Subido por khalil.chernaki.44

locura de muerte

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Locura de Muerte
Arik Eindrok
Para Rous, mi dulce amor
La puerta permanecía siempre abierta,
solo debía atreverme a dar el gran paso,
a penetrar en el umbral divino
que me alejaría para siempre
de una existencia que jamás me había sido interesante.
Felicidad Suicida
¿La felicidad? Me dijeron que era posible que existiera, que no debía
ahorcarme aún sin antes saborearla. Lo pensé por unos breves instantes, pero
supe que eso iría en contra de esta existencia y de este mundo, porque todo
aquí es dolor y sufrimiento. Esas son las expresiones que he aprendido de las
personas y de la vida. Al principio eres inocente y serás lastimado, pero
cuando aprendes todo cambia, y sabes que es mejor lastimar que serlo. Es
como el dilema del erizo, después de un tiempo aprendes a tomar la distancia
adecuada, y así no hieres ni te hieren. Y, si lo hacen o tú lo haces, es porque
sobrepasaste esa distancia. Las personas no son para las personas, porque solo
saben hacerse daño entre sí.
Pese a todo, sé lo que se siente querer a alguien y que te lastime, sufrir toda la
vida por todo el daño causado. Sin embargo, ahora lo agradezco, pues eso me
hizo abrir los ojos y ver más allá, entender cosas. Además, todo siempre fue
mi culpa, me engañé a mí mismo pensando que podría ser feliz. Pero esa es la
naturaleza humana, las personas cambian de pareja todo el tiempo. Yo me
aferraba, ese fue mi error..., que siempre quise imponer lo que creía que me
haría feliz. Ahora, no obstante, ya no deseo nada, solo espero la muerte, y creo
que esa es la verdadera felicidad, porque así nada ni nadie puede
decepcionarte; es liberador, hermoso y sublime.
Todo es solo azar, solo es el punto de referencia que elegimos para mirar la
existencia, y eso me coloca en determinada realidad, atrapado en una prisión
única entre infinitas posibilidades. En fin, estoy aburrido de existir. Ahora ya
no me interesa buscarle un sentido a la existencia, pues, aunque existiera, me
daría igual, ya que este mundo está acabado. En el fondo, es gracioso, al
menos así me parece. Diariamente salir a las calles, mezclarse con la sociedad,
ver a las personas luchando por cosas que creen importantes o por personas.
Preocupados por tener poder, bienes y dinero, por las cosas más asquerosas y
banales que puedan concebirse. Y bueno, solo me resta decir una cosa: mi
felicidad siempre fue el suicidio, así de simple.
La Muerte y yo
Yo iba a morir como todos, sin importar si me suicidaba o esperaba que
ocurriera algún accidente, homicidio o enfermedad. ¿Realmente importaba que
fuera hoy, mañana, la semana próxima, el año entrante o en muchos años?
Incluso si mi muerte se prolongaba hasta la mismísima eternidad, no dejaría de
ser muerte. Entonces ¿qué había de interesante en el contenido, en una vida
que desde un comienzo me había parecido insoportable? Ciertamente, yo
había sido un niño tonto y raro, pero desde esos primeros tiempos en este
mundo sentía que todo sería un vil desperdicio. Daba igual morir, siempre que
uno tenía que hacerlo algún día.
Por eso consideraba todo con tal indiferencia y me parecía ridículo tomar algo
en serio; era absurdo existir solo para morir. ¿Por qué no ahora, por ejemplo?
Esa era la cuestión principal del asunto… ¿Por qué no me atrevería de una vez
por todas a cruzar la puerta, a penetrar en ese misterioso recinto de lúgubre
hundimiento que es la muerte? La deseaba tanto, la deseaba con todo mi ser
por encima de todo. Sin embargo, hasta hoy, nunca la había considerado tan
próxima. Siempre me había parecido lejana, y por eso entendía también que
las personas creían ser felices y también luchaban, sufrían y ambicionaban
cosas en este mundo.
Ahora sé que no podría observar de otra manera, con infinita repugnancia,
pues todos parecen tan encantados y se creen con tal derecho de vivir que
olvidan lo más primordial. Sí, olvidan la belleza que ostenta la muerte, la
inefable magia destinada solo a aquellos poetas dementes que se regocijan con
la esencia de la decadencia y el olor de los vicios. El mundo humano se
encuentra ya demasiado podrido, y no hay nada que pueda hacerse para evitar
su posterior hundimiento en la inopia más sórdida. Al final, lo único real y
sublime en la existencia de una raza tan miserable como la humana, no podría
ser otra cosa sino la muerte.
Complacencia Mortífera
Seguiré sin ti hacia la prohibición del mundo, pues el vacío que significa mi
existencia se ha mantenido inmutable ante tu partida. Ni siquiera pude
derramar una lágrima cuando leí tu carta, cuando encontré esta pocilga que es
mi vida apartada tan subrepticiamente de tus caricias. Aún recuerdo, no sé por
qué razón siniestra, esa ocasión en que nos besamos bajo el resplandor de un
encuentro cargado de sueños y pasión. Entonces me sentía feliz, era cuando
aún podía sentir algo, cuando me importaba que estuvieras aquí, cuando te
amaba más de lo que ahora me odia esta sombra. La historia no se repetirá, tus
besos y tu cuerpo ya jamás se entregarán de la misma manera ante mi
persecución en las noches mágicas y aladas del plano astral.
Hoy te has ido a donde perteneces, pues has comprendido lo congelado que se
haya mi corazón y lo extintos que están mis sentimientos, pero es cuando
reflexiono sobre lo arruinado de este martirio. Es una condición extraña existir
solo por casualidad, y tal vez el pecado fue solo pensar que tú y yo podríamos
llegar a ser más que la suciedad en la que nos revolcamos la primera vez.
Llevo tantas manchas de sangre sin sentido en mi interior, tantos ojos cegados
por la magnificencia que tu mirada procuraba obsequiarme cada mañana en el
ocaso de la llama cuya inmanencia despegaba la inutilidad de vivir en el reino
podrido. Descascarado y contrito, he tomado la decisión de castrar los
recuerdos que desde ahora sé me atormentarán el día del delito, el momento en
que el tiempo será finalmente mi amante y mi amigo.
No obstante, no es aún el instante de recibir la furia del olvido, pues me
mantengo indiferente en absoluto, ante ti y los sueños rotos y extintos que
arrojaste tan lejos de aquí. Hoy soy ligeramente más libre de mí mismo, y
espero nunca caer como un títere en una argucia más de este sistema para
desprenderme de mi intrínseca voluntad y de mis sinceros sueños, aunque ya
no tenga ningún caso desear algo. Me siento feliz de tu partida, es un placer
que había solo saboreado en pesadillas y que ahora hago tan mío como el
hechizo del mendigo en el templo tangente, donde una parte de mi sombra
fraguaba inmarcesiblemente una belleza imposible en la entelequia que te
obsequiaba vida.
Discordia Refulgente
Será que muy pronto se doblegó la cuerda donde pendían los zarcillos en los
cuales refulgía nuestra mutua adoración, tan pequeña se tornó la sempiterna
predilección que conservábamos intacta desde el principio de la fantasía. O tal
vez quemamos, ignorantemente, el palpitante planeta tornasolado al cual nos
transportaban los ósculos inefables intercambiados al devorarnos con pleno
derroche de pasión y querella impostora. La realidad fue misericordiosa y se
alejó; se atenuó para permitirnos el fraude, para creer que dos conseguirían el
destino máximo fuera del alcance de cualquier mortal ciego y aferrado. Y es
que no me importaba vivir si no atisbaba tu presencia, no requería ningún otro
remedio para existir que saber de tu esencia.
Pero era inmoral solicitar bienestar cuando en la agonía y en la penumbra se
reconfortaba mi consciencia, cuando en las telarañas del olvido podía
balancearme y experimentar destellos mortecinos de un amor enigmático y
fallido. No obstante, jamás abandonaré la armónica oscilación y el arcoíris de
inmanencia en el cual me deslicé al recorrer los místicos recovecos de tu
mágico cuerpo. A pesar de ser solo un placer terrenal, algo que naturalmente
nos incitaba a la unión en lo banal, me encantaba pensarnos en términos más
elevados que el contacto físico, haciendo de este plano solo el medio para
proyectarnos hacia el más sublime cielo. Aquí estoy, continua e
insaciablemente intentando resucitar lo que la muerte hizo tan suyo en el
devenir inexacto y estocástico del tiempo naufragado, permitiendo al dolor
cebarse a cambio de visiones distópicas cuyo almizcle oprime mi corazón y
atrae por segundos tu suave canción.
Sé que será imponente caminar con las espinas lacerando el rumbo y los
ángeles ocultando el futuro, aunque deberé hacerlo, pero ya sin tu conmoción.
Qué ingrato resultó ser el final de este amor, la panorámica fotografía de la
irremediable convergencia en esta mísera dimensión, ante la cual nos
arrodillamos para pelear y buscar extinción. En dos ha sido repartida la casta
del elegido, la protuberancia de la bestia divina, el chorro del pantanoso vacío
fulgurando con la silueta de la que me enamoré en mi obnubilación. A ti te he
amado y, aunque sea absurdo y desafortunado cometer tal imprudencia, no
renunciaré jamás al encuentro mejor preservado. Estarás conmigo, recorrerás
en mi interior la megalítica expansión tergiversada. Y, entonces, amaré sentirte
tan mía como en este última y dual velada.
Necedad Caótica
Discordantes retumban las fúnebres y lacónicas trompetas del adiós, las
coloridas nubes del ensueño se desvanecen en el juicio inmanente y atroz que
sentenció la perdición de los dos. Lo que fuimos quedará plasmado en bellos y
elocuentes discursos que el devorador regurgitará, en versos insulsos cuyo
afán de pertenencia no trascenderá; pero que, pese a todo, anunciarán el hielo
que pronto mi ser envolverá. Apesadumbrado y decaído percibo el sonido de
la defunción, la sinfonía de muerte que apaciguará todo mal y ostentación, que
liberará mi mente de estas cadenas mundanas donde reina la insignificancia.
Cuán absurda era mi existencia, tan parecida a la de mis compañeros
decadentes, salpicada de la mugre depravada y la repugnancia ilimitada que el
mundo había envuelto.
No obstante, cuando te conocí surgió raudamente la esperanza de la felicidad,
del abrazo laudatorio que remediara someramente el nebuloso y controvertido
combate interior. De ti será mi mejor yo, la versión más suprema y recóndita
que alguna vez ha posesionado la intrascendencia de mi vida. Gracias por los
momentos de supuesta felicidad en el reino de la banalidad, por los besos
divinos y las caricias encomiásticas que posaste sobre un desgastado ser
enfermo de existir, de yacer en medio de la grotesca burla cósmica. Preciosas
joyas iridiscentes de incomparable centelleo fueron esos eones compartidos
con tu inefable soltura detrás de los páramos adimensionales, risas
incontenibles y pasiones ahogadas por el deseo y el delirio del alma.
Paseos y caminatas por los bosques de los diez mil universos en colapso
orlados con polvo galáctico derivado de tu sonrisa sibilina e inmarcesible, que
a mi corazón inflamaba de incomprensión e inestabilidad al sentirme
agujerado por tan magnífica sensación contraria a mi prosapia y frivolidad
mortal. Fue tan mísero el tiempo que se mantuvieron unidos los engranajes
que pusieron en marcha el mecanismo de misteriosa beldad que originó aquel
encuentro singular y despampanante, en el cual intercambiamos nuestras
consciencias modificando el destino y el entorno que ahora reclama el trono,
que se alza victorioso sobre la indispensable emancipación de dos amantes
traicionados por sus instintos, atravesados por la flecha flameante que disparó
lo que otrora fuese nuestro caótico y rutilante desatino.
Ilegitimidad Dañina
Me he sentido sumamente humano al amar de esta manera, al precipitarme por
los rincones de un laberinto que yo mismo he labrado para enaltecer la
perdición del viaje. Los ojos me arden y la boca se me seca, las ideas no son
menos atrevidas al añorar tu figura en cada pared donde solo hay helada
piedra. Me has atrapado, has extinguido el deseo de otras bocas y la ansiedad
de nuevas caricias, pues solo a tu manera puedo vibrar y con tu mirada me he
de suicidar. Grandes telarañas buscan pegarse a mi alma y embobar mis
sentidos con crápulas de los demonios divinos, pero me escabullo por los
agujeros del engaño, que en este sueño sin sentido me parecen más sensatos
que cualquier daño.
La única cosa que lamento en el galimatías sibilino es su irrealidad, pues sé a
la perfección que pronto, muy pronto, la arena pasará al otro extremo del reloj
que nos unía por un pestañeo. Y el fuego helado vendrá para purificar la
miseria en la que convergió este imposible romance entre dos muertos
ladrones del amor blasfemo. Mientras las lágrimas de la contradicción caen, es
evidente y real que la percepción infame terminó por sustituir a lo sublime,
aunque lo nuestro era solamente un espejismo de amargura que se
enmascaraba en los pétalos de la fragancia inevitable. Con absurda obstinación
me aferré a la única esencia cuya falsedad me cautivaba y enloquecía y, por
ello, el golpe recibido hundió mis huesos más allá del infierno que significó
haberte concedido el primer beso.
Me parece ilegítimo que tu boca haya impactado con tal violencia en la mía
aquella noche, y que, al amanecer, toda tu esencia magnificente se haya
esfumado como si de un sueño se hubiese tratado. Tal vez aluciné contigo, tal
vez, en realidad, solo fue una ilusión rastrera pensar que tu cuerpo y el mío se
habían fundido místicamente al compás de las más extrañas melodías. Sin
embargo, hay una sensación muy extravagante en mi corazón que no me deja
tranquilo, y que me hace devorar tu recuerdo como un demente. Sé que todo
acabó, que tu olor no volverá a perfumar este infierno inaudito en donde
divaga mi trastornada mente. Ahora solo me esperará la navaja, esa filosa
iluminación que me permitirá, finalmente, transmutar este sufrimiento
espiritual en la libertad más benevolente. Y, cuando los primeros rayos
incendien mi carne, te juro que no me arrepentiré por haberte amado con tal
fiereza y pasión, aunque ya no me encuentre en la disposición de volver a
buscarte.
La profecía
Pasando por la barrera la luz elevó la sombra en el sonido del viento, cruzando
líneas imaginarias y figuras indescriptibles en el terrible y agónico formato
tridimensional. Asciende tu imagen, la luminiscente estrella del suicidio me
acerca hacia ti, aunque sea solo una quimera mantenerte dentro de la máscara
intrínseca. Sea el firmamento de esta noche lúgubre lo más divino que mi
humanidad vomitiva contemple, o sea real la última caricia que tatuó en mi
piel la agonía y la contradicción de tus visiones, yo hoy me olvido de todo. El
componente y el místico sermón son mucho más de lo que mi soledad puede
abarcar. Solía tomar tu mano y recitar el mantra, formar la cabeza con tres
rostros e infinitos ojos, la única trinidad verdadera, la conflagración de la
unión ascética que dibujó los voluptuosos soles, cuyo resplandor despertó en
nuestra consciencia un olor parecido al del amor.
Recorro con dolor y cierto aturdimiento las variantes y los bosques dorados en
donde tu fantasma aún vaga y me llama para amarte. Memorias que no se van,
que se clavan en la cima de las montañas, que me hacen recordar el hechizo
que construyó en su momento la entelequia del mundo perenne, insoslayable
para los dos amantes supremos. Soy únicamente un mono que paulatinamente
reemplazó su realidad por una fantasía catártica, por un trozo de universo
modificado por la exangüe llama del humano dolor. Toda espera me mantiene
impertérrito en los minaretes donde la luna comió de los trajes abandonados y
bebió el néctar expelido por el majestuoso intercambio, por la emancipación
de lo alado entre tú y yo.
Sé que he complicado mi propio destino, que el centro culminará y vaciará lo
que destruyó la absurdidad por defecto enclaustrada en nosotros dos. Si
pudiera, intentaría decirte que te amo, que alguna vez en algún universo podrá
ser eterno. Si consiguiera tan solo llegar hasta tu origen y recalcar las
posibilidades, evitar la huida y despedazar el amanecer que viene ya. Triste y
melancólico persigo con ahínco tu fantasma, nostálgico y mohíno observo
cómo se tuercen los designios que ambos hemos aceptado. Quisiera que fueses
humanamente feliz, aunque para eso tengas que destruir y enterrar por siempre
el mundo que juntos profetizamos como vida.
Melancólica Desesperación
Y, aunque ya lo haya escrito infinitas veces y lo haya mencionado en todas las
dimensiones posibles, jamás sería absurdo embaucarme con tu perfecta forma
humana. Tienes un aura majestuosa, tus matices de tono índigo me indican un
progreso excesivamente alto, con tu espíritu tan evolucionado y tu mente
lejana a la podredumbre de este mundo infame y trivial. Por encima de
cualquier concepción o delirio extenuante está tu silueta, pero no la física, que
tan solo resulta ser mera temporalidad encarnada, sino la etérea. Porque puedo
perderme en la inmarcesible profundidad de tu tierna y apacible mirada para
purificarme con tu sublime manantial y tus dotes esotéricamente
confeccionados. La manera en que vibras incluso pareciera ser superior a la de
cualquier dios o entidad suprema.
Y, el modo en que consumes cada obstáculo con tu sed de conocimiento y
sabiduría, más allá de tu propia naturaleza, me deja impávido. Tu avidez ante
lo desconocido y tu intensa lucha inmanente son factores que no lograré,
acaso, jamás dilucidar, pero continuaré intentando; proseguiré indagando en el
multiverso afrodisíaco que tus pequeños ojos centelleantes, como dos
inmaculados granates en el apogeo de la conmiseración, ofrecen ante mi
descompuesto talante. Cuánto adoro contemplarte desde tan vastas
perspectivas, y, en todas ellas, concluir remojando mi corazón en tu arroyo
hiperbóreo, tan propio de ti y de la inexplicable sensación de paz y bienestar
que emanas al ofrecerme tu cálido corazón palpitante. Cómo adoro atisbar por
un breve instante tu encomiástico regalo al recargar mi alma en aquella
apacible y fantástica mirada resplandeciente que tanto me apabulla.
¡Oh, princesa de hermosura inmarcesible! ¿Me será lícito mirarte con esta
melancólica desesperación? Si pudiera pedir que algo permaneciera
inmaculado y alejado de la banalidad y la ignominia humana, sería tu
magnificente esencia; la cual, ciertamente, jamás he podido plasmar en ningún
escrito ni fragmento, pues la fastuosidad de tus cromatismos escapa
irremediablemente a la gama de versos mundanos alcanzada por esta pluma
terrenal con la que intento, en mi triste soledad, mendigar un poco de tu virtud
suprema. No obstante, tal vez en alguno de esos lienzos misteriosos pudiera
capturar lo que mis marchitados ojos perciben, pues entonces podría pintar un
arte tan sublime que emanciparía la mundanidad con que trato de amarte en
todo sentido.
Una argucia llamada amor
Todo amor termina por estar encadenado a las imposiciones del poder que
implanta la miseria y la esclavitud en esta grotesca ilusión considerada como
vida. Por ello, había renunciado a todo encuentro más allá de la intimidad,
pues cada vez me convencía de manera más completa de la imposibilidad de
cualquier sentimiento en mi interior. Sentía conmiseración por esos pobres
diablos quienes creían experimentar los goces del amor, siendo solamente
títeres de una telaraña en la cual nos hallábamos todos inmersos de alguna
manera. La reflexión convergía en el mismo punto que la verdad, y era
planteada en forma de inquisición: ¿Qué más podían hacer un hombre y una
mujer además de pegar sus cuerpos en la oscuridad de sus almas vacías? ¡Qué
tontos eran esos humanos quienes se engañaban y fingían aún quererse,
cuando era evidente que se mantenían unidos por apego, costumbre,
dependencia o alguna otra estupidez recalcitrante como los hijos o los
supuestos principios morales!
El artilugio por sí mismo era fehaciente ante el observador minucioso, pero se
requería haber recorrido los campos de la verdadera elucubración para
comprender el simbolismo anterior. Y, como la mayor parte de la humanidad
se hallaba enclaustrada en la ignorancia y el sinsentido, era natural que
confundieran cualquier expresión equívoca de afecto con lo que sería un
diáfano y absurdo amor. Una vez sugerido esto, para alguien mínimamente
despierto y que supiera de todas las mentiras y formas de adoctrinamiento bajo
las cuáles funciona esta inverosímil existencia superflua, no había vuelta atrás.
Entonces se comprendía, quitándose todas las máscaras repugnantes, que el
supuesto amor humano no era sino una amplia gama de actividades para
perder el tiempo y convertirse en parte del rebaño, para olvidarse de uno
mismo y ser un idiota más.
En eso sí que el amor era bueno, pues, al igual que el dipsómano y el
toxicómano, quienes hallan un suspiro de alivio momentáneo en sus
actividades funestas, así mismo el humano enamorado se escapa de la realidad
onerosa unos instantes. De tal manera que el amor quedaba englobado en mero
entretenimiento o diversiones siempre mundanas, en paseos o salidas a sitios
para gente común y corriente, a malgastar el dinero en obsequios absurdos y,
finalmente, a envolverse bajo las sábanas y obtener la carne del ser amado.
Luego de ello, ¿qué otra magia se esperaba del amor humano? Absolutamente
ninguna, pues todo se volvía cotidiano y el interés decaía progresivamente,
siendo el sexo y la costumbre las mejores usurpadoras de una invención
insensata y jactanciosa como el amor, al cual el humano se entrega para
renunciar a su libertad de manera un poco más modesta en que lo hacen las
ovejas con sus bagatelas, pero igualmente carente de sentido como su mísera y
terrenal existencia.
Decantación Inmanente
Escarbando en las zonas donde antes sollocé, cavando tan profundamente,
como es posible a estas humanas manos y como debe ser. Es el antiguo dilema
que durante eones ha trastornado mi concepción de la vida en este jactancioso
universo. Dos ojos flameantes se incrustan en mi frente para reemplazar a los
verdaderos, a esos obedientes ciegos cuyas limitaciones me han irritado al
rasgar el velo. Estaba tan enfermo de humanidad y tan atascado de
implantadas ideologías, que decidí dejar de buscar en el exterior. Libros,
ensayos, conferencias, brujas, entes, chamanes, rituales, viajes astrales,
meditaciones, emancipaciones y hasta empecinamiento; traté, de cualquier
forma, aniquilarme desde dentro. Inútiles fruslerías, todo terminó por ser falso
y yo creí que las respuestas hallaría. Pero ahora entierro todo lo que fui e
indagué para nunca más consultarlo, porque requiero reconstruirme para
sobrevivir al ciclón de la destrucción.
Pero también esto requiero: asesinar mi espíritu y arrastrarme hacia el agujero,
beber en el manantial donde soñé a la sombra delirando. Así, llegará hasta mí
un sublime parpadeo, una mariposa alterando los desvaríos, y, en sus alas,
tendrá grabados mis últimos suspiros. Yo la tomaré y la engulliré de un solo
bocado, para que se reproduzca en mi interior y la metamorfosis se complete.
Porque yo, antes inocente y escueto, ahora necesito ir al más allá sin morir; esa
es la única manera para limpiar lo que por naturaleza hay en mí. ¿A dónde
podría yo viajar? ¿Dónde me llevará toda el agua bebida cuyo oscuro matiz
reflejaba pecaminosos objetivos? ¿En qué monte aterrizará lo que fuera mi
pesada carga en el planeta de la tergiversada bondad? Porque yo sé
perfectamente el secreto de la perdición para desnutrir las imputadas almas en
los culpables sin corazón. Entiendo, barrunto, el punto de contraste entre
someterse a la restricción o rebelarse y recurrir a la muerte.
Por eso la he llamado, y por eso ha venido hasta aquí reptando desde el fondo
de mi dolor, decorando este lóbrego y lacónico teatro con las reminiscencias
del ayer y del mañana, conservando la ilusión del retorno y del hoy. ¡No puede
ser! Todavía no crecen las alas ni llega el choque esperado tras la primera
inhalación, pero ya tengo que irme, dirigirme directamente hacia mi propia
devastación. De otro modo, tendría que esperar los años injustos de la barbarie
humana, las eras marchitas del consumismo desenfrenado, los cruentos
momentos donde las pieles se han arrancado. Yo, supongo, conservo la mía, la
guardé en un pocillo dentro de mi consciencia, y el tiempo la cuidó cuando al
paraíso intenté escapar. Pero volví y traje conmigo a un dios, que no era real,
sino opuesto a la imitación. Ya debo irme, es el momento de arrojarme desde
esa magnífica torre construida por las manos más ingratas y grotescas; es la
hora de saltar y tomar ambas cuerdas para conectarlas a mis oídos.
Límpido Sueño
Me agrada tanto soñar con tu límpido y adorable rostro, con esos ojos en
donde puedo percibir lo más hermoso de la existencia y con esos alborotados
cabellos tan sedosos y cósmicos, con esas cejas pobladas y arqueadas, y esos
labios sibilinos que, al unirse esotéricamente con los míos, me confieren la
potestad de deleitarme con aquella inmaculada melodía de tonos tan
lejanamente sublimes y que solo el palpitar de tu corazón plateado con tanta
pureza consigue ofrecerme. Es inaudito el inefable y rítmico rugido que opaca
todas las banalidades en mi alma, ese que únicamente proviene de discernir los
símbolos para desentrañar y vivificar tu cromática sombra, de saborear y
reconstruir los infinitos fragmentos que yacen despedazados en tu espíritu, de
conectarme con tu verdadera forma más allá de tu superficial figura humana.
Quiero que vengas, quiero que hagas lo mismo conmigo, que entres en mí y
que consigas acomodar cada pieza que lacera mi consciencia.
Quiero que unas lo que sea necesario, que saques las tinieblas para iluminarlo
todo con tus supernovas ingentes y avasallantemente relucientes. Necesito que
fulgures con tal magnificencia, con tan suprema y contundente luminiscencia
que no deje rastro alguno de lo que he sido. Reconstrúyeme con tu vida y
revíveme con tu muerte, pues solo tú conseguirías animar mi carcomida y
maltrecha esencia. Yo te seguiré en cualquier plano o dimensión, inclinaría los
relojes cósmicos con tal de besar tu alma una vez más, de hacerte ver la
angustia en la que me suspende esta impertinente forma humana y esta
absurda debilidad carnal. No sabes cuánto apreciaría no ser tan defectuoso,
procurar responder ante todos tus pestañeos y tus soberbias caricias con el
máximo intercambio del ser. Porque yo a ti podría otorgarte lo que fuera, sin
importar la cantidad de suicidios ni de extinciones masivas. Yo a ti quisiera
conferirte el poder para deshacerme y configurarme como mejor te plazca.
Yo podría arrancarme el corazón y elevarlo hasta el tribunal en tu preciado
nombre. Yo sacrificaría mi alma para concederte un poco menos de
infelicidad, para hacerte sonreír con tu inmanente delicadeza y tus ojos
jaspeados de un carmín violento y excitante. Yo podría arrancarme de esta
infame existencia para asegurarte un solo momento de placer y plenitud,
aunque fuese en la soledad de tus plenilunios donde solo tristes poemas
quedarían, aunque fuese en el manantial a través del cual mi reflejo ya no sería
el que tu sonrisa ocasionaría. Pero yo lo daría todo por esos diminutos
momentos en el espacio donde rieras mágicamente, pues ese sonido podría
guardarlo para buscarte si es que todavía quisieras conocerme, para decirte lo
sagrado y adecuado que ha resultado el sentirte en este universo decadente. Yo
te he soñado mucho más de lo que te imaginas, y te he imaginado de tantas
maneras que el hecho de besarte se ha convertido en todo lo que quisiera por
siempre.
Explosión
Cuando besé tu boca no comprendí de inmediato el paroxismo quimérico que,
irrefutablemente, me proyectaba hacia el mundo onírico de los elementos
sublimes. Abrazarte y sentirte fue la convergencia en el paraíso mismo, pues
eres tan delicada y avasallante cual planta divina de los adivinos en los rituales
sagrados; tan sagrada como la estimulación espiritual de la glándula pineal,
como la idílica sensación de cosquilleo en la sexta fragancia tras experimentar
el pensamiento multicolor. Resulta demente el efecto de tu beso, sincero,
refulgente y magnificente, pues lo que ocasionas en mí es incomparable e
inalcanzable. Ni siquiera todas las sustancias supremas reunidas podrían pintar
un lienzo del modo tan cromático y bucólico en que tú has teñido los
recovecos más sórdidos y sombríos en mi alma.
Las palpitaciones elevan el dolor y el amor hasta los infiernos que se
parapetan más allá del cielo, esos donde añoro probarte y tenerte por la
eternidad de todos los tiempos y los universos. Y, en donde sea que te piense,
florecen las cósmicas plantas luminiscentes de las visiones inexplicables. En
cada ósculo imprimes en mí los olores y sabores del karma hiperbóreo en los
arabescos más intrigantes y magníficos. En todos nuestros encuentros
surgieron los orígenes del infinito para sopesar el impertérrito y
multidimensional vacío de nuestra forma actual. Y es que, cuando te besé,
morí para reencarnar en un ser de naturaleza misteriosa e inefable; todo en mí
vibró y se extendió hasta crecer y superar lo más grande y fulgurante en las
supernovas de la civilización perdida.
¿Qué clase de entelequia y de ataraxia etérea hizo desaparecer los vicios y las
carencias de mi humanidad, y ocasionó, paralelamente, un fugaz viaje místico
hacia la paráfrasis de dios y su energía en su máxima y deslumbrante
constitución? No sé cómo decírtelo, tampoco creo conseguir pintarlo con el
arte más celestial; menos a través de la poesía admirable del alienado sujeto en
esta concepción excelsa e ilusoria. Lo único que podría insinuarte es que, si
siempre me besas de ese modo, no podré volver a ser yo mismo, pues habrás
mi espíritu evolucionado con tus explosivas ráfagas de sentimientos
atemporales y supra cósmicos. Si mi corazón estalla ante tu espléndida
comunicación beatífica, quedará el recuerdo para reconstituirme y saciarse
eternamente de tus primorosos y excitantes labios de matices lenitivos.
Ansiedad
Desconozco si es consciente del hostigamiento que imprime sobre mis
hombros aquella fatal reminiscencia de vetustos dientes afilados y de esencia
siniestramente escabrosa. Lo que sé es lo mismo que ella ha averiguado
infiltrándose en las oquedades que durante la vigilia incitan al morbo y el
azoramiento del estupor cromático y refulgente, de la desesperación incipiente
que amarga más que la existencia terrenal. Me pregunto si dejará de susurrar
aquellas onerosas frases de dolor y muerte al despertar, y vagabundear en las
calles de melancólica náusea, de perfidia infinita y lascivia inaudita donde
abundan los humanos blasfemos esparciendo la miseria de la vida. Me agita,
me corroe y me estresa su presencia, su desgastante peso y su deplorable risa
macabra y melódica.
La veo reptar por las infinitas rocas puntiagudas que conducen a la montaña
plomiza cuya cima roza con el arrebol cerúleo de vahos extraños, mismos en
los cuales puedo recostarme y obtener un consuelo momentáneo, un descanso
en mi débil y exangüe distinción. Ella vendrá, estoy seguro de que lo hará,
pues jamás se rinde cuando encuentra un anfitrión, cuando logra que el ritual
se lleve a cabo majestuosamente, como mejor le conviene y del modo en que
sugiere. Nunca ha conocido la derrota, pues, cuando se cree haberla incinerado
con la flama de la verdad, se esconde y miente con celeridad; dilucida la
magia hermética para engañar al ladrón. Entonces regresa con más poder e
instigación, con grandiosos deseos de obnubilar la percepción y hacer cumplir
sus demandas. Tal vez fingir la muerte de la consciencia podría extinguirla, no
estoy seguro. Me ha vigilado desde hace mucho, tanto que ni recuerdo cómo
fue que esto empezó, ni cuándo la descubrí como parte inmanente de mi
constitución intangible.
Es una quimera, solo existe en mi ser, juega con la realidad y la revuelve con
la alucinación, trastorna el planeta de la miseria en la agonía del mártir
enfermo. No obstante, incapaz soy de defenderme, de no escucharla siquiera
un poco; me cuesta tanto ignorarla, hacer a un lado los impulsos dementes
bajo los cuáles embota mi espíritu y descontrola la sintonía. Sé que no podría
intentar hacerla verídica a los ojos del resto, que es perceptible solo en mi
intrínseca mirada, en el manantial que resulta indispensable para mi sumisión
en la vida mundana. Muchas puertas, colores, dolores y amores he obtenido y
perdido por su causa; tremendas jornadas repitiendo patrones, realizando las
mismas acciones una y otra vez hasta satisfacer su ego, y también el mío,
aunque con un poco menos de sentido. He dejado de luchar, he decidido
aceptarla como parte fundamental de mi existencia en este plano sacrílego, y
eso me ha traído una irrefutable e imparcial entelequia en la cual dormitar y
esperar el fin de su influencia, cuando por fin la muerte escuche y atienda mi
exhortación.
Disociación
Silencio, un hermoso y catártico silencio se impuso entre nosotros, atrofiando
cualquier especie de vibración, ensordeciendo el ruidoso tropel de emociones
fulgurantes y sentimientos orlados que coronaban esta caravana poética,
símbolo ingrávido de la extinción romántica. Acertijos trepidantes burlándose
de la insensatez humana al caer del trono ficticio, al saborear el lodo
iridiscente de la verdad injustificada. Nada más plausible pudo escindir a los
amantes ignorantes del destino cruento y del tiempo matizado. Ningún dios
acudió para pregonar la magia sublime o siquiera para apostar una renovación,
un deseo de muerte que fecundara la inmolación. Una estrella aún centellea
débilmente, pero sé que ya no me pertenece su brillo, acaso jamás lo hizo. Y
solo la observo alejarse para siempre mientras me acribillo.
Tan pronto como apareciste, el fuego consumió los besos que, con taumaturgia
y precisión, robaste a mi escueta boca. Y que, con demencia y explosión, nos
transportaron a los palacios de ónix negro para venerar al pájaro que
paulatinamente devoraría nuestro amor. Veíamos, como el resto del rebaño
ignorante, tan independiente de nosotros la única seductora de la existencia
ignota, la purificadora máxima de los eternos designios. Y, sin embargo,
aullaba en las sombras que se esparcían tras cada encuentro, que añoraban
comer nuestra carne y batirse de nuestra sangre. Nos disociaba sin que
pudiésemos percatarnos, sin que pudiésemos hacer algo para evitarlo; todo
para aceptar que nuestro antes magnificente amor ya se estaba muerto.
Estocásticas las manecillas que restaban por avanzar en el reloj cósmico y
perenne de la comunicación fraudulenta. Pensamos que estaríamos en armonía
con nuestro interior si juntos recorríamos el plano superior de los siete por
dilucidar. No obstante, un grito atroz marcó el retroceso, absorbió la naturaleza
de nuestros instintos y los impulsos delirantes que nos ataban con el mundo de
los huesos. Y, entre el dolor y la tristeza, entre lamentos y murmullos, se secó
para siempre el manantial donde se posaban los cuervos para graznar hacia la
gibosa y pálida luna sangrienta, único testigo del principio y el fin de esta
absurda historia en la que creíamos tan ilusamente amarnos.
Beso Suicida
De vuelta al tormento, a la desdichada, repelente e inicua existencia en este
plano de seres descompuestos. No puedo creer que yo me encuentre aquí, que
me haya vuelto uno más de esos seres decadentes y opuestos a la sublimidad
que desperdician sus vidas en un trabajo cualquiera, diversiones absurdas y
materialismo desdeñable. La paradoja debió haber trastornado al destino
cuando se le ocurrió plantarme en este camposanto de sueños destrozados, en
esta continua planicie de mentiras tergiversadas como verdad y símbolos
anunciando la falsedad de la realidad. Estoy enfermo de humanidad, enfermo
de existir y cansado de soportar la inmensa galaxia sacrílega que me ha
enclaustrado con cadenas estelares lejos de mi comprensión. No quiero estos
vicios ni deseo estas bagatelas, pues no me interesa comportarme como uno de
ellos, tampoco relacionarme con sus placeres y subterfugios ni cargar con sus
inútiles preocupaciones.
Pobres, tan esclavizados por el tiempo y sus impulsos, ocultando su verdadero
yo bajo infinitas máscaras que nunca logran representarlos plenamente. Las
máximas alegrías que logran atisbar en su estrecha percepción mundana son el
embriagarse cada viernes, pegar sus nauseabundos cuerpos en la oscuridad
para experimentar algo tan banal como el sexo, realizar viajes a lugares cuya
belleza es asaz superficial, adquirir bienes materiales para rellenar el vacío en
que levita su existencia sin sentido, atragantarse con toda clase de comida
basura, tener hijos a los cuáles inculcar la misma ignominia, casarse con otro
ser igual de común para consagrarse en el rebaño, arrodillarse ante la imagen
de un hombre clavado y ensangrentado, entre otras tantas zarandajas. ¡Qué
sacrilegio saber que pertenezco a una raza de ciegos adoctrinados que no
hacen sino amar su miserable esclavitud!
Y ¡qué superflua y vomitiva es la facilidad con que el humano cree alcanzar la
felicidad! ¡Qué insignificante es su triste y sacrílego peregrinaje en el mar de
pestilencia que ha osado llamar civilización! ¡Qué aciagas son todas sus
construcciones, monumentos, creencias, costumbres y olores! La única muerte
fue haber nacido en la época más ridículamente incongruente, la más apegada
a lo terrenal. Solo me queda recurrir al único aliado, el único amigo verdadero
que siempre se ha mantenido a mi lado, la sombra que ha conseguido
fortalecerme en este retroceso evolutivo consagrado en lo humano. A él me
entregaré hoy, pues el asco que siento hacia todo lo que me rodea y lo que se
encuentra en mi interior ha superado mi paciencia, ha horadado en cada
concepción de voluptuosa impertinencia. Jamás quiero volver aquí, nunca
añoro que mis ojos contemplen otra vez la execración monumental y
refulgente que representa la humanidad. Hoy solo quiero saborear el beso más
exquisito, el del suicidio.
Esquizofrenia
Sin importar cuánto intentase resultaba una pérdida de tiempo ilustrar a los
demás la manera en que esto me inquietaba y me trastornaba en los sueños del
espíritu. Ellos nunca comprenderían el sopor en el cual me subyugaba cuando
sentía venir su insistencia, la evasiva huida de mi propia mente para no
sentirme tan carcomido por los deseos oscuros que embotaban la concepción
de la personalidad con anómala iridiscencia. Ahora entiendo cómo es que una
persona puede llegar a extraviarse en sus adentros, y cómo, aunque sea un
disparate, he permitido que esa sombra se alimente con cada uno de mis
trémulos y pérfidos pensamientos. Pero lo realmente espantoso es saber que ya
no existe solo en mi imaginación, sino que es, incluso, más real que yo.
Lo que aún no logro comprender es que exista por cuenta propia, ¿habrá algún
modo de alejar eso que soy yo de lo que quisiera ver al arrojarme hacia el
vacío? Desde que llegó comencé a experimentar y alucinar toda gama de
extrañas sensaciones desconcertantes e intensas. Para el resto se trataba de una
invención, de una superchería mediante la cual expresaba mi débil
entendimiento. ¿Cómo podrían, no obstante, los humanos a mi alrededor
descifrar la monstruosa deformidad que me dominaba al punto de ya no saber
por cuánto tiempo era dueño único de mi mente? Esas voces suicidas me
enloquecían cada noche, y las imágenes de putrefacción y pestilencia no me
concedían un solo momento de alivio, ni un solo reproche. Todo era solo un
acto de cobardía, la debilidad de un pobre enfermo cuyas alucinaciones habían
traspasado la realidad.
Inútiles reflexiones escribo, tengo el sórdido presentimiento de que ha sido el
desesperado grito de la soledad el que ha destrozado su encarcelamiento y le
ha otorgado tan poderoso balbuceo. Sigue fortaleciéndose y es imposible
deshacerla, no respeta ninguna de mis prohibiciones y mis promesas las
mastica cual putrefactos cascarones de falacias obsesivas. Tengo miedo y voy
de un lado a otro en esta habitación de blancas paredes, pues sé que tal vez ni
la muerte pueda de sus susurros desprenderme. Y eso es lo que más me
trastorna, lo que me hace no saber si quiero estar vivo o muerto, pues ¿qué
certeza tengo de que todo culminará realmente cuando incruste esta bala en mi
cerebro? Es triste saberlo, pero es tan cierto que solo el suicidio me brinda la
esperanza de mitigar mi inhumana esquizofrenia.
Un suicida viviente
Un suicida era yo, pero uno extraño, uno inhumano. Sí, un suicida de esos que
no se suicidan, que no completan la acción, que hacen del suicidio una forma
de vida, por raro que suene. Yo era uno de esos individuos quienes disfrutan
existir sabiendo que la puerta permanece siempre abierta, que cualquier noche
el hartazgo de soportar este mundo y toda su asquerosa masa de personas y
execrables rebaños tocaría fondo. Sabía también que, sin la idea de
suicidarme, entonces mi vida de verdad sería intolerable, puesto que vivir
queriendo morir es la manera más dulce, espiritual y sublime de permanecer
vivo sin realmente desearlo. El sufrimiento debía apurarlo hasta el fin, el
infierno debía ser lo más recalcitrante posible para poder despegarme de esta
vil cáscara humana.
Por eso digo que yo era un suicida, uno que no se atrevía a matarse, que
contemplaba diariamente la idea en su cabeza, ya fuera la navaja rasgando las
muñecas o la garganta, la bala perforando el cráneo y esparciendo los sesos
sobre el cuarto; o, tal vez, mi cuerpo hundiéndose en la profundidad de un río
donde podría, al fin, caer en el más espiritual letargo. Sea como fuere, ser
suicida era tan parecido a estar enamorado, a experimentar esas convulsiones
del alma cuando los sentimientos se han alterado. Ser suicida era mi destino,
mi vida y mi muerte; era la poesía que había escrito, ebrio de emociones
contradictorias, para descubrir lo trágico, bucólico, apacible y refulgente de la
existencia. La idea del suicidio era ya lo único por lo que vivía, tan
indispensable para mi alma como el aire que respiro.
Yo era un suicida, uno que se suicidaría cuando ya ni siquiera el suicidio me
pareciese suficiente, cuando el arte y la melodía de mi sufrimiento ya no me
conmovieran, cuando vivir o morir fuesen exactamente lo mismo. Sí, yo era el
poeta suicida que odio y amó la vida, pero que siempre suspiró al recordar que
nada, absolutamente nada de este mundo sucio y corrompido, le pertenecía. Y,
asustado y cansado, volvía al mismo punto de donde había partido, entraba
nuevamente en ese laberinto de contradicciones absurdas que era la vida. Sí,
tan solo para comprobar una y otra vez que nada, en verdad nada, tenía
sentido. Pero los gritos eran cada vez más fuertes, las cadenas cada vez más
débiles, las caricias cada vez más frías. Y, al final, sabía que no quedaba nada,
nada excepto la decisión de suicidarse.
El poeta suicida
El poeta suicida era un joven de veintitrés años que se había alejado de su
familia y que permanecía en absoluta soledad, obsesionado con la idea del
suicidio, con trastornos de ansiedad y de depresión inimaginables, pero con
una voluntad bárbara para resistir todo el daño que él mismo se hacía. No
quería vivir ni morir, no quería estudiar, leer, aprender, ver, escuchar ni
conocer nada ni a nadie. En resumen, había perdido cualquier deseo, incluso el
de fornicar y comer. Pasaba días enteros en su cama, tirado y encerrado en
aquella pocilga que rentaba como habitación, pensado en su inutilidad y su
miseria como humano, pero todo era una mera quimera de un loco
obsesionado con quién sabe qué bagatelas. Lo único que hacía era dormir y
olvidarse, por unos bellos instantes, de la realidad tan fracturada donde estaba
conminado a permanecer por cierto tiempo.
Dormía casi tres cuartos del día y despertar era cada vez más complicado, pero
no sabía qué hacer además de escribir e intentar meditar, pues inclusive el
suicidio no le complacía. Su existencia era un tormento, una blasfemia que no
valía la pena soportar, un vilipendio para un ser tan elevado como él. Cada día
estaba más asqueado de la humanidad, consumido por el fétido aroma del
rebaño, atormentado por saberse perdido en un mundo que odiaba tanto como
su propia humanidad, fastidiado de no hallar reposo en ningún sitio, de no
poder calmar levemente el dolor que laceraba su corazón, pues existir era para
él un sufrimiento absurdo, vivir era algo que nunca había pedido y por ello se
sentía forzado a hacerlo. Sin embargo, aún no podía morir, le era imposible
acabar consigo mismo, puesto que su muerte sería mucho más fácil que su
vida, y esa era la razón de todo su malestar.
El poeta suicida quería sufrir hasta que ya no aguantase más, hasta haber
apurado el último trago amargo de esa cadena de eventos absurdos que
representaban la película de su extraña existencia, hasta haber saboreado el
fondo de aquel aislamiento en el que se pudría lentamente, viendo pasar los
días sin hacer absolutamente nada, sin preocuparse por un futuro como las
demás personas comunes y corrientes que conforman esta odiosa y vomitiva
sociedad, sin ninguna especie de orden o de anhelo, sin ningún horario ni
trabajo, sin compromisos familiares, esposa, hijos o amigos, sin querer saber
nada de su maldito destino. Así era como el poeta suicida moría cada día un
poco más sin saberlo, como su alma se desprendía de su cuerpo, como se
deleitaba pensando en la manera en que llevaría a cabo el suicidio supremo,
incapaz de admirar lo más mínimo, de disfrutar el más bello lienzo.
Y, pese a todo, a veces escribía versos cargados de insana melancolía y
recalcitrante locura. Solo una idea lo mantuvo siempre como un suicida que no
se entregaba a su sueño: que el momento no era este, que su muerte aún no
podía pertenecerle. Que la vida, pese a ser horrible y sumamente banal,
contaminada por la asquerosidad de la humanidad y condenada a la
decadencia, era, al fin y al cabo, un dulce poema que, en menos de lo que
esperaba, habría de terminar, pero que debía componer pacientemente,
saboreando todos sus sufrimientos, embriagándose con esos pequeños
momentos de escasa felicidad que pudo disfrutar. Y una noche, cuando la
nostalgia más lo invadía, pudo comprender al fin la verdad: la vida y la muerte
eran una misma, todo dependía de qué cara se quisiera observar. El poeta
suicida entonces despertó, y dejó de soñar unos momentos para soñar
eternamente.
Ensimismamiento
Alcanzando lo aleatorio mediante la supresión de los sentidos mortales,
inhalando el vaho del universo en el vínculo etéreo del alma. Fúndeme con la
divinidad que mi humanidad ha obnubilado en mi interior, desgarra las capas
de putrefacción que la realidad ha vertido sobre mi razón. Inmanente
permanecerá el único conocimiento verdadero, el ulterior símbolo de aquello
que jamás existirá en la patraña que ha conminado este mundo al absurdo;
aquel con la sangre helada y los sentidos mitigados conocerá de lo que habló
el monje. Y el pequeño ente hará brotar de su pecho un humo morado que
purificará la suciedad que nos ha cobijado. En el cielo una bola blanca
continúa absorbiendo nuestra energía, pero ya es tiempo de recuperar todo lo
que hemos vertido en su nombre.
Una hora después del viaje comenzaron los delirios del retorno, aullaron los
lobos para escapar de mi cabeza, los valles se contrajeron para adormecerme
con su presteza. Expandiendo la oscuridad para hacer de esta sombra mi
mayor aliado, deslizándome por los recovecos de la eternidad y esquivando
cualquier inmundicia que se presente, cualquier escollo donde tantos infames
se han de atorar. Analizando más allá de la insignificante percepción humana,
escindiendo lo supremo de esta pestilente prisión para elevarme por encima de
la neblina insana e infinita. Escucho el sonido de un piano, una melodía
cargada de una nostalgia imposible de comprender, de una tristeza que a
cualquiera haría enloquecer. Sigo el sonido, aunque sé que me llevará lejos del
camino, pero no importa. En realidad, incluso el tiempo me ha abandonado,
incluso la vida no es algo que él haya preferido.
Solo deseo alejarme del presidio que representa la depravada existencia de un
conjunto de humanos sin sentido, de la cruenta mentira ante la cual millones
han intercambiado sus almas por cualquier cosa alejada del celestial lienzo en
el fondo del cielo. Alimentando la voluntad para superar mi propia naturaleza,
raspando los restos de lo que fue mi vida humana, saludo al benevolente
almizcle de la muerte que al fin en mi auxilio viene. Me abraza, me dice que
todo estará ya bien, pero ¿he de creerle? No es su presencia lo que me
inquieta, sino la incertidumbre del retorno, de saber que podría ser conminado
al averno nuevamente. Entonces ¿de qué sirvió la lucha contra la bola blanca?
¿De qué sirvió haber seguido la nostálgica melodía del pianista deprimido?
¿De qué sirvió haber vivido, haber muerto, si todo estaba ya decidido?
Sometimiento
Otra vez era yo contra el mundo, luchando vigorosamente por romper el
cascarón, por superar mi propia humanidad. Peleaba con furia, no me doblega
ante nada, arrancaba cabezas y esfumaba insanias vociferadas por los
humanos. Llegó el punto culminante donde la prueba exigió el
desprendimiento de toda banalidad, de todo lo que me había sido inculcado en
el interior para existir en esta realidad. La configuración, aunque dañada e
interrumpida en diversos sectores de la gran matriz, permanecía intacta en su
núcleo, en el maldito y fétido origen que se extendía por toda mi alma,
lacerándola y distorsionando la percepción insondable y furtiva. Caí en cuenta
de que, sin importar cuánto consiguiera vencer el exterior, nunca ganaría la
guerra contra la esencia del origen sustancial. Infinitas batallas podría librar y
en cada una destrozar la adversidad, aplastar gustoso aquellas armas ante las
cuales la mayoría sucumbía.
Y, aunque en ocasiones éstas conseguían rasgar mi carne e imponerse en mi
mente, trastornándome al punto de sacarme de mi propio yo, vaciando las
inverosímiles capas que con tanto esmero habían ataviado mi evolución, jamás
triunfaron por completo, pues siempre volvía a mí. Era tan extraño sentirse
lejos de uno mismo, suplantado por una entidad atiborrada de argucias e
implantada hasta lo más hondo del subconsciente, labrada por años de
adoctrinamiento en la pseudorealidad, por tantos días sucumbiendo ante las
imágenes en la pantalla diabólica o perdiendo el tiempo con personas
completamente idiotas. Además, siendo imberbe y estando inerme ante los
cervales ataques que por todas partes golpeaban con la fuerza que solo posee
el poder más siniestro, se debilitaba la resistencia y el combate ya no dejaba
duda ni reservas. El suicidio era entonces el único consuelo verdadero.
Pero conseguí más arsenal, refuerzos al replicarme dentro de la mentira
universal, al contraatacar al falso dios e imponerme a todo agente externo que
durante eones había pululado e infectado lo más límpido en mi sino. La única
voluntad capaz de conseguir el exterminio, empero, yacía en las colinas
imposibles para la humanidad, inalcanzables para un simple y torturado
mortal. Así, la guerra se perdía, aunque se creía llevar aún la delantera en esta
triste y menguante escalera a la decadencia infame. Se podía dar la contra, se
podía resistir y atacar con estrategia y debilitar al enemigo más temible, pero
nunca se conseguía derrotar definitivamente lo que aguardaba pacientemente
en la propia mente. Era imposible conquistarse a uno mismo, ganar la pelea
contra el ser interno, contra lo que naturalmente conformaba mi esencia,
contra la humanidad que por defecto permitía mi supervivencia.
Perdición
Un absurdo me configuraba y describía mi pensar, atrapado en las fauces de
una existencia sinsentido donde las contradicciones y las injusticias resaltaban
más que cualquier capacidad humana. Estaba tan enfermo de mentiras y
asqueado de la mundanidad y la rutinaria marcha de los días, con ese talante
de insignificancia y palpitante insania, con esa mezcla de destrucción
espiritual y hundimiento mortal. Hacía mucho tiempo que me había aislado del
mundo entero, ni siquiera mis padres llegaron a importarme lo suficiente para
evitar el ostracismo creciente. Amistades fueron siempre muy pocas las que
mantuve cuando entre los humanos y la servidumbre del rebaño suspendí mi
ser; sin embargo, pasado un periodo muy corto, las abandonaba por
considerarlas a todas demasiado banales, independientemente del género,
religión o educación.
Algunas mujeres conocí y creí estar enamorado de ellas, pero el hechizo
duraba lo mismo que la felicidad cuando se presentaba y, al fin y al cabo,
terminaba por aburrirme y regresar a los amados brazos de la soledad, la única
amante que nunca se preocupó de mi ausencia y que esperaba siempre con
serenidad mi complacencia. Fue así como prosiguió mi triste, mísera y
repugnante existencia, tan trivial y mortecina, tiritando en el helado desierto
de mi amargura y desprecio hacia el mundo humano. Me injuriaba con
frecuencia y detestaba el hecho de observar a las personas, así como la forma
en que ocurrían sucesiones de miseria incontrolable y desperdicio abundante.
Unos tenían tanto que podían vivir mil vidas sin gastarse todo su dinero; otros,
los cuáles eran gran mayoría, trabajaban como desesperados para malgastar y
consumir, para envilecerse y olvidarse temporalmente de su intrascendencia.
Finalmente, estaban los olvidados, los marginados, la gente que existía como
un pecado, la que se hallaba en la más cruenta pobreza, esclavitud y opresión.
Había mujeres que eran convertidas en muñecas sexuales de viejos
depravados, inducidas en el fétido y pútrido teatro de la prostitución, la cual
era no solo permitida, sino incitada y hasta alabada por la hipocresía de las
sombras de aquellos que fingían deplorarla. Del mismo talante gozaba la
pornografía, pues perturbaba la mente y enviciaba a consumidores y
propagadores, recalcando la decadencia de una sociedad necesitada de fornicar
para sentirse completa. Pero estas eran solo dos de tantas asquerosidades y
depravaciones cometidas en la ficticia civilización del mono, matizada con
falacias e hipocresías de la peor calaña.
Había muchas otras más y de peor clase, que con frecuencia involucraban a la
parte más pobre de la humanidad, a quienes les era arrebatado prácticamente
todo y se les permitía morir de hambre en el máximo sinsentido. En fin, estas
tres divisiones eran en conjunto las vertientes del mundo absurdo donde me
encontraba preso, donde los días se me hacían tan pesados y el pensar en el
sufrimiento y el calvario por el que atravesarían millones de seres
cotidianamente solo reforzaba mi teoría de que la existencia humana no debía
haber sido concebida. La sombra que cubría el mundo entero arrebataba el
alma y extirpaba toda percepción sublime, acuchillaba la ínfima divinidad en
el interior y, en su lugar, dejaba la adoración por la banalidad y el
materialismo, abandonando los cascarones para pudrirse aparentando ser
entidades vivientes.
Aflicción
Solitario y adusto me acuesto en el suelo de esta habitación fúnebre, lánguido
y absorto con el recuerdo de tu rostro y tus facciones espirituales. El polvo me
cubre y oculta las llagas dolorosas que esta enfermedad concupiscente evoca.
Un pianista parecido al maestro del fuego se embriaga con la sinfonía
demoniaca y remarca la marca que vibra en mi alma. De nuevo soy yo
elucubrando sobre cuestiones de las que nada sé, analizando con
meticulosidad el entorno blasfemo del mono, reconfigurando las piezas del
rompecabezas en que se tornó mi vida vacía desde el día en que murió la
fantasía de besarte. Sé que tus labios jamás en los míos volverán a posarse,
que todo fue una mentira en la que tan estúpidamente decidí creer. Pero no me
arrepiento, ciertamente, pues amarte ha sido lo más hermoso que me pudo
haber pasado en mi triste y virulenta vida.
Un cuadro en la pared, telarañas cayendo sobre mis pies y tus pinturas
catárticas derramándose en el antiguo vergel donde solíamos matar este
sinsentido con eficacia y beatitud al recostarnos y soñar con el mundo del
humano sublime. Queda la nostalgia y la felicidad de haberte perdido en este
galimatías absurdo, pues, con tu ausencia, vino la muerte para hacerme suyo
en el centelleante cielo de las auroras septentrionales cuya inefable
contemplación me acercó hacia tus huellas. Pero no conseguí sino lo contrario,
alejarme de ti como nunca, hacer infinita la distancia que jamás nos permitiría
volver a abrazarnos. Y ese vacío terminó por hacerse costumbre, por
quebrantar cualquier esperanza. Tú lo aceptase y yo también, pues nada puede
hacerse cuando el amor se torna en monótona aflicción.
Continúo tirado, borracho y drogado, disfrutando sin merecerlo de las notas
musicales del triste y melancólico ahorcado, del fantasma que vuelve una y
otra vez con la esperanza de verte abriendo el útero y ya nunca más fenecer en
este cerúleo atardecer de intrascendente y lastimoso dolor. Llega la noche,
también la lluvia, y todo se ensombrece aún más. No sé si permanecer en mi
habitación o salir, si vivir o morir, si pensar en ti u olvidarte. Realmente no sé
ni me importa ya lo que pase conmigo, pues lo mejor sería, sin duda, no
contemplar otro nostálgico amanecer sin tu mirada deleitándome. Donde
quiera que estés, con quien sea que ahora te acuestes, y sin importar lo mucho
que juraste odiarme, quiero que sepas que aún te amo y que siempre lo haré. Y,
en fin, quiero solo confesarte que moriré recordándote mucho más de lo que
recordaré mi propia existencia.
Sinfonía Final
El melifluo era acendrado y vivificante, casi me convencía de quedarme en la
existencia de un mundo próximo a la destrucción inaplazable. Era mi
compañero el músico quien tocaba cada madrugada, se embriaga de sonidos
exquisitamente expresados por su mágica y mística concepción. Pobre músico,
pobre poeta frustrado y singularmente ilustrado de falacias que no le permitían
discernir la verdad. Tal vez yo era el incauto, el extraño en aquella sociedad
mísera conformada por una enfermedad nombrada hace tiempo humanidad,
tan banal que requería de guerra y fornicación para existir con plenitud. El
hecho es que estos humanos habladores y propagadores de sinsentido habían
sido erradicados milagrosamente por las estrellas palpitantes de rutilante
razón, cuando fueron montadas por esos seres labradores de sueños, quienes
actuaron con presteza para purificar el planeta de la mayor vileza.
Todo esto, empero, aconteció hace millones de años luz, cuando los músicos
de la sinfonía idílica ni siquiera conocían el resplandor y la oscuridad del sol,
las facetas de la encarnación. Ellos poblaron la infeliz planicie de desolación
que restó tras el exterminio, reconstruyendo la naturaleza con sus sutiles y
sublimes melodías, renovando la dulzura de aquel néctar extinto durante la era
insípida en que se los humanos se mataban unos a otros por dinero o
zarandajas materiales. Por fortuna, aquella absurdidad ya no imperaba más;
restaba en su lugar una algarabía de notas tenues y curativas, propiciadoras de
una quietud verdadera. El golpe fue decisivo, la música y el origen se
fundieron en un espectáculo despampanante que confundió lo etéreo con la
insuficiencia de la realidad.
Los músicos continuaron en su sendero, obligados a componer con sincera
sublimidad sin descansar jamás, pero lo hacían para reconstruir la casa del
demonio divino, para solazar el tedio y la cotidianidad que permaneció aún
después del naufragio atroz de la humanidad. Nada, de cualquier modo, evitó
que se esparciera tal miseria, y hasta los músicos abandonaron la esperanza del
ciclo adecuado para renacer y restaurar el fulgor granulado por el enjoyado ojo
de la inquisición. Solo uno quedó en pie, condenado a un abismo aciago y una
continuidad anodina de eras sin sentido, pues era improbable extinguir la plaga
enraizada en el mundo lejano del reino onírico. Fantasmagóricas las noches
del primogénito, pues nunca lo atisbé bajar la guardia, nunca abandonó la
música que atrajo y capturó en esta dimensión mi alma. La sinfonía final era la
muerte de lo que nunca pude ni creí ser.
Tormento
Me atormentaba pensar que las personas más miserables, mediocres,
estúpidas, vulgares e incultas eran las que más fácilmente aspiraban a la
felicidad, acaso las únicas. Pero ¿qué quedaba un extraño en un sistema que
exprimía los sueños, el talento, la imaginación y la creatividad? ¿Desde hacía
cuánto la humanidad fingía vivir en este pantano de inopia y bestialidad? La
existencia no tenía ningún fin, cualquier acción realizada resultaba
intrascendente, era ridículamente indiferente ser igual o distinto, o ¿no? Tantas
dudas afligían mi moldeada percepción, principalmente el rechazo. Y nunca
había respuesta, por más que se buscase; al menos no para mí, al menos no
para los dementes como yo que dudaban siempre de todo, que aspiraban
solamente al suicidio sublime.
¿Cómo vivir cuando no se quiere? ¿Cómo seguir cuando morir se debe? Sí,
eso era, imposible sería enumerar todo lo que aborrecía en este mundo banal,
pues había tanto que me disgustaba y con lo que la gente alrededor solía
entretenerse. Pensaba también si siempre había sido así, si desde el comienzo
el humano había cedido tan fácilmente a la estupidez, el sinsentido y la
depravación. ¿Habían existido acaso humanos con verdaderos sueños, talento
y genialidad? ¿Alguna vez la poesía, el arte, la literatura y la música valieron
más que unas piernas abiertas, un lujoso automóvil o un fajo de papeles ante
los cuáles todos se arrodillaban? Pero no, el mundo era así, no iba a cambiar
tan solo porque a mí me disgustase profundamente. Entonces tenía sentido
matarse, ¡vaya que sí! ¿Para qué estar en un lugar donde me siento forzado a
existir tan vomitivamente?
El mundo me molestaba, la existencia me laceraba; nada restaba para ya, nada
había por descubrir ya. La vida resultó ser solo un desperdicio, una
tragicómica entelequia matizada de verdad, una fraudulenta declaración de
divinidad. Y no, no sería parte de la decadencia y la mediocridad, pues todavía
quedaba una forma para vencer mi propia humanidad, aún podía recurrir a la
más sublime oportunidad. Hoy no habría ya mañana, no más mundanidad ni
monotonía. Ya no más ridículas pláticas ni tampoco reuniones absurdas donde
la embriaguez dispersaba la náusea de existir mínimamente. Mis últimos
instantes en este mundo fueron los más felices que alguna vez experimenté en
esta distopía; tan es así que, cuando se me encontró, solamente una sonrisa de
alivio destacaba en mi cabeza agujerada.
Mi desgastada mente
Y, entretanto, únicamente un pensamiento refulgía en mi desgastada mente, en
mi cansada y asqueada humanidad: la imposibilidad de eliminar mi existencia
y todos sus recuerdos. Eso me lastimaba, pues ni siquiera la muerte, tal vez,
podría eliminar eternamente lo que el tiempo conmigo hizo, lo que la vida
arrebató de mí. Quedaría por siempre el recuerdo de mí y de mi existencia, de
lo que viví y experimenté en este cuerpo, de la fatalidad con que mi esencia se
corrompió al luchar contra el rebaño y la inmundicia de este sistema opresor y
destructor de sueños. Si pudiera borrarme de todo para siempre, entregarme al
vacío, exterminar lo que fui, soy y seré de toda dimensión; extirparme de mí
mismo y hacer lo propio con los demás. Yo solo quisiera arrancar de mí
cualquier rastro de existencia, de vida o de lo que sea esta miseria que jamás
se va.
No tenía opción, pues, aunque joven, sabía que de nada serviría ninguna clase
de iluminación o supuesto despertar. En esta cárcel todo era parte de la misma
insania, de la marchitada depresión que se encajaba en mi corazón, que hundía
sus garras en mi alma y la destrozaba para que fuese concebible mi galopar en
la mentira. Ya ninguna pastilla resultaba efectiva, sin importar cuan elevada
fuera la dosis. La realidad era una estupidez, algo horrible, aterrador y
brutalmente absurdo, pero que, además, violaba cada una de mis débiles
defensas mentales en mis vanos intentos por permanecer vivo. Y no lo quería,
tampoco lo necesitaba, era solo que había algo misterioso, como un réquiem
ilusorio cuya tonada me concebía siempre la opción de reflexionar un poco
más. Pero no sería para siempre, tampoco se trataba de resistir eternamente
este martirio.
Solo un poco más, lo suficiente para aceptar que el suicidio era lo único que
me quedaba ya. Y no sé, tantas recaídas me parecían hasta normales, tantas
noches en soledad y depresión, con las muñecas sangrando y las lágrimas
brotando, sin ninguna compañía en realidad. Pero eso era normal, pues sabía a
la perfección que, en última instancia, todos los humanos nacemos y morimos
solos. Y, además, que todos los humanos siempre terminan por mentir,
engañar, ser infieles y corromperse, pues esa es la auténtica naturaleza del ser
que tanto se busca ocultar con falsas ideologías moralistas. Tal vez demasiada
verdad nunca venía bien a un simple mortal, pues era esencial escabullirse
hasta cierto punto en algunas argucias para tolerar la existencia un día más. En
fin, solo me resta decir una cosa más: ¡qué aburrido es vivir y qué divino es
matarse!
Desperdicio
Las horas se esfumaban, pero los lagartos de las tres colas no dejaban los
cuerpos que les permitían sobrevivir en este plano inferior. Ya habían
devastado al mundo, ya se habían apoderado de la energía de cada títere
esclavizado para consumir, fornicar y ambicionar. Estaban satisfechos los
verdaderos amos, y su madre, la reina de los abismos estelares, no se rendía en
su misión. Extraer hasta la última gota de energía de esos miserables, chupar
una y otra vez los cadáveres agónicos que eran arrojados al cementerio del
valle en la muerte del orador. Líderes mundiales, supuestas eminencias en los
más diversos campos, anunciados de pronto como extranjeros de la galaxia,
pero imposibles de desenmascarar en la carne carcomida que había ocultado
su naturaleza ruin.
Solo aprovecharon los descuidos de la miseria, los arrebatos de cólera que las
cortinas del defensor herido dejaron al descubierto. Pero, cuando se hayan ido,
quedaran otros, y esta vez serán de los nuestros. Sí, serán humanos y eso lo
hará todavía más escalofriante y atroz. No cesarán en sus quejidos, no
derramarán en vano la gran catarsis que les proveerá del combustible para
poner en marcha la crisis del santo dolor. Y, por doquier, esparcirán lo que no
debe ser asimilado como algo profético, como si se tratase de una pútrida
emanación de la santa revelación. Entonces se callarán, porque los dominados
aceptarán el pesado yugo de aquellos que puedan levantar la pirámide un poco
más, y a quienes el gran ojo ilumine con tan solo una pisca de la supuesta
verdad.
Callarán porque les ha sido prohibido rebelarse y luchar por su libertad,
callarán y se arrodillarán ante la imagen del nuevo anticristo, del dorado
amanecer que evaporará el sufrimiento de la elección. Y así, el libre albedrío
será solo de ellos, pues poseerán el instrumento que sus antecesores
impusieron como la verdad. No habrá ya más rebeldía en quienes no
conseguirán atisbar que sus vidas ni siquiera les pertenecen ya, pues lo único
que solazará a los venidos de la estrella polar será el nuevo orden mundial. El
apologético disturbio vendrá entonces para glorificarnos, y tomará los
cadáveres de esos insensatos cuya avaricia fue más infame que su propia
existencia para rasgar sus huesos y sacrificarlos al ídolo. Toda una caterva
gritará ansiosa por la sangre del águila reluciente, habrá tal tumulto que hasta
los menos obsequiosos sentirán el beso de la muerte.
Oscuridad Eviterna
Un soplido de esperanza, una luz en la oscuridad eviterna del corrompido
mundo en donde hemos sido conminados a pudrirnos sin sentido. Pero el
encomiástico sabor de sus mentiras tenía que ser también la ruina de los
progresos en la extenuación del león emancipado. Sentado en la orilla de la
montaña resplandeciente veo danzar todavía a algunos pobres desesperados.
Pero me convenzo de que lo alucino todo, de que esta desgraciada tristeza que
me ha desgarrado por dentro es el comienzo de las eras en las cuales ya no
estaremos tan subyugados. Luego, me rio, me divierto con el sufrimiento
mental que retuerce todo mi ser y que coquetea trivialmente con el suicidio.
Pronto estaré ahí, y ya no me molestarán más las advertencias de un
apocalipsis inminente en este infierno de tuertos y necios, en este pusilánime
estado de embriaguez espiritual que no me deja en paz ni siquiera esta noche.
Ya quiero arrojarme, ya quiero suicidarme y ver mis restos esparcidos en las
cavernas del odio sempiterno, más allá del lago ensangrentado donde se dice
que se pudrirán mis huesos. ¿Será acaso ese el suplicio menos despreciable
por haber sido humano, tan humano? O ¿solamente el consuelo del poeta
suicida que esta noche quedará aniquilado en el reino celestial de la
inmortalidad fabulosamente aislada? Da igual ser o no un títere más, pues la
incertidumbre no desaparecerá y no querré colgarme después de haber cruzado
la oscuridad impertinente. Existir y no pensar, amar y no correr sin el abrazo
de los injustos ni los aciagos.
Cada paso me recuerda lo desdichado que aún es mi lóbrego destino,
existiendo en una raza de mártires calumniados por el débil sol del olvido.
Todo esto debe ser una broma, pues no alcanzo a comprender cómo es que mis
oídos fueron arrancados cuando el moldeamiento se impuso como el único
camino. La desesperación vuelve, la duda se eterniza y la embriaguez
profetiza la huida, la tan requerida ausencia de carne que debería condenarme
en la cárcel de mis propias locuras y no en el desierto de mis grotescas y
quiméricas reflexiones, no en el mismo sitio donde ya he llorado para que me
succionen. El nudo aprieta muy fuerte y el vino me es ya insuficiente, me
ahogaré en esta pestilente alcoba donde otrora acariciase tu etéreo cuerpo de
sirena cortejada. Hoy no estás ya, ahora es cuando sobreviene el fin.
Enigma
Yo no usé el instrumento adecuado para destruirlos, ¡diablos! Y ahora han
vuelto, han atravesado el laudatorio portal de los enigmas prismáticos para
fusionar su veneno con mi calamidad eterna. Grandiosos monumentos
destruidos sin piedad por la contención de los mártires, ejecutada sin decoro
por los sellados en el recinto violáceo. Han escapado, los dejé salir y se ríen
siniestramente cuando les ordeno volver. Esa prisión ya no será útil, ya no está
a mi alcance el báculo de la trinidad que me permitía sobreponerme. Me han
dominado, han acabado con mi ínfima cordura y se han aprovechado de mi
débil y escasa permanencia. ¿Aún soy yo quien ocupa este cuerpo? ¿Todavía
hay tiempo de encerrarlos y ejecutar el desentierro supremo de los jodidos y
los harapientos? No, es demasiado pronto para trastornarse, para horadar en el
sueño del hereje y suicidarse.
Aún faltan algunos episodios en este poema delirante, algunos versos que
necesito plasmar con locura antes de rasgarme la garganta y huir hacia el cielo
de la serpiente plateada. El ensalzador dilema vuelve en forma de una estrofa
farsante, acaba con mi paciencia y me hace olvidarte, me reconforta en su
guarida sombría con el ruin propósito de enloquecer tu mirada austera hasta el
día en que pueda encontrarte. Vaya castigo me ha sido implantado, vaya
tortura la de cuestionarse hasta el más mínimo suspiro antes de que el poder
salga expulsado hacia tu divina procedencia. Quise entrar en ti y explorar el
regalo del cual, haca un tiempo, fui expulsado para lamentar mi existencia.
Pero entonces aconteció la duda y el miedo pulverizó el amor que creía
profesarte con extrema soltura.
No debemos llorar ahora, ¡claro que no! Sería mejor suicidarnos, y descansar
hasta desquiciar a los jueces de la resurrección inoportuna. ¿Para qué se ha de
volver a vaciar la canasta donde reposan nuestros sueños y voliciones? No
tendría sentido retornar a este plano de abundante miseria y tolerar, por otro
siglo, la estupidez infinita y el absurdo modo de vida de los humanos. Ya
sabemos que la humanidad es un desperdicio y que la vida es un sacrificio que
no han merecido los marcados por el falso dios dinero. Entonces ¿a qué vienen
estas quejas deplorables? Podría ser que acaso aún quedara un último
sacramento por destruir, un último beso por robar o un primordial encuentro
por degustar. Y, si no es junto a ti, ¿dónde he de odiar el mundo hasta mi
corazón atravesar?
Eres como un sueño
Es una situación muy extraña, pareciera incluso más irreal que un sueño. Sí,
eso debe ser, ¿no lo crees así, mi única y sublime fantasía? Pues te miro y, por
instantes, desapareces. Sí, te vas sumamente lejos, a un lugar del cual no
puedo ni quiero extraerte. Sé que es mejor para ti ocultarte en aquellos lugares
de lozanía absoluta, en aquel páramo de infinita quietud. Sin embargo, cuando
vuelves, de inmediato captas mi atención de modo abrumador. Es tal la
plenitud y tan bello el goce que causas a mi espíritu que, si pudieras intuirlo,
querrías no ser tú a quién yo amara, pero eso no es posible, pues tú eres la
única musa de ojazos sempiternos en mi pensamiento. Así, te presentas ante
mí, cautivas mi corazón marchitado y no te dignas en regresármelo hasta que
tu contemplación mi cabeza ha conquistado. Tú eres, sin duda alguna, mi
sueño perfecto, la persona a quien quisiera contemplar y escuchar el resto de
mi triste vida.
¿Por qué es así? ¿Por qué me haces sentir vivo cuando ya creía estar muerto?
He de serte sincero por completo: no lo sé. Y eso es lo que me hace sospechar
que estoy brutalmente enamorado de ti, de tu mirada carmesí y tu boca en la
cual me quisiera derretir. ¿Cómo soportar este elogioso averno, esta ironía de
cromatismos desproporcionados que llega a mí en conjunto con el fulgor de
tus brazos? Sería una tragedia, peor que eso, pues tal parece que estamos
condenados. Pero no, ya no lo veo así, ya no sé lo que será de mí cuando tu
resplandor de este soñador se haya retirado. Porque, invariablemente, la luz de
tu sonrisa no podrá irradiar con igual intensidad por siempre, pues ni siquiera
me concierne lo más pequeño de tu grandioso y espléndido cielo. Conocerte
ha sido, por mucho, lo más encantador en este absurdo teatro que es mi
existencia.
En medio de la devastadora ola levantada por las sombras de la angustia y la
depresión, ha surgido la silueta que tanto anhelé, la divinidad encarnada a
cuyos pies me aferro aun sabiendo que no puedo ser correspondido ni merecer
su amor. Tu espíritu catártico y los avasalladores y cegadores ojos que posees
me hacen sentir como si estuviera muriendo para renacer de inmediato. Estar
contigo es como un sueño del que no quiero despertar, porque en él puedo
imaginar que solamente existimos tú y yo, que todo lo demás carece de sentido
y que, si el mundo se terminase, podría sostener tu rostro afrodisiaco y
perfecto para orlarlo con el desorden del clímax más indómito. ¡Oh, funesta
realidad en la que divagamos! Pero me encantas tal como eres, me tienes loco
y te pienso sin tregua alguna. Eres tú la única razón de mi existir, la celestial
fantasía que mi alma necesita para seguir vibrando. Mi único error, quizá, fue
haberme enamorado de la mujer más hermosa, y quien solo podría estar
conmigo en mis más apolíneos sueños.
Inmolación Suicida
Comenzaba la inmolación del poeta destinado al suicidio, pues el asco de
existir volvía a envolver su fatal destino. Bien sabía que cualquier camino
conducía al mismo absurdo donde todos aquellos seres a quienes detestaba, los
supuestos humanos, se regocijaban en la servidumbre y la miseria de sus
vomitivas acciones. La tristeza y el hartazgo cegaban su panorama, la
existencia era para aquel genial ensalzador de la muerte el obstáculo que le
impedía convertirse en dios. El suicidio estaba tan cerca que podía saborear su
placentero y extravagante néctar cuando se abstraía en elucubraciones
sombrías durante los días menos soportables. Entonces la felicidad entonces
invadía su mente, pues pensaba en lo banal de cada ideal humano, de cada
sufrimiento experimentado y de toda la creación inmunda a la cual,
desgraciadamente, pertenecía.
Así fue como llegó el día en que puso fin a su deplorable existencia, apagando
la irrisoria flama de su vida y la misteriosa belleza de su poesía, cerrando los
ojos para despedirse con asco de un mundo nauseabundo que siempre
detestaría. Y, sin embargo, lejos de aquella madriguera donde el sublime poeta
suicida se había refugiado durante los últimos años, lejos de ahí, estarían aún
los humanos infames y odiosos. Sí, seguirían reproduciéndose, aunque no
hubiera ningún motivo para ello. Y también sus viles y putrefactas criaturas
serían adoctrinadas para perpetuar el mundo tan execrable donde esta raza de
idiotas, por desgracia, debía existir.
El poeta suicida, con ideales sublimes, cuya poesía fue la evocación de toda su
tristeza y su angustiosa locura. La existencia fue para él una tortura, un
sacrilegio que le doblegó demasiado pronto, que esfumó sus ínfimos deseos de
sonreír y sentirse libre. Pero no había realmente muchas opciones más allá de
la navaja, la cual contemplaba con cierto matiz sarcástico al volver ebrio cada
noche a su pocilga. Pero es que hasta la borrachera y la locura terminaron por
cansarlo y aburrirlo, a él, a un espíritu rebelde y distinto. Porque de verdad su
alma debía ser diferente a la del rebaño, a la de esa caterva de monos
aficionados al dinero y al sexo. Y así, aquella noche sombría, tras haberse
percatado de que ya nada tenía sentido, simplemente decidió entregarse a su
tan trágico destino.
Alucinación
Mis ojos se entumecieron cuando tu virtuosa imagen se apoderó de mi razón.
Melancólico y aturdido anhelé verte por última vez, sentir ese calor adorable y
esa boca opípara en la cual tantas ocasiones se consumaron ardientes ósculos
matizados de una supuesta felicidad. Pero hoy ya no estás, de mi vida te fuiste
hace tiempo, dejándome solo este sombrío recuerdo. Es demasiado tarde y no
tengo intenciones de buscarte, prefiero probar otros labios para olvidarme de
este absurdo dolor proveniente de una quimera tan superflua como lo es el
amor. Así será mejor, así podré poner fin a esta atribulada existencia, pues he
decidido que esta noche todo estará bien si me suicido, si termino ahogándome
en sexo, drogas y alcohol.
Realmente no hay más que hacer en esta existencia aciaga en la cual me siento
preso. Cualquier otro camino distinto al del suicidio ya no será de ninguna
forma gratificante, y me sabrá demasiado insulso. Antes, cuando nos
consumíamos juntos debajo de la estrellada y cerúlea noche, podía tener
ciertas esperanzas y alucinaciones. Pero ahora ya nada puede hacerme vibrar,
nada igualará jamás aquellas sensaciones tan inefables que solo tú, musa de mi
más delirante poesía, conseguiste alborotar en mi perforado corazón. Esas
noches de embriaguez sexual no volverán, pues podría fornicar con quien
fuera el resto de la existencia, pero jamás hallaría nuevamente tu encanto tan
celestial.
La poca fuerza que me sostenía me abandona, se va de mi cuerpo con la
misma rapidez con que tú lo hiciste. Aún recuerdo, presa de mi imaginación
exaltada, esos primeros días en los cuales lamía el suelo donde siempre tus
pies se posaban. Y también le hacía el amor a las mismas sábanas que fuesen
testigos fieles de nuestras veladas más alocadas. Los pantagruélicos
encuentros entre nosotros hacían que hasta la muerte se sintiera intimidada y
que la vida nos pareciera como un cuento de hadas. Tan hermoso era
contemplarte junto a mí, incluso sin ni siquiera tocarte, pues el halo de tu
mirada bastaba para resucitarme. Es una lástima que te hayas ido tan pronto, o,
tal vez, que yo haya dejado de materializarte… Como sea, hoy es un buen día
para zanjar definitivamente la cuestión relativa a mi suicidio y al bello
espejismo de esta esquizofrénica poesía, misma que terminó por cautivarme.
Punzante reflexión
No había ningún motivo para seguir adelante, esa era la verdad. No obstante,
lo negaba diariamente, ya fuese por temor o por estupidez. Y entendía que
también las personas estaban ciegas y que no podían percibirlo. Pero, al final,
el posible sentido de sus vidas siempre terminaba por estar ligado a otras
personas, momentos y lugares ajenos a su ser; es decir, era lo externo lo que
falsamente creían como importante. Y así era como conseguían vivir y
engañarse, pues se rehusaban a aceptar que, en el fondo, todo era absurdo. Lo
era desde que había que morir, pues, si bien es cierto que había cientos de
teorías, ideologías y creencias acerca de por qué estamos aquí, ninguna era
certera, todas se mantenían en la incertidumbre y la especulación.
Y, si existía ese mentado sentido de la existencia, no podríamos saberlo con
seguridad en vida, acaso solo en la muerte. Pero entonces, ¿ya de qué serviría
saberlo? ¿No sería mejor saberlo ahora que estamos vivos? Y bueno, creo que
eso ilustra el punto: aquí y ahora, mientras se está vivo, resulta imposible
discernir el sentido de la existencia con certeza, y, siendo así, se llega a lo
mismo de siempre: que todo esto es absurdo. Sí, no podía haber otra
explicación, no en el punto al que yo había llegado. El absurdismo de mi
infame y vil existencia había conquistado cada rincón de mi ser, terminando
por convertirme en un parásito que ya ni quiera respirar podía; al menos no sin
sentirse abrumado por el vacío.
Y, dentro de todo, recordaba el dilema de la jarra de agua. No había ejemplo
más claro del absurdo de la existencia que ese: la jarra que se vacía. Entonces
un sinfín de preguntas me atormentaban. ¿Por qué tenía que vaciarse la jarra?
¿Por qué tenía que volver a llenarla? ¿Por qué tenía que tomarme el agua de la
jarra? Era un ciclo infernal, y así con todo. Como los viejos dilemas de la
cama que debíamos tender para volver a destenderla, de la comida que
debíamos ingerir para desecharla, del aire que debíamos inhalar para
exhalarlo, de la vida que debíamos vivir para, absurdamente, terminar
muriendo. O, si no se era tan cobarde y vil, para aceptar el divino regalo al que
aspirábamos los poetas sublimes en la cumbre del anhelo fulgurante: el
suicidio.
Inutilidad
Muchos días ya tirado en cama, pensando, dándole vueltas al mismo asunto
sin llegar a nada concreto, sin obtener datos que ayuden a decidir plenamente.
¿Vale o no la pena existir? Es decir, ¿es o no todo irrelevante? ¿Es la
humanidad algo épicamente absurdo o tan solo el desvarío de alguna entidad
suprema demasiado arrogante? Bueno, era inútil seguir con la tortura, al
menos debía darme un poco de descanso. Tampoco había comido en días, y
me sentía cada vez más deprimido y triste. La vida sabía muy mal, y la idea
del suicidio me asediaba a cada instante. Una galaxia de palpitantes
sensaciones me desgarraba el pecho, me hacía experimentar un sentimiento de
pertenencia al vacío como ningún otro. Ya no quería nada, tan solo odiaba mi
humanidad, odiaba volver a mí de nuevo.
No voy a negar que tal vez extrañaba sus labios y sus manos más de lo que
quería aceptarlo en realidad. Pero ya demasiado tiempo había transcurrido
desde su absurda partida, y ahora era ya tolerable esta amarga soledad que me
hacía compañía en cada noche de divagaciones suicidas. También la navaja y
la soga solían permanecer en un rincón de aquella pringosa habitación,
esperando el momento adecuado, el quiebre total de mi endeble y asquerosa
humanidad. Solo la extrañaba un poco más de lo normal cuando la
desesperación de existir y la melancolía de las tardes lluviosas se conjugaban
en una desastrosa tormenta de ironía mal disimulada que perforaba mi alma.
Esto, sin embargo, no era razón suficiente para que saliera de mi ostracismo y
fuese a buscarla como un demente que requiere su maldita medicina.
No, ya no. Supongo que era parte de una realidad trastornada el aceptar que
ella no aparecería más ni tampoco volvería a rozar sus lozanos y escarlatas
labios. Me quedaban demasiados recuerdos, pero todos inútiles y putrefactos;
todos con ese sutil matiz de pesimismo tan común de experimentar cuando
solo la tristeza impera en el interior. Y era una tristeza de tal magnitud, de tan
desproporcionadas dimensiones que me preguntaba si realmente bastaría con
el suicidio para poder deshacerme de todo y extinguirme en el vacío. A veces
ni yo sabía lo que me pasaba, pero creo que poco a poco fui perdiendo el
interés por todo, incluso por mi bienestar. Fumaba, bebía y me drogaba
diariamente, más de lo que podía soportar. Pero, en cuanto el efecto
desaparecía, volvía esa infernal realidad donde detestaba existir. En cuanto
amanecía, me lamentaba y me reprochaba mi inutilidad al no poder morir.
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