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CuentosbrevesdeGabrielRovira

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Cuentos breves
Book · June 2018
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Gabriel Rovira
Autonomous University of Baja California Sur
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II
Cuentos breves
Por Gabriel Rovira
1
2
El mago
La tacita se movió sola. Finalmente, como si todo lo aprendido con el costo de postergar el
placer y la vida se conjugaran en un punto supremo de la conciencia, el mago miró la pequeña tacita
blanca y esta tembló. Al principio fue apenas como cuando tiembla una hoja antes de caer, casi
nada, luego dio un giro sobresaltada y se elevó lentamente un centímetro sobre la mesa, sin que
nada la sostuviera y después un poco más hasta girar un palmo por encima del mantel. En la
penumbra se miraban, solos él y la tacita blanca que flotaba en la suprema felicidad…
—Hace falta leche—gritó su mujer desde la cocina –necesito que vayas a la tienda y traigas
un litro…
La tacita tembló desvalida y cayó sobre la mesa estallando en pequeñas astillas.
Meses después, en la complicidad de una madrugada, tensa la sien por el esfuerzo, el mago
intentaba sin rendirse conseguir el milagro. Había perdido la cuenta de las veces que se había
sentado a mirar la tacita, sin lograr de ella nada más que su blanca indiferencia de objeto. Pero esa
noche el silencio llenaba todo de un augurio poderoso. Y cuando estaba a punto de perder la fe por
enésima vez, la tacita se movió. Lentamente se elevó por el aire fresco y oscuro y giró con una alegría
sin motivo. Era la pura felicidad flotando en la nada…
—A qué hora piensas venir a la cama –gritó su mujer desde el fondo de su alcoba.
La tacita se precipitó sobre la mesa y se rompió sin remedio.
3
Finalmente, una noche fría entre cientos de noches, la tacita flotó en el aire, redonda y
decidida, mantuvo su blancura y su amor por sobre todas las leyes naturales. El mago se esforzaba
por mantener el flujo sin que su cabeza estallara, estaba feliz, había conseguido el milagro.
—Por favor, dime que me quieres… —su mujer lo miraba desde la escalera, con una copa
en la mano y el maquillaje corrido de llorar —o tendré que matarme…
La tacita no lo soportó y cayó a su pequeño abismo, a su blanca explosión.
Entonces el mago decidió intentar otro truco más antiguo y más esforzado: desaparecer.
4
Anillo
En vez de un grito le salía silencio por la boca. El corazón llenaba todo con su ritmo de sangre.
Por la falta de sonido y la ausencia de dolor supo que todo era un mal sueño y, por fin, abrió los ojos
aturdida.
Él estaba dormido, como siempre, a su izquierda, entre el algodón azul de las sábanas, pero
al sentirla incorporarse de pronto se despertó sobresaltado.
-Es que tuve una pesadilla -explicó ella-. Soñé que entraba por la ventana una gran serpiente
de fuego que giraba tras de sí misma, tratando de morderse la cola y, como era un presagio
incomprensible, tú le arrojabas la almohada. Entonces vi que el resplandor del fuego crecía y que
una llamarada me causaba estas quemaduras.
Al mostrarle la herida los dedos quebraban en mil pedacitos la piel carbonizada. Entonces
él supo que estaba soñando y despertó sobresaltado.
— ¿Qué te pasa? —, preguntó ella
—Temía por ti —explicó él— soñé que me contabas un sueño tuyo sobre una serpiente que
te había quemado. Y vi tu herida y era horrenda.
-Una pesadilla —sentenció ella— no sería tal si tú supieras que es un sueño- y le mostró que
un pedazo de su cuerpo estaba carbonizado.
Entonces, él quiso gritar y el silencio de su voz le confirmó que seguía soñando. Finalmente
abrió los ojos desesperado y vio que ella estaba dormida como siempre a su derecha, entre las
5
sábanas que, por fin, eran de satín rojo, pero al sentirlo desesperar y despertar, ella se incorporó
sobresaltada.
— ¿Qué pasó?
—Nada -dijo él— tuve un sueño en el que yo te decía haber soñado que me contabas un
sueño.
—Qué raro, yo también soñé algo así.
Súbitamente, las cortinas se inflamaron y una serpiente de fuego entró por la ventana,
girando en círculos para morderse su propia cola, y se quedó flotando sobre la cama. Era una joya
bellísima aquel anillo con ojos de rubí y ellos se debatían entre el terror y la maravilla.
-Es un incomprensible augurio —dijo ella — y le lanzó la almohada.
Entonces, el resplandor del fuego creció y una llamarada lamió el cuerpo de él, quemándolo
gravemente.
Él quería gritar y en vez de un grito le salía silencio por la boca. El corazón llenaba todo con
su ritmo de sangre. Por la falta de sonido y la ausencia de dolor, supo que todo era un mal sueño y,
por fin, abrió los ojos aturdido...
6
Mielecita
Con el ojo alineado en la mira temblorosa de su pistola, el hombre mayor vio palidecer al
joven maestro de gimnasia y buscar apoyo en un banco de pesas.
— Padezco Hipoglucemia—confesó el joven…quién lo hubiera dicho, con ese cuerpo de
escultura.
— Noté que salías con mi mujer porque ella cambió mucho, adelgazó, dejó de fumar, se
arregla mejor, canta todo el día canciones que no le había escuchado, cocina mejor…
El joven atleta respiraba con dificultad.
—...ahora se siente más joven y más alegre. Fue muy evidente, incluso en la cama, se ha
vuelto una fiera, me exige mucho, inventa cosas nuevas, y siempre quiere hacer el amor… qué te
voy a contar…
— Por favor no me mate—alcanzó a balbucir el joven, casi en el piso, a punto del coma.
— ¿Matarte? — el hombre mayor bajó la pistola mirando al otro con preocupación—No, si
el fierro era para que tú no me golpearas a mí y me dejaras hablar… ¿te puedo ayudar, tomas algo?
— La miel… por favor…allá está…
El hombre mayor acercó la cucharita con el dulce a la boca del desfallecido muchacho.
— En realidad quería conocerte y, bueno, agradecerte…mira: quiero que sigas con ella, ¿me
entiendes?, no quiero que la dejes. Es más, te advierto que no debes hacerla enojar, ni causarle
tristezas…si te atreves a dejarla plantada o a maltratarla, pues entonces sí tendría que meterte un
plomazo ¿me entiendes? —apoyaba lo que decía con la punta del arma en la oreja del joven.
— Si—balbuceo el profesor de gimnasia luchando con sus temblores—entiendo
perfectamente…— el hombre mayor bajó el arma.
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— Bien, por lo demás, puedes contar con mi silencio, y a ti ni se te ocurra andar alardeando
por ahí, no vayas a hablar de esto con nadie, y no le cuentes a mi señora, ¿está claro? No le digas
que te vine a ver…
— ¡Clarísimo!, haré lo que dice.
— Ah, y por ningún motivo vayas a ser infiel, entonces sí tendríamos que matarte y sería
una lástima…
— Ni pensarlo—dijo el joven.
— Muy bien, ¿más mielecita?
8
Agenda
Llevaba semanas escuchando gotear el lavamanos, no pagaría a un plomero por algo que
podía hacer ella misma. Se había prometido no depender de los hombres. Su libertad, su autoestima
su conciencia dependían de hacer por ella misma todo lo que pudiera, especialmente las cosas que
suelen hacer los hombres. Era parte de un plan de vida. No iba a dejar que nadie, nunca, se sintiera
su dueño.
Alicia odiaba el despertador, pero no faltaría al gimnasio y pidió a Rafael que le llamara
temprano, sus hermanas no la verían gorda. Había dormido poco y mal, pero agradeció la llamada
y se levantó.
Hizo veinte minutos de bicicleta. No podía más.
Desayunó café con croissant. Llevaba vaqueros y camisa cuando apareció su madre en la
pantalla de la computadora: “tienes que ser más femenina para conseguir marido…” Le latieron las
sienes dolorosamente. No tenía tiempo para discutir con ella misma. Se puso un vestido amarillo,
medias, tacones...
Encontró flores en su escritorio, pero la tarjeta la decepcionó: eran de Rafael.
Se había prometido casarse con alguien especial, alguien quizá como Rubén el gerente,
quien ahora caminaba hacia ella, mientras todas las chicas lo miraban… “¡Que tonta eres!”, profirió,
“No sabes ni escribir un informe...”.
Luego de llorar en el baño canceló un tema de la agenda para conseguir tiempo y repetir el
informe, no saldría a comer.
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En la tarde llamó Rafael, se había prometido no salir más con él. La miraba con ternura…era
incómodo, pero tenía hambre, aceptó un café con pastel para quejarse de Rubén.
“Y no vuelvas a mandarme flores, idiota... ¡qué vergüenza con mis compañeros!”. Luego se
arrepintió, se prometió no volver a insultarlo, aunque Rafael nunca se lo reprochaba. No le
interesaba como hombre, se lo había dicho, pero parecía como si él no le creyera...y era tan bueno.
Mientras se quitaba el maquillaje, el lavamanos seguía goteando. “¡Basta!”, dijo. Sacó las
herramientas del pijamero. Desarmó el grifo, cambió los empaques y apretó bien todo.
La gota cesó. Sus uñas maltratadas. El café helado. Una arruga pequeña. Cabellos en el
cepillo. ¿Era eso una cana? Se había prometido ser feliz. Las uñas maltratadas. El silencio.
Lloró dos horas antes de dormirse.
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Sed
Enamorarse es crear una religión
cuyo dios es falible.
-J. L. Borges.
Con un pañuelo de papel me limpio las manos y el vientre. En las fotos muertas de la revista
reconozco de nuevo mi sensación de fracaso. La señorita abril parece un sueño, todo es exacto,
calculado, incluso la leve arruga sobre la comisura de su sonrisa.
Lo más deplorable es su belleza. Es una ausencia, por eso es deplorable. Las fotografías
siempre son ausencias — Platón, claro. Las fotografías siempre son dolorosas.
¿Cuántos, como yo, sienten, de nueva cuenta quizás, la ausencia a la hora de guardar la
revista —ni modo de tirarlas, son tan caras— y piensan en el error de guardar la imagen congelada
de un instante?
Pero no voy a criticar la fotografía, mi camino es otro. Yo voy por el lado del sentimiento
que me atacó cuando me despedí de Nídea, mi diosa del escepticismo. Voy por donde la ausencia
acecha, pero no la huida de Nídea presentida en ese momento, ausencia de su carne al fin, sino un
vacío más viejo, más profundo...
Es que tres veces no me bastaron y si hubieran sido cien tampoco me hubieran bastado,
porque en su cara que se contraía por el placer descubrí que la empresa era vana. Porque Nidea es
como yo y si yo fuera un símbolo no podría, significar más que lo que soy. En ese momento la
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corriente era inmensa, pero nosotros seguíamos siendo como siempre hemos sido, como todos. Y
yo pensaba que era lo mismo estar con Nidea que con cualquier otra muchacha.
Mi diosa me preguntó si la iba a querer eternamente, la respuesta, claro está, no podía tener
sentido. Luego se demoró demasiado al despedirse de mí. En ese momento yo estaba lleno de
ausencia. Lo que más deseaba era que Nidea se fuera para poder buscar alivio solitario. Aunque ya
preveía que no tengo remedio. Por lo menos la revista no me ayudó. Hasta siento un poco de asco
cuando pienso en el anuncio de refresco que había detrás de la señorita abril. Reconozco que yo
esperaba algo así, pero quise, no obstante, intentar por cuarta vez en el día, y me expuse al sacrificio
aun sabiendo que era inútil, que al final el vacío sería mayor.
Que no haya malentendidos, no hablo de incapacidad, sino de ausencia. Ninguna muchacha
se queja de mí, ni yo de nadie. Ni tendría yo porque quejarme, de no ser por este cántaro tan liviano
y polvoriento.
Era común entre los antiguos pensar que las aguas de cierto río llevaban la eternidad —se
imaginaban quizá el tiempo como un río incesante— y que sólo los dioses, que eran inmortales,
podían bañarse en ellas.
Dicen que la sensación de morir es igual a la de un orgasmo, que los ahorcados se excitan y
manchan la ropa. En fin, dicen muchas cosas, incluso hay quien habla como si conociera la muerte.
Pero a mí me falta, coraje y mejor espero. Esperar es otra forma de provocación.
Tengo miedo de los errores irremediables. Es posible que todo sea inútil que no haya modo
de cubrir esta tumba, este hueco impertinente, este vacío.
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Hombre de costumbres
Seguir patrones de conducta recurrentes puede ser desventajoso cuando alguien nos busca.
Así le pasó a mi amigo Gregorio, su pasión por el mar, el alcohol, el silencio y las noches de luna
jugaron en su contra el día que fui a matarlo.
Estoy hablando en serio, pero no se sorprenda, Gregorio y yo llegamos a ser los mejores
amigos, compartíamos todo, mi carro, mi dinero, su gusto por la naturaleza, el interés de ambos por
la educación, el placer de la pesca, las alegrías con los hijos y los problemas y, tarde lo supe, también
compartíamos la mujer.
Lo supe cuando ya era muy tarde cuando ya no había nada que hacer. Un año de infierno
entre ruegos y negociaciones, la separación, luego el divorcio. Yo me enteré hace ahora cinco años,
la mujer de Gregorio no se enteró nunca. Alba, mi exmujer, en cambio siempre supo que todo estaba
perdido y no me lo dijo hasta que yo mismo lo descubrí. Que le vamos a hacer, no es lo mismo el
sexo que el amor, pero algunas mujeres no pueden dar sexo sin enamorarse, como Alba. Así fue
como salí del juego después de veinte años de matrimonio.
La pasión de los primeros años de casados, mientras construíamos juntos la casa y a familia,
terminó por convertirse en un laberinto de lealtades, rencores y rutinas: una trampa, como todos
los contratos. El matrimonio es una costumbre difícil de dejar y puede resultar muy angustioso. A
veces soñaba que el edificio dónde vivíamos se me venía encima. Y sobre todo comencé a soñar
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despierto. Mi sueño favorito se llamaba “cómo matar a ese cabrón”. Esa se convirtió para mi muy
pronto en otra sana costumbre.
La primera cosa que más le gustaba a Gregorio era beber, siempre la misma marca de
cerveza y la misma presentación y cuando bebía lo hacía solo, eso nunca lo compartimos, ni las
drogas tampoco. Pero en el fondo la dependencia de Gregorio enganchó a Alba en la idea de que
podría redimirlo, al grado de que su vida no tenía sentido si no lograba ayudarlo a superar su
dependencia, una misión tan intensa y sublime que fácilmente se confundió con el amor, hasta que
ya no supo distinguirlo. Y es que ella también tenía sus costumbres y una de ellas era la de ponerse
tareas imposibles. Era una santa, usted no la conoció, pero así era ella.
Otra cosa que él amaba era el mar, muchas veces salimos a pescar o acampamos en la playa.
Le gustaba nadar de noche, se podía estar horas mirando el reflejo de la luna sobre las olas.
En las noches luminosas, Gregorio sumaba sus más grandes pasiones, que para decepción
de mi mujer no la incluía entre ellas, y se iba a beber solo a la playa a la luz de la luna. Al menos una
vez al mes se perdía dos o tres días y luego regresaba arrepentido, a su familia, a la iglesia y a recibir
los regaños y los mimos de su amante, en ese orden. Muchas veces me tocó tener que recogerlo y
atenderlo hasta que se le pasaba la borrachera, a petición de una atribulada Alba.
No se preocupe, el cuento no es muy largo. Mire, yo pago esta cuenta, pero escúcheme
hasta el final.
Para mí la primera señal fue la luna, un viernes de luna era necesariamente un día ideal. La
segunda señal fue no ver su camioneta en su casa, una pick-up 4x4 como se usa allá, eso sólo podía
significar que había salido, sus hijos estaban en casa, pues había luz y ruidos de muchachos jugando.
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Hacía días que yo tenía preparado todo lo necesario, cargué mi carro con la hielera llena de
cerveza helada, los binoculares, la ropa…
Yo sabía a donde ir, su lugar favorito. Muchas veces pasamos la noche ahí, asando pescados
que acabábamos de sacar juntos, una playa solitaria de arenas oscuras, animada con breves olas
fosforescentes, que estaba al otro lado de la bahía, y desde donde se veían las luces del puerto,
nuestra pequeña y confiada ciudad.
Me estacioné cerca del acceso a la playa, sin entrar, de modo que podía ver una buena
panorámica desde arriba. Vi su carro en medio de la soledad de arena, brillando a la luz de una luna
que parecía un reflector. Él estaba un poco más allá cerca de la orilla del mar, con la hielera a un
lado y una cerveza en la mano. A ratos se veía arder el fuego del encendedor con concienzuda
constancia entre sus manos.
Me senté a esperar y, mientras, me fui poniendo el equipo que había preparado: la bolsita
con las jeringas y las ampolletas, las fundas de cirujano para los pies, los guantes de látex, el
tapabocas, el cubre pelo, un impermeable de vinyl con chaqueta y pantalón. Revisé todo tres veces,
esa es mi costumbre, yo soy así, ya ve. Y me dispuse a pasar una noche muy calurosa, observando
con los binoculares. Me acerqué cuanto aconsejaba la prudencia siempre por detrás de los oscuros
matorrales. Terminé a unos veinte metros de donde él estaba.
Dicen que la paciencia tiene su premio, y mi confianza en la determinación de sus
costumbres tuvo el suyo. Apenas a media hora de comenzar mi observación se levantó e hizo lo que
yo ya sabía que haría, se desnudó y se metió al agua nadando con decisión hacia el centro de la
bahía, nadaría hasta alcanzar la luz de la boya y regresaría, lo cual me daba unos diez minutos.
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Cogí la hielera que llevaba y me acerqué a su hielera para cambiar 12 botes de cerveza por
los que yo había preparado, asegurándome de que lucieran como los originales, y dejando las latas
más frías en la parte más alta de la hielera.
Entre tanto noté la señal unívoca del papel aluminio medio quemado a modo de cuchara,
había estado quemando crac.
Regresé a mi puesto con sus cervezas y me senté a seguir observando, mientras tanto me
entretuve vaciando las latas y aplastándolas con cuidado, como hacia él y las guardé en una bolsa.
Gregorio regresó y como yo había supuesto se puso el traje de baño y la camisa y tomó una
de las latas que yo había dejado, la destapó y la bebió con un trago grande y sediento. No había
modo de que notara la diferencia, que consistía en un minúsculo orificio en la tapa por dónde había
inyectado la solución de Halapryl, mismo que había vuelto a sellar con una gotita de silicón.
No tuve que esperar a que se bebiera cinco cervezas antes de que el sueño y la combinación
del alcohol, la droga y el somnífero hicieran su efecto. Supongo que la combinación fue lo que hizo
que se retrasara tanto en hacer efecto, pero eso mismo consiguió después un sueño más profundo.
Cuando lo escuché roncar me acerqué, lo moví con el pie, pero no despertó, babeaba,
entonces tomé dos de las ampolletas de Benzodiacepina y se las inyecté en una vena del muslo. Casi
ni se movió. Esperé un minuto, recogí sus cosas y las acomodé en la caja de su carro, por supuesto
las llaves estaban puestas. Así se acostumbra allá, verá usted, es una ciudad pequeña, aislada y muy
tranquila, un día debería de ir, estoy seguro de que le iba a gustar mucho.
Recogí la bolsa dónde guardaba las latas aplastadas y recogí las que estaban en el suelo,
esas las puse en mi hielera y las que yo había vaciado y aplastado las puse en su hielera, también
cambié las latas de cerveza que quedaban. El aluminio donde había quemado el crac lo metí junto
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con sus cervezas. Lo más difícil fue subirlo a él a la caja de la camioneta. Un hombre completamente
relajado es muy difícil de manejar. Hacía un calor espantoso esa noche de verano, y yo metido en
ese traje de astronauta y con la excitación sentía que me derretía.
Arranqué su Pick-up y me dirigí al risco, a cuyo pie habíamos buceado tantas veces cazando
pulpos y sacando ostiones. El Mirador, otro de sus sitios favoritos. Acerqué el carro en reversa con
mucho cuidado hasta la orilla del precipicio de treinta metros. Subí a la caja de carga y miré la
espléndida noche que hacía. Ya sabe, la luna entre dos nubes trazaba una línea blanca sobre el mar
que era un espejo y a medida que se disipaba su resplandor hacia el oriente las estrellas se
esforzaban por llenar el terciopelo oscuro del cielo, una brisa suave refrescaba las rocas que
irradiaban el calor de todo un día. Por todos lados asomaban pequeños cangrejos. Mis testigos.
Entre su ropa encontré su teléfono móvil y se me ocurrió una idea de repente.
Y es que Gregorio también tenía la costumbre de enviar recados de SMS cuando estaba
borracho, por uno de ellos fue que descubrí lo que estaba pasando entre él y mi mujer.
Escribí un mensaje: “Te mereces un hombre mejor, échame la culpa de todo, perdóname”
y lo mandé a su mujer.
Escribí otro: “Mi niña preciosa, perdóname por haber sido tan mal padre. Siempre te amé”
y lo mandé a su hija mayor.
Escribí un último mensaje: “Mi peque, la luna está llena y me habla de ti, a nadie amé, fuiste
la mujer de mi vida, perdóname, estoy algo tomado, ya sabes, tqm” y lo mandé a Alba.
Luego guardé su móvil en la bolsa de su camisa, rodé y levanté como pude a Gregorio y lo
dejé caer por el barranco.
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Rebotó varias veces contra las paredes inclinadas del risco, giró mientras caía y terminó
encajando la cara en las piedras del fondo donde la marea comenzaba a subir y las olas hacían que
su cuerpo se golpeara entre las rocas.
Lo miré un rato mientras pensaba que uno puede aficionarse a cosas como esta, como a
cualquier otra victoria, no es tan difícil entender lo que se siente en un momento como ese. Cuántas
veces otros hombres como yo habrán mirado una escena similar.
No me mire así, en ciertas condiciones cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, usted
mismo lo dijo, además, si lo piensa bien, es posible que todo esto me lo esté inventando ahora
mismo, para divertirme.
Bueno, pues acomodé la camioneta a un lado de la carretera, con las llaves puestas, como
si quisiera que estuviera lista para salir pronto, abrí las puertas, puse un disco en el CD, a todo
volumen bajé su hielera y la bolsa con las latas aplastadas y las puse cerca de la orilla del risco. En la
guantera puse lo que quedó del crac y la cajita del Halapryl con los sobrecitos vacíos.
Recogí mis cosas y eché a andar sobre el asfalto hacia la playa, en el camino me fui quitando
la gorra el tapabocas, los guantes, el impermeable…estaba empapado de sudor. Todo lo iba
poniendo en una bolsa de hule, me tardé quince minutos en llegar hasta donde estaba mi carro, me
quité las fundas para los pies y arranqué.
Llegué a mi casa con las luces apagadas y entré por la puerta de atrás.
Deshacerme de la evidencia fue muy fácil, las latas las mandé reciclar junto con otro costal
que había estado juntando, como es costumbre en mi ciudad, y el resto de las cosas las fui tirando
días después en diferentes depósitos de basura. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de
Gregorio, los periódicos locales se ocuparon de su suicidio por poco tiempo y luego se olvidó, no
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creo que usted se haya enterado de eso. ¿Sabía que esa ciudad tiene el índice de suicidios más alto
de mi país? Y también de divorcios.
No me pregunte si me arrepiento, uno no decide hacer esas cosas, yo no hice sino lo que
dicta la costumbre. Yo también soy un hombre de costumbres.
Lo veo nervioso, licenciado, no se preocupe, a mí me hace bien que usted me escuche, ha
pasado mucho tiempo y ese mar está muy lejos. Ahora usted sabe algo que no puede contar, porque
ni siquiera sabe si es verdad lo que le digo, después de todo estamos borrachos, nadie nos ha
escuchado y a nadie le importa un cuerno esta historia tan descabellada. Vamos a reírnos de eso y
a tomarnos otra ¿qué le parece?
Madrid, 26 de julio de 2007.
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Cuentos breves
El mago ............................................................................................................................... 3
Anillo................................................................................................................................... 5
Mielecita ............................................................................................................................. 7
Agenda.................................................................................................................................... 9
Sed .................................................................................................................................... 11
Hombre de costumbres ........................................................................................................ 13
20
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