FILOSOFÍA PUEBLERINA Campoamor Patricio Bracamonte, se regodeaba en su cálida poltrona modelo Luís XV, rememorando las vicisitudes y calamidades sobrellevadas, con estoicismo, en su largo periplo existencial, que ese día llegaba a los ochenta años. No se arrepentía de nada. La profusión de copas lo hacía mascullar profanidades y expresiones poco ortodoxas. Así había sido desde que tuvo uso de razón: Irreverente, resoluto y contestatario. Decía verdades por ‘tuel’ cañón, sin ‘guabineos’ ni medias tintas. Era oriundo de Piñales, pueblito perdido en el mapa del llano guariqueño, predestinado a seguir, per saecula saeculorum, en el más profundo oscurantismo debido a una comunidad mayormente prejuiciosa, intrigante y arrogante. Pero Patricio estaba por encima de las miserias humanas. Para él, la única forma de entender tal arrogancia era con el ejemplo de las gentes con quienes se podía hacer el mejor negocio del mundo: Comprarlas por lo que valen y venderlas por lo que creen que valen. A muy temprana edad quedó huérfano de padre y tuvo que fajarse como los buenos para salir de abajo. La década de los cuarenta la pasó ‘enjorquetao’ en el lomo de un burro transportando leña y agua, para ganarse las lochas del diario sustento. Su madre era maestra de escuela y defensora de la justicia. Para ella las tablas de Moisés eran redundantes, ya que un solo mandamiento bastaba para recomponer al mundo: ¡Respetar al prójimo! Creía en el “Gran Poder de Dios” y le rezaba, pero tenía serias dudas en relación a una iglesia que en otros tiempos lideraba guerras en plan hegemónico y recelaba de los curas; dos de ellos salieron del pueblo dejando mujeres ‘preñás’ y otro había sido señalado de pederasta. En sus ratos libres, leía temas de filosofía: Platón: “Donde reina el amor, sobran las leyes”, Sócrates: “Solo hay un bien: el conocimiento. Solo hay un mal: la ignorancia”, Nietzsche (moralista que rechazaba los valores cristianos), Pascal, Aristóteles, Voltaire, Leibniz, Maquiavelo, etc. Revisaba la "Filosofía crítica" de Kant y el “Positivismo” en la lucha de la civilización contra la barbarie. También le encantaba leer las enseñanzas de Siddharta Gautama, Sakya Pandita, Nisargadatta Maharaj, Padmasambhava, Atiśa Dipamkara Srigñana, etc.; sin embargo, no tenía tiempo para desarrollarlas. Más le importaba su hijo. 1 Ella soñaba con que su muchacho tuviera una buena educación y llegara a ser alguien en la vida. Por tal motivo, el poco tiempo que les tocaba convivir lo dedicaba a guiarle el camino, inculcándole valores y normas de conducta. Pero él era un veguero indócil. Guerreaba, terco, con los bajiales donde se le atascaba el burro que cabalgaba en pelo. También cuidaba los ‘charos’; tanto que llevaba las alpargatas ‘guindás’ en la cintura para no desgastarlas tan rápido. Una vez se le zampó una astilla en el pie. Al sentir el dolor y ver el ‘sangrero’, en vez de quejarse, vociferó: “¡Gracias Dios mío, que fue la pata y no la chola!”. Le apasionaba ‘margullíse’ en las lagunas y cruzarlas de lado a lado, como las cotúas; ‘moniá’ las matas de mamón y de mango, mientras oía la ‘grisapa’ de turupiales y torditos; y leer una revistica neoyorquina a la que su progenitora estaba afiliada: “Selecciones del Reader's Digest”, la revista más leída del mundo. Se embebía hojeándola, observando fotos y artículos. En una oportunidad quedó perplejo al leer acerca de “El Potala”, palacio de 1.000 habitaciones y residencia de los Dalái Lama, ubicado en la ciudad de Lhasa, capital del Tíbet. Para su madre era un nihilista radical, pero le habló de la religión lamaísta o budista tibetana, de la meditación y de la reencarnación del espíritu, quedando prendado de aquello y anhelando incursionar, algún día, en el budismo tibetano. Los años transcurrieron y Patricio se convirtió en “Capataz de Arreos” de mulas, gracias a la confianza que le otorgó su tío Saturnino, arriero de larga data quien estaba retirándose del negocio. Él no ocultaba su felicidad, puesto que ello le permitiría conocer otras poblaciones, gentes y costumbres. En uno de sus viajes a Villa de Cura, ruta obligada en esa época, lo invitaron a un Velorio de Cruz de Mayo, donde conoció a Emperatriz Reinoso, una muchacha tan despampanante como su nombre. Desde esa fiesta empezó un amorío que no duró mucho tiempo porque la tierna gatita se convirtió, de la noche a la mañana, en una tigra ‘paría’. En San Sebastián, conoció a Jacinto Guaparumo, un tarajallo a quien su madre, abandonada por el marido, le había enseñado a coser, a tejer, a bordar y a ‘coger el hilván’. Narraba que, para colmo, la doña quiso que aprendiera a hacer arepas. Él, incómodo con el asunto, le reclamó: “Mamá, ¿usted como que quiere que yo sea pato?”. Terminando la frase, tenía la cara volteada de una ‘pescozá’. No se le volvió a ocurrir hablar de ese tema más nunca en su vida. 2 El tiempo discurría con Patricio enfocado en su motivación existencial: ¡Juntar los ‘churupos’! En sus cuarentas tenía estabilidad económica; compró un fundo con un cañaveral y se la pasaba bregando con ‘puntas de ganao’. Tenía un trapiche donde hacía papelón y raspadura; y, como le gustaba empinar el codo, compró un alambique en el que preparaba aguardiente, mucho del cual utilizó en la fiesta de su medio cupón. Eufórico, contaba: “¡Corrió la caña pareja!, ese día”. Su madre, a la sazón ya jubilada, se fue a Caracas dedicándose al estudio de las corrientes filosóficas orientales, así como de la metafísica con un seguidor de Edgar Cayce. Vivía en Las Acacias, cerca de un lugar donde se congregaban seguidores de Gurú Maharaji, convirtiéndose en “Premi” por haber recibido “El Conocimiento”, técnica con la que se alcanzaba la iluminación y la paz interior. No le hacía falta nada. Su hijo estaba pendiente de ella y la visitaba con frecuencia, ocasiones en que ella le hablaba de sus experiencias en el campo de la meditación. Lo fustigaba para que cogiera la trilla y concientizara el verdadero sentido de la existencia que, según le explicaba, consistía en la evolución de la mente y del espíritu; reflexión plasmada en poema por el gran filósofo trujillano, arraigado a Valle de La Pascua, Rafael Ángel Chacín Soto (1910 - 1993): No es el dolor el gaje de la vida ni su único fin es el placer, sino la acción, a fin de que el mañana nos encuentre más lejos que el ayer En una oportunidad le dijo: “Mire ‘mijo', desentiéndase del dinero y deje de buscar a Dios por las esquinas, porque cuando usted se muera la gente va a decir: Ahí llevan a Patricio Bracamonte, se pasó toda la vida buscando ‘rial’ y no tuvo tiempo para disfrutarla”. Aquello le recordó el tango “A un semejante”, de Eladia Blásquez: “Vení charlemos, sentáte un poco / No ves que sos mi semejante / A ver probemos, hermano loco / Salvar el alma cuanto antes”. Eso lo estremeció y reflexionó: “Mi madre y Eladia tienen razón. Tengo que salvar el alma cuanto antes y tengo que aprender a escribir”. Pero las faenas lo distraían de ese objetivo. Tiempo después, tuvo un percance cuando unos malandros se le metieron al fundo para atracarlo. Le rajaron la cabeza de un ‘cachazo’, le fracturaron cuatro costillas de un ‘astazo’ y lo desplumaron, despojándolo de un ‘almácigo’ de morocotas que apilaba ‘encaletao’, en un ‘botijón’, desde tiempos inmemoriales. 3 Luego del desafortunado lance, en un ejercicio de análisis introspectivo sacó fuerzas de flaqueza y rezongó: “El mes que viene cumplo sesenta años. ¡No sigo en esta ‘lavativa’! Mañana vendo todo, cojo mis macundales y me largo pa’ Caracas”. Así lo hizo. Se mudó a Caracas y compró unos autobuses ejecutivos. Años más tarde, su querida madre se durmió en la paz del Señor. Lo sentía muchísimo, aunque le quedaba el consuelo de haberla atendido con devoción, de complacerla en todo y de acompañarla en sus últimos momentos. “¡Se me fue la vieja!”, gimoteaba, pero estaba orgulloso de haber contado con una maestra excepcional, fiel creyente, y practicante, del ideario de Ortega y Gasset: “Además de enseñar, enseña a dudar de lo que has enseñado”. Lo que no dudaba era que seguía dando tumbos por la vida; no obstante, ahora que se había quedado solo tendría tiempo para desarrollar las enseñanzas de su madre e incursionar en otros temas que le allanaran el camino de la evolución de su mente y de la iluminación de su espíritu. Se dedicó a garrapatear lo que se le ocurría. Escribió acerca de lo humano y lo divino con gran profundidad. Todos los temas los trataba con fluidez y con alto grado de síntesis, ya que estaba convencido que eso era lo más complicado. Cualquiera podía escribir un libro de 500 páginas, llenas de puro ‘gamelote’. En contraste, pocos podían sintetizar verdades universales, como Einstein: E=mc². Así, le fue encontrando el verdadero significado a su existencia. Vivía a plenitud, enfrascado en actividades que lo llenaban intelectual y espiritualmente: Leyendo, escribiendo, disfrutando de la buena música y de los clásicos del cine. Alegre, aseveraba: “¡No hay ‘pele’! ¡La vida comienza a los sesenta!”. Se sentía un apasionado por la música desde antes de nacer. Rememoraba que, estando en el vientre materno, escuchaba a sus padres tocando sus guitarras y cantando, a dúo, valses, boleros y pasillos. “Mi papá era una estrella del requinto y de la segunda voz. ¡Me acuerdo clarito!”, evocaba ufano. Entre pito y flauta, llegó a los setenta sin preocuparse por los achaques. Los amigos rocheleros le decían que parecía un campuruso ‘marruñeco’, a lo que replicaba, socarronamente: “¡’Toy’ como gallo en ‘cuelda’, ‘ños’ macilentos! ¡’Tuavía’ me quedan unos tiros! ¡Gallina que se me atraviese la espeluco!”. “¡Pero será del susto!”, le devolvían cuajados de la risa. 4 En el fondo estaba algo preocupado. Se sentía muy solitario. Entonces, tomó la determinación de comprar una acción en el Club Mediterranée “Les Boucaniers”, de Martinica, para ver si se levantaba una mujer que le ayudara a aprender el idioma francés que tanto le llamaba la atención. En uno de los viajes conoció a Monique, una morena deslumbrante que le heló la sangre con mirada sicalíptica, marcando el preludio de un tórrido romance otoñal y de una rápida conversión a francófono. Los vuelos Caracas - Fort de France se repitieron varios años, pero ya sentía el agotamiento de tanto trajín. Un día, se le metió entre ceja y ceja comprar una casa en París, para llevarse a Monique y pasar sus últimos días en la que consideraba la ciudad más hermosa, cosmopolita y evolucionada del planeta: La “Ciudad Luz”. Eso fue como se dice: “¡Cayendo la iguana y pegando la carrera!”. Se mudó, en un santiamén, cerca de la Basilique du Sacré-Cœur y del Moulin Rouge. Estaba fascinado por ser vecino del hotel Clermont, Nº 18 de Rue Veron, donde vivió Édith Piaf, y del cementerio de Montmartre en el que aspiraba ser enterrado junto a Alexandre Dumas (hijo), al ritmo de un acordeoncito parisino y con un epitafio que rezara: “Aquí yace Patricio Bracamonte: Piñales, 27.07.1934 París, xx.xx.20xx”. “¡Cualquier pelo‘e tuna!”, cavilaba con sonrisa picarona. Mientras tanto, montó una tienda “Nostalgic Shop”, al estilo del film “Midnight in Paris”. Se sentía como Gil Pender, un guionista de Hollywood, dándole duro a la tecla a diestra y siniestra, tratando de escribir un Best Seller autobiográfico que describiera su pasado nostálgico en Piñales, extasiado con la cita de William Faulkner: “El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado”. Daba gracias al cielo por aprender algo nuevo cada día y por la suerte de haber contado con gente cariñosa a quienes correspondía con creces. Recordaba a su madre: “En este mundo, imperio de la maldad, es una suerte contar con gente honesta. ¡Dios nos ampare de caer en manos de un cirujano con giros vencidos!”. Ahora, octogenario, tenía la obra de Santiago Ramón y Cajal: “El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arterioesclerótico”, como libro de cabecera y, fiel al precepto: “Nunca es tarde para aprender”, se aprestaba a inscribirse en un curso de “Estudios Budistas”, en la “Universidad Budista de Sri Lanka”, para enriquecer su filosofía pueblerina. 5