Subido por cristian knight

Ciencia y brujería

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I CIENCIA Y BRUJERIA
Max Gluckman
í La lógica de la ciencia
I y de la brujería africanas
i .
MaryDouglas
k Brujería:
el estado actual de la cuestión
Robín Horton
El pensamiento tradicional africano
y la ciencia occidental
Cuadernos ANAGRAMA
Cuadernos ANAGRAMA
Serie: Sociología y Antropología
Dirigida por José R. Llobera
Ciencia y brujería
EDITORIAL ANAGRAMA
Fuéntes:
lile Logis ot Alrican Scieacc and Witehcraít
«The Rodes Livingstone Institute Journal», junio 1944
© Max Gluckmann, 1944
Thirty Years after Witchcraft, Oracles and Magic
Tavistock Publications
Londres, 1970
© Mary Douglas, 1970
African Traditional Thought and Western Science (versión
abreviada)
«Africa», vol. 37, 1967
© Robin Horton
Traducción:
Carlos Manzano
Maqueta:
Argente y Mumbrú
Primera edición: 7977
Segunda edición: 1988
Tercera edición: 1991
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 84-339-0715-8
Depósito Legal: B. 41135-1991
Printed in Spain
Libergraf, S.A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
MAX GLUCKMAN
LA LÓGICA DE LA CIENCIA Y DE LA
BRUJERÍA AFRICANAS
El libro de Evans-Pritchard, Brujería, oráculos y
magia entre los azande *, es una de las contribuciones
más importantes al entendimiento de los problemas
africanos. A pesar de que las investigaciones en que
se basa se realizaron en Sudán, la argumentación gene­
ral es aplicable a todas las tribus africanas que creen en
la brujería, en los oráculos o la adivinación, y en la
magia. El autor describe con claridad el funciona­
miento de la brujería y de la magia en un libro que
resulta fascinante para el especialista y, además, está
escrito con tanta sencillez y vivacidad, que el lector
profano que lo empiece no podrá dejarlo hasta haber
seguido la argumentación hasta la conclusión. Es una
obra que debería leer todo aquel que desee entender
el comportamiento de los africanos y, como veremos,
de nosotros, en los casos en que no actuamos a partir
de bases científicas válidas. Como el libro nos explica
no sólo las costumbres de los azande sudaneses, sino
también las bases de amplios campos del comporta­
miento humano, voy a exponer aquí sus enseñanzas ge­
nerales y, después, aludiré a las diferencias entre los
azande y nuestros pueblos. Sin embargo, como EvansPritchard no estudia con detalle otros aspectos del
comportamiento de los azande que los que califica de
místicos, empezaré por referirme a estos últimos.
* De inmediata publicación en Biblioteca Anagrama de
Antropología.
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El título de este artículo formula la siguiente pre­
gunta: ¿existe una diferencia entre la lógica africana y
la europea, y, en ese caso, se debe a diferencias físicas
o a diferencias psicológicas, relacionadas con las condi­
ciones sociales distintas en que viven africanos y euro­
peos? Sin necesidad de examinar los argumentos a
favor y en contra, podemos decir que existe consenso
en la opinión científica con respecto a que no hay prue­
bas de que existan grandes diferencias entre los cere­
bros de las distintas razas. En caso de que existan, son
del todo insuficientes para explicar las grandes dife­
rencias entre culturas y modos de pensamiento, y,
sobre todo, no pueden explicar los rápidos avances
culturales que ciertos países realizaron en poco tiempo.
Es decir, si tenemos que explicar Londres y un pueblo
africano, no podemos hacerlo mediante diferencias cor­
porales entre londinenses y africanos: hemos de inves­
tigar su historia y sus luchas, especialmente sus contac­
tos con otros pueblos, y otros factores sociales Ya
que si un londinense criara a un africano desde su
nacimiento, éste último sería un londinense. Sabemos
que los niños europeos que naufragaron sólo se distin­
guían de los africanos que los adoptaron por su color.
Así, pues, si la mentalidad del africano difiere de la
del europeo, se debe a que se ha criado en una sociedad
diferente, en la que, desde el nacimiento, sus ideas y
comportamiento se han ido moldeando de acuerdo con
los de sus padres y compatriotas. Si hereda una «men­
te», la hereda en el sentido social, no en el físico.
1. Véase Haddon, .Huxley and Carr-Saunders, We Europeans (publicado también en la colección «Pelican») y J. B. S.
Haldane, Heredity and Politics.
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La mayoría de los europeos están en desventaja a la
hora de juzgar la inteligencia de los africanos, porque
los tratan en su calidad de empleados que trabajan en
campos que no les son familiares. Los sociólogos tienen
la suerte de tener que actuar y conversar con los afri­
canos en su propio idioma y desde el punto de vista
de sus propias ideas, y la mayoría de aquéllos descu­
bren que, una vez que han asimilado el idioma de éstos,
resultan ser colaboradores inteligentes y lógicos. Tam­
bién están bien informados, pues todos los africanos
tienen muchos conocimientos sobre su propio dere­
cho, política, historia, arte, medicina, con lo que a me­
nudo la conversación con ellos adquiere un cariz gene­
ral y filosófico.
En primer lugar, el africano tiene un conocimiento
técnico, preciso y científico. Por ejemplo, los lozi viven
en una gran meseta en la región del Zambeze que
todos los años queda inundada, y, para mantenerse,
necesitan tener en cuenta los terrenos, la vegetación,
el momento en que se producirá la inundación y su
profundidad, las precipitaciones y la temperatura, a la
hora de decidir dónde instalar las huertas y cuándo rea­
lizar las plantaciones. Algunas huertas las establecen
por encima de las aguas, en otros lugares hacen dre­
najes. Los expertos del gobierno califican de admira­
ble la agricultura de los lozi, y dicen que no pueden
sugerir mejoras, a no ser que primero hagan experi­
mentos. Los lozi disponen de veintidós métodos do­
cumentados de pescar con redes, represas, trampas y
armas, y, para usarlos, tienen que fundir y trabajar
el hierro, hacer cuerdas y cordeles a partir de raíces
y cortezas, y conocer los movimientos de los peces con
la subida y bajada de la crecida.
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Son también juristas agudos y perspicaces. Sus leyes
y procedimientos difieren de los nuestros, pero dentro
de su sistema razonan con claridad, al distinguir las
cuestiones en debate y al aplicar leyes antiguas preci­
samente a situaciones nuevas. A pesar de ello, un euro­
peo no puede captar la lógica en que se basa el desa­
rrollo de la argumentación y la sentencia en una causa
vista por jueces africanos. Ello se debe a que el trasfon­
do de los procesos africanos es diferente del nuestro.
Muchísimos pleitos africanos enfrentan a parientes;
en gran parte, la razón de ello es el hecho de que los
africanos coloquen las líneas de separación entre parien­
tes y no parientes mucho más lejos que nosotros. Cuan­
do un pariente entabla un pleito contra otro, aunque
puede alegar ante el tribunal determinado hecho en el
que estribará la causa, puede ser que lo que desee que
se investigue sea, no esa disputa particular, sino el com­
portamiento en conjunto de dicho pariente para con él.
Mientras que a nuestros juristas solamente les interesa
el hecho o la cosa en torno a la cual gira la querella,
los jueces africanos examinan la legitimidad e ilegiti­
midad del comportamiento mutuo de los litigantes du­
rante un largo período de tiempo. Leakey dice que
cuando un kikuyu toma en prenda un terreno a cambio
de un préstamo de ganado, si el depositario trabaja y
mejora el terreno, recibe a cambio sólo el ganado que
prestó; si se limita a guardar en prenda el terreno sin
trabajarlo, y éste queda cubierto de maleza, recibe una
cantidad adicional de ganado. Los kikuyu razonan en
sentido opuesto al nuestro pero con lógica, que, al
mejorar la tierra, el depositario ha obtenido un bene­
ficio de ella, y eso constituye su interés. En conse­
cuencia, no tiene derecho a una compensación por
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sus mejoras o a un interés por el préstamo que cedió
al prendador.
• En los debates políticos los africanos dan prueba de
ingenio y madurez. Durante esta guerra, los africanos,
igual que nosotros, se han visto afectados por el alza
de precios, y una vez oí a unos lozi discutir el delicado
problema de la fijación del precio del pescado. Veamos
algunos de los argumentos económicos que presentaron.
Todos distinguían claramente los derechos de los pro­
ductores de los de los consumidores, al decir que ellos
mismos eran ambas cosas, puesto que pescaban y com­
praban pescado. Uno dijo que las existencias de pes­
cado variaban según el mes y el estado de la crecida,
y, cuando el pescado estaba escaso, era inevitable que
subieran los precios: entendía lo que nosotros llamamos
ley de la oferta y la demanda. Otro argumentó que,
si el pescador necesitase dinero con urgencia, aceptaría
una cantidad pequeña, mientras que si el comprador
fuera a organizar un banquete, pagaría mucho. Un
tercero señaló que, al aumentar los precios de los pro­
ductos vendidos en las tiendas, el precio del pescado
tenía por fuerza que subir: comprendía la espiral del
aumento de precios. Por otro lado, replicó otro, el pes­
cado es barato y esencial, y los compradores aceptarán
una pequeña subida: es decir, el principio de la utilidad
marginal. Otro, procedente de un lugar lejano, cerca de
Livingstone, dijo que los precios han de variar según
las localidades, pues en Mongu el pescado era barato
porque el dinero era escaso, mientras que en Sesheke
era caro, porque el dinero era abundante. De forma,
que se daba cuenta de que el dinero es una mercancía
como otros productos, influida por la oferta y la de­
manda. Algunos señalaron la dificultad de imponer un
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precio fijo, pues la gente acudía en muchedumbre al
«mercado negro». Algunos dijeron que no se puede
permitir que el pescador obtenga beneficios a expensas
de la comunidad; otros apoyaban al pescador: éste tenía
que fabricar o comprar sus redes y trabajar en frías
aguas desde la mañana hasta la noche y, por esa razón,
tenía derecho a buen precio. Por último, el presidente
de la reunión dijo que debían frenar el alza de precios
y que, en su calidad de gobernantes, debían ejercer el
poder de impedir las violaciones de la leyz.
He recalcado la inteligencia del africano para las
cuestiones tecnológicas y administrativas, dentro de su
cultura. En esos terrenos razona de forma muy pare­
cida a como lo hacemos nosotros, si bien dentro de lí­
mites factuales mucho más restringidos que los nues­
tros, y, desde luego, sin poner a prueba sus teorías
mediante experimentos científicos. Esa capacidad para
razonar se revela con claridad también en los casos en
que maneja creencias e ideas diferentes de las nuestras,
especialmente las referentes a la brujería y a la magia,
sistema de ideas que nuestra civilización abandonó hace
unos 150 años. Muchos europeos, especialmente campe­
sinos, las conservan todavía. El hecho de que dichas
creencias subsistiesen hasta época tan reciente en regio­
nes civilizadas como Europa y América muestra que
no son innatas de los africanos, sino que son parte
de su cultura, como lo fueron de la nuestra. Quien siga
la exposición que hace Evans-Pritchard del aspecto inte­
lectual de la magia y la brujería zande quedará fasci2. Una descripción completa de este debate apareció en
The South African Journal of Economice, septiembre de 1943,
y un resumen de él en Colonial Review, marzo de 1944.
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nado por su habilidad lógica. AI comienzo de su libro,
Evans-Pritchard recalca que ha excluido su conocimien­
to tecnológico, del que acabo de dar ejemplos rela­
tivos a los lozi.
El hecho fundamental es el de que el africano ha
nacido en una sociedad que cree en la brujería y, por
esa razón, la estructura misma de su pensamiento, desde
la infancia, se compone de ideas mágicas y místicas.
Más importante todavía, dado que la magia y la bruje­
ría son cosas vividas, mucho más que razonadas, es
el hecho de que sus acciones cotidianas se vean condi­
cionadas por dichas creencias, hasta el punto de que,
a cada paso, tiene que enfrentarse a la amenaza de la
brujería y la combate con la adivinación y la magia.
El peso de la tradición, las acciones y el comporta­
miento de sus mayores, el respaldo que los jefes dan al
sistema, todas esas cosas inculcan al africano la validez
del sistema y, puesto que no puede comprobarla por
comparación con otro sistema, se ve atrapado continua­
mente en la red así creada. Evans-Pritchard subraya
también que el africano no realiza sus ocupaciones en
constante terror de la brujería ni su actitud hacia ella
se caracteriza por un pavor hacia lo sobrenatural;
cuando descubre que se está ejerciendo contra él, se
irrita con el brujo porque la está jugando una mala
pasada.
Estos detalles surgen de un breve análisis de las
características esenciales del sistema de creencias y de
comportamiento brujería-adivinación-magia. Los azande, como muchas otras tribus de Africa central, creen
que la brujería es una condición física de los intestinos
(en el caso de un cadáver, probablemente se trate de
un estado transitorio de la digestión), que permite al
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alma del brujo salir de noche y dañar a sus compa­
triotas. También existe la hechicería (la creencia en la
cual es más corriente en el sur de África), que es el uso
de sustancias mágicas con fines antisociales. Un hombre
puede llevar la brujería dentro de su cuerpo y, sin em­
bargo, no usarla: su brujería puede ser inofensiva. Los
africanos no se interesan por la brujería como tal, sino
por el brujo particular que está embrujándolos en un
momento determinado. No es que se imaginen que los
están embrujando y que, por esa razón, van a sufrir
una desgracia, como, por ejemplo, la de caer enfermos
y morir. Lo que ocurre es que sufren una desgracia y,
después de que ésta se haya producido, culpan de ella
a un brujo: y si se trata de una desgracia duradera,
descubren al brujo y le obligan a retirar su influencia
nociva o le hacen frente con la magia. Así, pues, EvansPritchard dice que ningún zande moriría de terror a
causa de la brujería, afirmación que confirman otros
observadores expertos.
El problema que el africano soluciona con su creen­
cia en la brujería es el siguiente: ¿por qué me ha suce­
dido la desgracia? Sabe que existen enfermedades que
quitan la salud a las personas; sabe que los hipopóta­
mos vuelcan las piraguas y ahogan a las personas. Pero
se pregunta: «¿por qué he de ser yo quien esté enfermo
y no otro?». En efecto, el hombre cuyo hijo se ha aho­
gado, cuando un hipopótamo ha volcado su piragua,
dice: «Mi hijo viajaba con frecuencia en piragua por
el río, en el cual siempre hay hipopótamos, ¿por qué
en esta ocasión ha tenido el hipopótamo que atacarlo
y ahogarlo?». Su respuesta es ésta: «porque nos habían
embrujado». Sabe perfectamente que su hijo estaba
cruzando el río para visitar a la familia de su madre,
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y que el hipopótamo, irritable porque tenía una cría,
estaba emigrando río arriba, cuando se encontró con
la piragua. Nosotros decimos que fue la providencia,
o la mala suerte, la que provocó el encuentro del hipo­
pótamo y el muchacho, con lo que éste murió, como
decimos cuando un coche atropella a un hombre que
estaba cruzando la calle para ir de una tienda a otra;
cuando el africano dice que ha sido la brujería la que
ha causado esas muertes, da una explicación para una
coincidencia que la ciencia deja sin explicar, salvo como
la intersección de dos series de fenómenos. El africano
sabe perfectamente que su hijo murió porque sus pul­
mones se llenaron de agua, pero sostiene que fue un
brujo, o un hechicero mediante sus ensalmos, quien
provocó el encuentro de las trayectorias de la piragua
y de la enfurecida hipopótamo madre para matar al
muchacho. Los azande lo explican mediante una com­
paración con la caza. El primer hombre que acierta a
un antílope comparte su carne con el hombre que le
clave la segunda lanza. «De ahí que, si un elefante ha
matado a un hombre, los azande digan que el elefante
es la primera lanza (con existencia propia) y la bruje­
ría la segunda y que las dos juntas han matado al
hombre. Si un hombre lancea a otro en la guerra, el
asesino es la primera lanza y la brujería la segunda
lanza, y las dos juntas lo han matado.»
Así, que la brujería explica por qué, pero no cómo,
le suceden a uno las desgracias. Un sociólogo de la
Unión Sudafricana da un ejemplo aclaratorio. El hijo de
un maestro africano, hombre culto, murió de un tifus
causado por un piojo contaminado, y el maestro dijo
que un brujo mató al niño. El sociólogo objetó que la
causa del tifus era un piojo contagiado. El maestro re­
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plicó: ya sé que fue un piojo procedente de una perso­
na enferma de tifus lo que comunicó el tifus a mi hijo,
y que éste murió de dicha enfermedad, pero, ¿por qué
fue el piojo a posarse en mi hijo y no en los otros
niños con los que estaba jugando? 3 Los científicos
pueden explicar por qué ciertas personas desdichadas
atraen a los piojos más que otras, pero, en gran medida,
es el azar el que coloca a un niño, y no a otro, en la
trayectoria de un piojo contagiado: nosotros decimos
que es la providencia, la mala suerte, el azar; los afri­
canos, que es la brujería.
Así, pues, en cuanto sufren una desgracia, los afri­
canos piensan que un brujo ha estado actuando contra
ellos. Pero eso no significa que el africano no reco­
nozca la falta de habilidad y los deslices morales. Si
un alfarero inexperto dijese que sus ollas se han roto al
cocerlas porque estaba embrujado, no convencería a sus
compañeros, en caso de que hubiera dejado guijarros
en la arcilla; pero sí que creerían la misma afirmación
hecha por el alfarero experto que hubiera cumplido
todas las reglas de su oficio. Para un delincuente, no
sería una defensa convincente decir que infringió la ley
porque alguien lo embrujó para que así hiciese, pues
no se cree que la brujería obligue a un hombre a men­
tir, robar, traicionar a su jefe o cometer adulterio.
Así es como opera la brujería como teoría de las
causas. Pero el africano va más lejos. La brujería no
daña a las personas al azar, ya que el brujo desea per­
judicar a personas que odia, con las que ha reñido,
3. Me lo contó la doctora Monica Wilson (nacida Hunter).
Cito de memoria el razonamiento implícito del maestro, no
sus palabras exactas.
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o de las que siente envidia. De forma que, cuando un
hombre cae enfermo, o sus cultivos no producen (pues
en terrenos buenos los cultivos deberían producir),
dice que alguien que le tenía envidia por sus numero­
sos hijos, o por el favor de su jefe, o por el buen em­
pleo que tiene con los europeos y sus trajes elegantes,
lo odiaba por esa razón, y ha usado ensalmos o poder
maligno para hacerle daño. Así, pues, la brujería es
una teoría moral, pues los brujos son personas malas,
envidiosas, maliciosas, que odian. Un brujo no ataca
porque sí a sus semejantes; ataca a aquellos a quienes
tiene razones para odiar. Existe una clara distinción
entre, por un lado, el hombre que tiene poderes de
brujería y no los usa contra sus semejantes y el hombre
que desea hacer daño a otros, pero carece de dichos
poderes o no puede conseguir los ensalmos malignos,
y, por otro, el brujo propiamente dicho, el hombre que
está dotado por el poder para embrujar y lo usa. Como
a los africanos solamente les interesa saber si sus con­
vecinos son brujos cuando sufren desgracias, indagan
entre sus enemigos para descubrir a los que puedan
tener dicho poder. Piensan en alguien con quien hayan
reñido y lo consideran sospechoso de hacer el mal. Por
tanto, vemos que la brujería como teoría de las causas
de las desgracias está vinculada con las relaciones perso­
nales entre la víctima y sus convecinos, y con una teoría
de los juicios morales sobre lo bueno y lo malo.
Cuando un hombre sufre una desgracia que no puede
remediar, como la rotura de sus ollas al cocerlas, pue­
de simplemente aceptarla como brujería, de igual forma
que nosotros decimos: «Mala suerte». Pero, cuando
la brujería le provoca una enfermedad y puede cau­
sarle la muerte, cuando afecta a su cosecha mediante
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una plaga, o cuando, mediante la adivinación, descubre
que lo amenaza en el futuro, no se resigna a soportarla
de forma indefensa. Tiene que suprimir sus efectos
dañinos. Cosa que hace usando ensalmos contra ellos,
que eliminarán la brujería y posiblemente matarán al
brujo, o recurriendo a un adivino para descubrir quién
es el brujo, y poder así neutralizarlo o convencerlo para
que haga cesar la brujería. El adivino no busca al brujo
al azar. La mayoría de los métodos de adivinación admi­
ten una de dos respuestas posibles, «sí» o «no», con
respecto a una pregunta formulada. Por ejemplo, los
azande administran un «veneno» (naturalmente, no
saben que se trata de un veneno) con propiedades de
la estricnina a aves cuya muerte o supervivencia cons­
tituyen el «sí» o «no», respectivamente, a una pregun­
ta formulada de este modo: ¿es A el brujo que me
está perjudicando? Así, un hombre que esté intentando
descubrir cuál de las personas que le quieren mal es
el brujo, puede obtener finalmente la respuesta «sí»
referida a una de ellas. Este oráculo en concreto queda
fuera del control humano: otros, entre ellos los exorcistas, son menos dignos de confianza para los azande
por estar expuestos a las intrigas humanas. Pero, inclu­
so el exorcista zande, aunque se base en las habladu­
rías locales, pocas veces hace trampa deliberadamente.
Puede buscar, o puede que su cliente le haya pedido
que busque, el brujo entre, por ejemplo, cuatro hom­
bres: éstos son los nombres de los enemigos del clien­
te, y, aunque el exorcista puede escoger entre ellos, u
otros que sepa quieren mal a su cliente, mediante la
selección inconsciente, llega un momento en que por
sensación corporal sabe que los ensalmos, que le con­
fieren su poder adivinador, dicen: A es el brujo, y
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no B. O bien el adivino señalará a alguien en general,
sin especificar el nombre —por ejemplo, «una de tus
esposas», «una mujer vieja»— y el cliente escogerá una
persona determinada, de entre sus vecinos, que respon­
da a esas características, que, en su opinión, tenga ra­
zones para desearle mala suerte. Por tanto, las acusa­
ciones de brujería reflejan las relaciones y pendencias
personales. Con frecuencia un hombre acusa, no a al­
guien que lo odie, o que esté envidioso de él, sino
a alguien a quien odie o de quien sienta envidia. El
africano sabe esto, y puede recalcarlo, cuando no esté
implicado en el pleito o cuando se vea acusado; pero
lo olvida, cuando está haciendo la acusación. En Zululandia un hombre acusó a su hermano de haberlo em­
brujado porque sentía envidia de él. Un adivino viejo,
conocedor de la proyección psicológica, me dijo: «Des­
de luego, es evidente que el demandante es quien odia a
su hermano, a pesar de que piense que es el hermano
quien lo odia a él». Pero aquel adivino creía firme­
mente en su propia capacidad para detectar la bru­
jería.
Evans-Pritchard insiste en que, por esa razón, los
azande rio pueden exponer las bases intelectuales de
su teoría; ése es el resultado de su observación de cen­
tenares de situaciones en las que intervenían acusa­
ciones de brujería, discusiones sobre ella, etcétera.
Mientras estaba haciendo su trabajo de campo,
Evans-Pritchard escribió este pasaje para resumir las
ideas y opiniones de los azande: «Todos los próximos
allegados a un príncipe o a un europeo se convierten
en objetos de la envidia, de la mala voluntad, y de toda
clase de malevolencias. Los príncipes no se aman mu-
19
tuamente. Temen los ensalmos y la invasión de sus
dominios por parte de sus hermanos. Los cortesanos
compiten entre sí para obtener el favor de su príncipe
y sienten envidia unos de otros. Los jóvenes temen y
envidian a los viejos. Los viejos temen y envidian a los
jóvenes. Cada hombre tiene sus enemigos, aquéllos
contra los que siente antiguos rencores. Está conven­
cido de que alguien lo está perjudicando. Dentro de
las casas hay disgustos frecuentes, aunque pueden
quedar ocultos: celos entre las esposas, entre los her­
manos, entre las hermanas. En la propia familia, mu­
chas veces la esposa odia y engaña a su marido, y el
marido siente unos celos inacabables de la esposa y la
amedrenta. Los hijos odian y a veces temen al padre. La
cosecha de un hombre es próspera, sus redes están
llenas de caza, sus termitas pululan, y está convencido
de que se ha convertido en el blanco de las envidias
de sus vecinos y de que lo embrujarán. Sus cosechas
fallan, sus redes están vacías, sus termitas no pululan,
y mediante esos signos sabe que su vecino envidioso
lo ha embrujado. ¡Cuánto agradan a un zande las des­
gracias de los demás! Nada es tan agradable, para él,
nada le da tanta seguridad, nada adula tanto su amor
propio, como la ruina de otro. La pérdida del favor de
su príncipe abate a un hombre, y sus amigos se mues­
tran solícitos a la hora de consolarlo, pero no de com­
padecerlo. Con una susceptibilidad casi morbosa, consi­
deran cualquier observación, cualquier alusión de los
otros en la conversación como un ataque velado contra
ellos, como un dardo de malicia disimulada. Y, si efecti­
vamente la brujería acompaña a escondidas a la mala
voluntad, al insulto, al chismorreo, a la envidia, a los
celos, en ese caso tienen perfectas razones para temer
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a sus vecinos y para indignarse por su hostilidad, pues
la desgracia los perseguirá con toda seguridad».
En esa situación, como las relaciones y los rencores
personales determinan quién será el acusado de embru­
jar a un hombre, vemos que en diferentes sociedades
tipos diferentes de personas se lanzan mutuamente la
acusación de brujería. Como la brujería es hereditaria,
los príncipes azande, que están todos emparentados, no
se lanzan mutuamente la acusación de brujería, como
tampoco otros parientes, si bien un acusador de su
hermano podría evitar que la mácula recayera sobre
él mismo diciendo que su hermano es un bastardo. En
todas las sociedades africanas los cortesanos sospechan
unos de otros, y los celos de las familias poligínicas
estallan de esa forma. Mientras que los azande no acu­
san a sus parientes, los lozi prácticamente sí lo hacen,
por razones que he explicado en mi libro Economy
of the Central Barotse Plain. Entre los bantúes del su­
deste, por razones determinables, con frecuencia la
acusada es la nuera. Si un sociólogo puede descubrir
sobre qué personas recaen las acusaciones de brujería
en una sociedad determinada, casi podrá reconstruir
las relaciones sociales de dicha sociedad.
La teoría de la brujería resulta ser racional y lógica,
aunque no sea cierta. Como explica la intersección de
dos series de acontecimientos mediante la enemistad
entre personas dotadas con poder maligno, opera en
campos que nuestra ciencia moderna deja sin explicar.
Así, el africano no puede ver que el sistema es falso
y, además, tiene que razonar en función del sistema,
como nosotros en función de nuestras creencias científi­
cas. En todos los casos en que el sistema podría entrar
en conflicto con la realidad sus creencias son vagas y
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tratan de hechos trascendentes imposibles de observar:
el brujo opera de noche con su espíritu, el espíritu del
oráculo del veneno (que no está personificado, pero
tiene conciencia) descubre la brujería. La teoría es una
totalidad, en que cada parte sostiene a las demás. La
enfermedad es una prueba de que un brujo está actuan­
do; se lo descubre mediante la adivinación y se lo con­
vence para que suprima su brujería. Aunque él mismo
puede sentir que no es el brujo en cuestión, por lo
menos mostrará que no tiene intención de perjudicar
al enfermo. O bien se le ataca con la magia. Al africano
le resulta difícil encontrar un defecto en el sistema. El
escepticismo existe, y no se lo reprime socialmente;
Evans-Pritchard escribe que la «ausencia de una doc­
trina formal y coercitiva permite a los azande afirmar
que muchos, la mayoría incluso, de los exorcistas son
impostores. Al no presentarse oposición alguna contra
esas afirmaciones, dejan intacta la creencia principal
en los poderes proféticos y terapéuticos de los exor­
cistas. En realidad, el escepticismo va incluido en la
forma de la creencia en los exorcistas. La fe y el escep­
ticismo son igualmente tradicionales. El escepticismo
explica los fallos de los exorcistas y, al ir dirigido contra
exorcistas particulares, contribuye a mantener la fe en
los demás». Incluso el exorcista que opera mediante
prestidigitación cree que hay otros que no necesitan
utilizar esta última porque disponen del poder mágico.
«En esa red de creencias cada hilo depende de los
demás, y un zande no puede salir de sus mallas, por­
que ése es el único mundo que conoce. La red no es
una estructura exterior que lo rodee. Es la textura de
su pensamiento y no puede pensar que su pensamiento
sea falso. A pesar de ello, sus creencias no están esta­
22
blecidas de forma absoluta, sino que son variables y
fluctuantes para permitir la existencia de situaciones
diferentes y hacer posible la observación empírica e in­
cluso las dudas». Dentro de dicha red, el africano
puede razonar de forma tan lógica como nosotros den­
tro de la red del pensamiento científico. Si hemos pro­
tegido con pararrayos nuestra casa y, a pesar de todo,
una rayo cae en ella, diremos que el obrero no hizo bien
la instalación, que los cables eran de mala calidad o que
se han roto. Si el africano ha mandado proteger su
aldea con ensalmos contra las tormentas y un rayo cae
en ella, dirá que el mago no era bueno, que sus ensal­
mos eran de mala calidad o que se ha transgredido un
tabú. Ese método de razonamiento, dentro de un sis­
tema, quedó admirablemente ejemplificado en un
libro que publicaron los nazis. Consistía en una coleción de caricaturas contra Hitler procedentes de los
periódicos de todo el mundo, muchas de ellas obra de
David Low. Dichas caricaturas no mostraron al pueblo
alemán lo que el mundo decente pensaba de Hitler,
pues le demostraron que si los otros gobiernos per­
mitían semejantes ataques contra el dios Hitler, esos
otros países habían de ser viles y hostiles a Alemania,
como afirmaba Hitler. De forma que, en su sistema,
la mentalidad del africano opera igual que la del
europeo.
En mi artículo sobre The Difficulties, Limitations
and Achievements of Social Anthropology he dado
más ejemplos para mostrar que el análisis que hizo
Evans-Pritchard de la brujería ilustra el funcionamien­
to de la mente humana en otras esferas. Por ejemplo,
hace la siguiente comparación. Los azande, como hemos
visto, excluyen la brujería como causa de deslices mo­
23
rales. «De igual forma que en nuestra sociedad una
teoría científica de la causalidad resulta, ya que no
excluida, por lo menos improcedente para cuestiones
de responsabilidad moral o legal, así también en la
sociedad zande la doctrina de la brujería resulta, ya que
no excluida, por lo menos improcedente en las mismas
situaciones. Aceptamos las explicaciones científicas de
las causas de las enfermedades, e incluso de las causas
de la demencia, pero las rechazamos con respecto al
delito y al pecado porque en esos casos se oponen a
la ley y a la moral que son axiomáticas. El zande acepta
una explicación mística de las causas de la desgracia, de
la enfermedad y de la muerte, pero no admite dicha
explicación, si entra en conflicto con exigencias sociales
expresadas en la ley y en la moral».
Voy a insistir en un último detalle, en respuesta a la
frecuente afirmación de que las acusaciones de brujería
se basan en el engaño. Evans-Pritchard insiste en que
el paciente, que desea anular la brujería que le está
perjudicando, es quien menos desea engañar: ¿de qué
le serviría acusar de brujo a la persona que no lo sea?
Pero, lo que sí hace es acusar a sus enemigos perso­
nales.
Cuando el africano, partícipe de dichas creencias,
trata con europeos, existen muchas formas en que
aquéllas afectan a su comportamiento, con lo cual nos
parece incomprensible. Por ejemplo, pregunta: ¿es ver­
dad que los doctores blancos son muy buenos a la hora
de tratar la enfermedad, pero que, si bien curan ésta,
no tratan la brujería que la causa, y, así, esta última
sigue haciendo daño? Evans-Pritchard muestra que los
oráculos del zande son «su guía y consejero», al que
consulta con respecto a cualquier proyecto. El propio
24
Evans-Pritchard vivió así, y descubrió que era una
forma tan buena como cualquiera otra de organizar sus
asuntos. Pero, a causa de ello, muchas veces los euro­
peos no pueden entender el comportamiento de los
azande: por qué ha de marcharse un zande de su
casa repentinamente para refugiarse en el bosque (a
causa de la brujería), por qué ha de mudarse de casa
una familia de repente (porque la brujería la está ame­
nazando en ese lugar), etcétera. Con frecuencia sus
huéspedes, se marchaban sin decirle adiós, y se enfada­
ba, hasta que comprendió que los oráculos les habían
dicho que la brujería los amenazaba. «Descubrí que
cuando un zande se comportaba para conmigo en
forma que nosotros llamaríamos ruda e indigna de con­
fianza, muchas veces sus acciones debían explicarse en
función de la obediencia a sus oráculos. Normalmente,
los azande me han parecido corteses y dignos de con­
fianza de acuerdo con los criterios ingleses, pero a veces
su conducta es incomprensible, hasta que no se tenga
en cuenta sus conceptos místicos. Muchas veces los
azande son retorcidos en sus tratos mutuos, pero no
consideran censurable a un hombre que sea reservado
o que actúe en sentido contrario a sus intenciones de­
claradas. Al contrario, elogian su prudencia por tener
en cuenta la brujería en cada iniciativa que toma...
El caso de los europeos es diferente. Lo único que no­
sotros sabemos es que un zande ha dicho que haría
determinada cosa y no la ha hecho, o ha hecho algo
diferente, y naturalmente lo censuramos por haber men­
tido y haber sido indigno de nuestra confianza, pues
los europeos no comprenden que los azande tienen que
tener en cuenta las fuerzas místicas, que los europeos
no conocen.» Evans-Pritchard dio una fiesta a la que
25
un príncipe prometió acudir; mandó decir que no iría.
De repente, se presentó. Quedó en pasar la noche allí,
y por la noche desapareció. Le habían dicho que la
brujería lo amenazaba, y fue un cumplido enorme el
hecho de que asistiese a la fiesta; sus acciones contra­
dictorias estaban destinadas a engañar a los brujos.
Yo mismo tuve un informador competente que respon­
dió una y otra vez a mis invitaciones en el sentido de
que acudiría, pero no lo hizo hasta que me cambié de
casa. Le habían amenazado con brujería en el primer
lugar, no en el segundo. Pues las ideas de lugar y de
tiempo en la brujería difieren de las nuestras; la bruje­
ría puede amenazar a un hombre de ahora en adelante,
con lo cual el presente abarca el futuro, y hay que
eludirla al no adoptar una línea de conducta prevista,
como, por ejemplo, continuar un viaje, o bien un hom­
bre puede decidir edificar su casa en determinado lugar,
mediante el procedimiento de eliminar otros lugares
en los que la brujería lo amenazará, aunque todavía no
haya edificado en ellos.
Existe otra forma cómo el comportamiento en fun­
ción de la brujería puede afectar a los africanos, cuando
tratamos con ellos. Bajo la influencia de esas creencias,
a veces se consideraba que las personas afortunadas
obtenían buenas cosechas, mientras que las de sus ve­
cinos eran pobres; que tenían familias numerosas y
sanas, cuando a su alrededor predominaba la enfer­
medad; cuyos rebaños y pesca prosperaban extraordina­
riamente, progresaban a costa de sus convecinos gra­
cias a la magia y a la brujería. En una cita reproducida
más arriba, hemos visto que se consideraban expues­
tos al ataque de los brujos. El zande «sabe que, si se
hace rico, el pobre lo odiará; que, si mejora de posición
26
social, sus inferiores estarán envidiosos de su autori­
dad; que, si es hermoso, los menos favorecidos envidia­
rán su buena apariencia; que, si tiene talento para la
caza, para el canto, para la lucha o para la retórica,
se granjeará la mala voluntad de los menos dotados;
y que, si goza de la consideración de su príncipe y de
sus vecinos, lo detestarán por su prestigio y popula­
ridad». Ésos son los motivos que conducen a la bru­
jería. Ese tipo de creencias eran posibles sólo en una
sociedad en la que no había dónde vender los productos
excedentes, ni incentivos para el beneficio, ni mercan­
cías almacenables, ni lujo; de forma que ningún miem­
bro experimentaba apremio urgente para producir más
de lo que precisaba para sus necesidades. Los africa­
nos, procedentes de una sociedad con esas creencias,
han entrado en nuestro sistema económico, en el que se
espera de ellos que trabajen firme y continuadamente
para superar a sus semejantes, y quizás dichas creencias
les supongan un obstáculo para esa lucha y afecten a
su eficacia. Es posible que el miedo a la brujería impida
a los africanos desarrollar la habilidad y capacidad que
tengan, en su trabajo para los europeos, si bien dicho
miedo sería insignificante en comparación con otros
factores que obstaculizan su desarrollo, como las enfer­
medades y las barreras sociales.
He expuesto parte de la argumentación del libro
de Evans-Pritchard para delinear la estructura princi­
pal del pensamiento de la magia y de la brujería.
Confío en haber mostrado la destreza con que aparece
trazada la argumentación. En esta breve recensión no
puedo hacer otra cosa que indicar su ilimitada rique­
za, que hace que su lectura y relectura sean absoluta­
mente fascinantes. Todas las personas interesadas en
27
los problemas humanos deberían poseer este libro. Pero
he de aconsejar al profano que sea prudente a la hora
de aplicar sus conclusiones a nuestras propias tribus
sudafricanas. El argumento central es aplicable sin ex­
cepción, pero existen ciertas diferencias importantes.
Entre los azande la brujería no era un delito, sino
simplemente una falta, por la que había que pagar in­
demnización sólo en caso de muerte. En nuestras
tribus sudafricanas la brujería es un delito, y el estado
castiga a los brujos con la muerte. Además, en Africa
del Sur se creía que operaba, no tanto la brujería
(que perjudica mediante el poder maligno .intrínseco
unido a la mala voluntad), cuanto la hechicería (el uso
deliberado de la magia negra). Eso produce cambios
importantes en el sistema en conjunto, que se pueden
encontrar, por ejemplo, en la obra de Hunter, Reaction to Conquest, sobre los mpondo.
Al citar a Evans-Pritchard para mostrar cómo afec­
tan las creencias en la brujería al comportamiento y al
pensamiento de los africanos, he subrayado que con
frecuencia sus mentes operan con los mismos modelos
lógicos que los nuestros, si bien los materiales que uti­
lizan son diferentes, con lo que resulta claro que, si
recibieran la misma educación y disfrutaran de la mis­
ma experiencia cultural que nosotros, utilizarían los
mismos materiales y pensarían como nosotros. Pero no
son sólo las creencias en la brujería las que diferencian
las ideas de los africanos de las nuestras. Su forma de
vida en conjunto es diferente de la nuestra; se la consi­
dera inferior e indudablemente son tremendamente po­
bres. En una conferencia pronunciada ante un auditorio
universitario, un jefe bechuana dijo que la llegada de la
civilización occidental a su pueblo había colocado una
28
cama cuadrada en una cabaña circular. En los casos en
que el africano se comporta de forma diferente a la
nuestra, hemos de recordar que viene de una cabaña
circular, generalmente sin cama cuadrada, a nuestras
casas, tan ricas, por comparación, en mobiliario; que
pasa de un utillaje sencillo, consistente en un hacha
y una azada, a nuestra complicada maquinaria. En su
cabaña, de poca altura, más terrenal que la tierra,
llena de moscas y sin grifos o lavabos, con una cesta
de harina y un poco de pescado seco en su interior,
no puede tener las mismas normas de eficacia y de
limpieza que nosotros. Aun cuando, por ejemplo,
asimile la relación que existe entre la enfermedad y la
suciedad y los mosquitos, no puede evitar estos últi­
mos. Por tanto, cuando trabaja para los europeos, y
cuando no está en el trabajo, está viviendo en dos
códigos de normas diferentes, no con una mente di­
ferente. Éstas son las razones de peso para explicar sus
extravagancias, no su conocimiento por adelantado de
las fuerzas místicas del futuro; y los cambios de su
forma de vida, así como la intervención de las fuer­
zas económicas de nuestro sistema enormemente pro­
ductivo, están contribuyendo a la descomposición de
su sistema de pensamiento. Además, Monica Wilson ha
señalado que las animosidades personales, que son la
base de las acusaciones de brujería, solamente pueden
existir en una sociedad primitiva y en pequeña escala,
en la que las relaciones son muy profundas, y no en el
sistema del mundo moderno en que las vidas de los
hombres se ven influidas por organizaciones impersona­
les y en gran escala. Así, pues, las nuevas fuerzas van
a descomponer el sistema místico y cerrado de África.
29
Envidio a quien aborde la riqueza del libro de Pritchard por primera vez; para escribir este artículo, he
tenido ocasión de volver a disfrutar con su relectura
30
MARY DOUGLAS
BRUJERÍA:
EL ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN
Treinta años después de
BRUJERÍA, ORÁCULOS Y MAGIA ENTRE LOS
AZANDE 1
Los historiadores y los antropólogos sienten un inte­
rés común por el tema de la brujería, pero hasta hace
muy poco sus interpretaciones han divergido. Los
historiadores que estudian la Europa o el Massachussets
de los siglos xvi y xvn han de considerar por fuerza
la brujería como parte de un proceso acumulativo con
desenlace muchas veces violento y trágico. Puede que
no llegase a alcanzar las dimensiones de las persecucio­
nes religiosas de épocas anteriores, pero resulta difícil
no considerarla en Europa como otra plaga, como una
creencia destructiva expuesta al peligro de desquiciar
la razón, como de forma convincente demuestra Nor­
man Cohn en su contribución a Witchcraft, Confessions
and Acusations. Los antropólogos de los años 50 de
este siglo dieron interpertaciones del funcionamiento
de las creencias en las brujas que parecían tan poco per­
tinentes para la experiencia europea como si hubieran
1. En este ensayo el uso que hacemos del término «bru­
jería» está destinado a abarcar todas las formas de creencia
en el hechizo, en la fascinación mediante el «mal de ojo» y en
el embrujo. Cuando era necesario distinguir entre tipos dife­
rentes, hemos usado perífrasis descriptivas.
31
procedido de otro planeta. Las mismas creencias, peli­
grosas en Europa, resultaban ser inofensivas y acepta­
bles en Melanesia o en África; cumplían funciones
útiles y no era de esperar que proliferaran desordenada­
mente.
¿Es válida objetivamente esa diferencia? ¿Es resul­
tado, verdaderamente, de una diferencia en las condi­
ciones sociales? ¿O bien es producto de un prejuicio
en la opinión del observador? Antiguamente, los antro­
pólogos solían subrayar el carácter diferente de la in­
formación accesible a las dos disciplinas de investiga­
ción. Ahora esa diferencia está reduciéndose: los his­
toriadores que han contribuido al volumen Witchcraft,
Confessions and Accusations han conseguido explorar
material muy semejante al usado por los antropólogos y
estos últimos van mejorando gradualmente la escala
temporal de su observación. Ha llegado el momento de
hacer un examen de conjunto del tema.
Durante más de una década, desde su publicación
en 1937 hasta el comienzo de la investigación de la
posguerra, brujería, oráculos y magia entre los azande
ejerció poca influencia. (Está claro que Clyde Kluckohn
escribió su obra, Navaho Witchcraft [1944], de forma
independiente.) Pero, en los treinta años siguientes ha
llegado a influir poderosamente en los escritos de los
antropólogos. Como ocurre con todas las obras origi­
nales, se ha aplicado en direcciones que su autor no
había previsto ni aprobado siquiera. Evans-Pritchard
denuncia en términos inequívocos el tosco funciona­
lismo a que los estudios sobre la brujería han contri­
buido (Evans-Pritchard, 1965, pág. 114). A corto pla­
zo, gran parte de las obras que han derivado de su
libro han parecido frustrar su deseo de reconciliar a
32
antropólogos e historiadores. Al preguntarnos cómo
ha podido ocurrir eso, planteamos cuestiones funda­
mentales relativas a la naturaleza de la investigación
científica.
Ante todo, se trataba de un libro sobre la sociología
del conocimiento. Mostraba que los azande, a pesar
de ser ingeniosos y escépticos, podían tolerar discre­
pancias en sus creencias y limitar los tipos de pregun­
tas que hacían al universo. Habría sido de esperar que
fomentara más estudios sobre los condicionamientos so­
ciales de la percepción. En cambio, engendró estudios
de micropolítica. En lugar de aparecer la relación entre
creencia y sociedad como algo infinitamente complejo,
sutil y fluido, se la presentó como un sistema de con­
trol con reacción negativa. Los antropólogos restrin­
gieron estrictamente las preguntas que hicieron y limi­
taron su curiosidad natural. Examinaron las hipótesis
de su modelo de forma tan poco crítica como las que
iban implícitas en la teoría zande de la brujería.
El cambio de interés, de la teoría de la percepción
al análisis político, se debió en parte a la interrup­
ción provocada por la Segunda guerra mundial. Cuan­
do se reanudaron enseñanzas y trabajo de campo, el
propio Evans-Pritchard había empezado a publicar sus
estudios sobre los nuer y estaba trabajando también en
The Sanusi of Cyrenaica (1949). Sus contemporáneos
estaban publicando investigaciones importantes. Cada
nuevo investigador de campo presentaba material nue­
vo, ideas nuevas y problemas técnicos nuevos. Había
que analizar toda una nueva gama de instituciones so­
ciales. Hacía falta un enfoque simplificado para asimilar
tantas cosas desconocidas. Aunque tantas ideas ajenas
se superpusieron a las enseñanzas del libro sobre los
33
azande, no hay que olvidar tampoco que Evans-Prit­
chard es profundamente modesto. No trata de dominar
o influir de forma indebida el pensamiento de un
estudiante. Resulta imposible imaginarlo quejándose
de que en su libro hay más de lo que se ha advertido,
o de que se lo ha interpretado mal.
Quizás sea necesario, antes de seguir adelante, afir­
mar que el estudio de la brujería entre los azande se
presentaba realmente como una contribución a la socio­
logía de la percepción. En sus conferencias sobre magia
pronunciadas en la Universidad del Cairo (1933,1934),
Evans-Pritchard examinó las interpretaciones «intelectualistas» preferidas por los antropólogos ingleses y
censuró a éstos por suponer que se puedan explicar las
pautas del pensamiento mediante el funcionamiento
de la mente individual. Elogió a los franceses, especial­
mente a Durkheim y a Lévi-Bruhl, por su enfoque
sociológico. De hecho, él es nuestro lazo de unión
directo con los sociólogos franceses de L’Anné Sociologique, pues el resto de nosotros recibimos a Durk­
heim filtrado por Radcliffe-Brown. En aquella etapa,
se declaró discípulo de Lévy-Bruhl:
Las críticas que suponen las teorías de LévyBruhl son tan evidentes y eficaces, que sólo
libros excepcionalmente brillantes y originales
habrían podido sobrevivir a ellas. Lévi-Bruhl
habla de pautas o modos de pensamiento que,
después de haber eliminado todas las variaciones
individuales, resultan ser los mismos en todos los
miembros de una comunidad primitiva, lo que se
llama creencias... La presión de las circunstan­
cias sociales obliga a cada individuo a adoptar
34
dichas creencias... Cuando Lévy-Bruhl dice que
una representación es colectiva, quiere decir que
es un modo de pensamiento determinado social­
mente y, por tanto, común a todos los miembros
de una sociedad o de un sector social (1934,
pág. 9).
Evans-Pritchard procedió después a enlazar, como
convenía, con la teoría de la percepción contempo­
ránea:
Como James y Rignano y otros autores han
mostrado, cualquier clase de sonido o de imagen
puede llegar al cerebro de una persona sin entrar
en su conciencia. Podemos decir que «oye» el
primero y «ve» la segunda, pero no «se da cuen­
ta» de ninguno de los dos. En una corriente de
impresiones sensoriales sólo unas pocas, que se
escogen a causa de su carácter más afectivo,
llegan a ser conscientes. Los intereses de un
hombre son los agentes selectivos y hasta cierto
punto están determinados socialmente... (jbid.,
pág. 18).
Mucho antes, Marx había afirmado que las creen­
cias religiosas estaban influidas por la experiencia so­
cial. La investigación del siglo xx sobre ese condicio­
namiento en la elección de un tipo u otro de religión
no era ninguna novedad. Pero el problema que LévyBruhl se planteó equivalía a otro más amplio: el de pre­
guntarse cómo podía ser que se aceptase una religión,
fuera la que fuese. ¿Por qué habían de tener valor
explicativo las creencias en dioses y espíritus invisibles,
35
en el mana y el tabú'? Formulada en los términos de
Lévy-Bruhl, parece imposible responder a esa pregunta,
salvo postulando un tipo de mente especial, «primi­
tiva». Pero Evans-Pritchard lo resolvió, al ampliar to­
davía más la pregunta y al considerarla como parte del
problema de la explicación como tal. Se preguntó cómo
era posible que se aceptase un sistema metafísico, fuera
el que fuese. De esa forma, la diferencia entre las ex­
plicaciones religiosas y otras explicaciones pasa a segun­
do plano. En una investigación sobre la brujería como
principio de causalidad, no se postulan seres espiritua­
les y misteriosos de ninguna clase, sólo los poderes mis­
teriosos de los seres humanos. Esa creencia tiene el
mismo tipo de fundamento que la creencia en la teoría
de la conspiración en la historia, en los efectos mortí­
feros de la fluorización o en el valor curativo del psico­
análisis, o en cualquier proposición que se pueda pre­
sentar en forma no verificable. Entonces, el problema
que se plantea no es ése, sino el de la racionalidad.
Evans-Pritchard mostró que las creencias de los azan­
de en la brujería estaban protegidas, no sólo por elabo­
raciones secundarias de las hipótesis principales, sino
también por una serie de procesos sociales. En primer
lugar, las creencias de los azande en la brujería mante­
nían sus valores morales y sus instituciones. En se­
gundo lugar, eran limitadas, de forma que no se apli­
caran nunca a los contextos en que a sectores opuestos
podría interesarles negarlas. Por ejemplo, la creencia
en que la brujería era hereditaria en la clase de los
plebeyos, y en que la clase dirigente no estaba conta­
minada con ella, garantizaba la imposibilidad de que
los plebeyos acusaran a los aristócratas. Asimismo,
mantenía la estructura familiar, dado que ningún hijo
36
podía acusar a su padre sin estigmatizarse a sí mismo
como heredero de una línea de filiación contaminada.
Los azande habían tenido en cuenta cautelosamente las
consecuencias sociales implícitas de la brujería heredi­
taria, pero todavía podían ignorarlas, cuando su pro­
pio caso individual señalaba relaciones con brujos.
En los casos en que las creencias parecían más vulnera­
bles a las objeciones intelectuales y no se las había
dotado con mecanismos de protección, hasta los infor­
madores azande más astutos se mostraban incapaces de
advertir el problema. Por ejemplo, no veían ninguna
dificultad en su concepción teórica de que todas las
muertes estaban causadas bien por la brujería bien pol­
la venganza mágica contra el brujo culpable. En su
experiencia práctica, todas las muertes se achacaban a
la brujería. Cuando el antropólogo pretendía compa­
rar el número de víctimas de los brujos y el de brujos
matados para vengar a aquéllas, nadie sabía nada de
los segundos. Pero no le resultó difícil discernir el
conjunto de intereses que ponían anteojeras a los cre­
yentes y les permitían contentarse con un sistema ex­
plicativo que satisfacía tantas necesidades prácticas. El
fundamento de su concepción radica en examinar las
creencias siempre desde el punto de vista de los parti­
cipantes en una situación social determinada. Así, reve­
ló las zonas de mayor inquietud, y aquellas en que su
curiosidad podía permanecer inactiva. Las lagunas y
discrepancias podían tolerarse sin por ello perturbar
lo más mínimo la ilusión de un ciclo completo de
creencias.
El siguiente libro de Evans-Pritchard, The Nuer
(1940a), amplió todavía más su interés por la estructu­
ración social de la experiencia. Su capítulo sobre la per­
37
Cepción del tiempo de los nuer es un ejemplo de ese
tipo. El tema principal del libro es un examen del pro­
blema de cómo puede un pueblo usar un lenguaje acep­
table para presentarse a sí mismo un sistema político sin
preocuparse por lo poco que corresponda a los hechos
(1940b, pág. 288). En la época en que escribió Nuer
Religión (1956) estaba más próximo a Durkheim que a
Lévy-Bruhl. Pero, en el intervalo, The Sanusi of Cyrenaica (1949) analizó la estructuración social de la con­
versión. De modo que ha mantenido de forma coheren­
te su interés primero por las restricciones sociales de la
percepción. Un estudio que señalase los ángulos muer­
tos de las obras derivadas de esos libros correspondía
perfectamente a su intención.
Tres principios fundamentales del análisis de los
azande se han aplicado a investigaciones posteriores. En
primer lugar, la tolerancia de las creencias ajenas: la
introducción del profesor Seligman señala que los azan­
de no se sentían ni mucho menos oprimidos por el
miedo a la brujería (Evans-Pritchard, 1937, pág. XIX),
y Evans-Pritchard señala el efecto suavizador que tenía
el hecho de que se permitiera sacar a relucir abierta­
mente los rencores y de que se hubiera estipulado una
fórmula para actuar en caso de desgracia.
En segundo lugar, las hostilidades que se expresaban
mediante las creencias en la brujería estaban claramen­
te pautadas. Las acusaciones se agrupaban en las zonas
de relaciones sociales ambiguas. En los casos en que
los roles sociales estaban amortiguados por la desigual­
dad del poder y de la riqueza, y otras formas de distanciación social, no se lanzaban acusaciones de brujería;
éstas aparecían en los casos en que las rivalidades entre
vecinos no podían resolverse de otro modo. El meca­
38
nismo para producir esa pauta de acusaciones residía en
la forma inconsciente de manipular los oráculos.
En tercer lugar, las creencias en la brujería tenían
un efecto normativo sobre el comportamiento. Así, el
castigo por haberse granjeado la sospecha de brujería
reforzaba el sistema social moral y los códigos sociales,
dado que a los brujos se los consideraba groseros, mez­
quinos o aprovechados. Además, el hecho de estar em­
brujado nunca se aceptaba como excusa para defectos
morales o técnicos, en los casos en que se pudiera esta­
blecer una responsabilidad.
El interés principal de Evans-Pritchard parece haber
sido el de mostrar cómo un sistema metafísico podía
imponer una creencia mediante procedimientos diferen­
tes de autovalidación. Pero el mismo enfoque se adap­
taba perfectamente a una hipótesis funcional más sim­
plista. Las investigaciones de Max Marwick (1952,
1965) y de Clyde Mitchell (1956) en Africa central
subrayaron las funciones normativas, explicativas y de
refuerzo de la moral que desempeñaba la brujería. Pero
añadieron un nuevo nivel de observación.
Entre los azande, las creencias en la brujería parecían
mantenerse como electricidad estática activada por la
fricción casual, mientras que en las comunidades yao
y cewa los cambios cíclicos que el sistema social ex­
perimentaba periódicamente neutralizaban su inten­
sidad. Cuando la pequeña aldea alcanzó un tamaño
mayor de lo que sus débiles recursos de autoridad po­
dían controlar, las acusaciones de brujería proporciona­
ron un lenguaje en que se podía poner en acción el
doloroso proceso de escisión. La imagen social original
de los azande era la de un sistema social que abrigaba
permanentemente zonas de relaciones mal definidas en
39
las que florecían las acusaciones de brujería. Ahora
bien, se la desarrolló gracias a un nuevo modelo
que podía tener en cuenta los cambios en el tiempo ¿pie
se repetían una y otra vez. En un momento determi­
nado de la historia de una pequeña aldea de África
central las acusaciones de brujería serían escasas; en
otro, se intensificarían, al competir facciones rivales.
El trabajo de campo siguió poniendo los puntos
sobre las íes, al confirmar la utilidad del enfoque gene­
ral. En un caso, las acusaciones de brujería se usaban
para impugnar el abuso de autoridad; en otro, para re­
forzarlo. En todos los casos en que la creencia en la
brujería florecía, la hipótesis de que las acusaciones
tendían a agruparse en zonas en que las relaciones socia­
les estuvieran mal definidas y fueran competitivas tenía
por fuerza que dar resultado, porque la competencia y
la ambigüedad quedaban identificadas mediante las acu­
saciones de brujería. Pero, de forma inevitable, el tema
fue perdiendo interés a medida que se fue revelando la
incapacidad profética de la hipótesis irrefutable en que
se basaba. El análisis que Daryll Forde hizo de la cos­
mología yakó como economía sobrenatural de medios
y fines (1958) fue un momento crucial. Quizás el
artículo de Turner en Africa (1964), en que impugna
el valor del llamado enfoque estructural, señale el fin.
El estudio sobre los azande contribuyó a aumentar
el abismo que separaba a historiadores y antropólogos,
dado que la idea de la brujería como parte de un sis­
tema de control homeostático derivaba directamente de
él. Quizás nadie haya llegado tan lejos como Philip
Mayer en dar a entender que las creencias en la bru­
jería (por lo menos en África en la etapa en que estaban
intactas, antes de que los misioneros, el dinero y los
40
colonialistas hubieran roto el equilibrio) eran de una
especie completamente inofensiva, y no debían compa­
rarse con las europeas, de carácter desenfrenado
(1954):
En una sociedad normalmente estable la bruje­
ría está controlada eficazmente. Es cierto que
constituye un medio para desahogar los odios y
las angustias que la sociedad no puede expresar,
pero después de todo, no deja de ser un desahogo
controlado: de algún modo la frecuencia o seve­
ridad de las condenas se mantiene dentro de
ciertos límites (1954, pág. 15).
Max Gluckman se mostró más ingenioso a la hora de
justificar la acusación de brujería al mostrar que la
bruja es culpable de opiniones anticristianas:
Un himno anglicano exige: «Procurad amaros
los unos a los otros fervorosamente». Las creen­
cias en la malignidad de la brujería y en la ira de
los espíritus ancestrales no se limitan a pedir eso
como un acto de gracia; afirman que, si no os
amáis los unos a los otros fervorosamente, so­
brevendrá la desgracia. Los malos sentimientos
van cargados de peligro místico; la virtud por sí
misma produce el orden en todo el universo. Si
bien una acusación de brujería por haber causado
una desgracia puede exagerar y exacerbar una
disputa, la creencia recalca la amenaza para el
orden social más amplio que encierran las opi­
niones inmorales. De ahí que las creencias apre­
mien en cierto modo a hombres y mujeres para
41
que observen las virtudes sociales y profesen las
opiniones correctas, para que no recaiga sobre
ellos la sospecha de ser brujos (Gluckman, 1955,
pág. 94).
A partir de un modelo homeostático de la sociedad
en que las creencias en la brujería contribuyen a mante­
ner el sistema, la forma natural de explicar el hecho
de que las acusaciones proliferaran desmesuradamente
era la de referirse a una desintegración general de la
sociedad. Es curioso que la forma como se pusieron en
relación la brujería europea y la africana fue mediante
la referencia a la Revolución Industrial (Gluckman, op.
cit., págs. 97, 101, 102; Mayer, op. cit., pág. 15).
En el caso de África, la descomposición de la peque­
ña comunidad (en la que las relaciones eran profunda­
mente personales) con la llegada de los misioneros, del
trabajo asalariado y de la vida urbana fue lo que pro­
dujo un aumento desequilibrado de los miedos y de
las acusaciones de brujería:
Todos tenemos la sensación de que una so­
ciedad que da excesiva prominencia a la brujería
ha de ser una sociedad enferma, de forma bastan­
te parecida a como una personalidad obsesionada
por las brujas es una personalidad enferma. Cosa
que confirman los estudios antropológicos, que
en varios casos han mostrado un aumento de los
fenómenos de brujería en comunidades que esta­
ban experimentando una desintegración social.
Los nativos de Sudáfrica, durante la difícil fase
de su urbanización proporcionan varios ejemplos
oportunos de ellos (Mayer, 1954, pág. 15).
42
Esto coincide con las observaciones que hizo Audrey
Richards casi veinte años antes:
En todo el África los misioneros están ense­
ñando una religión que elimina el miedo, pero
los cambios económicos y sociales han quebran­
tado de tal forma las instituciones tribales y los
códigos morales, que en muchos casos el resulta­
do del contacto con los blancos es en realidad un
aumento del pavor a la brujería y, por tanto, de
la influencia en conjunto de la magia en el grupo
(1935, págs. 458, 460; véase también Ward,
1956, pág. 47).
La tesis general de que un aumento de las acusa­
ciones de brujería se produce como síntoma del desor­
den y del colapso moral era absolutamente imposible
de verificar. Considerada seriamente, habría requerido
una evaluación del nivel de acusaciones antes y después
del momento crítico, y también una estimación del
estado de la moral y de la regularidad de las relaciones
sociales. Sólo ahora, con las perfeccionadas técnicas
del análisis de redes sería posible teóricamente intentar
dicha evaluación, pero sería un trabajo agotador. De
hecho, los conceptos de salud y de enfermedad moral,
que ocupan una posición central en esta discusión, no
se han analizado nunca. Al contrario, se consideró axio­
mático que un alto grado de acusaciones de brujería en
sí mismo indicaba el colapso moral, etc., que se espe­
raba estuviera en correlación con aquél. Los testimo­
nios en sentido contrario se ignoraron. Hacía mucho
tiempo que Monica y Godfrey Wilson habían declarado
que sus investigaciones en Copperbelt no confirmaban
43
la opinión de que los miedos a la brujería aumentaran
en condiciones de vida urbana (1945). En época más
reciente, el estudio más detallado de un caso concreto
va en la misma dirección (Mitchell, 1965, pág. 201).
Si efectivamente resultara que las acusaciones de bru­
jería aumentaron en los casos en que las relaciones so­
ciales se volvieron más difusas y más fáciles de desin­
tegrar, habría que volver a interpretar gran parte de la
investigación de campo de los años 50 y 60. Pues Clyde
Mitchell (1956), Max Marwick (1952), John Middleton
(1960) y Víctor Turner (1954) (algunos de los mejor
conocidos) habían interpretado la acusación de brujería
fundamentalmente como un instrumento para cortar
relaciones. El acusador usaba una forma de ataque legí­
timo que lo dispensaba de obligaciones que no deseaba
cumplir. En la medida en que el desarraigo y la varia­
bilidad y relajación morales caracterizan la vida urba­
na, la utilización de la acusación de brujería resultaría
superflua. También sería ineficaz, pues su éxito de­
pende de un círculo de vecinos relativamente cerrado,
cuya buena opinión pierde el acusado. Así, según la
ortodoxia de los años 50, resultaba improbable que las
acusaciones de brujería aumentasen en una sociedad
urbana, excepto dentro de sectores competitivos limi­
tados. Como tampoco parecía verosímil que aumen­
tase con el colapso de las obligaciones sociales y de
los códigos morales. Parece difícil pasar de la teoría
de que la creencia en la brujería funciona como un ins­
trumento de la salud social a la idea de que constituye
un síntoma de una sociedad enferma. Para ello habría
que ampliar dicha teoría. En la primera etapa, en una
sociedad en pequeña escala, la brujería estaría con­
trolada; en la segunda etapa, con la dislocación de la
44
vida social, proliferaría desmesuradamente; en la ter­
cera etapa, con el advenimiento de la sociedad en gran
escala y de las relaciones impersonales, iría desapare­
ciendo poco a poco. De acuerdo con este esquema, de­
bería haber estado en la segunda etapa y completa­
mente incontrolada, cuando se la observó en África
en el período 1940-60, época precisamente en que
se pensó que encajaba tan bien en la teoría funcional
homeostática. Debería haber estado incontrolada en
Inglaterra en el período de la Revolución Industrial,
es decir, a finales del siglo xvn, período en que, según
Keith Thomas (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations'), hacía bastante que había comenzado su deca­
dencia. Otras dificultades surgen, cuando se comparan
las escalas temporales respectivas de antropólogos e
historiadores. Alan Macfarlane (cf. Wilchcraft, Confes­
sions and Accusations) analiza casos sucedidos en
Essex durante un período de 120 años. Ningún antro­
pólogo puede presentar materiales de casos que abar­
quen un período tan largo. Lo que ante el antropólogo
aparece como parte de un modelo de relaciones esta­
ble, para el historiador es un mero punto en el tiempo.
Si la Reforma protestante y la Ley de los Pobres eran
elementos nuevos en la sociedad rural de Essex en la
época de los Tudor y de los Estuardo, igualmente nue­
vos eran el gobierno colonial y el cristianismo en la
situación africana. El modelo homeostático de la socie­
dad no puede tratar los problemas espinosos de la
escala temporal (Gellner, 1958). Como tampoco puede
una teoría funcional dejar de importar toscas ideas de
normalidad, que pueden deformar gravemente el aná­
lisis, como ha demostrado convincentemente el doc­
45
tor Beidelman en su contribución a Witchcraft, Confes­
sions and Accusations (pág. 351).
Los antropólogos que permitieron que el modelo
homeostático guiara sus enseñanzas y su pensamiento,
a pesar de sus numerosos inconvenientes, estaban
aceptando un paradigma científico de forma muy pare­
cida a los científicos naturalistas descritos por Kuhn
en su libro The Structure of Scientific Revolutions
(1962). Una vez que un paradigma particular de con­
ceptos y de teorías queda aceptado en toda la rama
científica, según Kuhn, sigue un período de «ciencia
normal», en que los científicos aceptan el paradigma
de forma acrítica y se limitan a desarrollar y verificar
las inferencias que de él se desprenden. Lo presentan
ante los nuevos estudiantes como un dogma establecido.
Raras veces se discuten conceptos y problemas anti­
cuados; se adiestra a los estudiantes para que lleguen
a ser expertos en el sistema aceptado. Kuhn supone que
el método de enseñanza de las ciencias físicas es más
apropiado para producir una «estructura mental» rígida
que el de las ciencias sociales. Pero todo lo que dice
sobre el uso de los paradigmas en el pensamiento cien­
tífico es enormemente pertinente con respecto a la
antropología británica posterior a la Segunda guerra
mundial.
Ahora estamos en la etapa prevista en que la acu­
mulación de anomalías nos ha obligado a reconocer que
un paradigma existente es inadecuado. S. B. Barnes
(1968) ha intentado comparar el pensamiento de los
científicos, cuando aplican su paradigma establecido,
con el pensamiento de los azande con respecto al tema
de la brujería. Sin pretender identificar rasgos primi­
tivos en el pensamiento científico, ha reducido el
46
abismo que separaba a científicos y primitivos y que
tanto impresionó a Lévy-Bruhl y todavía es importante
en la obra de Lévi-Strauss. Su estudio parece ser el
único que ha captado el espíritu del libro sobre los
azande y aplicado sus enseñanzas. Por eso, permíta­
seme aprovechar esta oportunidad para aplicar una de
sus sugerencias. Según Barnes, los paradigmas cientí­
ficos se pueden cambiar con mayor facilidad que los
paradigmas sociales:
Así, para el participante, el paradigma social
regula más acción, y acción más significativa, que
el científico. Abandonar, por ejemplo, la teoría
de la química molecular orbital supone mucho
menos que abandonar la idea de responsabilidad
o, por ejemplo, la creencia en los oráculos del
veneno, en el caso de los azande.
No obstante, al especialista en ciencias sociales no
le resulta tan fácil aislar su paradigma científico de su
paradigma social e intentará armonizarlos.
Si se nos pregunta por qué nosotros, los antropólo­
gos, nos hemos contentado con un esquema teórico
que combina tan poco valor explicativo con tantas dis­
crepancias y lagunas, podemos referirnos al paradigma
social dominante de la época, la filosofía liberal, y a
la posición especial del antropólogo como represen­
tante de ella y como mediador entre sus informadores
y sus gobernantes coloniales. El artículo de EvansPritchard sobre «Witchcraft», en Africa (1935), acon­
sejaba a los misioneros y a los administradores que no
intentaran acabar con las creencias de los otros pue­
blos, aun cuando parecieran descarriadas. La respon­
47
sabilidad de proteger y de predicar la tolerancia encon­
tró amplio eco. Una de las formas de cumplir con dicha
responsabilidad ha sido la de mostrar que las creencias
en la brujería desempeñan una función constructiva en
un sistema social. El estudio de Evans-Pritchard sobre
los azande minimiza el abismo que separa la cultura
europea de la primitiva. Es de suponer que la insisten­
cia en dicho abismo contrastaría con los principios fun­
damentales de la filosofía liberal. Y, sin embargo, en
otro sentido los antropólogos tuvieron tendencia a exa­
gerar la dicotomía, ya que su entusiasmo por las cultu­
ras indígenas los indujo a adoptar una posición teórica
que consideraba que los conflictos en las sociedades
primitivas carecían de gravedad, posición que no ha­
brían aplicado a su propia sociedad. Y, así, toda la dis­
cusión sobre «su» mentalidad y la «nuestra» ha tenido
que desarrollarse haciendo como si el estudio de los
azandes no fuera aplicable a nosotros y a nuestra his­
toria. Otro factor es la posición especial del trabajo de
campo en África dentro de la historia de la antropo­
logía. Resulta interesante pensar en lo que habría sido
de la antropología británica, si los estudios sobre
Nueva Guinea se hubieran desarrollado tan rápida­
mente como en África. Si alguien como Daryll Forde
hubiese organizado un equivalente melanesio del Inter­
national African Institute, no hay duda de que la teoría
homeostática no habría podido sobrevivir durante
tanto tiempo sin impugnación. Resulta más fácil pasar
por alto el significado de la ordalía del veneno (enton­
ces desaparecida) y los movimientos en pro de la eli­
minación de la brujería (reprimidos eficazmente) de lo
que habría sido pasar por alto los cultos a los barcos
cargueros en las regiones de Melanesia en que vio­
48
lentos estallidos milenarios desafían constantemente a
la autoridad colonial.
Eso en cuanto a la cuestión de cómo llegamos a adop­
tar un paradigma y a considerarlo satisfactorio. Y con
respecto a sus limitaciones, Kuhn considera la aplica­
ción rígida de un paradigma como una etapa necesaria
y útil de la ciencia. En favor de éste nuestro debemos
anotar dos ventajas. Al aceptar el conflicto como parte
integrante y normal de cualquier sistema social hemos
desarrollado un modelo más realista. En adelante, los
antropólogos serán culpables de ingenuidad, cuando
informen sobre un sistema social libre de conflictos sin
presentar testimonios concretos para probar su exis­
tencia. El largo período de atención microscópica a los
detalles de las relaciones sociales ha perfeccionado nues­
tra capacidad para ver la forma como la ideología se
relaciona con la estructura social. Algunos tipos de erro­
res y de pensamiento falto de rigor van a quedar elimi­
nados en esta época de confusión de paradigmas.
Si tuviéramos que empezar de nuevo a clasificar las
creencias en la brujería, utilizando los informes de
trabajos de campo, lo mejor sería comenzar con las
ideas que atraen la creencia pero no intervienen en los
asuntos humanos. Los hombres pueden creer en la posi­
bilidad de la brujería y, aun así, no hacer nunca acu­
saciones de brujería. En Witchcraft, Confessions and
Accusations figuran varios ejemplos. G. I. Jones sostie­
ne que los ibo, durante el período en que los conoció, si
bien creían en la brujería, raras veces se sentían angus­
tiados por ella (pág. 321); tendían a achacar la bruje­
ría a espíritus o a infracciones del ritual. Malcolm Ruel,
en su descripción de las creencias en la brujería de los
banyang, observa que éstos raras veces se acusaban
49
unos a otros (pág. 333). Lo mismo se ha dicho de la
concepción dinka de la brujería (Lienhardt, 1951).
Para el caso de otros pueblos disponemos de una des­
cripción más dinámica: John Middleton (1960) ha des­
crito a los lugbara manteniendo inactivas sus creencias
en la brujería durante las primeras etapas de creci­
miento del linaje, pero revelándolas en forma activa
como una forma de ataque, cuando la sucesión política
y el fraccionamiento del linaje plantean problemas a la
hora de definir los roles sociales. Los bakweri del
oeste del Camerún, que en un tiempo parecían domi­
nados por la envidia y la brujería, prescindieron resuel­
tamente de ellas, cuando su situación económica mejoró
tanto, que la competencia dejó de representar una
amenaza para la comunidad. Y, sin embargo, Edwin
Ardener (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations)
sugiere que las creencias se mantuvieron en su cos­
mología, preparadas para prestar un servicio activo, en
caso de que la ocasión lo exigiese. Más adelante volvere­
mos a hablar de esos ejemplos de creencias inactivas.
En los casos en que las creencias participan activa­
mente en la vida social, hay dos niveles de análisis, el
del individuo y el de la comunidad.
Los individuos usan la acusación de brujería como
un arma en los casos en que las relaciones son ambi­
guas, y ello puede deberse a una de dos razones. Puede
ser que las relaciones sean normalmente competitivas
y que no estén reguladas. Así, Peter Brown (cf. 'Witch­
craft, Confessions and Accusations) nos ofrece una vi­
sión de las envidias entre personajes importantes de
finales del Imperio Romano y de aurigas acusándose
mutuamente: la acusación es simplemente una forma
más de ataque y contra taque entre facciones rivales.
50
O bien, puede ser que una clase determinada de per­
sonas llegue a una posición completamente anómala,
ventajosa o desventajosa, de forma que la cobertura que
protege a la comunidad deje de cubrirla. Alan Macfarlane (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations) ha
descubierto que las viudas necesitadas que pedían la
caridad a sus vecinos se encontraban en esa posición en
los pueblos de Essex en el siglo xvi: la sospecha de
brujería era un medio para justificar la negativa a dar
limosna. Este análisis constituye un paralelo estrecho
de la descripción que hace White de las viudas luvale
acusadas de brujería (1961). Las prestadoras de dinero
en la India rural se exponen a la acusación de brujería
por parte de sus deudores contumaces a causa de la
anómala ganancia que han obtenido (Epstein, 1959).
Podemos suponer que la animosidad contra las brujas
siempre se activa a ese nivel individual. Su intervención
al nivel de la comunidad depende de la organización
. local. La acusación equivale a un rechazo de los víncu­
los comunes y de la responsabilidad. Lo que ocurre
cuando se ha hecho una acusación depende del estado
de la política de la comunidad y del modelo de rela­
ciones que necesite una nueva definición en ese mo­
mento. Pues las creencias en la brujería son esencial­
mente un medio para clarificar y afirmar las defini­
ciones sociales.
Aceptando la objeción de Tom Beidelman en el sen­
tido de que hay que considerar los niveles símbolos de
las creencias en la brujería, lo que yo haría ante todo
sería relacionar dichas creencias con los aspectos pre­
dominantes de la estructura social; pues, si bien me
sumo a las críticas hechas a los errores flagrantes de
las hipótesis funcionalistas, también creo que no se han
51
agotado las posibilidades del análisis funcional. Igual
que a la ética cristiana, se lo puede defender con el
argumento de que nunca se ha intentado ponerlo en
práctica. Si eliminamos la rigidez y tosquedad del mo­
delo de control homeostático, todavía proporciona un
marco explicativo basado en la idea de un sistema de
comunicación. Las personas están intentando controlar­
se mutuamente, si bien con poco éxito. Usan la idea del
brujo para acallar sus propias conciencias o las de sus
amigos. La imagen del brujo es tan efectiva como fuerte
es la idea de comunidad.
El brujo es una persona que ataca y engaña. Usa lo
impuro y poderoso para dañar lo puro e indefenso. Los
símbolos de lo que reconocemos en todo el globo
como brujería giran todos en torno al tema de la
bondad interior vulnerable atacada por un poder exte­
rior. Pero esos símbolos varían de acuerdo con los
modelos locales de significado y, sobre todo, de acuer­
do con las variaciones en la estructura social. No
todas las brujas vuelan montadas en palos de escoba,
no todas gozan de bilocación, no todas respetan a los
familiares, no todas chupan los jugos vitales de sus
víctimas. Para interpretar esas variaciones, las concep­
ciones psicoanalíticas deberían tener en cuenta el análi­
sis social. Pues la psique común a todos nosotros no
puede, por su propia estructura, explicar nuestras dife­
rencias. Los temas de «dentro» y «fuera», evidentes en
el simbolismo de la brujería, no se agotan con la expe­
riencia por parte del niño de su cuerpo y del de su
madre, o ampliando dichas experiencias universal­
mente con un modelo interpretativo. Pues la expe­
riencia de una unidad social limitada puede atribuir
52
un significado más poderoso a las ideas de «dentro»
y «fuera».
Me parece útil observar dos pautas principales de la
creencia en la brujería: (a) en los casos en que el brujo
es una persona exterior al grupo; (b) en aquellos en
que es el enemigo interior.
a)
El brujo es una persona exterior
En este caso es de esperar que la forma de ataque
imputada sea el lanzamiento de proyectiles de largo
alcance, armas que entren en el cuerpo de la víctima.
Asociaremos la creencia con una forma de organización
simple y en pequeña escala. La función de la acusa­
ción consiste en reafirmar las fronteras y la solidaridad
del grupo. Raras veces se identificará al brujo. Se
prestará más atención a la curación de la víctima o a
la práctica del ritual de venganza de largo alcance.
Pero a veces la acusación va dirigida a un miembro
del grupo al que se denuncia inmediatamente como
intruso procedente del exterior. Esto nos da dos sub­
tipos:
i) Brujo no identificado o
castigado
Ejemplo: el brujo ‘lejano’ de los
navajo, que ataca con proyectiles
(Kluckhohn, 1944)
ii) Brujo expulsado
Ejemplo: el brujo trío cuyas armas
son verbales, la maldición
(Riviére, cf. Witchcraft,
Confessions and Accusations}
55
Función de la acusación (i) y (ii): volver a definir los
límites.
b)
El brujo como enemigo interior
Éste aparece con una forma de organización ligera­
mente más compleja, en que la comunidad abarca dos
o más fracciones. Pero hay varias formas de sospechar
de los brujos dentro de la comunidad. Los símbolos
dél ataque por la brujería tienden a convertir el cuerpo
de la víctima en una imagen de la comunidad traicio­
nada: alguien que goza de un contacto muy próximo
puede chupar o envenenar la fuerza interna de aquélla.
i) El brujo como miembro
de una facción rival
Ejemplos: los shavante (Riviére,
loe. cit.),
los yao (Mitchell, 1956),
los cewa (Marwick, 1965).
Función de la acusación: volver
a definir los límites de la fac­
ción o volver a distribuir su jerarquía, o dividir a la
comunidad. Probablemente en este apartado sea en
el que haya que clasificar las acusaciones lanzadas
contra los aurigas a finales del Imperio Romano
(Brown).
54
ii) El brujo como desviacionista
peligroso
—
Ejemplos: peligroso por poderoso
o por rico, como en el caso de
I
|
los bakweri (Ardener, cf. Witchcraft, X.
J
Confesstons and Accusations},
la usurera mysore (Epstein, 1959);
persona peligrosa porque pide algo, como en el caso
de Essex en el siglo xvi (Macfarlane, cf. Witchcraft,
Confessions and Accusations) y en el de los azande
(Evans-Pritchard, 1937).
Función de la acusación: controlar a los desviacionistas
en nombre de los valores de la comunidad.
iii) El brujo como enemigo
interior con contactos en el
exterior
Ejemplo: los abelam (Forge).
Función de la acusación:
promover la rivalidad de facciones,
dividir a la comunidad y volver
a definir la jerarquía.
Los abelam resultan especialmente interesantes en
55
esta serie a causa de la función precisa de los peligros
internos y externos en su simbolismo de la brujería
(véase Forge, en Witchcraft, Confessions and Accusations). Cada dirigente se abre camino mediante pode­
rosas relaciones comerciales fuera de la aldea y a él se
enfrentan uno o más rivales de su propia aldea. Todas
las muertes se consideran causadas por la traición de un
rival interior que ha robado algunos desechos corpo­
rales de la víctima y los ha enviado a un hechicero exte­
rior, el cual los combina de forma funesta con pintura
mágica. La pintura, expresión esencial del exterior,
de la apariencia exterior y de la comunicación cons­
ciente, ha de mezclarse con los residuos de la víctima,
especialmente con sus secreciones sexuales. Resulta­
ría difícil imaginar una afirmación más explícita del
ataque exterior contra el yo inconsciente, confiado e
interior. El dirigente abelam, de quien se cree que
ha recogido desechos de todos los miembros de su pro­
pia aldea, tiene a éstos en su poder de forma tan efec­
tiva como el bakweri que había triunfado tenía poder
sobre una cabaña llena de espectros de los muertos que
trabajaban para él. Para todos estos pueblos, sus en­
trañas están en manos del traidor.
Así, pues, parece que la forma como opera el brujo,
los orígenes de su poder y la naturaleza del ataque a su
víctima pueden relacionarse con una imagen de la comu­
nidad y del tipo de ataque a que los valores de la co­
munidad están expuestos.
En ello reside parte de la explicación dada por
Esther Goody (cf. Witchcraft, Confessions and Acusations) al problema de por qué los gonja toleran la
magia mortífera de los hombres y castigan brutal­
mente la brujería en las mujeres. En virtud del sis­
tema gonja de sucesión, los cargos circulan entre los
segmentos dinásticos. Las sospechas de brujería mas­
culina expresan rivalidades entre segmentos, y un brujo
no recibe castigo por supuestos asesinatos, ya que los
comete en el sector rival y en nombre de su propio
sector. Esa situación se parece más a la de los navajo,
que hemos citado más arriba. El brujo es una persona
exterior, y el uso de la magia una simple prolongación
de la agresión política normal.
Ahora podemos abordar la difícil cuestión de por
qué algunas culturas asignan distintos tipos de brujería
a sectores diferentes de la sociedad. Para reconocer esa
distinción muchos antropólogos han seguido la traduc­
ción que hizo Evans-Pritchard de los conceptos azande
y han usado «hechicería» para referirse a la magia
negra y «brujería» para referirse al poder psíquico in­
terno para hacer daño. Sea como sea en la lengua de los
azande, ese empleo es incómodo en inglés, ya que el
verbo to bewich («embrujar», «hechizar») se usa para
ambos casos. Además, es difícil de mantener, cuando se
examinan por extenso diferentes culturas, algunas de las
cuales solamente hacen esa distinción, y no es fácil de
traducir en francés.
A primera vista, una distribución por separado de
los poderes peligrosos para separar sectores sociales es
una forma de aislar estos últimos de conflictos adicio­
nales. Si vemos que las mujeres usan un tipo de poder
y que a los hombres se les enseña a usar otro, que los
plebeyos usan uno y la familia real otro, podemos supo­
ner que la distinción forma parte de la definición de
los sexos y de las clases políticas y expresa la separa­
ción de sus funciones. Cuando vemos que sólo se cree
en un tipo de brujería, y se considera que cualquier
57
hombre, mujer o niño tiene acceso a ella, sería de espe­
rar que no hubiera aislamiento, sino una competencia
total que abarcase a toda la so­
ciedad. Desgraciadamente, esa ex_ .
plicación es demasiado superfii
cial. Normalmente, las mujeres f
gonja no compiten con los hom- V
j
bres para el cargo de jefe, y, sin
¡
embargo, se les censura que usen
el mismo tipo de magia. Esther
Goody nos convence de que más les valdría afirmar
que no tienen acceso a los ensalmos específicamente
masculinos. El caso de los gonja es insólito, y un
análisis más detallado muestra que los tipos de ensal­
mos atribuidos a las brujas difieren de los usados por
los hombres. En las sociedades que reconocen dos
tipos de brujería, es de esperar, por lo que hemos
dicho, que las formas de la brujería expresen alguna
característica de la situación social. En el Congo,
entre los bushong, los hombres compiten por la supe­
rioridad política dentro de un sistema de cargos muy
bien articulado: consideran el uso de la magia unos
contra otros como procedimiento normal; a sus mu­
jeres les atribuyen poderes psíquicos mortíferos que
utilizan en los casos de celos entre las esposas de un
mismo marido (Vansina, 1969). Esta situación es la
que refleja el diagrama de más arriba, en que las flechas
gruesas representan las acusaciones entre rivales polí­
ticos y las delgadas las acusaciones contra mujeres.
La misma distinción sociológica es aplicable a la
creencia de los abelam en dos clases de brujería: el
poder psíquico usado por las mujeres, y la magia exte­
rior usada por los hombres con el fin de obtener obje­
58
tivos políticos aceptables. Peter Morton-Williams, en
una comunicación personal, me ha explicado que la asig­
nación del poder psíquico maligno y de la magia entre
los yoruba presenta los mismos rasgos. Lo mismo es
aplicable a los azande. Para intentar generalizar esto,
he dibujado los gráficos que aparecen más arriba con
líneas gruesas y delgadas para indicar las posiciones so­
ciales apropiadas de la magia exterior y del poder
psíquico peligrosos. Para una verificación más detallada,
sugiero que, cuando se considere que el origen del
poder de la brujería está situado en el interior del bru­
jo, especialmente en una zona inaccesible al control
consciente, la situación corresponderá al tipo b(ii) antes
citado, en que se considera al brujo como un enemigo
interior, no como miembro de una facción rival. Ello
queda demostrado por el resumen que hace Brian
Spooner en Witchcraft, Confessions and Accusations
de las ideas sobre el «mal de ojo». En las comunidades
islámicas, el extranjero, de apariencia singular, capaz de
mirar, pero no de hablar, que da mal de ojo y apenas
puede controlar sus poderes de brujería, no es miembro
de facción interna alguna. Su mirada emite peligro
desde su interior. En otras palabras, el simbolismo so­
cial de «dentro» y «fuera» se aplica no sólo a los su­
frimientos del cuerpo de la víctima, sino también al
cuerpo del brujo.
Volvamos ahora a las culturas en que las creencias
en la brujería son inactivas o están del todo ausentes.
Si la brujería intensifica la definición en los casos
en que los roles sociales están poco definidos, es de
esperar que no exista en los casos en que no haya exi­
gencia de una definición clara. Así, en los pueblos que
tienen contactos sociales muy escasos e irregulares, lo
59
más probable es que el cosmos esté menos dominado
por la idea de seres humanos peligrosos que en una
sociedad en que las relaciones humanas mutuas sean es­
trechas. Es de esperar que las ideas antropomórficas
del poder predominen en los casos en que los hombres
estén agrupados muy cerca unos de otros. Y, si las
relaciones sociales intensivas están bien definidas, es
de esperar que el antropomorfismo del cosmos sea nor­
mativo, que mantenga los códigos moral y social me­
diante la ira ancestral; mientras que, si la relación
social mutua está mal definida, hemos de esperar un
cosmos en que predomine la brujería. Godfrey Lienhardt fue quien lanzó y ejemplificó espléndidamente
esta teoría en un artículo poco conocido. En él comparó
la concepción del mundo de los nuer-dinka, en que la
brujería tiene muy poca importancia, con la de los
anuak, competitivos y amantes de las intrigas.
El mundo social de los nuer-dinka está escasamente
habitado. Los hombres son dignos de confianza, dentro
de los límites previstos, mientras que las estaciones
y los pastos no lo son. En consecuencia, su cosmos
está presidido por una deidad lejana (y no del todo antropomórfica). Por otro lado, los anuak, que compiten
por el favor de los protectores caprichosos de las cortes
de pequeñas aldeas, tienen un mundo social en el que
no se puede confiar lo más mínimo, caracterizado por
las revoluciones de palacio, por los favoritos de palacio
y por los conspiradores enemigos. Su cosmos está pre­
sidido por la idea de brujos humanos maliciosos y de
espíritus vengativos.
No hay duda de que en este caso nos encontramos
ante microcosmos tribales del cambio de cosmología
que se produjo entre las eminencias intelectuales de
60
Europa en el período que va desde mediados del si­
glo Xvi hasta mediados del siglo xvn. Trevor-Roper,
uno de nuestros historiadores más atentos a las cues­
tiones sociológicas, ha puesto de relieve la aparente pa­
radoja de que las creencias en las brujas contaran con
el respaldo de los hombres más cultos de finales del
siglo xvi (1967, capítulo III). En lugar de oponerse de
forma continua y coherente a la superstición abrazada
por los ignorantes, la defendieron y propagaron apasio­
nadamente. Hasta mediados del siglo xvn, con el triun­
fo de los laicos sobre el clero, con la disminución de las
guerras ideológicas entre cristianos, que inevitablemen­
te alimentaban el odio y el miedo, no fue posible con­
cebir una idea moderna de Dios operando en un uni­
verso mecánico desprovisto tanto de ángeles como
de demonios. Podemos arriesgarnos a añadir a los pe­
netrantes análisis de Trevor-Rope uno procedente de la
comparación de los nuer-dinka con los anuak, pues,
como subraya en su introducción, no se puede entender
el siglo xvn, si se ignora el enorme delirio con respecto
a las brujas. Todas las épocas deben verse como tota­
lidades. Por tanto, debemos aceptar por las mismas
razones su burlona descripción del hecho de que las
mentes de eruditos respetados se sometiesen a la cos­
mología de la brujería y su otro capítulo relativo a la
crisis general de mediados del siglo xvn (1967, pá­
ginas 46-89). En éste describe el fenómeno de que las
ordenadas y responsables ciudades de comienzos del
Renacimiento quedaran substituidas por los príncipes
renacentistas, de que la extravagancia de los gobernan­
tes se apoyara en un sistema de corrupción oficial que
amenazó con destruir la prosperidad de los habitantes.
Hacia finales del siglo, su magnificencia cada vez
61
mayor intensificó la atmósfera de las cortes agobiadas
por las intrigas; se crearon y dilapidaron grandes fortu­
nas; grandes personalidades tuvieron que hacer frente
al desastre. También describe la secuela cada vez mayor,
y más inestable incluso, de clérigos y funcionarios de
la corte, siguiendo los pasos de sus protectores. Éstos
eran los intelectuales que no supieron sacudirse de en­
cima las creencias en la brujería. Lógicamente, aquellos
inseguros competidores en su aspiración a las preben­
das vieron el universo como una reproducción de su
sociedad. Su cosmos estaba presidido, no por Dios
como equivalente espiritual de un protector podero­
so, sino por otros hombres peligrosos que competían
con ventaja gracias a sus poderes demoníacos. Recono­
cemos un estilo anuak de cosmología invadiendo las
mentes de la gente en una situación social del estilo
de la de los anuak. Así queda resuelta la paradoja apa­
rente que suponía el respaldo intelectual a las creen­
cias en la brujería, ya que, evidentemente, sería absur­
do esperar que en una sociedad anuak hubiera una
cosmología nuer-dinka. Sólo cuando las revoluciones
de mediados de siglo destruyeron los estados de finales
del Renacimiento, surgió un nuevo tipo de intelectual,
que proporcionó un nuevo tipo de cosmos para la
nueva sociedad. Trevor-Rope sugiere que, de no haber
sido por la Reforma y la Contrarreforma, que man­
tuvieron artificialmente la síntesis intelectual anterior,
el Renacimiento podría haber conducido directamente
a la Ilustración. Las dos grandes figuras que escoge de
aquella evolución son Erasmo y Descartes. Los mundos
sociales inmediatos a aquellos dos pensadores eran
mucho más parecidos a las sociedades de los pastores
nómadas. Erasmo tuvo corresponsales eruditos en los
62
lugares más remotos. Sus viajes tuvieron una extensión
igualmente amplia. No conoció las presiones cotidianas
de las relaciones personales ineludibles y a largo plazo.
Conoció los caprichos de los príncipes y de los carde­
nales, pero pudo escapar a sus efectos. Descartes, a su
vez, en su calidad de erudito por vocación entre sol­
dados, vivió en relativo aislamiento. Ése, por encima de
todo, parece ser el requisito para contemplar un cosmos
con estructura de reloj, no supeditado a los seres antropomórficos.
El hecho de que los humanistas del siglo xvi respal­
daran con mayor fuerza las creencias en las brujas que
las gentes comunes ya no es una paradoja. Recuerdan
a sus predecesores de finales del Mundo Antiguo, los
cuales copiaban las técnicas de hechicería y de antihe­
chicería y acusaban a sus rivales de destruir su elo­
cuencia maliciosamente. Peter Brown ha descubierto
que la herencia de los escritos sobre hechicería de aquel
período (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations}
puede seguirse hasta una serie de posiciones sociales
definibles: las de los inseguros humanistas y funcio­
narios de la corte. También los aurigas se dividían en
facciones rivales y su posición social estaba mal defi­
nida. A finales del Mundo Antiguo, los demás sectores
de la sociedad disfrutaron de oleadas sucesivas de ex­
pansión, con lo que los miedos de los intelectuales no
tuvieron eco en la mayoría de la población. Pero a
finales del siglo xvi otro gran período de expansión
estaba llegando a su fin. La experiencia de inseguridad,
caprichos humanos y competencia desleal, propia de los
humanistas, se extendió al restro de la población. Así,
podemos empezar a explicar por qué sus creencias no se
mantuvieron dentro de sus propios círculos, sino que
63
se desencadenaron con violencia tan destructiva en el
exterior.
La conclusión de que las gentes menos propensas a
creer en la brujería sean aquellas cuyo nivel de relación
social recíproca sea tan bajo e irregular, que tengan
poca necesidad de definición social, puede ser depri­
mente. Los pigmeos mbuti no creen en los brujos ni
disfrutan de un conjunto de ideas cosmológicas muy
organizadas (Turnbull, 1966). Su caso sugiere que debe­
ríamos rechazar la teoría de la brujería como compen­
sación, propuesta por Nadel (1952). De acuerdo con
ésta, la brujería es un método alternativo de explicar
la desgracia, que substituye a las explicaciones mitoló­
gicas y científicas. Pero los pigmeos prueban que no
hay razón para creer que, si una decae, la otra deba
aparecer para ocupar su lugar. Los hombres pueden
prescindir de las explicaciones de la desgracia. Pueden
vivir con tolerancia y concordia y sin curiosidad meta­
física. La condición previa es que sean libres para sepa­
rarse siempre que surjan tensiones. El precio de ese
tipo de cosmología es un nivel bajo de organización.
Pero ésa no es la única forma de controlar las creen­
cias en la brujería. Otra es la de hacerlo por medio de
un sistema de asignación de funciones perfectamente
regulado. Ahora bien, si éstas son demasiado inflexi­
bles, otras creencias ridiculas aparecen. loan Lewis
(cf. Witchcraft, Confessions and Accusations, p. 300),
al comparar las creencias en el ataque por parte de bru­
jos identificados con las creencias en espíritus no iden­
tificados, relaciona estas últimas con rígidas estructuras
de los roles sociales. Describe el caso de mujeres que
usan sus enfermedades como medio para exigir mejor
trato a sus maridos. Esto está a medio camino del
64
ataque y de la reconciliación. Indica la estructura de
funciones sociales en que sería una estrategia apropia­
da: aquella en que el bando que ocupada posición más
débil en una relación no intenta cortar ésta, sino miti­
gar su rigor.
Normalmente, donde hay brujas hay depuración de
brujas. Una de las interpretaciones por parte de Keith
Thomas del aumento en Inglaterra de las acusaciones de
brujería en la época siguiente a la Reforma apuntan
a la pérdida de las técnicas religiosas para tratar los
problemas personales; al haber desaparecido la confe­
sión y la absolución, el exorcismo y las bendiciones
protectoras, los miedos a la brujería resultaron más di­
fíciles de controlar. En África, en la época colonial, al
tiempo que se declararon fuera de la ley las ordalías, se
controló la brujería hasta cierto punto por otros
medios. Roy Willis (cf. Witchcraft, Confessions and
Accusations) ha dado un breve panorama general de
los movimientos que surgían, se extendían por amplias
zonas de África y desaparecían. Resulta interesante su
comparación de éstos con los cultos milenarios. Alison
Redmayne (cf. Witchcraft, Confessions and Accusa­
tions) equilibra esta visión amplia con el enfoque en
primer plano de la carrera de un adivino particular,
famoso todavía y por muchos años futuros en África
oriental. Los peregrinos recorrían miles de kilómetros
para consultar a Chikanga sobre sus familias y sus en­
fermedades y para preservar sus nombres de las sos­
pechas de brujería.
Naturalmente, los antropólogos han enfocado ge­
neralmente la brujería desde el punto de vista del
acusador, suponiendo siempre que la acusación carecía
de fundamento. Ésa ha sido la razón de que nos resul­
65
tase difícil interpretar las confesiones de brujería. Las
amenazas de practicar la brujería contra un enemigo
podemos perfectamente interpretarlas como jactancias
vacuas. Pero la idea de que una persona pueda creer
sinceramente que es un brujo y de que vaya a ver a
un adivino para curar su estado nos resulta difícil de
entender desde el punto de vista de nuestro análisis.
Ésa es la razón, indudablemente, por la que la vivida
descripción que hizo Barbara Ward de los cultos de
confesiones de brujería entre los ashanti (1956) tuviera
tan poca repercusión en el momento de su publicación.
Por eso, yo valoro de forma especial las contribu­
ciones al volumen Witchcraft, Confessions and Accusations que describen culturas en que a sus miembros
les resulta imposible no pensar en sí mismos como
brujos en potencia. Robert Brain explica de forma
convincente el papel que desempeñan los niños (sobor­
nados con promesas de comida) en el mantenimiento de
la concepción del mundo de los adultos mediante es­
pantosas confesiones de brujería. Pero no siempre se
arrancan las confesiones mediante sobornos y amena­
zas. Julián Pitt-Rivers y Malcolm Ruel describen en el
mismo volumen cosmologías —una en América cen­
tral y otra en África— en que a cada ser humano se le
atribuyen una o varias personalidades con figura de
animal. La cuestión siempre es la de si las identifica­
ciones animales de cada cual son pacíficas o peli­
grosas.
Al parecer, toda la rica fantasía de los banyang res­
pecto a las personalidades animales de los hombres no
producen como resultado acusaciones de brujería. La
dirección en que apuntan las creencias es la de «la res­
ponsabilidad y de la implicación personales, y no (por
66
lo menos directamente) la de la hostilidad hacia los
demás». Esto hace eco a la descripción que Godfrey
Lienhardt hizo de la brujería dinka (1951). Los brujos
dinka son principalmente anónimos y permanecen sin
identificar. No por ello deja de ser muy «explícito el
concepto de brujo. Se usa para recordar a cada hombre
los peligros que hay en su interior:
Un hombre que se crea embrujado está inter­
pretando las que considera ser intenciones de
sus vecinos hacia él. Si se considera envidiado,
odiado o frustrado, en ese caso es fácil que se
piense embrujado. Los papeles reversibles del
brujo y de la víctima en la ordalía y la gran re­
nuencia de los dinka a llamar brujo a un hombre,
sea quien sea, me parecen un reconocimiento de
que el hombre que con facilidad se considera
odiado es aquel que con facilidad odia, y de que
el hombre que ve en los otros mala voluntad
hacia él es aquel que, a su vez, siente mala volun­
tad. Ésa es la situación de los brujos... El brujo
nocturno es un proscrito por la ley, porque encar­
na los apetitos y pasiones que hay en todos los
hombres y que, si no se controlasen, destruirían
cualquier código moral. Así, que podemos consi­
derar que el brujo nocturno corresponde a la in­
tención oculta, a la moralidad y, por tanto, a la
oposición a los valores morales compartidos que
hacen posible la comunidad, del yo único, que
existe y actúa como tal. Así, pues, aunque enten­
dido en un sentido el brujo nocturno sea una
fantasía, entendido en otro sentido es una reali­
dad auténtica que los dinka conocen. Es compren­
67
sible que se lo asocie con criaturas deformadas e
imperfectas, que por su naturaleza misma no
pueden ser miembros de la comunidad con todos
los derechos (1951, págs. 317-318).
Los conceptos dinka de la brujería representan una
valoración de la naturaleza humana normal y de la
autoestima. Para ellos, el infierno puede estar dentro
de ellos mismos. En cambio, en las cosmologías domi­
nadas por la brujería, la envidia, la mala voluntad
y toda clase de males se atribuyen a los vecinos anor­
males. Para ellas, el infierno es los otros. Reciente­
mente, Lévi-Strauss ha observado que esta famosa afir­
mación de Sartre no tiene valor universal, sino que
es un simple comentario etnográfico sobre una cultura
particular (1968, pág. 42). Todo lo que hemos dicho
hasta aquí confirma su opinión. Unas culturas son pro­
pensas a las creencias en la brujería, otras no. Ya es­
tamos casi en condiciones de establecer las estructuras
sociales que predisponen a dichas creencias. En los
casos en que la relación social recíproca es intensa y
está mal definida, es de esperar que encontremos creen­
cias en la brujería. En los casos en que las relaciones
humanas sean escasas y difusas, o en que los papeles
sociales estén asignados de forma muy precisa, no es
de esperar que encontremos creencias en la brujería.
Después de esto, resulta tentadora la idea de recopi­
lar otros ejemplos de cosmologías que no conozcan la
brujería e intentar explicarlas mediante la ausencia de
conflictos, de competición, de ambigüedad en los
roles sociales o de contradicción en los objetivos fun­
damentales. Esa argumentación nos llevaría bastante
lejos, pero no lo suficiente; pues los banyang del oeste
68
del Camerún usan la idea del brujo más que nada como
un espejo para su propia conciencia; y, sin embargo (a
diferencia de los dinka), viven sin competencia ni am­
bigüedad. Aprecio su caso como una advertencia con­
tra el determinismo social demasiado rígido.
El antiguo paradigma ha cumplido su objetivo. Por
lo que se refiere a los estudios sobre la brujería, el
campo está abierto para quien quiera entrar en él. Los
antropólogos ya no tienen razones para temer al his­
toriador como «persona cuya obra consiste en destruir
la generalización del colega» (Reisman, 1956, pág. 79),
y resulta innecesario advertir a los historiadores para
que no imiten servilmente nuestros métodos y con­
clusiones. Podemos tener plena confianza en que
las ricas interpretaciones del libro sobre los azande se
aprovecharán en muchas otras disciplinas.
69
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72
ROBIN HORTON
EL PENSAMIENTO TRADICIONAL AFRICANO
Y LA CIENCIA OCCIDENTAL
Parte 1
Rasgos comunes
al pensamiento occidental mo­
derno Y AL PENSAMIENTO TRADICIONAL AFRICANO
La primera parte de este ensayo 1 pretende elaborar
un enfoque del pensamiento tradicional africano guia­
do por la convicción de que una exploración exhaus­
tiva de los rasgos comunes al pensamiento occidental
moderno y al pensamiento africano tradicional debe
preceder a la enumeración de sus diferencias.
Voy a empezar exponiendo una serie de proposicio­
nes sobre la naturaleza y las funciones del pensa­
miento teórico. Proceden, en primer lugar, de mi pro­
pia formación en biología, química, y filosofía de la
ciencia. Pero, como veremos, tienen mucho que ver
con el pensamiento religioso y tradicional africano. De
hecho, dan sentido precisamente a aquellas caracte­
rísticas de dicho pensamiento que a los antropólogos
les han parecido más incomprensibles.
1. Agradezco al Institute of African Studies, de la Uni­
versidad de Ibadan, el permiso para la publicación de este
ensayo. Sin embargo, el Institute no es responsable en modo
alguno de las opiniones aquí expresadas.
75
Básicamente, la búsqueda de una teoría explicativa
equivale a la búsqueda de la unidad subyacente a la di­
versidad aparente, de la simplicidad subyacente a la
complejidad aparente, del orden subyacente al desor­
den aparente, de la regularidad subyacente a la anoma­
lía aparente.
Dicha búsqueda supone la elaboración de un esquema
de las entidades o fuerzas que operan «por debajo» o
«dentro» del mundo de las observaciones propias del
sentido común. Dichas entidades deben abarcar una
serie limitada de variedades y su comportamiento debe
estar regido por una serie limitada de principios gene­
rales. Ese esquema teórico queda unido al mundo de la
experiencia cotidiana por afirmaciones que identifi­
can los fenómenos que se producen en ésta con los
fenómenos que se producen en el mundo cotidiano.
Algunos escritores modernos niegan que el pensa­
miento religioso tradicional sea pensamiento teórico en
sentido serio alguno. Para apoyar su negativa, ponen
en contraste la simplicidad, regularidad y elegancia de
los esquemas teóricos de las ciencias con la complejidad
y el capricho incontrolables del mundo de los dioses
y de los espíritus (Beattie, 1966). Pero esa antítesis
no coincide realmente con los datos de la investiga­
ción empírica moderna. En realidad, una de las ense­
ñanzas de los estudios recientes de las cosmologías
africanas es precisamente la de que los dioses de una
cultura determinada constituyen efectivamente un es­
quema que interpreta la enorme diversidad de la ex­
periencia cotidiana en función de la acción de unos
cuantos, relativamente pocos, tipos de fuerzas.
La investigación moderna refuta el antiguo estereo­
76
tipo del comportamiento caprichoso e irregular de los
dioses. Pues muestra que cada categoría de seres tiene
asignadas sus funciones propias en relación con el
mundo de los fenómenos observables. A veces, los dio­
ses pueden parecer caprichosos al hombre ordinario e
irreflexivo. Pero, para el experto religioso, encar­
gado de estudiar las entidades espirituales que intervie­
nen por debajo de los fenómenos observados, la premi­
sa principal de que depende su trabajo es una regulari­
dad básica y mínima. Por tanto, igual que los átomos,
las moléculas y las ondas, los dioses sirven para dar
unidad a la diversidad, simplicidad a la complejidad,
orden al desorden, y regularidad a la anomalía.
La teoría coloca las cosas en un contexto causal más
amplio que el que proporciona el sentido común
Cuando decimos que la teoría revela el orden y la
regularidad subyacentes al desorden y la irregularidad
aparentes, una de las cosas que queremos decir es que
proporciona un contexto causal para fenómenos aparen­
temente «desordenados». Naturalmente, una de las
funciones del sentido común es la de colocar las cosas
en un contexto causal. Pero, si bien a determinado
nivel cumple dicha función adecuadamente, parece te­
ner limitaciones. Por esa razón, decir que el pensador
africano tradicional se interesa por las causas sobre­
naturales, y no por las naturales, tiene tan poco sentido
como decir que el físico se interesa por las causas nu­
cleares y no por las naturales. En realidad, los dos
hacen el mismo uso de la teoría para trascender la
visión limitada de las causas naturales proporcionada
por el sentido común.
77
Durante mucho tiempo, el éxito de la teoría de los
gérmenes ha impedido a los especialistas de la medicina
occidental moderna advertir la conexión causal que
existe entre el desorden social y la enfermedad. De
hecho, parece como si una conjunción de la teoría de
los gérmenes, del descubrimiento de potentes antibió­
ticos y de técnicas de inmunización, con condiciones
que actúan contra la acumulación de la resistencia natu­
ral a muchas infecciones mortales, durante mucho tiem­
po hubiera impedido a los científicos ver la importan­
cia de dicha conexión. Y a la inversa, quizás, una con­
junción de la ausencia de teoría de los gérmenes, de an­
tibióticos potentes y de técnicas de inmunización, con
condiciones que favorecen la acumulación de una gran
resistencia natural a las infecciones mortales, habría
servido para poner en relieve esa misma conexión causal
en la mente del médico tradicional. Si se nos pidiera
que escogiéramos entre la teoría de los gérmenes, igno­
rante de la concepción psicosomática, y la teoría psicosomática tradicional, desconocedora de las ideas sobre la
infección, casi con toda seguridad escogeríamos la teoría
de los gérmenes. Pues, es evidente que, desde el punto
de vista de los resultados cuantitativos, esta última es
la más esencial para el bienestar humano. Pero con­
viene recordar que no todas las ventajas están en un
bando.
El sentido común y la teoría cumplen funciones com­
plementarias en la vida cotidiana
Todas las teorías parten del mundo de las cosas y de
las personas, y, en última instancia, nos devuelven a
él. En este contexto, decir que una teoría correcta
78
«reduce» una cosa a otra cosa es engañoso. Idealmente,
un proceso de deducción a partir de las premisas de
una teoría debería volver a colocarnos ante afirma­
ciones que describan el mundo del sentido común con
toda su riqueza.
Quiero señalar que en el África tradicional las rela­
ciones entre el sentido común y la teoría son esencial­
mente las mismas que en Europa. Es decir, que el
sentido común es el instrumento más útil y económico
para afrontar una amplia gama de circunstancias de la
vida cotidiana. No obstante, existen ciertas circuns­
tancias que sólo podemos afrontar desde el punto de
vista de una visión casual más amplia que la que pro­
porciona el sentido común. Y en esas circunstancias
es en las que se produce el salto al pensamiento teórico.
Los kalabari del delta del Niger distinguen muchos tipos
diferentes de enfermedades, y disponen de una colec­
ción de hierbas específicas con que tratarlas. Unas ve­
ces los miembros ordinarios de su familia, que reconoz­
can la enfermedad y conozcan los específicos, serán
quienes traten al enfermo. Otras veces, realizarán el
tratamiento de acuerdo con las instrucciones de un doc­
tor indígena. Cuando la enfermedad y el tratamiento
se mantienen dentro de esos límites, la atmósfera es
básicamente la del sentido común. Muchas veces, hacen
poca o ninguna referencia a las entidades espirituales.
Sin embargo, a veces la enfermedad no responde al
tratamiento, y resulta evidente que el específico de hier­
bas no proporciona la respuesta completa. El doctor
indígena puede emitir un nuevo diagnóstico y probar
otro específico. Pero si éste no da resultado, surgirá
la sospecha de que «en esta enfermedad hay algo más».
En otras palabras, la perspectiva proporcionada por el
79
sentido común es demasiado limitada. Entonces lo más
probable es que se recurra a un adivino (puede ser el
doctor indígena que inició el tratamiento). Utilizando
ideas relativas a diferentes entidades espirituales, re­
lacionará la enfermedad con una gama más amplia de
circunstancias: a menudo con trastornos en la vida
social general del enfermo.
Por otro lado, una persona puede tener una enfer­
medad que, a pesar de ser benigna, se produzca junto
con una crisis evidente en su esfera de relaciones socia­
les. Esa conjunción sugiere al principio que puede
no ser apropiado considerar la enfermedad desde la
limitada perspectiva del sentido común. Y, en esas cir­
cunstancias, es probable que el experto al que se recu­
rra se refiera inmediatamente a determinadas entidades
espirituales en función de las cuales vinculará la enfer­
medad con un contexto de fenómenos más amplio.
Generalmente, lo que estamos describiendo en este
caso se considera como un salto del sentido común al
pensamiento místico. Pero, como hemos visto, es tam­
bién, y de forma más significativa, un salto del sentido
común a la teoría. Y en África, igual que en Europa, el
salto se produce en el momento en que la limitada vi­
sión causal del sentido común resulta inútil para tratar
la situación en cuestión.
El nivel de la teoría varía de acuerdo con el contexto
Muchas veces, la persona que pretende colocar de­
terminado fenómeno dentro de un contexto causal
más amplio se ve obligada a escoger entre varias teo­
rías. Igual que la elección entre el sentido común y la
teoría, también esta elección dependerá precisamente
80
de la amplitud del contexto que desee tomar en consi­
deración. En los casos en que se limite a colocar el
fenómeno dentro de un contexto relativamente modes­
to, le bastará con usar lo que se llama generalmente
una teoría de bajo nivel, es decir, la que abarca una
zona de la experiencia relativamente limitada. En los
casos en que busque un contexto más amplio, usará una
teoría de nivel más elevado, es decir, la que abarca
una zona de la experiencia más amplia.
Una vez más, encontramos correspondencias con esto
en muchos sistemas religiosos y tradicionales africanos.
Lo característico de dichos sistemas es que incluyen
ideas sobre una multiplicidad de espíritus, y, por
otro lado, ideas sobre un ser supremo único. Aunque
los espíritus se conciben como seres independientes,
se los considera también como otras tantas manifesta­
ciones o subordinados del ser supremo. Los espíritus
proporcionan el medio para situar un fenómeno dentro
de un contexto causal relativamente limitado. Son la
base de un esquema teórico que abarca de forma carac­
terística la comunidad y el entorno propios del pen­
sador. Por otro lado, el ser supremo proporciona un
medio para situar un fenómeno dentro del contexto
más amplio posible.
Todas las teorías dividen los objetos unitarios del sen­
tido común en aspectos, y, después, colocan los elemen­
tos resultantes en un contexto causal más amplio. Es
decir, primero abstraen y analizan, y, después, rein­
tegran
Numerosos comentadores del método científico nos
han familiarizado con la forma como los esquemas teó­
81
ricos de las ciencias dividen el mundo de las cosas del
sentido común para conseguir un entendimiento causal
que supere al del sentido común. Pero sólo a partir de
los estudios más recientes de las cosmologías africanas,
que exponen las creencias religiosas en el contexto de
las diferentes contingencias cotidianas que están des­
tinadas a explicar, hemos empezado a ver que el pen­
samiento religioso tradicional opera también mediante
un proceso semejante de abstracción, análisis y reinte­
gración. La obra reciente de Fortes sobre las teorías del
África occidental referentes al individuo y a su relación
con la sociedad proporciona un ejemplo oportuno. Se
trata de un esquema teórico que, para producir un en­
tendimiento más profundo de las diferentes fortunas
de los individuos en su sociedad, las divide en tres
aspectos mediante una operación de abstracción y análi­
sis simple pero característico.
Al deducir un esquema teórico', la mente humana pare­
ce obligada a inspirarse en la analogía entre las obser­
vaciones incomprensibles y ciertos fenómenos ya fami­
liares
En la génesis de una teoría típica, a la formulación
de una analogía entre los fenómenos extraños y los fa­
miliares sigue la creación de un modelo en que se
postula algo parecido a lo familiar como realidad sub­
yacente a lo extraño. Tanto los productos del pensa­
miento occidental moderno como los del africano tra­
dicional demuestran ampliamente la exactitud de lo que
acabamos de decir. Ya examinemos átomos, electrones
y ondas, o dioses, espíritus y entelequias, vemos
que casi siempre las nociones teóricas proceden de ex­
82
periencias cotidianas relativamente simples, de analo­
gías con los fenómenos familiares.
En las sociedades industriales, complejas y en rápido
cambio, el escenario humano está en constante trans­
formación. Orden, regularidad, previsibilidad y sim­
plicidad parecen estar ausentes de forma lamentable. En
el mundo de las cosas inanimadas es en el que esas
características se ven con más facilidad. Ésa es la razón
por la que muchas personas pueden encontrarse menos
a gusto con sus semejantes que con las cosas. Sugiero
que ésa es la razón también por la que la mente que
busca analogías explicativas recurre con mayor facili­
dad a lo inanimado. En las sociedades tradicionales de
África, encontramos la situación opuesta. El escenario
humano es la localización par excellence del orden, de
la previsibilidad, de la regularidad. En el mundo de lo
inanimado, esas características son menos evidentes. En
este caso, resulta inimaginable que alguien se encuentre
más a gusto con las cosas que con las personas. Y la
mente que busca analogías explicativas recurre, natu­
ralmente, a las personas y a sus relaciones.
En los casos en que la teoría se basa en una analogía
entre las observaciones incomprensibles y los fenóme­
nos familiares, generalmente sólo un aspecto limitado
de dichos fenómenos se incorpora al modelo resul­
tante
Cuando un pensador formula una analogía entre de­
terminadas observaciones incomprensibles y otros fenó­
menos más familiares, raras veces abarca aquélla algo
más que un aspecto limitado de dichos fenómenos.
Y ese aspecto limitado es el único que se adopta y se
83
usa para construir el esquema teórico. Los demás as­
pectos se ignoran; pues carecen de pertinencia desde
el punto de vista de la función explicativa.
Muchos autores han considerado que ese tipo de abstración era uno de los rasgos distintos del pensamiento
científico. Pero esta distinción, como tantas otras por el
estilo, es falsa; pues el mismo proceso precisamente in­
terviene en el pensamiento africano tradicional. Así,
cuando el pensamiento tradicional usa a las personas
y sus relaciones sociales como materia prima para
sus modelos teóricos, utiliza determinadas dimensiones
de la vida humana y deja de lado las demás. La defini­
ción de un dios puede omitir toda clase de referencias
sobre su aspecto físico, su dieta, su tipo de vivienda,
sus hijos, sus relaciones con sus esposas, etcétera. Pre­
guntar por esos atributos es tan inapropiado como pre­
guntar por el color de una molécula o por la tempera­
tura de un electrón. Esa omisión de muchas dimen­
siones de la vida humana en la definición de los dioses
es la que les confiere ese aura refinada y atenuada que
llamamos «espiritual». Pero, propiamente, esa «espiri­
tualidad» no tiene nada de religiosa, de mística o de
tradicional. Es resultado de un proceso de abstracción,
semejante al que interviene en los modelos teóricos
occidentales: el proceso por el que los rasgos de los
fenómenos que constituyen prototipos y tienen perti­
nencia explicativa se incorporan a un esquema teórico,
mientras que se omiten los rasgos que no son perti­
nentes.
Una vez construido, un modelo teórico se desarrolla
de formas tales, que a veces oscurecen la analogía en
que se basaba
84
En su estado bruto, inicial, un modelo puede enfren­
tarse con gran rapidez con datos para los que no puede
dar explicación. Sin embargo, en lugar de desecharlo,
sus usuarios tenderán a aplicarle modificaciones sucesi­
vas para ampliar su alcance explicativo. A veces, dichas
modificaciones supondrán la formulación de otras ana­
logías con fenómenos diferentes de aquellos que pro­
porcionaron la inspiración inicial para el modelo. Otras
veces, simplemente supondrán «retoques» en el modelo
hasta que acabe por encajar en las nuevas observa­
ciones. En comparación con los fenómenos que propor­
cionaron su inspiración inicial, naturalmente dicho mo­
delo desarrollado parece presentar un aspecto extra­
ño, híbrido.
En la historia de la ciencia abundan los ejemplos del
desarrollo de los modelos teóricos. La moderna teoría
atómica de la materia proporciona uno de los mejor
documentados.
Desgraciadamente, al estudiar el pensamiento afri­
cano tradicional, prácticamente nunca disponemos de
la profundidad histórica de que dispone el estudioso del
pensamiento europeo. De forma que no podemos hacer
muchas observaciones directas del desarrollo de sus
modelos teóricos. No obstante, muchas veces dichos mo­
delos ostentan los mismos tipos exactamente de ras­
gos extraños, híbridos, que los modelos de los cientí­
ficos. Puesto que se parecen a estos últimos en tantos
aspectos, parece razonable suponer que dichos rasgos
son resultado de un proceso semejante de desarrollo
como reacción a las exigencias de un alcance explica­
tivo mayor. La validez de dicha suposición aumenta,
cuando consideramos ejemplos detallados: pues éstos
muestran que, efectivamente, los rasgos extraños de
85
los modelos particulares guardan estrecha relación con
la naturaleza de las observaciones que requieren ex­
plicación.
Al tratar los sistemas religiosos africanos tradicio­
nales como modelos teóricos semejantes a los de las
ciencias, no he hecho sino describirlos como lo que
son. Aunque este enfoque puede parecer ingenuo y
trivial, en comparación con la actitud sutil —«las
cosas nunca son lo que parecen»— más característica
de los antropólogos, lo que es indudable es que ha dado
ciertos resultados sorprendentes. Ante todo, ha puesto
en duda la mayoría de las dicotomías anticuadas que
se habían usado para conceptuar las diferencias entre
el pensamiento científico y el pensamiento religioso tra­
dicional. Intelectual versus emocional, racional versus
místico; orientado hacia la realidad versus orientado
hacia la fantasía; orientado causalmente versus orien­
tado supernaturalmente; empírico versus no empírico;
abstracto versus concreto; analítico versus no analítico,
respectivamente: todas ellas han resultado ser más o
menos inapropiadas. Confío en que, aunque el abando­
no de esas distinciones establecidas inquiete al lector,
acabará aceptándolo, cuando vea hasta qué punto
puede contribuir a dar sentido a lo que antes había
parecido absurdo.
Una cosa que puede muy bien seguir preocupando al
lector es el hecho de que restemos importancia a la dife­
rencia entre la teoría impersonal y la personal. Lo que
he querido subrayar es el hecho de que la diferencia
radica más que nada en el lenguaje de la investigación
explicativa. La asimilación de este detalle es un prelimi­
nar esencial para entender hasta qué punto las diferen­
tes dicotomías establecidas en este dominio no son sino
86
simples obstáculos para la comprensión. Una vez asi­
milado, toda una serie de rasgos aparentemente extra­
ños y absurdos del pensamiento tradicional resultan
comprensibles inmediatamente. Hasta que no se asi­
mile, siguen siendo esencialmente misteriosos. El hecho
de convertir la cuestión de las entidades personales
versus las impersonales en el quid de la diferencia
entre tradición y ciencia no sólo dificulta el entendi­
miento de la tradición, sino también el de la ciencia.
87
Parte 2
Los PREDICAMENTOS «ABIERTO» Y «CERRADO»
En la parte 1 de este ensayo he llevado hasta sus
últimas consecuencias la tesis de que importantes rela­
ciones vinculan el pensamiento del África tradicional
y el del Occidente moderno. He mostrado cómo nos
ayuda esa perspectiva a dar sentido a muchos rasgos
del pensamiento religioso tradicional que, de lo con­
trario, resultarían incomprensibles. También he mos­
trado cómo nos ayuda a evitar ciertas dificultades mo­
lestas que se interponían en el camino que conduce al
entendimiento de las diferencias importantes entre el
punto de vista científico y el tradicional.
En la Parte 2 voy a enfocar dichas diferencias. Empe­
zaré aislando una que me parece la clave para entender
las demás, y después pasaré a indicar cómo surgen estas
últimas de ella.
La diferencia que considero fundamental es muy
simple. Es la de que en las culturas tradicionales no
existe una conciencia desarrollada de las alternativas al
conjunto de los principios establecidos; mientras que
en las culturas orientadas científicamente dicha con­
ciencia está muy desarrollada. A esa diferencia es a la
que nos referimos, cuando decimos que las culturas
88
tradicionales son «cerradas» y las culturas orientadas
científicamente «abiertas»2.
En su precursora obra sobre las creencias azande
en la brujería, Evans-Pritchard ha captado con toda cla­
ridad una consecuencia importante de la falta de con­
ciencia de las alternativas. Así, dice:
He intentado mostrar cómo el ritmo, el modo
de expresión, el contenido de las profecías, etcé­
tera, contribuyen a promover la fe en los exorcistas, pero ésas son sólo algunas de las formas
como se respalda la fe, y no explican enteramente
la creencia. Sólo el peso de la tradición puede con­
seguir eso... No hay incentivo para el agnosti­
cismo. Todas sus creencias tienen cohesión, de
modo que, si un zande tuviera que abandonar la
2. Los lectores con preparación filosófica advertirán las
afinidades de esta posición con la de Karl Popper, quien tam­
bién considera fundamental la transición de un predicamento
«cerrado» a otro «abierto» para el salto de la tradición a la
ciencia (Popper, 1945). Sin embargo, en mi opinión Popper
expone la cuestión de forma confusa al incluir demasiados con­
trastes en sus definiciones de «cerrado» y «abierto». Así,
para él la transición de un predicamento a otro supone no sólo
un aumento de la conciencia de las alternativas, sino también
una transición del comunalismo al individualismo y de la
posición social asignada a la conseguida. Pero, como confío
demostrar en este ensayo, lo que es fundamental para el salto
a la ciencia es la conciencia de las alternativas; no el indivi­
dualismo o la posición social conseguida: pues existen muchas
sociedades en que estos dos últimos rasgos están muy desa­
rrollados y, sin embargo, no muestran la menor predisposición
a dar el salto. Por tanto, en el contexto presente, mi defini­
ción, más limitada, de «cerrado» y «abierto» parece más
apropiada.
89
fe en el exorcismo, habría de renunciar a su fe en
la brujería y en los oráculos... En esa red de
creencias cada hilo depende de los demás, y un
zande no puede salir de sus mallas, porque ése
es el único mundo que conoce. La red no es
una estructura exterior que lo rodee. Es la textu­
ra de su pensamiento y no puede pensar que su
pensamiento sea falso. (Evans-Pritchard, 1937,
pág. 194.)
y más adelante:
¡Y, sin embargo, los azande no ven que sus
oráculos no les revelan nada! Su ceguera no es
debida a estupidez, pues dan prueba de gran in­
genio, al disculpar los fallos y desigualdades del
oráculo del veneno, y de perspicacia experimen­
tal, al ponerlo a prueba. En realidad, se debe al
hecho de que su ingenio intelectual y su perspi­
cacia experimental están condicionadas por las
normas del comportamiento ritual y de la creen­
cia mística. Dentro de los límites establecidos por
dichas normas, dan prueba de gran inteligencia,
pero ésta no puede operar más allá de dichos lími­
tes. O, expresándolo de otra forma: razonan de
forma excelente en el lenguaje de las creencias,
pero no pueden razonar fuera de sus creencias
o contra ellas, porque no disponen de otro len­
guaje para expresar sus pensamientos (EvansPritchard, 1937, pág. 338).
Y, de nuevo, al referirse de forma más general a las
sociedades «cerradas» en un libro reciente, dice:
90
Todos tienen el mismo tipo de creencias y
prácticas religiosas, y el carácter general, o colec­
tivo, de éstas les confiere una objetividad que
las coloca por encima de la experiencia psicoló­
gica de individuo alguno, o, de hecho, de todos
los individuos... Aparte de las sanciones positivas
y negativas, el mero hecho de que la religión sea
general significa, en una sociedad cerrada, que es
obligatoria, pues, aunque no haya coacción, un
hombre no tiene otra alternativa que la de acep­
tar lo que todo el mundo aprueba, porque no
puede escoger, lo mismo que le ocurre con el len­
guaje en que habla. Aun en el caso de que fuera
escéptico, solamente podría expresar sus dudas en
función de las creencias profesadas por todas las
personas que lo rodean (Evans-Pritchard, 1965,
pág. 55).
En otras palabras, la ausencia de la más mínima con­
ciencia de las alternativas contribuye a la aceptación
absoluta de los principios teóricos establecidos, y eli­
mina la más mínima posibilidad de impugnarlos. En
esas circunstancias, los principios establecidos adquie­
ren carácter obligatorio para el creyente. A ese carácter
es al que nos referimos cuando decimos que dichos prin­
cipios son sagrados.
Otra consecuencia importante de la ausencia de
conciencia de las alternativas queda ejemplificada cla­
ramente por la reacción de un ijo ante un misionero
que le dijo que abandonara a sus antiguos dioses. Res­
pondió: «¿Es posible que tu Dios quiera verdaderamen­
te que subamos a la copa de una palmera alta, y enton­
ces soltemos las manos y nos dejemos caer?». En los
91
casos en que los principios establecidos tienen una va­
lidez absoluta y exclusiva para quienes los profesan,
cualquier impugnación de ellos constituye una amenaza
de caos, de abismo cósmico y, por esa razón, provoca
intensa angustia.
Con el desarrollo de la conciencia de las alternati­
vas, la validez de los principios teóricos establecidos
llega a parecer menos absoluta y pierden parte de su
carácter sagrado. Al mismo tiempo, una impugnación
de dichos principios deja de ser una amenaza espan­
tosa de caos. Pues, precisamente porque los propios
principios han perdido parte de su validez absoluta, una
impugnación de ellos deja de ser una amenaza de cala­
midad absoluta. Ahora puede considerarse como algo
tan poco amenazador como una insinuación de que
sería provechoso probar nuevos principios. En los
casos en que esas condiciones empiecen a prevalecer,
el escenario está listo para el paso de una perspectiva
tradicional a otra científica.
Así, pues, tenemos dos predicamentos básicos: el
«cerrado», caracterizado por una falta de conciencia
de las alternativas, por el carácter sagrado de las creen­
cias y por la angustia con respecto a las amenazas diri­
gidas contra ellas; y el «abierto», caracterizado por la
conciencia de las alternativas, por el carácter menos
sagrado de las creencias y por menor angustia con res­
pecto a las amenazas dirigidas contra ellas.
Ahora bien, como ya he dicho, creo que todas las
diferencias importantes entre las perspectivas tradi­
cional y la científica pueden entenderse en función de
esos dos predicamentos citados. Para explicarlo, voy
a dividir las diferencias en dos grupos: las relaciona­
das directamente con la presencia o ausencia de angus­
92
tia con respectó a las amenazas contra las creencias
establecidas.
Diferencias
relacionadas
con la presencia
o
AUSENCIA DE UNA VISIÓN DE LAS ALTERNATIVAS
Actitud mágica hacia las palabras versus actitud no
mágica
Una característica principal de todas las concepciones
del mundo africanas tradicionales que conocemos es
una hipótesis sobre el poder de las palabras, pronun­
ciadas en las circunstancias apropiadas, para provocar
los fenómenos o estados que simbolizan.
Conocer el nombre de un ser o de una cosa equivale
a controlarlo en alguna medida. En la invocación a los
espíritus, es esencial pronunciar sus nombres correcta­
mente, y el control que dicha pronunciación correcta
proporciona es una razón por la que muchas veces se
ocultan a los extranjeros los nombres auténticos o
«profundos» de los dioses, y se prohíbe su pronun­
ciación a todos, menos a unos pocos cuya profesión con­
siste en usarlos en el ritual. Ideas semejantes expli­
can la práctica tradicional, tan extendida, de usar eufe­
mismos para referirse a cosas como las enfermedades
peligrosas y los animales salvajes: pues se cree que los
nombres auténticos podrían atraer su presencia. Tam­
bién está muy extendida la creencia en que se puede
hacer daño a un hombre mediante diferentes opera­
ciones realizadas en su nombre; por ejemplo, escribien­
do su nombre en un trozo de papel y quemándolo.
Este último ejemplo me conduce a una observación
93
que a primera vista contradice lo que hemos dicho
hasta aquí: la de que en gran cantidad de prácticas
mágicas africanas se cree que son los símbolos no verba­
les, y no las palabras, los que ejercen una influencia
directa sobre las situaciones que representan. Movi­
mientos corporales, trozos de plantas, órganos de ani­
males, piedras, tierra, agua, saliva, utensilios domésti­
cos, estatuillas: multitud de acciones, objetos y arte­
factos desempeñan una función importantísima en las
ceremonias de la magia tradicional. Pero, cuando exa­
minamos más de cerca la cuestión, la contradicción
parece más aparente que real. Pues varios estudios
sobre la magia africana indican que sus instrumentos
se convierten en símbolos al designárselos verbalmente
como tales.
Esa interpretación, que reduce todas las formas de
la magia africana a una base verbal, se ajusta bastante
bien a los hechos. No obstante, podemos preguntarnos
todavía por qué pasan tanto tiempo los magos esco­
giendo objetos y acciones como sustitutos de las pa­
labras, cuando existe la creencia de que la palabra ha­
blada tiene poder mágico, a su vez. Yo diría que la
respuesta es que el habla es una forma efímera de las
palabras, una forma que, además, no se presta a una
gran variedad de manipulaciones. La designación ver­
bal de los objetos materiales los convierte en una forma
de palabras más permanente y más fácil de manipular.
Considerados desde este punto de vista, los objetos má­
gicos son los equivalentes anteriores a la escritura de
los conjuros escritos que son tan corrientes, en forma
de amuletos o de talismanes, en los medios culturales
que conocen la escritura, pero son precientíficos.
Naturalmente, la actitud del científico hacia las
94
palabras es diametralmente opuesta. Desecha con des­
precio cualquier sugerencia de que las palabras puedan
tener un poder inmediato y mágico sobre las cosas que
designan. De hecho, las nociones mágicas le parecen los
instrumentos más absurdos y extraños del pensamien­
to tradicional. Aunque atribuye un poder enorme a las
palabras, se trata del poder indirecto para controlar las
cosas mediante las funciones de explicación y de pre­
dicción. Las palabras son instrumentos al servicio de
dichas funciones: instrumentos que, como todos los
demás, hay que cuidar mientras sean útiles, pero hay
que abandonarlos despiadadamente en cuanto dejen
de serlo.
Así, pues, con el paso del predicamento «cerrado» al
«abierto» la concepción subyacente a la magia se vuelve
intolerable, y, para escapar de ella, las personas abrazan
la opinión de que las palabras varían independiente­
mente de la realidad. ¡Los racionalistas pretenciosos,
que se felicitan por su libertad con respecto al pensa­
miento mágico, deberían reflexionar sobre la natura­
leza de esa libertad!
Ideas-vinculadas-con-experiencias versus ideas-vinculadas-con-ideas
Muchos comentaristas de los sistemas de ideas de
las culturas africanas tradicionales han señalado que,
para los miembros de dichas culturas, su pensamiento
no se manifiesta como algo distinto de las realidades
que lo ponen en acción ni opuesto a ellas. Al contrario,
determinadas partes del pensamiento están vinculadas
con experiencias determinadas que aquéllas evocan.
Si las ideas en la cultura tradicional resultan ir vin­
95
culadas con experiencias, y no con ideas, la razón es la
que ya hemos explicado al hablar de la magia. Como
el miembro de dicha cultura no puede imaginar alter­
nativas a su sistema establecido de ideas, éstas apare­
cen vinculadas con los sectores de la realidad que re­
presenten. No puede considerárselas opuestas a la rea­
lidad en ningún sentido.
En una cultura orientada científicamente, como la
del antropólogo occidental, la situación es muy dife­
rente. El propio término de «idea» connota algo opues­
to a la realidad. Tampoco es del todo casual que en
dicha cultura se considere al historiador de las ideas
como el tipo de historiador menos realista. No sólo
están las ideas disociadas en las mentes de las perso­
nas de la realidad que las motiva, sino que además
van vinculadas con otras ideas, para formar totalida­
des y sistemas, percibidos como tales. Los sistemas de
creencias adquieren la forma no sólo de abstracciones
en las mentes de los antropólogos, sino también de
totalidades en las mentes de los creyentes.
Una vez más, podemos entender fácilmente ese cam­
bio en función del paso de un predicamento «cerrado»
a otro «abierto». Una visión de las posibilidades alter­
nativas impone a los hombres la fe en que las ideas
varían de algún modo, mientras que la realidad perma­
nece inmutable. Así, las ideas acaban por separarse de
la realidad: más aún, por oponerse a ella, incluso,
en cierto sentido. Además, esa visión, al dar al pensa­
dor la oportunidad de «salir» de su propio sistema, le
ofrece la posibilidad de llegar a verlo como un sistema.
96
Pensamiento irreflexivo versus pensamiento reflexivo
En esta etapa del análisis, no necesito insistir más
en la racionalidad esencial del pensamiento tradicional.
De hecho, en la Parte 1 ya lo he presentado como de­
masiado racional, en opinión de la mayoría de los an­
tropólogos. Y, sin embargo, en un sentido, dicho pensa­
miento no incluye entre sus realizaciones ni la lógica
ni la filosofía. A pesar de sus especulaciones cosmoló­
gicas, sociológicas y psicológicas, elaboradas y muchas
veces penetrantes, el pensamiento tradicional ha tenido
tendencia ha realizar las especulaciones sin pararse a
reflexionar en su naturaleza o en sus reglas. Recordan­
do una vez más el predicamento «cerrado», podemos
ver fácilmente por qué esas actividades intelectuales
de segundo orden han de estar prácticamente ausentes
de las culturas tradicionales. En pocas palabras, el
pensador tradicional, por no poder imaginar «posibles
alternativas a sus teorías y clasificaciones establecidas,
nunca puede empezar a formular normas generales de
razonamiento y de conocimiento. Pues, sólo donde haya
alternativas puede haber elección, y sólo donde haya
elección pueden existir normas que la regulen. Así
como la ausencia de lógica y filosofía es una caracterís­
tica de las culturas tradicionales, así también su pre­
sencia es característica de las culturas orientadas cien­
tíficamente. Así como el predicamento «cerrado» hace
imposible su aparición, así también el predicamento
«abierto» hace inevitable su aparición. Pues, en los
casos en que el pensador puede ver alternativas a su
sistema de ideas establecido, se plantea, con ella, la
cuestión de la elección, y el desarrollo de las normas
que regulen dicha elección.
97
Motivos mezclados versus motivos separados
Este contraste guarda una relación muy estrecha con
el anterior. Como señalé en la Parte 1 de este ensayo,
los objetivos de explicación y predicción están tan pre­
sentes en las culturas africanas tradicionales como en
las culturas en que la ciencia ha llegado a ocupar una
posición institucionalizada. No obstante, en ausencia de
normas explícitas del pensamiento, vemos que se las
pone en práctica estrictamente, pero no se reflexiona
sobre ellas ni se las define explícitamente. En esas
circunstancias, no se piensa en la coherencia o incohe­
rencia con respecto a otros fines y motivos. De ahí
que, siempre que encontramos un sistema teórico con
funciones explicativas y predictivas, vemos que otros
motivos intervienen y contribuyen a su desarrollo.
A pesar de sus preocupaciones cognoscitivas, la mayoría
de los sistemas religiosos africanos están poderosamen­
te influidos por lo que suele llamarse «necesidades
emocionales», es decir, necesidades referentes a deter­
minados tipos de relación personal. En África, como en
todas partes, todos los sistemas sociales fomentan en
sus miembros una enorme diversidad de dichas relacio­
nes, pero, después de haberlas fomentado, muchas
veces se muestran reacios a ofrecer oportunidades para
su satisfacción o incapaces de ofrecerlas. En esas situa­
ciones, los espíritus funcionan no sólo como entidades
teóricas, sino también como personas que hacen de sus­
titutos y proporcionan oportunidades para la formación
de vínculos prohibidos en el terreno social puramente
humano.
No hay duda de que, precisamente porque las enti­
dades teóricas del pensamiento tradicional resultan ser
98
personas, dan oportunidad especial para la interven­
ción de los motivos emocionales y estéticos. Quizás en
este sentido sí que haya algo en el lenguaje personal
de la teoría que indirectamente impide la adopción
de una actitud científica;- pues, siempre que un esque­
ma teórico particular esté muy cargado de elementos
emocionales y estéticos, éstos han de sumarse por
fuerza a las dificultades para abandonar dicho esquema,
cuando los fines cognoscitivos insten a hacerlo. Una vez
más, quisiera subrayar que el mero hecho de pasar de
un lenguaje impersonal a otro personal no basta para
volverse científico, y que se puede ser científico o
acientífico en ambos lenguajes. No obstante, en este
sentido, el lenguaje personal parece presentar ciertas
dificultades para la actitud científica, cosa que no
sucede con el lenguaje impersonal.
En los casos en que la posibilidad de elección ha es­
timulado el desarrollo de la lógica, de la filosofía y de
las normas del pensamiento en general, la situación
experimenta un cambio radical. Una teoría se considera
mejor que otra por referencia explícita a su eficacia para
explicar y para predecir. Y, a medida que esos obje­
tivos se van definiendo de forma cada vez más clara,
resulta cada vez más evidente que otros objetivos resul­
tan incompatibles con ellos. Las personas acaban por
ver que, para poder usar las ideas como instrumentos
eficaces de explicación y de predicción, no se puede
permitir que sean instrumentos para otros fines. (Natu­
ralmente, ésta es la esencia del ideal de «objetividad».)
De ahí que se desarrolle una gran prevención contra la
posibilidad de dejarse seducir por el atractivo emocio­
nal o estético de una teoría, prevención que en la Euro­
pa del siglo xx adopta a veces formas extremas, como
99
la desconfianza con respecto a cualquier publicación
de una investigación que no esté escrita en un estilo
absolutamente indigesto.
Diferencias relacionadas con la presencia o
AUSENCIA DE ANGUSTIA CON RESPECTO A LAS AMENA­
ZAS CONTRA EL CONJUNTO DE IDEAS ESTABLECIDAS
Actitud protectora versus actitud destructiva hacia la
teoría establecida
Tanto en el África tradicional como en el Occidente
orientado científicamente, una preocupación fundamen­
tal del pensamiento teórico es la predicción de los fenó­
menos. Pero existen notables diferencias en la reacción
ante el fracaso en la predicción.
En el pensamiento teórico de las culturas tradicio­
nales, se da una gran renuencia a reconocer los fraca­
sos en la predicción y a atacar las creencias utilizadas.
Al contrario, se utilizan otras creencias ordinarias de
forma que «excusen cada fracaso, en el momento en
que se produzca, y protejan las hipótesis teóricas fun­
damentales en que se basa la predicción. Ese uso de ex­
cusas ad hoc es un fenómeno que los antropólogos han
denominado «elaboración secundaria» 3.
La forma más fácil de examinar el proceso de la
elaboración secundaria es hacerlo en relación con las
3. Evans-Pritchard fue quien lanzó con gran brillantez y
penetración la idea de la elaboración secundaria como rasgo
fundamental de los sistemas de pensamiento prccientíficos en
su obra Brujería, oráculos y magia. Todos los análisis poste­
riores, incluido éste, están en profunda deuda para con él
(Evans-Pritchard, 1937).
100
actividades de los adivinos y de los encargados de los
oráculos, cuya misión consiste en descubrir la identidad
de las fuerzas espirituales responsables de determi­
nados sucesos del mundo visible y tangible, y las razo­
nes para su intervención. De forma característica, un
hombre enfermo va a ver a un adivino, y éste le dice
que determinada entidad espiritual está «molestán­
dolo». El adivino señala determinadas acciones de su
pasado como las razones que han provocado el enfado
del espíritu, e indica determinadas acciones terapéu­
ticas que aplacarán dicho enfado y devolverán la salud.
En caso de que el cliente realice la acción terapéutica
recomendada y, aun así, no experimente mejoría, es
probable que saque la conclusión de que el adivino era
un impostor o incompetente, y que busque a otro espe­
cialista. Generalmente, el nuevo adivino señalará a
otra entidad espiritual y a otra serie de circunstancias
incitantes y responsables del estado del enfermo, y
recomendará otra acción terapéutica. Además, es pro­
bable que dé alguna explicación sobre las razones por
las que el adivino anterior no supo descubrir la verdad.
Puede ser que corrobore las sospechas del cliente con
respecto a su impostura, o puede que diga que el es­
píritu en cuestión «se escondió detrás de» otro, de
forma que sólo el más diestro de los adivinos habría
podido descubrirlo. Si, después de eso, el cliente sigue
sin experimentar mejoría, recurrirá a otro adivino, y así
sucesivamente, quizás hasta que sus trastornos culmi­
nen en la muerte.
Lo que es digno de destacar en todo esto es el hecho
de que el cliente nunca considere sus repetidos fracasos
como pruebas contra la existencia de los diferentes seres
responsables de su estado, o como pruebas contra la
101
posibilidad de ponerse en contacto con dichos seres,
cosa que los adivinos afirman conseguir. Como tampo­
co intentan nunca los miembros de la comunidad en
que vive anotar la proporción de éxitos y fracasos en
las acciones terapéuticas basadas en sus creencias, con
el fin de impugnar dichas creencias. Como máximo,
se quejan de la impostura y de las supercherías de al­
gunos adivinos, al tiempo que conservan su fe en la
existencia de especialistas honrados y competentes.
En esas culturas tradicionales, la impugnación de
las creencias en que se basa la adivinación y la com­
paración de los éxitos con los fracasos simplemente no
figuran entre los caminos que puede seguir el pensa­
miento. Son caminos cerrados, porque los pensadores
de esos sistemas son víctimas del predicamento «cerra­
do». Para ellos, las creencias establecidas tienen una
validez absoluta, y cualquier amenaza contra ellas es
una amenaza espantosa de caos. ¿A quién se le ocu­
rriría saltar de la palmera, cuando fuera imposible
encontrar otra rama de la que colgarse?
En los casos en que la perspectiva científica ha
llegado a afianzarse poderosamente, las actitudes hacia
las creencias establecidas son muy diferentes. Mucho
se ha hablado del escepticismo esencial del científico
hacia las creencias establecidas; y creo que debemos
reconocer que eso es lo que lo distingue sobre todo del
pensador tradicional. Pero hemos de tener cuidado con
respecto a esto. La imagen del científico dispuesto cons­
tantemente a desechar o a degradar la teoría establecida
encierra una exageración peligrosa y también una reali­
dad importante. El científico está siempre, por decirlo
así, evaluando, comparando los éxitos de una teoría
con sus fracasos. Y, cuando los fracasos son muchos y
102
de importancia, la defensa de esa teoría se convierte
inexorablemente en un ataque contra ella.
Quizás esa disposición para desechar o degradar
teorías establecidas en razón de sus pobres resultados
a la hora de predecir sea el rasgo particular más im­
portante de la actitud científica. Sugiero que es un
resultado directo del predicamento «abierto». Pues sólo
cuando el pensador puede ver su sistema de ideas
como una alternativa entre muchas otras, puede con­
siderar sus ideas establecidas como algo sin valor abso­
luto. Y sólo cuando las ve así, puede considerar su
abandono como algo diferente de un salto espantoso,
irreparable, en el vacío.
La adivinación, enfrentada con una teoría que pos­
tula varias causas posibles para un fenómeno deter­
minado, y sin medios para inferir la causa efectiva a
partir de los testimonios observables, lo que hace es,
por decirlo así, «saltar por encima de» dichos testi­
monios. Evoca un signo procedente del dominio de
esas entidades observables que rigen las conexiones
causales que trata, un signo que le permite decir cuál
de las diferentes secuencias indicadas por la teoría es
la que interviene efectivamente.
Las técnicas de adivinación comparten dos rasgos
básicos. En primer lugar, como ya he dicho, son medios
de seleccionar una secuencia causal efectiva a partir de
varias secuencias causales potenciales. En segundo
lugar, todas ellas exhalan un aura de falibilidad que
hace posible «disculparlo todo», cuando las prescrip­
ciones terapéuticas basadas en ellas no dan resultado.
Así, muchos procedimientos de adivinación requieren
un conocimiento o poder esotérico por parte del espe­
cialista del cual carece el cliente. Eso explica que el
103
cliente no pueda fiscalizar al especialista, y siempre
existe la posibilidad de explicar el fracaso a posteriori,
en función de la impostura o absoluta incompetencia
de éste. Además, se considera que todos esos procedi­
mientos son muy delicados y que se deterioran fácil­
mente. Entre otras cosas, pueden verse afectados por
contaminación, o por maquinaciones por parte de
quienes sientan rencor hacia el cliente. De modo que,
mientras que los rasgos positivos permiten llegar a un
veredicto causal definitivo a pesar de la teoría de las
secuencias convergentes, el aura de falibilidad propor­
ciona la acción de autoprotección de dicha teoría, al
hacer posible, en caso de fracaso, el paso de una se­
cuencia potencial a otra de forma que la teoría en
conjunto quede libre de impugnación. En el último
apartado hemos observado que el contexto de la adi­
vinación proporcionaba algunos de los ejemplos más
claros del mecanismo de defensa denominado «elabora­
ción secundaria». Ahora creo que podemos ir más
lejos: es decir, podemos decir que la adivinación debe
su existencia a las exigencias de dicho mecanismo.
En los casos en que prevalece el predicamento
«abierto», las angustias provocadas por las amenazas
contra las teorías establecidas disminuyen, y los cami­
nos del pensamiento antes cerrados se abren. Ahora
presenciamos el desarrollo de teorías que asignan efec­
tos distintivos a las diferentes causas; y ante esa evo­
lución el tipo de teoría que supone la existencia de
secuencias convergentes tiende a desaparecer. Desde
luego, en la actualidad está más de moda hablar de
covariación que de causa y efecto. Pero la fórmula de
la covariación continua del tipo ds = f. dt, tan des­
tacada en la teoría científica moderna, es un ejemplo,
104
de hecho, de la tendencia a que me refiero. Pues, si la
desciframos, el significado implícito de esa fórmula es
el de que a un número infinito de valores de una
variable de causas corresponde un número infinito de
valores de una variable de efectos.
Cuando este tipo de teoría predomina, el adivino
queda sustituido por el especialista en diagnósticos.
Este último, ya se ocupe de trastornos corporales o
de desastres aéreos, trabaja de una forma que difiere
en aspectos importantes de su equivalente tradicional.
Como utiliza teorías que postulan secuencias de causas
no convergentes, su tarea es absolutamente más pro­
saica que la del adivino. Pues, dada la no convergen­
cia, una observación completa y detallada, más el co­
nocimiento de la teoría pertinente, le permite dar un
veredicto causal carente de ambigüedad. Una vez cum­
plidas esas condiciones, no hay necesidad de realizar las
operaciones adicionales del adivino. No se necesitan
mecanismos especiales que evoquen signos procedentes
del dominio de las entidades inobservables. No hay
necesidad de un procedimiento para saltar «por encima
de» los testimonios observables para descubrir cuál, de
entre varias causas potenciales, es la que se busca.
Adivinación versus diagnóstico
En una versión más larga de este ensayo, expuse
algunos paralelismos entre las actividades del adivino
africano tradicional y las del especialista en diagnósti­
cos occidental. En particular, mostré que usan de forma
parecida las ideas teóricas: a saber, como medios de re­
lacionar los efectos observados con causas que quedan
fuera del alcance del sentido común. Ahora voy a
105
examinar algunas diferencias fundamentales entre esos
dos tipos de agentes.
Una teoría que postula secuencias causales conver­
gentes 4, aunque hasta cierto punto se proteja a sí
misma, se enfrenta con graves problemas a la hora de
su aplicación a la vida cotidiana. Pues el hombre que
visita a un adivino por estar aquejado de una desgra­
cia no quiere que le digan que podría deberse a cuatró
clases diferentes de espíritus, activados por las cir­
cunstancias A, B, C o D. Quiere un veredicto concreto
y una prescripción terapéutica concreta.
Así, pues, el especialista en diagnósticos, lejos de
ser parte integrante de mecanismo alguno para defen­
der la teoría, colabora con las circunstancias que condu­
cen al abandono de las ideas antiguas y a la adopción de
las nuevas.
Ausencia versus presencia de método experimental
Quien haya leído la Parte 1 de este ensayo no debe
tener dudas sobre lo exactamente que se ajustan con
frecuencia los sistemas teóricos africanos tradiciona­
les a los hechos predominantes de la personalidad, de
la organización social y de la ecología. De hecho, aun­
que muchas de las conexiones causales que postulan
resulten ser obstáculos, cuando se las somete al escru­
tinio científico, hay otras que resultan ser muy reales
e importantes. Así, una parte importante de la teoría
religiosa tradicional postula e intenta explicar la co­
nexión entre los trastornos en las relaciones sociales
4. Es decir, la posibilidad de que un resultado, E, sea atribuible a una cualquiera de entre una serie de causas, A, B,
C, D, etc.
106
y las enfermedades, conexión cuya realidad e importan­
cia los médicos occidentales están empezando a ver.
No obstante, los ajustes de esos sistemas a los cambios
de la experiencia son esencialmente lentos, graduales y
a regañadientes. No debe ocurrir nada que provoque
la sospecha de que se están impugnando los modelos
teóricos básicos.
En cambio, lo característico del pensamiento cientí­
fico es el «adelantarse» a la experiencia. Puede hacerlo
gracias a este rasgo distintivo de la actividad del cien­
tífico: el método experimental. Dicho método no es ni
más ni menos que la extensión positiva de la actitud
«abierta» hacia las creencias y categorías establecidas
a que nos hemos referido en las págs. 101-103. Pues lo
esencial del experimento reside en que el partidario
de una teoría no espera que los fenómenos se produz­
can y revelen si tiene o no capacidad de predicción. Lo
asedia con fenómenos producidos artificialmente de
forma que sus méritos o defectos se revelen lo más in­
mediata y claramente posible.
Así, pues, podemos decir que, mientras que en el
pensamiento tradicional se da un ajuste continuo, pero
renuente, de las teorías a la experiencia nueva, en la
ciencia los hombres pasan la mayor parte del tiempo
creando deliberadamente nuevas experiencias con el fin
de verificar sus teorías. Mientras que en el pensamiento
tradicional la experiencia es la que determina princi­
palmente la teoría, en el mundo del científico experi­
mental en cierto sentido la teoría es la que determina la
experiencia.
107
La confesión de ignorancia
El antropólogo europeo que trabaja en una comuni­
dad africana tradicional no recibe prácticamente nunca
una confesión de ignorancia sobre una cuestión que los
propios indígenas consideren importante. Por ejemplo,
prácticamente nunca se encuentra con una enfermedad
o un fracaso en la cosecha de tipo ordinario cuya causa
y cura o solución afirmen los indígenas no conocer.
Dado el predicamento básico del pensador tradicio­
nal, semejante admisión sería verdaderamente intole­
rable. Pues, donde no haya alternativas concebibles al
sistema teórico establecido, cualquier indicio de que
el sistema no está a la altura de las circunstancias ha
de ser por fuerza un indicio del caos y, por esa razón,
ha de provocar una angustia extremada.
En el caso del científico, su disposición para poner
a prueba cualquier teoría hasta el extremo de eliminarla
hace que sea inevitable la confesión de ignorancia,
siempre que una teoría se desmorone, al ponerla a
prueba, y no haya otra disponible de forma inmediata.
De hecho, sólo en una cultura en que la actitud
científica esté firmemente institucionalizada podemos
esperar oír la respuesta «no sabemos» de labios de un
experto a quien se le haya preguntado por las causas de
un azote humano tan terrible como el cáncer.
Coincidencia, azar, probabilidad
Estrechamente relacionada con la capacidad para to­
lerar la ignorancia está la elaboración de conceptos que
reconocen formalmente la existencia de varios tipos de
limitación que impiden que la explicación y la predic­
108
ción sean perfectas. Entre esos conceptos destacan los
de coincidencia, azar y probabilidad.
Empecemos por la idea de coincidencia. En las cultu­
ras tradicionales de África dicho concepto está muy
poco desarrollado. Existe la tendencia a atribuir una
causa concreta a cualquier acontecimiento adverso.
Cuando una rama podrida cae de un árbol y mata a
un hombre que pasaba por debajo, hay que dar una ex­
plicación precisa de esa calamidad. Quizás el hombre
riñó con un hermanastro sobre alguna cuestión de
herencia y este último provocó la caída de la rama
mediante las artes de un hechicero. O quizás hizo mal
uso de una propiedad del linaje, y los antepasados
hicieron caer la rama sobre su cabeza. La idea de que
el suceso pudiera haberse producido por la convergen­
cia accidental de dos series independientes de fenó­
menos es inconcebible, porque es intolerable psicológi­
camente. Acariciar dicha idea equivaldría a admitir que
el ejercicio era inexplicable e imprevisible: una con­
fesión notoria de ignorancia.
Lo mismo ocurre con la idea de probabilidad. Mien­
tras que el pensamiento tradicional es propenso a exi­
gir pronósticos precisos con respecto a si algo va a
suceder o no, el científico se contenta muchas veces
con conocer la probabilidad de que suceda, es decir, el
número de veces que se producirá en una serie hipoté­
tica de, por ejemplo, cien intentos. Cuando se elaboró
por primera vez, se consideró el pronóstico de la proba­
bilidad como un instrumento provisional para usarlo en
situaciones en que se suponía que la posesión de todos
los datos pertinentes habría permitido realizar una
predicción precisa. Ese es todavía un contexto impor­
tante de la predicción de la probabilidad, y seguirá
109
siéndolo. No obstante, sigue siendo válida la hipótesis
de que, si se pudieran conocer y observar todos los
factores pertinentes, se podrían sustituir los pronósticos
de la probabilidad por las predicciones inequívocas.
Así, pues, desde un cierto punto de vista, el des­
arrollo de la perspectiva científica resulta ser más que
nada un aumento en la humildad intelectual. Mientras
que el pensador precientífico es incapaz de confesar ig­
norancia con respecto a cualquier cuestión de vital
importancia práctica, el científico serio siempre está
dispuesto a hacerlo. Además, mientras que el pensador
precientífico es reacio a reconocer la más mínima limi­
tación en su capacidad para explicar y predecir, el cien­
tífico no sólo afronta dichas limitaciones con ecuanimi­
dad, sino que además dedica mucha energía a explicar
y delimitar su alcance.
Sugiero que esa humildad es consecuencia de una
confianza implícita la confianza procedente de enten­
der que las creencias que profesamos normalmente no
son las definitivas en la búsqueda humana de la armo­
nía. Una vez entendido eso, la dificultad de afrontar
sus limitaciones prácticamente desaparece.
Actitud protectora versus actitud destructiva hacia el
sistema de categorías
Si pedimos a alguien que enumere rasgos típicos del
pensamiento tradicional, es casi seguro que citará el
fenómeno conocido como «tabú». «Tabú» es el término
antropológico para referirse a una reacción de horror y
aversión hacia determinadas acciones o fenómenos que
se consideran monstruosos y contaminantes. Lo carac­
terístico de la reacción de tabú es que las personas no
110
pueden justificarla en términos racionales a posteriori: los fenómenos declarados tabú son pura y simple­
mente malos por sí mismos. Los indígenas adoptan
todas las medidas posibles para impedir que los fenó­
menos declarados tabú se produzcan y para aislarlos
y expulsarlos, cuando se hayan producido.
Durante mucho tiempo el tabú ha sido un misterio
para los antropólogos. De las muchas explicaciones pro­
puestas, sólo unas pocas han concordado con algo más
que una pequeña selección de los ejemplos observados.
Sólo recientemente un antropólogo ha colocado el
fenómeno en una perspectiva más satisfactoria mediante
la observación de que prácticamente en todos los casos
de reacción de tabú los fenómenos y acciones en cues­
tión son los que se oponen a las líneas de clasifica­
ción establecidas en la cultura en que se producens.
Quizás la ocasión más importante de reacción de
tabú en las culturas africanas tradicionales sea la comi­
sión del incesto. El incesto es uno de los desafíos más
rotundos al sistema de categorías establecido: pues
quien lo comete trata a una madre, a una hija o a una
hermana como a una esposa. Otra ocasión corriente
para la reacción de tabú es el nacimiento de gemelos.
En este caso, la distinción de categorías de que se
trata es la de seres humanos versus animales, pues
los partos múltiples se consideran característicos de los
5. Esta observación puede muy bien resultar ser un hito
en nuestro entendimiento del pensamiento tradicional. La hizo
hace años Mary Douglas, quien ha desarrollado muchas de
sus connotaciones en un libro reciente, Purity and Danger
(Douglas, 1966). Aunque no coincidimos con respecto a deter­
minadas connotaciones de mayor amplitud, el presente análi­
sis está en profunda deuda para con sus interpretaciones.
111
animales en lo que tienen de opuestos a los hombres.
Otro objeto generalmente declarado tabú es el cadáver
humano, que ocupa, por decirlo así, un no marís land
clasificatorio entre los seres vivos y los inanimados.
Igualmente extendido está el hecho de declarar tabú
excreciones humanas como las heces y la sangre mens­
trual, que ocupan el mismo no man's land entre los
seres vivos y los inanimados.
Así como se defienden los dogmas esenciales del
sistema teórico tradicional contra la experiencia ad­
versa mediante una elaborada serie de disculpas al fra­
caso a la hora de predecir, así también se defienden
las distinciones clasificatorias principales del sistema
mediante reacciones, propias de la prevención del tabú,
contra cualquier suceso que se oponga a ellas. Como
todos los sistemas de creencias suponen un sistema de
categorías, y viceversa, la elaboración secundaria y la
reacción de tabú son en realidad caras opuestas de la
misma moneda.
De todo esto se desprende que, igual que ocurre
con la elaboración secundaria, la reacción de tabú no
figura entre los reflejos del científico. Para éste, lo
que se resista a encajar o no encaje en el sistema de
categorías establecido no es algo espantoso, que haya
que aislar o expulsar. Al contrario, es un «fenómeno»
intrigante: un punto de partida y un estímulo para
la invención de nuevas clasificaciones y nuevas teorías.
Es algo que a todos los investigadores jóvenes les
gustaría ver aparecer en su terreno de observación: qui­
zás podría ser el primer peldaño de la escalera que con­
duce a la fama. Si un biólogo se encontrase con un niño
nacido con cabeza de cabra, le resultaría difícil conse­
guir que su compasión ocultara su júbilo. Y, por lo que
112
se refiere a los antropólogos, ¡podemos suponer que
su sueño secreto es el de encontrar toda una comunidad
de hombres que de preferencia se acuesten con sus
madres!
El paso del tiempo: ¿bueno o malo?
En la escala temporal más importante de la cultura
tradicional típica, se considera que las cosas fueron
mejores en la edad de oro de los héroes fundadores
que en la actualidad. En una importante escala tempo­
ral secundaria, la anual, el fin del año es un momento
en que todo lo que constituye el cosmos está débil y
menos activo, agobiado por una acumulación de sucie­
dad y contaminación.
Un corolario de esa actitud hacia el tiempo es un
rico desarrollo de actividades destinadas a negar su
paso mediante un «regreso al comienzo». De forma
característica, dichas actividades dependen de la premi­
sa mágica de que una presentación simbólica de cierto
suceso arquetípico puede recrearlo en cierto sentido
y borrar el paso del tiempo transcurrido desde que se
produjo por primera vez.
Mientras que el pensador tradicional intenta encar­
nizadamente anular el paso del tiempo, casi podemos
decir que el científico intenta desesperadamente obligar
al tiempo a que pase más deprisa. Pues en su apasio­
nada puesta en práctica del método experimental, lo
que hace es esforzarse para crear nuevas situaciones
que la naturaleza, por sí misma, produciría lentamente,
en caso de hacerlo, lo que no es seguro.
Una vez más, la actividad del científico puede enten­
derse en función del predicamento «abierto». Para él,
113
las ideas que profesa con respecto a un tema determi­
nado no son sino una posibilidad entre muchas. De ahí
que los sucesos que las amenacen no supongan la ame­
naza total, espantosa, que serían para el pensador tradi­
cional.
Esto por lo que se refiere a las diferencias sobresa­
lientes entre el pensamiento tradicional y el científico.
El concepto de predicamento «cerrado» no sólo propor­
ciona una clave para entender cada uno de los once
rasgos sobresalientes del pensamiento tradicional, sino
que además ayuda a entender por qué dichos once ras­
gos florecen y desaparecen juntos.
¿Cuáles son las circunstancias que contribuyen a
fomentar la conciencia de las alternativas a los mode­
los teóricos establecidos? Tres factores importantes
se me ocurren inmediatamente: el desarrollo de la
transmisión por escrito de las creencias, el desarrollo
de comunidades culturalmente heterogéneas, y el desa­
rrollo del complejo comercio-viajes-exploración.
Al citar esos tres factores como fundamentales para
el desarrollo del predicamento «abierto», no quiero
decir que, dondequiera que se produzcan, se dé una
transición indolora, automática y completa del pensa­
miento «cerrado» al «abierto». Al contrario, parece
inevitable que la transición sea dolorosa, violenta y
parcial.
¿Por qué ha de ser dolorosa la transición? Uno de
los temas de este ensayo ha sido la forma cómo una
conciencia en desarrollo de concepciones del mundo
alternativas va eliminando las actitudes que atribuyen
una validez absoluta a la concepción establecida. Pero
se trata de un proceso que se produce con el tiempo, en
el transcurso de generaciones, de hecho. A lo largo del
114
proceso, tiene por fuerza que haber muchas personas en
las que la confrontación no haya todavía producido
su efecto. Esas personas conservarán todavía la antigua
sensación de la validez absoluta de sus sistemas de
creencias, con todas las angustias consiguientes con
respecto a las amenazas contra ellas. Para esas perso­
nas, la confrontación seguirá siendo una amenaza del
caos más espantoso, una amenaza que exige las medidas
más drásticas. Reaccionan de una de estas formas: bien
intentando aniquilar a los responsables de la confron­
tación, muchas veces hasta el último hijo todavía no
nacido; bien intentando convertirlos a sus propias
creencias mediante la actividad misionera fanática.
Por otro lado, como ya he dicho más arriba, el mun­
do del pensamiento en progreso y cambio constan­
tes producido por el predicamento «abierto» produce
su propia sensación de inseguridad. Muchas personas
consideran intolerable ese mundo en transformación.
Algunas se adaptan a sus miedos desarrollando una
fe excesiva en el progreso hacia el futuro en que por
fin se conocerá «la Verdad». Pero otras añoran con
nostalgia las creencias fijas, incuestionables, de la cultu­
ra «cerrada». Piden el establecimiento y el control auto­
ritarios del dogma, y la persecución de quienes hayan
conseguido encontrarse a gusto en un mundo en que las
ideas están siempre en transformación. Es evidente que
el predicamento «abierto» es algo precario y frágil.
Es cierto que en la actualidad en América y en Euro­
pa occidental el predicamento «abierto» parece haber
superado esa situación'de inseguridad gracias al reco­
nocimiento público de la utilidad práctica de las cien­
cias. Ha conseguido una posición firme en la cultura
porque sus resultados realzan los valores compartidos
115
tanto por las personas de mentalidad «abierta» como
por las de mentalidad «cerrada». Sin embargo, ni si­
quiera en este caso tiene ni mucho menos una prepon­
derancia universal. Al contrario, es casi un fenómeno
minoritario. Fuera de las diferentes disciplinas acadé­
micas en que se lo ha institucionalizado, su influencia
es tristemente menor de lo que desearían quienes des­
criben la cultura occidental como «orientada científica­
mente».
Muchas veces, las razones por las que el profano
acepta los modelos propuestos por el científico no
difieren de las que tiene el joven habitante de una aldea
africana para aceptar los modelos propuestos por uno
de sus mayores. En ambos casos se respeta a los auto­
res de las propuestas como agentes acreditados de la
tradición. En cuanto a las reglas que guían a los pro­
pios científicos a la hora de aceptar o rechazar modelos,
raras veces pasan a formar parte del bagaje intelectual
de la mayoría de la población. A pesar de la apariencia
de modernidad del contenido de su concepción del
mundo, el profano occidental moderno raras veces tiene
una concepción más «abierta» o científica que el habi­
tante de una aldea africana tradicional.
116
REFERENCIAS
Beattie, J., 1966, «Ritual and social change», Journal of
the Royal Anthropological Institute, vol. 1, n.° 1.
Douglas, M., (1966), Purity and Danger, Routledge &
Kegan Paul. (Hay tr. esp. Pureza y peligro, Siglo XXI,
Madrid.)
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azande. Biblioteca Anagrama de Antropología, Barce­
lona.)
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Popper, K. R., 1945, The Open Society and its Enemies.
Routledge. (Hay tr. esp., La sociedad abierta y sus
enemigos, Paidos, Buenos Aires.)
117
NOTAS BIO-BIBLIOGRAFICAS
Hermán Max Gluckman nació en 1911 en Africa del Sur.
Alumno de I. Schapera en la universidad de Witwatersrand
(Africa del Sur), Gluckman termió su D. Phil en 1936 en
Oxford, donde Marett era profesor. Hizo trabajo de campo
en Africa del Sur y Africa Central, donde dirigió el RhodesLivingstone Instituía (194247). Enseñó dos años en Oxford
antes de ser nombrado profesor de antropología social en
la Universidad de Manchester (1949). Sus intereses, como
los de sus colegas de la Escuela de Manchester, se concen­
traron en los análisis de conflictos sociales y sus resolu­
ciones. Gluckman se retiró en 1971.
1949 An Analysis of the Sociological Theories of Bronislaw Malinowski. Londres: OUP.
1951 (co-ed.) Seven Tribes of British Central Africa. Lon­
dres: OUP.
1955 Costum and Conflict in Africa. Oxford: Blackwell.
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Rhodesia. Manchester: Manchester University Press.
1958 Analysis of a Social Situation in Modern Zululand.
(Rhodes-Livingstone Institute Paper, n.° 28.)
1962 (co-ed.) Essays on the Ritual of Social Relations.
Manchester: Manchester University Press.
1963 Order and Rebellion in Tribal Africa. Londres: Cohén
& West.
1964 (ed.) Closed Systems and Open Minds: The Limits of
Naiveté in Social Anthropology. London: Oliver &
Boyd.
1965 The Ideas in Barotse Jurisprudence. New Haven:
Yale University Press.
Politics, Law and Ritual in Tribal Society. Oxford:
Basil Blackwell.
1972 (ed.) The Allocation of Responsibility. Manchester:
Manchester University Press.
118
Mary Tew Douglas nació en 1921 en Italia. Estudió filo­
sofía, ciencia política y economía en Oxford, donde recibió
su D. Phil en antropología social en 1952. Hizo trabajo
de campo entre los lele del Congo (1949-50). Ha enseñado
en el University College London desde 1951. Su especia­
lidad son los sistemas simbólicos y rituales, así como la
antropología económica.
1950 Peoples of the Lake Nyasa Región. Londres: OUP.
1963 The Lele of Kasai. Londres: OUP.
1965 "Lele Economy compared with the Bushong", en Markets in Africa (eds. P. Bohannan y G. Dalton). Nueva
York: Natural History Press.
1966 Purity and Danger: An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo. Londres: Routledge & Kegan Paul
(tr. esp.: Pureza y Peligro. Madrid: Siglo XXI).
1969 Man in Africa (co-ed. con P. Kaberry). Londres: Tavistock.
1970 Witchcraft, Confessions and Accusations. Londres:
Tavistock.
Natural Symbols. Londres: Barrie & Rockliff.
1973 "Self Evidence". Proceedings of the R.A.I. (tr. esp.
Sobre la naturaleza de las cosas, Barcelona: Cuader­
nos Anagrama, n.° 85).
119
ÍNDICE
Max Gluckman
La lógica de la ciencia y de la brujería afri­
canas ...........................................................
7
Mary Douglas
Brujería: el estado actual de la cuestión. Treinta
años después de Brujería, oráculos y magia
entre los azande..................................................31
Robin Horton
El pensamiento tradicional africano y la ciencia
occidental............................................................. 73
PANORAMA DE LA ANTROPOLOGIA
CULTURAL CONTEMPORANEA
Bajo la dirección de Ino Rossi (8 volúmenes)
Ino Rossi y Edward O’Higgins
Teorías de la cultura y métodos antropológicos
2 John J. Gumperz y Adrián Bennett
Lenguaje y cultura
3 George DeVos
Antropología psicológica
4 Maurice Godelier
Instituciones económicas
5 Ira Buchler
Estudios de parentesco
6 Lawrence Krader e Ino Rossi
Antropología política
7 Erik Schwimmer
Religión y cultura
8 Stanley Diamond y Bernard Belasco
De la cultura primitiva a la cultura moderna
1
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