Subido por Angel Erazo

Para confesarte mejor

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fer n a n d u e u jt t e
PARA CONFESARTE
M EJ O R
( mt*cb*cbos)
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Aparado 3*2
M I
AMAMCA
1%7
Versión directa por F e r n a n d o S i e r r a » sobre el original francés Pour
mieu* se conf esser, publicado por F o y e r N o t e s D a m e , de Bruselas,
en 1960
Fotografías: Manson • Hausse
N
ih il
obstat:
El Censor, Lic. J osé G ómez L orenzo
Salamanca, 15 de octubre de 1963
I m pr ím ase:
Fr. F rancisco , o. p., Obispo de Salamanca
Í NDICE
ANTES DE CONFESARTE
1. Por qué te co n fiesa s........................11
2. De qué debes confesarte .
12
3. Con q u i é n ......................................... 13
4. C u á n d o ............................................... 14
5. Con qué d isp o sició n ........................15
LA CONFESIÓN
I. P re p a r a c ió n ............................................... 19
1. Antes del examen de conciencia
19
2. Examen de conciencia . . . .
20
3. Después del examen de conciencia 25
II.
III.
La co n fesió n ............................................... 33
Después de la c o n fe sió n ........................37
APÉNDICES
I.
Programa de p e r fe c c ió n ........................39
I. M a n d a m ie n to s..............................41
II. Mandamientos de la Iglesia . . 55
I I I . Pecados c a p i t a l e s ........................56
IV. Deberes de estado .
58
II.
I II.
El director e s p ir itu a l..............................63
O raciones..................................................... 67
ANTES
DE
CONFESART
1. ¿POR QUÉ TE CONFIESAS?
— Para recobrar la amistad de Dios, si has come­
tido un pecado mortal.
Lo único absolutamente necesario en este mundo
es vivir en amistad con Dios.
Sin esta amistad, tus acciones, por heroicas que
sean, no tienen en realidad ningún valor.
Sin esta amistad, eres un enfermo, aunque goces
de buena salud; eres un pobre, aunque poseas rique­
zas; eres un necesitado, aunque tengas muchos talentos.
Como ves, te es necesario a toda costa vivir en
gracia de Dios.
— Para estrechar los lazos de esta amistad, si única­
mente tienes pecados veniales de que acusarte.
El pecado venial no rompe los lazos que te unen
con Dios, sino que los afloja, como ocurre con los
olvidos o negligencias en las relaciones humanas.
Disminuye el valor sobrenatural de tus acciones y
de tu apostolado.
Confesando los pecados veniales, purificas la con­
ciencia, consolidas tu amistad. Recibes gracias de luz
y de fuerza, que te ayudarán a obrar mejor.
11
— Para obedecer a Dios.
Porque Él dijo a los apóstoles: «A quienes perdo­
nareis los pecados, les serán perdonados.»
Al confesarte, das tu voto de confianza a los delegados de Cristo en la tierra.
Además, cuando te confiesas:
— cargas sobre ti la responsabilidad de tus actos;
— reconoces sinceramente tus pecados;
— obtienes con seguridad el perdón de Dios (sólo
por este motivo ¡cuántos protestantes desea­
rían poder acercarse al sacramento de la peni­
tencia!);
— reafirmas tu voluntad para portarte mejor en
adelante;
— recibes consejos que te ayudarán a ser mejor.
2. DE QUÉ DEBES CONFESARTE
Debes confesar todos los pecados mortales no acu­
sados hasta el presente.
Es necesario indicar el número y las circunstancias
que envuelvan una gravedad especial.
Para que un pecado sea mortal, se necesitan tres
condiciones:
— materia grave, o materia que creas grave, aun­
que de por sí sea leve;
— pleno conocimiento de esa gravedad al come­
ter el pecado;
— pleno consentimiento de la voluntad.
12
Si estás cierto de que falta una de estas tres condi­
ciones, el pecado es venial; como se dirá más adelante,
no estás obligado a confesarlo.
Si dudas sinceramente, el pecado también es venial.
Pero, aunque no estés obligado a acusarte de él, es
mejor manifestar la duda en la confesión siguiente,
para que formes una conciencia delicada.
Es conveniente acusar los pecados veniales.
Dios no te obliga a confesarlos.
Si omites uno o varios pecados veniales, no has
hecho una confesión sacrilega.
Puedes comulgar si solamente tienes pecados ve­
niales.
Pero fácilmente te das cuenta de que el acusarse
en la confesión incluso de los pecados veniales indica
que se tiene una conciencia delicada y un gran amor
a Dios.
Por eso la Iglesia te invita constantemente a que
lo hagas.
3. CON QUIÉN DEBES CONFESARTE
La Iglesia deja libertad absoluta en la elección de
confesor.
Puedes recurrir a cualquier sacerdote.
Acostúmbrate a ver en él únicamente al delegado
de Cristo en la tierra.
Piensa que sus sentimientos son los del padre del
hijo pródigo: una gran bondad, un gran deseo de devol­
ver la paz a tu alma.
13
Si además te conoce, agradecerá tu confianza y te
apreciará más.
El sacerdote sabe qué pecados se pueden cometer
a tu edad y qué dificultades se suelen encontrar; nunca
se extrañará de lo que digas o preguntes.
Piensa también que el sacerdote está obligado a
guardar el más absoluto secreto; no puede descubrir
nada de lo que le has dicho en confesión. Si lo hiciera,
cometería un pecado gravísimo.
Habla, pues, al confesor con el corazón en la mano,
sin miedo alguno.
Si quieres sacar más fruto de tus confesiones, vete
habitualmente al mismo confesor.
¿Cambias de médico cada vez que estás enfermo?
Elige un confesor en quien tengas plena confianza
y no cambies de confesor sin necesidad.
Si deseas ser reconocido por tu confesor para que
te ayude más, toma la iniciativa de indicarle quién
eres.
Si no puedes entrevistarte con tu confesor habitual,
confiésate humilde y confiadamente con otro confesor.
4. CUANDO TIENES QUE CONFESARTE
La Iglesia manda confesar «los pecados mortales, al
menos una vez al año».
No obstante, conviene acusar los pecados mortales
lo más pronto posible.
Una buena resolución sería ésta: si cometo un pe­
cado grave, haré lo más pronto posible un acto de
perfecta contrición (pág. 25) y me confesaré antes
de 24 horas.
14
La Iglesia aconseja vivamente la confesión de los
pecados incluso veniales, al menos todos los meses,
y mejor cada quince días.
También es muy recomendable la confesión sema­
nal, con tal de que se prepare bien y no degenere en
una rutina.
Esfuérzate en ser fiel a la regularidad de tu con­
fesión durante el tiempo de vacaciones.
Sería incluso necesario aumentar la frecuencia en
vez de disminuirla: porque te faltarán en ese tiempo
muchos apoyos «morales» (reglamento del colegio, ejer­
cicios regulares de piedad, trabajo de clase...).
5.
CON QUÉ DISPOSICIÓN HAS DE CONFESARTE
En lo que toca al penitente, lo más importante es la
contrición.
Un pecador moribundo a lo mejor es incapaz de
enumerar sus pecados, pero si se arrepiente de ellos,
la absolución del sacerdote le devuelve la gracia.
Un pecador puede contar a diez sacerdotes todos
los pecados que ha cometido. Pero si no quiere arre­
pentirse de ellos, Dios no puede perdonarle.
No basta rezar el acto de contrición para estar «con­
trito». Poco importa la fórmula, he aquí lo necesario:
— arrepentirse sinceramente de los pecados co­
metidos. Los pecados mortales: arrepentirse
de todos y cada uno. Los pecados veniales:
arrepentirse al menos de alguno;
15
— tomar la resolución de no volver a cometerlos.
Pero distingue bien entre prever que puedes recaer
y querer recaer. Si puedes decir con toda sinceridad:
«Quisiera no haber hecho esto y, con la gracia de
Dios, no lo quiero hacer más», ya tienes dolor, aun­
que preveas nuevas dificultades e incluso nuevas caídas.
Un medio estupendo para asegurar tus buenas disposi­
ciones sería tomar cada vez que te confiesas una reso­
lución práctica (corregir tal defecto, evitar tal ocasión)
y fijarte especialmente en ese propósito particular hasta
la próxima confesión.
Puedes también determinar qué sacrificio te im­
pondrás, si vuelves a cometer una falta determinada.
Procura comunicar tu resolución al confesor o pe­
dir que él te indique una. Si te es posible recuérdale
tu propósito particular en la confesión siguiente.
La última confesión de san Juan Bercbmans es
un modelo de confesión; la conocemos porque él
mismo dio permiso a su superior para divulgarla:
«Me acuso de haber orado a veces con tibieza
y distraído, pero propongo corregirme.
y>Además, de no haber manifestado a Dios el
suficiente reconocimiento de sus gracias y haber
descuidado excitar en mí un ferviente deseo de
sufrir por Cristo» (Cepari, Vita, pág. 27).
16
\
Navegar hacia alta mar, tener por norte a Dios, a pesar
de las borrascas y las tinieblas, corregir la dirección si
hay desviaciones...
La confesión me ayuda a tomar posiciones, a rectificar
mi vida, si el huracán o el oleaje de las pasiones me
desvían, poco o mucho.
L A
C
O
N
F
E
S
I
Ó
N
I. PREPARACIÓN
1.
ANTES DEL EXAMEN DE CONCIENCIA
Haz la señal de la cruz, ponte en presencia de Dios
y pídele luz.
Deja hablar al corazón y oirás palabras muy íntimas.
Si no te da resultado, lee atentamente algunas de
las oraciones siguientes:
Dios mío, heme aquí de nuevo con él ánimo de
recibir el sacramento de la penitencia. Bajo tu mirada
voy a examinar mi conciencia...
Dame tu luz para ver mis pecados y tu gracia para
que me acerque con confianza al sacerdote que está aquí
como tu representante...
Ayúdame a conocer bien mis pecados y a encontrar
en lo posible la causa...
Haz que los deteste sinceramente y que me corrija. ..
O también:
Señor, he pecado...
Como aquel joven del evangelio que dejó su padre
19
y los suyos para «vivir su vida», vengo a ti, Dios mío,
atraído por un gran deseo de perdón y de pureza.
Confiando en tu misericordia, vengo a pedirte el per­
dón que libre a mi alma de las ataduras que la amarran
al suelo.
Devuélveme aquella limpieza de alma que tanto te
gustaba contemplar hace tiempo en la mirada de un
joven.
Virgen Marta, concédeme ser sincero en mi confe­
sión y renacer a la Vida de una manera más generosa
y entusiasta.
A continuación, busca lealmente tus pecados reco­
rriendo el cuestionario aquí propuesto.
Después de cada interrogante, pregúntate si has
sido negligente en ese punto, por qué y cuántas
veces.
Más adelante encontrarás un examen de conciencia
mucho más detallado, bajo la forma de «programa de
perfección».
Por ahora, prepárate recorriendo el siguiente:
2. EXAMEN DE CONCIENCIA
Mandamientos de la ley de Dios
Primer mandamiento: Amar a Dios.
— ¿Tengo amor filial a Dios? ¿Tengo confianza en
Él? ¿He abusado de su misericordia?
— ¿Estoy unido ardientemente a Dios? ¿Me ha
dado vergüenza llamarme o manifestarme como cris­
tiano?
20
— ¿He estudiado a fondo la religión?
— ¿He evitado todo lo que pudiera dañar mi fe
(lecturas, espectáculos, radio, televisión)?
— ¿He hablado mal de la religión?
— ¿He orado todos los días? ¿He estado atento
durante la oración? ¿He tenido una postura digna?
— ¿He rezado las oraciones de la mañana y de la
noche? ¿Me he preparado bien para la comunión? ¿He
dado gracias a Dios después de ella?
— ¿He hecho confesiones o comuniones sacrilegas?
— ¿He cumplido la penitencia de la última con­
fesión?
Segundo mandamiento: Respetar a Dios.
—
Dios?
—
—
—
¿He pronunciado con respeto el nombre de
¿He hecho juramentos falsos o inútiles?
¿He prometido algo a Dios con ligereza?
¿He cumplido mis promesas?
Tercer mandamiento: Santificar las fiestas.
— ¿He oído misa todos los domingos? ¿Misa en­
tera?
— ¿He llegado tarde, o he salido demasiado pronto?
— ¿He estado en misa con devoción?
— ¿He escogido distracciones sanas durante el resto
del día?
— ¿Me he dedicado sin necesidad a un trabajo ma­
nual largo y fatigoso?
Cuarto mandamiento: Respetar a los representantes
de Dios.
— ¿He sido cariñoso con mis padres?
21
— ¿Les he obedecido? ¿Con prontitud? ¿Alegre­
mente? ¿Les he ayudado con gusto?
— ¿He sido respetuoso con los sacerdotes?
— ¿He sido respetuoso con mis educadores? ¿Les
he obedecido?
— ¿He mantenido la cordialidad entre mis con­
discípulos?
Quinto mandamiento: Amar al prójimo.
— ¿He sido servicial? ¿Con todos los de casa,
en clase, en la calle?
— ¿He dado siempre buen ejemplo?
— ¿Me he enfadado?
— ¿He provocado discusiones, he dicho palabras
hirientes, he golpeado a alguien?
— ¿He guardado rencor?
— ¿He tenido envidia, odio?
— ¿He deseado mal a otros?
Sexto y noveno mandamientos: Respetar nuestro
cuerpo.
— ¿He sido puro en mis pensamientos y deseos?
¿He evitado los malos pensamientos, procurando pen­
sar en otra cosa?
— ¿He sido puro en mis miradas?, ¿en mis lec­
turas?, ¿en mis diversiones: cine, exposiciones, tele­
visión?
— ¿He sido puro en mis conversaciones?
— ¿He escrito o dibujado algo impuro?
— ¿He sido puro en mis acciones?, ¿conmigo mis­
mo?, ¿con los demás?
— ¿He evitado las ocasiones peligrosas?
— ¿He orado cuando me vino la tentación?
22
Séptimo y décimo mandamientos: Respetar los bie­
nes ajenos.
— ¿He robado?, ¿dinero?, ¿cuánto?, ¿golosinas?,
¿alguna cosa?
— ¿He restituido lo que había cogido?
— ¿He hecho algún negocio a espaldas de mis
padres?
— ¿He deseado lo que no me pertenece: en clase,
en la calle, en casa?
— ¿He malgastado lo que han puesto a mi disposi­
ción?
Octavo mandamiento: Respetar la verdad.
— ¿He mentido?
— ¿He hablado mal de otros sin necesidad? (male­
dicencia, calumnia).
— ¿He permitido que castiguen a otros por mi
culpa?
— ¿He hecho trampas en clase, en el juego?
Mandamientos de la Iglesia
Fíjate en esto: comunión pascual, confesión anual,
ayuno y abstinencia.
Pecados capitales
— ¿He sido orgulloso, envidioso, glotón, colérico,
perezoso, vanidoso?
Deberes de estado
— ¿He cumplido seriamente mis deberes, mis ta­
reas?
23
— ¿He estado atento en clase, disciplinado?, ¿he
guardado silencio?
— ¿He estorbado a los demás cuando trabajaban?
— ¿He procurado formar mi voluntad?
— ¿He hecho algo por los demás? ¿Soy egoísta?
Observaciones
Si tienes «pecados mortales» debes decir el número
y las circunstancias agravantes.
Si se trata de «pecados veniales», recuerda que no
estás obligado a confesarlos todos.
Es imposible declarar todos los pecados veniales
e imperfecciones. Tienes que escoger alguno y no te
preocupes si olvidas otros.
No te acostumbres a repetir una letanía de faltas
veniales, sin precisar más.
Por ejemplo, no digas: «He sido perezoso, glotón,
vanidoso, impaciente...» Equivaldría a decir: «Tengo
una nariz, una boca, dos ojos.» Porque todo el mundo
comete poco más o menos esas faltas.
Lo principal es que precises la manera de ser de tu
alma.
Te basta con acusar los tres o cuatro pecados venia­
les más importantes para ti.
Por ejemplo: los que has cometido con plena deli­
beración. O los que indican una imprudencia mani­
fiesta. O los que son la causa de otros pecados. O los
que más te cuesta acusar.
Procura en lo posible encontrar y decir «la razón
por la que los has cometido».
24
Por ejemplo: He mentido por vanagloria, para
evitar un castigo, para disimular mi ignorancia... He
estudiado mal la tarea, porque me entretengo dema­
siado con mi colección de sellos... He criticado a un
amigo, porque le tenía envidia... He insultado a un ami­
go con la intención de hacerle sufrir... No me he
acercado a un compañero de clase porque pertenece
a una familia pobre... Tengo tentaciones de impureza
por la mañana, porque soy perezoso al levantarme. No
ayudo a mamá, porque me gusta demasiado la lectura.
Todo esto exige realmente reflexión y ver¿ladero
esfuerzo.
Pero, esta postura, además de indicar la preocu­
pación por ser mejor, permite a tu confesor habitual
calibrar tus tendencias buenas y malas, el móvil de tus
acciones y ver en qué se diferencia tu alma de la de
los demás.
Así podrá darte consejos más fácilmente y precisar
contigo hacia dónde puedes dirigir tus esfuerzos hasta
la próxima confesión.
3.
DESPUÉS DEL EXAMEN DE CONCIENCIA
Recuerda que «sin contrición no hay perdón».
Además, renueva en ti, antes de confesarte, los sen­
timientos que envuelve el acto de contrición:
Dios mío, estoy triste por haber ofendido tu
soberana majestad. Detesto todos mis pecados,
no sólo porque he merecido tu castigo,
sino, sobre todo, porque eres infinitamente perfecto
y soberanamente amable,
y porque el pecado te entristece.
1.
25
Tomo la firme resolución de corregirme y de evitar
las ocasiones de pecado. Con estos sentimientos quiero
vivir y morir.
2. Dios mío, me pesa en el alma de haberte ofen­
dido, porque eres infinitamente bueno, infinitamente
amable, y porque el pecado te apena.
Propongo, ayudado de tu divina gracia, nunca más
ofenderte y hacer penitencia.
Aumenta en ti la contrición meditando atentamente
alguno de los motivos de contrición:
Dios mío, por mis pecados te he desobedecido
a Ti, que eres mi Padre, ya que me has creado y me
has hecho hijo tuyo en el sacramento del bautismo.
Reconozco que he obrado mal, te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
1.
Dios mío, con mis pecados yo, que no soy más
que polvo y nada, me he rebelado contra Ti, mi creador
y dueño absoluto de cielos y tierra. He despreciado tu
soberana voluntad; he hecho lo que me prohibías; no
he cumplido lo que me mandabas; me he atrevido a
repetir el grito de los ángeles rebeldes: «No te serviré.»
Reconozco que he hecho mal, te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
2.
Dios mío, con mis pecados he sido ingrato para
contigo, mi bienhechor; he empleado para ofenderte los
bienes de cuerpo y alma que me has dado para ser feliz.
Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
3.
4. Dios mío, con mis pecados te he despreciado
a Ti, que eres el bien, la bondad, la belleza infinitas, a
26
quien se debe toda gloria, y antes que a Ti be prefe­
rido una criatura... una satisfacción pasajera... volvien­
do a hacer lo mismo que los judíos que prefirieron al
criminal Barrabás antes que a Jesús, que era la inocen­
cia misma, su mejor bienhechor.
Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
5. Jesús, mi Salvador, con mis pecados he sido
la causa de tus sufrimientos en el Calvario; de tus
humillaciones y dolores en el portal de Belén... en el
Huerto de los Olivos..., de tu flagelación... de la coro­
nación de espinas... de la cruz a cuestas en la calle de
la Amargura... de tu muerte sobre el patíbulo.
Dios mío, con mis pecados he perdido el Cielo,
morada de bienaventuranza perfecta y eterna, la única
capaz de apagar esta sed de gozo que me abrasa.
He merecido el infierno, morada espantosa don­
de tendría que vivir alejado de Ti para siempre,
donde tendría que ser atormentado con el fuego
eterno...
Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
6.
7. Oh Jesús, con mis pecados he entristecido tu
corazón tan dulce e indulgente.
Me amas y no te he amado. He correspondido a
tus delicadezas para conmigo con nuevas ofensas.
Reconozco que he obrado mal; te pido perdón y te
prometo no recaer de nuevo.
(T. Marbaix)
También pueden servirte algunas de las oraciones
siguientes. Las que están señaladas con una cruz ( + )
27
están pensadas especialmente para los que tienen algún
pecado grave.
Lee el texto de la oración despacio y piadosamente,
deteniéndote al final de cada frase para reflexionar unos
segundos.
Jesús, poco más o menos tengo las mismas fal­
tas que la última vez... Ya ves que no he progresado
nada en tu servicio, cuando tantas veces he anhelado
ser muy generoso... Confieso que no he hecho ningún
esfuerzo que merezca la pena... Resbalo en lo mismo...
Te prometo hoy acusar mis pecados con más ilusión y
decir al sacerdote, representante tuyo, el punto sobre
el que haré especial hincapié hasta la próxima confe­
sión...
Virgen Marta, madre del Señor, haz que me duela
más y más de mis ingratitudes para con tu H ijo...
1.
Jesús, Tú conoces lo más íntimo de mi con
ciencia... ves lo triste que estoy después de haber
pecado mortalmente... Creía que sería dichoso des­
obedeciéndote y, después de unos momentos, me he
visto sólo conmigo mismo, con mi pecado, sin tu amis­
tad... Siento muchísimo lo que ha pasado... Gracias,
Señor, por haberme hecho aprender que sin Ti no puedo
encontrar la alegría... Por eso vengo a Ti con la plena
confianza de ser perdonado... Dame valentía para hacer
una confesión sincera, sin disimulos, sin excusas, y haz,
sobre todo, que me una cada vez más a Ti.
Virgen María, refugio de pecadores, auxilio de los
cristianos, ¡ruega por mí!
2.
Jesús, ¡cuántas ingratitudes en estos días!...
Busco mis caprichos y mi comodidad, en vez de buscar
únicamente tu reino en mí y en mi prójimo...
3.
28
Me has dicho lo que a los demás cristianos: «¡Sé
luz!»... Y, como ves, disminuyo con mi ejemplo el
ardor de los más fervorosos y, en el mejor de los casos,
no ilumino a los que esperan mi testimonio para ser­
virte con más interés... Concédeme, Señor, más entu­
siasmo para que esta confesión sea un nuevo punto de
arranque en el amor profundo que, a pesar de mi
ligereza y de mis infidelidades, siento hacia Ti.
Virgen fiel, ayúdame a ser más fiel al servicio de tu
Hijo y mi Señor.
Dios mío, te lo debo todo: la vida, las ma­
nos con que sostengo este libro, los ojos que recorren
estas líneas, mi cuerpo, mi inteligencia, mis padres,
mis amigos... Mucha gente no puede gozar de lo que
yo tengo: los ciegos, los paralíticos, los niños abando­
nados, los que pasan hambre, los que tienen que tra­
bajar en una mina...
Me has favorecido mucho, Señor... Y sin em­
bargo, ¡he sido un ingrato!... Te pido que me perdones
las faltas graves que he cometido en tu presencia; per­
dóname y que tu perdón me devuelva tu amistad...
Porque aborrezco mis pecados de todo corazón y no
quisiera haberlos cometido... Con tu ayuda no quiero
volverlos a cometer...
Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre
pecador, ahora que voy a acusar estas faltas que me
han separado de tu Hijo.
Hh 4.
5.
Jesús, cuando veo a mi alrededor todas las
estaciones del vía crucis y cuando me doy cuenta de
que por mi amor lo has dado todo, tu frente coronada
de espinas, tus espaldas ensangrentadas, tus manos y
pies clavados, tus rodillas hincadas en el suelo al caer,
tu corazón traspasado, tu sangre, tu vida, tu Madre...
29
y que en recompensa yo calculo lo que te voy a dar,
las resoluciones que tomo... me da pie para pensar que
reámente ¡no tengo corazón!... ¡Cuánta negligencia
desde mi última confesión!... Lo siento, Señor, y te
prometo ser más generoso en adelante.
Virgen dolorosa, tú que eres mi Madre, enséñame
la ternura que debiera tener para con tu Hijo y haz
que esta confesión señale un progreso notable en mí
unión con Él.
Jesús, muchas negligencias he tenido durante
estos días y mi alma debe parecerte muy deslucida...
Soy un egoísta, que sólo piensa en sí mismo... Bien lo
demuestran mis faltas... Sin embargo, quisiera tener
un alma clara, generosa, llegar a ser un joven estu­
pendo...
El sacerdote puede dar a mi alma esa diafanidad. ..
Por eso quiero, hoy más que nunca, acercarme a él con
la fe y el respeto con que me acercaría a T i... Le diré,
como te lo diría a Ti, en qué cosas me esforzaré los
días siguientes... y así te daré a entender que aborrezco
sinceramente mis faltas...
Virgen purísima, que tenías un alma transparente
como el cristal, ayúdame a hacer mi alma más delicada
y bella.
6.
Jesús, he pecado gravemente... He sacrifi­
cado tu amistad y he perdido la paz por un momento
de satisfacción...
Yo creía que obraba como un joven maduro que
sabe lo que quiere, que es libre de hacer lo que quiere,
y me he visto esclavo de mi pecado... Noto que estoy
hundido, que un mal hábito ha arraigado más profunda­
mente en mí, que esto se convierte en una servidum­
bre... Y mi edificio se derrumba: pierdo el gusto del
Hh 7.
30
trabajo, mi ideal queda truncado... Y todo esto me
ocurre porque me he separado de Ti... ¡Qué feliz era
cuando vivía en estado de gracia! Por eso, Señor, con­
fiando en tu misericordia, quiero hacer una confesión
humilde de mis pecados... Que esta confesión cambie
con tu ayuda el rumbo de mi vida. ..
María Auxiliadora, ayúdame a dejar los caminos
donde no he encontrado sino hastío y dirige mis pasos
por las huellas de tu Hijo.
Jesús, como un niño que vuelve a casa con
las manos sucias, los cabellos revueltos, el traje roto, los
zapatos embarrados, así llego a Ti, atestado de faltas
veniales y ¡nada orgulloso de mí! Señor, perdóname
y ayúdame a ordenar un poco mi alma. .. He continuado
siendo amigo tuyo, Señor, porque Tú me has ayudado
con mucho cariño... Pero, ¡cómo malgasto todo lo que
me vas dando!... En vez de crecer en ciencia, sabiduría
y santidad, me quedo en medias tintas: me falta ilusión
para servirte. .. Para agradar a un amigo, acepto sacri­
ficios, y te niego a T i...
¡Quiero cambiar de actitud!... Voy a sincerarme
en esta confesión, diciendo el porqué de mis faltas...
¡Haz, Señor, que esta confesión sea una renovación de
fervor en mi amor hacia Ti!... Me fijaré especialmente
en... (concreta algo).
Virgen María, Madre de los jóvenes, tú que cui­
daste de Jesús adolescente con tanto desvelo, ¡ayúdame
a convertir mi vida en algo bello, recto y generoso!
8.
La mejor plegaria es la que brota del corazón.
Para abrirte camino, lee rápidamente algunos de los
párrafos de la página siguiente, y después, cerrando
los ojos, haz tu mismo una oración particular.
31
*í« — Tú eres el buen Pastor, que dejaste todo para
encontrar la oveja perdida...
— Tú, Señor, en mi busca... Tu dulzura, tu miseri­
cordia... Arrepentimiento: promesa de una confesión
sincera al sacerdote, que es también un buen pastor.
— Tú eres, Señor, el segador que esparce buen
trigo; yo el que lanza la cizaña. Mis pecados son ciza­
ña... ahogo la buena semilla en mí y en los demás...
Confesión que arrancará la cizaña... promesa de dejar
crecer el buen grano.
►í* — El paralítico, dirigiéndose a ti, Señor, dijo:
«No tengo a nadie que me meta en la piscina»... Estoy
paralizado por mis pecados... Riesgo del infierno, pér­
dida del cielo, pérdida, sobre todo, de tu amistad...
Tú me has dado un hombre: el sacerdote... ¡Gracias!...
Promesa de ser sincero y de reparar mediante serios
esfuerzos...
Hh — Última cena... Cristo se da... «Uno de vos­
otros me traicionará...» El pecado mortal es una trai­
ción... Me has colmado de favores... siento vergüen­
za. .. Arrepentimiento... Promesa de una vida nueva...
— Respondiste a Pilatos: «Sí, yo soy Rey...» Yo,
tu siervo, uno de los tuyos... El pecado: olvido de la
causa que hay que defender, no prestar un servicio...
Me pesa... Deseo ser mejor en adelante...
— Cristo en la Cruz... Tus sufrimientos... a con­
tinuación el pecado, mis pecados... Tu amor... Mi res­
puesta... Me pesa... Quiero reparar...
— Señor, dijiste a un joven: «Si quieres, serás de
los míos...» Dudas... Mis pecados: cálculos, dudas...
Deseo ponerme más a tu servicio mediante esta con­
fesión bien hecha...
32
Una puerta abierta... Por grande que sea el pecado,
puedo entrar y encontrar a Cristo que me perdona.
Era preciso ser Dios para darse cuenta de la cruda
realidad: todo ser humano, en lo intimo de su corazón,
es pecador.
Era preciso ser Dios para perdonar y devolver, incluso
al más pecador, la esperanza y la posibilidad de volver
al buen camino.
¡Alabado sea Aquel que inventó la confesión!
II. LA CONFESIÓN
Cuando te arrodilles para confesarte, di: «Ben­
dígame, Padre, para que baga una buena confesión.»
El sacerdote te bendice; haz la señal de la cruz.
Así, antes de decir las faltas, el sacerdote te da una
prenda de la misericordia divina: pone entre ti y él
la cruz de Cristo. ¡Ánimo!
A veces el sacerdote dice al bendecirte:
Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios,
para que hagas una buena confesión, en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Di a continuación: «Mi última confesión fue hace...
(días, semanas, m eses...)»
Ahora puedes darte a conocer al confesor.
Muchos indican también — bella costumbre— la
obra a la que pertenecen: scouts, jocistas, congregan­
tes... Creen que los compromisos que han tomado
libremente en esas asociaciones dan más gravedad a sus
faltas.
Después, acusa lealmente tus pecados, despacio, de
forma inteligible.
Es inútil que engañes al sacerdote; a Dios no se le
engaña.
33
3
Al enumerar tus faltas, emplea, según prefieras,
alguna de estas fórmulas: me acuso de haber..., me
pesa de haber..., me arrepiento de haber...
Si dudas acusar algún pecado, ¡acúsalo en primer
lugar!
O bien, di al confesor: «Padre, no me sale.» El sa­
cerdote comprenderá que te cuesta decir alguna cosa,
y te ayudará.
Si no sabes cómo acusar el pecado, di al sacerdote:
«Padre, no sé cómo arreglármelas para decir un pe­
cado.»
Si en la última confesión el sacerdote te indicó
que debías fijarte en algo especial (defecto que corregir,
virtud que adquirir, medio a emplear), puedes añadir,
después de confesar tus faltas: «Usted me había dicho...
éste es el resultado: (bien, poco, mal).»
Termina la confesión diciendo: «Padre, no me
acuerdo de más.»
O,
si el tiempo lo permite: «Me acuso de todos
estos pecados y de todos aquellos de los que ahora
no me acuerdo; pido perdón a Dios y a vos, Padre,
penitencia y absolución, si me juzga digno de ella.»
Ahora escucha al confesor...
¡No te preocupes en estos momentos si has olvidado
algún pecado!
Si el sacerdote te pide alguna explicación, contéstale
sencillamente, para ayudarle a darte más luz.
Si deseas consultar algo, pedir un consejo sobre
tus faltas, propónselo al confesor.
Si tu pregunta no se refiere a la confesión, espera
que te haya dado la absolución y di, por ejemplo:
«¿Puedo pedirle una aclaración?»
34
El tiempo de la confesión debe ser muy corto; si lo
necesitas, no temas indicar al sacerdote si puedes verle
fuera del confesonario.
No olvides que todo sacerdote está por completo
a tu disposición: su misión es ayudarte.
A él le parecerá muy bien tu visita.
(Ver más adelante: el director espiritual, pág. 63.)
Mientras el sacerdote te da la absolución, reza el
acto de contrición.
Santigúate cuando él haga sobre ti la señal de la
cruz.
Si has estado distraído involuntariamente mientras
rezabas el acto de contrición, no te preocupes, se su­
pone que antes o durante la confesión te has arre­
pentido de tus pecados.
Si al recitar la fórmula te viene una duda o te
equivocas, no te impacientes; lo esencial no es la
fórmula, sino la contrición de corazón.
Durante el acto de contrición, el sacerdote dice lo
siguiente en latín:
Nuestro Señor Jesucristo te absuelva y yo, con su
autoridad, te absuelvo de toda atadura de excomunión
y de entredicho, según mis posibilidades y tu necesidad.
Por consiguiente, yo te absuelvo de tus pecados en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La Pasión de nuestro Señor Jesucristo, los méritos
de la bienaventurada Virgen Maña y de todos los
santos, todo lo bueno que has hecho y todos los sufri­
mientos que has aceptado, sirvan para perdonar los
pecados, para aumentarte la gracia y como premio en
la vida eterna. Amén.
35
El sacerdote dice al terminar: «¡Vete en paz!»,
«¡Ánimo!», o cualquier otra fórmula de benevolencia.
Responde con un cordial: «¡Gracias, Padre!»
Jacques Riviére, un convertido, escribió en su
Primer diario: «Original composición la del Con­
fíteor.
descubrimiento de toda esa asistencia que
está por encima de nosotros, de ese tribunal en
el que no pensamos y que sin embargo está ahí,
en el momento del pecado.
»El pecador se niega a estar solo, rehúsa todo
lo que le encierra en sí mismo; se priva de esa
soledad que siempre da quehacer.
»y el movimiento de hostilidad para consigo
mismo se acentúa con la enumeración de las dis­
tintas clases de pecados: de pensamiento, pala­
bra y obra. Y sobre todo, con este terrible estri­
billo: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran­
dísima culpa. Palabras admirables que acometen
lo más profundo de nuestro ser, ese refugio, o
mejor, ese espíritu de huida y retirada que sub­
siste en el fondo de toda acusación propia...»
36
III. DESPUÉS DE LA CONFESIÓN
Primeramente da gracias a Dios; reza despacio la
penitencia.
Si has olvidado la penitencia impuesta, díselo sen­
cillamente al sacerdote en la confesión siguiente.
Puedes comulgar antes de haber rezado la peni­
tencia.
Reflexiona sobre los consejos que te ha dado el
confesor.
Si te ha indicado algún punto especial hasta la
próxima confesión, busca los medios que debes em­
plear para cumplirlo y pide a Dios que te ayude a
perseverar en esa resolución.
Finalmente termina con la señal de la cruz, una
genuflexión bien hecha y emprende tu vida espiritual
con el alma ágil y serena.
Puedes estar seguro de haber hecho una confesión
fructífera si te has arrepentido de tus pecados. Los
efectos de la confesión no se miden por un vago senti­
miento de bienestar; por ejemplo, si las palabras del
confesor no te han impresionado, el valor de la con­
fesión queda intacto. Si después de la confesión te
37
acuerdas de algún pecado que no has acusado, no te
preocupes.
Tu confesión ha sido buena, ya que has hecho lo
que de ti dependía para prepararte.
Si el pecado que has olvidado involuntariamente
es grave, debes acusarlo en la confesión siguiente; no
tienes obligación de confesarte en seguida. Mientras
tanto puedes comulgar tranquilamente.
Lo mismo que tú exiges discreción al sacerdote, él
también cuenta con la tuya. Por consiguiente, no hables
con nadie, sin necesidad, de tu confesión. Lo que el
sacerdote te ha preguntado o aconsejado es sólo para ti.
A propósito de la confesión, Adolfo Retté es­
cribió después de su conversión:
«¡Oh santa Iglesia católica, dispensadora de las
verdades de Dios, qué admirable eres cuando re­
cibes, con toda mansedumbre, al hijo pródigo
que, vencido por la gracia, viene a postrarse ante
tus altares...!
»... A medida que iba confesando mis faltas,
me parecía que, con mano cariñosa y fuerte a la
vez, recogía los pecados de mi alma y los des­
parramaba por la tierra.
»Al mismo tiempo notaba que mi pobre alma,
encorvada completamente sobre la faz del mal, se
enderezaba poco a poco, tomaba una postura ver­
tical y después se ensanchaba en ríos de amor y
agradecimiento.
»Marchaba contentísimo por la calle. Me decía:
Estoy perdonado, ¡qué felicidad!
»Cien aleluyas me brincaban en el corazón y
me parecía haber rejuvenecido diez años...»
38
a
p
é
n
d
i
c
e
s
I.
PROGRAMA DE PERFECCIÓN
El cuestionario siguiente está hecho con miras a
formarte una conciencia delicada y a que consigas hacer
una confesión más personal.
Propiamente no es para prepararte para la con­
fesión. Para esto te basta con el examen de conciencia
de la página 20.
Aquí encontrarás no sólo preceptos que observar,
sino consejos a seguir, si quieres llegar a ser un buen
discípulo de Cristo. Es todo un programa de perfección
ofrecido a tu legítima ambición.
Este cuestionario puede serte útil, en todo o en
parte, para un retiro, una meditación, etc.
I. MANDAMIENTOS
PRIMER M ANDAM IENTO:
AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
1.
Virtudes teologales
Fe
—
¿Tengo un conocimiento cada vez más personal
de mi religión?
41
¿He comprendido que mi religión consiste, sobre
todo, en la adhesión total y afectiva a una persona,
Jesucristo, y no en un código de prohibiciones?
¿Soy cristiano, es decir, uno de los de Cristo, siem­
pre y en todas las circunstancias de mi vida coti­
diana?
¿He hecho positivos esfuerzos por instruirme en
la fe (cursos de religión, sermones, lecturas, estudios
personales, preguntas aclaratorias...)?
— ¿He admitido de buen grado las verdades de la
religión?
Encontrar en ellas puntos oscuros no es dudar. Hay
duda culpable, cuando uno se encierra en sus dificulta­
des, rechaza las aclaraciones y considera una verdad
de la religión como positivamente dudosa.
— ¿He evitado todo lo que pudiera dañarme en
mi fe?
Conversaciones, relaciones inútiles con los adver­
sarios de la religión, programas de televisión, espec­
táculos, lecturas, prácticas supersticiosas...
— ¿Estoy orgulloso de ser cristiano?
¿Tengo respetos humanos? ¿Me descubro al pasar
ante una iglesia, llevo la insignia de una obra católica,
me pongo de rodillas al pasar el Santísimo Sacramento,
rezo entre compañeros que no lo hacen, llevo escapu­
lario, rosario...?
— ¿He robustecido la fe de los demás?
Con mi ejemplo; rectificando ideas falsas; reaccio­
nando cuando atacan a la religión} prestando libros
formativos...
42
Esperanza
— ¿Tengo la firme seguridad de que Dios pone
a mi disposición una eternidad feliz y los medios para
conseguirla?
Sobre todo ¿tengo absoluta confianza en su miseri­
cordia?
¿O he dudado creyendo que no podía perdonarme
ciertos pecados, desalentándome en la lucha, pensando
que jamás driblaría mis dificultades?
O, por el contrario, ¿he abusado de su misericordia,
diciendo para mis adentros antes de cometer alguna
falta, que ya lo arreglaría todo confesándome?
O,
lo que es peor, ¿he pecado por presunción,
creyendo que podría ser bueno únicamente con mis
propias fuerzas, sin contar con la gracia divina?
Caridad
— ¿Tengo amor filial a Dios?
¿Estoy dispuesto a sacrificar todo lo que sea pre­
ciso para permanecer en su gracia?
¿He murmurado contra Dios a consecuencia de un
fracaso, un sufrimiento o alguna separación irrepa­
rable?
— ¿Amo sinceramente al prójimo?
¿Amo a todos los hombres, tal como Dios
manda?
¿Estoy dispuesto a hacer el bien, incluso a mis
enemigos?
¿Tiendo a entregarme, dar limosna, prestar ayuda
a los demás, o soy egoísta por sistema?
El que no ama al prójimo, no ama a Dios. (Ver el
quinto mandamiento, pág. 50.)
43
2. Oraciones
— ¿He orado verdaderamente a Dios?
Orar no es machacar una fórmula sin ton ni son,
pensando quién sabe en qué; orar es conversar con
Dios. Por eso hay que ponerse en presencia de Dios.
Fuera de la parte activa de la misa del domingo, no
hay obligación de orar en tal o cual momento, a no ser
en la tentación. Pero, es pecado más o menos grave,
pasarse un día o una semana entera sin orar en absoluto.
— ¿He estado atento en la oración?
¿He evitado las causas de mis distracciones (hablar,
volver la cabeza, estudiar la lección, ponerme intencio­
nadamente junto a un charlatán, hojear al buen tun­
tún el libro de oraciones)?
Todo el mundo tiene distracciones, hasta los santos;
no hay que inquietarse cuando son involuntarias; ahora
bien, al caer en la cuenta, vuelve de nuevo a Dios,
hablándole de lo que te ha distraído.
— He tenido una postura digna durante la ora­
ción?
¿En casa, en la iglesia, antes y después de clase, en
el estudio?
Sobre todo, ¿he hecho respetuosamente la señal de
la cruz, la genuflexión?
¿He ayudado a misa, consciente de lo que hacía?
— Puntualizando, ¿he rezado las oraciones de la
mañana y de la noche?
Al levantarte, ponte de rodillas, haz la señal de la
cruz — estupenda oración— y ofrece el día a Dios
(reza, por ejemplo, la oración del Apostolado de la
Oración, pág. 69).
44
La participación activa en la santa misa es la mejor
manera de orar por la mañana.
Por la noche, amplía tu oración; haz un breve
examen de conciencia.
Es de libre elección rezar antes y después de comer;
no es pecado omitirlo, a no ser que lo hagas por
respeto humano o por desobediencia. Con todo, bien
está conservar o adquirir esta costumbre tradicional.
— ¿He orado como nos enseña Jesucristo?
Es decir, siguiendo las peticiones del padrenuestro,
donde los deseos de Dios están por encima de los
míos.
¿He adorado a Dios, le he dado gracias, le he
pedido perdón por mis pecados, me he ofrecido para
extender su reino? ¿O solamente he rezado para pedir
favores humanos?
— ¿He orado por los demás?
Por mis padres, amigos, las intenciones generales
de la Iglesia, la unión de todos los cristianos, las mi­
siones, mi parroquia, mi colegio y profesores, las orga­
nizaciones a las que pertenezco?
— ¿He acudido a la santísima Virgen?
Debo hacer míos los sentimientos de Cristo. ¿Amo
a la santísima Virgen con la ternura que Jesús tenía
para con su Madre? ¿Lo demuestro con devociones
particulares?
3.
Sacramentos
— ¿He hecho bien mis confesiones?
¿Acostumbro a confesarme normalmente con el
mismo confesor?
45
¿He acusado todos los pecados mortales, si los
he cometido? ¿He ocultado alguno?
¿He preparado a conciencia mis confesiones? ¿He
tenido contrición al confesarme? ¿He cumplido la
penitencia que se me impuso?
¿Me he esforzado en corregir mis defectos?
¿He visto en el sacerdote únicamente al represen­
tante de Jesucristo, enviado para orientarme y absol­
verme?
¿He cometido realmente las faltas que he confe­
sado? ¿He exagerado mi caso o he inventado dificulta­
des para hacerme el interesante?
— ¿He hecho bien mis comuniones?
¿He comulgado en estado de gracia y en ayunas?
¿He preparado con esmero mis comuniones? ¿He es­
tado recogido al comulgar? ¿He dado gracias suficiente­
mente? ¿He dialogado con Jesucristo?
SEGUNDO MANDAMIENTO:
RESPETAR A DIOS
— ¿He empleado con respeto el nombre de Dios?
¿O lo he mezclado con juramentos, con expresiones
groseras?
Decir juramentos, sin meter para nada el nombre de
Dios, no es propiamente materia de confesión, sino
falta de cortesía. Puede haber irreverencia y escándalo,
siendo entonces pecado venial.
— ¿He jurado sin necesidad poniendo a Dios por
testigo? Diciendo por ejemplo: «Te juro delante de
Dios...» Decir simplemente: «Te juro que...», no es
meter a Dios de por medio; pero es mejor evitar «jura­
mentos» inútiles, y limitarse a decir: «Te aseguro...»
46
¿He jurado algo que no fuese verdad?
— ¿He hecho promesas a Dios o a los santos con
ligereza? ¿He consultado antes a alguien?
¿He cumplido las promesas?
TERECER M ANDAM IENTO:
SANTIFICAR LAS FIESTAS
— ¿Es en realidad el domingo para mí el día del
Señor?
Es decir, un día durante el cual rezo a Dios con
más fervor (por ejemplo: misa de comunión, acción
de gracias prolongada, prácticas suplementarias de pie­
dad, participación en alguna obra apostólica), haciendo
del domingo un día de descanso.
— ¿He participado en la misa dominical?
Si estuve enfermo, no debo acusarme de haber
faltado a misa, puesto que no hay tal pecado. Ahora
bien, ¿recé algo aquel día a pesar del percance?
Si sólo se trataba de algunas molestias o leve indis­
posición, de forma que me fue posible salir en otro
momento del día, tuve obligación de asistir a misa.
Si dudo de la validez de mis razones lo mejor es
consultar con el confesor.
— ¿He oído misa entera?
Desde que el sacerdote llega al altar hasta su vuelta
a la sacristía.
Se peca gravemente faltando a lo esencial: desde el
principio del ofertorio hasta la comunión del sacerdote,
inclusive.
— ¿He participado con devoción en la misa?
¿Me he unido al sacrificio que el sacerdote ofrece
en mi nombre?
47
¿He elegido a propósito el lugar más apto para
no distraerme, y no el fondo de la iglesia? ¿He utilizado
el misal? ¿He estado en silencio, recogido? ¿He orado?
—
¿Me he procurado distracciones sanas para el
resto del día?
¿He puesto en primer plano la preocupación de
permanecer en gracia de Dios? ¿He ayudado a ser
mejores a los demás, con mi presencia, mis palabras,
mis acciones? ¿Me ayudan a ser mejores las distrac­
ciones?
¿Me he dedicado sin necesidad a un trabajo largo
y fatigoso que me impidiera emprender con ánimo la
tarea de la semana?
CUARTO MANDAMIENTO:
HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE
Para con mis padres
— ¿Tengo cariño a mis padres?
¿Rezo por ellos, en especial cuando sufren? ¿Les
demuestro finura, confianza, respeto, reconocimiento?
¿Les hago sufrir con mi indisciplina, mala conducta,
falta de aplicación en clase?
¿Me avergüenzo de su posición social (de la profe­
sión de mi padre, de su situación económica)?
¿Tengo verdadero amor y respeto a mis abuelos?
— ¿Obedezco a mis padres?
¿Con prontitud, buen humor, sin murmurar, con
espíritu de fe?
¿Acepto sin rechistar sus indicaciones? ¿Me he
enfadado con ellos?
¿He criticado delante de los demás sus decisiones?
Si en algún caso he creído oportuno obrar en contra
48
Era un agua clara que cantaba entre las soleadas prade­
ras... Y termina tristemente su carrera en el cenagal,
donde se extingue, estancada y prisionera...
Así le ocurre a la vida que no ha procurado, mediante
la confesión, purificarse de tantos tropiezos como inevi­
tablemente encuentra en el camino.
de su parecer, ¿lo he consultado antes a mis educa­
dores?
— ¿Les ayudo?
¿Les presto los servicios que me piden? ¿He toma­
do yo la iniciativa de ayudarles?
¿He facilitado su labor dando buen ejemplo a mis
hermanos y hermanas?
¿He tratado cuidadosamente los objetos de que
dispongo (libros, cuadernos, trajes, mobiliario), no
siendo la causa de gastos inútiles?
¿He sido moderado al pedir dinero para distrac­
ciones, asociaciones, etc.?
¿Soy para mis padres motivo de alegría y aliento,
no de tristeza y preocupación?
Vara con mis educadores (sacerdotes, profesores, ins­
tructores)
— ¿Les demuestro confianza y respeto?
dado cuenta de que su misión es ayudarme
hombre?
¿He evitado apodos hirientes? ¿Me he
a llamar la atención sobre sus defecaos o
manías?
¿Me he
a ser un
atrevido
posibles
— ¿Les obedezco?
¿He aceptado sus decisiones? ¿Les he guardado
rencor por algún castigo recibido? ¿He hablado mal de
ellos en casa, he alimentado malos sentimientos contra
ellos? ¿He desfigurado los motivos de algún castigo?
— ¿He facilitado su labor conmigo y con los
demás?
49
¿He contribuido al espíritu de trabajo en clase y en
el estudio, a la animación de los juegos, al clima moral
y piedad de mis compañeros? ¿Me he rebelado contra
el reglamento por ligereza, por altanería, por ven­
ganza?
¿He rezado por mis educadores?
QUINTO MANDAMIENTO: AMAR AL PRÓJIMO
NO MATAR
— ¿He sido caritativo? (ver más adelante: Forma­
ción social y apostólica, pág. 59).
— ¿Tengo sentimientos malévolos contra el pró­
jimo? ¿Antipatías voluntarias? ¿Persevero en ellas?
¿He tenido odio, rencor? ¿He deseado el mal a alguien?
¿No he querido perdonar, prestar un servicio? ¿He pro­
curado vengarme?
— ¿He evitado las riñas?
¿Con mis hermanos y hermanas? ¿Con mis com­
pañeros? ¿He sido testarudo o de mala intención?
¿He pronunciado palabras hirientes? ¿He golpeado
a alguien?
— ¿Me he enfadado?
¿No aceptando bromas? ¿Siendo demasiado sus­
ceptible ante cualquier observación, demasiado sen­
sible a la menor oposición? ¿Me ha faltado paciencia,
cuando las cosas no salían a mi gusto?
— ¿He sido la causa de algún escándalo?
¿Dando mal ejemplo con mi indisciplina, mi poca
aplicación y falta de piedad? ¿Arrastrando a los otros
50
al mal con mis palabras, consejos o acciones? ¿Provo­
cándoles con burlas, con violencias?
SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTOS:
RESPETAR EL CUERPO
— ¿Soy puro?
La virtud de la pureza nos manda respetar nuestro
cuerpo y el ajeno.
El cuerpo, obra de Dios, es bueno en todas sus
partes; es pecado abusar de él para tener satisfacciones
egoístas.
— ¿Soy puro en mis pensamientos?
¡Santos muy grandes han sido torturados por ima­
ginaciones molestas como moscas en verano!
Tener involuntariamente imaginaciones de esta
clase, aunque vuelvan repetidamente no es pecado, sino
tentación; incluso experimentar instintivamente algún
placer por este motivo tampoco es pecado: sentir no es
consentir.
Hay pecado venial si soy negligente, si dudo un
poco en apartar estos pensamientos y el placer que los
acompaña.
Entretenerlos voluntariamente es pecado, falta gra­
ve, si la intención es mala.
¿He hecho lo posible para apartar estas imagina­
ciones? (orando, pensando en otra cosa, cantando,
paseando, buscando ocupación...).
Si me inquietan algunos problemas, ¿he decidido
sencillamente pedir una explicación a aquellos que
tienen la misión de prepararme para la vida? Tengo
derecho a la verdad y a su ayuda.
n
— ¿Soy puro en mis deseos?
¿He apartado todo deseo voluntario de ver o hacer
lo que está prohibido?
En caso de duda, preguntar con toda confianza al
confesor; bien sabe él lo que preocupa a los jóvenes.
— ¿Soy puro en mis miradas?
Ninguna parte del cuerpo es «mala», puesto que
las ha creado Dios.
Luego, ver involuntariamente las partes más ínti­
mas del propio cuerpo, del cuerpo de los demás o una
reproducción del cuerpo (imagen, estatua...), no es
pecado.
Verlas voluntariamente por necesidad (aseo del
cuerpo, estudios de arte, etc.), no es pecado.
Las sensaciones físicas involuntarias que a veces
pueden sobrevenir a causa de esas miradas o de causas
parecidas (muestras corrientes de afecto, por ejemplo),
no son pecado, si no se consiente en ellas.
Es peligroso mirar sin motivo alguno estas partes
del cuerpo.
Es pecado grave, cuando se intenta voluntariamente
verlas, sin necesidad y con la intención de provocar
en sí mismo el placer prohibido.
¿He asistido voluntariamente a reuniones, espec­
táculos, consciente de que eran malos?
¿He leído, conservado, prestado publicaciones (li­
bros, revistas), dándome cuenta de que eran malos
o incluso que estaban prohibidos por la Iglesia?
— ¿Soy puro en mis palabras?
¿Tengo una idea suficientemente elevada acerca de
las leyes divinas sobre la vida y la forma de transmitirse,
de modo que nunca hablo de estos problemas sino con
el debido respeto?
52
¿He desechado en mis conversaciones todo lo que
no es conveniente?
¿Respeto especialmente a las jóvenes?
¿He escuchado, o animado quizá, malas conversa­
ciones?
¿He evitado escuchar o buscar emisiones inconve­
nientes en la radio?
¿He aconsejado libros o espectáculos malos?
¿He reaccionado cuando se hablaba en mi presencia
de cosas impuras, protestando a bocajarro o cambiando
diestramente de conversación?
— ¿Soy puro en mis acciones?
Es muy normal tener cuidado de la propia higiene.
Tocar sin necesidad ciertas partes del cuerpo es una
inmodestia y origen de ciertos peligros.
Procurarse excitaciones deshonestas es pecado
grave.
Tocar a sabiendas y sin necesidad las partes íntimas
del cuerpo ajeno, con el fin de producirle malos senti­
mientos, es pecado grave.
¿He cometido malas acciones? ¿Solo o con otros?
¿He inducido a otros a una mala acción? ¿He es­
crito o dibujado algo impuro?
— ¿He tenido cuidado en evitar las ocasiones peli­
grosas?
Malas compañías, amistades demasiado sentimen­
tales, ciertas reuniones de sociedad, ciertas diversiones
y deportes.
¿He rezado para no caer en la tentación?
Expón sin rodeos tus dificultades, inquietudes y
turbaciones al confesor.
Ahí está para darte luz y perdonarte; nada de lo
que digas le extrañará.
53
SÉPTIMO Y DÉCIMO MANDAMIENTOS:
RESPETAR LOS BIENES DEL PRÓJIMO
— ¿Estoy suficientemente desprendido de los bie­
nes materiales?
Los bienes de la tierra son medios que Dios pone a
nuestra disposición para que le sirvamos y ayudemos al
prójimo. No deben convertirse en un obstáculo de
nuestra actividad y mucho menos ser causa de pecado.
¿Cómo he usado del dinero, de los objetos de que
dispongo?
— ¿He robado?
¿Dinero? ¿Qué cantidad? ¿Estoy dispuesto a res­
tituirlo en cuanto pueda?
¿Golosinas? ¿Alguna cosa? ¿La he devuelto?
¿He comprado o vendido algo contra la voluntad
de mis padres?
¿He engañado a alguien en compras y ventas (en
algún almacén o tienda, por ejemplo)?
— ¿He causado desperfectos en lo que no es mío?
En casa, en el colegio, en la calle, en los tranvías,
en el tren, en los edificios públicos, en casas particu­
lares.
¿He malgastado lo que han puesto a mi disposición
(ropa, libros, comprados por mis padres... en el cole­
gio, en alguna asociación...)?
¿He retenido inútilmente algún objeto, un libro
prestado?
OCTAVO MANDAMIENTO:
NO DECIR FALSOS TESTIMONIOS NI MENTIR
— ¿He sido leal?
Para poder serlo con los demás, hay que empezar
54
siendo leal consigo mismo, sin admitir dobleces, aman­
do la verdad, sea como sea.
— ¿He mentido?
¿Por qué? ¿Para evitar un castigo, para que mi
ignorancia no quedase al descubierto? O, lo que es
peor, ¿para hacer daño a mi prójimo?
¿He hecho trampas en clase o en el juego?
— ¿He hablado mal del prójimo?
¿Diciendo cosas falsas de los demás (calumnia),
o cosas verdaderas, pero ocultas, sin razón suficiente
(maledicencia)? ¿Haciendo juicios temerarios? ¿He
exagerado las faltas de los demás? ¿He ido con «cuen­
tos», para que castigaran a otros?
Cuando hablan mal de otro ante mí, ¿tengo la
suficiente valentía para procurar desviar la conversa­
ción?
Al contrario, estando completamente cierto de que
alguien trata de hacer mal a otro, ¿he hecho los posi­
bles por denunciarlo? (en caso de duda, pedir consejo
al confesor, sin nombrar la persona).
— ¿He sido discreto?
¿He leído cartas que no me pertenecen, he inten­
tado oír por sorpresa conversaciones ajenas? ¿He des­
cubierto secretos que sabía o que me habían confiado?
II.
MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA
— ¿Tengo sumisión a la Iglesia?
¿Me doy cuenta de que, además de las verdades
de la fe, debo admitir las directrices prácticas de la
Iglesia?
55
¿Comprendo que los mandamientos de la Iglesia
no son solamente los que están en el catecismo?
¿Apruebo lo que aprueba la Iglesia y condeno lo
que ella condena?
1.° Oír misa entera todos los domingos y fiestas
de guardar.
2.° Confesar los pecados mortales al menos una
vez al año y en peligro de muerte y si se ha de co­
mulgar.
3.° Comulgar por pascua florida.
4.° Ayunar y abstenerse de comer carne cuando
lo manda la santa Madre Iglesia.
5.°
Ayudar a la Iglesia en sus necesidades.
— ¿Soy militante de la Iglesia?
¿Me doy cuenta de que el cristiano debe ser luz
y levadura?
¿Tengo un alma apostólica?
III. PECADOS CAPITALES
Los pecados capitales son fuentes de pecados; se
miente por orgullo; se desobedece por pereza; se roba
por gula o por avaricia; se jura por ira, etc. Los pone­
mos aquí para que descubras la raíz de tus faltas
habituales.
— ¿Soy orgulloso o vanidoso?
Hablando demasiado de mí mismo, de mis cosas,
de mis éxitos en clase, en el juego, en mis diversiones.
Atribuyéndome todo lo bueno que tengo, dando
cabida a pensamientos de vanidad, buscando alabanzas,
cumplimientos.
56
No soportando ni una broma, enfadándome, guar­
dando rencor.
No queriendo reconocer mis equivocaciones y erro­
res, siendo tozudo en mis ideas.
Estando decaído, desanimado por algún fracaso...
— ¿Soy avaro?
Negándome a prestar mis cosas (objetos, apuntes
de clase).
No queriendo hacer partícipes a los demás.
No dando nada o casi nada a los pobres y a las
obras católicas, estando demasiado agarrado al dinero.
Usando lo ajeno antes que lo mío.
— ¿Soy envidioso?
Pensando o diciendo que los demás son más prefe­
ridos, poniéndome triste al ver que los premian.
Teniendo celos del éxito del prójimo, de su feli­
cidad.
Alegrándome cuando castigan a los demás, al verlos
fracasar...
— ¿Me domina la ira?
(Ver quinto mandamiento de la Ley de Dios.)
— ¿Soy goloso?
Comiendo demasiado, como un glotón, sin obser­
var las normas de educación.
Bebiendo con exceso y ansiedad.
Desechando ciertas comidas por capricho, comien­
do golosinas constantemente, fumando sin modo y
medida.
Quejándome de la alimentación, buscando lo me­
jor...
57
— ¿Soy perezoso?
No levantándome en seguida, a hora fija; permane­
ciendo demasiado tiempo en la cama, durante las vaca­
ciones y sobre todo el domingo;
siendo desordenado en mis asuntos (libros, vesti­
dos, juegos...)
Evitando cualquier sacrificio, un esfuerzo, echar
una mano a quien sea...
IV. DEBERES DE ESTADO
Formación física
¿Me preocupo de mi desarrollo físico con régimen
austero, durmiendo lo suficiente, levantándome pronto,
posturas correctas, actitud viril, sana formación física,
limpieza, aire puro?
¿Evito levantarme y acostarme tarde, los excesos
en el deporte, la dejadez, trajes superfluos, el abuso
del tabaco, de la comida, de las golosinas?
¿Procuro fortalecer mi cuerpo siendo puro en
pensamientos, palabras y obras?
¿Consigo acostumbrarme al esfuerzo físico?
Formación intelectual
¿Me dedico concienzudamente al trabajo: deberes
(repasándolos), lecciones, selección de autores, certá­
menes? ¿Comienzo a trabajar desde el primer minuto
del estudio? ¿Distribuyo bien el tiempo, dedicándome
cada rato a una sola cosa y haciéndola con ganas?
¿Estudio algo por la mañana antes de clase?
¿Estoy atento y activo en clase? ¿Guardo silencio?
¿Pido explicaciones o lo dejo por pereza, timidez o
respeto humano?
58
¿Me esfuerzo en tener sana curiosidad intelectual,
espíritu de investigación? ¿Tomo la iniciativa de com­
pletar mi formación con trabajos personales, lecturas
apropiadas? ¿Leo con detención o de una manera in­
fantil? ¿Sigo los comentarios de mis profesores? ¿Me
contento con dar únicamente el rendimiento mínimo?
Formación de la voluntad
¿Formo mi voluntad? ¿Sobre todo mediante la
aplicación escolar? ¿Con actos de voluntad, sacrificio,
espíritu de decisión, continuidad en lo que emprendo?
¿Tengo dominio de mí mismo, de mis nervios e ins­
tintos? ¿Sé abstenerme de algo, aunque esté per­
mitido?
Formación espiritual y moral
¿Es mi mayor preocupación vivir en gracia de
Dios? ¿He manchado mi alma con pecados mortales?
¿Los he confesado? ¿Va en aumento mi amor a
Cristo?
¿Soy constante en las oraciones de la mañana y de
la noche, antes y después del trabajo intelectual?
¿Cómo he asistido a misa? ¿Bien? ¿Activamente?
¿Comulgo por rutina? ¿Tengo presencia de Dios du­
rante el día? ¿Tengo verdadera devoción a la santí­
sima Virgen?
¿Tengo un guía moral, director espiritual? ¿Le soy
sincero?
¿Sé rodearme de amigos que me ayuden a ser
mejor?
Formación social y apostólica
¿Me doy cuenta de que todos los dones recibidos
de Dios, en especial la fe, debo ponerlos al servicio del
59
prójimo? ¿Deseo el bien y la salvación del prójimo,
como lo deseo para mí? ¿Pienso suficientemente en las
almas culpables e indiferentes que me rodean? ¿Tengo
el propósito de ser «redentor» con Cristo y como
Cristo?
¿Sé que mi primer apostolado comienza en casa
(obediencia, buen ejemplo, espíritu social)? ¿Ayudo a
mis padres?
¿Procuro estimular a los demás al trabajo con el
ejemplo y de palabra?
¿Soy atrayente y servicial, simpático, buen depor­
tista, leal? ¿Hago mejores a los demás con mi pre­
sencia?
Si pertenezco a alguna asociación, ¿soy fiel a mis
compromisos?
¿Tengo espíritu de equipo? ¿Cargo con mis res­
ponsabilidades, caso de que se me haya conferido
alguna autoridad?
Por el contrario, ¿dedico demasiado tiempo a los
quehaceres secundarios, en perjuicio de mi formación
intelectual?
¿Cumplo con mis deberes para con las misiones?
¿Soy caritativo para con el servicio de casa, con
los obreros, con cualquier desconocido? ¿Me preocupo
de los pobres y humildes?
¿Permito que el mal se extienda a mi alrededor,
por no intervenir a tiempo?
¿Tengo la preocupación de hacerme un hombre
útil para el día de mañana?
60
¿He pensado seriamente si Dios me llama a un
más alto servicio en su Iglesia? ¿Sacerdocio? ¿Vida
religiosa?
¿Tengo un concepto elevado del matrimonio?
« Oirás críticas amargas sobre la confesión.
Oirás decir a mucha gente que arrodillarte de­
lante de un hombre es una falta contra la propia
dignidad; que abrir los secretos del dma es una
imprudencia... y que, en fin, ofrecer al dma la
certeza de una absolución prefabricada de ante­
mano es aliviarla un poco del terror de sus faltas
y dejarla otra vez con el hábito del pecado.
»A pesar de estas objeciones, la confesión es
para mí la institución mord más a propósito que
los hombres han podido conocer para nuestras
necesidades y debilidad.
»Y eso sin mencionar lo hermoso que es nive­
lar todas esas vanas distinciones humanas ante el
mismo tribund, como someter todo lo ¡pande a
la justicia divina...
»Si admiro la confesión católica es porque se
fundamenta en el conocimiento profundo de
nuestra miserable naturaleza...»
(E. Legouvé)
61
II.
EL DIRECTOR ESPIRITUAL
Cuando el director de una empresa comercial quie­
re tener las cuentas a la orden del día, recurre a los
servicios de un experto contable.
Antes de aceptar la entrega de materias primas, las
manda revisar a un técnico.
Si tiene que emprender un negocio complejo y de­
licado en que compromete sus intereses financieros,
pide parecer a un abogado.
Si se quiere hacer alpinismo, hay que llevarse un
guía.
En caso de enfermedad, se consulta a un médico.
La gente inteligente se rodea de personas compe­
tentes y sigue habitualmente sus consejos.
Decía san Bernardo: «Quien se gobierna a sí mis­
mo, es gobernado por un incapaz.»
Y
tratándose de tu vida moral, ¿por qué no ani­
des a un técnico, es decir, a un sacerdote?
¿Por qué no tienes un director espiritual, a quien
consultes antes de cualquier decisión de alguna impor­
tancia, que te ayude a formar el carácter, a resolver tus
dificultades y a realizar tu ideal?
¿A quién debes elegir? A aquel con quien tengas
plena confianza, a quien confíes sin dificultad todo lo
63
bueno y todo lo malo que haya en ti, cuyas directrices
sigas con gusto.
Pero, ya que se trata de tu progreso espiritual,
recuerda que lo que debe guiarte es ante todo un espí­
ritu de fe, no el capricho o cualquier «impresión».
Normalmente, lo tomarás por confesor, de esta
manera puedes consultarle periódicamente, dentro o
fuera del confesonario.
Si las circunstancias te obligan a elegir otro, dis­
tinto de tu confesor, hazle saber lo más notable de las
confesiones para que te conozca bien.
No hagas lo que algunos, que tienen un confesor
con quien desembuchan todo y un director espiritual
a quien dicen lo que les da la gana, ¡las cuatro cosas
de siempre, bien seleccionadas! Este dualismo da pie
inconscientemente a una gran falta de lealtad.
Cuando hayas elegido, díselo al sacerdote, en el
confesonario o fuera de él, de palabra o por escrito,
poco más o menos en estos términos:
«¿Podría ser mi director espiritual? Le tengo con­
fianza y le expondré mis cosas.»
El sacerdote recibirá con buen ánimo tu propuesta
y te ayudará en lo que necesites.
No le ocultes ni tus cualidades ni tus defectos, ni
tu falta de generosidad, ni tus inquietudes.
Si te acercas al confesonario, hazle saber quien
eres.
Que él vea en ti un espíritu abierto, leal, confiado,
activo.
Todas las semanas o cada quince días puedes con­
fesarte con él en la iglesia; pero, visítale, si te es posi­
ble, al menos una vez al mes, para exponerle tu
balance moral.
64
Jn joven: la mirada puesta en las alturas, las facciones
ensas por el esfuerzo, la mochila a la espalda, en el
camino de la existencia...
Jn joven que quizá será sacerdote para dar a los hom­
ares el perdón de Dios, o religioso para enseñar a la
'uventud, o que buscará un alma gemela para caminar
juntos hacia Dios.
La confesión es un contacto purificante con Cristo, guía
del Camino, para escuchar sus llamadas y continuar
con más alegría la marcha hacia adelante...
Prepara la visita con sumo cuidado, anota breve­
mente lo que le vas a decir o preguntar, con el fin de
no abusar del tiempo que el sacerdote dedica a tu
consulta.
Expónle los progresos o descuidos en tus deberes
para con Dios, para con el prójimo, para contigo
mismo. Recuérdale el punto particular en que te com­
prometiste a esforzarte más. Hazle las preguntas que
creas conveniente.
No cambies de director espiritual a no ser por
razones de peso (por ejemplo: que no tengas confianza
en él, que el director se ausente o esté enfermo largo
tiempo, que creas que no te exige lo suficiente).
En fin, reza por él, para que te dé luz y te guíe
hacia la perfección que Dios espera de ti.
«El sacerdote, cuando escucha las palabras de
arrepentimiento y contrición, ya no es un hom­
bre. Es un alma que escucha, un alma que res­
ponde y consuela...
»La confesión, desde el punto de vista médico
debe ser considerada como un maravilloso agente
de equilibrio mental.»
(Dr. C. Flessinger)
65
III.
ORACIONES
Aquí tienes algunas oraciones por si el sacerdote te
las pone de penitencia.
Actos de fe. — Señor, creo firmemente todo lo que
has revelado y la santa Madre Iglesia nos enseña, por­
que Tú eres la Verdad, que no puede engañarse ni
engañarnos. En esta fe quiero vivir y morir.
— Señor, creo firmemente todas las verdades que
me enseñas por medio de la Iglesia, porque eres Tú,
la Verdad misma, quien se las ha revelado y no puedes
engañarte ni engañarnos.
Actos de esperanza. — Señor, espero con firme con­
fianza que me concedas por los méritos de Jesucristo
el cielo y las gracias para merecerlo, porque eres infi­
nitamente bueno con nosotros, omnipotente y fiel a
tus promesas. Con esta esperanza quiero vivir y morir.
— Señor, espero con firme confianza que me con­
cederás, por los méritos de Jesucristo, tu gracia en
esta vida y, siguiendo los mandamientos, la felicidad
eterna en la otra, porque Tú nos lo has prometido
y eres fiel a tus promesas.
67
Actos de caridad. — Señor, te amo sobre todas las
cosas, con todo el corazón, con toda mi alma y con
todas mis fuerzas, porque eres infinitamente perfecto
y soberanamente amable. Amo también a mi prójimo
como a mí mismo, por tu amor. En esta caridad quiero
vivir y morir.
—
Señor, te amo de todo corazón, sobre todas las
cosas, porque eres infinitamente bueno y amable; amo
a mi prójimo como a mí mismo, por tu amor.
Acto de contrición (ver pág. 25).
Credo. — Creo en Dios, Padre todopoderoso, crea­
dor del délo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su
único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra
y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María
Virgen. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infier­
nos; al tercer día resucitó de entre los muertos; subió
a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre;
desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos. Creo en el Espíritu Santo; la santa Iglesia
católica; la comunión de los santos; el perdón de los
pecados; la resurrección de los muertos; y la vida
eterna. Amén.
Oración a jesús crucificado. — Miradme, oh dul­
císimo y buen Jesús, postrado en vuestra presencia
santísima; os ruego con el mayor fervor imprimáis en
mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y cari­
dad, verdadero dolor de mis pecados y firmísimo pro­
pósito de jamás ofenderos. Mientras que yo, con el
mayor afecto y compasión de que soy capaz, voy
68
considerando y contemplando vuestras cinco Hagas,
teniendo presente aquello que de Vos, oh mi buen
Jesús, ponía en vuestros labios el santo profeta David:
«Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden
contar todos mis huesos.»
Oración. — Tomad, Señor, y recibid toda mi vo­
luntad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi liber­
tad; todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a
Vos, Señor, lo devuelvo; todo es vuestro; disponed
a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gra­
cia, que esto me basta.
Invocaciones. — Alma de Cristo, santifícame. Cuer­
po de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo,
confórtame. Oh buen Jesús, óyeme. Dentro de tus
llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi
muerte, llámame. Y mándame ir a ti, para que con
tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén.
Oración del Apostolado de la Oración. — Divino
Corazón de Jesús, por medio del Corazón inmaculado
de María, os ofrezco las oraciones, trabajos, alegrías y
sufrimientos de este día, en reparación de nuestras
ofensas y por todas las intenciones con que os inmo­
láis continuamente en el altar. Os lo ofrezco en espe­
cial por las intenciones del Sumo Pontífice.
Oración de san Bernardo. — Acordaos, oh piado­
sísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que
ninguno de los que han acudido a vuestra protección
e implorado vuestra asistencia haya sido abandonado
69
de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo,
oh Madre, Virgen de las vírgenes. Y aunque gimiendo
bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer
ante vuestra presencia soberana, no desatendáis, oh
Madre de Dios, mis súplicas. Antes bien, inclinad a
ellas vuestros oídos y atendedlas favorablemente.
Amén.
Consagración a María. — Oh Señora mía, oh Madre
mía, yo me ofrezco enteramente a Vos y, en prueba
de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos,
mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra,
todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de
bondad, guardadme y defendedme como cosa y pose­
sión vuestra.
Oración de san Francisco. — Señor, hacedme ins­
trumento de vuestra paz: donde haya odio, ponga yo
el amor; donde haya ofensa, ponga el perdón; donde
haya discordia, ponga la unión; donde haya error,
ponga la verdad; donde haya duda, ponga la fe; donde
haya desesperación, ponga la esperanza; donde haya
tinieblas, ponga la luz; donde haya tristeza, ponga la
alegría. Haced que busque consolar, no ser consolado;
compadecer, no ser compadecido; amar, no ser amado,
porque el que diere es quien recibirá, el que de sí se
olvidare os hallará, el que perdonare será perdonado,
el que muera a sí mismo será resucitado.
Oración de Cb. de Foucauld. — Padre, me pongo
en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que
sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo. Lo acep­
to todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en
todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te con70
fío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy
capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en
tus manos sin medida, con una infinita confianza, por­
que Tú eres mi Padre.
Doxologta. — Gloria al Padre y al Hijo y al Espí­
ritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,
y por los siglos de los siglos. Amén.
Un convertido, René Scbwob, escribió en su
libro Yo, judío:
«La confesión, ¡qué liberación! El hecho de
rendir cuentas sobre un acto impuro te restituye
inmediatamente la pureza, te devuelve la libertad
al alma...
» Bendito seas Señor, que me has resucitado de
entre los muertos...»
71
el
a u t o r
A veces, en la solapa de los libros, aparece la
bibliografía del autor. Se suele decir entonces
que quien ha escrito el libro es una gran perso­
nalidad, un ser «excepcional» y cosas así.
El editor esta vez no quiere hacer lo que
«suele hacerse». Se limita a transcribir aquí unas
páginas del padre Lelotte. Están tomadas de la
encuesta Por qué me hice sacerdote (Ediciones
Sígueme, 3.a edición, Salamanca 1963). Al lector
le gustará saber que el autor fue un muchacho
normal.
Tuve la grada de tener una madre fervorosa que
me enseñó a amar a Dios. A ella sola confió el Señor
los años de mi infanda, porque mi padre no practi­
caba desde sus quince años, y sólo a los cincuenta
y siete (cuando yo tenía diecisiete) volvió al camino
de la Iglesia. Durante mi niñez y mi adolescenda,
no conocí, por tanto, un clima cristiano en mi familia:
jamás una oración con mis padres; jamás asistimos
juntos a la santa misa. Un detalle: mi padre rehusó
asistir a mi primera comunión solemne, y se quedó
en casa mientras estábamos en la iglesia.
Siendo profesor del conservatorio y, por tanto,
miembro de la enseñanza oficial, me llevó a una es­
cuela primaria neutra, y luego al «ateneo» — institu­
ción de enseñanza confiada a profesores laicos, que
cuidaban de mantener la más estricta neutralidad.
Fuera de los cursos voluntarios de religión no redbí
hasta los 14 años más formación religiosa que la que
me daba mi madre. Y, sin embargo, a los 12 años,
el día de mi primera comunión solemne, cautivado
por la actividad apostólica del coadjutor de mi parro7?
quia, me hice por primera vez la pregunta: ¿Por qué
no sacerdote?
*
*
*
Pero la atmósfera poco moral del ateneo pronto
hizo que la olvidase. Además, como la música me inte­
resaba vivamente, quería llegar a ser profesor como
mi padre y me preparaba siguiendo cursos de noche
en el conservatorio. En ese período de la adolescencia,
el corazón iba despertándose y, como la mayor parte
de mis compañeros, encontraba muy interesantes a las
chicas y... ¡sabía tener mis preferencias!
A los catorce años y medio, el resultado era lamen­
table; demasiado absorbido por el estudio del piano,
fracasé en mis exámenes del ateneo; por otro lado,
en el conservatorio no saqué más que un tercer accésit,
resultado netamente insuficiente para esperar hacer
carrera en la enseñanza musical. En cuanto a la vida
cristiana, era muy vacilante. En pocas palabras: era
un estudiante mediocre, más preocupado de divertirme
que de estudiar.
* * *
Ante el desconcierto de mis padres, un tío mío me
hizo entrar en el colegio de los jesuítas; allí seguí
cursando el bachillerato de ciencias. Este cambio tuvo
para mí el efecto de un latigazo, y gracias a mi pro­
fesor — un seglar— subí rápidamente la cuesta.
Muy asombrado por algunos excelentes resultados es­
colares, recobré la confianza en mí. La atmósfera gene­
ral de un colegio católico y la influencia de dos jóvenes
jesuítas que daban gran impulso a nuestros juegos y a
nuestras excursiones, fueron otros medios de los que
Dios se sirvió para cambiar radicalmente la orientación
74
de mi vida. De ser el último en el ateneo, pasé a
cuarto, y al año siguiente, terminé primero. Además
había buscado un director espiritual y comulgaba a
menudo.
La enseñanza me atraía más que nunca y mi sueño
era entonces consagrarme a la juventud llegando a ser
profesor seglar. Por esto, el curso siguiente iría a una
escuela normal dirigida por los hermanos de las es­
cuelas cristianas para empezar mis estudios de pro­
fesor de ciencias.
Fue entonces, una tarde — un miércoles, víspera
de la Ascensión— cuando mi hermano me dijo:
«¿Sabes que uno de tu clase estudia latín para hacerse
sacerdote?» Lo ignoraba, pero me quedé desconcer­
tado, tanto que no pude dormir en toda la noche.
Me decía: «¿Y por qué yo no? Ser profesor seglar,
está muy bien; pero ¿no sería más útil a la juventud
como sacerdote?»
* * *
Durante las largas horas de la noche se desarrolló
el combate entre la gracia de Dios y mis objeciones.
¿No fundar una familia, cuando encontraba tan atra­
yentes a las chicas? Y luego, ¿qué diría mi padre
si le hablaba del sacerdocio? ¿Valía la pena renunciar
a mis éxitos escolares para dedicarme al estudio de
los rudimentos de una lengua?... Por la mañana, el
día de la Ascensión, mi decisión estaba tomada irre­
vocablemente: Sería sacerdote, con la gracia de Dios.
El primer paso fue advertir a mi antiguo profesor
seglar con quien tenía mucha confianza. Cuando le
expuse mi deseo de pasar a la sección de latín para
hacerme sacerdote, me dijo sencillamente: «¡Es cu­
rioso! Precisamente la semana que viene iba a pedirte
75
que reflexionases sobre esto.» ¿No era una confirma­
ción de los designios de Dios? El Señor se servía de
un profesor seglar para mostrarme el camino del sa­
cerdocio.
*
*
*
Pero ¿y mi padre? Seguía viviendo alejado de la
Iglesia y — tengo que confesarlo— tenía miedo de
sus cóleras. Mi madre se encargó de decírselo. Su res­
puesta fue muy serena: «Si este es su deseo, bien está.
No quiero llevarle la contraria.» ¡Mi padre, no cre­
yente, no me cerraba el camino! Y en cambio ¡cuántos
padres católicos y practicantes se oponen a su hijo
cuando éste les revela su deseo de hacerse sacerdote!
Y así es como, ocho días después de la Ascensión,
en pleno mes de mayo, se decidió que abandonaría
los estudios de ciencias y que un padre me enseñaría
latín y griego.
A las diez y media, en el recreo, reuní en un
rincón del patio a mis treinta condiscípulos y les anun­
cié mi decisión. Lejos de encontrarme ante unos
tontos que se ríen porque un compañero desea hacerse
sacerdote, todos unánimemente me felicitaron y me
animaron. Era el cuarto que dejaba el curso para em­
pezar estudios de latín con vistas al sacerdocio.
Aunque mi decisión siguió siempre firme, no fal­
taron momentos de cansancio: entonces confiaba mis
penas a la santísima Virgen. Por otro lado, encontré
en los «scouts» un campo de actividades de que se
tiene gran necesidad cuando se es joven.
Y
éstos son los caminos por los que me condujo
Dios. Pocas veces habla Él con voz clara y formal
a un joven, y pierden el tiempo los jóvenes esperando
que Dios se dirija a ellos por teléfono. No, basta casi
76
siempre mirar el pasado y buscar el hilo que liga K
acontecimientos para sentir que es Dios quien preparÜ
el terreno hasta llegar el momento en que uno se
pregunta: ¿Por qué yo no?
El haber tenido un padre no creyente, haber en­
contrado malos compañeros, haber sido mal estu­
diante, encontrar dificultades a las cuales tan pocos
jóvenes escapan, todo esto no es obstáculo para llegar
a ser sacerdote.
Ni le está cerrado el camino a un joven porque
haya emprendido estudios de ciencias, estudios profe­
sionales o de otro tipo: en cualquier edad se puede
estudiar latín. Yo empecé a los dieciséis años y medio;
otros a los veinte o veinticuatro. Cuando se ama al
Señor, cuando se quiere ser lo más útil posible al pró­
jimo, no hay barrera que pueda cerrar el paso.
* * *
Y
cuando un muchacho me dice que se interesa
por las chicas y que siente desbordar el amor en su
corazón, no deduzco por eso: «Entonces, el sacerdocio
no es para ti». Le digo: «Me pareces un muchacho
equilibrado, porque es normal que a tu edad se sienta
despertar el amor. Eso me da confianza sobre tu ma­
durez de sentimientos. Por otra parte, ¡la Iglesia
tiene tanta necesidad de sacerdotes! ¡Hay tantas almas
que serían mejores si encontrasen en su camino un
sacerdote que las orientase hacia Dios! ¿No podrías
ofrecerlo todo por la redención de las almas?»
*
*
*
Cuando un sacerdote se dirige a un muchacho para
decirle: «¿N o has pensado nunca en hacerte sacer-
IR e?» le hace un honor. E$ que le juzga bastante
•Equilibrado, bastante favorecido por Dios, bastan­
te generoso para que considere esta manera de darse a
la humanidad. En un tiempo en que los hombres tienen
necesidad de un «suplemento de alma», ¿qué medio
hay más eficaz que el sacerdocio? El Señor prepara
lentamente a muchos jóvenes; pero son demasiado
pocos los que se inclinan sobre su vida para descubrir
en ella la invitación del Maestro.
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