Revelaciones con whiskey

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Revelaciones con whiskey
Ana María Fuster Lavín
Las luces del bar danzan entre la música de
bachata y el humo de los cigarrillos; poco a poco me
provocan esa nota emergente para olvidar el nerviosismo,
evidenciado por el temblor de mis rodillas. No soy una
persona tímida, es que estoy loca por verlo. Quizás el
mareo se deba más a ese último whiskey en las rocas. Es
inevitable, él terminará dándose cuenta, mejor le cuento
todo. No hay prisa, quizás otro día. ¿Cómo podría
revelarle un secreto así? No importa, lo haré, a fin de
cuentas para eso lo había citado. Tardé tanto tiempo en
encontrarlo, tanto como en buscarlo. Los últimos años
traté de dar con él, cuando lo perdí la primera vez nunca
supe si recuperaría su amor. No me di cuenta al principio,
pero con el tiempo tuve la necesidad de él.
Han pasado veinte años, fui tan inmadura al
dejarlo, pero yo sólo tenía dieciocho. Estaba enfocada en
la joda y ganaba los suficiente en camas de alquiler para
pagar las cuentas; para gozarme un buen traje de JC
Penneys, después de que cerraron González Padín y
Velasco; para pagar la comida y la gasolina... Estoy
segura de que él no lo hubiese entendido. Espero no
haberle provocado mucho daño.
¡Por favor, otro whiskey doble! ¡Cuánto tarda, a
lo mejor se arrepintió! Eso no es posible, se veía muy
entusiasmado. Recuerdo cuando lo vi por última vez,
dormía tranquilo en el sofá de la salita sin sospechar
nada. No sé cómo tuve el valor o la cobardía de irme. Le
pedí a Matilde, mi hermana, que se quedara con él
mientras recogía mis cosas, y lo entretuviera para que no
se diera cuenta. Ella se enojó conmigo, cómo abandonar a
Raúl, nadie te va a querer como él, necesita de ti, me
dijo, por eso Matilde nunca me perdonó. ¿Cómo tuve los
escrúpulos de abandonarlo? Después he intentado llamarla
muchas veces, pero se mudó para que no la encontrara.
Sospeché siempre que mi hermana se había quedado con
Raúl, no me molestó, pues tuve siempre la certeza de que
ella iba a ser una mejor compañera, no le faltaría nada.
No llega. Trataré de que el trago dure hasta que
él llegue, mejor me entretengo fumando. Ojalá pudiera
ignorar la maldita vellonera. Esas baladitas son como
aquellas que me cantaba al oído uno de mis amantes,
aquel gordo gerencial del banco en Miramar. Siempre olía
a manteca de las frituras que comía a mediodía, ni se
lavaba la boca. Me revolvía las tripas cuando cabalgaba
mi vientre sobre su escritorio.
Al menos era muy
generoso, entregaba la paga por mis servicios en un sobre
sellado, siempre superaba mis honorarios. Por eso
aguantaba el asco que me daba su aliento, su pegajoso
sudor, sus colgajos de grasa arropándome. Ese fue mi
último cliente, al gerente superior de la sucursal se le
quedó una tarde el maletín y entró con el guardia de
seguridad, nos atrapó en pleno trabajo, el maldito gordo
dio un brinco y me llenó con su semen la camisa nueva.
Me limpié como pude con su chaqueta y me subí los
pantalones; el pobre gordo sólo lloraba y suplicaba a su
superior que no lo despidiera; yo agarré el sobre de
dinero que estaba en el bolsillo de su pantalón y corrí lo
más veloz que pude. Tanto que en la salida choqué con un
motociclista que estacionaba justo en la acera. ¡Así me
rompí la puñetera nariz!
Fue así como me topé con Raúl después de tantos
años. Es obvio que no supe en ese momento que era él,
había cambiado muchísimo. El encuentro no fue tan
mágico o melodramático como la sociedad podría aplaudir
en una sala de cine. A pesar del susto que le di, me
levantó del piso y aplicó un pañuelo en mi nariz. Sin
quitarse el casco aún, me llevó a la oficina de un
veterinario que queda en esa área de Miramar. Al fin de
cuentas, todos somos animales, pensé. Me dijo que era
amigo suyo, que me atendería y si necesitaba algo más
que no dudara en llamarlo, me dio tarjeta de
presentación, en el momento la guardé sin leer.
Afortunadamente la fractura no fue muy seria.
Al día siguiente lo llamé. No sabía qué sacaría con
esa llamada, en realidad nunca he sido muy agradecida,
tampoco nadie lo ha merecido, excepto mi añorado Raúl y
la necesidad de decirle tantas cosas. ¿Me habría olvidado
después? Pensaba en él cada vez que me ocurría una
nueva desventura.
Leí la tarjeta, decía Raúl Quiroga, arquitecto.
¡Arquitecto! Increíble, sonaba a mucho dinero, pero no
pensé tampoco en ofrecerle mis servicios, pese a que en
ese momento no sabía que se trataba de mi Raúl, también
se había cambiado su apellido. Sólo lo llamé y le expliqué
que era la mujer accidentada. Me preguntó si estaba
bien, si necesitaba algo, le contesté que
buscaba
trabajo, en realidad quería tomarme unas vacaciones de
mi profesión y quería hacer algo más relajado, de oficina.
Dijo que su secretaria se había ido de vacaciones de
maternidad y que el trabajo era mío, sólo me lo
aseguraba por dos meses. ¿Sospechará algo? Llevo seis
meses allí, y ella nunca regresó.
¡Ya se acerca! Está muy guapo. Sí, hola, qué
bueno que llegaste, te atrasaste algo pero no importa,
escuchaba la música y pensaba. Me dijo que estaba
hermosa y me encendió mi cigarrillo. Pidió un vino tinto,
estaba cambiado y refinado, me sentía tan feliz junto a
él. Recuerdo el día que llegué a su oficina, me enseñó
todo el lugar y me dijo que lo más importante era que
atendiera el teléfono y procesara su correspondencia.
Menos mal que era algo sencillo, le había mentido cuando
le expliqué que tenía experiencia como oficinista. En los
primeros días lo que más me preocupara era la posibilidad
que me reconociera, aunque hubiese pasado tanto
tiempo.
—¡Salud, Amanda!—Dijo, mirándome a los ojos,
siempre lo hacía con sorpresa, con un brillo especial que
deslumbraba mis recuerdos. El segundo día en su oficina,
había visto en un pequeño marco oculto tras tantos otros
una foto de él y mía, ni me acordaba de ella, tuve que
encerrarme en el baño a llorar, no podía creer que el
destino después de tanta escoria me había vuelto a unir a
él. Veinte años alejada del amor de mi vida. Saqué la foto
del marco y la guardé en mi cartera.
Desde ese día no sólo realizaba las tareas que me
asignaba, sino que siempre tenía listo el café a las horas
que le gustaba, le ponía flores frescas semanalmente en
la recepción y los lunes le traía galletitas, pastelitos o
chocolates que preparaba los domingos en mi casa. Quizás
así recuperaría el tiempo perdido, disculpar mi abandono;
los hombres no perdonan con tanta facilidad, prefieren
olvidar y seguir adelante.
—¡Salud! Sabes te cité aquí, porque necesito
hablarte, no sé cómo comenzar. ¿De verdad no sabes
quién soy?—Bajé la mirada y busqué otro cigarrillo en mi
cartera, pensé son los años, antes era gordita, ahora
estoy tan flaca y con el cabello largo y rubio; eso es,
encima gastá, tantos años de puta.
—Hay algo en tu mirada que me cautiva. Sí,
siempre he sentido que nos conocemos de hace años.
—¿No te acuerdas de mí? Bueno, no me sorprende,
he cambiado mucho.
—Eres hermosa.
—Estoy vieja.
—¡Por Dios! No eres tan mayor, además, siempre
me han entusiasmado las mujeres no las niñas. Eres muy
interesante.
—Quizás no deba decirte quien soy, en fin, no te
acuerdas. Es el whiskey...—Mi corazón palpitaba tan
rápido que pensé que me iba a desmayar, el amor era lo
único que me ayudaba a mantenerme y demorar la nota
pálida que comenzaba a atacarme.
—No me importa que estés así. Yo te ayudaré a
dejar la mierda de whiskey, que huele a insecticida, te
llevaré a mi casa. Te amo, desde el primer día que te vi
en la oficina, después de tu loco accidente contra mi
motora. Te metiste en mis poros y cada vez que te veo se
me eriza la piel, te repito de nuevo que te amo. Estoy
enamorado. Tu mirada me mata, como si me hubiese
visto tantas veces en tu mirada.—Dijo Raúl y me besó en
la boca. Lo separé con delicadeza y le sonreí
amargamente entre la emoción y los deseos de vomitar
hasta los intestinos, la bebida, la vida, y lo miré a los
ojos.
—Soy tu madre.
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