LaVIda de las imágenes Arte huichol Johannes Neurath La vida de las imágenes. Arte huichol Primera edición, 2013 Coedición: Artes de México y del Mundo S.A. de C.V. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Dirección General de Publicaciones Edición: Margarita de Orellana Coordinación editorial: Gabriela Olmos Diseño y formación: Alejandra Guerrero Esperón Corrección: Lucía Segovia Asistencia editorial: José Acevez, Verónica Gómez Martínez Todos los dibujos en esta edición fueron tomados de: Lumholtz, Carl (1904). El México desconocido. Nueva York: Charles Scribner’s Sons. Imágenes: José Benítez Sánchez. La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme, 1980. Museo Nacional de Antropología: pp. 74, 80, 82-83, 117. José Benítez Sánchez. Los jicareros, 2005. Colección Artes de México: pp. 125-131. Johannes Neurath: pp. 104, 117. Art Resource, NY / Album: p. 101. Art Resource, NY / bpk, Berlín / Alte Pinakothek, Bayerische Staatsgemaeldesammlungen, Múnich, Alemania: p. 100. National Museum of the American Indian, Smithsonian Institution (N24848) / Fotografía de Davies Edward H.: p. 71. LaVIda de las imágenes Arte huichol inah. La reproducción, el uso y el aprovechamiento por cualquier medio de las imágenes pertenecientes al patrimonio cultural de la nación mexicana contenidas en esta obra, están limitados conforme a la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, y la Ley Federal del Derecho de Autor. Su reproducción debe ser aprobada previamente por el inah y el titular del derecho patrimonial. D.R. © 2013, Del texto: Johannes Neurath D.R. © 2013, Artes de México y del Mundo S.A. de C.V. Córdoba 69 Col. Roma, C.P. 06700 México, D.F. D.R. © 2013, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc C.P. 06500, México, D.F. www.conaculta.gob.mx ISBN 978-607-461-144-1, Artes de México ISBN 978-607-516-330-7, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la autorización por escrito de los coeditores. Impreso en México Página 2: Jícara de los Venados del Norte y del Sur. | Páginas 2-3: Tepari de Tatewari. Página 3: Nierika de Tatei Nia’ariwame. | Página 5: Nierika. | Página 7: Tsɨkurite. Johannes Neurath A Ximena y Aldonza índice Agradecimientos, 11 i. Jamás premodernos, 15 ii. Persona-jícara y persona-flecha, 29 iii. Entre mirar y no mirar, 59 iv. Entre la representación y la revelación, 75 v. Máscaras enmascaradas, 105 vi. Un origen que es destino, 125 Glosario, 133 Bibliografía, 137 agradecimientos L Peyote flechado. as fiestas de la Casa Grande, mi primer libro sobre los huicholes, privilegió los temas originales: historia, organización social, ciclos rituales y todo lo que no se había trabajado de forma suficiente en este grupo. Trataba de evitar el chamanismo y el arte. En este sentido, este libro claramente es un retroceso. Ahora sí hablaré de lo de siempre, pero quiero comprobar que también en la investigación sobre clichés caben las sorpresas. Esto explica el carácter no tan etnográfico de este texto. Se trata de desarrollar un marco conceptual para el estudio del arte / huichol. Para más detalles etnográficos remito a publicaciones previas. Quiero agradecer a los comuneros de Keuruwitɨa, con quienes he trabajado desde la década de 1990, así como a los numerosos artistas huicholes de estambre y de chaquira que, provenientes de diferentes comunidades del Gran Nayar, han compartido sus experiencias conmigo y me han visitado en el museo, a pesar de que casi nunca tenemos presupuesto para adquirir piezas. En especial quiero recordar a Juan Ríos Martínez y José Benítez Sánchez, ambos ahora fallecidos. Debo mucho a mis colegas etnógrafos del Gran Nayar: Olivia Kindl, investigadora de las jícaras huicholas y del nierika, Paul Liffman, Margarita Valdovinos, Antonio Reyes, Héctor Medina, Jesús Jáuregui, Arturo Gutiérrez y, más recientemente, Regina Lira y Ricardo Pacheco, vecinos en Keuruwitɨa. Junto con investigadores de otras regiones y continentes, Olivia, Margarita, Antonio y yo formamos parte del Grupo de Investigación Internacional (gdri) de Antropología e Historia del Arte, coordinado por Anne-Christine Taylor del Musée du Quai Branly. Desde 2006 he participado en numerosas actividades de esta red de investigadores y aprendido mucho sobre antropología del arte. También participé en el proyecto Art–Rituel-Mémoire, coordinado por Carlo Severi, Julien Bonhomme y Pierre Déléage. Faja Comencé este libro durante una estancia en el Laboratoire d’Anthropologie Sociale del Collège de France, bajo la dirección de Philippe Descola. Tuve la oportunidad de presentar avances en su seminario y de colaborar en la exposición “La Fabrique des Images” (Descola, 2010). También presenté en el seminario de Carlo Severi, Giovanni Careri y Denis Vidal de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess), así como en el seminario de investigación del Musée du Quai Branly coordinado por Anne-Christine Taylor, Julien Bonhomme y Laurent Berger. En el seminario “Magic Circle” de Piers Vitebsky del Scott-Polar Institute Cambridge, Carlos Mondragón —del Colegio de México— y yo presentamos un trabajo que también fue un paso importante hacia los planteamientos de este libro. En el Museo Nacional de Antropología agradezco sobre todo a nuestra antigua directora, Diana Magaloni. Juntos impartimos un curso de posgrado sobre antropología del arte que fue una experiencia muy importante para terminar este texto. También quiero agradecer a Paco Link (que actualmente colabora en el Metropolitan Museum of Art), con quien realicé un interactivo multimedia sobre el cuadro de José Benítez Sánchez que se expone en la Sala del Gran Nayar y que es un importante antecedente de este libro. En el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) he contado con el apoyo de Gloria Artis cuando ella era la Coordinadora Nacional de Antropología y colaboramos en el proyecto “Etnografía de las Regiones de México”. Durante este tiempo trabajamos intensamente sobre los temas de ritual, cosmovisión y chamanismo. De manera especial, agradezco la oportunidad de intercambiar ideas con Saúl Millán, Miguel Ángel Rubio, Lourdes Báez, Marina Alonso, Catherine Good, Natalia Gabayet y Leopoldo Trejo. Viola König, Richard Haas y Manuela Fischer del Museo Etnológico de BerlínDahlem me apoyaron mucho al permitirme estudiar la colección Preuss resguardada en esta institución. También agradezco el apoyo de Dorothea McEwan del Warburg-Institute London, donde tuve el privilegio de realizar una breve estancia de investigación. En diferentes momentos del proceso de investigación he contado con importantes interlocutores como Lúcia de Sá y Gordon Brotherston (entonces Stanford, ahora Manchester), Roy Wagner (University of Virginia), Pedro Pitarch (Universidad Complutense Madrid), Martin Holbraad (University College London), Pedro de Niemeyer Cesarino (Universidad Federal de Sao Paulo), Guillermo Wilde (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas [Conicet], Buenos Aires), Danièle Déhouve (École Practique des Hautes Études), Aline Hémond (París VIII), Jacques Galinier (París X), Salvatore d’Onofrio, Dimitri Karadimas y Perig Pitrou (colegas del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del Collège de France), Dimitri Lorrain y Muriel van Vliet (Deutsches Forum für Kunstgeschichte París), Guillhem Olivier y Federico Navarrete (ambos del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam), Roger Magazine (Universidad Iberoamericana), Laura Romero (Universidad de las Américas Puebla), Isabel Martínez (Instituto de Investigaciones Antropológicas de la unam) y Juan Negrín (Wixarika Research Center). También agradezco el apoyo que he recibido de Margarita de Orellana, Alberto Ruy-Sánchez, Gabriela Olmos (definitivamente la mejor editora de México) y de todo el equipo de la revista Artes de México donde he tenido el privilegio de colaborar en múltiples ocasiones. Finalmente, quisiera hacer una observación con respecto al título. He decidido llamar a este libro La vida de las imágenes como una suerte de homenaje a la edición homónima de Fritz Saxl, quien fuera el principal colaborador de Aby Warburg en el instituto que lleva su nombre. jamás premodernos Una tradición hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo. Octavio Paz La religión pagana es politeísta. Ahora bien, la naturaleza es plural. La naturaleza, consecuentemente, no se nos aparece como un conjunto, sino como “muchas cosas”. No podemos afirmar positivamente, sin el auxilio de un racionalismo mediador, sin la intervención de la inteligencia en la experiencia directa, que exista, de verdad, un conjunto llamado Universo, que haya una unidad, una cosa que sea una, designable por naturaleza. La realidad, para nosotros, nos surge directamente plural. Fernando Pessoa Los huicholes más allá de los estereotipos Nierika del Padre Sol. Los huicholes o wixaritari (wixarika en singular) son uno de los pueblos indígenas de México en torno a los cuales se han construido más estereotipos. Se ha dicho de ellos que son en su mayoría chamanes-artistas, que conservan costumbres prehispánicas, que son una suerte de eslabón perdido entre los antiguos pobladores de Mesoamérica y los grupos actuales y que son los mexicanos más “auténticos”, entre otras afirmaciones que han contribuido a crear en torno a este pueblo una suerte de aura con la cual ellos han aprendido a moverse. Pero ¿quiénes integran el pueblo huichol y por qué se han acuñado en torno suyo tantos discursos idealizados? Asentados en el Gran Nayar —región que comprende porciones de los estados de Nayarit, Jalisco, Durango y Zacatecas y en la que habitan, además de los huicholes, coras, tepehuanes del sur y mexicaneros— se trata de un grupo de gran vitalidad, “descubiertos” por la entonces naciente ciencia antropológica a finales del siglo xix. Carl S. Lumholtz, Léon Diguet, Konrad Theodor Preuss y Robert M. Zingg reunieron las primeras colecciones de lo que podría llamarse el estilo clásico huichol, formadas por bordados y tejidos, además de objetos rituales entre los que destacan esculturas de madera y piedra, flechas votivas y jícaras adornadas con chaquira. Estos acervos se encuentran resguardados en los museos de Nueva York, Chicago, París y Berlín. 17 Aquí comenzó la fama internacional del pueblo huichol, pero fue sobre todo hace poco más de cuarenta años, con el origen de los movimientos contraculturales en los Estados Unidos, que el arte wixarika vio los orígenes de un gran auge, un verdadero boom. Se comenzaron a producir tablas multicolores elaboradas con estambre (yarn-paintings) que representaban chamanes huicholes y las figuras zoomorfas o antropomorfas de un complejo panteón. En estas piezas los personajes cantan y manipulan objetos rituales. De manera similar a muchos sistemas iconográficos prehispánicos amerindios, no siempre es claro si se trata de chamanes o dioses, chamanes identificados con dioses o dioses trabajando como chamanes. Lo que hacía al arte huichol especialmente atractivo para los horizontes de la contracultura era que su estética reflejaba experiencias basadas en el uso del hikuri (Lophophora williamsii, peyote), uno de los alucinógenos que atrapó la atención de estos grupos ávidos de experiencias que reunieran la búsqueda interior con el éxtasis. Así, los nombres de las divinidades huicholas se convirtieron en parte de la culture générale hippie, lo mismo que algunos de los objetos rituales de este pueblo. Nadie entre Berkeley y Zipolite, Taos y Tepoztlán confunde a Kauyumari con Tatewari. La palabra mara’akame,1 que designa al especialista ritual huichol, suele pronunciarse y pluralizarse de manera equivocada, pero todo el mundo sabe que se trata de un “chamán” que usa hikuri. En este momento algunas imágenes del arte huichol comenzaron a reproducirse masivamente y se convirtieron en iconos que aparecieron en portadas de libros sobre temáticas muy variadas, en cubiertas de discos, en diseños de moda, etcétera. Pero para comprender la compleja imagen de los huicholes en el mundo no indígena hay que apuntar a la construcción de otro estereotipo: la clase media mexicana indigenista que los considera el grupo “más mexicano”. Como señala Paul Liffman (2003; 2011; 2012), los huicholes han asumido este papel. Saben que son el “otro de su otro” y conocen su imagen al exterior. ¿Y qué decían los antropólogos del surgimiento del arte contemporáneo huichol? A diferencia de otros muchos pueblos amerindios, la antropología de las décadas de 1960 y 1970 los consideraba aún libres de contaminación cultural, sin “influencia” del cristianismo, del capitalismo y demás instituciones de la civilización moderna. Ralph L. Beals (1943), quien calculaba los porcentajes de aculturación de los pueblos indígenas de México, afirmaba que los huicholes eran 1 El término mara’akame (plural mara’akate) quiere decir “el que sabe soñar”. En Neurath 2013 se discute la posibilidad de traducir esta palabra como “chamán”, siempre y cuando exista un deslinde claro del concepto de Mircea Eliade. prácticamente prehispánicos. Esta pureza se consideraba una consecuencia del aislamiento geográfico de la sierra y planteaba que tarde o temprano también los huicholes perderían su cultura. Estas ideas explican por qué, por lo menos entre los especialistas, la irrupción del arte psicodélico de las tablas de estambre causó un gran desconcierto. ¿Qué eran estas piezas? ¿Un arte chamánico tan auténtico como los huicholes, o un síntoma de la destrucción cultural que ya que comenzaba? (Benítez, 1986: 7; Shelton, 1992: 223-229). Hoy día las polémicas entre los entusiastas y los detractores de las tablas de estambre pueden entenderse como una pelea entre corrientes que compartían una manera de mirar cifrada sobre paradigmas esencialistas, como si los huicholes fuesen los “únicos”, los “antiguos”, los “verdaderos”. Aunque, a decir verdad, en ambos horizontes no existía una búsqueda real de comprender la alteridad, sino una necesidad de legitimar la propia cultura en una aparente mirada al exterior. Más adelante se realizaron aproximaciones a la cultura huichola de mayor profundidad, gracias a las cuales sabemos que sus manifestaciones artísticas son indicio de un gran dinamismo cultural. Su tradición está viva y, por eso, se transforma de forma creativa. La etnogénesis de los huicholes es un proceso continuo. Las tradiciones precarias tienden a petrificarse, pero los huicholes no corren este peligro, porque desarrollan de manera permanente nuevas formas de expresión. Pero sostener, como suele hacerse ahora, que entre los huicholes tradición y modernidad no se contradicen tampoco es lo más adecuado. Lo cierto es que los wixaritari han sabido trazar estrategias para explotar su imagen positiva en los mercados mundiales de arte y espiritualidad sin sucumbir totalmente a una lógica de la mercantilización, y con ello han conseguido proteger ciertos aspectos importantes de su cultura del voyeurismo étnico exotizante. Sin embargo, este vínculo entre el ritual tradicional y las nuevas formas de expresión estética sí puede ser problemático. Artistas huicholes como Juan Ríos Martínez (1930-1996) o José Benítez Sánchez (1938-2009), y otros con quienes he trabajado, muchas veces mantienen una relación complicada con la tradición. En lugar de producir piezas pseudo chamánicas, lo que muchas veces es su intención, terminan produciendo imágenes ritualmente relevantes y, por ende, poderosas y peligrosas. En ocasiones los artistas se apartan de forma temporal o permanente de la vida comunitaria, para llevar un modus vivendi urbano, pero recrean las tradiciones en su arte. Comercializan con su supuesta “espiritualidad indígena”, y aunque muchas veces se les acusa de “lucrar” con la tradición, a su manera, participan activamente en ella. De hecho, pintores de estambre como los mencionados, lograron un acercamiento efectivo al chamanismo huichol y participaron, por ejemplo, en peregrinaciones a Wirikuta y a lugares de culto de i. jamás premoderno s 16 19 la sierra, como Te’akata. Algunas de estas búsquedas de visiones, incluso, fueron organizadas por coleccionistas de sus obras, y no se enfocaban, en primer lugar, a la iniciación chamánica sino, más bien, a la obtención de inspiración artística. Dos mundos en tensión Mi primera reacción frente a la masificación cada vez mayor de discursos exotizantes y esencialistas, fue denunciarlos como “representaciones falsas” que debieran considerarse colonialistas. Desde mis primeras publicaciones he tratado de contextualizar el uso del peyote en la religión wixarika, y he refutado toda clase de interpretaciones superficiales sobre ellos inspiradas en el hippisimo o el new age; asimismo he cuestionado la idea de ecologistas e indigenistas que en una suerte de paternalismo han querido ver en los huicholes a un grupo cuya existencia se encuentra “amenazada”, pues en lugar de un “fósil cultural” a punto de desaparecer frente los inevitables avances de la modernización, me he topado siempre con un grupo exitoso, cosmopolita y en plena expansión demográfica, territorial y cultural. Según el censo del inegi (2010), la lengua wixarika tenía 44 788 hablantes. Hace unas décadas los censos no se hacían tan bien, pero jamás se contaban más de 10000. En las etnografías de mediados del siglo xx se hablaba de entre tres y cinco mil; unas décadas más tarde se hablaba de entre ocho y nueve mil (Weigand, 1992: 37, nota 6). A principios y mediados del siglo xx, los territorios de las comunidades huicholas se limitaban a una parte remota de la Sierra Madre Occidental, donde colindan los estados de Jalisco, Nayarit y Durango (cfr. mapa en Lumholtz, 1902, 2: 16-17). Hoy día el territorio se ha duplicado y abarca muchas áreas fuera de la sierra, en la planicie costera de Nayarit y en los alrededores de Tepic. Territorios mestizos se han vuelto indígenas. Finalmente, la fama nacional e internacional de los huicholes como artistas, músicos y “chamanes” sigue creciendo. Con todo esto, es claro que los wixaritari no están a punto de desaparecer. Más bien, podría sospecharse que se estén convirtiendo en un fenómeno mediático, pero aparentemente esto tampoco es el caso. ¿Cómo un grupo tan famoso evita ser arrollado por la industria cultural y logra reproducir su tradición o su particular estilo de vida? ¿Cómo hacen frente al acoso de los “etnoturistas”? ¿Cómo evitan la folclorización de sus ceremonias? Los huicholes han desarrollado estrategias que parecen emanar de la más sofisticada mercadotecnia. Pero estas directrices no sólo les han permitido insertarse en el universo comercial, también han sido eficaces para controlar las miradas, las imágenes y los discursos que giran en torno a ellos en el mundo no indígena. Los wixaritari viajan por todo el mundo, pero muchas de sus comunidades se mantie- nen cerradas a los turistas y prohíben la toma de fotografías, notablemente en Tuapurie (Santa Catarina Cuexcomatitlán) y Wautɨa (San Sebastián Teponahuaxtlán), ambas en Jalisco, donde existen los centros ceremoniales más grandes y más bellos. En cuanto a la comercialización de conocimientos iniciáticos se han recurrido a las formas tradicionales de manejar el saber, según las cuales solamente ciertos “mitos” se consideran aptos para oídos no indígenas. Así, se ha conformado un corpus informal de historias comercializables que se distingue de lo que sí se mantiene “secreto” o se reserva para el uso exclusivo de los huicholes. Todo esto no sucede porque ellos se hubieran adaptado exitosamente a la modernidad. En realidad, ellos han estado un paso adelante. Somos nosotros, los occidentales quienes batallamos con la transición hacia la llamada modernidad. Parafraseando a Bruno Latour (1993) diremos que ellos “nunca han sido premodernos”. El arte huichol, en todas sus vertientes, es una expresión de la modernidad de este pueblo. El estudio del ritual ha aportado importantes apreciaciones al respecto. La documentación que realicé sobre las fiestas del centro ceremonial comunal (tukipa) hizo evidente que, en la ritualidad de este grupo, se cifra toda clase de relaciones contradictorias: se puede practicar de forma simultánea la creación y la destrucción del mundo; un mismo ritual puede ser de don y de intercambio; se afirman y se cuestionan jerarquías en un mismo acto; se establece la posibilidad de convivencia con los “vecinos” no indígenas blancos o mestizos (teiwarixi), al tiempo que se les combate ritualmente como enemigos (Neurath, 2011a, 2011b). Para poder estudiar las contradicciones que se cifran en el arte huichol, el primer paso sería tratar de descifrar qué quiere decir ser “persona” en el contexto de este pueblo. Para ello hace falta tomar distancia con respecto a muchas de las nociones que privan en nuestro mundo occidental y que la arrogancia de la razón ilustrada nos ha hecho mirar como las únicas valiosas. Contraponer a la idea de sujeto que ha marcado el pensamiento europeo una noción distinta de persona no es nada nuevo. Antropólogos como Eduardo Viveiros de Castro (1993, 2008), Pedro Pitarch (2003, 2013), Jacques Galinier (2004a) y Pedro Cesarino (2011), entre otros, ya han planteado posturas similares para diversos pueblos amerindios. Es preciso estudiar ahora a los wixaritari desde este horizonte para descifrar las tensiones singulares de sus expresiones. Pensar la noción de persona para un grupo indígena asentado en lo que fueran territorios de la antigua Mesoamérica nos lleva de primera instancia a las reflexiones en torno al isomorfismo cuerpo-cosmos que se ha estudiado para varios grupos de la misma región (López Austin, 1980; Galinier, 2004a, 2005; Monaghan, 1995: 98). Según esta concepción el cuerpo es un microcosmos y el mundo es un macrocuerpo. La reflexión nos obliga a profundizar en la geografía de la región y en i. jamás premoderno s 18 21 los relatos cosmogónicos que ofrecen los huicholes para dar cuenta de ella. Según su mitología la vida se inició en el Poniente, en el Océano, desde donde los dioses comenzaron a caminar hacia el Desierto del Amanecer en el Oriente. Con los pasos de esta caminata primordial crearon el mundo. Pues bien, la fértil planicie en la costa del Océano Pacífico, a la que los huicholes denominan “abajo”, corresponde al ámbito de lo primordial, al tiempo-espacio del origen, aunque también se asocia, como veremos más adelante, con el inframundo habitado por deidades ominosas y por los mestizos quienes, según el mismo relato, a diferencia de los primeros huicholes, fracasaron en su peregrinación rumbo al sitio donde saldría el sol. En el Este se ubica el semidesierto llamado Wirikuta, a quienes los wixaritari denominan “arriba” y que se asocia con la luz y con la búsqueda iniciática. El territorio de las comunidades huicholas se ubica al centro, en la Sierra Madre Occidental. Ahora, si volvemos al asunto de la correspondencia cuerpo-cosmos, podríamos plantear que Wirikuta corresponde a la cabeza, la costa a los órganos sexuales, y que el ombligo del mundo se ubica en una barranca de la sierra. Asimismo, Wirikuta corresponde al día y a la temporada de las secas, mientras que la costa guarda relación con la noche y las lluvias; el otoño, que supone el intervalo entre estos dos periodos, es “cuando amanece”. Este sistema muy elaborado de analogías muestra asimetrías importantes. Únicamente el ámbito de la noche —el Océano— siempre ha existido y existirá. La luz del amanecer, en cambio, debe encontrarse. Esta transición articula las relaciones espaciales y temporales en las que se desenvuelven los huicholes; es decir, que entre ambos mundos se establece su cronotopo.2 La iniciación wixarika es fundamental para este cronotopo, pues sirve de enlace entre los dos ámbitos que lo integran. El proceso comienza con una peregrinación donde los participantes (xukuri’ikate, jicareros, o hikuritamete, peyoteros) se convierten en sus propios antepasados míticos. Para encontrar el amanecer uno debe abstenerse o alejarse de todo lo que tiene que ver con el mar y la oscuridad: no se ingiere sal, se camina en la estepas áridas del Oriente, se debe uno abstener del sexo extramarital, y se trata de dormir lo menos posible. Después de días de purificación, el peyote se aparece a los peregrinos como un venado que se deja cazar. El efecto del alucinógeno es la luz del amanecer. El día (o la luz del día) es, por ende, una visión y no existe independientemente de la acción ritual. Esta misma asimetría también es palpable en la arquitectura de los templos huicholes. Existen dos tipos, tuki y xiriki; ambos deben renovarse cada cinco años, pero solamente se vuelven a hacer los techos de zacate, los muros permanecen 2 Este término lo establece Mijaíl Bajtín (1989) y alude a las conexiones temporales y espaciales de un suceso. iguales. Los techos corresponden a Wirikuta, al cielo diurno y al Cerro del Amanecer cerca de Real de Catorce (en el estado de San Luis Potosí), también conocida como Paritekɨa o Xeu’unari. El oscuro interior corresponde al mar y el inframundo. Las fogatas centrales son réplicas del ombligo del mundo. El cuerpo-cosmos wixarika muestra que solamente una parte del tiempoespacio —la del “abajo”— está, por decir, “naturalmente dada”, la mitad solar es artificial y efímera. Periódicamente debe volverse a crear. Como señala Roy Wagner, en culturas no occidentales, la relación entre lo dado y lo no dado puede ser muy diferente que la que nos rige a nosotros. Lo artificial entre ellos no necesariamente es menos cierto, menos prestigiado o menos importante que lo natural. ¡Al contrario! (Wagner, 1981 [1975]). La mitad de abajo es un mundo antiguo, paleo-ontológico o prehistórico, pero al mismo tiempo es el mundo contemporáneo. Habitado por gigantes caníbales y monstruos marinos, también es el ámbito de las poblaciones no indígenas urbanas. Los huicholes no se definen como indígenas, sino como los “hermanos menores”, “los que llegaron al último”, pero se consideran más “evolucionados” que los mestizos. Como descendientes de los monstruos caníbales, los mestizos tienen un comportamiento torpe y asocial. Han perdido “el costumbre” o, según otras variantes, nunca lo tuvieron. No conocen lo que los antropólogos llamamos la ley de la reciprocidad: como confían en su tecnología y desconocen el origen de las cosas, piensan, por ejemplo, que la electricidad puede tomarse del enchufe sin dar nada a cambio al dios del fuego. Por el contrario, los hermanos menores, los wixaritari, deben crear su mundo luminoso a través de la iniciación, practicando yeiyari, “el costumbre”, es decir “caminando sobre las huellas de los ancestros” (cfr. Kantor, 2012). El universo de los mestizos flojos e irresponsables es asunto del pasado, mientras que el mundo huichol es prácticamente inalcanzable. Es un mundo cuasi utópico. Para practicar “el costumbre”, el iniciado casi debe morir, participar en una cacería de venado que lo lleva hasta el límite entre la vida y la muerte. Pero, más allá del esfuerzo físico, durante el proceso ritual, como hemos visto, el venado se transforma en peyote para dejarse cazar. Después los peregrinos ingieren el cactus y con sus visiones se convierten en él. Así, “el costumbre” supone un proceso en el que el sacrificador se identifica con su víctima y experimenta con ella la muerte sacrificial. En este momento el iniciante logra obtener la visión del Amanecer, el despertar, el conocimiento. Sin embargo, hay muchos que jamás logran la iniciación, se pierden, se desvían, se quedan dormidos, sucumben a las tentaciones. Esto es, precisamente, lo que sucedió a los mestizos y a otros pueblos indígenas, como los coras y tepehuanes, y también a las diferentes especies de animales. i. jamás premoderno s 20 23 Es importante no subestimar el contraste entre el mundo solar de los peregrinos de peyote y el mundo acuático y oscuro del Océano. El primero es resultado de una transformación. El segundo funciona según la lógica del intercambio e incluye a las poblaciones no indígenas. En antropología se ha planteado que estas dinámicas son incompatibles y excluyentes. Sin embargo, en lo que hemos establecido como el cronotopo huichol hay un ir y venir entre ambos universos. Y en este constante tránsito entre contrastes se encuentra uno de sus más interesantes puntos de tensión. De hecho, en cada ritual se repite este flujo entre sacrificio transformativo e intercambio. Los cantos enunciados en este contexto suelen tratar de viajes a lugares lejanos y de regreso al lugar de la fiesta. El mara’akame se desplaza hacia los puntos donde habitan los dioses ancestrales y los invita a visitar la celebración. Cuando todos están reunidos —hombres y dioses— se sacrifican animales. El chamán debe convencerlos de dejarse matar, de manera que este acto siempre resulta ser una autoinmolación por parte de los animales. Con esto se cumple la primera condición de la articulación que planteamos: los rituales huicholes suponen una dinámica de sacrificio y transformación. Pero, además, la sangre de los animales agonizantes es comida para los dioses, así que se reparte entre los diferentes objetos ceremoniales, que deben ofrendarse después de la fiesta en los lugares sagrados. Al retomar el peregrinar entre centros ceremoniales y lugares del paisaje, se recuperan los ritos de intercambio. Ésta es sólo una más de las expresiones de la complejidad del mundo o de los mundos huicholes. Y es que es importante insistir que, para estudiar un caso etnográfico como el que nos ocupa, hay que tomar distancia con respecto a la idea de mundo y de ser que priva en nuestro pensamiento occidental. Esto se ha estudiado reiteradamente y de forma profunda, pero para ser breves diremos que en Occidente celebramos la unidad. Desde Parménides se nos ha insistido que “el ser no es partible”, y por eso aseguramos que habitamos un mundo y que sólo existe una cosmovisión. Aunque esta idea da cuenta del pensamiento de una buena parte del orbe, sería equivocado afirmar que se trata de un supuesto universal. Hay cientos de culturas, como hemos visto para la huichola, que no podemos decir que estén enclavadas en un solo mundo con unas reglas determinadas. La vida de los wixaritari transcurre cuando menos entre estos dos mundos que hemos planteado y que son irreconciliables. Por eso se ha dicho que poseen una “ontología compleja” y que sería deseable que se estudiaran desde este punto de vista, pues plantearlos insertos en una sola cosmovisión sería negarnos la posibilidad de comprender la vitalidad que emana de su transitar entre dos mundos tan distintos que chocan en los momentos cruciales de los ritos. Aplica la frase de Bruno Latour: “La tarea del conocimiento deja de ser la de unificar lo diverso bajo la representación y pasa a ser la de ‘multiplicar’ el número de agentes que pueblan el mundo” (citado en Eduardo Viveiros de Castro, 2010: 96). La ontología wixarika es inestable y está sometida a cambios permanentes. Los huicholes desafían también nuestra concepción del tiempo y de la historia. Como hemos visto, en el Poniente de su geografía se encuentra el Océano que corresponde al sitio del origen de la vida, donde los dioses decidieron comenzar a caminar. De forma paradójica este mismo ámbito, de acuerdo con su cosmogonía, corresponde al inframundo y se encuentra habitado por los mestizos quienes, desde la mirada de los huicholes, tienen una voracidad por la tecnología que marca su entorno de manera decisiva. Así, el estado primordial y la modernidad urbana son asimilados en una sola categoría que, como se opone al mundo de los iniciados huicholes en el Oriente, se entiende como una suerte de alteridad. De esta manera, lo que para nosotros son los extremos de una dicotomía —pasado mítico e integración en el mundo globalizado—, para ellos es una misma cosa. Los huicholes se relacionan con esta alteridad por medio de un par contradictorio de relaciones rituales: a través de violencia sacrificial, lo “arcaico / moderno” es conquistado y controlado; pero también existe un tipo de alianza matrimonial metafórica, por medio de la cual los wixaritari se involucran con los mismos otros sobre una base de relaciones de intercambio. Otra de las particularidades de los huicholes es que no aceptan la dicotomía “resistencia” o “aculturación” (cfr. Navarrete, 2012). Es decir, ellos han encontrado que existen posibilidades que van más allá de mantener una identidad propia o modernizarse. La lógica del chamanismo y sus múltiples transformaciones ha marcado su cultura en ámbitos que van más allá de lo ritual, así que su proyecto implícito es tener la habilidad de jugar, simultáneamente, papeles contradictorios: ser indígenas y, al mismo tiempo, mestizos. La tradición chamánica de desarrollar la capacidad de multiplicar la persona, de acumular identidades contradictorias, encaja perfectamente con la vida en la sociedad contemporánea, donde se espera que un individuo pueda funcionar en contextos múltiples, complicados y contradictorios. Faja. i. jamás premoderno s 22 25 Tepari del Abuelo Fuego, cara superior. La vida de las imágenes Antes de indagar en torno al arte contemporáneo huichol vale la pena preguntarnos por qué se produce arte ritual. Esto no es algo obvio. Sabemos que en muchas sociedades amerindias, por ejemplo en el Amazonas, existe poco interés por fijar las imágenes rituales, así que se produce muy poco arte visual, aunque sí se plasman muchas imágenes poéticas en los textos rituales (Taylor, 2003, 2010; Lagrou, 2007; Cesarino, 2011). En Mesoamérica, en cambio, la producción plástica es enorme. Incluso, se habla de un horror vacui que impulsa al artista a llenar las superficies con figuraciones de todo tipo. El hecho es que en algunas sociedades el arte es ritualmente necesario y en otras no. Por alguna razón, en esta región es importante expresar procesos rituales y captar o congelar aquellos momentos que son la culminación de los rituales. El arte amerindio es una parte fundamental de los esfuerzos que realiza cada pueblo para crear el mundo de nueva cuenta. La cosmogonía requiere un esfuerzo ritual continuo, sobre todo en cuanto a la práctica de sacrificios y la búsqueda de visiones. Pero la creación del mundo que se consigue, por ejemplo, a través de las visiones, jamás es definitiva. Pese a que alcanzarla es complicado, toda creación es inestable y efímera. Es, como diría Octavio Paz de la poesía, “vida y muerte en un solo instante de incandescencia” (1994: 164). Así, el ritual pareciera estar inserto en la paradoja de querer otorgar una cierta duración al instante: deseo inútil, pues cualquier intento de estabilizar las visiones es relativo y, de fondo, está condenado al fracaso. Como cocreadores, el artista y el especialista ceremonial participan en la cosmogonía, pero jamás producen obras acabadas, ni definitivas. Lo estable, lo fijo, la obra terminada no son posibles, y siempre es más importante el devenir que el ser. El arte mesoamericano es, por ello, un arte de transformaciones. En su ensayo sobre el tema, Octavio Paz dice del mundo prehispánico que tiene “un panteón religioso regido por el principio de la metamorfosis: el universo es tiempo, el tiempo es movimiento y el movimiento es cambio, ballet de dioses enmascarados que danzan la pantomima terrible de la creación y destrucción de los mundos y los hombres” (2006 [1977]: 81). La estética del arte mesoamericano no evita la paradoja: la busca. El contexto ritual es la clave para entender esta situación, pues permite comprender la coexistencia de intenciones contradictorias. El arte huichol, como veremos a lo largo de este libro, participa de esta condición paradójica; por ejemplo, las figuras —flechas, jícaras, estatuas de piedra o de otros materiales— expresan el deseo de estabilizar las experiencias de los buscadores de visión. Además: las piezas que se producen en un contexto ritual no son objetos inertes sobre los que el creador pueda decidir a voluntad. De hecho, ni siquiera son objetos. Detrás de las flechas, las jícaras, las tablas de estambre y otras obras de arte ritual se encuentran casi invariablemente los alter egos de los especialistas rituales, con quienes el mara’kame puede interactuar y relacionarse de múltiples maneras. Estos dobles ostentan a menudo la jerarquía de deidades, entendidas como seres iniciados de máximo rango. Así que las imágenes tienen vida y poder. Por eso el arte ritual supone también otra intención: obligar a las imágenes a mantenerse quietas, tarea que suele resultar complicada, así que muchas veces éstas terminan por ser encerradas y escondidas. La sociedad huichola produce una enorme cantidad de imágenes rituales y comerciales. Hay una marea pictórica (Bilderflut) wixarika: en su mayoría portan morrales con imágenes y visten ropa con bordados multicolores; muchos de ellos se dedican a la venta de arte y artesanía con diseños repletos de símbolos, y todo esto tiende a ser masificado por los medios de comunicación modernos. Philipe Descola (2005, 2010) ha explicado que el horror vacui puede ser un rasgo de las expresiones de las sociedades de ontología analogista, que se distinguen por su voluntad de ordenamiento y clasificación. Sus cosmogonías se suelen caracterizar por un mundo fractalizado, poblado por un sinfín de entidades, que deriva en un afán a veces desesperado de parte del hombre de producir conexiones entre los seres. Asegura Descola que se hace un esfuerzo por dar orden y coherencia al cosmos, pero éste siempre resulta más complejo. El cosmos analogista es excesivo y la síntesis resulta imposible. Esto tendría implicaciones para i. jamás premoderno s 24 27 el arte. Siguiendo este pensamiento, lo que se buscaría al fijar a los seres en una pieza sería frenar y controlar su proliferación, así que la producción de imágenes expresaría un intento inevitablemente fallido de conjurar el mundo. Sin embargo, las representaciones siempre son insuficientes, así que se multiplican hasta volverse carentes de significación. La marea pictórica de este “pueblo de artistas” es tal que muchos viven de la elaboración de imágenes tradicionales. Pero, dado que el arte implica un cierto vínculo con el conocimiento iniciático, su producción se considera sumamente problemática. “Ustedes están vendiendo su costumbre” es una acusación que los artistas huicholes reciben de otros comuneros. “Los de San Andrés ya vendieron todo a los turistas, antropólogos y gringos”: esto se escucha en una comunidad más conservadora, como Tuapurie (Santa Catarina), cuando se refieren a un pueblo donde habitan muchos artesanos. A veces el artista se siente mal y piensa: “Ahora se hacen cuadros en lugar de participar en los rituales tradicionales”. El discurso ritual —reivindicado por el artista— implica un “tenemos que hacer un esfuerzo por hacer lo que hacían los antepasados”. De esta manera, el artista indígena evoca y recupera el arte ritual. Es notable que muchas de las imágenes producidas para el mercado de arte más bien esconden los conocimientos rituales. Obras de mayor inspiración artística sí resultan ser una “ventana” al cosmos huichol (cfr. Negrín, 1986). Pero a menudo lo son sin querer. Hay un ir y venir entre el deseo de crear y la necesidad de platicar algo a los clientes, por un lado, y la obligación ritual de ocultar el conocimiento, por el otro. Para sortear los problemas que suscita su producción artística, los huicholes han creado distintas vertientes de expresión plástica, que pueden llamarse arte, artesanía y arte ritual. Aunque estos géneros tienen diferencias, hay algo que comparten: siempre hay un problema con la imagen. Ésta vive demasiado o vive demasiado poco. Un término medio, una imagen con la cantidad adecuada de vida, es difícil de lograr. Esto es palpable en el antiguo arte mesoamericano, donde abundan los ejemplos de objetos hechos por el hombre, como artefactos y utensilios, que son personificados o, incluso, deificados: ollas y metates, cuchillos y flechas, braseros y sahumerios, equipo del juego de pelota, vestimenta, casas y templos no son accesorios, sino protagonistas de la religión y del ritual. Tláloc es la olla, Itztli es el cuchillo, Xiuhtecuhtli es el brasero, Tezcatlipoca es el espejo, Chicomecóatl es la casa. En el arte huichol, el Hermano Mayor Tamatsi es la flecha, Nuestra Madre Tatei es la jícara. En todos los casos no se trata de seres animados de la naturaleza, sino de productos del poder ritual: se trata de actividades personificadas y dobles de los especialistas rituales. Pero no se trata de seres cuya existencia nos resulte inocua. Las criaturas engendradas en el ritual son demandantes, voraces. Tienen una suerte de hambre perpetua y sus creadores deben hacerse cargo de ello. Leopoldo Trejo y sus colaboradores reportan que, por ejemplo, en el Sur de la Huasteca, las figuras de deidades hechas de papel recortado son solamente formas que necesitan ser alimentadas para obtener cuerpo o sustancia. Darles sangre sacrificial y otras ofrendas hace que los muñecos no ataquen a los humanos. En el caso de los huicholes, los hombres cazan a los dioses con flechas, pero los dioses también atacan a los seres humanos, sobre todo cuando faltan a cierto compromiso ritual. Flechar a los dioses implica lograr que se mantengan quietos, que no se muevan de manera no controlada, y lo mismo aplicaría en las numerosas escenas rituales en que se les invita a acostarse en camas (itarite) o a sentarse en pequeñas sillas ceremoniales. A las estatuas y a algunas piedras en cualquier momento les pueden crecer alas, porque lo que desean es atacar y devorar a los humanos. Los rituales sirven para mantener a estos seres peligrosos en estado pétreo. Se dice que, cuando a una roca le comienzan a crecer alas, el dios Xurawe Temai, la Joven Estrella, la mata con una flecha o con una estrella fugaz. El gran problema no parece ser lograr que las piezas tengan vida, sino cómo evitar que vivan demasiado, que el acto de darles vida no se revierta a sus creadores y que les complique la vida en exceso, porque es cierto que estas imágenes también desean interactuar con los hombres, por eso les hablan en los sueños, como sucede a menudo a los pintores de estambre. Bordado en un morral de manta. i. jamás premoderno s 26 personas-jícara y personas-flecha En etnología no hay problema más difícil de resolver que el significado de la flecha. Carl S. Lumholtz Flecha de Tamatsi. Mi investigación sobre los wixaritari en un principio estaba enfocada en temas de organización comunitaria y ritual. Enfatizaba la interrelación entre lo simbólico y lo social. Como ha sucedido a otros investigadores que trabajan los pueblos amerindios, de inicio me resultaba imposible separar los diferentes ámbitos. Y al poco tiempo descubrí lo inevitable: que entre los huicholes no existe la noción de lo inmaterial; toda su cultura es material. Los objetos implicados en su vida se pueden estudiar por sus relaciones. Existe un vínculo estrecho entre algunos de ellos y ciertas personas, que se identifican con objetos particulares en tanto que estos objetos son concebidos entre los huicholes como personas. En el mundo wixarika, existen personas-jícara y personas-flecha. ¿A qué se refieren estas denominaciones? Uno nace jícara (xukuri, en plural xukurite), o de una jícara, y eventualmente uno termina de nacer y deviene flecha (ɨrɨ, en plural ɨrɨte). Pensar estas identificaciones es un reto, pues la relación entre jícaras y flechas es complicada. No se trata sólo de una progresión de a a b. Ser jícara o ser flecha implica diferentes modos de ver el mundo y diferentes maneras de relacionarse con el entorno. Por su complejidad y dinamismo, la documentación de los rituales huicholes es un desafío y uno se pierde fácilmente en detalles. Para estudiarlos, es necesario enfocarse en los elementos más recurrentes de las ceremonias o en secuencias 31 rituales, relativamente fijas, que aparecen en contextos diversos, aunque siempre en distintas combinaciones. Una de las “constelaciones” que emergen del aparente caos del material etnográfico es la llamada ofrenda de flechas y jícaras que, según Danièle Déhouve (2007), debería llamarse “depósito ritual”, sin duda un término más adecuado para este conjunto. Hasta hace algunas décadas la recolección de las piezas que lo integran era una tarea relativamente sencilla, pues una vez depositados, los objetos votivos perdían la importancia ritual para sus donadores. Fue así como etnógrafos como Carl S. Lumholtz (1951-1921) y Konrad Theodor Preuss (1869-1938) los documentaron a partir de las muestras que recogían in situ. Hoy día esto ya no es tan fácil. Acosados por el turismo, los huicholes ya no toleran que antropólogos y coleccionistas se apropien de las ofrendas.1 Sin embargo, el tema sigue siendo uno de los menos complicados para la etnografía. Y es que, acostumbrados a dar “explicaciones” a los compradores de artesanía, muchos huicholes no tienen inconveniente en revelar ciertos significados iconográficos muchas veces sobresimplificados de sus piezas, además de que, durante la segunda mitad del siglo xx, desarrollaron diferentes géneros de artesanía a partir de modelos recurrentes en los depósitos rituales.2 Muchas veces los antropólogos son invitados a participar en la elaboración de objetos votivos (cfr. Lackner, 1999); para su entrega en lugares sagrados distantes, amigos visitantes con vehículos motorizados son cordialmente requeridos para ofrecer un “raite”. De esta manera, el conocimiento de los antropólogos en torno a este ámbito ha sido adquirido en la praxis. Flecha de Niwetsika. 1 Una parte considerable de los objetos votivos huicholes que recientemente han enriquecido los acervos del Museo Nacional de Antropología son ofrendas dedicadas al monolito mexica de Coatlicue, desde hace algunos años considerada una deidad ancestral por los huicholes del centro ceremonial de Ocota de la Sierra, Nayarit. Consideramos que estas piezas son “préstamos” que la diosa hace al museo. 2 Algunos trabajos previos sobre arte y artesanía huicholes que recomendaría son: Kindl, 2003, 2005, 2007; Kindl y Neurath, 2003. Pioneros de la etnografía del Gran Nayar El complejo ritual relacionado con la ofrenda de flechas, jícaras y otros objetos es un buen ejemplo para ilustrar la continuidad cultural en el Gran Nayar. Si bien se perdieron aspectos importantes del culto, entre ellos la veneración de momias y los sacrificios humanos, las piezas rituales que se mencionan en las fuentes coloniales y del siglo xix se parecen mucho a las que observamos en la actualidad. El estudio de los documentos antiguos resulta indispensable, porque pueden encontrarse detalles relevantes para entender las costumbres actuales. Por ejemplo, en el caso de las flechas, las fuentes mencionan su uso como vehículos para transportar mensajes codificados. Según Felipe Castro, los correos tarahumaras, conchos, pimas y tepehuanes “llevaban flechas con marcas que identificaban a quienes las enviaban, en señal de estar prontos para la rebelión; durante la gran revuelta de la Nueva Galicia se pusieron de acuerdo con flechas amarradas de ciertas formas secretas” (1996: 61). Las flechas votivas, como las que aún se usan entre los huicholes, también sirven para enviar mensajes, pero los destinatarios son dioses o ancestros deificados. La conquista del Gran Nayar no sucedió sino hasta 200 años después de la conquista de Tenochtitlan. Hasta 1722, el centro de la región fue gobernado por un linaje de reyes coras, los tonatis, que se consideraban descendientes del sol y que residían en la Mesa del Nayar, en el actual estado de Nayarit. El territorio controlado por los tonatis incluía a una considerable población huichola. Una fuente temprana, que data de 1673, menciona detalles del culto a las momias de los reyes coras, entre otras cosas, la entrega de ofrendas: “Ofrécenles a estos cuerpos las primicias de todo género de semillas y frutos, también ofrecen la sal, carne, pescado, algodón, jícaras, platos, quetzales, plumeros, xihuites, formas de barro, arcos y flechas y en algunos templos sangre humana” (Calvo, 1990: 294-295). No hay suficiente evidencia sobre la existencia de un sistema formal de tributo, pero sabemos, a partir de la crónica atribuida al jesuita José de Ortega, que en ciertas ocasiones la gente acudía para entregar ofrendas a las deidades de la Mesa del Nayar: Cuando la peste les afligía, o la escasez de agua atemorizaba, o les amenazaba el hambre, enviaba el sumo sacerdote a sus coadjutores, que llamaban topiles, a que avisaran a todos los otros sacerdotes, que exhortaran a sus feligreses, a que fuesen a aplacar los enojos de su gran Dios, que como a Deidad más antigua le tributaban siempre primero, que a otro ídolo, los lloros, y fervorosas súplicas en sus plegarias. Todos enviaban flechas con sartillas de cuentas, y plumas pendientes, para que el sumo sacerdote se las ofreciera en su nombre (Ortega, 1996 [1754]: 19). ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 30 33 En ciertos contextos, las flechas votivas pueden entenderse como símbolos de sumisión o de reconocimiento de una autoridad. Cuando los españoles conquistaron la Mesa del Nayar, el cacique de la Mesa del Cangrejo envió a un embajador “ofreciendo en nombre de todos una flecha, prometiendo que al día siguiente pasarían a dar la obediencia, y significando que estaban prontos a congregarse en el pueblo, para ser instruidos en la Ley Evangélica” (Ortega, 1996: 170). Al igual que en los Andes (Duviols, 1977; Salomón, 1986, 1995), después de la Conquista, en torno a las momias del Gran Nayar se erigieron importantes escenarios de resistencia indígena. Los informes de los “erradicadores de ídolos” generalmente incluyen valiosos datos etnográficos, por ejemplo, describen la parafernalia que llevaban las momias, así como los tipos de ofrenda que se depositaban en los lugares sagrados donde se escondían estos cadáveres. En algunos casos se ofrecen detalles sobre las rutas de peregrinación que confluían en el lugar en cuestión, o sobre los motivos específicos para visitarlo. En 1730, el padre Covarrubias describe un adoratorio en cuyo altar se encontraba “un señor ídolo, cuya contextura componían secos huesos y humanos, cubierto de pies a cabeza de adornos” (Meyer, 1989: 62): En los cuatro ángulos del adoratorio se veían, en gran cantidad, diversidad de flechas que distintas naciones circunvecinas tributaban a este demonio; desde las fronteras de Guajuquilla [Huejuquilla el Alto, Jalisco], por el Oriente, según sus antiguas tradiciones, hasta las costas del mar, por el Poniente, y de Norte a Sur, las más naciones confederadas, que fuera largo referir. En 1755 se encontraron tres momias en una cueva cercana al pueblo de Dolores, también en el actual estado de Nayarit. Los cadáveres habían sido rescatados de los antiguos templos de la Mesa del Nayar. También se encontró una flecha del “Hermano Mayor” Tajadsi [Hatsikan], “reliquia del Caligüey”, es decir, proveniente de un santuario pagano ahora destruido. Esta flecha no es un objeto votivo, sino la efigie de una deidad.3 Dos sacerdotes cuidaban el santuario clandestino. Indígenas de toda la región visitaban el lugar para pedir “buenos sucesos (sic) en sus sembrados, y en las cazas de venados, y en el ejercicio de cerear, y para todo lo demás que hacen”. Según la declaración de los sacerdotes, una de las momias hablaba a la gente y respondía sus preguntas. También 3 Entre los huicholes existen ofrendas que establecen cierta reciprocidad con los dioses y otros objetos. Éstas pueden asociarse con lo que la oceanista Anette Weiner ha llamado “bienes inalienables”, es decir que se trata de piezas de tan alto valor para quien las posee que no suelen insertarse en las redes de intercambio (1985, 1992). se menciona que “le dan pinole, y se lo bebe y también le dan cuentas como tributo, y cuando las mujeres paren, le llevan los hijos a que los bendiga antes de babtisarlos” (Meyer, 1989: 125-135). Paralelamente a las actividades jesuitas entre los coras, a principios del siglo xviii había iniciativas franciscanas para acabar con el culto a las momias de los huicholes. La crónica del padre Arlegui cita un informe que describe la destrucción de un centro ceremonial huichol, ubicado en las cercanías del pueblo de Tenzompa, municipio de Huejuquilla el Alto, en el actual estado de Jalisco. Se trata de una de las pocas fuentes tempranas sobre la religión huichola (data de entre 1725 y 1728): Hallándose el padre lector Fr. Miguel Díaz de guardián de este convento [de Tenzompa], tuvo la noticia que en Tenzompla, dos leguas distante de este pueblo, había ciertas casillas pajizas en lo más oculto de la Sierra, llenas de muchas adargas, flechas y jarros, y que nadie, al parecer, las habitaba. [...] En lo interior de [una] casa a la testera estaba un asiento o equipal, y en éste estaba sentada una figura en esta forma: tenían un cadáver sin que faltase hueso alguno, curiosamente envuelto en unas mantas de lana adornadas de plumas de colores vivos, de tal forma reunidos unos con otros los huesos, que sólo la carne y nervios faltaban, que unidos con unas cañuelas, los tenía amarrados. En las otras casas estaban las adargas, jarros y muchas cuentas de abalorios. (Arlegui, 1851: 158; cfr. Rojas, 1992: 73). En 1767 los jesuitas fueron expulsados de la entonces Nueva España y las misiones a su cargo empezaron a decaer. Posteriormente, durante la guerra de Independencia, también los franciscanos abandonaron la sierra. Fue hasta la década de 1840 cuando la labor evangelizadora cobró un nuevo impulso, al menos en ciertos parajes de la sierra huichola. Entonces se edificaron nuevos templos católicos y se destruyeron numerosos callihueyes (Rojas, 1992: 139-188). Los informes que se redactaron en ese periodo describen aspectos de las “prácticas idólatras” de los huicholes, que solamente difieren en algunos detalles de las que observamos en la actualidad. Un documento menciona algunos de los objetos rituales encontrados en un callihuey de Santa Catarina Cuexcomatitán: “dos figuras de cera, es decir un mono de figura de niño y toro, jícaras con bordados de cuentas y otros asientitos, mazos de pelos de la cabeza, de barro comalitos, ollitas y una especie de candelerillos, medios en plata y como 400 flechas y arquitos, adornados muchos con hilos de cuentas y plumas” (Rojas, 1992: 170). ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 32 35 Con el estallido de la rebelión de Manuel Lozada, que duró de 1857 a 1873, los misioneros abandonaron nuevamente la sierra y cuando, a finales del siglo xix, Carl Lumholtz, Léon Diguet (1859-1926) y Aleš Hrdlička (1869-1943) iniciaron la exploración científica de la zona, los centros ceremoniales funcionaban nuevamente. Los 17 años de autonomía indígena bajo el dominio del apodado “Tigre de Álica” habían permitido una plena recuperación de las costumbres. El agrónomo Rosendo Corona describe el centro ceremonial de Santa Catarina en 1888 y menciona que en el templo del Sol “hay flechas, carcajes, ruedas tejidas con colores chillantes, equipalitos, una cabeza de venado, pequeñas tortas de maíz, flores y otras nimiedades”. En el templo del Fuego encontró “mucha leña amontonada”, y en el del Aire “una cabeza de venado sobre un equipalito, un cuadrúpedo pequeño de madera, una piedra con un muñeco muy mal pintado, flores, frutas, flechas, carne seca, etcétera” (Santoscoy, 1899: XVII; Jáuregui, 1992: 14). Entre los pioneros de la etnografía del Gran Nayar, fue el noruego Carl S. Lumholtz quien mostró el mayor interés en los objetos votivos y el arte ritual. Jícaras y flechas forman parte del “arte simbólico” que aborda en su tratado Symbolism of the Huichol Indians (1900), y que contrasta con el “arte decorativo” de los huicholes: los textiles tejidos y bordados (Lumholtz, 1904). Su trabajo tiene los alcances y las limitaciones de un enfoque que considera el arte ritual como sistema de comunicación. Lo que jamás se le hubiera ocurrido a un naturalista como él es preguntar por el estatus ontológico de dichas piezas; es decir, cuestionarse por la forma en que los huicholes perciben la naturaleza de estos objetos, lo cual lo hubiera llevado a preguntarse, entre otras cosas, si en esta cultura existe la diferencia que hacemos en Occidente entre sujetos y objetos, entre personas y cosas. Aunque no podemos decir que en aquella época nadie se hubiera planteado estas preguntas. Unos cuantos años después de los viajes del noruego, la sierra del Nayar fue visitada por Konrad Theodor Preuss, el segundo gran clásico de la etnografía de la región y un auténtico pionero de los enfoques antisimbolistas, o pragmáticos en etnología. Preuss publicó mucho menos sobre el tema del arte ritual, pero tenía una perspectiva más afín con los enfoques contemporáneos sobre el tema, sobre todo en lo que concierne a la llamada agentividad de los objetos, es decir, el poder que emana de estos artefactos u obras durante los procesos rituales (Gell, 1998; Severi, 2008, 2009). Un problema de la etnografía del Gran Nayar ha sido que los investigadores se han dedicado a constatar lo dicho por Lumholtz. Siempre me ha parecido extraño que nadie cuestione las perspectivas de análisis inauguradas por el noruego, por lo que no sorprende que la antropología simbólica haya tenido tantos adeptos entre los colegas. El redescubrimiento del trabajo de Preuss, en la década de 1990, facilitó la introducción de ideas más contemporáneas en los estudios de esta cultura. Partimos, entonces, del contraste entre Lumholtz y Preuss, cuyas posiciones, aunque encontradas, no son incompatibles. Jícara de los Venados del Norte y del Sur. Lumholtz y su enfoque simbolista Carl Lumholtz es uno de los personajes que marca la transición entre los exploradores y los antropólogos propiamente dichos. En un opúsculo titulado “Mi vida de exploración”, escrito el año de su muerte (1990 [1921]), narra cómo desde la primaria tuvo interés en la botánica y cómo, desde su pequeña ciudad natal en las montañas, mandó plantas a la Sociedad Botánica de Kew Gardens, en Londres. Muchos exploradores y viajeros de los siglos xviii y xix compartían esta pasión. Se interesaban por la morfología y por el estudio de las pequeñas diferencias formales que les permitían organizar el universo de las especies. Les fascinaba la taxonomía de Linneo, que ofrecía la atractiva posibilidad de bautizar alguna especie recién descubierta con sus nombres o apellidos. En la década de 1890, Lumholtz realizó cinco años de exploración e investigación de campo por la Sierra Madre Occidental, así como en el llamado Occidente de México: Michoacán, Jalisco y el entonces Territorio de Tepic. Su trabajo entre los wixaritari marcó un momento decisivo de su trayectoria: se convertía en un verdadero antropólogo al realizar estancias prolongadas y una documentación sistemática (Jáuregui, 1994). ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 34 37 Para evaluar su enfoque teórico es importante tomar en cuenta que el único antropólogo al que cita con regularidad y respeto es su amigo Frank Hamilton Cushing. Como se sabe, el excéntrico norteamericano vivió entre los zuñis de Nuevo México entre 1879 y 1884 y publicó importantes monografías sobre este grupo (Green, 1979). También es notable que, en la obra de Lumholtz, la Sierra Madre Occidental se presenta como una extensión del Suroeste de los Estados Unidos, no como una periferia de Mesoamérica. En este contexto, parece lógico que la teoría de Lumholtz tenga su origen en las ideas de los indios pueblo. El texto más reconocido de Cushing ha sido su “Outlines of Zuni Creation Myths” (1896), en especial el apartado titulado “Outline of Zuñi Mytho-Sociologic Organization”, donde el estadounidense analiza el sistema de clasificación de este grupo que abarca, entre otras cosas, animales totémicos, clanes, rumbos y colores. Como se sabe, Cushing fue una de las fuentes clave en la formulación de la teoría de Émile Durkheim y Marcel Mauss sobre la Clasificación primitiva (1971 [1903]). Según estos autores, lo que Cushing encontró es una “verdadera organización del universo. Todos los seres y todos los hechos de la naturaleza […] están clasificados, etiquetados y asignados a un puesto determinado […], todas sus partes están coordinadas y subordinadas las unas a las otras, siguiendo ‘grados de parentesco’” (Durkheim y Mauss, 1971 [1903]: 41). El tratado de Lumholtz sobre el arte simbólico huichol (1900) comienza con un apartado llamado “Los dioses y su parafernalia: fetiches”, donde se presenta una colección de estatuas de cantera que corresponden a los dioses principales de la religión wixarika: Abuelo Fuego, Bisabuelo Cola de Venado, Padre Sol, Sol del Poniente, Hermano Mayor, Abuela Crecimiento, Madre Maíz y Joven Madre Águila. En otro capítulo, Lumholtz presenta una detallada descripción de su colección de flechas votivas, en la que asegura que cada una pertenece a una deidad; de hecho, el autor invita a suponer una correspondencia vis a vis entre los ídolos pétreos y sus flechas, aun cuando el listado de los dioses no sea idéntico al de sus flechas (Lumholtz, 1986: 126). Algo similar sucede con las plumas de los astiles: son de diferentes pájaros que corresponden a dioses distintos, así que, de acuerdo con su propuesta, se puede reconstruir un sistema de clasificación que vincule aves, flechas y dioses (1986: 128). Formalmente, las flechas votivas son similares a las de cacería. Las primeras se clavan en el suelo, en los asientos de las sillas ceremoniales o en la paja del techo de los templos (Lumholtz, 1986: 125). La sección posterior del astil, la parte emplumada, varía (Lumholtz, 1986: 123; 127), pues aquí la flecha lleva dibujos en zig-zag y líneas. Lumholtz reporta que los zig-zag representan al rayo, mientras que las líneas rectas su trayectoria. El rayo simboliza la velocidad y la fuerza de la flecha. Según mis informantes, las líneas en zig-zag remiten al rayo, las rectas a la lluvia. Independientemente de su decoración, las flechas llevan mensajes para los dioses. Como observó Lumholtz atinadamente, las flechas combinan “ofrenda y oración” (Lumholtz, 1986: 125). “A través de ellas los huicholes hablan con sus dioses”, dice, aunque también afirma que los dioses se consideran los verdaderos dueños de las flechas, un argumento que se volverá mucho más importante en la interpretación de Preuss. Al parecer, Lumholtz no estaba satisfecho con la información obtenida a partir de la exégesis indígena. De ahí que formule interpretaciones extravagantes sobre los poderes místicos de las flechas y de las aves. Carente de tecnología avanzada —asegura el noruego—, el indígena se maravilla de la habilidad de las aves para volar y “de ver y oír todo” (1902, 2: 199; 1986: 123). Asimismo, la flecha se parece a un ave: “es un pájaro con cuello estirado” (1902, 2: 201). Sin embargo, más que por el vuelo, las flechas son significativas como proyectiles que matan a las presas. Es interesante, incluso sintomático, que a Lumholtz no se le haya ocurrido reflexionar sobre esto. El tema de otro capítulo son los objetos que denomina “escudos frontales (neali’ka)”. Se trata de objetos tejidos, redondos o poligonales que el explorador llegó a considerar como “el símbolo más importante” de los huicholes (1986: 293). Según su reconstrucción, éstos tenían una función defensiva. Al cesar los conflictos, las armas (como los escudos y las flechas) se transformaron en objetos rituales. En su análisis sobre estas piezas el noruego nos ofrece su explicación en torno a la palabra nierika,4 que naturalmente está matizada por sus exégesis del arte huichol: el uso amplio —dice— denota escudo frontal, rostro, apariencia y retrato, aunque sugiere que los huicholes tienen en ella una verdadera palabra para “símbolo”. 4 Nierika (en plural nierikate) es uno de los conceptos más importantes del arte huichol. La palabra proviene del verbo niereya (ver). Su primera acepción corresponde a mejilla y rostro, aunque también se le usa como “retrato”, “dibujo”, “fotografía” y “obra de arte”. Las conocidas tablas de estambre también se denominan así (Lackner, 1999). Se podría argumentar que la categoría nierika abarca a muchos de los objetos que van en la ofrenda, no sólo a los nierikate propiamente dichos, puesto que flechas y jícaras llevan dibujos y terminan siendo también nierikate. También puede entenderse como “el don de ver” y alude a las visiones rituales que buscan los iniciantes para crear al mundo. Por eso, nierika se refiere igualmente al instrumento de visión, como los espejos y los nierikate, usados para que se revele al iniciante la verdadera forma del mundo (Negrín, 1985, 1986, 2005: 45-54; Neurath, 2000: 55-77, 2005a; Kindl, 2005: 225-248, 2007). Con todos estos significados, nierika es un “concepto mana”, que, como tal, remite al poder de la magia. Se refiere a una noción multifacética, que significa todo a la vez que nada, y cuya complejidad particular es resultado de la complejidad del contexto ritual (Severi, 2007: 27). No está pensado, en primer lugar, para ser comprendido, ya que sólo cobra sentido a partir de un análisis del proceso ritual. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 36 39 Un mito citado por Lumholtz (1986: 153) narra cómo una persona usa su escudo con agujero para observar las flechas de sus enemigos. Por eso —asegura— el nierika, como “instrumento para ver”, tiene un orificio en el centro (1986: 293). En un principio la hipótesis sobre el origen guerrero del nierika me pareció un tanto especulativa, pero hoy estoy convencido de que es una idea interesante. Pocos años antes de las visitas de Lumholtz, los coras y huicholes todavía eran guerreros; incluso atacaron la ciudad de Guadalajara en 1873 (Meyer y Jáuregui, 1997). John Aldon Mason y Phil Weigand (1981) documentaron que los tepecanos, vecinos de los huicholes hacia el Oriente, llaman a objetos equivalentes chimales, que puede traducirse como “escudos”. Según los huicholes actuales, todo aquel que quiera visitar los lugares sagrados necesita un “escudo” para protegerse de los peligros de lo sagrado. De ahí la necesidad de llevar nierikate como ofrenda. A la vez, nierika, en cuanto “don de ver”, es lo que se espera obtener de las peregrinaciones y búsquedas de visiones. Similares a las ofrendas son los “escudos dorsales”, nama, o, más bien, “lechos”, “camas” o “esteras”, (itari, en plural itarite). Para explicarlos Lumholtz recurre a un argumento similar al utilizado para el caso de los nierikate: el guerrero usaba su escudo dorsal como lecho (1986: 193). Según esto, “la utilización simbólica de los escudos dorsales, especialmente en su carácter de petates o lechos, también es muy extensa”. Muchos elementos de la naturaleza se consideran camas o sillas de las deidades. Por ejemplo, “las montañas sobre las que se asienta la niebla se ven como altares, es decir, petates o lechos de las diosas [identificadas con las nubes de lluvia]”. En otro apartado, Lumholtz presenta una colección de tsikɨrite (singular, tsikɨri) objetos romboides denominados “ojos”. La etimología ofrecida por el noruego no ha sido corroborada; sin embargo, en el imaginario popular estas piezas se convirtieron en “ojos de dios”, lo que resulta aún más problemático.5 Lumholtz informa que este objeto, al usarse en la fiesta de las calabazas tiernas, alude la flor de calabaza (1986: 216). También aclara que se trata de un tipo de nierika, un “símbolo de poder” que “sirve para ver y entender cosas desconocidas” (1986: 215). Veremos que Preuss interpretó los “ojos” de Lumholtz como “estrellas” y como imágenes de la superficie de la tierra en cuanto tejido. Lumholtz también dedica un capítulo a las jícaras votivas. Ahí observa que “los cuencos votivos son las jícaras ordinarias que utilizan los huicholes para tomar sus líquidos, adornados para ofrendarse a los dioses” (1986: 225). También 5 Diseños romboides equivalentes de los tarahumaras sí pueden interpretarse como “ojos” y son, de hecho, un equivalente del “instrumento para ver”, nierika, huichol (Aguilera Madrigal, 2005). comenta que “se utilizan como ofrendas casi en la misma medida que las flechas ceremoniales. Las oraciones que expresan son en esencia las mismas”. Encuentro adecuadas ambas explicaciones; sin embargo, hoy día sabemos que no todas las jícaras decoradas son ofrendas. Algunos de los recipientes incluidos en el estudio de Lumholtz parecen ser “jícaras efigie” (Kindl, 2003), es decir, jícaras de los encargados del centro ceremonial tukipa. Éstas jamás se depositan, sino que permanecen resguardadas en los centros ceremoniales bajo el cuidado de un “jicarero”, xukuri’ɨkame, quien, al igual que su jícara, personifica a una deidad ancestral particular. Se trata nuevamente de lo que Annette Weiner llama “bienes inalienables” que, en el caso de los huicholes, se oponen a los objetos votivos que son réplicas que circulan y deben renovarse de forma periódica (cfr. nota 3). Sus interpretaciones de los objetos rituales tienen como contexto sus ideas sobre las religiones indígenas dentro de su discurso pietista y de crítico de la civilización. Lumholtz se fascinó por lo que él calificaba como el pensamiento “primitivo” del indígena, al tiempo que por su fervor religioso que, desde su punto de vista, no se había desvirtuado por las complicaciones de la vida moderna. Como consideraba la sencillez una de sus virtudes, describió las creencias indígenas como ingenuas y necesariamente equivocadas en su razonamiento (cfr. Lumholtz, 1902, 2: 210). Por ejemplo, creyó explicar la creencia nativa en el alma de las plantas argumentando que de otra manera sería difícil para los indígenas explicarse el hecho de que vivan y crezcan (1902, 1: 356). Y en el mismo tenor afirmó que consideran sagradas a las serpientes porque son los únicos animales que caminan sin piernas (1902, 2: 232). Nierika del Padre Sol. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 38 41 En su reflexión sobre el pensamiento indígena destaca la “tendencia a establecer analogías”, pero argumenta que ésta es exagerada y que entorpece todo intento por descifrar el simbolismo del arte ritual: Los fenómenos más heterogéneos se consideran idénticos. Por ejemplo, creen que la mayoría de los dioses y todas las diosas son serpientes, pero también lo son las lagunas y las fuentes en las que habitan las deidades e inclusive los bastones de los dioses. Sin embargo, a estos últimos también se les consideran flechas. Ven sierpes en todos los fenómenos naturales: en el cielo, en el viento que sopla en el pasto, en el mar en movimiento, los ríos de curso sinuoso, el movimiento rápido del rayo, la lluvia que cae, en el fuego, el humo, las nubes (1986: 292). El noruego tiene un punto de vista parecido con respecto a las plumas. “Las nubes, el algodón, la cola blanca del venado, la cornamenta del venado, e incluso el animal, se conciben como plumas y se cree que todas las serpientes tienen plumas” (Lumholtz, 1986: 293). Con tal proliferación de analogías, el sistema simbólico deviene muy ambiguo (1986: 292). Lumholtz se queda con la idea de que el hombre primitivo es un entusiasta de la analogía, pero pierde fácilmente el control sobre aquélla y, por ende, tiene problemas para ordenar su cosmos. Por ser un sistema más eficaz, desde la perspectiva de Lumholtz, la ciencia europea termina por imponerse. Los objetos mágicos de Preuss Podemos decir que los problemas confrontados por Lumholtz son típicos de los enfoques simbolistas y de quienes jamás cuestionan la visión naturalista, propia del pensamiento occidental. Hoy día se critica con razón la soberbia de la ciencia que, suponiéndose universal y culturalmente neutral, se atribuye la facultad de producir las únicas simbolizaciones correctas. A partir de estas reflexiones ha surgido una suerte de “crisis de la representación” que, en antropología, implica un rechazo de los enfoques simbolistas. Los sistemas analogistas, como el planteado por Lumholtz, en la práctica ritual de los wixaritari tienen un sitio relevante. Sin embargo, los símbolos trazados por el noruego no son algo tan fijo, ni tan determinante. En la dinámica de sus ritos, es importante que los iniciantes adquieran el conocimiento derivado de ellos, pero después se aprende a trascenderlo. La práctica de los iniciados tiene un fundamento distinto que implica ir más allá de esta forma de pensar. Konrad Theodor Preuss, en su afán de refutarlo, encontró aspectos importantes sobre las prácticas del conocimiento de los iniciados. A diferencia de Lumholtz, Preuss ha sido el gran desconocido de la historia de la antropología sobre México. Apenas en los últimos años se ha iniciado la recuperación de su obra etnográfica y teórica (Neurath y Jáuregui, 1998; Alcocer, 2002, 2006; Díaz de Arce, 2005; Neurath, 2007). Cursó las carreras de geografía e historia en la Universidad de Könisgsberg, Prusia (hoy Kaliningrado, Federación Rusa) y, en 1894, presentó su tesis doctoral sobre Las costumbres funerarias de los indígenas americanos y de los asiáticos nororientales. Ya en éste, su primer trabajo científico, Preuss planteaba una crítica de lo que hoy llamamos eurocentrismo argumentando contra las teorías de la religión que universalizan el dualismo metafísico, sobre todo la del animismo de Edward B. Tylor, quien intentaba explicar el origen de la religión a través de la dicotomía cuerpo-alma (1977 [1871]). Como muchos integrantes de la primera generación de antropólogos alemanes profesionales, Preuss se volvió discípulo de Adolf Bastian, cursó estudios de etnología en la Universidad de Berlín y se incorporó al Real Museo de Etnología, donde trabajó bajo la tutela de Eduard Seler (Schlenther, 1959-1960). A diferencia de su mentor, quien durante estos años se concentraba cada vez más en los estudios mesoamericanos, Preuss siempre mantuvo intereses en la teoría antropológica. Inspirado por la propuesta de Hermann Usener, filólogo clásico, historiador de la liturgia y folclorista, adscrito a la Universidad de Bonn (Schlesier, 1994), mostró gran entusiasmo por desarrollar una teoría de la acción ritual (Heilige Handlung, cfr. Usener, 1904).6 Para ello, realizaba comparaciones entre los mexicas y otras civilizaciones antiguas como los griegos y los hindúes védicos. Le interesaba de forma especial la cuestión del origen del drama, que se podía entender mejor a partir de descripciones etnográficas de los rituales de los indios pueblo y de los antiguos mesoamericanos que en las fuentes disponibles sobre los griegos, donde la separación entre teatro y ritual estaba ya demasiado avanzada (Preuss, 1904, 1906).7 Desde luego, la expedición de Preuss al Gran Nayar estuvo motivada directamente por los trabajos de Lumholtz sobre los huicholes (1898, 1900, 1902). Para Seler (1998 [1901]) y Preuss (1901) estaba claro que el noruego había descuidado el registro de textos rituales y que no se había percatado de la importancia de las 6 Esta teoría de la acción ritual viene de la teología católica. Como ha señalado Giorgio Agamben, con el axioma sacramenta efficiunt quod figurant (los sacramentos son lo que representan), la teología efectivamente se adelantó a las modernas teorías pragmáticas del acto de habla (Agamben, “Liturgia and the Modern State”, European Graduate School, 2009 http://www.youtube.com/watch?v=jK-s3qHfLgw). 7 Con este planteamiento Preuss (1904, 2) influyó sobre Aby Warburg (2008) quien, en su conferencia sobre el ritual de la serpiente, retoma, como se ha dicho, ideas del texto “Demonios fálicos de la fertilidad” del primero. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 40 43 fiestas religiosas actuales como fuentes para explicar la civilización de los antiguos mexicanos. El acercamiento de los berlineses a la etnografía de la región fue en todo momento planteado a la luz de sus intereses mesoamericanistas y desde su enfoque etnofilológico. En consecuencia, durante su estancia en el campo, Preuss se concentró en el registro de cantos en lenguas indígenas. Algunos de sus contemporáneos lo criticaron por no dar suficiente importancia a la cultura material, campo de estudio entonces muy en boga (Díaz de Arce, 2005: 56). Sin embargo, Preuss también formó una colección grande y sistemática de objetos coras, huicholes, mexicaneros y tepehuanes del Sur, incluso mejor organizada que la de Lumholtz. Una serie de circunstancias desafortunadas impidió la publicación completa de los materiales obtenidos en México (Kutscher, 1968; 1976; Neurath y Jáuregui, 1998; Neurath, 2007), así que Preuss nunca pudo presentar un estudio detallado sobre los textos rituales huicholes que registró, ni sobre sus colecciones etnográficas. Sin embargo, en una serie de artículos logró expresar sus ideas sobre su colección (Preuss, 1998). A Preuss no le interesaban los sistemas de clasificación. Estaba en contra de los enfoques que tienden a reducir la religión a una especulación intelectual, o que plantean un determinismo sociológico (Preuss, 1914). La finalidad del ritual y de la religión es “vivir”, no comprender ni ordenar el mundo. El arte ritual es parte de los “medios de expresión del culto” y, como tal, se encuentra en el mismo nivel analítico que cantos y danzas. Para poder apreciar la teoría de los objetos mágicos de Preuss, hay que tomar en cuenta que lo que él llamaba el “modo de pensar mágico”, que consiste en la identificación de ciertos objetos de la naturaleza con la totalidad del cosmos, se encuentra en la base de la vida intelectual y estética de la humanidad. Este fenómeno, que Preuss denomina “concepción compleja” (1914: 9-13), encuentra su ejemplo paradigmático en la jícara cora del altar del mitote que escenifica el patio festivo y, a la vez, la totalidad del cosmos (Preuss, 1912: lxxxii-lxxxix).8 Según Preuss, “el hombre primitivo percibe no los objetos del mundo en su individualidad, sino como una totalidad indiferenciada y continua”. Todas las cosas que no provocan emociones positivas o negativas le son indiferentes. Pero a aquellas que despiertan su interés por estar relacionadas directamente con su supervivencia les atribuye inmediatamente potencia y sustancia mágicas (Preuss, 1914). Podría pensarse que en los ritos mágicos hay una falsa causalidad, pero de acuerdo con esta postura no es así porque, debido a la no distinción entre la parte y el todo, éstos no se plantean como una manipulación de la naturaleza. 8 La teoría de Preuss está casi olvidada, pero un público relativamente amplio la conoce de forma indirecta, porque fue retomada por Ernst Cassirer en el segundo volumen de su Filosofía de las formas simbólicas (1925). Lo que sucede en el microcosmos del patio festivo (o de la jícara) también sucede en el macrocosmos. Así, la teoría de la magia propuesta por Preuss se aparta de las de George F. Frazer y otros autores de la época, como Lumholtz, para quienes el ritual es una conducta utilitarista basada en conocimientos inciertos, que eventualmente será superada por la razón científica. El punto de partida para sus postulados es una especie de metapragmática, una teoría indígena sobre la fuerza imaginativa (Einbildungskraft), es decir, la facultad creativa que actúa produciendo síntesis (Preuss, 1914: 9). En el caso del “modo de pensar mágico” de los coras, Preuss (1998: 327-332) demuestra cómo una religión indígena localiza “lo mágico” precisamente en la capacidad imaginativa del pensamiento, la “iluminación repentina y espontánea” o “comprensión súbita”. La acción mágica es, entonces, pensar y hablar con inspiración. No sorprende, pues, que la magia de la palabra sea tan importante en religiones como las de los coras y huicholes. La oración es rito hablado. Se ofrendan palabras y se reza con objetos, música y danza. Preuss planteó la relación entre humanos y “dioses” de una manera muy distinta a la del enfoque simbolista. Desde su punto de vista no existen seres “sobrenaturales”, solamente objetos de la naturaleza dotados de fuerzas especiales. Al referirse a los objetos votivos de coras y huicholes, insistió en que se trata de los instrumentos mágicos de los “dioses”, seres que también se entienden como objetos de la naturaleza. Para hablar de las flechas votivas, afirma que “no pueden considerarse ofrendas, pero tampoco se trata de plegarias. Más bien se trata de medios indispensables para obtener vida, salud, lluvias y buenas cosechas” (Preuss, 1998: 107). Desde su perspectiva, no se puede diferenciar claramente entre dioses e instrumentos mágicos. En los textos que registró, los objetos rituales hablan y actúan como personas divinas, al mismo nivel que otras deidades de forma humana o animal (1998: 268, 393-395). Los artefactos son también personas y, por eso, saben hablar (cfr. Holbraad, 2011). En numerosas ocasiones, Preuss advierte del peligro de interpretaciones demasiado rígidas de las religiones del Gran Nayar. “Las deidades [coras] son antepasados o fuerzas naturales, pero no sería posible clasificar a los dioses según dos categorías tajantemente diferenciadas” (1998: 113). En el contexto de esta argumentación desarrolla una serie de ideas relativas al origen de las divinidades a partir de las propuestas del mencionado Hermann Usener (1896). Según Preuss, las concepciones más antiguas sobre deidades son los dioses de las categorías (Gattungsgötter). En esta primera clase aún se manifiesta el pensamiento “primitivo” con su tendencia a identificar el uno con la totalidad, ya que un Gattungsgott se asocia con el género que representa, por ejemplo, un dios astral con la totalidad de las estrellas, o un dios animal con todos los ejemplares ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 42 45 de su especie. En un siguiente paso, los dioses de las actividades (Tätigkeitsgötter) se caracterizan por ser relevantes sólo para ciertos miembros de un grupo humano (Preuss 1914: 34-54). En esta fase, las deidades no son otra cosa que las herramientas usadas en los diferentes oficios. El hombre crea, en primer lugar, objetos de la vida cotidiana, herramientas y armas. Entonces se da cuenta que usar y poseer instrumentos es tener un cierto poder; como se diría hoy día, se trata de tener agentividad. Y por ello, estos objetos son más que simples piezas, son seres con agentividad, animados o deificados. Si profundizamos en esta línea de pensamiento podremos concluir que los instrumentos no son parte de la parafernalia o de los atributos de los dioses; son los dioses mismos, pues en ellos está su poder. En el caso de los indígenas del Gran Nayar, las divinidades son jícaras y flechas, objetos utilizados por los chamanes y encargados del centro ceremonial (cfr. también Reyes, 2010). Según la mitología recogida por Preuss, las flechas, jícaras, velas, nierikate, flores y otras piezas votivas eran propiedad de los dioses, pues fueron ellos quienes las trajeron cuando salieron del inframundo en el Poniente. La tarea de los hombres es renovarlas. “Los dioses necesitan estos objetos para mantener funcionando el mundo” (1998: 183). Las jícaras, representaciones de la tierra, se consideran órganos sexuales femeninos (Preuss, 1998: 252), que los dioses usan para procrear vida. Podría pensarse, entonces, que las flechas son falos, pero Preuss, a pesar de su interés por los simbolismos sexuales y los ritos fálicos, no menciona algo al respecto. La evidencia que encuentra indica que las flechas votivas son armas que los dioses usan en la cacería del venado (1998: 292). Las plumas sirven para transportarlas. En las flechas ceremoniales coras, Preuss observa detalles que concuerdan con los que Lumholtz señaló para los huicholes. Los poderes de las plumas dependen del color y del hábitat del pájaro en cuestión. Los diferentes tipos de plumas corresponden a determinadas deidades. En las flechas de los niños se usan plumas distintas de las que se utilizan para las de las niñas (1998: 108). Pero todas las flechas coras llevan los símbolos de la Estrella de la Mañana (Hatsikan), de la Madre Tierra (Texkame) y de los “antiguos”, los ancianos principales ya fallecidos (takuate). Hay una relación de identificación entre la flecha y el dios de la Estrella de la Mañana, uno de los protagonistas de la lucha cósmica de la fuerzas luminosas contra las estrellas de la noche. El relato cuenta que la serpiente que vive en el Océano, al Poniente, es el cielo nocturno. Su oscuridad se asocia con el agua y la Estrella de la Mañana la debe matar con su flecha. Luego la serpiente se ofrece al dios solar como alimento. La flecha es, en esta historia, el instrumento de Hatsikan, pero es también la Estrella de la Mañana. Esta relación es un argumento en contra de la interpretación de los objetos votivos como expresión de una plegaria: “Si ahora se nos dice que las flechas votivas son como las flechas de Hatsikan, esto quiere decir que no se trata de medios para transportar rezos y ofrendas, sino de armas poderosas. ¿Acaso no sería una costumbre muy extraña mandar plegarias con una flecha?” (1998: 109-110). Preuss insiste en refutar el principio de reciprocidad y aclara que, en los cantos rituales que tradujo, los dioses piden los objetos mágicos (1998: 375). En este punto se queda un poco corto en sus análisis. Según mi experiencia, en los ritos huicholes siempre se producen situaciones donde no es posible saber quién pide y quién da. Los agentes adquieren identidades complejas y sus papeles se empalman. Durante los cantos rituales, los dioses hablan a través del chamán, pero éste, además, se transforma en sus interlocutores. Al parecer, la dinámica ritual se basa, precisamente, en este cambio permanente de perspectivas practicado por el chamán. Los papeles del donador y del recipiente de ofrendas se condensan, así como se confunden los roles del cazador y de la presa, y del sacrificador y de la víctima del sacrificio, aspecto que planteamos en el capítulo anterior. A diferencia de Lumholtz, Preuss acepta un poco más las ambigüedades. Los objetos que el primero llamaba “ojos de dios” son un buen ejemplo, ya que aluden a las estrellas y, a la vez, a la tierra. Pero las jícaras también son la tierra (1998: 108). Otro ejemplo es el algodón que se considera la silla de nubes de la diosa, pero los copos son también las nubes que los dioses necesitan para hacer llover (1998: 109, 292). En algunos artículos (1998: 183, 253), Preuss formula un compromiso entre su teoría de la magia y el principio de la reciprocidad: las ofrendas sirven, por una parte, para proporcionar a los dioses los instrumentos mágicos que necesitan para desarrollar sus actividades, pero también expresan los deseos de los donadores: guaraches en miniatura, arcos y pulseras, por ejemplo, indican peticiones en torno a seguir la tradición, la cacería y la vida. Pequeños trapitos se frotan en la piel del infante para quitar la enfermedad y después se amarran en las flechas votivas. Un bule de tabaco en miniatura es para quienes desean ser curanderos, un trabajo textil comenzado, para las que quieren ser tejedoras (1998: 255-292). Flecha de Tamatsi con trampa en miniatura. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 44 47 Fiestas en contraste Los etnógrafos clásicos me dieron buenas pistas para interpretar el arte ritual huichol. Desde aquel momento el debate actual entre antropólogos simbólicos y teóricos de la praxis estaba prefigurado. Sin embargo, hasta la fecha se han conciliado poco ambos puntos de vista. Mientras trabajaba en la comunidad Tuapurie (Santa Catarina Cuexcomatitlán, Jalisco), en la década de 1990, me di cuenta que nadie hasta ahora había considerado en esta discusión la complejidad de las relaciones rituales, en la que suelen articularse situaciones paradójicas producidas por contradicciones en el estatus de las personas y las cosas. Desde esta perspectiva, las posturas de autores como Lumholtz y Preuss son parciales, pero ambas son válidas y es que en un mismo contexto, por ejemplo, jícaras y flechas pueden ser medios, como lo planteaba Lumholtz, y agentes, como eran vistas por Preuss. Vamos por pasos. Habíamos dicho que las jícaras y las flechas se asocian con personas. Pero unas y otras corresponden a diferentes fases de la vida y a distintos complejos rituales. En principio las personas-jícara o “jicareros” (xukuri’ɨkate) del centro ceremonial tukipa se oponen a las personas-flecha (ɨrɨkate) de los adoratorios parentales xiriki (Neurath, 2002, 2010a). Las personas-jícara son iniciantes, en su mayoría adultos, que en las ceremonias se transforman en los antepasados míticos y llevan a cabo los viajes que estos hombres primigenios realizaron desde el mar en el Poniente. Se llaman jicareros porque se encargan de jícaras que son, al mismo tiempo, ellos y las madres (Tateima) de donde nacieron o salieron. Los jicareros son los ancestros antes de que fueran dioses y deben transformarse en ellos. Pero se trata de antepasados genéricos, genealógicamente no demostrables. Su contraparte son las personas-flecha del adoratorio parental, xiriki. Éstos por lo general se representan con pequeños cristales de cuarzo que reciben el nombre de ɨrɨkame, derivado de ɨrɨ, “flecha”, pues se envuelven en un pedazo de tela y se amarran a una flecha ritual. Estos objetos son personas ya iniciadas, que pueden estar vivas o no. Los chamanes ancianos, según dicen los huicholes, “ya son como antepasados” y, por eso, también se les rinde culto en estos adoratorios. A diferencia de los antepasados genéricos que viven en el tukipa, los antepasados (vivos o muertos) que se veneran en el xiriki parental son abuelos, bisabuelos y tatarabuelos concretos de la gente que pertenece al adoratorio en cuestión. Los xirikite son graneros rituales donde el culto a los ancestros se combina con el culto a las diosas del maíz. La gente común también está presente en el xiriki, pero no en forma de cristales, sino como atados de cinco mazorcas (niwetsika). Estos atados son la diosa del maíz (Tatei Niwetsika), pero también son las esposas y la “familia” de un hombre. En el sentido más amplio, aluden a toda la gente que pertenece al xiriki y a sus coamiles o milpas. Cuando un niño nace, se le fabrica un niwetsika, pero cuando una persona se inicia en el chamanismo, se convierte en una piedrita ɨrɨkame. Bajo esta forma se aparece a sí mismo o a otro cantador durante una ceremonia. Al celebrar una fiesta de xiriki se convoca a todos los descendientes bilaterales de los “antepasados” venerados en el adoratorio en cuestión. Los iniciantes o aprendices de mara’akame participan, en un principio, tan sólo como sacerdotes en el centro ceremonial comunal para luego operar tanto en adoratorios parentales como en templos comunales (Neurath, 2005b). Desde este punto de vista podría considerarse cierta gradación que inicia en los tukipa, asociados con las personas-jícara y asciende hasta los xirikite, a los cuales se adscriben las personas-flecha. Sin embargo, la historia no es tan sencilla. Según la mitología, los centros ceremoniales tukipa son los ranchos donde vivieron los primeros comuneros, es decir, los dioses fundadores. El culto del adoratorio parental no se considera tan “original” (primordial) como las ceremonias del tukipa. Se cree que los antepasados más antiguos eran los dioses que habitaban en el centro ceremonial (de hecho, siguen viviendo ahí). Luego, la comunidad se dispersó y la gente comenzó a vivir en ranchos particulares. Es evidente que el mito otorga más importancia al tukipa que al adoratorio parental. El primero es una escuela de iniciación, en tanto que los ya iniciados, que son personas-flecha, pertenecen, en primer lugar, al xiriki parental. Los jicareros, como encargados del centro ceremonial comunal, cumplen con muchas funciones “sacerdotales”, pero durante esta etapa sólo son aprendices de chamán. De esta manera, la subordinación mitológica de los xirikite frente los tukipa se opone a una jerarquización donde los mara’akate identificados con los ɨrɨkate del adoratorio parental cuentan más que los encargados del centro ceremonial comunal que personifican a los ancestros míticos. La oposición entre flecha y jícara equivale a la dicotomía entre iniciados y no iniciados, entre comunidad y familia. El análisis de esta relación ofrece una buena pista para entender las contradicciones, ambivalencias y polisemias de los objetos rituales que tanto preocuparon a los etnógrafos clásicos del Gran Nayar. Para los legos, lo más importante es cumplir con los intercambios recíprocos. Al ofrendar jícaras y flechas untadas con sangre sacrificial, se espera obtener la lluvia y otras cosas que se piden a las deidades. Para los iniciados, la relación con los ancestros se plantea de manera diferente, ya que ellos se transforman en los antepasados deificados, y usan las ofrendas como instrumentos mágicos para llevar a cabo actividades que permiten que prospere la vida en el mundo. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 46 49 Del sacrificio al intercambio Como ya se dijo, la ofrenda de jícaras, flechas y otros objetos forma parte de una secuencia ritual que aparece en contextos diversos, aunque en combinaciones distintas. Los objetos que la integran son réplicas de las jícaras y flechas que permanecen en los centros ceremoniales y que son los antepasados. Estos objetos son velados durante una noche de canto chamánico. En la madrugada se les unta sangre sacrificial y, posteriormente, se les ofrenda en diversos lugares sagrados del paisaje. Las flechas y las jícaras votivas siempre forman pares. Hacia el principio del ritual, cuando se llevan las ofrendas a las moradas de los dioses, cada lugar sagrado y cada deidad recibe un par integrado por una jícara y una flecha. Pero, aunque estas piezas se obsequien juntas, su naturaleza es completamente distinta: la jícara tiende a ser un objeto de intercambio; la flecha, expresión de un acto violento que al mismo tiempo es un don libre, pero, como puede constatarse en los cantos, uno y otro objeto se implican en estas relaciones, lo cual expresa la complejidad de la ritualidad wixarika y es un excelente ejemplo de lo que se denomina “condensación ritual”: la coexistencia de vínculos e intenciones rituales que se contradicen (Houseman y Severi, 1998; Humphrey y Laidlaw, 1994). Uno y otro objeto entran en estas relaciones. En los cantos esto se elabora de forma considerable (Lira, 2013).9 Cuando se elaboran los objetos votivos predomina una lógica de plegaria. Con diligencia se plasma visualmente lo que se pide a las deidades. En cuanto a su aspecto de plegaria, la parte más relevante de la flecha es la trasera, una vara de carrizo. Con pintura roja o azul se le aplica un diseño relativamente sencillo compuesto por líneas rectas y onduladas. Este dibujo, realizado parcialmente en negativo, representa lo que se envía, las “palabras” de la plegaria, y lo que se pide: serpientes de lluvia, relámpagos, etcétera, que son también las “palabras” de los dioses. Las jícaras son muy pequeñas y en su interior llevan una pintura de color “rojo / sangre” (xure, a veces rosa) o “negro / oscuro” (yɨwi, a veces azul o morado). Las primeras son para las deidades celestes y el fuego, las últimas para las diferentes diosas madres (las Tateiteime), para Takutsi Nakawe y el dios del viento (Tamatsi ’Eaka Teiwari). Ambas clases sirven como recipientes para ofrecer la sangre de los animales sacrificados a las deidades. 9 Grabar cantos hasta ahora ha sido mal visto e incluso prohibido por la comunidad y sus autoridades. Muy recientemente, Regina Lira (2013) ha logrado promover un proyecto de traducción y análisis lingüístico de estos textos. Por lo pronto, cuento con lo que entendí al estar presente y con las exégesis ofrecidas en numerosas ocasiones durante los rituales, narrativas mitológicas y el arte de las tablas de estambre, que muchas veces cita los cantos. Sobre esta decoración monocromática, se aplican pequeñas figuras formadas cuidadosamente con cera, y adornadas con chaquira de diferentes colores y con pequeñas monedas. Igual que las pinturas de las flechas, las figuras de estrellas, venados, vacas, plantas de maíz, hombres y mujeres, y demás aplicaciones en las jícaras son oraciones o plegarias. Lo que se pide es vida (tukari) y salud, hijos, éxito en la cacería, buenas cosechas y dinero. Las pequeñas figuras humanas de cera remiten a los niños y familiares, las plantas de maíz a las cosechas, las vacas al ganado, los venados a la cacería, las monedas (tumini) al dinero y la chaquira (kuka) al agua y a las semillas. Los detalles de la decoración varían según la deidad invocada (Kindl, 2003). A menudo, un mismo símbolo representa simultáneamente lo que se pide y a quién se le pide. En el centro de cada jícara se encuentra un círculo que representa el iyari del objeto, el “alma”, el “aliento” o la “fuerza vital”, centro y apertura por donde pasa la respiración (sobre iyari, cfr. Pacheco, 2010). La miniaturización es una constante del arte ritual wixarika y se encuentra en muchos ámbitos. Por ejemplo, los adoratorios xirikite que se construyen en los sitios de peregrinación siguen con frecuencia la lógica de la miniatura. Los dioses son “chiquitos” pero “listos”. Se oponen a los gigantes, hewiixi, antepasados de los mestizos, que son “grandotes” pero torpes. La inocente “travesura” de los dioses de “arriba” marca un contraste con la “maldad” de los pervertidos seres de “abajo”. Asimismo, los colores brillantes de la chaquira y los diseños geométricos de muchos objetos rituales se asocian con el ámbito solar de “arriba”. Pensando en estos diseños, en el uso de cristales, espejos y plumas, en la importancia del venado, podemos decir que todo lo claro y geométrico, brillante, translúcido y tierno se relaciona con el mundo de los dioses. En los nierikate, los antiguos “escudos frontales” miniaturizados, que hoy día suelen ser simples dibujos redondos de papel, también se plasma gráficamente lo que se pide, pero los dibujos igualmente retratan a los dioses que son destinatarios de las ofrendas. Los diseños son similares a las figuras de cera que encontramos en las jícaras, aunque un poco más complejos y también son adornados con cera, monedas y chaquira. El sistema iconográfico de jícaras y nierikate no suele ser muy preciso, pero es ma’iwe, es decir delicado10 o peligroso confundir los objetos. Muchas veces se escriben leyendas o se colocan letreros con el nombre de la deidad o del lugar de culto que corresponde al objeto. Como se ha dicho, junto con las palabras de la oración, las flechas y jícaras transportan la sangre de los animales sacrificados desde el patio festivo hasta los lugares donde moran las deidades que recibirán la ofrenda. En la lógica del 10 Sobre el concepto “delicado”, cfr. Perrin (1994). ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 48 51 intercambio, la sangre sacrificial es una retribución para los dioses por los sacrificios que los ancestros han sufrido; la consumen como alimento. Pero sólo la sangre de los animales aún vivos funciona para ello. Fortalecidos y contentos, los dioses obsequiarán la lluvia, la vida y las demás cosas que se les pide. La ofrenda es un Indian gift en el sentido que Jonathan Parry (1986) da al término; es decir, se trata de un don que espera como respuesta algo equivalente; así que para los dioses, el contradón se vuelve obligado. La sangre de los animales sacrificados activa la plegaria, “hace hablar a las ofrendas” cuando éstas se entregan a los dioses durante las visitas a los lugares sagrados. A su regreso, los peregrinos traen “aguas benditas”, líquidos que se juntan, posteriormente, en las ceremonias. Cada fiesta huichola o cora implica peregrinaciones (kɨnitɨxa) hacia los extremos del mundo que tienen que realizarse antes y después de la fiesta. Philip Coyle (2000) describe cómo, entre los coras de Santa Teresa, en Nayarit, antes de comenzar cualquier mitote parental o comunal, se debe reunir una serie de objetos y materiales necesarios para el ritual, y entre éstos, el más importante es el “agua sagrada” (wáwɨ), recolectada en cuatro manantiales hacia el Oriente, Poniente, Norte y Sur de la comunidad. Entre los huicholes, el cantador invita a los dioses a que vengan de los lugares de culto del paisaje, que son sus moradas, para asistir a las fiestas de los patios y dialogar ahí con el cantador. Durante el canto, el chamán visita los sitios donde habitan los dioses. Después, en las peregrinaciones, se hacen desplazamientos físicos para dejar las ofrendas en estos lugares. El cosmos se mantiene con vida porque la sangre y el agua circulan y establecen un pulso igual al humano. En caso de que no llueva, una medida de emergencia es transportar agua de una fuente sagrada del desierto hacia el mar y viceversa, lo que provoca que las aguas quieran regresar a sus lugares de origen (Lumholtz, 1902: 194). Otro de los “líquidos” que circulan en el cosmos es el dinero, la sangre del dios mestizo Xaturi (Cristo, “santo” en su traducción literal) transformada en plata (cfr. Zingg, 1982 [1938], 2: 275). Pero ya mencionamos que en los ritos huicholes el intercambio no es toda la historia. Existe una paradoja en torno a la sangre sacrificial, que es también la sangre de los destinatarios de la ofrenda, pues la víctima del sacrificio se identifica con el ancestro que recibe —¡y es!— la jícara o la flecha. Ɨrɨkate El Amanecer como amenaza Habíamos dicho que las flechas son las armas que las deidades disparan en su lucha contra los monstruos femeninos de la oscuridad y que son las propias deidades. En la mitología huichola, los flechadores por excelencia son el Sol en el amanecer y su hermano mayor, Xurawe Tamai, el Joven Estrella, o Tamatsi Parietsika, el Lucero de la Mañana. Sin embargo, al depositar una flecha, más que dispararles, se invita a los dioses a sacrificarse en beneficio de la gente. La cacería del venado y la ofrenda de flechas son, pues, actividades rituales que se identifican entre sí. Esta última es un tipo de cacería que mata a los dioses, o, visto de otra manera, los obliga a devolver el don y a sacrificarse en beneficio de los humanos. La flecha expresa la complejidad de esta relación que se imbrica aún más, pues dichas piezas se untan con la sangre sacrificial de verdaderas presas, y luego se clavan en estatuas y piedras que corresponden a venados y ancestros deificados. En la cacería y en la ofrenda de flechas los seres humanos realizan un acto violento; como dicen Henri Hubert y Marcel Mauss (1970 [1899]), un “crimen”. Los hombres matan a un animal tierno y puro, su hermano mayor, el héroe cultural, fundador de su religión y costumbre. Sin embargo, hay en estos sacrificios una notable negación de la violencia, un aspecto que para otros contextos culturales fue observado también por estos investigadores. Se cree que el venado es el fundador de “el costumbre”, así que él mismo tiene interés en que se le siga cazando y matando. Se dice que se entrega a los cazadores “porque siente lástima”. Antes de morir todavía les enseña cosas. Su muerte es un acto de autosacrificio cosmogónico que asegura la continuidad de “el costumbre” (yeiyari) y la existencia del mundo (kiekari).11 No se trata de un intercambio, sino de un acto voluntario, que permite la transformación de los ancestros en dioses y en todas las cosas importantes. Para los huicholes, la cacería de venado consiste en convencer al animal de que realice el autosacrificio del dios Tamatsi Parietsika. Según la mitología wixarika, muchos actos creadores son autoinmolaciones similares de antepasados que, gracias a su experiencia de muerte sacrificial, alcanzan la calidad de una deidad. Estos antepasados se transformaron en cosas que sus descendientes, los humanos, necesitan para vivir. Así sucedió con el niño que voluntariamente se arrojó a una hoguera y renació como el sol. Otros dioses ofrecieron su sangre y sus venas se transformaron en ríos, canales subterráneos y lluvia. También el mar se sacrifica para transformarse en nubes, mientras que la diosa del maíz siempre entrega a 11 El término kiekari se ha traducido como “rancheridad” (Liffman, 2012: 273). ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 50 53 sus hijos, los elotes. Diversas prácticas de austeridad (no comer y no tomar agua durante el día, abstinencia de sal, sexual y de sueño) también aluden y se identifican con los autosacrificios míticos sufridos por los antepasados y son, por ende, aspectos importantes de las peregrinaciones y búsquedas de visiones que realizan los xukuri’ɨkate o peyoteros. El sacrificio de un animal doméstico es un acto ritual distinto a la autoinmolación del venado. Aunque también aquí se dice siempre que la víctima está de acuerdo con su destino, animales como toros y chivos pertenecen a las fuerzas caóticas o salvajes de la vida (tɨkari) que deben ser vencidas y domesticadas ritualmente. Sinónimo de riqueza, el toro también se asocia con Takutsi y otras deidades de la fertilidad desenfrenada, por ejemplo el hakuyaka, un monstruo que se parece a este animal y que aparece en los aguaceros. Criaturas con aspecto similar habitan en las profundidades del mar. Así, el sacrificio de la res equivale a la muerte de la gran serpiente acuática que amenaza con inundar o destruir el mundo. Asimismo, y esto tal vez es aún más importante, matar al toro también es matar al enemigo mestizo que amenaza con invadir las tierras comunales. Así, en las fiestas huicholas se matan animales que pertenecen a dos categorías contrastantes. En lo que se refiere a la importancia del intercambio recíproco entre seres humanos y dioses, los significados simbólicos de ambos sacrificios no son muy distintos. Sin embargo, en el nivel iniciático, éstos se oponen casi diametralmente. En contraste con la espontaneidad que caracteriza a la muerte en la cacería de venado, el sacrificio de un animal doméstico implica un ejercicio de autoridad. El toro y, sobre todo el chivo, muchas veces se resisten, patalean y “protestan” cuando son arrastrados hacia el lugar de sacrificio, en especial cuando no han sido pialados de forma adecuada. Flechas de Tamatsi con itarite (“camas”). La negación de la vitalidad salvaje y espontánea, que se expresa en el sacrificio del toro, no puede ser absoluta. En la última fase importante del ritual —el consumo festivo de la carne del animal— la negación se convierte en una subordinación jerárquica. Durante la noche de canto, los participantes, junto con el mara’akame, se han transportado al origen del mundo y han encarnado a la comunidad de los ancestros. Ahora recuperan los aspectos de la “vida mundana” que habían dejado atrás. Siguiendo a Maurice Bloch (1992), podemos afirmar que se trata de establecer una jerarquización de los aspectos antagónicos de la existencia, tukari y tɨkari, el orden solar y el desorden nocturno, como he explicado en otros trabajos. Así, el ritual expresa la domesticación de los aspectos más caóticos del cosmos. La fertilidad femenina desenfrenada y la economía mestiza, “capitalista salvaje”, permanecen bajo el control de los ancestros huicholes. La ambivalencia sacrificio-autosacrificio es útil para fines analíticos, pero igual de importante resulta la inversión de los roles sacrificador / víctima. Muchos mitos narran este intercambio de papeles. Por ejemplo: el cazador indigno, seducido por una mujer-serpiente, se transforma en venado y es perseguido por los lobos. Después, el venado se entrega a éstos y se transforma en peyote; los cazadores devoran el venado-peyote y se transforman en venados... En especial, la mitología en torno al planeta Venus plantea la transformación del héroe en su alter ego, y, después, del alter ego en su alter ego, el otro del otro, así que el héroe vuelve a ser el mismo que al principio (Neurath, 2004). Desde luego, estas ambivalencias del sacrificio pueden analizarse en términos del perspectivismo de Eduardo Viveiros de Castro (1998, 2004, 2005), pues en cada metamorfosis cambia el punto de vista del personaje que se transforma. Entre los pueblos amazónicos estudiados por Viveiros de Castro (1992), los prisioneros de guerra, que son las víctimas del canibalismo, por este cambio de perspectivas triunfan sobre quienes los capturan y devoran. Al mismo tiempo, el devorador se convierte en el enemigo que ha devorado. Tomar la perspectiva de las víctimas en el contexto de la iniciación huichola implica conocer la mirada de los ancestros y transformarse en ellos. Producir o devenir dioses es un asunto delicado. Carlos Fausto (2007) y otros autores describen cómo, en muchas tradiciones amerindias, los animales depredan a los humanos al causarles enfermedades. También entre los mixtecos estudiados por John Monaghan (1995: 103) los dioses son enfermedades. En el caso de los huicholes, no puede obviarse que la experiencia iniciática-transformativa, basada en un concepto de don libre y desinteresado, no solamente produce el cosmos sino, como en una suerte de acto colateral, también engendra toda clase de fuerzas peligrosas y potencialmente patógenas. Los dioses creados en el autosacrificio son poderosos, están dotados de una voluntad que escapa al control ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 52 55 del chamán y, cuando no se les trata de manera correcta, se convierten en enfermedades, es decir, proyectiles, piedras u otros objetos que, durante los ritos de curación, deben extraerse de los cuerpos de los pacientes. El venado puede causar la “enfermedad de venado” que se manifiesta como una diarrea y en un adelgazamiento del paciente. La enfermedad de la piedra de sacrificio, tepari, sucede cuando el dios del fuego toma el ombligo de un paciente como lugar de residencia y provoca un ardor estomacal terrible. Una enfermedad es algo similar a una transformación chamánica, la diferencia es quién tiene el control en la metamorfosis: el animal o la persona. El chamanismo siempre corre el riesgo de volverse brujería y, dado que participar en la iniciación y practicar el autosacrificio cosmogónico conlleva este peligro, mucha gente prefiere limitarse al nivel exotérico del ritual que consiste, principalmente, en practicar únicamente intercambios recíprocos. La ambivalencia de los seres o las fuerzas creados en el autosacrificio visionario explica por qué los chamanes tienen dificultades para mantener su prestigio y no siempre gozan de buena reputación. Asimismo, nos ayuda a comprender por qué, en ciertos momentos rituales, puede observarse una actitud tan despectiva hacia los peregrinos del peyote. Por ejemplo, durante la coreografía de la fiesta de Hikuri Neixa (danza del peyote), los peyoteros, ya transformados en venados, son atrapados por los comuneros que se habían quedado en casa. Pero, en lugar de tratarlos como los “hermanos mayores”, los cazadores se burlan de ellos. Podrían mencionarse otros contextos donde se observa una total falta de respeto de los no iniciados hacia los iniciados. En el caso de los peyoteros aplica lo que han dicho los indólogos: “el don libre no establece amistad” (“A free gift makes no friends”). El don libre es un veneno (Gift en alemán). En este contexto es importante tomar en cuenta que, según la teoría de Jacques Derrida (1995 [1991]; Laidlaw, 2000: 617-634; Río, 2007: 449-470), el sacrificio o don desinteresado destruye o interrumpe las relaciones sociales, a la vez que crea cosas nuevas y diferentes. En el caso de los huicholes, el autosacrificio cosmogónico crea el mundo solar de los ancestros, pero se trata de un mundo potencialmente destructivo. El fracaso en la cacería y en la iniciación hace posible la alianza entre “los de arriba” y “los de abajo”, los cazadores y las presas, los cultivadores y el maíz. De ahí, por ejemplo, que existan historias como la del hombre que no tiene éxito en la cacería y termina casándose con las cinco muchachas maíz y adquiere un modo de vida sedentario y en familia (Preuss, 1998: 161; Neurath, 2002: 159). El relato cuenta que el sembrador establece una negociación con la madre de las muchachas según la cual éstas serían tratadas como princesas y no le ayudarían en las tareas de la casa, a cambio de maíz abundante en sus trojes. Pero la madre del sembrador falta a la promesa y las obliga a trabajar. A partir de esta falta, el sembrador, para obtener el maíz, tiene que valerse de un gran esfuerzo, tanto físico como ritual (Neurath, 2006). Ser cultivador implica haber fracasado en la cacería y en la iniciación, pero tampoco resulta fácil mantener la alianza que se estableció entre el humano y la planta. En el calendario ritual anual, la fiesta de la siembra, Namawita Neixa, es el único día del año en que se respeta plenamente el acuerdo con la madre del maíz y las mujeres no trabajan pues, como habíamos visto en el relato, son personificaciones del maíz. Los hombres son los que tienen que barrer y preparar la comida. Únicamente se consume alimento preparado a base de maíz no nixtamalizado. Se suspende la práctica del sacrificio y se procede a construir una alianza con el Otro. La celebración de Namawita Neixa implica un cambio de cosmovisión. Durante los rituales de la temporada de lluvias aquello que, de acuerdo con la ideología solar es considerado como una especie de caos original, se convierte en un cosmos por derecho propio. Según la cosmovisión solar —válida durante la temporada de secas—, esta suerte de caos prehistórico se ubica en el extremo devaluado de su geografía: el inframundo. Mientras reinen este tiempo y espacio los seres de la oscuridad deben ser controlados por las fuerzas asociadas con el sol ascendente y los ancestros. Si seguimos la lógica del perspectivismo, podríamos decir que, desde el punto de vista de las criaturas de este universo no solar, los poderes oscuros son positivos y deben ser liberados. La cosmovisión alternativa, vigente durante la temporada de las lluvias, representa la perspectiva de las deidades de la fertilidad. La deidad suprema ahora no es el dios del Fuego (Tatewari), sino Takutsi Nakawe. En su mundo, indígenas y mestizos se diferencian poco. De hecho, un gran número de dioses huicholes de la oscuridad son clasificados como mujeres y no indígenas. En este tiempo y espacio, el quehacer chamánico o iniciático no importa mucho. El énfasis ritual se pone en la reciprocidad, la cooperación, la alianza. La tradición huichola tiene un predominio solar y puede definirse como visionaria y creadora de cosas efímeras, aunque siempre radicalmente nuevas. Las visiones chamánicas son eventos originales, invenciones en un sentido poético (Wagner, 1981 [1975]). No son simples repeticiones. De cierta manera, cada ritual es el primero, cada amanecer es un evento único (Preuss, 1933). El ámbito nocturno de su tradición puede ser definido como una recuperación del pasado pero no es simplemente una inversión: involucrarse con la vida nocturna y prechamánica también significa entablar una relación constructiva con el mundo no indígena. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 54 57 La paradoja del ritual Como habíamos visto, pese a que se asocian con mundos completamente distintos, jícaras y flechas siempre se ofrendan juntas, como si aludieran a que la jícara se entregara flechada. Más allá de esta asociación, resulta imposible estudiar estos objetos sin recurrir a la paradoja. La jícara, por ejemplo, se identifica con la mujer y la tierra, un ser ambivalente que es la víctima del flechador. Es un vientre femenino y un recipiente que contiene y produce la vida: humanos, animales, plantas y agua. Esta última, desde luego, es la sustancia más preciada que se guarda en la jícara que es el mundo. Entregar una xukuri no implica un acto violento, como sucede con las flechas votivas que se disparan hacia las deidades. A los dioses se les sirve su alimento en jícaras. En correspondencia, los seres humanos reciben el agua en la jícara que es la tierra. Donar jícaras es entregar mujeres (cfr. Preuss, 1998: 286). Así, al ofrendar estas piezas se celebra una alianza matrimonial pacífica con los dioses: los seres humanos ofrecen mujeres a las deidades para que éstas produzcan vida. Pero también las mujeres / jícaras tienen un aspecto depredador: pueden transformarse en monstruos e inundar el mundo con un nuevo diluvio. Al flechar a las diosas-jícara éstas se mantienen bajo control. La flecha, en cambio se asocia con el ámbito del desierto y con la iniciación. Se flecha el peyote, que es el ciervo que se ha transformado para dejarse cazar. Y sin embargo, como hemos visto, estas piezas llevan inscritos dibujos que son plegarias y que están vinculados más bien con la dinámica del intercambio recíproco entre los hombres y los dioses. Nierika de Tatei Nia’ariwame. Pero ésta no es la única paradoja que vincula a estos objetos. La articulación siempre problemática entre prácticas de reciprocidad y rituales de sacrificio y transformación puede analizarse en términos de una coexistencia —siempre complicada— de las prácticas que distinguen a las llamadas sociedades analogistas —que se caracterizan por su visión del mundo enclavada en las clasificaciones y su énfasis en el intercambio— y las que son características de los pueblos animistas, más cifradas en la lógica predatoria (cfr. Descola, 2005; Neurath, 2010a). El ciclo anual de fiestas agrícolas e iniciáticas implica una alternancia estacional en el énfasis general de los ritos que oscila entre alianza y sacrificio, pero la misma alternancia también está presente en cada ritual huichol. Cada ceremonia comienza con una fase de preparación de las ofrendas durante la cual el énfasis se pone en el intercambio recíproco de dones. Al iniciar la sesión de canto chamánico, poco a poco, la lógica sacrificial e iniciática gana terreno. Esta fase culmina en los sacrificios de animales que se realizan en el amanecer. Pero, a partir de este momento, se retoman las prácticas de intercambio y comienzan las peregrinaciones para depositar los objetos votivos en los lugares sagrados y recoger “agua bendita”. También es cierto que la coexistencia de esquemas de la práctica nominalmente incompatibles es, en primer lugar, una cuestión de las intenciones y experiencias de los diferentes participantes. Para los legos el sacrificio es una forma de intercambio. La sangre sacrificial es, sobre todo, para alimentar a los dioses. Desde la perspectiva de los chamanes, el intercambio es de poca importancia y lo único que cuenta es la experiencia que puede definirse como visionaria, transformativa, cosmogónica y sacrificial. La experiencia de los chamanes implica una negación de las prácticas de intercambio recíproco que constituyen el meollo de la acción ritual de los legos. En el contexto de la iniciación, los humanos no se relacionan con los ancestros por medio de intercambios, sino por la vía de la transformación; es decir, se convierten en ellos. Sin embargo, en este proceso se producen también fuerzas peligrosas y patógenas. En consecuencia, los no iniciados tienden a no confiar en los chamanes. Hay ritos que expresan, de hecho, la negación del don libre por parte de los no iniciados. En la danza del peyote, Hikuri Neixa, cuando los ya iniciados reparten generosamente el peyote, las semillas y las demás cosas que ellos han creado (y en las cuales se han transformado), se les obliga a aceptar contradones (como monedas o cigarros). Es decir, al no aceptar los dones como libres, se les impone una dinámica de intercambio recíproco, como el resto de los miembros de la comunidad.12 12 El artículo de Knut Río, “Denying the gift” (2007), que me recomendó Carlos Mondragón, ofreció una buena pista para entender esta situación. ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa 56 58 En otros trabajos he señalado cómo el contraste entre alianza y sacrificio, entre tɨkari y tukari, entre Namawita Neixa y las demás fiestas del tukipa huichol, refleja no solamente el antagonismo entre no iniciados e iniciados, sino también los conflictos estructurales entre asamblea y chamanes, entre familia y comunidad. La práctica de la reciprocidad se relaciona con la cooperación entre comuneros e implica una ideología igualitaria. Sacrificio y transformación son aspectos esotéricos del ritual y, por ende, son más elitistas. Sólo los practican los iniciados, que, por ser chamanes, reclaman una posición política privilegiada. Muchos investigadores no distinguen entre don e intercambio, sino que plantean que los intercambios ritualizados recíprocos guardan la jerarquía de las relaciones tributarias entre patrón y cliente (Liffman, 2013: 109). Sin embargo, reenfocar la etnografía del ritual huichol en la relación entre sacrificio y reciprocidad (y entre depredación y alianza) permite desarrollar una teoría de la reproducción cultural de este grupo que integre no sólo los procesos de diferenciación o producción de jerarquía, encaminados a garantizar la reproducción de la comunidad con su sistema de autoridad tradicional identificada con el poder chamánico-solar, sino también aquellos procesos que, en lugar de enfatizar esta diferenciación, busquen fortalecer la cooperación entre los polos de la misma diferencia. El conflicto político entre la organización comunitaria (que enfatiza la ayuda mutua, la cooperación, la reciprocidad) y los especialistas rituales tendrá que formar parte de este análisis. En cuanto a los objetos del arte huichol, al participar de dos complejos rituales en clara oposición, están insertos en una tensión que no puede pasarse por alto en su análisis. Un objeto donado no es lo mismo que uno intercambiado. El don implica una presencia real de los ancestros en objetos. Estos objetos-ancestros tienen vida porque mueren o han muerto en el sacrificio. Un objeto intercambiado no tiene esta calidad y es mucho menos peligroso. No es un original, sino una réplica y busca establecer comunicación y conexiones entre ámbitos que, a pesar de este esfuerzo, deben mantenerse separados. Este trabajo es inédito, sin embargo también será publicado en una edición con título tentativo Tecnologías en los márgenes: etnografía y relaciones humanas/materiales en Latinoamérica y el Caribe (Giminiani, et al., Universidad Católica de Chile, en prensa). entre mirar y no mirar Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos. Rainer Maria Rilke Los peligros de lo visible A diferencia de corrientes más convencionales de la historia del arte, la emergente ciencia de la imagen (Bildwissenschaften) y la antropología del arte problematizan las figuraciones artísticas en cuanto a las complejidades que se tejen en torno a la existencia de una obra dentro de cierto universo y a los vínculos que se establecen entre ésta y los demás sujetos y objetos de este universo (cfr. Belting, 1994, 2001; Boehm, 1994; Gell, 1998; Taylor, 2003; Mitchell, 2005; Severi, 2008, 2009; Sachs-Hombach, 2009; Bredekamp, 2010; Descola, 2010). El estudio del arte ritual se ha convertido en un campo estratégico para nuevas prácticas transdisciplinarias, porque ahí se vuelve particularmente evidente que las imágenes jamás son simplemente imágenes. Los objetos rituales no solamente “representan”, sino que tienden a “presentar” a seres poderosos; es decir, que la creación artística, además de ofrecernos figuraciones que muchas veces pueden leerse desde el plano simbólico, engendra criaturas con vida y voluntad. Como Alfred Gell y Carlo Severi han argumentado, estas “imágenes vivas” o “más-que-imágenes” se distinguen por el poder que emana de ellas, es decir, poseen agentividad, e incluso cuentan con una subjetividad propia (Gell, 1998; Severi, 2008; 2009). La interacción ritual con obras que son presencias de seres poderosos implica establecer una relación con un mundo distinto que es ingobernable y que siempre será peligroso o, por lo menos, problemático. El ritual se esfuerza en dar 61 vida a las imágenes pero, una vez que están dotadas de poder, resultan difíciles, cuando no imposibles de controlar. De hecho, durante las ceremonias, siempre lo más importante será protegerse de los seres no humanos que el ritual moviliza. Muchas veces, las imágenes, como agentes con poderes especiales, protegen a los humanos de las entidades no humanas presentes en ellas mismas. Así, evocan y movilizan poderes, al tiempo que los limitan y ocultan. Hay un ir y venir entre las intenciones contradictorias de producir y de controlar. Entre los wixaritari existen piedras circulares de sacrificio (tepari, en plural teparite) que tapan pozos ceremoniales (tsunuari, en plural tsunuarite). Hay un contraste entre las figuraciones bidimensionales que se inscriben en las piedras y las esculturas que se esconden en estos pozos. En la superficie del disco sacrificial se aprecian grabados que muestran abiertamente a una serie de seres ancestrales o deidades, pero las estatuas de los ancestros que se encuentran al interior de los pozos son mucho más poderosas o ma’iwe, “delicadas”, como dicen los huicholes. ¿Cómo entender la simultaneidad de las intenciones contradictorias de mostrar y de ocultar, de relacionarse con seres poderosos y al mismo tiempo evitar el contacto con ellos? Para analizar la complejidad y el carácter contradictorio o “condensado” de la acción ritual, me inspiro, sobre todo, en los trabajos de Caroline Humphrey y James Laidlaw (1994) y de Michael Houseman y Carlo Severi (1998). Dar vida a imágenes poderosas y mostrarlas no parece ser compatible con el esfuerzo de ocultarlas, pero esto es, exactamente, lo que sucede en el ritual. Se muestra escondiendo y se esconde mostrando. En el caso del tepari sería totalmente justificado hablar de continuidades entre estructuras prehispánicas y prácticas contemporáneas, pero comencemos por discutir los problemas que surgen al realizar investigaciones sobre asuntos que los huicholes clasifican como “delicados”. Al convivir con los wixaritari uno pronto se da cuenta que tanto el conocimiento ritual como la visibilidad de objetos ceremoniales están sometidos a tabúes. He hablado de que la prohibición de grabar audio ha impedido hasta ahora el estudio de los cantos. Esta interdicción tiene que ver con que, en los cantos, la palabra del mara’akame convoca a los seres enunciados, y esto sería difícil de controlar en un contexto que no fuese ritual. Por motivos similares es delicado producir todo tipo imágenes. Hay objetos que nunca son vistos; otros se pueden mirar solamente en ocasiones especiales o bajo condiciones específicas. De esta manera, las imágenes son agentes que participan en las ceremonias, pero muchas veces en ausencia de los humanos.1 Mientras más importante es un objeto, me1 Mesoamérica ofrece muy buenos casos para estudiar este tipo de paradoja. En el arte prehispá- nos probable es conseguir el permiso para verlo, para no hablar de fotografiarlo. La razón principal de esta prohibición es que los seres ancestrales son animales depredadores de humanos y que en las imágenes y los cantos su presencia es convocada. Cuando una persona mira a un ancestro, éste puede verla y, por ende, atacarla. Así pues, los pozos ceremoniales son un asunto demasiado peligroso para quien no sea un iniciado. Sin embargo, hay una manera menos riesgosa de relacionarse con los seres del interior del pozo: si se les depositan ofrendas en las tapaderas de las piedras que fungen como altares, sobre todo sangre sacrificial, pero también artefactos como jícaras y flechas votivas. Como la tapadera cerrada impide que se vean mutuamente, se modifica la relación entre los seres de afuera y los de adentro del pozo. Para acercarse al pozo abierto y mirar las figuras que se encuentran adentro, se requiere tener el “don de ver” o la “habilidad visionaria” (nierika), una capacidad que, como hemos visto, se obtiene a través de prácticas de iniciación chamánica, cacería y autosacrificio. Pero ni siquiera en este caso el iniciante se asoma al interior del pozo; más bien se identifica con los seres del interior y mira hacia afuera. Nuevamente nos topamos con una paradoja típica del arte ritual. Y es que los ancestros se han convertido en las estatuas de piedra del interior porque han logrado cumplir con los ritos de iniciación; es decir, que gracias al nierika existen las figuras en el pozo. Si se abriera el pozo, estos seres nos podrían cazar o atacar. Como se ha sugerido, esto es particularmente peligroso para las personas que carecemos del “don de ver”. Nierika, decíamos en el capítulo anterior, es también un escudo que sirve para protegerse de los peligros de lo sagrado. Sin embargo, para obtener la habilidad visionaria es necesario precisamente correr el riesgo y visitar los lugares donde habitan los ancestros. Así, para obtener nierika se necesita ya tener nierika. ¿Cómo resolver este problema? Al peregrinar y practicar cacerías y purificaciones similares a las que realizaron los seres ancestrales el iniciante deviene uno de ellos; es decir que en este proceso se transforma en su propio ancestro. El disco de sacrificio, tepari, puede entenderse como una manifestación material de nierika que, por una parte, protege a los que visitan los lugares de culto y, por la otra, es lo que se busca obtener para convertirse en mara’akame e, incluso, en uno de los seres ancestrales. nico destacan los recursos estéticos que dotan a las imágenes de una intensa expresividad, aunque durante la acción ritual éstas sólo pueden ser miradas por los especialistas rituales y en ocasiones sólo por unos instantes. De hecho, se sabe que muchas obras son o fueron elaboradas para jamás ser vistas por los vivos. iii. ent r e mir ar y no mi ra r 60 63 Tepari de Tatewari. Piedra y pozo La piedra sacrificial y el pozo son un conjunto. Estos últimos normalmente contienen estatuas de deidades ancestrales, sobre todo del viejo dios del fuego Tatewari, Nuestro Abuelo, pero también de otras, como Tatutsi Maxakwaxi o Tamatsi (Lumholtz, 1986 [1900]), Nuestro Bisabuelo Cola de Venado y Nuestro Hermano Mayor el Venado Azul, respectivamente. Cuando no hay estatuas, ocupan su lugar objetos cilíndricos llamados kɨpuyari (Liffman, 2005: 63). Los teparite son altares y, al mismo tiempo, fungen como las tapaderas de los pozos. Ningún pozo está completamente sellado, porque en el centro de cada tepari hay un pequeño agujero, o por lo menos una cavidad, que es el paso hacia el espacio posterior del disco, el que se encuentra de cara hacia el pozo. La cavidad en el centro del disco de piedra se llama aikutsi, como las grandes jícaras que se usan en las ceremonias para contener toda clase de dádivas (Lumholtz, 1986 [1900]: 56; 1998 [1901]). Podría decirse que este agujero es un pozo en miniatura, una réplica; un pozo sobre otro pozo sugiere una construcción que se enriquece porque siempre existe una ambigüedad respecto al estatus del pozo: raramente se abre, pero jamás está cerrado por completo. Como unidad, el pozo y la piedra sacrificial se llaman teparipa, “donde está el tepari” (Jáuregui y Jáuregui, 2005: 155). El tercer elemento del conjunto es el fuego. Muchas veces, aunque no siempre, los pozos y los teparite se encuentran en las inmediaciones de una fogata ceremonial que vuelve presente al dios del fuego, también materializado en las estatuas dentro de los pozos. Teparipa y/o fogatas ceremoniales indican la proximidad de un centro ceremonial y, como éstos presentan la totalidad del cosmos, siempre se ubican en el centro del universo. Hay diferentes tipos de centros ceremoniales, por eso los pozos rituales, teparite y fogatas se pueden ubicar dentro de construcciones como los grandes templos tuki, dentro de cuevas, o en el exterior, en los centros de los patios de danza de las rancherías y centros ceremoniales comunales (tukipa), en sitios de peregrinación o en las milpas (waxa). Su variedad de formas es considerable, por ello no es fácil su sistematización. No siempre hay un lugar para la fogata, hay pozos sin tapadera y teparite sin pozo. A veces los teparite son enterrados y, por ello, resultan invisibles. En otras ocasiones los discos de piedra se empotran en las paredes de los adoratorios xiriki, normalmente por encima de la entrada. En este caso también indican un umbral, pues el interior del templo es equivalente del pozo, aunque esto no impide que en el suelo se encuentre otro disco sacrificial, lo cual sugiere nuevamente un pozo dentro de otro, una construcción en abismo que podría desconcertar a los no iniciados al situarlos en una sucesión infinita de adentros y afueras, lo que no sucedería a los especialistas rituales que sabrían exactamente dónde se encuentran y que, por la estructura de la construcción en abismo, podrían encarnar la paradoja de estar al mismo tiempo adentro y afuera. Algunos teparipa son más formales que otros. Los pozos de las milpas se llaman watuaripa (Lemaistre, 2003: 323). Sólo se usan una vez, en la ceremonia de preparación de la milpa, y normalmente carecen de tapadera y de esculturas. Sea como sea, los pozos indican que la milpa tiene el estatus de una vivienda. Así, la milpa es la casa y el centro ceremonial del maíz. iii. ent r e mir ar y no mi ra r 62 65 Abrir y cerrar Elaborados teparite, inscritos con bellos grabados, fueron coleccionados y documentados por Carl S. Lumholtz (1900, 1986) en la década de 1890 y, desde luego, ocupan un lugar prominente en su estudio sistemático sobre “el arte simbólico de los huicholes”. Según Lumholtz, cada una de la deidades huicholas contaba con una estatua y un tepari. Las primeras —agrega— podían colocarse sobre los teparite, o bien ubicarse debajo de ellos, en el pozo (1986 [1900]: 54). Estas posiciones son las más comunes hoy día. Como vimos en el capítulo anterior, Lumholtz inaugura la tradición de analizar el arte wixarika a través de “significados” obtenidos de la exégesis de algunos informantes y trata de sistematizarlos por medio de sistemas de clasificación. En el caso de las piedras de sacrificio, pozos y fogatas rituales nuevamente conviene cuestionar estas interpretaciones que no necesariamente son falsas, aunque se han tendido a sobreinterpretar y muchas veces se han borrado de la evidencia las ambivalencias que apuntaban hacia cuestiones de complejidad ritual. Dichos enfoques no han sido tan productivos por esta razón y porque sus argumentos suelen construirse en torno a una circularidad que no explica demasiado. Por ejemplo, se habla de que ciertos elementos son “sagrados” por estar localizados en el centro y, al mismo tiempo, se dice que se colocan en el centro por ser sagrados. Este tipo de razonamiento no permite comprender la intensidad que se cifra en torno a estos lugares y objetos, como quizá sucedería con un enfoque que considere la complejidad de las relaciones que se establecen entre estas piezas y el entorno y que tome en cuenta el carácter paradójico de estos sitios y situaciones. Conviene comenzar con los aspectos pragmáticos del ritual, que en esta ocasión son los actos de abrir y de cerrar. Podemos distinguir, además, entre las acciones que se realizan con la tapadera abierta al interior del pozo y las que se llevan a cabo en la superficie de la tapadera cerrada. Tepari de Takutsi. En un artículo en el que describen la apertura y la renovación de un teparipa de la comunidad de Wautɨa el Domingo de Pascua, Jesús y Juan Pablo Jáuregui (2005), dan cuenta de una serie de figuras zoo y antropomorfas de barro, así como escaleras en miniatura (imumui) que los encargados rituales sacaron del pozo, limpiaron, restauraron y vistieron con estambre, chaquira y cera. Después los especialistas rituales removieron lo que quedaba de los objetos votivos colocados ahí durante la última apertura, y fabricaron y depositaron nuevas jícaras y flechas. Antes de cerrar el tepari, sacrificaron animales domésticos y ofrendaron su sangre junto con caldo de venado. En otras ocasiones, observamos ofrendas de velas, quema de copal y libaciones de cerveza de maíz (nawa, tesgüino), de mezcal (tuchi) o de chocolate con galletas de animalitos. Muchas veces, se toca música de rabel y canario (xaweri y kanari) que también se considera una ofrenda.2 Diferenciar entre objetos permanentes y renovables no siempre es fácil, aunque este contraste es muy importante. Las estatuas de cantera, barro o madera por lo general se pueden considerar “bienes inalienables” (Weiner, 1985, 1992): es decir, que se trata de objetos de muy preciado valor que confieren un cierto prestigio a sus dueños y que de alguna manera son “sustitutos visuales para la historia de los ancestros y la inmortalidad de la vida humana”; mientras que otras piezas, como las jícaras y flechas que se depositan junto a las estatuas, son dádivas que se deben renovar de forma periódica y que no ostentan un valor simbólico tan elevado. Esto no significa que las estatuas jamás se sustituyan. Una descripción de Lumholtz (1986 [1900]: 53) es ilustradora: según sus informantes, el pozo se abría cada cinco años. En una ocasión cambiaron los objetos votivos y, al darse cuenta de que la estatua del dios del fuego estaba ya muy dañada, decidieron reemplazarla. (Lumholtz consiguió la pieza desechada para sus colecciones, resguardada ahora en el American Museum of Natural History de Nueva York.) Además de los ritos practicados para atender a las estatuas, hay otro importante uso ceremonial del pozo. Calentado por la fogata, sirve como horno subterráneo (te’aka) para preparar carne de venado tatemada o panes de maíz que se elaboran en ocasiones especiales. El pozo para el horno se excava junto al sitio donde se ubican las estatuas, pero a nivel conceptual se trata del mismo pozo. Hay una identificación, aunque no necesariamente una identidad, entre el pozo y el horno. Lo importante es que colocar objetos en el primero es un acto equivalente a preparar alimentos en el último. 2 Al final de este tipo de rituales, el tepari siempre es cerrado. iii. ent r e mir ar y no mi ra r 64 67 La comida preparada en el horno subterráneo tiene un estatus especial. Se considera que ésta es la técnica “legítima” o tradicional de cocción, la que usaron los “antiguos”, los antepasados, que eran cazadores. Sobre todo en el caso de la carne de venado, el uso del horno te’aka es todavía relativamente común. En la fiesta de la siembra, Namawita Neixa, el pozo ceremonial del tuki se usa para preparar alimentos de maíz. Entonces el gran templo sirve como una cocina, y los hombres encargados del centro ceremonial preparan dos tipos de pan de maíz que se llaman tamiwari y karuanime. A este pan lo consideran crudo, porque se elabora de una masa de maíz no nixtamalizado; es decir, no le añaden la cal que quema al maíz. Además, al ser envuelta en hojas y en un horno, la masa no entra en contacto directo con el fuego. Se considera que esta manera de preparar el pan no lastima al maíz y, como se mencionó en el capítulo anterior, hay un cierto discurso que plantea que el maíz siempre se debería preparar así, pues tal era el pacto que Watakame, el primer cultivador, había establecido con la madre de las “muchachas maíz”. En la vida cotidiana esto resulta impracticable, pero el día de la fiesta de la siembra se cumple con lo establecido.3 Desde luego, no es ninguna casualidad que el horno se use para carne de venado (sin sal) y para panes de “maíz crudo” (sin cal). El acto de introducir este alimento al horno remite al conocido mito del autosacrificio del niño “chueco” y/o ciego que saltó a la fogata en un rito de autosacrificio y se convirtió en el Sol (Lumholtz, 1986 [1900]: 53). Como se dijo, el venado y el maíz también son personas que practican el autosacrificio. Según los cantos rituales, ambos se entregan a los humanos, y debido a este acto de don voluntario consiguen su iniciación y se transforman en los seres ancestrales. Por la misma razón sacrificial, el dios del fuego del pozo deviene una estatua de piedra. Los ancestros deificados se transforman y, al mismo tiempo, se tornan duros, a veces cristalinos, para adquirir una cierta permanencia como deidades. De manera equivalente, los humanos que logran la iniciación chamánica se convierten en cristales, a los que se llama ɨrɨ’kate. Éstas son las personas-flecha, de las que hablamos en el capítulo anterior. Así, el pozo ceremonial es un lugar de sacrificio por excelencia donde suceden estas transformaciones. Como la piedra circular que tapa el pozo es también un altar, en todas las fiestas, aún cuando no se abre el pozo, el disco de piedra recibe la sangre sacrificial del animal agonizante, así como otras sustancias como cerveza de maíz (nawa) y chocolate caliente. 3 En el Gran Nayar la cal para nixtamal se identifica con el fuego. Entre los tepehuanes del Sur de Durango una olla con cal se entierra en el centro de los patios de danza, como equivalente de los pozos que, entre los huicholes, albergan estatuas del dios del fuego (Reyes, 2006: 67). A un lado y otro del tepari Vimos que los seres adentro del pozo son peligrosos para los no iniciados. Los que han obtenido nierika y ya son personas-flecha devienen equivalentes a las estatuas dentro del pozo y por ello pueden tratar sin grandes peligros con los seres ancestrales. Ya son parte del mundo de los ancestros, pero como también siguen siendo humanos, su papel es el de intermediar, evitar que los dioses ataquen a la gente. Pero no todo lo relacionado con el pozo y la piedra guarda un vínculo con el universo de los sacrificios y las transformaciones. Aquí se cifra también otra historia. Y es que todo el mundo debe practicar, incluyendo a los no iniciados, la ofrenda de sangre sacrificial. Estos rituales se entienden como intercambios recíprocos, aunque con ellos no se establece una relación tan directa con los ancestros, sino que está mediada por la dádiva depositada en la tapadera que separa a los humanos de los dioses. Un teparipa es, pues, un lugar donde chocan dos dinámicas rituales: iniciación e intercambio. La coexistencia, a veces casi simultánea, de ritos de ambos tipos hace que el teparipa sea un lugar tan especial. Todo el mundo desea asomarse al pozo abierto, pero esto no es recomendado sino a los mara’akate experimentados. Lo que los legos sí deben hacer es depositar ofrendas en el tepari cerrado. Hemos argumentado que la iniciación consiste en obtener visiones y devenir los seres que se revelan en estas experiencias. Al identificarse con los ancestros, los iniciados son peligrosos para los legos. Por eso, para conjurar sus peligros se cierra el pozo. Con ello, la comunicación directa con los ancestros queda casi cancelada, aunque siempre se cuenta con el agujero en el centro del disco que permite cierto contacto con ellos. Con este gesto se privilegia el intercambio, pues las ofrendas depositadas establecen relaciones que niegan los dones libres de parte de los ancestros y los obligan a entrar en las relaciones sociales normales de los humanos, como vimos que sucede con los peyoteros cuando vuelven del desierto. Desde la perspectiva de los iniciados, estos intercambios carecen de sentido, ya que para ellos el ritual consiste en devenir los ancestros y convertirse ellos mismos en los dones de los dioses. Por eso, ocasionalmente, se abre el pozo y se viven las experiencias autosacrificiales que desencadenan el proceso cosmogónico y visionario. De esta manera, siempre existe una coexistencia de dinámicas rituales esotéricas y exotéricas, de prácticas peligrosas e inocuas: se conecta y se vuelve a separar, se revela y se vuelve a ocultar. Aceptados el carácter “condensado” de la acción ritual y la diversidad de intencionalidades, podemos replantear algunos puntos que siempre han estado presentes en los análisis cosmológicos y simbólicos del arte huichol. El cono- iii. ent r e mir ar y no mi ra r 66 69 cido mito sobre la domesticación del fuego (Medina, 2006: 167-172, 2012) trata de cómo este dios fue obligado a permanecer en su fogata ubicada en el Lugar del Horno, Te’akata. Nuestro Abuelo era originalmente una peligrosa “lluvia de fuego” (naɨ), una nube de chispas que se movía libre y sin control, pero el Joven Estrella de la Mañana “lo tumbó” con su flecha y lo confinó a una “cama” o “estera” (itari) hecha de leños paralelos colocados en dirección Este-Oeste y una “almohada” de un leño grueso acomodado en dirección Norte-Sur. Es decir, lo puso en una fogata (Neurath, 2002: 209). Encerrar una estatua del Abuelo Fuego en un pozo es un acto similar. Se trata de evitar que el ancestro cause estragos. El fuego en forma de una estatua de piedra se encontraría, desde luego, aún más domesticado, más confinado a un lugar, que el de una fogata. Sin embargo, un fuego petrificado podría entenderse también como el fuego que ha logrado un grado máximo de iniciación y, como tal, la estatua podría ser aún más peligrosa que un fuego ardiente.Y es que, entre los huicholes, ni siquiera las piedras son seres estáticos. Nunca se sabe si cobrarán vida. Al respecto, mis informantes me platicaron que ha habido rocas que salían a volar, transformadas en monstruos devoradores de gente. Los cristales que son las personas-flecha también se pueden mover, sobre todo cuando no se les rinde la atención ritual necesaria. Tatewari, Nuestro Abuelo Fuego, debe descansar, dejar de moverse. El pozo y la estatua refuerzan esta intención, pero el primero se puede abrir y la segunda puede cobrar vida. Una estatua viva que tiene la posibilidad de moverse es un buen caso para aplicar el concepto planteado por Aby Warburg de Pathosformel, que refiere a imágenes dotadas con “fuerza explosiva interior” (Settis, 1997: 41), o el de “pathos congelado” que en cualquier momento puede volverse a activar. Se ha señalado que cada fogata ritual a nivel de ranchería es una réplica de la fogata del centro ceremonial comunal, y que éste es réplica del Lugar del Horno, Te’akata, residencia de Tatewari. Lo mismo vale para los teparite y las estatuas. La “verdadera” estatua del dios del fuego se encontraba en Te’akata, un centro ceremonial tukipa construido en una barranca profunda. En el templo de Tatewari, Tatewarita, hay un pozo muy grande donde se dice que se encontraba una estatua de pedernal que fue robada. Hay diferentes versiones sobre este hurto. Según Lumholtz (1904 [1902]: 171), fue sustraída por un “viajero distinguido” (probablemente Léon Diguet). Otros huicholes me comentaron que un día bajó un helicóptero de japoneses para robarse la figura. Y varios de los coleccionistas conocidos de arte huichol han sido acusados de haber tomado de Te’akata la estatua de Tatewari. Todos los lugares tienen su fuego, pero “el Fuego” se ubica en Te’akata. Al fundar una nueva ranchería, se pide prestado el fuego de un templo tuki. Así, se crea una red de conexiones que vincula rancherías, centros ceremoniales y Te’akata, y que se describe en términos de “guías de calabaza” y “cordones umbilicales”. El nivel jerárquico de un lugar particular está sujeto a la negociación (Liffman, 2005). Tatewari es el primer mara’akame, la persona iniciada por excelencia. Al mismo tiempo, el lugar de la cama de Tatewari se relaciona con el origen mítico de la autoridad política que remite a la historia del nacimiento del Padre Sol, la deidad identificada con el gobernador tradicional (tatuwani). El relato cuenta que, después del autosacrificio del Sol, el astro estaba demasiado abajo y quemó todo. Para evitar que esto volviera a suceder hubo que construir una escalera tipo imumui para ayudarle a ganar más altura (Lumholtz, 1986 [1900]: 53). Las escaleras que se depositan en los pozos rituales le sirven, pues, al Padre Sol para subir al cielo y alcanzar el cenit.4 Como han señalado Ángel Aedo (2003), Paul Liffman (2005) y Paulina Faba (2006), el tepari se relaciona también con el ombligo. Te’akata se ubica en el centro del mundo y es, pues, su ombligo. La “enfermedad del tepari” (teparixia) aflige, por ello, a personas que no limpian ni renuevan su pozo ceremonial (Lemaistre, 2003: 277, Aedo, 2003: 190). Tatewari se fastidia de la situación, toma el ombligo del responsable como su tepari y provoca un ardiente dolor de estómago. Tepari de Tatewari. 4 En Te’akata, Preuss (1998: 247) coleccionó una escalera imumui en forma de una pequeña pirámide de madera y, a partir de este hallazgo, desarrolló una teoría sobre la arquitectura de templos prehispánicos como escaleras del Sol. iii. ent r e mir ar y no mi ra r 68 71 Los niños recién nacidos se llevan a Te’akata idealmente a la edad de cinco días, pero muchas veces esto se hace cuando ya son un poco más grandes. En 1995 observé una ceremonia de canto nocturno en Tatewarita. El bebé dormía en el pozo ceremonial que es el ombligo del mundo. Entendí que se trataba de conectar al bebé con el lugar central de la comunidad y del cosmos. Sin embargo, dejar dormir a un recién nacido en el lugar del ídolo perdido parecía contradecir lo que había aprendido sobre lo peligroso que resultan los pozos rituales. ¿Había una identificación del bebé con el niño que se sacrificaba para convertirse en el Sol? Un día, ese niño podrá ser elegido como gobernador tradicional y, como tal, transformarse en el astro diurno. Iconografía del intercambio y más allá Los relieves en los teparite (normalmente bajorrelieves) pueden ser relativamente elaborados y, en tiempos recientes, se observa una tendencia a pintarlos. En las colecciones etnográficas antiguas de Lumholtz (1986 [1900]) y Preuss (Neurath, ed. 2007) se encuentran ejemplares muy bellos. Según Lumholtz, su iconografía indica que la pieza es propiedad de alguna deidad. Tatutsi Maxakwari, Nuestro Abuelo Cola de Venado. Interior de un tuki huichol con la fogata ceremonial central cerca de la cual se encuentra el pozo ritual. Para comprender los teparite, en términos generales se aplican los mismos principios que se observan en otras obras rituales huicholas, como las jícaras (xukurite) y los objetos nierika, cuya iconografía es relativamente fácil de interpretar, aún para los no iniciados. Por lo regular los huicholes no tienen mayor problema en explicar que entre los animales que se encuentran en estas piezas se cuentan a menudo venados (machos y hembras), toros, vacas, serpientes y águilas. Otros motivos frecuentes son plantas de maíz, soles, seres humanos y objetos rituales como flechas e “instrumentos para ver” (nierikate). Pero sabemos hoy día que ésta no es toda la historia. La iconografía casi siempre es ambivalente y nunca resulta tan sistemática como planteaban Lumholtz y sus seguidores. La dificultad principal en torno a estas obras es entender que, como se trata de piezas rituales, suelen dar cuenta de fases distintas de un mismo proceso que al final se condensan en una sola imagen y, por eso, los motivos representados pueden referir al mismo tiempo lo que se ofrenda a los dioses, lo que se espera recibir de ellos y a los dioses mismos. Se trata, pues, de los seres ancestrales como dones, como donadores y como receptores de dones. Para ejemplo, hablemos de las serpientes que son abundantes en el paisaje huichol y que aluden a la lluvia, pero estas “serpientes de nubes” (haikuterixi) también refieren a la respiración (iyari), que es un tipo de “alma vital”. Hay formas en espiral que remiten a remolinos de agua o de aire y que pueden aludir también a serpientes. Ambas variantes del motivo, las serpientes y las espirales, se ubican muchas veces en el centro del objeto y se relacionan con la apertura, que es el punto por donde pasa el iya. Así pues, la iconografía no es suficiente para entender qué es un tepari. En un principio, si no se toman en cuenta la forma de la piedra y lo que hay detrás o debajo de ella, no se entiende la pieza. Es importante considerar el contraste entre la lógica de intercambio que predomina en el anverso y la de sacrificio y transformación que caracteriza el reverso. iii. ent r e mir ar y no mi ra r 70 73 Cosmologías comparadas Los teparite y los tsunuarite huicholes han sido tratados con euforia comparativista. En su reseña de la obra de Lumholtz, Eduard Seler comentó sobre el paralelismo entre los discos huicholes y las piedras y recipientes sacrificiales mexicas del tipo cuauhxicalli, como la famosa piedra de Tízoc (1998 [1901]: 71).5 Estas versiones monumentales del tepari también se usaron para depositar la sangre ofrendada a los dioses. Los pozos rituales huicholes siempre se han comparado con el sipapu, el denominado “place of emergence”, un elemento de la arquitectura ceremonial de los indios pueblo y anasazi del Suroeste de los Estados Unidos (Kelly, 1974; Faba, 2006). Se trata de aperturas que se encuentran en el piso de los templos subterráneos kiva, que, en la lógica cosmogónica de mundos superpuestos, simbolizan el paso de una creación hacia la siguiente (Geertz 1984; 1994). Pozos similares se encuentran también en la arquitectura prehispánica de Mesoamérica, por ejemplo en Malinalco y en el Templo Mayor mexica (López Austin y López Luján, 2009: 448-449). ¿Serán los huicholes algo como el “eslabón perdido” entre las regiones de Mesoamérica y el Suroeste de Norteamérica? Es evidente que hay un complejo cultural que abarca ambas regiones. Sin embargo, no hay que confundir similitudes morfológicas con identidades. Para no caer en comparaciones no controladas deben tomarse en cuenta ciertas diferencias importantes. La asociación tan directa entre pozo, piedra de sacrificio y fogata ritual es, muy posiblemente, una particularidad del caso huichol. En la arquitectura pueblo, la fogata y el sipapu son elementos claramente diferenciados. Además, el pozo en el piso de la kiva no se tapa. Pero la diferencia principal es la siguiente: el acceso a la kiva es una apertura en el techo (roof-door entrance) que equivale al sipapu del mundo inmediatamente anterior al actual. Esta apertura sí se cierra y es el paso más delicado. Las personas que entran al templo tienen acceso a los mundos antiguos. En la arquitectura wixarika nunca se representan más que dos mundos. Entrar en el tuki significa regresar al mundo previo, pero abrir el pozo no tiene que ver con ello. El pozo no conecta con eras cosmológicas anteriores, sino con el pasado genealógico concreto, con centros ceremoniales de mayor jerarquía y antigüedad. Como ombligo, el tepari indica una relación de madre-hijo, una conexión física que ha sido cortada. Un tepari tiene autonomía, pero se reconoce la relación de filiación y la jerarquía de los centros ceremoniales comunales. El “place of emergence” de los huicholes no es Te’akata, sino Waxiewe, una roca en la playa del 5 Otros mesoamericanistas prominentes han comparado el cuauhxicalli mexica con las jícaras rituales de coras y huicholes (Preuss, 1998: 403-419; Taube, 2009). océano Pacífico, cerca de San Blas, Nayarit. Este lugar se (re)presenta ritualmente de múltiples formas: como un altar en el Poniente del interior del tuki, o como jícaras ceremoniales, pero no como un pozo. Lo mismo que entre los mexicas y otros pueblos mesoamericanos, el dios huichol del fuego conecta diferentes niveles del cosmos (cfr. López Austin, 1985). Tatewari se presenta como hauri, una antorcha de ocote, o como una “vela de la vida” (katira, en plural katirate) que sostiene el cielo como el techo de una casa, pero se acaba lentamente, así que los seres humanos tienen la tarea periódica de renovarlo (Neurath, 2002: 275). Este motivo es muy importante en los rituales huicholes, pero no existe en la mitología ni en el ritual de los indios pueblo. Para la renovación de las “velas de la vida” se tiene que practicar la iniciación, se tiene que vivir el autosacrificio del niño que se convierte en el Padre Sol. Este significado —el pozo como lugar de iniciación, autosacrificio y transformación— es algo que hasta ahora no se ha visto ni en Mesoamérica, ni en el Suroeste de los Estados Unidos. Tatewari y su tepari. Este trabajo se presentó como ponencia en el coloquio “Montrer / Occulter: les actions de modification de la visibilité dans des contextes rituels. Approches comparatives” organizado por el grupo de investigación “Ontologie des images, figuration et relations rituelles” del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam junto con el Laboratorio de Antropología Social del Collège de France, el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia (cnrs) y la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (ehess). iii. ent r e mir ar y no mi ra r 72 entre la representación y la revelación Sólo existía una alucinación, una forma ilusoria que el padre tocó, algo misterioso que tomó en sus manos. Nada existía. A través de un sueño, el padre Nainuema, él, que es la forma ilusoria, lo tomó en sus brazos y pensó. No había un palo que lo sostuviera: con su aliento fijó la ilusión a un hilo de sueño. Buscó el fondo de esta ilusión vacía, pero no había nada, así que “amarró lo vacío”. En todo esto, no existía nada. Ahora, el padre siguió buscando, examinó el fondo de esta palabra (bikino) y tentó la sede vacía de la ilusión. El padre ató lo vacío al hilo soñado y le fijó el pegamento mágico, arebaike. Según lo había soñado sostenía lo vacío con la sustancia mágica, iseike. Tomó posesión del fondo de la ilusión y lo pisó una y otra vez. Luego bajó a la tierra recién soñada y la aplanó… Cosmogonía witoto Materiales del arte Arte y artesanía huicholes surgen a partir del arte ritual, sobre todo de la fabricación de objetos votivos como jícaras, xukurite, y pequeñas tablas de estambre, wewiya. Pero no todas las técnicas tradicionales se usan en la artesanía. La pintura, por ejemplo, aparentemente está reservada para el ámbito ritual. Ésta se aplica sobre diversos tipos de superficies. Su uso más conocido es el de las pinturas faciales amarillas que llevan los peregrinos y todas las personas que están en contacto con el peyote. El pigmento, uxa, se extrae de la raíz de un arbusto que crece cerca de Tatei Matinieri,1 un ojo de agua sagrada ubicado en la entrada a Wirikuta. Los diseños representan el reflejo de la luz solar en las caras y mejillas (nierika) del peregrino. Puede tratarse de dibujos muy trabajados, pero aun las manchas más sencillas tienen el mismo significado religioso que las elaboradas pinturas de las que da cuenta Lumholtz. Diseños similares se pintan en toda clase de objetos rituales, como los instrumentos musicales que usan los peregrinos. Tuamuxawi, el Primer Agricultor. 1 Uxa corresponde a la Berberis trifoliata, es una planta con raíces amarillas que crece en el desierto de Wirikuta, cerca de los lugares donde los huicholes recolectan el peyote (Bauml, Voss y Collings, 1990: 99-101). Lumholtz (1986 [1900]: 273-280) ofrece una recopilación de algunos de los diseños de pintura facial elaborados con uxa. 77 La escultura también es eminentemente ritual, sobre todo cuando se elabora de cantera. Los huicholes realizan tanto relieves como piezas tridimensionales: discos de sacrificio (teparite, cfr. capítulo anterior) y figuras de deidades y animales. Hace ya algunos años hubo intentos de comercializarla, pero éstos no prosperaron, así que sigue reservada para el uso ritual. En lo que se refiere a la escultura de madera sí hay una comercialización notable. Éstas suelen estar decoradas con aplicaciones de chaquira o estambre adheridos con cera y son muy populares. Sin embargo, los wixaritari realizan sólo la decoración, pues la escultura es tallada por indígenas de Guerrero. Los materiales de las esculturas dicen mucho sobre el significado ritual del objeto en cuestión, muchas veces más que la iconografía. Como hemos visto, el mito relata que ciertas rocas naturales con formas llamativas son los ancestros que se fueron rezagando en su camino al Amanecer. Las estatuas de cantera gozan de un estatus similar. Su naturaleza pétrea se explica por la antigüedad de estos antepasados, no importa que se trate de esculturas recién hechas. Pero no todos los “ídolos” se elaboran de cantera. Para las figuraciones de ciertas deidades se prefiere la madera de determinadas especies asociadas o identificadas con el personaje en cuestión. Por ejemplo, la de Takutsi Nakawé que se encuentra en el American Museum of Natural History es de madera de xapa, chalate,2 “el árbol de la lluvia” (cfr. página 111). La decoración de estas piezas se elabora con estambre y chaquira y se renueva de forma periódica. Sólo es común cubrir por completo las de madera de cuentas multicolores o de estambre. También la cerámica es utilizada entre los huicholes, sobre todo para la elaboración de figuras votivas en miniatura: animales, como toros, vacas o serpientes de lluvia, pero también figuras humanas y objetos como tambores y bateas. Puede decirse que las técnicas predilectas de los huicholes son las textiles y las aplicaciones. Entre las primeras encontramos el tejido de soyate que se ocupa para la elaboración de sombreros; otras formas de cestería se emplean en los equipales, uweni, y en los estuches alargados de los chamanes, denominados takuatsi. Morrales y ceñidores de dos colores son tejidos en telar de cintura a partir de estambre o lana de borrego. Otros textiles son elaborados con estambre y varas rígidas. Bolsas y trajes de manta se adornan en punto de cruz o punto de oro con bordados de estambre de colores. Finalmente, collares, pulseras y aretes se fabrican con chaquira ensartada. Los objetos tejidos en telar de cintura, los bordados y la joyería forman parte del atuendo tradicional huichol, pero su pro- 2 Ficus microchlamys. ducción también se ha comercializado en los últimos cincuenta años. Los tejidos con estambre y elementos rígidos son especialmente relevantes en el arte ritual, aunque los tsikɨrite también se producen con fines comerciales. Para las aplicaciones se usan cuentas de vidrio o hilos de estambre, pero en los objetos rituales también es frecuente encontrar otros materiales como monedas, copos de algodón y semillas de maíz o frijol. Éstos se fijan con cera sobre superficies bi o tridimensionales. Las bases más comunes son madera y cáscaras de bule (Lagenaria siceraria) en los objetos ceremoniales; en la artesanía se utilizan tablas de triplay o fibracel, aunque también se encuentran cuernos, tortugas disecadas y hasta objetos de plástico adornados con esta técnica. Al comparar los objetos rituales con los destinados al comercio se observan diferencias importantes en cuanto a su proceso de elaboración. Kindl (2003) señala que las jícaras artesanales, en contraste con las rituales, despliegan una gama de colores más brillantes, una ornamentación integral de la superficie plástica y diseños que obedecen a principios simétricos y geométricos, muchas veces hexagonales. En los objetos comerciales las cuentas se acomodan, como en los bordados, en punto de cruz elaborados por las mujeres huicholas. Los objetos rituales no comparten la geometrización de las artesanías, además la chaquira se aplica en ellos de manera diseminada, pues no existe una vinculación con la técnica del bordado. Pero no es sólo por razones prácticas que la simetría hexagonal jamás se usa en las representaciones simbólicas rituales: los diseños que reproducen la estructura del cosmos con sus cinco rumbos cardinales tienen que guardar una simetría de dos ejes; éstos corresponden a las líneas Norte-Sur y PonienteOriente, es decir a los ejes equinoccial y solsticial. Pinturas faciales de Tatei Hayulina, la Nube que Crece, y de Tatei Niwetsika, Nuestra Madre Maíz. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 76 79 ¿Por qué usan la chaquira en el arte ritual y en la artesanía? Nuevamente, las técnicas y materiales dicen mucho sobre el significado ritual, incluso sobre el estatus ontológico de las obras. La cera, la chaquira, la lana y el algodón sacralizan los instrumentos ceremoniales y las ofrendas. De forma invariable las jícaras se adornan con chaquira. Aquí se cifra una más de las construcciones en abismo del arte huichol: la chaquira, kuka, se identifica con el agua —y por ende con la vida— y cubre la superficie interior de la jícara, contenedor de agua por excelencia. Por cierto, este material es un buen ejemplo de la forma en que ciertos elementos procedentes del exterior se han integrado a la tradición huichola para adquirir un significado propio (cfr. García de Weigand, 1990). Las cuentas de vidrio son fabricadas industrialmente en la República Checa, el norte de Italia (Murano) y en algunos países asiáticos. Las que se fabrican en la República Popular China y en Taiwán generalmente son de plástico. Hasta la fecha, estas últimas casi no han sido adoptadas por los huicholes, quienes se esfuerzan por procurarse chaquira de buena calidad, siendo la más apreciada la de menor tamaño. Las observaciones hechas por Lumholtz a finales del siglo xix acerca de ciertos tipos de objetos rituales huicholes —jícaras y estatuillas de piedra o de madera que son ancestros deificados— nos informan que ya en esa época los huicholes utilizaban cuentas de vidrio en estas piezas. Según este autor, “es indudable que antes se utilizaban conchas de moluscos con esta finalidad” (1986 [1900]: 225). La mencionada crónica del jesuita José Arlegui cita un informe que describe la destrucción de un centro ceremonial huichol donde se encontraban objetos elaborados con abalorios (cfr. capítulo ii). Sin embargo, desde la década de 1970 los objetos artísticos más exitosos han sido los cuadros de estambre multicolor, cuyo análisis simbólico y mitológico ha sido abordado por muchos autores, en especial por Juan Negrín y Peter Furst (Furst, 1968: 16-25, 2003; Negrín, 1975, 1985, 1986 y 2005: 45-54). Para su elaboración, casi invariablemente se utilizan tablas de triplay o fibracel y cera de Campeche (cera producida por abejas americanas sin aguijón). Primero se amasa la cera y se la extiende sobre toda la superficie de la tabla. Después se traza el dibujo. La aplicación del estambre comienza en los bordes, generalmente formados por tres franjas de diferente color. Después se trazan los contornos de las figuras y, por último, éstas se rellenan. Cuando termina la obra el artista firma al reverso de la tabla donde, además, suele anotar una breve explicación de algunos simbolismos. Este “significado” a menudo es exigido por el público, que al comprar un objeto étnico también busca adquirir una llave para acceder a los “misterios y secretos de una cultura exótica”. Los estudios sobre los cuadros de estambre casi siempre abordan la iconografía de estas tablas. Aquí queremos reflexionar, en primer lugar, sobre su estatus en tanto textil. De acuerdo con las mitologías cosmogónicas del Gran Nayar el mundo es un tejido elaborado a partir de los cabellos de la diosa primordial. Equivalente de la Mujer Araña de los indios pueblo, ella lo tejió en forma de rombo; es decir, con un tsikɨri, y sus hijos bailaron mitote sobre él para ensancharlo (Preuss, 1998: 257-258; Neurath, 2002: 89-92). La danza tipo mitote puede interpretarse como la puesta en acto de esta historia. Los telares de cintura usados por las tejedoras huicholas se interpretan, a partir de este relato, como modelos del paisaje ritual, organizado a partir de los ejes solsticial y equinoccial: los hilos de la urdimbre son el camino de peregrinación que lleva del lugar de origen en el Poniente, el océano Pacífico, hasta el sitio del Amanecer, el desierto de Wirikuta en el Oriente. Los hilos de la trama, aparentemente, se relacionan con el movimiento anual Norte-Sur que realiza el astro diurno. Durante la iniciación de los niños recién nacidos, se tiende el camino de la peregrinación a lo largo del patio festivo con un hilo con copos de algodón que conecta el tambor cilíndrico (tepu) y el rombo (tsɨkuri). Éstos se identifican con el origen y el destino del viaje a Wirikuta. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 78 81 Tatewari, Nuestro Abuelo Fuego. Según los huicholes cuando los niños nacen son tiernos como un elote, pero es preciso que se sequen como las mazorcas. Cuando se celebra su iniciación, es decir, en el momento en que éstos se secan, se tiende el camino de la peregrinación a lo largo del patio festivo en forma de un hilo que conecta el tambor del cantador, sentado en el centro, con el altar ubicado al Oriente; éste es el Cerro del Amanecer. Los niños se identifican con los copos de algodón que recorren el hilo de acuerdo con la narración del cantador, quien describe en detalle cada uno de los lugares por donde pasa la ruta del viaje hacia el Amanecer (cfr. página 79). También los jicareros de los centros ceremoniales tukipa usan una cuerda con nudos para simbolizar las estaciones de la peregrinación a Wirikuta. El término que los huicholes usan para referirse a sus mitos cosmogónicos es kawitu, el camino de la oruga, kawi, que guía a los peregrinos. Al final, la oruga se transforma en mariposa, igual que los iniciantes, que se transforman en iniciados. De entre estos últimos, quienes mejor conocen los mitos y las rutas de peregrinación son los kawiterutsixi.3 Cantar kawitu equivale a caminar en las rutas de peregrinación que, como vimos, se entienden como hilos o cuerdas. Se trata de seguir las huellas de los ancestros para después practicar el autosacrificio cosmo3 Se sabe que el término kawitero viene, en realidad, de cabildo (Iturrioz, 2004: 81-82); sin embargo, los huicholes ofrecen esta explicación, cual si fuera una etimología. gónico, que implica crear el mundo. De esta manera, el cosmos puede entenderse como un tejido de textos rituales o, más bien, de “hilos de sueño” como los que menciona la génesis de los witoto, grupo asentado en el Amazonas colombiano, citada en el epígrafe de este capítulo (Preuss, 1921). Para apreciar el arte huichol es importante tomar en cuenta estos simbolismos textiles, los hilos como rutas y narraciones, el mundo como tejido, la creación artística como actividad cosmogónica. Ahora bien, las escenas de las tablas huicholas son episodios mitológicos o, incluso, citas extraídas de los kawitus, de modo que no es coincidencia que se elaboren precisamente con estambre. También podemos explicarnos la importancia de la cera. Según el mito, el primer cantador de mitote fue Tsitsikame, la persona abeja (jicote, Melipona beecheii). Al ser asesinado por su envidioso concuño, la persona garza, sus ojos se transformaron en las primeras abejas, xiete. Otras partes de su cuerpo se convirtieron en las plantas predilectas de las meliponas, mientras que el sonido de su arco musical sigue vivo en el zumbido de las productoras de miel. Una tabla de estambre es, entonces, un conjunto de caminos y sueños de iniciación pegados por medio de un material que se identifica con los cantos del mara’akame. Es un textil distorsionado. Aquí las líneas de peregrinación no son rectas, ni las danzas de mitote son circulares. Lo que se produce es un compromiso entre diferentes procesos rituales, entre movimientos lineares y circulares. Maxayuawi, el Venado Azul. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 80 José Benítez Sánchez. La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme, 1980. 122 x 244 cm. Museo Nacional de Antropología, inah. 85 Arte contemporáneo y complejidad ritual En muchas ocasiones, los artesanos huicholes suelen ser considerados como mara’akate, aunque raras veces lo son, y sus piezas se comercializan como expresiones de la espiritualidad wixarixa, que se considera manifestada en ciertos “símbolos”. Entre los emblemas chamánicos presentes en la iconografía figuran, desde luego, el peyote, algunos animales, además de los mara’akate en acción, con sus varas emplumadas y demás parafernalia. Dirigida en primer lugar a un público indigenista o new ager, esta estrategia mercadotécnica no hace justicia a las complejidades artísticas y rituales de las piezas de los wixaritari. Resulta ingenuo pensar que las convenciones iconográficas son una razón suficiente para afirmar que se trata de “arte chamánico”. Ciertas tablas de estambre tienen, efectivamente, algo que ver con el ritual tradicional, pero no necesariamente por las razones que imaginan los amigos de la “espiritualidad indígena”, sino porque son producto de la búsqueda de visiones que practica el artista en tanto iniciante. A diferencia de aquellas piezas que pertenecen al arte ritual propiamente dicho, estos cuadros no se ofrendan en cuevas sagradas, ni se usan durante las ceremonias, sino que se exponen y se coleccionan. Sin embargo, el proceso que lleva al artista a crear una gran obra de arte sí se asemeja a aquel que experimenta el iniciante o aprendiz de chamán para obtener el nierika, el “don de ver”. En la tradición wixarika, la existencia ordenada y estructurada, la luz, el retoño, no son algo dado, sino que requieren de una búsqueda continua por parte de los iniciantes. Sin este esfuerzo sólo quedaría la oscuridad (tɨkari). Como ya vimos, esta experiencia sacrificial, visionaria y transformativa se encuentra precisamente en el umbral de la muerte, donde cazador y presa se vuelven uno, y demanda un gran esfuerzo por parte del iniciante. De la misma manera en que el mara’akame logra conformar un mundo con su fuerza mágica visionaria, el artista —quien tiene una visión y la plasma en un cuadro o en una escultura—, logra que el cosmos ordenado continúe existiendo. De hecho, la labor de ambos es similar, salvo que el artista no alcanza el mismo grado de iniciación. Pero cuando éstos participan en la búsqueda de visiones y producen obras con las características de nierika, desafían las limitaciones que les impone el estereotipo de la artesanía y crean imágenes “mejor logradas” desde el punto de vista del arte occidental. Entender el arte como nierika implica que la imagen no se concibe (únicamente) como representación. Por lo menos hay un nivel de lectura donde no existe una diferencia entre significado y significante. Desde el punto de vista del iniciante huichol, las figuras que se aprecian en la obra son más que simple dibujos; se trata de dioses en pleno derecho que se revelan a quien tiene contacto con la obra. Cada personaje es un ente poderoso y con voluntad propia. Esto es posible porque las piezas no son seres estáticos, sino que nacen con vida en el ritual. Con nierika los dioses crean el universo en el momento en que se revelan dentro de un cuadro que, de forma paradójica, es su nierika, su visión. El artista no puede controlar las consecuencias de lo que, en un inicio, es su acto creativo. Los cuadros, como espejos puestos uno frente al otro, multiplican el panteón huichol ad infinitum. Como plantea el heresiarca de Uqbar, a quien presta voz la pluma de Jorge Luis Borges, esto tiene algo de abominable (cfr. The Anglo-American Cyclopaedia, 1917). En el arte huichol la imagen tiene, pues, la categoría de revelación. Las galerías y las publicaciones, por no hablar de las fotocopias y otras reproducciones, se convierten en nierika, con todos los peligros que esto implica. El artista, el curador y el visitante podrían (¿o deberían?) rendir culto a las imágenes, alimentarlas con pinole y mezcal, humo de tabaco y sangre sacrificial. Sin embargo, para el creador éste no es el problema principal. Elaborar una obra como ésta implica comprometerse a participar en los ritos y las peregrinaciones de la religión tradicional. Si no lo hiciera, no solamente perdería la capacidad de crear una obra nueva y original; además, los dioses que viven en las visiones obtenidas podrían “enojarse”, mandarle pesadillas, enfermedades y toda clase de desgracias. Por el compromiso que representan, los huicholes mantienen una actitud contradictoria frente a sus creaciones plásticas. Como producir obras de arte nierika implica complicarse la vida, generalmente el artista prefiere no hacerlo. Se inclina entonces a reproducir todas aquellas cosas que no requieren de la visión trascendental para existir, es decir, “trabaja la artesanía”. Y es que ésta supone solamente la elaboración de objetos carentes de este tipo de inspiración artística y, lo que es más importante, sin implicaciones religiosas: se trata de “copias” y “dibujos”. Esto se acompasa con la lógica dominante del mercado, que pretende que el artista indígena se conforme con un papel de artesano anónimo. En los acervos del Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México se encuentra una colección importante de tablas de estambre tempranas adquirida por Alfonso Soto Soria.4 Hacia finales de la década de 1960 este género experimentó un gran auge y se elaboraron cuadros cada vez más grandes y complejos. El estilo psicodélico de las tablas, inspirado en visiones de peyote, tuvo un enorme éxito internacional. Los protagonistas del boom de los cuadros de estambre fueron Ramón Medina Silva, Tutukila Carrillo, Juan Ríos Martínez, Guadalupe González Ríos y José Benítez Sánchez. 4 Sobre la historia del arte huichol, cfr. Lackner, 1999; Kindl y Neurath, 2003: 413-453; Kindl, 2007. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 84 86 Desplazarse entre los mundos La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme5 es una tabla de dimensiones considerables, casi un mural (244 x 122 cms), que se encuentra en la sala del Gran Nayar del Museo Nacional de Antropología.6 Esta pieza, que bien podría colgarse en un museo de arte moderno, podría considerarse una “obra maestra” desde el punto de vista del esteticismo occidental. Sin embargo, no pueden obviarse ciertas complejidades que obligan a estudiar el arte huichol con un enfoque distinto al de las obras de tradición occidental. Una primera manera de ver el cuadro consiste en leer el elaborado discurso que recuerda a las pictografías mesoamericanas. Analizar las ambivalencias del arte huichol podría servir para comprender de qué manera las tablas de estambre continúan, efectivamente, la tradición de los códices mesoamericanos, tal como lo ha planteado Gordon Brotherston en Book of the Forth World (1992). La segunda manera es a través de los estudios recientes en torno al ritual. La obra de Benítez Sánchez contiene una reflexión sobre la transmisión del conocimiento chamánico que ha sido poco considerada en el análisis de las tablas. A través de recursos estéticos sofisticados, el cuadro que analizaremos expresa la dinámica de la iniciación. A pesar de que un espectador no huichol difícilmente puede entender estos asuntos, podrá percibir algo en el cuadro que le hace intuir aspectos importantes del chamanismo huichol. Suele suceder que el cliente usual del arte huichol no se conforme con la mera adquisición de objetos exóticos, pues regularmente se muestra ávido de consumir conocimiento y “simbolismo” (Galinier, 2004b: 268-272). Así, como se puede observar en las ventas de artesanías, el arte indígena por lo general considera su interpretación etnográfica o iconográfica. Las tablas huicholas no son la excepción. Estas piezas suelen contener al reverso una “explicación” del contenido del cuadro, aunque lo común es que existan discrepancias entre la explicación dada y la obra. A menudo, los textos escritos al reverso explican algún aspecto del cuadro y sólo en raras ocasiones tratan todos los detalles de la imagen. Además, estos textos suelen ofrecer información mitológica adicional que no aparece en la imagen, pero que resulta útil para su comprensión. En el caso del cuadro que analizamos, hay una explicación extensa ofrecida por el artista y audiograbada por Juan Negrín que sirvió para la elaboración de un texto bastante completo sobre la iconografía del cuadro (Negrín, 1986: 8-11). 5 No contamos con una traducción confiable del nombre de este dios. 6 A este cuadro se le llama también “El nierika de Tatutsi Xuweri Timaiweme” o “La visión trascendental de Tatutsi Xuweri Timaiweme”. Nube Serpiente Toro Tatei Matinieri La explicación redactada por el artista es más breve y dice lo siguiente: Aquí vemos el principal Tuamurawi. Él estaba solo cuando inició su trabajo, y al ver que él estaba lleno de semillas. Y así como lo vemos, él fue el señor que pudo hacer nuestra vida. Al llegar a Ixuapa —vida que estaba cerrada de oscuridad— y al mismo tiempo escuchó en su nierika. Quien le hablaba era Utuanaka. Cuando caminaban juntos, les hablaba Tatutsi Xuweri Timaiweme. Lo que pensaban: Tatutsi Xuweri así les decía, porque Tatutsi no hablaba, pero su iyari hablaba. Era como un remolino que respiraba y Tuamurawi pide una cola de venado que asimismo hablaba, pues bien: “Yo soy Tatutsi Maxakuaxi. De donde vienes, vienes pisando en un pecho. Al llegar adonde vamos, la luz, tienes que entregar toda la semilla y lo tiene[s] que buscar donde puedes estar”. Después de que ya estaba enterado, a él le entregaban todo. Cuando llegó el tiempo sintió que se estaba por que aparecieran las cosas en este mundo. Esto autorizó Tatutsi Xuweri Timaiweme al pensar que Tatutsi dispusiera su vida. Por eso, en este mundo nadie le escucha, porque de un principio así fue. Tatutsi Maxakwaxi supo colocar los Tateteima Xapa. De todo Tatutsi Xuweri Timaiweme dispuso para completar. Su iyari dispuso Tatutsi Maxakwaxi y Irikwekame y Teiwari Timaiweme Tawikuni. Por principio ves [a] Xurawe Temai. De ahí tuvieron que salir muchas cosas para que esto viviera. De su iyari es [de] donde viene esta vida, así como la reconocemos. De este mundo. José Benítez Sánchez de San Sebastián, Jalisco. Nia’ariwame 89 La diosa del mar lleva a los demás dioses del agua y de la lluvia en su interior. El texto solamente se refiere a una pequeña parte del cuadro, la porción central del lado inferior. Benitez plantea que la obra es el nierika, la visión iniciática, de Tuamuxawi (que es también Watakame, el primer sembrador) y no la de Tatutsi Xuweri Timaiweme, como sugiere el título. Según el relato del artista, tres deidades, Uteanaka —diosa del pescado—, Tatutsi Xuweri —un dios menor— y Maxakwaxi —Nuestro Bisabuelo Cola de Venado—, hablan a través de objetos rituales (nierikate y maxakwaxi, la cola del venado utilizada como equivalente de una vara emplumada) o a través del iyari (alma o respiración). Tatutsi Xuweri Timaiweme “autoriza” todo lo que sucede a Tuamuxawi. Se dice que la pieza corresponde a la visión de este dios precisamente porque es él la voz que autoriza lo que ocurre en la obra, aunque queda la interrogante de quién es el protagonista del cuadro y quién experimenta la visión nierika. José Benítez Sánchez (1938-2009) es de los pocos pintores de estambre cuya obra no se vio amenazada por el tipo de problemas que surgen cuando se produce arte con la calidad de nierika. Tal parece que encontró una manera viable de existir entre ambos universos, el del arte y el del chamanismo huichol. Sus cuadros suelen enfatizar cómo los ancestros y los mara’akate se mueven entre diferentes mundos, el de “abajo” (Watetɨapa), el de “en medio” (la sierra huichola) y el efímero mundo solar de “arriba” (Taheima o Wirikuta). Este aspecto remite claramente a los cantos donde, según la documentación de Regina Lira (2013), el mara’akame se desplaza de forma permanente de un extremo del cronotopo al otro. El canto chamánico implica que coexisten los mundos de los no iniciados y de los iniciados y que la tarea del chamán será transitar de uno al otro. Benítez Sánchez sabía funcionar perfectamente en el mundo de abajo, que también es el del público urbano, pero de la misma manera lo hacía en el mundo exclusivo de los huicholes, el mundo de “arriba”. El contenido de la visión de Tatutsi es, en primer lugar, una síntesis de la mitología cosmogónica. La mayoría de estas historias consiste en desplazamientos y transformaciones de diferentes ancestros dentro de un cosmos estructurado a partir de los cuatro rumbos y los tres niveles horizontales del mundo, que suponen lo mismo dimensiones espaciales que temporales. El cuadro se caracteriza por lo que se suele llamar horror vacui, pero en el aparente caos hay un orden: la composición se organiza según los principios estructurales de la geografía ritual. La parte inferior del cuadro corresponde al mundo de los orígenes, el océano primordial, resuelto en estambre blanco que indica la espuma, y en el pájaro azul, que contiene a otras deidades del agua. En la esquina inferior izquierda vemos, entonces, las olas del mar que rompen contra una roca en la playa de San Blas, en Nayarit. Abajo al centro encontramos un recipiente o bule con “las semillas de la vida futura”. De ambos lugares emergieron los ancestros que peregrinaron hacia el desierto oriental, identificado con el Cerro del Amanecer. Este último ámbito corresponde a la orilla superior izquierda del cuadro, donde se ubican imágenes de Xeu’unari (el Cerro Quemado, el lugar de la salida del sol) en el personaje invertido, de las plantas psicotrópicas peyote —los círculos con puntos amarillos en el pecho de este personaje— y kieri (Solandra brevicalyx) —la flor verde en forma de campana que emana polen y que brota del borde del cuadro—, así como del manantial de Tatei Matinieri, ojo de agua ubicado en el desierto de Wirikuta que corresponde al lugar en donde nace (o se sueña) la primera lluvia de la temporada y personificado aquí con la serpiente con cuernos de venado y rostro humano que aparece en la esquina superior derecha. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 88 91 Tatutsi Maxakwaxi, nuestro Bisabuelo Cola de Venado en su función de pilar del mundo. Los tres niveles del cosmos huichol se distinguen con relativa facilidad. El mundo de “en medio”, que geográficamente corresponde a la sierra huichola, se ubica en una franja horizontal al centro del cuadro, donde además de la cara de Tatutsi Xuweri Timaiweme, se ubican sus “instrumentos para ver” (nierikate) —círculos concéntricos multicolores—, así como las casas y milpas de las rancherías huicholas mencionadas en algunos de los mitos. En el borde inferior del cuadro, los dos personajes que parecen portar uniformes fantásticos (como en la portada del disco de The Beatles, Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band de 1967) —aunque la aparente botonadura corresponde en realidad a sus costillas, por lo que se puede afirmar que se trata de personajes humanos con su interioridad desplegada hacia afuera— son los postes que sirven de soporte al mundo y se identifican con las columnas de madera que sostienen el techo del templo huichol, tuki. Entre los mitos narrados se encuentran la salida de los primeros ancestros del inframundo (en la parte inferior central), el diluvio (aludido con las milpas y las casas en el extremo izquierdo), la primera salida del sol (en el personaje que corresponde a Xeu’unari, el Cerro Quemado), la fundación del primer rancho (en el mencionado mito del diluvio y en la parte derecha) y el origen del fuego (referida en el personaje de la esquina superior izquierda), y la primera cacería de venado (al centro, bajo el gran nierika de la izquierda). El cuadro La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme muestra que este ancestro conoce y entiende todos estos mitos y ritos. Sin embargo, también queda claro que, para su transformación en iniciado, este tipo de conocimiento no es suficiente. A primera vista, la síntesis mitológica plantea dificultades de comprensión. ¿Cómo separar y descifrar las diferentes narrativas que, a veces, se entrecruzan? Una tarea ardua, pero una vez que se haya entendido el principio de lectura (la narrativa comienza abajo del cuadro, al centro), se vislumbra un hilo narrativo maestro, que es la historia del viaje de los ancestros. Esto es lo que en la etnografía del Suroeste de Estados Unidos se conoce como emergence. Algunas de las narraciones están indicadas por un personaje o episodio, mientras que otras se desarrollan en secuencias narrativas que atraviesan el cuadro de un extremo al otro. Al fin, lo que se produce es un tejido mitológico donde las diferentes historias quedan entrecruzadas. Incluso, algunos personajes figuran en más de un relato. Por ello, la tabla de estambre es un texto, al mismo tiempo que un textil (Tedlock y Tedlock, 1985: 121-146). Tatutsi Xuweri Timaiweme, el protagonista del cuadro. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 90 93 Pero los detalles mitológicos del cuadro sólo tienen un valor relativo. Se trata de historias que pueden ser narradas por muchos huicholes que no son chamanes. La síntesis de la mitología lograda en el cuadro parece complicada, pero el contenido esotérico de la obra se ubica en un nivel distinto, que, de cierta manera, es más obvio. Aquí lo que cuenta es que en el cuadro emergen otras formas, aunque no necesariamente se trate de figuras planeadas por el artista. La jícara de las semillas y los primeros ancestros que emergen del inframundo. En lo que se refiere a la iconografía de los cuadros, la intertextualidad es un rasgo recurrente. Hay muchos ejemplos de tablas donde se representan chamanes cantando o sus “instrumentos para ver”: jícaras, espejos, tejidos circulares y otros objetos redondos llamados nierikate. Muchas veces pueden reconocerse también elementos que evocan los mitos de origen de las prácticas chamánicas y de los objetos rituales. En el caso del cuadro que analizamos, la cara del ancestro Tatutsi Xuweri Timaiweme se ubica en el centro de la composición. Al centro de cada una de las mitades de la obra se ubican sus “instrumentos para ver”: discos, posiblemente espejos, identificados como nierikate. Con su ayuda, el protagonista obtiene una visión iniciática. Una serpiente y una vara ceremonial con plumas (muwieri) forman su boca sonriente en un ángulo al centro del borde inferior del cuadro (cfr. página 103). De hecho, un gran número de tablas se titulan “El nierika de [alguna deidad huichola]” y lo que se ve en el cuadro corresponde a lo que este antepasado ve (o vio) en la visión iniciática que le permitió transformarse en una deidad ancestral. Así, según esta convención, el cuadro La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme mostraría la visión de este ancestro. La intertextualidad puede relacionarse con procesos de complejización característicos de los rituales y, en particular, de los chamanismos amerindios. Como lo han descrito Severi (1996) para los kunas y Valdovinos (2010) para los coras, el chamán pasa por un proceso donde adquiere identidades múltiples y a menudo contradictorias. En estos contextos, la construcción en abismo es un recurso frecuente: muchas veces, los cantos tratan de los preparativos del ritual o de los cantos mismos y, de cierta manera, no queda claro cuándo el ritual “realmente” se lleva a cabo. Aquí, la experiencia visionaria llamada nierika y los “instrumentos para ver”, llamados con el mismo nombre, son el tema de una obra titulada Nierika. Todo el cuadro es lo que se ve dibujado en la cara del personaje central y puede suponerse que los discos nierika (ojos o mejillas) contienen lo mismo que se ve en el cuadro. Así ad infinitum. Todo lo que Tatutsi ve está pintado en su cara. En efecto, el cuadro es también una pintura facial de uxa como la que se hacen los peyoteros huicholes después de ingerir —o más bien habiéndose transformado en— el cactus alucinógeno. La pintura amarilla de uxa utilizada en tales ocasiones es considerada como el reflejo de la visión de la luz del sol en la cara del peregrino. Ambas referencias hacen que el espectador que contemple el cuadro lo haga desde dos puntos de vista: el de Tatutsi, que obtiene una experiencia visionaria nierika, y el del sol, quien envía esta visión a Tatutsi y observa su nierika reflejado en la cara del recién iniciado. Esta segunda perspectiva también puede entenderse como la imagen de la cara pintada y transformada del iniciado reflejada en un espejo ritual que es, como iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 92 95 vimos, un tipo más de nierika; los instrumentos nierika de la primera perspectiva son ahora el reflejo de sus ojos o mejillas. Por otra parte, la perspectiva del sol como espectador es, desde luego, la perspectiva del cazador que dispara a su presa. El iniciante es la víctima que (casi) muere en un acto de autosacrificio. Como hemos visto en torno a las figuras dentro de los pozos rituales, mirar a las víctimas sacrificiales es algo muy delicado. Además, la tabla expresa una reflexión sobre el cambio de la percepción y la transformación experimentados por el iniciado. En términos estilísticos, puede observarse un contraste entre las figuraciones y narrativas de los mitos y los rituales, por un lado, y las formas psicodélicas más fluidas, que evocan las experiencias de lo que se suele denominar “estados alterados de la conciencia”. Al contemplar el cuadro por algún tiempo, es posible constatar que los discos nierika comienzan a girar y la tabla se convierte en un caleidoscopio que genera formas y figuras sorprendentes. Todo lo que el espectador “alucina” al mirarlo está dibujado en la cara del peregrino. Así lo que en una lectura iconográfica era la representación del paisaje mitológico se convierte en un retrato con una pintura facial autogenerativa. Xeu’unari, el Cerro Quemado con dos peyotes en su interior y con el sol del primer Amanecer. La ironía estética del arte huichol radica en que estas formas psicodélicas que el espectador puede inventar ad libitum —casi como si fuera un Rorschach Test— corresponden a la experiencia de nierika, que según los chamanes tiene un carácter creativo y cosmogónico. En las visiones, el mara’akame no solamente ordena, también crea e inventa el mundo. Todo esto no se considera efecto del alucinógeno, sino de las prácticas de purificación, austeridad y autosacrificio de los peregrinos del peyote. Pero los no iniciados no saben esto. Las dos operaciones artísticas que pueden establecerse al contemplar la obra —la de la representación iconográfica y la de la visión— indican un antes y un después de la experiencia de nierika. Para convertirse en mara’akame los iniciantes deben conocer y memorizar los mitos cosmogónicos, pero el “don de ver” es una experiencia que va más allá de esta práctica de memorización y repetición que en antropología de la religión se ha llamado “aproximación de Padre Nuestro a la fe” (Pater Noster approach to belief) (Severi, 2007: 26-27). La memorización semántica y mecánica (Whitehouse, 2004), es importante pero insuficiente. Se necesita también pasar por una experiencia capaz de crear “memoria episódica” (Whitehouse, 2004) y donde se adquiere lo que Severi llama “imaginación orientadora de contexto” (context orienting imagination) (2007: 29). En el caso de los huicholes, puede hablarse de una revelación de la estructura secreta —que es generativa y transformativa— del mundo y de las cosas. En esta visión los detalles de los mitos memorizados no importan tanto. Las visiones contienen otras cosas, radicalmente nuevas. El iniciado no sólo percibe imágenes visionarias del peyote, el venado, la lluvia o la luz del sol, sino que se transforma en ellas y desde esas perspectivas experimenta el mundo. La pintura facial en la cara del peregrino, es decir, todo lo que se ve en el cuadro, es el reflejo de las visiones obtenidas y es, al mismo tiempo, el eco visual de las cosas en las cuales el peregrino se ha transformado. Tatutsi, como persona, ya no está. Se ha sacrificado para convertirse en un ancestro que vive en las cosas creadas y soñadas por él. Obtener la experiencia visionaria implica pasar por un largo proceso que puede durar de dos a seis meses. Durante este tiempo, los iniciantes (jicareros, peyoteros) realizan casi todo el tiempo algún ritual, duermen muy poco, ayunan, no ingieren sal y se abstienen de tener relaciones sexuales (extramaritales); puede decirse que “casi” se mueren. La abstención de sueño es particularmente importante, ya que las visiones significativas surgen en un estado donde las experiencias oníricas y las visiones de peyote no se distinguen claramente unas de otras. Es notable cómo los jicareros y los peyoteros se burlan, casi de forma permanente, de los chamanes y de todo lo que se supone que son sus actividades (cantos, curaciones, etcétera). La iniciación, un proceso ritual de gran intensidad que dura iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 94 97 varios meses, es divertida, llena de ironía e implica una toma de distancia de toda clase de acción ritual seria. Se intercambian nombres y papeles, se habla en contrarios, se hacen juegos de palabras y bromas sexuales irreverentes. Todo esto puede parecer una farsa, pero estas actividades más bien se encaminan a despertar la duda, y con ella, la necesaria tensión entre la fe y la sospecha, que en antropología se ha llamado reflexividad ritual (Severi, 2002: 23-40; Valdovinos, 2008, 2010). La producción de reflexividad es un sine qua non para que se produzca la singular experiencia que es el nierika. Después de un largo proceso, algunos de los peyoteros logran obtener las visiones iniciáticas. Los huicholes que han pasado por esta experiencia la recuerdan vívidamente. Sus contenidos son, desde luego, variados. Al hablar de ellos, muchos se refieren a la belleza del desierto. A uno de mis informantes, por ejemplo, le habló una serpiente. A un mara’akame de la comunidad de Las Latas le habló el dios del fuego en forma del cura Miguel Hidalgo del mural de José Clemente Orozco en el palacio de gobierno de Guadalajara. Sin embargo, a pesar de la diversidad, hay ciertas constantes. Por ejemplo, se experimenta cómo el polvo del desierto se transforma en las primeras serpientes de nubes (haikuterixi), que producen la lluvia que hace crecer, pero no destruye las milpas. La niña Mia’ariwame y sus padres. Dos obras dentro de un cuadro: paisaje y retrato El efecto estético de la aparición de otra imagen puede compararse con lo que sucede con los ornamentos o “arabescos” del arte islámico cuya contemplación evoca la imagen “anicónica” del paraíso (Rodríguez Zahar, 2008). Aunque estilísticamente muy distinto, también podemos pensar en el efecto que Fra Angélico creó en su Anunciación. Según Didi-Huberman (1990), en ella se percibe la presencia divina debido al brillo blanco en el centro del fresco. En el arte huichol, estos efectos son comunes. Al principio la atención se enfoca en ciertos elementos, pero poco a poco emergen otros detalles. Como ya se mencionó, el efecto estético de la obra radica en gran medida en la pluralidad y simultaneidad de modos de ver. En el cuadro, el aspecto semántico de la iniciación se expresa con cientos de detalles mitológicos y rituales que se representan con una gran diligencia plástica que llenan los huecos de la composición, y narran los pormenores de la vida de los antepasados y de su camino hacia el lugar del Amanecer y hacia la experiencia de nierika. Ésta es la visión del iniciante que aún no se ha convertido en deidad. Pero, en la segunda forma de ver después de la iniciación que supone la transformación, los detalles figurativos se vuelven ornamentales o, más bien, algo similar al arte expresionista-abstracto. Lo que refleja la visión esotérica es una imagen desfasada, o bien, lo que sucede un poco después de la primera visión. En este sentido el cuadro puede compararse con Venus, Vulcano y Marte de Tintoretto (cfr. página 100) que se resguarda en la Antigua Pinacoteca de Múnich, donde el espejo refleja una escena posterior a la que observamos en el cuadro. Nierika como “instrumento para ver” puede ser, de hecho, un espejo (Arasse, 2005). Lo que el mara’akame ve en él es su cara transformada. Traducido como “visión” o “don de ver”, el término remite, entre otras cosas, a una situación donde el iniciante inventa los objetos de sus visiones y, al mismo tiempo, se transforma en ellos.7 Se trata de una experiencia muy intensa pero, de cualquier forma, la duda nunca queda del todo descartada. Hablar de “transformación” tal vez resulte problemático y, en alguna ocasión, hemos discutido usar el concepto devenir tal como lo definen Deleuze y Guattari (2006 [1980]) que aseguran que “un devenir no es una correspondencia de relaciones. Pero tampoco es una semejanza, una imitación y, en última instancia, una identificación. [...] Devenir no es progresar ni regresar según una serie. Y, sobre todo, devenir no se produce en la imaginación, incluso cuando ésta alcanza el nivel cósmico o dinámico. Los devenires animales no son sueños ni fantasmas. Son perfectamente reales”. 7 A diferencia de lo que Viveiros de Castro plantea en su artículo sobre “la transformación de objetos en sujetos en las ontologías amerindias” (2004: 477), en el arte huichol invención y transformación no se oponen de forma tajante. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 96 99 Un aspecto importante para entender la articulación entre las diferentes visiones es que estos modos de ver no son excluyentes. Eduardo Viveiros de Castro ha dicho que, en el contexto del chamanismo amerindio, la transformación supone un cambio de perspectiva; es decir, un ser que se convierte en otro deja de ver el mundo con los ojos del primero para habitar el universo del segundo, con todo el cambio de visión que ello implica. Pero estos cambios de perspectiva por lo regular no se articulan entre criaturas de cualquier especie, sino entre depredadores y presas que están vinculados a través de la cacería (Viveiros de Castro, 1998: 463-484). En este caso, no hay un cambio radical de punto de vista. En Mesoamérica, los especialistas rituales tienen la capacidad de ver, simultáneamente, de diferentes maneras. Como entre muchos otros pueblos, el cazador huichol se identifica con la presa y puede tomar su perspectiva, pero nunca deja de tener la visión del cazador. Para marcar las diferencias con el perspectivismo amazónico se ha propuesto el término de multiempatía8 que supone que una persona asume, de forma simultánea, dos o más modos de ver, visiones o perspectivas, al identificarse (parcialmente) con más de un ser o transformarse en diferentes personas, dioses y animales a la vez. Los ancestros que descienden del cielo con personas-flecha que se revelan. 8 Éste se propuso en uno de los talleres de nuestro grupo franco-mexicano de investigación sobre antropología del arte celebrado en el Museo del Quai Branly en París (Valdovinos, 2010; Hémond, 2008: 13-31). Xikuakame, el dios Esta situación se de la calabaza que llega ilustra con mucha habilidesde Wirikuta. dad en el cuadro La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme. Si volvemos al vínculo establecido por la cacería, podemos decir que en esta otra este iniciado se mira, además, como la presa del cazador, aunque de forma irónica éste se identifica con el espectador que difícilmente entiende de qué trata la obra. El iniciante huichol se entrega, así, a un mestizo ignorante. De cierta manera, el artista se representa como un chamán al momento de entregar su conocimiento a un público depredador que desconoce el peligro al que se somete al mirar los ojos de la pieza que es su víctima. ¿Hasta qué punto esta situación es un problema? Estudiando los rituales iniciáticos huicholes observamos que la relación entre las visiones no puede ser armoniosa. Los iniciados cuestionan las creencias ingenuas de los no iniciados, mientras que los no iniciados desconfían de los poderes cosmogónicos de los chamanes. El contraste entre las diferentes prácticas rituales despierta la duda, la reflexividad ritual y, sobre todo, la crítica de los otros. Como vimos en el capítulo 2, la experiencia cosmogónica de los chamanes implica una negación de las prácticas de intercambio recíproco que constituyen el eje de la acción ritual de los no iniciados. En el contexto de la iniciación / transformación, los humanos no se relacionan con los ancestros por medio de intercambios sino que los crean con sus visiones y se convierten en ellos. El costo vital de esta práctica es tan alto que, al toparse con la imposibilidad de cumplir todos los compromisos rituales adquiridos, la vida de los mara’akate muchas veces termina en una tragedia. Aunque a una escala menor, el problema de los pintores es similar. Pero éstas no son las únicas tensiones cifradas en esta pieza. En la esquina inferior izquierda del cuadro el artista evoca el mito del origen de la lluvia. Las deidades de la lluvia, entre ellas Tatei Hautsi Kupuri y Tatei Xapawiyeme, las madres de la lluvia del Norte y del Sur, nacen de la Diosa Madre del Mar (Tatei Haramara) cuando ésta se sacrifica al estrellarse contra una gran roca en la playa (la piedra de San Blas) y producir espuma, vapor y nubes. Todo el mundo se alimenta de ella pero, como se ve en otro episodio del mito de la lluvia, en la esquina superior derecha, la niña Nia’ariwame transformada en una tormenta mata a sus padres, es decir, que la diosa iniciada que se sacrifica de forma permanente también se vuelve contra sus progenitores humanos. iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 98 101 Como se ha dicho, el evento que produce nierika es el sacrificio, el don desinteresado (free gift) que interrumpe las relaciones sociales, a la vez que crea cosas nuevas y diferentes. La práctica del autosacrificio cosmogónico crea el mundo solar de los ancestros, pero se trata de un mundo potencialmente destructivo. Por eso no sólo la diosa de las lluvias se vuelve destructiva, también se dice que el Padre Sol, una vez que nació del autosacrifico y de la experiencia visionaria del grupo de los peregrinos, mató, cegó o enfermó a todos los que no habían alcanzado la meta (Lumholtz, 1902: 107-108). Al contemplar fijamente los ojos del rostro de Tatutsi que emerge del cuadro y que describe su iniciación, un espectador comenzará por percibir una deformación de las figuras que revelarán después elementos de lo siniestro que paradójicamente habitan este ámbito luminoso que es el nierika. Al articular dos puntos de vista tan distintos como los que hemos mencionado, tendríamos que preguntarnos ¿cuál sería, entonces, la visión del mundo de los huicholes? Es engañoso pensar que existe sólo una: lo que se ha llamado “cosmovisión” no es más que una “cortina” que separa los mundos de los no iniciados y de los chamanes. Los primeros no la entienden (por eso la dificultad para leer el cuadro), pero los iniciados ven otra cosa. En este contexto, el conocimiento se define como un estado transitorio entre el “aún no” y el “ya no”. Jacobo Robusti Tintoretto. Venus, Vulcano y Marte, ca. 1555. Óleo sobre tela, 135 x 198 cms. Alte Pinakothek, Bayerische Staatsgemaeldesammlungen, Múnich. Laocoonte y sus hijos. Grecia, Periodo Helenístico. Mármol, 245 cms. Museo Pio Clementino, Museos Varticanos, Vaticano. El cuadro que analizamos deja entrever la existencia de una “ontología compleja” basada en la coexistencia de estas dos dinámicas incompatibles. El mundo de los iniciados se rige por relaciones de depredación y (auto)sacrificio, el mundo de los no iniciados por las de alianza y la reciprocidad. Los iniciantes caminan en línea recta, mientras que los legos bailan la danza circular del mitote. No hay una perspectiva única. Más bien, coexisten dos modos de ser y, por tanto, dos modos de ver el mundo que, en esquemas de la práctica, se excluyen mutuamente. La relevancia de cuadros como La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme consiste en que dan cuenta de la coexistencia de visiones de estos mundos paralelos. Dadas la multiplicidad de perspectivas, la simultaneidad de identificaciones y la ambigüedad de la figuración, la tabla de Benítez Sánchez se presta para desarrollar las ideas de Aby Warburg. Como ya mencionamos, Carlos Severi (2003), Horst Bredekamp (2010) y otros autores interesados en la agentividad —el poder— de las imágenes han retomado el trabajo de este autor que plantea que la energeia de una obra se fundamenta en el antagonismo entre pathos y ethos. El primero se refiere a la reacción corporal, momentáneamente intensificada, de un alma conmovida y se opone al ethos como elemento de carácter que da continuidad y que implica la obligación de controlar las emociones (Bredekamp, 2010: 298). El iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón 100 102 resultado de la tensión entre ambos es la llamada “Pathosformel”, término oximorónico acuñado para entender cómo ciertas imágenes pueden ser expresiones de sentimientos extremos y dinámicos, al mismo tiempo que se busca entender cuáles son los mecanismos que logren fijar o congelar estas imágenes polarizadas. La propuesta de Warburg es que este tipo de imágenes cuya fuerza emana de la lucha entre opuestos adquiere lo que él ha llamado Nachleben, término que puede traducirse como “sobrevivencia” y que da cuenta de cómo la influencia de estas piezas se extiende más allá de su temporalidad al confrontar al hombre con las oposiciones que necesariamente existen en su horizonte. El caso paradigmático ha sido el grupo escultórico Laocoonte y sus hijos (cfr. 101). A partir de esta obra maestra griega, descubierta 1506 en Roma y resguardada en el Museo Pio-Clementino, Lessing (1964 [1766]) y Goethe (1999 [1798]) plantearon una teoría sobre “el momento más fértil” (der fruchtbarste Augenblick) o “el momento embarazado”: la expresividad, aseguran, se logra cuando se plasma un máximo de tensiones y contradicciones en una imagen. Esta pieza retrata el momento en el que Laocoonte y sus dos hijos son atacados por serpientes y nos deja ver la forma en que el poder —la agentividad— involucra al espectador. El contraste entre la serenidad del padre y la desesperación del hijo mayor establece la relación entre ethos y pathos. Primero el espectador se identifica con el hijo mayor que observa la muerte de su padre. Pero el instante de máxima tensión permanece congelado en el tiempo, así que se invierten los papeles: el espectador se identifica ahora con Laocoonte, y así es inducido a aceptar la inevitabilidad de la muerte. De esta manera, la imagen que representa a la agonía de unos seres mitológicos adquiere Nachleben y termina viviendo más allá del horizonte temporal del espectador aterrado. En el caso del cuadro huichol, tenemos un contraste similar entre un antes y después. La perspectiva del buscador de visiones se opone a la del visionario iniciado. La primera se identifica con los puntos de vista del cazador y del espectador, la segunda corresponde a la víctima del sacrificio y a la obra creada. La energeia de toda la obra no se explica sin la tensión irresoluble entre estas perspectivas que aquí incluso implican cosmovisiones diferenciadas. Pero en el contexto mesoamericano esto no es exclusivo del arte huichol. Como se ha dicho, en las tablas de estambre se percibe una continuidad con la estética de los códices prehispánicos. Y esto no sólo a nivel de la figuración, sino en el planteamiento de la confrontación entre opuestos presente en las recurrentes escenas sacrificiales que ofrecen al espectador una tensión similar, que se extiende en el tiempo; es decir, tanto los antiguos libros mesoamericanos como algunas tablas de estambre tienen Nachleben (Warburg, 1999). El rostro de Tatutsi Xuweri Timaiweme que emerge de la obra. Este trabajo se presentó como ponencia con el título “Ritual, perspectivismo y reflexividad en el arte moderno huichol” en el seminario de investigación “Art et Performance” que se llevó a cabo el 10 de octubre del 2008 en el Musée du Quai Branly en París. También se publicó como “Reflexividad ritual y visiones múltiples en un cuadro de José Benítez Sánchez” (Neurath, 2009) y como “Simultanéité de visions : le nierika dans les rituels et l’art des Huichols” (Neurath, 2010b). máscaras enmascaradas Los otros son lo Otro precisamente porque ellos tienen a otros “otros”. Eduardo Viveiros de Castro Del ritual al comercio Máscara artesanal con mosaico de chaquira. Al ser uno de los grupos indígenas con mayor exposición mediática en el país, los huicholes son blanco de las aproximaciones de grupos new age y de los embates de un turismo ávido de adquirir objetos que, desde su punto de vista, los acerquen al conocimiento iniciático. Esto podría suponer para las obras del arte huichol los riesgos de transformarse en mercancía masificada. Pero los huicholes han sabido insertarse en el mundo contemporáneo y han respondido a la lógica del mercado de los mestizos al crear piezas que los satisfacen, pero que al mismo tiempo ofrecen una parodia de este mundo depredador. Pero vayamos por pasos. El tema de las máscaras invita a regresar al artículo clásico de Franz Boas sobre las limitaciones del método comparativo, en el que advierte que, en los diferentes contextos y culturas, las máscaras han sido usadas para engañar a los espíritus, para personificar a alguno de ellos, como objetos conmemorativos, por ejemplo, de alguna persona fallecida, o bien para escenificaciones rituales de algún acontecimiento mitológico (1982 [1896]: 274). Entre los wixaritari existen máscaras que cambian radicalmente de contexto y con ello de uso. De un ámbito ritual pasan a otro completamente profano. Sin embargo, este desplazamiento drástico en lo que se refiere a la “vida social” de los objetos no necesariamente transforma todos sus significados. Más bien, lo que ocurre es un divorcio entre forma simbólica y sentido. 107 En los cuatro grupos indígenas del Gran Nayar las máscaras rituales aparecen durante las ceremonias para personificar a seres poderosos. Estas piezas son más que imágenes; ellas mismas son los dioses que se manifiestan durante los procesos rituales. Estas personas1 casi siempre tienen una naturaleza cómica. En efecto, el humor ritual, que muchas veces es bastante obsceno, para nada se contrapone a la sacralidad de dichas piezas. Las máscaras rituales más importantes son objetos sumamente “delicados” y su uso está normado por una serie de tabúes. Cuando coleccioné las piezas para la sala del Gran Nayar del Museo Nacional de Antropología fue casi imposible lograr que los coras me fabricaran una copia de la máscara del Viejo de la danza de los Urraqueros (be’eme), mientras que con los huicholes tuve que abandonar el plan de conseguir los objetos equivalentes, las máscaras del bufón ritual tsikuaki y de la diosa Takutsi Nakawe. Estos objetos se guardan en cuevas sagradas y sólo se sacan para las fiestas que les corresponden. Quien fabrica una máscara nueva se compromete a custodiarla a veces por el resto de su vida; también se tiene que someter a prolongados ayunos para purificarse y protegerse de la fuerza potencialmente dañina del objeto, pues la máscara sanciona con enfermedades graves cualquier uso inapropiado. Cuando la máscara aparece en la fiesta, su actuación no solamente implica chistes irreverentes, gestos vulgares y burlas a las autoridades, también consiste en amedrentar a los presentes, sobre todo a los niños y borrachos que obstaculizan los caminos por donde deben circular los grupos de danzantes o las procesiones. Las máscaras son “bravas”, así que el miedo que la concurrencia les tiene es genuino. El contraste entre el humor ritual que caracteriza su uso y la solemnidad dispensada a estos objetos es difícil de comprender si no se está familiarizado con la dinámica y la estética de las fiestas indígenas del Gran Nayar y de otras partes de México.2 Los danzantes enmascarados suelen representar a los seres salvajes de “abajo”, de las llanuras costeras y del mar, que se asocian con el crecimiento desenfrenado de los seres primordiales, pero también con las personas no iniciadas y con las poblaciones no indígenas. Por lo general los mestizos de la región son enemigos tradicionales de muchas comunidades indígenas serranas. Y por ello en sus religiones hay numerosos dioses mestizos o dioses enemigos que, muchas veces, se personifican a través de máscaras. 1 Recuérdese que en el teatro grecorromano el término persona designaba justamente a la máscara portada por el actor. 2 El humor ritual del Gran Nayar puede compararse con el practicado por los bufones sagrados de los indios pueblo (Sanner, 1995) o con lo que se ha observado en las fiestas mayas de los Altos de Chiapas (Bricker, 1986). En contraposición a las máscaras rituales de cabello enmarañado y barbas, los huicholes elaboran para el mercado de arte folclórico otras que se distinguen por su colorido trabajo de chaquira con “símbolos” huicholes que se reconocen con facilidad, como el venado, el águila y el peyote. La decoración de estas piezas se caracteriza por su falta de significación en términos rituales, pero esto no lo saben los mestizos que, al tomarlas por obras de arte inspiradas en pinturas faciales chamánicas, las compran entusiasmados. La relación entre los huicholes y las poblaciones no indígenas puede abordarse a partir de los enfoques inspirados en el perspectivismo que discutimos en el capítulo anterior. Desde el punto de vista de los no indígenas urbanos, compradores de artesanía, los huicholes son un pueblo de “chamanes y artistas”, portador de lo que se considera un “simbolismo” auténtico o una “cosmovisión” ancestral. Las máscaras adornadas con perlas de vidrio (kuka, chaquira) expresan bajo su mirada esta sabiduría y espiritualidad de los pueblos originarios. Desde la perspectiva de los huicholes, los no indígenas que compran su artesanía son seres subdesarrollados, medio salvajes, aunque poderosos y dotados de recursos económicos inagotables. Las máscaras artesanales son, entonces, representaciones de esta clase de seres monstruosos, pero en una versión embellecida, pues en estas obras el mestizo suele estar disfrazado de huichol. Así, las piezas no resultan ser sino máscaras enmascaradas tras de las cuales pareciera quererse ocultar el mestizo, aunque en realidad en la delgada capa de chaquira termina por revelarse un rostro profundo de su piel: el del monstruo urbanizado, indigenista y educado. Máscara de Takutsi. v. más c ar as enmas ca ra das 106 109 Da la impresión de que los huicholes se han percatado de lo que implica ser el “otro del otro” y, de cierta manera, en las máscaras artesanales se ven a sí mismos desde la perspectiva de nosotros, los no indígenas. De aquí puede deducirse que en la venta de estas máscaras ellos encuentran un contexto idóneo para controlar el manejo de su imagen en el exterior de sus comunidades. Además, la producción y venta de máscaras enmascaradas evita los problemas que suscita la producción de arte ritual. Podemos decir que este tipo de artesanía forma parte de una estrategia exitosa de participación en el mercado donde los objetos comercializados cumplen con la función de un guardián. Mientras que, en apariencia, se satisface la demanda por una espiritualidad indígena y se revela el conocimiento chamánico ancestral, se evita que el artista y el espectador se ofrezcan a la depredación ejercida por los otros. Asimismo, se impide la mediatización y transformación en mercancía de ciertos ámbitos de la vida ritual tradicional que no se consideran aptos para no iniciados. Si seguimos el pensamiento de Arjun Appadurai (1986: 12), podríamos decir que las máscaras son parte de la política de valor y de conocimiento de los huicholes. Pareciera paradójico que hoy día los huicholes prefieran comerciar con esta clase de objetos que con otros tipos de artesanía. Pero, a pesar del contraste que parece existir entre máscaras rituales y artesanales, tienen algo en común: que en ambos casos se trata de expresiones de la relación e interacción entre indígenas y no indígenas, trátese de los mestizos locales o de los turistas. Ritual y comercio no necesariamente entran en conflicto. Más bien lo que se observa en estos objetos es el despliegue de los estereotipos étnicos sobre el otro y, por decirlo así, sobre “el otro del otro”. Se da la apariencia de revelar todos los secretos de una sabiduría ancestral, pero se esconde hábilmente lo que se considera lo “inalienable” de esta tradición. Pero ésta no es la única contradicción que suponen las máscaras huicholas. En estas piezas convergen búsquedas estéticas diametralmente opuestas. Mientras que los indígenas usan máscaras rituales “feas” para evocar a sus enemigos y dioses mestizos, los clientes no indígenas buscan objetos “simbólicos” y “auténticos” para decorar sus casas de una manera “bonita” que refleje, además, su aprecio por la espiritualidad y el chamanismo indígenas. Bufones, monstruos y vecinos Los atributos de las máscaras tradicionales —trátese de las de los bufones rituales huicholes, de Takutsi Nakawe o de los Viejos de la danza coras— invocan un ámbito del espacio-tiempo que se localiza en la oscuridad del Poniente, que corresponde con el pasado primordial y el mundo de “abajo” (Watetɨapa, tɨkaripa). Takutsi Nakawe, con su nombre compuesto de un término huichol de parentesco y una palabra de origen náhuatl, Nuestra Abuela Carne Grande/Vieja o Carne Podrida, es una diosa suprema destronada. Ella fue quien gobernó durante los tiempos caníbales, matriarcales y diluviales del origen del mundo. Pero, acompañada por su esposo mandilón, Naɨrɨ, la “lluvia de fuego”, retorna momentáneamente al poder durante la fiesta del solsticio de verano, Namawita Neixa. Esta noche se derrumban los pilares cósmicos que sostienen el cielo y se retorna al caos original. Durante la danza, juega su papel un varón vestido con una falda de estilo antiguo, kaure ikayari, que suele ser gris y estar tejida con lana de borrego. Lleva una máscara de madera también gris con una peluca de colas de ardilla. Ostenta una corona de plumas negras de gallo y un collar de conchas y caracoles marinos. Sostiene en ambas manos bastones de otate. Takutsi Nakawe hace bromas y asusta a la gente. No suele tratar bien a Naɨrɨ, su esposo, quien la sigue cabizbajo. La diosa lleva en la espalda a su hija, personificada por un niño varón que se identifica con Tatei Yurianaka, diosa Madre de la Tierra, a quien se alimenta con carne seca de venado para evitar que se transforme en un monstruo capaz de devorar el mundo. En otras fiestas, el portador de esa máscara es Naɨrɨ. En cuanto al relato mítico, el destino del esposo de Takutsi es un poco mejor que el de ella. Por déspota, borracha y antropófaga, el reinado de la gran diosa es derrocado durante una rebelión encabezada por la Estrella de la Mañana y la Estrella de la Tarde, quienes flecharon al monstruo y lo mataron. Como vimos en el capítulo iii, la lluvia de fuego (o fuego volcánico) es domesticada al ser “tumbada” por una flecha de la Estrella de la Mañana y se le confina a una fogata, en “el lugar del horno”, Te’akata. Desde entonces se le conoce como Tatewari, Nuestro Abuelo. Personificado por la fogata central de los espacios ceremoniales, Tatewari es la deidad principal de los huicholes casi todo el año. Solamente en la fiesta Namawita Neixa, que marca el inicio de la temporada de las lluvias y de la siembra, se apaga el fuego ritual y se retorna al reinado nocturno y caótico de Takutsi Nakawe. Naɨrɨ es uno de los integrantes de la fila de jicareros y participa en las peregrinaciones hacia los cinco rumbos del cosmos. El suyo es el principal de los cargos menores y cuando la fila de jicareros se divide en dos resulta ser el puntero de la segunda fila. Se trata de un personaje paródico que, durante la fiesta Hikuri Neixa, por ejemplo, se burla del dirigente de los jicareros cuando éste narra con mucha seriedad cómo fue la peregrinación a Wirikuta en el Oriente, narrando su viaje hacia el mar en el Poniente. Según Lumholtz (1986 [1900]: 259; 1902: 165), el esposo de Takutsi Nakawe se identifica con el armadillo (Dasypus novemcinctus), un animal conocido como tuchi, que además es el término para mezcal o “vino” (Faba y Aedo, 2003: 164). v. más c ar as enmas ca ra das 108 111 Otros bufones rituales huicholes no se identifican de manera explícita con Takutsi ni con Naɨrɨ, pero en el nivel semántico siempre se manifiestan rasgos asociados con esta pareja, en particular, la sexualidad desenfrenada. En la fiesta de Cambio de Varas observé que los mayordomos acuestan a los santos de la iglesia de Santa Catarina en una cama para que tengan relaciones sexuales. El bufón3 mete su bastón de otate por debajo de la cobija para molestarlos, y, aparentemente, también para incrementar su vigor sexual.4 Al ser elementos caóticos, los tsikuakitsixi suelen tener el papel de mantener el orden durante los rituales y obligar a la gente a participar en las danzas (cfr. Preuss, 1998: 174). Los bufones se relacionan también con los remolinos, fenómenos naturales muy temidos, frente a los cuales, a veces, los huicholes se persignan. Es precisamente a partir de las máscaras de tsikuaki que los wixaritari desarrollaron las máscaras artesanales decoradas con chaquira.5 Pero desde que se empezó a popularizar la elaboración de máscaras de chaquira, los bufones rituales prefieren usar caretas de hule, de fabricación industrial. Desde el punto de vista formal las máscaras rituales coras no se parecen mucho a las de los huicholes. Es importante tomar en cuenta que ellos no han desarrollado máscaras comerciales, como tampoco otros géneros de artesanía. Las máscaras más conocidas son las que usan los judíos o borrados, xumuabikari, de la Semana Santa —un ejército de demonios salvajes de la fertilidad que emerge desde el inframundo para matar al Cristo-Sol. Durante los días de la muerte de Cristo, los judíos corren frenéticamente alrededor del pueblo, bailan y simulan los movimientos de diferentes posturas del coito. Algunos portan penes de madera, y todos llevan sables del mismo material, cuyo simbolismo alude al machete en tanto pene. La pintura corporal oscura, a base de olote quemado, “borra” la personalidad cotidiana; es decir que da paso al aspecto salvaje de la persona. Las máscaras de la Judea representan toda clase de animales cornudos. En algunas comunidades predominan tocados elaborados con cornamentas de venado (Jáuregui, 2000). En otras se elaboran con papel maché caretas y cabezas de monstruos inspiradas en caimanes, dinosaurios, borregos cimarrones, toros y rinocerontes (cfr. Valdovinos, 1998). También se usan máscaras de hule, que suelen retratar a los políticos “villanos” del momento, como son Carlos Salinas 3 En este caso, se trata del Viejo de la danza de los Wainarori quien es, además, el jicarero de Watakame, el primer cultivador. 4 En Santa Catarina, Preuss (1998: 189) observó un rito similar, pero durante la celebración de las Pachitas, que equivale al Carnaval. 5 Según Ramón Mata Torres (1972: 39), durante la década de 1960, los huicholes de San Andrés Cohamiata, Jalisco, comenzaron a elaborar máscaras artesanales pintadas. Este género tuvo un éxito menor que las máscaras decoradas con chaquira, que se comercializan desde tiempos más recientes. de Gortari, George W. Bush, Saddam Hussein u Osama Bin Laden. Las máscaras de la Judea se pueden adquirir el Sábado de Gloria cuando los judíos derrotados y los danzantes se dirigen hacia el río para escenificar su retorno al inframundo. En este sitio los judíos se lavan para recuperar su personalidad civilizada. En teoría destruyen sus máscaras y tocados, pero no suelen rechazar la oferta de un generoso manojo de billetes por parte de un coleccionista. Como ya mencioné, las máscaras de los Viejos coras jamás se venderían así. Ya Lumholtz y Preuss, quienes no tuvieron dificultades mayores para adquirir los atados sagrados que literalmente son “los abuelos” (Lumholtz, 1986 [1900]: 98, 1902, 2: 197, Preuss, 1989: 157), no lograron conseguir piezas originales de las máscaras del Viejo de la danza de los urraqueros. Preuss narra su experiencia al tratar de hacerse de la que se usaba en San Francisco Kuaxata: Takutsi con sus bastones. American Museum of Natural History. v. más c ar as enmas ca ra das 110 113 La máscara del dirigente de los danzantes es especialmente interesante; tallada hace aproximadamente veinte años, es un objeto tan sagrado que fue imposible adquirirla, y tuve que conformarme con una copia fiel. La original fue hecha después de que los ancianos principales guardaran ayuno durante diez días, lo que significa que solamente comieron una vez al día, absteniéndose de la sal, y también tomaron agua solamente una vez al día. En sus sueños todos los viejos soñaron con lo mismo, que debían hacer una máscara retratando a una persona determinada. Por eso la máscara es un retrato. Después de haber hecho la máscara guardaron ayuno durante diez días más, y sólo entonces la empezaron a usar. La máscara por sí misma es una deidad poderosa, y la gente la adora. Cuando faltan las lluvias, la gente se reúne en la casa del ayuntamiento y guarda ayuno durante un lapso de entre cinco y veinte días. Durante este tiempo, la máscara está colocada en el piso […] sus largos cabellos de ixtle están extendidos como un abrigo, y para que llueva, se le ofrendan flores de papel y algodón que representan nubes. […] El pueblo que posee la máscara es el pueblo más importante del mundo. […] Cuando la máscara está enojada se niega a mandar la lluvia y tampoco quiere proteger a las personas contra las desgracias. Comunicándose por medio de su pintura blanca, negra o roja se manifiesta en los sueños de la gente y revela qué es lo que se tiene que hacer. Cuando habla con la pintura blanca, el problema que hay que resolver es una enfermedad. El color blanco es una forma de valla protectora, pero las enfermedades pueden atravesarla y entrar en el pueblo. El color negro se refiere a la noche y a las nubes, y significa que la máscara ordena la celebración de un mitote nocturno en los cerros. […] Cuando la máscara se comunica con el color rojo pide que se recen al sol oraciones que se realizan en el pueblo mismo. El rojo también representa el rayo contra quien la máscara también es capaz de proteger (Preuss 1998: 243-244). La equivalencia de los bufones huicholes y los Viejos de la danza coras fue establecida por Lumholtz (1986 [1900]: 259). Además de asociarse con ámbitos oscuros e inframundanos, las máscaras rituales de coras y huicholes tienen otra cosa en común: evocan al “vecino”, teiwari, que significa de forma literal distante o diferente. Esta categoría se refiere, en primer lugar, a los mestizos de la costa de Nayarit y a los “vecinos” no indígenas de la sierra y, en términos generales, a todos los seres humanos que no son indígenas. Aunque muchos indígenas también los usan, los bigotes se consideran un rasgo típico de los mestizos, así que las barbas de las máscaras rituales indican una identidad teiwari. El hábitat por excelencia de los mestizos es la planicie costera con sus marismas que evoca el estado original del cosmos, un entorno acuático que no es ni mar ni es tierra. Junto a las marismas se encuentran los ejidos tabacaleros que son destino de la migración estacional de los serranos durante la época de las secas. La costa también es el país de los muertos (no iniciados) que se manifiestan en los millares de mosquitos y jejenes que pueden ser bastante molestos. El dinero ganado en duras jornadas de trabajo en la costa muchas veces se gasta inmediatamente en las numerosas cantinas que también son un rasgo distintivo de este mundo “de abajo”. Bastones de Takutsi. v. más c ar as enmas ca ra das 112 115 A pesar de que los mestizos tienden a explotar la mano de obra indígena y, por lo general, gozan de una notable superioridad económica, los huicholes los consideran, como se ha dicho, subdesarrollados, pues no conocen o no acatan la ley de la reciprocidad. Esta concepción sobre “los otros” se explica en el marco de mitos cosmogónicos que plantean que al principio todos los seres humanos y animales eran huicholes. Pero solamente los antepasados de los wixaritari actuales cumplieron con la tarea de buscar el lugar del Amanecer en el Oriente, los demás ―aseguran― “se emborracharon, se quedaron dormidos, se perdieron en el camino” o “se quedaron atrás (rezagados)”, por eso su costumbre está incompleto. Otras versiones plantean que la religión wixarika era la religión universal original, pero poco a poco los diferentes pueblos “dejaron de hacer bien el costumbre”, así que se considera que los rituales de los demás indígenas y de los no indígenas son versiones tergiversadas de las prácticas religiosas de los wixaritari. Su mitología confirma los planteamientos de Eduardo Viveiros de Castro (1998) en torno a que las concepciones amerindias plantean la existencia de un mundo mítico no diferenciado donde no es el hombre quien se separa de la naturaleza y los demás seres vivos, sino que son las especies y otras etnias quienes van estableciendo una distancia con respecto a la cultura humana compartida. Ciertas deidades huicholas asociadas al Poniente y a la oscuridad son consideradas “vecinos” o “mestizos”. El más poderoso de esta categoría de dioses es Tamatsi Teiwari Yuawi, Nuestro Hermano Mayor el Mestizo Azul Oscuro quien, en el registro astral, se identifica con el sol nocturno y su morada se encuentra en el punto solsticial de verano (Utata), cuando el Sol es devorado por la gran serpiente del mar (Neurath, 2004: 98). Se trata de un equivalente de figuras como Tezcatlipoca o Maximon.6 Esta divinidad ofrece un interesante sincretismo entre la religión mesoamericana y la cultura popular mestiza, ya que se trata del charro negro, figura del folclor iberoamericano. Entre los coras los equivalentes son el Santo Entierro, que vive durante unas horas de la Semana Santa y Sautari, dios de la Estrella Vespertina presente sobre todo en el mitote como hermano menor de la Estrella de la Mañana. Durante la Semana Santa de Rosarito se hace presente bajo el aspecto de una figura de cera llamada Nazareno, que Jáuregui describe con las siguientes palabras: 6 Sobre Tezcatlipoca, cfr. Guilhem Olivier (2003). Para establecer la relación entre esta deidad del Posclásico mesoamericano y la figura de Teiwari Yuawi de los huicholes actuales, se pueden retomar argumentos presentados por Cecelia Klein (2001), quien compara el culto maya contemporáneo a Maximon con el culto prehispánico a deidades del tipo Tezcatlipoca. La impresionante figura de casi 35 cms de altura semeja a un hombre con sombrero de charro; los galones del ala ancha del sombrero y el redondel de la base de la copa han sido decorados con vivos plateados. Sus ojos y dientes también han sido resaltados con recortes de papel de aluminio, de manera que su semblante logra ser fiero. Las cejas, el bigote, una larga barba y la melena —que cae casi hasta los pies— han sido formados con pelo —grueso, negro y liso— de un hombre joven, quien como manda se lo ha dejado crecer durante varios años para ese fin. Con papel plateado se le han diseñado las cananas cruzadas en el pecho. […] El Nazareno está de pie, con la cara un poco hacia arriba y el cuerpo ligeramente echado hacia atrás. En la mano derecha enarbola en lo alto amenazadoramente un sable plateado y con la izquierda cogiéndolo de un poco atrás del glande, presume un falo descomunal de unos 14 cms de largo y unos 3.5 de grueso. […] El hombre representado es, sin duda, un mestizo: así lo delata el sombrero de charro y la prolongada barba. La efigie combina características simbólicas provenientes de diferentes patrimonios culturales. Sintetiza no sólo la representación del pene con la del caballo, sino también la del “héroe” aborigen con el cristiano (Jáuregui, 2003a: 266). El héroe aborigen Sautari, “el que corta flores”, se identifica aquí con Santiago Caballero y también con el Cristo Sol muerto durante su estancia en el inframundo. En el Gran Nayar, la relación entre mestizos e indígenas es una fuente constante de conflictos económicos y sociales. Los “vecinos” mestizos no solamente tratan de controlar el comercio regional, también invaden tierras comunales indígenas para convertirlas en pastizales de su ganado o para robar madera. En el registro sociológico, el dios Mestizo Azul representa el estereotipo indígena del colonizador mestizo amenazante. “Es el mero patrón”, más poderoso que dioses “huicholes”, pero imprevisible y déspota; cobra puntualmente lo que se le debe y no conoce el perdón con los que le han fallado. Armadillo o tuchi. v. más c ar as enmas ca ra das 114 117 En el registro botánico, Teiwari Yuawi corresponde a la planta Solandra brevicalyx, copa de oro o kieri, en huichol; es mejor conocida como “el árbol del viento” o “el palo del diablo” (Aedo, 2001, 2003). El efecto peligroso del polen de esta especie, que sus adeptos respiran durante velaciones nocturnas en los lugares donde crece la planta, son mareos y pérdida de la orientación. La hechicería, una suerte de chamanismo negro, se asocia con ella. Su práctica implica grandes riesgos dado que obliga a sus adeptos a establecer un lazo con una figura peligrosa que además castiga cualquier falta de compromiso con ataques de locura, enfermedades de las piernas y otros padecimientos que los hacen perder el rumbo. Se supone que los hechiceros, personas antisociales por definición, usan el polen del “árbol del viento” (o de maguey) parar elaborar sus “flechas maléficas”. En términos generales, el chamanismo negro (Whitehead y Wright, 2004) huichol se asocia con el kieri, mientras que el chamanismo curativo se relaciona con el peyote pero, igual que en otras tradiciones chamánicas americanas, sería una simplificación plantear un dualismo maniqueísta entre curanderos bienintencionados y brujos o hechiceros malvados. La importancia que dioses mestizos como Teiwari Yuawi o Kieri tienen en las religiones indígenas se hace patente cuando coras o huicholes “hacen mandas” con estos “patrones” para triunfar en actividades de la economía capitalista, es decir, no comunal y orientada hacia la obtención de ganancias individuales, como la ganadería, la música popular (Jáuregui, 2003b), el arte, o el bandolerismo, el contrabando y el narcotráfico. Entre los huicholes, el culto a los dioses mestizos permite apropiarse parcialmente de los “poderes oscuros” de los enemigos (Taussig, 1980). Por el contrario, los dioses con una genealogía huichola, asociados con el Oriente, son benignos y poseen un carácter eminentemente comunal. Sus favores se orientan sólo hacia actividades de subsistencia y reproducción. Los danzantes y cargueros (jicareros) que personifican a los dioses de esta categoría, como el Sol, la Estrella de la Mañana, el Venado o el Peyote, jamás usarían máscaras peludas o tocados cornudos, sino pintura facial amarilla, y cubren su cabeza con sombreros adornados con plumas de guajolote, el ave solar, pues al hacerlo ellos mismos devienen en los peyotes florecientes de Wirikuta. Desde luego, no se debe reducir el dualismo cosmológico a un antagonismo étnico. A los huicholes les importa mucho funcionar en ambos mundos, el de abajo en el Poniente —el ámbito que se asocia con el inframundo y en el que habitan los mestizos— y el de arriba en el Oriente —el desierto del Amanecer, espacio eminentemente huichol. Como ya señalé, en un momento del ciclo ritual es importante soltar las riendas, provocar un cataclismo, recuperar el salvajismo original de los elementos. Ya por esta razón, los dioses del inframundo no siempre —y no únicamente— se asocian con aspectos negativos (cfr. Neurath, 2004: 97, 104). Mencionamos que, según un canto ritual cora, el cabello de la diosa primordial se usa para tejer la superficie de la tierra como un rombo del tipo “ojo de dios” (chánaka). En los mitos huicholes sobre la muerte de Takutsi se menciona que diversas plantas y animales del monte nacen a partir de su cabello mágico (o de las partes de su cuerpo descuartizado). El diluvio comienza cuando ella suelta su melena (Zingg, 1998: 37). Según Preuss, los cabellos y barbas de pitahaya que se usan en las imágenes huicholas de la diosa remiten a “neblina “ y “humedad”. A decir de Lumholtz, la lana de borrego y el algodón pochote que se usaron para elaborar el atuendo de la estatua de Takutsi de su colección remiten a las nubes negras y blancas de la lluvia (1986 [1900]: 76). Por otra parte, la fibra de ixtle con la que se elaboran las melenas y barbas de las máscaras coras, alude al inframundo donde los muertos bailan y se emborrachan en todo momento. El ixtle es fibra de maguey, planta que también sirve para elaborar mezcal (tuchi). Y es que el estado de intoxicación alcohólica remite al reinado de Takutsi, cuando era imposible terminar de celebrar una fiesta porque toda la gente se emborrachaba inmediatamente. En sus estudios de la iconografía de las diosas prehispánicas de la tierra, la luna y el inframundo, Cecelia Klein (1982) destaca que, a diferencia de las diosas celestes, éstas siempre llevan el cabello enredado y despeinado. Durante las celebraciones de la Semana Santa cora, que evocan la oscuridad del inframundo, se obliga a las mujeres a que se suelten el cabello (Magriñá, 2001). Guadalupe Robles Domínguez, peyotera. v. más c ar as enmas ca ra das 116 119 Según una variante del mito huichol, Takutsi originalmente era una huichola, pero se “infiltró” entre los gigantes de la costa (es decir, entre los antepasados de los mestizos) para robarles los objetos ceremoniales que los huicholes necesitaban parar emprender su viaje a Wirikuta. Trabajaba como cantadora de los enemigos cuando comió de uno de los platillos caníbales que se le ofrecía y, en consecuencia, se convirtió en el monstruo Nakawe (cfr. Tacutsi and Tamatsi Kauyumarie Steal The Rain-Bowl and The Arrows y Tacutsi is Pursued By the Hewiixi, cuadros de estambre de Tutukila Carrillo, en Negrín, 1975: 44-47). Los seres del inframundo no solamente tienden a una indefinición étnica, también manifiestan ambivalencias de género. En algunas estatuas de Takutsi Nakawe, por ejemplo en la que se encuentra en la colección Preuss del Museo Etnológico de Berlín, ella tiene un bigote, como si fuese un hombre mestizo. El encargado que tiene el papel de personificar a Takutsi durante Namawita Neixa es un joven vestido con la ropa de una anciana.7 Su máscara puede tener rasgos masculinos, como los bigotes. El bastón de otate con “cuernitos” (muxixi) que portan los Viejos de la Danza y Takutsi tiene un aspecto fálico. Según Lumholtz, en el culto a Takutsi, los bastones de otate sustituyen a las flechas votivas que se ofrendan a las demás deidades (Lumholtz, 1902, 2: 162). Takutsi usa esta coa mágica para deshacer el trabajo del hombre: al apuntarles con su bastón levanta los árboles tumbados por el primer cultivador (Lumholtz, 1902, 2: 191, Medina, 2006: 17-26).8 Esta suerte de travestismo también es palpable en Xayaka, la máscara del Viejo de la danza entre los coras, que puede tener importantes asociaciones sexuales femeninas. Según Philip Coyle (1997: 246, 530), los coras de Santa Teresa usan la palabra xayaka, que es el náhuatl de “máscara”, como término despectivo para “vagina”.9 Así, Takutsi y el mundo de abajo se caracterizan por su ambivalencia, que se opone a la naturaleza claramente positiva, aunque también peligrosa, del mundo de arriba. La fertilidad y el crecimiento desenfrenado asociados con el Poniente necesitan ser controlados por los dioses luminosos de “arriba”. Esta misma tensión se ha documentado para los coras: cuando, en una escena del mitote, la gran víbora del mar es flechada por la Estrella de la Mañana, ésta se convierte en una serpiente de lluvia benéfica (Preuss, 1998: 150-151). 7 Recuérdese que la niña Yurianaka es personificada por un hijo varón del encargado de Takutsi. 8 Como se aprecia en la lámina 21 del Códice Borbónico, también en la religión de los nahuas prehispánicos, los bastones de otate “con cuernitos” eran un rasgo distintivo de los dioses ancianos, en este caso Oxomoco y Cipactonal (Nowotny, 1974). 9 Entre los tepehuanes del Sur, el Viejo de la danza se llama Jaok o Jauk (Reyes, 2006), palabra aparentemente relacionada con el término Haok de los pimas de Arizona, que es el nombre de una “bruja”, es decir un personaje femenino que aparece en la mitología (Bahr et al., 1994: 141). Sobre los viejos de la danza entre los nahuas de Durango, cfr., Alvarado Solís (2004). Siempre existe una tensión en las máscaras huicholas: las decorativas porque, como hemos visto, son máscaras enmascaradas; las rituales, pues también sugieren ambivalencias y travestismos. Pero sobre todo porque las máscaras, al asociarse con el mundo de abajo, que remite al ámbito de los mestizos, al mar del Poniente y al inframundo, se ofrecen como una realidad invertida de la pintura facial que los peregrinos llevan como espejo en el Desierto del Amanecer. Mercancía sagrada, la artesanía como crítica Los huicholes primero comerciaron con las tablas de estambre, pero en tiempos más recientes, los objetos cubiertos de chaquira se han vuelto más populares. Y entre ellos no pueden faltar las máscaras, que en México son consideradas los objetos etnográficos por excelencia. En diferentes partes del país existen importantes y enormes colecciones de máscaras, públicas y privadas, algunas de los cuales podrían inscribirse en el libro Guinness. Mientras que los académicos se rompen la cabeza buscando la definición para el indio, el público asegura que indios son los que tienen “danzas y máscaras”. Mi experiencia como curador en el Museo Nacional de Antropología lo confirma: al diseñar una exposición etnográfica, un museógrafo piensa de inmediato en máscaras. En un principio, la visión estereotipada de la máscara indígena no era compatible con la idea preconcebida del “arte chamánico” huichol. En el Gran Nayar, al igual que en otras regiones indígenas de México, las máscaras tienen una estética “siniestra” que expresa simbolismos “oscuros”, así que para nada encajaban en la imagen del arte psicodélico-visionario que buscan los turistas o huicholeros. El requisito para producir máscaras artesanales wixarika era transformarlas de forma radical. Desaparecieron los cabellos y las barbas. En su lugar, las superficies se decoraron con diseños multicolores de chaquira fijada por medio de cera. Este tipo de mosaico10 se encuentra en toda clase de objetos artesanales huicholes, bi o tridimensionales, entre los que destacaban las jícaras, las tablas y los animales como venados, jaguares, conejos, serpientes, tortugas, lagartijas e iguanas, pero también he visto, por ejemplo, delfines. Otros sujets son el tambor cilíndrico tepu, mara’akate y, desde luego, peyotes, por no hablar de Nacimientos, huevos de Pascua, estatuas de Buda y de los protectores para el iPhone que ahora están muy de moda. Casos extremos son el Vochol y la Wiribici. 10 Eduard Seler (1998 [1901: 369]) consideró estas aplicaciones de chaquira una sustitución de técnicas prehispánicas de mosaico. Thomas Holien (1977) más bien las relaciona con la decoración de cerámica conocida como pseudo-cloissonné (Humberto Medina, comunicación personal). v. más c ar as enmas ca ra das 118 121 Kieri y su polen. De una manera u otra, casi todos estos productos artesanales se han desarrollado a partir de objetos rituales, de las jícaras y esculturas, ceremoniales o votivas. Como ya vimos, la chaquira (kuka), en sí, es el agua. Kuka es sinónimo de tauka, el “alma vital” de los huicholes, que se seca cuando una persona muere (Preuss, 1926: 251). Así, la chaquira es un material que sacraliza y vitaliza. En la comunidad de Tuapurie las ofrendas, en particular los cirios (katirate), se lavan simbólicamente con jabón y collares de chaquira, que se usan como si fueran una esponja o un zacate. En este caso queda claro que las cuentas son gotas de agua, asunto que nos remite a los chalchihuites prehispánicos. Los danzantes urraqueros de los coras portan coronas con plumas de urraca y velos de chaquira. Al ser ellos los dioses de la lluvia, lo que ven son gotas de agua (Preuss 1998: 241-242; cfr. Ramírez, 2003). En los mosaicos de chaquira raras veces se usan pegamentos distintos a la cera, que, como la chaquira, es un material significativo en términos rituales. El uso de cera y chaquira podría sugerir que estas artesanías serían objetos rituales. Los animales que se dibujan con las aplicaciones de chaquira son valorados positivamente por los huicholes o al menos son considerados graciosos, aunque no necesariamente pertenecen al ámbito luminoso de “arriba”. Casi todas las piezas llevan estos motivos, excepto las máscaras, en cuya decoración no se usan dibujos inframundanos, sino iconos como el águila bicéfala, el venado, las plantas de maíz, el peyote y sus flores, es decir, diseños asociados con el mundo solar y floreado de “arriba”, exactamente el tipo de “símbolos chamánicos” que interesa a los huicholeros. Desde luego, el simbolismo del mundo de abajo que se maneja en las máscaras rituales no sería muy interesante para los compradores de artesanía, que lo encontrarían demasiado redundante, ambivalente y sobre todo lejano a un ejercicio de desciframiento. ¿Se podría uno imaginar a un turista que, al regresar a casa, explicara el simbolismo de las artesanías a sus amigos o parientes y todo significara más o menos lo mismo: lluvia, oscuridad, neblina…? En cambio, los animalitos, peyotes y plantas de maíz que aparecen en las aplicaciones de chaquira, sí se prestan a una práctica casera de iconografía del tipo “esto es un venado; un chamán huichol me explicó que se trata, en realidad, del peyote”; “éste es el Sol; los huicholes creen que es su padre”. ¿Pero no es aberrante que los objetos monstruosos como las máscaras se decoren con estos motivos tan sublimes? Existe aquí un primer nivel de “disonancia iconográfica” (Severi, 2006: 155). Un segundo nivel se establece con otra estrategia que les permite evitar la creación de piezas peligrosas: la combinación aleatoria de los iconos. En el arte ritual, emblemas como el águila, el venado, el peyote y el maíz corresponden a un programa iconográfico coherente. En la artesanía, se usan los mismos motivos, pero éstos se acomodan de una forma arbitraria. Es decir, se trata de diseños donde la dimensión sintagmática se reduce al mínimo. Cuando mucho se improvisan unos “mitos” brevísimos que vinculan algunos elementos icónicos a partir de analogías. Por ejemplo, “El Sol es Nuestro Padre”, “Kauyumari es un venado”, “El venado es peyote”. Otras “explicaciones” describen, simplemente, lo que se ve: “El mara’akame toca el tambor”. Además, como ha señalado Olivia Kindl (2003) para las jícaras artesanales, muchas veces se introducen simetrías que no corresponden a un referente cosmológico. Si seguimos la teoría de la simbolización de Cassirer (1997 [1925]), podríamos concluir que en el contexto de la artesanía no cambian los motivos iconográficos específicos, sino la forma simbólica como tal. Las máscaras dejan de ser “personas” y se vuelven simples representaciones en el sentido occidental y secularizado del término, adornadas con otras imágenes de la misma naturaleza. Ni la máscara, ni los diseños de chaquira conservan su agentividad, es decir, su poder ritual. v. más c ar as enmas ca ra das 120 123 En el caso de las máscaras, ¿no será que también lo absurdo del contexto ayuda a evitar la producción de significado? Iconos solares como águilas y peyotes no hacen mucho sentido cuando se usan para decorar un objeto tan “oscuro” como una máscara. Suena lógico, pero, desde el punto de vista del arte ritual, también existen objetos poderosos que presentan esta contradicción, por ejemplo, una máscara de Takutsi de la colección Preuss del Museo Etnológico de Berlín, elaborada de bule, decorada con cabellos y bigotes de fibra de pitahaya y pintada con diseños de uxa que, aparentemente, debieran interpretarse como discos solares. El objeto en cuestión parece ser bastante excepcional e indica que no es imposible pensar a Takutsi como peyotera. No tenemos más información sobre el contexto del uso de esta máscara, pero queda claro que, en este caso, la combinación entre una decoración “luminosa” y un objeto “oscuro” no necesariamente neutraliza el poder de la máscara y de las imágenes pintadas. Aparentemente, en el caso de las piezas artesanales no es tanto la combinación insólita de materiales lo que restaría fuerza mágica a la obra, sino la distribución arbitraria de motivos iconográficos que produce el efecto de sinsentido ritual. Como se ha dicho, en una típica compra-venta, los “símbolos” más llamativos se explican al cliente y, de esta manera, se satisface su deseo de obtener unas Enseñanzas de don Juan, una pequeña experiencia ritual o iniciática. Esta información resulta gratificante para un público con ideología indigenista donde los huicholes son considerados una “casta de legitimadores y creadores de valor” (Liffman, 2003: 11, parafraseando a Dumont, 1972). Al crear un discurso chamánico apto para la comercialización y el consumo por parte de los teiwarixi, los huicholes protegen lo que consideran lo más valioso de su tradición. Hemos visto también que las máscaras artesanales aluden a los “vecinos”, sin embargo, no se trata de los mestizos locales, que van tras las tierras y los bosques comunales, sino de los teiwarixi urbanos, huicholeros ávidos de consumir algunas impresiones sobre el chamanismo y la sabiduría indígenas. Las máscaras dejan entrever cómo los huicholes distinguen entre estas dos clases de “distantes”. En un principio, los huicholeros urbanos son los mismos monstruos salvajes del inframundo que los mestizos de la sierra, pero la decoración de chaquira alude a un estado de relativa “civilización” que distingue a los compradores de artesanía, benefactores de los huicholes, de sus enemigos tradicionales, que son los otros vecinos, los invasores de la tierras comunales y los explotadores de la mano de obra indígena. Si las máscaras rituales representan al “otro” de los indígenas, el teiwari, las máscaras de artesanía, representan al “otro de este otro”: la idea estereotipada del chamán huichol que es tan popular entre ciertos círculos urbanos. Esta forma de enmascaramiento doble —producir una máscara indígena que representa a un no indígena decorado como indígena— posiblemente sí tiene que ver con la tradición de las máscaras de Takutsi donde un hombre se viste de mujer con bigotes. La ironía del caso de las máscaras de chaquira es que el “otro”, que es enemigo (no indígena), tiene un “otro” (indígena) que él considera su maestro y amigo, aunque el indígena que produce la máscara expresa que esta “amistad” no es muy correspondida. Así, estas piezas nos revelan que los huicholes, hasta cierto punto, asumen el papel que los huicholeros y la sociedad indigenista les asignan: ser una casta inmaculada, albacea de una supuesta pureza cultural. Según su cosmogonía, en el principio de los tiempos, los antepasados de los mestizos no llegaron al lugar del Amanecer, así que permanecieron en un estado de menor rango que los huicholes. Y éstos, al lograr la iniciación chamánica, pueden devenir sus propios ancestros. La relación entre los huicholes y sus dioses ancestrales es similar a la que, según los huicholes, distingue a los mestizos de los indígenas. De esta manera los wixaritari pueden asumir el papel de ser los “otros” de sus “otros”, los “dioses ancestrales” de los teiwarixi. Sin embargo, como los mestizos son gente no iniciada por excelencia, la información sobre lo sagrado solamente se les puede confiar en pequeñas dosis. No debe subestimarse el carácter subversivo de esta artesanía a primera vista tan inofensiva. Desde el punto de vista de una antropología que toma en serio la intelectualidad indígena, la máscara enmascarada de chaquira debe considerarse una crítica cultural dirigida hacia los indigenistas compradores de los objetos y admiradores de los simbolismos. La capa de chaquira que adorna a los monstruos mestizos es una metáfora que señala la diferencia entre los mestizos colonizadores, explotadores y violentos, que son una amenaza cotidiana en la sierra, y los clientes urbanos fascinados por la artesanía y la espiritualidad indígenas. Los indigenistas no resultan una amenaza tan directa, más bien son una fuente de ingresos para los wixaritari. Pero su actitud no anula el potencial peligroso del sistema socioeconómico que representan. El ritual y el arte huichol explican que lo recomendable es una relación indirecta, mediatizada por el intercambio comercial con los mestizos y otros seres de “abajo”, pues al obligarlos a un vínculo de esta naturaleza se controla el peligro potencial que representan, de acuerdo con la cosmogonía huichola, estos seres del inframundo. Este trabajo se presentó como “Máscaras enmascaradas. Indígenas, mestizos y dioses indígenas mestizos” (Neurath, 2005c). v. más c ar as enmas ca ra das 122 un origen que es destino Origen es destino. Karl Kraus Una operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir temporal. Octavio Paz Venado y peyotero. Nótese la identificación visual entre ambos. Hemos discutido el arte que se usa en los rituales huicholes, lo mismo que las imágenes producidas por este grupo para los diferentes mercados de arte. Para ambos casos se puede afirmar que no existe el ritual puro, ni un arte que sólo sea representación. En este sentido podríamos equiparar el arte huichol a los intermedios o intermedi renacentistas, que eran expresiones teatrales que combinaban arquitectura, música, danza y una escenificación del espectáculo cosmogónico. En estos acontecimientos se jugaba tal potencia estética que, al estudiar uno de sus episodios, el historiador del arte Aby Warburg incluso llegó a afirmar que se trataba del “fin de la representación y del resurgimiento de la tragedia griega como Nietzsche la había concebido” (Michaud, 2004: 236). Más adelante Warburg encontró una fuerza similar en el ritual de la serpiente que documentó entre los indios hopis de los Estados Unidos. El historiador llamó a este tipo de expresiones “formas intermedias” (Careri, 2003; Michaud, 1999, 2004). “Arte entre vida y arte”, arte in statu nasciendi, combina fuerza mágica y representación artística, ritual y teatro, liturgia y diversión. Esta ambivalencia, que ya interesaba a Preuss en su investigación sobre el origen del drama, es una característica de los fenómenos que estudiamos. Los participantes nunca están totalmente inmersos en el ritual y su magia. Hacer chistes irreverentes, reflexionar y tomar distancia puede ser tan importante como una identificación total con los procesos rituales (cfr. Smith, 1979). Como señala Carlo Severi (2008), las identificaciones rituales siempre son parciales. 127 Lo más importante es el análisis de la transición: el ritual tiende a convertirse en arte, el arte en ritual. Lo único estable es la tensión entre ambos. Así que estudiamos formas de expresión ubicadas entre dos polos que no existen de forma absoluta. Aún ritual, pero ya arte, o viceversa: nuestra crítica se debe orientar a las “formas intermedias”. Ahora bien, con el objetivo de establecer un horizonte para estudiar este tipo de obras resulta estratégico construir un campo común que reúna todas las expresiones huicholes: acción ritual y arte ritual, artesanía y arte, continuidades y rupturas. Como vimos a lo largo del libro, tanto en los diferentes géneros de arte como en el ritual se encuentra un ir y venir entre representaciones casi comunes y corrientes e imágenes que fungen como actores rituales y que cuentan con una subjetividad propia. Las primeras son poco problemáticas y pueden compartirse con quien sea, pero las expresiones que convocan la presencia de los dioses deben mantenerse ocultas de los no indígenas y no iniciados. En teoría. De cierta manera, el arte resulta posible e imposible, permitido y prohibido a la vez. Esto nos lleva a pensar en el papel del investigador. En alguna ocasión, para definir el trabajo de Jacob Burkhardt y de Friedrich Nietzsche, Warburg decía que en ambos casos se trataba de sismólogos que estudiaban las ondas de la memoria que vibraban desde el pasado (Michaud, 2004: 236), pues bien para estudiar expresiones artísticas como las huicholas también se puede realizar una suerte de sismología que, a través de las ondas en el mundo del arte y del ritual, detecte las fallas tectónicas. Y es que si nos preguntamos por la topografía de las formas intermedias encontraremos que éstas no se encuentran en los territorios del ritual ni en los del arte, sino en medio de cada una de estas prácticas, en el intersticio que existe entre ellas. Ahora bien, ¿cómo son las formas del intersticio? ¿Qué se puede decir de las expresiones que surgen de la falla tectónica? En el arte de los huicholes existe una tensión permanente entre, por ejemplo, el mundo de “abajo” en el Océano, y en el Desierto del Amanecer; entre las jícaras de las cuales nace la persona y las flechas en las que los iniciados se convierten para matar a sus enemigos; entre los ritos de intercambio que establecen alianzas y los de sacrificio que producen visiones cosmogónicas; entre la representación de carácter narrativo y el deseo de ir más allá y convocar a los dioses en los objetos rituales; entre el arte enmascarado para vender a los turistas y el arte tabú que no se debe mirar y del cual no deberíamos estar hablando. Del choque entre estas “placas tectónicas” emerge la particular estética wixarika: se trata de un arte de la confrontación, de la paradoja, por eso sería incorrecto argumentar, por ejemplo, que el arte contemporáneo de los huicholes es una derivación o tergiversación del arte ritual. Más bien, sucede que en los ritos tradicionales ya se encuentra una conciencia de crisis, de ruptura, que es natural a la falla tectónica y que acerca las obras huicholas a las expresiones artísticas modernas y contemporáneas. La pluralidad de mundos y la habilidad de los huicholes de funcionar exitosamente en más de uno, no pueden entenderse sino como uno de los rasgos de la modernidad de este grupo. La afinidad entre ideas, mentalidades o estéticas amerindias y modernistas no es ningún descubrimiento. Como señala Lúcia de Sá en Rain Forest Literatures (2004), es notable cómo figuras mitológicas de la Amazonía fascinaron a poetas latinoamericanos del siglo xx. Macunaíma, el trickster de la tradición pemón, es un personaje contradictorio y complejo, que se convirtió en un paradigma para la literatura modernista brasileña. Ellen Basso (1987) explica que, en las narraciones amerindias, aparecen figuras de trickster, pues los sujetos carecen de una “estructura psíquica fija” (Sá, 2004: 18).1 Poetas como Mário de Andrade notaron que en estas tradiciones existe una modernidad avant la lettre. Y, efectivamente, el modernismo literario se vio fuertemente influenciado por los narradores indígenas que los escritores podían conocer a través de los libros de etnografía. Esta apropiación de la literatura oral amerindia puede compararse con el acercamiento al arte africano que se practicaba entre los cubistas. Carl Einstein, teórico de aquel movimiento, consideró al arte africano como crítica ex ante del sujeto burgués y del arte académico (cfr. Didi-Huberman, 2006 [2000]: 279-280). En una tradición como la huichola, la ruptura es parte de la tradición. Curiosamente Charles Baudelaire, Octavio Paz (1994) y otros hablan de la modernidad como la “tradición de la ruptura”, una época caracterizada sobre todo por una conciencia de crisis. De esta manera, podemos afirmar que el ritual y el arte huicholes son afines a las vanguardias. Otro de los rostros de la contemporaneidad del arte huichol es la simultaneidad de tradición y crítica de la tradición que observamos en sus prácticas rituales y discursivas. Según Octavio Paz, la simultaneidad de crítica y la “crítica de la crítica” es el rasgo distintivo del arte de Marcel Duchamp (Paz, 2004 [1976]). Su obra está en la tradición de la Ilustración y, al mismo tiempo, expresa una crítica a ella. En el ritual y en el arte wixaritari se articula una tensión similar. Los iniciados critican a los no iniciados y viceversa. Esto sucede de primera instancia, en cuanto a su vínculo con los objetos rituales: para los primeros no se trata de objetos sino de dobles, con quienes se identifican y con quienes se confrontan, mientras que para los segundos, estas piezas median en la relación entre las personas y las deidades. 1 La figura del trickster es frecuente en la mitología y se refiere a un embaucador, a un personaje que hace trucos y que suele desobedecer las normas de comportamiento (Basso, 1987). Entre los wixaritari esta figura correspondería a Tamatsi Kauyumari; cuya traducción es “el que ni siquiera sabe su nombre”, que paradójicamente es el dios de la Palabra. v i. u n or ig en que es dest i no 126 129 Pero el paralelo entre el desafío que establece la obra de Marcel Duchamp y el que plantea el arte de los huicholes puede trazarse de forma más profunda. Los wixaritari, igual que otros grupos mesoamericanos, poseen una mitología solar, equiparable a la razón ilustrada. Sus ancestros deificados (personificados por los detentores de cargos comunales conocidos como jicareros) son definidos como aquéllos que buscan el lugar de la salida del sol. Al final de una larga peregrinación, llena de sacrificios y pruebas, los ancestros obtienen la visión del Amanecer. El Padre Sol ascendente mata a los monstruos de la oscuridad y ordena el cosmos. Así, en su cosmogonía la luz solar y el poder político se identifican.2 Sin embargo, el ciclo anual ritual tiene una importante fase no solar en la que tɨkari, la vida nocturna, es reivindicada. Durante los rituales de la temporada de lluvias aquello que, de acuerdo con la ideología solar es considerado como una especie de “caos original”, repentinamente se transforma en un cosmos por derecho propio. Al analizar este ir y venir entre cosmovisiones contradictorias, uno puede observar lo que sería la puesta en práctica de una suerte de “dialéctica de la Ilustración antropológica”. Estoy aludiendo al libro de Max Horkheimer y Theodor Adorno (1984 [1947, 1944]) y al artículo de Marshal Sahlins (1999). Se pueden establecer paralelismos entre dicotomías como naturaleza/oscuridad-cultura/luz o barbarie/mestizos-civilización/indígenas, pero sólo a condición de repensar los términos que integran estas dicotomías, de desproveerlas de los significados con que las hemos cargado a lo largo de la historia; es decir, para plantear este tipo de asociaciones, es necesario deconstruirlas. Entre los huicholes estas oposiciones pareadas se tejen en la articulación de esos dos mundos contrastantes e incompatibles que hemos analizado a lo largo del libro. Uno podría preguntarse si existe algo así como una “institución cero” que comprendiera las dos formas de relacionarse con el otro. En todo caso, se tendría que entender como algo que se expresara en los contrastes y disonancias de la acción ritual y del arte, pero que eludiera cualquier intento de simbolización. La dialéctica de la tradición huichola parece ser como la que establece Theodor Adorno (1966), en la que se plantean opuestos que jamás encuentran una síntesis. La ideología solar y el rechazo huichol de la modernidad caótica de los mestizos implican una mitificación de la propia tradición. Sin embargo, en la celebración de la alianza con los enemigos se ignora la asimetría que priva en las relaciones con los mestizos. Hasta cierto punto, se relativiza la tradición que se afirmaba con la ideología solar. Así, los huicholes viven en un universo que siempre se subvierte 2 Se dice que las varas de palo brasil de los miembros del gobierno comunal (itsikate) están fabricadas de la sangre del corazón del Sol (Medina, 2005). a sí mismo para volverse a instituir, como dice Derrida acerca de la institución literaria (1992). ¿Y cómo se expresa esta dialéctica en el arte? Vimos, por ejemplo, que en las tablas de estambre no existe un compromiso entre el caminar recto del yeiyari y el bailar en círculo de los que aún no llegan, por eso sus formas parecieran las de un textil distorsionado o una forma geométrica escurrida como la que se encuentra en La persistencia de la memoria de Salvador Dalí. A pesar de ello, el arte huichol actual se vende como algo “tradicional”, “auténtico” y “original”, como si no vivieran en la contemporaneidad. En el discurso occidental sobre el arte, ha predominado la nostalgia, la idea de la pérdida del arte. Didi-Huberman (2006 [2000], 2009 [2002]) señala cómo la historia del arte, desde sus inicios (con autores como Plinio y Winckelmann), lamentaba la pérdida del arte. Así, en el origen de esta disciplina se encuentra la nostalgia por el arte auténtico del pasado y la búsqueda de su historia, y se ha dedicado a la construcción de la memoria del tiempo perdido. Según esta perspectiva, desde su origen, el arte está perdido y al mismo tiempo aún no plenamente realizado (Didi-Huberman, 2006 [2000]: 110). A los estudiosos de los rituales amerindios esta situación nos es bastante familiar. ¿Quién no ha escuchado decir que “en el pasado las fiestas se hacían mejor”? Por definición, los jóvenes ya no están interesados en continuar con “el costumbre”. Durante mucho tiempo, los etnógrafos —que normalmente trabajan con especialistas rituales de edad avanzada—, han reproducido este “discurso de los viejitos” sin mayores reflexiones porque además, según el paradigma de la aculturación, la pérdida de las tradiciones es lo esperado. A esto hay que sumar que, en muchas culturas indígenas amerindias —por lo menos en Mesoamérica—, prevalece una concepción de la historia basada en una especie de “teoría de la decadencia”: la época de “los antiguos” recuerda al Aurea prima sata est aetas, la Edad de Oro de la mitología grecorromana, aunque aquí no se evoca un estado natural idílico, sino una condición social donde todos se entendían y cumplían sus compromisos rituales. Pero nunca han faltado las voces críticas hacia esta visión del ritualismo amerindio, entre ellas la de Konrad Theodor Preuss, que cuestionaba ese concepto de tradición. Peyotes. v i. u n or ig en que es dest i no 128 131 En el estudio del ritual, nos confrontamos de forma permanente con toda suerte de complejidades en el manejo del tiempo, comenzando por el anacronismo implicado en la noción de cosmogonía. El ritual crea un mundo que ya existe: hay una extraña simultaneidad entre diferentes temporalidades. En sí, la noción de creación del cosmos implica una paradoja, ya que refiere a un evento antes del tiempo, a una cronología imposible. Si no se realizaran los rituales, los dioses y el mundo luminoso no sólo dejarían de existir, sino que nunca hubieran existido. Otro rasgo de la complejidad temporal del ritual es la negación de la repetición, que contrasta con una afirmación simultánea de la misma. Un ritual exige su realización periódica, pero cada vez que se lleva a cabo se trata de un acontecimiento que sucede por primera vez. Konrad Theodor Preuss insistía, por ejemplo, en la concepción generativa de la acción ritual. El alemán encontró que, en las concepciones indígenas, las ceremonias religiosas no son eventos repetitivos. Es más, según su estudio del mitote cora, esta ceremonia siempre se realizaba por primera vez y su contenido era, precisamente, el origen del mitote y del mundo, la fundación de la tradición llevada a cabo por el héroe cultural (Preuss, 1933). Realizar un rito es crear el mundo, no recrearlo. El arte ritual, como el mundo, cada vez que se produce una obra se crea de nuevo. La negación de la repetición implica que los dioses tienen que ser reinventados, o no son. Al mismo tiempo, todo el mundo sabe que el ritual sí es una repetición. “Se hace igual”, “ya no se hace igual” son los eternos dilemas en torno a éste. Precisamente esta ambigüedad le da vida y eficacia, pues mantiene la tensión epistemológica necesaria para transmitir una tradición. Otro rasgo de la complejidad temporal del ritual es que éste se realiza en el pasado mítico, pero este pasado se ubica en la actualidad. Los actores rituales, en el caso huichol, por ejemplo, son los antepasados deificados: se identifican con ellos y, durante los procesos rituales, se transforman en ellos. La iniciación no solamente repite la experiencia de los ancestros, también implica una especie de time reversal: la transformación de los descendientes en sus antepasados (cfr. también Gell, 1992, cap. 5). Los jicareros huicholes vuelven a encontrar el Desierto del Amanecer, pero, de cierta manera, cada viaje a Wirikuta sucede por primera vez. Encontrar el Amanecer es un acontecimiento único e irrepetible. ¿Pero se puede llegar a Wirikuta? En realidad no mientras uno no experimente una muerte sacrificial. Durante la vida uno nada más se acerca. Pero los verdaderos dioses están muertos. Ésta es la paradoja de Wirikuta. Para los no muertos solamente existe un acercamiento infinitesimal. En Wirikuta la alegría siempre se mezcla con la melancolía. Da lástima el venado que se entrega. Y las lágrimas se convierten en lluvia. Estar ahí es, pues, estar en una situación de ruptura. Wi- rikuta es una ruptura creativa de la cotidianidad mestiza; está en el paisaje, pero también irrumpe. Tiene una existencia doble y frágil. Es un lugar concreto con una realidad geográfica y es un mundo de la fantasía que crea imágenes y formas. Los ritmos sincopados y las microtonalidades de la música wixarika probablemente tienen que ver con esta paradoja, con ese estar y no estar en Wirikuta, con este acercamiento a la muerte que da la vida. Conviene retomar para el arte huichol la crítica del tiempo de Walter Benjamín (1978 [1925]: 28), quien plantea que la noción de origen (Ursprung) no tiene nada que ver con la idea de “desarrollo”, ya que el principio, entendido desde el horizonte que plantea el filósofo, implica surgimiento y ocaso; “el origen es un remolino en el río del devenir”. Irrumpe. Los ritos cosmogónicos huicholes pueden considerarse un caso idóneo para dialogar con estas teorías pues en este universo el “origen” efectivamente es un instante que irrumpe y a la vez es un evento que se repite. ¿Y qué podemos decir que es “el origen” en el mundo huichol? ¿Dónde lo podemos ubicar? En el principio de los tiempos, hemos dicho, los dioses vivían en el océano hasta que soñaron el Amanecer. Con sus visiones lo crearon y caminaron hacia allá. Nierika es esta revelación fundante. Los huicholes usan el término como “imagen”, como “visión”. Yo vería en él, además, este principio que es ocaso. Este gesto que surge en la génesis del mundo y que vislumbra su punto culminante y su destrucción. Nierika es el origen; es “el remolino que irrumpe en el río del devenir”. Tamatsi Kauyumari. v i. u n or ig en que es dest i no 130 glosario Aikutsi: centro del tepari que se identifica con una jícara ceremonial con agua bendita, tejuino o peyote. Callihuey: de náhuatl calli (“casa”) y huey (“grande”), templo, “Casa Grande”. ‘Eaka: viento. Haiku, -terixi: serpiente de nubes que se identifica con iyari. Haiwi: nubes. Haiyulima: nombre propio femenino derivado de haiwi, la Nube que Crece. Hakuyaka: toro del inframundo que personifica los aguaceros. Hauri, -te: vela, ocote, pino, axis mundi, poste que sostiene el cielo. Hewiixi: gigantes, mítica población que habitaba en la Costa de Nayarit, antepasados de los mestizos. Hikuri: peyote (Lophophora williamsii). Hikuli Neixa: “la danza del peyote” o fiesta del peyote, también conocida como “la fiesta del maíz tostado” o “la fiesta del esquite”. Hikuritame, -te: peyotero, cargo del tukipa. Imumui: objeto tallado de madera que es la escalera del sol y se ofrenda al Padre Sol. Itari, -te: petate, “cama”, objeto tejido de forma rectangular que sirve como ofrenda para diversas deidades; puede elaborarse de diferentes materiales (varitas de madera, lana, estambre, algodón) y puede llevar un sencillo diseño, bordado o tejido, con representaciones simbólicas. Iyari: aliento, alma, respiración, fuerza vital. Ɨrɨ: flecha. Ɨrɨkame, -te: “persona flecha”, piedrita de cuarzo que se amarra en una flecha (ɨrɨ) y que es un antepasado muerto o una persona iniciada aún viva, que ya recibe el trato de un antepasado. Karuanime: pan elaborado de “maíz crudo”, es decir, harina no nixtamalizada. Katira, -te: vela. Kaunari: cuerda de sacrificio. Kaure ɨkayari: falda tejida de lana. Kauyumari: “él que no conoce su nombre”, dios venado, héroe cultural o trickster, también: Tamatsi Kauyumari. Kawi: oruga. Kawitu: “camino de la oruga”, mito de origen. Kawiteru, -tsixi: “principal”, miembro del consejo de ancianos, cargo vitalicio del tukipa y de la comunidad. Kiekari: ranchería, aldea, comunidad, mundo, rancheridad. Kieri, -te: planta del género Solandra Brevicalyx, asociada con los mestizos, con Jesucristo, el charro negro, la hechicería y la locura. Kuka: chaquira, perla. Ma’iwe: delicado, peligroso. Mara’akame, mara’akate: “el que sabe soñar”, persona iniciada, especialista ritual, cantador, médico tradicional. Maxakwaxi: cola de venado, como instrumento ceremonial: cola de vena- 135 do pegada a una vara (al igual que las varas ceremoniales con plumas, el maxakwaxi se considera un muwieri). Muwieri, -te: vara ceremonial con plumas, sirve para contactarse con deidades, lugares sagrados y rumbos cardinales. Naɨ: torrencial, “lluvia de fuego”. Naɨrɨ: deidad masculina representante de naɨ, esposo de Takutsi Nakawe, cargo de xukuritame. Nakawe: “Carne Vieja, Carne Podrida”, monstruo mítico, transformación (o aspecto) de la diosa Takutsi. Nama: clase de ofrendas tipo itari. Namawita Neixa: fiesta de la siembra. Neixa: danza, mitote. Nierika: rostro, mejilla, “instrumento para ver”, retrato, dibujo, fotografía, obra de arte, espejo, cuadro de estambre, tipo circular de ofrenda elaborado de varas y estambre, “el don de ver”. Niwetsika: atado de mazorcas que es la diosa Tatei Niwetsika o sus cinco desdoblamientos (mazorcas de los cinco colores). Parietsie: “lugar del Amanecer”, también: Paritekɨa. Paritekɨa: el “Cerro del Amanecer” ubicado cerca de Real de Catorce, San Luis Potosí, también: Xeu’unari. Tai: fuego, lumbre. Takutsi: “Nuestra Abuela”. Takutsi Nakawe: Takutsi en su aspecto de monstruo Nakawe. Takwatsi: cesto alargado para guardar muwierite u otra parafenalia ceremonial. Tamatsi: “Nuestro Hermano Mayor”, dios venado. Tamatsime: “Nuestros Hermanos Mayores”, nombre genérico de los dioses venado. Tamatsi ‘Eaka Teiwari: “Nuestro Hermano Mayor, el Vecino (Mestizo) Viento”, dios del viento. Tamatsi Kauyumari: “Nuestro Hermano Mayor Kauyumari” (véase Kauyumari). Tamatsi Parietsika: “Nuestro Hermano Mayor que Camina en el Amanecer”, dios venado asociado con el Oriente. Tamatsi Teiwari Yuawi: “Nuestro Hermano Mayor, el Vecino (Mestizo) de Color Azul Oscuro”, identificado con el charro negro y asociado con el norte, punto solsticial del verano. Tamiwari: pan elaborado con maíz crudo, horneado en te’aka. Tatei Haramara: “Nuestra Madre, el Mar”. Tatei Matinieri: diosa madre de la lluvia (Tatei Nia’ariwame) asociada con el Oriente y con el ojo de Agua Hedionda, ubicado en la ruta de la peregrinación a Wirikuta. Tatei Neixa: “la danza de nuestra madre”, también: “la fiesta del elote” o “la fiesta del tambor”. Tatei Nia’ariwame, -te: Nuestra Madre, la Mensajera de la Lluvia, asociada con el Oriente. Tatei Niwetsika: diosa madre del maíz, tiene cinco desdoblamientos que re- presentan las mazorcas de los cinco colores, conceptualizados todos como hermanas y como esposas de Watakame. Las “muchachas maíz” se representan conjuntamente por un atado de mazorcas que se guarda en los xirikite parentales. Tateiteime: nombre genérico de las diosas madres. Tatei Utɨ’anaka: diosa madre del bagre. Tatei Xapawiyeme: “Nuestra Madre, el Chalate de Lluvia”, diosa de la lluvia del sur, asociada a la Laguna de Chapala, Jalisco. Tatei Yurianaka: diosa madre de la tierra. Tatewari: “Nuesto Abuelo”, dios del fuego. Tatewarita: El templo de Tatewari en Te’akata. Tatɨata: “Poniente”, “abajo en el Poniente”. Tatutsi Maxakwaki: “Nuestro Bisabuelo Cola de Venado”, venado o conejo, el muwieri de Tatewari. Tatuwani: gobernador tradicional, el dirigente de los itsɨkate. Tayau: “Nuestro Padre”, el sol, también: Tawewiekame. Te’aka: horno subterráneo. Te’akata: “lugar del horno”, centro ceremonial ubicado en una barranca al poniente de Tuapurie. Teiwari, -xi, -tsixi: diferente, distante, vecino, mestizo no indígena. Tepari: piedra circular de sacrificio que, generalmente, lleva una decoración de grabados. Tepu: membranófono del tipo huehuetl. Tewi, teuteri: “gente”, legítimos seres humanos, indígenas. Tɨkari: la medianoche, la oscuridad. Tsikwaki, -tsixi: bufón ritual. Tsitsikame: la persona abeja (personaje mítico). Tsikɨri, —te: cruz romboide a veces llamada “ojo de dios” por los mestizos. Tuapurie: la comunidad o el pueblo de Santa Catarina Cuexcomatitán. Tukari: mediodía, luz solar, vida. Tuki, -te: templo grande de planta circular u ovalada. Tukipa: “donde está el tuki”, centro ceremonial. Tumini: monedas, dinero. Turitu: toro. Tuchi: mezcal de fabricación local. Tutu: flor de peyote. Uxa: raíz de la planta Berberis trifoliata, que se usa para elaborar pinturas faciales amarillas que reflejan la visión del Amanecer en la cara del peregrino. Watakame: primer cultivador, antepasado mítico de los huicholes. Wautɨa: San Sebastián Teponahuastlán. Waxiewe: la roca blanca de San Blas, lugar de culto de Taitei Haramara, la diosa del mar. Wirikuta: desierto floreado donde crece el peyote, cerca de Real de Catorce. Wixa: fiesta. Wixarika, wixaritari: huichol(es). glo s a ri o 134 136 bibliografía Xapa: chalate, salate, higuera. Xaturi: literalmente “santo”, es Cristo, dios del dinero. Xaweri: instrumento cordófono, adaptación local del rabel. Xeu’unari: “Cerro Quemado”, véase: Paritekɨa y Parietsie. Xiriki, -te: adoratorio, templo pequeño. Xukuri, -te: jícara. Xukuri’ɨkame, -te: persona-jícara, portador de jícara, jicarero, encargado del tukipa. Xurawe: estrella, “la estrella grande”, la estrella de la mañana (el planeta Venus). Xurawe Tamai: “El Joven Estrella”, dios de la estrella de la mañana. Xure: sangre, rojo. Xutsi: calabaza. Yɨwi: negro, oscuro. Yuawi: azul oscuro, negro, “prieto”. Adorno, Theodor W. (1966). Negative Dialektik. Fráncfort del Meno: Suhrkamp Taschenbuch Wissenschaft. ____ , (2003). 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Para su composición se utilizó la fuente tipográfica Gentium Plus de Victor Gaultney.