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La vida de las imágenes en el Arte huicholes

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LaVIda de las
imágenes
Arte huichol
Johannes Neurath
La vida de las imágenes. Arte huichol
Primera edición, 2013
Coedición: Artes de México y del Mundo S.A. de C.V.
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Dirección General de Publicaciones
Edición: Margarita de Orellana
Coordinación editorial: Gabriela Olmos
Diseño y formación: Alejandra Guerrero Esperón
Corrección: Lucía Segovia
Asistencia editorial: José Acevez, Verónica Gómez Martínez
Todos los dibujos en esta edición fueron tomados de:
Lumholtz, Carl (1904). El México desconocido. Nueva York: Charles Scribner’s Sons.
Imágenes:
José Benítez Sánchez. La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme, 1980.
Museo Nacional de Antropología: pp. 74, 80, 82-83, 117.
José Benítez Sánchez. Los jicareros, 2005.
Colección Artes de México: pp. 125-131.
Johannes Neurath: pp. 104, 117.
Art Resource, NY / Album: p. 101.
Art Resource, NY / bpk, Berlín / Alte Pinakothek, Bayerische Staatsgemaeldesammlungen, Múnich,
Alemania: p. 100.
National Museum of the American Indian, Smithsonian Institution (N24848) / Fotografía de Davies
Edward H.: p. 71.
LaVIda de las
imágenes
Arte huichol
inah. La reproducción, el uso y el aprovechamiento por cualquier medio de las imágenes pertenecientes
al patrimonio cultural de la nación mexicana contenidas en esta obra, están limitados conforme a la Ley
Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, y la Ley Federal del Derecho de
Autor. Su reproducción debe ser aprobada previamente por el inah y el titular del derecho patrimonial.
D.R. © 2013, Del texto: Johannes Neurath
D.R. © 2013, Artes de México y del Mundo S.A. de C.V.
Córdoba 69
Col. Roma, C.P. 06700
México, D.F.
D.R. © 2013, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Dirección General de Publicaciones
Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc
C.P. 06500, México, D.F.
www.conaculta.gob.mx
ISBN 978-607-461-144-1, Artes de México
ISBN 978-607-516-330-7, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la
grabación, sin la autorización por escrito de los coeditores.
Impreso en México
Página 2: Jícara de los Venados del Norte y del Sur. | Páginas 2-3: Tepari de Tatewari.
Página 3: Nierika de Tatei Nia’ariwame. | Página 5: Nierika. | Página 7: Tsɨkurite.
Johannes Neurath
A Ximena y Aldonza
índice
Agradecimientos, 11
i. Jamás premodernos, 15
ii. Persona-jícara y persona-flecha, 29
iii. Entre mirar y no mirar, 59
iv. Entre la representación y la revelación, 75
v. Máscaras enmascaradas, 105
vi. Un origen que es destino, 125
Glosario, 133
Bibliografía, 137
agradecimientos
L
Peyote flechado.
as fiestas de la Casa Grande, mi primer libro sobre los huicholes, privilegió los
temas originales: historia, organización social, ciclos rituales y todo lo que no se
había trabajado de forma suficiente en este grupo. Trataba de evitar el chamanismo y el arte. En este sentido, este libro claramente es un retroceso. Ahora sí
hablaré de lo de siempre, pero quiero comprobar que también en la investigación
sobre clichés caben las sorpresas. Esto explica el carácter no tan etnográfico de
este texto. Se trata de desarrollar un marco conceptual para el estudio del arte /
huichol. Para más detalles etnográficos remito a publicaciones previas.
Quiero agradecer a los comuneros de Keuruwitɨa, con quienes he trabajado
desde la década de 1990, así como a los numerosos artistas huicholes de estambre
y de chaquira que, provenientes de diferentes comunidades del Gran Nayar, han
compartido sus experiencias conmigo y me han visitado en el museo, a pesar
de que casi nunca tenemos presupuesto para adquirir piezas. En especial quiero
recordar a Juan Ríos Martínez y José Benítez Sánchez, ambos ahora fallecidos.
Debo mucho a mis colegas etnógrafos del Gran Nayar: Olivia Kindl, investigadora de las jícaras huicholas y del nierika, Paul Liffman, Margarita Valdovinos,
Antonio Reyes, Héctor Medina, Jesús Jáuregui, Arturo Gutiérrez y, más recientemente, Regina Lira y Ricardo Pacheco, vecinos en Keuruwitɨa. Junto con investigadores de otras regiones y continentes, Olivia, Margarita, Antonio y yo
formamos parte del Grupo de Investigación Internacional (gdri) de Antropología e Historia del Arte, coordinado por Anne-Christine Taylor del Musée du
Quai Branly. Desde 2006 he participado en numerosas actividades de esta red de
investigadores y aprendido mucho sobre antropología del arte. También participé en
el proyecto Art–Rituel-Mémoire, coordinado por Carlo Severi, Julien Bonhomme
y Pierre Déléage.
Faja
Comencé este libro durante una estancia en el Laboratoire d’Anthropologie
Sociale del Collège de France, bajo la dirección de Philippe Descola. Tuve la oportunidad de presentar avances en su seminario y de colaborar en la exposición “La
Fabrique des Images” (Descola, 2010). También presenté en el seminario de Carlo
Severi, Giovanni Careri y Denis Vidal de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess), así como en el seminario de investigación del Musée du Quai Branly
coordinado por Anne-Christine Taylor, Julien Bonhomme y Laurent Berger. En el
seminario “Magic Circle” de Piers Vitebsky del Scott-Polar Institute Cambridge,
Carlos Mondragón —del Colegio de México— y yo presentamos un trabajo que
también fue un paso importante hacia los planteamientos de este libro.
En el Museo Nacional de Antropología agradezco sobre todo a nuestra antigua directora, Diana Magaloni. Juntos impartimos un curso de posgrado sobre
antropología del arte que fue una experiencia muy importante para terminar
este texto. También quiero agradecer a Paco Link (que actualmente colabora en el
Metropolitan Museum of Art), con quien realicé un interactivo multimedia sobre
el cuadro de José Benítez Sánchez que se expone en la Sala del Gran Nayar y que es
un importante antecedente de este libro.
En el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) he contado con el
apoyo de Gloria Artis cuando ella era la Coordinadora Nacional de Antropología y
colaboramos en el proyecto “Etnografía de las Regiones de México”. Durante este
tiempo trabajamos intensamente sobre los temas de ritual, cosmovisión y chamanismo. De manera especial, agradezco la oportunidad de intercambiar ideas
con Saúl Millán, Miguel Ángel Rubio, Lourdes Báez, Marina Alonso, Catherine
Good, Natalia Gabayet y Leopoldo Trejo.
Viola König, Richard Haas y Manuela Fischer del Museo Etnológico de BerlínDahlem me apoyaron mucho al permitirme estudiar la colección Preuss resguardada
en esta institución. También agradezco el apoyo de Dorothea McEwan del Warburg-Institute London, donde tuve el privilegio de realizar una breve estancia de
investigación.
En diferentes momentos del proceso de investigación he contado con importantes interlocutores como Lúcia de Sá y Gordon Brotherston (entonces
Stanford, ahora Manchester), Roy Wagner (University of Virginia), Pedro Pitarch
(Universidad Complutense Madrid), Martin Holbraad (University College London),
Pedro de Niemeyer Cesarino (Universidad Federal de Sao Paulo), Guillermo Wilde
(Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas [Conicet], Buenos
Aires), Danièle Déhouve (École Practique des Hautes Études), Aline Hémond
(París VIII), Jacques Galinier (París X), Salvatore d’Onofrio, Dimitri Karadimas y
Perig Pitrou (colegas del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del Collège de France), Dimitri Lorrain y Muriel van Vliet (Deutsches Forum für Kunstgeschichte
París), Guillhem Olivier y Federico Navarrete (ambos del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam), Roger Magazine (Universidad Iberoamericana),
Laura Romero (Universidad de las Américas Puebla), Isabel Martínez (Instituto
de Investigaciones Antropológicas de la unam) y Juan Negrín (Wixarika Research Center).
También agradezco el apoyo que he recibido de Margarita de Orellana, Alberto Ruy-Sánchez, Gabriela Olmos (definitivamente la mejor editora de México)
y de todo el equipo de la revista Artes de México donde he tenido el privilegio de
colaborar en múltiples ocasiones.
Finalmente, quisiera hacer una observación con respecto al título. He decidido llamar a este libro La vida de las imágenes como una suerte de homenaje a
la edición homónima de Fritz Saxl, quien fuera el principal colaborador de Aby
Warburg en el instituto que lleva su nombre.
jamás premodernos
Una tradición hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo.
Octavio Paz
La religión pagana es politeísta. Ahora bien, la naturaleza es plural. La
naturaleza, consecuentemente, no se nos aparece como un conjunto, sino
como “muchas cosas”. No podemos afirmar positivamente, sin el auxilio
de un racionalismo mediador, sin la intervención de la inteligencia en la
experiencia directa, que exista, de verdad, un conjunto llamado Universo,
que haya una unidad, una cosa que sea una, designable por naturaleza.
La realidad, para nosotros, nos surge directamente plural.
Fernando Pessoa
Los huicholes más allá de los estereotipos
Nierika del Padre Sol.
Los huicholes o wixaritari (wixarika en singular) son uno de los pueblos indígenas
de México en torno a los cuales se han construido más estereotipos. Se ha dicho de
ellos que son en su mayoría chamanes-artistas, que conservan costumbres prehispánicas, que son una suerte de eslabón perdido entre los antiguos pobladores
de Mesoamérica y los grupos actuales y que son los mexicanos más “auténticos”,
entre otras afirmaciones que han contribuido a crear en torno a este pueblo una
suerte de aura con la cual ellos han aprendido a moverse. Pero ¿quiénes integran
el pueblo huichol y por qué se han acuñado en torno suyo tantos discursos
idealizados? Asentados en el Gran Nayar —región que comprende porciones de
los estados de Nayarit, Jalisco, Durango y Zacatecas y en la que habitan, además
de los huicholes, coras, tepehuanes del sur y mexicaneros— se trata de un grupo de gran vitalidad, “descubiertos” por la entonces naciente ciencia antropológica
a finales del siglo xix. Carl S. Lumholtz, Léon Diguet, Konrad Theodor Preuss y
Robert M. Zingg reunieron las primeras colecciones de lo que podría llamarse el
estilo clásico huichol, formadas por bordados y tejidos, además de objetos rituales entre los que destacan esculturas de madera y piedra, flechas votivas y jícaras
adornadas con chaquira. Estos acervos se encuentran resguardados en los museos de Nueva York, Chicago, París y Berlín.
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Aquí comenzó la fama internacional del pueblo huichol, pero fue sobre
todo hace poco más de cuarenta años, con el origen de los movimientos contraculturales en los Estados Unidos, que el arte wixarika vio los orígenes de un
gran auge, un verdadero boom. Se comenzaron a producir tablas multicolores
elaboradas con estambre (yarn-paintings) que representaban chamanes huicholes y las figuras zoomorfas o antropomorfas de un complejo panteón. En estas
piezas los personajes cantan y manipulan objetos rituales. De manera similar a
muchos sistemas iconográficos prehispánicos amerindios, no siempre es claro
si se trata de chamanes o dioses, chamanes identificados con dioses o dioses
trabajando como chamanes.
Lo que hacía al arte huichol especialmente atractivo para los horizontes de
la contracultura era que su estética reflejaba experiencias basadas en el uso del
hikuri (Lophophora williamsii, peyote), uno de los alucinógenos que atrapó la atención de estos grupos ávidos de experiencias que reunieran la búsqueda interior
con el éxtasis. Así, los nombres de las divinidades huicholas se convirtieron en
parte de la culture générale hippie, lo mismo que algunos de los objetos rituales de
este pueblo. Nadie entre Berkeley y Zipolite, Taos y Tepoztlán confunde a Kauyumari con Tatewari. La palabra mara’akame,1 que designa al especialista ritual
huichol, suele pronunciarse y pluralizarse de manera equivocada, pero todo el
mundo sabe que se trata de un “chamán” que usa hikuri. En este momento algunas imágenes del arte huichol comenzaron a reproducirse masivamente y se
convirtieron en iconos que aparecieron en portadas de libros sobre temáticas
muy variadas, en cubiertas de discos, en diseños de moda, etcétera.
Pero para comprender la compleja imagen de los huicholes en el mundo no
indígena hay que apuntar a la construcción de otro estereotipo: la clase media mexicana indigenista que los considera el grupo “más mexicano”. Como señala Paul
Liffman (2003; 2011; 2012), los huicholes han asumido este papel. Saben que son
el “otro de su otro” y conocen su imagen al exterior.
¿Y qué decían los antropólogos del surgimiento del arte contemporáneo huichol? A diferencia de otros muchos pueblos amerindios, la antropología de las
décadas de 1960 y 1970 los consideraba aún libres de contaminación cultural, sin
“influencia” del cristianismo, del capitalismo y demás instituciones de la civilización moderna. Ralph L. Beals (1943), quien calculaba los porcentajes de aculturación de los pueblos indígenas de México, afirmaba que los huicholes eran
1 El término mara’akame (plural mara’akate) quiere decir “el que sabe soñar”. En Neurath 2013 se
discute la posibilidad de traducir esta palabra como “chamán”, siempre y cuando exista un deslinde
claro del concepto de Mircea Eliade.
prácticamente prehispánicos. Esta pureza se consideraba una consecuencia del
aislamiento geográfico de la sierra y planteaba que tarde o temprano también los
huicholes perderían su cultura. Estas ideas explican por qué, por lo menos entre
los especialistas, la irrupción del arte psicodélico de las tablas de estambre causó un
gran desconcierto. ¿Qué eran estas piezas? ¿Un arte chamánico tan auténtico
como los huicholes, o un síntoma de la destrucción cultural que ya que comenzaba? (Benítez, 1986: 7; Shelton, 1992: 223-229). Hoy día las polémicas entre los
entusiastas y los detractores de las tablas de estambre pueden entenderse como
una pelea entre corrientes que compartían una manera de mirar cifrada sobre
paradigmas esencialistas, como si los huicholes fuesen los “únicos”, los “antiguos”, los “verdaderos”. Aunque, a decir verdad, en ambos horizontes no existía
una búsqueda real de comprender la alteridad, sino una necesidad de legitimar
la propia cultura en una aparente mirada al exterior.
Más adelante se realizaron aproximaciones a la cultura huichola de mayor
profundidad, gracias a las cuales sabemos que sus manifestaciones artísticas son
indicio de un gran dinamismo cultural. Su tradición está viva y, por eso, se transforma de forma creativa. La etnogénesis de los huicholes es un proceso continuo.
Las tradiciones precarias tienden a petrificarse, pero los huicholes no corren este
peligro, porque desarrollan de manera permanente nuevas formas de expresión.
Pero sostener, como suele hacerse ahora, que entre los huicholes tradición y modernidad no se contradicen tampoco es lo más adecuado. Lo cierto es que
los wixaritari han sabido trazar estrategias para explotar su imagen positiva en los
mercados mundiales de arte y espiritualidad sin sucumbir totalmente a una lógica de la mercantilización, y con ello han conseguido proteger ciertos aspectos
importantes de su cultura del voyeurismo étnico exotizante.
Sin embargo, este vínculo entre el ritual tradicional y las nuevas formas de
expresión estética sí puede ser problemático. Artistas huicholes como Juan Ríos
Martínez (1930-1996) o José Benítez Sánchez (1938-2009), y otros con quienes he
trabajado, muchas veces mantienen una relación complicada con la tradición. En
lugar de producir piezas pseudo chamánicas, lo que muchas veces es su intención, terminan produciendo imágenes ritualmente relevantes y, por ende, poderosas y peligrosas. En ocasiones los artistas se apartan de forma temporal
o permanente de la vida comunitaria, para llevar un modus vivendi urbano, pero
recrean las tradiciones en su arte. Comercializan con su supuesta “espiritualidad
indígena”, y aunque muchas veces se les acusa de “lucrar” con la tradición, a su
manera, participan activamente en ella. De hecho, pintores de estambre como
los mencionados, lograron un acercamiento efectivo al chamanismo huichol y
participaron, por ejemplo, en peregrinaciones a Wirikuta y a lugares de culto de
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la sierra, como Te’akata. Algunas de estas búsquedas de visiones, incluso, fueron
organizadas por coleccionistas de sus obras, y no se enfocaban, en primer lugar,
a la iniciación chamánica sino, más bien, a la obtención de inspiración artística.
Dos mundos en tensión
Mi primera reacción frente a la masificación cada vez mayor de discursos exotizantes y esencialistas, fue denunciarlos como “representaciones falsas” que
debieran considerarse colonialistas. Desde mis primeras publicaciones he tratado de contextualizar el uso del peyote en la religión wixarika, y he refutado toda
clase de interpretaciones superficiales sobre ellos inspiradas en el hippisimo o el
new age; asimismo he cuestionado la idea de ecologistas e indigenistas que en una
suerte de paternalismo han querido ver en los huicholes a un grupo cuya existencia se encuentra “amenazada”, pues en lugar de un “fósil cultural” a punto de
desaparecer frente los inevitables avances de la modernización, me he topado
siempre con un grupo exitoso, cosmopolita y en plena expansión demográfica,
territorial y cultural. Según el censo del inegi (2010), la lengua wixarika tenía 44 788
hablantes. Hace unas décadas los censos no se hacían tan bien, pero jamás se contaban más de 10000. En las etnografías de mediados del siglo xx se hablaba de entre
tres y cinco mil; unas décadas más tarde se hablaba de entre ocho y nueve mil
(Weigand, 1992: 37, nota 6). A principios y mediados del siglo xx, los territorios
de las comunidades huicholas se limitaban a una parte remota de la Sierra Madre
Occidental, donde colindan los estados de Jalisco, Nayarit y Durango (cfr. mapa en
Lumholtz, 1902, 2: 16-17). Hoy día el territorio se ha duplicado y abarca muchas
áreas fuera de la sierra, en la planicie costera de Nayarit y en los alrededores de
Tepic. Territorios mestizos se han vuelto indígenas. Finalmente, la fama nacional
e internacional de los huicholes como artistas, músicos y “chamanes” sigue creciendo. Con todo esto, es claro que los wixaritari no están a punto de desaparecer.
Más bien, podría sospecharse que se estén convirtiendo en un fenómeno mediático, pero aparentemente esto tampoco es el caso.
¿Cómo un grupo tan famoso evita ser arrollado por la industria cultural y
logra reproducir su tradición o su particular estilo de vida? ¿Cómo hacen frente
al acoso de los “etnoturistas”? ¿Cómo evitan la folclorización de sus ceremonias?
Los huicholes han desarrollado estrategias que parecen emanar de la más sofisticada mercadotecnia. Pero estas directrices no sólo les han permitido insertarse
en el universo comercial, también han sido eficaces para controlar las miradas,
las imágenes y los discursos que giran en torno a ellos en el mundo no indígena. Los
wixaritari viajan por todo el mundo, pero muchas de sus comunidades se mantie-
nen cerradas a los turistas y prohíben la toma de fotografías, notablemente en
Tuapurie (Santa Catarina Cuexcomatitlán) y Wautɨa (San Sebastián Teponahuaxtlán), ambas en Jalisco, donde existen los centros ceremoniales más grandes y más
bellos. En cuanto a la comercialización de conocimientos iniciáticos se han recurrido a las formas tradicionales de manejar el saber, según las cuales solamente
ciertos “mitos” se consideran aptos para oídos no indígenas. Así, se ha conformado un corpus informal de historias comercializables que se distingue de lo que sí se
mantiene “secreto” o se reserva para el uso exclusivo de los huicholes. Todo esto no
sucede porque ellos se hubieran adaptado exitosamente a la modernidad. En realidad, ellos han estado un paso adelante. Somos nosotros, los occidentales quienes
batallamos con la transición hacia la llamada modernidad. Parafraseando a Bruno
Latour (1993) diremos que ellos “nunca han sido premodernos”.
El arte huichol, en todas sus vertientes, es una expresión de la modernidad de
este pueblo. El estudio del ritual ha aportado importantes apreciaciones al respecto. La documentación que realicé sobre las fiestas del centro ceremonial comunal
(tukipa) hizo evidente que, en la ritualidad de este grupo, se cifra toda clase de
relaciones contradictorias: se puede practicar de forma simultánea la creación y
la destrucción del mundo; un mismo ritual puede ser de don y de intercambio; se
afirman y se cuestionan jerarquías en un mismo acto; se establece la posibilidad
de convivencia con los “vecinos” no indígenas blancos o mestizos (teiwarixi), al
tiempo que se les combate ritualmente como enemigos (Neurath, 2011a, 2011b).
Para poder estudiar las contradicciones que se cifran en el arte huichol, el
primer paso sería tratar de descifrar qué quiere decir ser “persona” en el contexto de este pueblo. Para ello hace falta tomar distancia con respecto a muchas
de las nociones que privan en nuestro mundo occidental y que la arrogancia
de la razón ilustrada nos ha hecho mirar como las únicas valiosas. Contraponer
a la idea de sujeto que ha marcado el pensamiento europeo una noción distinta
de persona no es nada nuevo. Antropólogos como Eduardo Viveiros de Castro
(1993, 2008), Pedro Pitarch (2003, 2013), Jacques Galinier (2004a) y Pedro Cesarino (2011), entre otros, ya han planteado posturas similares para diversos pueblos
amerindios. Es preciso estudiar ahora a los wixaritari desde este horizonte para
descifrar las tensiones singulares de sus expresiones.
Pensar la noción de persona para un grupo indígena asentado en lo que fueran
territorios de la antigua Mesoamérica nos lleva de primera instancia a las reflexiones en torno al isomorfismo cuerpo-cosmos que se ha estudiado para varios grupos
de la misma región (López Austin, 1980; Galinier, 2004a, 2005; Monaghan, 1995:
98). Según esta concepción el cuerpo es un microcosmos y el mundo es un macrocuerpo. La reflexión nos obliga a profundizar en la geografía de la región y en
i. jamás premoderno s
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los relatos cosmogónicos que ofrecen los huicholes para dar cuenta de ella. Según
su mitología la vida se inició en el Poniente, en el Océano, desde donde los dioses comenzaron a caminar hacia el Desierto del Amanecer en el Oriente. Con los
pasos de esta caminata primordial crearon el mundo. Pues bien, la fértil planicie
en la costa del Océano Pacífico, a la que los huicholes denominan “abajo”, corresponde al ámbito de lo primordial, al tiempo-espacio del origen, aunque también
se asocia, como veremos más adelante, con el inframundo habitado por deidades
ominosas y por los mestizos quienes, según el mismo relato, a diferencia de los
primeros huicholes, fracasaron en su peregrinación rumbo al sitio donde saldría
el sol. En el Este se ubica el semidesierto llamado Wirikuta, a quienes los wixaritari denominan “arriba” y que se asocia con la luz y con la búsqueda iniciática.
El territorio de las comunidades huicholas se ubica al centro, en la Sierra Madre
Occidental. Ahora, si volvemos al asunto de la correspondencia cuerpo-cosmos,
podríamos plantear que Wirikuta corresponde a la cabeza, la costa a los órganos
sexuales, y que el ombligo del mundo se ubica en una barranca de la sierra. Asimismo, Wirikuta corresponde al día y a la temporada de las secas, mientras que la
costa guarda relación con la noche y las lluvias; el otoño, que supone el intervalo
entre estos dos periodos, es “cuando amanece”.
Este sistema muy elaborado de analogías muestra asimetrías importantes.
Únicamente el ámbito de la noche —el Océano— siempre ha existido y existirá. La
luz del amanecer, en cambio, debe encontrarse. Esta transición articula las relaciones espaciales y temporales en las que se desenvuelven los huicholes; es decir,
que entre ambos mundos se establece su cronotopo.2 La iniciación wixarika es
fundamental para este cronotopo, pues sirve de enlace entre los dos ámbitos que
lo integran. El proceso comienza con una peregrinación donde los participantes
(xukuri’ikate, jicareros, o hikuritamete, peyoteros) se convierten en sus propios antepasados míticos. Para encontrar el amanecer uno debe abstenerse o alejarse de
todo lo que tiene que ver con el mar y la oscuridad: no se ingiere sal, se camina
en la estepas áridas del Oriente, se debe uno abstener del sexo extramarital, y
se trata de dormir lo menos posible. Después de días de purificación, el peyote se
aparece a los peregrinos como un venado que se deja cazar. El efecto del alucinógeno es la luz del amanecer. El día (o la luz del día) es, por ende, una visión y no
existe independientemente de la acción ritual.
Esta misma asimetría también es palpable en la arquitectura de los templos
huicholes. Existen dos tipos, tuki y xiriki; ambos deben renovarse cada cinco años,
pero solamente se vuelven a hacer los techos de zacate, los muros permanecen
2 Este término lo establece Mijaíl Bajtín (1989) y alude a las conexiones temporales y espaciales de
un suceso.
iguales. Los techos corresponden a Wirikuta, al cielo diurno y al Cerro del Amanecer cerca de Real de Catorce (en el estado de San Luis Potosí), también conocida
como Paritekɨa o Xeu’unari. El oscuro interior corresponde al mar y el inframundo. Las fogatas centrales son réplicas del ombligo del mundo.
El cuerpo-cosmos wixarika muestra que solamente una parte del tiempoespacio —la del “abajo”— está, por decir, “naturalmente dada”, la mitad solar es
artificial y efímera. Periódicamente debe volverse a crear. Como señala Roy Wagner, en culturas no occidentales, la relación entre lo dado y lo no dado puede ser
muy diferente que la que nos rige a nosotros. Lo artificial entre ellos no necesariamente es menos cierto, menos prestigiado o menos importante que lo natural. ¡Al
contrario! (Wagner, 1981 [1975]).
La mitad de abajo es un mundo antiguo, paleo-ontológico o prehistórico,
pero al mismo tiempo es el mundo contemporáneo. Habitado por gigantes
caníbales y monstruos marinos, también es el ámbito de las poblaciones no
indígenas urbanas. Los huicholes no se definen como indígenas, sino como
los “hermanos menores”, “los que llegaron al último”, pero se consideran más
“evolucionados” que los mestizos. Como descendientes de los monstruos caníbales, los mestizos tienen un comportamiento torpe y asocial. Han perdido “el
costumbre” o, según otras variantes, nunca lo tuvieron. No conocen lo que los
antropólogos llamamos la ley de la reciprocidad: como confían en su tecnología y
desconocen el origen de las cosas, piensan, por ejemplo, que la electricidad
puede tomarse del enchufe sin dar nada a cambio al dios del fuego. Por el contrario, los hermanos menores, los wixaritari, deben crear su mundo luminoso a través
de la iniciación, practicando yeiyari, “el costumbre”, es decir “caminando sobre
las huellas de los ancestros” (cfr. Kantor, 2012).
El universo de los mestizos flojos e irresponsables es asunto del pasado, mientras que el mundo huichol es prácticamente inalcanzable. Es un mundo cuasi utópico. Para practicar “el costumbre”, el iniciado casi debe morir, participar en una
cacería de venado que lo lleva hasta el límite entre la vida y la muerte. Pero, más
allá del esfuerzo físico, durante el proceso ritual, como hemos visto, el venado se
transforma en peyote para dejarse cazar. Después los peregrinos ingieren el cactus y con sus visiones se convierten en él. Así, “el costumbre” supone un proceso
en el que el sacrificador se identifica con su víctima y experimenta con ella la
muerte sacrificial. En este momento el iniciante logra obtener la visión del Amanecer, el despertar, el conocimiento. Sin embargo, hay muchos que jamás logran la
iniciación, se pierden, se desvían, se quedan dormidos, sucumben a las tentaciones.
Esto es, precisamente, lo que sucedió a los mestizos y a otros pueblos indígenas,
como los coras y tepehuanes, y también a las diferentes especies de animales.
i. jamás premoderno s
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Es importante no subestimar el contraste entre el mundo solar de los peregrinos de peyote y el mundo acuático y oscuro del Océano. El primero es resultado
de una transformación. El segundo funciona según la lógica del intercambio e
incluye a las poblaciones no indígenas. En antropología se ha planteado que estas
dinámicas son incompatibles y excluyentes. Sin embargo, en lo que hemos establecido como el cronotopo huichol hay un ir y venir entre ambos universos. Y en
este constante tránsito entre contrastes se encuentra uno de sus más interesantes puntos de tensión.
De hecho, en cada ritual se repite este flujo entre sacrificio transformativo e
intercambio. Los cantos enunciados en este contexto suelen tratar de viajes a lugares lejanos y de regreso al lugar de la fiesta. El mara’akame se desplaza hacia
los puntos donde habitan los dioses ancestrales y los invita a visitar la celebración. Cuando todos están reunidos —hombres y dioses— se sacrifican animales.
El chamán debe convencerlos de dejarse matar, de manera que este acto siempre
resulta ser una autoinmolación por parte de los animales. Con esto se cumple
la primera condición de la articulación que planteamos: los rituales huicholes
suponen una dinámica de sacrificio y transformación. Pero, además, la sangre de
los animales agonizantes es comida para los dioses, así que se reparte entre los diferentes objetos ceremoniales, que deben ofrendarse después de la fiesta en los
lugares sagrados. Al retomar el peregrinar entre centros ceremoniales y lugares
del paisaje, se recuperan los ritos de intercambio.
Ésta es sólo una más de las expresiones de la complejidad del mundo o de los
mundos huicholes. Y es que es importante insistir que, para estudiar un caso etnográfico como el que nos ocupa, hay que tomar distancia con respecto a la idea
de mundo y de ser que priva en nuestro pensamiento occidental. Esto se ha estudiado reiteradamente y de forma profunda, pero para ser breves diremos que en
Occidente celebramos la unidad. Desde Parménides se nos ha insistido que “el ser
no es partible”, y por eso aseguramos que habitamos un mundo y que sólo existe
una cosmovisión. Aunque esta idea da cuenta del pensamiento de una buena parte del orbe, sería equivocado afirmar que se trata de un supuesto universal. Hay
cientos de culturas, como hemos visto para la huichola, que no podemos decir
que estén enclavadas en un solo mundo con unas reglas determinadas. La vida
de los wixaritari transcurre cuando menos entre estos dos mundos que hemos
planteado y que son irreconciliables. Por eso se ha dicho que poseen una “ontología compleja” y que sería deseable que se estudiaran desde este punto de vista,
pues plantearlos insertos en una sola cosmovisión sería negarnos la posibilidad
de comprender la vitalidad que emana de su transitar entre dos mundos tan distintos que chocan en los momentos cruciales de los ritos. Aplica la frase de Bruno
Latour: “La tarea del conocimiento deja de ser la de unificar lo diverso bajo la
representación y pasa a ser la de ‘multiplicar’ el número de agentes que pueblan
el mundo” (citado en Eduardo Viveiros de Castro, 2010: 96). La ontología wixarika
es inestable y está sometida a cambios permanentes.
Los huicholes desafían también nuestra concepción del tiempo y de la historia. Como hemos visto, en el Poniente de su geografía se encuentra el Océano que
corresponde al sitio del origen de la vida, donde los dioses decidieron comenzar
a caminar. De forma paradójica este mismo ámbito, de acuerdo con su cosmogonía,
corresponde al inframundo y se encuentra habitado por los mestizos quienes,
desde la mirada de los huicholes, tienen una voracidad por la tecnología que
marca su entorno de manera decisiva. Así, el estado primordial y la modernidad
urbana son asimilados en una sola categoría que, como se opone al mundo de los
iniciados huicholes en el Oriente, se entiende como una suerte de alteridad. De
esta manera, lo que para nosotros son los extremos de una dicotomía —pasado
mítico e integración en el mundo globalizado—, para ellos es una misma cosa. Los
huicholes se relacionan con esta alteridad por medio de un par contradictorio
de relaciones rituales: a través de violencia sacrificial, lo “arcaico / moderno” es
conquistado y controlado; pero también existe un tipo de alianza matrimonial
metafórica, por medio de la cual los wixaritari se involucran con los mismos otros
sobre una base de relaciones de intercambio.
Otra de las particularidades de los huicholes es que no aceptan la dicotomía
“resistencia” o “aculturación” (cfr. Navarrete, 2012). Es decir, ellos han encontrado que existen posibilidades que van más allá de mantener una identidad
propia o modernizarse. La lógica del chamanismo y sus múltiples transformaciones ha marcado su cultura en ámbitos que van más allá de lo ritual, así que
su proyecto implícito es tener la habilidad de jugar, simultáneamente, papeles contradictorios: ser indígenas y, al mismo tiempo, mestizos. La tradición
chamánica de desarrollar la capacidad de multiplicar la persona, de acumular
identidades contradictorias, encaja perfectamente con la vida en la sociedad
contemporánea, donde se espera que un individuo pueda funcionar en contextos múltiples, complicados y contradictorios.
Faja.
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Tepari del Abuelo Fuego,
cara superior.
La vida de las imágenes
Antes de indagar en torno al arte contemporáneo huichol vale la pena preguntarnos por qué se produce arte ritual. Esto no es algo obvio. Sabemos que en
muchas sociedades amerindias, por ejemplo en el Amazonas, existe poco interés
por fijar las imágenes rituales, así que se produce muy poco arte visual, aunque
sí se plasman muchas imágenes poéticas en los textos rituales (Taylor, 2003, 2010;
Lagrou, 2007; Cesarino, 2011). En Mesoamérica, en cambio, la producción plástica
es enorme. Incluso, se habla de un horror vacui que impulsa al artista a llenar las
superficies con figuraciones de todo tipo. El hecho es que en algunas sociedades el
arte es ritualmente necesario y en otras no. Por alguna razón, en esta región
es importante expresar procesos rituales y captar o congelar aquellos momentos
que son la culminación de los rituales.
El arte amerindio es una parte fundamental de los esfuerzos que realiza cada
pueblo para crear el mundo de nueva cuenta. La cosmogonía requiere un esfuerzo ritual continuo, sobre todo en cuanto a la práctica de sacrificios y la búsqueda
de visiones. Pero la creación del mundo que se consigue, por ejemplo, a través de
las visiones, jamás es definitiva. Pese a que alcanzarla es complicado, toda creación
es inestable y efímera. Es, como diría Octavio Paz de la poesía, “vida y muerte en un
solo instante de incandescencia” (1994: 164). Así, el ritual pareciera estar inserto
en la paradoja de querer otorgar una cierta duración al instante: deseo inútil,
pues cualquier intento de estabilizar las visiones es relativo y, de fondo, está condenado al fracaso.
Como cocreadores, el artista y el especialista ceremonial participan en la cosmogonía, pero jamás producen obras acabadas, ni definitivas. Lo estable, lo fijo, la
obra terminada no son posibles, y siempre es más importante el devenir que el ser.
El arte mesoamericano es, por ello, un arte de transformaciones. En su ensayo
sobre el tema, Octavio Paz dice del mundo prehispánico que tiene “un panteón
religioso regido por el principio de la metamorfosis: el universo es tiempo, el
tiempo es movimiento y el movimiento es cambio, ballet de dioses enmascarados
que danzan la pantomima terrible de la creación y destrucción de los mundos y
los hombres” (2006 [1977]: 81).
La estética del arte mesoamericano no evita la paradoja: la busca. El contexto ritual es la clave para entender esta situación, pues permite comprender la
coexistencia de intenciones contradictorias. El arte huichol, como veremos a lo
largo de este libro, participa de esta condición paradójica; por ejemplo, las figuras —flechas, jícaras, estatuas de piedra o de otros materiales— expresan el deseo
de estabilizar las experiencias de los buscadores de visión. Además: las piezas
que se producen en un contexto ritual no son objetos inertes sobre los que el
creador pueda decidir a voluntad. De hecho, ni siquiera son objetos. Detrás de las
flechas, las jícaras, las tablas de estambre y otras obras de arte ritual se encuentran casi invariablemente los alter egos de los especialistas rituales, con quienes
el mara’kame puede interactuar y relacionarse de múltiples maneras. Estos dobles
ostentan a menudo la jerarquía de deidades, entendidas como seres iniciados de
máximo rango. Así que las imágenes tienen vida y poder. Por eso el arte ritual
supone también otra intención: obligar a las imágenes a mantenerse quietas, tarea que suele resultar complicada, así que muchas veces éstas terminan por ser
encerradas y escondidas.
La sociedad huichola produce una enorme cantidad de imágenes rituales y
comerciales. Hay una marea pictórica (Bilderflut) wixarika: en su mayoría portan
morrales con imágenes y visten ropa con bordados multicolores; muchos de ellos
se dedican a la venta de arte y artesanía con diseños repletos de símbolos, y todo
esto tiende a ser masificado por los medios de comunicación modernos.
Philipe Descola (2005, 2010) ha explicado que el horror vacui puede ser un
rasgo de las expresiones de las sociedades de ontología analogista, que se distinguen por su voluntad de ordenamiento y clasificación. Sus cosmogonías se suelen
caracterizar por un mundo fractalizado, poblado por un sinfín de entidades, que
deriva en un afán a veces desesperado de parte del hombre de producir conexiones entre los seres. Asegura Descola que se hace un esfuerzo por dar orden y
coherencia al cosmos, pero éste siempre resulta más complejo. El cosmos analogista es excesivo y la síntesis resulta imposible. Esto tendría implicaciones para
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el arte. Siguiendo este pensamiento, lo que se buscaría al fijar a los seres en una
pieza sería frenar y controlar su proliferación, así que la producción de imágenes
expresaría un intento inevitablemente fallido de conjurar el mundo. Sin embargo, las representaciones siempre son insuficientes, así que se multiplican hasta
volverse carentes de significación.
La marea pictórica de este “pueblo de artistas” es tal que muchos viven de la
elaboración de imágenes tradicionales. Pero, dado que el arte implica un cierto
vínculo con el conocimiento iniciático, su producción se considera sumamente
problemática. “Ustedes están vendiendo su costumbre” es una acusación que los
artistas huicholes reciben de otros comuneros. “Los de San Andrés ya vendieron
todo a los turistas, antropólogos y gringos”: esto se escucha en una comunidad
más conservadora, como Tuapurie (Santa Catarina), cuando se refieren a un pueblo donde habitan muchos artesanos. A veces el artista se siente mal y piensa:
“Ahora se hacen cuadros en lugar de participar en los rituales tradicionales”. El
discurso ritual —reivindicado por el artista— implica un “tenemos que hacer
un esfuerzo por hacer lo que hacían los antepasados”. De esta manera, el artista
indígena evoca y recupera el arte ritual.
Es notable que muchas de las imágenes producidas para el mercado de arte
más bien esconden los conocimientos rituales. Obras de mayor inspiración artística sí resultan ser una “ventana” al cosmos huichol (cfr. Negrín, 1986). Pero a
menudo lo son sin querer. Hay un ir y venir entre el deseo de crear y la necesidad
de platicar algo a los clientes, por un lado, y la obligación ritual de ocultar el conocimiento, por el otro.
Para sortear los problemas que suscita su producción artística, los huicholes han creado distintas vertientes de expresión plástica, que pueden llamarse
arte, artesanía y arte ritual. Aunque estos géneros tienen diferencias, hay algo
que comparten: siempre hay un problema con la imagen. Ésta vive demasiado o
vive demasiado poco. Un término medio, una imagen con la cantidad adecuada
de vida, es difícil de lograr.
Esto es palpable en el antiguo arte mesoamericano, donde abundan los ejemplos de objetos hechos por el hombre, como artefactos y utensilios, que son personificados o, incluso, deificados: ollas y metates, cuchillos y flechas, braseros y
sahumerios, equipo del juego de pelota, vestimenta, casas y templos no son accesorios, sino protagonistas de la religión y del ritual. Tláloc es la olla, Itztli es el
cuchillo, Xiuhtecuhtli es el brasero, Tezcatlipoca es el espejo, Chicomecóatl es la
casa. En el arte huichol, el Hermano Mayor Tamatsi es la flecha, Nuestra Madre
Tatei es la jícara. En todos los casos no se trata de seres animados de la naturaleza, sino de productos del poder ritual: se trata de actividades personificadas
y dobles de los especialistas rituales. Pero no se trata de seres cuya existencia
nos resulte inocua. Las criaturas engendradas en el ritual son demandantes,
voraces. Tienen una suerte de hambre perpetua y sus creadores deben hacerse
cargo de ello.
Leopoldo Trejo y sus colaboradores reportan que, por ejemplo, en el Sur de la
Huasteca, las figuras de deidades hechas de papel recortado son solamente formas
que necesitan ser alimentadas para obtener cuerpo o sustancia. Darles sangre sacrificial y otras ofrendas hace que los muñecos no ataquen a los humanos.
En el caso de los huicholes, los hombres cazan a los dioses con flechas, pero
los dioses también atacan a los seres humanos, sobre todo cuando faltan a cierto
compromiso ritual. Flechar a los dioses implica lograr que se mantengan quietos,
que no se muevan de manera no controlada, y lo mismo aplicaría en las numerosas escenas rituales en que se les invita a acostarse en camas (itarite) o a sentarse
en pequeñas sillas ceremoniales. A las estatuas y a algunas piedras en cualquier
momento les pueden crecer alas, porque lo que desean es atacar y devorar a los
humanos. Los rituales sirven para mantener a estos seres peligrosos en estado
pétreo. Se dice que, cuando a una roca le comienzan a crecer alas, el dios Xurawe
Temai, la Joven Estrella, la mata con una flecha o con una estrella fugaz.
El gran problema no parece ser lograr que las piezas tengan vida, sino cómo
evitar que vivan demasiado, que el acto de darles vida no se revierta a sus creadores y que les complique la vida en exceso, porque es cierto que estas imágenes
también desean interactuar con los hombres, por eso les hablan en los sueños,
como sucede a menudo a los pintores de estambre.
Bordado en un morral de manta.
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personas-jícara y personas-flecha
En etnología no hay problema más difícil de resolver que el significado de la flecha.
Carl S. Lumholtz
Flecha de Tamatsi.
Mi investigación sobre los wixaritari en un principio estaba enfocada en temas de
organización comunitaria y ritual. Enfatizaba la interrelación entre lo simbólico y
lo social. Como ha sucedido a otros investigadores que trabajan los pueblos amerindios, de inicio me resultaba imposible separar los diferentes ámbitos. Y al poco
tiempo descubrí lo inevitable: que entre los huicholes no existe la noción de
lo inmaterial; toda su cultura es material.
Los objetos implicados en su vida se pueden estudiar por sus relaciones. Existe
un vínculo estrecho entre algunos de ellos y ciertas personas, que se identifican
con objetos particulares en tanto que estos objetos son concebidos entre los
huicholes como personas. En el mundo wixarika, existen personas-jícara y personas-flecha. ¿A qué se refieren estas denominaciones? Uno nace jícara (xukuri, en
plural xukurite), o de una jícara, y eventualmente uno termina de nacer y deviene
flecha (ɨrɨ, en plural ɨrɨte). Pensar estas identificaciones es un reto, pues la relación
entre jícaras y flechas es complicada. No se trata sólo de una progresión de a a
b. Ser jícara o ser flecha implica diferentes modos de ver el mundo y diferentes
maneras de relacionarse con el entorno.
Por su complejidad y dinamismo, la documentación de los rituales huicholes
es un desafío y uno se pierde fácilmente en detalles. Para estudiarlos, es necesario
enfocarse en los elementos más recurrentes de las ceremonias o en secuencias
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rituales, relativamente fijas, que aparecen en contextos diversos, aunque siempre en distintas combinaciones. Una de las “constelaciones” que emergen del
aparente caos del material etnográfico es la llamada ofrenda de flechas y jícaras
que, según Danièle Déhouve (2007), debería llamarse “depósito ritual”, sin duda
un término más adecuado para este conjunto.
Hasta hace algunas décadas la recolección de las piezas que lo integran era
una tarea relativamente sencilla, pues una vez depositados, los objetos votivos perdían la importancia ritual para sus donadores. Fue así como etnógrafos
como Carl S. Lumholtz (1951-1921) y Konrad Theodor Preuss (1869-1938) los documentaron a partir de las muestras que recogían in situ. Hoy día esto ya no es tan
fácil. Acosados por el turismo, los huicholes ya no toleran que antropólogos y
coleccionistas se apropien de las ofrendas.1 Sin embargo, el tema sigue siendo
uno de los menos complicados para la etnografía. Y es que, acostumbrados a
dar “explicaciones” a los compradores de artesanía, muchos huicholes no tienen inconveniente en revelar ciertos significados iconográficos muchas veces
sobresimplificados de sus piezas, además de que, durante la segunda mitad del
siglo xx, desarrollaron diferentes géneros de artesanía a partir de modelos recurrentes en los depósitos rituales.2
Muchas veces los antropólogos son invitados a participar en la elaboración
de objetos votivos (cfr. Lackner, 1999); para su entrega en lugares sagrados distantes, amigos visitantes con vehículos motorizados son cordialmente requeridos
para ofrecer un “raite”. De esta manera, el conocimiento de los antropólogos en
torno a este ámbito ha sido adquirido en la praxis.
Flecha de Niwetsika.
1 Una parte considerable de los objetos votivos huicholes que recientemente han enriquecido
los acervos del Museo Nacional de Antropología son ofrendas dedicadas al monolito mexica de
Coatlicue, desde hace algunos años considerada una deidad ancestral por los huicholes del centro
ceremonial de Ocota de la Sierra, Nayarit. Consideramos que estas piezas son “préstamos” que la
diosa hace al museo.
2 Algunos trabajos previos sobre arte y artesanía huicholes que recomendaría son: Kindl, 2003,
2005, 2007; Kindl y Neurath, 2003.
Pioneros de la etnografía del Gran Nayar
El complejo ritual relacionado con la ofrenda de flechas, jícaras y otros objetos es
un buen ejemplo para ilustrar la continuidad cultural en el Gran Nayar. Si bien se
perdieron aspectos importantes del culto, entre ellos la veneración de momias y
los sacrificios humanos, las piezas rituales que se mencionan en las fuentes coloniales y del siglo xix se parecen mucho a las que observamos en la actualidad.
El estudio de los documentos antiguos resulta indispensable, porque pueden
encontrarse detalles relevantes para entender las costumbres actuales. Por ejemplo, en el caso de las flechas, las fuentes mencionan su uso como vehículos para
transportar mensajes codificados. Según Felipe Castro, los correos tarahumaras,
conchos, pimas y tepehuanes “llevaban flechas con marcas que identificaban a
quienes las enviaban, en señal de estar prontos para la rebelión; durante la gran
revuelta de la Nueva Galicia se pusieron de acuerdo con flechas amarradas de
ciertas formas secretas” (1996: 61). Las flechas votivas, como las que aún se usan
entre los huicholes, también sirven para enviar mensajes, pero los destinatarios
son dioses o ancestros deificados.
La conquista del Gran Nayar no sucedió sino hasta 200 años después de la
conquista de Tenochtitlan. Hasta 1722, el centro de la región fue gobernado por
un linaje de reyes coras, los tonatis, que se consideraban descendientes del sol y
que residían en la Mesa del Nayar, en el actual estado de Nayarit. El territorio controlado por los tonatis incluía a una considerable población huichola. Una fuente
temprana, que data de 1673, menciona detalles del culto a las momias de los reyes coras, entre otras cosas, la entrega de ofrendas: “Ofrécenles a estos cuerpos
las primicias de todo género de semillas y frutos, también ofrecen la sal, carne,
pescado, algodón, jícaras, platos, quetzales, plumeros, xihuites, formas de barro,
arcos y flechas y en algunos templos sangre humana” (Calvo, 1990: 294-295).
No hay suficiente evidencia sobre la existencia de un sistema formal de
tributo, pero sabemos, a partir de la crónica atribuida al jesuita José de Ortega,
que en ciertas ocasiones la gente acudía para entregar ofrendas a las deidades
de la Mesa del Nayar:
Cuando la peste les afligía, o la escasez de agua atemorizaba, o les amenazaba el
hambre, enviaba el sumo sacerdote a sus coadjutores, que llamaban topiles, a que
avisaran a todos los otros sacerdotes, que exhortaran a sus feligreses, a que fuesen
a aplacar los enojos de su gran Dios, que como a Deidad más antigua le tributaban siempre primero, que a otro ídolo, los lloros, y fervorosas súplicas en sus
plegarias. Todos enviaban flechas con sartillas de cuentas, y plumas pendientes, para
que el sumo sacerdote se las ofreciera en su nombre (Ortega, 1996 [1754]: 19).
ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa
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En ciertos contextos, las flechas votivas pueden entenderse como símbolos de
sumisión o de reconocimiento de una autoridad. Cuando los españoles conquistaron la Mesa del Nayar, el cacique de la Mesa del Cangrejo envió a un embajador
“ofreciendo en nombre de todos una flecha, prometiendo que al día siguiente
pasarían a dar la obediencia, y significando que estaban prontos a congregarse en
el pueblo, para ser instruidos en la Ley Evangélica” (Ortega, 1996: 170).
Al igual que en los Andes (Duviols, 1977; Salomón, 1986, 1995), después de
la Conquista, en torno a las momias del Gran Nayar se erigieron importantes
escenarios de resistencia indígena. Los informes de los “erradicadores de ídolos”
generalmente incluyen valiosos datos etnográficos, por ejemplo, describen la
parafernalia que llevaban las momias, así como los tipos de ofrenda que se depositaban en los lugares sagrados donde se escondían estos cadáveres. En algunos casos
se ofrecen detalles sobre las rutas de peregrinación que confluían en el lugar en
cuestión, o sobre los motivos específicos para visitarlo.
En 1730, el padre Covarrubias describe un adoratorio en cuyo altar se encontraba “un señor ídolo, cuya contextura componían secos huesos y humanos,
cubierto de pies a cabeza de adornos” (Meyer, 1989: 62):
En los cuatro ángulos del adoratorio se veían, en gran cantidad, diversidad de
flechas que distintas naciones circunvecinas tributaban a este demonio; desde las
fronteras de Guajuquilla [Huejuquilla el Alto, Jalisco], por el Oriente, según sus
antiguas tradiciones, hasta las costas del mar, por el Poniente, y de Norte a Sur,
las más naciones confederadas, que fuera largo referir.
En 1755 se encontraron tres momias en una cueva cercana al pueblo de
Dolores, también en el actual estado de Nayarit. Los cadáveres habían sido rescatados de los antiguos templos de la Mesa del Nayar. También se encontró una
flecha del “Hermano Mayor” Tajadsi [Hatsikan], “reliquia del Caligüey”, es decir,
proveniente de un santuario pagano ahora destruido. Esta flecha no es un objeto
votivo, sino la efigie de una deidad.3 Dos sacerdotes cuidaban el santuario clandestino. Indígenas de toda la región visitaban el lugar para pedir “buenos
sucesos (sic) en sus sembrados, y en las cazas de venados, y en el ejercicio de
cerear, y para todo lo demás que hacen”. Según la declaración de los sacerdotes, una de las momias hablaba a la gente y respondía sus preguntas. También
3 Entre los huicholes existen ofrendas que establecen cierta reciprocidad con los dioses y otros
objetos. Éstas pueden asociarse con lo que la oceanista Anette Weiner ha llamado “bienes inalienables”, es decir que se trata de piezas de tan alto valor para quien las posee que no suelen insertarse
en las redes de intercambio (1985, 1992).
se menciona que “le dan pinole, y se lo bebe y también le dan cuentas como
tributo, y cuando las mujeres paren, le llevan los hijos a que los bendiga antes
de babtisarlos” (Meyer, 1989: 125-135).
Paralelamente a las actividades jesuitas entre los coras, a principios del siglo
xviii había iniciativas franciscanas para acabar con el culto a las momias de los
huicholes. La crónica del padre Arlegui cita un informe que describe la destrucción de un centro ceremonial huichol, ubicado en las cercanías del pueblo de Tenzompa, municipio de Huejuquilla el Alto, en el actual estado de Jalisco. Se trata de
una de las pocas fuentes tempranas sobre la religión huichola (data de entre 1725
y 1728):
Hallándose el padre lector Fr. Miguel Díaz de guardián de este convento [de Tenzompa], tuvo la noticia que en Tenzompla, dos leguas distante de este pueblo,
había ciertas casillas pajizas en lo más oculto de la Sierra, llenas de muchas adargas,
flechas y jarros, y que nadie, al parecer, las habitaba. [...] En lo interior de [una]
casa a la testera estaba un asiento o equipal, y en éste estaba sentada una figura en esta forma: tenían un cadáver sin que faltase hueso alguno, curiosamente
envuelto en unas mantas de lana adornadas de plumas de colores vivos, de tal
forma reunidos unos con otros los huesos, que sólo la carne y nervios faltaban,
que unidos con unas cañuelas, los tenía amarrados. En las otras casas estaban
las adargas, jarros y muchas cuentas de abalorios. (Arlegui, 1851: 158; cfr. Rojas,
1992: 73).
En 1767 los jesuitas fueron expulsados de la entonces Nueva España y las
misiones a su cargo empezaron a decaer. Posteriormente, durante la guerra de
Independencia, también los franciscanos abandonaron la sierra. Fue hasta la década de 1840 cuando la labor evangelizadora cobró un nuevo impulso, al menos en
ciertos parajes de la sierra huichola. Entonces se edificaron nuevos templos católicos y se destruyeron numerosos callihueyes (Rojas, 1992: 139-188). Los informes
que se redactaron en ese periodo describen aspectos de las “prácticas idólatras” de los huicholes, que solamente difieren en algunos detalles de las que
observamos en la actualidad. Un documento menciona algunos de los objetos rituales encontrados en un callihuey de Santa Catarina Cuexcomatitán:
“dos figuras de cera, es decir un mono de figura de niño y toro, jícaras con
bordados de cuentas y otros asientitos, mazos de pelos de la cabeza, de barro
comalitos, ollitas y una especie de candelerillos, medios en plata y como 400
flechas y arquitos, adornados muchos con hilos de cuentas y plumas” (Rojas,
1992: 170).
ii. per s onas -j íc ar a y per s onas -f l echa
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Con el estallido de la rebelión de Manuel Lozada, que duró de 1857 a 1873, los
misioneros abandonaron nuevamente la sierra y cuando, a finales del siglo xix,
Carl Lumholtz, Léon Diguet (1859-1926) y Aleš Hrdlička (1869-1943) iniciaron la
exploración científica de la zona, los centros ceremoniales funcionaban nuevamente. Los 17 años de autonomía indígena bajo el dominio del apodado “Tigre de
Álica” habían permitido una plena recuperación de las costumbres. El agrónomo
Rosendo Corona describe el centro ceremonial de Santa Catarina en 1888 y menciona que en el templo del Sol “hay flechas, carcajes, ruedas tejidas con colores
chillantes, equipalitos, una cabeza de venado, pequeñas tortas de maíz, flores y
otras nimiedades”. En el templo del Fuego encontró “mucha leña amontonada”,
y en el del Aire “una cabeza de venado sobre un equipalito, un cuadrúpedo pequeño de madera, una piedra con un muñeco muy mal pintado, flores, frutas, flechas,
carne seca, etcétera” (Santoscoy, 1899: XVII; Jáuregui, 1992: 14).
Entre los pioneros de la etnografía del Gran Nayar, fue el noruego Carl S.
Lumholtz quien mostró el mayor interés en los objetos votivos y el arte ritual.
Jícaras y flechas forman parte del “arte simbólico” que aborda en su tratado
Symbolism of the Huichol Indians (1900), y que contrasta con el “arte decorativo”
de los huicholes: los textiles tejidos y bordados (Lumholtz, 1904). Su trabajo
tiene los alcances y las limitaciones de un enfoque que considera el arte ritual
como sistema de comunicación. Lo que jamás se le hubiera ocurrido a un naturalista como él es preguntar por el estatus ontológico de dichas piezas; es
decir, cuestionarse por la forma en que los huicholes perciben la naturaleza
de estos objetos, lo cual lo hubiera llevado a preguntarse, entre otras cosas, si
en esta cultura existe la diferencia que hacemos en Occidente entre sujetos y
objetos, entre personas y cosas. Aunque no podemos decir que en aquella época
nadie se hubiera planteado estas preguntas. Unos cuantos años después de los
viajes del noruego, la sierra del Nayar fue visitada por Konrad Theodor Preuss,
el segundo gran clásico de la etnografía de la región y un auténtico pionero
de los enfoques antisimbolistas, o pragmáticos en etnología. Preuss publicó
mucho menos sobre el tema del arte ritual, pero tenía una perspectiva más
afín con los enfoques contemporáneos sobre el tema, sobre todo en lo que
concierne a la llamada agentividad de los objetos, es decir, el poder que emana
de estos artefactos u obras durante los procesos rituales (Gell, 1998; Severi,
2008, 2009).
Un problema de la etnografía del Gran Nayar ha sido que los investigadores
se han dedicado a constatar lo dicho por Lumholtz. Siempre me ha parecido
extraño que nadie cuestione las perspectivas de análisis inauguradas por el
noruego, por lo que no sorprende que la antropología simbólica haya tenido
tantos adeptos entre los colegas. El redescubrimiento del trabajo de Preuss, en
la década de 1990, facilitó la introducción de ideas más contemporáneas en los
estudios de esta cultura.
Partimos, entonces, del contraste entre Lumholtz y Preuss, cuyas posiciones,
aunque encontradas, no son incompatibles.
Jícara de los Venados
del Norte y del Sur.
Lumholtz y su enfoque simbolista
Carl Lumholtz es uno de los personajes que marca la transición entre los exploradores y los antropólogos propiamente dichos. En un opúsculo titulado “Mi vida
de exploración”, escrito el año de su muerte (1990 [1921]), narra cómo desde la
primaria tuvo interés en la botánica y cómo, desde su pequeña ciudad natal en
las montañas, mandó plantas a la Sociedad Botánica de Kew Gardens, en Londres.
Muchos exploradores y viajeros de los siglos xviii y xix compartían esta pasión.
Se interesaban por la morfología y por el estudio de las pequeñas diferencias
formales que les permitían organizar el universo de las especies. Les fascinaba
la taxonomía de Linneo, que ofrecía la atractiva posibilidad de bautizar alguna
especie recién descubierta con sus nombres o apellidos.
En la década de 1890, Lumholtz realizó cinco años de exploración e investigación de campo por la Sierra Madre Occidental, así como en el llamado Occidente
de México: Michoacán, Jalisco y el entonces Territorio de Tepic. Su trabajo entre
los wixaritari marcó un momento decisivo de su trayectoria: se convertía en un
verdadero antropólogo al realizar estancias prolongadas y una documentación
sistemática (Jáuregui, 1994).
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Para evaluar su enfoque teórico es importante tomar en cuenta que el único
antropólogo al que cita con regularidad y respeto es su amigo Frank Hamilton
Cushing. Como se sabe, el excéntrico norteamericano vivió entre los zuñis de
Nuevo México entre 1879 y 1884 y publicó importantes monografías sobre este
grupo (Green, 1979). También es notable que, en la obra de Lumholtz, la Sierra
Madre Occidental se presenta como una extensión del Suroeste de los Estados
Unidos, no como una periferia de Mesoamérica. En este contexto, parece lógico
que la teoría de Lumholtz tenga su origen en las ideas de los indios pueblo. El
texto más reconocido de Cushing ha sido su “Outlines of Zuni Creation Myths”
(1896), en especial el apartado titulado “Outline of Zuñi Mytho-Sociologic Organization”, donde el estadounidense analiza el sistema de clasificación de
este grupo que abarca, entre otras cosas, animales totémicos, clanes, rumbos y
colores. Como se sabe, Cushing fue una de las fuentes clave en la formulación
de la teoría de Émile Durkheim y Marcel Mauss sobre la Clasificación primitiva
(1971 [1903]). Según estos autores, lo que Cushing encontró es una “verdadera
organización del universo. Todos los seres y todos los hechos de la naturaleza […]
están clasificados, etiquetados y asignados a un puesto determinado […], todas
sus partes están coordinadas y subordinadas las unas a las otras, siguiendo
‘grados de parentesco’” (Durkheim y Mauss, 1971 [1903]: 41).
El tratado de Lumholtz sobre el arte simbólico huichol (1900) comienza con
un apartado llamado “Los dioses y su parafernalia: fetiches”, donde se presenta una
colección de estatuas de cantera que corresponden a los dioses principales de
la religión wixarika: Abuelo Fuego, Bisabuelo Cola de Venado, Padre Sol, Sol del
Poniente, Hermano Mayor, Abuela Crecimiento, Madre Maíz y Joven Madre Águila. En otro capítulo, Lumholtz presenta una detallada descripción de su colección
de flechas votivas, en la que asegura que cada una pertenece a una deidad; de hecho, el autor invita a suponer una correspondencia vis a vis entre los ídolos pétreos
y sus flechas, aun cuando el listado de los dioses no sea idéntico al de sus flechas
(Lumholtz, 1986: 126). Algo similar sucede con las plumas de los astiles: son de
diferentes pájaros que corresponden a dioses distintos, así que, de acuerdo con
su propuesta, se puede reconstruir un sistema de clasificación que vincule aves,
flechas y dioses (1986: 128).
Formalmente, las flechas votivas son similares a las de cacería. Las primeras
se clavan en el suelo, en los asientos de las sillas ceremoniales o en la paja del
techo de los templos (Lumholtz, 1986: 125). La sección posterior del astil, la parte
emplumada, varía (Lumholtz, 1986: 123; 127), pues aquí la flecha lleva dibujos en
zig-zag y líneas. Lumholtz reporta que los zig-zag representan al rayo, mientras
que las líneas rectas su trayectoria. El rayo simboliza la velocidad y la fuerza de
la flecha. Según mis informantes, las líneas en zig-zag remiten al rayo, las rectas a la
lluvia. Independientemente de su decoración, las flechas llevan mensajes para los
dioses. Como observó Lumholtz atinadamente, las flechas combinan “ofrenda y
oración” (Lumholtz, 1986: 125). “A través de ellas los huicholes hablan con sus dioses”, dice, aunque también afirma que los dioses se consideran los verdaderos
dueños de las flechas, un argumento que se volverá mucho más importante en la
interpretación de Preuss.
Al parecer, Lumholtz no estaba satisfecho con la información obtenida a partir de la exégesis indígena. De ahí que formule interpretaciones extravagantes
sobre los poderes místicos de las flechas y de las aves. Carente de tecnología avanzada —asegura el noruego—, el indígena se maravilla de la habilidad de las aves
para volar y “de ver y oír todo” (1902, 2: 199; 1986: 123). Asimismo, la flecha se parece a un ave: “es un pájaro con cuello estirado” (1902, 2: 201). Sin embargo, más
que por el vuelo, las flechas son significativas como proyectiles que matan a las presas. Es interesante, incluso sintomático, que a Lumholtz no se le haya ocurrido
reflexionar sobre esto.
El tema de otro capítulo son los objetos que denomina “escudos frontales
(neali’ka)”. Se trata de objetos tejidos, redondos o poligonales que el explorador
llegó a considerar como “el símbolo más importante” de los huicholes (1986:
293). Según su reconstrucción, éstos tenían una función defensiva. Al cesar los
conflictos, las armas (como los escudos y las flechas) se transformaron en objetos
rituales. En su análisis sobre estas piezas el noruego nos ofrece su explicación en
torno a la palabra nierika,4 que naturalmente está matizada por sus exégesis del
arte huichol: el uso amplio —dice— denota escudo frontal, rostro, apariencia y
retrato, aunque sugiere que los huicholes tienen en ella una verdadera palabra
para “símbolo”.
4 Nierika (en plural nierikate) es uno de los conceptos más importantes del arte huichol. La palabra proviene del verbo niereya (ver). Su primera acepción corresponde a mejilla y rostro, aunque
también se le usa como “retrato”, “dibujo”, “fotografía” y “obra de arte”. Las conocidas tablas de
estambre también se denominan así (Lackner, 1999). Se podría argumentar que la categoría nierika
abarca a muchos de los objetos que van en la ofrenda, no sólo a los nierikate propiamente dichos,
puesto que flechas y jícaras llevan dibujos y terminan siendo también nierikate. También puede
entenderse como “el don de ver” y alude a las visiones rituales que buscan los iniciantes para crear
al mundo. Por eso, nierika se refiere igualmente al instrumento de visión, como los espejos y los
nierikate, usados para que se revele al iniciante la verdadera forma del mundo (Negrín, 1985, 1986,
2005: 45-54; Neurath, 2000: 55-77, 2005a; Kindl, 2005: 225-248, 2007). Con todos estos significados,
nierika es un “concepto mana”, que, como tal, remite al poder de la magia. Se refiere a una noción
multifacética, que significa todo a la vez que nada, y cuya complejidad particular es resultado de
la complejidad del contexto ritual (Severi, 2007: 27). No está pensado, en primer lugar, para ser
comprendido, ya que sólo cobra sentido a partir de un análisis del proceso ritual.
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Un mito citado por Lumholtz (1986: 153) narra cómo una persona usa su escudo con agujero para observar las flechas de sus enemigos. Por eso —asegura—
el nierika, como “instrumento para ver”, tiene un orificio en el centro (1986: 293).
En un principio la hipótesis sobre el origen guerrero del nierika me pareció un
tanto especulativa, pero hoy estoy convencido de que es una idea interesante.
Pocos años antes de las visitas de Lumholtz, los coras y huicholes todavía eran
guerreros; incluso atacaron la ciudad de Guadalajara en 1873 (Meyer y Jáuregui,
1997). John Aldon Mason y Phil Weigand (1981) documentaron que los tepecanos, vecinos de los huicholes hacia el Oriente, llaman a objetos equivalentes
chimales, que puede traducirse como “escudos”. Según los huicholes actuales,
todo aquel que quiera visitar los lugares sagrados necesita un “escudo” para protegerse de los peligros de lo sagrado. De ahí la necesidad de llevar nierikate como
ofrenda. A la vez, nierika, en cuanto “don de ver”, es lo que se espera obtener de
las peregrinaciones y búsquedas de visiones.
Similares a las ofrendas son los “escudos dorsales”, nama, o, más bien,
“lechos”, “camas” o “esteras”, (itari, en plural itarite). Para explicarlos Lumholtz
recurre a un argumento similar al utilizado para el caso de los nierikate: el guerrero usaba su escudo dorsal como lecho (1986: 193). Según esto, “la utilización
simbólica de los escudos dorsales, especialmente en su carácter de petates o lechos, también es muy extensa”. Muchos elementos de la naturaleza se consideran
camas o sillas de las deidades. Por ejemplo, “las montañas sobre las que se asienta
la niebla se ven como altares, es decir, petates o lechos de las diosas [identificadas
con las nubes de lluvia]”.
En otro apartado, Lumholtz presenta una colección de tsikɨrite (singular,
tsikɨri) objetos romboides denominados “ojos”. La etimología ofrecida por el
noruego no ha sido corroborada; sin embargo, en el imaginario popular estas
piezas se convirtieron en “ojos de dios”, lo que resulta aún más problemático.5
Lumholtz informa que este objeto, al usarse en la fiesta de las calabazas tiernas,
alude la flor de calabaza (1986: 216). También aclara que se trata de un tipo de
nierika, un “símbolo de poder” que “sirve para ver y entender cosas desconocidas” (1986: 215). Veremos que Preuss interpretó los “ojos” de Lumholtz como
“estrellas” y como imágenes de la superficie de la tierra en cuanto tejido.
Lumholtz también dedica un capítulo a las jícaras votivas. Ahí observa que
“los cuencos votivos son las jícaras ordinarias que utilizan los huicholes para tomar sus líquidos, adornados para ofrendarse a los dioses” (1986: 225). También
5 Diseños romboides equivalentes de los tarahumaras sí pueden interpretarse como “ojos” y son,
de hecho, un equivalente del “instrumento para ver”, nierika, huichol (Aguilera Madrigal, 2005).
comenta que “se utilizan como ofrendas casi en la misma medida que las flechas
ceremoniales. Las oraciones que expresan son en esencia las mismas”. Encuentro
adecuadas ambas explicaciones; sin embargo, hoy día sabemos que no todas las
jícaras decoradas son ofrendas. Algunos de los recipientes incluidos en el estudio
de Lumholtz parecen ser “jícaras efigie” (Kindl, 2003), es decir, jícaras de los
encargados del centro ceremonial tukipa. Éstas jamás se depositan, sino que
permanecen resguardadas en los centros ceremoniales bajo el cuidado de un
“jicarero”, xukuri’ɨkame, quien, al igual que su jícara, personifica a una deidad
ancestral particular. Se trata nuevamente de lo que Annette Weiner llama “bienes inalienables” que, en el caso de los huicholes, se oponen a los objetos votivos
que son réplicas que circulan y deben renovarse de forma periódica (cfr. nota 3).
Sus interpretaciones de los objetos rituales tienen como contexto sus
ideas sobre las religiones indígenas dentro de su discurso pietista y de crítico
de la civilización. Lumholtz se fascinó por lo que él calificaba como el pensamiento “primitivo” del indígena, al tiempo que por su fervor religioso que, desde
su punto de vista, no se había desvirtuado por las complicaciones de la vida moderna. Como consideraba la sencillez una de sus virtudes, describió las creencias
indígenas como ingenuas y necesariamente equivocadas en su razonamiento (cfr.
Lumholtz, 1902, 2: 210). Por ejemplo, creyó explicar la creencia nativa en el alma
de las plantas argumentando que de otra manera sería difícil para los indígenas
explicarse el hecho de que vivan y crezcan (1902, 1: 356). Y en el mismo tenor
afirmó que consideran sagradas a las serpientes porque son los únicos animales
que caminan sin piernas (1902, 2: 232).
Nierika del Padre Sol.
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En su reflexión sobre el pensamiento indígena destaca la “tendencia a establecer analogías”, pero argumenta que ésta es exagerada y que entorpece todo
intento por descifrar el simbolismo del arte ritual:
Los fenómenos más heterogéneos se consideran idénticos. Por ejemplo, creen
que la mayoría de los dioses y todas las diosas son serpientes, pero también lo son las
lagunas y las fuentes en las que habitan las deidades e inclusive los bastones
de los dioses. Sin embargo, a estos últimos también se les consideran flechas. Ven
sierpes en todos los fenómenos naturales: en el cielo, en el viento que sopla en el
pasto, en el mar en movimiento, los ríos de curso sinuoso, el movimiento rápido
del rayo, la lluvia que cae, en el fuego, el humo, las nubes (1986: 292).
El noruego tiene un punto de vista parecido con respecto a las plumas.
“Las nubes, el algodón, la cola blanca del venado, la cornamenta del venado, e
incluso el animal, se conciben como plumas y se cree que todas las serpientes tienen plumas” (Lumholtz, 1986: 293). Con tal proliferación de analogías, el sistema
simbólico deviene muy ambiguo (1986: 292). Lumholtz se queda con la idea de
que el hombre primitivo es un entusiasta de la analogía, pero pierde fácilmente el
control sobre aquélla y, por ende, tiene problemas para ordenar su cosmos. Por
ser un sistema más eficaz, desde la perspectiva de Lumholtz, la ciencia europea
termina por imponerse.
Los objetos mágicos de Preuss
Podemos decir que los problemas confrontados por Lumholtz son típicos de
los enfoques simbolistas y de quienes jamás cuestionan la visión naturalista,
propia del pensamiento occidental. Hoy día se critica con razón la soberbia
de la ciencia que, suponiéndose universal y culturalmente neutral, se atribuye
la facultad de producir las únicas simbolizaciones correctas. A partir de estas
reflexiones ha surgido una suerte de “crisis de la representación” que, en antropología, implica un rechazo de los enfoques simbolistas.
Los sistemas analogistas, como el planteado por Lumholtz, en la práctica ritual de los wixaritari tienen un sitio relevante. Sin embargo, los símbolos
trazados por el noruego no son algo tan fijo, ni tan determinante. En la dinámica de sus ritos, es importante que los iniciantes adquieran el conocimiento
derivado de ellos, pero después se aprende a trascenderlo. La práctica de los
iniciados tiene un fundamento distinto que implica ir más allá de esta forma
de pensar.
Konrad Theodor Preuss, en su afán de refutarlo, encontró aspectos importantes sobre las prácticas del conocimiento de los iniciados. A diferencia de
Lumholtz, Preuss ha sido el gran desconocido de la historia de la antropología sobre México. Apenas en los últimos años se ha iniciado la recuperación de su obra
etnográfica y teórica (Neurath y Jáuregui, 1998; Alcocer, 2002, 2006; Díaz de Arce,
2005; Neurath, 2007). Cursó las carreras de geografía e historia en la Universidad
de Könisgsberg, Prusia (hoy Kaliningrado, Federación Rusa) y, en 1894, presentó su tesis doctoral sobre Las costumbres funerarias de los indígenas americanos y de
los asiáticos nororientales. Ya en éste, su primer trabajo científico, Preuss planteaba una crítica de lo que hoy llamamos eurocentrismo argumentando contra las
teorías de la religión que universalizan el dualismo metafísico, sobre todo la del
animismo de Edward B. Tylor, quien intentaba explicar el origen de la religión a
través de la dicotomía cuerpo-alma (1977 [1871]).
Como muchos integrantes de la primera generación de antropólogos alemanes profesionales, Preuss se volvió discípulo de Adolf Bastian, cursó estudios de
etnología en la Universidad de Berlín y se incorporó al Real Museo de Etnología,
donde trabajó bajo la tutela de Eduard Seler (Schlenther, 1959-1960). A diferencia de
su mentor, quien durante estos años se concentraba cada vez más en los estudios
mesoamericanos, Preuss siempre mantuvo intereses en la teoría antropológica.
Inspirado por la propuesta de Hermann Usener, filólogo clásico, historiador de la
liturgia y folclorista, adscrito a la Universidad de Bonn (Schlesier, 1994), mostró gran
entusiasmo por desarrollar una teoría de la acción ritual (Heilige Handlung, cfr.
Usener, 1904).6 Para ello, realizaba comparaciones entre los mexicas y otras civilizaciones antiguas como los griegos y los hindúes védicos. Le interesaba de forma
especial la cuestión del origen del drama, que se podía entender mejor a partir de
descripciones etnográficas de los rituales de los indios pueblo y de los antiguos
mesoamericanos que en las fuentes disponibles sobre los griegos, donde la separación entre teatro y ritual estaba ya demasiado avanzada (Preuss, 1904, 1906).7
Desde luego, la expedición de Preuss al Gran Nayar estuvo motivada directamente por los trabajos de Lumholtz sobre los huicholes (1898, 1900, 1902). Para
Seler (1998 [1901]) y Preuss (1901) estaba claro que el noruego había descuidado
el registro de textos rituales y que no se había percatado de la importancia de las
6 Esta teoría de la acción ritual viene de la teología católica. Como ha señalado Giorgio Agamben,
con el axioma sacramenta efficiunt quod figurant (los sacramentos son lo que representan), la teología
efectivamente se adelantó a las modernas teorías pragmáticas del acto de habla (Agamben, “Liturgia
and the Modern State”, European Graduate School, 2009 http://www.youtube.com/watch?v=jK-s3qHfLgw).
7 Con este planteamiento Preuss (1904, 2) influyó sobre Aby Warburg (2008) quien, en su conferencia sobre el ritual de la serpiente, retoma, como se ha dicho, ideas del texto “Demonios fálicos de la
fertilidad” del primero.
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fiestas religiosas actuales como fuentes para explicar la civilización de los antiguos mexicanos. El acercamiento de los berlineses a la etnografía de la región fue
en todo momento planteado a la luz de sus intereses mesoamericanistas y desde su enfoque etnofilológico. En consecuencia, durante su estancia en el campo,
Preuss se concentró en el registro de cantos en lenguas indígenas. Algunos de
sus contemporáneos lo criticaron por no dar suficiente importancia a la cultura
material, campo de estudio entonces muy en boga (Díaz de Arce, 2005: 56). Sin
embargo, Preuss también formó una colección grande y sistemática de objetos
coras, huicholes, mexicaneros y tepehuanes del Sur, incluso mejor organizada
que la de Lumholtz. Una serie de circunstancias desafortunadas impidió la publicación completa de los materiales obtenidos en México (Kutscher, 1968; 1976;
Neurath y Jáuregui, 1998; Neurath, 2007), así que Preuss nunca pudo presentar un
estudio detallado sobre los textos rituales huicholes que registró, ni sobre sus colecciones etnográficas. Sin embargo, en una serie de artículos logró expresar sus
ideas sobre su colección (Preuss, 1998). A Preuss no le interesaban los sistemas
de clasificación. Estaba en contra de los enfoques que tienden a reducir la religión a una especulación intelectual, o que plantean un determinismo sociológico
(Preuss, 1914). La finalidad del ritual y de la religión es “vivir”, no comprender ni
ordenar el mundo. El arte ritual es parte de los “medios de expresión del culto” y,
como tal, se encuentra en el mismo nivel analítico que cantos y danzas.
Para poder apreciar la teoría de los objetos mágicos de Preuss, hay que tomar
en cuenta que lo que él llamaba el “modo de pensar mágico”, que consiste en la
identificación de ciertos objetos de la naturaleza con la totalidad del cosmos, se
encuentra en la base de la vida intelectual y estética de la humanidad. Este fenómeno, que Preuss denomina “concepción compleja” (1914: 9-13), encuentra su
ejemplo paradigmático en la jícara cora del altar del mitote que escenifica el patio
festivo y, a la vez, la totalidad del cosmos (Preuss, 1912: lxxxii-lxxxix).8 Según
Preuss, “el hombre primitivo percibe no los objetos del mundo en su individualidad, sino como una totalidad indiferenciada y continua”. Todas las cosas que no
provocan emociones positivas o negativas le son indiferentes. Pero a aquellas que
despiertan su interés por estar relacionadas directamente con su supervivencia
les atribuye inmediatamente potencia y sustancia mágicas (Preuss, 1914).
Podría pensarse que en los ritos mágicos hay una falsa causalidad, pero de
acuerdo con esta postura no es así porque, debido a la no distinción entre la
parte y el todo, éstos no se plantean como una manipulación de la naturaleza.
8 La teoría de Preuss está casi olvidada, pero un público relativamente amplio la conoce de forma
indirecta, porque fue retomada por Ernst Cassirer en el segundo volumen de su Filosofía de las formas
simbólicas (1925).
Lo que sucede en el microcosmos del patio festivo (o de la jícara) también sucede
en el macrocosmos. Así, la teoría de la magia propuesta por Preuss se aparta de
las de George F. Frazer y otros autores de la época, como Lumholtz, para quienes el ritual es una conducta utilitarista basada en conocimientos inciertos, que
eventualmente será superada por la razón científica. El punto de partida para sus
postulados es una especie de metapragmática, una teoría indígena sobre la fuerza
imaginativa (Einbildungskraft), es decir, la facultad creativa que actúa produciendo síntesis (Preuss, 1914: 9). En el caso del “modo de pensar mágico” de los coras,
Preuss (1998: 327-332) demuestra cómo una religión indígena localiza “lo mágico” precisamente en la capacidad imaginativa del pensamiento, la “iluminación
repentina y espontánea” o “comprensión súbita”. La acción mágica es, entonces,
pensar y hablar con inspiración. No sorprende, pues, que la magia de la palabra
sea tan importante en religiones como las de los coras y huicholes. La oración es
rito hablado. Se ofrendan palabras y se reza con objetos, música y danza.
Preuss planteó la relación entre humanos y “dioses” de una manera muy
distinta a la del enfoque simbolista. Desde su punto de vista no existen seres
“sobrenaturales”, solamente objetos de la naturaleza dotados de fuerzas especiales. Al referirse a los objetos votivos de coras y huicholes, insistió en que se
trata de los instrumentos mágicos de los “dioses”, seres que también se entienden como objetos de la naturaleza. Para hablar de las flechas votivas, afirma
que “no pueden considerarse ofrendas, pero tampoco se trata de plegarias. Más
bien se trata de medios indispensables para obtener vida, salud, lluvias y buenas cosechas” (Preuss, 1998: 107). Desde su perspectiva, no se puede diferenciar
claramente entre dioses e instrumentos mágicos. En los textos que registró,
los objetos rituales hablan y actúan como personas divinas, al mismo nivel que
otras deidades de forma humana o animal (1998: 268, 393-395). Los artefactos
son también personas y, por eso, saben hablar (cfr. Holbraad, 2011).
En numerosas ocasiones, Preuss advierte del peligro de interpretaciones
demasiado rígidas de las religiones del Gran Nayar. “Las deidades [coras] son
antepasados o fuerzas naturales, pero no sería posible clasificar a los dioses según dos categorías tajantemente diferenciadas” (1998: 113). En el contexto de
esta argumentación desarrolla una serie de ideas relativas al origen de las divinidades a partir de las propuestas del mencionado Hermann Usener (1896).
Según Preuss, las concepciones más antiguas sobre deidades son los dioses de
las categorías (Gattungsgötter). En esta primera clase aún se manifiesta el pensamiento “primitivo” con su tendencia a identificar el uno con la totalidad, ya
que un Gattungsgott se asocia con el género que representa, por ejemplo, un dios
astral con la totalidad de las estrellas, o un dios animal con todos los ejemplares
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de su especie. En un siguiente paso, los dioses de las actividades (Tätigkeitsgötter) se caracterizan por ser relevantes sólo para ciertos miembros de un grupo
humano (Preuss 1914: 34-54). En esta fase, las deidades no son otra cosa que las herramientas usadas en los diferentes oficios. El hombre crea, en primer lugar, objetos de la vida cotidiana, herramientas y armas. Entonces se da cuenta que usar
y poseer instrumentos es tener un cierto poder; como se diría hoy día, se trata
de tener agentividad. Y por ello, estos objetos son más que simples piezas, son
seres con agentividad, animados o deificados. Si profundizamos en esta línea
de pensamiento podremos concluir que los instrumentos no son parte de la parafernalia o de los atributos de los dioses; son los dioses mismos, pues en ellos
está su poder. En el caso de los indígenas del Gran Nayar, las divinidades son
jícaras y flechas, objetos utilizados por los chamanes y encargados del centro
ceremonial (cfr. también Reyes, 2010).
Según la mitología recogida por Preuss, las flechas, jícaras, velas, nierikate,
flores y otras piezas votivas eran propiedad de los dioses, pues fueron ellos
quienes las trajeron cuando salieron del inframundo en el Poniente. La tarea de
los hombres es renovarlas. “Los dioses necesitan estos objetos para mantener
funcionando el mundo” (1998: 183). Las jícaras, representaciones de la tierra, se
consideran órganos sexuales femeninos (Preuss, 1998: 252), que los dioses usan
para procrear vida. Podría pensarse, entonces, que las flechas son falos, pero
Preuss, a pesar de su interés por los simbolismos sexuales y los ritos fálicos, no
menciona algo al respecto. La evidencia que encuentra indica que las flechas
votivas son armas que los dioses usan en la cacería del venado (1998: 292). Las
plumas sirven para transportarlas.
En las flechas ceremoniales coras, Preuss observa detalles que concuerdan
con los que Lumholtz señaló para los huicholes. Los poderes de las plumas dependen del color y del hábitat del pájaro en cuestión. Los diferentes tipos de
plumas corresponden a determinadas deidades. En las flechas de los niños se
usan plumas distintas de las que se utilizan para las de las niñas (1998: 108).
Pero todas las flechas coras llevan los símbolos de la Estrella de la Mañana (Hatsikan), de la Madre Tierra (Texkame) y de los “antiguos”, los ancianos principales
ya fallecidos (takuate). Hay una relación de identificación entre la flecha y el
dios de la Estrella de la Mañana, uno de los protagonistas de la lucha cósmica
de la fuerzas luminosas contra las estrellas de la noche. El relato cuenta que la
serpiente que vive en el Océano, al Poniente, es el cielo nocturno. Su oscuridad se
asocia con el agua y la Estrella de la Mañana la debe matar con su flecha. Luego
la serpiente se ofrece al dios solar como alimento. La flecha es, en esta historia,
el instrumento de Hatsikan, pero es también la Estrella de la Mañana.
Esta relación es un argumento en contra de la interpretación de los objetos
votivos como expresión de una plegaria: “Si ahora se nos dice que las flechas votivas son como las flechas de Hatsikan, esto quiere decir que no se trata de medios
para transportar rezos y ofrendas, sino de armas poderosas. ¿Acaso no sería una
costumbre muy extraña mandar plegarias con una flecha?” (1998: 109-110).
Preuss insiste en refutar el principio de reciprocidad y aclara que, en los cantos rituales que tradujo, los dioses piden los objetos mágicos (1998: 375). En este
punto se queda un poco corto en sus análisis. Según mi experiencia, en los ritos
huicholes siempre se producen situaciones donde no es posible saber quién pide
y quién da. Los agentes adquieren identidades complejas y sus papeles se empalman. Durante los cantos rituales, los dioses hablan a través del chamán, pero
éste, además, se transforma en sus interlocutores. Al parecer, la dinámica ritual
se basa, precisamente, en este cambio permanente de perspectivas practicado
por el chamán. Los papeles del donador y del recipiente de ofrendas se condensan, así como se confunden los roles del cazador y de la presa, y del sacrificador y
de la víctima del sacrificio, aspecto que planteamos en el capítulo anterior.
A diferencia de Lumholtz, Preuss acepta un poco más las ambigüedades. Los
objetos que el primero llamaba “ojos de dios” son un buen ejemplo, ya que aluden
a las estrellas y, a la vez, a la tierra. Pero las jícaras también son la tierra (1998:
108). Otro ejemplo es el algodón que se considera la silla de nubes de la diosa, pero
los copos son también las nubes que los dioses necesitan para hacer llover (1998:
109, 292). En algunos artículos (1998: 183, 253), Preuss formula un compromiso
entre su teoría de la magia y el principio de la reciprocidad: las ofrendas sirven, por
una parte, para proporcionar a los dioses los instrumentos mágicos que necesitan
para desarrollar sus actividades, pero también expresan los deseos de los donadores: guaraches en miniatura, arcos y pulseras, por ejemplo, indican peticiones
en torno a seguir la tradición, la cacería y la vida. Pequeños trapitos se frotan en
la piel del infante para quitar la enfermedad y después se amarran en las flechas
votivas. Un bule de tabaco en miniatura es para quienes desean ser curanderos, un
trabajo textil comenzado, para las que quieren ser tejedoras (1998: 255-292).
Flecha de Tamatsi con trampa en miniatura.
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Fiestas en contraste
Los etnógrafos clásicos me dieron buenas pistas para interpretar el arte ritual
huichol. Desde aquel momento el debate actual entre antropólogos simbólicos
y teóricos de la praxis estaba prefigurado. Sin embargo, hasta la fecha se han
conciliado poco ambos puntos de vista. Mientras trabajaba en la comunidad
Tuapurie (Santa Catarina Cuexcomatitlán, Jalisco), en la década de 1990, me di
cuenta que nadie hasta ahora había considerado en esta discusión la complejidad
de las relaciones rituales, en la que suelen articularse situaciones paradójicas
producidas por contradicciones en el estatus de las personas y las cosas. Desde
esta perspectiva, las posturas de autores como Lumholtz y Preuss son parciales,
pero ambas son válidas y es que en un mismo contexto, por ejemplo, jícaras y
flechas pueden ser medios, como lo planteaba Lumholtz, y agentes, como eran
vistas por Preuss.
Vamos por pasos. Habíamos dicho que las jícaras y las flechas se asocian con
personas. Pero unas y otras corresponden a diferentes fases de la vida y a distintos complejos rituales. En principio las personas-jícara o “jicareros” (xukuri’ɨkate) del
centro ceremonial tukipa se oponen a las personas-flecha (ɨrɨkate) de los adoratorios parentales xiriki (Neurath, 2002, 2010a).
Las personas-jícara son iniciantes, en su mayoría adultos, que en las ceremonias se transforman en los antepasados míticos y llevan a cabo los viajes que
estos hombres primigenios realizaron desde el mar en el Poniente. Se llaman jicareros porque se encargan de jícaras que son, al mismo tiempo, ellos y las madres
(Tateima) de donde nacieron o salieron. Los jicareros son los ancestros antes de
que fueran dioses y deben transformarse en ellos. Pero se trata de antepasados
genéricos, genealógicamente no demostrables.
Su contraparte son las personas-flecha del adoratorio parental, xiriki. Éstos
por lo general se representan con pequeños cristales de cuarzo que reciben el
nombre de ɨrɨkame, derivado de ɨrɨ, “flecha”, pues se envuelven en un pedazo de
tela y se amarran a una flecha ritual. Estos objetos son personas ya iniciadas, que
pueden estar vivas o no. Los chamanes ancianos, según dicen los huicholes, “ya
son como antepasados” y, por eso, también se les rinde culto en estos adoratorios.
A diferencia de los antepasados genéricos que viven en el tukipa, los antepasados
(vivos o muertos) que se veneran en el xiriki parental son abuelos, bisabuelos y
tatarabuelos concretos de la gente que pertenece al adoratorio en cuestión.
Los xirikite son graneros rituales donde el culto a los ancestros se combina
con el culto a las diosas del maíz. La gente común también está presente en el xiriki, pero no en forma de cristales, sino como atados de cinco mazorcas (niwetsika).
Estos atados son la diosa del maíz (Tatei Niwetsika), pero también son las esposas
y la “familia” de un hombre. En el sentido más amplio, aluden a toda la gente que
pertenece al xiriki y a sus coamiles o milpas.
Cuando un niño nace, se le fabrica un niwetsika, pero cuando una persona se
inicia en el chamanismo, se convierte en una piedrita ɨrɨkame. Bajo esta forma
se aparece a sí mismo o a otro cantador durante una ceremonia. Al celebrar una fiesta de xiriki se convoca a todos los descendientes bilaterales de los “antepasados”
venerados en el adoratorio en cuestión.
Los iniciantes o aprendices de mara’akame participan, en un principio, tan sólo
como sacerdotes en el centro ceremonial comunal para luego operar tanto en adoratorios parentales como en templos comunales (Neurath, 2005b). Desde este
punto de vista podría considerarse cierta gradación que inicia en los tukipa, asociados con las personas-jícara y asciende hasta los xirikite, a los cuales se adscriben
las personas-flecha. Sin embargo, la historia no es tan sencilla.
Según la mitología, los centros ceremoniales tukipa son los ranchos donde
vivieron los primeros comuneros, es decir, los dioses fundadores. El culto del
adoratorio parental no se considera tan “original” (primordial) como las ceremonias del tukipa. Se cree que los antepasados más antiguos eran los dioses que
habitaban en el centro ceremonial (de hecho, siguen viviendo ahí). Luego, la
comunidad se dispersó y la gente comenzó a vivir en ranchos particulares. Es
evidente que el mito otorga más importancia al tukipa que al adoratorio parental. El primero es una escuela de iniciación, en tanto que los ya iniciados, que son
personas-flecha, pertenecen, en primer lugar, al xiriki parental. Los jicareros,
como encargados del centro ceremonial comunal, cumplen con muchas funciones “sacerdotales”, pero durante esta etapa sólo son aprendices de chamán. De
esta manera, la subordinación mitológica de los xirikite frente los tukipa se opone
a una jerarquización donde los mara’akate identificados con los ɨrɨkate del adoratorio parental cuentan más que los encargados del centro ceremonial comunal
que personifican a los ancestros míticos.
La oposición entre flecha y jícara equivale a la dicotomía entre iniciados y no
iniciados, entre comunidad y familia. El análisis de esta relación ofrece una buena pista para entender las contradicciones, ambivalencias y polisemias de los
objetos rituales que tanto preocuparon a los etnógrafos clásicos del Gran Nayar.
Para los legos, lo más importante es cumplir con los intercambios recíprocos.
Al ofrendar jícaras y flechas untadas con sangre sacrificial, se espera obtener la
lluvia y otras cosas que se piden a las deidades. Para los iniciados, la relación con
los ancestros se plantea de manera diferente, ya que ellos se transforman en los
antepasados deificados, y usan las ofrendas como instrumentos mágicos para
llevar a cabo actividades que permiten que prospere la vida en el mundo.
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Del sacrificio al intercambio
Como ya se dijo, la ofrenda de jícaras, flechas y otros objetos forma parte de una
secuencia ritual que aparece en contextos diversos, aunque en combinaciones
distintas. Los objetos que la integran son réplicas de las jícaras y flechas que
permanecen en los centros ceremoniales y que son los antepasados. Estos objetos son velados durante una noche de canto chamánico. En la madrugada se
les unta sangre sacrificial y, posteriormente, se les ofrenda en diversos lugares
sagrados del paisaje.
Las flechas y las jícaras votivas siempre forman pares. Hacia el principio del
ritual, cuando se llevan las ofrendas a las moradas de los dioses, cada lugar sagrado y cada deidad recibe un par integrado por una jícara y una flecha. Pero,
aunque estas piezas se obsequien juntas, su naturaleza es completamente distinta: la jícara tiende a ser un objeto de intercambio; la flecha, expresión de un acto
violento que al mismo tiempo es un don libre, pero, como puede constatarse en
los cantos, uno y otro objeto se implican en estas relaciones, lo cual expresa la
complejidad de la ritualidad wixarika y es un excelente ejemplo de lo que se denomina “condensación ritual”: la coexistencia de vínculos e intenciones rituales
que se contradicen (Houseman y Severi, 1998; Humphrey y Laidlaw, 1994). Uno
y otro objeto entran en estas relaciones. En los cantos esto se elabora de forma
considerable (Lira, 2013).9
Cuando se elaboran los objetos votivos predomina una lógica de plegaria. Con
diligencia se plasma visualmente lo que se pide a las deidades. En cuanto a su aspecto de plegaria, la parte más relevante de la flecha es la trasera, una vara de carrizo.
Con pintura roja o azul se le aplica un diseño relativamente sencillo compuesto por
líneas rectas y onduladas. Este dibujo, realizado parcialmente en negativo, representa lo que se envía, las “palabras” de la plegaria, y lo que se pide: serpientes de
lluvia, relámpagos, etcétera, que son también las “palabras” de los dioses.
Las jícaras son muy pequeñas y en su interior llevan una pintura de color
“rojo / sangre” (xure, a veces rosa) o “negro / oscuro” (yɨwi, a veces azul o morado). Las primeras son para las deidades celestes y el fuego, las últimas para las
diferentes diosas madres (las Tateiteime), para Takutsi Nakawe y el dios del viento (Tamatsi ’Eaka Teiwari). Ambas clases sirven como recipientes para ofrecer la
sangre de los animales sacrificados a las deidades.
9 Grabar cantos hasta ahora ha sido mal visto e incluso prohibido por la comunidad y sus autoridades. Muy recientemente, Regina Lira (2013) ha logrado promover un proyecto de traducción y
análisis lingüístico de estos textos. Por lo pronto, cuento con lo que entendí al estar presente y con
las exégesis ofrecidas en numerosas ocasiones durante los rituales, narrativas mitológicas y el arte
de las tablas de estambre, que muchas veces cita los cantos.
Sobre esta decoración monocromática, se aplican pequeñas figuras formadas
cuidadosamente con cera, y adornadas con chaquira de diferentes colores y con
pequeñas monedas. Igual que las pinturas de las flechas, las figuras de estrellas,
venados, vacas, plantas de maíz, hombres y mujeres, y demás aplicaciones en las
jícaras son oraciones o plegarias. Lo que se pide es vida (tukari) y salud, hijos,
éxito en la cacería, buenas cosechas y dinero. Las pequeñas figuras humanas de
cera remiten a los niños y familiares, las plantas de maíz a las cosechas, las vacas
al ganado, los venados a la cacería, las monedas (tumini) al dinero y la chaquira
(kuka) al agua y a las semillas. Los detalles de la decoración varían según la deidad
invocada (Kindl, 2003). A menudo, un mismo símbolo representa simultáneamente lo que se pide y a quién se le pide. En el centro de cada jícara se encuentra un
círculo que representa el iyari del objeto, el “alma”, el “aliento” o la “fuerza vital”,
centro y apertura por donde pasa la respiración (sobre iyari, cfr. Pacheco, 2010).
La miniaturización es una constante del arte ritual wixarika y se encuentra
en muchos ámbitos. Por ejemplo, los adoratorios xirikite que se construyen en los
sitios de peregrinación siguen con frecuencia la lógica de la miniatura. Los dioses
son “chiquitos” pero “listos”. Se oponen a los gigantes, hewiixi, antepasados de
los mestizos, que son “grandotes” pero torpes. La inocente “travesura” de los
dioses de “arriba” marca un contraste con la “maldad” de los pervertidos seres de
“abajo”. Asimismo, los colores brillantes de la chaquira y los diseños geométricos
de muchos objetos rituales se asocian con el ámbito solar de “arriba”. Pensando
en estos diseños, en el uso de cristales, espejos y plumas, en la importancia del
venado, podemos decir que todo lo claro y geométrico, brillante, translúcido y
tierno se relaciona con el mundo de los dioses.
En los nierikate, los antiguos “escudos frontales” miniaturizados, que hoy
día suelen ser simples dibujos redondos de papel, también se plasma gráficamente lo que se pide, pero los dibujos igualmente retratan a los dioses que son
destinatarios de las ofrendas. Los diseños son similares a las figuras de cera
que encontramos en las jícaras, aunque un poco más complejos y también son
adornados con cera, monedas y chaquira. El sistema iconográfico de jícaras y
nierikate no suele ser muy preciso, pero es ma’iwe, es decir delicado10 o peligroso
confundir los objetos. Muchas veces se escriben leyendas o se colocan letreros con
el nombre de la deidad o del lugar de culto que corresponde al objeto.
Como se ha dicho, junto con las palabras de la oración, las flechas y jícaras
transportan la sangre de los animales sacrificados desde el patio festivo hasta
los lugares donde moran las deidades que recibirán la ofrenda. En la lógica del
10 Sobre el concepto “delicado”, cfr. Perrin (1994).
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intercambio, la sangre sacrificial es una retribución para los dioses por los sacrificios que los ancestros han sufrido; la consumen como alimento. Pero sólo la
sangre de los animales aún vivos funciona para ello. Fortalecidos y contentos,
los dioses obsequiarán la lluvia, la vida y las demás cosas que se les pide.
La ofrenda es un Indian gift en el sentido que Jonathan Parry (1986) da al término; es decir, se trata de un don que espera como respuesta algo equivalente;
así que para los dioses, el contradón se vuelve obligado. La sangre de los animales sacrificados activa la plegaria, “hace hablar a las ofrendas” cuando éstas se
entregan a los dioses durante las visitas a los lugares sagrados. A su regreso, los
peregrinos traen “aguas benditas”, líquidos que se juntan, posteriormente,
en las ceremonias.
Cada fiesta huichola o cora implica peregrinaciones (kɨnitɨxa) hacia los extremos del mundo que tienen que realizarse antes y después de la fiesta. Philip
Coyle (2000) describe cómo, entre los coras de Santa Teresa, en Nayarit, antes de
comenzar cualquier mitote parental o comunal, se debe reunir una serie de objetos y
materiales necesarios para el ritual, y entre éstos, el más importante es el “agua
sagrada” (wáwɨ), recolectada en cuatro manantiales hacia el Oriente, Poniente,
Norte y Sur de la comunidad. Entre los huicholes, el cantador invita a los dioses a
que vengan de los lugares de culto del paisaje, que son sus moradas, para asistir a las
fiestas de los patios y dialogar ahí con el cantador. Durante el canto, el chamán visita los sitios donde habitan los dioses. Después, en las peregrinaciones, se hacen
desplazamientos físicos para dejar las ofrendas en estos lugares.
El cosmos se mantiene con vida porque la sangre y el agua circulan y establecen un pulso igual al humano. En caso de que no llueva, una medida de
emergencia es transportar agua de una fuente sagrada del desierto hacia el
mar y viceversa, lo que provoca que las aguas quieran regresar a sus lugares de
origen (Lumholtz, 1902: 194). Otro de los “líquidos” que circulan en el cosmos
es el dinero, la sangre del dios mestizo Xaturi (Cristo, “santo” en su traducción
literal) transformada en plata (cfr. Zingg, 1982 [1938], 2: 275). Pero ya mencionamos que en los ritos huicholes el intercambio no es toda la historia. Existe
una paradoja en torno a la sangre sacrificial, que es también la sangre de los
destinatarios de la ofrenda, pues la víctima del sacrificio se identifica con el
ancestro que recibe —¡y es!— la jícara o la flecha.
Ɨrɨkate
El Amanecer como amenaza
Habíamos dicho que las flechas son las armas que las deidades disparan en su
lucha contra los monstruos femeninos de la oscuridad y que son las propias deidades. En la mitología huichola, los flechadores por excelencia son el Sol en el
amanecer y su hermano mayor, Xurawe Tamai, el Joven Estrella, o Tamatsi Parietsika, el Lucero de la Mañana.
Sin embargo, al depositar una flecha, más que dispararles, se invita a los dioses a sacrificarse en beneficio de la gente. La cacería del venado y la ofrenda de
flechas son, pues, actividades rituales que se identifican entre sí. Esta última es
un tipo de cacería que mata a los dioses, o, visto de otra manera, los obliga a
devolver el don y a sacrificarse en beneficio de los humanos. La flecha expresa la complejidad de esta relación que se imbrica aún más, pues dichas piezas se untan con
la sangre sacrificial de verdaderas presas, y luego se clavan en estatuas y piedras
que corresponden a venados y ancestros deificados.
En la cacería y en la ofrenda de flechas los seres humanos realizan un acto
violento; como dicen Henri Hubert y Marcel Mauss (1970 [1899]), un “crimen”.
Los hombres matan a un animal tierno y puro, su hermano mayor, el héroe cultural, fundador de su religión y costumbre. Sin embargo, hay en estos sacrificios
una notable negación de la violencia, un aspecto que para otros contextos culturales fue observado también por estos investigadores. Se cree que el venado
es el fundador de “el costumbre”, así que él mismo tiene interés en que se le
siga cazando y matando. Se dice que se entrega a los cazadores “porque siente
lástima”. Antes de morir todavía les enseña cosas. Su muerte es un acto de autosacrificio cosmogónico que asegura la continuidad de “el costumbre” (yeiyari) y
la existencia del mundo (kiekari).11 No se trata de un intercambio, sino de un acto
voluntario, que permite la transformación de los ancestros en dioses y en todas
las cosas importantes.
Para los huicholes, la cacería de venado consiste en convencer al animal de
que realice el autosacrificio del dios Tamatsi Parietsika. Según la mitología wixarika, muchos actos creadores son autoinmolaciones similares de antepasados que,
gracias a su experiencia de muerte sacrificial, alcanzan la calidad de una deidad.
Estos antepasados se transformaron en cosas que sus descendientes, los humanos,
necesitan para vivir. Así sucedió con el niño que voluntariamente se arrojó a una
hoguera y renació como el sol. Otros dioses ofrecieron su sangre y sus venas se
transformaron en ríos, canales subterráneos y lluvia. También el mar se sacrifica
para transformarse en nubes, mientras que la diosa del maíz siempre entrega a
11 El término kiekari se ha traducido como “rancheridad” (Liffman, 2012: 273).
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sus hijos, los elotes. Diversas prácticas de austeridad (no comer y no tomar agua
durante el día, abstinencia de sal, sexual y de sueño) también aluden y se identifican con los autosacrificios míticos sufridos por los antepasados y son, por ende,
aspectos importantes de las peregrinaciones y búsquedas de visiones que realizan
los xukuri’ɨkate o peyoteros.
El sacrificio de un animal doméstico es un acto ritual distinto a la autoinmolación del venado. Aunque también aquí se dice siempre que la víctima está de
acuerdo con su destino, animales como toros y chivos pertenecen a las fuerzas
caóticas o salvajes de la vida (tɨkari) que deben ser vencidas y domesticadas ritualmente. Sinónimo de riqueza, el toro también se asocia con Takutsi y otras
deidades de la fertilidad desenfrenada, por ejemplo el hakuyaka, un monstruo que
se parece a este animal y que aparece en los aguaceros. Criaturas con aspecto
similar habitan en las profundidades del mar. Así, el sacrificio de la res equivale
a la muerte de la gran serpiente acuática que amenaza con inundar o destruir el
mundo. Asimismo, y esto tal vez es aún más importante, matar al toro también es
matar al enemigo mestizo que amenaza con invadir las tierras comunales.
Así, en las fiestas huicholas se matan animales que pertenecen a dos categorías contrastantes. En lo que se refiere a la importancia del intercambio recíproco
entre seres humanos y dioses, los significados simbólicos de ambos sacrificios
no son muy distintos. Sin embargo, en el nivel iniciático, éstos se oponen casi
diametralmente. En contraste con la espontaneidad que caracteriza a la muerte
en la cacería de venado, el sacrificio de un animal doméstico implica un ejercicio
de autoridad. El toro y, sobre todo el chivo, muchas veces se resisten, patalean y
“protestan” cuando son arrastrados hacia el lugar de sacrificio, en especial cuando no han sido pialados de forma adecuada.
Flechas de Tamatsi
con itarite (“camas”).
La negación de la vitalidad salvaje y espontánea, que se expresa en el sacrificio
del toro, no puede ser absoluta. En la última fase importante del ritual —el consumo festivo de la carne del animal— la negación se convierte en una subordinación
jerárquica. Durante la noche de canto, los participantes, junto con el mara’akame,
se han transportado al origen del mundo y han encarnado a la comunidad de los
ancestros. Ahora recuperan los aspectos de la “vida mundana” que habían dejado
atrás. Siguiendo a Maurice Bloch (1992), podemos afirmar que se trata de establecer una jerarquización de los aspectos antagónicos de la existencia, tukari y
tɨkari, el orden solar y el desorden nocturno, como he explicado en otros trabajos.
Así, el ritual expresa la domesticación de los aspectos más caóticos del cosmos.
La fertilidad femenina desenfrenada y la economía mestiza, “capitalista salvaje”,
permanecen bajo el control de los ancestros huicholes.
La ambivalencia sacrificio-autosacrificio es útil para fines analíticos, pero
igual de importante resulta la inversión de los roles sacrificador / víctima. Muchos mitos narran este intercambio de papeles. Por ejemplo: el cazador indigno,
seducido por una mujer-serpiente, se transforma en venado y es perseguido por
los lobos. Después, el venado se entrega a éstos y se transforma en peyote; los
cazadores devoran el venado-peyote y se transforman en venados... En especial,
la mitología en torno al planeta Venus plantea la transformación del héroe en su
alter ego, y, después, del alter ego en su alter ego, el otro del otro, así que el héroe
vuelve a ser el mismo que al principio (Neurath, 2004). Desde luego, estas ambivalencias del sacrificio pueden analizarse en términos del perspectivismo de
Eduardo Viveiros de Castro (1998, 2004, 2005), pues en cada metamorfosis cambia
el punto de vista del personaje que se transforma. Entre los pueblos amazónicos
estudiados por Viveiros de Castro (1992), los prisioneros de guerra, que son las víctimas del canibalismo, por este cambio de perspectivas triunfan sobre quienes los
capturan y devoran. Al mismo tiempo, el devorador se convierte en el enemigo
que ha devorado. Tomar la perspectiva de las víctimas en el contexto de la iniciación huichola implica conocer la mirada de los ancestros y transformarse en ellos.
Producir o devenir dioses es un asunto delicado. Carlos Fausto (2007) y otros
autores describen cómo, en muchas tradiciones amerindias, los animales depredan a los humanos al causarles enfermedades. También entre los mixtecos
estudiados por John Monaghan (1995: 103) los dioses son enfermedades. En el
caso de los huicholes, no puede obviarse que la experiencia iniciática-transformativa, basada en un concepto de don libre y desinteresado, no solamente produce
el cosmos sino, como en una suerte de acto colateral, también engendra toda
clase de fuerzas peligrosas y potencialmente patógenas. Los dioses creados en el
autosacrificio son poderosos, están dotados de una voluntad que escapa al control
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del chamán y, cuando no se les trata de manera correcta, se convierten en enfermedades, es decir, proyectiles, piedras u otros objetos que, durante los ritos
de curación, deben extraerse de los cuerpos de los pacientes. El venado puede
causar la “enfermedad de venado” que se manifiesta como una diarrea y en un
adelgazamiento del paciente. La enfermedad de la piedra de sacrificio, tepari, sucede cuando el dios del fuego toma el ombligo de un paciente como lugar de
residencia y provoca un ardor estomacal terrible. Una enfermedad es algo similar
a una transformación chamánica, la diferencia es quién tiene el control en la metamorfosis: el animal o la persona.
El chamanismo siempre corre el riesgo de volverse brujería y, dado que participar en la iniciación y practicar el autosacrificio cosmogónico conlleva este
peligro, mucha gente prefiere limitarse al nivel exotérico del ritual que consiste,
principalmente, en practicar únicamente intercambios recíprocos. La ambivalencia de los seres o las fuerzas creados en el autosacrificio visionario explica por
qué los chamanes tienen dificultades para mantener su prestigio y no siempre
gozan de buena reputación. Asimismo, nos ayuda a comprender por qué, en
ciertos momentos rituales, puede observarse una actitud tan despectiva hacia
los peregrinos del peyote. Por ejemplo, durante la coreografía de la fiesta de
Hikuri Neixa (danza del peyote), los peyoteros, ya transformados en venados,
son atrapados por los comuneros que se habían quedado en casa. Pero, en lugar
de tratarlos como los “hermanos mayores”, los cazadores se burlan de ellos.
Podrían mencionarse otros contextos donde se observa una total falta de respeto
de los no iniciados hacia los iniciados.
En el caso de los peyoteros aplica lo que han dicho los indólogos: “el don libre
no establece amistad” (“A free gift makes no friends”). El don libre es un veneno (Gift
en alemán). En este contexto es importante tomar en cuenta que, según la teoría
de Jacques Derrida (1995 [1991]; Laidlaw, 2000: 617-634; Río, 2007: 449-470), el
sacrificio o don desinteresado destruye o interrumpe las relaciones sociales, a la
vez que crea cosas nuevas y diferentes. En el caso de los huicholes, el autosacrificio cosmogónico crea el mundo solar de los ancestros, pero se trata de un mundo
potencialmente destructivo.
El fracaso en la cacería y en la iniciación hace posible la alianza entre “los
de arriba” y “los de abajo”, los cazadores y las presas, los cultivadores y el maíz.
De ahí, por ejemplo, que existan historias como la del hombre que no tiene éxito
en la cacería y termina casándose con las cinco muchachas maíz y adquiere un
modo de vida sedentario y en familia (Preuss, 1998: 161; Neurath, 2002: 159). El
relato cuenta que el sembrador establece una negociación con la madre de las
muchachas según la cual éstas serían tratadas como princesas y no le ayudarían
en las tareas de la casa, a cambio de maíz abundante en sus trojes. Pero la madre
del sembrador falta a la promesa y las obliga a trabajar. A partir de esta falta, el
sembrador, para obtener el maíz, tiene que valerse de un gran esfuerzo, tanto
físico como ritual (Neurath, 2006).
Ser cultivador implica haber fracasado en la cacería y en la iniciación, pero
tampoco resulta fácil mantener la alianza que se estableció entre el humano y la
planta. En el calendario ritual anual, la fiesta de la siembra, Namawita Neixa, es el
único día del año en que se respeta plenamente el acuerdo con la madre del maíz
y las mujeres no trabajan pues, como habíamos visto en el relato, son personificaciones del maíz. Los hombres son los que tienen que barrer y preparar la comida.
Únicamente se consume alimento preparado a base de maíz no nixtamalizado. Se
suspende la práctica del sacrificio y se procede a construir una alianza con el Otro.
La celebración de Namawita Neixa implica un cambio de cosmovisión. Durante los rituales de la temporada de lluvias aquello que, de acuerdo con la
ideología solar es considerado como una especie de caos original, se convierte
en un cosmos por derecho propio. Según la cosmovisión solar —válida durante
la temporada de secas—, esta suerte de caos prehistórico se ubica en el extremo
devaluado de su geografía: el inframundo. Mientras reinen este tiempo y espacio los seres de la oscuridad deben ser controlados por las fuerzas asociadas con
el sol ascendente y los ancestros. Si seguimos la lógica del perspectivismo, podríamos decir que, desde el punto de vista de las criaturas de este universo no
solar, los poderes oscuros son positivos y deben ser liberados. La cosmovisión
alternativa, vigente durante la temporada de las lluvias, representa la perspectiva de las deidades de la fertilidad. La deidad suprema ahora no es el dios del
Fuego (Tatewari), sino Takutsi Nakawe. En su mundo, indígenas y mestizos se
diferencian poco. De hecho, un gran número de dioses huicholes de la oscuridad son clasificados como mujeres y no indígenas. En este tiempo y espacio, el
quehacer chamánico o iniciático no importa mucho. El énfasis ritual se pone en
la reciprocidad, la cooperación, la alianza.
La tradición huichola tiene un predominio solar y puede definirse como
visionaria y creadora de cosas efímeras, aunque siempre radicalmente nuevas.
Las visiones chamánicas son eventos originales, invenciones en un sentido poético (Wagner, 1981 [1975]). No son simples repeticiones. De cierta manera, cada
ritual es el primero, cada amanecer es un evento único (Preuss, 1933). El ámbito
nocturno de su tradición puede ser definido como una recuperación del pasado
pero no es simplemente una inversión: involucrarse con la vida nocturna y prechamánica también significa entablar una relación constructiva con el mundo
no indígena.
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La paradoja del ritual
Como habíamos visto, pese a que se asocian con mundos completamente distintos, jícaras y flechas siempre se ofrendan juntas, como si aludieran a que la jícara
se entregara flechada. Más allá de esta asociación, resulta imposible estudiar estos objetos sin recurrir a la paradoja.
La jícara, por ejemplo, se identifica con la mujer y la tierra, un ser ambivalente que es la víctima del flechador. Es un vientre femenino y un recipiente que
contiene y produce la vida: humanos, animales, plantas y agua. Esta última, desde
luego, es la sustancia más preciada que se guarda en la jícara que es el mundo.
Entregar una xukuri no implica un acto violento, como sucede con las flechas
votivas que se disparan hacia las deidades. A los dioses se les sirve su alimento
en jícaras. En correspondencia, los seres humanos reciben el agua en la jícara
que es la tierra. Donar jícaras es entregar mujeres (cfr. Preuss, 1998: 286). Así, al
ofrendar estas piezas se celebra una alianza matrimonial pacífica con los dioses:
los seres humanos ofrecen mujeres a las deidades para que éstas produzcan vida.
Pero también las mujeres / jícaras tienen un aspecto depredador: pueden transformarse en monstruos e inundar el mundo con un nuevo diluvio. Al flechar a las
diosas-jícara éstas se mantienen bajo control.
La flecha, en cambio se asocia con el ámbito del desierto y con la iniciación.
Se flecha el peyote, que es el ciervo que se ha transformado para dejarse cazar. Y
sin embargo, como hemos visto, estas piezas llevan inscritos dibujos que son plegarias y que están vinculados más bien con la dinámica del intercambio recíproco
entre los hombres y los dioses.
Nierika de Tatei Nia’ariwame.
Pero ésta no es la única paradoja que vincula a estos objetos. La articulación
siempre problemática entre prácticas de reciprocidad y rituales de sacrificio y
transformación puede analizarse en términos de una coexistencia —siempre
complicada— de las prácticas que distinguen a las llamadas sociedades analogistas —que se caracterizan por su visión del mundo enclavada en las clasificaciones y
su énfasis en el intercambio— y las que son características de los pueblos animistas, más cifradas en la lógica predatoria (cfr. Descola, 2005; Neurath, 2010a). El
ciclo anual de fiestas agrícolas e iniciáticas implica una alternancia estacional en
el énfasis general de los ritos que oscila entre alianza y sacrificio, pero la misma
alternancia también está presente en cada ritual huichol.
Cada ceremonia comienza con una fase de preparación de las ofrendas durante la cual el énfasis se pone en el intercambio recíproco de dones. Al iniciar
la sesión de canto chamánico, poco a poco, la lógica sacrificial e iniciática gana
terreno. Esta fase culmina en los sacrificios de animales que se realizan en el amanecer. Pero, a partir de este momento, se retoman las prácticas de intercambio y
comienzan las peregrinaciones para depositar los objetos votivos en los lugares
sagrados y recoger “agua bendita”.
También es cierto que la coexistencia de esquemas de la práctica nominalmente incompatibles es, en primer lugar, una cuestión de las intenciones y
experiencias de los diferentes participantes. Para los legos el sacrificio es una
forma de intercambio. La sangre sacrificial es, sobre todo, para alimentar a los
dioses. Desde la perspectiva de los chamanes, el intercambio es de poca importancia y lo único que cuenta es la experiencia que puede definirse como visionaria,
transformativa, cosmogónica y sacrificial.
La experiencia de los chamanes implica una negación de las prácticas de intercambio recíproco que constituyen el meollo de la acción ritual de los legos. En
el contexto de la iniciación, los humanos no se relacionan con los ancestros por
medio de intercambios, sino por la vía de la transformación; es decir, se convierten
en ellos. Sin embargo, en este proceso se producen también fuerzas peligrosas y
patógenas. En consecuencia, los no iniciados tienden a no confiar en los chamanes.
Hay ritos que expresan, de hecho, la negación del don libre por parte de los no
iniciados. En la danza del peyote, Hikuri Neixa, cuando los ya iniciados reparten generosamente el peyote, las semillas y las demás cosas que ellos han creado (y en las
cuales se han transformado), se les obliga a aceptar contradones (como monedas o
cigarros). Es decir, al no aceptar los dones como libres, se les impone una dinámica
de intercambio recíproco, como el resto de los miembros de la comunidad.12
12 El artículo de Knut Río, “Denying the gift” (2007), que me recomendó Carlos Mondragón, ofreció
una buena pista para entender esta situación.
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En otros trabajos he señalado cómo el contraste entre alianza y sacrificio,
entre tɨkari y tukari, entre Namawita Neixa y las demás fiestas del tukipa huichol, refleja no solamente el antagonismo entre no iniciados e iniciados, sino también los
conflictos estructurales entre asamblea y chamanes, entre familia y comunidad.
La práctica de la reciprocidad se relaciona con la cooperación entre comuneros e
implica una ideología igualitaria. Sacrificio y transformación son aspectos esotéricos del ritual y, por ende, son más elitistas. Sólo los practican los iniciados, que,
por ser chamanes, reclaman una posición política privilegiada.
Muchos investigadores no distinguen entre don e intercambio, sino que
plantean que los intercambios ritualizados recíprocos guardan la jerarquía de
las relaciones tributarias entre patrón y cliente (Liffman, 2013: 109). Sin embargo, reenfocar la etnografía del ritual huichol en la relación entre sacrificio y
reciprocidad (y entre depredación y alianza) permite desarrollar una teoría de
la reproducción cultural de este grupo que integre no sólo los procesos de diferenciación o producción de jerarquía, encaminados a garantizar la reproducción
de la comunidad con su sistema de autoridad tradicional identificada con el
poder chamánico-solar, sino también aquellos procesos que, en lugar de enfatizar esta diferenciación, busquen fortalecer la cooperación entre los polos de la
misma diferencia. El conflicto político entre la organización comunitaria (que
enfatiza la ayuda mutua, la cooperación, la reciprocidad) y los especialistas rituales tendrá que formar parte de este análisis.
En cuanto a los objetos del arte huichol, al participar de dos complejos rituales en clara oposición, están insertos en una tensión que no puede pasarse por alto
en su análisis. Un objeto donado no es lo mismo que uno intercambiado. El don
implica una presencia real de los ancestros en objetos. Estos objetos-ancestros
tienen vida porque mueren o han muerto en el sacrificio. Un objeto intercambiado no tiene esta calidad y es mucho menos peligroso. No es un original, sino una
réplica y busca establecer comunicación y conexiones entre ámbitos que, a pesar
de este esfuerzo, deben mantenerse separados.
Este trabajo es inédito, sin embargo también será publicado en una edición con título tentativo
Tecnologías en los márgenes: etnografía y relaciones humanas/materiales en Latinoamérica y el Caribe (Giminiani, et al., Universidad Católica de Chile, en prensa).
entre mirar y no mirar
Porque lo bello no es sino
el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar;
y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos.
Rainer Maria Rilke
Los peligros de lo visible
A diferencia de corrientes más convencionales de la historia del arte, la emergente
ciencia de la imagen (Bildwissenschaften) y la antropología del arte problematizan
las figuraciones artísticas en cuanto a las complejidades que se tejen en torno
a la existencia de una obra dentro de cierto universo y a los vínculos que se establecen entre ésta y los demás sujetos y objetos de este universo (cfr. Belting, 1994,
2001; Boehm, 1994; Gell, 1998; Taylor, 2003; Mitchell, 2005; Severi, 2008, 2009; Sachs-Hombach, 2009; Bredekamp, 2010; Descola, 2010). El estudio del arte ritual se
ha convertido en un campo estratégico para nuevas prácticas transdisciplinarias,
porque ahí se vuelve particularmente evidente que las imágenes jamás son
simplemente imágenes. Los objetos rituales no solamente “representan”, sino
que tienden a “presentar” a seres poderosos; es decir, que la creación artística,
además de ofrecernos figuraciones que muchas veces pueden leerse desde el plano simbólico, engendra criaturas con vida y voluntad. Como Alfred Gell y Carlo
Severi han argumentado, estas “imágenes vivas” o “más-que-imágenes” se distinguen por el poder que emana de ellas, es decir, poseen agentividad, e incluso
cuentan con una subjetividad propia (Gell, 1998; Severi, 2008; 2009).
La interacción ritual con obras que son presencias de seres poderosos implica establecer una relación con un mundo distinto que es ingobernable y que
siempre será peligroso o, por lo menos, problemático. El ritual se esfuerza en dar
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vida a las imágenes pero, una vez que están dotadas de poder, resultan difíciles,
cuando no imposibles de controlar. De hecho, durante las ceremonias, siempre lo
más importante será protegerse de los seres no humanos que el ritual moviliza.
Muchas veces, las imágenes, como agentes con poderes especiales, protegen a los
humanos de las entidades no humanas presentes en ellas mismas. Así, evocan y
movilizan poderes, al tiempo que los limitan y ocultan. Hay un ir y venir entre las
intenciones contradictorias de producir y de controlar.
Entre los wixaritari existen piedras circulares de sacrificio (tepari, en plural teparite) que tapan pozos ceremoniales (tsunuari, en plural tsunuarite). Hay un contraste
entre las figuraciones bidimensionales que se inscriben en las piedras y las esculturas que se esconden en estos pozos. En la superficie del disco sacrificial se
aprecian grabados que muestran abiertamente a una serie de seres ancestrales o
deidades, pero las estatuas de los ancestros que se encuentran al interior de los
pozos son mucho más poderosas o ma’iwe, “delicadas”, como dicen los huicholes.
¿Cómo entender la simultaneidad de las intenciones contradictorias de mostrar y de ocultar, de relacionarse con seres poderosos y al mismo tiempo evitar
el contacto con ellos? Para analizar la complejidad y el carácter contradictorio o
“condensado” de la acción ritual, me inspiro, sobre todo, en los trabajos de Caroline Humphrey y James Laidlaw (1994) y de Michael Houseman y Carlo Severi
(1998). Dar vida a imágenes poderosas y mostrarlas no parece ser compatible con
el esfuerzo de ocultarlas, pero esto es, exactamente, lo que sucede en el ritual. Se
muestra escondiendo y se esconde mostrando.
En el caso del tepari sería totalmente justificado hablar de continuidades
entre estructuras prehispánicas y prácticas contemporáneas, pero comencemos por discutir los problemas que surgen al realizar investigaciones sobre
asuntos que los huicholes clasifican como “delicados”.
Al convivir con los wixaritari uno pronto se da cuenta que tanto el conocimiento ritual como la visibilidad de objetos ceremoniales están sometidos a tabúes. He hablado de que la prohibición de grabar audio ha impedido hasta ahora
el estudio de los cantos. Esta interdicción tiene que ver con que, en los cantos,
la palabra del mara’akame convoca a los seres enunciados, y esto sería difícil de
controlar en un contexto que no fuese ritual. Por motivos similares es delicado
producir todo tipo imágenes. Hay objetos que nunca son vistos; otros se pueden
mirar solamente en ocasiones especiales o bajo condiciones específicas. De esta
manera, las imágenes son agentes que participan en las ceremonias, pero muchas
veces en ausencia de los humanos.1 Mientras más importante es un objeto, me1
Mesoamérica ofrece muy buenos casos para estudiar este tipo de paradoja. En el arte prehispá-
nos probable es conseguir el permiso para verlo, para no hablar de fotografiarlo.
La razón principal de esta prohibición es que los seres ancestrales son animales
depredadores de humanos y que en las imágenes y los cantos su presencia es convocada. Cuando una persona mira a un ancestro, éste puede verla y, por ende, atacarla. Así pues, los pozos ceremoniales son un asunto demasiado peligroso para
quien no sea un iniciado.
Sin embargo, hay una manera menos riesgosa de relacionarse con los seres del
interior del pozo: si se les depositan ofrendas en las tapaderas de las piedras que
fungen como altares, sobre todo sangre sacrificial, pero también artefactos como
jícaras y flechas votivas. Como la tapadera cerrada impide que se vean mutuamente, se modifica la relación entre los seres de afuera y los de adentro del pozo.
Para acercarse al pozo abierto y mirar las figuras que se encuentran adentro, se requiere tener el “don de ver” o la “habilidad visionaria” (nierika), una
capacidad que, como hemos visto, se obtiene a través de prácticas de iniciación
chamánica, cacería y autosacrificio. Pero ni siquiera en este caso el iniciante
se asoma al interior del pozo; más bien se identifica con los seres del interior y
mira hacia afuera.
Nuevamente nos topamos con una paradoja típica del arte ritual. Y es que los
ancestros se han convertido en las estatuas de piedra del interior porque han logrado cumplir con los ritos de iniciación; es decir, que gracias al nierika existen
las figuras en el pozo. Si se abriera el pozo, estos seres nos podrían cazar o atacar. Como se ha sugerido, esto es particularmente peligroso para las personas
que carecemos del “don de ver”. Nierika, decíamos en el capítulo anterior, es
también un escudo que sirve para protegerse de los peligros de lo sagrado. Sin
embargo, para obtener la habilidad visionaria es necesario precisamente correr el
riesgo y visitar los lugares donde habitan los ancestros. Así, para obtener nierika se necesita ya tener nierika.
¿Cómo resolver este problema? Al peregrinar y practicar cacerías y purificaciones similares a las que realizaron los seres ancestrales el iniciante deviene
uno de ellos; es decir que en este proceso se transforma en su propio ancestro. El
disco de sacrificio, tepari, puede entenderse como una manifestación material de
nierika que, por una parte, protege a los que visitan los lugares de culto y, por la
otra, es lo que se busca obtener para convertirse en mara’akame e, incluso, en uno
de los seres ancestrales.
nico destacan los recursos estéticos que dotan a las imágenes de una intensa expresividad, aunque
durante la acción ritual éstas sólo pueden ser miradas por los especialistas rituales y en ocasiones
sólo por unos instantes. De hecho, se sabe que muchas obras son o fueron elaboradas para jamás
ser vistas por los vivos.
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Tepari de Tatewari.
Piedra y pozo
La piedra sacrificial y el pozo son un conjunto. Estos últimos normalmente
contienen estatuas de deidades ancestrales, sobre todo del viejo dios del fuego Tatewari, Nuestro Abuelo, pero también de otras, como Tatutsi Maxakwaxi
o Tamatsi (Lumholtz, 1986 [1900]), Nuestro Bisabuelo Cola de Venado y Nuestro
Hermano Mayor el Venado Azul, respectivamente. Cuando no hay estatuas, ocupan su lugar objetos cilíndricos llamados kɨpuyari (Liffman, 2005: 63).
Los teparite son altares y, al mismo tiempo, fungen como las tapaderas de
los pozos. Ningún pozo está completamente sellado, porque en el centro de cada
tepari hay un pequeño agujero, o por lo menos una cavidad, que es el paso hacia el
espacio posterior del disco, el que se encuentra de cara hacia el pozo. La cavidad
en el centro del disco de piedra se llama aikutsi, como las grandes jícaras que
se usan en las ceremonias para contener toda clase de dádivas (Lumholtz, 1986
[1900]: 56; 1998 [1901]). Podría decirse que este agujero es un pozo en miniatura,
una réplica; un pozo sobre otro pozo sugiere una construcción que se enriquece
porque siempre existe una ambigüedad respecto al estatus del pozo: raramente
se abre, pero jamás está cerrado por completo.
Como unidad, el pozo y la piedra sacrificial se llaman teparipa, “donde está el
tepari” (Jáuregui y Jáuregui, 2005: 155). El tercer elemento del conjunto es el fuego. Muchas veces, aunque no siempre, los pozos y los teparite se encuentran en las
inmediaciones de una fogata ceremonial que vuelve presente al dios del fuego,
también materializado en las estatuas dentro de los pozos.
Teparipa y/o fogatas ceremoniales indican la proximidad de un centro ceremonial y, como éstos presentan la totalidad del cosmos, siempre se ubican en
el centro del universo. Hay diferentes tipos de centros ceremoniales, por eso
los pozos rituales, teparite y fogatas se pueden ubicar dentro de construcciones
como los grandes templos tuki, dentro de cuevas, o en el exterior, en los centros
de los patios de danza de las rancherías y centros ceremoniales comunales (tukipa), en sitios de peregrinación o en las milpas (waxa). Su variedad de formas
es considerable, por ello no es fácil su sistematización. No siempre hay un lugar
para la fogata, hay pozos sin tapadera y teparite sin pozo. A veces los teparite
son enterrados y, por ello, resultan invisibles. En otras ocasiones los discos de
piedra se empotran en las paredes de los adoratorios xiriki, normalmente por
encima de la entrada. En este caso también indican un umbral, pues el interior
del templo es equivalente del pozo, aunque esto no impide que en el suelo se
encuentre otro disco sacrificial, lo cual sugiere nuevamente un pozo dentro de
otro, una construcción en abismo que podría desconcertar a los no iniciados al
situarlos en una sucesión infinita de adentros y afueras, lo que no sucedería a
los especialistas rituales que sabrían exactamente dónde se encuentran y que,
por la estructura de la construcción en abismo, podrían encarnar la paradoja
de estar al mismo tiempo adentro y afuera. Algunos teparipa son más formales que
otros. Los pozos de las milpas se llaman watuaripa (Lemaistre, 2003: 323). Sólo se usan
una vez, en la ceremonia de preparación de la milpa, y normalmente carecen de
tapadera y de esculturas. Sea como sea, los pozos indican que la milpa tiene el
estatus de una vivienda. Así, la milpa es la casa y el centro ceremonial del maíz.
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Abrir y cerrar
Elaborados teparite, inscritos con bellos grabados, fueron coleccionados y documentados por Carl S. Lumholtz (1900, 1986) en la década de 1890 y, desde luego,
ocupan un lugar prominente en su estudio sistemático sobre “el arte simbólico
de los huicholes”. Según Lumholtz, cada una de la deidades huicholas contaba
con una estatua y un tepari. Las primeras —agrega— podían colocarse sobre
los teparite, o bien ubicarse debajo de ellos, en el pozo (1986 [1900]: 54). Estas
posiciones son las más comunes hoy día. Como vimos en el capítulo anterior,
Lumholtz inaugura la tradición de analizar el arte wixarika a través de “significados” obtenidos de la exégesis de algunos informantes y trata de sistematizarlos
por medio de sistemas de clasificación. En el caso de las piedras de sacrificio, pozos y fogatas rituales nuevamente conviene cuestionar estas interpretaciones
que no necesariamente son falsas, aunque se han tendido a sobreinterpretar y
muchas veces se han borrado de la evidencia las ambivalencias que apuntaban
hacia cuestiones de complejidad ritual.
Dichos enfoques no han sido tan productivos por esta razón y porque sus
argumentos suelen construirse en torno a una circularidad que no explica demasiado. Por ejemplo, se habla de que ciertos elementos son “sagrados” por estar
localizados en el centro y, al mismo tiempo, se dice que se colocan en el centro
por ser sagrados. Este tipo de razonamiento no permite comprender la intensidad que se cifra en torno a estos lugares y objetos, como quizá sucedería con un
enfoque que considere la complejidad de las relaciones que se establecen entre
estas piezas y el entorno y que tome en cuenta el carácter paradójico de estos
sitios y situaciones. Conviene comenzar con los aspectos pragmáticos del ritual,
que en esta ocasión son los actos de abrir y de cerrar. Podemos distinguir, además,
entre las acciones que se realizan con la tapadera abierta al interior del pozo y
las que se llevan a cabo en la superficie de la tapadera cerrada.
Tepari de Takutsi.
En un artículo en el que describen la apertura y la renovación de un teparipa de
la comunidad de Wautɨa el Domingo de Pascua, Jesús y Juan Pablo Jáuregui (2005),
dan cuenta de una serie de figuras zoo y antropomorfas de barro, así como escaleras
en miniatura (imumui) que los encargados rituales sacaron del pozo, limpiaron,
restauraron y vistieron con estambre, chaquira y cera. Después los especialistas
rituales removieron lo que quedaba de los objetos votivos colocados ahí durante la última apertura, y fabricaron y depositaron nuevas jícaras y flechas. Antes
de cerrar el tepari, sacrificaron animales domésticos y ofrendaron su sangre
junto con caldo de venado. En otras ocasiones, observamos ofrendas de velas,
quema de copal y libaciones de cerveza de maíz (nawa, tesgüino), de mezcal (tuchi) o de chocolate con galletas de animalitos. Muchas veces, se toca música de
rabel y canario (xaweri y kanari) que también se considera una ofrenda.2
Diferenciar entre objetos permanentes y renovables no siempre es fácil,
aunque este contraste es muy importante. Las estatuas de cantera, barro o madera por lo general se pueden considerar “bienes inalienables” (Weiner, 1985,
1992): es decir, que se trata de objetos de muy preciado valor que confieren un
cierto prestigio a sus dueños y que de alguna manera son “sustitutos visuales
para la historia de los ancestros y la inmortalidad de la vida humana”; mientras que
otras piezas, como las jícaras y flechas que se depositan junto a las estatuas, son
dádivas que se deben renovar de forma periódica y que no ostentan un valor
simbólico tan elevado. Esto no significa que las estatuas jamás se sustituyan.
Una descripción de Lumholtz (1986 [1900]: 53) es ilustradora: según sus informantes, el pozo se abría cada cinco años. En una ocasión cambiaron los objetos
votivos y, al darse cuenta de que la estatua del dios del fuego estaba ya muy
dañada, decidieron reemplazarla. (Lumholtz consiguió la pieza desechada para
sus colecciones, resguardada ahora en el American Museum of Natural History
de Nueva York.)
Además de los ritos practicados para atender a las estatuas, hay otro importante uso ceremonial del pozo. Calentado por la fogata, sirve como horno
subterráneo (te’aka) para preparar carne de venado tatemada o panes de maíz
que se elaboran en ocasiones especiales. El pozo para el horno se excava junto al
sitio donde se ubican las estatuas, pero a nivel conceptual se trata del mismo
pozo. Hay una identificación, aunque no necesariamente una identidad, entre
el pozo y el horno. Lo importante es que colocar objetos en el primero es un
acto equivalente a preparar alimentos en el último.
2
Al final de este tipo de rituales, el tepari siempre es cerrado.
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La comida preparada en el horno subterráneo tiene un estatus especial. Se
considera que ésta es la técnica “legítima” o tradicional de cocción, la que usaron
los “antiguos”, los antepasados, que eran cazadores. Sobre todo en el caso de la
carne de venado, el uso del horno te’aka es todavía relativamente común. En la
fiesta de la siembra, Namawita Neixa, el pozo ceremonial del tuki se usa para preparar alimentos de maíz. Entonces el gran templo sirve como una cocina, y los
hombres encargados del centro ceremonial preparan dos tipos de pan de maíz
que se llaman tamiwari y karuanime. A este pan lo consideran crudo, porque se
elabora de una masa de maíz no nixtamalizado; es decir, no le añaden la cal que
quema al maíz. Además, al ser envuelta en hojas y en un horno, la masa no entra
en contacto directo con el fuego. Se considera que esta manera de preparar el
pan no lastima al maíz y, como se mencionó en el capítulo anterior, hay un cierto
discurso que plantea que el maíz siempre se debería preparar así, pues tal era el
pacto que Watakame, el primer cultivador, había establecido con la madre de las
“muchachas maíz”. En la vida cotidiana esto resulta impracticable, pero el día de
la fiesta de la siembra se cumple con lo establecido.3
Desde luego, no es ninguna casualidad que el horno se use para carne de
venado (sin sal) y para panes de “maíz crudo” (sin cal). El acto de introducir este
alimento al horno remite al conocido mito del autosacrificio del niño “chueco”
y/o ciego que saltó a la fogata en un rito de autosacrificio y se convirtió en el Sol
(Lumholtz, 1986 [1900]: 53). Como se dijo, el venado y el maíz también son personas que practican el autosacrificio. Según los cantos rituales, ambos se entregan
a los humanos, y debido a este acto de don voluntario consiguen su iniciación y
se transforman en los seres ancestrales.
Por la misma razón sacrificial, el dios del fuego del pozo deviene una estatua
de piedra. Los ancestros deificados se transforman y, al mismo tiempo, se tornan
duros, a veces cristalinos, para adquirir una cierta permanencia como deidades.
De manera equivalente, los humanos que logran la iniciación chamánica se convierten en cristales, a los que se llama ɨrɨ’kate. Éstas son las personas-flecha, de las
que hablamos en el capítulo anterior. Así, el pozo ceremonial es un lugar de sacrificio por excelencia donde suceden estas transformaciones.
Como la piedra circular que tapa el pozo es también un altar, en todas las fiestas, aún cuando no se abre el pozo, el disco de piedra recibe la sangre sacrificial
del animal agonizante, así como otras sustancias como cerveza de maíz (nawa) y
chocolate caliente.
3 En el Gran Nayar la cal para nixtamal se identifica con el fuego. Entre los tepehuanes del Sur de
Durango una olla con cal se entierra en el centro de los patios de danza, como equivalente de los
pozos que, entre los huicholes, albergan estatuas del dios del fuego (Reyes, 2006: 67).
A un lado y otro del tepari
Vimos que los seres adentro del pozo son peligrosos para los no iniciados. Los que
han obtenido nierika y ya son personas-flecha devienen equivalentes a las estatuas dentro del pozo y por ello pueden tratar sin grandes peligros con los seres
ancestrales. Ya son parte del mundo de los ancestros, pero como también siguen
siendo humanos, su papel es el de intermediar, evitar que los dioses ataquen a la
gente. Pero no todo lo relacionado con el pozo y la piedra guarda un vínculo con
el universo de los sacrificios y las transformaciones. Aquí se cifra también otra
historia. Y es que todo el mundo debe practicar, incluyendo a los no iniciados,
la ofrenda de sangre sacrificial. Estos rituales se entienden como intercambios
recíprocos, aunque con ellos no se establece una relación tan directa con los ancestros, sino que está mediada por la dádiva depositada en la tapadera que separa
a los humanos de los dioses.
Un teparipa es, pues, un lugar donde chocan dos dinámicas rituales: iniciación e
intercambio. La coexistencia, a veces casi simultánea, de ritos de ambos tipos
hace que el teparipa sea un lugar tan especial. Todo el mundo desea asomarse al
pozo abierto, pero esto no es recomendado sino a los mara’akate experimentados.
Lo que los legos sí deben hacer es depositar ofrendas en el tepari cerrado.
Hemos argumentado que la iniciación consiste en obtener visiones y devenir los seres que se revelan en estas experiencias. Al identificarse con los ancestros,
los iniciados son peligrosos para los legos. Por eso, para conjurar sus peligros
se cierra el pozo. Con ello, la comunicación directa con los ancestros queda casi
cancelada, aunque siempre se cuenta con el agujero en el centro del disco que
permite cierto contacto con ellos. Con este gesto se privilegia el intercambio, pues
las ofrendas depositadas establecen relaciones que niegan los dones libres de
parte de los ancestros y los obligan a entrar en las relaciones sociales normales
de los humanos, como vimos que sucede con los peyoteros cuando vuelven del
desierto.
Desde la perspectiva de los iniciados, estos intercambios carecen de sentido,
ya que para ellos el ritual consiste en devenir los ancestros y convertirse ellos
mismos en los dones de los dioses. Por eso, ocasionalmente, se abre el pozo y se
viven las experiencias autosacrificiales que desencadenan el proceso cosmogónico y visionario. De esta manera, siempre existe una coexistencia de dinámicas
rituales esotéricas y exotéricas, de prácticas peligrosas e inocuas: se conecta y se
vuelve a separar, se revela y se vuelve a ocultar.
Aceptados el carácter “condensado” de la acción ritual y la diversidad de
intencionalidades, podemos replantear algunos puntos que siempre han estado
presentes en los análisis cosmológicos y simbólicos del arte huichol. El cono-
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cido mito sobre la domesticación del fuego (Medina, 2006: 167-172, 2012) trata de
cómo este dios fue obligado a permanecer en su fogata ubicada en el Lugar
del Horno, Te’akata. Nuestro Abuelo era originalmente una peligrosa “lluvia de
fuego” (naɨ), una nube de chispas que se movía libre y sin control, pero el Joven
Estrella de la Mañana “lo tumbó” con su flecha y lo confinó a una “cama” o “estera” (itari) hecha de leños paralelos colocados en dirección Este-Oeste y una
“almohada” de un leño grueso acomodado en dirección Norte-Sur. Es decir, lo
puso en una fogata (Neurath, 2002: 209).
Encerrar una estatua del Abuelo Fuego en un pozo es un acto similar. Se
trata de evitar que el ancestro cause estragos. El fuego en forma de una estatua
de piedra se encontraría, desde luego, aún más domesticado, más confinado a
un lugar, que el de una fogata. Sin embargo, un fuego petrificado podría entenderse también como el fuego que ha logrado un grado máximo de iniciación y,
como tal, la estatua podría ser aún más peligrosa que un fuego ardiente.Y es
que, entre los huicholes, ni siquiera las piedras son seres estáticos. Nunca se
sabe si cobrarán vida. Al respecto, mis informantes me platicaron que ha habido rocas que salían a volar, transformadas en monstruos devoradores de gente.
Los cristales que son las personas-flecha también se pueden mover, sobre todo
cuando no se les rinde la atención ritual necesaria.
Tatewari, Nuestro Abuelo Fuego, debe descansar, dejar de moverse. El
pozo y la estatua refuerzan esta intención, pero el primero se puede abrir y la
segunda puede cobrar vida. Una estatua viva que tiene la posibilidad de moverse es un buen caso para aplicar el concepto planteado por Aby Warburg de
Pathosformel, que refiere a imágenes dotadas con “fuerza explosiva interior”
(Settis, 1997: 41), o el de “pathos congelado” que en cualquier momento puede
volverse a activar.
Se ha señalado que cada fogata ritual a nivel de ranchería es una réplica
de la fogata del centro ceremonial comunal, y que éste es réplica del Lugar del
Horno, Te’akata, residencia de Tatewari. Lo mismo vale para los teparite y las estatuas. La “verdadera” estatua del dios del fuego se encontraba en Te’akata, un
centro ceremonial tukipa construido en una barranca profunda. En el templo de
Tatewari, Tatewarita, hay un pozo muy grande donde se dice que se encontraba
una estatua de pedernal que fue robada. Hay diferentes versiones sobre este
hurto. Según Lumholtz (1904 [1902]: 171), fue sustraída por un “viajero distinguido” (probablemente Léon Diguet). Otros huicholes me comentaron que
un día bajó un helicóptero de japoneses para robarse la figura. Y varios de los
coleccionistas conocidos de arte huichol han sido acusados de haber tomado de
Te’akata la estatua de Tatewari.
Todos los lugares tienen su fuego, pero “el Fuego” se ubica en Te’akata. Al
fundar una nueva ranchería, se pide prestado el fuego de un templo tuki. Así,
se crea una red de conexiones que vincula rancherías, centros ceremoniales
y Te’akata, y que se describe en términos de “guías de calabaza” y “cordones
umbilicales”. El nivel jerárquico de un lugar particular está sujeto a la negociación (Liffman, 2005).
Tatewari es el primer mara’akame, la persona iniciada por excelencia. Al mismo tiempo, el lugar de la cama de Tatewari se relaciona con el origen mítico de
la autoridad política que remite a la historia del nacimiento del Padre Sol, la deidad identificada con el gobernador tradicional (tatuwani). El relato cuenta que,
después del autosacrificio del Sol, el astro estaba demasiado abajo y quemó todo.
Para evitar que esto volviera a suceder hubo que construir una escalera tipo imumui para ayudarle a ganar más altura (Lumholtz, 1986 [1900]: 53). Las escaleras
que se depositan en los pozos rituales le sirven, pues, al Padre Sol para subir al
cielo y alcanzar el cenit.4
Como han señalado Ángel Aedo (2003), Paul Liffman (2005) y Paulina Faba
(2006), el tepari se relaciona también con el ombligo. Te’akata se ubica en el
centro del mundo y es, pues, su ombligo. La “enfermedad del tepari” (teparixia)
aflige, por ello, a personas que no limpian ni renuevan su pozo ceremonial
(Lemaistre, 2003: 277, Aedo, 2003: 190). Tatewari se fastidia de la situación,
toma el ombligo del responsable como su tepari y provoca un ardiente dolor
de estómago.
Tepari de Tatewari.
4 En Te’akata, Preuss (1998: 247) coleccionó una escalera imumui en forma de una pequeña pirámide de madera y, a partir de este hallazgo, desarrolló una teoría sobre la arquitectura de templos
prehispánicos como escaleras del Sol.
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Los niños recién nacidos se llevan a Te’akata idealmente a la edad de cinco
días, pero muchas veces esto se hace cuando ya son un poco más grandes. En
1995 observé una ceremonia de canto nocturno en Tatewarita. El bebé dormía
en el pozo ceremonial que es el ombligo del mundo. Entendí que se trataba de
conectar al bebé con el lugar central de la comunidad y del cosmos. Sin embargo, dejar dormir a un recién nacido en el lugar del ídolo perdido parecía
contradecir lo que había aprendido sobre lo peligroso que resultan los pozos
rituales. ¿Había una identificación del bebé con el niño que se sacrificaba para
convertirse en el Sol? Un día, ese niño podrá ser elegido como gobernador tradicional y, como tal, transformarse en el astro diurno.
Iconografía del intercambio y más allá
Los relieves en los teparite (normalmente bajorrelieves) pueden ser relativamente
elaborados y, en tiempos recientes, se observa una tendencia a pintarlos. En las
colecciones etnográficas antiguas de Lumholtz (1986 [1900]) y Preuss (Neurath,
ed. 2007) se encuentran ejemplares muy bellos. Según Lumholtz, su iconografía
indica que la pieza es propiedad de alguna deidad.
Tatutsi Maxakwari, Nuestro Abuelo Cola de Venado.
Interior de un tuki huichol con la fogata ceremonial
central cerca de la cual se encuentra el pozo ritual.
Para comprender los teparite, en términos generales se aplican los mismos principios que se observan en otras obras rituales huicholas, como las jícaras (xukurite)
y los objetos nierika, cuya iconografía es relativamente fácil de interpretar, aún para
los no iniciados. Por lo regular los huicholes no tienen mayor problema en explicar
que entre los animales que se encuentran en estas piezas se cuentan a menudo
venados (machos y hembras), toros, vacas, serpientes y águilas. Otros motivos frecuentes son plantas de maíz, soles, seres humanos y objetos rituales como flechas
e “instrumentos para ver” (nierikate). Pero sabemos hoy día que ésta no es toda la
historia. La iconografía casi siempre es ambivalente y nunca resulta tan sistemática como planteaban Lumholtz y sus seguidores. La dificultad principal en torno a
estas obras es entender que, como se trata de piezas rituales, suelen dar cuenta de
fases distintas de un mismo proceso que al final se condensan en una sola imagen y,
por eso, los motivos representados pueden referir al mismo tiempo lo que se ofrenda
a los dioses, lo que se espera recibir de ellos y a los dioses mismos. Se trata, pues, de
los seres ancestrales como dones, como donadores y como receptores de dones.
Para ejemplo, hablemos de las serpientes que son abundantes en el paisaje
huichol y que aluden a la lluvia, pero estas “serpientes de nubes” (haikuterixi)
también refieren a la respiración (iyari), que es un tipo de “alma vital”. Hay formas en espiral que remiten a remolinos de agua o de aire y que pueden aludir
también a serpientes. Ambas variantes del motivo, las serpientes y las espirales, se
ubican muchas veces en el centro del objeto y se relacionan con la apertura,
que es el punto por donde pasa el iya.
Así pues, la iconografía no es suficiente para entender qué es un tepari. En
un principio, si no se toman en cuenta la forma de la piedra y lo que hay detrás
o debajo de ella, no se entiende la pieza. Es importante considerar el contraste
entre la lógica de intercambio que predomina en el anverso y la de sacrificio y
transformación que caracteriza el reverso.
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Cosmologías comparadas
Los teparite y los tsunuarite huicholes han sido tratados con euforia comparativista. En su reseña de la obra de Lumholtz, Eduard Seler comentó sobre el paralelismo
entre los discos huicholes y las piedras y recipientes sacrificiales mexicas del tipo
cuauhxicalli, como la famosa piedra de Tízoc (1998 [1901]: 71).5 Estas versiones monumentales del tepari también se usaron para depositar la sangre ofrendada a los dioses.
Los pozos rituales huicholes siempre se han comparado con el sipapu, el
denominado “place of emergence”, un elemento de la arquitectura ceremonial de
los indios pueblo y anasazi del Suroeste de los Estados Unidos (Kelly, 1974; Faba,
2006). Se trata de aperturas que se encuentran en el piso de los templos subterráneos kiva, que, en la lógica cosmogónica de mundos superpuestos, simbolizan el paso de una creación hacia la siguiente (Geertz 1984; 1994). Pozos similares se encuentran también en la arquitectura prehispánica de Mesoamérica,
por ejemplo en Malinalco y en el Templo Mayor mexica (López Austin y López
Luján, 2009: 448-449).
¿Serán los huicholes algo como el “eslabón perdido” entre las regiones de
Mesoamérica y el Suroeste de Norteamérica? Es evidente que hay un complejo
cultural que abarca ambas regiones. Sin embargo, no hay que confundir similitudes
morfológicas con identidades. Para no caer en comparaciones no controladas deben tomarse en cuenta ciertas diferencias importantes. La asociación tan directa
entre pozo, piedra de sacrificio y fogata ritual es, muy posiblemente, una particularidad del caso huichol. En la arquitectura pueblo, la fogata y el sipapu
son elementos claramente diferenciados. Además, el pozo en el piso de la kiva
no se tapa. Pero la diferencia principal es la siguiente: el acceso a la kiva es una
apertura en el techo (roof-door entrance) que equivale al sipapu del mundo inmediatamente anterior al actual. Esta apertura sí se cierra y es el paso más delicado.
Las personas que entran al templo tienen acceso a los mundos antiguos. En la
arquitectura wixarika nunca se representan más que dos mundos. Entrar en el tuki
significa regresar al mundo previo, pero abrir el pozo no tiene que ver con ello.
El pozo no conecta con eras cosmológicas anteriores, sino con el pasado genealógico concreto, con centros ceremoniales de mayor jerarquía y antigüedad.
Como ombligo, el tepari indica una relación de madre-hijo, una conexión física
que ha sido cortada. Un tepari tiene autonomía, pero se reconoce la relación de
filiación y la jerarquía de los centros ceremoniales comunales. El “place of emergence” de los huicholes no es Te’akata, sino Waxiewe, una roca en la playa del
5 Otros mesoamericanistas prominentes han comparado el cuauhxicalli mexica con las jícaras rituales de coras y huicholes (Preuss, 1998: 403-419; Taube, 2009).
océano Pacífico, cerca de San Blas, Nayarit. Este lugar se (re)presenta ritualmente
de múltiples formas: como un altar en el Poniente del interior del tuki, o como
jícaras ceremoniales, pero no como un pozo.
Lo mismo que entre los mexicas y otros pueblos mesoamericanos, el dios
huichol del fuego conecta diferentes niveles del cosmos (cfr. López Austin,
1985). Tatewari se presenta como hauri, una antorcha de ocote, o como una
“vela de la vida” (katira, en plural katirate) que sostiene el cielo como el techo de
una casa, pero se acaba lentamente, así que los seres humanos tienen la tarea
periódica de renovarlo (Neurath, 2002: 275). Este motivo es muy importante
en los rituales huicholes, pero no existe en la mitología ni en el ritual de los
indios pueblo. Para la renovación de las “velas de la vida” se tiene que practicar
la iniciación, se tiene que vivir el autosacrificio del niño que se convierte en el
Padre Sol. Este significado —el pozo como lugar de iniciación, autosacrificio y
transformación— es algo que hasta ahora no se ha visto ni en Mesoamérica, ni
en el Suroeste de los Estados Unidos.
Tatewari y su tepari.
Este trabajo se presentó como ponencia en el coloquio “Montrer / Occulter: les actions de modification de la visibilité dans des contextes rituels. Approches comparatives” organizado por el grupo
de investigación “Ontologie des images, figuration et relations rituelles” del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam junto con el Laboratorio de Antropología Social del Collège de France,
el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia (cnrs) y la Escuela de Estudios Superiores
en Ciencias Sociales (ehess).
iii. ent r e mir ar y no mi ra r
72
entre la representación y la revelación
Sólo existía una alucinación, una forma ilusoria que el padre tocó, algo misterioso
que tomó en sus manos. Nada existía. A través de un sueño, el padre Nainuema,
él, que es la forma ilusoria, lo tomó en sus brazos y pensó. No había un palo que lo
sostuviera: con su aliento fijó la ilusión a un hilo de sueño. Buscó el fondo de esta
ilusión vacía, pero no había nada, así que “amarró lo vacío”. En todo esto, no existía
nada. Ahora, el padre siguió buscando, examinó el fondo de esta palabra (bikino)
y tentó la sede vacía de la ilusión. El padre ató lo vacío al hilo soñado y le fijó el
pegamento mágico, arebaike. Según lo había soñado sostenía lo vacío
con la sustancia mágica, iseike. Tomó posesión del fondo de la ilusión y lo pisó
una y otra vez. Luego bajó a la tierra recién soñada y la aplanó…
Cosmogonía witoto
Materiales del arte
Arte y artesanía huicholes surgen a partir del arte ritual, sobre todo de la fabricación de objetos votivos como jícaras, xukurite, y pequeñas tablas de estambre,
wewiya. Pero no todas las técnicas tradicionales se usan en la artesanía. La pintura, por ejemplo, aparentemente está reservada para el ámbito ritual. Ésta se aplica sobre diversos tipos de superficies. Su uso más conocido es el de las pinturas
faciales amarillas que llevan los peregrinos y todas las personas que están en contacto con el peyote. El pigmento, uxa, se extrae de la raíz de un arbusto que crece
cerca de Tatei Matinieri,1 un ojo de agua sagrada ubicado en la entrada a Wirikuta.
Los diseños representan el reflejo de la luz solar en las caras y mejillas (nierika) del
peregrino. Puede tratarse de dibujos muy trabajados, pero aun las manchas más
sencillas tienen el mismo significado religioso que las elaboradas pinturas de las que
da cuenta Lumholtz. Diseños similares se pintan en toda clase de objetos rituales,
como los instrumentos musicales que usan los peregrinos.
Tuamuxawi, el Primer Agricultor.
1 Uxa corresponde a la Berberis trifoliata, es una planta con raíces amarillas que crece en el desierto
de Wirikuta, cerca de los lugares donde los huicholes recolectan el peyote (Bauml, Voss y Collings,
1990: 99-101). Lumholtz (1986 [1900]: 273-280) ofrece una recopilación de algunos de los diseños de
pintura facial elaborados con uxa.
77
La escultura también es eminentemente ritual, sobre todo cuando se elabora
de cantera. Los huicholes realizan tanto relieves como piezas tridimensionales:
discos de sacrificio (teparite, cfr. capítulo anterior) y figuras de deidades y animales. Hace ya algunos años hubo intentos de comercializarla, pero éstos no
prosperaron, así que sigue reservada para el uso ritual. En lo que se refiere a
la escultura de madera sí hay una comercialización notable. Éstas suelen estar
decoradas con aplicaciones de chaquira o estambre adheridos con cera y son
muy populares. Sin embargo, los wixaritari realizan sólo la decoración, pues la
escultura es tallada por indígenas de Guerrero.
Los materiales de las esculturas dicen mucho sobre el significado ritual del objeto en cuestión, muchas veces más que la iconografía. Como hemos visto, el mito
relata que ciertas rocas naturales con formas llamativas son los ancestros que se
fueron rezagando en su camino al Amanecer. Las estatuas de cantera gozan de
un estatus similar. Su naturaleza pétrea se explica por la antigüedad de estos antepasados, no importa que se trate de esculturas recién hechas. Pero no todos los
“ídolos” se elaboran de cantera. Para las figuraciones de ciertas deidades se prefiere la madera de determinadas especies asociadas o identificadas con el personaje
en cuestión. Por ejemplo, la de Takutsi Nakawé que se encuentra en el American
Museum of Natural History es de madera de xapa, chalate,2 “el árbol de la lluvia”
(cfr. página 111). La decoración de estas piezas se elabora con estambre y chaquira y se renueva de forma periódica. Sólo es común cubrir por completo las de
madera de cuentas multicolores o de estambre.
También la cerámica es utilizada entre los huicholes, sobre todo para la elaboración de figuras votivas en miniatura: animales, como toros, vacas o serpientes de
lluvia, pero también figuras humanas y objetos como tambores y bateas.
Puede decirse que las técnicas predilectas de los huicholes son las textiles y
las aplicaciones. Entre las primeras encontramos el tejido de soyate que se ocupa para la elaboración de sombreros; otras formas de cestería se emplean en
los equipales, uweni, y en los estuches alargados de los chamanes, denominados
takuatsi. Morrales y ceñidores de dos colores son tejidos en telar de cintura a
partir de estambre o lana de borrego. Otros textiles son elaborados con estambre y
varas rígidas. Bolsas y trajes de manta se adornan en punto de cruz o punto de
oro con bordados de estambre de colores. Finalmente, collares, pulseras y aretes se fabrican con chaquira ensartada. Los objetos tejidos en telar de cintura, los
bordados y la joyería forman parte del atuendo tradicional huichol, pero su pro-
2
Ficus microchlamys.
ducción también se ha comercializado en los últimos cincuenta años. Los tejidos
con estambre y elementos rígidos son especialmente relevantes en el arte ritual,
aunque los tsikɨrite también se producen con fines comerciales.
Para las aplicaciones se usan cuentas de vidrio o hilos de estambre, pero en
los objetos rituales también es frecuente encontrar otros materiales como monedas, copos de algodón y semillas de maíz o frijol. Éstos se fijan con cera sobre
superficies bi o tridimensionales. Las bases más comunes son madera y cáscaras
de bule (Lagenaria siceraria) en los objetos ceremoniales; en la artesanía se utilizan tablas de triplay o fibracel, aunque también se encuentran cuernos, tortugas
disecadas y hasta objetos de plástico adornados con esta técnica.
Al comparar los objetos rituales con los destinados al comercio se observan
diferencias importantes en cuanto a su proceso de elaboración. Kindl (2003)
señala que las jícaras artesanales, en contraste con las rituales, despliegan una
gama de colores más brillantes, una ornamentación integral de la superficie plástica y diseños que obedecen a principios simétricos y geométricos, muchas veces
hexagonales. En los objetos comerciales las cuentas se acomodan, como en los bordados, en punto de cruz elaborados por las mujeres huicholas. Los objetos rituales
no comparten la geometrización de las artesanías, además la chaquira se aplica
en ellos de manera diseminada, pues no existe una vinculación con la técnica del
bordado. Pero no es sólo por razones prácticas que la simetría hexagonal jamás
se usa en las representaciones simbólicas rituales: los diseños que reproducen
la estructura del cosmos con sus cinco rumbos cardinales tienen que guardar
una simetría de dos ejes; éstos corresponden a las líneas Norte-Sur y PonienteOriente, es decir a los ejes equinoccial y solsticial.
Pinturas faciales de Tatei Hayulina, la Nube que Crece, y de Tatei Niwetsika, Nuestra Madre Maíz.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
76
79
¿Por qué usan la chaquira en el arte ritual y en la artesanía? Nuevamente,
las técnicas y materiales dicen mucho sobre el significado ritual, incluso sobre el
estatus ontológico de las obras. La cera, la chaquira, la lana y el algodón sacralizan los instrumentos ceremoniales y las ofrendas.
De forma invariable las jícaras se adornan con chaquira. Aquí se cifra una
más de las construcciones en abismo del arte huichol: la chaquira, kuka, se
identifica con el agua —y por ende con la vida— y cubre la superficie interior
de la jícara, contenedor de agua por excelencia. Por cierto, este material es un
buen ejemplo de la forma en que ciertos elementos procedentes del exterior
se han integrado a la tradición huichola para adquirir un significado propio
(cfr. García de Weigand, 1990). Las cuentas de vidrio son fabricadas industrialmente en la República Checa, el norte de Italia (Murano) y en algunos
países asiáticos. Las que se fabrican en la República Popular China y en Taiwán
generalmente son de plástico. Hasta la fecha, estas últimas casi no han sido
adoptadas por los huicholes, quienes se esfuerzan por procurarse chaquira de
buena calidad, siendo la más apreciada la de menor tamaño. Las observaciones
hechas por Lumholtz a finales del siglo xix acerca de ciertos tipos de objetos rituales huicholes —jícaras y estatuillas de piedra o de madera que son ancestros
deificados— nos informan que ya en esa época los huicholes utilizaban cuentas
de vidrio en estas piezas. Según este autor, “es indudable que antes se utilizaban conchas de moluscos con esta finalidad” (1986 [1900]: 225). La mencionada
crónica del jesuita José Arlegui cita un informe que describe la destrucción de
un centro ceremonial huichol donde se encontraban objetos elaborados con
abalorios (cfr. capítulo ii).
Sin embargo, desde la década de 1970 los objetos artísticos más exitosos han
sido los cuadros de estambre multicolor, cuyo análisis simbólico y mitológico ha sido
abordado por muchos autores, en especial por Juan Negrín y Peter Furst (Furst, 1968:
16-25, 2003; Negrín, 1975, 1985, 1986 y 2005: 45-54). Para su elaboración, casi invariablemente se utilizan tablas de triplay o fibracel y cera de Campeche (cera producida por abejas americanas sin aguijón). Primero se amasa la cera y se la extiende
sobre toda la superficie de la tabla. Después se traza el dibujo. La aplicación del
estambre comienza en los bordes, generalmente formados por tres franjas de diferente color. Después se trazan los contornos de las figuras y, por último, éstas
se rellenan. Cuando termina la obra el artista firma al reverso de la tabla donde,
además, suele anotar una breve explicación de algunos simbolismos. Este “significado” a menudo es exigido por el público, que al comprar un objeto étnico
también busca adquirir una llave para acceder a los “misterios y secretos de una
cultura exótica”.
Los estudios sobre los cuadros de estambre casi siempre abordan la iconografía de estas tablas. Aquí queremos reflexionar, en primer lugar, sobre su estatus
en tanto textil. De acuerdo con las mitologías cosmogónicas del Gran Nayar el
mundo es un tejido elaborado a partir de los cabellos de la diosa primordial. Equivalente de la Mujer Araña de los indios pueblo, ella lo tejió en forma de rombo; es
decir, con un tsikɨri, y sus hijos bailaron mitote sobre él para ensancharlo (Preuss,
1998: 257-258; Neurath, 2002: 89-92).
La danza tipo mitote puede interpretarse como la puesta en acto de esta
historia. Los telares de cintura usados por las tejedoras huicholas se interpretan, a partir de este relato, como modelos del paisaje ritual, organizado a partir
de los ejes solsticial y equinoccial: los hilos de la urdimbre son el camino de
peregrinación que lleva del lugar de origen en el Poniente, el océano Pacífico,
hasta el sitio del Amanecer, el desierto de Wirikuta en el Oriente. Los hilos de la
trama, aparentemente, se relacionan con el movimiento anual Norte-Sur que
realiza el astro diurno.
Durante la iniciación de los niños recién nacidos, se
tiende el camino de la peregrinación a lo largo del patio
festivo con un hilo con copos de algodón que conecta
el tambor cilíndrico (tepu) y el rombo (tsɨkuri). Éstos se
identifican con el origen y el destino del viaje a Wirikuta.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
78
81
Tatewari, Nuestro Abuelo Fuego.
Según los huicholes cuando los niños nacen son tiernos como un elote, pero
es preciso que se sequen como las mazorcas. Cuando se celebra su iniciación, es
decir, en el momento en que éstos se secan, se tiende el camino de la peregrinación a lo largo del patio festivo en forma de un hilo que conecta el tambor del
cantador, sentado en el centro, con el altar ubicado al Oriente; éste es el Cerro
del Amanecer. Los niños se identifican con los copos de algodón que recorren el
hilo de acuerdo con la narración del cantador, quien describe en detalle cada uno
de los lugares por donde pasa la ruta del viaje hacia el Amanecer (cfr. página 79).
También los jicareros de los centros ceremoniales tukipa usan una cuerda con
nudos para simbolizar las estaciones de la peregrinación a Wirikuta.
El término que los huicholes usan para referirse a sus mitos cosmogónicos
es kawitu, el camino de la oruga, kawi, que guía a los peregrinos. Al final, la oruga se transforma en mariposa, igual que los iniciantes, que se transforman en
iniciados. De entre estos últimos, quienes mejor conocen los mitos y las rutas de
peregrinación son los kawiterutsixi.3 Cantar kawitu equivale a caminar en las rutas
de peregrinación que, como vimos, se entienden como hilos o cuerdas. Se trata de
seguir las huellas de los ancestros para después practicar el autosacrificio cosmo3 Se sabe que el término kawitero viene, en realidad, de cabildo (Iturrioz, 2004: 81-82); sin embargo,
los huicholes ofrecen esta explicación, cual si fuera una etimología.
gónico, que implica crear el mundo. De esta manera, el cosmos puede entenderse
como un tejido de textos rituales o, más bien, de “hilos de sueño” como los que
menciona la génesis de los witoto, grupo asentado en el Amazonas colombiano,
citada en el epígrafe de este capítulo (Preuss, 1921).
Para apreciar el arte huichol es importante tomar en cuenta estos simbolismos textiles, los hilos como rutas y narraciones, el mundo como tejido, la creación artística como actividad cosmogónica. Ahora bien, las escenas de las tablas
huicholas son episodios mitológicos o, incluso, citas extraídas de los kawitus, de
modo que no es coincidencia que se elaboren precisamente con estambre.
También podemos explicarnos la importancia de la cera. Según el mito, el
primer cantador de mitote fue Tsitsikame, la persona abeja (jicote, Melipona
beecheii). Al ser asesinado por su envidioso concuño, la persona garza, sus ojos se
transformaron en las primeras abejas, xiete. Otras partes de su cuerpo se convirtieron en las plantas predilectas de las meliponas, mientras que el sonido de su arco
musical sigue vivo en el zumbido de las productoras de miel.
Una tabla de estambre es, entonces, un conjunto de caminos y sueños de iniciación pegados por medio de un material que se identifica con los cantos del
mara’akame. Es un textil distorsionado. Aquí las líneas de peregrinación no son
rectas, ni las danzas de mitote son circulares. Lo que se produce es un compromiso entre diferentes procesos rituales, entre movimientos lineares y circulares.
Maxayuawi, el Venado Azul.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
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José Benítez Sánchez. La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme, 1980.
122 x 244 cm. Museo Nacional de Antropología, inah.
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Arte contemporáneo y complejidad ritual
En muchas ocasiones, los artesanos huicholes suelen ser considerados como
mara’akate, aunque raras veces lo son, y sus piezas se comercializan como expresiones de la espiritualidad wixarixa, que se considera manifestada en ciertos
“símbolos”. Entre los emblemas chamánicos presentes en la iconografía figuran,
desde luego, el peyote, algunos animales, además de los mara’akate en acción,
con sus varas emplumadas y demás parafernalia. Dirigida en primer lugar a un
público indigenista o new ager, esta estrategia mercadotécnica no hace justicia a
las complejidades artísticas y rituales de las piezas de los wixaritari.
Resulta ingenuo pensar que las convenciones iconográficas son una razón
suficiente para afirmar que se trata de “arte chamánico”. Ciertas tablas de estambre tienen, efectivamente, algo que ver con el ritual tradicional, pero no
necesariamente por las razones que imaginan los amigos de la “espiritualidad
indígena”, sino porque son producto de la búsqueda de visiones que practica el
artista en tanto iniciante. A diferencia de aquellas piezas que pertenecen al arte
ritual propiamente dicho, estos cuadros no se ofrendan en cuevas sagradas, ni
se usan durante las ceremonias, sino que se exponen y se coleccionan. Sin embargo, el proceso que lleva al artista a crear una gran obra de arte sí se asemeja
a aquel que experimenta el iniciante o aprendiz de chamán para obtener el
nierika, el “don de ver”.
En la tradición wixarika, la existencia ordenada y estructurada, la luz, el retoño, no son algo dado, sino que requieren de una búsqueda continua por parte
de los iniciantes. Sin este esfuerzo sólo quedaría la oscuridad (tɨkari). Como ya
vimos, esta experiencia sacrificial, visionaria y transformativa se encuentra precisamente en el umbral de la muerte, donde cazador y presa se vuelven uno, y
demanda un gran esfuerzo por parte del iniciante. De la misma manera en que el
mara’akame logra conformar un mundo con su fuerza mágica visionaria, el artista
—quien tiene una visión y la plasma en un cuadro o en una escultura—, logra que
el cosmos ordenado continúe existiendo. De hecho, la labor de ambos es similar,
salvo que el artista no alcanza el mismo grado de iniciación. Pero cuando éstos participan en la búsqueda de visiones y producen obras con las características de
nierika, desafían las limitaciones que les impone el estereotipo de la artesanía y
crean imágenes “mejor logradas” desde el punto de vista del arte occidental.
Entender el arte como nierika implica que la imagen no se concibe (únicamente) como representación. Por lo menos hay un nivel de lectura donde no
existe una diferencia entre significado y significante. Desde el punto de vista del
iniciante huichol, las figuras que se aprecian en la obra son más que simple dibujos; se trata de dioses en pleno derecho que se revelan a quien tiene contacto con
la obra. Cada personaje es un ente poderoso y con voluntad propia. Esto es posible porque las piezas no son seres estáticos, sino que nacen con vida en el ritual.
Con nierika los dioses crean el universo en el momento en que se revelan
dentro de un cuadro que, de forma paradójica, es su nierika, su visión. El artista
no puede controlar las consecuencias de lo que, en un inicio, es su acto creativo. Los cuadros, como espejos puestos uno frente al otro, multiplican el panteón
huichol ad infinitum. Como plantea el heresiarca de Uqbar, a quien presta voz la
pluma de Jorge Luis Borges, esto tiene algo de abominable (cfr. The Anglo-American
Cyclopaedia, 1917).
En el arte huichol la imagen tiene, pues, la categoría de revelación. Las galerías y las publicaciones, por no hablar de las fotocopias y otras reproducciones,
se convierten en nierika, con todos los peligros que esto implica. El artista, el
curador y el visitante podrían (¿o deberían?) rendir culto a las imágenes, alimentarlas con pinole y mezcal, humo de tabaco y sangre sacrificial. Sin embargo, para el
creador éste no es el problema principal. Elaborar una obra como ésta implica comprometerse a participar en los ritos y las peregrinaciones de la religión tradicional. Si
no lo hiciera, no solamente perdería la capacidad de crear una obra nueva y original;
además, los dioses que viven en las visiones obtenidas podrían “enojarse”, mandarle pesadillas, enfermedades y toda clase de desgracias.
Por el compromiso que representan, los huicholes mantienen una actitud
contradictoria frente a sus creaciones plásticas. Como producir obras de arte nierika implica complicarse la vida, generalmente el artista prefiere no hacerlo. Se
inclina entonces a reproducir todas aquellas cosas que no requieren de la visión
trascendental para existir, es decir, “trabaja la artesanía”. Y es que ésta supone
solamente la elaboración de objetos carentes de este tipo de inspiración artística y,
lo que es más importante, sin implicaciones religiosas: se trata de “copias” y “dibujos”. Esto se acompasa con la lógica dominante del mercado, que pretende que
el artista indígena se conforme con un papel de artesano anónimo.
En los acervos del Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México se
encuentra una colección importante de tablas de estambre tempranas adquirida
por Alfonso Soto Soria.4 Hacia finales de la década de 1960 este género experimentó un gran auge y se elaboraron cuadros cada vez más grandes y complejos.
El estilo psicodélico de las tablas, inspirado en visiones de peyote, tuvo un enorme
éxito internacional. Los protagonistas del boom de los cuadros de estambre fueron
Ramón Medina Silva, Tutukila Carrillo, Juan Ríos Martínez, Guadalupe González Ríos
y José Benítez Sánchez.
4
Sobre la historia del arte huichol, cfr. Lackner, 1999; Kindl y Neurath, 2003: 413-453; Kindl, 2007.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
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86
Desplazarse entre los mundos
La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme5 es una tabla de dimensiones considerables,
casi un mural (244 x 122 cms), que se encuentra en la sala del Gran Nayar del
Museo Nacional de Antropología.6 Esta pieza, que bien podría colgarse en un museo de arte moderno, podría considerarse una “obra maestra” desde el punto de vista
del esteticismo occidental. Sin embargo, no pueden obviarse ciertas complejidades
que obligan a estudiar el arte huichol con un enfoque distinto al de las obras de
tradición occidental.
Una primera manera de ver el cuadro consiste en leer el elaborado discurso
que recuerda a las pictografías mesoamericanas. Analizar las ambivalencias del
arte huichol podría servir para comprender de qué manera las tablas de estambre
continúan, efectivamente, la tradición de los códices mesoamericanos, tal como
lo ha planteado Gordon Brotherston en Book of the Forth World (1992).
La segunda manera es a través de los estudios recientes en torno al ritual. La
obra de Benítez Sánchez contiene una reflexión sobre la transmisión del conocimiento chamánico que ha sido poco considerada en el análisis de las tablas. A
través de recursos estéticos sofisticados, el cuadro que analizaremos expresa la
dinámica de la iniciación. A pesar de que un espectador no huichol difícilmente
puede entender estos asuntos, podrá percibir algo en el cuadro que le hace intuir
aspectos importantes del chamanismo huichol.
Suele suceder que el cliente usual del arte huichol no se conforme con la
mera adquisición de objetos exóticos, pues regularmente se muestra ávido de
consumir conocimiento y “simbolismo” (Galinier, 2004b: 268-272). Así, como se
puede observar en las ventas de artesanías, el arte indígena por lo general considera su interpretación etnográfica o iconográfica.
Las tablas huicholas no son la excepción. Estas piezas suelen contener al reverso una “explicación” del contenido del cuadro, aunque lo común es que existan
discrepancias entre la explicación dada y la obra. A menudo, los textos escritos al
reverso explican algún aspecto del cuadro y sólo en raras ocasiones tratan todos los detalles de la imagen. Además, estos textos suelen ofrecer información
mitológica adicional que no aparece en la imagen, pero que resulta útil para su
comprensión. En el caso del cuadro que analizamos, hay una explicación extensa
ofrecida por el artista y audiograbada por Juan Negrín que sirvió para la elaboración de un texto bastante completo sobre la iconografía del cuadro (Negrín,
1986: 8-11).
5 No contamos con una traducción confiable del nombre de este dios.
6 A este cuadro se le llama también “El nierika de Tatutsi Xuweri Timaiweme” o “La visión trascendental de Tatutsi Xuweri Timaiweme”.
Nube
Serpiente
Toro
Tatei
Matinieri
La explicación redactada por el artista
es más breve y dice lo siguiente:
Aquí vemos el principal Tuamurawi. Él estaba solo
cuando inició su trabajo, y al ver que él estaba lleno
de semillas.
Y así como lo vemos, él fue el señor que pudo hacer
nuestra vida.
Al llegar a Ixuapa —vida que estaba cerrada de oscuridad— y al mismo tiempo escuchó en su nierika.
Quien le hablaba era Utuanaka.
Cuando caminaban juntos, les hablaba Tatutsi Xuweri Timaiweme.
Lo que pensaban: Tatutsi Xuweri así les decía, porque
Tatutsi no hablaba, pero su iyari hablaba.
Era como un remolino que respiraba y Tuamurawi pide una
cola de venado que asimismo hablaba, pues bien:
“Yo soy Tatutsi Maxakuaxi. De donde vienes, vienes pisando en
un pecho. Al llegar adonde vamos, la luz,
tienes que entregar toda la semilla y lo tiene[s] que buscar donde
puedes estar”.
Después de que ya estaba enterado, a él le entregaban todo.
Cuando llegó el tiempo sintió que se estaba por que aparecieran las cosas en
este mundo.
Esto autorizó Tatutsi Xuweri Timaiweme al pensar que Tatutsi dispusiera su vida.
Por eso, en este mundo nadie le escucha, porque de un principio así fue.
Tatutsi Maxakwaxi supo colocar los Tateteima Xapa.
De todo Tatutsi Xuweri Timaiweme dispuso para completar.
Su iyari dispuso Tatutsi Maxakwaxi y Irikwekame y Teiwari Timaiweme Tawikuni.
Por principio ves [a] Xurawe Temai.
De ahí tuvieron que salir muchas cosas para que esto viviera.
De su iyari es [de] donde viene esta vida, así como la reconocemos.
De este mundo.
José Benítez Sánchez de San Sebastián, Jalisco.
Nia’ariwame
89
La diosa del mar lleva a los
demás dioses del agua y de
la lluvia en su interior.
El texto solamente se refiere a una pequeña parte del cuadro, la porción central del lado inferior. Benitez plantea que la obra es el nierika, la visión iniciática,
de Tuamuxawi (que es también Watakame, el primer sembrador) y no la de
Tatutsi Xuweri Timaiweme, como sugiere el título. Según el relato del artista,
tres deidades, Uteanaka —diosa del pescado—, Tatutsi Xuweri —un dios menor— y
Maxakwaxi —Nuestro Bisabuelo Cola de Venado—, hablan a través de objetos rituales (nierikate y maxakwaxi, la cola del venado utilizada como equivalente de
una vara emplumada) o a través del iyari (alma o respiración). Tatutsi Xuweri
Timaiweme “autoriza” todo lo que sucede a Tuamuxawi. Se dice que la pieza corresponde a la visión de este dios precisamente porque es él la voz que autoriza lo
que ocurre en la obra, aunque queda la interrogante de quién es el protagonista
del cuadro y quién experimenta la visión nierika.
José Benítez Sánchez (1938-2009) es de los pocos pintores de estambre cuya
obra no se vio amenazada por el tipo de problemas que surgen cuando se produce arte con la calidad de nierika. Tal parece que encontró una manera viable
de existir entre ambos universos, el del arte y el del chamanismo huichol. Sus
cuadros suelen enfatizar cómo los ancestros y los mara’akate se mueven entre diferentes mundos, el de “abajo” (Watetɨapa), el de “en medio” (la sierra huichola)
y el efímero mundo solar de “arriba” (Taheima o Wirikuta). Este aspecto remite
claramente a los cantos donde, según la documentación de Regina Lira (2013),
el mara’akame se desplaza de forma permanente de un extremo del cronotopo al
otro. El canto chamánico implica que coexisten los mundos de los no iniciados y
de los iniciados y que la tarea del chamán será transitar de uno al otro. Benítez
Sánchez sabía funcionar perfectamente en el mundo de abajo, que también es el
del público urbano, pero de la misma manera lo hacía en el mundo exclusivo de
los huicholes, el mundo de “arriba”.
El contenido de la visión de Tatutsi es, en primer lugar, una síntesis de la mitología cosmogónica. La mayoría de estas historias consiste en desplazamientos
y transformaciones de diferentes ancestros dentro de un cosmos estructurado a
partir de los cuatro rumbos y los tres niveles horizontales del mundo, que suponen lo mismo dimensiones espaciales que temporales.
El cuadro se caracteriza por lo que se suele llamar horror vacui, pero en el
aparente caos hay un orden: la composición se organiza según los principios
estructurales de la geografía ritual. La parte inferior del cuadro corresponde
al mundo de los orígenes, el océano primordial, resuelto en estambre blanco
que indica la espuma, y en el pájaro azul, que contiene a otras deidades del
agua. En la esquina inferior izquierda vemos, entonces, las olas del mar que
rompen contra una roca en la playa de San Blas, en Nayarit. Abajo al centro
encontramos un recipiente o bule con “las semillas de la vida futura”. De ambos
lugares emergieron los ancestros que peregrinaron hacia el desierto oriental,
identificado con el Cerro del Amanecer. Este último ámbito corresponde a la
orilla superior izquierda del cuadro, donde se ubican imágenes de Xeu’unari
(el Cerro Quemado, el lugar de la salida del sol) en el personaje invertido, de las
plantas psicotrópicas peyote —los círculos con puntos amarillos en el pecho de
este personaje— y kieri (Solandra brevicalyx) —la flor verde en forma de campana
que emana polen y que brota del borde del cuadro—, así como del manantial de
Tatei Matinieri, ojo de agua ubicado en el desierto de Wirikuta que corresponde
al lugar en donde nace (o se sueña) la primera lluvia de la temporada y personificado aquí con la serpiente con cuernos de venado y rostro humano que aparece
en la esquina superior derecha.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
88
91
Tatutsi Maxakwaxi, nuestro Bisabuelo Cola de Venado
en su función de pilar del mundo.
Los tres niveles del cosmos huichol se distinguen con relativa facilidad. El
mundo de “en medio”, que geográficamente corresponde a la sierra huichola,
se ubica en una franja horizontal al centro del cuadro, donde además de la cara
de Tatutsi Xuweri Timaiweme, se ubican sus “instrumentos para ver” (nierikate) —círculos concéntricos multicolores—, así como las casas y milpas de las
rancherías huicholas mencionadas en algunos de los mitos. En el borde inferior
del cuadro, los dos personajes que parecen portar uniformes fantásticos (como
en la portada del disco de The Beatles, Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band
de 1967) —aunque la aparente botonadura corresponde en realidad a sus costillas, por lo que se puede afirmar que se trata de personajes humanos con su
interioridad desplegada hacia afuera— son los postes que sirven de soporte al
mundo y se identifican con las columnas de madera que sostienen el techo del
templo huichol, tuki.
Entre los mitos narrados se encuentran la salida de los primeros ancestros del
inframundo (en la parte inferior central), el diluvio (aludido con las milpas y las
casas en el extremo izquierdo), la primera salida del sol (en el personaje que corresponde a Xeu’unari, el Cerro Quemado), la fundación del primer rancho (en el
mencionado mito del diluvio y en la parte derecha) y el origen del fuego (referida
en el personaje de la esquina superior izquierda), y la primera cacería de venado
(al centro, bajo el gran nierika de la izquierda). El cuadro La visión de Tatutsi Xuweri
Timaiweme muestra que este ancestro conoce y entiende todos estos mitos y ritos.
Sin embargo, también queda claro que, para su transformación en iniciado, este
tipo de conocimiento no es suficiente.
A primera vista, la síntesis mitológica plantea dificultades de comprensión.
¿Cómo separar y descifrar las diferentes narrativas que, a veces, se entrecruzan?
Una tarea ardua, pero una vez que se haya entendido el principio de lectura (la
narrativa comienza abajo del cuadro, al centro), se vislumbra un hilo narrativo
maestro, que es la historia del viaje de los ancestros. Esto es lo que en la etnografía del Suroeste de Estados Unidos se conoce como emergence. Algunas de las
narraciones están indicadas por un personaje o episodio, mientras que otras se
desarrollan en secuencias narrativas que atraviesan el cuadro de un extremo al
otro. Al fin, lo que se produce es un tejido mitológico donde las diferentes historias quedan entrecruzadas. Incluso, algunos personajes figuran en más de un
relato. Por ello, la tabla de estambre es un texto, al mismo tiempo que un textil
(Tedlock y Tedlock, 1985: 121-146).
Tatutsi Xuweri Timaiweme, el protagonista del cuadro.
iv. ent r e l a r epr es entac ión y l a revel aci ón
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Pero los detalles mitológicos del cuadro sólo tienen un valor relativo. Se trata
de historias que pueden ser narradas por muchos huicholes que no son chamanes. La síntesis de la mitología lograda en el cuadro parece complicada, pero el
contenido esotérico de la obra se ubica en un nivel distinto, que, de cierta manera, es más obvio. Aquí lo que cuenta es que en el cuadro emergen otras formas,
aunque no necesariamente se trate de figuras planeadas por el artista.
La jícara de las semillas y los primeros ancestros que emergen del inframundo.
En lo que se refiere a la iconografía de los cuadros, la intertextualidad es un
rasgo recurrente. Hay muchos ejemplos de tablas donde se representan chamanes cantando o sus “instrumentos para ver”: jícaras, espejos, tejidos circulares
y otros objetos redondos llamados nierikate. Muchas veces pueden reconocerse
también elementos que evocan los mitos de origen de las prácticas chamánicas y
de los objetos rituales. En el caso del cuadro que analizamos, la cara del ancestro
Tatutsi Xuweri Timaiweme se ubica en el centro de la composición. Al centro de
cada una de las mitades de la obra se ubican sus “instrumentos para ver”: discos,
posiblemente espejos, identificados como nierikate. Con su ayuda, el protagonista
obtiene una visión iniciática. Una serpiente y una vara ceremonial con plumas
(muwieri) forman su boca sonriente en un ángulo al centro del borde inferior del
cuadro (cfr. página 103). De hecho, un gran número de tablas se titulan “El nierika
de [alguna deidad huichola]” y lo que se ve en el cuadro corresponde a lo que este
antepasado ve (o vio) en la visión iniciática que le permitió transformarse en una
deidad ancestral. Así, según esta convención, el cuadro La visión de Tatutsi Xuweri
Timaiweme mostraría la visión de este ancestro.
La intertextualidad puede relacionarse con procesos de complejización característicos de los rituales y, en particular, de los chamanismos amerindios. Como
lo han descrito Severi (1996) para los kunas y Valdovinos (2010) para los coras,
el chamán pasa por un proceso donde adquiere identidades múltiples y a menudo contradictorias. En estos contextos, la construcción en abismo es un recurso
frecuente: muchas veces, los cantos tratan de los preparativos del ritual o de los
cantos mismos y, de cierta manera, no queda claro cuándo el ritual “realmente”
se lleva a cabo. Aquí, la experiencia visionaria llamada nierika y los “instrumentos para ver”, llamados con el mismo nombre, son el tema de una obra titulada
Nierika. Todo el cuadro es lo que se ve dibujado en la cara del personaje central y
puede suponerse que los discos nierika (ojos o mejillas) contienen lo mismo que
se ve en el cuadro. Así ad infinitum.
Todo lo que Tatutsi ve está pintado en su cara. En efecto, el cuadro es también
una pintura facial de uxa como la que se hacen los peyoteros huicholes después
de ingerir —o más bien habiéndose transformado en— el cactus alucinógeno. La
pintura amarilla de uxa utilizada en tales ocasiones es considerada como el reflejo de la visión de la luz del sol en la cara del peregrino. Ambas referencias hacen
que el espectador que contemple el cuadro lo haga desde dos puntos de vista: el
de Tatutsi, que obtiene una experiencia visionaria nierika, y el del sol, quien envía
esta visión a Tatutsi y observa su nierika reflejado en la cara del recién iniciado.
Esta segunda perspectiva también puede entenderse como la imagen de la cara
pintada y transformada del iniciado reflejada en un espejo ritual que es, como
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vimos, un tipo más de nierika; los instrumentos nierika de la primera perspectiva
son ahora el reflejo de sus ojos o mejillas. Por otra parte, la perspectiva del sol
como espectador es, desde luego, la perspectiva del cazador que dispara a su presa. El iniciante es la víctima que (casi) muere en un acto de autosacrificio. Como
hemos visto en torno a las figuras dentro de los pozos rituales, mirar a las víctimas sacrificiales es algo muy delicado.
Además, la tabla expresa una reflexión sobre el cambio de la percepción y
la transformación experimentados por el iniciado. En términos estilísticos, puede observarse un contraste entre las figuraciones y narrativas de los mitos y los
rituales, por un lado, y las formas psicodélicas más fluidas, que evocan las experiencias de lo que se suele denominar “estados alterados de la conciencia”.
Al contemplar el cuadro por algún tiempo, es posible constatar que los discos
nierika comienzan a girar y la tabla se convierte en un caleidoscopio que genera
formas y figuras sorprendentes. Todo lo que el espectador “alucina” al mirarlo
está dibujado en la cara del peregrino. Así lo que en una lectura iconográfica era
la representación del paisaje mitológico se convierte en un retrato con una pintura facial autogenerativa.
Xeu’unari, el Cerro Quemado con dos peyotes en su interior
y con el sol del primer Amanecer.
La ironía estética del arte huichol radica en que estas formas psicodélicas
que el espectador puede inventar ad libitum —casi como si fuera un Rorschach
Test— corresponden a la experiencia de nierika, que según los chamanes tiene
un carácter creativo y cosmogónico. En las visiones, el mara’akame no solamente
ordena, también crea e inventa el mundo. Todo esto no se considera efecto del
alucinógeno, sino de las prácticas de purificación, austeridad y autosacrificio de los
peregrinos del peyote. Pero los no iniciados no saben esto.
Las dos operaciones artísticas que pueden establecerse al contemplar la obra
—la de la representación iconográfica y la de la visión— indican un antes y un
después de la experiencia de nierika. Para convertirse en mara’akame los iniciantes deben conocer y memorizar los mitos cosmogónicos, pero el “don de ver” es
una experiencia que va más allá de esta práctica de memorización y repetición
que en antropología de la religión se ha llamado “aproximación de Padre Nuestro a la fe” (Pater Noster approach to belief) (Severi, 2007: 26-27). La memorización
semántica y mecánica (Whitehouse, 2004), es importante pero insuficiente. Se
necesita también pasar por una experiencia capaz de crear “memoria episódica”
(Whitehouse, 2004) y donde se adquiere lo que Severi llama “imaginación orientadora de contexto” (context orienting imagination) (2007: 29).
En el caso de los huicholes, puede hablarse de una revelación de la estructura secreta —que es generativa y transformativa— del mundo y de las cosas. En
esta visión los detalles de los mitos memorizados no importan tanto. Las visiones
contienen otras cosas, radicalmente nuevas. El iniciado no sólo percibe imágenes
visionarias del peyote, el venado, la lluvia o la luz del sol, sino que se transforma
en ellas y desde esas perspectivas experimenta el mundo. La pintura facial en la
cara del peregrino, es decir, todo lo que se ve en el cuadro, es el reflejo de las visiones obtenidas y es, al mismo tiempo, el eco visual de las cosas en las cuales el
peregrino se ha transformado. Tatutsi, como persona, ya no está. Se ha sacrificado para convertirse en un ancestro que vive en las cosas creadas y soñadas por él.
Obtener la experiencia visionaria implica pasar por un largo proceso que puede
durar de dos a seis meses. Durante este tiempo, los iniciantes (jicareros, peyoteros) realizan casi todo el tiempo algún ritual, duermen muy poco, ayunan, no
ingieren sal y se abstienen de tener relaciones sexuales (extramaritales); puede
decirse que “casi” se mueren. La abstención de sueño es particularmente importante, ya que las visiones significativas surgen en un estado donde las experiencias
oníricas y las visiones de peyote no se distinguen claramente unas de otras.
Es notable cómo los jicareros y los peyoteros se burlan, casi de forma permanente, de los chamanes y de todo lo que se supone que son sus actividades (cantos, curaciones, etcétera). La iniciación, un proceso ritual de gran intensidad que dura
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varios meses, es divertida, llena de ironía e implica una toma de distancia de
toda clase de acción ritual seria. Se intercambian nombres y papeles, se habla
en contrarios, se hacen juegos de palabras y bromas sexuales irreverentes. Todo
esto puede parecer una farsa, pero estas actividades más bien se encaminan a
despertar la duda, y con ella, la necesaria tensión entre la fe y la sospecha, que
en antropología se ha llamado reflexividad ritual (Severi, 2002: 23-40; Valdovinos,
2008, 2010). La producción de reflexividad es un sine qua non para que se produzca
la singular experiencia que es el nierika.
Después de un largo proceso, algunos de los peyoteros logran obtener las
visiones iniciáticas. Los huicholes que han pasado por esta experiencia la recuerdan vívidamente. Sus contenidos son, desde luego, variados. Al hablar de
ellos, muchos se refieren a la belleza del desierto. A uno de mis informantes, por
ejemplo, le habló una serpiente. A un mara’akame de la comunidad de Las Latas
le habló el dios del fuego en forma del cura Miguel Hidalgo del mural de José Clemente Orozco en el palacio de gobierno de Guadalajara. Sin embargo, a pesar de
la diversidad, hay ciertas constantes. Por ejemplo, se experimenta cómo el polvo
del desierto se transforma en las primeras serpientes de nubes (haikuterixi), que
producen la lluvia que hace crecer, pero no destruye las milpas.
La niña Mia’ariwame y sus padres.
Dos obras dentro de un cuadro: paisaje y retrato
El efecto estético de la aparición de otra imagen puede compararse con lo que
sucede con los ornamentos o “arabescos” del arte islámico cuya contemplación
evoca la imagen “anicónica” del paraíso (Rodríguez Zahar, 2008). Aunque estilísticamente muy distinto, también podemos pensar en el efecto que Fra Angélico
creó en su Anunciación. Según Didi-Huberman (1990), en ella se percibe la presencia divina debido al brillo blanco en el centro del fresco. En el arte huichol, estos
efectos son comunes. Al principio la atención se enfoca en ciertos elementos,
pero poco a poco emergen otros detalles.
Como ya se mencionó, el efecto estético de la obra radica en gran medida en la
pluralidad y simultaneidad de modos de ver. En el cuadro, el aspecto semántico de
la iniciación se expresa con cientos de detalles mitológicos y rituales que se representan con una gran diligencia plástica que llenan los huecos de la composición, y
narran los pormenores de la vida de los antepasados y de su camino hacia el lugar
del Amanecer y hacia la experiencia de nierika. Ésta es la visión del iniciante que
aún no se ha convertido en deidad. Pero, en la segunda forma de ver después de la
iniciación que supone la transformación, los detalles figurativos se vuelven ornamentales o, más bien, algo similar al arte expresionista-abstracto. Lo que refleja la
visión esotérica es una imagen desfasada, o bien, lo que sucede un poco después de
la primera visión. En este sentido el cuadro puede compararse con Venus, Vulcano
y Marte de Tintoretto (cfr. página 100) que se resguarda en la Antigua Pinacoteca
de Múnich, donde el espejo refleja una escena posterior a la que observamos en
el cuadro. Nierika como “instrumento para ver” puede ser, de hecho, un espejo
(Arasse, 2005). Lo que el mara’akame ve en él es su cara transformada. Traducido
como “visión” o “don de ver”, el término remite, entre otras cosas, a una situación
donde el iniciante inventa los objetos de sus visiones y, al mismo tiempo, se transforma en ellos.7 Se trata de una experiencia muy intensa pero, de cualquier forma,
la duda nunca queda del todo descartada. Hablar de “transformación” tal vez resulte problemático y, en alguna ocasión, hemos discutido usar el concepto devenir
tal como lo definen Deleuze y Guattari (2006 [1980]) que aseguran que “un devenir no es una correspondencia de relaciones. Pero tampoco es una semejanza, una
imitación y, en última instancia, una identificación. [...] Devenir no es progresar ni
regresar según una serie. Y, sobre todo, devenir no se produce en la imaginación,
incluso cuando ésta alcanza el nivel cósmico o dinámico. Los devenires animales
no son sueños ni fantasmas. Son perfectamente reales”.
7 A diferencia de lo que Viveiros de Castro plantea en su artículo sobre “la transformación de
objetos en sujetos en las ontologías amerindias” (2004: 477), en el arte huichol invención y transformación no se oponen de forma tajante.
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Un aspecto importante para entender la articulación entre las diferentes visiones es que estos modos de ver no son excluyentes. Eduardo Viveiros de Castro
ha dicho que, en el contexto del chamanismo amerindio, la transformación supone un cambio de perspectiva; es decir, un ser que se convierte en otro deja de
ver el mundo con los ojos del primero para habitar el universo del segundo, con
todo el cambio de visión que ello implica. Pero estos cambios de perspectiva por
lo regular no se articulan entre criaturas de cualquier especie, sino entre depredadores y presas que están vinculados a través de la cacería (Viveiros de Castro,
1998: 463-484). En este caso, no hay un cambio radical de punto de vista. En Mesoamérica, los especialistas rituales tienen la capacidad de ver, simultáneamente,
de diferentes maneras. Como entre muchos otros pueblos, el cazador huichol se
identifica con la presa y puede tomar su perspectiva, pero nunca deja de tener la
visión del cazador. Para marcar las diferencias con el perspectivismo amazónico
se ha propuesto el término de multiempatía8 que supone que una persona asume,
de forma simultánea, dos o más modos de ver, visiones o perspectivas, al identificarse (parcialmente) con más de un ser o transformarse en diferentes personas,
dioses y animales a la vez.
Los ancestros que descienden del cielo con personas-flecha que se revelan.
8 Éste se propuso en uno de los talleres de nuestro grupo franco-mexicano de investigación sobre
antropología del arte celebrado en el Museo del Quai Branly en París (Valdovinos, 2010; Hémond,
2008: 13-31).
Xikuakame, el dios
Esta situación se
de la calabaza que llega
ilustra con mucha habilidesde Wirikuta.
dad en el cuadro La visión de
Tatutsi Xuweri Timaiweme. Si volvemos
al vínculo establecido por la cacería, podemos decir que en esta otra este iniciado se mira,
además, como la presa del cazador, aunque de forma irónica
éste se identifica con el espectador que difícilmente entiende
de qué trata la obra. El iniciante huichol se entrega, así, a un
mestizo ignorante. De cierta manera, el artista se representa como
un chamán al momento de entregar su conocimiento a un público depredador que desconoce el peligro al que se somete al mirar los ojos de la pieza
que es su víctima.
¿Hasta qué punto esta situación es un problema? Estudiando los rituales iniciáticos huicholes observamos que la relación entre las visiones no puede ser
armoniosa. Los iniciados cuestionan las creencias ingenuas de los no iniciados,
mientras que los no iniciados desconfían de los poderes cosmogónicos de los chamanes. El contraste entre las diferentes prácticas rituales despierta la duda, la
reflexividad ritual y, sobre todo, la crítica de los otros.
Como vimos en el capítulo 2, la experiencia cosmogónica de los chamanes implica una negación de las prácticas de intercambio recíproco que constituyen el
eje de la acción ritual de los no iniciados. En el contexto de la iniciación / transformación, los humanos no se relacionan con los ancestros por medio de intercambios
sino que los crean con sus visiones y se convierten en ellos. El costo vital de esta
práctica es tan alto que, al toparse con la imposibilidad de cumplir todos los
compromisos rituales adquiridos, la vida de los mara’akate muchas veces termina en una tragedia. Aunque a una escala menor, el problema de los pintores
es similar.
Pero éstas no son las únicas tensiones cifradas en esta pieza. En la esquina
inferior izquierda del cuadro el artista evoca el mito del origen de la lluvia.
Las deidades de la lluvia, entre ellas Tatei Hautsi Kupuri y Tatei Xapawiyeme, las
madres de la lluvia del Norte y del Sur, nacen de la Diosa Madre del Mar (Tatei
Haramara) cuando ésta se sacrifica al estrellarse contra una gran roca en la playa
(la piedra de San Blas) y producir espuma, vapor y nubes. Todo el mundo se alimenta de ella pero, como se ve en otro episodio del mito de la lluvia, en la esquina
superior derecha, la niña Nia’ariwame transformada en una tormenta mata a sus
padres, es decir, que la diosa iniciada que se sacrifica de forma permanente también se vuelve contra sus progenitores humanos.
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Como se ha dicho, el evento que produce nierika es el sacrificio, el don desinteresado (free gift) que interrumpe las relaciones sociales, a la vez que crea
cosas nuevas y diferentes. La práctica del autosacrificio cosmogónico crea el
mundo solar de los ancestros, pero se trata de un mundo potencialmente destructivo. Por eso no sólo la diosa de las lluvias se vuelve destructiva, también
se dice que el Padre Sol, una vez que nació del autosacrifico y de la experiencia
visionaria del grupo de los peregrinos, mató, cegó o enfermó a todos los que no
habían alcanzado la meta (Lumholtz, 1902: 107-108). Al contemplar fijamente
los ojos del rostro de Tatutsi que emerge del cuadro y que describe su iniciación, un espectador comenzará por percibir una deformación de las figuras que
revelarán después elementos de lo siniestro que paradójicamente habitan este
ámbito luminoso que es el nierika.
Al articular dos puntos de vista tan distintos como los que hemos mencionado, tendríamos que preguntarnos ¿cuál sería, entonces, la visión del mundo de
los huicholes? Es engañoso pensar que existe sólo una: lo que se ha llamado “cosmovisión” no es más que una “cortina” que separa los mundos de los no iniciados
y de los chamanes. Los primeros no la entienden (por eso la dificultad para leer
el cuadro), pero los iniciados ven otra cosa. En este contexto, el conocimiento se
define como un estado transitorio entre el “aún no” y el “ya no”.
Jacobo Robusti Tintoretto.
Venus, Vulcano y Marte, ca. 1555.
Óleo sobre tela, 135 x 198 cms.
Alte Pinakothek, Bayerische
Staatsgemaeldesammlungen,
Múnich.
Laocoonte y sus hijos.
Grecia, Periodo Helenístico.
Mármol, 245 cms.
Museo Pio Clementino, Museos
Varticanos, Vaticano.
El cuadro que analizamos deja entrever la existencia de una “ontología compleja” basada en la coexistencia de estas dos dinámicas incompatibles. El mundo de
los iniciados se rige por relaciones de depredación y (auto)sacrificio, el mundo
de los no iniciados por las de alianza y la reciprocidad. Los iniciantes caminan en
línea recta, mientras que los legos bailan la danza circular del mitote. No hay una
perspectiva única. Más bien, coexisten dos modos de ser y, por tanto, dos modos
de ver el mundo que, en esquemas de la práctica, se excluyen mutuamente. La
relevancia de cuadros como La visión de Tatutsi Xuweri Timaiweme consiste en que
dan cuenta de la coexistencia de visiones de estos mundos paralelos.
Dadas la multiplicidad de perspectivas, la simultaneidad de identificaciones y
la ambigüedad de la figuración, la tabla de Benítez Sánchez se presta para desarrollar las ideas de Aby Warburg. Como ya mencionamos, Carlos Severi (2003), Horst
Bredekamp (2010) y otros autores interesados en la agentividad —el poder— de
las imágenes han retomado el trabajo de este autor que plantea que la energeia
de una obra se fundamenta en el antagonismo entre pathos y ethos. El primero
se refiere a la reacción corporal, momentáneamente intensificada, de un alma
conmovida y se opone al ethos como elemento de carácter que da continuidad y
que implica la obligación de controlar las emociones (Bredekamp, 2010: 298). El
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resultado de la tensión entre ambos es la llamada “Pathosformel”, término oximorónico acuñado para entender cómo ciertas imágenes pueden ser expresiones de
sentimientos extremos y dinámicos, al mismo tiempo que se busca entender cuáles son los mecanismos que logren fijar o congelar estas imágenes polarizadas.
La propuesta de Warburg es que este tipo de imágenes cuya fuerza emana de la
lucha entre opuestos adquiere lo que él ha llamado Nachleben, término que puede
traducirse como “sobrevivencia” y que da cuenta de cómo la influencia de estas
piezas se extiende más allá de su temporalidad al confrontar al hombre con las oposiciones que necesariamente existen en su horizonte.
El caso paradigmático ha sido el grupo escultórico Laocoonte y sus hijos (cfr. 101).
A partir de esta obra maestra griega, descubierta 1506 en Roma y resguardada en el
Museo Pio-Clementino, Lessing (1964 [1766]) y Goethe (1999 [1798]) plantearon una
teoría sobre “el momento más fértil” (der fruchtbarste Augenblick) o “el momento
embarazado”: la expresividad, aseguran, se logra cuando se plasma un máximo de
tensiones y contradicciones en una imagen. Esta pieza retrata el momento en el
que Laocoonte y sus dos hijos son atacados por serpientes y nos deja ver la forma
en que el poder —la agentividad— involucra al espectador. El contraste entre la
serenidad del padre y la desesperación del hijo mayor establece la relación entre
ethos y pathos. Primero el espectador se identifica con el hijo mayor que observa
la muerte de su padre. Pero el instante de máxima tensión permanece congelado
en el tiempo, así que se invierten los papeles: el espectador se identifica ahora con
Laocoonte, y así es inducido a aceptar la inevitabilidad de la muerte. De esta manera, la imagen que representa a la agonía de unos seres mitológicos adquiere
Nachleben y termina viviendo más allá del horizonte temporal del espectador aterrado.
En el caso del cuadro huichol, tenemos un contraste similar entre un antes
y después. La perspectiva del buscador de visiones se opone a la del visionario
iniciado. La primera se identifica con los puntos de vista del cazador y del espectador, la segunda corresponde a la víctima del sacrificio y a la obra creada.
La energeia de toda la obra no se explica sin la tensión irresoluble entre estas
perspectivas que aquí incluso implican cosmovisiones diferenciadas. Pero en el
contexto mesoamericano esto no es exclusivo del arte huichol. Como se ha dicho,
en las tablas de estambre se percibe una continuidad con la estética de los códices
prehispánicos. Y esto no sólo a nivel de la figuración, sino en el planteamiento de
la confrontación entre opuestos presente en las recurrentes escenas sacrificiales
que ofrecen al espectador una tensión similar, que se extiende en el tiempo; es
decir, tanto los antiguos libros mesoamericanos como algunas tablas de estambre
tienen Nachleben (Warburg, 1999).
El rostro de Tatutsi Xuweri Timaiweme que emerge de la obra.
Este trabajo se presentó como ponencia con el título “Ritual, perspectivismo y reflexividad en el arte
moderno huichol” en el seminario de investigación “Art et Performance” que se llevó a cabo el 10 de
octubre del 2008 en el Musée du Quai Branly en París. También se publicó como “Reflexividad ritual
y visiones múltiples en un cuadro de José Benítez Sánchez” (Neurath, 2009) y como “Simultanéité de
visions : le nierika dans les rituels et l’art des Huichols” (Neurath, 2010b).
máscaras enmascaradas
Los otros son lo Otro precisamente porque ellos tienen a otros “otros”.
Eduardo Viveiros de Castro
Del ritual al comercio
Máscara artesanal con mosaico de chaquira.
Al ser uno de los grupos indígenas con mayor exposición mediática en el país, los
huicholes son blanco de las aproximaciones de grupos new age y de los embates de
un turismo ávido de adquirir objetos que, desde su punto de vista, los acerquen
al conocimiento iniciático. Esto podría suponer para las obras del arte huichol los
riesgos de transformarse en mercancía masificada. Pero los huicholes han sabido insertarse en el mundo contemporáneo y han respondido a la lógica del mercado de los
mestizos al crear piezas que los satisfacen, pero que al mismo tiempo ofrecen una
parodia de este mundo depredador. Pero vayamos por pasos. El tema de las máscaras
invita a regresar al artículo clásico de Franz Boas sobre las limitaciones del método
comparativo, en el que advierte que, en los diferentes contextos y culturas, las
máscaras han sido usadas para engañar a los espíritus, para personificar a alguno
de ellos, como objetos conmemorativos, por ejemplo, de alguna persona fallecida,
o bien para escenificaciones rituales de algún acontecimiento mitológico (1982
[1896]: 274). Entre los wixaritari existen máscaras que cambian radicalmente de
contexto y con ello de uso. De un ámbito ritual pasan a otro completamente profano. Sin embargo, este desplazamiento drástico en lo que se refiere a la “vida
social” de los objetos no necesariamente transforma todos sus significados. Más
bien, lo que ocurre es un divorcio entre forma simbólica y sentido.
107
En los cuatro grupos indígenas del Gran Nayar las máscaras rituales aparecen durante las ceremonias para personificar a seres poderosos. Estas piezas son
más que imágenes; ellas mismas son los dioses que se manifiestan durante los
procesos rituales. Estas personas1 casi siempre tienen una naturaleza cómica. En
efecto, el humor ritual, que muchas veces es bastante obsceno, para nada se contrapone a la sacralidad de dichas piezas.
Las máscaras rituales más importantes son objetos sumamente “delicados” y
su uso está normado por una serie de tabúes. Cuando coleccioné las piezas para la
sala del Gran Nayar del Museo Nacional de Antropología fue casi imposible lograr
que los coras me fabricaran una copia de la máscara del Viejo de la danza de los
Urraqueros (be’eme), mientras que con los huicholes tuve que abandonar el plan
de conseguir los objetos equivalentes, las máscaras del bufón ritual tsikuaki y de
la diosa Takutsi Nakawe. Estos objetos se guardan en cuevas sagradas y sólo se sacan
para las fiestas que les corresponden. Quien fabrica una máscara nueva se compromete a custodiarla a veces por el resto de su vida; también se tiene que someter
a prolongados ayunos para purificarse y protegerse de la fuerza potencialmente
dañina del objeto, pues la máscara sanciona con enfermedades graves cualquier
uso inapropiado.
Cuando la máscara aparece en la fiesta, su actuación no solamente implica
chistes irreverentes, gestos vulgares y burlas a las autoridades, también consiste en
amedrentar a los presentes, sobre todo a los niños y borrachos que obstaculizan los
caminos por donde deben circular los grupos de danzantes o las procesiones. Las
máscaras son “bravas”, así que el miedo que la concurrencia les tiene es genuino. El
contraste entre el humor ritual que caracteriza su uso y la solemnidad dispensada
a estos objetos es difícil de comprender si no se está familiarizado con la dinámica
y la estética de las fiestas indígenas del Gran Nayar y de otras partes de México.2
Los danzantes enmascarados suelen representar a los seres salvajes de “abajo”, de las llanuras costeras y del mar, que se asocian con el crecimiento desenfrenado de los seres primordiales, pero también con las personas no iniciadas
y con las poblaciones no indígenas. Por lo general los mestizos de la región son
enemigos tradicionales de muchas comunidades indígenas serranas. Y por ello
en sus religiones hay numerosos dioses mestizos o dioses enemigos que, muchas
veces, se personifican a través de máscaras.
1 Recuérdese que en el teatro grecorromano el término persona designaba justamente a la máscara
portada por el actor.
2 El humor ritual del Gran Nayar puede compararse con el practicado por los bufones sagrados
de los indios pueblo (Sanner, 1995) o con lo que se ha observado en las fiestas mayas de los Altos de
Chiapas (Bricker, 1986).
En contraposición a las máscaras rituales de cabello enmarañado y barbas,
los huicholes elaboran para el mercado de arte folclórico otras que se distinguen
por su colorido trabajo de chaquira con “símbolos” huicholes que se reconocen
con facilidad, como el venado, el águila y el peyote. La decoración de estas piezas
se caracteriza por su falta de significación en términos rituales, pero esto no lo
saben los mestizos que, al tomarlas por obras de arte inspiradas en pinturas faciales chamánicas, las compran entusiasmados.
La relación entre los huicholes y las poblaciones no indígenas puede abordarse a partir de los enfoques inspirados en el perspectivismo que discutimos en
el capítulo anterior. Desde el punto de vista de los no indígenas urbanos, compradores de artesanía, los huicholes son un pueblo de “chamanes y artistas”,
portador de lo que se considera un “simbolismo” auténtico o una “cosmovisión”
ancestral. Las máscaras adornadas con perlas de vidrio (kuka, chaquira) expresan
bajo su mirada esta sabiduría y espiritualidad de los pueblos originarios. Desde
la perspectiva de los huicholes, los no indígenas que compran su artesanía son
seres subdesarrollados, medio salvajes, aunque poderosos y dotados de recursos
económicos inagotables. Las máscaras artesanales son, entonces, representaciones de esta clase de seres monstruosos, pero en una versión embellecida, pues en
estas obras el mestizo suele estar disfrazado de huichol. Así, las piezas no resultan
ser sino máscaras enmascaradas tras de las cuales pareciera quererse ocultar el
mestizo, aunque en realidad en la delgada capa de chaquira termina por revelarse
un rostro profundo de su piel: el del monstruo urbanizado, indigenista y educado.
Máscara de Takutsi.
v. más c ar as enmas ca ra das
106
109
Da la impresión de que los huicholes se han percatado de lo que implica ser el
“otro del otro” y, de cierta manera, en las máscaras artesanales se ven a sí mismos
desde la perspectiva de nosotros, los no indígenas. De aquí puede deducirse que en
la venta de estas máscaras ellos encuentran un contexto idóneo para controlar el
manejo de su imagen en el exterior de sus comunidades. Además, la producción y
venta de máscaras enmascaradas evita los problemas que suscita la producción de
arte ritual. Podemos decir que este tipo de artesanía forma parte de una estrategia
exitosa de participación en el mercado donde los objetos comercializados cumplen
con la función de un guardián. Mientras que, en apariencia, se satisface la demanda
por una espiritualidad indígena y se revela el conocimiento chamánico ancestral,
se evita que el artista y el espectador se ofrezcan a la depredación ejercida por los
otros. Asimismo, se impide la mediatización y transformación en mercancía de ciertos ámbitos de la vida ritual tradicional que no se consideran aptos para no iniciados.
Si seguimos el pensamiento de Arjun Appadurai (1986: 12), podríamos decir que las
máscaras son parte de la política de valor y de conocimiento de los huicholes.
Pareciera paradójico que hoy día los huicholes prefieran comerciar con esta
clase de objetos que con otros tipos de artesanía. Pero, a pesar del contraste que
parece existir entre máscaras rituales y artesanales, tienen algo en común: que en
ambos casos se trata de expresiones de la relación e interacción entre indígenas
y no indígenas, trátese de los mestizos locales o de los turistas. Ritual y comercio
no necesariamente entran en conflicto. Más bien lo que se observa en estos objetos es el despliegue de los estereotipos étnicos sobre el otro y, por decirlo así,
sobre “el otro del otro”. Se da la apariencia de revelar todos los secretos de una
sabiduría ancestral, pero se esconde hábilmente lo que se considera lo “inalienable” de esta tradición.
Pero ésta no es la única contradicción que suponen las máscaras huicholas.
En estas piezas convergen búsquedas estéticas diametralmente opuestas. Mientras que los indígenas usan máscaras rituales “feas” para evocar a sus enemigos
y dioses mestizos, los clientes no indígenas buscan objetos “simbólicos” y “auténticos” para decorar sus casas de una manera “bonita” que refleje, además, su
aprecio por la espiritualidad y el chamanismo indígenas.
Bufones, monstruos y vecinos
Los atributos de las máscaras tradicionales —trátese de las de los bufones rituales huicholes, de Takutsi Nakawe o de los Viejos de la danza coras— invocan un
ámbito del espacio-tiempo que se localiza en la oscuridad del Poniente, que corresponde con el pasado primordial y el mundo de “abajo” (Watetɨapa, tɨkaripa).
Takutsi Nakawe, con su nombre compuesto de un término huichol de parentesco y una palabra de origen náhuatl, Nuestra Abuela Carne Grande/Vieja o
Carne Podrida, es una diosa suprema destronada. Ella fue quien gobernó durante los tiempos caníbales, matriarcales y diluviales del origen del mundo. Pero,
acompañada por su esposo mandilón, Naɨrɨ, la “lluvia de fuego”, retorna momentáneamente al poder durante la fiesta del solsticio de verano, Namawita Neixa.
Esta noche se derrumban los pilares cósmicos que sostienen el cielo y se retorna
al caos original. Durante la danza, juega su papel un varón vestido con una falda de
estilo antiguo, kaure ikayari, que suele ser gris y estar tejida con lana de borrego. Lleva
una máscara de madera también gris con una peluca de colas de ardilla. Ostenta una
corona de plumas negras de gallo y un collar de conchas y caracoles marinos. Sostiene en ambas manos bastones de otate. Takutsi Nakawe hace bromas y asusta a la
gente. No suele tratar bien a Naɨrɨ, su esposo, quien la sigue cabizbajo. La diosa lleva
en la espalda a su hija, personificada por un niño varón que se identifica con Tatei
Yurianaka, diosa Madre de la Tierra, a quien se alimenta con carne seca de venado
para evitar que se transforme en un monstruo capaz de devorar el mundo.
En otras fiestas, el portador de esa máscara es Naɨrɨ. En cuanto al relato mítico, el destino del esposo de Takutsi es un poco mejor que el de ella. Por déspota,
borracha y antropófaga, el reinado de la gran diosa es derrocado durante una
rebelión encabezada por la Estrella de la Mañana y la Estrella de la Tarde, quienes flecharon al monstruo y lo mataron. Como vimos en el capítulo iii, la lluvia
de fuego (o fuego volcánico) es domesticada al ser “tumbada” por una flecha de
la Estrella de la Mañana y se le confina a una fogata, en “el lugar del horno”,
Te’akata. Desde entonces se le conoce como Tatewari, Nuestro Abuelo.
Personificado por la fogata central de los espacios ceremoniales, Tatewari
es la deidad principal de los huicholes casi todo el año. Solamente en la fiesta
Namawita Neixa, que marca el inicio de la temporada de las lluvias y de la siembra, se apaga el fuego ritual y se retorna al reinado nocturno y caótico de Takutsi
Nakawe. Naɨrɨ es uno de los integrantes de la fila de jicareros y participa en las peregrinaciones hacia los cinco rumbos del cosmos. El suyo es el principal de los cargos
menores y cuando la fila de jicareros se divide en dos resulta ser el puntero de
la segunda fila. Se trata de un personaje paródico que, durante la fiesta Hikuri
Neixa, por ejemplo, se burla del dirigente de los jicareros cuando éste narra con
mucha seriedad cómo fue la peregrinación a Wirikuta en el Oriente, narrando su
viaje hacia el mar en el Poniente. Según Lumholtz (1986 [1900]: 259; 1902: 165), el
esposo de Takutsi Nakawe se identifica con el armadillo (Dasypus novemcinctus),
un animal conocido como tuchi, que además es el término para mezcal o “vino”
(Faba y Aedo, 2003: 164).
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Otros bufones rituales huicholes no se identifican de manera explícita con
Takutsi ni con Naɨrɨ, pero en el nivel semántico siempre se manifiestan rasgos
asociados con esta pareja, en particular, la sexualidad desenfrenada. En la fiesta de Cambio de Varas observé que los mayordomos acuestan a los santos de la
iglesia de Santa Catarina en una cama para que tengan relaciones sexuales. El
bufón3 mete su bastón de otate por debajo de la cobija para molestarlos, y, aparentemente, también para incrementar su vigor sexual.4 Al ser elementos caóticos,
los tsikuakitsixi suelen tener el papel de mantener el orden durante los rituales y
obligar a la gente a participar en las danzas (cfr. Preuss, 1998: 174). Los bufones se
relacionan también con los remolinos, fenómenos naturales muy temidos, frente a los cuales, a veces, los huicholes se persignan. Es precisamente a partir de
las máscaras de tsikuaki que los wixaritari desarrollaron las máscaras artesanales
decoradas con chaquira.5 Pero desde que se empezó a popularizar la elaboración de
máscaras de chaquira, los bufones rituales prefieren usar caretas de hule, de fabricación industrial.
Desde el punto de vista formal las máscaras rituales coras no se parecen mucho
a las de los huicholes. Es importante tomar en cuenta que ellos no han desarrollado máscaras comerciales, como tampoco otros géneros de artesanía. Las máscaras
más conocidas son las que usan los judíos o borrados, xumuabikari, de la Semana
Santa —un ejército de demonios salvajes de la fertilidad que emerge desde el inframundo para matar al Cristo-Sol. Durante los días de la muerte de Cristo, los judíos
corren frenéticamente alrededor del pueblo, bailan y simulan los movimientos de
diferentes posturas del coito. Algunos portan penes de madera, y todos llevan
sables del mismo material, cuyo simbolismo alude al machete en tanto pene. La
pintura corporal oscura, a base de olote quemado, “borra” la personalidad cotidiana; es decir que da paso al aspecto salvaje de la persona.
Las máscaras de la Judea representan toda clase de animales cornudos. En
algunas comunidades predominan tocados elaborados con cornamentas de venado (Jáuregui, 2000). En otras se elaboran con papel maché caretas y cabezas
de monstruos inspiradas en caimanes, dinosaurios, borregos cimarrones, toros
y rinocerontes (cfr. Valdovinos, 1998). También se usan máscaras de hule, que
suelen retratar a los políticos “villanos” del momento, como son Carlos Salinas
3 En este caso, se trata del Viejo de la danza de los Wainarori quien es, además, el jicarero de
Watakame, el primer cultivador.
4 En Santa Catarina, Preuss (1998: 189) observó un rito similar, pero durante la celebración de las
Pachitas, que equivale al Carnaval.
5 Según Ramón Mata Torres (1972: 39), durante la década de 1960, los huicholes de San Andrés
Cohamiata, Jalisco, comenzaron a elaborar máscaras artesanales pintadas. Este género tuvo un éxito
menor que las máscaras decoradas con chaquira, que se comercializan desde tiempos más recientes.
de Gortari, George W. Bush, Saddam Hussein u Osama Bin Laden. Las máscaras de
la Judea se pueden adquirir el Sábado de Gloria cuando los judíos derrotados y los
danzantes se dirigen hacia el río para escenificar su retorno al inframundo. En
este sitio los judíos se lavan para recuperar su personalidad civilizada. En teoría
destruyen sus máscaras y tocados, pero no suelen rechazar la oferta de un generoso manojo de billetes por parte de un coleccionista.
Como ya mencioné, las máscaras de los Viejos coras jamás se venderían así.
Ya Lumholtz y Preuss, quienes no tuvieron dificultades mayores para adquirir
los atados sagrados que literalmente son “los abuelos” (Lumholtz, 1986 [1900]:
98, 1902, 2: 197, Preuss, 1989: 157), no lograron conseguir piezas originales de las
máscaras del Viejo de la danza de los urraqueros. Preuss narra su experiencia al
tratar de hacerse de la que se usaba en San Francisco Kuaxata:
Takutsi con sus bastones. American Museum of Natural History.
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La máscara del dirigente de los danzantes es especialmente interesante; tallada
hace aproximadamente veinte años, es un objeto tan sagrado que fue imposible adquirirla, y tuve que conformarme con una copia fiel. La original fue
hecha después de que los ancianos principales guardaran ayuno durante diez
días, lo que significa que solamente comieron una vez al día, absteniéndose de
la sal, y también tomaron agua solamente una vez al día. En sus sueños todos
los viejos soñaron con lo mismo, que debían hacer una máscara retratando a
una persona determinada. Por eso la máscara es un retrato. Después de haber
hecho la máscara guardaron ayuno durante diez días más, y sólo entonces la
empezaron a usar. La máscara por sí misma es una deidad poderosa, y la gente
la adora. Cuando faltan las lluvias, la gente se reúne en la casa del ayuntamiento y guarda ayuno durante un lapso de entre cinco y veinte días. Durante
este tiempo, la máscara está colocada en el piso […] sus largos cabellos de ixtle
están extendidos como un abrigo, y para que llueva, se le ofrendan flores de
papel y algodón que representan nubes. […] El pueblo que posee la máscara
es el pueblo más importante del mundo. […] Cuando la máscara está enojada
se niega a mandar la lluvia y tampoco quiere proteger a las personas contra
las desgracias. Comunicándose por medio de su pintura blanca, negra o roja se
manifiesta en los sueños de la gente y revela qué es lo que se tiene que hacer.
Cuando habla con la pintura blanca, el problema que hay que resolver es una
enfermedad. El color blanco es una forma de valla protectora, pero las enfermedades pueden atravesarla y entrar en el pueblo. El color negro se refiere a
la noche y a las nubes, y significa que la máscara ordena la celebración de un
mitote nocturno en los cerros. […] Cuando la máscara se comunica con el color
rojo pide que se recen al sol oraciones que se realizan en el pueblo mismo. El
rojo también representa el rayo contra quien la máscara también es capaz de
proteger (Preuss 1998: 243-244).
La equivalencia de los bufones huicholes y los Viejos de la danza coras fue
establecida por Lumholtz (1986 [1900]: 259). Además de asociarse con ámbitos
oscuros e inframundanos, las máscaras rituales de coras y huicholes tienen otra
cosa en común: evocan al “vecino”, teiwari, que significa de forma literal distante
o diferente. Esta categoría se refiere, en primer lugar, a los mestizos de la costa
de Nayarit y a los “vecinos” no indígenas de la sierra y, en términos generales, a
todos los seres humanos que no son indígenas.
Aunque muchos indígenas también los usan, los bigotes se consideran un rasgo típico de los mestizos, así que las barbas de las máscaras rituales indican una
identidad teiwari. El hábitat por excelencia de los mestizos es la planicie costera
con sus marismas que evoca el estado original del cosmos, un entorno acuático
que no es ni mar ni es tierra. Junto a las marismas se encuentran los ejidos tabacaleros que son destino de la migración estacional de los serranos durante la
época de las secas. La costa también es el país de los muertos (no iniciados) que se
manifiestan en los millares de mosquitos y jejenes que pueden ser bastante molestos. El dinero ganado en duras jornadas de trabajo en la costa muchas veces
se gasta inmediatamente en las numerosas cantinas que también son un rasgo
distintivo de este mundo “de abajo”.
Bastones de Takutsi.
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A pesar de que los mestizos tienden a explotar la mano de obra indígena
y, por lo general, gozan de una notable superioridad económica, los huicholes los consideran, como se ha dicho, subdesarrollados, pues no conocen o no
acatan la ley de la reciprocidad. Esta concepción sobre “los otros” se explica
en el marco de mitos cosmogónicos que plantean que al principio todos los seres humanos y animales eran huicholes. Pero solamente los antepasados de los
wixaritari actuales cumplieron con la tarea de buscar el lugar del Amanecer en
el Oriente, los demás ―aseguran― “se emborracharon, se quedaron dormidos,
se perdieron en el camino” o “se quedaron atrás (rezagados)”, por eso su costumbre está incompleto. Otras versiones plantean que la religión wixarika era
la religión universal original, pero poco a poco los diferentes pueblos “dejaron
de hacer bien el costumbre”, así que se considera que los rituales de los demás
indígenas y de los no indígenas son versiones tergiversadas de las prácticas religiosas de los wixaritari. Su mitología confirma los planteamientos de Eduardo
Viveiros de Castro (1998) en torno a que las concepciones amerindias plantean
la existencia de un mundo mítico no diferenciado donde no es el hombre quien
se separa de la naturaleza y los demás seres vivos, sino que son las especies y
otras etnias quienes van estableciendo una distancia con respecto a la cultura
humana compartida.
Ciertas deidades huicholas asociadas al Poniente y a la oscuridad son consideradas “vecinos” o “mestizos”. El más poderoso de esta categoría de dioses es
Tamatsi Teiwari Yuawi, Nuestro Hermano Mayor el Mestizo Azul Oscuro quien,
en el registro astral, se identifica con el sol nocturno y su morada se encuentra en el
punto solsticial de verano (Utata), cuando el Sol es devorado por la gran serpiente del mar (Neurath, 2004: 98). Se trata de un equivalente de figuras como
Tezcatlipoca o Maximon.6 Esta divinidad ofrece un interesante sincretismo entre
la religión mesoamericana y la cultura popular mestiza, ya que se trata del charro
negro, figura del folclor iberoamericano. Entre los coras los equivalentes son el
Santo Entierro, que vive durante unas horas de la Semana Santa y Sautari, dios de
la Estrella Vespertina presente sobre todo en el mitote como hermano menor de la
Estrella de la Mañana. Durante la Semana Santa de Rosarito se hace presente bajo
el aspecto de una figura de cera llamada Nazareno, que Jáuregui describe con las
siguientes palabras:
6 Sobre Tezcatlipoca, cfr. Guilhem Olivier (2003). Para establecer la relación entre esta deidad del
Posclásico mesoamericano y la figura de Teiwari Yuawi de los huicholes actuales, se pueden retomar
argumentos presentados por Cecelia Klein (2001), quien compara el culto maya contemporáneo a
Maximon con el culto prehispánico a deidades del tipo Tezcatlipoca.
La impresionante figura de casi 35 cms de altura semeja a un hombre con
sombrero de charro; los galones del ala ancha del sombrero y el redondel de
la base de la copa han sido decorados con vivos plateados. Sus ojos y dientes
también han sido resaltados con recortes de papel de aluminio, de manera
que su semblante logra ser fiero. Las cejas, el bigote, una larga barba y la
melena —que cae casi hasta los pies— han sido formados con pelo —grueso,
negro y liso— de un hombre joven, quien como manda se lo ha dejado crecer
durante varios años para ese fin. Con papel plateado se le han diseñado las
cananas cruzadas en el pecho. […] El Nazareno está de pie, con la cara un poco
hacia arriba y el cuerpo ligeramente echado hacia atrás. En la mano derecha
enarbola en lo alto amenazadoramente un sable plateado y con la izquierda
cogiéndolo de un poco atrás del glande, presume un falo descomunal de unos
14 cms de largo y unos 3.5 de grueso. […] El hombre representado es, sin
duda, un mestizo: así lo delata el sombrero de charro y la prolongada barba. La efigie combina características simbólicas provenientes de diferentes
patrimonios culturales. Sintetiza no sólo la representación del pene con la
del caballo, sino también la del “héroe” aborigen con el cristiano (Jáuregui,
2003a: 266).
El héroe aborigen Sautari, “el que corta flores”, se identifica aquí con Santiago
Caballero y también con el Cristo Sol muerto durante su estancia en el inframundo.
En el Gran Nayar, la relación entre mestizos e indígenas es una fuente constante de conflictos económicos y sociales. Los “vecinos” mestizos no solamente
tratan de controlar el comercio regional, también invaden tierras comunales indígenas para convertirlas en pastizales de su ganado o para robar madera. En el
registro sociológico, el dios Mestizo Azul representa el estereotipo indígena del
colonizador mestizo amenazante. “Es el mero patrón”, más poderoso que dioses
“huicholes”, pero imprevisible y déspota; cobra puntualmente lo que se le debe y
no conoce el perdón con los que le han fallado.
Armadillo o tuchi.
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En el registro botánico, Teiwari Yuawi corresponde a la planta Solandra brevicalyx, copa de oro o kieri, en huichol; es mejor conocida como “el árbol del viento”
o “el palo del diablo” (Aedo, 2001, 2003). El efecto peligroso del polen de esta
especie, que sus adeptos respiran durante velaciones nocturnas en los lugares
donde crece la planta, son mareos y pérdida de la orientación.
La hechicería, una suerte de chamanismo negro, se asocia con ella. Su práctica implica grandes riesgos dado que obliga a sus adeptos a establecer un lazo
con una figura peligrosa que además castiga cualquier falta de compromiso con
ataques de locura, enfermedades de las piernas y otros padecimientos que los
hacen perder el rumbo. Se supone que los hechiceros, personas antisociales por
definición, usan el polen del “árbol del viento” (o de maguey) parar elaborar sus
“flechas maléficas”. En términos generales, el chamanismo negro (Whitehead y
Wright, 2004) huichol se asocia con el kieri, mientras que el chamanismo curativo
se relaciona con el peyote pero, igual que en otras tradiciones chamánicas americanas, sería una simplificación plantear un dualismo maniqueísta entre curanderos bienintencionados y brujos o hechiceros malvados.
La importancia que dioses mestizos como Teiwari Yuawi o Kieri tienen en las
religiones indígenas se hace patente cuando coras o huicholes “hacen mandas”
con estos “patrones” para triunfar en actividades de la economía capitalista, es
decir, no comunal y orientada hacia la obtención de ganancias individuales, como
la ganadería, la música popular (Jáuregui, 2003b), el arte, o el bandolerismo, el
contrabando y el narcotráfico. Entre los huicholes, el culto a los dioses mestizos permite apropiarse parcialmente de los “poderes oscuros” de los enemigos
(Taussig, 1980). Por el contrario, los dioses con una genealogía huichola, asociados con el Oriente, son benignos y poseen un carácter eminentemente comunal.
Sus favores se orientan sólo hacia actividades de subsistencia y reproducción. Los
danzantes y cargueros (jicareros) que personifican a los dioses de esta categoría,
como el Sol, la Estrella de la Mañana, el Venado o el Peyote, jamás usarían máscaras peludas o tocados cornudos, sino pintura facial amarilla, y cubren su cabeza
con sombreros adornados con plumas de guajolote, el ave solar, pues al hacerlo
ellos mismos devienen en los peyotes florecientes de Wirikuta.
Desde luego, no se debe reducir el dualismo cosmológico a un antagonismo
étnico. A los huicholes les importa mucho funcionar en ambos mundos, el de abajo en el Poniente —el ámbito que se asocia con el inframundo y en el que habitan
los mestizos— y el de arriba en el Oriente —el desierto del Amanecer, espacio
eminentemente huichol. Como ya señalé, en un momento del ciclo ritual es importante soltar las riendas, provocar un cataclismo, recuperar el salvajismo original
de los elementos. Ya por esta razón, los dioses del inframundo no siempre —y
no únicamente— se asocian con aspectos negativos (cfr. Neurath, 2004: 97, 104).
Mencionamos que, según un canto ritual cora, el cabello de la diosa primordial
se usa para tejer la superficie de la tierra como un rombo del tipo “ojo de dios”
(chánaka). En los mitos huicholes sobre la muerte de Takutsi se menciona que
diversas plantas y animales del monte nacen a partir de su cabello mágico (o de
las partes de su cuerpo descuartizado). El diluvio comienza cuando ella suelta su
melena (Zingg, 1998: 37). Según Preuss, los cabellos y barbas de pitahaya que se
usan en las imágenes huicholas de la diosa remiten a “neblina “ y “humedad”.
A decir de Lumholtz, la lana de borrego y el algodón pochote que se usaron para
elaborar el atuendo de la estatua de Takutsi de su colección remiten a las nubes
negras y blancas de la lluvia (1986 [1900]: 76).
Por otra parte, la fibra de ixtle con la que se elaboran las melenas y barbas de
las máscaras coras, alude al inframundo donde los muertos bailan y se emborrachan en todo momento. El ixtle es fibra de maguey, planta que también sirve para
elaborar mezcal (tuchi). Y es que el estado de intoxicación alcohólica remite al
reinado de Takutsi, cuando era imposible terminar de celebrar una fiesta porque
toda la gente se emborrachaba inmediatamente. En sus estudios de la iconografía
de las diosas prehispánicas de la tierra, la luna y el inframundo, Cecelia Klein
(1982) destaca que, a diferencia de las diosas celestes, éstas siempre llevan el cabello enredado y despeinado. Durante las celebraciones de la Semana Santa cora,
que evocan la oscuridad del inframundo, se obliga a las mujeres a que se suelten
el cabello (Magriñá, 2001).
Guadalupe Robles Domínguez, peyotera.
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Según una variante del mito huichol, Takutsi originalmente era una huichola,
pero se “infiltró” entre los gigantes de la costa (es decir, entre los antepasados
de los mestizos) para robarles los objetos ceremoniales que los huicholes necesitaban parar emprender su viaje a Wirikuta. Trabajaba como cantadora de los
enemigos cuando comió de uno de los platillos caníbales que se le ofrecía y, en
consecuencia, se convirtió en el monstruo Nakawe (cfr. Tacutsi and Tamatsi Kauyumarie Steal The Rain-Bowl and The Arrows y Tacutsi is Pursued By the Hewiixi, cuadros
de estambre de Tutukila Carrillo, en Negrín, 1975: 44-47).
Los seres del inframundo no solamente tienden a una indefinición étnica,
también manifiestan ambivalencias de género. En algunas estatuas de Takutsi
Nakawe, por ejemplo en la que se encuentra en la colección Preuss del Museo
Etnológico de Berlín, ella tiene un bigote, como si fuese un hombre mestizo. El
encargado que tiene el papel de personificar a Takutsi durante Namawita Neixa es
un joven vestido con la ropa de una anciana.7 Su máscara puede tener rasgos masculinos, como los bigotes. El bastón de otate con “cuernitos” (muxixi) que portan
los Viejos de la Danza y Takutsi tiene un aspecto fálico. Según Lumholtz, en el culto a Takutsi, los bastones de otate sustituyen a las flechas votivas que se ofrendan
a las demás deidades (Lumholtz, 1902, 2: 162). Takutsi usa esta coa mágica para
deshacer el trabajo del hombre: al apuntarles con su bastón levanta los árboles
tumbados por el primer cultivador (Lumholtz, 1902, 2: 191, Medina, 2006: 17-26).8
Esta suerte de travestismo también es palpable en Xayaka, la máscara del Viejo de
la danza entre los coras, que puede tener importantes asociaciones sexuales femeninas. Según Philip Coyle (1997: 246, 530), los coras de Santa Teresa usan la palabra
xayaka, que es el náhuatl de “máscara”, como término despectivo para “vagina”.9
Así, Takutsi y el mundo de abajo se caracterizan por su ambivalencia, que se
opone a la naturaleza claramente positiva, aunque también peligrosa, del mundo
de arriba. La fertilidad y el crecimiento desenfrenado asociados con el Poniente
necesitan ser controlados por los dioses luminosos de “arriba”. Esta misma tensión se ha documentado para los coras: cuando, en una escena del mitote, la gran
víbora del mar es flechada por la Estrella de la Mañana, ésta se convierte en una
serpiente de lluvia benéfica (Preuss, 1998: 150-151).
7 Recuérdese que la niña Yurianaka es personificada por un hijo varón del encargado de Takutsi.
8 Como se aprecia en la lámina 21 del Códice Borbónico, también en la religión de los nahuas prehispánicos, los bastones de otate “con cuernitos” eran un rasgo distintivo de los dioses ancianos, en
este caso Oxomoco y Cipactonal (Nowotny, 1974).
9 Entre los tepehuanes del Sur, el Viejo de la danza se llama Jaok o Jauk (Reyes, 2006), palabra
aparentemente relacionada con el término Haok de los pimas de Arizona, que es el nombre de una
“bruja”, es decir un personaje femenino que aparece en la mitología (Bahr et al., 1994: 141). Sobre los
viejos de la danza entre los nahuas de Durango, cfr., Alvarado Solís (2004).
Siempre existe una tensión en las máscaras huicholas: las decorativas porque, como hemos visto, son máscaras enmascaradas; las rituales, pues también
sugieren ambivalencias y travestismos. Pero sobre todo porque las máscaras, al
asociarse con el mundo de abajo, que remite al ámbito de los mestizos, al mar del
Poniente y al inframundo, se ofrecen como una realidad invertida de la pintura
facial que los peregrinos llevan como espejo en el Desierto del Amanecer.
Mercancía sagrada, la artesanía como crítica
Los huicholes primero comerciaron con las tablas de estambre, pero en tiempos
más recientes, los objetos cubiertos de chaquira se han vuelto más populares. Y entre ellos no pueden faltar las máscaras, que en México son consideradas los objetos
etnográficos por excelencia. En diferentes partes del país existen importantes y
enormes colecciones de máscaras, públicas y privadas, algunas de los cuales podrían inscribirse en el libro Guinness. Mientras que los académicos se rompen la
cabeza buscando la definición para el indio, el público asegura que indios son
los que tienen “danzas y máscaras”. Mi experiencia como curador en el Museo
Nacional de Antropología lo confirma: al diseñar una exposición etnográfica, un
museógrafo piensa de inmediato en máscaras.
En un principio, la visión estereotipada de la máscara indígena no era compatible con la idea preconcebida del “arte chamánico” huichol. En el Gran Nayar, al
igual que en otras regiones indígenas de México, las máscaras tienen una estética
“siniestra” que expresa simbolismos “oscuros”, así que para nada encajaban en
la imagen del arte psicodélico-visionario que buscan los turistas o huicholeros.
El requisito para producir máscaras artesanales wixarika era transformarlas
de forma radical. Desaparecieron los cabellos y las barbas. En su lugar, las superficies se decoraron con diseños multicolores de chaquira fijada por medio de cera.
Este tipo de mosaico10 se encuentra en toda clase de objetos artesanales huicholes,
bi o tridimensionales, entre los que destacaban las jícaras, las tablas y los animales como venados, jaguares, conejos, serpientes, tortugas, lagartijas e iguanas,
pero también he visto, por ejemplo, delfines. Otros sujets son el tambor cilíndrico
tepu, mara’akate y, desde luego, peyotes, por no hablar de Nacimientos, huevos de
Pascua, estatuas de Buda y de los protectores para el iPhone que ahora están muy
de moda. Casos extremos son el Vochol y la Wiribici.
10 Eduard Seler (1998 [1901: 369]) consideró estas aplicaciones de chaquira una sustitución de técnicas prehispánicas de mosaico. Thomas Holien (1977) más bien las relaciona con la decoración de
cerámica conocida como pseudo-cloissonné (Humberto Medina, comunicación personal).
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Kieri y su polen.
De una manera u otra, casi todos estos productos artesanales se han desarrollado a partir de objetos rituales, de las jícaras y esculturas, ceremoniales o
votivas. Como ya vimos, la chaquira (kuka), en sí, es el agua. Kuka es sinónimo de
tauka, el “alma vital” de los huicholes, que se seca cuando una persona muere
(Preuss, 1926: 251). Así, la chaquira es un material que sacraliza y vitaliza. En la
comunidad de Tuapurie las ofrendas, en particular los cirios (katirate), se lavan
simbólicamente con jabón y collares de chaquira, que se usan como si fueran una
esponja o un zacate. En este caso queda claro que las cuentas son gotas de agua,
asunto que nos remite a los chalchihuites prehispánicos. Los danzantes urraqueros de los coras portan coronas con plumas de urraca y velos de chaquira.
Al ser ellos los dioses de la lluvia, lo que ven son gotas de agua (Preuss 1998:
241-242; cfr. Ramírez, 2003). En los mosaicos de chaquira raras veces se usan pegamentos distintos a la cera, que, como la chaquira, es un material significativo
en términos rituales.
El uso de cera y chaquira podría sugerir que estas artesanías serían objetos
rituales. Los animales que se dibujan con las aplicaciones de chaquira son valorados positivamente por los huicholes o al menos son considerados graciosos,
aunque no necesariamente pertenecen al ámbito luminoso de “arriba”. Casi todas las piezas llevan estos motivos, excepto las máscaras, en cuya decoración no
se usan dibujos inframundanos, sino iconos como el águila bicéfala, el venado, las
plantas de maíz, el peyote y sus flores, es decir, diseños asociados con el mundo
solar y floreado de “arriba”, exactamente el tipo de “símbolos chamánicos” que
interesa a los huicholeros. Desde luego, el simbolismo del mundo de abajo que se
maneja en las máscaras rituales no sería muy interesante para los compradores
de artesanía, que lo encontrarían demasiado redundante, ambivalente y sobre
todo lejano a un ejercicio de desciframiento. ¿Se podría uno imaginar a un turista
que, al regresar a casa, explicara el simbolismo de las artesanías a sus amigos o
parientes y todo significara más o menos lo mismo: lluvia, oscuridad, neblina…?
En cambio, los animalitos, peyotes y plantas de maíz que aparecen en las aplicaciones de chaquira, sí se prestan a una práctica casera de iconografía del tipo
“esto es un venado; un chamán huichol me explicó que se trata, en realidad, del
peyote”; “éste es el Sol; los huicholes creen que es su padre”.
¿Pero no es aberrante que los objetos monstruosos como las máscaras se
decoren con estos motivos tan sublimes? Existe aquí un primer nivel de “disonancia iconográfica” (Severi, 2006: 155). Un segundo nivel se establece con otra
estrategia que les permite evitar la creación de piezas peligrosas: la combinación
aleatoria de los iconos. En el arte ritual, emblemas como el águila, el venado,
el peyote y el maíz corresponden a un programa iconográfico coherente. En la
artesanía, se usan los mismos motivos, pero éstos se acomodan de una forma arbitraria. Es decir, se trata de diseños donde la dimensión sintagmática se reduce
al mínimo. Cuando mucho se improvisan unos “mitos” brevísimos que vinculan
algunos elementos icónicos a partir de analogías. Por ejemplo, “El Sol es Nuestro
Padre”, “Kauyumari es un venado”, “El venado es peyote”. Otras “explicaciones”
describen, simplemente, lo que se ve: “El mara’akame toca el tambor”. Además,
como ha señalado Olivia Kindl (2003) para las jícaras artesanales, muchas veces se
introducen simetrías que no corresponden a un referente cosmológico.
Si seguimos la teoría de la simbolización de Cassirer (1997 [1925]), podríamos
concluir que en el contexto de la artesanía no cambian los motivos iconográficos
específicos, sino la forma simbólica como tal. Las máscaras dejan de ser “personas”
y se vuelven simples representaciones en el sentido occidental y secularizado del
término, adornadas con otras imágenes de la misma naturaleza. Ni la máscara, ni
los diseños de chaquira conservan su agentividad, es decir, su poder ritual.
v. más c ar as enmas ca ra das
120
123
En el caso de las máscaras, ¿no será que también lo absurdo del contexto
ayuda a evitar la producción de significado? Iconos solares como águilas y peyotes
no hacen mucho sentido cuando se usan para decorar un objeto tan “oscuro” como
una máscara. Suena lógico, pero, desde el punto de vista del arte ritual, también
existen objetos poderosos que presentan esta contradicción, por ejemplo, una
máscara de Takutsi de la colección Preuss del Museo Etnológico de Berlín, elaborada de bule, decorada con cabellos y bigotes de fibra de pitahaya y pintada con
diseños de uxa que, aparentemente, debieran interpretarse como discos solares. El
objeto en cuestión parece ser bastante excepcional e indica que no es imposible
pensar a Takutsi como peyotera. No tenemos más información sobre el contexto
del uso de esta máscara, pero queda claro que, en este caso, la combinación entre
una decoración “luminosa” y un objeto “oscuro” no necesariamente neutraliza
el poder de la máscara y de las imágenes pintadas. Aparentemente, en el caso de
las piezas artesanales no es tanto la combinación insólita de materiales lo que
restaría fuerza mágica a la obra, sino la distribución arbitraria de motivos iconográficos que produce el efecto de sinsentido ritual.
Como se ha dicho, en una típica compra-venta, los “símbolos” más llamativos
se explican al cliente y, de esta manera, se satisface su deseo de obtener unas
Enseñanzas de don Juan, una pequeña experiencia ritual o iniciática. Esta información resulta gratificante para un público con ideología indigenista donde los
huicholes son considerados una “casta de legitimadores y creadores de valor”
(Liffman, 2003: 11, parafraseando a Dumont, 1972). Al crear un discurso chamánico apto para la comercialización y el consumo por parte de los teiwarixi, los
huicholes protegen lo que consideran lo más valioso de su tradición.
Hemos visto también que las máscaras artesanales aluden a los “vecinos”, sin
embargo, no se trata de los mestizos locales, que van tras las tierras y los bosques
comunales, sino de los teiwarixi urbanos, huicholeros ávidos de consumir algunas
impresiones sobre el chamanismo y la sabiduría indígenas. Las máscaras dejan
entrever cómo los huicholes distinguen entre estas dos clases de “distantes”. En
un principio, los huicholeros urbanos son los mismos monstruos salvajes del inframundo que los mestizos de la sierra, pero la decoración de chaquira alude a
un estado de relativa “civilización” que distingue a los compradores de artesanía,
benefactores de los huicholes, de sus enemigos tradicionales, que son los otros
vecinos, los invasores de la tierras comunales y los explotadores de la mano de
obra indígena.
Si las máscaras rituales representan al “otro” de los indígenas, el teiwari, las
máscaras de artesanía, representan al “otro de este otro”: la idea estereotipada
del chamán huichol que es tan popular entre ciertos círculos urbanos. Esta forma
de enmascaramiento doble —producir una máscara indígena que representa a un
no indígena decorado como indígena— posiblemente sí tiene que ver con la tradición de las máscaras de Takutsi donde un hombre se viste de mujer con bigotes.
La ironía del caso de las máscaras de chaquira es que el “otro”, que es enemigo (no
indígena), tiene un “otro” (indígena) que él considera su maestro y amigo, aunque
el indígena que produce la máscara expresa que esta “amistad” no es muy correspondida.
Así, estas piezas nos revelan que los huicholes, hasta cierto punto, asumen
el papel que los huicholeros y la sociedad indigenista les asignan: ser una casta inmaculada, albacea de una supuesta pureza cultural. Según su cosmogonía, en
el principio de los tiempos, los antepasados de los mestizos no llegaron al lugar del
Amanecer, así que permanecieron en un estado de menor rango que los huicholes.
Y éstos, al lograr la iniciación chamánica, pueden devenir sus propios ancestros.
La relación entre los huicholes y sus dioses ancestrales es similar a la que, según
los huicholes, distingue a los mestizos de los indígenas. De esta manera los wixaritari pueden asumir el papel de ser los “otros” de sus “otros”, los “dioses ancestrales” de los teiwarixi. Sin embargo, como los mestizos son gente no iniciada por
excelencia, la información sobre lo sagrado solamente se les puede confiar en
pequeñas dosis.
No debe subestimarse el carácter subversivo de esta artesanía a primera vista
tan inofensiva. Desde el punto de vista de una antropología que toma en serio
la intelectualidad indígena, la máscara enmascarada de chaquira debe considerarse una crítica cultural dirigida hacia los indigenistas compradores de los objetos y admiradores de los simbolismos. La capa de chaquira que adorna a los
monstruos mestizos es una metáfora que señala la diferencia entre los mestizos
colonizadores, explotadores y violentos, que son una amenaza cotidiana en la sierra, y los clientes urbanos fascinados por la artesanía y la espiritualidad indígenas.
Los indigenistas no resultan una amenaza tan directa, más bien son una fuente
de ingresos para los wixaritari. Pero su actitud no anula el potencial peligroso del
sistema socioeconómico que representan. El ritual y el arte huichol explican que lo
recomendable es una relación indirecta, mediatizada por el intercambio comercial con los mestizos y otros seres de “abajo”, pues al obligarlos a un vínculo de
esta naturaleza se controla el peligro potencial que representan, de acuerdo con
la cosmogonía huichola, estos seres del inframundo.
Este trabajo se presentó como “Máscaras enmascaradas. Indígenas, mestizos y dioses indígenas mestizos” (Neurath, 2005c).
v. más c ar as enmas ca ra das
122
un origen que es destino
Origen es destino.
Karl Kraus
Una operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir temporal.
Octavio Paz
Venado y peyotero. Nótese la identificación visual entre ambos.
Hemos discutido el arte que se usa en los rituales huicholes, lo mismo que las imágenes producidas por este grupo para los diferentes mercados de arte. Para ambos
casos se puede afirmar que no existe el ritual puro, ni un arte que sólo sea representación. En este sentido podríamos equiparar el arte huichol a los intermedios
o intermedi renacentistas, que eran expresiones teatrales que combinaban arquitectura, música, danza y una escenificación del espectáculo cosmogónico. En estos
acontecimientos se jugaba tal potencia estética que, al estudiar uno de sus episodios, el historiador del arte Aby Warburg incluso llegó a afirmar que se trataba del
“fin de la representación y del resurgimiento de la tragedia griega como Nietzsche
la había concebido” (Michaud, 2004: 236). Más adelante Warburg encontró una
fuerza similar en el ritual de la serpiente que documentó entre los indios hopis de
los Estados Unidos. El historiador llamó a este tipo de expresiones “formas intermedias” (Careri, 2003; Michaud, 1999, 2004). “Arte entre vida y arte”, arte in statu
nasciendi, combina fuerza mágica y representación artística, ritual y teatro, liturgia y diversión. Esta ambivalencia, que ya interesaba a Preuss en su investigación
sobre el origen del drama, es una característica de los fenómenos que estudiamos.
Los participantes nunca están totalmente inmersos en el ritual y su magia. Hacer
chistes irreverentes, reflexionar y tomar distancia puede ser tan importante como
una identificación total con los procesos rituales (cfr. Smith, 1979). Como señala
Carlo Severi (2008), las identificaciones rituales siempre son parciales.
127
Lo más importante es el análisis de la transición: el ritual tiende a convertirse
en arte, el arte en ritual. Lo único estable es la tensión entre ambos. Así que estudiamos formas de expresión ubicadas entre dos polos que no existen de forma
absoluta. Aún ritual, pero ya arte, o viceversa: nuestra crítica se debe orientar a
las “formas intermedias”. Ahora bien, con el objetivo de establecer un horizonte
para estudiar este tipo de obras resulta estratégico construir un campo común
que reúna todas las expresiones huicholes: acción ritual y arte ritual, artesanía y
arte, continuidades y rupturas.
Como vimos a lo largo del libro, tanto en los diferentes géneros de arte como
en el ritual se encuentra un ir y venir entre representaciones casi comunes y
corrientes e imágenes que fungen como actores rituales y que cuentan con una
subjetividad propia. Las primeras son poco problemáticas y pueden compartirse
con quien sea, pero las expresiones que convocan la presencia de los dioses deben
mantenerse ocultas de los no indígenas y no iniciados. En teoría.
De cierta manera, el arte resulta posible e imposible, permitido y prohibido a
la vez. Esto nos lleva a pensar en el papel del investigador. En alguna ocasión, para
definir el trabajo de Jacob Burkhardt y de Friedrich Nietzsche, Warburg decía que
en ambos casos se trataba de sismólogos que estudiaban las ondas de la memoria
que vibraban desde el pasado (Michaud, 2004: 236), pues bien para estudiar expresiones artísticas como las huicholas también se puede realizar una suerte de
sismología que, a través de las ondas en el mundo del arte y del ritual, detecte las
fallas tectónicas. Y es que si nos preguntamos por la topografía de las formas intermedias encontraremos que éstas no se encuentran en los territorios del ritual
ni en los del arte, sino en medio de cada una de estas prácticas, en el intersticio
que existe entre ellas. Ahora bien, ¿cómo son las formas del intersticio? ¿Qué se
puede decir de las expresiones que surgen de la falla tectónica? En el arte de los
huicholes existe una tensión permanente entre, por ejemplo, el mundo de “abajo”
en el Océano, y en el Desierto del Amanecer; entre las jícaras de las cuales nace
la persona y las flechas en las que los iniciados se convierten para matar a sus
enemigos; entre los ritos de intercambio que establecen alianzas y los de sacrificio que producen visiones cosmogónicas; entre la representación de carácter
narrativo y el deseo de ir más allá y convocar a los dioses en los objetos rituales;
entre el arte enmascarado para vender a los turistas y el arte tabú que no se debe
mirar y del cual no deberíamos estar hablando. Del choque entre estas “placas
tectónicas” emerge la particular estética wixarika: se trata de un arte de la confrontación, de la paradoja, por eso sería incorrecto argumentar, por ejemplo, que
el arte contemporáneo de los huicholes es una derivación o tergiversación del
arte ritual. Más bien, sucede que en los ritos tradicionales ya se encuentra una
conciencia de crisis, de ruptura, que es natural a la falla tectónica y que acerca las
obras huicholas a las expresiones artísticas modernas y contemporáneas.
La pluralidad de mundos y la habilidad de los huicholes de funcionar exitosamente en más de uno, no pueden entenderse sino como uno de los rasgos de la
modernidad de este grupo. La afinidad entre ideas, mentalidades o estéticas amerindias y modernistas no es ningún descubrimiento. Como señala Lúcia de Sá en
Rain Forest Literatures (2004), es notable cómo figuras mitológicas de la Amazonía
fascinaron a poetas latinoamericanos del siglo xx. Macunaíma, el trickster de la
tradición pemón, es un personaje contradictorio y complejo, que se convirtió en
un paradigma para la literatura modernista brasileña. Ellen Basso (1987) explica
que, en las narraciones amerindias, aparecen figuras de trickster, pues los sujetos
carecen de una “estructura psíquica fija” (Sá, 2004: 18).1 Poetas como Mário de
Andrade notaron que en estas tradiciones existe una modernidad avant la lettre.
Y, efectivamente, el modernismo literario se vio fuertemente influenciado por los
narradores indígenas que los escritores podían conocer a través de los libros de
etnografía. Esta apropiación de la literatura oral amerindia puede compararse con
el acercamiento al arte africano que se practicaba entre los cubistas. Carl Einstein,
teórico de aquel movimiento, consideró al arte africano como crítica ex ante del
sujeto burgués y del arte académico (cfr. Didi-Huberman, 2006 [2000]: 279-280).
En una tradición como la huichola, la ruptura es parte de la tradición. Curiosamente Charles Baudelaire, Octavio Paz (1994) y otros hablan de la modernidad
como la “tradición de la ruptura”, una época caracterizada sobre todo por una conciencia de crisis. De esta manera, podemos afirmar que el ritual y el arte huicholes
son afines a las vanguardias.
Otro de los rostros de la contemporaneidad del arte huichol es la simultaneidad de tradición y crítica de la tradición que observamos en sus prácticas rituales
y discursivas. Según Octavio Paz, la simultaneidad de crítica y la “crítica de la crítica” es el rasgo distintivo del arte de Marcel Duchamp (Paz, 2004 [1976]). Su obra
está en la tradición de la Ilustración y, al mismo tiempo, expresa una crítica a ella.
En el ritual y en el arte wixaritari se articula una tensión similar. Los iniciados critican a los no iniciados y viceversa. Esto sucede de primera instancia, en cuanto a
su vínculo con los objetos rituales: para los primeros no se trata de objetos sino de
dobles, con quienes se identifican y con quienes se confrontan, mientras que para
los segundos, estas piezas median en la relación entre las personas y las deidades.
1 La figura del trickster es frecuente en la mitología y se refiere a un embaucador, a un personaje
que hace trucos y que suele desobedecer las normas de comportamiento (Basso, 1987). Entre los wixaritari esta figura correspondería a Tamatsi Kauyumari; cuya traducción es “el que ni siquiera sabe
su nombre”, que paradójicamente es el dios de la Palabra.
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129
Pero el paralelo entre el desafío que establece la obra de Marcel Duchamp y
el que plantea el arte de los huicholes puede trazarse de forma más profunda. Los
wixaritari, igual que otros grupos mesoamericanos, poseen una mitología solar,
equiparable a la razón ilustrada. Sus ancestros deificados (personificados por los
detentores de cargos comunales conocidos como jicareros) son definidos como
aquéllos que buscan el lugar de la salida del sol. Al final de una larga peregrinación,
llena de sacrificios y pruebas, los ancestros obtienen la visión del Amanecer. El Padre
Sol ascendente mata a los monstruos de la oscuridad y ordena el cosmos. Así, en su
cosmogonía la luz solar y el poder político se identifican.2 Sin embargo, el ciclo
anual ritual tiene una importante fase no solar en la que tɨkari, la vida nocturna,
es reivindicada. Durante los rituales de la temporada de lluvias aquello que, de
acuerdo con la ideología solar es considerado como una especie de “caos original”, repentinamente se transforma en un cosmos por derecho propio.
Al analizar este ir y venir entre cosmovisiones contradictorias, uno puede
observar lo que sería la puesta en práctica de una suerte de “dialéctica de la Ilustración antropológica”. Estoy aludiendo al libro de Max Horkheimer y Theodor
Adorno (1984 [1947, 1944]) y al artículo de Marshal Sahlins (1999). Se pueden establecer paralelismos entre dicotomías como naturaleza/oscuridad-cultura/luz
o barbarie/mestizos-civilización/indígenas, pero sólo a condición de repensar
los términos que integran estas dicotomías, de desproveerlas de los significados
con que las hemos cargado a lo largo de la historia; es decir, para plantear este
tipo de asociaciones, es necesario deconstruirlas.
Entre los huicholes estas oposiciones pareadas se tejen en la articulación de
esos dos mundos contrastantes e incompatibles que hemos analizado a lo largo
del libro. Uno podría preguntarse si existe algo así como una “institución cero”
que comprendiera las dos formas de relacionarse con el otro. En todo caso, se tendría que entender como algo que se expresara en los contrastes y disonancias de
la acción ritual y del arte, pero que eludiera cualquier intento de simbolización.
La dialéctica de la tradición huichola parece ser como la que establece Theodor
Adorno (1966), en la que se plantean opuestos que jamás encuentran una síntesis.
La ideología solar y el rechazo huichol de la modernidad caótica de los mestizos
implican una mitificación de la propia tradición. Sin embargo, en la celebración
de la alianza con los enemigos se ignora la asimetría que priva en las relaciones con
los mestizos. Hasta cierto punto, se relativiza la tradición que se afirmaba con la
ideología solar. Así, los huicholes viven en un universo que siempre se subvierte
2 Se dice que las varas de palo brasil de los miembros del gobierno comunal (itsikate) están fabricadas de la sangre del corazón del Sol (Medina, 2005).
a sí mismo para volverse a instituir, como dice Derrida acerca de la institución
literaria (1992). ¿Y cómo se expresa esta dialéctica en el arte? Vimos, por ejemplo,
que en las tablas de estambre no existe un compromiso entre el caminar recto
del yeiyari y el bailar en círculo de los que aún no llegan, por eso sus formas parecieran las de un textil distorsionado o una forma geométrica escurrida como la
que se encuentra en La persistencia de la memoria de Salvador Dalí. A pesar de ello,
el arte huichol actual se vende como algo “tradicional”, “auténtico” y “original”,
como si no vivieran en la contemporaneidad.
En el discurso occidental sobre el arte, ha predominado la nostalgia, la idea
de la pérdida del arte. Didi-Huberman (2006 [2000], 2009 [2002]) señala cómo la
historia del arte, desde sus inicios (con autores como Plinio y Winckelmann),
lamentaba la pérdida del arte. Así, en el origen de esta disciplina se encuentra la
nostalgia por el arte auténtico del pasado y la búsqueda de su historia, y se ha dedicado a la construcción de la memoria del tiempo perdido. Según esta perspectiva,
desde su origen, el arte está perdido y al mismo tiempo aún no plenamente realizado (Didi-Huberman, 2006 [2000]: 110).
A los estudiosos de los rituales amerindios esta situación nos es bastante
familiar. ¿Quién no ha escuchado decir que “en el pasado las fiestas se hacían
mejor”? Por definición, los jóvenes ya no están interesados en continuar con “el
costumbre”. Durante mucho tiempo, los etnógrafos —que normalmente trabajan
con especialistas rituales de edad avanzada—, han reproducido este “discurso de
los viejitos” sin mayores reflexiones porque además, según el paradigma de la
aculturación, la pérdida de las tradiciones es lo esperado. A esto hay que sumar
que, en muchas culturas indígenas amerindias —por lo menos en Mesoamérica—,
prevalece una concepción de la historia basada en una especie de “teoría de la decadencia”: la época de “los antiguos” recuerda al Aurea prima sata est aetas, la Edad
de Oro de la mitología grecorromana, aunque aquí no se evoca un estado natural
idílico, sino una condición social donde todos se entendían y cumplían sus compromisos rituales. Pero nunca han faltado las voces críticas hacia esta visión del
ritualismo amerindio, entre ellas la de Konrad Theodor Preuss, que cuestionaba
ese concepto de tradición.
Peyotes.
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131
En el estudio del ritual, nos confrontamos de forma permanente con toda
suerte de complejidades en el manejo del tiempo, comenzando por el anacronismo implicado en la noción de cosmogonía. El ritual crea un mundo que ya existe:
hay una extraña simultaneidad entre diferentes temporalidades. En sí, la noción
de creación del cosmos implica una paradoja, ya que refiere a un evento antes del
tiempo, a una cronología imposible. Si no se realizaran los rituales, los dioses y
el mundo luminoso no sólo dejarían de existir, sino que nunca hubieran existido.
Otro rasgo de la complejidad temporal del ritual es la negación de la repetición, que contrasta con una afirmación simultánea de la misma. Un ritual exige
su realización periódica, pero cada vez que se lleva a cabo se trata de un acontecimiento que sucede por primera vez. Konrad Theodor Preuss insistía, por ejemplo,
en la concepción generativa de la acción ritual. El alemán encontró que, en las
concepciones indígenas, las ceremonias religiosas no son eventos repetitivos. Es
más, según su estudio del mitote cora, esta ceremonia siempre se realizaba por
primera vez y su contenido era, precisamente, el origen del mitote y del mundo,
la fundación de la tradición llevada a cabo por el héroe cultural (Preuss, 1933).
Realizar un rito es crear el mundo, no recrearlo. El arte ritual, como el mundo,
cada vez que se produce una obra se crea de nuevo. La negación de la repetición
implica que los dioses tienen que ser reinventados, o no son. Al mismo tiempo,
todo el mundo sabe que el ritual sí es una repetición. “Se hace igual”, “ya no se
hace igual” son los eternos dilemas en torno a éste. Precisamente esta ambigüedad le da vida y eficacia, pues mantiene la tensión epistemológica necesaria para
transmitir una tradición.
Otro rasgo de la complejidad temporal del ritual es que éste se realiza en el
pasado mítico, pero este pasado se ubica en la actualidad. Los actores rituales, en
el caso huichol, por ejemplo, son los antepasados deificados: se identifican con ellos
y, durante los procesos rituales, se transforman en ellos. La iniciación no solamente repite la experiencia de los ancestros, también implica una especie de time
reversal: la transformación de los descendientes en sus antepasados (cfr. también
Gell, 1992, cap. 5). Los jicareros huicholes vuelven a encontrar el Desierto del
Amanecer, pero, de cierta manera, cada viaje a Wirikuta sucede por primera vez.
Encontrar el Amanecer es un acontecimiento único e irrepetible.
¿Pero se puede llegar a Wirikuta? En realidad no mientras uno no experimente
una muerte sacrificial. Durante la vida uno nada más se acerca. Pero los verdaderos dioses están muertos. Ésta es la paradoja de Wirikuta. Para los no muertos
solamente existe un acercamiento infinitesimal. En Wirikuta la alegría siempre se
mezcla con la melancolía. Da lástima el venado que se entrega. Y las lágrimas
se convierten en lluvia. Estar ahí es, pues, estar en una situación de ruptura. Wi-
rikuta es una ruptura creativa de la cotidianidad mestiza; está en el paisaje, pero
también irrumpe. Tiene una existencia doble y frágil. Es un lugar concreto con
una realidad geográfica y es un mundo de la fantasía que crea imágenes y formas.
Los ritmos sincopados y las microtonalidades de la música wixarika probablemente tienen que ver con esta paradoja, con ese estar y no estar en Wirikuta, con este
acercamiento a la muerte que da la vida.
Conviene retomar para el arte huichol la crítica del tiempo de Walter Benjamín
(1978 [1925]: 28), quien plantea que la noción de origen (Ursprung) no tiene nada
que ver con la idea de “desarrollo”, ya que el principio, entendido desde el horizonte que plantea el filósofo, implica surgimiento y ocaso; “el origen es un remolino
en el río del devenir”. Irrumpe. Los ritos cosmogónicos huicholes pueden considerarse un caso idóneo para dialogar con estas teorías pues en este universo el
“origen” efectivamente es un instante que irrumpe y a la vez es un evento que
se repite. ¿Y qué podemos decir que es “el origen” en el mundo huichol? ¿Dónde
lo podemos ubicar? En el principio de los tiempos, hemos dicho, los dioses vivían en el océano hasta que soñaron el Amanecer. Con sus visiones lo crearon y
caminaron hacia allá. Nierika es esta revelación fundante. Los huicholes usan el término como “imagen”, como “visión”. Yo vería en él, además, este principio que
es ocaso. Este gesto que surge en la génesis del mundo y que vislumbra su punto
culminante y su destrucción. Nierika es el origen; es “el remolino que irrumpe en
el río del devenir”.
Tamatsi Kauyumari.
v i. u n or ig en que es dest i no
130
glosario
Aikutsi: centro del tepari que se identifica con una jícara ceremonial con agua
bendita, tejuino o peyote.
Callihuey: de náhuatl calli (“casa”) y huey
(“grande”), templo, “Casa Grande”.
‘Eaka: viento.
Haiku, -terixi: serpiente de nubes que se
identifica con iyari.
Haiwi: nubes.
Haiyulima: nombre propio femenino derivado de haiwi, la Nube que Crece.
Hakuyaka: toro del inframundo que personifica los aguaceros.
Hauri, -te: vela, ocote, pino, axis mundi,
poste que sostiene el cielo.
Hewiixi: gigantes, mítica población que
habitaba en la Costa de Nayarit, antepasados de los mestizos.
Hikuri: peyote (Lophophora williamsii).
Hikuli Neixa: “la danza del peyote” o fiesta del peyote, también conocida como
“la fiesta del maíz tostado” o “la fiesta
del esquite”.
Hikuritame, -te: peyotero, cargo del tukipa.
Imumui: objeto tallado de madera que es
la escalera del sol y se ofrenda al Padre
Sol.
Itari, -te: petate, “cama”, objeto tejido
de forma rectangular que sirve como
ofrenda para diversas deidades; puede
elaborarse de diferentes materiales
(varitas de madera, lana, estambre,
algodón) y puede llevar un sencillo diseño, bordado o tejido, con representaciones simbólicas.
Iyari: aliento, alma, respiración, fuerza
vital.
Ɨrɨ: flecha.
Ɨrɨkame, -te: “persona flecha”, piedrita de
cuarzo que se amarra en una flecha
(ɨrɨ) y que es un antepasado muerto o
una persona iniciada aún viva, que ya
recibe el trato de un antepasado.
Karuanime: pan elaborado de “maíz crudo”, es decir, harina no nixtamalizada.
Katira, -te: vela.
Kaunari: cuerda de sacrificio.
Kaure ɨkayari: falda tejida de lana.
Kauyumari: “él que no conoce su nombre”, dios venado, héroe cultural o
trickster, también: Tamatsi Kauyumari.
Kawi: oruga.
Kawitu: “camino de la oruga”, mito de
origen.
Kawiteru, -tsixi: “principal”, miembro del
consejo de ancianos, cargo vitalicio
del tukipa y de la comunidad.
Kiekari: ranchería, aldea, comunidad,
mundo, rancheridad.
Kieri, -te: planta del género Solandra Brevicalyx, asociada con los mestizos, con
Jesucristo, el charro negro, la hechicería y la locura.
Kuka: chaquira, perla.
Ma’iwe: delicado, peligroso.
Mara’akame, mara’akate: “el que sabe soñar”, persona iniciada, especialista ritual, cantador, médico tradicional.
Maxakwaxi: cola de venado, como instrumento ceremonial: cola de vena-
135
do pegada a una vara (al igual que las
varas ceremoniales con plumas, el
maxakwaxi se considera un muwieri).
Muwieri, -te: vara ceremonial con plumas,
sirve para contactarse con deidades,
lugares sagrados y rumbos cardinales.
Naɨ: torrencial, “lluvia de fuego”.
Naɨrɨ: deidad masculina representante de
naɨ, esposo de Takutsi Nakawe, cargo
de xukuritame.
Nakawe: “Carne Vieja, Carne Podrida”,
monstruo mítico, transformación (o
aspecto) de la diosa Takutsi.
Nama: clase de ofrendas tipo itari.
Namawita Neixa: fiesta de la siembra.
Neixa: danza, mitote.
Nierika: rostro, mejilla, “instrumento
para ver”, retrato, dibujo, fotografía,
obra de arte, espejo, cuadro de estambre, tipo circular de ofrenda elaborado de varas y estambre, “el don
de ver”.
Niwetsika: atado de mazorcas que es la
diosa Tatei Niwetsika o sus cinco desdoblamientos (mazorcas de los cinco
colores).
Parietsie: “lugar del Amanecer”, también: Paritekɨa.
Paritekɨa: el “Cerro del Amanecer” ubicado cerca de Real de Catorce, San Luis
Potosí, también: Xeu’unari.
Tai: fuego, lumbre.
Takutsi: “Nuestra Abuela”.
Takutsi Nakawe: Takutsi en su aspecto de
monstruo Nakawe.
Takwatsi: cesto alargado para guardar
muwierite u otra parafenalia ceremonial.
Tamatsi: “Nuestro Hermano Mayor”, dios
venado.
Tamatsime: “Nuestros Hermanos Mayores”,
nombre genérico de los dioses venado.
Tamatsi ‘Eaka Teiwari: “Nuestro Hermano Mayor, el Vecino (Mestizo) Viento”, dios del viento.
Tamatsi Kauyumari: “Nuestro Hermano
Mayor Kauyumari” (véase Kauyumari).
Tamatsi Parietsika: “Nuestro Hermano
Mayor que Camina en el Amanecer”,
dios venado asociado con el Oriente.
Tamatsi Teiwari Yuawi: “Nuestro Hermano Mayor, el Vecino (Mestizo) de Color Azul Oscuro”, identificado con el
charro negro y asociado con el norte,
punto solsticial del verano.
Tamiwari: pan elaborado con maíz crudo,
horneado en te’aka.
Tatei Haramara: “Nuestra Madre, el Mar”.
Tatei Matinieri: diosa madre de la lluvia
(Tatei Nia’ariwame) asociada con el
Oriente y con el ojo de Agua Hedionda, ubicado en la ruta de la peregrinación a Wirikuta.
Tatei Neixa: “la danza de nuestra madre”,
también: “la fiesta del elote” o “la fiesta del tambor”.
Tatei Nia’ariwame, -te: Nuestra Madre, la
Mensajera de la Lluvia, asociada con el
Oriente.
Tatei Niwetsika: diosa madre del maíz,
tiene cinco desdoblamientos que re-
presentan las mazorcas de los cinco
colores, conceptualizados todos como
hermanas y como esposas de Watakame. Las “muchachas maíz” se representan conjuntamente por un atado
de mazorcas que se guarda en los xirikite parentales.
Tateiteime: nombre genérico de las diosas madres.
Tatei Utɨ’anaka: diosa madre del bagre.
Tatei Xapawiyeme: “Nuestra Madre, el
Chalate de Lluvia”, diosa de la lluvia
del sur, asociada a la Laguna de Chapala, Jalisco.
Tatei Yurianaka: diosa madre de la tierra.
Tatewari: “Nuesto Abuelo”, dios del fuego.
Tatewarita: El templo de Tatewari en
Te’akata.
Tatɨata: “Poniente”, “abajo en el Poniente”.
Tatutsi Maxakwaki: “Nuestro Bisabuelo
Cola de Venado”, venado o conejo, el
muwieri de Tatewari.
Tatuwani: gobernador tradicional, el dirigente de los itsɨkate.
Tayau: “Nuestro Padre”, el sol, también:
Tawewiekame.
Te’aka: horno subterráneo.
Te’akata: “lugar del horno”, centro ceremonial ubicado en una barranca al
poniente de Tuapurie.
Teiwari, -xi, -tsixi: diferente, distante, vecino, mestizo no indígena.
Tepari: piedra circular de sacrificio que,
generalmente, lleva una decoración
de grabados.
Tepu: membranófono del tipo huehuetl.
Tewi, teuteri: “gente”, legítimos seres humanos, indígenas.
Tɨkari: la medianoche, la oscuridad.
Tsikwaki, -tsixi: bufón ritual.
Tsitsikame: la persona abeja (personaje
mítico).
Tsikɨri, —te: cruz romboide a veces llamada “ojo de dios” por los mestizos.
Tuapurie: la comunidad o el pueblo de
Santa Catarina Cuexcomatitán.
Tukari: mediodía, luz solar, vida.
Tuki, -te: templo grande de planta circular u ovalada.
Tukipa: “donde está el tuki”, centro ceremonial.
Tumini: monedas, dinero.
Turitu: toro.
Tuchi: mezcal de fabricación local.
Tutu: flor de peyote.
Uxa: raíz de la planta Berberis trifoliata,
que se usa para elaborar pinturas
faciales amarillas que reflejan la visión del Amanecer en la cara del peregrino.
Watakame: primer cultivador, antepasado mítico de los huicholes.
Wautɨa: San Sebastián Teponahuastlán.
Waxiewe: la roca blanca de San Blas, lugar
de culto de Taitei Haramara, la diosa
del mar.
Wirikuta: desierto floreado donde crece
el peyote, cerca de Real de Catorce.
Wixa: fiesta.
Wixarika, wixaritari: huichol(es).
glo s a ri o
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Xapa: chalate, salate, higuera.
Xaturi: literalmente “santo”, es Cristo,
dios del dinero.
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Xeu’unari: “Cerro Quemado”, véase:
Paritekɨa y Parietsie.
Xiriki, -te: adoratorio, templo pequeño.
Xukuri, -te: jícara.
Xukuri’ɨkame, -te: persona-jícara, portador de jícara, jicarero, encargado del
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Xurawe: estrella, “la estrella grande”, la
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LaVIda de las
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Arte huichol
Se imprimió en el mes de noviembre de 2013
en Quad Graphics Querétaro, S.A. de C.V.,
lote 37 s/n, fraccionamiento Industrial La Cruz,
El Marqués, Querétaro. Para su composición
se utilizó la fuente tipográfica Gentium Plus
de Victor Gaultney.
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