Subido por ELSA GRILLO

MARINA Y SU OLOR DE MAYRA SANTOS FEBRE ESTUDIO

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La celebración de la identidad negra
en “Marina y su olor” de Mayra Santos
Febres
Dra. Carmen M. Rivera Villegas
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico
Recinto Universitario de Mayagüez
[email protected]
Para sorpresa de muchos, el Perfil de Características Demográficas
Generales, producido en el 2000 por el Negociado del Censo federal
de Estados Unidos en Puerto Rico, reveló que el 80.5% de los
puertorriqueños se identifica como blanco, mientras que el 8% se
identifica como perteneciente a la raza negra1. Dicho informe, como
era de suponer, desató inmediatamente agudos debates que
pusieron al descubierto una realidad puertorriqueña que todavía
espera ser afrontada de manera cabal: es decir, el prejuicio racial.
La sociedad puertorriqueña se hermana con el resto de los países
que conforman la región del Caribe precisamente por su herencia y
tradiciones provenientes de las diversas naciones africanas traídas y
asentadas a estas zonas desde la época de la colonización europea2.
La fusión de los componentes indígenas, europeos y africanos no es
sólo evidente en nuestra fisonomía sino también en los valores
culturales que definen las especificidades de nuestra nacionalidad, es
decir, de todos los códigos que se reúnen bajo la categoría de lo que
se considera abstracta y concretamente “puertorriqueñidad”3. De esta
manera, la pluralidad cultural, aunque queda dicho que se evidencia
fenotípicamente, es mucho más compleja cuando se le observa
dinámicamente en el ejercicio de las prácticas que involucran las
tradiciones musicales, culinarias, lingüísticas, religiosas y, por
supuesto, en los patrones de la dinámica socializadora.
Sin embargo, a pesar de la fusión cultural que nos inserta dentro de
una experiencia mulata, la sociedad puertorriqueña todavía muestra
síntomas de un agudo prejuicio racial. Puesto que las emigraciones
africanas se dieron dentro de un contexto de explotación humana,
todo un aparato de dispares y contradictorias ideologías cobró forma
para justificar las acciones de la cultura dominante. Dichas ideologías
no desaparecieron con la abolición de la esclavitud pero sí
reafirmaron su carácter estereotípico gracias a la influencia de las
visiones positivistas de superioridad racial4. En el caso particular de
Puerto Rico, pese a que la gran población es de origen mestizo y
mulato, los discursos de identidad nacional siempre han sido
esquematizados por la cultura dominante en términos económicos y,
por extensión, políticos. Es así como la intelligentsia que heredó la
cultura de haciendas5 ha promovido la ausencia o simplificación del
elemento africano en la oficialización de su discurso nacional,
amparando a éste bajo una amplia sombrilla de suposiciones
históricas que delatan una hispanofilia eurocéntrica.
La literatura, espacio propicio al diálogo sintomático de los tiempos,
ha sido en Puerto Rico uno de los ejercicios culturales que mejor
refleja el conflicto de las oposiciones y superposiciones raciales.
Desde los textos fundadores de la literatura puertorriqueña hasta el
presente se puede rastrear la problemática que surge a raíz del
rechazo generalizado hacia la identidad afropuertorriqueña. No sólo
las grandes ausencias sino también las presencias maltrechas y a
medias atestiguan la inferiorización, animalización y cosificación a las
cuales han sido sometidas las figuras literarias que representan la
herencia africana en Puerto Rico. Vale la pena ver un par de
ejemplos que nos ayudarán a poner en perspectiva la importancia de
la escritora que nos ocupa en este ensayo. En el que se considera
uno de los textos fundadores de la literatura puertorriqueña a mitad
del siglo XIX, El Gíbaro (1849), Manuel Alonso incluye una crónica
anecdótica titulada “La negrita y la vaquita”. En el mismo, unos
jíbaros le obsequiaron al General español de turno una vaca y una
mujer negra para que le sirviera de nodriza a su hijo. Al escuchar la
aprobación de un médico, el General determinó que no podía decidir
cuál de las dos sería mejor para la tarea. La animalización del sujeto
negro en lo que se considera el pilar de la literatura puertorriqueña es
evidente. Casi un siglo más tarde, el dramaturgo Francisco Arriví
problematizaría el prejuicio racial en Puerto Rico en su obra
Vegigantes (1953), con la cual pretendía destapar los prejuicios
contra los orígenes africanos, representados en una abuela negra
que es ocultada en la cocina para que ningún visitante se entere de
que la familia es mulata. Una década más tarde los escritores de las
generaciones del sesenta y del setenta respectivamente iniciaron
concientemente la problematización del prejuicio racial en nuestra
sociedad. Nombres como los de Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia
Vega y Edgardo Rodríguez Juliá componen ese grupo que desmitificó
por medio de la ironía desacralizadora y la parodia carnavalesca la
supuesta blancura homogénea de la sociedad y cultura
puertorriqueñas. Pese a ese prolífico intento, los roles protagónicos
no fueron pensados para el realce y la celebración de la subjetividad
negra. No ha sido sino hasta hace muy poco que Mayra Santos
Febres, joven escritora, distinguida investigadora y profesora de la
Universidad de Puerto Rico ha venido, a nuestro juicio, a
resquebrajar directamente los discursos que alimentaban dicha
ausencia. Más aún, ha venido a ocupar un espacio destacado dentro
de las letras nacionales y ha proyectado internacionalmente la cultura
citadina puertorriqueña, espacio que encierra contradictoriamente el
discurso y la práctica de la hibridez racial y social.
Santos Febres comenzó su carrera como poeta. Tiene a su haber
dos poemarios— Anamú y manigua y El orden escapado (ambos
publicados en 1991)— que, aunque primerizos, la consolidaron
rápidamente entre las voces poéticas más destacadas de la Isla. Más
tarde, incursionó en la prosa; primero con el cuento y luego con la
novela. El cuento que a continuación se examina muy brevemente,
“Marina y su olor”, forma parte de la colección El pez de vidrio, con la
cual obtuvo el premio Letras de Oro en 1994. En el 1996 la editorial
Mondadori le publicó su primera novela: Sirena Selena vestida de
pena, donde explora el mundo de las alteridades socio-sexuales
dentro del contexto que ofrece la polifonía caribeña de una ciudad
como San Juan. Su segunda novela se titula Cualquier miércoles soy
tuya y fue publicada por Grijalbo el año pasado.
En los cuentos reunidos en El pez de vidrio, Santos Febres abarca
discursos ya presentados por la promoción anterior de escritores
tales como la cultura obrera de los arrabales adscritos a los centros
de modernización industrial y la caribeñización cultural de la Isla.
Pese a las mismas preocupaciones temáticas de sus antecesores,
nos sorprende con una nueva forma de tratar el discurso de la
negritud puertorriqueña al devolvernos con la mayor de las llanezas
los prejuicios más soterrados que circundan la herencia africana en
Puerto Rico. Heredera y continuadora de ese tono desacralizador que
nos dejaron los vanguardistas, nuestra autora se atreve a decir a
bocajarro lo que los patrones del disimulo generalizado ocultan.
Como se verá, el cuento “Marina y su olor”, examinado a
continuación, es un ejemplo de cómo la autora juega paródicamente
con el discurso de la cultura culinaria tan recurrente en la llamada
novela posmoderna6, sirviéndose de éste como eje para denunciar el
exotismo y el esencialismo a los cuales ha sido reducida la mujer
puertorriqueña negra7.
Doña Marina Paris, todavía a sus cuarenta y nueve años, es una
mujer llena de encantos, según se nos advierte desde el inicio. Hija
de un clarinetista frustrado y de una cocinera de fonda8, desde
pequeña se crió en el espacio de la cocina. Mamá Edovina, su
madre, la había colocado al frente de la cocina del come y vete
“Pichimoja” para que, sobre todo, vigilara a María, la ayudante medio
loca de su mamá, y no la dejara cocinar utilizando aceite de coco. En
medio de calderos de arroz guisado con habichuelas, ollas de tinapa
en salsa, asopao de pollo, batata asada y bacalao con pasas--la
especialidad del local--Marina desarrolló un talento que, al principio,
ignoraba: su cuerpo expulsaba aromas picantes, salados y dulces.
Nos dice la narradora al respecto:
Y ella, arropada como siempre en sus olores, ni se dio
cuenta de que con ellos embrujaba a todo el que le pasaba
cerca. Su sonrisa ampulosa, sus pasas recogidas en
trenzas y pañuelos, sus pómulos altos y el olor del día le
sacaban alegría hasta al picador de caña más decrépito,
hasta al trabajador de caminos más chupado por el sol...
(27)9
Preocupada por los peligros que acecharían a una adolescente tan
aromáticamente sensual, Mamá Edovina decide buscarle empleo en
la casa de una familia acomodada del pueblo. Termina, entonces,
cocinando para la familia Velázquez cuya matriarca, doña Georgina,
es descrita burlonamente como “blanca beata ricachona” (27). La
blancura de la familia, sin embargo, se pone en tela de juicio pues a
doña Georgina le apasiona la yuca guisada con camarones (plato de
origen africano) y su único hijo, Hipólito, tiene la mala fama de
perseguir a las jóvenes mulatas del barrio. Ante los encantos de
Marina, Hipólito no permanece estático y varias veces intenta
seducirla sin los resultados para él esperados. Después de vivir año y
medio en casa de los Velázquez, Marina se enamora de Eladio
Salamán cuyas fragancias la dejan embelesada. Durante ese período
intenta las combinaciones más difíciles de olores para convocar a
Eladio, acto que altera sus actividades culinarias:
Este empeño la hizo olvidadiza en cuanto a todos sus otros
menesteres y a veces, sin proponérselo, le servía platos a los
patrones con olores confundidos. La yuca con camarones una tarde
le salió oliendo a chuletas a la jardinera. Otro día, el arroz con
gandules perfumaba el aire a verdura con bacalao y llegó a tales
extremos su crisis que un pastelón de papas le salió del horno
oliendo igualito que los calzoncillos del niño Velázquez. Tuvieron que
llamar al médico de emergencia, pues todos los que aquel día
comieron en la casa vomitaron hasta la bilis y creyeron que se
habían envenenado sin remedio (30).
Un día, Hipólito descubre los amores entre Marina y Eladio y decide
acusarla ante doña Georgina cuya insensibilidad la lleva a gritarle en
repetidas ocasiones a la joven: “¡Contentita, arrastrada, apestosa!”
(31). Marina ve colmada su paciencia y es, entonces, cuando
convoca todo su poder para liberarse: los olores más exquisitos de su
alacena corporal se convierten en los más herrumbrosos. Desprende
un olor de aceite quemado y ácido de limpiar turbinas que casi
fulmina a Hipólito; luego, rocía el cuarto de doña Georgina con una
combinación mortal: aroma de melancolía desesperada. Antes de
marcharse de la casa para siempre, devuelve el insulto que le
dirigieron: “¡Para que ahora digan que los negros apestan!” (33).
Para nuestra protagonista, los alimentos y sus olores son vehículos
de emociones al poseer vitalidad y dinamismo y, más allá, son los
vehículos del diálogo que se establece entre la subjetividad del yo y
la subjetividad del otro. En el contexto particular de este cuento, el
diálogo que se lleva a cabo denuncia literal y subrepticiamente los
prejuicios raciales de la sociedad puertorriqueña. Sirviéndose de la
ironía y de la parodia, la autora subvierte el topos generalizado del
esencialismo y del exotismo vacuo por medio de los cuales se
representan a las culturas de origen africano. La ironía de la última
frase es reveladora pues pone al relieve el carácter subversivo del
personaje. De esta manera, lo que es motivo de prejuicio mordaz
contra cualquier cultura considerada inferior, aquí se convierte en
motivo celebratorio, sacralizado como elemento que transporta
pasión, belleza y sensualidad. Por otra parte, la parodia ridiculiza de
modo carnavalesco las pretensiones de pureza de sangre y
superioridad racial. En relación con este particular, es interesante
notar que en el cuento la narradora no solamente se burla de doña
Georgina y de su hijo Hipólito sino también de la abuela de Mamá
Edovina, sobre la cual menciona que “era nieta de una tal Pancracia
Hernández, tendera española venida a menos a quien el tiempo le
tendió una trampa en forma de negro retinto de Canóvanas” (26). La
información, además de arrojar luz sobre los orígenes mulatos de
Marina, pone de relieve dos datos interesantes: primero, por parte de
Marina la herencia europea se hace contundente en dicha explicación
(mientras que la de doña Georgina nunca es mencionada; sólo
sabemos que su pasión por la yuca guisada con camarones indica
sospechosamente sus orígenes); y, segundo, es una mujer blanca la
que mantiene relaciones con un hombre negro, patrón que no
corresponde con lo comúnmente representado. El lugar común, sobre
todo en el espacio de la representación literaria puertorriqueña, es
que sea un hombre blanco el sujeto que domina la acción y el que
tenga amoríos con una mujer negra. Aquí, como se observa, dicha
representación se subvierte.
Por otra parte, el final de la historia no deja de ser sorprendente si
se examina el resultado de la inversión. El insulto de “apestosa” se
materializa en el cuerpo de Marina para aniquilar la soberbia de
quienes lo profirieron. Es decir, que la intención malévola del epíteto
se invierte llevando a quienes construyen y ejercitan tales prejuicios a
la destrucción. En este sentido, los olores de estos alimentos son
códigos que afirman la identidad de Marina y los que colocan un
límite entre su ser y los otros. Hay que tener cuidado, sin embargo,
puesto que no se trata de un límite para acentuar la irreconciliación
de binomios raciales tradicionales: blanco versus negro. Es claro que
Marina y su “negritud” no pueden ser puestos antitéticamente frente a
la familia Velázquez y su “blancura” puesto que en ambos sujetos
están presentes tanto la cultura blanca como la negra. Lo que se nos
presenta no es una familia blanca en contraposición a una familia
negra sino dos familias igualmente mulatas e igualmente reacias
(aunque una más que otra) a aceptar su realidad cultural. Ya hemos
mencionado la forma en que la familia Velázquez rehúsa reconocer
su sincretismo cultural. Ahora bien, por otra parte, la voz narradora no
deja pasar la ocasión de señalar lo que también es prejuicio por parte
de la familia de Marina. Particularmente de Mamá Edovina, a quien
se le nota una atención especial por proteger el honor de su familia.
Sin embargo, este honor está matizado por las concepciones racistas
contra la cultura negra que, desgraciadamente, ella ha internalizado.
En primera lugar, se encuentra su preocupación, como habíamos
señalado unas líneas antes, por la ayudante María, a quien le
gustaba cocinar con aceite de coco. ¿La razón de tal
preoucupación?: “Había que salvar la reputación del lugar y que la
gente no creyera que los dueños eran una trulla de negros ariscos de
Loíza” (27). Y, en segundo lugar, su otra preocupación consiste en el
temor de que exista una relación incestuosa entre Don Esteban y su
hija Marina. La razón no estribaba únicamente en el alcoholismo de
Don Esteban sino en que su hija había llegado a la edad de trece
años emitiendo señales de poseer un efecto “especial” sobre todos
los hombres. Los dos ejemplos presentan el grado de “barbarie” que
las culturas dominantes siempre señalan en las culturas sometidas:
falta de sofisticación culinaria y redundancia de un exotismo sensual
que provoca prácticas sexuales inaceptadas.
Resulta novedoso para las letras puertorriqueñas que sea la cocina,
ámbito simbólico de la tradición culinaria, desde donde se denuncie la
fragilidad de un discurso racista obligado a habitar los confines de lo
retógrado. Puesto que la cocina es lugar femenino por disposición
social, llama la atención que un discurso que guarda también
estrechas relaciones con la opresión sexual se problematice desde
un espacio considerado como nimio y des-privilegiado para la cultura
patriarcal. Cabe traer a colación, por otra parte, que la cocina para los
escritores anteriores que han tratado el tema del prejuicio racial en
Puerto Rico es espacio de escondite, donde sólo habitan las
cocineras y las abuelas negras. La famosa pregunta “¿y tú abuela
dónde está?” implica irónicamente que la abuela de origen negro
permanece escondida en la cocina, como en la obra de Francisco
Arriví; es decir, apartada de la sala o el balcón, espacios donde lo
privado confluye con lo público. En este cuento, como se ha visto, la
cocina no es lugar de escondite sino lugar primario de definición
personal y confrontación con el mundo exterior.
La cocina se convierte para Marina en el lugar de su aprendizaje y
liberación. Fue ahí donde aprendió las artes para preparar un plato
exquisito y donde se dio cuenta de que el arma que poseía sólo le
pertenecía a su propia voluntad. Si el cuerpo de la esclava negra era
la zona de confrontación entre la cultura dominante y la subalterna,
aquí el cuerpo es zona de liberación puesto que se somete a la
entera voluntad de su dueña. No deja de parecer curioso que, al final
del cuento, Marina decida marcharse con Eladio y “Se iría a resucitar
el Pinchimoja” (33), la fonda de la familia. Ésta había bajado de
categoría pues, sin los olores de la joven, los comensales habían
preferido marcharse a otro come y vete donde, al menos, podían oír a
Pérez Prado y la orquesta de Beny Moré. El hecho de que Marina
tome la decisión de salir de la casa donde la explotaban y se resuelva
a tomar las riendas del negocio de comidas se convierte en el acto
que perfila su liberación. Si tomamos en cuenta el valor de la cocina
(tanto el alimento como el espacio) como ícono de construcción
social, el regreso de la joven a la cocina de sus orígenes subraya su
libertad y el fortalecimiento de su individualidad ya que ahora estará
bajo su dominio el lugar desde el cual reafirmará su identidad cultural.
Por otra parte, la cocina se convertirá en su sustento económico, lo
cual también fortalecerá su individualidad y libertad puesto que ya no
tendrá que cocinar como sirvienta sino como ama de su propio
espacio. De esta manera, la cocina se transforma de lugar opresivo a
lugar de liberación.
De que tengamos conocimiento, Mayra Santos es una de las pocas
voces femeninas, si no la única, que con mayor ahínco denuncia el
prejuicio racial en Puerto Rico. No sólo lo hace a través de sus textos
sino también en sus otras actividades artísticas como lo es la
representación teatral. Aunque ya han pasado 131 años de la
abolición de la esclavitud negra en Puerto Rico, nos llama la atención
que el multiculturalismo racial todavía sea un tema poco tratado o, en
el peor de los casos, manipulado. La desestimación que todavía sufre
la herencia africana en esta isla caribeña--patente en los resultados
del último censo comentados al inicio de este ensayo--ha sido
expuesta por diversos sectores culturales y educativos que han sido,
incluso, respaldados por algunos medios de comunicación y
editoriales10. El esfuerzo seguirá siendo vigente y necesario hasta
que el imaginario colectivo integre sin prejuicios ni vergüenzas la
africanidad que distingue una parte de su identidad caribeña.
Creemos que dicho paso no sólo redundará en una convivencia más
saludable sino, más allá, en una genuina compenetración con los
demás pueblos hermanos que conforman la cuenca del Caribe.
NOTAS
[1] La información recogida en el Censo 2000 puede verse en la
siguiente página electrónica del gobierno de Puerto Rico:
http://www.censo.gobierno.pr/Censo_Poblacion_Vivienda/Perfil_
Demografico_municipios.htm
[2] Para obtener una perspectiva más amplia sobre nuestras
conexiones culturales con el resto del Caribe, consúltense La
isla que se repite de Antonio Benítez Rojo (Hanover: Ediciones
Norte, 1989) y, más reciente, Caribeños de Edgardo Rodríguez
Juliá (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2002).
[3] José Luis González en su ya clásico libro El país de cuatro
pisos (Río Piedras: Ediciones Huracán, 2001) examina la
cultura popular puertorriqueña de carácter afroantillano. Su
estudio fue pionero en desmitificar la visión eurocéntrica acerca
de nuestros inicios como pueblo.
[4] Al respecto, Un país del porvenir: El afán de modernidad en
Puerto Rico, siglo XIX de Silvia Alvarez Curbelo (San Juan:
Ediciones Callejón, 2001) es un estudio iluminador sobre los
discursos que permeaban tanto a la esclavitud como al proyecto
de abolición de la misma.
[5] La cultura de haciendas se basaba en los códigos de servilismo
paternal, característicos de una relación neo-feudal. En Puerto
Rico, la recolonización económica por parte de España en el
siglo XIX promovió el medio de producción que distingue a una
hacienda, creándose así unos códigos culturales que dominan
la construcción del imaginario nacional desde entonces. Un
ejemplo de estos códigos es la hispanofilia, ignorando con ella
la presencia africana en la cultura puertorriqueña. Para más
información al respecto, véase el libro de González citado en la
nota tres.
[6] Creemos que la autora le está rindiéndo un homenaje paródico
(en el sentido de inversión) a la novela Como agua para
chocolate de Laura Esquivel. Mientras que en esta novela la
protagonista es de una clase de terratenientes venidos a
menos, de ascendencia europea y rodeados de sirvientes indios
y mestizos; en el cuento de Santos se invierten los papeles de
clase y raza.
[7] Véase el estudio de Marie Ramos Rosado, La mujer negra en
la literatura puertorriqueña (Río Piedras: Editorial de la
Universidad de Puerto Rico, 1999), para un estudio más a fondo
sobre la representación literaria del sujeto femenino negro.
[8] En Puerto Rico es un restaurante familiar donde se vende
comida criolla.
[9] Las citas provienen de la edición preparada para los ganadores
del certamen Letras de Oro (Coral Gables: Universidad de
Miami, 1994).
[10] El programa de televisión Cultura viva, emitido por TuTV, la
cadena de televisión del Estado, y la publicación Herencia
africana en Puerto Rico: Un recuento breve (San Juan: Editorial
Cordillera, 2003) son ejemplos de dichos intentos. El primero
les provee espacio a músicos, poetas y artistas en general que
celebran nuestra antillanía con su sello africano. El segundo es
un tipo de folleto que se preparó para familarizar a los
estudiantes de escuela superior (bachillerato) con el tema de
los aportes realizados por hombres y mujeres de ascendencia
africana en todos los ámbitos culturales de Puerto Rico.
© Carmen M. Rivera Villegas 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de
Madrid
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