forma en que mito y técnica
están imbricados cuando se habla de la captación
de las imágenes de personas, en una obra escrita
bajo los parámetros de la ciencia ficción. Además
de aludir a la probabilidad de continuar los experimentos, el narrador reafirma el problema de
la identidad y la vida psíquica de las imágenes y
pide ser reunido en “el cielo de la conciencia de
Faustine”. El protagonista desea que ambas conciencias se fundan y que, de alguna manera, él
pueda asistir a esa semana eternamente repetida
donde Faustine vive, ignorándolo. Aquí, el mito
responde a la tarea de superar una contradicción:
la realidad de uno frente a la irrealidad del otro.
Tal imbricación del factor racional (la probabilidad de que la máquina funcione y pueda
hacer nuevas operaciones) y del factor mítico (la
probabilidad de que las imágenes sean restituidas
al orden primario del que emanaron) es la que
permite a Bioy construir la sugestiva alegoría reconocida por Paz y Blanchot. Con un reconocido
procedimiento barroco los límites entre realidad
e irrealidad, entre naturaleza y artificio, son radicalmente cuestionados. Sólo que, a diferencia
de sus predecesores, Bioy Casares acaba por
involucrar al lector en la trama de simulacros y
ocultamientos. Parece declarar que autor y lector
pueden ser también ficciones creadas por otro.
Si el lector puede eventualmente descubrir el
funcionamiento de la máquina y reunir al protagonista con Faustine, su propia realidad queda
cuestionada.
En un ensayo intitulado “Magias parciales del
Quijote”, la argumentación de Borges sobre los
límites entre ficción y metaficción llega a una
conclusión semejante cuando señala la posibilidad de vincular los procedimientos descritos por
Cervantes con la duda por la realidad personal. El
hecho de que Don Quijote lea su propia aventura,
Hamlet represente su drama dentro del teatro y
Scherezade cuente una historia sobre su mismo
arte de contar historias, acaba por interrogar la
propia realidad del lector:
Tales inversiones sugieren que si los caracteres de una
ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus
lectores o espectadores, podemos ser ficticios.6
Es importante recalcar la semejanza que tales observaciones —sobre el carácter ficticio y
convencional de autor y lector— tienen con las
teorías sobre lo mágico que explican la respuesta
al registro de la imagen. Como cuenta Frazer,
Es frecuente que [el salvaje] considere a su sombra en el
suelo y a su reflejo o imagen en el agua o en un espejo,
como su alma, o en último caso, como parte vital de sí
mismo y por tanto, necesariamente, como una fuente
de peligros para él, pues si fuese maltratada, golpeada
o herida, sentiría el daño como si le hubiera sido hecho
en su persona.7
El tabú subsiste pese a que la indagación racional describa los mecanismos y procedimientos y
los presente en un orden comprensible. Estamos
en las imágenes que de nosotros se han captado,
y ninguna explicación podría disuadirnos de esta
apremiante evidencia.
Ficción en clave
Hemos expresado que el texto de Bioy Casares
se vincula con los mitos que asaltan y asaltaron
a la imaginación moderna cuando rediscutió el
problema de reproducir imágenes. Al autor de
La invención de Morel tales problemas le han inquietado desde siempre y los temas del doble, la
repetición y la diferencia, el viaje en el tiempo y
el logro de la inmortalidad, le resultan del todo
atractivos. Borges, en el relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” le hace decir a Bioy que “los espejos
y la cópula son abominables porque multiplican
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a los hombres”.8 El mismo Bioy reconoció la
impresión que de niño ejercieron en él los espejos, las fotografías y todos los mecanismos que
facilitaran atesorar el recuerdo de las personas
muertas y las cosas idas.9
La invención de Morel retoma la vieja inquietud de artistas y científicos sobre la fijación de la
imagen de las cosas. La lleva a un ámbito metafísico donde sucede una intensa indagación por la
conciencia. ¿Qué ocurriría si una máquina pudiera
servirse del tacto, el olfato y el gusto para coadyuvar simultáneamente a oído y vista en la conservación de las imágenes? Tendríamos, entonces, una
invención como la de Morel, que agrediría a la
realidad con su capacidad alarmante de retrotraer
la presencia de las cosas y las personas tal como
vivieron en un momento irrecuperable.
En este orden de ideas, vale la pena aclarar
que, como se ha anotado, el linaje de este mito
es tan antiguo como recurrido.10 A las historias
populares sobre la representación, debemos sumar autores como Mary Shelley, R. L. Stevenson,
Gustav Meyrink, Jules Verne o Villiers de L’ Isle
Adams, quienes explotaron poéticamente los
temores y perplejidades más antiguos al ámbito
del mundo industrial del siglo XIX. Frankenstein,
Jekyll y Hyde, Dorian Gray o el Golem serían
en tal sentido ficciones concebidas por un capitalismo de producción necesitado de mitos, de
oscuridad, de irracionalidad y de miedo. Una
vez obtenida la seguridad que daba el dominio
sobre la naturaleza, la cultura visual y poética
del mundo industrial iba a la caza de los terrores
más primarios. De ahí la inquietante simbología
espiritual de estos argumentos. Quizás, en una
paráfrasis a Goya, podríamos decir que comprender el sueño de la razón requiere de monstruos
que lo expliquen.
Obras como La Eva futura de Villiers de L’ Isle
Adams y El castillo de los cárpatos de Jules Verne
suponen, con El retrato oval de Poe y El retrato de
Dorian Gray, los antecedentes más inmediatos de
la fábula de Bioy, pues en todos los casos se habla
de una especie de inmortalidad lograda por la
captación de la imagen personal.
El gran logro de Bioy no es sólo recrear una
fábula a la luz de los mitos omnipresentes de la
creación y la mimesis, sino añadir a las implicaciones filosóficas del argumento un realismo de
presentación insólito. Si en Villiers sorprende
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la forma en que la intensidad de la evocación
da vida a una mujer muerta y en Verne el hecho de que el mecanismo de reproducción sea
expuesto con profética verosimilitud, en Bioy
resulta llamativa la forma en que se presentan
los acontecimientos. El lector, como el protagonista, piensa que las personas y los fenómenos
de la isla son reales y que la duplicación de los
astros o el carácter fantasmal de los habitantes
obedecen a un desequilibrio psicológico. Por
ello, descubrir que las presencias son artificiales
precipita a ambos en vértigo metafísico, en una
dolorosa verificación de que lo visto, palpado y
amado no existe. Como en la máxima platónica,
los libros-relatos se parecen a efigies, pues cuando
los interrogamos no responden.
El mito dominado
Al revisar los acontecimientos previos a la
invención de la fotografía y el cine, o los debates
alrededor del nuevo papel del arte justo cuando
la ciencia había resuelto el logro del parecido, se
hallan interesantes paralelos con el argumento
de Bioy. La historia de las técnicas fotográficas y
cinematográficas revela cómo los problemas de
científicos y artistas fueron llamativamente afines
a los que menciona Frazer como rasgo distintivo
del comportamiento primitivo y a los fabulados
por Bioy en su novela.
Vale la pena recordar que, antes de la era de
la fotografía, se habían ideado ya varios métodos para reproducir objetos. Hasta el siglo XIX,
quienes utilizaban la cámara oscura empezaron a
especular con la posibilidad de obtener imágenes
sin necesidad del lápiz, lo que fue posible con el
descubrimiento del ennegrecimiento del cloruro
y el nitrato de plata al contacto con la luz. Desde
su invención a principios del siglo XIX, la fotografía tuvo un éxito inmediato, convirtiéndose
en animadora del mito y en nuevo paradigma
de la memoria y la imaginación. Cuando las cámaras redujeron su peso y cientos de fotógrafos
aficionados poblaron las calles, poder fotografiar
se convirtió en símbolo de la nueva facultad de
obtener un fragmento de realidad. Al acceder un
número cada vez más grande de personas a la cámara, la memoria y el pasado lograron democratizar sus mecanismos de captura y conservación.
Poco después, cuando se creó un procedimiento
que disminuía el tiempo de exposición a pocos
minutos y permitía obtener varias copias de una
toma, esa democratización se vio acompañada
de una conservación múltiple de los datos, una
variedad subjetiva y un anonimato del registro
antes impensados. Cuando las mejoras en los
métodos de sensibilización de placas permitieron
la instantaneidad, se consumó el anhelo por la
captura del instante.
La fotografía cuestionó la eficacia mimética
de la pintura, y de este proceso se derivaron las
ideas que darían lugar al arte de nuestro tiempo
y sus preguntas más cruciales. Recuérdese el ya
conocido e intenso debate entre quienes defendían el carácter artístico de la fotografía (como
Delacroix) y quienes le atribuían sólo una función
documentalista, ajena a cualquier pretensión estética (como Baudelaire). Vale la pena, asimismo,
considerar el trastocamiento que llevó a la pintura
a imitar las virtudes de la fotografía, y a la fotografía los logros expresivos de la pintura.11
De hecho, una prueba de esta simbiosis se
halla en que la apariencia volátil y evanescente
de las obras maestras del impresionismo (cuyo
apogeo coincide con las más revolucionarias
investigaciones fotográficas) provenga del abocetamiento y borrosidad de las primeras imágenes
conseguidas por medios fotomecánicos; imágenes que mostraban, luego de los largos tiempos
de exposición, figuras abocetadas y rastros fantasmales del movimiento. Este reducir los transeúntes a unos manchones esquemáticos estaría
sin duda en el origen de los grandes frescos de la
vida social que vemos en las playas de Monet, los
bulevares de Renoir o los espectáculos de Degas
y Toulouse-Lautrec.
Las primeras fotografías resultan interesantes
a la hora de establecer el vínculo entre fotografía,
magia, literatura y filosofía que se evidencia en La
invención de Morel. Es ese momento de la cultura
visual el que vincula el problema de la imagen
con su fabulación. Sabido es que, en los primeros
intentos fotográficos de Niepce, el mecanismo no
alcanzaba a registrar correctamente la apariencia
de las cosas en movimiento. De ahí, entonces, que
en las vistas de construcciones tomadas por Daguerre y el mismo Niepce aparecieran fuentes de
luz simultáneas y, poco después, en otros experimentos, anomalías y deformaciones: cuerpos sin
miembros, manchones donde habían circulado
personas, sombras múltiples, contornos vacíos,
reflejos en dos o más direcciones… Al enumerar
el resultado de estos ensayos es inevitable pensar
en Morel y sus tímidos intentos preliminares, en
el prófugo y sus accidentes cuando está aprendiendo a manejar la invención del científico y
expone una de sus manos a la máquina, lo cual
la hace “vivir” con independencia del cuerpo que
fue tomada. La misma descripción a distancia de
los veraneantes encuentra un paralelo obligado
en las excursiones al mar y las salidas campestres
pintadas por Manet, Monet o Seurat.
Al pensar en los mundos paralelos e irreconciliables en que viven Faustine y el narrador es
fácil recordar El desayuno sobre la hierba y su juego
paradójico de ámbitos incomunicados, o también
el aire ausente y frívolo de los personajes del
Domingo por la tarde en la isla del Grande Jatte, de
Seurat. Imagen y palabra, en ambos casos, captan
lo efímero, pero también el inquietante hecho de
que las imágenes viven una lógica y un tiempo
distintos del que las mira.
Y es que las escuelas pictóricas y literarias de
fin de siglo en Francia testimonian esta aspiración a capturar el fluir del tiempo, propia de la
fotografía. De un lado, Monet y su poética del
instante y la mutabilidad de las cosas; del otro,
Proust y su apuesta por igualar la vida y la memoria. De un lado, apresar la efímera y cambiante
condición del agua, las hojas o la luz sobre un
vestido. Del otro, la alarmante conciencia de
que el recuerdo anula la presencia objetiva de los
hechos. Por ello, el enclaustramiento obligado
de Marcel; por ello, la reclusión de Monet en
Giverny. La realidad presente, siempre exterior
a nosotros, es una sombra frente al recuerdo, un
transcurrir que cede a la nitidez del pasado y su
inexorable fluir en la conciencia.
Luego de detenerse por años en los efectos
de la luz sobre la naturaleza, Monet estudia la
apariencia adquirida por la piedra a distintas
horas del día. Como en la primera fotografía
de Niepce, la solidez del objeto, la dura piedra
trabajada por el cincel y por el agua, intenta
convocar lo que permanece, pero una vez más la
falibilidad e incertidumbre de la representación
anulan la captación objetiva. En ambas situaciones, el intento de ser fiel al objeto lo desvanece
en la propia superficie de la imagen.
Y no es otra la paradoja de En busca del tiempo
perdido: las palabras se anteponen a las cosas.
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En todos los capítulos de esta novela, el intento por otorgar a lo recordado una realidad tanto
o mayor que a lo vivido deriva en una anulación
de la objetividad. A fuerza de evocar las lejanas y
complejas sensaciones asociadas a la magdalena
deshecha en el paladar, a fuerza de pensar en
la Albertine, la Odette o la madre ya perdidas, la
evidencia de lo próximo desaparece. Como en
La Eva futura de Villiers, la mujer malograda
vuelve a vivir por obra del recuerdo, y hace falta
el llamado la realidad tangible, para hacer que
se pierda en el vórtice de su disolución.
La investigación filosófica y temática de Proust
comporta una alteración de la técnica, una mutación del sistema de expresión y representación.
Así como en Monet la apariencia de las cosas
se descompone en una serie de toques de color
que recrea las impresiones de la luz en la retina y destruyen las convenciones de la mimesis
renacentista, en Proust hallamos una forma de
presentar los fenómenos y los hechos en el discurso novelesco que anula la concepción unívoca
del tiempo realista. A la convención establecida
por el naturalismo, según la cual la duración
del acto de narrar debía coincidir con la duración física de los acontecimientos narrados, le
sustituye un desequilibrio entre la realidad y la
representación verbal. Durante largos pasajes de
En busca del tiempo perdido, el lector piensa que el
tiempo físico (si es que tal cosa puede experimentarse en la literatura) es absorbido por el tiempo
del discurso: la palabra se opone al mundo, la
creación secundaria devora a la creación primaria. Palabras y pinceladas, a fuerza de intentar
desentrañar la esencia de las cosas y captar su
desgaste, se unen a ellas y las enrarecen hasta
hacerlas una sola con la mirada.
Si pintura, arquitectura y escultura son artes
del espacio, y literatura y música artes del tiempo,
con la fotografía (o, por lo menos, con los incipientes recursos fotomecánicos de representación
poetizados por Proust y Monet) estamos frente
a una ambigüedad radical que compromete la
tradición occidental de la representación. Como
bien lo expone Hauser, la estética de finales del
siglo XIX en Francia detenta la mirada urbana,
acostumbrada a percibir las cosas a la velocidad
de las máquinas, que vive la evanescencia y fruición de los objetos en un sistema industrial de
reproducción de mercancías.12 De este modo,
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el impresionismo, las primeras fotografías y la
literatura de la belle époque, están cerca de la más
clara conjugación de tiempo y espacio permitida
por un medio de reproducción de la imagen: el
cine.
La novela de Bioy está unida a esta tradición
filosófica, literaria e iconográfica de Bergson, el
impresionismo y la literatura francesa fin-de-siècle
que hacen de la memoria su gran tema y su recurso técnico más revolucionario. En Bioy Casares,
la alegoría sabiamente construida y la reflexión
sobre los patrones míticos que determinan nuestra relación con las imágenes, están acompañadas
de una técnica narrativa que rebasa las formas del
relato clásico. La implicación narrativa presente
en todas las novelas de Bioy se manifiesta en La
invención de Morel con una carga que compromete
la misma cooperación del lector en la solución
de la trama y de la enigmática condición de las
imágenes.
El protagonista, al descubrir la irrealidad de
lo contemplado y convencerse de la necesidad
de hacer una nueva toma, donde él habite junto
a la imagen de la amada, ataca la autonomía de
lo real. La relación entre el narrador y Faustine,
inicialmente garantizada por el provisional grado
de realidad de la imagen femenina, sólo puede
perpetuarse con el ingreso de una nueva imagen
referente (la de él) en el ámbito de las imágenes
ficticias. Al grabarse en la interminable semana
de Faustine e incluirse en un guión ya escrito
y representado, hace una nueva violencia a la
realidad, pues en la conciencia de un nuevo observador ella y él harán parte del mismo ámbito
primario.
Epílogo. Dos imágenes sobre la imagen
La primera, una pintura, fue concebida y ejecutada por Caravaggio en 1599; la segunda, una
fotografía, recoge una instalación realizada por el
artista conceptual Joseph Kosuth en 1965. Narciso
nos revela la aspiración barroca a concebir la vida
y la realidad en términos representativos, escénicos. Qué es realidad y qué es ficción aparecen
como las preguntas fundamentales al actualizar
un mito que trata de la identidad, la repetición
y la diferencia. Una y tres sillas nos habla de la
aspiración del arte conceptual a desmaterializar
el objeto estético y crear una situación donde
la misma condición del arte queda interrogada
y expandida. En ambas, el tema son las imágenes; de nosotros mismos, en la primera; de las
cosas, en la segunda. En las dos, el artificio de
captura es apenas aludido: en Narciso, que un
muchacho se vea reflejado en el agua; en Una y
tres sillas, las convenciones de lenguaje, lógica y
representación.
Caravaggio muestra cómo la imagen de uno
mismo se vuelve autónoma, hasta anular la presencia de la realidad externa. Prisionero de sí,
atrapado en el círculo que tienden sus brazos
a los brazos de la imagen, Narciso perece por
confundir el mundo de las imágenes referente
con el mundo de las imágenes copia. El hecho
de que la imagen sea la de sí mismo es del todo
incidental. ¿Muere Narciso ahogado por intentar
unirse a su propia imagen? ¿O muere de hambre
al no poder apartarse de la mirada que lo acecha
desde el espejo?
Kosuth también alude a un círculo, sólo que,
como en todo el arte conceptual, este artificio no
es visible como en la figura trazada por los brazos
de Narciso: de hecho, en One and three chairs el
objeto, la imagen y la palabra están uno al lado
del otro, conservando el patrón de la rigidez
museística. Sin embargo, en la conciencia del
espectador, el carácter circular se abate sobre la
obra como una trampa: palabra, objeto e imagen
arman un entramado de ámbitos que se llaman y
se responden de manera interminable. Sabemos
que de la cosa a la representación hay algo que
se ha perdido, una corrupción y violencia de la
que no podemos desprendernos.
Nos resistimos a aceptar la naturaleza convencional e incidental de las imágenes. Se vive y
se muere por ellas, pese a que la ciencia crea su
enigma descifrado. Tal designio, desde luego,
es el que revela la actualidad de la novela de
Bioy. Captar la realidad en una imagen o una
palabra es hacerle una violencia de la que no
puede reponerse y no podemos reponernos, por
más que la ciencia se esfuerce en descartar esta
perplejidad.
Si sabemos cómo y de dónde vienen las imágenes, ¿por qué aún nos conmueven, estimulan e
interrogan? ¿Por qué, una vez descubierta y comprobada su verdadera naturaleza, pueden cuestionar nuestra realidad y nuestra conciencia? u
E. Alexánder Giraldo (Colombia)
Nació en Medellín en 1975. Estudios de lingüística, literatura, pedagogía e historia del arte. Publicó
el libro de ensayos “Proyecto para una revolución
narrativa y otros ensayos críticos”. Recibió una beca
de creación con la que prepara el libro de ensayos “La
crítica moderna en Colombia: Teoría y formación de
públicos para el arte nacional y regional”.
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3 FRAzER, James George. La rama dorada, pp. 33 - 34.
4 MORIN, Edgar. “El doble pensamiento”. En: MORIN,
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5 BIOY CASARES, Adolfo. Novelas completas I, p. 96.
6 BORGES, Jorge Luis. “Magias parciales del Quijote.”
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7 Ibíd, p. 230.
8 BORGES, Jorge Luis. Nueva antología personal, pp. 95 - 96.
9 BIOY CASARES, Adolfo. Palabra de Boy. Conversaciones
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10 MORENO -DURáN, Rafael Humberto. “El amor, ese
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Adolfo. La invención de Morel, pp. 50 - 53.
11 SCHARF, Aaron. Arte y fotografía.
12 HAUSER, Arnold. “El impresionismo”. En: Historia
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revista UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
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