INDICE
El Banquete o Del Amor
Apolodoro y un amigo suyo
PLATÓN
El Banquete
o
Del Amor
Edición Impresa
Traducción:
Diseño de Tapa: Marcelo Bigliano
© 2000 by Pluma y Papel
Boyacá 51 -Buenos Aires, Argentina
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PLATÓN
El Banquete
o
Del Amor
APOLODORO Y UN
AMIGO SUYO
Apolodoro. -Creo que estoy bastante bien preparado
para contaros lo que me preguntáis. Porque últimamente,
cuando regresaba de mi casa de Falera a la ciudad, un conocido mío, que venía detrás de mí, me vio y me llamó de
lejos: -¡Hombre de Falera! -gritó en broma-, ¡Apolodoro!,
¿no puedes aguardarme? -Me detuve y lo aguardé. -Apolodoro -me dijo-, andaba buscándote. Quería preguntarte lo
que había pasado en casa de Agatón el día en que Sócrates,
Alcibíades y otros más fueron los comensales de la cena.
Se dice que toda la conversación giró sobre el amor. Yo sé
algo por un hombre a quien Fénix, hijo de Filipo, había
contado una parte de sus discursos; pero no pudo decirme
nada cierto sobre los pormenores de esa conversación. Me
ha dicho que tú también estabas enterado. De manera que
espero me lo refieras. Además, es un deber para ti dar a
El Banquete
conocer lo que ha dicho tu amigo. Pero, ante todo, dime,
¿estabas tú presente en aquella conversación? -Es natural
-le respondí- que tu amigo nada seguro te haya dicho; porque
hablas de esta conversación como de algo ocurrido hace
poco, y como si yo hubiera podido estar presente en ella. Así lo creía. -¿Cómo? -le repliqué-. Glaucón, ¿no sabes
que hace muchos años que Agatón no ha puesto los pies
en Atenas? En cuando a mí, no hace aún tres años que
trato a Sócrates, y me dedico a estudiar cada día todas sus
palabras y todos sus actos. Antes de ese tiempo yo vagaba
de un lado para otro y creía llevar una vida razonable, y
era el más desgraciado de todos los hombres. Yo creía,
como tú ahora, que nada había en que pudiera ocuparse
uno más que en filosofía. -Entonces no bromees y dime
cuándo tuvo efecto esa conversación. -Eramos casi unos
niños, tú y yo; fue cuando Agatón alcanzó el premio con
su primera trage
dia y al día siguiente de aquel en que, en honor de su victoria, sacrificó a los dioses rodeado de sus coreuntas.
-Mucho te remontas, me parece; pero, ¿por quién
sabes lo que sabes? ¿Es por Sócrates? - No, ¡por Zeus! -le
respondí-, sino por el mismo que lo contó a Fénix, un cierto
Aristodemo del pueblo de Citadena, un hombrecillo que
va siempre con los pies descalzos. Estaba presente y, si no
me equivoco, era entonces uno de los hombres más
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Platón
enamorados de Sócrates. Yo he consultado a Sócrates
algunas veces particularidades que yo sabía de ese
Aristodemo, y sus relatos estaban de acuerdo. -¿A qué
esperas entonces -me dijo Glucón - para contarme la
conversación? ¿Podemos emplear mejor el camino que nos
queda de aquí a Atenas? -Consentí, y hablamos de todo
eso, mientras caminábamos. Como os lo decía hace un momento, estoy bien preparado; no tendréis, pues, más que
escucharme. Además del agrado que tengo al hablar o al
oír hablar de filosofía, nada hay en el mundo que me interese
tanto. Por el contrario: me muerto de hastío cuando os
oigo a vosotros, hombres ricos y de negocios, hablar de
vuestros intereses. Deploro vuestra ceguera y la de vuestros
amigos: creéis servir para algo y no servís para nada. Acaso
también, por vuestra parte, nos compadezcáis y os parezca
que tenéis razón; pero yo no sólo creo, sino que estoy seguro
de que sois dignos de compasión.
El amigo de Apolodoro. -Eres siempre el mismo,
Apolodoro, constantemente hablando mal de ti y de los
demás, y convencido de que todos los hombres, excepto
Sócrates, son unos desgraciados, comenzando por ti. No
sé por qué te han dado el nombre de Tierno1; pero estoy
convencido de que hay siempre algo de esto en tus
discursos. Siempre estás protestando contra ti mismo y
contra todos los demás hombres, a excepción de Sócrates.
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El Banquete
Apolodoro. - ¿Te parece, pues, querido, que hay que
ser un insensato y estar loco para hablar así de mí y de
vosotros?
El amigo. - No es ocasión, Apolodoro, de discutir esto.
Contesta cuanto antes a mi pregunta, y cuéntame el discurso
de Agatón
Apolodoro. - Helo aquí: o mejor, tomemos la cosa desde
el comienzo, como me lo ha contado Aristodemo.
Me encontré a Sócrates, dijo, que salía del baño y,
contra su costumbre, llevaba sandalias. Le pregunté adónde
iba tan elegante y me respondió que a comer a casa de
Agatón. - No quise asistir a la fiesta que daba para celebrar
su triunfo, porque temía a la muchedumbre, pero me
comprometí para hoy, y he aquí por qué me ves tan
acicalado. Me he arreglado para ir a casa de un muchacho
elegante. Pero tú, Aristodemo, ¿estás de humor para venir
a comer también allí, aunque no te lo haya rogado? - Como
quieras -le dije-. Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio
demostrando que un hombre honrado puede también ir a
comer en casa de otro hombre honrado sin que lo invite.
Acusaré a Hornero de no haber sólo cambiado este
proverbio, sino de haberse burlado de él cuando, después
de habernos presentado a Agamenón como a un gran
guerrero y a Menelao como a un combatiente bastante
débil, hizo ir a éste al banquete de Agamenón sin estar
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Platón
invitado, es decir, a un inferior a la mesa de un hombre
que estaba muy por encima de él. - Temo -dije a Sócratesno ser tal como tú quisieras, sino más bien, según Hornero,
el hombre mediocre que se sienta a la mesa del sabio sin
estar invitado. Pero, sobre todo, tú que me conduces tienes
la obligación de defenderme, porque no confesaré que voy
sin invitación y diré que has sido tú quien me ha rogado
que vaya. - Somos dos -repuso Sócrates, y encontraremos,
uno a uno, lo que tengamos que decir. Vamos y no hablemos
más.
Nos dirigimos hacia la casa de Agatón -prosiguió
Aristodemo-, conversando de esta manera. Durante el trayecto, Sócrates se quedó muy pensativo y se detuvo. Me
paré también para esperarle, pero me dijo que fuera siempre
delante de él. Cuando llegué a casa de Agatón me ocurrió
una cosa graciosa. Encontré la puerta abierta, y un esclavo
de Agatón me condujo inmediatamente a la sala donde
todos estaban ya reunidos a la mesa y esperaban que se les
sirviese. Agatón, en cuanto me vio, exclamó: - ¡Oh,
Aristodemo; sé bienvenido si vienes a comer con nosotros!
Si es para cosa diferente ya hablaremos otro día. Te busqué
ayer para que fueras de los nuestros, pero no pude encontrarte, ¿por qué no traes a Sócrates? - Entonces me volví y
vi que Sócrates no me había seguido -. He venido con él –
le dije-; él mismo es quien me ha invitado. - Has hecho
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El Banquete
bien -repuso Agatón-. Pero ¿dónde está? - Venía detrás de
mí, y no sé qué pudo haberle pasado. - Muchacho: -dijo
Agatón-, ve a ver dónde está Sócrates y tráelo. Y tú,
Aristodemo, siéntate al lado de Erixímaco. Muchacho: que
le laven los pies para que pueda ocupar su sitio -. En esto,
otro esclavo vino a decir que había encontrado a Sócrates
plantado ante la puerta de la casa próxima, y que le había
hablado y no quería venir. - ¡Cosa extraña! -dijo Agatón-.
Vuelve y no le dejes hasta que esté con nosotros. - No, no
-dije yo entonces-, déjalo; le ocurre con frecuencia
detenerse así en algún sitio. Lo veréis bien pronto, si no
me equivoco. No lo perturbéis, pues; dejadlo. - Si ese es tu
parecer -dijo Agatón-, perfectamente. Y vosotros, mozos,
servidnos. Traednos lo que queráis, como si no hubiese
aquí nadie que os diere órdenes, porque ése es un cuidado
que yo no he tenido jamás. Consideradnos a mí y a mis
amigos como invitados vuestros. Cumplid lo mejor que
podáis.
Comenzamos a comer y Sócrates no llegaba. A cada
momento, Agatón quería que fuesen a buscarlo; pero yo
impedía siempre que lo hiciesen. Por fin llegó Sócrates,
después de habernos hecho esperar algún tiempo, según
su costumbre, y cuando estábamos a mitad de la comida.
Agatón, que estaba solo en un lecho al extremo de la mesa,
le rogó que se sentase junto a él. - Ven, Sócrates, junto a
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Platón
mí para que por tu contacto pueda tener mi parte en los
descubrimientos que se te acaban de ocurrir; tengo, en
efecto, la certeza de que has encontrado lo que buscabas,
pues de otro modo estarías todavía en aquel vestíbulo.
Cuando Sócrates se hubo sentado: -Ojalá -dijo- que la
sabiduría, Agatón, fuese algo que pudiera pasar de un
espíritu a otro cuando dos hombres están juntos, como el
agua corre a través de un trozo de lana pasando de una
copa llena a otra vacía. Si el pensamiento fuese de tal naturaleza, sería yo quien pudiera considerarse feliz por estar
junto a ti; me llenaría, creo, de esa buena y abundante sabiduría que posees; porque la mía es mediana y equívoca;
la mía es, como si dijésemos, un sueño. La tuya, por el
contrario, es una sabiduría magnífica y llena de las más
hermosas esperanzas, como lo atestigua el vivo resplandor
que pone en tu juventud y los aplausos que acaban de
ofrecerte más de treinta mil griegos. - Eres un chancero repuso Agatón-; pero examinaremos en seguida cual es
mejor, si tu sabiduría o la mía, y Baco será nuestro juez.
Ahora no pienses más que en comer.
Sentóse Sócrates y, cuando él y los demás convidados acabamos de comer, se hicieron las libaciones, se cantó
un himno en honor del dios y, después, se hicieron las demás
ceremonias ordinarias y se habló de beber. Pausanías tomó
entonces la palabra: - Veamos -dijo- cómo podemos beber
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El Banquete
sin causarnos daño. En cuanto a mí, declaro que estoy todavía molesto por el exceso de ayer y tengo necesidad de
respirar un poco, así como la mayoría de vosotros, según
creo; porque ayer estuvimos juntos. Bebamos, pues,
moderadamente. -Pausanías -dijo en este punto
Aristófanes-, me parece muy bien lo que propones, porque
yo fui uno de los menos moderados anoche. -¡Cómo me
agrada que os expreséis así! -dijo Erixímaco, hijo de
Acúmene-. Pero queda todavía algo que decidir: ¿Se
encuentra Agatón en estado de beber? - No mucho más
que vosotros -respondió- Tanto mejor para todos -replicó
Erixímaco-, para mí, para Aristodemo, para Fedro y para
los demás, si vosotros los bebedores estáis rendidos. No
hablo de Sócrates, porque bebe como quiere, y le importa
poco el partido que se tome. Así, pues, no seré importuno
si os digo algunas palabras de la verdad sobre la embriaguez.
Mi experiencia de médico me ha probado perfectamente
que el exceso de vino es funesto para el hombre. Yo lo
evitaré siempre que pueda, y no lo aconsejaré nunca a los
demás, sobre todo cuando sientan aún pesada la cabeza
por una orgía de la víspera. -Tú sabes -le dijo Fedro de
Mirrinos, interrumpiéndole-; que comparto con gusto tu
opinión, sobre todo cuando hablas de medicina; pero y
ves que todo el mundo está razonable hoy.
Se resolvió, de común acuerdo, no hacer exceso alguno
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Platón
y no beber más de lo que se desease. - Ya que estamos de
acuerdo -dijo Erixímaco- en que no se fuerce a nadie y en
que cada cual beba como quiera, opino que se despida
primeramente a esta flautista y que se vaya a tocar para
ella sola o, si quiere, para las mujeres, en el interior. En
cuanto a nosotros, si me hacéis caso, entablaremos alguna
discusión y os propondré el tema si os parece -. Se le
aplaudió, y se le rogó que entrase en materia. Erixímaco
dijo entonces: -Comenzaré por el verso de la Melanipe de
Eurípides, pues no son mías estas palabras, sino de Fedro.
Porque Fedro me dice todos los días, casi indignado: «¡Oh
Erixímaco! ¿No es extraño que con tantos poetas que han
compuesto himnos y cánticos en honor de la mayoría de
los dioses, no haya ninguno que lo haya hecho en elogio
del Amor, que es, sin embargo, un dios tan grande? Los
sofistas hábiles componen todos los días grandes discursos
en prosa en alabanza de Hércules y de otros semidioses;
testigo el famoso Pródico, y ello no es sorprendente. Ya
hasta he visto un libro que llevaba por título: El elogio de la
sal, en el cual el sabio autor exageraba las maravillosas
cualidades de la sal. En un palabra: no veréis casi nada de
que no se haya hecho un panegírico. ¿Cómo, pues, en este
ardor de alabar tantas cosas, nadie, hasta hoy, se ha tomado
el trabajo de celebrar dignamente el Amor, y ha olvidado a
un dios tan magnífico?» Yo -continuó Erixímaco- comparto
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El Banquete
la indignación de Fedro. Quiero, pues, pagar mi tributo al
Amor y hacérmelo propicio. Me parece, al mismo tiempo,
que estaría muy bien en una reunión como la nuestra honrar
a ese dios. Si esto os agrada, no hay que buscar otro tema
de conversación. Cada uno improvisará, lo mejor que
pueda, un discurso en alabanza del Amor. Se dará la vuelta
de izquierda a derecha. Así Fedro hablará el primero. No
sólo porque le corresponde por su rango, sino porque es el
autor de la proposición que os presento. - No dudo,
Erixímaco -dijo Sócrates-, que tu opinión será bien acogida.
No la combatiré, al menos yo, que hago profesión de no
saber de nada más que de Amor. Tampoco Agatón ni
Pausanias; ni Aristófanes, que está dedicado por completo
a Baco y a Venus. E igualmente puedo responder de los
demás, aunque, a decir verdad, la partida no sea igual para
los que estamos sentados los últimos. En todo caso, si los
que nos preceden cumplen bien su deber y agotan el tema,
nos limitaremos a expresar nuestra aprobación. Que Fedro
comience, pues, bajo felices auspicios, y que haga el elogio
del Amor.
El parecer de Sócrates fue unánimemente adoptado.
Que os refiera palabra por palabra todos los discursos, no
lo esperéis de mí. Aristodemo, que me los refirió, no ha
podido hacerlo tan perfectamente, y yo mismo dejaré
escapar alguna cosa del relato que me hizo, pero os diré lo
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Platón
más esencial. He aquí, poco más o menos, según él, el
discurso de Fedro:
«El Amor es un dios maravilloso entre los dioses y
entre los hombres, por mil razones, pero sobre todo, por
su ancianidad; porque no hay dios tan antiguo como él. Y
la prueba es que no tiene ni padre ni madre. Ningún poeta,
ningún prosista se los atribuyen. Según Hesíodo, existía
primero el Caos, después la Tierra de amplio seno, base
eterna e inquebrantable de todas las cosas, y el Amor.
Hesíodo, por consiguiente, hace suceder al Caos la Tierra
y el Amor. Parménides habla así de su origen:
«El primero de todos los dioses que ella (la diosa) advirtió
fue el Amor...»
«Agesilao ha seguido la opinión de Hesíodo. Así, de
común acuerdo, el Amor es el más antiguo de los dioses.
Es, además, de todos el que reporta más bien a los hombres.
Porque no conozco mayor felicidad para un joven que tener
un amante virtuoso, y para un amante, que amar a un objeto
virtuoso. Nacimiento, honores, riquezas, nada como el
amor puede inspirar al hombre lo necesario para llevar una
vida honesta: quiero decir el horror al mal y la emulación
del bien. Sin estas dos cosas es imposible que un particular o un Estado hagan jamás nada hermoso ni grande. Hasta
me atrevo a decir que si un hombre que ama comete una
mala acción o sufre un ultraje sin rechazarlo, no habrá ni
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El Banquete
padre ni pariente ni nadie en el mundo ante quien este
hombre sienta tanta vergüenza de presentarse como ante
el ser a quien ama. Y vemos que ocurre lo mismo con el
que es amado: porque no se halla jamás tan confuso como
cuando es sorprendido en alguna falta por su amante. De
manera que si, por cualquier circunstancia, un Estado o
un ejército pudieran estar compuestos sólo de amantes y
de amados, no habría pueblo que llevase más alto el horror
al vicio y la emulación de la virtud. Los hombres así unidos,
aunque en pequeño número, podrían en cierto modo vencer
al mundo entero. Porque si hay alguien de quien un amante
no quisiera ser visto aban-donando sus filas o arrojando
las armas es de quien ama; preferiría morir mil veces, sobre
todo, antes de dejar en peligro a su bien amado y
abandonarlo sin socorrerlo; porque no hay hombre tan
cobarde a quien el amor no inflame de valor y haga
semejante a un héroe. Lo que dice Hornero de los demás
dioses que inspiran la audacia a ciertos guerreros, se puede
decir del Amor con más justicia que de ninguno de los
dioses. Sólo entre los amantes se sabe morir uno por otro.
Y no sólo los hombres, sino las mujeres también han dado
su vida para salvar la de aquellos a quienes amaban. Grecia
ha visto el deslumbrante ejemplo en Alcestes, hija de Pelias;
no se encontró a nadie más que a ella que quisiese tomar
en la muerte el lugar de su esposo, aunque éste tenía a su
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Platón
padre y a su madre. El amor del amante sobrepasa tanto a
todos, que declara, por así decirlo, extraños a los propios
hijos. Y aunque se hayan realizado en el mundo hermosas
acciones, no hay en él más que un número muy reducido
que haya rescatado del Hades a los que allí habían
descendido. Pero éste de Alcestes ha parecido tan hermoso
a los hombres y a los dioses que, encantados de su valor,
la devolvieron a la vida. ¡Tan cierto es que un amor noble
y generoso se hace estimar de los mismos dioses!
«No trataron así a Orfeo, hijo de Eagro. Lo echaron
del Hades sin concederle lo que solicitaba. En vez de
devolverle su mujer a quien venía a buscar, no le mostraron más que su fantasma, porque le había faltado el
valor, como a músico que era. En vez de imitar a Alcestes
y de morir por la que amaba, se las ingenió para descender
vivo a los Infiernos. Así, los dioses, indignados, lo castigaron
por su cobardía haciéndole morir a manos de las mujeres.
Por el contrario honraron a Aquiles, hijo de Tetis, y le
recompensaron colocándole en las Islas de los
Bienaventurados, porque, habiéndole predicho su madre
que moriría en seguida si mataba a Héctor, pero que si no
quería combatir regresaría a la casa de sus padres, donde
moriría de viejo, Aquiles no vaciló, y prefirió vengar a
Patroclo a su propia vida, queriendo, no solamente morir
por su amigo, sino sobre el propio cuerpo de su amigo. Así
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El Banquete
los dioses lo honraron más que a todos los hombres, por
haberse formado tan alta idea de lo que vale un amante.
Ahora bien, Esquilo delira cuando nos dice que era Patroclo
el amado. Aquiles era mucho más hermoso, no sólo que
Patroclo, sino que todos los demás héroes. Aun no tenía
barba, pues era mucho más joven, como dice Hornero. Y
verdaderamente, si los dioses aprueban lo que se hace por
aquellos a quienes se ama, estiman, admiran y recompensan
lo que se hace por aquel de quien se es amado; porque está
poseído de un dios. De aquí que Aquiles haya sido mejor
tratado que Alcestes, colocándole los dioses, después de
su muerte, en la Isla de los Bienaventurados. Termino
diciendo, pues, que de todos los dioses, el Amor es el más
antiguo, el más augusto y el más capaz de hacer virtuosos
y felices a los hombres durante su vida y después de su
muerte.»
Fedro acabó de este modo. Aristodemo pasó por alto
algunos otros de quienes había olvidado los discursos, y
llegó a Pausanias, que habló así:
«Yo no apruebo, oh Fedro, la simple proposición que
se ha hecho de alabar el amor. Eso sería bueno si no hubiese
más que un amor; pero, como hay más de uno, hubiera
sido mucho mejor decir, ante todo, a cuál es al que se debía
alabar. Esto es lo que voy a intentar hacer. Diré,
primeramente, cuál es el amor que merece ser alabado, y
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Platón
lo alabaré lo más dignamente que pueda. Está comprobado
que Afrodita y el Amor son inseparables; si no hay más
que una Afrodita no habrá más que un Amor, pero, puesto
que hay dos Afrodita, necesariamente tiene que haber
también dos Amores. ¿Quién dudará que hay dos Afroditas?
Una más antigua, hija del Cielo y que no tiene madre: la
llamamos Afrodita celeste; la otra, más joven, hija de Zeus
y de Dione: la llamamos Afrodita popular. Lógicamente,
de los dos Amores, que son los ministros de estas dos
Afroditas, hay que nombrar a uno celeste y al otro popular.
Además, todos los dioses, sin duda, son dignos de ser
honrados; pero distingamos bien las funciones de esos dos
Amores.»
Toda acción, por si misma, no es hermosa ni fea; lo
que hacemos corrientemente, beber, comer, charlar, nada
de eso es hermoso en si, pero puede serlo por la manera
cómo se haga; bello si se hace según las reglas de la
honestidad, y feo si se hace contra esas reglas. Lo mismo
ocurre con el amor. No se dirá de todo amor que es bello y
es digno de que se celebren sus alabanzas, sino únicamente
del que es bellamente impelido a amar. El Amor de la
Afrodita popular es popular también, y no inspira más que
acciones bajas; es el Amor que reina entre las gentes de
baja estofa. Aman sin elección, no menos a las mujeres
que a los jóvenes, antes al cuerpo que al alma; cuanto más
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El Banquete
irrazonable es, más lo buscan, porque no aspiran más que
a gozar y, con tal de conseguirlo, les importan poco los
medios. De ahí que se unan a todo lo que se presenta,
bueno o malo, porque su Amor es el de la Afrodita más
joven, cuya naturaleza participa de las del varón y de la
hembra. Pero no habiendo nacido de la hembra la Afrodita
celeste, sino del macho, de aquí el amor a los jóvenes.
Unido a una diosa de más edad y que, por consiguiente, no
tiene los sentidos fogosos de la juventud, aquellos a quienes
inspira no aman más que el sexo masculino, naturalmente
más fuerte y más inteligente. He aquí por qué señales podrá
reconocerse a los verdaderos servidores de ese Amor: no
se encuentran estas señales en una juventud muy temprana,
sino en los jóvenes cuya inteligencia comienza a
desarrollarse, es decir, cuando ya ha aparecido la barba.
Porque su fin no es, según creo, aprovecharse de la
imprudencia de un joven amigo y seducirle, para dejarle
en seguida y riéndose de la victoria correr a algún otro,
sino que se unen con el deseo de no separarse más y pasar
toda la vida con los que aman. Verdaderamente sería de
desear que hubiese una ley que prohibiese amar a los
jóvenes para que no perdiesen el tiempo en una cosa tan
incierta; porque, ¿quién sabe lo que llegará a ser un día
esta juventud, qué hábitos tomarán el cuerpo y el espíritu
y de qué lado se volverán, si hacia el vicio o hacia la virtud?
21
Platón
Ya sé que los buenos se imponen por sí mismos y por su
libre voluntad esta norma de conducta. Pero habría que
hacerla observar rigurosamente por los amantes populares
de que hablamos, y prohibirles esos juramentos, como se
les impide, dentro de lo posible, amar a las mujeres de
condición libre. Estos son los que han deshonrado el amor
hasta el punto de hacer decir que era vergonzoso conceder
sus favores a un amante. El amor intempestivo e injusto
de la temprana juventud es lo que únicamente ha dado
lugar a semejante opinión, en tanto que nada de lo que se
haga según los principios de la sabiduría y de la honestidad
será censurado con justicia.
‘’No es difícil comprender las leyes que regulan el amor
en los demás países, porque son claras y sencillas. No
existen más que las ciudades de Atenas y de Lacedemonia
donde la costumbre está sujeta a explicación. En la Élida,
por ejemplo, y con Beoda, donde se es más hábil en el arte
de hablar, se dice, sencillamente, que es bueno conceder
sus favores a quien nos ama; nadie lo encuentra mal, ni
joven ni viejo. Hay que creer que en estos países se ha
autorizado así el amor para allanar las dificultades, y a fin
de que para hacerse amar no haya necesidad de recurrir a
artificios de lenguaje, de que no son capaces sus habitantes.
Pero este trato está declarado infame en muchos lugares
de Jonia y en todos los países sometidos a la dominación
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El Banquete
de los bárbaros; se proscribe igualmente en ellos la filosofía
y la gimnasia. Por la muestra, a los tiranos no les conviene
que se formen entre sus súbditos grandes valores ni
amistades y lazos fuertes; ahora bien, esto es lo que el Amor
sabe hacer perfectamente. Los tiranos de Atenas hicieron
en otra época la experiencia: el amor de Aristogitón y la
fidelidad de Harmodio destruyeron su dominación. Se ve,
pues, que en los Estados donde es vergonzoso conceder
favores a los que nos aman, esta severidad procede de la
iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los
gobernantes y de la cobardía de los gobernados; mientras
que en los países donde se dice de modo absoluto que está
bien conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia
es una prueba de grosería. Todo esto está más sabiamente
ordenado entre nosotros. Pero, como he dicho, no es fácil
comprender nuestros principios a este respecto. De un lado
se dice que es mejor amar a la vista de todo el mundo que
en secreto, y que hay que amar con preferencia a los
hombres más generosos y a los más virtuosos, aunque sean
menos hermosos que los demás. Es sorprendente que todo
el mundo se interese por el triunfo del ser a quien ama: se
le anima, lo que no se haría si se creyese que no era honesto
amar; se le estima cuando ha tenido buen éxito en su amor,
y se le desprecia cuando no lo ha alcanzado. La costumbre
permite al amante emplear medios maravillosos para
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Platón
alcanzar su fin, y no hay uno solo de estos medios que no
bastase para hacerles perder en la estimación de los sabios
si se sirvieran de ellos para otra cosa que no fuese hacerse
amar. Porque si un hombre, en el deseo de enriquecerse o
de obtener un empleo 0 cualquier otra cosa de esta
naturaleza, se atreviera a tener para alguien la menor de
las complacencias que un amante tiene para el que ama, si
emplease los ruegos, si uniese las lágrimas a las súplicas, si
hiciese juramentos, si durmiese a su puerta, si descendiese
a mil bajezas a que un esclavo tendría a vergüenza descender, no habría nadie que no le impidiera envilecerse hasta
este punto. Unos le reprocharían su conducta de adulador
y de esclavo; los otros, avergonzados, se esforzarían en
corregirle. Sin embargo, todo esto sienta maravillosamente
a un hombre enamorado; no sólo se sufren sus bajezas sin
deshonor, sino que se le estima como a quien cumple muy
bien con su deber. Y, lo que es más extraño, se quiere que
los amantes sean los únicos perjuros a que los dioses no
castiguen; porque se dice que los juramentos no
comprometen en amor. Tan cierto es, que en nuestras costumbres los hombres y los dioses lo permiten todo a un
amante. No hay, pues nadie que no esté convencido de
que es muy loable, en esta ciudad, amar y corresponder a
los que nos aman. Por otra parte, sin embargo, si se
considera con qué cuidado un padre pone junto a sus hijos
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El Banquete
un ayo que los vigile, y que el mayor cuidado de este
vigilante es impedir que hablen a los que los aman; que
sus camaradas mismos, si los ven hablar de esas cosas, los
colman de burlas; que las gentes de más edad no se oponen
a estas burlas ni censuran a los que se entregan a ellas, al
examinar estas costumbres de nuestra ciudad, ¿no se creería que estamos en un país que se avergüenza de formar
semejantes relaciones? He aquí cómo hay que considerar
esta contradicción. El amor como decía antes, no es por sí
mismo ni bonito ni feo. Es hermoso, si se ama según las
reglas de la honestidad y es feo si se ama contra esas reglas.
Ahora bien, es deshonesto conceder sus favores a un ser
vicioso y por malos motivos, y es honesto rendirse por
buenos motivos al amor de un ser virtuoso. Llamo vicioso
al amante popular que ama el cuerpo antes que el alma,
pues su amor no puede ser duradero, ya que ama una cosa
que no dura. Cuando la flor de la belleza que ama se ha
marchitado, veréis que vuela entonces sin acordarse de sus
discursos ni de todas sus promesas. Pero el amante del
alma hermosa es fiel toda su vida, porque lo que ama es
duradero. Así, pues, la costumbre, entre nosotros, quiere
que se examine antes de comprometerse a quiénes se puede
uno rendir y a quienes se debe huir: inclina a unirse a aquellos y a evitar a éstos, porque discierne y juzga de qué
especie es el que ama y el que es amado. Se deduce que es
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Platón
vergonzoso rendirse en seguida, y se exige la prueba del
tiempo, que hace conocer mejor todas las cosas. Es también
vergonzoso ceder a una persona rica o poderosa, ya
sucumba por temor, ya por debilidad, o deslumbrado por
la esperanza de entrar en los empleos, o por las riquezas.
Porque, además de que razones de esta naturaleza no
pueden jamás formar una amistad generosa, se asientan
sobre bases poco sólidas y duraderas. Queda un solo motivo
por el cual, en nuestras costumbres, se puede favorecer
con honestidad a un amante; porque, lo mismo que la
esclavitud voluntaria de un amante hacia el objeto de su
amor no pasa por adulación y no se le reprocha, hay asimismo otra clase de esclavitud voluntaria que no puede
ser censurada; es aquella a la que se compromete uno por
la virtud. Se estima entre nosotros que si un hombre se
dedica a servir a otro con la esperanza de perfeccionarse,
gracias a él, en alguna ciencia o en alguna parte de la virtud,
esta esclavitud voluntaria no es vergonzosa y no puede ser
llamada adulación. Es preciso que el amor se trate come la
filosofía y la virtud, y que sus leyes tiendan al mismo fin si
se quiere que sea honesto favorecer a quien nos ama;
porque si el amante y el amado se aman en estas
condiciones, a saber, que el amante, en reconocimiento
por los favores del que ama, esté pronto a rendirle todos
los servicios que la edad le permita rendir; que el amado,
26
El Banquete
por su parte, tenga para él todas las complacencias
convenientes; y si el amante es verdaderamente capaz de
dar ciencia y virtud a quien ama y el que ama siente
verdadero deseo de adquirir la instrucción y la sabiduría;
si, como digo concurren todas estas condiciones únicamente
entonces es honesto conceder los favores a quien nos ama.
El amor no puede permitirse por cualquier otra razón, y
entonces no es vergonzoso ser engañado. Todo lo demás
es vergonzoso, se sea o no engañado, porque si con la
esperanza de ganar se entrega a un amante a quien supone
rico, y se descubre que ese amante es pobre, la vergüenza
no es menos grande, porque se ha demostrado que, con tal
de ganar, podía hacer lo mismo con todo el mundo, lo cual
no es digno de alabanza. Por el contrario, si después de
haber favorecido a un amante que se creía honrado, con la
esperanza de llegar a ser mejor por medio de su amistad,
se llega a reconocer que este amante no es honesto y, aun
más, que es vicioso, es hermoso haber sido engañado, porque se ha mostrado el fondo del corazón: se ha mostrado
que, por la virtud y con la esperanza de lograr una mayor
perfección, se es capaz de emprenderlo todo, y nada hay
más glorioso que este proceder. Es, pues, hermoso amar
por la virtud. Este amor es el de la Afrodita celeste y es
celeste él mismo, útil a los particulares y al Estado, y digno
de ser objeto de su principal estudio, ya que obliga al amante
27
Platón
y al amado a velar sobre ellos mismos y a esforzarse en
hacerse mutuamente virtuosos. Todos los demás amores
pertenecen a la Venus popular. Este es, oh Fedro, mi
contribución, contribución ¡ay! improvisada y que te dedico,
sobre el amor.’’
Pausanias hizo aquí una pausa (ya ves que he aprendido de los maestros a hacer estos juegos de palabras);
pero dejemos de nuevo a Aristodemo. Le correspondía dijo- hablar a Aristófanes, el cual no pudo hacerlo a causa
de un hipo que le sobrevino, ya fuese por haber comido
demasiado, ya por otra razón. Aristófanes se dirigió, pues,
al médico Erixímaco, junto al que estaba y le dijo: -Es
preciso, Erixímaco, o que me libres de este hipo, o que
hables por mí hasta que cese. -Haré las dos cosas- respondió
Erixímaco -, porque quiero hablar en tu lugar, y tú hablarás
en el mío cuando tu incomodidad haya pasado. Ello será,
pronto, si quieres retener algún rato tu respiración, mientras
yo hablo; si no, tendrás que hacer gargarismos con agua. Si
el hipo es muy violento, toma cualquier cosa para hacerte
cosquillas en la nariz, estor-nudarás una o dos veces, y el
hipo cesará inmediatamente por violento que sea. -Como
siempre- dijo Aristófanes -, voy a seguir tus órdenes.
Entonces Erixímaco se expresó así:
‘’Pausanías ha comenzado muy bien su discurso, pero
el final no me ha parecido suficientemente desarrollado y
28
El Banquete
creo que hay que completarlo. Apruebo la distinción que
ha hecho de los dos amores; pero creo haber descubierto
por mi arte, la medicina, que el amor no reside solamente
en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la
belleza, sino que se encuentra en otras muchas cosas, en
los cuerpos de todos los animales, en los productos de la
tierra; en una palabra, en todos los seres. Y que las grandezas
y las maravillas del dios resplandecen en todos en las cosas
divinas como en las humanas. Tomaré en la medicina mi
primer ejemplo, para honrar mi arte.
‘’La naturaleza corporal contiene los dos amores;
porque las partes del cuerpo que están sanas y las que están
enfermas constituyen necesariamente cosas desemejantes,
y lo desemejante ama lo desemejante. El amor que reside
en un cuerpo sano es distinto que el que reside en un
cuerpo enfermo, y la máxima que Pausanias acaba de
exponer, que es hermoso conceder favores a un amigo
virtuoso, y vergonzoso rendirse al que está animado de
una pasión desarreglada, es aplicable al cuerpo: es hermoso
y hasta necesario ceder a lo que hay de bueno y sano en
cada temperamento, y en esto es en lo que consiste la
medicina; por el contrario, es vergonzoso fomentar lo que
hay en él de depravado y de enfermo, y aún hay que
combatirlo si se quiere ser un buen médico. Porque, para
decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor
29
Platón
en los cuerpos con relación a la replexión y a la evacuación,
y el médico que sabe discernir mejor en esto, el amor regular
del amor vicioso, debe ser estimado como el más hábil; y
el que dispone de las inclinaciones del cuerpo, que puede
cambiar según la necesidad, sabe introducir el amor allí
donde no existe y es necesario arrancarlo de allí donde es
vicioso; será, pues un práctico excelente, porque es necesario que sepa establecer la amistad entre los elementos
más contrarios e inspirarles un amor mutuo. Ahora bien,
los elementos más contrarios son los más opuestos, como
el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce,
y así lo demás. Por haber encontrado el medio de llevar el
amor y la concordia a estos contrarios ha sido Esculapio
proclamado jefe de nuestra familia, y, como dicen los poetas
y yo mismo digo, el inventor de la medicina. Me atrevo,
pues, a asegurar que el amor preside a la medicina, así como
a la gimnasia y a la agricultura. Lo mismo se reconocerá su
presencia en la música. Y esto es lo que acaso haya querido
decir Heráclito, aunque se haya expresado mal. «La unidad
-dice-, al oponerse a sí misma, se compone lo mismo que
la armonía del arco de la lira.» Es un absurdo decir que la
armonía es una oposición, o que consiste en elementos
opuestos; pero en apariencia Heráclito entendía que de
elementos primeramente opuestos, como lo grave y lo
agudo, acordados después, obtiene el arte musical la
30
El Banquete
armonía. En efecto, la armonía no es posible mientras lo
grave y lo agudo permanezcan opuestos; porque
la armonía es una consonancia, la consonancia un acuerdo,
y no puede haber acuerdo entre dos cosas opuestas mientras
permanezcan así. Las cosas opuestas no acordadas no producen armonía. De la misma manera, de lo largo y lo breve,
que son opuestos entre sí, se compone el ritmo cuando
están de acuerdo. Aquí es la música, como allá es la
medicina, la que produce el acuerdo, estableciendo el amor
y la concordancia entre los contrarios. La música es, pues,
la ciencia del amor relativo al ritmo y la armonía. No es
difícil reconocer la presencia del amor en la constitución
del ritmo y de la armonía; allí no se encuentran dos amores;
pero cuando se trata de poner el ritmo y la armonía en
relación con los hombres, ya sea inventando lo que se llama
composición musical, ya sirviéndose de propósito de
melodías y medidas ya inventadas, lo que se llama
educación, se necesita entonces una gran atención y ser
un hábil artista. Y éste es el momento de aplicar la máxima
dicha más arriba: que es preciso complacer a los hombres
moderados y a los que están en camino de serlo, y alentar
su amor, el amor legítimo y celeste, el de la musa Urania.
Pero el de Polimnia, que es el amor vulgar, no debe favorecerse sino con una gran reserva, de manera que el agrado
que procura no pueda jamás conducir al desarreglo. La
31
Platón
misma circunspección es necesaria en nuestro arte para
regular el uso de los placeres de la mesa en una justa medida
que permita gozar de ellos sin dañar la salud. Debemos,
pues, distinguir cuidadosamente, estos dos amores en la
música, en la medicina y en todas las cosas divinas y
humanas, puesto que no hay ninguna en que no se
encuentren. Se hallan también en la constitución de las
estaciones que componen el año, porque siempre que los
elementos de que acabo de hablar, el frío, el calor, lo
húmedo y lo seco, conservan unos hacia otros un amor
regular y componen una armonía justa y temperada, el año
es fértil y saludable para los hombres, para las plantas y
para todos los animales sin perjudicarles en nada. Pero
cuando es el amor intemperante el que prevalece en la constitución de las estaciones, lo destruye y arrasa casi todo,
engendra la peste y toda suerte de enfermedades que atacan
a los animales y a las plantas; las heladas, el granizo, el
tizón provienen de este amor desordenado de los elementos.
La ciencia del amor en el movimiento de los astros y de las
estaciones del año se llama Astronomía. Además, los sacrificios, el empleo de la adivinación, es decir, todas las
comunicaciones de los hombres con los dioses, no tienen
otro fin que sostener o dulcificar el amor; porque toda
nuestra impiedad proviene de que no buscamos en nuestras
acciones el mejor amor, sino el peor entre los vivos, los
32
El Banquete
muertos y los dioses. El objeto de la divinación es vigilar y
mantener estos dos amores. La adivinación es, pues, la clase
de amistad que existe entre los dioses y los hombres, porque
sabe todo lo que hay de sano y de impío en las inclinaciones
humanas. Así puede decirse, en general, que el amor es
poderoso, y hasta que su poder es universal; pero sólo
cuando se aplica al bien y está regulado por la justicia y la
temperancia, lo mismo respecto a nosotros que respecto a
los dioses, es cuando manifiesta todo su poder y nos procura una felicidad perfecta, haciéndonos vivir en paz a unos
con otros y conquistándonos la benevolencia de los dioses,
cuya naturaleza está por encima de la nuestra. Omito, acaso,
muchas cosas en este elogio del amor, pero no
voluntariamente. A ti te corresponde, Aristófanes, suplir
lo que se me haya escapado. Si tienes el propósito de honrar
al dios de modo distinto a como lo he hecho yo, hazlo y
comienza, pues que estás ya libre de tu hipo.’’
Aristófanes respondió: -Estoy ya libre de él, en efecto, pero no ha podido ser sino por el estornudo, y admiro
que, para poder restablecer el orden en el cuerpo, sea
necesario un movimiento, como éste, acompañado de ruido
y de agitaciones ridículas. Porque el estornudo ha hecho
cesar el hipo al momento. -Pon cuidado, mi querido
Aristófanes- dijo Erixímaco-, porque bromeas en el
33
Platón
momento de tomar la palabra y, cuando podías y discurrir
en paz, me obligas a vigilarte para que no digas algo que
provoque la risa. -Tienes razón, Erixímaco- respondió
Aristófanes sonriendo -. Supón que no he dicho nada, y no
hay que vigilarme; porque temo no hacer reír con mi
discurso, que tal es el objeto de mi Musa y sería un triunfo
para ella, sino el decir cosas ridículas. -Después de haber
lanzado la flecha- respondió Erixímaco -, ¿piensas
escaparte? Pon atención a lo que vas a decir, Aristófanes,
y habla como si tuvieses que dar cuenta de todas tus
palabras. Si hablas bien, acaso te trate con indulgencia. Sea como fuere, Erixímaco, me propongo hablar de un modo
distinto a como lo habéis hecho Pausanias y tú.
‘’Me parece que hasta ahora los hombres han ignorado por completo la fuerza del Amor. Porque, si la conociesen, le elevarían templos y altares magníficos y le
ofrecerían suntuosos sacrificios; no es costumbre hacerlo,
y sin embargo sería muy conveniente, porque éste es de
todos los dioses el que mayores beneficios reporta a los
hombres, es su protector y su médico, y les cura los males
que impiden al género humano alcanzar la felicidad plena.
Voy a intentar daros a conocer la fuerza del Amor, y
vosotros enseñaréis a los demás lo que hayáis aprendido
de mí. Pero hay que comenzar por decir cuál es la
34
El Banquete
naturaleza del hombre y las modificaciones que ha
experimentado.
‘’Antes la naturaleza humana era muy diferente de la
que es hoy. Al principio había tres clases de hombres: los
dos sexos que subsisten aún, y un tercero opuesto de ambos.
Éste ha sido destruido, y lo único que queda de él es el
hombre. Este animal formaba una clase particular, y se
llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el
femenino; pero ya no existe, y su nombre es actualmente
oprobioso. En segundo lugar, todos los hombres
presentaban la forma redondeada; tenían los hombros y
los costados en curva, cuatro brazos, cuatro piernas, dos
rostros unidos a un cuello orbicular y perfectamente
semejantes, una sola cabeza, que contenía esos dos rostros,
opuestos el uno al otro, cuatro orejas, dos órganos de la
generación y lo demás en proporción análoga. Andaban
derechos, como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que les diese la gana. Cuando
querían ir más aprisa, se apoyaban sucesivamente sobre
sus ocho miembros, y avanzaban rápidamente por un
movimiento circular, como los que con los pies en alto
hacen la rueda. La diferencia entre estas tres especies de
hombres procedía de sus principios. El sexo masculino era
producido por el Sol; el femenino por la Tierra, y el
compuesto de los otros dos por la Luna, que participa de
35
Platón
la Tierra y del Sol. Conservaban de estos principios su
forma y su manera de moverse, que es esférica. Sus
cuerpos eran robustos y vigorosos, y su valor, elevado, lo
que les inspiró la audacia de subir hasta el Cielo y combatir
contra los dioses, como ha escrito Hornero de Efialto y de
Orus. Júpiter examinó con los dioses el partido que había
que tomar. El asunto no se presentaba sin dificultades. Los
dioses no querían aniquilar a los hombres, como antes a
los gigantes, fulminándolos, porque entonces el culto y los
sacrificios que los hombres les ofrecían habrían desaparecido; pero, por otra parte, no podían tolerar semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones,
Júpiter se expresó en los términos que siguen: ‘’Creo haber
encontrado -dijo-, un medio de conservar a los hombres y
de tenerlos muy sujetos; este medio consiste en disminuir
sus fuerzas. Los separaré en dos y así serán más débiles y
tendremos, además, otra ventaja, que será la de aumentar
el número de los que nos sirven. Caminarán derechos,
sostenidos sólo por dos piernas y si después de este castigo
conservan su audacia impía y no quieren estarse quietos,
los separaré de nuevo y se verán obligados a andar sólo
con un pie, como los que danzan sobre el odre en las fiestas
de Baco.’’
‘’Después de esta declaración, el dios efectuó la separación que había dicho, y la hizo de la misma manera
36
El Banquete
que se cortan los huevos cuando se los quiere salar,
dividiéndolos en dos partes iguales. Mandó después a
Apolo que curase las heridas y que colocase el rostro y la
mitad del cuello del lado en que se había hecho la
separación, para que a la vista de estos castigos fuesen
más modestos. Apolo puso el rostro del lado indicado y
recogió la piel cortada sobre lo que hoy se llama vientre,
dando la unión a la manera de una bolsa que se cierra, no
dejando en medio más que una abertura que se llama
ombligo. En cuanto a los demás pliegues, que eran en gran
número, los alisó y formó el pecho, con un instrumento
semejante al que usan los curtidores para pulimentar el
cuero de los zapatos sobre la horma, dejando sólo algunos
pliegues sobre el vientre y en el ombligo, como recuerdo
del antiguo castigo. Hecha esta división, cada mitad
buscaba encontrarse con la que le correspondía y, cuando
se encontraban ambas, se abrazaban y se juntaban con tal
ardor, con el deseo de recobrar su antigua unidad, que en
este abrazo perecían de hambre y de inanición no queriendo
hacer nada uno sin otro. Cuando una de estas dos mitades
perecía, la que subsistía buscaba otra, a la cual se unía de
nuevo al azar, sin mirar si era una mitad de ser femenino
completo (a esa mitad llamamos hoy mujer) o era una mitad
de hombre; y así la raza se iba extinguiendo. Zeus, apiadado, concibió otro recurso. Puso por delante los órganos
37
Platón
de la generación, que estaban detrás; hasta entonces se
concebía, en efecto, y se esparcía la semilla, no uno en
otro, sino en tierra, como las cigarras. Zeus puso, pues, los
órganos delante y de esta manera la concepción se hizo
por la unión del macho y de la hembra. Entonces si la
unión se producía entre el hombre y la mujer nacían los
hijos, pero si el macho se unía al macho la sociedad los
separaba pronto y los devolvía a sus trabajos y a otros
cuidados de la vida. De ahí proviene el amor que,
naturalmente, tenemos unos por otros; nos devuelve a
nuestra naturaleza primitiva, hace todo lo posible para
reunir las dos mitades y por devolvernos a nuestra antigua
perfección. Cada uno de nosotros no es, pues, más que
una mitad de hombre. Estas mitades se buscan siempre.
Los hombres que provienen de la separación de aquellos
seres compuestos que se llaman andróginos, aman a las
mujeres, y la mayoría de los adúlteros pertenecen a esta
clase, a la que pertenecen también las mujeres que aman a
los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero las mujeres
que proceden de la separación de las mujeres primitivas
no prestan gran atención a los hombres y se muestran más
inclinadas a las mujeres; a esta especie pertenecen las
tribadas. Del mismo modo, los hombres que provienen de
la separación de los hombres primitivos buscan el sexo
masculino. Cuando son jóvenes aman a los hombres; les
38
El Banquete
agrada acostarse con ellos y abrazarlos; éstos son los más
distinguidos y viriles entre los adultos y los adolescentes.
Es una equivocación acusarlos de impudor, porque no es
por falta de pudor por lo que obran así; es porque tienen
un valor masculino y un carácter viril por lo que buscan a
sus semejantes. Y lo que lo prueba es que con la edad se
muestran más dispuestos que los demás a servir al Estado.
Convertidos en hombres a su vez, aman a los jóvenes y, si
se casan y tienen hijos, no es porque la naturaleza los
empuje a ello, sino porque los obliga la ley. Lo que les
gusta es pasar la vida juntos en el celibato. Aunque los
hombres de este carácter amen y sean amados, su único
fin es reunirse con lo que les es semejante. Cuando a alguno
de ellos le ocurre encontrarse con su mitad, la simpatía, la
amistad, el amor se apodera de ambos de una manera tan
maravillosa que no quieren separarse de ningún modo, ni
aún por un momento. Estos mismos hombres que se pasan
la vida juntos, no sabrían decir que es lo que quieren uno
de otro; porque, aunque encuentren tanto agrado en vivir
de esta manera, no perece que sean causa de ello los
placeres de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra
cosa que no puede expresar, pero que adivina y da a
entender. Y cuando están en brazos uno de otro, si Hefestos
apareciera con los instrumentos de su oficio les diría: ‘’¡Oh,
hombres!, ¿qué es lo que deseáis recíprocamente?’’, y vién39
Platón
doles dudar continuaría así: «Lo que queréis ¿no es estar
talmente unidos, juntos, que ni de día ni de noche estéis
jamás uno sin otro? Si es eso lo que deseáis voy a fundiros
y reuniros con el soplo de mi fragua de tal manera que, sin
dejar de ser dos como sois, os convirtáis en uno, y que
mientras dure vuestra vida viváis uno y otro juntos como
formando uno solo, y que después de vuestra muerte, allá
abajo, en el Hades, en lugar de ser dos seáis uno tomados
ambos por un común morir... Ved, pues, si os podéis
contentar de semejante suerte.’’ Si; si Hefestos les dirigiera
ese discurso, es seguro que ninguno de los dos rehusaría,
persuadidos de que acababan de oír expresar lo que siempre
había estado en el fondo de su alma: el deseo de estar unido
y confundido con el objeto amado, de modo que no
formaran más que un solo cuerpo. La causa es que nuestra
naturaleza primitiva era una, y que formábamos un todo
completo. Se da el nombre de amor al deseo y a la
persecución de este antiguo estado. Primitivamente, como
he dicho ya, éramos uno; pero después, en castigo de
nuestra iniquidad, Zeus nos separó como los arcadienses
y los lacedemonios. Debemos, pues, tener cuidado de no
cometer ninguna falta contra los dioses por temor a
exponernos a una segunda división y vernos partidos por
la mitad según la línea de nuestra nariz, y a tener que ir
andando, semejantes a esas figuras representadas de perfil
40
El Banquete
en los bajos relieves, que no tienen más que una mitad del
rostro. Es preciso, pues, que nos exhortemos mutuamente
a honrar a los dioses, a fin de evitar un nuevo castigo y
poder volver a nuestra unidad primitiva bajo los auspicios
y la conducta del Amor.
«Que nadie entre, pues, en guerra con el Amor, porque se atraerá además el odio de los dioses. Procuremos
merecer la simpatía y el favor de este dios y nos hará
encontrar la otra parte de nosotros mismos, felicidad que
no ocurre hoy más que a muy poca gente. Que Erixímaco
no se crea obligado a criticar estas últimas palabras, como
si hiciesen alusión a Pausanias y Agatón; porque ellos,
acaso, son de este reducido número y pertenecen uno y
otro a la naturaleza masculina. Sea como fuere, estoy cierto
de que seremos muy felices, hombres y mujeres, si, gracias
al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad y volvemos
a la unidad de nuestra naturaleza primitiva. Así, pues, si
este antiguo estado es el mejor, necesariamente el que más
se acerque a él estará mejor en este mundo. Si debemos,
pues, alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos
al Amor, que no sólo nos sirve bastante en esta vida,
conduciéndonos a lo que nos es propio, sino que aun nos
da mas poderosos motivos de esperar que, si somos fieles
a los dioses como es debido, nos restituirá a nuestro primitivo estado, después de esta vida, curará nuestras enfer41
Platón
medades y nos procurará una felicidad perfecta. He aquí,
Erixímaco, mi discurso sobre el amor. Difiere del tuyo; pero
te ruego una vez más que no te burles, para que podamos
oír a los otros o más bien a los otros dos, porque Agatón y
Sócrates son los únicos que no han hablado todavía.»’
-Te obedeceré- contestó Erixímaco -, y con mucho
gusto, porque tu discurso me ha encantado hasta el punto
que, si no conociese la elocuencia de Sócrates y de Agatón
en materia de amor, temería que se quedasen cortos, pues
el tema parece agotado por todo lo que se ha dicho hasta
ahora. Sin embargo, espero todavía bastante de ellos.
-Tú has salido bien librado -dijo Sócrates-, pero si
estuvieras en mi lugar en este momento, Erixímaco y, sobre
todo, cuando Agatón haya hablado, te hallarías temblando
y tan cohibido como yo. -Quieres turbarme- dijo Agatón a
Sócrates -, haciéndome creer que todos están pendientes
de mí, como si fuera a decir cosas hermosas. -Tendría poca
memoria, Agatón- replicó Sócrates-, si habiéndote visto
subir con tanta seguridad y calma a la escena, rodeado de
comediantes, y recitar tus versos sin el menor
sobrecogimiento, mirando cara a cara a una asamblea tan
numerosa, creyera que ibas ahora a turbarte ante algunos
oyentes. -¡Ah! -respondió Agatón-, no creas, Sócrates, que
estoy tan ebrio por los aplausos del teatro que no ignore
ser más temible para un hombre sensato el juicio de un
42
El Banquete
pequeño número de sabios que el de uno multitud de locos. -Sería injusto, Agatón- contestó Sócrates -sería fea
acción por mi parte que yo quisiera ver en un hombre como
tú la menor falta, si tuviese tan mala opinión de tí. Estoy
convencido de que, si te encontrases con un pequeño
número de personas que te pareciesen sabios, los
preferirías a la muchedumbre; pero quizá nosotros no
seamos de esos sabios; porque, al fin, estábamos también en el teatro y formábamos parte de aquella muchedumbre. Mas, suponiendo que te encuentras ahora con
otros que son sabios, ¿no temerás hacer algo que puedan
desaprobar? ¿Qué piensas de esto? -Que dices la verdad respondió Agatón.- ¿No tendrías el mismo temor ante la
muchedumbre si creyeses hacer alguna cosa vergonzosa? En esto Fedro tomó la palabra y dijo: -Mi querido Agatón:
si continúas contestando a Sócrates, satisfecho de tener
con quién hablar, sobre todo si su interlocutor es hermoso,
no se acordará ya de nada más. Sin duda, a mí me gusta
escuchar a Sócrates, pero debo velar porque el Amor reciba
las alabanzas que le hemos prometido y que cada uno de
nosotros pague su tributo. Cuando estéis en paz con el
dios, podréis reanudar vuestra charla. -Tienes razón, Fedro
-dijo Agatón-, y nada me impide que hable, porque luego
podré discutir con Sócrates cuanto quiera. Voy primero a
sentar el plan de mi discurso.
43
Platón
«Me parece que todos los que han hablado hasta ahora
han alabado menos al Amor que felicitado a los hombres
por la dicha que les procura. Pero ¿quién es el autor de
tantos bienes? Nadie lo ha dado a conocer. Y, sin embargo,
la única manera buena de alabar es explicar la naturaleza
del agente de que se trata y desarrollar los efectos que
produce. Así, para alabar el Amor, hay que decir primero
lo que es y después hablar de sus beneficios. Digo, pues,
que, de todos los dioses, el Amor, si esto puede decirse, es
el más feliz, porque es el mas hermoso y el mejor. Es el
más hermoso, porque, primeramente, Fedro, es el más joven
de los dioses y él mismo prueba lo que digo, porque en su
carrera escapa a la vejez, aunque ésta corra tan rápida como
se ve, más rápida, al menos, de lo que quisiéramos. El Amor
la detesta naturalmente, y se aleja de ella todo cuanto puede; pero acompaña a la juventud, y está a gusto con ella,
porque la antigua máxima dice, con razón, que lo semejante se une siempre a lo semejante. Así, estando de
completo acuerdo con Fedro en muchos otros puntos, no
lo estoy con él en que el Amor sea más viejo que Saturno
y Júpiter. Por el contrario, sostengo que es el mas joven de
los dioses, que es siempre joven. Esas viejas disputas de
los dioses, que nos cuentan Hesíodo y Parménides, si son
ciertas, han tenido efecto bajo el imperio de la Necesidad
y no bajo el del Amor. Porque no habría habido entre los
44
El Banquete
dioses ni mutilaciones, ni castigos, ni otras muchas
violencias, si el Amor hubiera estado entre ellos. Haría falta
un poeta como Hornero para expresar la divina delicadeza
de este dios. Hornero dice no sólo que Até es diosa, sino
que, además, es delicada:
«Sus pies, canta, son delicados; porque no los posa jamás
sobre la tierra, sino que anda sobre la cabeza de los hombres.»
«Esto prueba bastante, a mi juicio, la delicadeza de
Até al decirnos que no se apoya sobre lo que es duro, sino
sobre lo delicado. Me serviré de un ejemplo semejante para
demostrar lo delicado que es el Amor. El Amor no anda
sobre la tierra, ni sobre las cabezas, que, por otra parte, no
presentan un punto de apoyo muy firme, sino que anda y
reposa sobre las cosas más delicadas, porque es en las
costumbres y en el alma de los hombres y de los dioses
donde se alberga. Y, aun así, no en todas las almas, porque
se aleja de los caracteres rudos y no reposa sino en los
tiernos. Así, pues, como jamás toca con los pies o con
cualquier otra parte de su cuerpo más que la parte más
sensible de los seres más delicados, es preciso,
necesariamente, que sea de una extremada delicadeza. El
Amor es, pues, el más joven y el más exquisito de los dioses;
es, además, de una esencia sutil; porque no podría
extenderse por todas partes ni deslizarse inadvertido en
todas las almas, y salir de ellas, si fuera de una sustancia
45
Platón
sólida. Lo que, sobre todo, hace reconocer en él una esencia
sutil es la gracia que la opinión pública le otorga, porque el
Amor y la fealdad están siempre en guerra. Como vive entre
las flores, no se puede dudar de la frescura de su tez. En
efecto, el Amor jamás se para en lo que no tiene flores, ya
sea un cuerpo, un alma o cualquier otra cosa; pero allí donde
encuentra flores y perfumes se posa y se detiene. Se podrían
aducir muchas otras pruebas de la belleza de este dios,
pero éstas bastan. Hablemos de sus virtudes. La más grande
ventaja del Amor es que no puede recibir ninguna ofensa
por parte de los hombre o de los dioses y que ni los dioses
ni los hombres pueden ofenderse por él, porque si sufre y
hace sufrir, es sin forzar a ello, ya que la violencia es
contraria al Amor. La sumisión al Amor es voluntaria; así,
pues, todo acuerdo realizado voluntariamente, las leyes,
reinas de los Estados, lo declaran justo. Pero el Amor no
sólo es justo, es de la más grande temperancia; porque la
temperancia consiste en triunfar de los placeres y de las
pasiones. ¿Así, pues, es un placer supremo el Amor? Sí;
pues todos los placeres y todas las pasiones están por debajo
del Amor y los domina, y si los domina es preciso que sea
de una temperancia incomparable. En cuanto a su fuerza
no puede igualarla el mismo Ares, porque no es éste quien
posee el Amor, sino el Amor quien posee a Ares; el Amor
de Afrodita, suele decirse, pero el que posee es más fuerte
46
El Banquete
que el poseído, y superar al que supera a los demás, ¿no es
ser el más fuerte de todos? Después de haber hablado de
la justicia, de la temperancia y de la fuerza de este dios,
queda por probar su habilidad. Procuremos en cuanto
podamos no caer en defecto por esta parte. Para honrar mi
arte, como Erixímaco ha querido honrar al suyo, diré que
el Amor es un poeta tan hábil que hace poeta a quien mejor
le parece. Y lo es en efecto, aunque antes haya sido extraño
a las Musas2 tan pronto como el Amor le inspira; lo que
prueba que el Amor sobresale de la realización de todas
las obras que son de la competencia de las Musas; porque
no se enseña lo que se ignora, como no se da lo que no se
tiene. ¿Se podrá negar que todos los seres vivos son obra
del Amor en relación con su producción y con su
nacimiento? ¿Y no vemos que en todas las artes, cualquiera
que haya recibido las lecciones del Amor se hace más hábil
y más célebre, en tanto que permanece obscuro cuando
no está inspirado por este dios? Guiado por el Amor y la
pasión ha descubierto Apolo el arte de manejar el arco, la
medicina y la adivinación; así que puede decirse que es el
discípulo del Amor, como de las Musas para la música.
Hefestos ha sido instruido por él para forjar los metales,
Minerva para el arte de tejer, y Zeus para el de gobernar a
los dioses y a los hombres. Si se ha restablecido la concordia entre los dioses hay que atribuirla al Amor, es decir, a
47
Platón
la belleza, ya que el Amor nunca se une a la fealdad. Antes
de la llegada del Amor, como he dicho, habían pasado entre
los dioses muchas cosas deplorables bajo el reinado de la
Necesidad. Pero en cuanto nació ese dios, del amor de lo
bello surgieron toda clase de dones para los dioses y para
los hombres. He aquí, por qué, Fedro, me parece que el
Amor es lo más hermoso y lo más bueno y que comunica a
los demás estas mismas ventajas. Terminaré con un
homenaje poético. Es el Amor quien da paz a los hombres,
la calma al mar, el silencio a los vientos, un lecho y el
sueño al dolor».
‘’Es él quien nos quita la creencia de que somos extraños a otros, y nos da la de que somos parientes; pues
bajo su ley nos juntamos unos con otros en reuniones como
ésta; es él quien en las fiestas, los coros, los sacrificios, se
ha hecho nuestro jefe y guía, procurándonos la dulzura y
quitándonos la rudeza; generoso en graciosos dones, parco
en lo que puede disgustarnos, amable en su bondad; para
los sabios objeto de contemplación, y para los dioses, de
admiración; envidia de los que no lo gozan, tesoro para los
que participan de él; padre de las Delicias, de la Delicadeza,
de los Deliquios, de todo lo gracioso de las Pasiones, de
los Deseos; cuidadoso para los buenos, descuidado para
los malos en la fatiga y en la inquietud, en el fuego de la
pasión y en el juego de la expresión, empuñando el timón
48
El Banquete
y dispuesto a la batalla; a la vez apoyo y salvación; excelente
entre todos; principio de orden para todos los dioses como
para los hombres; el director del coro más bello y el mejor,
al que debemos seguir todos honrándolo con los himnos
que le son debidos, participando en el canto con que ese
mago encanta el pensamiento de los hombres, lo mismo
que el de los dioses. Que este discurso -dijo-, mezcla, lo
más mesurada que he podido de fantasía en unos pasajes,
de gravedad en otros y obra mía sea, ¡oh Fedro! mi ofrenda
al dios.»
Cuando Agatón hubo acabado su discurso, todos los
asistentes aplaudieron y declararon que había hablado de
una manera digna del dios y de él. Después de lo cual,
Sócrates, habiéndose vuelto hacia Erixímaco: -Y bien- dijo
-, hijo de Acumene, ¿no tenía yo razón para temer, y no
era buen profeta cuando os anunciaba que Agatón haría
un discurso admirable y me pondría en un apuro? -Has
sido un buen profeta –respondió Erixímaco- al anunciarnos
que Agatón hablaría bien; pero no lo creo así al predecir
que te ha puesto en un apuro. -¡Ay, querido! -repuso
Sócrates-. ¿Quién no se sentirá cohibido como yo, teniendo
que hablar después de un discurso tan hermoso, tan variado?
Todo ha sido en él maravilloso, aunque a decir verdad no
en igual grado; pero, al oír la peroración final, ¿quién no se
hubiera quedado aturdido por la belleza de las palabras y
49
Platón
por la de las frases? Me considero incapaz de decir algo
tan hermoso, y estoy tan avergonzado que, de haber podido,
me hubiera esquivado de aquí, porque la elocuencia de
Agatón me ha recordado a Gorgias, hasta el punto de que
me ha ocurrido verdaderamente lo que dice Hornero; temía
que Agatón al acabar no lanzara, en cierto modo, sobre mi
discurso la cabeza de Gorgias3, este orador terrible, y
petrificase mi lengua. He reconocido, al mismo tiempo, mi
ridiculez al comprometerme con vosotros a celebrar el
Amor y haberme alabado de ser sabio en amor; ¡yo que no
sé cómo alabar lo que pueda ser éste! En efecto, hasta
ahora había sido bastante ingenuo para creer que no debían
ser elogiadas más que las cosas ciertas; que esto era lo
esencial, y que después no se trataba más que de elegir
entre estas cosas la más bella y presentarla de la manera
más conveniente. Tenía gran esperanza de hablar bien en
la creencia de saber la verdadera manera de elogiar. Pero
parece que este método nada vale, y que hay que atribuir
las más grandes perfecciones al objeto al cual se ha de
alabar, le correspondan o no, y que la verdad o la falsedad
no tienen en esto ninguna importancia, como si se hubiese
convenido, a lo que parece, que cada uno de nosotros
aparentase hacer el elogio del Amor, pero no lo hiciera en
realidad. Por esto creo que atribuís al Amor todas las perfecciones y lo hacéis tan grande y motivador de tan
50
El Banquete
sublimes cosas. Queréis presentarlo como lo mejor y lo
más hermoso, a mi entender, a los que no se conocen, y no
a los genios esclarecidos. Esta manera de elogiar es bella e
impresionante, pero me era completamente desconocida
cuando os di mi palabra. Es, por lo tanto, promesa de la
lengua, pero no del pensamiento.4 Yo me voy: ¡buenas noches,
pues! Porque no estoy todavía en condiciones de haceros
un elogio de este género. Pero, si lo deseáis, hablaré a mi
modo, no ateniéndome más que a decir cosas diversas, sin
la ridícula pretensión de una pugna de elocuencia con vosotros. Examina, pues, Fedro, si te conviene escuchar un elogio que no traspasará los límites de la verdad, en que no
habrá esmero ni en las palabras ni en su disposición. - Fedro
y los demás reunidos le dijeron que hablase como quisiera.
-Permíteme entonces, Fedro -siguió Sócrates-, que haga
algunas preguntas a Agatón a fin de que, seguro de su
asentimiento, pueda hablar con más seguridad. -Con mucho
gusto -contestó Fedro-.
No tienes más que interrogarle.- Después de lo cual
comenzó Sócrates:
«Me parece, mi querido Agatón, que has entrado muy
bien en materia al decir que hay que mostrar primero cuál
es la naturaleza del Amor y después cuáles son sus efectos.
Me gusta, desde luego, este comienzo. Veamos, pues, ahora
de cuanto has dicho de hermoso y de magnífico del Amor,
51
Platón
dime aún: ¿El amor es el amor de alguna cosa o de nada?
Y no te pregunto si es hijo de un padre y de una madre,
porque la pregunta sería ridícula. Pero, por ejemplo, si, a
propósito de un padre, te preguntase si es o no padre de
alguien, tu respuesta, para ser justa, debería ser que es padre
de un niño o de una niña. ¿No estás de acuerdo? -Sí, sin
duda- dijo Agatón. -¿Y lo mismo sería de una madre? Agatón estuvo también conforme. -Permite, pues - añadió
Sócrates -, que te haga todavía algunas preguntas para
descubrirte mejor mi pensamiento. Un hermano, por esta
misma calidad, ¿es hermano de alguien o no lo es? -Lo es respondió Agatón. -¿De un hermano o de una hermana? Desde luego. -Procura, pues -continuó Sócrates-, demostrarnos si el amor no es el amor de nada o si lo es de algo.
-De algo, ciertamente. -Retén bien lo que dices y acuérdate
de que el amor es amor, pero antes de ir más lejos, dime si
el amor desea la casa amada. -Sí, ciertamente. -Pero ¿es
poseedor de la cosa que desea y que ama, o no la posee? ¿Verosímilmente? -contestó Agatón-, no la posee. -¿Verosímilmente? Considera más bien si no es necesario que le
falte al que desea la cosa deseada, o bien que no la desee si
no le falta. En cuanto a mí, Agatón, considero necesaria
esta consecuencia. ¿Y tú? -Yo lo mismo. -Muy bien. ¿Así
el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser
fuerte? -Eso es imposible, después de lo que hemos
52
El Banquete
convenido. -Tienes razón. Si el que es fuerte desea ser fuerte;
el que es ágil, ágil, el que es arrogante, arrogante... ¿acaso
podría alguien imaginar, en este caso y en otros parecidos,
que los que son fuertes, ágiles y arrogantes, y poseen estas
ventajas, las deseasen? Por eso no caemos en semejante
ilusión. Si quieres pensar en ello, Agatón, verás que si lo
que estas gentes poseen lo poseen necesariamente,
quiéranlo 0 no, ¿cómo iban a desearlo? Y si alguien, rico y
sano, me dijese que desea la riqueza y la salud, le contestaría:
«Posees la riqueza, la salud, la fuerza; será para el porvenir
para lo que deseas poseerlo, pues ahora lo posees, quieras
o no.» Ve, pues, si cuando dices: ‘’Deseo una cosa que ya
tengo», no significa: ‘’Desearía poseer en el porvenir lo
que ahora tengo.» ¿No te parece? -Desde luego -respondió
Agatón. -Pues bien -continuó Sócrates-¿No es amar lo que
no se está seguro de poseer, lo que no se posee aún, desear
conservar para lo por venir lo que se tiene en lo presente?
-Sin disputa. -Así, en este caso como en todos los demás,
cualquiera que desea, quiere lo que no está seguro de poseer,
lo que no está presente, lo que no posee, lo que no tiene.
He aquí, pues, que desear es amar. -Seguramente. Repasemos -añadió Sócrates-, todo lo que hemos dicho.
Primeramente, el amor es amor de algo, y en segundo lugar
de una cosa que falta. -Sí -dijo Agatón. —Acuérdate, ahora
de que, según tú, el amor es amor. Si quieres te lo recordaré.
53
Platón
Has dicho, me parece, que la concordia ha sido establecida
entre los dioses por el amor a lo bello, porque no hay amor
a lo feo. -Lo he dicho, en efecto. -Y con razón, mi querido
amigo. Y, si es así, ¿el amor es, pues, el amor a la belleza y
no a la fealdad? Así es. -Además, ¿no hemos convenido en
que se ama las cosas que nos faltan y no las que poseemos? -Sí. —Entonces al Amor le falta belleza y no la posee.
-Necesariamente. -¿Cómo, pues, llamas bello a lo que está
falto de belleza y no la posee? -No, ciertamente. -Si es así
-replicó Sócrates-, ¿aseguras todavía que el Amor es bello?
-Temo -respondió Agatón- no haber comprendido bien lo
que decías. -Hablas sabiamente, Agatón; pero continúa
contestándome un poco: ¿Te parece que las cosas buenas
son bellas? -Me lo parece. -Si al Amor, pues, le falta belleza
y lo bello es inseparable de lo bueno, al Amor le falta
también bondad. -Hay que estar de acuerdo, Sócrates, pues
no hay medio de replicarte. -Es cierto, mi querido Agatón,
que es imposible replicar, pero replicar a Sócrates no es
muy difícil. Te aconsejo recordar lo que me dijo un día una
mujer de Mantinea, Diotima. Era sabia en todo lo que
concierne al Amor y en otras muchas cosas, Fue la que
prescribió a los atenienses un sacrificio que retardó una
peste de la que estaban amenazados. ¡Precisamente ella
me instruyó en cosas de amor!... Voy a intentar explicároslo
lo mejor que pueda, según lo que acabamos de convenir
54
El Banquete
Agatón y yo; y para no apartarme de tu método, Agatón,
explicaré primero lo que es el Amor y después cuáles son
sus obras. De modo que lo más fácil para mí será seguir en
mi exposición el curso de las preguntas de aquella extranjera.
«Yo había dicho a Diotima casi las mismas cosas que
acaba de decir Agatón: que el Amor era un gran dios y que
era el amor de lo bello, y ella se sirvió de las mismas razones
que yo acabo de emplear para probarme que el Amor no
es ni bello ni bueno. Yo le replicaba: -¿Crees entonces,
Diotima, que el Amor es feo y malo? -¡No blasfemes! -me
respondió- ¿Crees, por ventura, que todo lo que no es bello
tiene necesariamente que ser feo? - Lo creo firmemente. Y
que no se puede estar falto de ciencia sin ser absolutamente ignorante. ¿No has reparado en que existe un término
medio entre la ciencia y la ignorancia? -¿Cuál es? -Tener
una opinión verdadera, sin poder razonarla. ¿No sabes que
eso es no ser sabio, pues la ciencia debe estar fundada sobre
razonamientos, ni ser ignorante, porque quien participa de
la verdad no puede llamarse ignorante? La opinión
verdadera, está, pues, entre la ciencia y la ignorancia-.
Confesé a Diotima que era cierto. -Así, pues, no se puede
decir que todo lo que no es bello sea necesariamente feo,
ni que todo lo que no es bueno es necesariamente malo. Y
al reconocer que el Amor no es ni bueno, ni bello, no hay
55
Platón
solamente que creer que sea necesariamente feo y malo,
sino solamente que se encuentra en el medio de estos dos
contrarios. -Sin embargo -repliqué yo- todo el mundo está
de acuerdo en decir que el Amor es un gran dios. -¿Por todo
el mundo entiendes tú, Sócrates, los sabios o los ignorantes?
-Entiendo todo el mundo, sin excepción. -¿Cómo -replicó
ella sonriendo- podría pasar por un gran dios entre los que
no lo reconocen ni aun como un dios? ¿Quiénes pueden
ser éstos? -le pregunté. -Tú y yo contestó. -¿Cómo podría
probártelo? -No es difícil. Respóndeme: ¿No dices que
todos los dioses son bellos y felices, o te atreverías a decir
que hay uno que no es ni feliz ni bello? -No, ¡por Zeus! ¿No llamas feliz a los que poseen las cosas bellas y buenas?
-Ciertamente. -Pero tú reconoces que el Amor desea las
cosas bellas y buenas, y desearlas es señal de que no se
tienen. -En efecto. -¿Cómo, pues, se puede creer que el
Amor sea dios, estando privado de lo que es bello y bueno?
-Me parece que no puede ser de ninguna manera. -¿No
ves, entonces, cómo tú también crees que el Amor no es
un dios? -Así, pues -le respondí yo-, ¿el Amor es mortal? De ningún modo. -En fin, Diotima, dime lo que es. -Es,
como decía hace un momento, algo intermedio entre lo
mortal y lo inmortal. -¿Qué es, pues? Un gran demonio,
Sócrates, porque todo demonio está en medio, entre los
dioses y los hombres5 -¿Cuál es -le pregunté- la función
56
El Banquete
de un demonio? -Ser el intérprete y el intermediario entre
los hombres y los dioses, llevar al Cielo las preces y los
sacrificios de los hombres, y traer a los hombres las órdenes
de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les
han ofrecido. Los demonios llenan el espacio que separa el
Cielo de la Tierra; son el lazo que une el todo a sí mismo.
De ellos procede toda la ciencia adivinatoria y el arte de
los sacerdotes relativo a los sacrificios, a los misterios, a
los encantamientos, a las profecías y a la magia. La
naturaleza divina no entra jamás en comunicación directa
con el hombre, y se relaciona con él por mediación de los
demonios, durante la vigilia o el sueño. El que es sabio en
todas estas cosas es un demoníaco, y el que es hábil en lo
demás, en las artes y en los oficios, es un obrero. Los
demonios son muchos y de varias clases, y el Amor es uno
de ellos.
«-¿De qué padres ha nacido? -le pregunté a Diotima.
-Voy a decírtelo -respondió-, aunque el relato sea un poco
largo. Cuando el nacimiento de Afrodita, se celebró entre
los dioses un gran festín en el que se encontraba, entre
otros, Poros, la Abundancia, hija de Metis, la Prudencia.
Después de la comida, Penía, la Pobreza, llegó a mendigar
algunos restos y se detuvo ante la puesta. En este momento,
Poros, embriagado de néctar, porque entonces no se usaba,
el vino, salió de la sala y entró en el jardín de Zeus, en
57
Platón
donde el sueño no tardó en cerrar sus pesados párpados.
Entonces Penía, impulsada por su pobreza, pensó tener
un hijo de Poros. Se acostó junto a él, y fue madre del
Amor. Por esto el Amor se convirtió en el compañero y
servidor de Afrodita, pues fue concebido el mismo día que
nació ella; además, ama la belleza y Afrodita es hermosa.
Y ahora, como hijo de Poros y de Penía, he aquí su herencia:
primero es siempre pobre y, lejos de ser hermoso y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin
calzado, sin domicilio, sin otro lecho que la tierra, sin abrigo,
durmiendo al raso, junto a las puertas y en las calles; en
fin, como su madre, siempre en la extrema necesidad. Pero,
por otra parte, según la naturaleza de su padre, anda de
continuo tras lo que es bello y bueno; es varonil, atrevido,
perseverante, hábil cazador, siempre ideando algún artificio,
deseoso de saber y de aprender con facilidad, filosofando
sin cesar, encantador, mago sofista. Por su nacimiento no
es mortal ni inmortal; pero en el mismo día está floreciente
y lleno de vida mientras se halla en la abundancia, y después
se extingue, para revivir aún, por efecto de la naturaleza
paternal. Todo lo que adquiere lo pierde sin cesar, de
manera que no es jamás ni rico ni pobre. Está también
entre la sabiduría y la ignorancia: porque ningún dios filosofa
ni desea ser sabio, ya que la sabiduría es propia de la
naturaleza divina, y, en general, cualquiera que es sabio no
58
El Banquete
filosofa. Y lo mismo ocurre a los ignorantes: ninguno de
ellos filosofa ni desea ser sabio, porque la ignorancia
produce, precisamente, el enojoso efecto de convencer a
los que no son ni bellos ni buenos ni sabios de que poseen
estas cualidades: así, pues, nadie desea las cosas de que no
se cree desprovisto. -Pero, Diotima, ¿quiénes son los que
filosofan si no son ni los sabios ni los ignorantes? -Está
claro, aun para un niño -dijo-, que son los que están entre
los ignorantes y los sabios, y el Amor se encuentra entre
ellos. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo;
así, pues, el Amor ama lo que es bello, por lo que hay que
convenir en que el Amor es amante de la sabiduría, es decir,
de la filosofía y, como tal, está entre la ignorancia y la sabiduría. Lo debe a su origen, porque es hijo de un padre rico
y sabio y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi
querido Sócrates, la naturaleza de ese demonio. En cuanto a la idea que te habías formado, no es extraño que se te
ocurriera; porque creías, según he podido conjeturar por
tus palabras, que el Amor es quien es amado y no quien
ama. He aquí por qué, según creo, el Amor te parecía muy
hermoso: porque lo que es amable es la belleza real, la
gracia, la perfección y la soberanía del bien. Pero el que
ama es de una naturaleza distinta, como acabo de explicar.
-Sea; está muy bien razonado; pero, siendo el Amor como
acabas de decir, ¿qué utilidad reporta al hombre? -Esta
59
Platón
que voy a procurar enseñarte, Sócrates: Conocemos la
naturaleza y el origen del Amor; es, como dices, el amor
de lo bello. Pero si alguien nos preguntase: ¿Qué es el amor
de lo bello, Sócrates y Diotima?; o para hablar con mas
claridad, el que ama lo bello, ¿qué es lo que desea? -Poseerlo
-le respondí. Esta respuesta trae una nueva pregunta -dijo
ella-. ¿Qué obtendrá con poseer lo bello? -Le contesté que
no estaba en estado de responder inmediatamente a esta
pregunta. -Pero -repuso ella- si se cambia de término y se
pone lo bueno en el lugar de lo bello y te preguntasen:
Sócrates, el que ama lo bueno, ¿qué es lo que desea? Poseerlo. -¿Y qué obtendrá con poseer lo bueno? -Esta
vez me parece mas fácil la. respuesta: obtendrá la felicidad.
-Por la posesión de las cosas buenas los seres son felices y
no hay que preguntar por qué el que quiere ser feliz desea
serlo; tu contestación me parece completamente
satisfactoria. -Es cierto, Diotima. Pero, ¿crees que esta
voluntad y este amor sean comunes a todos los hombres, y
que todos quieran siempre tener lo que es bueno, o piensas
de otro modo? -No, creo que todos tienen este amor y esta
voluntad. ¿Por qué, pues, Sócrates, no decimos de todos
los hombres que aman, si es cierto, a lo menos, que todos
aman siempre la misma cosa, ¿por qué lo decimos de unos
y no de otros? -Eso me sorprende también. -No te sorprenda; distinguimos una clase especial de amor y la
60
El Banquete
llamamos amor, con el nombre del género, en tanto que
para las otras especies empleamos palabras diferentes. -Te
ruego que pongas un ejemplo. -He aquí uno. Tú sabes que
la palabra creación tiene numerosas acepciones. Expresa,
en general, la casa que hace pasar del no ser al ser, de
modo que toda obra de arte es creación, y que cualquier
artista, cualquier obrero es creador. -Ciertamente. -Y, sin
embargo, ves que no se les llama a todos creadores6, sino
que se les dan otros nombres, y que una sola clase de
creación tomada aparte, la música y el arte de los versos,
ha recibido el nombre de todo el género. En efecto, sólo a
esta especie se la llama poesía, y sólo a los que la poseen se
les llama poetas. -Así es. -Lo mismo ocurre con el amor, en
general; es toda aspiración a lo que es bueno y nos hace
felices: éste es el Amor omnipotente y lleno de astucia. Pero todos
los que en diversas direcciones tienden a ese fin, hombres
de negocios, atletas, filósofos, no aman, no se les llama
amantes, sino sólo a los que se entregan a una clase de
amor; a éstos únicamente se aplican las palabras amar,
amor, amantes. -Me parece que tienes razón -le dije. -Se
ha dicho que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo
creo que amar no es buscar la mitad ni el todo de sí mismo,
cuando ni esta mitad ni este todo son buenos. Y la prueba,
amigo mío, es que nos dejamos cortar los brazos y las
piernas si creemos que estos miembros están atacados de
61
Platón
un mal incurable. -En efecto: no es lo que está en nosotros
lo que nosotros amamos, a menos que miremos como
nuestro y de nuestra pertenencia lo que es bueno y como
extraño lo que es malo; porque los hombres no aman más
que lo bueno. ¿No lo crees? -¡Por Zeus, pienso como tú! Basta, pues, con decir que los hombres aman lo bueno. Sí. Pero, ¿no hay que añadir que aman también poseer lo
bueno? -Es preciso-. ¿Y no sólo poseerlo, sino poseerlo
siempre? -También es preciso. -En suma: el amor consiste
en querer poseer siempre lo bueno. -Nada hay más cierto respondí. -Una vez sentado -prosiguió ella- que el amor
consiste siempre en eso, dime: ¿en los que persiguen ese
fin, a qué género de vida, a qué clase de actividad nos
referiremos cuando demos el nombre de amor a su celo y a
la intensidad de su esfuerzo? ¿Cuál puede ser su manera
de proceder? ¿Podrías decirlo? -No, Diotima; de otro modo
no sentiría admiración por la sabiduría y no habría venido
para que tú me enseñases estas verdades. -Voy, pues, a
enseñártelo; consiste en un alumbramiento en la belleza,
según el cuerpo y según el alma. -He aquí un enigma que
está pidiendo un adivino. No lo comprendo. -Voy a explicarme con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son
capaces de engendrar según el cuerpo y según el alma; y,
cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza siente
avidez de engendrar. Además, no puede producir en la
62
El Banquete
fealdad, sino en la belleza. la unión del hombre y de la
mujer es una producción, y esta producción es una obra
divina; fecundación y generación, a las cuales el ser mortal
debe un carácter de inmortalidad. Pero estos efectos no
podrían realizarse en lo que es discordante. Además, la
fealdad no puede estar de acuerdo con lo que no es divino;
únicamente la hermosura puede lograrlo. Lo que la Parca
y Lucina7 son para la producción de una existencia, es la
belleza para la generación. Por eso, cuando el ser fecundo
se acerca a lo bello, lleno de amor y de alegría, se dilata,
engendra y produce. Por el contrario, si se acerca a lo feo,
triste y frío, se encoge, se retira, se contiene y no engendra;
pero lleva con dolor su germen fecundo. Por eso existe en
el ser fecundante y lleno de vigor para producir ese ardor
en la persecución de la belleza, que debe librarse de los
dolores de la gestación. Porque la belleza, Sócrates, no es,
como tú imaginas, el objeto del amor. -¿Cuál es, pues, el
objeto del amor? -Es la generación y la producción de la
belleza. Sea- le respondí. -No hay que dudarlo-. Porque es
la generación la que perpetúa la familia de los seres
animados y le presta la inmortalidad que comporta la
naturaleza mortal. Además, después de lo que hemos
convenido, hay que añadir al deseo de lo bueno el deseo
de la inmortalidad; porque el amor consiste en desear que
lo bueno nos pertenezca siempre. Se deduce, pues, que la
63
Platón
inmortalidad es también objeto del amor.
‘’Tales eran las enseñanzas que me daba Diotima en
nuestras conversaciones sobre el amor. Un día me dijo: ¿Cuál es, a tu juicio, Sócrates, la causa del deseo y del
amor? ¿No te has fijado en qué extraño estado se encuentran
todos los animales volátiles y terrestres cuando les llega el
deseo de engendrar? Durante la época del acoplamiento
se hallan inquietos agitados; después, cuando se trata de
mantener a su progenie, hasta los más débiles están siempre
dispuestos a combatir contra los más fuertes y a morir.
Respecto a los hombres, podría creerse que obran así por
el raciocinio; pero a los animales, ¿de dónde les vienen
estas disposiciones amorosas? ¿Sabrías decírmelo? -Le
respondí que lo ignoraba. -¿Y esperas ser sabio en amor si
ignoras semejante cosa? -Pero, precisamente, Diotima, he
venido a verte porque sé que necesito tus lecciones.
Explícame, pues, eso cuyo comprensión me pides, y todas
las demás cosas que se relacionen con el amor. -Pues bien
-dijo-, si crees que el objeto natural del amor es el que
hemos supuesto, mi pregunta no debe maravillarte; porque,
ahora, como antes, es la naturaleza mortal la que busca
perpetuarse y hacerse inmortal mientras pueda. Y su único
medio es el nacimiento, por el que substituye un individuo
joven a un individuo viejo. En efecto, aunque se diga de
un individuo desde su nacimiento hasta su muerte que vive
64
El Banquete
y que es siempre el mismo, en realidad no subsiste ni en el
mismo estado ni en el mismo cuerpo, sino que muere y
renace sin cesar en sus cabellos, en su carne, en sus huesos,
en su sangre, en una palabra, en todo su cuerpo, y no sólo
en su cuerpo, sino también en su alma: sus costumbres,
sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus
temores, todos sus afectos, que no son jamás los mismos,
nacen y mueren continuamente. Pero lo más sorprendente
aún es que no sólo nuestros conocimientos nacen y mueren
en nosotros de la misma manera (porque también en esto
cambiamos constantemente), sino que cada uno en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, eso que se
llama «estudiar» supone que lo que conocemos puede abandonarnos; porque el olvido significa la extinción del
conocimiento. Así, pues, el pensamiento forma en nosotros
un nuevo recuerdo en el lugar del que se va, pero creemos
que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales,
no son jamás los mismos, como lo que es divino, pero lo
que envejece deja sitio a lo que nace y que se parece a él.
He aquí, Sócrates, cómo todo lo que es mortal participa
de la inmortalidad, el cuerpo y todo lo demás. En cuanto
al ser inmortal, son otras las razones. No te sorprenda, pues,
que todos los animales pongan tanta atención en sus
retoños, porque el deseo de la inmortalidad es lo que aviva
su amor.»
65
Platón
«Cuando me hubo hablado de esta manera, le dije lleno
de admiración: -Perfectamente, ¡oh muy sabia Diotima!
pero, ¿es realmente así?- Y respondió con el tono de un
perfecto sofista: -No lo dudes, Sócrates, y si quieres pensar
ahora en la ambición de los hombres, no te parecerá muy
conforme con estos principios, a menos que pienses en lo
que domina al hombre el deseo de notoriedad y de adquirir
una gloria inmortal en la posteridad y, ¿qué es este deseo
sino el amor paterno que les hace afrontar todos los
peligros, sacrificar su fortuna, soportar todas las fatigas e
incluso dar su propia vida? ¿Crees que Alcestes hubiera
sufrido la muerte en lugar de Admeto, que Aquiles hubiera
buscado, para vengarse, a Héctor, y que vuestro Codro se
hubiera retirado, para asegurar el reinado a sus hijos, si no
hubiesen esperado dejar tras ellos el inmortal recuerdo que
vive aún entre nosotros? Para esta inmortalidad de la virtud,
para esta noble gloria, no importa que cada uno ponga tanto
más ardor cuanto más virtuoso sea, porque todos sienten
el amor hacia lo que es inmortal. Los que son fecundos
según el cuerpo, aman a las mujeres y se inclinan
preferentemente hacia ellas, creyendo asegurarse, por la
procreación de los hijos, la inmortalidad, la perpetuidad
de su nombre y la dicha para la totalidad de los tiempos
venideros. Pero en cuanto a los que son fecundos según el
espíritu..., porque hay quienes son mas fecundos de alma
66
El Banquete
que de cuerpo para las cosas que son producto del espíritu,
¿qué es lo que corresponde a éste producir? La sabiduría y
las demás virtudes que han nacido de los poetas y de todos
los artistas dotados del genio de la invención. Pero la
sabiduría más alta y más hermosa es la que preside el
gobierno de los Estados y de las familias humanas; se la
llama sabiduría práctica, y justicia. Cuando un mortal
divino lleva en su alma desde la infancia el germen de estas
virtudes y, llegado a la madurez, desea producir y engendrar,
va de acá para allá buscando la belleza, en la cual podrá
engendrar, porque jamás podrá hacerlo en la fealdad. En
el deseo de producir se une, pues, a los cuerpos hermosos
con preferencia a los feos, y, si encuentra en un cuerpo
hermosos un alma bella, generosa y bien nacida, esta
reunión le agrada soberanamente.
«Delante de un ser así se siente inmediatamente lleno
de talento para hablar acerca del mérito, para decir en qué
clase de cosas debe pensar el hombre de bien, en que debe
ocuparse; y se dedica a instruir, porque el contacto y el
trato con la belleza le hacen engendrar y producir aquello
de lo cual lleva el germen. Ausente o presente piensa
siempre en su bien amada, y nutren en común los frutos
de su unión. También el lazo y el afecto que los unen son
mas íntimos y mas fuertes que los de la familia, porque sus
hijos son mas bellos y mas inmortales. Y nadie hay que no
67
Platón
prefiera tales hijos a toda otra posteridad, si considera y
admira las producciones que Hornero, Hesíodo y los demás
poetas han dejado, el renombre y la memoria inmortal que
esas inmortales criaturas han conquistado para sus padres;
o bien si se acuerda de los hijos que Licurgo ha dejado a
Lacedemonia y que aun ha sido la felicidad de este pueblo
y diría casi de Grecia entera. Solón mismo es honrado entre
vosotros como padre de las leyes, y otros grandes hombres
son honrados en diversos países, lo mismo en Grecia que
entre los bárbaros, porque han producido infinitud de obras
admirables y poseído toda clase de virtudes. Tales hijos les
han valido templos; pero en ninguna parte los hijos del
cuerpo se los han valido a nadie.
«Acaso, Sócrates, haya llegado a iniciarte en los misterios del Amor, pero, en cuanto al último grado de la
iniciación y a las revelaciones más secretas, para las cuales
todo lo que acabo de decir no es más que una preparación,
no sé si, aun bien dirigido tu espíritu, podría elevarse hasta
ello. Proseguiré, pues, sin disminuir mi celo. Procura
seguirme lo mejor que puedas.
«El que quiera alcanzar este fin por el camino recto,
debe, en su juventud, buscar la belleza corporal. Debe,
además, si está bien dirigido, no amar mas que a uno solo,
y en el que haya elegido engendrar bellas reflexiones.
Después, debe llegar a comprender que la belleza que se
68
El Banquete
encuentra en un cuerpo cualquiera es hermana de la belleza
que se halla en todos los demás. En efecto, si hay que buscar
la belleza general, sería gran locura no creer que la belleza
que reside en todos los cuerpos es una e idéntica. Una vez
penetrado de esta idea, nuestro hombre debe mostrarse
amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de
una pequeñez despreciable, de toda pasión que se concrete
sobre uno solo. Después de esto, debe mirar la belleza del
alma como mas preciosa que la del cuerpo, de manera que
una hermosa alma en un cuerpo desprovisto de gracias
baste para atraer su amor y sus cuidados y para hacer engendrar en ella los pensamientos mas puros que hagan
mejor a la juventud. Por ahí será necesariamente conducido
a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones
de los hombres y en las reglas de conducta, a ver que esta
belleza es por todas partes idéntica a sí misma y, consiguientemente, a hacer poco caso de la belleza corporal.
De los actos de los hombres deberá pasar a las ciencias,
para contemplar en ellas la belleza, y entonces, con una
visión más amplia de lo bello, no será encadenado como
un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven,
de un hombre o de una sola ocupación, sino lanzado en el
océano de la belleza, y rebasando con sus ojos este
espectáculo, creará, con inagotable fecundidad, los
discursos y los pensamientos magníficos, hasta que, ha69
Platón
biendo afirmado y engrandecido su espíritu por esta su
blime contemplación, no perciba mas que una ciencia: la
de lo bello.
«Préstame ahora, Sócrates, toda la atención de que
seas capaz. Quien, en los misterios del Amor, se eleve hasta
el punto en que estamos, después de haber recorrido convenientemente todos los grados de lo bello, llegado al
término de la iniciación percibirá de golpe una belleza
maravillosa. ¡Oh Sócrates!, la que era el fin de todos sus
trabajos anteriores, belleza eterna, increada e imperecedera,
libre de crecimiento y de disminución, que no es hermosa
en tal parte y fea en otra, bella en un concepto y fea en
otro, para éstos o para aquellos; belleza que nada tiene
sensible como un rostro, unas manos, o algo corporal, que
no es tal pensamiento o tal ciencia, que no reside en un ser
diferente de sí misma, en un animal, por ejemplo, o en la
tierra o en el cielo 0 en cualquiera otra cosa, sino que existe
eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma, de la
que participan todas las demás bellezas, sin que el
nacimiento o la destrucción de éstas le cause la menor
disminución o el menor crecimiento, ni la modifique en lo
más mínimo. Cuando de las bellezas inferiores se ha sido
elevado, por un amor bien entendido de los jóvenes, hasta
esta belleza perfecta y se comienza a entreverla, se ha llegado casi al final. Porque el camino derecho del amor, ya lo
70
El Banquete
siga uno mismo, ya sea guiado por otro, es comenzar por
las bellezas de aquí abajo y elevarse hasta la belleza
suprema, pasando por así decirlo por todos los grados de
la escala, de un cuerpo a dos, de dos a todos los demás; de
los cuerpos bellos a las ocupaciones hermosas; de éstas a
las ciencias hermosas, hasta que, de ciencia en ciencia, se
llega a la que lo es por excelencia, que es la ciencia de lo
bello, y se acaba por conocer lo que es bello por sí mismo.
¡Oh, mi querido Sócrates! -prosiguió la extrajera de
Mantinea-, si algo vale en esta vida es la contemplación de
la belleza en sí misma, y si la alcanzas, ¿qué te parecerán
junto a ella el oro y las joyas, los niños y los jóvenes
hermosos, cuya vista ahora te turba y encanta hasta tal
punto a ti y a muchos como tú que, por ver sin cesar a los
que os aman, para estar constantemente con ellos, si esto
fuera posible, estaríais dispuestos a privaros de comer y de
beber y a pasar vuestra vida en su trato y en su
contemplación? ¿Qué pensar de un mortal que pudiera
contemplar la belleza pura, sencilla, sin mezcla, no
revestida de carne y de colores humanos y de todas las
demás vanidades perecederas, sino la misma belleza divina?
¿Crees que sería un destino miserable tener los ojos fijos
en ella, gozar de la contemplación y del trato con semejante
objeto? ¿No crees, por el contrario, que este hombre único
que aquí abajo percibiría la belleza por el órgano para el
71
Platón
cual lo bello es perceptible, podría sólo engendrar, no
imágenes de virtud, sino virtudes verdaderas, puesto que
es a la verdad a lo que estaría unido? Así, pues, quien
alimenta la verdadera virtud es el que puede ser amado del
dios, y si algún hombre debe ser inmortal, es éste sobre
todos.»
«Tales fueron, mi querido Fedro, y vosotros que me
escucháis, las palabras de Diotima. Me convencieron y procuro, a mi vez, convencer a los demás de que, para alcanzar
un bien tan grande, la naturaleza humana encontraría difícilmente un auxiliar más poderoso que el Amor. También
digo que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a
mí, honro todo cuanto con él se relaciona, le dedico un
culto particular y lo recomiendo a todos los demás, y en
este momento mismo acabo de celebrar lo mejor que puedo
y como hago siempre la potencia y la fuerza del Amor. Y
ahora, Fedro, ve si este discurso puede ser llamado un elogio
del Amor; si no, dale el nombre que más te agrade.»
Cuando terminó de hablar Sócrates se le colmó de
elogios; pero Aristófanes se disponía a oponer algunas
objeciones, porque Sócrates, en su discurso, había hecho
alusión a una cosa que él había dicho, cuando, de pronto,
se oyó un gran ruido en la puerta exterior golpeada
reiteradamente. Podría hasta distinguirse la voz de unos
jóvenes ebrios y de una flautista. «-Esclavos -gritó Agatón72
El Banquete
id a ver lo que ocurre; si es algún amigo nuestro, «hacedlo
entrar; si no, decid que hemos acabado de beber y que
reposamos.’’ Poco después oímos en el patio la voz de
Alcibíades medio borracho gritando a voz en cuello:
-¿Dónde está Agatón? ¡Queme lleven junto a Agatón!- Entonces algunos de sus compañeros y la flautista lo
cogieron por los brazos y lo trajeron a la puerta de nuestra
sala. Alcibíades se paró allí, con la cabeza adornada de
una espesa corona de violetas y de hiedra y de numerosas
cintas.
-Amigos, os saludo -dijo-. ¿Queréis admitir en vuestra
mesa a un hombre que está completamente bebido? ¿O
tendremos que marcharnos después de haber coronado a
Agatón, porque a eso precisamente hemos venido? Me ha
sido imposible venir ayer; pero heme aquí ahora, con mis
cintas en la cabeza, para ceñir la frente del más sabio y del
más hermoso de los hombres, si se me permite hablar así.
¿Os reís de mí, porque estoy borracho? Reíd cuanto queráis;
sé que digo la verdad. Pero veamos, ¿entraré con esta
condición, o no entraré’?-. Entonces se gritó en todas
partes: «¡Que entre! ¡Que se siente!» El mismo Agatón lo
llamó. Alcibíades avanzó ayudado por sus compañeros y,
ocupado en quitarse las cintas para coronar a Agatón, no
vio a Sócrates, que se hallaba, sin embargo, frente a él, y
fue a colocarse precisamente entre Sócrates y Agatón, pues
73
Platón
que Sócrates se había apartado para que pudiera sentarse.
Cuando Alcibíades se hubo sentado abrazó a Agatón y lo
coronó: -Esclavos -ordenó éste- descalzad a Alcibíades;
será el tercero con nosotros en este triclinio. -Con mucho
gusto -contestó Alcibíades-. pero ¿cuál es el tercer bebedor?
-Y al mismo tiempo se volvió a Sócrates. Al verlo, se levantó
bruscamente y exclamó: ¡Por Hércules! ¿Qué es esto? Otra
vez he caído en la trampa, ahí sentado, siguiendo tu
costumbre de aparecer de pronto donde menos espero
encontrarte! ¿Qué has venido a hacer aquí hoy? ¿Por qué
ocupas este sitio? ¿Cómo, en vez de haberte puesto junto
a Aristófanes o de cualquier otro buen bromista o que se
esfuerza en serlo, te las has arreglado tan bien que te encuentro junto al más hermoso de la reunión? -¡Socorro,
Agatón! -exclamó Sócrates - El amor de este hombre no es
para mí flojo compromiso. Desde la época en que comencé
a amarle no puedo mirar ni hablar con un hermoso joven
sin que en sus despechos y en sus celos se entregue a
excesos increíbles, colmándome de injurias y conteniéndose
a duras penas de añadir golpes. Así, pues, ten cuidado que
en este momento mismo no se deje llevar de algún impulso
de ese género; cuida de mi seguridad y protégeme si quiere
entregarse a alguna violencia, porque temo a su amor y a
sus furores celosos.
-Nada de paz entre nosotros -dijo Alcibíades-, pero
74
El Banquete
me vengaré en otra ocasión. Por ahora, Agatón, dame
algunas de tus cintas, para que ciñan también la cabeza
maravillosa de este hombre. No quiero que pueda
reprocharme no haberle coronado como a ti, a él, que, en
las discusiones, triunfa sobre todo el mundo, no sólo en
una ocasión, como tú ayer, sino en todas-. Y hablando así
cogió algunas cintas y coronó a Sócrates, y se sentó sobre
el triclinio. Cuando se hubo sentado, dijo:
-Y bien, amigos míos, ¿qué es esto? Me parecéis
bastante sobrios, lo que no estoy dispuesto a permitiros:
hay que beber; eso es lo tratado. Yo mismo me constituyo
en rey de la fiesta hasta que hayáis bebido como es
menester, Agatón; que traigan una copa grande, si tienes
alguna, o mejor, esclavo, dame este cubo para el hielo que
hay ahí. Este vaso puede contener más de ocho cotilos 8 Después de haberlo hecho llenar, Alcibíades lo apuró el
primero, y es seguida lo hizo llenar nuevamente para
Sócrates diciendo: -Que no se interprete mal lo que hago;
porque Sócrates puede beber todo lo que quiera sin
emborracharse-. El esclavo llenó el vaso, y Sócrates se lo
bebió. Entonces Erixímaco tomó la palabra y dijo lo que
sigue:
-¿Qué vamos a hacer, Alcibíades? ¿Permaneceremos
así bebiendo, sin hablar ni cantar, y nos contentaremos
con hacer lo que las gentes que tienen sed?
75
Platón
A lo que Alcibíades respondió:
-Yo te saludo, Erixímaco, digno hijo del mejor y más
sabio de los padres.
-Yo también te saludo -contestó Erixímaco-; pero, ¿qué
haremos?
-Lo que tú digas, porque hay que obedecerte: «Un
médico vale él solo lo que muchos hombres.’’ 9 Ordena,
pues, lo que te agrade.
-Escucha entonces -dijo Erixímaco-. Antes de tu
llegada habíamos convenido que cada uno de nosotros,
por turno, comenzando por la derecha, hiciera el elogio
del Amor lo mejor que pudiese. Todos hemos cumplido
nuestra obligación y es justo que tú, que nada has dicho,
cumplas la tuya. Cuando hayas acabado, propondrás a
Sócrates el tema que quieras, él a su vecino de la derecho,
y así sucesivamente.
-Todo eso está muy bien, Erixímaco -dijo Alcibíades. Pero ¿cómo un hombre borracho va a discutir con gentes
sobrias y serenas? La partida no sería igual. Y, además,
querido, lo que Sócrates acaba de decir de mis celos, ¿te
ha convencido, o sabes que es precisamente lo contrario?
Porque si se me ocurre en su presencia alabar a otro que
no sea él, ya se trate de un dios o de un hombre, no podrá
menos que golpearme. - Habla mejor -exclamó Sócrates. ¡Por Neptuno! No te enfades, Sócrates, porque no alabaré
76
El Banquete
a nadie más que a ti en tu presencia. -Pues bien, sea -dijo
Erixímaco-; haznos, si te parece, el elogio de Sócrates. ¿,Cómo lo entiendes tú, Erixímaco? ¿Crees que hay que
arrojarse sobre este hombre y vengarme de él ante vosotros?
-¡Ea, joven! -interrumpió Sócrates- ¿qué te propones?
¿Quieres dedicarme alabanzas irónicas? Explícate. -Diré
la verdad, ¿quieres? -Desde luego quiero, acepto la verdad,
y te invito a decirla. -Voy a obedecerte -respondió
Alcibíades-. Y si digo algo que no sea cierto, interrúmpeme,
si quieres, y no temas desmentirme, porque no diré a
sabiendas ninguna mentira. No os sorprendáis, sin embargo,
si no relato los hechos en un orden exacto; en el estado en
que estoy no es fácil dar cuenta clara y ordenada de tus
extravagancias.
«Yo me propongo, amigos, alabar a Sócrates por medio
de imágenes. Él tal vez se figura que voy a hacerlo en
broma; pues no; la imagen se fundará en la verdad, no en
la chanza. Primeramente he de decir que Sócrates se parece
a esos Silenos que se ven expuestos en los talleres de los
escultores, y que los artistas representan con una flauta o
dos siringas en la mano. Si separáis las dos piezas de que
se componen esas estatuas, encontraréis en el interior la
imagen de alguna divinidad. Y digo también que Sócrates
se parece especialmente al sátiro Marsias. En cuanto a lo
externo, Sócrates, no negarás la semejanza y, en cuanto a
77
Platón
lo demás, escucha lo que voy a decirte. ¿No eres un burlón
insolente? Si lo niegas, buscaré testigos. ¿No tocas también
la flauta, y de un modo más admirable que Marsias? Él
encantaba a los hombres por la fuerza de los sonidos que
su boca arrancaba al instrumento, y es lo que hace todavía
hoy cualquiera que ejecute los aires de aquel sátiro; en
efecto, los que interpretaba Olimpo creo que son los de
Marsias, su maestro. Así, pues, gracias a su carácter divino,
esos aires, ya sea un artista hábil, ya un mal tocador de
flauta quien los ejecute, tienen por sí solos la virtud de
trasportarnos y de darse a conocer a los que tienen
necesidad de las iniciaciones y de los dioses. La única
diferencia que hay en esto entre Marsias y tú, Sócrates, es
que, sin el auxilio de ningún instrumento, con simples
discursos, consigues lo mismo. Cualquiera que hable,
aunque sea el mejor orador, no causa ninguna impresión
sobre nosotros; pero si hablas tú o cualquiera repite tus
discursos, aunque esté poco versado en el arte de la
palabra, todos los oyentes, hombres, mujeres y adolescentes
se emocionan y son trasportados. En cuanto a mí, amigos
míos, si no temiera pareceros completamente borracho, os
juraría el efecto extraordinario que sus discursos me han
producido y me producen todavía. Cuando lo oigo, el
corazón me palpita con mas violencia que a los coribantes,
sus palabras me hacen derramar lágrimas, y veo a un gran
78
El Banquete
número de oyentes experimentar las mismas emociones.
Al oír a Pericles y a nuestros grandes oradores los he
encontrado elocuentes, pero no me han hecho experimentar
nada parecido. Mi alma, no estando alterada, no se indigna
contra ella por su esclavitud; pero, al escuchar a este
Marsias, la vida que llevo me ha parecido con frecuencia
insoportable. No podrás negar, Sócrates, la verdad de lo
que digo, y creo que, en este mismo momento, si me pusiera
a escuchar tus discursos, no podría resistirlos y producirían
sobre mí la misma impresión. Es un hombre que me obliga
reconocer que, faltándome tantas cosas, suelo descuidar
mi propios asuntos para ocuparme en los de los atenienses.
Estoy, pues, obligado a apartarme de él, tapándome los
oídos, como para escapar de las sierenas; de lo contrario,
permanecería hasta el fin de mis días sentado a su lado.
Este hombre despierta en mí un sentimiento del que apenas me creería capaz, el de la vergüenza. Sí, sólo Sócrates
me hace enrojecer, porque tengo la convicción de no poder
oponer nada a sus consejos, y, por consiguiente, después
de haberlo abandonado, no me siento con fuerzas para
renunciar al favor popular. Le huyo, pues, y le evito; pero
cuando vuelvo a verlo, enrojezco a sus ojos por haber
desmentido mis palabras con mi conducta y aun a veces
vería con placer que ya no existiera él entre los hombres.
Y, en cambio, si esto ocurriese, me angustiaría todavía más,
79
Platón
de modo que no sé lo que hacer con este hombre.
«Tal es la impresión que produce sobre mí y sobre
otros muchos la flauta de este sátiro. Pero quiero
convenceros de la justeza de mi comparación y de la fuerza
extraordinaria que ejerce sobre los que lo escuchan. Porque
tened bien presente que ninguno de nosotros conoce a
Sócrates. Ya que he comenzado, voy a decirlo todo. Ya
veis cuánto ardor demuestra por los jóvenes hermosos,
con qué afán los busca y hasta qué punto se enamora; veis
también que lo ignora todo, que no sabe nada, o por lo
menos lo parece. ¿No es todo esto de un Sileno?
Completamente. Esa es la apariencia externa que los
escultores dan a Sileno. Pero abridle, mis queridos
comensales, ¡qué tesoros no encontraréis en él! Sabed que
la belleza de un hombre es para él la cosa más indiferente.
Nadie se imaginaría hasta qué punto la desdeña, así como
la riqueza y las demás ventajas envidiadas por el vulgo.
Sócrates las mira todas como de ningún valor y a nosotros
mismos como a nada. Se pasa toda la vida burlándose de
todo el mundo, pero cuando habla seriamente y se abre al
fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra; yo las
he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas,
tan grandes y encantadoras, que me ha parecido imposible
resistir a Sócrates. Pensando primero que me quería por
mi belleza, me felicitaba de esta suerte dichosa. Creía haber
80
El Banquete
encontrado un medio maravilloso de triunfar, contando
que con la complacencia de sus deseos obtendría seguramente de él que me comunicara toda su ciencia. Yo tenía,
además, la mejor opinión de mis prendas personales. Con
ese fin comencé por despedir a mi ayo, en cuya presencia
veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré sólo con él.
Es preciso que os diga toda la verdad. Estad, pues, atentos,
y tú, Sócrates, repréndeme si miento. Quedé, pues, solo,
amigos míos, con Sócrates. Esperaba siempre que iba a
tratar de las conversaciones que la pasión inspira a los
amantes cuando se encuentran testigos con el objeto
amado, y saboreaba este placer por anticipado. Pero mi
esperanza se vio completamente defraudada. Sócrates
permaneció todo el día conmigo hablando como de
costumbre y después se retiró. Después de esto, le desafié
a ejercicios gimnásticos, esperando por este medio
conseguir alguna cosa. Nos ejercitamos y luchamos con
frecuencia sin testigos. ¿Qué os diré? Tampoco conseguí
nada. No pudiendo triunfar por este medio, me decidí a
atacarle vivamente. Habiendo comenzado, no quería soltar
la presa antes de saber a que atenerme. Le invité a comer,
como hacen los amantes que tienden un lazo a sus amados, y rechazó primero, pero, con el tiempo, aceptó. Vino,
y, en cuanto hubimos comido, quiso retirarse. Una especie
de pudor me impidió retenerlo. En otra ocasión le tendí
81
Platón
otro nuevo lazo y, después de comer, prolongué nuestra
conversación hasta bastante avanzada la noche y, cuando
quería irse, le forcé a que se quedara con el pretexto de
que era demasiado tarde. Se acostó, pues, en el lecho en el
que había comido, que estaba muy cerca del mío, y no
quedamos solos en la habitación.
«Hasta aquí no hay nada que no pueda contar ante
cualquiera. En cuanto a lo que sigue, no lo oiríais de mí si
en el vino y en la infancia no estuviera siempre la verdad,
según el refrán, y si, después de haberme comprometido a
hacer el elogio de Sócrates, no me pareciera injusto ocultar
un rasgo suyo admirable. Me encontraba en la situación de
las personas que habiendo sido mordidas por una víbora
no quieren, según se dice, hablar de su accidente a nadie
sino a aquellos que han sufrido uno parecido, como únicos
capaces de comprender y de disculpar todo lo que han dicho
y hecho en sus sufrimientos. Y yo que me sentía mordido
por algo más doloroso y en el sitio más sensible que se
llama corazón, alma o como queráis; yo, mordido y herido
por los discursos de la filosofía, cuyos dardos son más
acerados que los de una víbora cuando alcanzan a un alma
joven y bien nacida y la hacen decir y hacer mil cosas
extravagantes, viendo, además, en torno mío a Fedro,
Agatón, Erixímaco, Pausanias, Aristodemo, Aristófanes,
sin hablar de Sócrates mismo y de los demás, atacados,
82
El Banquete
como yo, de la locura y de furor de la filosofía, no dudo en
proseguir delante de vosotros mi relato. Porque vosotros
sabréis disculpar mis actos de entonces y mis palabras de
hoy. Pero para los esclavos, para los profanos, para los
hombres incultos, poned unas puertas muy gruesas en sus
oídos.
«Cuando, amigos míos, se apagó la lámpara y se hubieron retirado los esclavos, me pareció que no había que
andarse con rodeos con Sócrates, que debía decirle mi
pensamiento francamente. Le empujé entonces y le dije: ¿Sócrates, duermes? -Todavía no -respondió-. -¿Sabes la
que pienso? -¿(qué? -Pienso -continué-, que tú eres el único
amante digno de mí, y me parece que no te atreves a
descubrirme tus sentimientos. En cuanto a mí, sería poco
razonable si no estuviese dispuesto a complacerte en esta
ocasión o en cualquier otra que pudiera agradarte, sea por
mí mismo, sea por mis amigos. No deseo nada tanto como
perfeccionarme lo más posible y no veo a nadie cuyos
auxilios puedan serme mas útiles en esto que tú. Al negar
alguna cosa a un hombre como tú temería mucho mas la
censura de los sabios que lo que temo la del vulgo y de los
tontos concediéndote todo.
«A estas palabras Sócrates me contestó con su ironía
habitual:
«-Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es cierto,
83
Platón
si yo puedo, en efecto, hacerte mejor, en verdad no me
pareces torpe, pues has descubierto en mí una belleza
maravillosa y muy por encima de la tuya. En este sentido,
queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, me
das a entender que comprendes muy bien tus intereses;
porque en vez de la apariencia de lo bello quieres adquirir
la realidad, y darme cobre por oro. Pero, joven, mira mejor,
para no engañarte sobre lo que quiero. Los ojos del espíritu
no comienzan apenas a ser clarividentes sino en la época
en que los del cuerpo se debilitan, y tú estás todavía muy
lejos de este momento. -Te he expuesto mis sentimientos,
Sócrates -le dije, y no he dicho nada que no piense. Eres
tú quien ha de adoptar la resolución que mejor te parezca
para ti y para mí. -Muy bien -respondió-, pensaremos en
ello y haremos lo que nos parezca mas conveniente para
ambos en esto y en todo lo demás.
«Después de esta conversación le creía alcanzado por
la flecha. Sin dejarle añadir una palabra, me levanté
envuelto en esta túnica que veis, porque era invierno, y
me tendí bajo el viejo capote de este hombre, y abrazado a
este divino y maravilloso personaje pasé junto a él toda la
noche. En todo esto, Sócrates, no creo que me desmientas.
Pues bien, después de tales ofrecimientos permaneció
insensible, no tuvo más desdén y desprecio por mi belleza
y no hizo mas que insultarla. ¡Y, sin embargo, la creo de
84
El Banquete
algún valor, oh amigos míos! Sí, sed jueces de la insolencia
de Sócrates. Pongo por testigos a los dioses y a las diosas;
me levanté de su lado como hubiera salido del lecho de mi
padre o de mi hermano mayor.
«Desde entonces podéis comprender cuál será la situación de mi espíritu. Por una parte me veo despreciado;
por otra parte admiro su carácter, su temperamento, su
fuerza de alma, y me parece imposible encontrar un
hombre que se le iguale en sabiduría y en dominio de sí
mismo. De manera, que no podía ni enfadarme ni privarme
de su compañía, y no veía en adelante el medio de
conquistarlo, porque sabía que era todavía más invulnerable
al dinero que Ajax al hierro; lo único, además, en que yo le
creía sensible no ejercía ninguna atracción sobre él. Así,
entregado a ese hombre más que ningún esclavo lo haya
sido jamás a su amo, vagaba sin saber qué partido tomar.
Tales fueron mis primeras relaciones con él. Después nos
encontramos juntos en la expedición contra Potidea y
fuimos compañeros de habitación. Allí veía a Sócrates
aventajarnos, no sólo a mí, sino a todos los demás por su
paciencia en soportar las fatigas. Si nos ocurría, como era
frecuente en campaña, carecer de víveres, Sócrates sufría
el hambre y la sed con más firmeza que ninguno de
nosotros. Cuando estábamos en la abundancia sabía
disfrutar mejor que nadie. Sin ser bebedor bebía mas que
85
Platón
ninguno si a ello se veía obligado y, lo que va a
sorprenderos, nadie le ha visto ebrio, y de esto podéis, me
parece, tener ahora la prueba. El invierno era muy duro en
aquel país, y la manera cómo Sócrates resistía el frío era
prodigiosa. Cuando era más fuerte la helada, cuando nadie
se atrevía a salir, o al menos no salía sino bien abrigado,
con los pies envueltos en fieltro y en piel de cordero, él no
dejaba de ir y venir con el mismo manto que tiene costumbre de llevar, y caminaba con los pies desnudos sobre
el hielo mucho más fácilmente que nosotros que íbamos
bien calzados, hasta el punto de que los soldados lo veían
con malos ojos creyendo que se proponía rebajarlos. Así
fue Sócrates en el ejército.
«Mas he aquí aún lo que hizo y soportó este hombre
valeroso durante esa misma expedición. El rasgo es digno
de ser escuchado. Una mañana se le vio en pie, pensando
en algo. No encontrando lo que buscaba, permanecía
inmóvil, en la misma postura, pensando. Era ya mediodía.
Nuestras gentes lo observaban, y se decían con sorpresa
unos a otros que Sócrates estaba allí reflexionando desde
la mañana. En fin, hacia la tarde, los soldados jónicos,
después de haber comido, llevaron sus camas de campaña
al sitio donde se encontraba, con el fin de dormir al fresco
(porque estábamos en verano) y observar al mismo tiempo
si pasaría toda la noche en el misma actitud. En efecto,
86
El Banquete
continuó en pie hasta la salida del Sol. Entonces, después
de haber hecho su oración, se retiró.
«¿Queréis saber cómo se comportó en los combates?
Es también una justicia que hay que rendirle. En aquella
ocasión en que los generales me atribuyeron todo el honor,
fue él quien me salvó la vida. Viéndome herido, y no
queriendo abandonarme jamás, evitó que yo y mis tropas
cayésemos en manos de los enemigos. Entonces, Sócrates,
insistí vivamente con los generales para que te concedieran
el premio al valor, y es un hecho que no podrás
desmentirme; pero los generales, en atención a mi
categoría, quisieron darme el premio, y tú te mostraste mas
empeñado que ellos en que me lo concedieran en perjuicio
tuyo. La conducta de Sócrates, amigos míos, merece aún
ser señalada en la retirada de nuestro ejército, después de
la derrota de Delion. Yo me hallaba a caballo, y él a pie
con todas las armas. Nuestras gentes comenzaban a huir
por todas partes, y Sócrates se retiraba con Lajés. Yo los
encontré, y les grité que tuvieran valor, que yo no los
abandonaría. Fue allí donde conocí a Sócrates bastante
mejor que en Potidea, porque, encontrándome a caballo,
tenía que preocuparme menos de mi seguridad personal.
Observé cuánto sobrepasaba en presencia de ánimo a
Lajés. Caminaba allí, como en Atenas, irguiéndose y mirando
de reojo. para hablar como tú, Aristófanes. Observaba
87
Platón
tranquilamente tanto a nosotros como al enemigo, haciendo
ver por su actitud que no se le acercaría nadie
impunemente. Así se retiraron sanos y salvos él y su
compañero; porque en la guerra no suele atacarse al que
muestra tales disposiciones, sino que se persigue mas bien
a los que huyen con todas las fuerzas de sus piernas.
«Podría añadir en alabanza de Sócrates gran número
de hechos no menos admirables. Pueden, sin embargo,
encontrarse otros parecidos de otros hombres. Pero lo que
hace a Sócrates digno de una admiración particular, es no
tener semejante ni entre los antiguos, ni entre nuestros
contemporáneos. Se podría, por ejemplo, compararle con
Brasidas o con Aquiles, Pericles, Néstor y Antenor, y existen
otros semejantes con los que sería fácil establecer
semejanzas. Pero no se encontrará nadie ni entre los
antiguos ni entre los modernos que se parezca en algo a
este hombre, ni en sus discursos, ni en sus originalidades a
menos de compararle, como yo, no con un hombre, sino
con los silenos y con los sátiros. Porque se me ha olvidado
decir, al comentar, que sus discursos se parecen también
perfectamente a los silenos que se abren. En Efecto a pesar
del deseo que se siente por escuchar a Sócrates, lo que
dice parece, en el primer momento, grotesco. Las
expresiones con que reviste su pensamiento son groseras,
como la piel de un impúdico sátiro. No os habla mas que
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El Banquete
de asnos apaleados, de herreros, de zapateros, de
curtidores, y parece que dice siempre lo mismo con iguales
palabras, así es que no hay ignorante ni tonto que no se
sienta tentado a reír; pero cuando se abren sus discursos,
cuando se examina su interior, se encuentra que sólo ellos
están repletos de sentido, después, que son divinos y que
encierran las mas nobles imágenes de virtud; en una palabra,
todo lo que debe tener presente quien quiera ser un hombre de bien. He aquí, amigos míos, lo que alabo en Sócrates y de lo que le acuso; porque he unido a mis elogios
el relato de los ultrajes que me ha inferido. Y no soy yo
solo quien ha sido tratado así; es Jarmides, hijo de Glauco,
Eutidemo, hijo de Diocles, y otros muchos, a los que ha
engañado lo mismo con el aire de querer ser su amante, en
tanto que ha jugado cerca de ellos más bien el papel de
bienamado. Y tú también, Agatón, aprovéchate de estos
ejemplos; ten cuidado de no dejarte engañar por este
hombre; que mi triste experiencia te ilumine, y no imites al
insensato que, según el proverbio, no es sabio ni a su costa.»
Cuando hubo acabado de hablar así, Alcibíades comenzó a reír con su franqueza habitual, de lo que parecía
aún mas sorprendido Sócrates.
Éste tomó entonces la palabra y dijo: -creo que hoy
has estado sobrio, Alcibíades. De otro modo no te hubieras
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Platón
ajustado con tanta destreza a tu tema sin tocarle, para
engañarnos sobre el verdadero motivo de tu discurso,
motivo del que no has hablado mas que incidentalmente,
al final, como si tu único objeto no hubiera sido el de
enzarzarnos a Agatón y a mí; porque tienes la pretensión
de que debo amarte y no amar a nadie mas, y de que Agatón
sólo debe ser amado por ti. Pero tu artificio no se nos ha
escapado. Hemos visto claramente a dónde apuntaba la
fábula de los sátiros y los silenos. Así, pues, mi querido
Agatón, desbaratemos su proyecto y haz de modo que nadie
nos pueda separar uno de otro. -Es verdad -dijo Agatón-,
creo que estás en lo cierto, Sócrates, y estoy seguro de que
no ha venido a colocarse entre nosotros más que para
separarnos. Pero nada conseguirá con ello porque voy, ahora
mismo, a ponerme a tu lado. -Muy bien -dijo Sócrates-,
ven aquí a mi diestra. -¡Oh Zeus! -exclamó Alcibíades-,
¡cuánto tengo que sufrir por este hombre! Piensa tener
derecho a imponerme su capricho por todas partes. Permite, al menos, maravilloso Sócrates, que Agatón se siente
entre los dos. -Imposible -Contestó Sócrates; porque acabas
de hacer mi elogio, y ahora me toca a mí hacer el de mi
vecino de la derecha. Así, pues, si Agatón se pone a mi
izquierda, no va a hacer mi elogio antes de que haya hecho
el suyo. Deja, pues, venir a ese joven, mi querido
Alcibíades, y no le envidies las alabanzas que estoy
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NOTAS
1)
Otros manuscritos dicen Furioso; ambos epítetos
tienen cierta semejanza en griego (malacós, manicós).
Este Apolodoro es el mismo que se enternece
ruidosamente en el Fedón ante la muerte de Sócrates.
Algunos traductores prefieren, pues, llamarle Tierno.
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2)
Es un verso de Estenebea, una tragedia de Eurípides
que se ha perdido.
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3)
Juego de palabras y alusión a la cabeza de la Gorgona
que dejaba petrificado a quien la miraba.
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4)
Verso de Eurípides.
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Platón
5)
Recuérdese lo que se ha dicho de los demonios en el
sentido helénico, en una nota a la «Apología de
Sócrates».
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6)
En este pasaje se juega con el doble sentido de las
palabras griegas, poieo, poiesis, hacer, crear arte, y que
por extensión significan también poesí;, toda creación,
obra de artesano, o de artista, es poesía, creación,
poiesis.
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7)
Parca es destino. Lucina, gestación o parto.
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8) Ocho cotilos son dos litros y cuarto.
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9) Verso de La Nada, XI, 514.
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