Subido por denik111994

El hombre de palenque 1

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El hombre pe Palenque
Tomás Doreste
El hombre
·de Palenque
y otros enigmas rriayas
México, D. F. 1984
Derechos reservados:
© 1984 Ediciones Roca, S. A.
General Francisco Murgula 7
06170 México, D. F.
ISBN 968-21-0340·1
Impreso en México
Printed in Mexico
¿Por qué componer una historia, cuando basta con co­
piar las más conocidas? Si se tiene una idea original y es
presentada bajo un aspecto inesperado, se sorprenderá al
lector. Y al lector no le agrada ser sorprendido. Busca en
las obras históricas las tonterías que ya conoce. Tratar
de instruirlo será humillarlo y provocar su enojo, y ver
de iluminarlo hará que se sienta herido en sus creencias.
Anatole France. La isla de los pingüinos
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LAS PRIMERAS AVENTURAS
En 1773, cuando faltaba un cuarto de siglo para que
Napoleón Bonaparte emprendiese su famosa expedición a
tierras faraónicas, fray Ramón de Ordóñez y Aguilar era
sacerdote en la catedral de Ciudad Real, provincia de
Chiapas.
Notable pionero del que nadie se acuerda
Escuchó decir un día que cerca de la aldea de Santo
Domingo de Palenque había ruinas de una ciudad aban..
donada. Consistían en edificios de piedra, sumamente esbeltos, cuyos muros estaban cubiertos de dibujos y de una
extraña escritura que no se asemejaba a nada conocido.
La selva lo había invadido todo desde hacía tanto tiempo
que hasta el recuerdo de quienes crearon la ciudad se había
perdido. ¿No era aquella noticia como para entusiasmar
a cualquiera, incluso a un clérigo amante de la quietud
del templo?
La aldea, que se encontraba un centenar de kilómetros
al noreste de Ciudad Real, había sido fundada en 1564
por un fraile dominico que le dio el nombre de Santo
Domingo en honor de su patrono. Y se le añadió el de ·
Palenque a causa de la empalizada que levantaron en torno
suyo los españoles para defenderse de los indios hostiles,
que los había en gran número y no simpatizaban con los
invasores.
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En cuanto a·· Ciudad Real de San Cristóbal, que se
encontraba en el elevado valle de Hueyzacatlán, había sido
fundada el 31 de marzo de 1528 por Diego de Mazariegos,
siendo capitán al servicio de Hernán Cortés. El Papa Paulo
111 la hizo tres años más tarde sede episcopal y designó
a su primer obispo. Pero, habiendo fallecido éste en la
lejana ciudad de Puebla camino de la sede, ocupó su sitio
el fraile dominico Bartolomé de las Casas, el 12 de marzo
de 1545.
Ciudad Real fue largo tiempo capital de la provincia
de San. Vicente de Chiapas; que dependía de la Real Audiencia ·de Guatemala, , Tardó unos años en cambiar su
nombre por el de San Cristóbal de las Casas, y en 1892
dejó de ser capital. En . la actualidad, Ja antigua Ciudad
Real se encuentra a tan sólo 174 kilómetros de la frontera
cea Guatemala. Y en razón de su clima y de su riqueza
folklórica recibe más turistas y. antropólogos que ningún
otro lugar del país.
Debía ser el fraile un individuo inquieto, que se aburría . en la catedral y deseaba salir de la rutina diaria.
Sintió deseos de comprobar cuánto podría haber de cierto
en lo que escuchó. Se rodeó de un .grupo de indígenas para
que lo acompañaran y se turnasen a la hora de cargar su
litera. Tomó entonces el camino del noreste dispuesto
a atravesarlas altas montañas selváticas de Chiapas. En la
actualidad, una carretera une a San Cristóbal con el centro
arqueológico de Palenque, pero viajar en aquellos . días por
la jungla no era un grato paseo.
Tras una larga travesía apareció ante el religioso el
conjunto de edíñcíos, De regreso a la catedral se apresuró
a hacer un par de cosas. Recogió primero información sobre
el misterioso pueblo que construyó la ciudad en la jungla.
Consistía en leyendas poco claras. Escribió a continuación
una monografía en la que declaraba algo sorprendente: los
edificios habían sido levantados por un pueblo llegado del
otro lado del mar, cuyo símbolo era la serpiente.
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El otro punto que debió cumplir fue informar por escrito del hallazgo a don José de .Estachería, presidente de
la Real Audiencia de Guatemala. Al conocer lo sucedido
don José, se mostró dispuesto a designar a quien pudiese
acudir a Palenque para explorar con calma las ruinas.
Recayó la elección en dos· individuos de muy desiguales aficiones. Uno era José Antonio Calderón, alcalde de
Santo Domingo, quien si bien nada sabía de arqueología
tenía la ventaja de conocer el terreno y de no ser remilgado
para caminar por la selva. El otro tenía· algo más .ídea
del arte; pues por algo era .arquítecto. Se trataba delItaliano Antonio Bernasconi, quien. residía en la ciudad de
Guatemala.
Ninguno de los dos hizo gran cosa alllegar a Palenque,
como no fuese comprobar lo dicho por fray Ramón. Pero
lograron interesar en las ruinas, al presidente de la Real
Audiencia. Un correo surcó el océano portandosu informe
y llegó a la capital de España.
·
Fue un rey culto como pocos
Supo de lo sucedido Carlos III (1716-1788)y ordenó
que se organizase una exploración del lugar, más sistemática. Este Carlos tiene fama de haber sido uno de los pocos
soberanos progresistas que han reinado en España. Además
de la Puerta de Alcalá,· que no dejan de admirar los turistas que visitan· Madrid, mandó construir la Escuela de
Bellas Artes, el Museo del Prado y el Jardín Botánico.
Antes, los reyes españoles solamente habían sabido levantar
iglesias y monasterios. Organizó además expediciones científicas a las colonias de América, integradas por sabios
que prepararían catálogos de la flora y de la fauna.
Tal vez no quiso invertir el rey grandes sumas en· el
proyecto Palenque, porque no creía demasiado en las maravillas que le escribieron desde Guatemala. Se resistía a
aceptar que en plena jungla hubiese podido existir una
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esplendorosa civilización. Prefirió dejar en manos del presidente de la Real Audiencia el asunto. Fue designado jefe
de la expedición cierto Antonio del Río, capitán de artillería, quien tampoco sabía nada de arqueología pero le resultaba muy sencillo dar órdenes a sus peones y moverse por
donde fuera. Tal era su profesión.
Por fortuna, la ignorancia del militar en asuntos de
arte prehispánico sería compensada con la incorporación
al grupo de Ricardo Armendáriz. Por primera vez intervenía un dibujante en una expedición arqueológica con intenciones de captar lo más destacado de los lugares visitados. Ni sería la última, hasta que la invención de la
fotografía vino a simplificar el problema de las ilustra,
ciones en los libros.
Cuando los dos hombres, montados a caballo, llegaron
a Palenque en 1787, acompañados por dos centenares de
indígenas que viajaban a pie, naturalmente, recibieron
éstos las primeras instrucciones: tenían que limpiar de
maleza la selva, para mejor apreciar la ciudad misteriosa.
Echaron mano de los machetes y, de pronto, se abrió ante
el capitán y el dibujante una serie de edificios fabulosos,
como de cuento de hadas, cubiertos de estuco adornado con
dibujos que parecían jeroglíficos. Bien a las claras se veía
que el lugar estaba abandonado desde hacía largo tiempo,
tal vez siglos.
De todo lo que contemplaron el capitán y el dibujante
resultó un texto ilustrado: la Descripción de las ruinas de
u.na ciudad antigua. En opinión de Del Río, la ciudad antigua podía ser cualquier cosa. Sugería este hombre, más
ducho en manejar la espada que en empuñar la pluma,
que existió una estrecha relación entre los antiguos pobladores de Palenque y los egipcios faraónicos llegados a
construir los edificios. Sin darse cuenta de lo que hacía,
el capitán de artillería acababa de inventar la teoría difusionista, que tantas discusiones habría de causar a partir
del siguiente siglo.
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El trabajo fue enviado a la corte de Madrid. Llegó en
el peor momento: había fallecido el culto Carlos III y le
había sucedido su hijo, el estúpido Carlos IV. Se relegó
el documento al olvido. Al nuevo soberano no le Interesaban estas tonterías de ruinas en una lejana selva centroamericana. Tuvo ocasión de tener entonces en sus manos
una copia del texto cierto Pablo Félix Cabrera, que vivía
en la ciudad de Guatemala. Era médico de profesión y
aficionado en sus ratos libres a las viejas ruinas y a la
historia prehispánica, y se tenía a sí mismo por erudito.
No le importó tomar por su cuenta lo escrito por el militar
y de corregir su deplorable estilo literario. Pero, no contento con esto, le añadió algo de su propia cosecha.
Escribió, entre otras cosas, que de la otra orilla del
Océano Atlántico llegaron un día cartagineses a las playas
del Golfo de México, en tiempos de la primera guerra púnica. Y estos viajeros tomaron por esposas a las lindas
nativas de Veracruz y Tabasco. Resultó de estos cruces la
raza olmeca. En realidad, no era el primero en afirmar tal
cosa. Carlos de Sigüenza y Góngora en el siglo anterior, y
Lorenzo Boturini hacía escasos años, habían declarado ya
que los olmecas fueron cartagineses llegados al continente
americano. Pero tampoco prosperó este informe corregido
y aumentado al llegar a la corte. Habría que esperar a
1822 para verlo publicado.
Nace el interés, gracias a un sabio alemán
Visitaba entonces el continente un notable científico
alemán nacido en Berlín. Era el barón Alexander von
Humboldt (1769-1859)q, uien había viajado a Egipto a fines
de 1797 formando parte de un nutrido grupo de sabios que
procedieron a la expedición napoleónica del siguiente año.
El alemán llegó a la corte de Madrid a fines de 1798 y fue
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invitado a conocer las colonias españolas de América. Zarpó
en junio
de
1799 rumbo
a Sudamérica.
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En diciembre de 1802 abandonaba Guayaquil para dirigirse a Acapulco. Y en marzo ·de 1803 se encaminaba a
la capital de la Nueva España, donde conoció la. piedra del
sol y opinó que se trataba de un calendario astronómico.
No llegó a ocuparse de la cultura maya, pero su obra influiría de rechazo en los europeos que visitarían. a partir
de entonces el país, para explorarlo cada quien a su manera.
Regresó a Europa en· marzo de 1804 y contó a su arribo
tales prodigios que Carlos IV no quiso que fuesen a acusarlo de ignorante y de poco instruido, y decidió hacer
algo. Antes de Humboldt había visitado la Nueva España
en 1736el italiano Lorenzo Boturini (1702-1751)y realizado
una primera gestión para que la Virgen de Guadalupe
fuese coronada como santa Patrona de los mexicanos. Reunió un amplio material formado por manuscritos y viejos
documentos de gran valor, que integrarían el llamado códice
Boturíní, gran parte del cual se perdió. Sin embargo, y a
pesar de todo cuanto hizo para dar a conocer el arte prehíspáníco, Boturiní fue encarcelado en 1743, acusado de
revoltoso por el gobierno virreinal. El año siguiente lo
condujeron preso a Madrid, donde fue finalmente absuelto.
Perdió las ganas de regresar a la Nueva. España.
En 1805 fue designado por Carlos IV para dirigir la
siguiente expedición Guillermo. Dupaix, nacido en Hungría
de . familia francesa, de quien se ignora . cuándo nació y el
año de su muerte. Había llegado a España en su juventud,
por cuestiones políticas, y sirvió lealmente a la Corona
durante treinta años, en un regimiento de dragones. A él
correspondería dar otra vuelta por las zonas arqueológícas
de la Nueva España y preparar, más acuciosamente, un
viaje a Palenque.
"
Escogió Dupaix como compañero, a su paso por la
capital mexicana, a Luciano Castañeda. Era un joven aficionado a la pintura y dueño de una notable colección de
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objetos prehispánicos. Iniciaron ambos su aventura en 1806
y llegaron a Palenque cuando la jungla lo había invadido
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todo de nuevo. Los veinte años transcurridos desde la visita
del capitán de artillería habían transformado el paisaje.
Además, habían llegado al lugar curiosos desaprensivos
que no vacilaron en quemar la maleza para contemplarlo
todo mejor, sin reparar en el daño irreparable que causarían al estudio del arte maya.
La aventura terminó dramáticamente, en 1807, siendo
virrey de la Nueva España José de Iturrigaray (1742-1815).
Era un individuo sumamente entusiasta de la fiesta taurina:
llegó 'al grado de autorizar corridas para recaudar fondos
destinados a las obras de interés público. Favoreció· de alguna manera a los criollos deseosos de independizarse ·de
la Corona, como había hecho el inglés Thomas Payne 'con
los norteamericanos. No agradó su actitud al rey de España
y fue por ello depuesto. Sin embargó, antes de 'abandonar
la Colonia cometió una acción absurda. Seguro de que los
viajes de Dupaíx y Castañeda ocultaban intenciones revolucionarias y dé que el primero .· algo tenía qúe ver' con
Napoleón, encerró a ambos. , ·
·
·. ·
A pesar de sus treinta años de servicio al rey, Dupaix
no había logrado desprenderse de su espantoso acento
gabacho. Desapareció de Iá circulación y no volvió a saberse
de él. Su amigo Fausto de Elhúyar diría m'.lls. 'tarde que,
en su opinión, el oficial de dragones murió en la cárcel,
hacia el año 1818, sin qué pudiera haber hecho nada por
salvarlo'. En cuanto a Castañeda, mexicano de nacímíentó,
se conocen dos versiones de su fin. Unos autores opinan que
siguió dando clases de dibujo Y. arquitectura en fa Real
y Pontificia Universidad de México. Allí lo conoció en 1823
el inglés William Bullock, llegado a Veracruz en esé mismo
año y autor de una curiosa obra titulada Six Month's
Residence and Traoels in Mexico.
Otra versión afirma que pereció violentamente, .· 'al
. echársele encima una fiera salvaje en 'Ia 'jungla .. 'Pero
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parece imponerse la certeza de que Btillock conecté sus
dibujos y le pidió autorización para 'llevarlos a Londres y
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exhibirlos. Algunos pasarían a poder de cierto vizconde
Kingsborough, quien los utilizaría más tarde para ilustrar
una obra. Los dibujos que quedaron en México se conservaron en el Museo de Historia Natural y fueron dados a
conocer. finalmente en París en 1828, en una edición bilingüe muy bien presentada.
La historia de un conde aventurero
La ciudad de Guatemala era lugar escogidopor muchos
ingleses para residir, en razón de su estupendo clima o
porque deseaban huir del ritmo acelerado que comenzaba
a padecer la capital británica. Entre estos ingleses hubo
uno llamado Thomas McQuay, a cuyas manos llegó el
manuscrito del capitán de artillería corregido por el doctor
Cabrera. Logró vendérselo a Henry Berthoud, librero de
Londres, quien lo tradujo y lo publicó. Sorprendió a sus
lectores. Nadie imaginaba que pudiesen existir tales maravillas, perdidas en la jungla.
Gran parte del éxito editorial debía ser atribuida al
artista que ilustró el libro para Berthoud. Era un individuo
mujeriego y bohemio que presumía de tener sangre azul
en las venas. Se hacía llamar Jean-Frédéric-Maximilien
Waldeck. Unos autores lo han llamado von Waldeck, por
considerarlo miembro de la nobleza austríaca, y otros
conde Waldeck, por considerarlo miembro de la nobleza
francesa. En realidad, no se sabe a ciencia cierta de dónde
era originario este individuo, aunque algunos libros afirman que nació en la ciudad de Praga, y tal parece que fue
él mismo quien se concedió este título de conde. ,
Pero sí coinciden todos en decir que vio la primera
luz en 1766 y que murió en París a una edad desusadamente avanzada, y que siendo de cincuenta y seis años de
edad se encontraba en Londres cuando conoció al librero
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Berthoud. Para entonces, su existencia se había enriquecido con sorprendentes aventuras. A la edad de veintisiete
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años estuvo presente en el sitio de Tolón, en el que tanto
se distinguió el artillero Napoleón Bonaparte. Y acompañó
al corso en su expedición a Egipto, como dibujante a las
órdenes de otro mujeriego como él, que había sido protegido
por la propia Josefina, esposa de Bonaparte. Era Dominique
Vivant Denon (1747-1825), autor de un magnífico Voyage
historique et pittoresque a Naples et Sicile. Se desempeñó
tan bien que Napoleón lo nombró director general de
Museos y el primer organizador del Louvre.
No era la primera vez que Waldeck viajaba al extranjero en condicionesfuera de lo normal. Tenía apenas veinte
años cuando participó en una expedición a Africa del Norte
que tuvo un final desastroso. Murieron todos menos él.
Se dirigió entonces a la capital francesa, donde estudió
pintura y dibujo. Pero, siendo un individuo tan inquieto,
no es de extrañar que se entusiasmase más tarde con las
proezas de Bonaparte y lo siguiese a Italia y más tarde
a Egipto.
Cruzó por primera vez el océano en 1818 y se detuvo
en Chile. En 1821 se encontraba en la región de Palenque.
Pasó casi un año haciendo bocetos que servirían para ilustrar más tarde el libro escrito por el español Del Río. En
1822 llegaba a Londres, donde Berthoud le compró los
dibujos. Y en 1829, la Société de Géographie de París le
concedía un premio, por haber sido el artista que mejor
supo descrbir a la antigua Palenque.
Entra en escena un curioso vizconde
Debía ser sumamente simpático y persuasivo este Waldeck. Logró obtener una buena .suma del librero, y de la
amistad con un noble el mejor de los apoyos económicos.
Edward King, vizconde de Kingsborough, nacido en Dublín
en 1795, se había interesado en el arte prehispánico desde
sus tiempos de estudiante en la Universidad de Oxford.
De tal manera se dedicó al estudio de la cultura maya y
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a los orígenes de este pueblo que vino a perder la razón
y su fortuna, investigando el tema y preparando una obra
monumental en la que invirtió hasta el último de sus
peniques. La tituló Antiquities of Mexico, y los primeros
siete volúmenes aparecierori en 1831, con dibujos del italiano A. Aglio, quien tuvo la paciencia de reproducir a
mano varios códices.
Los dos últimos se publicaron en 1848, cuando el vizconde no era ya de este mundo desde hacía once años.
Había muerto arruinado a la temprana edad ·de cuarenta
y dos años, en vísperas de recibir una cuantiosa herencia
que lo hubiera salvado. La fortuna fue a parar a manos
de otra gente a quien no interesaba para nada el arte mesoamericano. Mala suerte.
Siguiendo· los pasos de otros dífusionístas, Lord Kingsborough quiso demostrar la ascendencia semita de los mayas. Se convirtió en ardiente defensor de una curiosa teoría:
las tribus perdidas de Israel habían surcado el mar para
llegar a tierras mayas, con cuyos primitivos habitantes
unieron su sangre y su saber. El vizconde no había inventado nada, ni era el primero en conceder un origen medíterráneo oriental a los mayas o a los indios prehispánicos
en general.
El padre Diego Durán, fraile domínico nacido en Texcoco hacia el año 1538, consagraba el primer capítulo de
su obra monumental Historia de las Indias de la Nueva
España, escrita en 1580, al enigma de los judíos llegados a
América antes de Colón. Afirmaba que los mayas descendían de una de las tribus de Israel, que el rey asirio Salmanasar capturó y condujo al cautiverio en tiempos de
Azarías, décimo rey de Judá de 769 a 738 a. C. Nadie ha
vuelto a saber de aquella: gente.
Fray Agustín de Betancourt declararía en 1681 que los
mayas procedían de varias naciones llegadas por . tierra o
por mar, con toda intención o al azar, Poco antes había
insistido en este mismo concepto otro fraile distinguido.
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Era el dominico español Gregorio García, nacido en 1554,
quien habría de morir en 1627 después de servir fielmente
a su Orden en Perú y en la Nueva España.
Fue un investigador paciente, que supo escuchar comentarios y recoger noticias. Con este material escribió su
Origen de los indios del Nuevo Mundo. En esta obra, publicada en Valencia en 160'7, decía que Yucatán era la tierra
de Ofir citada en el Antiguo Testamento, a donde enviaba
el rey Salomón objetos de bronce y recibía a cambio oro,
monos y pavos reales. Y añadía que el continente americano había sido poblado y civilizado por judíos, que fueron
seguidos por griegos y romanos.
El propio Kingsborough declararía que el Teomaxtli
era en realidad una versión americana del Pentateuco
bíblico. Esta obra azteca, o libro sagrado de Texcoco, fue
escrito según unos autores en el siglo VII de nuestra era
y por el rey Nezahualcóyotl (1402-1470)según otros. El
texto fue quemado en 1530 en la plaza mayor de Texcoco
por órdenes de fray Juan de Zumárraga. En 1934, el arqueólogo polaco N. J. Tenenbaum afirmaría haber descubierto una copia en tierra de otomíes y que describía unos
objetos semejantes a los actuales planeadores manuales,
con los que sabían volar los aztecas. Añadía que los aparatos eran de anchas alas, cubiertas con plumas de cigüeñas.
Las fabulosas aventuras de Waldeck
Además del generoso patrocinio del vizconde, Waldeck
logró un contrato como ingeniero de una empresa minera
británica, a pesar de que no sabía distinguir la pirita del
carbón. Y una vez en la capital mexicana renunció al cargo
y se dedicó durante una temporada a pintar retratos de
damas de la buena sociedad capitalina, ante quienes se
identificó como conde de verdad.
Conocióen 1831 al general Anastasio Bustamante (17801853), Presidente de México, y autorizó éste a Waldeck
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a realizar exploraciones arqueológicas en Palenque.
Para
entonces, el artista tenía setenta y cinco años, edad que no
le impidió sostener un tórrido romance con una hermosa
mestiza del rumbo, durante los dieciocho meses que permaneció en Palenque, viviendo los dos enamorados en una
choza.
Realizó en ese lapso un centenar de dibujos que cubrían
todos los aspectos interesantes del lugar. Pero, habiéndose
cubierto sus piernas de llagas purulentas y temiendo que
hubiesen sido causadas por la sífilis -quién sabe en qué
malos pasos anduvo la joven antes de venir a compartir
su catre-, huyó a Yucatán, abandonándola.
Para su mala fortuna, en aquel año de 1833 sucedió a
Anastasio Bustamante en la presidencia Antonio López de
Santa Anna (1791-1876), enemigo político suyo, que no
debía ser muy aficionado a la arqueología: no sólo dejó
de proteger a Waldeck, sino que lo acusó de espía y lo
amenazó con quitarle los dibujos y encerrarlo en un calabozo. El artista no se inmutó. Hizo copias de todos los
dibujos y dejó que se apoderasen de ellos las autoridades.
Conservó los originales, que eran los buenos, y regresó con
ellos a París.
Publicó en 1838 su Voyage pittoresque et archéologique
dans la province du Yucatan et aux ruines d'Itzalane, ilustrado con dos docenas de láminas. Afirmaba Waldeck en el
texto que babilonios e indostanos fueron los arquitectos de
Palenque, e incluso declaraba que la caída y fin de tan esplendorosa ciudad tuvo lugar hacia el año 600 de nuestra
era. Pero no explicaba de dónde salió esta fecha.
No terminaban aún las aventuras del conde. En 1851,
siendo un anciano bien conservado de noventa y cinco años,
en quien no había causado estragos el tiempo o la presunta
sífilis, dio el siguiente paso. Se dirigió personalmente a
Prosper Mérimée, arqueólogo eminente además de literato
celebrado -fue autor, entre otras cosas, del texto en que
se inspiró el libreto de la ópera Carmen­, para que lo
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ayudase a seguir descubriendo
más misterios ocultos en
la jungla. Con tanto suplicar y tanto esperar se le fueron
pasando los años al conde y fue a morir en 1875, a la edad
de ciento nueve años.
En cuanto a la obra de Dupaix ilustrada por Castañeda,
logró finalmente salvarse de la destrucción y del olvido.
El sacerdote francés H. Baradére obtuvo una fuerte suma
de Adolphe Thiers, ministro francés que habría de convertirse en Presidente de la República y en autor de obras
de carácter histórico, para publicar en 1836 su traducción
al francés. Apareció con el título de Antiquités mexicaines,
como el de Kingsborough. Fue una edición limitada, pero
sirvió junto con la inglesa de Berthoud y la de Waldeck
para que tantos individuos interesados en el tema se contagiasen de su entusiasmo y quisieran viajar a ese lugar
de maravillosas aventuras que parecía ser esa región del
continente americano habitada antaño por los civilizados
mayas.
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LOS VIAJES ILUSTRAN A VECES
En los últimos días de 1839, dos individuos cabalgaban
por la selva centroamericana, en busca de una ciudad perdida acerca de la cual algo había leído uno de ellos, un
joven abogado estadunidense de treinta y cuatro años.
Una de las obras era cierto Compendio del Reino de
Guatemala, escrito por el historiador Domingo Juarros hacía apenas un cuarto de siglo. Fue publicado en 1808 en
la ciudad de Guatemala y traducido al inglés y editado
en Londres en 1823 por John Hearne. Hacía este autor
mención del hallazgo de unas ruinas misteriosas de incalculable antigüedad, a orillas del río Copán, afluente del Motagua que va a desembocar en el golfo de Honduras.
Había sido mencionado el lugar por primera vez en
1576 por Diego García de Paredes, Oidor de la Real Audiencia de Guatemala, y en 1700 por Francisco de Fuentes,
autor de una Crónica de Guatemala. Pero ninguno de los
libros contenía una amplia descripción del lugar, ni estaba
ilustrado.
No todo podían ser exageraciones
J ohn Lloyd Stephens había nacido en 1805 cerca de
la ciudad de Nueva York, donde estudió leyes. Pero pareció
agradarle más viajar por todas partes. En el otoño de 1834
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quiso conocer Europa y el Oriente Medio. Regresó a su
patria dos años más tarde y escribió su primer libro,
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Incidents
of Travel
in Egypt,
Arabia
a.nd the Holy
Land,
que apareció en 1837. Agradó tanto su estilo ameno y su
manera de describir los países exóticos que siguió con
Incidents of Travel in Greece, Turkey, Russia and Poland,
que vio la luz en 1838. Y fue en la ciudad del Hudson que
encontró, en la librería de cierto Bartlett, otra alusión al
arte prehispánico, cuando conocía ya las traducciones de
Del Río y Dupaix.
Era el libro de Waldeck. Supo al leerlo qué tendría
que hacer a partir de entonces: comprobar personalmente
si existían las construcciones descritas por el supuesto
conde o si eran tan falsas como su título. Consultó con su
amigo Frederick Catherwood, inglés de nacimiento y· arquitecto de profesión, y quedaron de acuerdo en viajar a
Centroamérica. No podían concebir que tres individuos tan
diferentes se hubieran puesto de acuerdo, por separado,
para decir el mismo embuste, y que coincidieran éstos en
todos los puntos.
Quién sabe si las cosas hubieran resultado en un
principio tan sencillas para los exploradores de no haber
contado Stephens con amigos importantes. Uno de ellos
era nada menos que el Presidente Martín van Buren, gracias a quien fue nombrado el abogado Encargado de Negocios de su país en Centroamérica, a pesar de que casi
nadie en Estados Unidos sabía dónde se encontraba la
capital de esa nación, ni quién era su Presidente o si seguía siendo colonia española. Ser amigo de los poderosos
sirve a veces de algo, y disponer de un nombramiento escrito en gruesa cartulina abre todas las puertas.
Hicieron los preparativos para dirigirse a Guatemala
ignorantes de que, después de una breve unión con el
México recientemente independizado, se había constituido
en 1823 en Provincias Unidas de Centroamérica. Estaban
integradas por cinco estados: Guatemala, El Salvador, Hon-
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duras, Nicaragua y Costa Rica, mientras Chiapas optaba
por unirse a México. Y tampoco sab.an que la región era
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un polvorín, agitado por una sangrienta guerra civil.
Los dos amigos zarparon del puerto de Nueva York
el miércoles 3 de octubre de 1839 a bordo del Mary Ann,
bergantín de matrícula británica que los condujo, en una
travesía de veinte días, hasta Belice, capital de Honduras
Británica. De esta población pensaban dirigirse a Copán,
la ciudad oculta en la selva, de la que tenían alguna
noticia por los libros leídos y por los informes facilitados
por un individuo que vivía en Guatemala.
Se llamaba Juan Galindo y era coronel además de un
antiguo gobernador de la provincia del Fetén y autor del
libro Las ruinas de Copán en Centroamérica, del que había
publicado un resumen en 1836 la American Antiquarian
Society. Se decía de este Galindo que había nacido en
Irlanda y que no vaciló en comentar la noticia del hallazgo
con sus compatriotas. Y lo hizo convencido de que aquel
centro había sido construido por una cultura muy superior a las otras del continente.
A los arquitectos de Copán y a su pueblo haría más
tarde referencia Stephens en la obra que escribió. Diría
que fue diferente a otros y que descendía sin duda de la
gente que se salvó del Diluvio Universal. Pudieron ser judíos, fenicios, cartagineses, griegos o escitas en los tiempos antiguos, o chinos, suecos, galeses y españoles en los
tiempos modernos. Incluso sugirió que descendían acaso
de la Atlántida hundida en el océano.
Se entusiasmaron tanto los dos amigos ante la perspectiva de conocer aquel lugar maravilloso que se apresuraron a partir, sin perder más tiempo.
Pensaban que iba a ser un paseo
Resultó muy sencilla la primera parte del viaje, que
hicieron por mar hasta Punta Gorda, todavía en territorio
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británico, para proseguir la travesía en barco hasta la desembocadura del río Dulce, en Guatemala. A partir de este
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momento todo cambió. El lugar por donde se internaron
nada tenía de la tersa campiña de Kent ni era una llanura
infinita como Egipto. Además, no había guías turísticas ni
planos de la región. Todo era virgen. No se veía qué había
más allá del muro verde y resultaba imposible adivinar
en qué momento brincaría desde la espesura un peligroso
adversario.
Se encontraron así en la jungla, con las alimañas acechando, el espantoso calor, la humedad que penetraba hasta
los huesos, los mosquitos famélicos, los pantanos lodosos
y malolientes, los árboles podridos que caían violentamente, las lianas que impedían el paso y parecían cobrar vida,
la maleza amenazadora, la falta de luz por culpa de la
espesa vegetación, las fiebres malignas listas para hacer
presa en los organismos más resistentes. Aquellos hombres, acostumbrados a las comodidades de la ciudad, no
eran como el capitán de artillería que realizó sin gran
esfuerzo la tarea que le encomendaron. Pero poseían una
recia voluntad y deseaban triunfar en la empresa.
Se encontraba la meta en la orilla derecha del río
Copán, que no es navegable en razón de sus numerosos
saltos. Desde la ribera opuesta vieron Stephens y Catherwood lo que parecía muro alto de veinte metros, que seguía un rumbo paralelo al río y estaba en ruinas en muchos puntos. Tuvieron que atravesar como pudieron la
corriente y, de pronto, apareció lo que habían buscado.
Eran enormes edificios y elevados monolitos cubiertos
de extraños garabatos, sepultados bajo un manto de árboles y de plantas trepadoras. Los peones contratados por
Stephens abrieron un sendero con sus machetes y quitaron
la vegetación que cubría a una estela de piedra alta de
cuatro metros, de base rectangular: Apareció un rostro
humano, tocado con un penacho de plumas. Estaba rodeado
por lo que parecía jeroglíficos esculpidos en la piedra, que
ninguna semejanza tenían con los egipcios vistos por Stephens
en
su
anterior
viaje.
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24
El inglés no perdió tiempo en tomar asiento y dibujar
sobre el papel el bajorrelieve que tenía delante. Para realizar esa tarea había viajado a Honduras y pasado mil
fatigas. Pero tuvo que cumplir con su obligación enfundadas las manos en guantes y envuelto el rostro en un
mosquitero. No deseaba ser devorado por los mosquitos.
Le resultó sumamente difícil llevar a cabo el trabajo, no
sólo por los incómodos guantes y el mosquitero: estaba
Cuando Catherwood dibujó el altar de piedra de Copán,
¿observó que los turbantes de los personajes recordaban a
los utilizados antaño por los astrónomos de Asia?
acostumbrado a las obras del arte occidental y aquello que
contemplaba no se asemejaba a nada conocido. Sin embargo, supo copiar con admirable fidelidad los jeroglíficos,
a pesar de serle completamente extraños y hasta desagradables, sin detenerse a pensar si podrían significar algo.
25
25
Frederick Catherwood terminó de dibujar la estela
de piedra, que mostraría mejor que una fotografía hasta
el más insignificante de sus detalles, y siguió con otras
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26
construcciones. Le llamó la atención lo que parecía altar
de forma cuadrada, con dieciséis figuras sentadas a su alrededor, cuatro en cada lado, sosteniendo cada una lo que
parecía un cetro. Al examinar el altar, Stephens supuso
que podría ser el registro de un acontecimiento histórico
importante, sin saber en qué consistió exactamente. Sólo
siendo un evento de gran trascendencia pudo reunirse un
grupo tan numeroso de grandes personajes, vestidos con
sus mejores galas. Acertó en su pronóstico, a pesar de
haberlo hecho al azar, guiado por la intuición.
Los arqueólogos que estudiarían más tarde el lugar,
cuando era ya posible descifrar las fechas esculpidas en
los monumentos mayas, confirmarían la opinión de Stephens. El altar fue identificado como algo creado en ocasión
de celebrarse un congreso de astrónomos en la ciudad de
Copán el año 765 de nuestra era y que tendría su equivalente, tal vez por el mismo tiempo, en otro famoso: el
celebrado en Xochicalco. Y los personajes que rodeaban
al altar eran sin duda los astrónomos que intervinieron
en el congreso.
Encontrándose Stephens y Catherwood en Copán, inmersos en su trabajo, surgió un contratiempo que pudo
resultarles fatal. Porque había en el país guerra civil
entre el general Francisco Morazán, paladín del federalismo, y el separatista Rafael Carrera, quien lo derrotaría
en 1840.
Unos individuos irrumpieron bruscamente en el lugar.
Vestían uniformes inundados de condecoraciones y esgrimían relucientes armas. Y al frente de ellos vociferaba
un individuo, cubierta su cabeza con un· sombrero de ala
ancha. Debía andar en los cincuenta años, era alto y mejor
vestido que los demás. Se llamaba don José María Acevedo
y era el dueño del terreno. No le agradaba ver a unos
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intrusos contemplar los edificios, tomar medidas y hacer
bocetos como si todo les perteneciera. Mostró unos papeles
para probar que sólo él tenía derecho a permanecer allí.
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28
A pesar de vivir en una choza, don José María era
un hombre adinerado además de buen negociante que
deseaba redondear aún más su fortuna. Vio en los forasteros un buen prospecto y les sugirió que le comprasen
el terreno y se llevasen los monumentos a un buen museo
norteamericano. Se mostró dispuesto a vender su propiedad
en cincuenta dólares, cifra astronómica, por el terreno y
por los documentos -quién sabe en qué consistían realmente-, y la discusión terminó en abrazos y en muchas
copas.
Iba a ser una travesía maratónica.
Una vez superadas las diferencias, prosiguió la exploración, tomando uno apuntes para el futuro texto y el otro
apuntes para futuros dibujos. Hallaron un edificio con forma de ·pirámide de base rectangular, a cuya plataforma
superior se accedía por una escalinata de casi cuarenta
metros.
Y, de la misma manera que surgió la interrogante
entre quienes habían visitado las ruinas de Palenque, se
hizo Stephens en Copán idéntica pregunta. Quién levantó
aquella monumental construcción y por qué. Pensó que el
conjunto de edificios y monolitos sólo podía ser fruto de
una cultura avanzada, que se extendió por una amplia
región. Aquel lugar en medio de la selva no podía ser un
caso aislado. Existían sin duda otras ciudades semejantes,
ocultas aún bajo la intrincada maleza tropical.
Como los dos exploradores estaban un poco cansados
de permanecer en el mismo sitio, sabiéndose vigilados a
todas horas por ojos invisibles, y deseosos de comprobar
si hallarían en Palenque edificios semejantes a los de Copán, decidieron abandonar el lugar a pesar de no haber
terminado su labor. Stephens no sentía demasiado apego .
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por la arqueología. Prefería viajar. Y el libro que resultaría
de sus exploraciones muy poco diría de arte y sí mucho
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de impresiones, costumbres y anécdotas. Sería un estupendo
testimonio de la vida en los países centroamericanos en
los albores de su independencia.
Pero no partieron directamente a Palenque, situado
unos 500 kilómetros al noroeste, sino que hicieron el viaje
dando la más espantosa de las vueltas. Se trasladaron primero a la ciudad de Guatemala y siguieron rumbo a la
costa del Pacífico, donde abordaron un navío. Fueron a
desembarcar en Costa Rica, de donde tomaron el camino
de regreso. Atravesaron Nicaragua, bordeando el lago del
mismo nombre -donde
viven los únicos tiburones de agua
dulce conocidos, por si el lector lo ígnoraba=-, cerca siempre de la costa. Se internaron en El Salvador y arribaron
a la ciudad de Guatemala, de donde reanudaron la marcha
hacia Quetzaltenango y siguieron a la vecina Chiapas, listos
para presentarse en Palenque.
~ Se negaron a viajar en silla cargada por cuatro hombres, a pesar de sentirse molidos. Lo consideraban degradante, así que prefirieron caminar o cabalgar. Y poco antes
de llegar a Palenque, un campesino les dijo que don Patricio
había pasado ya por el lugar. Stephens no tardaría en
enterarse de quién era ese individuo.
La curiosa historia de don Patricio
Debían dominar ya los secretos de la jungla, porque
la atravesaron sin sufrir los sinsabores de la primera vez.
Y una vez en Palenque supieron de las órdenes tajantes
dadas por el dictador Santa Anna, quien jamás sintió
gran simpatía por la arqueología y en todas partes veía
espías: ningún extranjero estaba autorizado a aproximarse
al lugar. Pero los dos extranjeros no le hicieron maldito
caso.
Existía para entonces un catálogo más o menos completo de los edificios. Se conocía el templo de las Inscripciones, así llamado por los numerosos jeroglíficos que
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31
cubrían sus muros; y también el templo de la Cruz, el templo
del Bello Relieve y el llamado palacio del Gobernador,
cuya base era un rectángulo de 78 por 54 metros. Y en un
muro del Palacio hallaron algo muy curioso.
Eran nombres grabados, como hacen los enamorados
en un árbol. Uno de ellos era el de Waldeck y remontaba al
año 1832. Otro correspondía a Noah O. Platt, de Nueva
York, quien había llegado navegando a Tabasco y, mientras
el barco cargaba plátanos, quiso conocer Palenque, del que
algo había oído. Total, un pequeño paseo de quinientos kilómetros, entre ir y venir. Había dos nombres más, muy
recientes. Pertenecían a John Herbert Caddy y a Patrick
Walker. Stephens supo entonces quién era el misterioso
don Patricio, a quien tuvo ocasión de conocer en Belice.
Caddy era capitán de artillería, como el español Del
Río. Había nacido en Canadá, de padres ingleses, y abrazó
la carrera militar obligado por su ilustre progenitor, que
era coronel de artillería. En 1839, cuando fue enviado a
Belice, tenía veintiocho años de edad. Conoció allí a Patrick
Walker quien dirigiría una improvisada expedición a
Palenque.
Ninguno de los dos conocía nada de arqueología, pero
Caddy sabía siquiera medio dibujar y fue el autor de algunas ilustraciones para el texto que resultaría del viaje.
Tuvo éste un costo de 1400 dólares, que desembolsó el
representante en Belice de la Corona británica. Cuando
Stephens y Catherwood los conocieron supieron que los
dos hombres pensaban trasladarse a Palenque. No pareció
importarles demasiado.
Walker y Caddy siguieron el curso del río Belice y
llegaron sin dificultades al lago Petén, para alcanzar Palenque sin tropiezos. Siguieron de ahí a la laguna de
Términos y a Yucatán, queriendo demostrar que debió
existir en otros tiempos una red de caminos abiertos en
la jungla: los comerciantes mayas recorrieron esta y otras
28
32
rutas.
28
33
Los diarios escritos, por separado, por Walker y Caddy,
carecieron de interés, y los dos individuos no volvieron a
encontrarse después de la fugaz aventura. El capitán de
artillería abandonó la carrera militar y se fue a vivir a
Londres, donde se dedicó a la construcción para alimentar
a su numerosa prole. Alcanzó más fama y fortuna en Inglaterra, en su nueva actividad, que en la expedición a
Palenque.
Estrecha relación de Palenque con Copán
Stephens, es preciso reconocerlo, no fue un aventurero
más, sino el primer explorador que llegó a la región provisto de una mejor preparación. Y fue también el primero
en relacionar los jeroglíficos, los edificios y el arte de
Palenque con los de Copán y en lanzar esta hipótesis que
se convertiría más tarde en certeza: los dos lugares estuvieron habitados por pueblos muy afines, que hablaban
la misma lengua y poseían las mismas costumbres y la
misma cultura. Y supo que "tzeltales" era el nombre aplicado a la rama de la familia maya radicada en el área
de Palenque, así como "quichés" y "cakchiqueles" vivieron
en Guatemala.
La selva y las enfermedades tropicales, unidas a la
tremenda fatiga, dieron al final buena cuenta de la resistencia física de Stephens y Catherwood, igual que había
sucedido años atrás con el fabuloso Waldeck y con el propio
Hernán Cortés en su viaje a Honduras, cuando iba en busca
de Cristóbal de Olid, en 1524, llevando consigo a Cuauhtémoc. Recorrió 2500 kilómetros en dos años y, aparte la
muerte del caudillo azteca, nada consiguió. La selva lo
venció.
Stephens y Catherwood siguieron el curso del Usumacinta hasta la costa de Campeche y tomaron el camino de
Ciudad del Carmen. Abordaron un barco que los condujo
al puerto de Sisal, por donde exportaba Yucatán su he30
nequén. Hicieron una corta parada para conocer Mérida
y Uxmal y regresaron al barco. Arribaron a Nueva York
el 31 de julio de 1840, diez meses después de haber iniciado
su expedición. En total, viajaron un total de cuatro mil
kilómetros, tres mil de los cuales los hicieron a pie o a
caballo.
·
Se repusieron de tantas fatigas, y Stephens dio los
últimos retoques a sus impresiones del viaje. Salieron publicadas el siguiente año con el título Incidents of Travet
in Centrai America, Chiapas and Yucatan, que produjo una
fuerte impresión a pesar de no referirse a los misteriosos
mayas. Esta obra tuvo mayor fortuna que la de Waldeck
publicada en París cuatro años antes, que no llamó demasiado la atención por una razón muy natural: Europa:
estaba aún conmocionada por los hallazgos realizados en
Egipto, país que atraía a una multitud de arqueólogos y
expertos en arte.
El mundo occidental no se recobraba aún del impacto
causado por el arte del Nilo. Y gracias al esfuerzo de
Jean-Francois Champollion -quien había logrado descifrar
los complicados jeroglíficos gracias al hallazgo de la piedra
Rosetta en 1799- se adentró también en su historia y en
su literatura. En cambio, todo lo relacionado con el arte
mesoamericano, por increíble que pueda parecer, fue relegado a un segundo plano. Pero no sucedería lo mismo con
el público estadunidense, tal vez porque la famosa Doctrina
Monroe comenzaba a surtir efecto. En Nueva York tuvieron que enterarse de que en la jungla centroamericana
existían hermosas construcciones y que fueron construidas
por un pueblo maravilloso llamado maya, cuyo nombre no
figuraba en los diccionarios ni en los tratados de historia
del arte.
Salió a la venta el libro, y los dos amigos regresaron
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32
a Yucatán, donde el calor era casi tan intenso como en
Copán. Y quisieron conocer el centro ceremonial de Chíchén Itzá, cubierto aún en numerosos puntos por la tierra
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y la vegetación. Se encontraba el lugar al este de Mérida,
capital de Yucatán fundada eh 1542 por Francisco de Montejo y que tuvo siempre justa fama de hermosa y acogedora.
De sus andanzas por Yucatán resultaría el cuarto y
último libro de Stephens, que aparecería en 1843 con el
título Incidents of Travel in Yucatan. Más tarde, separado
ya de su amigo, Stephens se dirigió a Panamá, donde
trabajó en unas obras de ingeniería. No pudo publicar nada
de lo que vio en el Darién porque falleció en 1852, a la edad
de cuarenta y siete años, agotado por tanto caminar por
una selva que jamás perdona.
Curiosos hallazgos hizo Stephens
Chichén Itzá pertenecía al que sería designado como
periodo Postclásico, en el que influyeron poderosamente
los toltecas llegados al lugar tras el derrumbe de su capital
Tollan. Pero si los toltecas arribaron del oeste, pasando
por Veracruz, Tabasco y Campeche, Stephens y Catherwood
lo hicieron del este, siguiendo una vieja calzada de piedra
caliza machacada y apisonada, semejante a tantos caminos
que recibieron de los mayas el nombre de sacbés.
Como la calzada venía a terminar en lo que parecía
templo provisto de una larga serie de columnas, 380 en
total, que adoptaban la forma de guerreros con plumas,
pensó Stephens algo curioso: los pilares pudieron servir
para sostener un elevado camino. Pero en 1925 declararían
los expertos que la columnata pertenecía al templo de los
Guerreros -así se dio en llamarlo-, y cayó por tierra la
teoría de Stephens, Veremos más adelante la enorme importancia de los sacbés, y que el abogado metido a explorador tal vez no anduvo desacertado al suponer que la
calzada terminaba en el templo.
Los dos amigos se desplazaron por la llanura yucateca
33
32
para conocer otros vestigios del arte prehispánico. Estuvieron en Kabak, Zahil, Labná, Izamal, Tulum, y Uxmal,
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y en cada lugar hizo el inglés magníficos dibujos. Y encon-
trándose en Uxmal, vio Stephens en un muro algo que atrajo
su atención y 'que tendría ocasión de observar en Chichén
Itzá. Era un anillo de piedra adosado al muro, de medio
:metro de radio, semejante a otros creados por los toltecas
en el altiplano y de los cuales se tenía ya noticia. Se ignoraba que los hubiera también en tierras mayas. Formaban
·parte del juego de pelota, llamado tachtli por los aztecas y
al que los mayas darían el nombre musical de 'l)Ok...a-tok.
La bola utilizada en el juego era de goma y muy dura.
Solamente podía ser tocada por los jugadores con los hombros, las rodillas o las caderas, partes que debían ser protegidas con rodilleras y cinturones de cuero o de algodón.
Si la pelota caía al suelo, el jugador que debió golpearla
recibía un castigo. Por lo general, obtenía la victoria en
este juego que recuerda al baloncesto y a la pelota vasca
el equipo o el jugador que menos faltas cometía: era sumamente difícil introducir la bola, cuyo diámetro alcanzaba
los veinticinco centímetros, por el orificio. La pelota simbolizaba al Sol en su recorrido por el firmamento, y del
resultado del juego dependía el futuro del país y de las
cosechas.
Resulta curioso observar que un juego semejante a
éste era conocido en el Perú. Pero nada de esto sabía Stephens. Había logrado dar un apreciable paso en el conocimiento de la antigua cultura maya, más por intuición que
por verdaderos conocimientos arqueológicos, pero faltaba
aún mucho por avanzar. Tendrían que llegar otros hombres
amantes de la aventura y del arte para poner en orden
sus hallazgos y hacer otros descubrimientos igualmente importantes.
Y entre estos pioneros habría que considerar, en primer lugar, a un francés que debió estudiar la carrera
eclesiástica
para
trabajar
a
gusto.
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32
EL ABATE QUE ENFURECIO A LOS SABIOS
Se llamaba
Charles-Etienne
Brasseur
de Bourbourg
y
había nacido en 1814 en un pueblo francés de la Mancha
cercano a Dunkerque. En su juventud se dedicó al periodismo y quiso adentrarse en el estudio de la historia. Pero,
consciente de que nadie lo tomaría en consideración a la
.hora de hacer un descubrimiento si no disponía de un
título académico, acudió a Roma dispuesto a abrazar la
carrera religiosa.
Sabía que, una vez enfundado en una negra sotana,
nadie se metería con él y tendría fácil acceso a toda clase
de archivos. Acertó en ambas cosas.
Emprende su primer viaje a América
En 1845 fue ordenado sacerdote en la capital italiana
y abordó sin perder tiempo el primer barco que lo condujo
a Quebec, en cuyo seminario fue profesor. El siguiente año
se encontraba en Boston, donde permaneció el tiempo suficiente para perfeccionar su inglés y leer la obra ya clásica
de W. H. Prescott The Conquest of Me.rico. Supo entonces
a qué iba a dedicar su futuro. Regresó a Roma para consultar antiguos textos americanos guardados en la biblioteca del Vaticano.
Viendo que necesitaba mayor información, emprendió
de nuevo viaje al continente americano. Y esta vez desembarcó en Nueva Orleáns, que pertenecía a la Unión Ame35
36
ricana
después
de haber
sido, sucesivamente,
colonia
francesa y española. Y encontrándose en esta ciudad hizo
planes para navegar a México, donde pensaba estudiar la
historia prehispánica.
Tuvo la fortuna de hacer amistad en el barco con
cierto monsieur Levasseur, embajador francés en México,
quien lo nombró capellán de su Legación en la capital
mexicana. Este cargo le abrió las puertas de los centros
oficiales y de las contadas bibliotecas que existían en México. Conoció así las obras de algunos eruditos españoles
y de la Colonia, yllamó su atención lo escrito por Fernando
de Alba Ixtlilxóchitl y Bernardo de Lezama. El primero
había declarado a comienzos del siglo XVII que los olmecas
llegaron por mar a las costas del Golfo de México, y el
segundo que fueron cartagineses los que desembarcaron
en Campeche.
La lectura de tantos libros permitió al abate reunir
suficiente material para redactar su primera obra, sobre
las naciones civilizadas del México prehispánico, la más
completa realizada hasta entonces, que sería publicada en
1851, a su regreso a Francia. Sostenía en el texto la tesis
de que las culturas precortesianas derivaban de la fenicia,
la indostana e incluso de la que dominó en la legendaria
Atlántida. Y en apoyo de cuanto decía ofreció algunas
analogías entre diversos términos mexicanos y asiáticos,
egipcios y escandinavos.
Su libro le concedió un enorme prestigio en Europa
y le abrió las puertas de algunas bibliotecas importantes.
En 1855 tomó el camino de Guatemala, en uno de cuyos
templos fue párroco un tiempo. Se metió en todas partes
y fue a descubrir una obra de la que nadie se acordaba.
Había sido escrita en dialecto quiché en tiempos de la
Colonia, pero con caracteres latinos. Tradujo el texto al
idioma castellano un fraile dominico, Francisco Ximénez,
siendo párroco de Chichicastenango, a comienzos del siglo
36
36
XIX, y Brasseur hizo la versión al francés. El texto en cas-
37
36
tellano fue publicado gracias a él en Viena, en 1857, y la
traducción francesa en París, en 1861. El título de la obra
era Popol Vuh.
La permanencia del abate en Guatemala resultó fructífera, porque logró localizar otro interesante texto: el
llamado Anales de los cakchiqueles. Gracias a los dos hallazgos y a otro que realizaría en Madrid, Brasseur iba a
convertirse en el iniciador de los estudios sobre los antiguos mayas. No había duda de que se había dado un paso
gigantesco en el conocimiento de aquel pueblo extraordinariamente civilizado.
Dueño ya de un enorme prestigio, el abate Brasseur
visitó en 1861 la Biblioteca Nacional de Madrid. Encontró
un manuscrito amarillento que tenía fecha 1566. Su título
era Relación de las cosas de Yucatán y había sido escrito
por fray Diego de Landa poco antes de convertirse en el
tercer obispo de Yucatán. En sus primeros tiempos había
quemado los textos mayas y los edificios que pudo,' por
considerarlos obra del demonio. Fue a darse cuenta muy
tarde de la barbaridad cometida y quiso enmendar sus
yerros. Muchos tesoros se habían perdido para siempre.
Pero hizo algo que ayudó a olvidar sus errores, cuando
escribió su libro.
Brasseur se apresuró a traducir el texto de Landa al
francés, acompañado por unas notas suyas. Se referían
éstas, naturalmente, al probable origen atlante de los mayas. E hizo hincapié en el hecho de haber descifrado la
antigua escritura maya. En realidad, sólo pudo esclarecer
una pequeña parte de la misma. A partir de entonces, el
libro de Diego de Landa sería considerado como el equivalen te maya de la piedra de Rosetta, sabiamente utilizado
por el abate. Pero éste estaba en un error.
En realidad, la obra del obispo de Mérida sirvió únicamente para conocer las costumbres, la numeración y el
sistema calendárico de los antiguos mayas, tal como aparecía esculpido en la piedra. La intervención del abate
37
francés solamente
en los glifos.
permitió descifrar las fechas
presentes
La ciencia se le echa encima al abate
Comprobó Brasseur que algunos símbolos se identificaban con los glifos correspondientes a los días y a los
meses. Eran veinte signos para los días, que multiplicados
por trece daban una serie de 260 días, el llamado tzolkin
o año religioso. El año civil, o haab, estaba formado a su
vez por 18 meses de 20 días, más 5 días infa'ustos llamados
uayeb, semejantes a los nemontemi aztecas.
Entusiasmado como estaba ante el éxito obtenido en
sus primeros estudios del calendario maya, cometió Brasseur un tremendo error: pensó que podría traducir el resto
de los glifos. Se equivocó lamentablemente y se enajenó
la enemistad de los sabios europeos. Ninguno se detuvo a
pensar que el abate también tenía derecho a cometer errores. No tenían derecho a enjuiciar su obra, puesto que, no
habiendo sido nadie capaz de traducir la escritura maya,
no podía afirmarse que Brasseur se hubiese equivocado.
Los errores del abate se hicieron más obvios en el
momento de conocer el códice Troano =-así llamado porque
pertenecía a la familia Tro y Ortolano=-, pues creyó ver
en él un tratado astrológico de adivínación. No andaba
demasiado descaminado Brasseur: los viejos textos prehispánicos describían a veces las costumbres locales, pero
se referían más al cielo y a los astros, y a su influencia
en los seres humanos.
Pero quiso ver en el códice algo más, que muchos
consideraron un crimen: mencionaba el hundimiento de
la Atlántida y se atrevió a fijar la fecha exacta del cataclismo: el año 9937 antes de Cristo. Añadiría el abate que
las primeras migraciones atlantes coincidieron, a partir
del desastre, con impresionantes acontecimientos causados
por la caída de enormes meteoritos y el paso de un cometa
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a corta distancia de la Tierra, entre otros.
Expuso igualmente en su libro que, de acuerdo con los
textos escritos en lengua náhuatl por él consultados -de
los cuales ninguna noticia se tiene.,-, el continente perdido
se extendía desde el mar Caribe hasta las islas Canarias.
Hizo también énfasis en las curiosas semejanzas observadas
entre el idioma maya y las lenguas habladas antaño en
Europa. Se fue entusiasmando cada vez más con los hallazgos realizados y con las teorías que de ellos deducía.
y esto no agradó a los sabios que lo habían escuchado
antes con tanto interés. Le dieron finalmente la espalda
y lo tildaron de loco charlatán. Y el pobre abate, tal vez
sin pretenderlo, le hizo un enorme daño al conocimiento
cabal de la historia prehispánica y a los difusionistas en
general.
Porque a raíz de aquella situación comenzó a imponerse el antidifusionismo, tremendamente dogmático. Defsndia la evolución autónoma de las culturas americanas
a partir del arribo de unos nómadas mongoles que atravesaron el estrecho de Behring hace unos treinta o cuarenta
años. De acuerdo con los antidifusionistas, nada tenían
que ver los mayas, los toltecas o los incas con los egipcios,
fenicios y babilonios. Y menos aún con los indostanos, los
chinos o los escandinavos. La ciencia se negó a aceptar, a
partir de entonces, nada que atentase contra los conceptos
rígidos por ella impuestos. Negar lo establecido era exponerse a ser acusado de hereje.
Sin embargo, no todo lo que declaró el abate contenía
errores. Se basó en parte en lo que decía el códice Chimalpopoca acerca de los cataclismos: "El cielo se acercó a la
tierra y todo el mundo se inundó". Enfatizó además en
algunas analogías mayas y egipcias que no parecen absur­
das: en astronomía, física, religión, medicina, deificación
del Sol y de ciertos animales escogidos. Incluso los murales
pintados y los bajorrelieves de ambos pueblos poseían
curiosas semajanzas, como presentar a los personajes síem-
mil
39
pre de perfil. Dedujo de ello que Mesoamérica pudo ser
civilizada por gente llegada de Egipto o del Mediterráneo
oriental. O pudo haber sucedido al revés, tesis esta última
que se tomaría como una auténtica abominación por los
sabios de Europa.
Después de Brasseur llegó a México otro francés, dueño
tal vez de mayor simpatía personal pero cuya aportación
fue notablemente menor. Sin embargo, merece ser citada
su intervención, porque realizó algunos hallazgos importantes, que se verán más adelante.
Todo comenzó con unas simples vacaciones
Claude-Joseph-Désíré Charnay se encontraba en 1850
en Nueva Orleáns, dando clases de francés, cuando se le
ocurrió ir de vacaciones a México, país de aventuras y de
romances. Acababa de cumplir veintidós años, la mejor
edad para divertirse. Le entusiasmó tanto lo que contempló
que, en lugar de regresar a sus aburridas clases, tomó el
primer barco a Francia, dispuesto a hablar con Eugéne
Víollet-Ie-Duc, ministro de Bellas Artes cuando Napoleón
lII era emperador.
Obtuvo de él una fuerte suma para regresar a México
provisto de una cámara con la que pensaba fotografiar las
imponentes ruinas arqueológicas de las que se hablaba ya
en toda Europa. Sucedió esto en 1857, y los siguientes tres
años los pasó Charnay recorriendo el país, desde el altiplano desolado hasta los centros de Oaxaca, Mitla, Palenque
y Chichén Itzá.
Malo como fotógrafo era el joven maestro de idiomas,
y a su ilustre patrocinador no se le ocurrió poner a prueba
su talento artístico. Tal vez lo que interesaba al emperador
era contar con alguien que, durante sus andanzas por tierras mexicanas, realizase tareas de espionaje para Francia.
Napoleón III acaso hacía ya planes para invadir el país.
Las fotografías resultaron pésimas, y sumadas a un texto
40
igualmente mediocre redactado por el señor ministro, que
sería publicado en· 1861, darían como resultado una memoria que pasó sin pena ni gloria.
Mucho más pintoresca resultaría la monografía escrita
por Charnay, a la que tituló Voyages d'exploration au
Mexique et dans l'Amérique cetitrale. Estaba salpicada de
anécdotas picantes y enriquecida con las numerosas aventuras eróticas por él vividas con las damas mexicanas.
Divirtió a los lectores franceses la historia, pero se quedaron con las ganas de saber algo del arte prehispánico.
Regresó a México poco antes del fusilamiento de Maximiliano. Y como no tardase en desaparecer el imperio
del tercero de los Napoleones, tras la debacle de Sedan
frente a los ejércitos prusianos, Désiré Charnay se quedó
sin patrocinador. No era ya un jovencito cuyo único afán
era acorralar a las damas de buen ver. Había adquirido
cierta afición por el arte. Conoció a Pierre Lorillard, dueño
de plantaciones de tabaco en Carolina que no sabía qué
hacer con su fortuna, y recibió dinero para nuevas exploraciones. Fue así como Charnay regresó a México. Desembarcó en Veracruz en abril de 1880, dispuesto a trabajar
de verdad, cuando el país estaba desde hacía algún tiempo
en manos del dictador Porfirio Díaz.
Tuvo ocasión de conocer las obras de Ixtlilxóchitl,
quien había sugerido lo que podría resultar
si alguien
excavaba en las cercanías de Tula. Hallaría sin duda las
ruinas de 'I'ollan, la antigua capital tolteca. Del ilustre
cronista se rieron sus contemporáneos, igual que sucedió
con Schliemann al afirmar que descubriría Troya. Charnay
pensó que aquel heredero de los príncipes aztecas pudiera
estar en lo cierto. Se dirigió un día a la población de Tula
y comenzó a hurgar en la tierra. Logró descubrir algunos
edificios, pero nadie lo tomó en consideración. Hubo que
41
41
esperar hasta 1940 para que el Instituto Nacional de Antropología e Historia tomase el asunto por su cuenta,
después de que George C. Vaillant encontró algo en el
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42
lugar. Gracias a Wigberto Jiménez Moreno fue descubierta
oficialmente la capital tolteca, con todo y sus famosos
Atlantes y el Chac Mool.
Era un tipo muy convincente este Charnay. Consiguió
permiso de las autoridades, a pesar de estar aún tan cerca
la intervención francesa, para desplazarse a Palenque. Pero
no le dejaron ir solo. Tuvo que viajar con un chaperón.
En México comenzaban a cansarse de que tanto aprendiz
de arqueólogo llegado al país se dedicase a saquear impunemente sus tesoros artísticos. El acompañante de Charnay
resultó ser un coronel de artillería, veterano de la guerra
contra los franceses, quien se ocuparía de vigilar cuanto
hiciera Charnay. Y si alguien pudo pensar en fricciones
se equivocaba. Era muy difícil no hacer amistad con aquel
simpático francés.
Cuando arribaron a Palenque muy bien pudieron haber
pasado de largo sin caer en la cuenta de que allí se encontraban los famosos edificios, cubiertos como estaban ya
por la vegetación. Charnay pudo comprobar entonces que
les deseos del gobierno, de no ver maleantes y gente ex;traña por el rumbo, eran más que justificados: los muchos
exploradores sin título que habían visitado Palenque para
apoderarse de cuanto les vino en gana no habían dudado
un solo instante en destrozar lo que no pudieron llevarse
para venderlo a los coleccionistas del extranjero.
No fue mucho lo que aportó el francés
Los estudiosos del arte maya parecían elegir el peor
de los momentos para internarse en la selva. Acostumbrados al clima grato de su patria en el verano no se les ocurría
pensar que pudiera ser diferente en Centroamérica. Se
presentaban, invariablemente, en el preciso instante de
iniciarse las lluvias torrenciales del verano. En la actuali-
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43
dad, se informa al turista que, por ningún motivo, deberá
viajar a Palenque, Tikal o Copán de mayo a octubre. Pero
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44
nada de esto sabían los hombres que llegaron al lugar en
el siglo pasado.
Lo mismo Désiré Charnay que el coronel de artillería
y los aventureros que llegaron antes y los exploradores
que arribarían después tuvieron que batallar contra los
diluvios y el calor intenso, los mosquitos, la nigua que
penetraba en el cuerpo y las garrapatas que se introducían
bajo la ropa y se incrustaban en la piel. Añádase a estas
delicias las enfermedades tropicales y algunas plagas de
la región.
Poco de valor descubrió Charnay en Palenque, pero
se fijó en cambio en algo que llamó su atención: le pareció
ver en todas partes la influencia asiática, en los bajorrelieves, en los ídolos, en los estucos que cubrían los muros,
en la forma de los edificios. Pero, como edá más aventurero
que estudioso y necesitaba encontrar algo novedoso, porque
por algo costeaba su expedición el tabaquero de Carolina,
reanudó el viaje.
Palenque se encuentra casi a orillas del río Otulum,
que vierte sus aguas en el poderoso Usumacinta. En una
canoa se desplazó por el río, corriente arriba, y llegó a
Yaxchilán, lejano centenar y medio de kilómetros. Se llevó
una desagradable sorpresa. Se le había adelantado un
arqueólogo británico, el primero que estudió en serio este
centro y que no vaciló en llevar consigo a Londres un
buen número de piezas. Se encuentran en su mayoría en
el Museo Británico.
En 1872, recién graduado en la Universidad de Cambridge, Alfred Percival Maudslay viajó por Estados Unidos
y Centroamérica. Y llegó a la región dominada antaño por
los mayas, dueño de una buena técnica y provisto de
equipo adecuado. Conocía la obra de Stephens y quiso
explorar más. Recorrió la zona comprendida entre Chí-
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45
chén Itzá, Copán,
Tikal y Campeche. Murió en 1931 sin
que nadie pueda jurar que fuese un personaje pintoresco
o
medianamente
simpático.
46
46
Este nombre de Yaxchilán había sido impuesto por
Theodor Mahler, oficial austríaco llegado a México con el
séquito de Maximiliano y que se interesó más en el arte
maya que en servir a su jefe. Fotografió el lugar -Yaxchilán significa "sitio de las piedras verdes't=- antes de hacerlo
Charnay, con mejor fortuna, y quiso seguir en México a
la muerte de Maximiliano. Charnay quiso llamar al centro
Lorillard, en atención a su patrocinador. No prosperó la
idea. Maudslay quiso que fuese Menche Tinamut, o "árbol
verde". Tampoco prosperó la idea. ¿Cuándo se ha visto
arraigar un nombre tan poco sonoro?
El inglés invitó muy amablemente al francés a abandonar Yaxchilán. Charnay estaba ya un poco cansado de
dar vueltas. Fue a echar raíces en un pueblo de Argelia
y se dedicó a estlfibir novelas románticas, que era su verdadera vocación. Se ignora si tuvo éxito en su nueva actividad literaria.
Para entonces había tomado el relevo otro ilustre
europeo que, a pesar de su apellido francés, era súbdito
británico.
Otro individuo amante de las aventuras
Augustus Le Plongeon de alguna manera recuerda al
abate Brasseur de Bourbourg: por su vehemencia latina
y por su versatilidad, que lo harían internarse en todo
género de terrenos. Fue sin duda el último de los exploradores con encanto. A partir de él solamente individuos
muy preparados, pero sin gracia, llegarían a tierras mayas
a investigar su pasado.
Había nacido este hombre en 1826 en la isla de Jersey,
famosa por sus vacas lecheras, que pertenece a la Gran
Bretaña y se encuentra en el Canal de la Mancha, a corta
distancia de las costas de Normandía. A la edad de catorce
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47
años abandonó su hogar y viajó a Sudamérica. En 1849
durante
la fiebre del oro, se encontraba en California,
48
48
donde se ha dicho que estudió medicina. No debieron agradarles sus técnicas curativas -como
eran los baños con
agua previamente electrizadaa los colegas del joven
médico, y se vio obligado a abandonar la ciudad de San
Francisco. Regresó a Sudamérica y se detuvo en Perú,
donde estudió la cultura incaica. Pasó al lago Titicaca y
halló en sus millas conchas marinas. Esto lo animó a
declarar que el lugar se encontró alguna vez al nivel del
mar, antes de elevarse casi cuatro mil metros por culpa
de una serie de levantamientos de la cordillera andina.
Augustus, quien no era ya un jovencito dispuesto a
viajar por todas partes, tomó el camino de Nueva York.
En esta ciudad casó con la joven Alice Dixon, quien lo
ayudaría a poner orden en sus ideas. En su compañía partió
en la primavera de 1873 =-otro más que viajaba en vísperas
de caer los diluvios veraniegosrumbo a Yucatán, donde
permanecería doce años. Así, pudo conocerlo todo un poco
mejor que sus colegas que le precedieron; apresurados siempre en sus viajes a Centroamérica.
El médico metido a arqueólogo era muy culto e inteligente y dominaba varios idiomas al llegar a Yucatán.
Quiso aprender la lengua maya para mejor entenderse con
la gente que pensaba frecuentar. Estaba decidido a escuchar la versión que pudieran darle los indígenas antes de
acometer el estudio de las ruinas. Es preciso conceder a
Le Plongeon una extraordinaria cualidad: supo mostrarse
paciente. Quiso esperar a conocer bien la lengua maya
antes de explorar los centros sagrados mayas, empezando
por Chichén Itzá. Y llegado el momento puso de relieve
sus dotes de observador. Fue el primero en afirmar que
los templos fueron antes que nada observatorios.
Dijo también que los mayas poseían suficientes conocomientos de trigonometría para calcular las latitudes y
49
49
las longitudes, las distancias geográficas y los meridianos,
y que aplicaron estos conocimientos matemáticos y astronómicos en la construcción de los edificios. Estos conceptos
50
50
desagradaron a los sabios de la época. Consideraron que
aquel individuo decía tonterías. Esta opinión se afirmaría
aún más al declarar Le Plongeon que en la región maya
estuvo el Edén bíblico y que nació aquí una civilización
que se extendería al resto del mundo. La ubicación del
paraíso había sido sugerida por Cristóbal Colón en su tercer
viaje al Nuevo Mundo, pero nadie lo censuró por ello en
su tiempo. Lo hicieron por otras razones.
Truenan Los eruditos contra Le Plongeon
Todo resultó de la mejor manera para el hombre de
Jersey mientras se Iimitó a ver y a escuchar. Pero cuando
comenzó a dar su opinión, todo cambió. Si el escocés Charles Piazzi Smith había escandalizado unos años antes a los
científicos serios de Europa al referirse a los egipcios y a
sus construcciones, Le Plongeon haría lo mismo en relación
con los mayas. Piazzi Smith había declarado que la Gran
Pirámide fue construida inspirándose sus arquitectos en
el Antiguo Testamento, a pesar de que el monumento era
'anterior en más de un milenio a la Biblia. Y al llamar a
la pirámide de Keops biblia de piedra hizo las más disparatadas profecías. En cuanto a Le Plongeon, haría sensacionales afirmaciones en torno a los mayas, cuyos orígenes
quiso hallar en la legendaria Atlántida. Lo cual no era
tan grave, puesto que no era el primero en decirlo.
Para terminar de enfurecer a los sabios -muchos de
los cuales no veían con malos ojos la tesis de la Atlántida,
en especial los norteamericanos-,
quiso hacer gala de poderes psíquicos. Gracias a éstos, dijo, había descubierto
varios secretos mayas. Creía firmemente en las facultades
mágicas de los sacerdotes de antaño y estaba seguro de
que las conservaban los hechiceros en los pueblos. Explicó
Le Plongeon que logró descifrar unos jeroglíficos en Chichén Itzá y averiguar el punto exacto donde encontraría
una curiosa figura de piedra.
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Resulta difícil creerlo y, sin embargo, apareció la
escultura a unos metros bajo tierra, en el lugar indicado.
Le. dio Le Plongeon el nombre de Chac Mool y dijo del
personaje acostado que representaba al príncipe maya Coh,
hermano y esposo de la reina Mool. A continuación, hizo
los preparativos para conducir el Chac Mool hasta la ciudad
de Mérida, desde donde pensaba transportarla a Filadelfia.
Pero cometió el error de comentar sus intenciones en voz
alta. Supo de ellas Vicente Riva Palacio, Secretario de
Educación, y le impidió salirse con la suya. El Chac Mool
se quedó en Yucatán. Y Le Plongeon se enfureció tanto
que, según dicen, perdió la razón.
Fue a estudiar entonces el dintel de un edificio de
Uxmal y halló una inscripción que juró más tarde haber
descifrado. Dijo que el monumento fue levantado para
conmemorar la destrucción de Mu, la legendaria Atlántida
del Pacífico. Nadie sabía entonces de la existencia de esa
tierra de Mu, pero las declaraciones de Le Plongeon servirían para que un inglés discípulo suyo las tomase por su
cuenta y elaborase una teoría paralela a la atlante. Pero
cuando se impuso esa teoría, su creador no era ya de este
mundo. Augustus Le Plongeon había regresado a Nueva
York en 1885 y ahí vivió hasta su muerte, acaecida en
1908, a la edad de ochenta y tres años.
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LOS SIGUIENTES EXPLORADORES
En su Relación de las cosas de Yucatán, fray Diego de
Landa se refirió brevemente a algo extraordinario que no
preocupó demasiado al abate Brasseur y a sus colegas,
seguros de que carecía de importancia. Grave error. Eran
los cenotes sagrados de Chichén Itzá. Y tampoco se interesó
nadie en un curioso fenómeno hidrológico que caracteriza
a la península de Yucatán. Otro grave error.
Casi todos eran sagrados
Yucatán es una extensa llanura de escasa elevación,
formada por un terreno calizo que permite a las aguas
pluviales de la estación veraniega -el resto del año es
tremendamente seco- filtrarse hasta detenerse en unas
capas impermeables profundas, ·donde quedan almacenadas.
Es decir, que son numerosos los pozos subterráneos en esta
península carente de ríos de curso normal que vayan a
verter sus aguas al mar o a una laguna.
En ciertos lugares, cuando se derrumba la bóveda que
sirve de techo a estos depósitos subterráneos de agua, quedan al descubierto unos pozos, anchos a veces de sesenta
metros. Los antiguos mayas de Yucatán, concedieron a estos
providenciales orificios el nombre de d'zonot, de donde
derivaría el actual término cenote. Y estos cenotes serían
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49
como oasis que surtían de vida a la población, además de
servir
algunos
para
menesteres
sagrados.
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Numerosas aglomeraciones humanas del antiguo Yucatán fueron construidas a un costado de estos pozos. Y
era natural que los sacrificios rituales se hicieran en honor
de Chaac, dios de la lluvia y del agua, para que siguiese
proveyendo del precioso líquido a sus fieles oradores. Se
han localizado cenotes sagrados en todos los centros ceremoni ales del pasado. Los ha habido en Chichén Itzá, Motul,
Yaxcabá, Xbekén, Kanchunup y Xcabún, entre otros muchos, además de los treinta de Mayapán.
En Chichén Itzá fueron dos los cenotes. Uno era el de
Xtoloc y surtía de agua potable a la población. El otro
era el sagrado y se encontraba al norte de la pirámide de
Kukulkán. A este segundo cenote arrojaban los sacerdotes
las víctimas escogidas, en tiempos. de sequía o cuando se
deseaba agradecer al dios sus favores. Y las víctimas consistían, por lo general, en adolescentes y niños, de uno u
otro sexo.
Acerca de estos sacrificios y de los cenotes sagrados
había escrito el tercer obispo de Mérida, y nadie le hizo
el menor caso hasta los primeros años del presente siglo.
Llegó entonces al lugar un individuo a darle la razón al
fraile y a otros contados cronistas españoles que describieron el lugar. Destacó entre ellos Diego Sarmiento de Figueroa, concejal madrileño llegado a Yucatán a pasar unas
vacaciones de las que resultarían
un breve texto sobre el
cenote.
La persona a que nos referimos consiguió demostrar
la verdad acerca de los sacrificios en el cenote. Y no lo
hizo basándose en simples conjeturas o en viejos escritos
o leyendas, sino aportando pruebas concretas.
Comenzó defendiendo a la Atlántida
Edward
51
Herbert
Thompson era
un joven
nacido
51
en
1856 en el estado de Massachusetts, apasionado por la arqueologia desde el da que ayudó de algún modo al británi-
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co Maudslay. Había leído, por supuesto, el libro de Diego
de Landa y deseaba viajar a Yucatán para probar que el
obispo no había dicho ningún embuste. Hurgaría en las
aguas cenagosas del cenote sagrado de Chichén Itzá y esperaba hallar pruebas suficientes, como serían restos humanos y ofrendas dejadas caer en el agua.
Lo ayudó en su empeño el Museo Peabody, de la Universidad de Harvard, de Cambridge, Mass. -seguramente
con la promesa de que el joven surtiría sus vitrinas con
piezas auténticas, como así sucedió-, e incluso logró que lo
nombrasen cónsul norteamericano en Mérida, para facilitar
su tarea. Y Thompson llegó consu esposa a Yucatán en 1885,
el mismo año que Le Plongeon se retiraba a la ciudad de
Nueva York.
Atrás habían quedado los días en que escribió un
sabroso reportaje sugiriendo que la misteriosa civilización
maya pudo haber nacido en la Atlántida. Por algo semejante, los sabios de Europa le habían retirado el saludo al
abate Brasseur de Bourbourg e insultado casi al doctor
Augustus Le Plongeon, Pero en Estados Unidos las cosas
no eran tan dramáticas desde que el senador Ignatius Donnelly (1831-1901) -quien
a punto estuvo de ocupar la vicepresidencia del país a pesar de haber querido demostrar
que Francis Bacon escribió las obras atribuidas a William
Shakespeare- produjo un libro voluminoso titulado Atlan­
tis, en el que afirmaba lo mismo. Y fue gracias al texto de
Thompson que resultó premiado con el viaje a Yucatán.
Siguiendo el ejemplo de Le Plongeon dedicó los primeros meses de su estancia a aprender la lengua maya,
con el objeto de escuchar de primera mano los relatos que
le harían los descendientes de aquellos seres extraordinarios. Viajó por todas partes, tomando notas, esperando el
momento de acercarse al cenote sagrado de Chichén Itzá.
Era Thompson un hombre sumamente paciente. Carecía de
53
53
la viva imaginación de sus ilustres predecesores y no sabía
interpretar lo que contemplaba.
O tal vez no lo deseaba,
54
54
Cubo cstocno
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• Zonas emueclóntces
• Ciudades actuales importantes
-,
1
I
\
Mapa de la región maya, seftalando lugares geográficos y
ruinas arqueológicas.
55
55
para no complicarse la existencia. Se limitaba a describir,
de manera metódica y efectiva, pero sumamente aburrida,
que debió agradar a sus patrocinadores de Massachusetts,
todo lo que veía.
Para tenerlos más contentos, no vaciló en preparar
moldes de varios edificios mayas, que serían exhibidos en
la Feria Precolombina, celebrada en 1893 en la ciudad de
Chicago. Gracias a su esfuerzo obtendría más fondos para
seguir adelante con sus trabajos de exploración.
Permaneció Thompson casi treinta años en Yucatán,
pero obtuvo menos material de valor que Le Plongeon en
la mitad de tiempo. Y nadie recordaría su nombre, habiendo transcurrido su vida tan monótona, dé no haber sido
el primero en dragar el cenote sagrado de Chichén Itzá.
En 1904 se encontraba ante el cenote, provisto del
equipo necesario para explorar el fondo. Tenía una draga
bastante primitiva a su disposición ·y contaba con la ase-./
soría técnica de un buzo amigo para descender al pozo.
Utilizaría primero la draga para hurgar en el agua verdosa,
veinte metros más abajo, después de lo cual descendería
él mismo.
Al principio, la draga subió únicamente troncos podridos, huesos de animales que cayeron al pozo por accidente
y lodo, mucho lodo maloliente. Sólo al cabo de varios días
de búsqueda incesante, subiendo y bajando la diminuta
draga, apareció en ésta el primer indicio. Era un par de
pastillas de copal, la resina utilizada por los mayas en las
ceremonias sagradas. Fue el primer paso, al que siguieron
cuchillos de obsidiana, copas de jade, joyas y objetos diversos relacionados con los sacrificios. Fueron rescatados
hasta un total de cuarenta y dos esqueletos. Ocho eran
femeninos, trece masculinos y el resto pertenecía a niños
menores de diez años.
A Thompson le pareció muy natural apropiarse de los
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objetos por él descubiertos. Y sin molestarse en pedir autorización a nadie, los embarcó rumbo al Museo Peabody,
54
54
igual que habían hecho otros arqueólogos para enriquecer
los museos extranjeros. No consideró el hombre de Massachusetts que los tiempos habían cambiado y que lo sucedido
con Le Plongeon debió servirle de aviso.
Las autoridades mexicanas se molestaron
con el arqueólogo. Exigieron la inmediata devolución de las piezas
-lo que jamás se hizo- e impusieron una multa a Thompson y le confiscaron lo que no había logrado mandar al
museo. El arqueólogo norteamericano, quien había pasado
tantos años recorriendo la región yucateca, se retiró a la
isla de Cuba y murió en ella en 1935, a la edad de setenta
y nueve años.
Pero no terminarían las aventuras mayas con la partida
de Thompson. Once años después de su muerte se hizo
otro hallazgo sensacional, esta vez en la selva del Petén,
a orillas del río Usumacinta.
El hombre que no quiso ir a la guerra
Cuando a Charles Frey le tocó en suerte ir a la guerra
a defender su patria, prefirió ser pacifista. Y para evitar
enojosas confrontaciones con la junta de reclutamiento se
dirigió a la selva centroamericana, para refugiarse entre
los lacandones. Se integró a la vida tribal y llegó a casarse
con una mujer lacandona.
Se dio cuenta un día que, de vez en cuando, se encontraba de pronto solo, rodeado de mujeres y niños de
la tribu. Todos los hombres habían desaparecido. ¿A dónde
habían ido? Frey insistió en saberlo, sin recibir respuesta.
En cierta ocasión, estando ebrio su cuñado, logró averiguarlo. Los hombres acudían dos veces al año a un templo
oculto en la selva, de muros pintados, hogar de los antiguos
dioses. Y aprovechando el estado en que se encontraba el
lacandón, Frey logró que lo condujesen al lugar. Sucedió
esto en 1946.
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Dos meses más tarde se presentó en el lugar Giles
56
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f{ealey, fotógrafo de profesión. Había estado algún tiempo
filmando las costumbres de los lacandones cuando se enteró de la existencia de un templo cuyos muros estaban
adornados con pinturas, y que un compatriota suyo acababa de visitarlo. No tuvo que tomar por esposa a ninguna
indígena. Le bastó con hacer unos cuantos regalos, inteligentemente repartidos.
Ni él ni Frey supieron qué nombre dar al templo
oculto en la selva. Fue Sylvanus G. Morley quien lo bautizaría algún tiempo después como Bonampak, que significa
"muros pintados", precisamente. Healey se hizo famoso
gracias al hallazgo. En cuanto a Frey, si existía una
maldición en torno al templo, la descargaron sobre él los
dioses. Murió ahogado tres años más tarde en las aguas
del río Lacantum.
En la actualidad mucha gente visita Bonampak tras
un corto vuelo en avioneta. Otras personas prefieren hacer
el viaje en automóvil,
Un camino de terracería une el
templo con Palenque, largo de casi doscientos kilómetros.
Pero hay que estar loco para visitar Bonampak en la
estación de lluvias.
No han ced·ido los peligros
en la selva
Seis años después de descubrirse Bonampak y sus murales se realizó en Palenque uno de los hallazgos arqueológicos más sorprendentes de la historia, solamente superado
por el de la tumba del faraón Tutankamon, en el valle
de los Reyes, sucedido en febrero de 1923. A este descubrimiento de Palenque se dedicará el siguiente capítulo,
una vez que se haya dado fin a esta primera parte sobre los
exploradores del territorio maya y a los peligros que han
acechado siempre a los arqueólogos de todos los tiempos.
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Explorar la jungla centroamericana en busca de vestigios mayas sigue resultando a veces una tarea ardua y
peligrosa, aunque se disponga de mejor equipo y mejores
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medios de transporte. No han desaparecido los insectos y
las alimañas de todos los tamaños, pero ha surgido un
nuevo peligro.
Se han dado cuenta los saqueadores de que las ruinas
mayas son un buen negocio y de que muchas piezas de
arte pueden venderse a muy buen precio. Se muestran
entonces dispuestos a matar a sangre fría a quienes se
atraviesen en su camino. Y para evitar problemas con
estos desalmados, los arqueólogos tienen que viajar a la
jungla provistos de armas, listos para disparar si es necesario defender su vida.
Fue lo que sucedió en fecha reciente con el arqueólogo
escocés Ian Graham, quien sorprendió a unos hombres
en la localidad de La Naya, en Guatemala, cuando cortaban
en fragmentos un monumento que se disponían a llevar
consigo. Se produjo una balacera de la que resultó muerto
el ayudante de Graham. Accidentes como éste son frecuentes, porque los saqueadores van armados y no vacilan en
disparara. Es imposible mantener una estrecha vigilancia
en una selva tan extensa. En especial la del Fetén ha sido
objeto de cuantiosos robos.
Pero la aventura más extraordinaria de cuantas han
tenido como escenario las tierras mayas fue una que tuvo
lugar al iniciarse la segunda mitad del presente siglo. Fue
única en su género, porque durante algún tiempo provocó
el
hallazgo
las
discusiones
más
enconadas.
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SUCEDIO EN EL TEMPLO DE LAS INSCRIPCIONES
"Creer firmemente en algo es impedir su desarro­
llo". Charles Fort.
En la ciudad de México murió en 1979, a la edad de
setenta y tres años, un notable arqueólogo que pese a
haberse cubierto de gloria un cuarto de siglo antes con el
más fabuloso de los descubrimientos, no había dejado de
enfurecerse en vida cada vez que le hicieron cierta pregunta: ¿no sería posible que el hallazgo en cuestión tuviera
que ver con la presencia, en nuestro planeta, de seres
venidos del espacio en otros tiempos?
Este arqueólogo se llamó Alberto Ruz Lhuillier y era
mexicano de origen francocubano, nacido en París en 1906..
Su nombre quedará para siempre ligado al templo de las
Inscripciones, localizado en Palenque, en cuyo interior encontró algo único, maravilloso. Resulta difícil creer que el
importante descubrimiento fuese realizado en fecha tan
reciente, habiendo sido explorado este centro sagrado más
acuciosamente que ningún otro maya. Esto permite suponer que, lo mismo Palenque que otros puntos de la región
dominada antaño por los mayas, ocultan aún enigmas
portentosos.
Cuando se hizo este descubrimiento, muchas personas
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pensaron, casi sin querer, en otra obra monumental y en.
los viejos textos y en las leyendas que han sido sus leales
compañeros. Se trata de la Gran Pirámide de Egipto.
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¿Hermana
mayor
del templo
de Palenque?
El cronista árabe El Hokim, quien fue casi contemporáneo del gran Harún al-Raschid, califa de Bagdad inmortalizado por las Mil y Una Noches, mencionó en un
escrito a ciertas estatuas y pinturas por él vistas en el
interior de la Gran Pirámide. Y lo mismo dirían El Qodai,
Abd el-Ramán y otros eruditos musulmanes de la época.
No hagamos demasiado caso a ninguno de ellos: eran unos
poetas a quienes no importaba echar mano de la imaginación si con ello ganaban en amenidad sus escritos.
Más dignas de crédito resultarían las palabras de Ibn
Khordabah, quien a fines del=slglo XIII describió
los
jeroglíficos que cubrían las cuatro caras del edificio. Si
alguien se tomase la molestia de transcribir sobre el papel
los jeroglíficos, decía este otro poeta aficionado a la arqueología, harían falta no menos de diez mil hojas.
No hay por qué dudar de estas palabras. Nada había
inventado su autor. Se limitaba a mencionar lo que tuvo
ocasión de admirar personalmente
durante la visita que
hizo al colosal monumento de piedra. Y el comentario de
Ibn Khordabah se repetiría años más tarde. Su paisano
Abdul el-Andalusi diría que la Gran Pirámide era algo
más que un simple amontonamiento de piedras.
Desafortunadamente, para 1395 habían desaparecido las
inscripciones que cubrían las cuatro caras. Cierto barón
de Anglure, quien visitó Egipto en ese año, declararía a
su regreso a Francia algo revelador: había visto a los
vecinos de El Cairo en el momento de desprender el revestimiento de la pirámide de Kefrén =-segunda en tamaño
de las que se yerguen en la meseta rocosa de Gizeh-, con
todo y sus jeroglíficos. Los iban a utilizar en la construcción de la suntuosa mezquita de Hassán. Para nada se
refirió el viajero al revestimiento de la pirámide de Keops.
Porque se lo habían llevado ya.
Otro ilustre cronista árabe de nombre Maqrizi, menos
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poeta que los anteriores, pero tal vez más realista, aludiría
en el siguiente siglo a los jeroglíficos de la Gran Pirámide
como cosa del pasado. Añadió que sus caras contuvieron,
alguna vez, unos dibujos sumamente extraños, acompañados de su correspondiente traducción. Pero de todo aquello
no quedaba ya la menor huella. No se atrevió Maqrizi a
acusar de vándalos a sus compatriotas, porque sentía gran
aprecio por su cabeza, pero expresó el deseo que algún
día. apareciesen fragmentos del revestimiento decorado con
curiosas inscripciones. Maqrizi no tuvo la fortuna de ver
cumplidos sus deseos. Las inscripciones egipcias se perdieron para siempre.
Quince siglos antes, un griego ilustre había escrito,
haciéndose eco de las informaciones
recibidas de unos
sacerdotes durante su visita al país de los faraones, algo
que sigue preocupando a los investigadores, y que buscaron
en el siglo pasado con empeño. En el Libro II de sus
Historias aludía Herodoto a una cámara subterránea que
se encontraría por debajo de la meseta de Gizeh, protegida
por unos canales llenos con agua del Nilo. Y en esta cámara hasta hoy inaccesible se hallaría la tumba del verdadero
constructor del monumento, el faraón cuyo cuerpo se conserva en perfecto estado, en espera de que llegue el rnomento de resucitar.
Unos tapones que debían oculta» algo
Por supuesto que en nada de esto pensaba el Dr. Ruz
en 1949, siendo director de exploraciones arqueológicas en
la zona maya, cuando encontrándose en la plataforma superior del templo de las Inscripciones le llamó algo la
atención. Había pasado desapercibido para quienes antes
que él visitaron aquel monumento de Palenque. Eran unas
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manchas, doce en total, de color ligeramente más oscuro
que el suelo.
No podían ser producto de la humedad, o del desgaste,
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o incluso del azar, pues eran todas perfectamente circulares
y estaban dispuestas en perfecto orden geométrico. El ar-
queólogo quiso averiguar si las manchas sirvieron como
adorno o si fueron dispuestas con alguna finalidad.
Tras un detenido examen de las manchas circulares y
del piso de la plataforma llegó a una conclusión: podían
ser la parte superior de unos tapones de piedra colocados
para sujetar algo. Emprendió entonces la tarea de quitarlos, con sumo cuidado. Una vez realizada esta operación pudo levantar una losa que había permanecido intocada durante más de diez siglos. El Dr. Ruz había dado el primer
paso para desentrañar el enigma que ocultaba el templo de
las Inscripciones.
Bajo la apertura apareció una escalinata que se internaba hacia el fondo del edificio. Los peldaños. estaban
cubiertos de escombros que hubo que quitar delicadamente,
para no maltratar nada y realizar más tarde el descenso
sin. tropiezos; Fueron veintitrés los peldaños que se limpiaron aquel año, lo que da fe de la escrupulosidad de
Ruz. Estas operaciones, que entrañaban la preparación
de un catálogo de cuanto aparecía, se realizaba con mayor
lentitud que en otros tiempos, cuando los aficionados a la
arqueología causaban más destrozos que beneficios. Para
julio de 1950 eran ya cuarenta y seis los peldaños descubiertos, y otros trece se limpiaron el siguiente año. En
mayo de 1951, Alberto Ruz y sus colaboradores llegaron
a un pequeño rellano, situado a tres metros sobre el nivel
de la contigua plaza.
Aparte limpiar el rellano y descubrir unos curiosos
canales de ventilación que recordaban a los ·de la Gran
Pirámide, hallados por casualidad en 1872 por un tal Wayman Dixon, norteamericano aficionado a la egiptología,
nada
digno
de
mención
se hizo
en
1951.
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Recordaba
a la gesta de Howard
Carter
Quienes estudian con exagerada seriedad las culturas
prehispánicas niegan cualquier semejanza de las antiguas
pirámides mayas y mexicanas con las egipcias. Y afirman
que toda analogía que pueda presentarse será una simple
coincidencia, de la que será únicamente culpable la casualidad.
Así, no vacilan en quitarle importancia al hecho de que
en la Gran Pirámide exista una cámara subterránea llamada del Caos, que nadie sabe si sirvió alguna vez para
algo. Y, por supuesto, jamás pudieron pensar que el templo
de las Inscripciones, en Palenque, encerrara un pasaje
hasta entonces desconocido.
Cuando en 1952 se reinició la exploración de la escalinata, no dejaron de observar los arqueólogos que cambiaba
ésta de sentido -igual que sucedía en la Gran Pirámidepara internarse en dirección al eje central de la construcción. Descendieron algunos peldaños más, y en el mes de
mayo caminaron por un corto corredor al final del cual
un muro de piedra les cerraba el paso. Una vez superado
este obstáculo se encontraron Ruz y sus compañeros con
un tapón de piedra y cal. Cedió fácilmente.
Cuando pasaron por el orificio, en un gesto que recuerda al de Lord Carnarvon y Howard Carter franqueando
el último muro que los separaba de la cámara funeraria
de Tutankamon, ignoraban qué sorpresas les reservaba el
otro lado. ¿Resultaría también de la violación del lugar
sagrado una serie de muertes misteriosas semejantes a las
de la famosa maldición faraónica?
Ruz y sus colaboradores se encontraron en el interior
de una cámara, aparentemente funeraria. Al fondo, la luz
de las linternas les permitió apreciar otra losa vertical.
Pero ésta era de forma triangular y de gran tamaño. El
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lugar estaba surcado de estalactitas, como si fuese una
cueva natural, para dar al espectáculo un aspecto todavía
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más fantástico. Y entonces, al bajar el haz luminoso, se
ofreció una visión increíble.
Vieron los arqueólogos seis esqueletos, teñidos de color
rojo, que parecían pertenecer a adolescentes, según reveló
una primera ojeada. Las deformaciones en el cráneo y las
incrustaciones en los dientes indicaban que aquellos seres
pertenecieron en vida a la aristocracia maya. Un examen
más detenido identificaría a cinco varones y a una hembra,
sacrificados antes .de cumplir los veinte años de edad.
¿Desde cuánto tiempo se encontraban en la cámara los
restos de los seis nobles mayas? ¿Por qué fueron sacrificados en aquel lugar? Los investigadores se hicieron estas
dos preguntas, pero prefirieron contestarlas más tarde.
Ahora debían proseguir con la tarea. El 15 de junio de
1952 atacaron la losa triangular y lograron moverla de su
sitio y penetrar por el espacio libre.
Descubrieron entonces algo único, que demostraría al
mundo en qué había consistido en realidad aquel templo
piramidal perdido en la jungla de Chiapas y que a tantos
curiosos había atraído en el pasado y en el presente: ¡era
una tumba maravillosa!
El misterio se complica aún más
Los arqueólogos se encontraban en el interior de una
segunda cámara, hundida dos metros bajo el nivel del
templo. Era de forma rectangular y sus medidas. eran unos
cuatro metros de ancho por nueve de largo. Y los muros
del lado más largo se estrechaban hasta unirse en lo alto,
formando una bóveda ojival.
Tal vez pensaron Ruiz y sus colaboradores, sin darse
cuenta de ello, en las catedrales góticas, que en los tiempos
en que fue construido el templo de las Inscripciones no
comenzaban todavía a surgir en el viejo continente. O
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acaso recordaron algunos arcos hallados en Uxmal y en
otros lugares de la región maya, que poseían muy curiosas
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semejanzas con el arco de Atreo, en la Micenas gobernada
por el rey Agamenón.
Tanto debió sorprender a aquellos científicos el maravilloso lugar, y la forma de los muros, que no cayeron en
un principio en la cuenta de que estaban cubiertos con
extraños dibujos: eran nueve individuos con aspecto de
sacerdotes. Tres estaban sentados y seis erguidos, y todos
portaban en una mano un bastón de mando con figura de
serpiente rígida de extraordinaria cabeza. Y en la otra
mano sujetaban un escudo solar. Si los arqueólogos se
encontraban en la parte medular de lo que debió ser un
edificio real, podían suponer que los individuos pintados
fueron los nueve soberanos que reinaron en Palenque y
que el décimo se encontraba cerca de ellos, en la tumba.
Porque no había duda en cuanto a que la cámara, subterránea era una tumba.
Contemplaron entonces en el suelo una mesa de piedra
de grandes dimensiones: tenía un metro de altura, algo
más de tres de longitud y dos de anchura. Y la parte
superior de la mesa estaba cubierta con una losa, también
de piedra, de casi un pie de grosor, esculpida en toda su
superficie con unos dibujos que no tardarían en provocar
muy serias polémicas entre los arqueólogos y científicos
del mundo entero.
Los dibujos de la losa representaban a un ser humano.
No había duda de que se trataba de una enorme lápida
cubriendo un sarcófago, y que debajo de la losa por fuerza
debían reposar los restos de un ser humano. Así que, el
siguiente paso tendría que ser levantar la losa y descubrir
lo que ocultaba. Hallar la momia del faraón Tutankamon
había sido el motor que movió a Carter a hurgar durante
varios años el valle de los Reyes. Resolver el enigma del
sarcófago de Palenque resultada mucho más sencillo, pensaron Alberto Ruz y los suyos. Pero estaban en un error.
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Porque al abrir la tapa del sarcófago sucedió lo mismo
que con la caja de la mitología griega, que al ser abierta
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por Pandora difundió por todas partes las calamidades
que siguen estremeciendo a la humanidad. Algo semejante
tuvo lugar entonces: del interior de la tumba de Palenque
brotaron los gérmenes de una severa discusión que no ha
dejado de enfurecer a los sabios de buena fe que en el
mundo existen.
No fue sencillo levantar la losa, porque pesaba cinco
toneladas, y era tan reducido el espacio que no permitía
introducir grúas para hacer más liviana la maniobra. Se
logró alzar la piedra y apareció otra de menor tamaño,
desprovista de adornos. Era la única barrera que separaba
a los arqueólogos de la solución del enigma.
¿Quién era aquel extraño individuo?
Vieron un hueco pintado de rojo, color que pertenece
al oriente, donde nace el divino Sol, y en su interior un
esqueleto, perteneciente al sexo masculino, que a la hora
de su muerte debió ser envuelto en un sudario -según
era también costumbre en Oriente- de color rojo, del que
no quedaba el menor rastro. Los huesos habían absorbido
el tinte del tejido y aparecían pintados de rojo. En torno
al cráneo -en .muy mal estado, como el resto de los huesos,
debido sin duda al tiempo transcurrido y al clima húmedo
de la región- había una diadema de jade y complicadas
orejeras. Estaba cubierto el rostro con una máscara hecha
con fragmentos de jade, provista de ojos de jade y pupilas
de obsidiana.
Adornaba el cuerpo un pectoral y tenía collares de
cuentas de jade, un brazalete en cada muñeca y un anillo
de jade en cada dedo de la mano. Encontraron en su boca
un grano de jade, con el cual aseguraría el difunto el
sustento en su viaje al más allá, de acuerdo con una cos-
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tumbre practicada por numerosos pueblos de la antigüedad,
los egipcios entre ellos. Y debajo de cada pie había una
bolita de jade. Se ignora para qué pudo servir. El hombre
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inhumado en la parte inferior del templo, que dispuso
para él solo de un enorme sarcófago, tan grande espacio
y la compañía de seis adolescentes sacrificados, debió ser
un personaje importante.
Como era de esperar, el hallazgo provocó de inmediato
todo género de preguntas. ¿En qué momento de la historia
fue enterrado aquel ser en las profundidades del templo
de las Inscripciones? ¿Cómo se llamó en vida el difunto?
¿Fue construido el edificio en torno a la sepultura, como
se supone que sucedió en las pirámides egipcias? ¿Fue el
huésped de la tumba un distinguido sacerdote, un soberano,
un ilustre visitante o un distinguido miembro de la nobleza
local?
Los arqueólogos determinaron que la tumba debió
pertenecer al siglo VII de nuestra era, y que el ser enterrado en ella era el mismo que mi artista anónimo esculpió
en la lápida: un gobernante o un sacerdote de cuyo vientre
surgía un árbol de la vida ascendiendo hacia el cielo, y
y que reposaba sobre los cuatro símbolos de la fertilidad.
Se presentaron ciertas dudas en cuanto al sexo del
personaje. Se dijo que no era hombre, sino sacerdotisa,
porque solamente una mujer puede colocar los pies extendidos como danzarina, tal como hace la figura central
de la lápida. Pero resultó que los huesos de la tumba eran
masculinos. ¿Cómo explicar esta anomalía?
En todo el mundo se discutía acerca de estos detalles
cuando apareció en escena un científico soviético llamado
Alexander Kazantzev, quien había dicho ya cosas tremendas. Había afirmado que la explosión de Siberia de 1908
no fue causada por un enorme meteorito estrellándose en
la Tugunska, sino por la explosión de un navío extraterrestre impulsado por energía termonuclear. Y añadió que
Sodoma y Gomorra, las dos ciudades mencionadas en la
Biblia, fueron igualmente destruidas por los efectos de
una bomba atómica.
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Llegó el ruso a lanzar una teoría tan apasionante co-
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mo revolucionaria, que sumió a Alberto Ruz en un estado
de indignación crónica de la que a duras penas lograría
recuperarse. Pero volvía a cobrar fuerza cada vez que
alguien mencionaba en su cara las palabras del sabio soviético
...
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¿DE VERDAD ERA UN ASTRONAUTA?
Es preciso conceder a Kazantzev -científico
de fama
mundial y no un simple aficionado, como pudiera creer
erróneamente el lectorel mérito y el valor de haber
sido el primero en sugerirlo: la lápida de Palenque reproduce la figura de un piloto extraterrestre en el interior
de su navío espacial, en el momento de despegar. Sin
embargo, y en honor a la verdad, es preciso reconocer que
existe una duda razonable al considerar tal afirmación: a
pesar de haber sido esculpida la losa con tanto esmero,
no reprodujo el artista en todos sus detalles la cabina con
el piloto, sino de manera artísticamente
estilizada. Que
puede decir muchas cosas y puede no decir nada.
La cruz esculpida en la piedra no representa a los
cuatro puntos cardinales, ni representa a una ceiba, árbol
sagrado cuyas raíces se internan en el infierno, el tronco
en esta vida y las ramas en el cielo, afirmaría el ruso al
hacer su histórica revelación. Ni son flores de maíz, caracoles marinos o símbolos fálicos los elementos presentes
en la lápida. Ni hay tampoco sacerdote en postura mística
en su viaje al cielo, donde lo espera el ave quetzal. La
realidad, según él, es otra.
Una postura altamente significativa
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Al contemplar por primera vez una reproducción de
la lápida, llamó a Kazantzev la atención algo de verdad cu-
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rioso. La postura adoptada por el personaje central era
similar a la que presenta en la actualidad un astronauta
cualquiera, sea soviético o norteamericano, en el centro de
su cápsula espacial. ¿Por qué? Porque es la más adecuada
para resistir la gigantesca aceleración inicial del cohete al
ser lanzado en sentido vertical rumbo al espacio.
Y haría énfasis en otros detalles igualmente significativos de la lápida. Flotan en el aire los cabellos del presunto piloto, consecuencia lógica de la falta de gravedad
que caracteriza a los navíos en vuelos por el cosmos. Por
otra parte, el personaje esculpido semeja, más que mujer
con los pies extendidos como si danzara, un ser que flota
ingrávido en el espacio.
Frente a su nariz puede contemplarse un pequeño objeto acerca de cuya utilidad nadie había puesto nada en
claro. Para Kazantzev se trata de un dibujo superestilizado
---'Como todo lo que se observa en la lápidade la mascarilla de oxígeno que sirve para respirar, a los astronautas
de hoy y de todos los tiempos.
En apoyo de esta asombrosa teoría acudieron muy
pronto investigadores del fenómeno OVNI. Dos de ellos,
los franceses Guy Tarade y André Millou, no vacilaron en
declarar que el individuo en cuestión porta un casco de
piloto espacial y que si dirige la mirada hacia la punta
de la nave no es para contemplar al quetzal, sino porque
desea ver el rumbo que sigue el vuelo. Al mismo tiempo,
sus manos adoptan la posición que caracteriza al astronauta manejando los irlstrumentos del tablero. El quetzal
que se aprecia en la parte superior, ¿simboliza al espacio
a donde se dirige la nave que despegó? ¿No recuerda. este
nombre al Quetzalcóatl de la leyenda, quien a bordo de
una nave llameante regresó un día al lugar por donde asoma el sol en las mañanas?
Al frente y a ambos costados del piloto hay dispuestos
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tres receptores de energía solar, así como tres series de
condensadores. Y el motor de la nave se divide en cuatro
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Dibujo que aparece en la tumba oculta en las profwtdidades
del templo de las Inscripciones, en Palenque.
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partes. Está, en primer lugar, el sistema de propulsión bajo
el asiento ocupado por el piloto, así como más abajo se
encuentran las dos toberas de escape, perfectamente identificadas, igual que sucede con las llamas lanzadas por sus
extremos.
Podría añadirse a lo anterior otra afirmación hecha
por Tarade y Millou: los jeroglíficos que rodean a la lápida
contienen un mensaje de las estrellas, que no ha podido ser
todavía descifrado, relacionado estrechamente con las condiciones de manejo de la astronave. Y, en apoyo de su
teoría, basta con leer el Popol Vuh. Afirmaban los dos
franceses que se menciona en el libro sagrado a una civilización llegada al lugar por la vía aérea.
Finalmente, el ingeniero norteamericano Hugh Harleston realizó un estudio concienzudo de los detalles observados en la lápida. Y en marzo de 1969 presentó a la
NASA un informe en el cual señalaba dieciocho semejanzas notables halladas por él entre una cápsula espacial
moderna y el supuesto navío presente en la lápida del templo de las Inscripciones. Estas semejanzas observadas por
Harleston incluían, además de las mencionadas, el cinturón de seguridad, el tablero de instrumentos, el micrófono
y otros elementos de menor importancia.
Ahora bien, si tantos investigadores insistieron en años
pasados -aunque parecen haber olvidado ya el asunto- en
declarar que el personaje. de Palenque es un ser extraterrestre al mando de un navío espacial, ¿de quién eran entonces los restos descubiertos bajo la pesada losa de piedra?
¿A qué raza desconocida pertenecía?
Ni Guy Tarade ni André Millou se mordieron la lengua al declarar en libros y artículos que los restos humanos pertenecían a un ser extraterrestre que vivió entre los
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mayas y fue considerado por éstos como un dios. A cambio
de esto, el historiador francés Pierre Honoré, autor de un
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interesante libro sobre los dioses blancos llegados al continente americano, sugería que el difunto pudo haber sido
Kukulkán, equivalente maya del Quetzalcóatl tolteca llegado al México prehispánico en circunstancias aún no aclaradas. La historiadora norteamericana
Constante Irwin,
que había investigado igualmente el origen del culto a
Quetzalcóatl, coincidiría con Honoré. ¿En qué se basaban
unos y otros para suponer que el huésped de Palenque era
diferente de los mayas?
En el estudio de los restos, por supuesto. Ya había impresionado la estatura del personaje al Dr. Ruz, quien observó que era superior en veinte centímetros a la media
de los mayas. Y se ocuparon de estudiar el esqueleto a
continuación los antropólogos mexicanos Eusebio G. Dá-
valos y Arturo Romano. Echaron mano de la cinta métrica
y confirmaron la apreciación de Ruz: el sujeto debió poseer en vida una estatura de l. 73 metros. ¿Quería esto
decir que sufrió en vida un gigantismo de origen glandular? ¿Acaso pertenecía a una raza que no era la indígena?
También llamó la atención a los dos científicos el deplorable estado de los huesos, pero no le concedieron demasiada importancia. Lo atribuyeron -a la acción de la
intensa humedad que reina en la jungla chiapaneca, que
todo lo corroe y todo lo destruye. Sin embargo, se atrevieron a determinar la edad a que murió el personaje: oscilaba entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años. Pero
les fue imposible fijar las causas de su muerte.
Más tarde, unos técnicos norteamericanos -después de
todo, en algo habían colaborado en el hallazgo de Palenque- realizaron un estudio exhaustivo de los huesos, provistos de mejor equipo que los mexicanos. Jamás dieron
a conocer sus conclusiones al público interesado en el
enigma. ¿Determinaron acaso, por la técnica del carbono
14 o por otra igualmente precisa, la época exacta en que
falleció el desconocido,y fueron a descubrir que no coincidía con el 680, aproximadamente? Porque fue éste, según
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los arqueólogos, el año en que se construyó el templo de
las Inscripciones.
Para entonces eran ya del dominio público algunas
rarezas observadas en el maltratado esqueleto, que venían
a revelar algo sencillamente increíble. Para empezar, ni
una sola pieza de su dentadura presentaba las mutilaciones
e incrustaciones propias de la nobleza maya. En cuanto a
deformación del cráneo, igualmente practicada entre los
nobles mayas, no logró ser cabalmente apreciada en el
huésped de la tumba, en razón de su pésimo estado. Pero
se tuvo la impresión de que jamás se le practicó.
Tampoco se informó sobre el hallazgo de cabellos. Es
bien sabido que, cuando la materia orgánica se destruye,
persisten los cabellos durante un largo tiempo. Así sucedió con las momias halladas en las cuevas de Paracas, en
el sur de Perú, cerca del mar. Pertenecían a varios nobles
incas, y eran sus cabellos rojizos.
Dudas sobre la fecha de su inhumación
Así sucedió también con un buen número de momias
de faraones y altos dignatarios de la corte egipcia, perfectamente bien conservadas a pesar de los cuarenta siglos
o más transcurridos desde su inhumación. Las cabezas
de Ramsés II, de Sesostris, del joven Tutankamon y de
su cercana familiar la reina Tyi conservaban todavía los
cabellos rojizos al ser hallados sus restos.
Pero las cuevas de Paracas se encuentran en una región desértica y seca, y esto mismo puede decirse de
Egipto, cuyo clima es el mejor aliado para conservar casi
indefinidamente los cuerpos momificados. Por el contrario,
Palenque se encuentra en una región tan húmeda como
excesivamente cálida, cubierta por la selva. Es natural que
la materia orgánica se descomponga mucho más aprisa que
en las tierras del Nilo.
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Resulta curioso observar que las deformaciones era-
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neanas fuesen apreciadas a simple vista en los seis adolescentes sacrificados, mientras nada pudo afirmarse acerca del huésped principal de la tumba, aparte algo tan
obvio corno era su superior estatura. ¿No era lógico pensar
que su permanencia en una cámara interior, tan bien protegida, donde el cuerpo estaría más al abrigo de los agentes
exteriores, protegería sus huesos mucho mejor que a los
adolescentes de la recámara?
Al llegar a este punto de nuestra historia, casi sin
darnos cuenta, como si fuera una consecuencia lógica de
cuanto se dijo hasta ahora, nos veremos obligados a llegar
a algo asombroso: si los restos del hombre de Palenque
-no hay dudas en cuanto a su sexose encontraban en
tan mal estado, contrastando con el aspecto mucho menos
deteriorado de los adolescentes, ¿qué quiere esto decir?
¿No podría significar que, así como los seis jóvenes fueron
sacrificados en ocasión de ser construido el templo de las
Inscripciones, el huésped principal se encontraba enterrado
en el lugar desde hacía muchísimo más tiempo?
Por supuesto que después de esta pregunta vendrían
otras dos igualmente inquietantes. Una sería saber si era
normal que se sacrificase a jóvenes en fechas sucesivas,
junto a una misma tumba, igual que en la actualidad se
quitan las ofrendas florales marchitas de una lápida para
sustituirlas por otras recién compradas. La otra pregunta,
más importante, sería conocer la identidad del hombre enterrado en las profundidades del templo.
¿Qué opinan los textos de arqueología?
Los arqueólogos contestan a la primera pregunta: los
sacrificios se hacían todos al mismo tiempo y no escalonados. En cuanto a la segunda, afirman lo siguiente: el
difunto se llamó, de acuerdo con la lectura de un glifo, Pacal, palabra que significa Escudo.Se fijó su nacimiento en el
año 603 y reinó desde el 615 hasta su muerte a la edad
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76
de ochenta años. Esto fue lo que decidieron algunos arqueólogos norteamericanos, pero el Dr. Ruz no estuvo de
acuerdo: el examen de los restos había revelado que el
individuo falleció a la edad de cuarenta años, o un poco
más. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Acaso el ser que reposaba
en el sarcófago nada tenía que ver con Pacal? ¿Dónde se
encontraba, en tal caso, la tumba de Pacal?
También se ha dicho que este Pacal representado en
la lápida tuvo muy posiblemente un defecto en el dedo
gordo del pie izquierdo, ese mismo que se ve extendido
en la lápida de manera tan poco natural. Era una tara
congénita que recibió de su madre la reina Zac Kuk
-nombre que parece coreano-, regente del trono de 612
a 615 que sucedió a otra mujer, Kan Ik, quien reinó de
583 a 604. A la muerte de la primera lo sucedió su hijo
Pacal. También sospechan los arqueólogos que Pacal tomó
por esposa a su hermana Ahpo Hel, costumbre harto censurable: además de ser causa las uniones consanguíneas del
empobrecimiento de la sangre, por ·muy real que sea, recuerda los incestos tan frecuentes en Egipto y en el imperio
inca, que también fueron cosa normal entre los mixtecos.
Tampoco existe unanimidad de criterios al referirse al sucesor de este Pacal. Unos dicen que fue Chan Balún, quien
ascendió al trono en el año 684, mientras otros afirman que
a la muerte de Pacal lo sucedió en el 702 su segundo hijo
Kan-Xul.
La mayor parte de los arqueólogos están de acuerdo
en que Pacal fue enterrado en el sarcófago y que es también
el ser representado en la lápida, a pesar de que sus afirmaciones están plagadas de contradicciones. Quienes no
aceptan esta versión declaran lo siguiente: el ser esculpido
en la lápida posee facciones mayas, mientras el hombre
yacente en la tumba nada tiene de indígena. ¿Cómo explicar esta anomalía, este misterio aparentemente sin solución? ¿Acaso eran ambas personas completamente diferentes, sin ninguna relación que las uniera?
74
Se pretende aclarar el enigma
Muy bien pudo suceder que el artista autor de la figura esculpida en la piedra jamás tuvo ocasión de conocer
personalmente a su modelo. Tuvo que realizar el trabajo
siguiendo las indicaciones que le proporcionaron muy
amablemente los sacerdotes, y guiándose en parte por su
concepto de lo que debía ser un miembro de la realeza.
Si las facciones de este personaje resultaron mayas, ¿fue
porque sólo aristócratas mayas tuvo ocasión de conocer
el escultor?
En la década de los veinte, el novelista español Vicente
Blasco Ibáñez observó algo tan curioso como divertido a
su llegada a la capital del Japón, poco después del espantoso terremoto de 1923, y así lo dejó escrito en su libro
La vuelta al mundo de un novelista. Decía que llamó su
atención ver grandes carteles en los cines de Tokio, anunciando las películas de los actores norteamericanos de moda: Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Rodolfo Valentino
o Charles Chaplin. Las famosas estrellas del cine mudo
aparecían con los ojos rasgados y una expresión inconfundiblemente oriental en el rostro. El mismo fenómeno se
produciría medio siglo más tarde en Vietnam del Sur,
cuando los cines de la capital Saigón proyectaban películas
de Hollywood.
Si los artistas japoneses y vietnamitas dibujaron con
rasgos orientales a personas de su misma época, a pesar
de disponer de fotografías para copiar con mayor fidelidad
su fisonomía, ¿acaso no está permitido suponer que, con
mayor razón, el artista anónimo de Palenque, que careció
de modelo, iba a grabar en la piedra con rasgos indígenas
a quien fue un gran señor, según le habían informado sus
patrones?
Esta sería una de las muchas contradicciones observadas al contemplar la figura del hombre de Palenque, que
si pudieran ser aclaradas, siquiera en parte, ayudarían a
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trazar un cuadro de su personalidad
la realidad.
más de acuerdo
con
Diferencias que conducen a algo positivo
Podría resumirse lo anterior diciendo, para empezar,
que el personaje esculpido en la lápida de Palenque fue
un sacerdote maya, o tal vez un soberano de nombre Pacal,
quien murió hacia el año 683 de la era cristiana y que lo
aquejaba una curiosa deformación física, que no correspondía con el examen de sus restos. También se sugirió
la posibilidad de que el personaje de la lápida fue una
sacerdotisa, porque algunos arqueólogos pensaron que solamente una mujer es capaz de mantener el pie estirado
sin perder gracia o elegancia.
En· tercer lugar, algunos investigadores encabezados
•por el soviético Alexander Kazantzev afirmaron que el
bajorrelieve representaría a un piloto espacial a bordo de
una cápsula de origen extraterrestre. Pero el dibujo podría
aplicarse también, de acuerdo con los científicos conservadores, a una interpretación mística: el momento de ascender al cielo el alma de un soberano difunto.
Por último, está el aspecto que ofrecen los restos de
los seis adolescentes de la antecámara, que contrasta poderosamente con el de los huesos del huésped de la cámara
funeraria central. Las únicas deformaciones craneanas y
mutilaciones dentales aparecieron en los seis sacrificados.
Nada de esto pudo apreciarse en el huésped solitario, cuyos
huesos se hallaron en pésimo estado, como si hubiesen
permanecido más tiempo en el lugar. .
Estas consideraciones nos permitirán dar el siguiente
·paso, que nos conducirá a una curiosa leyenda que existía
en tierras chiapanecas desde mucho antes de llegar a estos
lugares los conquistadores españoles.
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HISTORIA DE UN NOTABLE PERSONAJE
Todavía en 1691 seguían los indígenas adorando en
varios lugares cercanos a San Cristóbal de las Casas, en el
mayor de los sigilos, a una misteriosa divinidad. De acuerdo con la tradición era conocido el dios desde unos diez
a doce siglos antes del arribo de los españoles, o desde un
milenio antes de la era cristiana, no se sabe bien. Y en
la actualidad tampoco se han puesto de acuerdo en ·su
antigüedad los historiadores contemporáneos. Es más, jamás han querido prestar mucha atención a esa entidad
netamente local.
Desde su arribo a la que sería por ellos llamada Nueva
España, los frailes intentaron eliminar de raíz toda clase
de cultos paganos que atentasen contra la religión católica,
que era la buena. Además, derribaron monumentos de incalculable valor y quemaron textos que pudiesen contener
elementos diabólicos contrarios al dogma.
Pero, con tanto luchar en los primeros tiempos contra
los falsos dioses más relevantes, se olvidaron de uno de
menor cuantía, que iba a pasar desapercibido largo tiempo.
Se sabe aún poco de él, todo confuso
En ese aciago año del. Señor de 1691, el obispo de la
que sería San Cristóbal
se llamaba todavía Ciudad
Real, fray Francisco Núñez de la Vega (1632-1706),descubrió que la herejía no había logrado ser totalmente erra-
y
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dicada en la región. Los indios descreídos seguían muy
tercos, rindiendo culto a una divinidad que no figuraba en
el catálogo oficial de santos reconocidos por la Santa Madre
Iglesia y que, por lo tanto, no podía ser buena. Ordenó
acabar de una vez por todas con el culto a aquel dios Votán
casi desconocido -tal
era su nombre-, pero antes de
liquidarlo quiso averiguar en qué consistía.
Unos ochenta años más tarde, ese mismo fray Ramón
de Ordóñez y Aguilar, provisor -algo así como el delegado
del obispo- de la catedral de Ciudad Real que protagonizó
el primer viaje a Palenque, aludiría también al dios Votán, cuyo recuerdo no había logrado borrar el ilustre
obispo N úñez de la Vega, nacido en Cartagena de Indias
y que perteneció a la orden dominica, como fray Cristóbal de
las Casas. Declaró el provisor que no sólo había sobrevivido
aquel curioso culto hasta los tiempos del señor obispo,
sino también un texto escrito en lengua quiché por el
misterioso personaje. Y, a pesar de su furor antipagano,
sintió el religioso gran curiosidad por el insólito Votán y
copió algunos fragmentos de la obra, antes de tirarla al
fuego que todo lo purifica.
Se vino a saber que Votán fue originario de la lejana
tierra de Chivim y que llegó a Yucatán después de hacer
una corta escala en la "morada de los Trece" -que Núñez
de la Vega pensó si no serían las Canarias, a pesar de
estar formadas por sólo siete islas amén de un corto número de islotesy de detenerse en una enorme isla del
mar Caribe, que quiso identificar con Cuba.
No debió costar ningún trabajo al viajero alcanzar la
costa de Yucatán y bordear la orilla occidental hasta llegar
a la laguna de Términos, en Campeche. La distancia que
separa a Cuba del Cabo Catoche, en la tierra firme, no es
grande: unos 180 kilómetros. Cuenta Berna! Díaz del Castillo que cuando desembarcó en Yucatán, con varios com78
78
pañeros, antes de seguir a Hernán Cortés en la Conquista,
encontró una mujer que hablaba el idioma de Cuba. Y este
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79
idioma le resultaba familiar. Explicó la indígena que era
de Jamaica y que, habiendo salido a pescar con unos
hombres, una tormenta los empujó hasta el continente.
Aquel individuo llegado de la desconocida Chivím se
internó por el Usumacinta, río arriba, y llegó al lugar
donde fundó la que sería conocida como Otulum, a orillas
del río de igual nombre, que los españoles llamarían más
tarde Palenque. En el texto perdido se describía a Votán
y a sus compañeros como hombres barbudos y de superior
estatura, vestidos con largas túnicas. Y añadía que los indígenas tzeltales entregaron sus hijas más hermosas a los
forasteros, para conocerlas en el sentido bíblico. Esto mismo explica el Génesis que sucedió con las hijas de los
hombres.
No aclaraba el texto destruido con qué caracteres redactó Votán su texto y si fue en el idioma quiché, el tzeltal
o cualquier otro. Pero sí manifestaba que la palabra Votán
significaba "serpiente", y también "corazón", sin especificar tampoco en qué lengua. Y decía también que el hombre
fue igualmente conocido como Tzequil por los indígenas
del Soconusco.
A cambio de esto se refería a los lugares por donde
pasó el forastero, uno de los cuales sería Huehuetán. En
esta población, a orillas del río del mismo nombre que
nace en Guatemala y vierte sus aguas en el Océano Pacífico,
vivió algún tiempo. Construyó una casa y vivió en compañía de siete familias. Añadía el texto que Votán regresó cuatro veces a su patria, a la que se refirió como
Valum Chivim. En uno de esos viajes llegó del norte
y pasó por Cholula, donde vio la enorme pirámide construida por los toltecas y que la leyenda confundió con
la Torre de Babel.
Diversas opiniones en torno a un hombre
80
Opinaba fray Ramón
que la gente
de Valum
Chivim
81
-que jamás se detuvo a pensar si sería un nombre genuino
o una amable invención o una deformación del originalformaba el pueblo de los heveos, descendientes de Heth,
hijo de Canaán y nieto del patriarca Noé. Informa el texto
bíblico, si acudimos a él en busca de información, que
este individuo Heth fue expulsado de Fenicia -es decir,
de Canaánpoco antes de producirse el éxodo bíblico
dirigido por Moisés y que zarpó del puerto fenicio. de Tiro,
acompañado de un puñado de seguidores, hacia el año
1447 a. C. Y se añade que Jehová ordenó a Moisés y a los
hebreos no tener relaciones con esos heveos, quién sabe
por qué razones.
¿Se apegaba a la verdad esta historia del arribo de
Votán a tierras chiapanecas? ¿Derivaba de alguna antigua
leyenda mal traducida y peor comprendida, o resultó sencillo echar mano de ella para utilizarla alguien en su
provecho? ¿Hasta qué punto pertenece parte de la historia
a la intervención de los primeros frailes? Que Votán llegase de Cholula resulta verosímil, así como que vio la
pirámide en construcción -lo cual nos daría una idea
acerca de su llegada al Soconusco-, pero es probable que
el añadido de la Torre de Babel que se vero en seguida
fue producto de la intervención frailuna.
Unos indios quichés de Guatemala habían declarado
en 1554 al padre Dionisio Chonay que sus antepasados
descendían de las diez tribus judías sometidas por el rey
Salmanasar -debían
referirse al segundo del nombre,
quien reinó del 860 al 825 a. C.- y que lograron huir por
mar. Incluso se atrevieron a firmar los nativos, en un escrito que tiene fecha 28 de septiembre del mismo 1554,
que aquella gente llegó de Givan Tulan, ciudad cercana
a Babilonia.
¿De dónde sacaron aquellos quichés supuestamente
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iletrados los nombres de Salmanasar, Givan Tulum -que
tanto se asemeja a la capital de los toltecas- y de las diez
tribus perdidas? Se ignora. Pero, a cambio de esto, puede
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afirmarse que fue basándose en estas y otras declaraciones,
hechas acaso al azar, que surgieron diversas conjeturas
muy curiosas, que serían aceptadas por quienes han defendido la teoría difusionista.
Así, el religioso mexicano Francisco Javier Clavijero
(1731-1786),autor de una documentada Historia antigua
de México, aportaría su pequeña contribución para ayudar
a desorientar a quienes quisieran poner orden en este
tema. Votán, decía, fue nieto del hombre que construyó
el arca bíblica y salvó la vida en el Diluvio Universal. Fue
uno de los arquitectos de la Torre de Babel -a pesar de
haber demostrado el alemán Robert Koldewey que la
construcción del edificio fue muy anterior a lo que se
pensaba-, y llegó al continente americano acompañado
de siete familias.* Y fundó aquí la ciudad de Nachan,
o de las serpientes, que pudo ser Palenque, en opinión del
religioso.
Puesto que el fraile Ordóñez y Aguilar estudió el tema
después de hacerlo Clavijero -quien debió inspirarse en
textos anteriores, pues en esto consiste el estudio de la
historia: en copiarse unos a otros-, es lógico suponer que
pudo adoptar algunas frases, que enriqueció con datos de
carácter local. Amplió ligeramente las noticias de Clavijero
diciendo que Votán subió por el río Usumacinta, después
de desembarcar en la laguna de Términos, y que se detuvo
cerca de la pequeña laguna de Catazajá, situada unos
treinta kilómetros al noroeste de Palenque. · A orillas de
la laguna, que recibe aguas del río Usumacinta, fundó la
ciudad de Nachan, la más antigua de Chiapas.
También debió conocer la obra de Lorenzo Boturini
Idea de una nueva historia general de la América septen­
trional, publicada en Madrid en 1746. Mencionaba el italiano
*
Curiosamente, fueron también siete las familias que salieron de
Aztlán en una larga peregrinación, para fundar Tenochtitlan, y
siete los obispos portugueses que se lanzaron a la mar en siete
barcos, cuando los árabes invadieron la península ibérica en el
siglo
VIII.
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un calendario y un cuadernillo histórico escritos en lengua
quiché, donde aparecían los lugares por donde pasó Votán. Uno de ellos era Teopixcan, donde había aún descendientes
del dios, que tenían
de apellido Votán. Esta
población se encuentra en la región del Soconusco, a dos
mil metros de altitud, a mitad de camino entre el océano
Pacífico y Palenque. Añadía Boturini
que fue Noé su
abuelo y que Dios lo mandó a esta tierra para repartirla.
Otra información menos agrarista de aquel siglo decía
que, entre los pueblos canaanítas -es decir, fenicios- que
debieron huir por culpa de Josué, sucesor de Moisés, estaban los heteos y sus hermanos los heveos, que vivían
en la vertiente occidental del monte Hermón. El nombre en
hebreo de aquella gente era Chivi o Hiri, pero nosotros
los conocemos ahora como hititas, y a ellos tendremos que
regresar más adelante, por sus estrechas relaciones con
los fenicios y con los viajes trasatlánticos.
Podrá expresar el lector sus dudas en cuanto al lugar
de donde pudieron arribar Votán y sus compañeros, pero
convendrá en que, pese a sus contradicciones, la tradición
tuvo que inspirarse en hechos reales. El doctor Félix Cabrera, mencionado en la primera parte del presente libro,
había dicho que el recuerdo de Votán persistía aún en
Amagüemecan, Chiapas, así como los habitantes de Teochiapam, Guatemala, conservaban tradiciones de los tiempos del gran diluvio, después del cual llegó Votán. E incluso
en la actualidad se venera en algunos tiempos de la región
al equivalente cristiano de Votán: cierto san Caralampio,
sonrosado y provisto de una frondosa barba blanca, que
no figura en el santoral aprobado por la Iglesia.
Llama la atención el hecho de que también el dios
maya Itzamná -a quien se regresará más tarde-,
máxima
autoridad en el firmamento maya, hubiese llegado al país
después de un diluvio.
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Conjeturas
en cuanto al lugar de origen
Echando mano del origen de las palabras, que puede
conducir a errores, se ha querido sugerir que Votán pudo
haber llegado de la India, puesto que este nombre es
mencionado en las puranas sagradas. Y también se ha pensado que posee un origen hebreo, porque el término Votán
figuraría en esta lengua.
¿Era Fenicia o Babilonia el lugar de donde vino este
inasible Votán, como sugería la norteamericana Constance
Irwin en su interesante libro Fair Gods and Stone Faces?
En opinión de esta arqueóloga existen algunas dudas al
respecto, puesto que Chivim no es palabra fenicia: en este
idioma no existe el sonido "v". Pero no puede tomarse en
consideración su parecer. Los pueblos deforman los sonidos
que no les son familiares al oído, para incorporarlos a su
lengua completamente transformados. Fue lo que sucedió
con los conquistadores españoles, a quienes se les hizo fácil
cambiar Huichilopochtli y Cuauhnáhuac en Huichilobos y
Cuernavaca. Sin embargo, se menciona en el Antiguo Testamento un Chittim que corresponde con Chipre.
De haber sido fenicio Votán y de haber partido de
Tiro, no pudo haber visto la Torre de Babel, que se encontraba muy al este, a orillas del río Eufrates. ¿Tuvo
ocasión de verla Votán cuando la reconstruía Nabucodonosor, en ocasión de viajar a Babilonia, y quedó maravillado con el hermoso edificio? ¿Confundió el obispo Núñez
de la Vega al ziggurat babilónico con una construcción
semejante, levantada por los toltecas en Cholula, lo que
retrasaría notablemente la aparición del ser divino en
Chiapas?
Y si no abandonamos aún el tema de los nombres, se
dirá que la semejanza de los nombres obliga a dirigir la
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mirada hacia unas curiosas tradiciones escandinavas, en
las que aparece un ser llamado Wotán, también conocido
como Odín. La tradición le atribuía la invención de la
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poesía, pero también de la guerra, hombre sabio y protector de los humanos, espíritu amante de la vida y de las
ciencias además de viajero infatigable.
También creó este personaje la escritura rúnica, que
sería reservada a los iniciados y a los reyes. Se escribía
las runas en el timón de los barcos, en la empuñadura de
puñales y espadas, en unas tablitas de madera que servían
para redactar la correspondencia real y la lista de los so-
beranos, los documentos oficiales y los poemas. También
se grababan las runas en grandes piedras para señalar
un acontecimiento guererro, o como lápidas sepulcrales.
Sin tardar mucho se verá que los nórdicos dejaron en el
continente americano algunas runas, como testimonio de
su paso.
Recuérdese ahora que alemanes y escandinavos dan a
la letra W el mismo sonido que se da en castellano a la V,
así como la V se pronuncia como F. Podrá aceptarse que si
los antiguos llamaron Votán al forastero debió ser porque
así dio a entender que era su nombre. ¿Podemos pensar
que el Votán de la leyenda fue un hombre llegado de
Escandinavia en compañía de un reducido grupo de compatriotas? ¿Se unieron él y sus compañeros con las mujeres
indígenas, lo que el explicaría el deseo de sus descendientes de realizar únicamente uniones consanguíneas para
que no fuese a perder su sangre la pureza divina?
Veamos qué testimonios han llegado del pasado acerca
de visitantes nórdicos al continente americano, para tratar
de descubrir en uno de ellos al Votán de nuestra historia.
Se verá que considerar la posibilidad del arribo de este
Wotán escandinavo a las tierras chiapanecas no puede considerarse
una
hipótesis
absurda.
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LOS VIKINGOS
EN AMERICA
De las costas noruegas hasta Islandia hay unos mil
kilómetros, pero los navegantes vikingos supieron recorrer
fácilmente esta distancia a pesar de la constante bruma
que les impedía recurrir al sol y a las estrellas para fijar
el rumbo. Disponían de estupendas embarcaciones y de
hábiles pilotos, y contaban con medíos para orientarse.
Navíos e instrumentos de primera
En fecha reciente se descubrió de qué manera supieron
orientarse en el mar los navegantes nórdicos. Lo hicieron
con el auxilio de una piedra cuyas propiedades se asemejan
a las de los filtros polaroid: sus moléculas se alinean paralelamente, de acuerdo con la luz que reciben.
Se trata de la corderita, silicato natural de aluminio,
magnesio y hierro, llamada "piedra del sol" por los vikíngos, porque representaba . para sus marinos el papel de
astro rey. Habían descubierto que su color cambiaba de
amarillo a azul oscuro de acuerdo con el ángulo adoptado
con respecto a la luz del sol, aunque éste permaneciese
oculto por las nubes. De esta manera era sencillo seguir
el rumbo correcto, sin temor a extraviarse. Y no era necesario ir en busca de, la piedra a lejanos lugares: la
cordierita abunda aún en las montañas escandinavas.
En cuanto a las embarcaciones, las hubo de tres tipos:
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una fue el sencillo holkr de los primeros tiempos, fabri-
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cado con un tronco ahuecado. Era fácil de transportar y
servía para protegerse en tierra firme de las inclemencias
del tiempo. Bastaba con volteado y colocarse debajo. También estaba el knorr, o nave de forma redondeada, ideal
para el transporte de mercancía.
Pero la embarcación más importante fue el snekkar
(o serpiente), el barco vikingo por excelencia, provisto
de numerosos remos como las antiguas embarcaciones fenicias y rodeado el casco por un cinturón de hierro, con
un espolón en la proa. Era de forma alargada, como ser-
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Adorno de la puerta de una Iglesia del siglo Xm de Hylstad,
Noruega, donde aparece Slgfrtdo matando al dragón.
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pentina, de donde venía su nombre, y se deslizaba por el
mar como ofidio. Algunos snekkars eran llamados drages­
kibe (dragones) y otros lindorme (serpientes aladas), porque los escandinavos sentían gran respeto y temor por
ambos monstruos. Las leyendas locales son ricas en alusiones a los dragones y a las serpientes de todos los tamaños.
El dragón aparece en la leyenda nórdica de Sigfrido,
quien mató al dragón después de descubrir su punto débil:
el amarillo abdomen. El obispo Olaus Magnus, autor de
un interesante libro que apareció en el siglo XII, describía
a uno de estos monstruos. Son numerosas las leyendas, y
también las representaciones de dragones y serpientes entre
los antiguos escandinavos, y todavía en el siglo pasado
se cuenta que han sido vistos. Algunos testimonios afirman
que aparecieron hacia 1880 en la región meridional de
Suecia y que alcanzaban una longitud de seis metros y
tenían el cuerpo tan grueso como el muslo de un hombre.
Quiénes fueron los vikingos
Resultará conveniente conocerlos mejor, porque se
regresará más tarde a los vikingos, en. relación con unos
discos de oro hallados por E. H. Thompson en el cenote
sagrado de Chichén Itzá y a los cuales se refirió en fecha
reciente el profesor Alexander von Wuthenau.
Los pueblos del sur de Europa llamaron normandos
a estos fieros habitantes del norte, así como los ingleses
los siguen llamando daneses, porque fueron daneses los
que devastaron su territorio y se apoderaron momentáneamente de él. Los irlandeses, que también fueron invadidos
por ellos, dieron a su patria el nombre de Lochlann, o
tierra de lagos. Sin embargo, ha quedado en pie el nombre
de vikingos para designarlos, a pesar de las ligeras diferencias entre unos y otros. Así, los noruegos usaban velas
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blancas en sus naves, mientras los daneses, sus antepasados,
utilizaban
velas
negras.
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El primer desembarco realizado en Francia por los
daneses tuvo lugar en la región costera que adoptaría el
nombre de Normandía. Y esto sucedió en el año 820 de la
era cristiana. Todavía en aquel tiempo los daneses eran
paganos y perseguían a los cristianos. Esto decidió dos
años más tarde al arzobispo de Reims y al monje Halitger
a dirigirse a Dinamarca para convertir sus habitantes al
cristianismo. No les fue muy bien. Pero un hecho afortunado, sucedido en 824, ayudó a lograr mejor fortuna.
Ragnar Lodbrog, a quien se considera el primero de
Upida . de Jelllnge, donde se ve a Jesús devorado por ser·
pientes a la manera de Ragnar Lodbtog. La cruz tiene mucho
de celta y recuerda a las mayas.
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los grandes vikingos, derrotó a su rival Harald, quien
corrió a refugiarse en la corte de Carlomagno, el de la
barba florida (742-814), cuando reinaba en Aquisgrán su
hijo Luis I, llamado Pío a pesar de haber mandado sacar
los ojos a su sobrino. Ragnar pasó más tarde a Suecia,
donde su hijo Bjorn fue proclamado rey. Cayó en poder
de sus enemigos, que lo echaron a un pozo de serpientes.
Víctima de tantas mordidas, dice la leyenda que Ragnar
murió cantando.
En cuando a Harald, refugiado en la corte del rey Pío,
tuvo que pagar de alguna manera el favor que le hacían.
Consintió en abrazar la religión cristiana, a instancias del·
soberano, y fue bautizado con su familia y sus guerreros
el año 824, cerca de Maguncia. Se cree que regresó a su
patria, pero se perdieron sus huellas.
Para el año 850, los daneses invadían Inglaterra, desrpués de haberlo intentado sin éxito en 787, y Alfredo
el Grande los desalojó veintinueve años más tarde, con
tiempo sobrado para fundar la Universidad de Oxford.
Es decir, que mucho antes de alcanzar Groenlandia, los
vikingos poseían embarcaciones capaces de navegar lejos
y aprisa.
Arribo de los nórdicos a América
Llegaron primero a Islandia en busca de unos antepasados que figuraban en sus tradiciones y vivieron en la
legendaria tierra de Thule, * o tal vez lo hicieron en pos
de los frailes irlandeses que colonizaron la isla, para después abandonarla. Y una vez en Islandia, ¿qué trabajo
les costaba seguir adelante hasta la cercana Groenlandia?
Las primeras colonias se establecieron hacia el año
987 en el extremo meridional de Groenlandia, cerca del
*
Vikingo significa "hombre de los fiordos" en la antigua lengua
islandesa.
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Cabo Farewell, a donde llegó Eric el Rojo dicen que desterrado por un crimen que cometió. Cuentan
las sagas
nórdicas, y en especial el Flateyjarbok -o libro de Flatey,
manuscrito islandés de pergamino, que data del año
1380-, que el primero en aproximarse al continente americano fue Bjorn Herjolfsson. No quiso desembarcar, sino
que se dio media vuelta y fue a contar lo que vio. Adquí­
rió su embarcación Leif Ericsson, hijo de Eric, que había
llegado al lugar con instrucciones de construir la primera
iglesia. Y qué bien que así se hizo, porque sus restos
fueron hallados en 1967 por el investigador danés Knud
Krogh.
Zarpó Leif de Groenlandia en 1002, con casi cuarenta
hombres, y arribó a la isla de Baffin, unos quinientos
kilómetros al oeste de Groenlandia, a la que llamó Helluland, o tierra de la roca plana. La siguiente parada sería
la costa del Labrador, que pertenecía ya al continente
americano. Esta tierra sería llamada más tarde Terra Nova, así como la isla que se extiende al sur de esta costa
recibiría el nombre de Terranova, en una sola palabra,
llamada Newfounland por los ingleses. Pero Leif le dio
el nombre de Vinland, por error. Un compañero suyo, el
alemán Tryker, apareció borracho y explicó que se había
embriagado a causa de la mucha uva que comió. Añadió
que crecía silvestre en el lugar, lo cual era absurdo.
Leif le hizo caso, sin caer en la cuenta de que tan al
norte no crece la vid. ¿Sería que llegaron él y su gente
mucho más al sur, donde hay viña silvestre? La respuesta
es no. ¿No sería que Tryker encontró bayas silvestres, tal
vez grosellas, y aquella Vinland era de bayas más que
de uvas? Por otra parte, nadie se ha embriagado jamás
comiendo uva o grosellas, lo que podría significar que el
alemán guardaba un frasco de aguardiente de su país.
Levantaron los navegantes algunas casas para pasar el
invierno y regresar la siguiente primavera a su base de
Groenlandia. En 1005 tocó el turno de viajar a Vinland a
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Thorwald Ericsson, hermano de Eric, y se estableció en
las casas construidas por Leif. Tuvo problemas con unos
indígenas curiosos y mató a uno. Los compañeros del
caído se vengaron sin tardar. Una flecha mató a Thorwald.
A partir de entonces, los vikingos llamaron skraerlings a los
nativos, o "vociferadores". Los compañeros de Thorwald
le dieron sepultura y abandonaron el país.
Transcurrieron unos años y viajaron a la nueva tierra
el noruego Thorfinn Karlsefne y su esposa Gudrid, con
sesenta hombres y cinco mujeres entre las que se contaba
Freydis, hija de Eric el Rojo. Y llevaron a bordo varias
cabezas de ganado. Quisieron hacer la paces con los nativos. Les obsequiaron leche de sus vacas y recibieron
pieles a cambio. Pero se mostraron desconfiados. Construyeron una cerca en torno a las casas, para defenderse de
posibles ataques. Y, finalmente, se vieron obligados a
emprender la retirada. Pero había nacido ya en Vinland
el primer americano de padres europeos conocido: Snorri,
hijo de Thorfinn y Gudrid.
Los vikingos permanecieron cinco siglos en Groenlandia, después de la desafortunada aventura americana. El
papa supo en Roma de ellos y les envió un obispo, en el
siglo XII. Eran ya cristianos. Pero sus aventuras en nada
influyeron en la historia del continente americano, y de
no ser por las sagas y por los casuales hallazgos en los
últimos cien años nada se sabría de su arribo a Vinland.
Ninguna crónica conocida sugiere el arribo de vikingos a
Centro y Sudamérica. * Y las ruinas mesoamericanas donde aparecen seres barbudos son muy anteriores a la aparición de los vikingos en el mundo.
Testimonio del paso por Vinland
A fines de 1898 se tomó por primera vez en considera-
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*
Cierto mapa de Vinland, en poder de la universidad de Yale,
resultó ser un fraude, que contenía pigmentos de 1920.
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ción el arribo de los primeros vikingos a América. El
granjero sueco Olaf Ohman halló una piedra con forma
de losa bajo las raíces de un árbol, cerca de Kensington,
Minnesota. Era un lugar que no se encuentra cerca del
océano Atlántico, sino tierra adentro, en la región de los
Grandes Lagos. Parecía una lápida de 75 por 40 centímetros y gruesa de 15. Contenía una inscripción rúnica cuyo
texto era como sigue: "Somos ocho de Gotlandía y veinti-
dós noruegos en viaje de exploración al oeste. Acampamos
cerca de dos peñascos a un día de camino hacia el norte.
Estuvimos pescando y al regresar hallamos a diez de los
nuestros asesinados. Diez compañeros siguen a bordo para
vigilar nuestras embarcaciones, a catorce días de este lugar, Año 1362".
Se consideró un fraude el hallazgo y se sospechó de
su descubridor, porque era sueco. ¿Cómo era posible que
unas embarcaciones se encontrasen tan lejos del mar, como
sugería el texto? Pero si Ohman inventó la inscripción
sirvió por lo menos para recordar los viejos relatos nórdicos
y considerar el arribo de los víkíngos a América, siglos
antes de Colón. A partir de entonces se comenzó a investigar en la costa atlántica, en busca de huellas vikingas.
Hubo que esperar largo tiempo antes de obtener valiosas
pruebas.
En 1960 quiso realizar investigaciones el noruego Helge
Ingstad. Viajó en barco desde Boston, rumbo al norte, deteniéndose a cada instante, sin hallar nada. Y llegó a la
Terra Nova. Finalmente, en el lugar conocido como L'Anse
aux Meadows encontró ruinas que no eran indias ni esquimales. Era una casa de forma alargada, con objetos vikíngos que dieron una antigüedad, gracias a la prueba del
carbono 14: 1000 de la era cristiana. El lugar coincidía con
la descripción dada en el relato. Se trataba de la casa de
Leif, que encontró quemada después de un viaje. Quedaba
así demostrado que Vinland equivalía a la Terra Nova.
Un poco más al sur, en el estado de Maine, aparecería
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el año siguiente una moneda noruega de plata, en un
lugar repleto de objetos indígenas. No se quiso dar publicidad a su ubicación para evitar el arribo de curiosos armados de palas. Los objetos indígenas databan en algunos
casos de cinco mil años, pero la moneda era del siglo XI.
Era una moneda única en el mundo: solamente hay tres
iguales. Para que apareciese en el lugar, declaraba Marshall
McKusick, de la Universidad de Iowa, debieron arrebatársela a su dueño, incluso asesinarlo. La moneda se encuentra ahora en Portland, en el Museo del Estado.
Finalmente, en julio de 1977 se encontró una figura
de madera, de seis centímetros, en la costa meridional de
la isla Baffin, en el estrecho de Hudson que la separa
de la península canadiense del Labrador. Representaba a
un hombre de largo ropaje y una cruz en el pecho, esculpida al parecer por un esquimal tomando como modelo
a un monje vikingo del siglo XIII. Durante el verano no
resultaba difícil navegar por ese lugar.
Viajaron también ¡por la costa del Pacífico
¿Fue la región de los Grandes Lagos el punto más
occidental alcanzado por los inquietos vikingos? Todo permite suponer que no, y que incluso llegaron hasta la costa
occidental de Norteamérica, para alcanzar territorio mexicano y seguir más al sur.
Entre las tradiciones de los indios seris, que viven en
la isla Tiburón, entre Baja California y Sonora, se refiere
una a los hombres llegados de lejos, cuando "Dios era aún
un muchacho". Arribaron en un barco de forma alargada,
en cuya proa sobresalía lo que parecía cabeza de serpiente.
Los forasteros tenían barba y cabellos rubios, como claros
eran sus ojos.
Cómo viajaron los extraños hasta el Golfo de California, si dando la vuelta las embarcaciones al Cabo de Hornos ·
o internándose por el estrecho de Behring, eso no lo ex94
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plican las tradiciones. Pero no es imposible que las hubiesen
cargado los barbudos desde muy lejos. Los vikingos -si
acaso eran ellos los forasteros de la leyenda- sabían cargar
sus barcos o arrastrarlos un largo tramo por tierra o llevarlos de un río o de un lago a otro. Eso hicieron cuando
llegaron a Irlanda, ante el asombro de sus habitantes.
Los forasteros se dedicaron a cazar ballenas' cuya carne
conservaron, una vez cocida, en canastas tejidas con los
juncos que crecían en la isla. Regresaron al mar con las
provisiones y partieron rumbo al sur, dice la tradición.
Y añade que el navío encalló a corta distancia de la costa
y fue destruido por el oleaje. Los sobrevivientes llegaron
nadando a la isla y fueron bien recibidos por la tribu, con
cuyas mujeres casaron. Todavía en nuestros días sucede
que nazca una criatura de cabellos rubios y ojos azules.
Estas leyendas seris fueron recordadas en septiembre
de 1953 por Ronald L. Ives en el curso de una Conferencia
Internacional celebrada en Toronto, Canadá. Los antropólogos presentes se negaron a prestar atención al informe. Lo consideraron una farsa. Pero en fecha más reciente
fue tomado en consideración por varios autores. Uno de
ellos sería el rumano Pierre Carnac, autor de un libro acerca de los navegantes rubios del Pacífico. Y los investigadores Brad Williams y Chora! Pepper harían una curiosa revelación en su libro The Mysterious West.
Invocaban los autores a las leyendas seris y resumían
los testimonios acerca de naves víkíngas vistas en el mar
de Cortés. Se informaba sobre el testimonio presentado
por la viuda del pescador Santiago Socio. Declaró que su
esposo había hallado el casco de un antiguo barco, con
escudos circulares en la borda, perdido en el fondo de un
cañón, unos cuarenta kilómetros al noreste de Tecate, B.
C. Es decir, ¡en tierra firme!
En marzo de 1933, seguía explicando el libro, los esposos Louis y Myrtle Botts, vecinos de Julian, California,
hallaron la proa de un navío netamente vikingo, en un
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cañón cercano a Agua Caliente Springs, a unos cincuenta
kilómetros de Tecate. Tal vez fue el mismo navío visto
por el pescador. Lástima que el temblor de tierra producido en el lugar poco más tarde sepultara el barco antes
de dar tiempo a fotografiarlo.
Otro testigo interesante sería Nils Jacobsen, quien declaró haber hallado en 1907 los restos de un barco cuya
madera se encontraba en tan buen estado que la utilizó
para levantar una cerca en su granja. En esta ocasión el
descubrimiento se hizo cerca de Imperial City, unos veinticinco kilómetros al norte de Mexicali, B. C. Siendo de
origen escandinavo el granjero, se extrañaron los expertos
de que hubiera cometido tamaña insensatez. Sin embargo,
prevaleció la certeza de que, estando la madera en tan
buenas condiciones, no debió ser vikinga la nave, sino que
perteneció a Juan de !turbe. Este marino español debió
abandonar al embarcación en 1615, al bajar de repente el
nivel del mar en el Golfo de California. También a este
Iturbe lo acusaron de mentiroso en su tiempo, cuando
declaró que se encontró de pronto sin mar bajo su barco.
¿Pueden considerarse como pruebas los hallazgos a
medias y las palabras de una viuda? En absoluto. Sin
embargo, podría constituir un testimonio claro del paso
de los nórdicos por la costa occidental de México una
figura propiedad del profesor Alexander von Wuthenauun auténtico vikingo con su casco provisto de un par de
cuernos, hallado en Colima.
No hay duda de que los vikingos pudieron llegar a
México antes de hacerlo Cortés. Y es posible que siguieran
rumbo al sur, hasta llegar a tierras de Sudamérica, porque
han sobrevivido una leyenda y muy curiosos testimonios.
La leyenda se refiere al grupo de vikingos llegados a
Yucatán siguiendo las huellas de los monjes irlandeses.
Atravesaron esta región y arribaron a Colombia. Su jefe
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sería llamado por los indígenas Viracocha, o Espuma de
Mar, y se estableció en Tiahuanaco. Pero en el año 1280
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tuvieron
nativos.
que darse
a la mar
en Pisco, acosados
por los
Pieza de cerámica mochica,del Perú, con embarcacióndecorada con cabezas de serpiente al estilo de los snekkars
nérdíces.
Los misteriosos indios blancos del Brasil
Al finalizar la década de los sesenta, la prensa informó
acerca del hallazgo de unas fortificaciones vikingas halladas en la cumbre del cerro Itaguambire, en Paraguay,
desde el que se domina un extenso valle. Se encontró un
escudo con inscripciones rúnicas y la silueta de un navío
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vikingo, además de una imagen del dios nórdico Odín,
también llamado Wotán, montado en un caballo y esgrí-
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miendo una lanza. Por otra parte, entre los indios chacos
se conservan leyendas sobre hombres blancos provistos de
escudos que no podían atravesar sus flechas.
Nadie tomó en consideración esta tradición hasta el
12 de febrero de 1973, cuando los lectotes de todo el mundo
leyeron esta noticia: "Indios blancos en la selva brasileña". ¿Se trataba de mutantes, como el famoso Copito de
Nieve, el gorila albino del jardín zoológico de Barcelona,
que tiene el pelo blanco, la piel sonrosada y los ojos azules?
¿Se trataba acaso de una de las muchas farsas urdidas
por quienes desean burlarse de los ingenuos? ¿Descendían
los indios blancos de hombres llegados de la Europa septentrional en siglos remotos y que terminaron ambientándose en la jungla?
Empleados de la Fundación Nacional del Indio realizaban una misión de exploración por río Ipixuma, afluente
del Xingú que vierte sus aguas en el poderoso Amazonas,
cuando se encontraron con unos indios rubios y de ojos
azules. Tenían el cuerpo desnudo pintado de negro y hablaban una lengua extraña.
En opinión de Helio Rocha, director de la Comisión
de Asuntos Amazónicos además de notable antropólogo,
el fenómeno podría explicarse así: hubo blancos en ese
lugar en una época muy lejana. Otros sabios más exigentes
declararon que aquellos indios no eran tales indios, sino
que fingían serlo porque les convenía. Eran en realidad
antiguos soldados nazis de la Wehrmacht que huyeron
de su país al perder la guerra y se refugiaron en la jungla
brasileña. Y como no deseaban ser descubiertos y juzgados
como criminales de guerra prefirieron pasar por salvajes,
aunque tuviesen que pintarse el cuerpo de negro y hablar
una espantosa jerigonza.
Estas explicaciones se vinieron abajo al comprobarse
que eran varios miles los indios blancos que vivían en la
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región del Matto Grosso desde mucho antes de la guerra.
No hubo más remedio que preguntarse cuál era el origen
100
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de los seres pintarrajeados, que sonreían de oreja a oreja
cuando se les obsequiaba collares de cuentas brillantes.
¿Quiénes fueron los antepasados de aquellos kranha­
karores -nombre que se daban a sí mismos los indios blancos- y en qué momento de la historia llegaron al Matto
Grosso? ¿Fueron acaso los vikingos viajeros procedentes
del norte, que se perdieron en la jungla en lugar de alcanzar la ciudad de Tiahuanaco?
Otros hallazgos en la selva brasileña
Aquel asunto de los indios blancos no era nuevo en
Brasil. El mismo misterio había provocado, más de medio
siglo antes, la extraña desaparición del coronel británico
Percy H. Fawcett, quien había viajado a Brasil en busca
de unos indígenas de tez clara de los que algo había oído.
Y mucho antes de esta aventura corrían ya por la region
curiosas leyendas sobre unos salvajes blancos que vivían
rodeados de tesoros.
En 1622, unos portugueses que se internaron en esta
región, grande como la mitad del territorio mexicano,
oyeron hablar de un grupo de indios que vivían en un
lugar rico en minas de oro. El siguiente siglo, un aventurero portugués de nombre Francisco Raposo, que supo
de la historia, se internó en 1743 en la selva del Matto
Grosso, en busca más de minas que de indios de tez clara.
Resultó de su aventura un informe que envió al virrey
del Brasil; don Luis Peregrino de Carvalho Meneses de
Athayde. Mencionaba a unos indios blancos y de cabellos
dorados. Pero el virrey de nombre superlativo consideró
tan disparatada la noticia que ordenó guardar el documento
en un baúl, para que lo cubriera el polvo de los siglos.
Hubo que esperar hasta el año 1902 para que alguien
desenterrase el informe. Un joven de la poderosa familia
alemana Krupp von Essen organizó una expedición para
ir en busca de los increíbles indios blancos de Brasil,
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sus lejanos parientes. Terminó la aventura desastrosamente. Se habían internado los expedicionarios en la selva
cuando unos indígenas que nada sabían de etnología los
atacaron con cerbatanas provistas de dardos ponzoñosos.
flubo que regresar a Essen a toda prisa.
Después del joven Krupp quiso probar fortuna Teddy
Roosevelt, tan aficionado a las cacerías. En esta ocasión
se hizo acompañar por el general Cándido Mariano da
Silva Rondón, porque el político norteamericano únicamente hablaba inglés, y mal. Nada hallaron. Por la misma
época, un tal Percy H. Fawcett, de profesión coronel de
artillería del ejército británico, sumamente aficionado a
las aventuras exóticas, anunciaba en una conferencia que
pronunció en Londres: había tenido noticias de una raza
de indios brasileños de tez clara, a los que llamaban
"morcegos", o murciélagos, porque les gustaba cazar de
noche y vivían en unas ruinas misteriosas.
Tardó algunos años en ver realizados sus deseos de
viajar al Matto Grosso. Más le hubiera valido quedarse
en casa, porque dejó de saberse de él, después de internarse
en la región del río Xingú, entre las sierras de Formosa
y Cachimbo. Poco tiempo después, el profesor Enrique
Joao da Souza, presidente de la Sociedad Teosófica de Sao
Lourenco -existen en Brasil más agrupaciones ocultistas
que en todo el resto del mundo-, diría que Fawcett fue
hecho prisionero por un pueblo que vive todavía en las
profundidades de la tierra y que desciende de los sobrevivientes de la Atlántida y de la tierra de Mu.
Cuando en febrero de 1973 unos exploradores hallaron
en el Matto Grosso a los kranhakarores, quedó comprobado
que Raposo y Fawcett y todos los demás estuvieron en lo
cierto y que la leyenda no era falsa. Pero sólo en lo que
a hombres blancos se refiere. Porque siguió en pie el misterio de las ciudades subterráneas o perdidas en la selva,
rodeadas de tesoros y minas de oro.
Ahora bien, regresando al tema de Palenque, ¿puede
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afirmarse que fueron hombres del norte los que llegaron
al Soconusco, o existe la posibilidad de que hubiesen sid
otros, además de los fenicios, babilonios, y judíos ya men
cionados?
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EL ENIGMA
DE LOS FRAILES
IRLANDESES
Lo malo de los vikingos y de su sospechoso viaje a
México -y más concretamente al Soconusco chiapanecoes que, si se desea identificar a uno de ellos con Votán,
no parecen coincidir a simple vista las fechas. Porque esta
visita debió suceder mucho antes de extinguirse el llamado
Viejo Imperio, y se ha visto que las aventuras de Eric el
Rojo y de sus descendientes tuvieron lugar a partir del
siglo XI.
Posibilidad de un arribo temprano
No fueron estos vikingos clásicos los únicos de la era
cristiana que dispusieron de navíos apropiados para atravesar el océano. En el siglo I después de Cristo, los suiones
-antepasados lejanos de los daneses a los que se refirió
Tácito en el año 120- utilizaban ya unas embarcaciones
tan rápidas como ligeras, gracias a las cuales dominaron
en el mar Báltico. Estas embarcaciones, que darían paso
a los snekkars de los siglos IX y siguientes, nada tenían
que envidiar a éstas. En Nydam, Dinamarca, fue hallado
uno de estos navíos del siglo V, capaz de navegar por
todos los mares. Pero, ¿lograron alcanzar la otra orilla
del océano?
De haber sucedido, no nos extrañe que ningún testimonio de su llegada a Mesoamérica haya sobrevivido hasta
nuestros días. Si un reducido grupo de suiones desembarcó
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en tierras mayas cuando existía en ellas una cultura sumamente avanzada, y no dejó señales de su paso, no debe
sorprender. Los forasteros no iban a causar un impacto
ni cambios étnicos o lingüísticos de importancia. Sucedió
entonces lo mismo que al arribo de Alejandro Magno a
la India, país altamente civilizado. La historia de este país
no ha retenido su nombre ni sus proezas. ¿Por qué no iba
a suceder lo mismo entre los mayas de Palenque al recibir
a unos individuos de escasa cultura?
Antes de cruzar el océano los vikingos de Eric y Leíf
vivió en el Atlántico Norte otra gente que pudo habérseles
anticipado. Se trata de los celtas y de sus descendientes
los irlandeses. Los primeros habitantes de Irlanda, una
vez que llegó a su fin la última era glaciar, hace unos
doce mil años, arribaron al lugar hacia el año 3000 a. C.,
procedentes de la Francia atlántica. El Canal de la Mancha
no existía aún. Era un golfo azotado por el mar, porque
Dover y Calais estaban unidos formando un angosto istmo.
Durante el pleistoceno desapareció esta lengua de tierra y
surgió el Canal, que sigue devorando las costas inglesas
y francesas, a razón de veinticinco metros cada siglo en
ciertos puntos.
De acuerdo con la tradición -que se apoya muchas
veces en hechos reales-, las migraciones celtas habían
tomado el camino del Labrador y norte de Estados Unidos
a partir del siglo II a. C. Se interrumpieron con el arribo
de las legiones romanas de Julio César y se reanudaron
más tarde, hasta desaparecer en el siglo VII d. C. Muchas
de estas travesías trasatlánticas pertenecen en una buena
parte al terreno fantástico, pero existe cierta información
más o menos digna de crédito de un viaje especial realizado por un ilustre descendiente de los celtas: el de san
Brendano, mencionado en el Imrama, serie de leyendas
irlandesas medievales.
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Travesías transatlánticas de los irlandeses
Los irlandeses se ufanan de descender de los celtas,
que se extendieron por la Galícia Española, la Bretaña
francesa y el País de Gales además de Irlanda. Eran originalmente de cabellos rojizos y abundante barba. Tenían
la cabeza casi redonda y eran dueños de una notable cultura. Sabían astronomía y construyeron monumentos de
piedra para determinar los solsticios y los equinoccios y
calcular los eclipses. Es decir, que poseían un calendario
perfecto.
El manuscrito irlandés Leabharna Vidtri, escrito en el
siglo XII, recogía algunos viejos relatos de gran interés.
Se refería uno al viaje realizado a la otra orilla del mar,
entre los años 123 y 157 de la era cristiana, por Condla,
rey celta de Irlanda, cuando el cristianismo no aparecía
aún en lontananza.
Antes de navegar Condla al continente americano lo
había hecho cierto Cuchulainn, príncipe de Cuailgua, en
el Ulster. Desembarcó en Innis Labrada, lugar del que
tenía ya alguna noticia y que se ha conservado hasta hoy
en las leyendas irlandesas. Se ha querido explicar que el
nombre de Labrador, península situada en el noreste de
Canadá, fue llamado así por el veneciano Juan Caboto en
honor de su amigo portugués J oao Fernández, que poseía
tierras en las islas Azores.
Pero labrador se escribe en portugués con "v", mientras que la tierra canadiense lleva una "b" en todos los
idiomas. Innis significa "isla", y es de pensar que el término Labra derivaría hacia el -Labrador que conocemos
hoy. Porque los viajeros celta-irlandeses tomaron a la península por una isla. Y si acudieron a ella fue porque
descubrieron yacimientos de hierro.
Cuchulaínn casó en este lnnis Labra con Fand, una
nativa, a pesar de tener esposa en 'la patria, y regresó con
ella. La Malinche canadiense, al ver que iban a ser dos
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a compartir al mismo hombre, se mostró generosa: renunció a él y se fue por su lado. Tal vez encontró otro mejor.
Este príncipe debió ser medio místico, puesto que su nombre significa en viejo irlandés "monje". Y este nombre de
Cuchulaínn, ¿no concuerda también, de manera sospechosa,
al Kukulkán dado por los mayas a Quetzalcóatl? ¿Se trata
de una simple coincidencia?
Esta figura de barro hallada en México, ¿acaso no podría
pasar por hombre barbudo venido de Irlanda o Escandinavia?
Otro irlandés que, de acuerdo con la leyenda, .víajó
al continente americano, fue otro hijo de rey, de nombre
Loegairo. Se ignora en qué fecha exacta realizó la travesía, porque se han perdido muchos textos antiguos, en
gran parte por la intervención de san Patricio, evangelizador oficial y primer obispo de Irlanda (390-461), quien
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comenzó a desempeñar sus funciones a partir del 440. Costó
mucho trabajo al santo imbuir en los irlandeses la ver-
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dadera fe, porque conservaban numerososo elementos paganos de sus antepasados celtas.
Pero ninguno de los viajeros conocidos se compara,
en cuanto a información confiable, con san Brendano
(484-571), quien fundó en 557 la abadía de Clonfert y en
ella fue enterrado. Parece ser que llegaron a sus oídos
rumores sobre los viajes realizados en el pasado a la orilla
opuesta del océano, 'donde una tradición celta decía que
se hallaba el paraíso. El santo varón quiso conocer el paraíso en vida. No sintió ningún temor al desearlo, como
habían hecho los egipcios, quienes habían ubicado su paraíso, el Amenti, al oeste. Brendano se informó con las leyendas y los monjes de edad antes de zarpar en marzo de 551,
en compañía de casi veinte monjes dispuestos como él a
conocer el paraíso o a catequizar más cristianos si era
preciso, no se sabe bien.
Informan las viejas crónicas que viajaron primero en
busca de las islas Afortunadas -las
actuales Canarias-,
llamadas por los irlandeses O'Brasil, o tierra del hierro.
Se ignora si tomaron entonces el camino de las Bahamas,
aprovechando los mismos vientos que ayudarían más tarde
a Colón a surcar el océano, o si regresaron a casa para
tomar un descanso antes de dar el siguiente paso. El caso
es que san Brendano y su gente alcanzaron la Terra Nova
y siguieron rumbo a la Florida y a las Bahamas, a donde
llegaron en sólo ocho días de navegación. En algunos
manuscritos irlandeses, entre los que destaca el Navigatio
Sancti Brendani, del siglo X, se informa que los viajeros
hallaron un país de rica vegetación. Pero en ningún momento se daban más detalles sobre ese país ni sobre sus
pobladores.
Otro fraile. irlandés, a quien se conoce como Cormac
(521-597),debió hacer por aquel tiempo tres veces la travesía a Islandia, donde debió encontrarse antaño la legendaria tierra de Thule. Hay noticias de que los monjes
irlandeses desembarcaron en esta isla hacia el 795, y fue
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seguido su arribo por el de los vikingos. Algunos autores
han querido suponer que el viaje de los víkíngos a Groen-I
landia y al continente americano fue la continuación de
una persecución que databa de los tiempos de la invasión
nórdica a Irlanda. Las incursiones vikingas serían motivadas por el odio al cristianismo y, por esta razón, acosaron
sin cesar a los monjes irlandeses. Al abrazar el rey Harald
la nueva fe, muchos compatriotas suyos lo consideraron
un traidor.
Sin embargo, así como se han hallado huellas del paso
de los vikingos por el continente americano, no puede
decirse lo mismo de los frailes irlandeses. Sin embargo,
se sabe que un huracán lanzó en 1960 contra una playa
del estado de Nueva Jersey los restos de una embarcación
de madera, del tipo arcaico irlandés, que había permanecido enterrada en el fondo. Se averiguó su edad: años
850 a 900 d. C., es decir, anterior al arribo de Leif Ericsson
a Vinland.
Añádase a lo anterior lo sucedido en el verano de
1977, cuando el historiador británico Timothy Severin
atravesó el Atlántico, imitando la proeza del noruego Thor
Heyerdahl. Realizó la travesía en una embarcación de
madera de diez metros de eslora, partiendo de Irlanda
para desembarcar sano y salvo en el puerto de Boston.
Quiso así demostrar la posibilidad del viaje legendario de
san Brendano.
Dos figuras altamente reveladoras.
Fue preciso conocer algo de los viajes realizados al
continente americano por irlandeses, vikingos y daneses
para llegar a una conclusión: el celo evangelizador de
unos y el amor por la aventura de los otros pudo haberlos
conducido hasta las tierras mayas, entre los siglos V al VIII
de la era cristiana.
Ahora, antes de seguir adelante, convendrá regresar
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al sarcófago de Palenque, porque en su interior aparecieron tres efigies humanas sumamente interesantes. Una de
ellas es la máscara de jade que cubría el rostro del huésped y que fue elaborada en el momento de construirse el
templo y de dar a éste su carácter de tumba monumental.
Se dejará para después su análisis, una vez enterados de
las características de las otras dos, que son figuras de muy
reducido tamaño.
La primera, considerada una máscara por los arqueólogos, fue elaborada con jade azulado y pudo ser un intento
por reconstruir el rostro del difunto. El artista, no disponiendo del modelo, hizo lo mismo que el escultor de la
lápida: le dio facciones indígenas. Pero muy diferente
resultaría la otra figura, de jade verde, el material más
preciado. Tiene unos nueve centímetros de alto y fue
hallada junto al pie izquierdo del esqueleto, como si fuera
éste a pisarlo. Esta figura contiene elementos extraordinarios, tanto como la estatura del hombre de Palenque, superior en veinte centímetros a la media de los mayas, y el
hecho de no haber sufrido deformaciones su cráneo ni presentar incrustaciones su dentadura.
¿Quiso reproducirse el aspecto del hombre en el momento de su arribo al país, y se pudo hacer copiando el
modelo del natural? Representa la figura a un individuo
sentado sobre sus talones, postura todavía preferida por
los indígenas de México. Nadie, entre quienes visitan a
diario el Museo de Antropología e Historia, cargando su
t\á,mara fotográfica, suele reparar en esta figura, entre
otras cosas porque es minúscula. Y los arqueólogos tampoco han querido fijarse en ella, a pesar de ser altamente
reveladora. Lo único que han dicho es que corresponde a
Kinich Ahau, el dios solar. ¿Acaso este dios solar se llamó
así porque tenía los cabellos rubios?
La figura nada tiene de maya, sino que cuenta con
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diminuta y dos mostachos retorcidos, enormes.
Se ven bajo sus ojos unas bolsas de hombre maduro -o
una barbita
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de un par de anteojos- y cruza su pecho
. un collar largo y ancho. Y adorna su cabeza un gorro que
tal vez se trate
podría recordar a los cascos griegos. ¿Corresponden estas
características a las que tuvo en vida el ser enterrado en
Tan grande como el misterio que encierra el huésped de la
tumba es el de la pequeña figura de jade hallada a sus· pies,
provista de enormes bígotes y un extraño gorro.
la cripta del templo de las Inscripciones? De ser afirmativa la respuesta, ¿vendría a demostrarse que este ser era
originario del otro lado del océano Atlántico y que podría
identificarse con el hombre divinizado a quien se conoce
como Votán?
Todavía en la actualidad, los campesinos daneses utilizan un tocado con una cresta en la parte superior, que
posee cierta semejanza con la figura, de jade de Palenque.
Y los caballeros medievales se adornaban con collares como el del supuesto Kinich Ahau. Y estos adornos existían
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en la Irlanda de los siglos IV al VIII. Cuando los españoles
}legaron a comienzos del siglo XVI a tierras mayas se
sorprendieron al ver a los mayas practicar el bautismo y
cievtas penitencias, así como existía aún el recuerdo de
un hombre barbudo enemigo de la violencia y de los
sacrificios humanos. Esto les sugirió el arribo anterior de
religiosos cristianos dispuestos a evangelizar a los indígenas. ¿Fueron éstos los irlandeses de la leyenda?
Elaborada con fragmentos de jade
¿Por qué cubre el rostro del desconocido de Palenque
una máscara y por qué es esta máscara de jade verde?
¿Por qué los egipcios y los pueblos orientales en general
solían cubrir con una máscara el rostro de sus soberanos
muertos? ¿Aprendieron los mayas esta práctica de quien
pudo haber llegado del este o del oeste? ¿Se le puso una
máscara al difunto para engañar a las potencias del mal
que quisieran arrebatarlo para sí? ¿O, en este caso particular, sucedió lo que con Quetzalcóatl, a quien se le
colocó una máscara porque poseía facciones diferentes y
no se quería que el pueblo viese como era?
No pasarán de simples conjeturas las explicaciones que
1puedan surgir para aclarar este enigma de la máscara:
los restos del hombre de Palenque estaban ya a un paso
de reducirse a polvo cuando aparecieron. El cráneo estaba
hundido, así como los huesos largos estaban quebrados y
las costillas caídas. No hay duda de que la máscara le fue
colocada al desconocidocuando llevaba muerto varios cientos de años.
Será preciso regresar a los hechos concretos, y éstos
son que, cuando el Dr. Ruz Lhuillier halló la máscara vio
que estaba formada por más de doscientas pequeñas piezas
de jade, perfectamente bien ensambladas, y que poseía
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una expresión netamente maya, que no correspondía con
la naturaleza de los huesos ni con la físonomía de la esta-
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tuilla de jade verde hallada dentro del sarcófago. ¿Y de
dónde salió el jade utilizado en la fabricación de la máscara, piedra considerada divina por los mayas?
Tal vez la cabeza de la tzquíerda correspondió al verdadero
Pacal, así como la máscara debió improvisarse para adaptarla sobre el desconocido con todo y una Increstactón en
la nariz, a la manera indostana.
Cuando a fines del siglo pasado llegó a Yucatán el
explorador norteamericano Edward H. Thompson para conocer las ruinas mayas y dragar el cenote sagrado, pudo
apreciar en cuán gran aprecio tuvieron los mayas al jade.
Mayor que al mismo oro. Descubrió que sacerdotes y personajes de sangre real portaban joyas de piedra verde
durante las ceremonias sagradas y que sacrificaban doncellas cubiertas de objetos de jade, porque lo consideraban
de incalculable valor y, por ende, el más valioso presente
a los dioses.
También llamó la atención a Thompson la ausencia
absoluta de minas de jadeíta, piedra formada por un silicato suceptible de adquirir un bello pulimento. ¿Dónde
conseguían antaño los mayas el jade, si carecían de yací110
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