fer n a n d u e u jt t e PARA CONFESARTE M EJ O R ( mt*cb*cbos) TM tOgfe «MCKW Aparado 3*2 M I AMAMCA 1%7 Versión directa por F e r n a n d o S i e r r a » sobre el original francés Pour mieu* se conf esser, publicado por F o y e r N o t e s D a m e , de Bruselas, en 1960 Fotografías: Manson • Hausse N ih il obstat: El Censor, Lic. J osé G ómez L orenzo Salamanca, 15 de octubre de 1963 I m pr ím ase: Fr. F rancisco , o. p., Obispo de Salamanca Í NDICE ANTES DE CONFESARTE 1. Por qué te co n fiesa s........................11 2. De qué debes confesarte . 12 3. Con q u i é n ......................................... 13 4. C u á n d o ............................................... 14 5. Con qué d isp o sició n ........................15 LA CONFESIÓN I. P re p a r a c ió n ............................................... 19 1. Antes del examen de conciencia 19 2. Examen de conciencia . . . . 20 3. Después del examen de conciencia 25 II. III. La co n fesió n ............................................... 33 Después de la c o n fe sió n ........................37 APÉNDICES I. Programa de p e r fe c c ió n ........................39 I. M a n d a m ie n to s..............................41 II. Mandamientos de la Iglesia . . 55 I I I . Pecados c a p i t a l e s ........................56 IV. Deberes de estado . 58 II. I II. El director e s p ir itu a l..............................63 O raciones..................................................... 67 ANTES DE CONFESART 1. ¿POR QUÉ TE CONFIESAS? — Para recobrar la amistad de Dios, si has come­ tido un pecado mortal. Lo único absolutamente necesario en este mundo es vivir en amistad con Dios. Sin esta amistad, tus acciones, por heroicas que sean, no tienen en realidad ningún valor. Sin esta amistad, eres un enfermo, aunque goces de buena salud; eres un pobre, aunque poseas rique­ zas; eres un necesitado, aunque tengas muchos talentos. Como ves, te es necesario a toda costa vivir en gracia de Dios. — Para estrechar los lazos de esta amistad, si única­ mente tienes pecados veniales de que acusarte. El pecado venial no rompe los lazos que te unen con Dios, sino que los afloja, como ocurre con los olvidos o negligencias en las relaciones humanas. Disminuye el valor sobrenatural de tus acciones y de tu apostolado. Confesando los pecados veniales, purificas la con­ ciencia, consolidas tu amistad. Recibes gracias de luz y de fuerza, que te ayudarán a obrar mejor. 11 — Para obedecer a Dios. Porque Él dijo a los apóstoles: «A quienes perdo­ nareis los pecados, les serán perdonados.» Al confesarte, das tu voto de confianza a los delegados de Cristo en la tierra. Además, cuando te confiesas: — cargas sobre ti la responsabilidad de tus actos; — reconoces sinceramente tus pecados; — obtienes con seguridad el perdón de Dios (sólo por este motivo ¡cuántos protestantes desea­ rían poder acercarse al sacramento de la peni­ tencia!); — reafirmas tu voluntad para portarte mejor en adelante; — recibes consejos que te ayudarán a ser mejor. 2. DE QUÉ DEBES CONFESARTE Debes confesar todos los pecados mortales no acu­ sados hasta el presente. Es necesario indicar el número y las circunstancias que envuelvan una gravedad especial. Para que un pecado sea mortal, se necesitan tres condiciones: — materia grave, o materia que creas grave, aun­ que de por sí sea leve; — pleno conocimiento de esa gravedad al come­ ter el pecado; — pleno consentimiento de la voluntad. 12 Si estás cierto de que falta una de estas tres condi­ ciones, el pecado es venial; como se dirá más adelante, no estás obligado a confesarlo. Si dudas sinceramente, el pecado también es venial. Pero, aunque no estés obligado a acusarte de él, es mejor manifestar la duda en la confesión siguiente, para que formes una conciencia delicada. Es conveniente acusar los pecados veniales. Dios no te obliga a confesarlos. Si omites uno o varios pecados veniales, no has hecho una confesión sacrilega. Puedes comulgar si solamente tienes pecados ve­ niales. Pero fácilmente te das cuenta de que el acusarse en la confesión incluso de los pecados veniales indica que se tiene una conciencia delicada y un gran amor a Dios. Por eso la Iglesia te invita constantemente a que lo hagas. 3. CON QUIÉN DEBES CONFESARTE La Iglesia deja libertad absoluta en la elección de confesor. Puedes recurrir a cualquier sacerdote. Acostúmbrate a ver en él únicamente al delegado de Cristo en la tierra. Piensa que sus sentimientos son los del padre del hijo pródigo: una gran bondad, un gran deseo de devol­ ver la paz a tu alma. 13 Si además te conoce, agradecerá tu confianza y te apreciará más. El sacerdote sabe qué pecados se pueden cometer a tu edad y qué dificultades se suelen encontrar; nunca se extrañará de lo que digas o preguntes. Piensa también que el sacerdote está obligado a guardar el más absoluto secreto; no puede descubrir nada de lo que le has dicho en confesión. Si lo hiciera, cometería un pecado gravísimo. Habla, pues, al confesor con el corazón en la mano, sin miedo alguno. Si quieres sacar más fruto de tus confesiones, vete habitualmente al mismo confesor. ¿Cambias de médico cada vez que estás enfermo? Elige un confesor en quien tengas plena confianza y no cambies de confesor sin necesidad. Si deseas ser reconocido por tu confesor para que te ayude más, toma la iniciativa de indicarle quién eres. Si no puedes entrevistarte con tu confesor habitual, confiésate humilde y confiadamente con otro confesor. 4. CUANDO TIENES QUE CONFESARTE La Iglesia manda confesar «los pecados mortales, al menos una vez al año». No obstante, conviene acusar los pecados mortales lo más pronto posible. Una buena resolución sería ésta: si cometo un pe­ cado grave, haré lo más pronto posible un acto de perfecta contrición (pág. 25) y me confesaré antes de 24 horas. 14 La Iglesia aconseja vivamente la confesión de los pecados incluso veniales, al menos todos los meses, y mejor cada quince días. También es muy recomendable la confesión sema­ nal, con tal de que se prepare bien y no degenere en una rutina. Esfuérzate en ser fiel a la regularidad de tu con­ fesión durante el tiempo de vacaciones. Sería incluso necesario aumentar la frecuencia en vez de disminuirla: porque te faltarán en ese tiempo muchos apoyos «morales» (reglamento del colegio, ejer­ cicios regulares de piedad, trabajo de clase...). 5. CON QUÉ DISPOSICIÓN HAS DE CONFESARTE En lo que toca al penitente, lo más importante es la contrición. Un pecador moribundo a lo mejor es incapaz de enumerar sus pecados, pero si se arrepiente de ellos, la absolución del sacerdote le devuelve la gracia. Un pecador puede contar a diez sacerdotes todos los pecados que ha cometido. Pero si no quiere arre­ pentirse de ellos, Dios no puede perdonarle. No basta rezar el acto de contrición para estar «con­ trito». Poco importa la fórmula, he aquí lo necesario: — arrepentirse sinceramente de los pecados co­ metidos. Los pecados mortales: arrepentirse de todos y cada uno. Los pecados veniales: arrepentirse al menos de alguno; 15 — tomar la resolución de no volver a cometerlos. Pero distingue bien entre prever que puedes recaer y querer recaer. Si puedes decir con toda sinceridad: «Quisiera no haber hecho esto y, con la gracia de Dios, no lo quiero hacer más», ya tienes dolor, aun­ que preveas nuevas dificultades e incluso nuevas caídas. Un medio estupendo para asegurar tus buenas disposi­ ciones sería tomar cada vez que te confiesas una reso­ lución práctica (corregir tal defecto, evitar tal ocasión) y fijarte especialmente en ese propósito particular hasta la próxima confesión. Puedes también determinar qué sacrificio te im­ pondrás, si vuelves a cometer una falta determinada. Procura comunicar tu resolución al confesor o pe­ dir que él te indique una. Si te es posible recuérdale tu propósito particular en la confesión siguiente. La última confesión de san Juan Bercbmans es un modelo de confesión; la conocemos porque él mismo dio permiso a su superior para divulgarla: «Me acuso de haber orado a veces con tibieza y distraído, pero propongo corregirme. y>Además, de no haber manifestado a Dios el suficiente reconocimiento de sus gracias y haber descuidado excitar en mí un ferviente deseo de sufrir por Cristo» (Cepari, Vita, pág. 27). 16 \ Navegar hacia alta mar, tener por norte a Dios, a pesar de las borrascas y las tinieblas, corregir la dirección si hay desviaciones... La confesión me ayuda a tomar posiciones, a rectificar mi vida, si el huracán o el oleaje de las pasiones me desvían, poco o mucho. L A C O N F E S I Ó N I. PREPARACIÓN 1. ANTES DEL EXAMEN DE CONCIENCIA Haz la señal de la cruz, ponte en presencia de Dios y pídele luz. Deja hablar al corazón y oirás palabras muy íntimas. Si no te da resultado, lee atentamente algunas de las oraciones siguientes: Dios mío, heme aquí de nuevo con él ánimo de recibir el sacramento de la penitencia. Bajo tu mirada voy a examinar mi conciencia... Dame tu luz para ver mis pecados y tu gracia para que me acerque con confianza al sacerdote que está aquí como tu representante... Ayúdame a conocer bien mis pecados y a encontrar en lo posible la causa... Haz que los deteste sinceramente y que me corrija. .. O también: Señor, he pecado... Como aquel joven del evangelio que dejó su padre 19 y los suyos para «vivir su vida», vengo a ti, Dios mío, atraído por un gran deseo de perdón y de pureza. Confiando en tu misericordia, vengo a pedirte el per­ dón que libre a mi alma de las ataduras que la amarran al suelo. Devuélveme aquella limpieza de alma que tanto te gustaba contemplar hace tiempo en la mirada de un joven. Virgen Marta, concédeme ser sincero en mi confe­ sión y renacer a la Vida de una manera más generosa y entusiasta. A continuación, busca lealmente tus pecados reco­ rriendo el cuestionario aquí propuesto. Después de cada interrogante, pregúntate si has sido negligente en ese punto, por qué y cuántas veces. Más adelante encontrarás un examen de conciencia mucho más detallado, bajo la forma de «programa de perfección». Por ahora, prepárate recorriendo el siguiente: 2. EXAMEN DE CONCIENCIA Mandamientos de la ley de Dios Primer mandamiento: Amar a Dios. — ¿Tengo amor filial a Dios? ¿Tengo confianza en Él? ¿He abusado de su misericordia? — ¿Estoy unido ardientemente a Dios? ¿Me ha dado vergüenza llamarme o manifestarme como cris­ tiano? 20 — ¿He estudiado a fondo la religión? — ¿He evitado todo lo que pudiera dañar mi fe (lecturas, espectáculos, radio, televisión)? — ¿He hablado mal de la religión? — ¿He orado todos los días? ¿He estado atento durante la oración? ¿He tenido una postura digna? — ¿He rezado las oraciones de la mañana y de la noche? ¿Me he preparado bien para la comunión? ¿He dado gracias a Dios después de ella? — ¿He hecho confesiones o comuniones sacrilegas? — ¿He cumplido la penitencia de la última con­ fesión? Segundo mandamiento: Respetar a Dios. — Dios? — — — ¿He pronunciado con respeto el nombre de ¿He hecho juramentos falsos o inútiles? ¿He prometido algo a Dios con ligereza? ¿He cumplido mis promesas? Tercer mandamiento: Santificar las fiestas. — ¿He oído misa todos los domingos? ¿Misa en­ tera? — ¿He llegado tarde, o he salido demasiado pronto? — ¿He estado en misa con devoción? — ¿He escogido distracciones sanas durante el resto del día? — ¿Me he dedicado sin necesidad a un trabajo ma­ nual largo y fatigoso? Cuarto mandamiento: Respetar a los representantes de Dios. — ¿He sido cariñoso con mis padres? 21 — ¿Les he obedecido? ¿Con prontitud? ¿Alegre­ mente? ¿Les he ayudado con gusto? — ¿He sido respetuoso con los sacerdotes? — ¿He sido respetuoso con mis educadores? ¿Les he obedecido? — ¿He mantenido la cordialidad entre mis con­ discípulos? Quinto mandamiento: Amar al prójimo. — ¿He sido servicial? ¿Con todos los de casa, en clase, en la calle? — ¿He dado siempre buen ejemplo? — ¿Me he enfadado? — ¿He provocado discusiones, he dicho palabras hirientes, he golpeado a alguien? — ¿He guardado rencor? — ¿He tenido envidia, odio? — ¿He deseado mal a otros? Sexto y noveno mandamientos: Respetar nuestro cuerpo. — ¿He sido puro en mis pensamientos y deseos? ¿He evitado los malos pensamientos, procurando pen­ sar en otra cosa? — ¿He sido puro en mis miradas?, ¿en mis lec­ turas?, ¿en mis diversiones: cine, exposiciones, tele­ visión? — ¿He sido puro en mis conversaciones? — ¿He escrito o dibujado algo impuro? — ¿He sido puro en mis acciones?, ¿conmigo mis­ mo?, ¿con los demás? — ¿He evitado las ocasiones peligrosas? — ¿He orado cuando me vino la tentación? 22 Séptimo y décimo mandamientos: Respetar los bie­ nes ajenos. — ¿He robado?, ¿dinero?, ¿cuánto?, ¿golosinas?, ¿alguna cosa? — ¿He restituido lo que había cogido? — ¿He hecho algún negocio a espaldas de mis padres? — ¿He deseado lo que no me pertenece: en clase, en la calle, en casa? — ¿He malgastado lo que han puesto a mi disposi­ ción? Octavo mandamiento: Respetar la verdad. — ¿He mentido? — ¿He hablado mal de otros sin necesidad? (male­ dicencia, calumnia). — ¿He permitido que castiguen a otros por mi culpa? — ¿He hecho trampas en clase, en el juego? Mandamientos de la Iglesia Fíjate en esto: comunión pascual, confesión anual, ayuno y abstinencia. Pecados capitales — ¿He sido orgulloso, envidioso, glotón, colérico, perezoso, vanidoso? Deberes de estado — ¿He cumplido seriamente mis deberes, mis ta­ reas? 23 — ¿He estado atento en clase, disciplinado?, ¿he guardado silencio? — ¿He estorbado a los demás cuando trabajaban? — ¿He procurado formar mi voluntad? — ¿He hecho algo por los demás? ¿Soy egoísta? Observaciones Si tienes «pecados mortales» debes decir el número y las circunstancias agravantes. Si se trata de «pecados veniales», recuerda que no estás obligado a confesarlos todos. Es imposible declarar todos los pecados veniales e imperfecciones. Tienes que escoger alguno y no te preocupes si olvidas otros. No te acostumbres a repetir una letanía de faltas veniales, sin precisar más. Por ejemplo, no digas: «He sido perezoso, glotón, vanidoso, impaciente...» Equivaldría a decir: «Tengo una nariz, una boca, dos ojos.» Porque todo el mundo comete poco más o menos esas faltas. Lo principal es que precises la manera de ser de tu alma. Te basta con acusar los tres o cuatro pecados venia­ les más importantes para ti. Por ejemplo: los que has cometido con plena deli­ beración. O los que indican una imprudencia mani­ fiesta. O los que son la causa de otros pecados. O los que más te cuesta acusar. Procura en lo posible encontrar y decir «la razón por la que los has cometido». 24 Por ejemplo: He mentido por vanagloria, para evitar un castigo, para disimular mi ignorancia... He estudiado mal la tarea, porque me entretengo dema­ siado con mi colección de sellos... He criticado a un amigo, porque le tenía envidia... He insultado a un ami­ go con la intención de hacerle sufrir... No me he acercado a un compañero de clase porque pertenece a una familia pobre... Tengo tentaciones de impureza por la mañana, porque soy perezoso al levantarme. No ayudo a mamá, porque me gusta demasiado la lectura. Todo esto exige realmente reflexión y ver¿ladero esfuerzo. Pero, esta postura, además de indicar la preocu­ pación por ser mejor, permite a tu confesor habitual calibrar tus tendencias buenas y malas, el móvil de tus acciones y ver en qué se diferencia tu alma de la de los demás. Así podrá darte consejos más fácilmente y precisar contigo hacia dónde puedes dirigir tus esfuerzos hasta la próxima confesión. 3. DESPUÉS DEL EXAMEN DE CONCIENCIA Recuerda que «sin contrición no hay perdón». Además, renueva en ti, antes de confesarte, los sen­ timientos que envuelve el acto de contrición: Dios mío, estoy triste por haber ofendido tu soberana majestad. Detesto todos mis pecados, no sólo porque he merecido tu castigo, sino, sobre todo, porque eres infinitamente perfecto y soberanamente amable, y porque el pecado te entristece. 1. 25 Tomo la firme resolución de corregirme y de evitar las ocasiones de pecado. Con estos sentimientos quiero vivir y morir. 2. Dios mío, me pesa en el alma de haberte ofen­ dido, porque eres infinitamente bueno, infinitamente amable, y porque el pecado te apena. Propongo, ayudado de tu divina gracia, nunca más ofenderte y hacer penitencia. Aumenta en ti la contrición meditando atentamente alguno de los motivos de contrición: Dios mío, por mis pecados te he desobedecido a Ti, que eres mi Padre, ya que me has creado y me has hecho hijo tuyo en el sacramento del bautismo. Reconozco que he obrado mal, te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. 1. Dios mío, con mis pecados yo, que no soy más que polvo y nada, me he rebelado contra Ti, mi creador y dueño absoluto de cielos y tierra. He despreciado tu soberana voluntad; he hecho lo que me prohibías; no he cumplido lo que me mandabas; me he atrevido a repetir el grito de los ángeles rebeldes: «No te serviré.» Reconozco que he hecho mal, te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. 2. Dios mío, con mis pecados he sido ingrato para contigo, mi bienhechor; he empleado para ofenderte los bienes de cuerpo y alma que me has dado para ser feliz. Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. 3. 4. Dios mío, con mis pecados te he despreciado a Ti, que eres el bien, la bondad, la belleza infinitas, a 26 quien se debe toda gloria, y antes que a Ti be prefe­ rido una criatura... una satisfacción pasajera... volvien­ do a hacer lo mismo que los judíos que prefirieron al criminal Barrabás antes que a Jesús, que era la inocen­ cia misma, su mejor bienhechor. Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. 5. Jesús, mi Salvador, con mis pecados he sido la causa de tus sufrimientos en el Calvario; de tus humillaciones y dolores en el portal de Belén... en el Huerto de los Olivos..., de tu flagelación... de la coro­ nación de espinas... de la cruz a cuestas en la calle de la Amargura... de tu muerte sobre el patíbulo. Dios mío, con mis pecados he perdido el Cielo, morada de bienaventuranza perfecta y eterna, la única capaz de apagar esta sed de gozo que me abrasa. He merecido el infierno, morada espantosa don­ de tendría que vivir alejado de Ti para siempre, donde tendría que ser atormentado con el fuego eterno... Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. 6. 7. Oh Jesús, con mis pecados he entristecido tu corazón tan dulce e indulgente. Me amas y no te he amado. He correspondido a tus delicadezas para conmigo con nuevas ofensas. Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te prometo no recaer de nuevo. (T. Marbaix) También pueden servirte algunas de las oraciones siguientes. Las que están señaladas con una cruz ( + ) 27 están pensadas especialmente para los que tienen algún pecado grave. Lee el texto de la oración despacio y piadosamente, deteniéndote al final de cada frase para reflexionar unos segundos. Jesús, poco más o menos tengo las mismas fal­ tas que la última vez... Ya ves que no he progresado nada en tu servicio, cuando tantas veces he anhelado ser muy generoso... Confieso que no he hecho ningún esfuerzo que merezca la pena... Resbalo en lo mismo... Te prometo hoy acusar mis pecados con más ilusión y decir al sacerdote, representante tuyo, el punto sobre el que haré especial hincapié hasta la próxima confe­ sión... Virgen Marta, madre del Señor, haz que me duela más y más de mis ingratitudes para con tu H ijo... 1. Jesús, Tú conoces lo más íntimo de mi con ciencia... ves lo triste que estoy después de haber pecado mortalmente... Creía que sería dichoso des­ obedeciéndote y, después de unos momentos, me he visto sólo conmigo mismo, con mi pecado, sin tu amis­ tad... Siento muchísimo lo que ha pasado... Gracias, Señor, por haberme hecho aprender que sin Ti no puedo encontrar la alegría... Por eso vengo a Ti con la plena confianza de ser perdonado... Dame valentía para hacer una confesión sincera, sin disimulos, sin excusas, y haz, sobre todo, que me una cada vez más a Ti. Virgen María, refugio de pecadores, auxilio de los cristianos, ¡ruega por mí! 2. Jesús, ¡cuántas ingratitudes en estos días!... Busco mis caprichos y mi comodidad, en vez de buscar únicamente tu reino en mí y en mi prójimo... 3. 28 Me has dicho lo que a los demás cristianos: «¡Sé luz!»... Y, como ves, disminuyo con mi ejemplo el ardor de los más fervorosos y, en el mejor de los casos, no ilumino a los que esperan mi testimonio para ser­ virte con más interés... Concédeme, Señor, más entu­ siasmo para que esta confesión sea un nuevo punto de arranque en el amor profundo que, a pesar de mi ligereza y de mis infidelidades, siento hacia Ti. Virgen fiel, ayúdame a ser más fiel al servicio de tu Hijo y mi Señor. Dios mío, te lo debo todo: la vida, las ma­ nos con que sostengo este libro, los ojos que recorren estas líneas, mi cuerpo, mi inteligencia, mis padres, mis amigos... Mucha gente no puede gozar de lo que yo tengo: los ciegos, los paralíticos, los niños abando­ nados, los que pasan hambre, los que tienen que tra­ bajar en una mina... Me has favorecido mucho, Señor... Y sin em­ bargo, ¡he sido un ingrato!... Te pido que me perdones las faltas graves que he cometido en tu presencia; per­ dóname y que tu perdón me devuelva tu amistad... Porque aborrezco mis pecados de todo corazón y no quisiera haberlos cometido... Con tu ayuda no quiero volverlos a cometer... Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecador, ahora que voy a acusar estas faltas que me han separado de tu Hijo. Hh 4. 5. Jesús, cuando veo a mi alrededor todas las estaciones del vía crucis y cuando me doy cuenta de que por mi amor lo has dado todo, tu frente coronada de espinas, tus espaldas ensangrentadas, tus manos y pies clavados, tus rodillas hincadas en el suelo al caer, tu corazón traspasado, tu sangre, tu vida, tu Madre... 29 y que en recompensa yo calculo lo que te voy a dar, las resoluciones que tomo... me da pie para pensar que reámente ¡no tengo corazón!... ¡Cuánta negligencia desde mi última confesión!... Lo siento, Señor, y te prometo ser más generoso en adelante. Virgen dolorosa, tú que eres mi Madre, enséñame la ternura que debiera tener para con tu Hijo y haz que esta confesión señale un progreso notable en mí unión con Él. Jesús, muchas negligencias he tenido durante estos días y mi alma debe parecerte muy deslucida... Soy un egoísta, que sólo piensa en sí mismo... Bien lo demuestran mis faltas... Sin embargo, quisiera tener un alma clara, generosa, llegar a ser un joven estu­ pendo... El sacerdote puede dar a mi alma esa diafanidad. .. Por eso quiero, hoy más que nunca, acercarme a él con la fe y el respeto con que me acercaría a T i... Le diré, como te lo diría a Ti, en qué cosas me esforzaré los días siguientes... y así te daré a entender que aborrezco sinceramente mis faltas... Virgen purísima, que tenías un alma transparente como el cristal, ayúdame a hacer mi alma más delicada y bella. 6. Jesús, he pecado gravemente... He sacrifi­ cado tu amistad y he perdido la paz por un momento de satisfacción... Yo creía que obraba como un joven maduro que sabe lo que quiere, que es libre de hacer lo que quiere, y me he visto esclavo de mi pecado... Noto que estoy hundido, que un mal hábito ha arraigado más profunda­ mente en mí, que esto se convierte en una servidum­ bre... Y mi edificio se derrumba: pierdo el gusto del Hh 7. 30 trabajo, mi ideal queda truncado... Y todo esto me ocurre porque me he separado de Ti... ¡Qué feliz era cuando vivía en estado de gracia! Por eso, Señor, con­ fiando en tu misericordia, quiero hacer una confesión humilde de mis pecados... Que esta confesión cambie con tu ayuda el rumbo de mi vida. .. María Auxiliadora, ayúdame a dejar los caminos donde no he encontrado sino hastío y dirige mis pasos por las huellas de tu Hijo. Jesús, como un niño que vuelve a casa con las manos sucias, los cabellos revueltos, el traje roto, los zapatos embarrados, así llego a Ti, atestado de faltas veniales y ¡nada orgulloso de mí! Señor, perdóname y ayúdame a ordenar un poco mi alma. .. He continuado siendo amigo tuyo, Señor, porque Tú me has ayudado con mucho cariño... Pero, ¡cómo malgasto todo lo que me vas dando!... En vez de crecer en ciencia, sabiduría y santidad, me quedo en medias tintas: me falta ilusión para servirte. .. Para agradar a un amigo, acepto sacri­ ficios, y te niego a T i... ¡Quiero cambiar de actitud!... Voy a sincerarme en esta confesión, diciendo el porqué de mis faltas... ¡Haz, Señor, que esta confesión sea una renovación de fervor en mi amor hacia Ti!... Me fijaré especialmente en... (concreta algo). Virgen María, Madre de los jóvenes, tú que cui­ daste de Jesús adolescente con tanto desvelo, ¡ayúdame a convertir mi vida en algo bello, recto y generoso! 8. La mejor plegaria es la que brota del corazón. Para abrirte camino, lee rápidamente algunos de los párrafos de la página siguiente, y después, cerrando los ojos, haz tu mismo una oración particular. 31 *í« — Tú eres el buen Pastor, que dejaste todo para encontrar la oveja perdida... — Tú, Señor, en mi busca... Tu dulzura, tu miseri­ cordia... Arrepentimiento: promesa de una confesión sincera al sacerdote, que es también un buen pastor. — Tú eres, Señor, el segador que esparce buen trigo; yo el que lanza la cizaña. Mis pecados son ciza­ ña... ahogo la buena semilla en mí y en los demás... Confesión que arrancará la cizaña... promesa de dejar crecer el buen grano. ►í* — El paralítico, dirigiéndose a ti, Señor, dijo: «No tengo a nadie que me meta en la piscina»... Estoy paralizado por mis pecados... Riesgo del infierno, pér­ dida del cielo, pérdida, sobre todo, de tu amistad... Tú me has dado un hombre: el sacerdote... ¡Gracias!... Promesa de ser sincero y de reparar mediante serios esfuerzos... Hh — Última cena... Cristo se da... «Uno de vos­ otros me traicionará...» El pecado mortal es una trai­ ción... Me has colmado de favores... siento vergüen­ za. .. Arrepentimiento... Promesa de una vida nueva... — Respondiste a Pilatos: «Sí, yo soy Rey...» Yo, tu siervo, uno de los tuyos... El pecado: olvido de la causa que hay que defender, no prestar un servicio... Me pesa... Deseo ser mejor en adelante... — Cristo en la Cruz... Tus sufrimientos... a con­ tinuación el pecado, mis pecados... Tu amor... Mi res­ puesta... Me pesa... Quiero reparar... — Señor, dijiste a un joven: «Si quieres, serás de los míos...» Dudas... Mis pecados: cálculos, dudas... Deseo ponerme más a tu servicio mediante esta con­ fesión bien hecha... 32 Una puerta abierta... Por grande que sea el pecado, puedo entrar y encontrar a Cristo que me perdona. Era preciso ser Dios para darse cuenta de la cruda realidad: todo ser humano, en lo intimo de su corazón, es pecador. Era preciso ser Dios para perdonar y devolver, incluso al más pecador, la esperanza y la posibilidad de volver al buen camino. ¡Alabado sea Aquel que inventó la confesión! II. LA CONFESIÓN Cuando te arrodilles para confesarte, di: «Ben­ dígame, Padre, para que baga una buena confesión.» El sacerdote te bendice; haz la señal de la cruz. Así, antes de decir las faltas, el sacerdote te da una prenda de la misericordia divina: pone entre ti y él la cruz de Cristo. ¡Ánimo! A veces el sacerdote dice al bendecirte: Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que hagas una buena confesión, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Di a continuación: «Mi última confesión fue hace... (días, semanas, m eses...)» Ahora puedes darte a conocer al confesor. Muchos indican también — bella costumbre— la obra a la que pertenecen: scouts, jocistas, congregan­ tes... Creen que los compromisos que han tomado libremente en esas asociaciones dan más gravedad a sus faltas. Después, acusa lealmente tus pecados, despacio, de forma inteligible. Es inútil que engañes al sacerdote; a Dios no se le engaña. 33 3 Al enumerar tus faltas, emplea, según prefieras, alguna de estas fórmulas: me acuso de haber..., me pesa de haber..., me arrepiento de haber... Si dudas acusar algún pecado, ¡acúsalo en primer lugar! O bien, di al confesor: «Padre, no me sale.» El sa­ cerdote comprenderá que te cuesta decir alguna cosa, y te ayudará. Si no sabes cómo acusar el pecado, di al sacerdote: «Padre, no sé cómo arreglármelas para decir un pe­ cado.» Si en la última confesión el sacerdote te indicó que debías fijarte en algo especial (defecto que corregir, virtud que adquirir, medio a emplear), puedes añadir, después de confesar tus faltas: «Usted me había dicho... éste es el resultado: (bien, poco, mal).» Termina la confesión diciendo: «Padre, no me acuerdo de más.» O, si el tiempo lo permite: «Me acuso de todos estos pecados y de todos aquellos de los que ahora no me acuerdo; pido perdón a Dios y a vos, Padre, penitencia y absolución, si me juzga digno de ella.» Ahora escucha al confesor... ¡No te preocupes en estos momentos si has olvidado algún pecado! Si el sacerdote te pide alguna explicación, contéstale sencillamente, para ayudarle a darte más luz. Si deseas consultar algo, pedir un consejo sobre tus faltas, propónselo al confesor. Si tu pregunta no se refiere a la confesión, espera que te haya dado la absolución y di, por ejemplo: «¿Puedo pedirle una aclaración?» 34 El tiempo de la confesión debe ser muy corto; si lo necesitas, no temas indicar al sacerdote si puedes verle fuera del confesonario. No olvides que todo sacerdote está por completo a tu disposición: su misión es ayudarte. A él le parecerá muy bien tu visita. (Ver más adelante: el director espiritual, pág. 63.) Mientras el sacerdote te da la absolución, reza el acto de contrición. Santigúate cuando él haga sobre ti la señal de la cruz. Si has estado distraído involuntariamente mientras rezabas el acto de contrición, no te preocupes, se su­ pone que antes o durante la confesión te has arre­ pentido de tus pecados. Si al recitar la fórmula te viene una duda o te equivocas, no te impacientes; lo esencial no es la fórmula, sino la contrición de corazón. Durante el acto de contrición, el sacerdote dice lo siguiente en latín: Nuestro Señor Jesucristo te absuelva y yo, con su autoridad, te absuelvo de toda atadura de excomunión y de entredicho, según mis posibilidades y tu necesidad. Por consiguiente, yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. La Pasión de nuestro Señor Jesucristo, los méritos de la bienaventurada Virgen Maña y de todos los santos, todo lo bueno que has hecho y todos los sufri­ mientos que has aceptado, sirvan para perdonar los pecados, para aumentarte la gracia y como premio en la vida eterna. Amén. 35 El sacerdote dice al terminar: «¡Vete en paz!», «¡Ánimo!», o cualquier otra fórmula de benevolencia. Responde con un cordial: «¡Gracias, Padre!» Jacques Riviére, un convertido, escribió en su Primer diario: «Original composición la del Con­ fíteor. descubrimiento de toda esa asistencia que está por encima de nosotros, de ese tribunal en el que no pensamos y que sin embargo está ahí, en el momento del pecado. »El pecador se niega a estar solo, rehúsa todo lo que le encierra en sí mismo; se priva de esa soledad que siempre da quehacer. »y el movimiento de hostilidad para consigo mismo se acentúa con la enumeración de las dis­ tintas clases de pecados: de pensamiento, pala­ bra y obra. Y sobre todo, con este terrible estri­ billo: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran­ dísima culpa. Palabras admirables que acometen lo más profundo de nuestro ser, ese refugio, o mejor, ese espíritu de huida y retirada que sub­ siste en el fondo de toda acusación propia...» 36 III. DESPUÉS DE LA CONFESIÓN Primeramente da gracias a Dios; reza despacio la penitencia. Si has olvidado la penitencia impuesta, díselo sen­ cillamente al sacerdote en la confesión siguiente. Puedes comulgar antes de haber rezado la peni­ tencia. Reflexiona sobre los consejos que te ha dado el confesor. Si te ha indicado algún punto especial hasta la próxima confesión, busca los medios que debes em­ plear para cumplirlo y pide a Dios que te ayude a perseverar en esa resolución. Finalmente termina con la señal de la cruz, una genuflexión bien hecha y emprende tu vida espiritual con el alma ágil y serena. Puedes estar seguro de haber hecho una confesión fructífera si te has arrepentido de tus pecados. Los efectos de la confesión no se miden por un vago senti­ miento de bienestar; por ejemplo, si las palabras del confesor no te han impresionado, el valor de la con­ fesión queda intacto. Si después de la confesión te 37 acuerdas de algún pecado que no has acusado, no te preocupes. Tu confesión ha sido buena, ya que has hecho lo que de ti dependía para prepararte. Si el pecado que has olvidado involuntariamente es grave, debes acusarlo en la confesión siguiente; no tienes obligación de confesarte en seguida. Mientras tanto puedes comulgar tranquilamente. Lo mismo que tú exiges discreción al sacerdote, él también cuenta con la tuya. Por consiguiente, no hables con nadie, sin necesidad, de tu confesión. Lo que el sacerdote te ha preguntado o aconsejado es sólo para ti. A propósito de la confesión, Adolfo Retté es­ cribió después de su conversión: «¡Oh santa Iglesia católica, dispensadora de las verdades de Dios, qué admirable eres cuando re­ cibes, con toda mansedumbre, al hijo pródigo que, vencido por la gracia, viene a postrarse ante tus altares...! »... A medida que iba confesando mis faltas, me parecía que, con mano cariñosa y fuerte a la vez, recogía los pecados de mi alma y los des­ parramaba por la tierra. »Al mismo tiempo notaba que mi pobre alma, encorvada completamente sobre la faz del mal, se enderezaba poco a poco, tomaba una postura ver­ tical y después se ensanchaba en ríos de amor y agradecimiento. »Marchaba contentísimo por la calle. Me decía: Estoy perdonado, ¡qué felicidad! »Cien aleluyas me brincaban en el corazón y me parecía haber rejuvenecido diez años...» 38 a p é n d i c e s I. PROGRAMA DE PERFECCIÓN El cuestionario siguiente está hecho con miras a formarte una conciencia delicada y a que consigas hacer una confesión más personal. Propiamente no es para prepararte para la con­ fesión. Para esto te basta con el examen de conciencia de la página 20. Aquí encontrarás no sólo preceptos que observar, sino consejos a seguir, si quieres llegar a ser un buen discípulo de Cristo. Es todo un programa de perfección ofrecido a tu legítima ambición. Este cuestionario puede serte útil, en todo o en parte, para un retiro, una meditación, etc. I. MANDAMIENTOS PRIMER M ANDAM IENTO: AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS 1. Virtudes teologales Fe — ¿Tengo un conocimiento cada vez más personal de mi religión? 41 ¿He comprendido que mi religión consiste, sobre todo, en la adhesión total y afectiva a una persona, Jesucristo, y no en un código de prohibiciones? ¿Soy cristiano, es decir, uno de los de Cristo, siem­ pre y en todas las circunstancias de mi vida coti­ diana? ¿He hecho positivos esfuerzos por instruirme en la fe (cursos de religión, sermones, lecturas, estudios personales, preguntas aclaratorias...)? — ¿He admitido de buen grado las verdades de la religión? Encontrar en ellas puntos oscuros no es dudar. Hay duda culpable, cuando uno se encierra en sus dificulta­ des, rechaza las aclaraciones y considera una verdad de la religión como positivamente dudosa. — ¿He evitado todo lo que pudiera dañarme en mi fe? Conversaciones, relaciones inútiles con los adver­ sarios de la religión, programas de televisión, espec­ táculos, lecturas, prácticas supersticiosas... — ¿Estoy orgulloso de ser cristiano? ¿Tengo respetos humanos? ¿Me descubro al pasar ante una iglesia, llevo la insignia de una obra católica, me pongo de rodillas al pasar el Santísimo Sacramento, rezo entre compañeros que no lo hacen, llevo escapu­ lario, rosario...? — ¿He robustecido la fe de los demás? Con mi ejemplo; rectificando ideas falsas; reaccio­ nando cuando atacan a la religión} prestando libros formativos... 42 Esperanza — ¿Tengo la firme seguridad de que Dios pone a mi disposición una eternidad feliz y los medios para conseguirla? Sobre todo ¿tengo absoluta confianza en su miseri­ cordia? ¿O he dudado creyendo que no podía perdonarme ciertos pecados, desalentándome en la lucha, pensando que jamás driblaría mis dificultades? O, por el contrario, ¿he abusado de su misericordia, diciendo para mis adentros antes de cometer alguna falta, que ya lo arreglaría todo confesándome? O, lo que es peor, ¿he pecado por presunción, creyendo que podría ser bueno únicamente con mis propias fuerzas, sin contar con la gracia divina? Caridad — ¿Tengo amor filial a Dios? ¿Estoy dispuesto a sacrificar todo lo que sea pre­ ciso para permanecer en su gracia? ¿He murmurado contra Dios a consecuencia de un fracaso, un sufrimiento o alguna separación irrepa­ rable? — ¿Amo sinceramente al prójimo? ¿Amo a todos los hombres, tal como Dios manda? ¿Estoy dispuesto a hacer el bien, incluso a mis enemigos? ¿Tiendo a entregarme, dar limosna, prestar ayuda a los demás, o soy egoísta por sistema? El que no ama al prójimo, no ama a Dios. (Ver el quinto mandamiento, pág. 50.) 43 2. Oraciones — ¿He orado verdaderamente a Dios? Orar no es machacar una fórmula sin ton ni son, pensando quién sabe en qué; orar es conversar con Dios. Por eso hay que ponerse en presencia de Dios. Fuera de la parte activa de la misa del domingo, no hay obligación de orar en tal o cual momento, a no ser en la tentación. Pero, es pecado más o menos grave, pasarse un día o una semana entera sin orar en absoluto. — ¿He estado atento en la oración? ¿He evitado las causas de mis distracciones (hablar, volver la cabeza, estudiar la lección, ponerme intencio­ nadamente junto a un charlatán, hojear al buen tun­ tún el libro de oraciones)? Todo el mundo tiene distracciones, hasta los santos; no hay que inquietarse cuando son involuntarias; ahora bien, al caer en la cuenta, vuelve de nuevo a Dios, hablándole de lo que te ha distraído. — He tenido una postura digna durante la ora­ ción? ¿En casa, en la iglesia, antes y después de clase, en el estudio? Sobre todo, ¿he hecho respetuosamente la señal de la cruz, la genuflexión? ¿He ayudado a misa, consciente de lo que hacía? — Puntualizando, ¿he rezado las oraciones de la mañana y de la noche? Al levantarte, ponte de rodillas, haz la señal de la cruz — estupenda oración— y ofrece el día a Dios (reza, por ejemplo, la oración del Apostolado de la Oración, pág. 69). 44 La participación activa en la santa misa es la mejor manera de orar por la mañana. Por la noche, amplía tu oración; haz un breve examen de conciencia. Es de libre elección rezar antes y después de comer; no es pecado omitirlo, a no ser que lo hagas por respeto humano o por desobediencia. Con todo, bien está conservar o adquirir esta costumbre tradicional. — ¿He orado como nos enseña Jesucristo? Es decir, siguiendo las peticiones del padrenuestro, donde los deseos de Dios están por encima de los míos. ¿He adorado a Dios, le he dado gracias, le he pedido perdón por mis pecados, me he ofrecido para extender su reino? ¿O solamente he rezado para pedir favores humanos? — ¿He orado por los demás? Por mis padres, amigos, las intenciones generales de la Iglesia, la unión de todos los cristianos, las mi­ siones, mi parroquia, mi colegio y profesores, las orga­ nizaciones a las que pertenezco? — ¿He acudido a la santísima Virgen? Debo hacer míos los sentimientos de Cristo. ¿Amo a la santísima Virgen con la ternura que Jesús tenía para con su Madre? ¿Lo demuestro con devociones particulares? 3. Sacramentos — ¿He hecho bien mis confesiones? ¿Acostumbro a confesarme normalmente con el mismo confesor? 45 ¿He acusado todos los pecados mortales, si los he cometido? ¿He ocultado alguno? ¿He preparado a conciencia mis confesiones? ¿He tenido contrición al confesarme? ¿He cumplido la penitencia que se me impuso? ¿Me he esforzado en corregir mis defectos? ¿He visto en el sacerdote únicamente al represen­ tante de Jesucristo, enviado para orientarme y absol­ verme? ¿He cometido realmente las faltas que he confe­ sado? ¿He exagerado mi caso o he inventado dificulta­ des para hacerme el interesante? — ¿He hecho bien mis comuniones? ¿He comulgado en estado de gracia y en ayunas? ¿He preparado con esmero mis comuniones? ¿He es­ tado recogido al comulgar? ¿He dado gracias suficiente­ mente? ¿He dialogado con Jesucristo? SEGUNDO MANDAMIENTO: RESPETAR A DIOS — ¿He empleado con respeto el nombre de Dios? ¿O lo he mezclado con juramentos, con expresiones groseras? Decir juramentos, sin meter para nada el nombre de Dios, no es propiamente materia de confesión, sino falta de cortesía. Puede haber irreverencia y escándalo, siendo entonces pecado venial. — ¿He jurado sin necesidad poniendo a Dios por testigo? Diciendo por ejemplo: «Te juro delante de Dios...» Decir simplemente: «Te juro que...», no es meter a Dios de por medio; pero es mejor evitar «jura­ mentos» inútiles, y limitarse a decir: «Te aseguro...» 46 ¿He jurado algo que no fuese verdad? — ¿He hecho promesas a Dios o a los santos con ligereza? ¿He consultado antes a alguien? ¿He cumplido las promesas? TERECER M ANDAM IENTO: SANTIFICAR LAS FIESTAS — ¿Es en realidad el domingo para mí el día del Señor? Es decir, un día durante el cual rezo a Dios con más fervor (por ejemplo: misa de comunión, acción de gracias prolongada, prácticas suplementarias de pie­ dad, participación en alguna obra apostólica), haciendo del domingo un día de descanso. — ¿He participado en la misa dominical? Si estuve enfermo, no debo acusarme de haber faltado a misa, puesto que no hay tal pecado. Ahora bien, ¿recé algo aquel día a pesar del percance? Si sólo se trataba de algunas molestias o leve indis­ posición, de forma que me fue posible salir en otro momento del día, tuve obligación de asistir a misa. Si dudo de la validez de mis razones lo mejor es consultar con el confesor. — ¿He oído misa entera? Desde que el sacerdote llega al altar hasta su vuelta a la sacristía. Se peca gravemente faltando a lo esencial: desde el principio del ofertorio hasta la comunión del sacerdote, inclusive. — ¿He participado con devoción en la misa? ¿Me he unido al sacrificio que el sacerdote ofrece en mi nombre? 47 ¿He elegido a propósito el lugar más apto para no distraerme, y no el fondo de la iglesia? ¿He utilizado el misal? ¿He estado en silencio, recogido? ¿He orado? — ¿Me he procurado distracciones sanas para el resto del día? ¿He puesto en primer plano la preocupación de permanecer en gracia de Dios? ¿He ayudado a ser mejores a los demás, con mi presencia, mis palabras, mis acciones? ¿Me ayudan a ser mejores las distrac­ ciones? ¿Me he dedicado sin necesidad a un trabajo largo y fatigoso que me impidiera emprender con ánimo la tarea de la semana? CUARTO MANDAMIENTO: HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE Para con mis padres — ¿Tengo cariño a mis padres? ¿Rezo por ellos, en especial cuando sufren? ¿Les demuestro finura, confianza, respeto, reconocimiento? ¿Les hago sufrir con mi indisciplina, mala conducta, falta de aplicación en clase? ¿Me avergüenzo de su posición social (de la profe­ sión de mi padre, de su situación económica)? ¿Tengo verdadero amor y respeto a mis abuelos? — ¿Obedezco a mis padres? ¿Con prontitud, buen humor, sin murmurar, con espíritu de fe? ¿Acepto sin rechistar sus indicaciones? ¿Me he enfadado con ellos? ¿He criticado delante de los demás sus decisiones? Si en algún caso he creído oportuno obrar en contra 48 Era un agua clara que cantaba entre las soleadas prade­ ras... Y termina tristemente su carrera en el cenagal, donde se extingue, estancada y prisionera... Así le ocurre a la vida que no ha procurado, mediante la confesión, purificarse de tantos tropiezos como inevi­ tablemente encuentra en el camino. de su parecer, ¿lo he consultado antes a mis educa­ dores? — ¿Les ayudo? ¿Les presto los servicios que me piden? ¿He toma­ do yo la iniciativa de ayudarles? ¿He facilitado su labor dando buen ejemplo a mis hermanos y hermanas? ¿He tratado cuidadosamente los objetos de que dispongo (libros, cuadernos, trajes, mobiliario), no siendo la causa de gastos inútiles? ¿He sido moderado al pedir dinero para distrac­ ciones, asociaciones, etc.? ¿Soy para mis padres motivo de alegría y aliento, no de tristeza y preocupación? Vara con mis educadores (sacerdotes, profesores, ins­ tructores) — ¿Les demuestro confianza y respeto? dado cuenta de que su misión es ayudarme hombre? ¿He evitado apodos hirientes? ¿Me he a llamar la atención sobre sus defecaos o manías? ¿Me he a ser un atrevido posibles — ¿Les obedezco? ¿He aceptado sus decisiones? ¿Les he guardado rencor por algún castigo recibido? ¿He hablado mal de ellos en casa, he alimentado malos sentimientos contra ellos? ¿He desfigurado los motivos de algún castigo? — ¿He facilitado su labor conmigo y con los demás? 49 ¿He contribuido al espíritu de trabajo en clase y en el estudio, a la animación de los juegos, al clima moral y piedad de mis compañeros? ¿Me he rebelado contra el reglamento por ligereza, por altanería, por ven­ ganza? ¿He rezado por mis educadores? QUINTO MANDAMIENTO: AMAR AL PRÓJIMO NO MATAR — ¿He sido caritativo? (ver más adelante: Forma­ ción social y apostólica, pág. 59). — ¿Tengo sentimientos malévolos contra el pró­ jimo? ¿Antipatías voluntarias? ¿Persevero en ellas? ¿He tenido odio, rencor? ¿He deseado el mal a alguien? ¿No he querido perdonar, prestar un servicio? ¿He pro­ curado vengarme? — ¿He evitado las riñas? ¿Con mis hermanos y hermanas? ¿Con mis com­ pañeros? ¿He sido testarudo o de mala intención? ¿He pronunciado palabras hirientes? ¿He golpeado a alguien? — ¿Me he enfadado? ¿No aceptando bromas? ¿Siendo demasiado sus­ ceptible ante cualquier observación, demasiado sen­ sible a la menor oposición? ¿Me ha faltado paciencia, cuando las cosas no salían a mi gusto? — ¿He sido la causa de algún escándalo? ¿Dando mal ejemplo con mi indisciplina, mi poca aplicación y falta de piedad? ¿Arrastrando a los otros 50 al mal con mis palabras, consejos o acciones? ¿Provo­ cándoles con burlas, con violencias? SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTOS: RESPETAR EL CUERPO — ¿Soy puro? La virtud de la pureza nos manda respetar nuestro cuerpo y el ajeno. El cuerpo, obra de Dios, es bueno en todas sus partes; es pecado abusar de él para tener satisfacciones egoístas. — ¿Soy puro en mis pensamientos? ¡Santos muy grandes han sido torturados por ima­ ginaciones molestas como moscas en verano! Tener involuntariamente imaginaciones de esta clase, aunque vuelvan repetidamente no es pecado, sino tentación; incluso experimentar instintivamente algún placer por este motivo tampoco es pecado: sentir no es consentir. Hay pecado venial si soy negligente, si dudo un poco en apartar estos pensamientos y el placer que los acompaña. Entretenerlos voluntariamente es pecado, falta gra­ ve, si la intención es mala. ¿He hecho lo posible para apartar estas imagina­ ciones? (orando, pensando en otra cosa, cantando, paseando, buscando ocupación...). Si me inquietan algunos problemas, ¿he decidido sencillamente pedir una explicación a aquellos que tienen la misión de prepararme para la vida? Tengo derecho a la verdad y a su ayuda. n — ¿Soy puro en mis deseos? ¿He apartado todo deseo voluntario de ver o hacer lo que está prohibido? En caso de duda, preguntar con toda confianza al confesor; bien sabe él lo que preocupa a los jóvenes. — ¿Soy puro en mis miradas? Ninguna parte del cuerpo es «mala», puesto que las ha creado Dios. Luego, ver involuntariamente las partes más ínti­ mas del propio cuerpo, del cuerpo de los demás o una reproducción del cuerpo (imagen, estatua...), no es pecado. Verlas voluntariamente por necesidad (aseo del cuerpo, estudios de arte, etc.), no es pecado. Las sensaciones físicas involuntarias que a veces pueden sobrevenir a causa de esas miradas o de causas parecidas (muestras corrientes de afecto, por ejemplo), no son pecado, si no se consiente en ellas. Es peligroso mirar sin motivo alguno estas partes del cuerpo. Es pecado grave, cuando se intenta voluntariamente verlas, sin necesidad y con la intención de provocar en sí mismo el placer prohibido. ¿He asistido voluntariamente a reuniones, espec­ táculos, consciente de que eran malos? ¿He leído, conservado, prestado publicaciones (li­ bros, revistas), dándome cuenta de que eran malos o incluso que estaban prohibidos por la Iglesia? — ¿Soy puro en mis palabras? ¿Tengo una idea suficientemente elevada acerca de las leyes divinas sobre la vida y la forma de transmitirse, de modo que nunca hablo de estos problemas sino con el debido respeto? 52 ¿He desechado en mis conversaciones todo lo que no es conveniente? ¿Respeto especialmente a las jóvenes? ¿He escuchado, o animado quizá, malas conversa­ ciones? ¿He evitado escuchar o buscar emisiones inconve­ nientes en la radio? ¿He aconsejado libros o espectáculos malos? ¿He reaccionado cuando se hablaba en mi presencia de cosas impuras, protestando a bocajarro o cambiando diestramente de conversación? — ¿Soy puro en mis acciones? Es muy normal tener cuidado de la propia higiene. Tocar sin necesidad ciertas partes del cuerpo es una inmodestia y origen de ciertos peligros. Procurarse excitaciones deshonestas es pecado grave. Tocar a sabiendas y sin necesidad las partes íntimas del cuerpo ajeno, con el fin de producirle malos senti­ mientos, es pecado grave. ¿He cometido malas acciones? ¿Solo o con otros? ¿He inducido a otros a una mala acción? ¿He es­ crito o dibujado algo impuro? — ¿He tenido cuidado en evitar las ocasiones peli­ grosas? Malas compañías, amistades demasiado sentimen­ tales, ciertas reuniones de sociedad, ciertas diversiones y deportes. ¿He rezado para no caer en la tentación? Expón sin rodeos tus dificultades, inquietudes y turbaciones al confesor. Ahí está para darte luz y perdonarte; nada de lo que digas le extrañará. 53 SÉPTIMO Y DÉCIMO MANDAMIENTOS: RESPETAR LOS BIENES DEL PRÓJIMO — ¿Estoy suficientemente desprendido de los bie­ nes materiales? Los bienes de la tierra son medios que Dios pone a nuestra disposición para que le sirvamos y ayudemos al prójimo. No deben convertirse en un obstáculo de nuestra actividad y mucho menos ser causa de pecado. ¿Cómo he usado del dinero, de los objetos de que dispongo? — ¿He robado? ¿Dinero? ¿Qué cantidad? ¿Estoy dispuesto a res­ tituirlo en cuanto pueda? ¿Golosinas? ¿Alguna cosa? ¿La he devuelto? ¿He comprado o vendido algo contra la voluntad de mis padres? ¿He engañado a alguien en compras y ventas (en algún almacén o tienda, por ejemplo)? — ¿He causado desperfectos en lo que no es mío? En casa, en el colegio, en la calle, en los tranvías, en el tren, en los edificios públicos, en casas particu­ lares. ¿He malgastado lo que han puesto a mi disposición (ropa, libros, comprados por mis padres... en el cole­ gio, en alguna asociación...)? ¿He retenido inútilmente algún objeto, un libro prestado? OCTAVO MANDAMIENTO: NO DECIR FALSOS TESTIMONIOS NI MENTIR — ¿He sido leal? Para poder serlo con los demás, hay que empezar 54 siendo leal consigo mismo, sin admitir dobleces, aman­ do la verdad, sea como sea. — ¿He mentido? ¿Por qué? ¿Para evitar un castigo, para que mi ignorancia no quedase al descubierto? O, lo que es peor, ¿para hacer daño a mi prójimo? ¿He hecho trampas en clase o en el juego? — ¿He hablado mal del prójimo? ¿Diciendo cosas falsas de los demás (calumnia), o cosas verdaderas, pero ocultas, sin razón suficiente (maledicencia)? ¿Haciendo juicios temerarios? ¿He exagerado las faltas de los demás? ¿He ido con «cuen­ tos», para que castigaran a otros? Cuando hablan mal de otro ante mí, ¿tengo la suficiente valentía para procurar desviar la conversa­ ción? Al contrario, estando completamente cierto de que alguien trata de hacer mal a otro, ¿he hecho los posi­ bles por denunciarlo? (en caso de duda, pedir consejo al confesor, sin nombrar la persona). — ¿He sido discreto? ¿He leído cartas que no me pertenecen, he inten­ tado oír por sorpresa conversaciones ajenas? ¿He des­ cubierto secretos que sabía o que me habían confiado? II. MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA — ¿Tengo sumisión a la Iglesia? ¿Me doy cuenta de que, además de las verdades de la fe, debo admitir las directrices prácticas de la Iglesia? 55 ¿Comprendo que los mandamientos de la Iglesia no son solamente los que están en el catecismo? ¿Apruebo lo que aprueba la Iglesia y condeno lo que ella condena? 1.° Oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. 2.° Confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de co­ mulgar. 3.° Comulgar por pascua florida. 4.° Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la santa Madre Iglesia. 5.° Ayudar a la Iglesia en sus necesidades. — ¿Soy militante de la Iglesia? ¿Me doy cuenta de que el cristiano debe ser luz y levadura? ¿Tengo un alma apostólica? III. PECADOS CAPITALES Los pecados capitales son fuentes de pecados; se miente por orgullo; se desobedece por pereza; se roba por gula o por avaricia; se jura por ira, etc. Los pone­ mos aquí para que descubras la raíz de tus faltas habituales. — ¿Soy orgulloso o vanidoso? Hablando demasiado de mí mismo, de mis cosas, de mis éxitos en clase, en el juego, en mis diversiones. Atribuyéndome todo lo bueno que tengo, dando cabida a pensamientos de vanidad, buscando alabanzas, cumplimientos. 56 No soportando ni una broma, enfadándome, guar­ dando rencor. No queriendo reconocer mis equivocaciones y erro­ res, siendo tozudo en mis ideas. Estando decaído, desanimado por algún fracaso... — ¿Soy avaro? Negándome a prestar mis cosas (objetos, apuntes de clase). No queriendo hacer partícipes a los demás. No dando nada o casi nada a los pobres y a las obras católicas, estando demasiado agarrado al dinero. Usando lo ajeno antes que lo mío. — ¿Soy envidioso? Pensando o diciendo que los demás son más prefe­ ridos, poniéndome triste al ver que los premian. Teniendo celos del éxito del prójimo, de su feli­ cidad. Alegrándome cuando castigan a los demás, al verlos fracasar... — ¿Me domina la ira? (Ver quinto mandamiento de la Ley de Dios.) — ¿Soy goloso? Comiendo demasiado, como un glotón, sin obser­ var las normas de educación. Bebiendo con exceso y ansiedad. Desechando ciertas comidas por capricho, comien­ do golosinas constantemente, fumando sin modo y medida. Quejándome de la alimentación, buscando lo me­ jor... 57 — ¿Soy perezoso? No levantándome en seguida, a hora fija; permane­ ciendo demasiado tiempo en la cama, durante las vaca­ ciones y sobre todo el domingo; siendo desordenado en mis asuntos (libros, vesti­ dos, juegos...) Evitando cualquier sacrificio, un esfuerzo, echar una mano a quien sea... IV. DEBERES DE ESTADO Formación física ¿Me preocupo de mi desarrollo físico con régimen austero, durmiendo lo suficiente, levantándome pronto, posturas correctas, actitud viril, sana formación física, limpieza, aire puro? ¿Evito levantarme y acostarme tarde, los excesos en el deporte, la dejadez, trajes superfluos, el abuso del tabaco, de la comida, de las golosinas? ¿Procuro fortalecer mi cuerpo siendo puro en pensamientos, palabras y obras? ¿Consigo acostumbrarme al esfuerzo físico? Formación intelectual ¿Me dedico concienzudamente al trabajo: deberes (repasándolos), lecciones, selección de autores, certá­ menes? ¿Comienzo a trabajar desde el primer minuto del estudio? ¿Distribuyo bien el tiempo, dedicándome cada rato a una sola cosa y haciéndola con ganas? ¿Estudio algo por la mañana antes de clase? ¿Estoy atento y activo en clase? ¿Guardo silencio? ¿Pido explicaciones o lo dejo por pereza, timidez o respeto humano? 58 ¿Me esfuerzo en tener sana curiosidad intelectual, espíritu de investigación? ¿Tomo la iniciativa de com­ pletar mi formación con trabajos personales, lecturas apropiadas? ¿Leo con detención o de una manera in­ fantil? ¿Sigo los comentarios de mis profesores? ¿Me contento con dar únicamente el rendimiento mínimo? Formación de la voluntad ¿Formo mi voluntad? ¿Sobre todo mediante la aplicación escolar? ¿Con actos de voluntad, sacrificio, espíritu de decisión, continuidad en lo que emprendo? ¿Tengo dominio de mí mismo, de mis nervios e ins­ tintos? ¿Sé abstenerme de algo, aunque esté per­ mitido? Formación espiritual y moral ¿Es mi mayor preocupación vivir en gracia de Dios? ¿He manchado mi alma con pecados mortales? ¿Los he confesado? ¿Va en aumento mi amor a Cristo? ¿Soy constante en las oraciones de la mañana y de la noche, antes y después del trabajo intelectual? ¿Cómo he asistido a misa? ¿Bien? ¿Activamente? ¿Comulgo por rutina? ¿Tengo presencia de Dios du­ rante el día? ¿Tengo verdadera devoción a la santí­ sima Virgen? ¿Tengo un guía moral, director espiritual? ¿Le soy sincero? ¿Sé rodearme de amigos que me ayuden a ser mejor? Formación social y apostólica ¿Me doy cuenta de que todos los dones recibidos de Dios, en especial la fe, debo ponerlos al servicio del 59 prójimo? ¿Deseo el bien y la salvación del prójimo, como lo deseo para mí? ¿Pienso suficientemente en las almas culpables e indiferentes que me rodean? ¿Tengo el propósito de ser «redentor» con Cristo y como Cristo? ¿Sé que mi primer apostolado comienza en casa (obediencia, buen ejemplo, espíritu social)? ¿Ayudo a mis padres? ¿Procuro estimular a los demás al trabajo con el ejemplo y de palabra? ¿Soy atrayente y servicial, simpático, buen depor­ tista, leal? ¿Hago mejores a los demás con mi pre­ sencia? Si pertenezco a alguna asociación, ¿soy fiel a mis compromisos? ¿Tengo espíritu de equipo? ¿Cargo con mis res­ ponsabilidades, caso de que se me haya conferido alguna autoridad? Por el contrario, ¿dedico demasiado tiempo a los quehaceres secundarios, en perjuicio de mi formación intelectual? ¿Cumplo con mis deberes para con las misiones? ¿Soy caritativo para con el servicio de casa, con los obreros, con cualquier desconocido? ¿Me preocupo de los pobres y humildes? ¿Permito que el mal se extienda a mi alrededor, por no intervenir a tiempo? ¿Tengo la preocupación de hacerme un hombre útil para el día de mañana? 60 ¿He pensado seriamente si Dios me llama a un más alto servicio en su Iglesia? ¿Sacerdocio? ¿Vida religiosa? ¿Tengo un concepto elevado del matrimonio? « Oirás críticas amargas sobre la confesión. Oirás decir a mucha gente que arrodillarte de­ lante de un hombre es una falta contra la propia dignidad; que abrir los secretos del dma es una imprudencia... y que, en fin, ofrecer al dma la certeza de una absolución prefabricada de ante­ mano es aliviarla un poco del terror de sus faltas y dejarla otra vez con el hábito del pecado. »A pesar de estas objeciones, la confesión es para mí la institución mord más a propósito que los hombres han podido conocer para nuestras necesidades y debilidad. »Y eso sin mencionar lo hermoso que es nive­ lar todas esas vanas distinciones humanas ante el mismo tribund, como someter todo lo ¡pande a la justicia divina... »Si admiro la confesión católica es porque se fundamenta en el conocimiento profundo de nuestra miserable naturaleza...» (E. Legouvé) 61 II. EL DIRECTOR ESPIRITUAL Cuando el director de una empresa comercial quie­ re tener las cuentas a la orden del día, recurre a los servicios de un experto contable. Antes de aceptar la entrega de materias primas, las manda revisar a un técnico. Si tiene que emprender un negocio complejo y de­ licado en que compromete sus intereses financieros, pide parecer a un abogado. Si se quiere hacer alpinismo, hay que llevarse un guía. En caso de enfermedad, se consulta a un médico. La gente inteligente se rodea de personas compe­ tentes y sigue habitualmente sus consejos. Decía san Bernardo: «Quien se gobierna a sí mis­ mo, es gobernado por un incapaz.» Y tratándose de tu vida moral, ¿por qué no ani­ des a un técnico, es decir, a un sacerdote? ¿Por qué no tienes un director espiritual, a quien consultes antes de cualquier decisión de alguna impor­ tancia, que te ayude a formar el carácter, a resolver tus dificultades y a realizar tu ideal? ¿A quién debes elegir? A aquel con quien tengas plena confianza, a quien confíes sin dificultad todo lo 63 bueno y todo lo malo que haya en ti, cuyas directrices sigas con gusto. Pero, ya que se trata de tu progreso espiritual, recuerda que lo que debe guiarte es ante todo un espí­ ritu de fe, no el capricho o cualquier «impresión». Normalmente, lo tomarás por confesor, de esta manera puedes consultarle periódicamente, dentro o fuera del confesonario. Si las circunstancias te obligan a elegir otro, dis­ tinto de tu confesor, hazle saber lo más notable de las confesiones para que te conozca bien. No hagas lo que algunos, que tienen un confesor con quien desembuchan todo y un director espiritual a quien dicen lo que les da la gana, ¡las cuatro cosas de siempre, bien seleccionadas! Este dualismo da pie inconscientemente a una gran falta de lealtad. Cuando hayas elegido, díselo al sacerdote, en el confesonario o fuera de él, de palabra o por escrito, poco más o menos en estos términos: «¿Podría ser mi director espiritual? Le tengo con­ fianza y le expondré mis cosas.» El sacerdote recibirá con buen ánimo tu propuesta y te ayudará en lo que necesites. No le ocultes ni tus cualidades ni tus defectos, ni tu falta de generosidad, ni tus inquietudes. Si te acercas al confesonario, hazle saber quien eres. Que él vea en ti un espíritu abierto, leal, confiado, activo. Todas las semanas o cada quince días puedes con­ fesarte con él en la iglesia; pero, visítale, si te es posi­ ble, al menos una vez al mes, para exponerle tu balance moral. 64 Jn joven: la mirada puesta en las alturas, las facciones ensas por el esfuerzo, la mochila a la espalda, en el camino de la existencia... Jn joven que quizá será sacerdote para dar a los hom­ ares el perdón de Dios, o religioso para enseñar a la 'uventud, o que buscará un alma gemela para caminar juntos hacia Dios. La confesión es un contacto purificante con Cristo, guía del Camino, para escuchar sus llamadas y continuar con más alegría la marcha hacia adelante... Prepara la visita con sumo cuidado, anota breve­ mente lo que le vas a decir o preguntar, con el fin de no abusar del tiempo que el sacerdote dedica a tu consulta. Expónle los progresos o descuidos en tus deberes para con Dios, para con el prójimo, para contigo mismo. Recuérdale el punto particular en que te com­ prometiste a esforzarte más. Hazle las preguntas que creas conveniente. No cambies de director espiritual a no ser por razones de peso (por ejemplo: que no tengas confianza en él, que el director se ausente o esté enfermo largo tiempo, que creas que no te exige lo suficiente). En fin, reza por él, para que te dé luz y te guíe hacia la perfección que Dios espera de ti. «El sacerdote, cuando escucha las palabras de arrepentimiento y contrición, ya no es un hom­ bre. Es un alma que escucha, un alma que res­ ponde y consuela... »La confesión, desde el punto de vista médico debe ser considerada como un maravilloso agente de equilibrio mental.» (Dr. C. Flessinger) 65 III. ORACIONES Aquí tienes algunas oraciones por si el sacerdote te las pone de penitencia. Actos de fe. — Señor, creo firmemente todo lo que has revelado y la santa Madre Iglesia nos enseña, por­ que Tú eres la Verdad, que no puede engañarse ni engañarnos. En esta fe quiero vivir y morir. — Señor, creo firmemente todas las verdades que me enseñas por medio de la Iglesia, porque eres Tú, la Verdad misma, quien se las ha revelado y no puedes engañarte ni engañarnos. Actos de esperanza. — Señor, espero con firme con­ fianza que me concedas por los méritos de Jesucristo el cielo y las gracias para merecerlo, porque eres infi­ nitamente bueno con nosotros, omnipotente y fiel a tus promesas. Con esta esperanza quiero vivir y morir. — Señor, espero con firme confianza que me con­ cederás, por los méritos de Jesucristo, tu gracia en esta vida y, siguiendo los mandamientos, la felicidad eterna en la otra, porque Tú nos lo has prometido y eres fiel a tus promesas. 67 Actos de caridad. — Señor, te amo sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas, porque eres infinitamente perfecto y soberanamente amable. Amo también a mi prójimo como a mí mismo, por tu amor. En esta caridad quiero vivir y morir. — Señor, te amo de todo corazón, sobre todas las cosas, porque eres infinitamente bueno y amable; amo a mi prójimo como a mí mismo, por tu amor. Acto de contrición (ver pág. 25). Credo. — Creo en Dios, Padre todopoderoso, crea­ dor del délo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infier­ nos; al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre; desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo; la santa Iglesia católica; la comunión de los santos; el perdón de los pecados; la resurrección de los muertos; y la vida eterna. Amén. Oración a jesús crucificado. — Miradme, oh dul­ císimo y buen Jesús, postrado en vuestra presencia santísima; os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y cari­ dad, verdadero dolor de mis pecados y firmísimo pro­ pósito de jamás ofenderos. Mientras que yo, con el mayor afecto y compasión de que soy capaz, voy 68 considerando y contemplando vuestras cinco Hagas, teniendo presente aquello que de Vos, oh mi buen Jesús, ponía en vuestros labios el santo profeta David: «Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos.» Oración. — Tomad, Señor, y recibid toda mi vo­ luntad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi liber­ tad; todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo devuelvo; todo es vuestro; disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gra­ cia, que esto me basta. Invocaciones. — Alma de Cristo, santifícame. Cuer­ po de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén. Oración del Apostolado de la Oración. — Divino Corazón de Jesús, por medio del Corazón inmaculado de María, os ofrezco las oraciones, trabajos, alegrías y sufrimientos de este día, en reparación de nuestras ofensas y por todas las intenciones con que os inmo­ láis continuamente en el altar. Os lo ofrezco en espe­ cial por las intenciones del Sumo Pontífice. Oración de san Bernardo. — Acordaos, oh piado­ sísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección e implorado vuestra asistencia haya sido abandonado 69 de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes. Y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana, no desatendáis, oh Madre de Dios, mis súplicas. Antes bien, inclinad a ellas vuestros oídos y atendedlas favorablemente. Amén. Consagración a María. — Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me ofrezco enteramente a Vos y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y pose­ sión vuestra. Oración de san Francisco. — Señor, hacedme ins­ trumento de vuestra paz: donde haya odio, ponga yo el amor; donde haya ofensa, ponga el perdón; donde haya discordia, ponga la unión; donde haya error, ponga la verdad; donde haya duda, ponga la fe; donde haya desesperación, ponga la esperanza; donde haya tinieblas, ponga la luz; donde haya tristeza, ponga la alegría. Haced que busque consolar, no ser consolado; compadecer, no ser compadecido; amar, no ser amado, porque el que diere es quien recibirá, el que de sí se olvidare os hallará, el que perdonare será perdonado, el que muera a sí mismo será resucitado. Oración de Cb. de Foucauld. — Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo. Lo acep­ to todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te con70 fío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, por­ que Tú eres mi Padre. Doxologta. — Gloria al Padre y al Hijo y al Espí­ ritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén. Un convertido, René Scbwob, escribió en su libro Yo, judío: «La confesión, ¡qué liberación! El hecho de rendir cuentas sobre un acto impuro te restituye inmediatamente la pureza, te devuelve la libertad al alma... » Bendito seas Señor, que me has resucitado de entre los muertos...» 71 el a u t o r A veces, en la solapa de los libros, aparece la bibliografía del autor. Se suele decir entonces que quien ha escrito el libro es una gran perso­ nalidad, un ser «excepcional» y cosas así. El editor esta vez no quiere hacer lo que «suele hacerse». Se limita a transcribir aquí unas páginas del padre Lelotte. Están tomadas de la encuesta Por qué me hice sacerdote (Ediciones Sígueme, 3.a edición, Salamanca 1963). Al lector le gustará saber que el autor fue un muchacho normal. Tuve la grada de tener una madre fervorosa que me enseñó a amar a Dios. A ella sola confió el Señor los años de mi infanda, porque mi padre no practi­ caba desde sus quince años, y sólo a los cincuenta y siete (cuando yo tenía diecisiete) volvió al camino de la Iglesia. Durante mi niñez y mi adolescenda, no conocí, por tanto, un clima cristiano en mi familia: jamás una oración con mis padres; jamás asistimos juntos a la santa misa. Un detalle: mi padre rehusó asistir a mi primera comunión solemne, y se quedó en casa mientras estábamos en la iglesia. Siendo profesor del conservatorio y, por tanto, miembro de la enseñanza oficial, me llevó a una es­ cuela primaria neutra, y luego al «ateneo» — institu­ ción de enseñanza confiada a profesores laicos, que cuidaban de mantener la más estricta neutralidad. Fuera de los cursos voluntarios de religión no redbí hasta los 14 años más formación religiosa que la que me daba mi madre. Y, sin embargo, a los 12 años, el día de mi primera comunión solemne, cautivado por la actividad apostólica del coadjutor de mi parro7? quia, me hice por primera vez la pregunta: ¿Por qué no sacerdote? * * * Pero la atmósfera poco moral del ateneo pronto hizo que la olvidase. Además, como la música me inte­ resaba vivamente, quería llegar a ser profesor como mi padre y me preparaba siguiendo cursos de noche en el conservatorio. En ese período de la adolescencia, el corazón iba despertándose y, como la mayor parte de mis compañeros, encontraba muy interesantes a las chicas y... ¡sabía tener mis preferencias! A los catorce años y medio, el resultado era lamen­ table; demasiado absorbido por el estudio del piano, fracasé en mis exámenes del ateneo; por otro lado, en el conservatorio no saqué más que un tercer accésit, resultado netamente insuficiente para esperar hacer carrera en la enseñanza musical. En cuanto a la vida cristiana, era muy vacilante. En pocas palabras: era un estudiante mediocre, más preocupado de divertirme que de estudiar. * * * Ante el desconcierto de mis padres, un tío mío me hizo entrar en el colegio de los jesuítas; allí seguí cursando el bachillerato de ciencias. Este cambio tuvo para mí el efecto de un latigazo, y gracias a mi pro­ fesor — un seglar— subí rápidamente la cuesta. Muy asombrado por algunos excelentes resultados es­ colares, recobré la confianza en mí. La atmósfera gene­ ral de un colegio católico y la influencia de dos jóvenes jesuítas que daban gran impulso a nuestros juegos y a nuestras excursiones, fueron otros medios de los que Dios se sirvió para cambiar radicalmente la orientación 74 de mi vida. De ser el último en el ateneo, pasé a cuarto, y al año siguiente, terminé primero. Además había buscado un director espiritual y comulgaba a menudo. La enseñanza me atraía más que nunca y mi sueño era entonces consagrarme a la juventud llegando a ser profesor seglar. Por esto, el curso siguiente iría a una escuela normal dirigida por los hermanos de las es­ cuelas cristianas para empezar mis estudios de pro­ fesor de ciencias. Fue entonces, una tarde — un miércoles, víspera de la Ascensión— cuando mi hermano me dijo: «¿Sabes que uno de tu clase estudia latín para hacerse sacerdote?» Lo ignoraba, pero me quedé desconcer­ tado, tanto que no pude dormir en toda la noche. Me decía: «¿Y por qué yo no? Ser profesor seglar, está muy bien; pero ¿no sería más útil a la juventud como sacerdote?» * * * Durante las largas horas de la noche se desarrolló el combate entre la gracia de Dios y mis objeciones. ¿No fundar una familia, cuando encontraba tan atra­ yentes a las chicas? Y luego, ¿qué diría mi padre si le hablaba del sacerdocio? ¿Valía la pena renunciar a mis éxitos escolares para dedicarme al estudio de los rudimentos de una lengua?... Por la mañana, el día de la Ascensión, mi decisión estaba tomada irre­ vocablemente: Sería sacerdote, con la gracia de Dios. El primer paso fue advertir a mi antiguo profesor seglar con quien tenía mucha confianza. Cuando le expuse mi deseo de pasar a la sección de latín para hacerme sacerdote, me dijo sencillamente: «¡Es cu­ rioso! Precisamente la semana que viene iba a pedirte 75 que reflexionases sobre esto.» ¿No era una confirma­ ción de los designios de Dios? El Señor se servía de un profesor seglar para mostrarme el camino del sa­ cerdocio. * * * Pero ¿y mi padre? Seguía viviendo alejado de la Iglesia y — tengo que confesarlo— tenía miedo de sus cóleras. Mi madre se encargó de decírselo. Su res­ puesta fue muy serena: «Si este es su deseo, bien está. No quiero llevarle la contraria.» ¡Mi padre, no cre­ yente, no me cerraba el camino! Y en cambio ¡cuántos padres católicos y practicantes se oponen a su hijo cuando éste les revela su deseo de hacerse sacerdote! Y así es como, ocho días después de la Ascensión, en pleno mes de mayo, se decidió que abandonaría los estudios de ciencias y que un padre me enseñaría latín y griego. A las diez y media, en el recreo, reuní en un rincón del patio a mis treinta condiscípulos y les anun­ cié mi decisión. Lejos de encontrarme ante unos tontos que se ríen porque un compañero desea hacerse sacerdote, todos unánimemente me felicitaron y me animaron. Era el cuarto que dejaba el curso para em­ pezar estudios de latín con vistas al sacerdocio. Aunque mi decisión siguió siempre firme, no fal­ taron momentos de cansancio: entonces confiaba mis penas a la santísima Virgen. Por otro lado, encontré en los «scouts» un campo de actividades de que se tiene gran necesidad cuando se es joven. Y éstos son los caminos por los que me condujo Dios. Pocas veces habla Él con voz clara y formal a un joven, y pierden el tiempo los jóvenes esperando que Dios se dirija a ellos por teléfono. No, basta casi 76 siempre mirar el pasado y buscar el hilo que liga K acontecimientos para sentir que es Dios quien preparÜ el terreno hasta llegar el momento en que uno se pregunta: ¿Por qué yo no? El haber tenido un padre no creyente, haber en­ contrado malos compañeros, haber sido mal estu­ diante, encontrar dificultades a las cuales tan pocos jóvenes escapan, todo esto no es obstáculo para llegar a ser sacerdote. Ni le está cerrado el camino a un joven porque haya emprendido estudios de ciencias, estudios profe­ sionales o de otro tipo: en cualquier edad se puede estudiar latín. Yo empecé a los dieciséis años y medio; otros a los veinte o veinticuatro. Cuando se ama al Señor, cuando se quiere ser lo más útil posible al pró­ jimo, no hay barrera que pueda cerrar el paso. * * * Y cuando un muchacho me dice que se interesa por las chicas y que siente desbordar el amor en su corazón, no deduzco por eso: «Entonces, el sacerdocio no es para ti». Le digo: «Me pareces un muchacho equilibrado, porque es normal que a tu edad se sienta despertar el amor. Eso me da confianza sobre tu ma­ durez de sentimientos. Por otra parte, ¡la Iglesia tiene tanta necesidad de sacerdotes! ¡Hay tantas almas que serían mejores si encontrasen en su camino un sacerdote que las orientase hacia Dios! ¿No podrías ofrecerlo todo por la redención de las almas?» * * * Cuando un sacerdote se dirige a un muchacho para decirle: «¿N o has pensado nunca en hacerte sacer- IR e?» le hace un honor. E$ que le juzga bastante •Equilibrado, bastante favorecido por Dios, bastan­ te generoso para que considere esta manera de darse a la humanidad. En un tiempo en que los hombres tienen necesidad de un «suplemento de alma», ¿qué medio hay más eficaz que el sacerdocio? El Señor prepara lentamente a muchos jóvenes; pero son demasiado pocos los que se inclinan sobre su vida para descubrir en ella la invitación del Maestro.