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Antología UAZ SOCIALES MTRA IRASEMA $50.00

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1
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS
UNIDAD ACADÉMICA PREPARATORIA
TEORÍA LITERARIA
ANTOLOGÍA QUINTO SEMESTRE
Agosto 2019
2
Universidad Autónoma de Zacatecas
“Francisco García Salinas”
Unidad Académica Preparatoria
Academia de Lectura y Redacción
Colaboradores:
Andrade Haro Norma Angélica
Cervantes Ramírez Carmen Alicia
Hernández Martínez Alba Amaranta
Llamas Piña Karina
Macías Madero Mayra Melanie
Martínez Díaz Hesby
Medellín García Araceli
Moncada León Mauricio
Morones Muñoz Raúl
Pichardo Solís Marisol
Rivera Galván Cándida Azucena
Ruiz Muñoz Hilda
Coordinación y revisión:
Marisol Pichardo Solís
Ilustraciones de portada e interiores:
Anael Díaz
Impresión y diseño de portada :
Copy Panda Zac
Zacatecas, Zac. agosto 2019
3
PRIMERA UNIDAD
4
5
SOPORTES DEL RELATO1*
Roland Barthes
Innumerables son los relatos existentes. Hay, en primer lugar, una variedad
prodigiosa de géneros, ellos mismos distribuidos entre sustancias diferentes como
si toda materia le fuera buena al hombre para confiarle sus relatos: el relato puede
ser soportado por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil,
por el gesto y por la combinación ordenada de todas estas sustancias; está presente
en el mito, la leyenda, la fábula, el cuento, la novela, la epopeya, la historia, la
tragedia, el drama, la comedia, la pantomima, el cuadro pintado (piénsese en la
Santa Úrsula de Carpaccio), el vitral, el cine, las tiras cómicas, las noticias policiales,
la conversación. Además, en estas formas casi infinitas, el relato está presente en
todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza
con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás, en parte alguna,
un pueblo sin relatos; todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos
y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura
diversa e incluso opuesta: el relato se burla de la buena y de la mala literatura:
internacional, transhistórico, transcultural, el relato está allí, como la vida.
1
Barthes, R.(1982) “Introducción al Análisis estructural del relato en Análisis estructural del relato”,
México, Premiá, p. 7. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto
Semestre. UAPUAZ
6
EL ECLIPSE2*
Cuento huave
Un día mató a su hermanito y lo comió. Después cuando lo vio su mamá ya mató
a su hermanito y lo está comiendo, la mamá corrió a ver y busca un palo para
pegarle. Se corrió, se subió a un árbol y está arriba. Su mamá buscó la manera de
bajarlo, pero el chamaco se fue más arriba. La mamá busca un palo más largo, y el
chamaco se fue más arriba, en la punta arriba. La mamá busca un palo más largo,
y él se brincó, se fue de una vez a la luna, ya no volvió. Allá se escondió, se quedó
allí de una vez. Por eso ahora, cuando tiene hambre se come a la luna y se puede
ver, es cuando hay eclipse. Por eso se pone colorada la luna, por la sangre. Por eso
tocan la campana, para que corren a ése, hasta que aclara la luna, hasta que ya lo
soltó. Está sentado dentro de la luna ese muchacho, el que se dice xawealeat.
2
ANÓNIMO. (1973) «El eclipse» en Revista de la Universidad de México, México, UNAM, Núm. 3,
noviembre, p. 29. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto
Semestre. UAPUAZ
7
DISTANCIAMIENTOS Y APROXIMACIONES3*
Jaime Valdivieso
Las relaciones entre la narrativa y la realidad se caracterizan por un juego sutil de
distanciamientos y aproximaciones. «Ni muy cerca que te quemes ni muy lejos que
te hieles», dice por ahí un refrán que vale igualmente para la literatura con respecto
a la realidad.
El escritor en el acto de la creación debe operar con un especial equilibrio, de
manera que la ficción resulte siempre verosímil, tanto si se sitúa en el plano de la
realidad histórica como en el de la pura imaginación.
En el caso de que la narración se despliegue en un espacio y un tiempo
históricos, es mayor el peligro de que la obra se malogre por un exceso de
proximidad, por una insuficiente recreación. Fue el caso de muchas novelas
latinoamericanas en las que el escritor confundió la realidad de la novela con la
realidad de la historia, en la que debió denunciar un mundo con el objeto de crear
uno nuevo, tanto para la sociedad como para la literatura: fueron las novelasreportajes del ciclo de la selva, de la pampa, de la cordillera y del suburbio
proletario, légamos fecundos, sin embargo, sobre las cuales crecerá la fabulación
posterior, la novela-literatura.
Todos sabemos que muchas veces la novela contradice la realidad, sin
descalificarse a sí misma: un esquimal puede hablar en francés, y los personajes
pueden expresarse por boca del autor, sin afectar la convención imaginativa. Las
posibilidades de la obra literaria son enormes, siempre que el autor se mantenga
fiel a sus premisas; y en este sentido es igualmente creador el novelista llamado
«realista», en la acepción corriente del término, como el que necesita para
expresarse de un mundo imaginario pues ésa es su «auténtica realidad». De ambas
maneras el escritor puede encantarnos o desquiciarnos: sólo debe tratar de
convencernos dentro del territorio elegido, cualquiera sea el régimen de su
arbitrariedad. Aunque la obra se juegue dentro de la realidad más cotidiana y
reconocible, aun cuando se describa el hecho más prosaico, éste funcionará como
ficción y el lector permanecerá atrapado por la obra como si se tratase de la
narración más fantástica.
Esto sucede también con la poesía donde un lugar común, un disparate, una
frase callejera puede adquirir una insólita fuerza poética, pues ese «exceso de
3
Valdivieso, J. (1975). “Realidad y ficción en Latinoamérica” México, Joaquín Mortíz, , pp. 20-21. Tomado
de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
8
realidad» por relación con el contexto se vuelve curiosamente «poético» e «irreal»:
es la misteriosa e inexplicable relación entre arte y realidad, entre los
distanciamientos y las aproximaciones.
9
EL ECLIPSE4
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría
salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y
definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la
muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo
en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde
Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba
en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le
pareció como el lecho en el que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino,
de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas
nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su
cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese
día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad
en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin
cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin
prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y
lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en
sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
4
Monterroso. A, (sf) “ El eclipse” en Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y
Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
10
LA FUNCIÓN POÉTICA DEL LENGUAJE5
Vítor Manuel de Aguiar e Silva
La función poética del lenguaje se caracteriza primaria y esencialmente por el hecho
de que el mensaje crea imaginariamente su propia realidad, por el hecho de que la
palabra literaria, a través de un proceso intencional, crea un universo de ficción que
no se identifica con la realidad empírica, de suerte que la frase literaria significa de
modo inmanente su propia situación comunicativa, sin estar determinada
inmediatamente por referentes reales o por un contexto de situación externa.
En el lenguaje usual, un acto de habla depende siempre de un contexto
extraverbal y una situación efectivamente existentes, que proceden y son exteriores
a ese mismo acto de habla. En el lenguaje literario, en cambio, el contexto
extraverbal y la situación dependen del lenguaje mismo, pues el lector no conoce
nada acerca de ese contexto ni de esa situación antes de leer el texto literario. El
lenguaje histórico, filosófico y científico es un lenguaje heterónomo desde el punto
de vista semántico, ya que siempre presupone seres, cosas y hechos reales sobre
los que transmite algún conocimiento. El lenguaje literario es semánticamente
autónomo, “porque tiene poder suficiente para organizar y estructurar (…)
mundos expresivos enteros”: “la verdad de ciertas densas londinenses nieblas
dickensianas inolvidables (por tomar en este punto un caso de ‘prosa’ de novela)
se debe exclusivamente a la palabra de Dickens, la cual se basta a sí misma (pero, ¿qué
palabra de geógrafo, historiador, o científico en general, se basta a sí misma, es
verdadera por sí misma?)”. Por eso precisamente el lenguaje literario puede ser
explicado, pero no verificado: este lenguaje constituye un discurso contextualmente
cerrado y semánticamente orgánico, que instituye una verdad propia.
Cuando se lee en un libro de historia: “A primera hora de la mañana,
Bonaparte había dejado Albenga y alcanzado, junto con Berthier y el comisario
Saliceti, la colina de Cabianca, desde donde había vigilado la operación de
Montenotte”, sabemos que esta frase expresa una sucesión de hechos realmente
acontecidos, en un tiempo y en un espacio reales, implicando a personajes que
efectivamente existieron. En cambio, cuando leemos al comienzo de Os Maias: La
casa que los Maias habían venido a habitar en Lisboa, el otoño de 1875, era conocida en las
cercanías de la Rua de San Francisco de Paula, y en todo el barrio de las Janelas Verdes, por el
nombre de “casa del Ramalhete”, o simplemente “el Ramalhete”, no nos hallamos ante
hechos realmente acontecidos e históricamente verídicos, pues ni existió la familia
5
Aguiar e Silva,V.M. (1986) “ Teoría de la literatura” Madrid, Gredos, pp. 16-18. Tomado de Báez, Barboza
y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
11
de los Maias, ni el Ramalhete, ni, por consiguiente, los Maias se mudaron, en el
otoño de 1875, a este palacio. Todo esto, sin embargo, es verdad en el mundo
imaginario creado por la obra literaria. Cuando alguien escribe en un diario donde
registra minuciosamente los momentos de su vida: “Hoy fui en tren a Évora”,
tenemos que admitir que ese alguien, situado en un tiempo y en un espacio reales,
ha viajado efectivamente en tren, y ha estado de verdad en Évora; pero cuando
leemos en un poema de Álvaro de Campos: “Al volante del Chevrolet por la carretera
de Sintra, / con luz de luna y con sueño, en la carretera desierta, / conduzco sólo,
conduzco casi despacio…”, no podemos concluir que el poeta, en su realidad
personal, sepa conducir, que conducía despacio un Chevrolet, que iba solo hacia
Sintra: todo eso sólo es verdad en la ficción del lenguaje poético, es verdad
únicamente en relación con el Yo de la poesía, no en relación con la persona física
y social del autor.
Entre el punto imaginario creado por el lenguaje literario y el mundo real, hay
siempre vínculos, pues la ficción literaria no se puede desprender jamás de la
realidad empírica. El mundo real es la matriz primordial inmediata de la obra
literaria; pero el lenguaje literario no se refiere directamente a ese mundo, no lo
denota: instituye, efectivamente, una realidad propia, un heterocosmos, de
estructura y dimensiones específicas. No se trata de una deformación del mundo
real, pero sí de la creación de una realidad nueva, que mantiene siempre una
relación de significado con la realidad objetiva.
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UN JUSTO ACUERDO6
Barbara Jacobs
Por diferentes delitos, la condenaron a cadena perpetua más noventa y seis años
de estricta prisión.
Como era joven, los primeros cincuenta los pasó viva. Al principio no faltó
quien la visitara; en varias ocasiones concedió ser entrevistada, hasta que dejó de
ser noticia. Su rutina sólo se vio interrumpida cuando durante sus últimos años, y
a pesar de que las autoridades la consideraron siempre una mujer sensata, fue
confinada en el pabellón de psiquiatría. Ahí aprendió cómo entretenerse sin
necesidad de leer ni escribir; acaso ni de pensar. Para entonces ya había prescindido
del habla, y no tardó en acostumbrarse a la inmovilidad. Al final parecía dominar
el arte de no sentir.
Cuando murió la llevaron, en un ataúd sencillo, a una celda iluminada y con
bastante ventilación, en donde cumplió buena parte de su condena; a lo largo de
este periodo, el celador en turno rara vez olvidó llevarle flores, aunque marchitas,
obedeciendo la orden, transmitida de sexenio en sexenio, de mantenerla aislada, si
bien no por completo.
Hace poco, debido a razones de espacio, las autoridades decidieron enterrarla;
pero con el fin de no transgredir la ley y de no conceder a esa reo ningún privilegio,
acordaron que el tiempo que le faltaba purgar fuera distribuido entre dos o tres
presas desconocidas que todavía tenían muchos años por vivir.
6
Jacob, B. “Un Justo Acuerdo” Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y
Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
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EL ARTE DE MENTIR7
Mario Vargas Llosa
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era
verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la
incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean
buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen
depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo,
prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias
hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos
—es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los
indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de
contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se
publicó en América española apareció sólo después de la independencia (en
México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario
en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin
excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión
falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos fanáticos
arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los
inquisidores españoles fueron los primeros en entender —antes que los críticos y
que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones
sediciosas.
En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa—, pero ésa es
sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa
verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no
es. Dicho así, esto tiene el aire de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo
muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos
o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de
la que llevan. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones.
Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se
resignan a no tener. En el embrión de toda novela hay una inconformidad y un
deseo.
7
Vargas Llosa, M. (1984) “El arte de mentir” en Revista de la Universidad de México, Núm. 42, México,
UNAM, pp. 2-4. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto
Semestre. UAPUAZ
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¿Significa esto que novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos
bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos
hombrecillos castigados por la adversidad de Kafka y los eruditos metafísicos de
los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que
ver con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las
nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la
verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los
invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los
oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde –en apariencia, al
menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro
acusándome de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al
leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose incorrectamente
retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad
alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones,
tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí
ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela.
En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún
vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantasee algo que refleja
de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar
la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif
de La Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de
las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan
laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay sin embargo algo diferente,
mínimo y revolucionario. Que en ese mundo los hombres no se enamoran de las
damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas
espirituales, etc. sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por
eso, «bretonismo» al fetichismo del botín). De una manera menos cruda y explícita,
y también menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad —
embelleciéndola o empeorándola— como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el
profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida —en los que el
novelista materializa sus obsesiones— reside la originalidad de una ficción. Ella es
más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos
más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos
contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan.
¿Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con
los recuerdos? Ciertamente. Pero aún si hubiera conseguido esa proeza aburrida de
sólo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como
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un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos
mentirosas o más verdaderas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de
una ficción. Sino que ella no sea vivida sino escrita, que esté hecha de palabras y
no experiencias vivas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una
modificación profunda. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte,
el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que
pueden describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista
privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe
esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me
refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que
pertenezco cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como
posibles a través de su propia experiencia de la realidad? Parecería, en efecto, que
para el novelista de estirpe fantástica, que describe mundos irreconocibles y
notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la
ficción. En realidad, sí se plantea, pero de otra manera. La «irrealidad» de la
literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir
representación de realidades, de experiencias que sí puede identificar como
posibles en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico»
de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos—
se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no
se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas
las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás.
La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se
torna orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una
novela no está dada sólo por el lenguaje en que está escrita. También, por su
sistema temporal, la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene
y cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir
ese tiempo narrado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el
tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un
artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado
puede ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa— como en ese relato
de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre
anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado
remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde el que narra el
narrador, como en la mayoría de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin
pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o un laberinto en que
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pasado, presente y futuro coexisten, anulándose, como en The Sound and the Fury,
de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas,
la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una
perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, no nos da jamás.
Ese orden es invención, un añadido del novelista, ese simulador que aparenta
recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la
ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trampa de palabras que la reducen
de escala y la ponen al alcance del lector. Este puede, así, juzgarla, entenderla y,
sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no le consiente.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o
un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso
en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? Se trata de
sistemas opuestos de aproximación a lo real: en tanto que la novela se rebela y
trasgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus esclavos. La noción
de verdad o mentira funciona de manera distinta en ambos casos. Para el
periodismo o la historia depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo
inspira: a más cercanía más verdad y a más distancia más mentira. Decir que la
Historia de la Revolución Francesa de Michelet o la Historia de la conquista del Perú de
Prescott son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad.
Documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras
napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de
eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza
comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice
la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela
significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa
superchería. La novela es, pues, un género, amoral, o, más bien, de una ética sui
generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte
«enajenante», es de constitución anti-brechtiana: si no hay «ilusión» no hay novela.
De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación
gratuita, una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante
que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que
alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña
tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como la
describen. Los libros de caballería queman el seso al Quijote y lo lanzan a los
caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no hubiera
ocurrido si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las
novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como las ficciones,
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Alonso Quijano y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello?
No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la
ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque
querer ser distinto de lo que se es aspiración humana por excelencia. De ella ha
nacido lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las
ficciones.
Cuando leemos novelas no somos el que somos sino también los seres
hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis:
el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir
vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía
encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido
impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y la facultad de desear mil. Ese
espacio entre la vida real y los deseos y fantasías que le exigen ser más rica y diversa
es el que ocupan las ficciones.
En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo
porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree) encuentra en sus fantasmas las
caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que
expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos
consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza
podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las
produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de
que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino
los demonios que las soliviantan, los sueños en que se embriagan para que la vida
que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada sólo de seres de carne
y hueso; también de los fantasmas en que estos se mudan para romper las barreras
que los limitan.
Las mentiras de las novelas no son gratuitas: llenan las insuficiencias de la
vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo
lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no
cumplen servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, no
novelas. La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis,
donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido
sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre sobre el mundo en
que se vive y el trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas
anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece
escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos:
ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes artificiales
proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos
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apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción
es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un
empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que
soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la
insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no
vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse
rebeldía, actitud frente a lo establecido. Es comprensible que los regímenes que
aspiran a controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a
censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de
ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.
Londres, junio, 1984.
19
NOCHE DE VERANO8
Bradbury Ray
La gente se agrupaba en las galerías de piedra o se movía entre las sombras, por las
colinas azules. Las lejanas estrellas y las mellizas y luminosas lunas de Marte
derramaban una pálida luz de atardecer. Más allá del anfiteatro de mármol, en la
oscuridad y la lejanía, se levantaban las aldeas y las quintas. El agua plateada yacía
inmóvil en los charcos, y los canales relucían de horizonte a horizonte. Era una
noche de verano en el templado y apacible planeta Marte. Las embarcaciones,
delicadas como flores de bronce, se entrecruzaban en los canales de vino verde, y
en las largas, interminables viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas
entre las lomas, murmuraban perezosamente los amantes, tendidos en los frescos
lechos de la noche. Algunos niños corrían aún por las avenidas, a la luz de las
antorchas, y con las arañas de oro que llevaban en la mano lanzaban al aire finos
hilos de seda. Aquí Y allá, en las mesas donde burbujeaba la lava de plata, se
preparaba alguna cena tardía. En un centenar de pueblos del hemisferio oscuro del
planeta, los marcianos, seres morenos, de ojos rasgados y amarillos, se congregaban
indolentemente en los anfiteatros. Desde los escenarios una música serena se
elevaba en el aire tranquilo, como el aroma de una flor.
En uno de los escenarios cantó una mujer.
El público se sobresaltó.
La mujer dejó de cantar. Se llevó una mano a la garganta. Inclinó la cabeza mirando
a los músicos, y comenzaron otra vez.
Los músicos tocaron y la mujer cantó, y esta vez el público suspiró y se inclinó
hacia delante en los asientos; unos pocos se pusieron de pie, sorprendidos, y una
ráfaga helada atravesó el anfiteatro. La mujer cantaba una canción terrible y
extraña. Trataba de impedir que las palabras le brotaran de la boca pero éstas eran
las palabras:
Avanza envuelta en belleza, como la noche
de regiones sin nubes y cielos estrellados;
y todo lo mejor de lo oscuro y lo brillante
se une en su rostro y en sus ojos....
La cantante se tapó la boca con las manos, y así permaneció unos instantes,
inmóvil, perpleja.
~¿Qué significan esas palabras? -preguntaron los músicos.
-¿De dónde viene esa canción?
-¿Qué idioma es ése?
8
Bradbury R. (2008) “Cronicas Marcianas”.Solo ciencia ficción. Recuperado el 6 de agosto
del 2019 de https://solocienciaficcion.blogspot.com/2008/08/noche-de-verano-cronicasmarcianas.html
20
Y cuando los músicos soplaron en los cuernos dorados, la extraña melodía pasó
otra vez lentamente por encima del público que ahora estaba de pie y hablaba en
voz alta.
-¿Qué te pasa? -se preguntaron los músicos.
-¿Por qué tocabas esa música?
-Y tú, ¿qué tocabas?
La mujer se echo a llorar y huyó del escenario. El público abandonó el anfiteatro.
Y en todos los trastornados pueblos marcianos ocurrió algo semejante. Una ola de
frío cayó sobre ellos, como una nieve blanca.
En las avenidas sombrías, bajo las antorchas, los niños cantaban:
... y cuando ella llegó, el aparador estaba vacío,
y su pobre perro no tuvo nada...
-¡Niños! -gritaron los adultos~. ¿Qué canción es ésa? ¿Dónde la aprendisteis?
-Se nos ha ocurrido de pronto. Son sólo palabras, palabras que no se entienden.
Las puertas se cerraron. Las calles quedaron desiertas. Sobre las colinas azules se
elevó una estrella verde.
En el hemisferio nocturno de Marte los amantes despertaron y escucharon a sus
amadas, que cantaban en la oscuridad.
-¿Qué canción es ésa?
Y en mil casas, en medio de la noche, las mujeres se despertaron gritando. Las
lágrimas les rodaban por las mejillas y los hombres trataban de calmarlas.
-Vamos, vamos. Duerme. ¿Qué te pasa? ¿Alguna pesadilla?
-Algo terrible va a ocurrir por la mañana.
-Nada puede ocurrir. Todo está muy bien.
Un sollozo histérico:
-¡Se acerca, se acerca! ¡Se acerca cada vez más!
-Nada puede sucedernos. ¿Qué podría sucedernos? Vamos, duerme, duerme.
El alba de Marte fue tranquila, tan tranquila como un pozo fresco y negro, con
estrellas que brillaban en las aguas de los canales, y respirando en todos los cuartos,
niños que dormían encogidos con arañas en las manos cerradas, y amantes
abrazados, y un cielo sin lunas, y antorchas frías, y desiertos anfiteatros de piedra.
Sólo rompió el silencio, poco antes de amanecer, un sereno que caminaba por una
calle distante, solitaria y oscura, entonando una canción muy extraña.
21
SEGUNDA UNIDAD
22
LAS VOCES NARRATIVAS9
Óscar de la Borbolla
Uno de los rasgos que mejor distingue a la narrativa contemporánea de lo escrito
en el pasado es la variedad de voces y distancias desde las que se aborda la materia
narrativa. Así, mientras que el narrador omnisciente, en tercera persona, era, junto
con la primera persona, las estrategias que se empleaban en el pasado, ahora las
obras pueden ser un dechado de personas y de distancias. Por ejemplo, no sólo se
cuenta en tercera y primera personas, sino también en segunda como lo demuestra
la novela Aura de Carlos Fuentes e innumerables obras que vinieron después, y el
narrador puede ser autodiegético, intradiegético, extradiegético y metadiegético
según la distancia a que se encuentre de lo narrado.
El narrador autodiegético es aquel que cuenta su propia historia. Normalmente
se escribe en primera persona y, para que la historia sea consistente con la
perspectiva adoptada, queda de manifiesto que el narrador tiene una conciencia
parcial de los hechos.
El narrador intradiegético es aquel que cuenta desde dentro de la historia, como
testigo o personaje secundario, la vida del grupo de personajes a los que pertenece.
Aquí la persona adoptada puede ser la primera, la segunda o la tercera.
El narrador extradiegético es ajeno a la historia y habla desde el limbo como si
fuese un dios. Este narrador es el que mejor se presta a la tercera persona pues,
por lo general, puede pasear por los recovecos más secretos de los personajes, estar
enterado de todo el conflicto que los une, y por ello es también por regla general
el tradicional narrador omnisciente.
Finalmente uno de los recursos que ha hecho una verdadera eclosión en
nuestro tiempo es el narrador metadiegético, pues si bien ya en don Quijote aparecen
juegos autorreferenciales en los que Sancho y el Quijote son denunciados como
personajes de novela (recuérdese el segundo libro donde los personajes platican de
una obra llamada el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la que viene la historia
de ellos. O las distintas novelas que están intercaladas como segundo plano de
ficción en esta misma obra), la verdadera explotación de este recurso ha llegado a
su máxima dimensión en nuestro tiempo.
Encadenar dos planos de ficción es ahora familiar no sólo en la literatura sino
en el cine, la televisión o los anuncios comerciales. Decimos familiaridad porque
tratándose de una estrategia complicada —proponer desde un plano de ficción
9
Borbolla, O. (2006). “Manual de creación literaria”, México, Nueva Imagen, , pp. 55-58. Tomado de Báez,
Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
23
otro plano de ficción— nadie se confunde: nos hemos acostumbrado. A veces
incluso, como ocurre en cualquier noticiario, los planos se suceden uno a otro hasta
colocar la noticia en la perspectiva más honda de la dimensión informativa: cuando
el conductor de un noticiario cede la palabra a un reportero que no se halla presente
más que por la magia electrónica de aparecer en la pantalla del fondo, se cambia
de una dimensión a otra. Cuando este reportero muestra un video en el que
entrevistó a alguien vuelve a traspasarse la dimensión. Y cuando en ese video se
muestra como prueba de la noticia que se está dando la voz que sale de una
grabadora estamos asistiendo a otra dimensión.
La metadiégesis se ha vuelto tan corriente que figura incluso en anuncios
comerciales como la etiqueta del whisky Cutty Sark.
El narrador metadiegético permite dos posibilidades: una simple: cuando
desde un plano de ficción se pasa a otro, como ocurre en la mayoría de los cuentos
que integran El libro de las mil y una noches o en el llamado teatro en el teatro, cuya
muestra más conocida es la escena de Hamlet en la que unos actores representan el
asesinato de un rey. La otra variante del narrador metadiegético, que a mi gusto
resulta la más llamativa, es la denominada metadiégesis con construcción en
abismo o construcción abismada. En este caso los personajes de un plano de
ficción son alcanzados por los personajes del otro plano de ficción. El ejemplo que
suele aludirse es el ya citado cuento de Cortázar: «Continuidad de los parques».
Existen numerosos ejemplos de construcciones abismadas dentro y fuera de
la literatura. En este sentido vale la pena mencionar la película de Woody Allen La
rosa púrpura del Cairo y la Historia interminable de Michael Ende.
24
MACARIO10
Juan Rulfo
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche,
mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon
de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las
ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a
que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano
para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos…
Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros.
También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de
comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también,
aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo
comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que
me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer las
cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca
el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo
se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que
yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender
el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida.
Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y
otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí
los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre
y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno
se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me
den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás
se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi
madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para
llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las
manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarrará mis manos;
pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba
ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por no más.
Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y
ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte
10
Rulfo J. Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría
Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
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de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que
me les acercaba, me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi
madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa,
Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce
como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca
recién parida; peo no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace
mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde
tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche
mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes
iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo,
acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que
yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros
por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el
hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más porque,
al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas
partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la
madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de
ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna
noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me
gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día
de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo
primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace
cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo
de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas
de estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo
muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad
que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no
me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino
porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos
chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de
todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo
la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa.
Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace
nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito,
después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda
con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno
está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor…
Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es
26
porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo
con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería
saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle
para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia
y por encima de las condenaciones del señor cura…: «El camino de las cosas
buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro». Eso dice el señor
cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la
calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle
suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven
piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y
esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y
aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a
arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la
sangre también tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche
de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi
casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la
puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras.
Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las
cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto
siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un
manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me
encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando
todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas
truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A
los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin
pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están
penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará
de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el
susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido
de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas
aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes.
Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos
hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo
se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor
del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar
y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a
perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y
rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mis remedios,
27
en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier
modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la
atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina
no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes,
o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella
sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar
mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe
que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco
que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde
que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en
esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy
a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no
me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me
regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la
alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este
rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y
luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado
el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de
toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí,
para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera
por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es
allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de
volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce
como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…
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CÓMO SE CARACTERIZA UN PERSONAJE11
Enrique Anderson Imbert
No hay cuento sin acción, y la acción tiene como agente a un personaje más o
menos caracterizado. La caracterización consiste en hacernos creer que ese
personaje ficticio recibe, como una persona real, estímulos de su medio y que
responde a ellos, se lanza por un camino y tropieza con obstáculos, quiere esto y
rechaza aquello, existe, vive. El personaje, en un cuento, es un ente formado con
palabras; la persona, en cambio, está hecha de carne, hueso y alma, no de palabras.
Con procedimientos verbales el cuentista se empeña en darnos la ilusión de una
realidad no verbal. Esta magia es posible en parte porque entre el cuentista y el
lector hay sobreentendidos: por ejemplo, si se describen solamente unos ojos, el
lector sabe muy bien que esos ojos no se mueven sueltos por el aire, como
mariposas, sino que hay que imaginarse la figura completa del rostro y el cuerpo,
aunque no se los describa. O sea, que la caracterización de un personaje presupone
selectividad. Los procedimientos selectivos son innumerables. Ningún
procedimiento es superior a otro. Con cualquiera de ellos se puede lograr o
malograr un cuento. Una clasificación de procedimientos caracterizadores no
presupone juicios de valor.
Mencionemos dos tipos de caracterización.
Caracterización resumida es la que consiste en decirnos, de una vez por todas,
qué clase de persona es el personaje. El narrador es quien nos lo dice. Dice, no
muestra. Es una exposición explícita. Caracterización escenificada o implícita es la
que muestra los rasgos del personaje en acción; el lector ve lo que el narrador quiso
que se viera. El narrador sugiere; el lector imagina y saca sus propias conclusiones
sobre la personalidad del personaje. Ambos modos de caracterizar se mezclan
cuando el narrador no dice directamente qué es lo que el personaje siente pero con
el aire de no estar escrutándola deja caer observaciones casuales mientras lo
acompaña a lo largo de sus acciones. Entonces el revoloteo de la mirada del
narrador compone poco a poco la imagen de un carácter; imagen que se completa
en la memoria del lector. Con estos procedimientos más o menos resumidos, más
o menos escenificados es posible delinear un carácter cualquiera: se dice algo sobre
un personaje; se describe su aspecto y el círculo en que vive; se muestra su
comportamiento; se le oye dialogar con otros y monologar a solas; se considera la
11
Anderson Imbert, E. (1992) “Teoría y técnica del cuento”, Barcelona, Ariel, 1992, pp. 242-244. Tomado de
Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
29
reputación de que goza en su comunidad; se indica cuáles son sus preferencias.
Detengámonos en algunos de estos recursos:
a) Apariencia del personaje. Esto es, su figura física, su vestimenta, sus
movimientos, sus rasgos repetidos. A propósito de esto último, la anotación de
habituales poses, posturas, dichos, comportamientos que el personaje repite
muchas veces a lo largo del cuento puede caracterizarlo con eficacia (en exceso, lo
tipifica).
b) Influencia del escenario y el ambiente. Según cómo reaccione ante el mundillo
que lo emplaza surgirá el carácter distintivo de un personaje con sus esperanzas y
desesperanzas. De aquí la importancia en la elección del “espacio vital”. Sin duda
un personaje hogareño conservará su personalidad aun en un trasatlántico pero lo
comprenderemos mejor cuando lo vemos rodeado de su familia (a menos que el
narrador se proponga deliberadamente analizar, por contraste, un carácter
arrancado de su medio).
c) El carácter mostrado en acción. La conducta del personaje, sea que esté solo o
acompañado, y sus reacciones a una situación dada, lo caracterizan
inmediatamente: tal conducta es la del avaro, tal reacción es la de un militar. Nos
convencen los impulsos psicológicos de un personaje cuando se realizan en
acciones consecuentes. El personaje, mientras actúa, va haciendo visible su carácter
en gestos, ademanes, reacciones físicas y síntomas emotivos. Las emociones
reprimidas no son menos reveladoras que las delatadas abiertamente: el reaccionar
contra las propias tendencias hasta formarse una personalidad opuesta a la
auténtica, el proyectar sobre los demás las faltas y culpas propias, el golpear una
mesa para no golpear un rostro odioso, el olvidarse de lo desagradable en amnesias
reales o fingidas, etcétera.
d) Modo de hablar. Una de las funciones del diálogo es la de caracterizar al
personaje haciéndolo hablar. Oímos cómo usa la lengua de su comunidad, los
modismos que prefiere, el tono de su voz y no necesitamos más para comprender
su carácter.
e) Un personaje visto por otros. El narrador consigue que veamos a su personaje
con los ojos de otras personas. Puede hacerlo de varias maneras: mediante
conversaciones en las que se manifiestan opiniones sobe un personaje ausente; o
echando mano al recurso de que un personaje lea una carta ajena en la que se
describe al personaje en cuestión. La reputación pública es, pues, índice de un
carácter.
30
EL ANIVERSARIO DE LINA12
María Esther Ortuño de Aguiñaga
Mariana extendió sobre su falda la tela que bordaba y la contempló satisfecha. Lina,
sentada enfrente, dejó de limarse las uñas y miró hacia la prenda.
—El trabajo es perfecto, mamá; las crisantemas parecen reales, se verán
magníficas sobre la colcha de raso.
Mariana se puso en pie y extendió el bordado ante sus ojos.
—¡Crisantemas… su flor predilecta! Otra vez, como todos los años
llenaremos la casa de crisantemas, tengo encargados cuatro cestos llenos —
mientras doblaba la tela continuó añorante—. También le gustaban los jazmines,
se prendía un manojo en el pelo y por donde pasaba todo olía a jazmín. —Se volvió
a medias hacia Lina para comentar:— Tu perfume predilecto no tiene la delicadeza
que tenía el de tu hermana.
Lina suspiró: —Nunca seré para ti tan perfecta como ella. Cuando yo muera,
mamá, no dejaré el rastro que mi hermana dejó.
—No digas eso, el parecido que tienen es sorprendente, lindas las dos, es
verdad que la mitad de mi vida quedó aprisionada en su recuerdo, pero la otra
mitad te pertenece a ti.
—En la parte que me pertenece no cupo mi nombre verdadero y tuve que
responder al suyo en cuanto ella faltó.
—Jamás pensé que eso te lastimara. ¡Eras tan pequeña!, y yo imaginé que
nombrándola en ti, las tendría a las dos.
—Perdona mi reproche, no me molesta llamarme Lina como ella, el nombre
es hermoso y me has enseñado a quererla y añorarla, como si de verdad hubiésemos
vivido juntas mucho tiempo.
—Entonces, ¿pasado mañana estarás conmigo desde primera hora?
Lina guardó silencio unos segundos, luego dijo en voz baja, como si en esta
forma entristeciese menos a la madre:
—Creí que Eduardo te había confirmado lo de sus vacaciones. Él y yo
saldremos de viaje precisamente pasado mañana a primera hora.
Mariana tardó en contestar. Era cierto y lo había olvidado. Debería mostrarse
serena. Hizo un esfuerzo para que el acento no la traicionara.
12
Ortuño de Aguiñaga, M.(1993) “Páginas escogidas”, México. Universidad Autónoma de San Luis Potosí
(Cactus, 11).Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre.
UAPUAZ
31
—¡Qué memoria! ¡Claro!, Eduardo me lo dijo. Será para ustedes una segunda
luna de miel.
—Y será el primer aniversario de Lina que conmemores sin mí.
—Ahora te debes a Eduardo —dijo sin poder evitar cierto tono de
amargura—. Tu hermana comprenderá…
—Lo lamento de veras mamá —después de una pausa continuó—, aunque
es posible que el viaje no se realice. Hay un problema entre Eduardo y yo.
—Hija, ¿a los seis meses de matrimonio?
—Bueno, nada grave, es sólo que Eduardo desea complacer a su tía Susana;
quiere que vayamos a visitarla a la hacienda, y yo estoy decidida a pasar estos días
en la playa.
—Eduardo quiere a esa tía como a una segunda madre.
—Pero ella no me quiere, tenía otros planes para Eduardo, tú lo sabes. Si él
insiste en visitarla, que vaya sin mí.
Lina se puso en pie y fue a recoger su bolso para marcharse.
—Hija, sé prudente, convéncelo en buena forma.
Lina dio un beso a su madre y dijo mientras salía:
—Espero hacerlo; si eso no sucediera, aquí me tendrás desde temprano.
Mariana despertó antes de la hora habitual. Por la noche había tardado en
dormirse. Le angustiaba la falta de Lina para celebrar unidas el aniversario de la
Lina ausente. Mas ahora no tuvo tiempo de lamentarse: antes de abrir los ojos
escuchó un toque de nudillos y la voz de la hija del otro lado de la puerta.
—Madre, estoy aquí.
—¡Qué sorpresa, Lina! ¡De veras no te esperaba!
—¡Cómo iba a dejarte sola en este aniversario!
Mariana comenzó a levantarse.
—Mientras estoy lista prepárate, ve a cambiarte —y levantó la voz para que
Lina no perdiera palabra—, puse el vestido en el sillón de tu hermana, y encima el
collar y los aretes.
—Bien, mamá.
—Hija —Mariana levantó la voz— te espero en el comedor. No olvides
peinarte como ella.
—Todo como siempre —contestó Lina risueña desde el pasillo.
Cuando Mariana entró al comedor quedó impresionada, era como si la
primera Lina estuviera ahí y no la pequeña. La semejanza era completa. Mariana le
sonrió agradecida.
—Tú y ella son dos rayos de la misma luna. Tu expresión, tu voz, tus modales
son los mismos de tu hermana. ¿Cómo lo has logrado, hija?
32
—Somos hermanas. ¿No?, o quizá obra tu imaginación, tu ardiente deseo de
que seamos la misma.
Mariana recordó que su primer impulso, cuando llegó Lina minutos antes, fue
el de preguntarle por lo sucedido con Eduardo; ahora iba a hacerlo, pero se
contuvo a tiempo. ¿Para qué ocupar la mente de Lina en asuntos desagradables?
Este día se debían ambas al recuerdo de la otra Lina.
Mariana acabó de preparar el desayuno mientras la hija arreglaba la mesa.
Luego se dispusieron a desayunar entre el consabido ritornello de la madre.
—Las tostadas le gustaban así, doraditas, la fruta fresca, el café como éste, no
muy cargado.
Lina, bondadosa y complaciente, escuchaba a la madre.
Al terminar, ambas fueron a la recámara de la festejada. Tendieron en la cama
la nueva colcha y los cojines apenas terminados la víspera.
—Todo quedó bellísimo.
—Tal y como a ella le agradaría. Ahora tú colocarás las flores mientras yo
enciendo la lámpara votiva. Recuerda que las crisantemas deben conservar el tallo
largo y no quedar apretujadas en los floreros.
—Para que proyecten lozanía —completó Lina sonriente—. Ya ves, lo
recuerdo muy bien.
—Sí, esas eran sus palabras: «Para que proyecten lozanía». ¡Todo su ser la
proyectaba! ¡Oh, mi Lina ausente y adorada!
Por la tarde fueron a sentarse en la terraza en donde la primera Lina hubo
pasado tardes enteras, ocupada en labores de aguja, o en la lectura de algún libro.
Era parte del ritual.
—¿Qué libro prefieres, madre?
—Cualquiera, todos se los oí leer.
Lina entró en la recámara y luego regresó con el libro.
Mariana se había acomodado en la mecedora. Complacida primero, luego
embelesada, escuchó la voz dulce y convincente de la hija… Cerró los ojos y quedó
inmersa en el clima feliz de una vida sin tropiezos, anterior a la muerte de la hija
mayor.
Abstraídas por completo en la atmósfera alucinante de la lectura no sintieron
el paso de las horas. De pronto Mariana se percató.
—Hija, empieza a oscurecer. Saquemos las flores a la terraza. Mañana habrá
que llevarlas a la iglesia y no deben marchitarse.
Mientras realizaban la tarea, la hija preguntó:
—¿Has pasado el día feliz, madre?
33
—Más de lo que imaginas. En todo momento creí sentir la presencia de tu
hermana muerta, como si hubiera querido conmemorar con nosotras su
aniversario.
Cuando Lina sacaba el último jarrón, la campanilla del teléfono sonó extraña
en el ambiente litúrgico que envolvía a las dos mujeres.
—Yo contesto —dijo Mariana—. Cámbiate. Deja el vestido y las joyas sobre
el sillón. —Ya junto al teléfono se volvió a ver a Lina ahora de pie bajo el dintel de
entrada de la habitación.
Mariana le sonrió mientras decía:
—Debe ser Eduardo para hacer las paces contigo.
—¿Eres tú, Eduardo?
Del otro lado del espacio llegó una voz inesperada.
—No, mamá, soy Lina. Eduardo y yo nos detuvimos todo el día en la playa
antes de llegar al hotel.
Mariana, con desconcierto, fijó la mirada en Lina… en Lina… en su sonrisa
estimulante y serena de despedida. El receptor del teléfono se le fue de las manos.
Estupefacta contemplaba la increíble verdad: Lina se iba desvaneciendo paso a
paso en la penumbra.
Mariana abría y entornaba los ojos en su afán de retener la imagen. Con el
asombro estancado empezó a caminar hacia la recámara. ¿Lina estaba ahí?, ¿no
estaba ahí? Mientras, el auricular colgante repetía con apremio:
—Mamá, mamá, contesta, soy Lina, mamá.
Mariana se detuvo en el centro de la alcoba saturada de olor a jazmín, y ahí
sobre el sillón, amorosamente colocados, sólo encontró el vestido vacío, el collar
y los aretes de la otra Lina.
34
NOMBRE Y ATRIBUTOS DE UN PERSONAJE13
Luz Aurora Pimentel
Punto de partida para la individuación y la permanencia de un personaje a lo largo
del relato es el nombre. El nombre es el centro de imantación semántica de todos
sus atributos, el referente de todos sus actos, y el principio de identidad que permite
reconocerlo a través de todas sus transformaciones. Las formas de denominación
de los personajes cubren un espectro semántico muy amplio: desde la «plenitud»
referencial que puede tener un nombre histórico (Napoleón), hasta el alto grado
de abstracción de un papel temático –«el rey»– o de una idea, como los nombres
de ciertos personajes alegóricos –«la Pereza», «la Lujuria», etc.– nombres estos
últimos que no sólo tienen un alto grado de abstracción sino que son esencialmente
no figurativos, a diferencia de un rol temático que ya acusa un primer investimiento
figurativo.
Algunos personajes se caracterizan a partir de códigos fijados por la
convención, social y/o literaria. Éste es el caso de los personajes que Hamon llama
referenciales: históricos (Napoleón), mitológicos (Apolo), alegóricos («el Odio»), tipos sociales
(«el obrero», «el pícaro», «el caballero», entre otros). A estos habría que añadir otros:
nombres de personajes asociados con ciertos géneros narrativos, como la novela
pastoril (Amarylis, Filis), o bien nombres de personajes literarios célebres (Don Juan,
Fausto). Todos ellos remiten «a un sentido pleno y fijo, inmovilizado por la cultura,
a roles, programas y usos estereotipados, y su legibilidad depende del grado de
participación y conocimiento del lector (deben ser aprendidos y reconocidos)».
No todos los personajes, sin embargo, tienen estos distintos grados de
referencialidad –aunque, como lo afirma Greimas, el solo nombre en el proceso de
«actorialización» del discurso «permite un anclaje histórico que tiene por objeto
constituir el simulacro de un referente externo y de producir el efecto de sentido
‘realidad’». En cambio, aquellos personajes que ostentan un nombre no referencial
se presentan, en un primer momento, como recipientes vacíos. Su nombre
constituye una especie de «blanco» semántico que el relato se encargará de ir
llenando progresivamente. «En una narración clásica se llena rápidamente gracias
a un ‘retrato’ bastante completo. En textos modernos el retrato es discontinuo y
se extiende a lo largo de muchas páginas».
Ahora bien, ese blanco semántico es relativo y puede estar motivado en
mayor o menor medida. Se puede pensar en toda clase de motivaciones para el
13
Pimentel, L.A. (1998).“Relato en perspectiva” México, Siglo XXI / UNAM, 1998, pp. 63-66. Tomado de
Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
35
nombre de un personaje: etimológica, como en Bovary; social, como en aquellas
partículas que connotan origen noble –«de», «von», «Sir»–, o estado civil, Madame
Bovary; semántica, como El Caballero del Verde Gabán, o Sancho Panza; semánticonarrativa, como Lady Dedlock.
Estas formas de motivación son interesantes porque en muchas de ellas –en
especial la histórica y la semántico-narrativa– el nombre en sí funge al mismo
tiempo como una especie de «resumen» de la historia y como orientación temática
del relato; casi podríamos decir que, en algunos casos, el nombre constituye un
anuncio o una premonición. Por ejemplo, Lady Dedlock, un personaje importante
en Casa desolada de Dickens, se nos irá revelando poco a poco como una mujer
metida en un «callejón sin salida» debido a un «error de juventud», pero ese impase
diegético es una significación contenida ya en el nombre, aunque su ortografía
haya sido modificada para disimular su origen léxico-semántico (Dedlock /
deadlock = atolladero, callejón sin salida).
En verdad, a decir de Roland Barthes. Uno «‘despliega’ un nombre propio
exactamente como lo hace con un recuerdo». Con los nombres referenciales la
«historia» ya está contada, y gran parte de la actividad de lectura consistirá en seguir
las transformaciones, adecuaciones o rupturas que el nuevo relato opera en el
despliegue conocido. Como diría Hamon los personajes referenciales deben ser
aprendidos y reconocidos; mas a través del reconocimiento se accede a un nuevo
conocimiento, pues esos personajes «llenos» generalmente sufren importantes
transformaciones por la presión del nuevo contexto narrativo en el que están
inscritos. De tal manera que si el nombre referencial es un nombre relativamente
«pleno» al inicio del relato, las formas acumulativas de significación van matizando,
incluso modificando esa plenitud. En los personajes no referenciales, cuyos
nombres están inicialmente «vacíos», el proceso acumulativo por medio del cual se
van llenando es también, y con mucho, de naturaleza narrativa: el nombre se colma
de historia y no meramente de atributos de personalidad, pues, como dice Barthes,
en el ensayo sobre «Proust y los nombres», «si el Nombre (…) es un signo, es un
signo voluminoso, un signo siempre cargado de un espesor pleno de sentido que
ningún uso puede reducir». Así pues, los nombres referenciales, desde el inicio, son
síntesis de una «historia» ya leída, que el relato modifica al tiempo que la despliega;
en cambio, la «historia» se repliega en el nombre no referencial, convirtiéndose
éste, al final, en su formulación sintética.
36
LANCHITAS14
José María Roa Bárcenas
El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a
primera vista ha podido figurarse el lector, sino —por más que de pronto se resista
a creerlo— el diminutivo del apellido «Lanzas», que a principios de este siglo
llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi todos los círculos de nuestra
sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de
cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea
que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que
las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba
generalmente la frase vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como
por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos
casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle
«Lanchitas», a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que
quisieran designarle con su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.
¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, que la
tradición oral va transmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír
más de veinte años ha cuando acaso aun vivía el personaje, sin que las
preocupaciones y agitaciones de mi malhadada carrera de periodista me dejaran
tiempo ni humor de procurar su conocimiento.
Hoy, que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear a la opinión
pública, y que por desdicha voy envejeciendo a grandes pasos, qué de veces al
seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las ideas y
de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentado en la especie
de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus
coetáneos, limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales,
avanzando por esas calles de Dios, con la cabeza siempre descubierta y los ojos en
el suelo; no dejando asomar en sus pláticas y exhortaciones la erudición de Fenelón
ni la elocuencia de Bossuet, pero pronto a todas horas del día y de la noche a
socorrer una necesidad, a prodigar los auxilios de su ministerio a los moribundos,
y a enjugar las lágrimas de la viuda y el huérfano; y en materia de humildad, sin
término de comparación, pues no le hay, ciertamente, para la humildad de
Lanchitas.
14
Erasto Cortés, J.(1978) “Antología de cuentos mexicanos del siglo XIX”. (selección), México, Ateneo. pp.
55-64. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre.
UAPUAZ
37
Y, sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo
un talento de primera orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre
medianamente resuelto y despejado, y por de más estudioso e investigador. En una
época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas,
y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaba la
pureza de costumbre, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario
conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y un juicio recto, para captarse el
aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de
saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista; y en los ratos
que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las
investigaciones teológicas y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente
las controversias entabladas en Europa, entre adversarios y defensores del
catolicismo, no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de
Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza, ni las refutaciones victoriosas que
provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado al estudio de las ciencias
naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas antiguas y modernas; todo en
el límite que la escasez de maestros y libros permitía aquí a principios del siglo. Y
este hombre, superior en conocimientos a la mayor parte de los clérigos de su
tiempo, consultados a veces por obispos y oidores y considerados, acaso, como un
pozo de ciencia por el vulgo, cierra o quema repentinamente sus libros; responde
a las consultas con la risa de la infancia o del idiotismo; no vuelve a cubrirse la
cabeza ni a levantar del suelo sus ojos, y se convierte en personaje de broma para
los chicos y para los desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la
transformación, fue real y efectiva; y he aquí cómo del respetable Lanzas resultó
Lanchitas, el pobre clérigo que se me aparece entre nubes de humo de mi cigarro.
No ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal,
que le trató con cierta intimidad; y como acababa de figurar en nuestra
conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del
brazo y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una
anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la
explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a
calificarla. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo.
No recuerdo el día, el mes ni el año del suceso, ni si mi interlocutor los señaló;
sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me cabe duda
es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen
ser las de invierno. El Padre Lanzas tenía ajustada una partida de malilla o tresillo
con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa Catalina mártir; y, terminados
sus quehaceres del día, iba del centro de la ciudad a reunírseles esa noche, cuando
38
a corta distancia de la casa en que tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una
mujer del pueblo, ya entrada en años y miserablemente vestida quien, besándole la
mano, le dijo:
—¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios, véngase conmigo Su
Merced, pues el caso no admite espera.
Trató de informarse el Padre de si se había o no acudido previamente a la
parroquia respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían; pero
la mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que él
precisamente le confesara, y que si se malograba el momento, pesaría sobre la
conciencia del sacerdote; a lo cual éste no dio más respuesta que echar a andar
detrás de la vieja.
Recorrieron en toda su longitud una calle de Poniente a Oriente, mal
alumbrada y fangosa, yendo a salir cerca del Apartado, y de allí tomaron hacia el
Norte, hasta torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del
callejón del Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más que
entornada, y empujándola simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando
al padre Lanzas de una de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y
sobre una estera sucia y medio desbaratada, estaba el paciente, cubierto con una
frazada; a corta distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca abajo en el
suelo, daba su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con las
paredes llenas de telarañas. Por terrible que sea el cuadro más acabado de la
indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal
habitación, en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso de
tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor ventilación.
Cuando el Padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con
suavidad la frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa
y enjuta, amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto. Los ojos del
hombre estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus
manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de la de las
momias.
—¡Pero este hombre está muerto! —exclamó el Padre Lanzas dirigiéndose a
la vieja.
—Se va a confesar, Padrecito —respondió la mujer, quitándole la vela, que
fue a poner en el rincón más distante de la pieza, quedando casi a oscuras el resto
de ella; y al mismo tiempo el hombre, como si quisiera demostrar la verdad de las
palabras de la mujer, se incorporó en su petate, y comenzó a recitar en voz
cavernosa, pero suficientemente inteligible, el Confiteor Deo.
39
Tengo que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote
jamás a alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que
aquella noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas, se infiere
que al comenzar su relato el penitente se refería a fechas tan remotas, que el Padre
creyéndole difuso y divagado, y comprendiendo que no había tiempo que perder,
le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que aquél se daba
por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que no le habían
permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo diariamente
a Dios, aun en el olvido casi total de sus deberes y en el seno de los vicios, y quizá
hasta el crimen; y que por permisión divina lo hacía en aquel momento, viniendo
de la eternidad para volver a ella inmediatamente. Acostumbrado Lanzas, en el
largo ejercicio de su ministerio, a los delirios y extravagancias de los febricitantes y
de los locos, no hizo mayor aprecio de tales declaraciones, juzgándolas efecto del
extravío anormal o inveterado de la razón del enfermo; contentándose con
exhortarle al arrepentimiento y explicarle lo grave del trance a que estaba orillado,
y con absolverle bajo las condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental
de que le consideraba dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó
que el hombre había vuelto a acostarse; que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que
la vela a punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegado
él a la puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad; y
aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse ésta de firme como
si de adentro la hubieran empujado. El Padre, que contaba con hallar a la mujer de
la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del moribundo y que volviera a
llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que recobraba aquél la razón,
desconcertóse al no verla; esperóla en vano durante algunos minutos; quiso volver
a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por haber quedado cerrada como de firme,
la puerta; y, apretando en la calle la oscuridad y la lluvia, decidióse, al fin, a alejarse,
proponiéndose efectuar, al siguiente día muy temprano, nueva visita.
Sus compañeros de malilla o tresillo le recibieron amistosa y cordialmente,
aunque no sin reprocharle su tardanza. La hora de la cita había, en efecto, pasado
ya con mucho, y Lanzas, sabiéndolo o sospechándolo, había venido a prisa y estaba
sudando. Echó mano al bolsillo en busca del pañuelo para limpiarse la frente, y no
le halló. No se trataba de un pañuelo cualquiera, sino de la obra acabadísima de
alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él; finísima batista con las
iniciales del Padre, primorosamente bordadas en blanco, entre laureles y trinitarias
de gusto más o menos monjil. Prevalido de su confianza en la casa, llamó al criado,
le dio las señas de la accesoria en que seguramente había dejado el pañuelo, y le
despachó en su busca, satisfecho de que se le presentara así ocasión de tener nuevas
40
noticias del enfermo, y de aplacar la inquietud en que él mismo había quedado a su
respecto. Y con la fruición que produce en una noche fría y lluviosa, llegar de la
calle a una pieza abrigada y bien alumbrada, y hallarse en amistosa compañía cerca
de una mesa espaciosa, a punto de comenzar el juego que por espacio de más de
veinte años nos ha entretenido una o dos horas cada noche, repantigóse nuestro
Lanzas en uno de esos sillones de banqueta que se hallaban frecuentemente en las
celdas de los monjes, y que yo prefiero al más pulido asiento de brocatel o
terciopelo; y encendiendo un buen cigarro habano, y arrojando bocanadas de humo
aromático, al colocar sus cartas en la mano izquierda en forma de abanico, y como
si no hiciera más que continuar en voz alta el hilo de sus reflexiones relativas al
penitente a quien acababa de oír, dijo a sus compañeros de tresillo:
—¿Han leído ustedes la comedia de don Pedro Calderón de la Barca intitulada
«La devoción de la Cruz»?
Alguno de los comensales la conocía, y recordó al vuelo las principales
peripecias del galán noble y valiente, al par que corrompido, especie de Tenorio de
su época, que, muerto a hierro, obtiene por efecto de su constante devoción a la
sagrada insignia del cristiano, el raro privilegio de confesarse momentos u horas
después de haber cesado de vivir. Recordado lo cual Lanzas prosiguió diciendo, en
tono entre grave y festivo:
—No se puede negar que el pensamiento del drama de Calderón es altamente
religioso, no obstante que algunas de sus escenas causarían positivo escándalo
hasta en los tristes días que alcanzamos. Mas, para que se vea que las obras de
imaginación suelen causar daño efectivo aun con lo poco de bueno que contengan,
les diré que acabo de confesar a un infeliz que no pasó de artesano en sus buenos
tiempos; que apenas sabía leer; y que, indudablemente, había leído o visto «La
devoción de la Cruz», puesto que, en las divagaciones de su razón, creía
reproducido en sí mismo el milagro del drama…
—¿Cómo? ¿Cómo? —exclamaron los comensales de Lanzas, mostrando
repentino interés.
—Como ustedes lo oyen, amigos míos. Uno de los mayores obstáculos con
que, en los tiempos de ilustración que corren, se tropieza en el confesionario, es el
deplorable efecto de las lecturas, aun de aquéllas que a primera vista no es posible
calificar de nocivas. No pocas veces me he encontrado, bajo la piel de beatas
compungidas y feas, con animosas Casandras y tiernas y remilgadas Atalas; algunos
Delincuentes Honrados, a la manera de los de Jovellanos, han recibido de mi mano
la absolución; y en el carácter de muchos hombres sesudos, he advertido fuertes
conatos de imitación de las fechorías del «Periquillo» de Lizardi. Pero ninguno tan
preocupado ni porfiado como mi último penitente; loco, loco de remate. ¡Lástima
41
del alma, que a vueltas de un verdadero arrepentimiento, se está en sus trece de
que hace quién sabe cuántos años dejó el mundo, y que por altos juicios de Dios…
¡Vamos! ¡Lo del protagonista del drama consabido! Juego…
En estos momentos se presentó el criado de la casa, diciendo al Padre que en
vano había llamado durante media hora en la puerta de la accesoria; habiéndose
acercado al fin, el sereno, a avisarle caritativamente que la tal pieza y las contiguas
llevaban mucho tiempo de estar vacías, lo cual le constaba perfectamente, por
razones de su oficio y de vivir en la misma calle.
Con extrañeza oyó esto el Padre; y los comensales que, según he dicho, habían
ya tomado interés en su aventura, dirigiéronle nuevas preguntas, mirándose unos
a otros. Daba la casualidad de hallarse entre ellos nada menos que el dueño de las
accesorias, quien declaró que, efectivamente, así éstas como la casa toda a que
pertenecían llevaba cuatro años de vacías y cerradas, a consecuencia de estar
pendiente en los tribunales un pleito en que se le disputaba la propiedad de la finca,
y no haber querido él, entretanto, hacer las reparaciones indispensables para
arrendarla. Indudablemente Lanzas se había equivocado respecto de la localidad
por él visitada, y cuyas señas, sin embargo, correspondían con toda exactitud a la
finca cerrada y en pleito; a menos que, a excusas del propietario, se hubiera
cometido el abuso de abrir y ocupar la accesoria defraudándole su renta.
Interesados igualmente aunque por motivos diversos, el dueño de la casa y el Padre,
en salir de dudas, convinieron esa noche en reunirse al otro día temprano, para ir
juntos a reconocer la accesoria.
Aún no eran las ocho de la mañana siguiente, cuando llegaron a su puerta, no
sólo bien cerrada, sino mostrando entre las hojas y el marco y en el ojo de la llave,
telarañas y polvo que daba la seguridad material de no haber sido abierta en algunos
años. El propietario llamó sobre esto la atención del Padre, quien retrocedió hasta
el principio del callejón, volviendo a recorrer cuidadosamente, y guiándose por sus
recuerdos de la noche anterior, la distancia que mediaba desde la esquina hasta el
cuartucho, a cuya puerta se detuvo nuevamente, asegurando con toda formalidad
ser la misma por donde había entrado a confesar al enfermo, a menos que, como
éste, no hubiera perdido el juicio. A creerlo así se iba inclinando el propietario, al
ver la inquietud y hasta la angustia con que Lanzas examinaba la puerta y la calle,
ratificándose en sus afirmaciones y suplicándole hiciese abrir la accesoria a fin de
registrarla por dentro.
Llevaron allí un manojo de llaves viejas tomadas de orín, y probando algunas,
después de haber sido necesario desembarazar de tierra y telarañas, por medio de
clavo o estaca, el agujero de la cerradura, se abrió al fin la puerta, saliendo por ella
el aire malsano y apestoso a humedad que Lanzas había aspirado allí la noche
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anterior. Penetraron en el cuarto nuestro clérigo y el dueño de la finca, y a pesar
de su oscuridad, pudieron notar, desde luego, que estaba enteramente deshabitado
y sin muebles, ni rastro alguno de inquilinos. Disponíase el dueño a salir, invitando
a Lanzas a seguirle o precederle, cuando éste, renuente a convencerse de que había
simplemente soñado lo de la confesión, se dirigió al ángulo del cuarto que
recordaba haber estado el enfermo, y halló en el suelo y cerca del rincón, su
pañuelo, que la escasísima luz de la pieza no le había dejado ver antes. Recogiólo
con profunda ansiedad, y corrió hacia la puerta para examinarle a toda la claridad
del día. Era el suyo, y las marcas bordadas no le dejaban duda alguna. Inundados
en sudor su semblante y sus manos, clavó en el propietario de la finca los ojos, que
el terror parecía hacer salir de sus órbitas; se guardó el pañuelo en el bolsillo,
descubrióse la cabeza, y salió a la calle con el sombrero en la mano, delante del
propietario, quien, después de haber cerrado la puerta y entregado a su dependiente
el manojo de llaves, echó a andar al lado del Padre preguntándole con cierta
impaciencia:
—Pero, ¿y cómo se explica usted lo acaecido?
Lanzas le vio con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la
pregunta; y siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se
la volvió a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante
rareza, contestaba con risa como de idiota, y llevándose la diestra al bolsillo, para
cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. Con infatigable constancia siguió
desempeñando las tareas más modestas del ministerio sacerdotal, dando señalada
preferencia a las que más en contacto le ponían con los pobres y con los niños, a
quienes mucho se asemejaba en sus conversaciones y en sus gustos. ¿Tenía, acaso,
presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo a los párvulos? Jamás se le vio
volver a dar el menor indicio de enojo o de impaciencia; y si en las calles era casual
o intencionalmente atropellado o vejado, continuaba su camino con la vista en el
suelo y moviendo sus labios como si orara. Así le suelo contemplar todavía en el
silencio de mi alcoba, entre las nubes de humo de mi cigarro; y me pregunto si a
los ojos de Dios no era Lanchitas más sabio que Lanzas, y si los que nos reímos
con la narración de sus excentricidades y simplezas, no estamos, en realidad, más
trascordados que el pobre clérigo.
Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir
alguna de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron del muro más grueso
de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre
que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio
sepultura con las debidas formalidades.
43
TEMÁTICA15
B. Tomashevski
LA ELECCIÓN DEL TEMA
En el curso del proceso artístico las frases individuales se combinan entre sí según
su sentido, realizando una cierta construcción en la que se hallan unidas por una
idea o tema común. Las significaciones de los elementos particulares de la obra
constituyen una unidad que es la trama (aquello de lo que se habla). Es tan lícito
hablar del tema de una obra completa como del tema de sus partes. Toda obra
escrita en un lenguaje provisto de sentido posee un tema; sólo las obras transracionales carecen de tema, y por eso son consideradas por ciertas escuelas poéticas
como meros ejercicios experimentales.
La obra literaria está dotada de unidad cuando ha sido construida a partir del
tema único que se va manifestando a lo largo de la misma. Por consiguiente, el
proceso literario se organiza en torno a dos momentos importantes: la elección del
tema y su elaboración.
La elección del tema depende estrechamente de la acogida que le dispense el
lector. La palabra «lector» designa en general un círculo mal definido de personas,
de quienes muy frecuentemente el propio escritor no tiene un conocimiento
preciso. La imagen del lector está siempre presente en la conciencia del escritor
aunque sólo sea abstracta o reclame del autor el esfuerzo de convertirse en el lector
de su obra. Esta imagen del lector puede expresarse en una fórmula clásica, como
la que encontramos en una de las últimas estrofas de Eugenio Oneguin:
Quienquiera seas tú que me lees,
amigo o enemigo, quiero despedirme
cordialmente de ti. Adiós. Ya no sé
si de estos mis versos indolentes esperas
acaso el recuerdo de una emoción,
una distracción después del trabajo,
escenas vivientes, palabras ingeniosas,
o errores de gramática; ojalá en este libro
encuentres aunque sólo sea una migaja
para tu corazón o para tus ensueños,
para tu distracción o para la polémica.
Y ahora, separémonos; adiós, lector mío!
15
Todorov, T.(1978) “Teoría de la literatura de los formalistas ruso”. México, Siglo XXI, pp. 199-204.
Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre.
44
Esta preocupación por un lector abstracto se expresa en la noción de
«interés». La obra debe ser interesante. La noción de interés orienta ya al autor en
la elección del tema; pero ese interés puede revestir formas muy diversas. Las
preocupaciones de orden técnico son familiares para el escritor y para sus lectores
más cercanos. Ellas se cuentan entre los móviles más poderosos del desarrollo
literario. La aspiración a una novedad profesional, a una nueva maestría, ha sido
siempre el rasgo distintivo de los movimientos literarios más avanzados. La
experiencia literaria, la tradición a la que se remite el escritor, se le manifiestan
como una tarea legada por sus predecesores, tarea cuya realización absorbe toda
su atención. Por otra parte, el interés de un lector neutro, ajeno a los problemas
del oficio, puede asumir diferentes formas, que van desde la exigencia de mero
entretenimiento (satisfecha por la literatura «de andén», de Nat Pinkerton a Tarzán)
hasta la combinación de intereses literarios con asuntos de interés general. En tal
sentido el tema de actualidad, es decir el que se ocupa de los problemas culturales
del momento, satisface al lector.
Así, ocurre que una inmensa literatura periodística se ha acumulado alrededor
de cada novela de Turgueniev, literatura que se interesa menos por la obra de arte
que por los problemas de la cultura en general y, sobre todo, por los problemas
sociales. Esta literatura periodística era perfectamente legítima como respuesta al
tema elegido por el novelista. Los temas vinculados con la Revolución y con la
vida revolucionaria son hoy muy actuales; impregnan la obra entera de Pilniak, de
Ehrenbnurg y de otros prosistas, como también la de los poetas Maiakovski,
Tijonov, Aseiev, etc.
La forma elemental de la actualidad nos está dada por las circunstancias de
cada día. Pero las obras de actualidad no sobreviven el interés temporario que las
ha suscitado. La importancia de estos temas es reducida porque no se adaptan a la
variabilidad de los intereses cotidianos del público. Inversamente, cuanto más
importante sea el tema y más duradero su interés, tanto más estará asegurada la
vigencia de la obra. Haciendo retroceder de este modo los límites de la actualidad,
podemos llegar a los intereses universales (los problemas del amor, de la muerte)
que en el fondo siguen siendo los mismos a lo largo de la historia humana. Pero
estos temas universales deben nutrirse de una materia concreta, y si esta materia
no está vinculada con la actualidad, plantearse esos problemas pierde todo interés.
No hay que considerar la actualidad como una representación de la vida
contemporánea. Los temas históricos, aun cuando se refieren a una época distante,
pueden ser actuales y llegar a suscitar mayor interés que el que podría despertar la
representación de la vida contemporánea. Además, hay que saber cuáles son los
45
aspectos de esta vida que deben representarse; no todo lo contemporáneo es actual
o evoca el mismo interés.
Las particularidades de la época en que se crea la obra literaria son
determinantes en lo concerniente al interés por el tema. Añadiremos que la
tradición literaria y las tareas que ella impone tienen una función preponderante
entre esas condiciones históricas. No basta elegir un tema interesante; hay que
mantener el interés estimulando la atención del lector. El interés atrae, pero la
atención retiene.
El elemento emocional contribuye en gran medida a captar la atención. No
es sin razón que las piezas destinadas a obrar directamente sobre un gran público
eran catalogadas como comedias o tragedias según sus características emocionales.
Suscitar una emoción es el modo mejor de retener la atención. No basta el tono
frío del relator que constata las etapas del movimiento revolucionario: hay que
simpatizar, indignarse, alegrarse o rebelarse. De esta manera la obra se hace actual,
en el sentido más preciso del término, porque actúa sobre el lector suscitando
emociones que dirigen su voluntad. La mayoría de las obras poéticas han sido
construidas sobre la base de la simpatía o antipatía sentidas por el autor y de un
juicio de valor consiguiente acerca del material propuesto a nuestra atención. El
personaje virtuoso (positivo) y el malvado (negativo) representan una expresión
directa de este elemento valorativo de la obra literaria. El lector debe ser orientado
en su simpatía y en sus emociones.
Por eso, el tema de la obra literaria está habitualmente impregnado de
emoción; suscita así un sentimiento de indignación o de simpatía y evocará siempre
un juicio de valor.
Además, no hay que olvidar que el elemento emocional se encuentra en la
obra y no es introducido por el lector. No se puede discutir acerca del carácter
positivo o negativo de un personaje. Es preciso descubrir el contenido emocional
de la obra (que puede no corresponder a la opinión personal del autor). Este matiz
emocional, manifiesto en los géneros literarios primitivos –por ejemplo en la
novela de aventuras, donde la virtud es premiada y el vicio castigado–, puede ser
muy fino y complejo en las obras más elaboradas; a veces llega a ser tan complicado
que resulta imposible expresarlo en una simple fórmula. A grandes rasgos, empero,
es el elemento de la simpatía lo que orienta el interés y mantiene la atención,
incitando al lector a participar en el desarrollo del tema.
TRAMA Y ARGUMENTO
Hay dos tipos principales de disposición de los elementos temáticos: o bien
se inscriben en una cierta cronología, respetando así el principio de causalidad; o
46
bien se presentan fuera del orden temporal, es decir, en una sucesión que no toma
en cuenta ninguna causalidad interna.
Llamamos trama al conjunto de acontecimientos vinculados entre sí que nos
son comunicados a lo largo de la obra. La trama podría exponerse de una manera
pragmática, siguiendo el orden natural, o sea el orden cronológico y causal de los
acontecimientos, independientemente del modo en que han sido dispuestos e
introducidos en la obra.
La trama se opone al argumento, el cual, aunque está constituido por los
mismos acontecimientos, respeta en cambio su orden de aparición en la obra y las
secuencias de las informaciones que nos los representan.16
La noción de tema es una categoría sumaria que une el material verbal de la
obra. Ésta posee un tema, y al mismo tiempo cada una de sus partes tiene el suyo.
La descomposición de la obra consiste en aislar las partes caracterizadas por una
unidad temática específica.
Mediante este análisis de la obra en unidades temáticas arribamos finalmente
a las partes no analizables, esto es, a las partículas más pequeñas del material
temático: «Ha caído la tarde”, «Rascolnikov asesinó a la vieja”, «El héroe ha
muerto”, «Llegó una carta”, etc. El tema de una de las partes no analizables de la
obra se llama un motivo. En realidad, cada proposición posee su propio motivo.
Los motivos combinados entre sí constituyen la armazón temática de la obra.
En esta perspectiva, la trama se muestra como el conjunto de los motivos
considerados en su sucesión cronológica y en sus relaciones de causa a efecto; el
argumento es el conjunto de esos mismos motivos pero dispuestos con arreglo al
orden que observan en la obra. Con respecto a la trama, poco importa que el lector
se entere de un acontecimiento en cierta parte de la obra más bien que en otra, y
que tal acontecimiento le sea comunicado directamente por el autor o a través del
relato de un personaje, o aún por medio de alusiones marginales. Por el contrario,
sólo la presentación de los motivos cuentan en el argumento. Un incidente de la
vida real puede servir de trama al autor. El argumento, en cambio, es una
construcción enteramente artística.
Los motivos de una obra son heterogéneos. Una simple exposición de la
trama nos revela que ciertos motivos pueden ser omitidos sin destruir por eso la
continuidad de la narración, mientras que otros no pueden dejarse de lado sin
alterar el nexo de causalidad que une los acontecimientos. Llamamos motivos
16
En una palabra: la trama es lo que ha ocurrido efectivamente; el argumento es el modo en que el lector se
ha enterado de lo sucedido.
47
asociados a los que no pueden ser excluidos; los que pueden extirparse sin lesionar
la sucesión cronológica y causal de los acontecimientos son motivos libres.
Para la trama sólo cuentan los motivos asociados; son sobre todo los motivos
libres, en cambio, los que desempeñan el papel dominante en el argumento y
determinan la construcción de la obra. Estos motivos marginales (detalles, etc.) son
introducidos en razón de la construcción artística de la obra y cumplen diversas
funciones.
48
CORTÍSIMO METRAJE17
Julio Cortázar
Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre
lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del autostop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas
palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las
preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al
término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De
reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a
poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto,
la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si
no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano
por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después
billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos
kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no
hay que descuidarse.
17
Cortázar, J. (1974) “Último Round”. Tomo II, México, Siglo XXI. pp. 56-57. Tomado de Báez, Barboza y
Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
49
LA NOCHE DE LOS FEOS18
Mario Benedetti
I
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.
Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a
la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No,
de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento,
que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a
dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos,
pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno
a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos
las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que
me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que
devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin
barba de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos
rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar
lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También
para el rostro de otros feos, de otros espantajos.
Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así
como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso
18
Benedetti, M. (1978) “ La muerte y otras sorpresas”. México, Siglo XXI. pp. 75-79. Tomado de Báez,
Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
50
hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando
se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos
un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los
gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa
curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro
corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi
adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos,
tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su
interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor,
poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o
una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me
gustó) para sacar del bolsillo su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
«¿Qué está pensando?», pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
«Un lugar común», dijo. «Tal para cual».
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella
como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba
traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí
tirarme a fondo.
«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?»
«Sí», dijo, todavía mirándome.
«Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro
tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted
es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida».
«Sí».
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo».
«¿Algo como qué?»
«Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera,
pero hay una posibilidad».
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
51
«Prométame no tomarme por un chiflado».
«Prometo».
«La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro
total. ¿Me entiende?»
«No».
«¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo
no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?»
Se sonrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
«Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca».
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
«Vamos», dijo.
II
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi
tacto me trasmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo.
Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un
relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una
lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un
poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre
sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y
pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté, y descorrí la
cortina doble.
52
EL QUE VINO A SALVARME19
Virgilio Piñera
Siempre tuve un gran miedo; no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la
culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando, él me puso frente a ella y me
obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la
presencia de la muerte deja una profunda huella en los niños… No digo que la
aseveración sea falsa, pero en mi caso, es distinto. Lo que mi mujer ignora es que
yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por pura casualidad. Justicia irregular, es decir
dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y
lo degüellan. ¿Cómo? Yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme;
estaba en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y de pronto oí: «Pero no van
a matarme…» Miré por el enrejillado, y entonces vi una navaja cortando un
pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda
prisa. Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi
muerto, con eso que le dicen «shock nervioso». Estuve un mes entre la vida y la
muerte.
Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser
degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a
un hombre, es lógico que piensen que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero
también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o
lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que
degollaron en el servicio sanitario del cine.
No, no era ese mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que
degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿Cuál es la hora? Imaginemos
a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea
fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será de noche…? ¿Será a las tres de la
madrugada de pasado mañana? ¿Va a ser ahora mismo en que estoy pensando que
será pasado mañana a las tres de la madrugada…? Como sabe y siente que el
tiempo de vida que le queda es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la
«hora fatal» son bastante precisos, pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se
encuentra para fijar «el momento» los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado
en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora. En el momento de
proferir: «Pero no van a matarme…», ya sabía que le llegaba su hora. Entre su
exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el
19
Edmundo Valadés (1979). “Los grandes cuentos del siglo XX” México, Promexa. pp. 87-90. Tomado de
Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
53
cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir que si la exclamación se
produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la
noche y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo
exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos.
En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y,
por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de
la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es
sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero,
pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora.
Pero no anticipemos.
Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario yo tenía apenas veinte
años. El hecho de estar «lleno» de vida en ese entonces y además, tenerla por
delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella
pregunta angustiosa. Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y
«vivirse». Uno «se vive» y se dice: «¡Qué saludable estoy, respiro salud por todos
mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar
sin desfallecer veinte horas seguidas…», y entonces uno no puede tener noción de
lo que es morir y «morirse». Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo
mis «ardores» me dijo una noche: «¿Vas a ser conmigo el mismo cuando seas un
viejito?» Y le contesté: «¿Qué es un viejito? ¿Acaso tú lo sabes?»
Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el
momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo
lindo.
Pero recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito,
y también empecé a pensar en eso de la hora… Por supuesto, proseguía viviendo
pero, al mismo tiempo empezaba a morirme, y una curiosidad, enfermiza y
devoradora, me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, al
menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el
instante preciso en que me lavo los dientes…
Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más
obsesivo hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta hice, de modo
inesperado, mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único
hermano avisándome que éste se moría. Tomé pues el avión. A las dos horas de
vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso
que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados,
idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen a suelo, gritos de mujeres y
de niños mezclados con padrenuestros y avemarías, en fin ese «memento mori»
que es más «memento» a cuarenta mil pies de altura.
54
—Gracias a Dios —me dije— gracias a Dios que por vez primera me acerco
a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en
esta nave en peligro de estrellarse, ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez,
quince, treinta y ocho minutos…? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no
lograrás sorprenderme. Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me
ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción o simplemente esa
función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del
avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ese era el momento de mi
muerte.
Pasado el peligro, una pasajera me dijo: «Oiga, lo estuve viendo mientras
estábamos por caernos, y usted como si nada…» Me sonreí, no le contesté: ella,
con su angustia aún reflejada en su cara, ignoraba «mi angustia» que, por una sola
vez en mi vida, se había transformado a esos cuarenta mil pies de altura en un
estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia.
Pero a cuarenta mil pies de altura en un avión azotado por la tormenta —
único paraíso entrevisto en mi larga vida— no se está todos los días; por el
contrario se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son
pensamientos, su techo terrores y sus ventanas abismos… Y dentro, uno helándose
a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas
singulares, «a que hora», «un martes o un sábado», «en el otoño o en la
primavera…»
Y yo, me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado
espécimen de un museo de teratología y al mismo tiempo soy la viva imagen de la
desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre sino pus; hay
que ver mis escaras —purulentas, cárdenas— y mis huesos, que parecen haberle
conferido a mi cuerpo otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido
de madre; las clavículas, al descarnarme, parecen anclas pendiendo del costado de
un barco; los occipitales hacen de mi cabeza un coco aplastado de un mazazo.
Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando, y pensando en su idea
fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte
encima, con la muerte, que puede ser esa foto de mi padre muerto, que me mira y
me dice: «Te voy a sorprender, no podrás saber, me estás viendo pero ignoras
cuándo te asestaré el golpe…»
Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: «no te vas a
salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante y antes gritaré: ¡Es
ahora! Y no te quedará otro remedio que confesarte vencida».
Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la
irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e
55
irrealidad. Desvié la vista de la foto e inconscientemente la puse en el espejo del
ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven,
sólo su cara ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo
colocado entre los pies de la cama y el espejo. Pero no le di mayor importancia;
sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que
uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto
nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero a mi edad y en el estado de languidez
en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad-irrealidad que
se padece. Es decir, que ese extrañó y su cara era, o un objeto más de los muchos
que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En
consecuencia volví a poner la vista en la foto de mi padre, y cuando volví a mirar
el espejo la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y
creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir la cara de
mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya,
sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia. Pero
vaya usted a saber… En ese linde entre la realidad e irrealidad todo es posible, y
más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir
en voz alta: ahora, ahora… De pronto sentí ruido de pisadas muy cerca del
respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su
cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: «Bah, lo mismo del espejo…» y volví a
mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No
desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando
lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese
extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos
el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré
a mi salvador y, entre borbotones de sangre le dije: «Gracias por haber venido».
56
ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS
Philip K. Dick
Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de
vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto;
no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto
sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es
de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible
que la situación esté bajo control.
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que
alguien había olvidado en el autobús, cuando me topé con la referencia que me
puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su
importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en
ella de inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles
características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres
humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no
tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el
autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria
tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
…sus ojos se pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban
como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión de que se movían
por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún
personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la
menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
…sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían
autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había
descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre,
desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes
del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie. ¿Y el autor? Una
sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada
tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún
momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
…a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
57
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación.
La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación.
Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
…sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba,
poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi
familia me miraron, asombrados.
-¿Qué pasa, querido? -preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como esta serían demasiado para una
persona corriente. Debía guardar el secreto.
-Nada -respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.
Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando
de pies a cabeza:
…su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de
inmediato, sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se
quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual; en cualquier caso, el
significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos,
brazos… y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de
biología me resultaron útiles. Era obvio que se trataba de seres simples,
unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres
no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo
mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta
con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
…nos dividimos ante el cine. Una parte entró y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades.
Existía la posibilidad de que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba
más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas.
Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
…temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
…y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Este, no
obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
…carente por completo de cerebro.
58
El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me
había parecido una persona normal, se revela también como una forma de vida
extraterrestre, similar al resto:
…con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual.
Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como
los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras,
dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
…a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se
quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos,
a estas alturas.
…tomó su brazo.
Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a
desmembrarla sin más. Con el rostro enrojecido, cerré el libro y me levanté, pero
no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan
despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
…sus ojos lo siguieron por la carretera y a través del prado.
Salí del garaje de prisa y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas
detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en
la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y
los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan.
Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en este asunto.
No tengo estómago para esas cosas.
59
TERCERA UNIDAD
60
LA LECTURA20
Enrique Villada
Hay un sentimiento apenas tangible al asomarse a un salón de clase: la negativa a
toda forma de trabajo, al ejercicio de la razón y al desarrollo de las habilidades
creadoras. La abulia es un signo que rige a las nuevas generaciones, pues la
omnipresencia de la televisión y la carrera a ciegas hacia el confort marcan con saña
a los jóvenes, que no aspiran a otra cosa más que a una tibia comodidad; la
conciencia y la razón duermen en un espeso limbo.
Estudiar es un vocablo que se pronuncia con excesiva facilidad, tanto que ha
perecido junto a las demás ocupaciones del espíritu. Hoy no se concibe la escuela
como culminación y síntesis de respuesta a las dudas de la vida cotidiana, no es
lugar de intercambio y de discusión de ideas, sino alineación a la masa, disposición
para el uniforme que constriñe el carácter y las costumbres.
Ante tal panorama mucho tienen por hacer los profesores, en especial los que
enseñan las propiedades de la lengua y la literatura. En preparatoria, con frecuencia,
los jóvenes no han leído más que por obligación. Desperdician gran parte de su
vida sin degustar el alimento que los haría más plenos, más sensibles, más libres.
¿Qué se puede hacer por personas que no han sido estimuladas por la palabra y
que dicen con orgullo no necesitar de libros? Lo que comúnmente se hace es vaciar
el índice de programas en cerebros condicionados para la memoria momentánea.
Y el análisis y la reflexión esperan ser tocados alguna vez. Los programas no son
pobres: la escasez viene de las condiciones en las que se enseña. El nivel de lectura
se agota en las primeras tentativas de acercamiento al texto y la atención languidece
a los cinco minutos de lectura en voz alta. Algunos opinan que ya nada se puede
hacer por generaciones que no nacieron bajo el influjo de los libros.
Los programas de preparatoria están diseñados para alumnos que han tenido
proximidad con textos de distinta índole. Sin embargo, los hipotéticos lectores de
Rulfo, Sabines, Fuentes, Kafka o Proust repiten una palabra que señorea en sus
bocas: aburrimiento; les aburre leer, por lo tanto, pensar.
Para jóvenes que sí leen quedan algunas alternativas. Una de ellas, el canon de
Harold Bloom. Este maestro de la Universidad de Nueva York propone, a través
de un intenso amor por la lectura, el puro goce intelectual, prescindiendo de la
escuela del resentimiento. Así, plantea una división de la literatura occidental en las
siguientes edades: teocrática, aristocrática, democrática y caótica.
20
Villada, E.(2001) “La Lectura”. Corre, Conejo, No. 16, 15 de febrero, pp. 3-4. Tomado de Báez, Barboza
y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
61
¿Cuántos de los autores capitales que sugiere se leen en la actualidad?
Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Montaigne, Milton, Goethe,
Wordsworth, Whitman, Dickens, Eliot, Tolstoi, Ibsen, Freud, Proust, Joyce,
Austen, Woolf, Borges, Neruda, Pessoa, Becket. Por otra parte, hay un profundo
aislamiento entre las materias. Aislamiento que se vuelve hermetismo en el caso de
las referidas a lengua y a literatura. ¿Se puede vincular ética y literatura? ¿Se puede
provocar en quien lee la fascinación por una vida en el presente, de profunda
reflexión y libertad?
Alejandro Jodorowsky promulga el efecto curativo del arte: al contacto con el
objeto propicio, de las palabras exactas, se obra una magia que insidia en la psique
de las personas y se efectúa la psicología, embrujo que ejerce efectos positivos.
Esta posibilidad requiere una selección de textos ordenados en secuencia: de lo
más accesible a lo más complicado. El trabajo de la academia es formar el hábito
de la lectura, descubriendo desde los textos más elementales el placer que subyace
en ellos y que se vuelve fuente de sabiduría.
II
El libro es un objeto y descansa en los estantes como las papas en la bodega.
Tenemos los objetos y parecen baratijas. ¿Qué puede asombrar si, entre viejos
prematuros, el color, los sonidos, los olores, los sabores, los signos han perdido
sustancia, peso, carne? Que nos hablen de lugares comunes, que llenen nuestros
días de frases huecas y de balbuceos. Pero libros, no. La maravilla, la conmoción,
la poesía es locura. La normalidad rige: pone los ingredientes necesarios en el
recipiente exacto.
Cuando descubramos el sentido del libro mucho haremos por él. Lo
tendremos como lo más precioso, como Garcín, personaje de Rubén Darío que
sonreía al ver los escaparates llenos de joyas y de elegantes vestidos, pero se
entristecía cuando pasaba frente a los libros finamente encuadernados. Su padre le
escribía que si abandonaba sus manuscritos de tonterías –porque Garcín era poeta–
tendría dinero. Él contestaba: «Sí, seré siempre un gandul,/ lo cual aplaudo y
celebro,/ mientras sea mi cerebro,/ jaula del pájaro azul». Garcín terminó, por
supuesto, liberando en plena primavera al pájaro azul que tenía dentro de su
cerebro.
III
Escribe Roland Barthes: «Se diría que la idea de placer ya no halaga a nadie.
Nuestra sociedad parece a la vez tranquila y violenta, pero sin lugar a dudas es
frígida». Asombra que la gente no lea, asombra que nuestra sociedad se prive de
62
tantos placeres. Ante el ruido, el amontonamiento, la pobreza y el peligro, el
hombre se refugia en sí mismo, haciéndose la ilusión de que comparte algo con los
otros. Sin embargo, ni para sí mismo existe. Ninguneado, el hombre es hoy el
primer eslabón en la escala zoológica.
Otras voces comparadas con la suya, diferentes, opuestas, le son peligrosas,
como las voces de una novela. Vivimos en la domesticación y en la fortaleza de la
ideología. Los jóvenes no leen porque ya no creen, ni sueñan, ni viven en otras
realidades; no sienten placer, jamás gozan. Al respecto dice Mario Benedetti:
¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de paciencia y asco?/
¿sólo grafitti?, ¿rock?, ¿escepticismo?/ también les queda no decir amén/ no dejar
que les maten el amor/ recuperar el habla y la utopía/ ser jóvenes sin prisa y con
memoria/ situarse en una historia que es la suya/ no convertirse en viejos
prematuros/ ¿qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de rutina y
ruina?/ ¿cocaína?, ¿cerveza?, ¿barras bravas?/ les queda respirar/ abrir los ojos/
descubrir las raíces del horror/ inventar paz así sea a ponchazos/ entenderse con
la naturaleza/ y con la lluvia y los relámpagos/ y con el sentimiento y con la
muerte/ esa loca de atar y desatar/ ¿qué les queda por probar a los jóvenes/ en
este mundo de consumo y humo?/ ¿vértigo?, ¿asalto?, ¿discotecas?/ también les
queda discutir con dios/ tanto si existe como si no existe/ tender manos que
ayuden/ abrir puertas entre el corazón propio y ajeno/ sobre todo les queda hacer
futuro/ a pesar de los ruines del pasado/ y los sabios granujas del presente.
IV
Los jóvenes no leen porque ignoran que si se lee más se conoce más, y el que
sabe más gana más dinero, y el que gana más dinero más tiempo dedica al estudio,
y el que más tiempo dedica al estudio puede dar a sus hijos mejores oportunidades
para estudiar. Pero la cadena de la lectura está rota.
Son pocos los maestros que enseñan a los alumnos que con los libros se llega
a todas partes, que la universidad no está en los edificios y que la lectura es cosa
ética. Leyendo, los jóvenes modificarían su conducta sin necesidad de coacción,
sin vigilancia. Pero obligar a alguien a leer es pensar que existen placeres
obligatorios. Los alumnos deben tener próximas las herramientas, aunque de ellos
depende si las desechan o las utilizan.
No es raro que sean pocos quienes encuentren el sentido y la inteligencia del
lugar donde están viviendo. Dice Mi Camar Udinn Mast: «Recorro fugazmente las
regiones del mundo espiritual sin moverme de mi asiento, tal ventaja he tenido con
los libros. Embriagarme con un solo vaso de vino, placer como ése he
experimentado al beber el licor de las doctrinas esotéricas».
63
La de los lectores es una clase dentro de las clases, un privilegio. Toda
reflexión acerca del tema debe plantearse también en términos económicos, pero
la cadena de los lectores está rota también en este eslabón: hemos cambiado la
calidad por los nuevos títulos nobiliarios, el saber por los créditos, y rige la idea de
que a la escuela se va a obtener calificaciones.
La formación de nuevos lectores es una empresa cuyos resultados no pueden
ser a corto plazo: el cambio de conciencias antes que de formas no se hace evidente
sólo porque los alumnos tengan un libro en la mano. Si se les pregunta, la mayoría
dirá que sabe leer y que lee cuando tiene que cumplir con sus tareas escolares. Pero
de ahí a leer como hábito o disciplina hay una distancia enorme. En este caso, la
lectura se convierte en una necesidad permanente y el cerebro, acostumbrado a
cierto ritmo, no quiere abandonar su droga.
Por otra parte, aun cuando los alumnos leyeran asiduamente, los niveles de
comprensión del texto son variables. A menudo se lee lo más superficial, se realizan
lecturas deficientes, sólo se decodifica: se reconocen palabras, signos, frases. En la
preparatoria algunos alumnos todavía deletrean.
¿Cómo pasar entonces a la lectura crítica, a la lectura creativa, a la lectura
eficiente? En las redes de relaciones contextuales y cotextuales muchos hallan
pantanos insondables y prefieren no pensar. Por mi parte, practico en clase el
comentario de textos, busco lo que Garibay llama «paraderos literarios», o lo que
Barthes identifica como desgarradura: «No devorar, no tragar sino masticar,
desmenuzar minuciosamente. Para leer a los autores de hoy es necesario
reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos».
64
UN SABIO ITALIANO21
Alexandre Dumas
—¿Y vos? —replicó Faria—. ¿Cómo es que no habéis dejado sin sentido a vuestro
carcelero con una de las patas de la mesa, para disfrazaros con sus ropas y tratar
de huir?
—La verdad es que no se me había ocurrido —repuso Dantès—.
—Porque semejante crimen os inspira también un horror instintivo. Por eso,
no se os ha ocurrido tal barbaridad —continúo el anciano—. En las cosas sencillas
y que no están permitidas, nuestros apetitos naturales nos advierten para que no
nos desviemos de la línea de nuestro deber. El tigre, que derrama sangre como algo
natural, porque tal es la forma de su comportamiento y para ello fue creado, sólo
necesita que su olfato le avise de que hay una presa a su alcance, y se abalanza sobre
ella de un salto y la devora. Es su instinto y lo sigue. Pero, por el contrario, al
hombre le repugna la sangre. No son leyes sociales las que condenan el asesinato,
son leyes que emanan del derecho natural.
Dantès se quedó confundido. Pues aquélla era, precisamente, la explicación
de lo que, sin saberlo a ciencia cierta, había pasado por su cabeza, o mejor, por su
alma: hay pensamientos que surgen del cerebro y otras ideas que brotan del
corazón.
—Además —prosiguió Faria—, en los doce años que llevo en prisión, he
tratado de repasar todas las fugas célebres. Pocas son las que han llegado a
coronarse con éxito. Las evasiones con final feliz, que han culminado con bien son
aquéllas que han sido cuidadosamente meditadas y preparadas con lentitud. No de
otra forma se escaparon el duque de Beaufort, del castillo de Vincennes; el abate
de Bucquoy, de Fort-L’Éveque, y Latude, de la Bastilla. Ha habido otras que han
sido fruto del azar, y ésas son las mejores. Hacedme caso. Esperemos una ocasión
propicia y, si ésta se presenta, saquémosle partido.
—Vos habéis sido capaz de esperar —dijo Dantès, con un suspiro—, porque
ese largo trabajo os mantenía ocupado en todo momento; y cuando no contabais
con vuestra tarea para distraeros, siempre os quedaba la esperanza como consuelo.
—Pero no me dedicaba sólo a eso —comentó el abate—.
—¿Qué hacíais, pues?
—Escribir o estudiar.
—¿Os proporcionan papel, plumas y tinta?
21
Dumas, A. (2005) “El conde de Montecristo”, Buenos Aires, Losada, pp. 124-126. Tomado de Báez,
Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
65
—No; pero yo los fabrico.
—¿Que hacéis papel, plumas y tinta? —exclamó Dantès—.
—Así es.
Dantès contempló a aquel hombre con admiración, pero le costaba creer lo
que le contaba. Faria se dio cuenta de sus dudas y le dijo:
—Cuando os paséis a por mi calabozo, os mostraré mi obra completa, que es
el resultado de los pensamientos, investigaciones y reflexiones de toda mi vida.
Medité sobre ella, a la sombra del Coliseo, en Roma; a los pies de la columna de
San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Nunca hubiera
imaginado que, un día, mis carceleros me permitirían escribirla entre las cuatro
paredes del castillo de If. Es un Tratado sobre la posibilidad de una monarquía única en
Italia, un volumen que, en cuarto, será abultado.
—¿Y dónde la habéis escrito?
—En dos camisas. He inventado una preparación que deja el lino tan liso y
firme como un pergamino.
—¿De modo que también sois químico?
—Un poco. Conocí a Lavoisier, y tuve algún trato con Cabanis.
—Pero, para escribir semejante obra, habréis llevado a cabo investigaciones
históricas. ¿Teníais libros?
—En Roma, disponía de una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes. A
fuerza de leerlos y releerlos, descubrí que, con ciento cincuenta obras bien
seleccionadas, uno cuenta, si no con un resumen exhaustivo del conocimiento
humano, sí al menos con todo el saber que puede serle útil a un hombre. Consagré
tres años a leer y releer aquellos ciento cincuenta volúmenes, de forma que, cuando
dejé de hacerlo, casi me los sabía de memoria. Tras un pequeño esfuerzo de
memoria, en mi celda me he vuelto a acordar de casi todos. Y podría recitaros a
Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandès, Dante,
Montaigne, Shakespeare, Spinoza, Maquiavelo o Bossuet. Y sólo cito a los más
importantes.
—Lo que quiere decir que sabéis varias lenguas.
—Hablo cinco lenguas vivas: alemán, francés, italiano, inglés y español;
gracias al griego clásico, capaz soy de comprender el griego moderno; como lo
hablo mal he vuelto a estudiarlo ahora.
—¿Que lo estudiáis? —preguntó Dantès.
—Así es. Me he confeccionado un vocabulario de las palabras que sé, y las
he colocado, combinado, torcido y retorcido hasta que han llegado a bastarme para
ilustrar mi pensamiento. Sé unas mil palabras, y no me hacen falta más en verdad,
aunque yo sé que los diccionarios recogen hasta cien mil. El único inconveniente
66
es que carezco de elocuencia, pero sería capaz de lograr que cualquier griego me
entendiese, y con eso me basta.
Cada vez más maravillado, Edmundo comenzaba a pensar que aquel extraño
ser estaba dotado de facultades sobrenaturales. Dispuesto a pillarle en falta en
alguna cosa, se decidió a continuar.
—Si nadie os ha proporcionado plumas —preguntó—, ¿cómo habéis podido
escribir un tratado tan voluminoso?
—Me he fabricado algunas cuantas plumas excelentes, mejores que las
normales si se supiese del material en que están fabricadas, con las espinas de la
cabeza de esas enormes pescadillas que nos dan, a veces, en los días de abstinencia.
De modo que espero siempre a que lleguen los miércoles, viernes y sábados,
porque en esos días aumenta mi esperanza de aumentar mi provisión de plumas.
Mis trabajos históricos son para mí la ocupación más agradable. Al mirar hacia el
pasado olvido el presente y, como ando por la Historia, libre e independiente, ni
siquiera me acuerdo de que estoy prisionero.
—¿Y la tinta? —quiso saber Dantès—. ¿Cómo habéis conseguido fabricar
tinta?
—Antiguamente había una chimenea en mi calabozo, la cual fue cegada, sin
duda, poco antes de mi llegada. Pero, durante mucho tiempo, allí se había
encendido lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. Disuelvo el
hollín con un poco del vino que nos dan todos los domingos, y obtengo una
excelente tinta. Para las anotaciones especiales, aquellas que han de atraer
poderosamente la atención de los lectores, me pincho en los dedos y escribo con
sangre.
—¿Cuándo podré ver todas esas cosas? —preguntó Dantès—.
—Cuando queráis —respondió Faria—.
—¡Ahora mismo! —exclamó el joven—.
—Venid conmigo, pues —dijo Faria, y se internó por el corredor subterráneo
hasta desaparecer por él; Dantès le siguió—.
67
EL ENCANTAMIENTO22
Mónica Lavín
Apunta Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista, y en muchos de sus artículos
sobre la novela, que el escritor tiene que crear la ilusión de realidad. Es decir, tiene
que construir ese mundo ficticio de tal manera que embarque al lector, que lo haga
transitar por él como si fuera la vida misma. El mundo de papel debe tener olores,
sangre, sudar, explotar, quejarse, correr, esconderse. Ese es el reto del que escribe:
encantar, seducir, atrapar en la historia que narra para que quien lee no dude que
aquello está sucediendo. No importa si se trata de una historia fantástica, de ciencia
ficción, de lo sobrenatural, en el código del papel cualquier buen texto nos hará
sentirlo como real. ¿Quién duda cuando lee en la novela portentosa de Gabriel
García Márquez, Cien años de soledad, que cuando Úrsula Amaranta sacudía las
sábanas, efectivamente empezaba a flotar por la habitación? En los términos del
realismo mágico el autor nos ha convencido que ese es el código del mundo
narrado y que aquello puede suceder.
Pero ¿por qué leer un cuento o una novela para conocer nuestras actitudes,
reacciones, luchas, abismos, si en términos prácticos podemos leer un tratado
sobre la honestidad, el odio, las actitudes criminales, el amor, la muerte? Además
de que la ficción nos entretiene —porque sin duda apela al muy antiguo apetito
por las historias contadas oralmente—, un cuento o una novela no da cátedra, no
tiene una postura moralizante. La literatura muestra un mundo —desde luego ese
mundo está expuesto por la mirada, la experiencia y la sensibilidad del autor— que
no es un mundo donde el blanco y negro se pueden definir de manera tajante, es
un mundo que expone las grandezas y abismos de la condición humana, los
semitonos, los grises: nuestros límites. Las atrocidades de las que somos capaces y
las cimas que podemos alcanzar. Cuando leemos, participamos en el texto. A pesar
de nuestra postura corporal —sentados, acostados, silenciosos— somos el
complemento de la historia que está en el papel. Somos la otra orilla cuya
complicidad busca el escritor. Somos quienes imaginamos, nos enojamos con la
conducta de alguien, aprobamos, nos reímos, lloramos, descalificamos o
aplaudimos el texto.
La lectura, en tanto experiencia de la cual nos apropiamos, nos permite sacar
conclusiones propias. Para redondear la pregunta de la utilidad de la lectura
(además del placer, del entretenimiento, de que nos permitirá expresar por escrito
22
Lavín,M. (2003) “Leo, luego escribo”, México, Lectorum. pp. 25-26. Tomado de Báez, Barboza y
Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
68
u oralmente nuestras ideas), habría que subrayar que en la medida que
ensanchamos nuestro mundo aceptamos puntos de vista distintos,
comprendemos, conocemos aristas de la materia fascinante que somos los
humanos y esto inevitablemente lleva a ser más tolerantes. El mundo siempre ha
necesitado de la tolerancia.
69
UNA MUJER AMAESTRADA23
Juan José Arreola
Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras,
un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se
daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al
círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una
y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista
improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no
pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla.
Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui
sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido.
Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando
su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar
en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de
aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve
paréntesis teatral a cargo del público. “¡Besos!”, ordenaba el saltimbanqui. “No. A
ése no. Al caballero que arrojó la moneda.” La mujer no acertaba, y una media
docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos.
Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió
un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado,
encogiéndose de hombros.
A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero
acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el
público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y
no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo
mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con
los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos.
Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse
toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más
difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella
cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer
no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los
años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y
23
Arreola, J. J. (2010) “Una Mujer Amaestrada”. El humor niega, Antología de textos,
Losada. Buenos Aires, Argentina, 2010. Pág. 239.
70
degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella,
llegará indudablemente a una conclusión obscena.
El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los
pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un
prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos
que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y
cuando se le da gusto, no escatima su aplauso.
Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por
sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle
el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la
idea de su propia vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de
carnero en una angosta alfombra de terciopelo desvaído.)
El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al
saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la
vida normal. “¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.” El acusado
respondió otra vez con argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con
asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra le lentejuelas. Algunos
héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y
avergonzados.)
El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la
suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad,
ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba
preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de
colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su
director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón
cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud
de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su
falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el
cuerpo.
Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido
posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces
me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella,
sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su
tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro en-harineado).
71
Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica,
buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro
arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo
de contorsiones y cabriolas.
Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su
instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan
espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito
estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel
improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar.
Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente
de rodillas.
72
LEER O NO LEER24
Daniel Pennac
Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una
generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más
bien la de impedirnos leer.
—¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista!
—Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo.
—¡Apaga la luz! ¡Es tarde!
Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba
demasiado oscuro.
Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en
imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un
acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la
desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de
lectura clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz
galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era
hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la
prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y
mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la
“redacción” que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en
lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de
fútbol y a la búsqueda de setas…, se habían elegido y se preferían a todo… ¡Dios
mío, qué gran amor!
Y qué corta era la novela
24
Pennac, D.(2003) “Como una novela”, Barcelona. Anagrama. pp. 13-14. Tomado de Báez, Barboza y
Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ
73
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Valadés E. (1979). “Los grandes cuentos del siglo XX” México, Promexa. pp.
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Valdivieso, J. (1975). “Realidad y ficción en Latinoamérica” México, Joaquín
Mortíz, , pp. 20-21. Vargas Llosa, M. (1984) “El arte de mentir” en
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Villada, E. (2001). “La Lectura”. Corre, Conejo, No. 16, 15 de febrero
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Contenido
PRIMERA UNIDAD ............................................................................................................. 3
SOPORTES DEL RELATO ................................................................................................... 5
EL ECLIPSE........................................................................................................................... 6
DISTANCIAMIENTOS Y APROXIMACIONES ................................................................ 7
EL ECLIPSE........................................................................................................................... 9
LA FUNCIÓN POÉTICA DEL LENGUAJE ...................................................................... 10
UN JUSTO ACUERDO ....................................................................................................... 12
EL ARTE DE MENTIR ....................................................................................................... 13
NOCHE DE VERANO ........................................................................................................ 19
SEGUNDA UNIDAD .......................................................................................................... 21
LAS VOCES NARRATIVAS .............................................................................................. 22
MACARIO ........................................................................................................................... 24
CÓMO SE CARACTERIZA UN PERSONAJE.................................................................. 28
EL ANIVERSARIO DE LINA ............................................................................................ 30
NOMBRE Y ATRIBUTOS DE UN PERSONAJE ............................................................. 34
LANCHITAS........................................................................................................................ 36
TEMÁTICA.......................................................................................................................... 43
CORTÍSIMO METRAJE ..................................................................................................... 48
LA NOCHE DE LOS FEOS ................................................................................................ 49
EL QUE VINO A SALVARME .......................................................................................... 52
ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS .............................................................. 56
TERCERA UNIDAD ........................................................................................................... 59
LA LECTURA ..................................................................................................................... 60
UN SABIO ITALIANO ....................................................................................................... 64
EL ENCANTAMIENTO ...................................................................................................... 67
UNA MUJER AMAESTRADA ........................................................................................... 69
LEER O NO LEER............................................................................................................... 72
Referencias ........................................................................................................................... 73
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