Pavel Oyarzún nos hace revivir·em_o cionantes momentos históricos con gran verosimilitud. Su novela El Paso del o;'ablo agarra al lector de comienzo a fin, con la trama, el suspenso y los personajes de otro siglo, con temple de.acero. A fines de 1921 produjeron los más resaltantes eventos de la rebelión de -los trabajadores de la Patagonia argentina, ferozmente reprimida: 1.500 obreros muertos, en su gran mayoría fusilados después de haberse rendido. Esos hechos, conocidos como "la Patagonia rebelde" o "la Patagonia trágica", son contados por Pavel Oyarzún con gran maestría literaria, a través de la huída hacia Chile de un grupo de trece anarquistas, encabezados por su líder el gallego Antonio. · · Junto con hacer todos los esfuerzos por evitar ser atrapados por los militares argentinos, los dirigentes revolucionarios, mientras cabalgan ó l descansan, repasan los combates llevados a cabo, reflexionan sobré sús errores, emiten dudas sobre algunos métodos utilizados, aunque od,o~ tienen la certeza de haber llevado adelante una e·popeya heroic efectivamente quedó registrado en la historia. Paralelamente los soldados del regimiento 10 de caballería, q'-!e ¡:, a los trabajadores, también se enfrentan a evaluaciones, dij ' " sé ::!~~~:~~~~I, sin duda, son los obreros ana;~Ji~t~lf;:~~ ya no existen, co~:-·~onVi!=Si9¡,es tan fuertes qJeAr.fiésgan su un mundo mejo(" par=á' los •~fáqajadores, convén'~iaos·tque sólo J,t'j",¡{ . ~· •·• · hará libres. «• • ·,.;...'!~ ·· ...,,,. :; ' .~ ... O:.: <'t1{' / . , AA,\( ·:oifécÚ,r de edición chileni:N:te' 'ª 'i • , ~· ~ dyt· Recibí un adjunto con lq !JQ~eJp'.d~.P,avel oy· ':- ' ,t;...tJ'-':,•·-·· ·1,t>;,· ..... ~; • -;. ' amigo de leer en Ja Ha.nt;:1Jt1;,.en:p~ae:y ya no e1 füJ~!. MJ~n~i;á~' tift-.®lfa¡~.1t.1,~mpria llega; --p'ágirfa's·:fü~ ) a~·~ · c( Ri ~g_1,-ard lier, 1 ••• P..~,/'e i .(h~rzú 6•;n'$~~-\tjf .;~ s,t ~.~'r(a,r~ációr\°. . 11 '. . ,. N¡3d~W8r~i°;'y'' f1S-m\?.j r#~r~.e'q~'rj'l~i narra~íqñ t ·/ qúe sóltf interií:Wñ 'de°fiio'st~r.·la ¡:{er/cia esti!ístt¿ , - En":E/'ph.$o\ief.6iabRl hay 'h·1i-'?~i~~tp.~ra j9-!1') ¡". f;í; ff/i:>~ú1lcr:i:>~ts'fa_·'Q'i'.Í; ·t~'{gi¡~~1q·f,~~{~~/:~t 1 : '. ; ' s,''fos't ir.'~} p.\,1 ' fi19' .~lf6.{ s~)·.•-.) '5s!f ... ,., ~ ·1•·· ·~ ,~ · d :re~:sprno ~ll9~. Ha·cJ~'I!uc~~ t1~i:11pp qpep 1 ! . ·P. únt<;> d~ v ist ? a~l -~arr~dor,:,~l'.:o ~i9~0, .'!'.y/), i· ,. [astre/ sé ~a.r:iifest~ri?g_n, \ª.!1J?,_lf!~,~s :--; · 1 ·Él Pasp gel Dial?/o}e.'ir~.egrf <fün i~stj<'.,, 1 Anierkan·a: . : ' ~ ~: '.¡ '· ..' "" . , ,/. ,. -Jr > ~u.'~.chfü.; 9 pér~fg·t;d~re. • 1. • ,i'! . ..,;:,; . _ ·,_ • • ',t : _}:\t~1:.-:.~ .:~~~';·:~~t . J PAVEL OYARZÚN DÍAZ (Punta Arenas, 1963) Ha publicado en poesía: La cacería (Atelí, 1989), La jauría desquiciada (Atelí, 1993), La luna no tiene luz propia (Atelí, 1994)1 Patagonia, la memoria y el viento (1999), In Memoriam (Quiniantú, 2002). En ca-autoría con Juan Magal publicó Antología inSURgente: La Nueva Poesía Magallánica (1998). En narrativa ha publicado las novelas El paso del dia~lo (2004)1 San Román de la Llanura (2006)y Barragán (2009). Todas bajo el sello de LOM ediciones. Actualmente se desempeña como encargado de· la Bibliofeca del Patrimonio Austral, proyec, to en el que participó desde·su gestación y cuya admir:,i~tra~i.ón depende de la Corporación fV\LI~ .. ... nicipal de Puhta Arenas. Hp participado en c;liversos enc;uentrós .. -~ . .· ' ~ PAVEL OYARZUN DIAZ ~¡ i ' ' El Paso del Diablo .1 · 1 1 :-¡ i 1 • 1 .' t q J A mis hijos El Paso del Diablo © Pavel Dyarzún Díaz © Edilorial Enlrepáginas ltda. © Manuel Figueroa, portada © Paulo Conlreras Adonis, imagen .de portada Cuidado de la edición y correcciones: Equipo Editorial Entrepáginas Primera edición: LOM Ediciones, 2004 Primera edición para Editorial Entrepáginas, 2012 Registro de propiedad intelectual n' 139367 l:S.B:N 978-956-9156-01-04 Impresión: Dimacoíi Servicios SA IMPRESO EN CHILE/ PRINTED IN CHILE Derechos exclusivos reservados para todos los países. Este libro, como totalidad, no puede ser reproducido, transmitido o almacenado, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluida la portada, sin autorización del autor o el editor. Se autoriza citarlo, indicando la fuente. ,.; ¡ i ,1 1 Están mal acostumbrados los del 1Ode Caballería. Hasta ahora les había ido demasiado bien, ni uno solo de los cabecillas anarquistas se había salvado. Osvaldo Bayer (La Patagonia Rebelde) Decíamos erróneamente vencer o morir, cuando era necesario que dijéramos vencery morir. 1 • 1 1 .:.¡ ,.¡ ! 1 1 . :.&.l 1 Anatole France (Los dioses tienen sed) El Pmo del Diablo Capítulo I Cuando Anselmo Bruna vio a la distancia, casi como puntos grises, a los soldados del 10 de Caballería, supo que él y sus compañeros tenían las horas contadas. Calculó que serían unos veinte o veinticinco hombres, a no más de dos kilómetros de donde ellos acampaban, después de haber huido toda la noche. A pesar de esto, todavía encontraba cierto alivio al saberse oculto entre la arboleda del cerro El Guardián y al comprobar, además, que la tropa hacía un alto allá abajo. Se están alistando para empezar a subir por nosotros, pensó. Hacía frío aquel amanecer del 8 de diciembre de 1921. Bruna bajó los hombros como para enfundarse aún más en su poncho de castilla. Torció las riendas y apuró el paso de su caballo hacia el campamento, donde lo esperaban esos huelguistas que debía sacar hacia Chile, para así salvarlos de las balas, de las bayonetas que 9 El Pmo del Diablo Pavel Oyarz,/11 Dlaz · -podría jurarlo- les caerían encima en cuanto fueran capturados, con él incluido. No sabía cómo se había metido en ese lío. Mejor no le daba más vueltas al asunto. Como sea, ya estaba hundido hasta la tusa. O salían todos o no salía ninguno. No había otra. Todo el territorio de Santa Cruz estaba bajo la ley marcial. Cualquiera que tenga pinta y olor a huelguista, a levantisco, a roñoso anarquista, era ejecutado en el acto. Eso era un verdadero infierno, y ellos encerrados en él. Estaban bajo el fuego del teniente coronel Varela, de la pena · de muerte firmada de su propio puño y letra, tras llegar a tomar el control de la provincia. ¿De quién habrá sido la idea de tirar a matar? A lo mejor fue del propio Presidente lrigoyen. Sí, fue idea de El Peludo, sin duda. O quizás se le ocurrió a su Ministro de Guerra. O a los dos. O a los tres, ¿por qué no? No hay que olvidar a Varela. En una de esas no fue idea de ninguno de ellos, sino de los estancieros que visitaron al Presidente en su despacho de la Casa Rosada, para arrojarle en la cara la noticia de que sus campos estaban infestados de bolcheviques. Que si no hacía algo, toda la Patagonia sería una nueva Rusia. Que eso era cuestión de tiempo. Bueno, quizás no hay que exagerar tanto. Pero somos gente grande, Señor Presidente. A nadie le gustan las revueltas. Y lo peor que podría pasarle a su gobierno es que haya jaleos, sobre 1 1 10 todo con las prox1mas elecciones tan ·cerca. Por lo demás, este embrollo puede llegar hasta el mismo Buenos Aires. Hace rato que toda la Argentina es un paseo para los anarcos. Hay que actuar rápido. Sí, eso es lo más seguro. Eso le dijeron al Señor Presidente. Fueron ellos, entonces, los de la idea de fusilar; los míster. O fueron Varela y el Ministro Moreno. O fue lrigoyen, en solitario. Todos entran en el cálculo de probabilidades. Se puede especular. Pero, ¿qué le puede importar a un hombre escondido en el monte de quién fue la idea de que muera fusilado? Eso le importa un reverendo comino.Ahí lo que vale es la distancia, el filón de piedra, lo empinado de una huella, el alcance de un Máuser, encontrar una salida. Bruna estaba en ese cuento. No podía pensar en otra cosa. Enfrentaba su propia porción de realidad, que era tan verídica como un cadáver calado a balazos. Es cierto, los soldados parecían puntos grises a la distancia, sin embargo los sabía armados hasta los dientes ya bien acostumbrados a liquidar al paisanaje'. Ni se despeinaban en cargarse a un cristiano, o a diez, o a veinte al hilo, si se quiere. A Bruna no le vendrían con historias, porque nadie podría decir que los militares no cumplían con su palabra. Promesas son promesas, y Varela había prometido mucha muerte sumaria. Dos semanas de ley marcial, y ya casi no quedaba 11 El Paso del Diablo Pavel Oyarzrín D faz títere con cabeza. De la bendita huelga, proclamada a los cuatro vientos por la Sociedad Obrera, apenas en octubre pasado, sólo quedaba un reguero de muertos, y sobrevivientes ~ue no hacían otra cosa que portarse como ove1as, dándole gracias al cielo por seguir respirando. Esa era la pura y santa verdad. Pero ahí estaba, sin tener mucho que ver con el asunto, salvo sentirse un poco hermano, un poco paisano de esos huelguistas que lo esperaban un tanto más abajo, en una quebrada del cerro, para intentar el escape. Lindo panorama, como se dice. La planta claveteada de una enorme bota militar aplastando toda esa provincia, y mírenlo _ª él, en ese rincón de la cordillera, con su punado de anarquistas tratando de cruzar la frontera; cargando con ese contrabando fatídico. Quién lo diría. Se estaba jugando el pellejo por completo, porque a esas alturas guardar esperanzas en un perdonazo por parte de los del 10 de Caballería sería ser un soberano pendejo. En eso pensaba. Si aún permanecían con vida, era de suerte. Nada más. Era cierto. Se habían salvado por un pelo de no morir fusilados en la estancia La Anita el día anterior. No, no era un juego de policías y ladrones. Recién habían iniciado la huida cuando escucharon los primeros disparos en plena noche. Sabía, detrás de su silencio, ~ada uno de ellos, que allá muchos de los huelguistas 12 morían como guanacos en la llanura, y que ellos, por lo tanto, debían tragarse su miedo, cabalgar juntos, sin separarse. Tenían que poner tierra de por medio. Las descargas de los Máuser era lo único veraz. Cada tanto les llegaba aquel sonido seco, rotundo, inequívoco. Golpes de pólvora que rasgaban el aire frío, hasta colarse muy adentro en sus oídos. Sus caballos eran rápidos, pero todavía, durante minutos que se eternizaron, fueron alcanzados por el estruendo de los tiros, para que no se olvidaran, ni por un instante, de que la cosa era brava, que no era de mentira. Envueltos en la noche, los trece hombres salieron disparados hacia la cordillera, anunciada como un muro sombrío y lejano. Un trozo de oscuridad dentro de la oscuridad. La frontera entre la vida y la muerte. Debían alcanzarla antes del amanecer. Sabían que la estancia La Anita, a esa misma hora, era un infierno; que los oficiales ya habrían escupido de rabia, maldiciendo el vientre de sus madres, al momento de comprobar que el más buscado de los rebeldes, Antonio, el gallego Antonio nada menos, se les había escapado de las manos. Comprendían, con una claridad que sólo servía de alimento para el miedo, que el ejército no dejaría las cosas así no más. Algo intentaría el capitán Viñas Ibarra, a la desesperada, porque al día siguiente llegaría el mismísimo teniente 13 • 1 1 ' ' ' , 1 1 J· f 1 ' 1 t • ¡ 1 El Paso del Diablo Pavel Oy11rz1í11 Dfaz 'I 1 1 ·I 1 1 1 coronel Varela hasta La Anita, y lo primero que pediría sería la cabeza del caudillo. Así es que debían venir tras ellos, en algún lugar de la noche; furiosos, ateridos, dispuestos a terminar con el trámite lo antes posible. Diez, cien, mil metros como nada. Camino limpio. Kilómetro y medio. Todavía hay mucha pampa delante. Bendito sea Dios, por decir algo. Los caballos dan y no hay obstáculos. Amén. Es un decir. Mientras hubo pampa, hubo velocidad en la huida. Cuando se escapa así, el miedo también se hace más ligero, se soporta por la inercia del propio movimiento. Llanura abierta para el galope sobre coironales. Cruzaban aquel inmenso plano en tinieblas, ganándole metros a la muerte. Ya no escuchaban el sonido de los disparos, o no querían hacerlo. Pero la planicie se termina. Se acaba esa especie de alfombra hirsuta que al parecer les gustaba tanto a los caballos y le quitaba peso al pavor de los hombres. De pronto, los matorrales de la estepa, diseminados, más oscuros que nunca. No eran más que plantas míseras. Pequeñas o medianas matas sin ningún atributo que no fuera su tupida distribución en esas tierras. Unas buenas porquerías, no obstante capaces de hacer detener a los jinetes, porque estaban a todo lo ancho. Qué se va a hacer. Tuvieron que parar, llevando sus caballos al trote. El terreno 14 1 se ponía difícil y el miedo crecía entre ellos conforme aumentaba la dureza de los arbusto~ Yla pendiente de un suelo en ascenso. Estaban por fin, a los pies de la cordillera, mas eso n~ era ?ingún consuelo. Al contrario, iban como en camara lenta, y lo que querían era volar. Al tomar por la ladera de El Guardián, el paso se hizo más cansino todavía, sumamente pesado, entre piedras. Ahora el cerro los recibía con un bosque cerrado de ñires. Se veían inmóviles contenidos por el monte que recién iniciaba s~ altura escarpada, desafiante. Allí, la sensación de ser alcanzados, en cualquier minuto, creció en el espíritu de aq uellos prófugos como una sentencia de muerte. La noche se disipaba. Sin embargo, esa alborada no traía buenos augurios. No tenía nada que ver con el famoso amanecer de los trabaja~ores que tanto les deleitaba proclamar y aplaudir en las asambleas. Sólo en los discursos el alba es igual a esperanza, a redención social, o como se llame. Eso era poesía, en cambio esto era la vida real. El día llegaba como un krumiro, un delator. Pronto se harían visibles. Ninguno hablaba, pero cada uno sabía que con el asomo del sol serían un blanco fácil. Presentían a sus perseguidores ahí, muy cerca. Por eso cada sonido provocado por el viento al enreda~se en un matorral o en los ganchos de un árbol o, simplemente, al chocar contra sus ropas, 15 ,·. El Paso del Diablo Pavel Oyarz1i11 Dfaz le hacía, a más de alguno, voltear la cabeza y escudriñar con los ojos el claroscuro que se iba abriendo a sus espaldas. De todo el grupo, sólo Anselmo Bruna mantenía la vista al frente, en todo momento. Era el único que conocía el camino, la salida. Los demás, se aferraban a la figura maciza de aquel arriero, al igual que los náufragos a un trozo de madera, a una cuaderna astillada, a lo que fuere. Sabían que ese hombre era el único, en todo este mundo, que podría salvarles el cuello. Por eso lo seguían en silencio, dejando muda la angustia, comiéndose sus miedos. * El arriero comenzó a bajar por la estrecha huella que lo separaba del campamento. Hombre de rostro redondo, curtido, con un profundo entrecejo marcado por el viento cordillerano, mantenía, empero, un gesto calmo, ensimismado. No era la primera vez en que su vida corría peligro, y eso se notaba en la forma segura con la que guiaba al caballo, fijando su atención en detalles, con una actitud cotidiana sin denotar la más mínima alteración. Otro, en su lugar, digamos alguien sin la curtiembre del monte, apuraría al caballo, vendría con la vista fija, con un brillo de alarma en los ojos. Pero este no era el caso de Bruna. Sabía lo que tenía I 16 que hacer y cómo hacerlo. Tenía un plan, una ruta, Y la convicción de que si debía enfrentar la muerte, lo haría sin remilgos, porque así Jo habrá querido la suerte. No le arredraban los uniformes, ni las balas, ni los cuchillos. Había visto a la de la guadaña rondándole por ahí varias veces. Se distrajo pensando en su buena estrella que lo había salvado en otras ocasiones. Tocó I~ culata del Winchester que llevaba amarrado a un costado de la montura y continuó bajando. En cuanto lo vieron acercarse, los hombres se pusieron de pie, prácticamente al mismo tiempo. Todos, salvo Antonio, calaban sombreros, vestían chaquetas gruesas, pañoletas al cuello y fajas con las que ataban sus anchos pantalones metidos en las botas, a la usanza de los gauchos. Algunos llevaban ponchos. Agudizaban la vista para mirar bien a Bruna, para detectar en él algún gesto de preocupación o de calma, algo que les diera un poco de certeza en aquella incertidumbre que les mutilaba el espíritu y les azuzaba los nervios. - Creo que no pasa nada -le dijo Miguel Zurutusa, en voz baja, a Esteban Ferrer, quien estaba a su lado. Viene tranquilo el hombre -agregó. Anselmo Bruma llegó hasta donde estaban los hombres esperándolo, a orillas de esa pequeña quebrada flanqueada por árboles. Habían decidido quedarse allí, mientras el arriero partía para confirmar acaso venían 17 ·~' • l r ~ ' ,t 1,. .; 1 ·"' 1 · \ L., J .: 1'..., f• .¡ El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dlaz 1 o no, detrás de ellos, los del 10 de Caballería. No lo confesaban, pero tenían puesta toda una esperanza furibunda en oírle decir que no venía nadie, que podían seguir la marcha hacia Chile, con cierta tranquilidad por ahora. Sentían que toda su existencia dependía de la buena nueva que les trajera, por eso de pronto desviaban la vista hacia cualquier lado o se miraban de soslayo, para luego volver a fijarse en Anselmo Bruna que venía acercándose. Lo esperaban en silencio, pero inquietos hasta la médula. Bruna desmontó con el mismo aplomo y seguridad con los que montaba, pero que una vez en el suelo, se rompían un tanto con ese caminar medio rengo que tenía. La anchura de sus hombros y el grueso de su talle contrastaban, a su vez, con la delgadez arqueada de sus piernas. Antonio se le aproximó de inmediato, mientras los otros, instintivamente se quedaron en su lugar. Reconocían en esos dos hombres una amplia autoridad sobre ellos. No estaba escrito, pero tanto Bruna como Antonio eran los que mandaban, los que decidían. Dependían de ellos. De sus aciertos, la vida; de sus errores, la muerte. Así era la cosa. - ¿Y, Bruna, vienen los milicos? -preguntó Antonio. - Si, como a dos kilómetros. Debe ser una patrulla de veinte hombres, más o menos -fue la respuesta plana y rotunda del arriero. Así, con un tono desaprensivo, Anselmo Bruna oscureció el alma de esos hombres, les arrancó de cuajo toda esperanza de salir a Chile enfrentando sólo los rigores del cerro. Bastaron aquellas dos frases cortas para que cayeran de golpe en su realidad. No se habían librado de la muerte. Todo estaba por verse. - ¿Qué hacemos, entonces? - Descansamos un poco, y luego torcemos hacia el sur, hacia El Paso del Diablo, por allí se cruza a Chile. Los milicos también están algo detenidos allá abajo. De seguro hacen un alto· después se vendrán encima. Si nos fuéramo~ por este lado del cerro, podemos tropezar con los carabineros chilenos, que ya están avisados de estas revueltas. El Paso del Diablo es cabrón, pero n~ tenemos otra. Allí se pasa de a uno y con cuidado. Todos los arrieros le sacan el q.uite. Muchos se han caído. Cuando lleguemos, s1 es que llegamos, yo les diré cómo pasarlo. El que tenga miedo, se cae. Cuando un jinete tiene miedo se lo traspasa al caballo, el animal enloquece, se arroja al barranco -dijo Bruna, manteniendo el tono calmo, el mismo que usaba para dar los buenos días a un paisano en el monte. Antonio permaneció en silencio. Aceptó de inmediato el plan del arriero. Estaba resuelto a seguirlo hasta el mismo infierno. Él, menos que nadie, podía vacilar un ápice en esos momentos. 18 19 f El Paso del Diablo Pavel Oyarztí11 Dlaz El ser atrapado por los soldados significaba, aparte de una muerte segura, el desplome total del movimiento. La causa no había prendido lo suficiente entre aquellos hombres de la llanura. Así lo confirmaban los hechos. Ellos eran el último núcleo anarquista, la última reserva de revolucionarios que quedaba libre. Debían sobrevivir. Pensaba en eso, mientras les echaba una ojeada a sus compañeros, cada cual manifestando su alteración con gestos enervados en las manos, con miradas erráticas hacia cualquier parte. A pesar del aire patibulario que se respiraba, Antonio sostenía una actitud decidida y serena. Creía en Anselmo Bruna. Se mantenía a su lado esperando la orden del baqueano, para continuar la marcha hacia Chile. Pero Ernesto Mena no estaba para hacer altos en el camino, ni para oír de pasos del diablo o lo que sea. La Patagonia, como él sabía, estaba llena de quebradas, barrancos, orillas y desfiladeros, que eran propiedad del demonio. De todo el grupo, Mena era quien se había mostrado más ansioso por salir de La Anita. Prácticamente tiró de sus compañeros para emprender la huida. A todo aquel que se detuvo y volteó un segundo para lanzar una mirada rápida, quizás buscando el rostro de algún compañero, entre los cientos de hombres que se quedaron, a modo de despedida o algo así, Mena lo llenó de juramentos, tomándolo del cuello, sacándolo hacia los corrales donde, por fin, montaron en los caballos. Si nadie hubi ese decidido escapar del lugar, lo habría hecho solo. Él no estaba para entregarse. No caería en manos de esos cabrones. Así lo juraba. Tenía que huir, así perdiera el alma en hacerlo. Y ahora, en el monte, seguía con ese evangelio. Era el más nervioso, el más desesperado. De modo que se adelantó para preguntar, atropellando las palabras: - Oiga, ¿usted está seguro que por allí podremos salir sin que nos cacen los milicos? . Bruna no le respondió, sólo le miró un rato, contrariado, molesto con la pregunta. Más bien fue un vistazo, pero agudo, como midiendo a Mena, tratando de adivinar de qué tipo de hombre se trataba, cuánto valía. Antonio notó la molestia del arriero. Cárdenas y Perdomo también lo notaron. Y quizás otros más. Macayo y Galindo Villalón. Es probable. Sin embargo, Ernesto Mena pasó por alto el gesto de Bruna. Le preocupaban otras cosas. Tenía poderosas razones para sacarle filo a su miedo. Había sido carabinero en Chile y adivinaba lo que pasaría con él si lo atrapaban, convencido, como estaba, de que los del 10 de Caballería ya tenían esa información en su poder. No por nada el mismo teniente coronel Varela afirmaba que carabineros y militares chilenos conducían a los alzados, con el propósito de arrebatarles la . l . ,_ r~ :¡ ' 20 21 ••I 1 ' El Paso del Diablo Pavel Oyarzrín Dlaz Patagonia a los argentinos. Él, al igual que gra,n parte de los dirigentes de la huelga, conoc1a ese argumento proclamado por el ejército y los de la Liga Patriótica. De ahí que llegaran, al territorio, tan bravos, botando espuma por la boca, declarando una guerra a muerte a los huelguistas. Todo el tiempo le daba v.ueltas a e~e asunto. Por eso fue el primero en segmr aAntomo, a Bruna, que ofreció sacarlos hacia Chile, cu~ndo en la última asamblea la inmensa mayona de los hombres decidió entregarse a las tropas, con la ilusión de que no hubiera fusilamientos. -Por eso huyó como lo hizo. Por eso no perdonó distracciones y arrastró a algunos hacia donde estaba Antonio. Por eso, una vez en la llanura, le picó tan fuerte a su caballo. - ¿Cuánto tiempo paramos? -volvió a preguntar el gallego. - Una hora, a lo más -dijo Bruna-. Los animales tienen que descansar un poco. Anoche casi los reventamos. Además, los milicos también están parados. Tienen que preparar la subida del cerro, como les dije; y no son muy buenos con los caballos -agregó. - Nosotros tampoco -pensó Antonio. * Un tanto apartados del resto, Anselmo Bruna y el gallego Antonio se sentaron a conversar. En 22 1 realidad, fue Bruna el que buscó la charla. -Sentía curiosidad por saber algo más de aquel hombre, de aquel español que levantó a los peones de las estancias en contra de los patrones, del gobierno, de los militares. Lo veía allí, tan joven y adusto, y sin embargo, tan resuelto y enérgico en sus gestos, con tanta ascendencia sobre sus compañeros. Una ascendencia implícita, no proclamada, pero que se podía respirar. Era el líder máximo de los huelguistas, con sus veinticuatro años escasos y una estatura que se empinaba por sobre el metro ochenta y cinco. Rubio, blanco, con su gorra de ferroviario, inconfundible entre el paisanaje de las estancias, entre aquellos hombres bajos, morenos, siempre callados, metidos hacia adentro. Y él, como un personaje salido de un relato de Nicolái Ostrovski (hubiese estado perfecto en Así se templó el acero), esgrimiendo un verbo incendiario, lleno de imprecaciones para ese tiempo de injusticias, con una fe ciega en el porvenir de los obreros, en la revolución, en el paraíso en la tierra que les esperaba como la tierra prometida. El gallego Antonio encendió un polvorín en las llanuras de la provincia de Santa Cruz. Jugó con fu ego. Toreó a los poderosos. Y después de tanto jaleo, ahí lo tenía Bruna, sentado a su lado, con sólo un puñado de compañeros siguiendo sus pasos, su destino de anarquista acorralado. Allí tenía al hombre más buscado de la .Patagonia, al que 23 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dfaz todos los soldados querían fusilar, para después exhibirlo como el trofeo de guerra más preciado. Entonces, no podía menos que sentir curiosidad ante ese hombre, ese caudillo surgido de quién sabe dónde. Después de todo, su propio cuello estaba unido al destino de Antonio; así sea, saliendo hacia Chile, o terminar juntos, recibiendo una muerte de perros. - Bueno, Antonio, y después de todo esto, ¿qué vas a hacer? -dijo Bruna, aguzando la vista, buscando el rostro del gallego. - Lo primero es salir. Después me regreso. Vamos a seguir con la huelga. Estos milicos cabrones no saben de lo que es capaz el pueblo trabajador. Ahora matan a mansalva, pero no siempre va a ser así, mi amigo -respondió, dándole a sus palabras un tono de sentencia y mirando al arriero con una intensidad sostenida en el brillo de sus pupilas. - Mira, yo no sé mucho de huelgas. Soy solo. He vivido años pasando de un lado a otro de la alambrada. He visto muchas cosas. He visto morir hombres por una partida de naipes. No tengo miedo. Tú sabes que bien pude haberme largado mucho antes, pero aquí me tienes. A mí los uniformes no me asustan, pero sí estoy seguro que esta vez la cosa se puso brava de verdad. Con los milicos no se juega, sean chilenos o argentinos, da igual. Ellos primero disparan, después preguntan. 24 - Pero el año pasado también llegaron, con Varela y todo, y se pusieron de nuestro lado. Dijeron que teníamos razón. Que había mucha explotación en los campos. Eso hasta lo firmaron. El mismo Vareta lo firmó-interrumpió el gallego. - Eso fue el año pasado -retrucó Bruna-. ¿Qué esperaban ustedes? ¿En verdad creían que los patrones les iban a aguantar otra huelga? - Si no hay huelga, no hay avance para los . trabajadores. Los patrones no te regalan nada. Cada derecho hay que arrancárselos de las manos. No hay otro modo. Mira, hay acuerdos firmados, y no cumplieron con ninguno. Rompieron su palabra. Después vinieron los arrestos. Esta huelga es también por la libertad de los compañeros presos en Río Gallegos. Otros fueron deportados. Entraban a las casas a culatazos. Dando gritos. De noche.No respetaron niños ni mujeres. Todo este movimiento es contra el abuso, contra las redadas -señaló Antonio, algo molesto por la pregunta de Bruna. - No, si está bien, yo entiendo eso -afirmó el baqueano-. Lo que digo es que los patrones, que son los que mandan a los milicos, no aguantan mucho. Además son todos gringos, y ésos no se andan con chicas. Les tocas el bolsillo y te cortan el cuello. Mira, es la vieja historia. Tú lo sabes. Primero estaban los indios. Después llegaron los gringos que los echaron a balazos, los 1 ' 1~ ; 1 1 1 •• 11 ·. 25 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz arrinconaron hasta hacerlos parecer una colonia de piojos. Llegaron los gringos, de Europa, de Norteamérica, de donde sea. Hambreados, desesperados. Empujados por las guerras, las pestes o quién sabe. Y vieron estas tierras que estaban botadas, al alcance de la mano. Después, se hicieron dueños de la tierra, y no les costó un centavo. Vieron debajo del agua, como se dice. No como los paisanos, los criollos, que nunca vieron nada. Nunea vieron lo que valía esta tierra. Ellos, sí. Había mucha pamP.a para el pastoreo. y estaba regalada. Así escaparon del hambre Y -se hicieron ricos. Ahora viven en Buenos Aires, en sus casonas, a cuerpo de rey. Vienen aquí una vez al año, se pasean como pavos por sus propiedades, pero fue aquí donde ~n v~rdad se hicieron patrones. Esta tierra los hizo neos, los ·hizo engordar a ellos y a sus hijos. Y los hijos de sus hijos también engordarán gracias a esta tierra. Bueno, tú conoces la historia de sobra. - Claro que la conozco. No es necesario que me la cuenten. - Con mayor razón, entonces. ¿Qué puede hacer una federación obrera contra ellos, hombre, y contra los milicos? - Si les vamos a temer a los patrones y a los milicos mejor nos metemos a un convento. Hay que luchar por la clase. No siempre estaremos abajo -se apuró en decir Antonio. - ¿Y dónde cresta han ganado los de abajo? 26 1 - En Rusia, y hace sólo cuatro años -co'ntestó el gallego, afirmando su respuesta con la mirada y el arco de sus cejas en alto. - Eso será en Rusia, pero aquí tenemos a los perros detrás, y rabiosos -sentenció Anselmo Bruna-. Mira, Antonio, tengo más de cuarenta años, y eso para un arriero es mucho tiempo. Aprendí a pelear por lo mío. Cuando confías mucho en la gente, entregas la espalda. Tú querías quedarte a pelear allá en La Anita, me lo dijo Ferrer. ¿Yqué te respondieron los paisanos? Muchos de ellos anoche tienen que haberse ido como corderos al matadero, y todo el día de hoy. Tienes que saber cómo mataron en Río Chico, en Punta Alta, en Boca del Tigre, y quizás dónde más. Yo lo sé. Aquí los arrieros nos enteramos de todo. Fue así. Es así, compadre. No de otro modo. Además -dijo, mientras sacaba de debajo del poncho un papelillo para hacerse un cigarroen esta huelga no había héroes, Antonio. Eso es lo que pasa, no había héroes. A lo mejor había mártires, pero las guerras las ganan los héroes; los mártires, las pierden. - Puede que tengas razón, pero teníamos fe, como diría un creyente -le aseguró Antonio, manteniendo el encono de su voz. - Si, pero recuerda que la fe es hija del mi.edo. - Yo, por lo menos, quería pelear. Les dije que nos fuéramos a los montes, que allí seguiríamos con la huelga. Todavía lo pienso así. 27 r El Paso del Diablo Pavel Oyarztin Díaz ' - Ahora estamos en el monte -expresó Bruna, con algo de sorna en su tono. - Sí, pero somos trece, pudimos haber sido trescientos o más -respondió Antonio, mirando hacia donde estaban sus compañeros, todavía en silencio, esperando a que ellos, por fin, terminaran con la charla. - Bueno, pero ya no se dio. De aquí para adelante comienza otra historia, de eso estoy seguro. Han matado mucho. Lo importante es que ahora logremos pasar a Chile y contar el cuento por lo menos -agregó Bruna, esbozando una breve sonrisa a modo de saludo hacia aquel hombre derrotado, que huía por su vida y que, seguramente, revisaba una y otra vez, en su memoria, lo sucedido la tarde anterior, cuando creyó que podría convencer a sus compañeros para dar la pelea, que ahí estaban los montes para su guerra proletaria; ahí, esperándolos: no todo estaba perdido para la Sociedad Obrera. Veía en el rostro de Antonio, de aquel español que le seguía pareciendo inusitadamente joven para ser el líder máximo de la famosa huelga, esa rebeldía pura, limpia, casi cruda, y que le hizo apreciarlo de inmediato, porque a pesar de aquellas horas urgentes, Anselmo Bruna sabía ver 1~ madera de la que estaban hechos los hombres. Luego volvió el silencio al campamento, aquella tensa mudez tras la cual se parapetaba la angustia de los prófugos, hasta que Bruna, una vez terminado su cigarrillo, el que fumó con lentitud, y dispersando el humo con las manos, se paró y dio la orden de preparar los caballos. Cada uno asumió la tarea de asegurar aún más las monturas, de apretar bien las cinchas, de amarrar los quillangos. Por su parte Bruna, Antonio y Ernesto Mena revisaron los Winchester que portaban, aquel menguado arsenal que en aquellas circunstancias cobraba un valor superlativo. Antonio distribuyó las balas que tenía en los bolsillos de su chaqueta. Eran alrededor de treinta, treinta y dos tiros. Quizás un poco más. Metió enseguida cinco en su arma, para completar la carga. Le pasó diez más a Bruna, las sobrantes se las repartió con Mena. Bruna las aceptó de buena gana, ya que aunque su rifle siempre estuvo con carga completa, una nueva provisión nunca estaría de más. Cómo no le voy a dar a un milico con una de éstas, pensó. - De aquí para arriba, en fila india -les dijo-. El camino empieza a estrecharse y debemos acostumbrarnos a pasar de a uno. Cuando lleguemos al Paso del Diablo se darán cuenta por qué. 1 l 1 ·1 1 . i l¡l1 t * Esteban Ferrer era el más joven del grupo. Delgado, de mediana estatura y rostro más bien 1 ,.., ,,.,, ' ' ti 28 29 11 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Díaz 1 1 ! cetrino, ojos oscuros, grandes, con un brillo alegre, vivaz, como los de un niño ante un estero o una laguna recién descubiertos. Dieciocho años de edad y un sublime sentido del deber a cuestas. Algo extraño en alguien tan joven y tan resuelto a cumplir con su palabra. Una actitud de hombre cabal que, por cierto, desbordaba con largueza las líneas de su rostro todavía marcado por la niñez. Cabalgó con el grupo de Antonio durante la huelga. Iba entre aquellos jinetes, con el credo revolucionario en la boca, levantando a los ovejeros de las estancias,· juntando las pocas armas encontradas, arreando a los caballos para la causa. Estuvo con él en San José, cuando lograron escapar a una emboscada tendida por los soldados, rompiendo el cerco a puro galope y disparando al ·aire. Lo siguió hasta La Anita. Lo apoyó en la idea de quedarse a pelearle a la tropa. Estaba dispuesto a irse con él, también, a los montes y desde allí resistir. Y por supuesto que fue uno de los primeros de la partida en seguirlo en aquella huida hacia territorio chileno. Jamás mostró un atisbo de duda o de remordimiento. Jamás una queja o una leve inclinación de su voluntad ante el peligro, le hizo trastabillar de la causa ni del caballo. Su entusiasmo, en las jornadas de la huelga, era parecido a una fe religiosa auténtica, en lo de tenaz y omnipresente que ésta tiene. Yahora, cuando los hombres esperaban a que Bruna y Antonio decidieran iniciar la marcha sintiendo que venían los soldados muy cerca: y por tanto impacientes, irritados; cuando ya más de alguno, incluso de los más decididos, les lanzaba un par de puteadas para sus adentros, Esteban Ferrer aguardaba la orden en completa calma. Así como creía en la causa, tenía fe en Antonio. Le admiraba como a un padre. Nunca desoyó un mandato del dirigente. Cuando entraban en las estancias, el mandamiento era no matarás, ni a estancieros, mayordomos, capataces ni a nadie; sólo juntar la caballada, llevarse comida y armas, pero nada de balear a mansalva. Tampoco un atisbo de robos ni borracheras. La causa era anarquista, por lo tanto bravía y pura, inmaculada. Era una ley de Antonio, y Esteban Ferrer la cumplía. Pero si, por el contrario, si acaso no hubiera existido más remedio, ninguna otra alternativa, y entonces Antonio hubiese ordenado que disparasen a mata1~ lo habría hecho sin contratiempos. Esteban asumía su deber de aguardar. Ellos sabrán cuándo partimos, pensaba el muchacho. Había aprendido a afrontar obligaciones desde niños en la estancia Esmeralda, donde había nacido y se había criado entre esos hombres hechos de silencio. Su tiempo era el de las faenas. Allí, en los galpones de esquila, dejó su niñez de llanura y cielo abierto; de caballos, 30 31 El Pnso del Diablo Pnvel Oym·ztín DíllZ ~·~ 1 de arreos. Aquel pequeño fragmento de la pampa supo de su presuroso camino de niño a hombre. Sobre aquella estepa labró también el culto a sus padres. Creció a la sombra de aquella servidumbre menor. Ambos se le venían siempre a la memoria. Veía pasajes de su infancia, jornadas, temporadas completas. Lugares de crianza. Galpones que ocultaron sus primeros juegos, y que sin darse cuenta se fueron volviendo cada vez más duros, hasta convertirse en trabajos, en cansancio, en jornales. El muchacho lograba distinguir claramente el rostro de su padre al despedirse de él, cuando junto a su madre le dijo entristecido que partirían a Río Gallegos, que tenían miedo a la huelga, que la cosa no se veía bien, que se fuera con ellos. Había temor en el hombre, en la mujer. Pero Esteban no le obedeció. Era la primera vez que ante esa voz tutelar extendía su mano de hombre y en voz muy baja le decía que no. Hubo una pausa. Luego levantó el tono, para agregar que su deber era apoyar el movimiento, porque era militante de la Sociedad Obrera y no podía abandonar a sus compañeros ni traicionar lo aprobado en las asambleas. Tema resuelto. No hicieron falta más palabras ni gestos. El asunto era así, era cuestión de honor, de palabra empeñada. Por eso estaba aquella mañana allí, a orillas de esa pequeña quebrada del cerro El Guardián, con Antonio y los demás, huyendo haci~ Chile, restregándose las manos para pasar el fno, en completo silencio. Aguardando una orden. Se hundía en sus recuerdos como nunca. Era casi instintivo. Lo necesitaba para darse coraje. Recurría a las evocaciones a través de imágenes frescas, nítidas hasta en sus más mínimos detalles. Veía el campo, la llanura. Veía hombres en las faenas, casas, máquinas, animales. Allí, en la secuencia de retratos, alistaba su voluntad. Ese era su método. Iba tras ese tiempo para templar su ánimo, alimentar su valor. Verificaba su breve historia personal. Repasaba sitios, puntos exactos. De todos modos, una imagen era más alta y clara que todas. También la más recurrente: el padre. Y eso no tenía nada de extraño en realidad. Su vida entre ovejeros devotos de aquella obsecuencia forjó en él un sentido de veneración por la figura paterna. Eran hombres endurecidos en el trabajo, pero que sin embargo mantenían un inveterado gesto de obediencia total. Esteban cultivó aquel fervor de hijo. No podía ser de otra manera. Como la de aquellos, su apego era adusto, severo, silente. Un_, sentido de observancia filial, por tanto, gu10 sus actos desde siempre. Sumisión que esos hombres extendían, a su vez, hacia todo símbolo de autoridad humana o divina. Por eso eran esquivos comúnmente, envueltos en el silencio, para ocultar el miedo, los estragos i ~: 1 • 1 ! 1 1 32 33 1 1: 1· ¡' El Paso del Diablo Pavel Oyarztln Dfaz 1 1 t de la existencia en la llanura, la incertidumbre; aferrados con una fruición religiosa al azar y a las supersticiones. Hizo falta, entonces, la acción de una vanguardia suficientemente resuelta, trayendo un nuevo evangelio, una causa tan amplia y redentora como la anarquista, para que Esteban, como otros jóvenes del campo, actuaran siguiendo los mandatos de la Idea , la causa revolucionaria, arrastrando a cientos de hombre.:5 directo a la huelga general. Había motivos de sobra. Así le torcieron el cuello a la bestia de la sumisión, aun cuando todo aquello, pasado el entusiasmo de las primeras semanas del movimiento, se abriera entre ellos como un destino incierto, un itinerario en tinieblas, y que pronto se les aclararía, porque ese destino adoptaría formas muy simple, muy rotundas, digamos, las de una munición de guerra, las de una fosa común. . * - Vamos a bordear esta quebrada hasta aquella punta que ven allá. Después, empezamos a subir. El camino es malo, con mucha piedra. Así que iremos lento. Si tenemos suerte llegaremos al anochecer -dijo Anselmo Bruna, rompiendo el silencio en que se encontraban los hombres, tras haber alistado los caballos, soportando el paso de esos minutos a duras penas. 34 - ¿Qué pasa con los carabineros chilenos? -preguntó Antonio. - Ellos están más hacia el norte. No creo que esperen que crucemos por El Paso del Diablo. No son tan vivarachos. - ¿Y los milicos, mi amigo? -inquirió esta vez, a boca de jarro, Rogelio Perdomo, un uruguayo bravo, pero socarrón con las palabras-. ¿Se olvidó de los milicos o hacemos como que no existen? - Los milicos se irán derecho hacia la pasada que está más cerca de los pacas. Si tenemos suerte, demorarán harto en darse cuenta que nosotros torcimos para el lado sur del cerro. Así ganaremos algo de tiempo. Bueno, todo eso con suerte, porque de seguro ahora mismo apuraron la marcha. A lo mejor, hasta traen caballos de recambio. Saben que si no nos pillan hoy, ya no nos pillan en su perra vida -aseguró con firmeza Anselmo Bruna. - No otra, botijas -dijo Perdomo, . nos queda . sonriendo y mirando a Ernesto Mena y a Galindo Villaló_n, quienes a esas alturas no estaban para expresiones coloquiales ni sonrisitas. Ellos, tal como José Cárdenas, Macayo, Ramos, Miguel Zurutusa, o cualquiera, sólo ansiaban cubrir cuanto antes el último tramo en territorio argentino. Marcaban el acento de su desazón con un profundo sigilo, que interrumpían de vez en cuando con algún monosílabo, o mascullando algunas frases más bien para sí mismos. 35 El Pt1So del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dlaz Bruna le echó una ojeada de refilón a Perdomo. No era hombre de mucha paciencia con los que demuestran, en plena estacada, demasiada soltura de lengua. Él sabía de riesgos totales, conocía el peligro. Los hombres que lo enfrentan no lo hacen hablando. La muerte es muda, pensó. . - Preparen sus caballos y tengan los rifles listos -agregó el arriero. Antonio tomó el Winchester. Lo mismo hizo Mena. Se cercioraron, casi maquinalmente, de llevar las balas que tenían en los bolsillos. Las empujaron hacia el fondo, como para asegurarse, todavía más, de no perderlas en el trayecto. . De pronto alguien, pudo haber sido Florentino Macayo, nombró a Ángel Vargas, inuerto cerca del llamado hotel Esperanza, que no era más que un refugio precario para los hombres de la llanura. Allí, a unos metros de ese lugar, Vargas fue fusilado. Lo hicieron de noche, por lo cual los soldados le ordenaron encender un fósforo para poder apuntarle bien, para no perder tiros. Y Vargas lo hizo. Era de no creerlo. Sostuvo el fósforo casi a la altura de la cara, para que las balas llegaran al punto exacto. La mención de su nombre dio de lleno contra el pensamiento de Antonio. Quizás ese caso resumía, en toda su ferocidad, su propia derrota. La derrota de todo el movimiento. Así, impávidos, sumisos, 36 enfrentaron la tragedia. Le costaba aceptar la actitud de sus compañeros. No comprendía eso de entregarse, de ir hacia la muerte de ese modo, hasta obedeciendo, como si todo eso no fuera más que un sueño del cual pronto despertarían. De dónde tanta mansedumbre, tanta resignación suicida, se preguntaba. Aquel gesto inerte que mantuvieron incluso cuando llegaron las tropas a La Anita y se presentaron ante ellos los dos oficiales con el ultimátum del capitán Viñas Ibarra. Los vieron avanzar entre todos ellos, enfundados en sus uniformes grises, calzando botas de montar, altas y estrechas, a la inglesa, con correas y pistolas al cinto, con los grados inscritos en los hombros de sus chaquetas militares. Así pasaron, entre cuatrocientos o más obreros, sólo dos hombres, altivos y ufanos, que no se dignaron a mirarlos siquiera, directo a comunicarles la sentencia a los líderes de la huelga: rendición incondicional o balas. Nada de tratos. Yaunque el hecho de saberse vencedores de antemano les hacía sobreactuarse en la sincronización de sus movimientos, llevando un paso marcial exagerado en su ritmo, en su marcación, más digno de personaje de opereta que de representantes de un ejército, con eso les bastó para dejar a centenares de huelguistas completamente inmóviles, como si estuvieran estaqueados al suelo o muertos por adelantado. Dos hombres, tan sólo. Dos oficialitos muy 37 f1 ,! 1 1 ' 1 t, ,. 1 ·- ~ El Pnso del Diablo Pavel Oyarzún Díaz jóvenes, que ni se inmutaron al verlos allí apiñados, vestidos a lo gaucho, pero más humildes todavía, con sus chaquetas gruesas, de tela tosca, sus sombreros y pañoletas terrosas al cuello, sus botas hechizas, de cuero crudo de oveja o de caballo, con sus quillangos en el suelo, y un silencio premonitorio que les tapiaba las bocas. Una .Y otra vez se le venía a la memoria la imagen de sus compañeros paralizados, anticipándose a la muerte, y con los soldados allá, a no más de trescientos metros de las casas y los corrales, de los fardos de lana que · ellos habían arrojado a la entrada de la estancia, como una especie de barricada medrosa, de trinchera suplicante. Entonces, cuando todas esas imágenes se le venían encima, y para despejar la multitud de aquellos rostros que · asaltaba su ·memoria, Antonio /)e llevaba la mano al pelo o a los ojos con fuerza, tal como si pudiera desbaratar ese recuerdo con un simple golpe de mano. * Ycomenzó la marcha hacia El Paso del Diablo. Los jinetes en fila, demacrados por las horas de apuro, de insomnio, de hambre, eran la expresión patente de todo un movimiento derribado. Allí, en esa lenta ascensión por un costado del cerro El Guardián, iban los sobrevivientes de una 38 lucha cuyo final no entrevieron ni en pesadillas. Apenas un mes antes eran los dueños de la provincia de Santa Cruz. Cruzaban los campos en grandes montoneras, de a caballo, con una bandera roja en la avanzada. Iban y venían por la llanura. Entraban a las estancias dando vivas a la huelga. De una estancia a otra, sumando hermanos a la causa. Desde Esperanza a Punta Alta, cruzando el río Coyle, hasta Tapi Aike, luego hasta El Cerrito, y en todas partes los ovejeros montaban en sus caballos y se les unían. Sí, ahora les parecía que había pasado mucho tiempo desde aquello. Todo estaba tan lejano, a la hora de la prisa entorpecida que llevaban, de ese estupor mudo que les inundaba el pecho al saberse perseguidos, huyendo por sus vidas. Por eso no se decían nada, sólo seguían el tranco pausado detrás de Anselmo Bruna. Su mudez se incorporaba al silencio de la Patagonia, que más bien semeja un muro, o una lápida. Cada uno de ellos metido en su propio pensamiento, en recuerdos o retratos, tratando de ordenar la locura de esos días, donde se desplazaron, sin darse cuenta, de una huelga parecida a la revolución, hasta el infierno de una derrota sin gloria. Cada uno de ellos tenía uno o varios muertos en su memoria. Muertos que se incorporaban cada tanto con sus rostros difusos, o a veces tan nítidos como si estuvieran viéndolos, que los distraían de ese andar sobre 39 El Paso del Diablo Pavel Oyarz 1i11 Díaz caballos, de aquel ascenso tardo, perseguidos de cerca, con la vida puesta a un precio muy bajo, digamos, el de un guanaco. Llegaron, por una estrecha cuesta, hasta una punta de piedra desnuda. Bruna se detuvo y les indicó con la mano: - Hacia allá está la frontera. Allí hay un paso donde ya deben estar los pacas esperándonos con los brazos abiertos -agregó irónico, en voz baja. Desde ese lugar, torcieron hacia el sur. Las montañas recibían toda la luz del mediodía. Allí el paredón azul oscuro, que cubre las enormes masas de hielo que se encuentran del otro lado, se les mostraba imponente, o más bien implacable en su altura fría, solitaria como ninguna otra del planeta. Paisaje conmovedor, sin duda, pero que los hombres no veían, porque no podían verlo, porque huían más derrotados que desesperados quizás, porque nada tenía sentido ya, salvo seguir la marcha, seguir a Anselmo Bruna adonde el demonio lo llevara. Antonio ·rompió el silencio de la columna. Necesitaba hablar de algo, disgregarse en la conversación para espantar los recuerdos que lo acechaban. Rostros de aparecidos allí, en el centro de su memoria. Muchos rostros. Pero uno más claro que todos. Un rostro joven, alegre, más tarde crispado, rabioso. Era el de Pablo Shulz. El rostro resuelto de Pablo Shulz. Y unida 40 a esa expresión corajuda, su voz inconfundible de luchador, de anarquista genuino, de médula y osamenta. El alemán debería ir ahora con nosotros, pensó. Pero se quedó allá, con todos, porque así lo decidió la mayoría de la asamblea y para él eso era sagrado. Si la asamblea hubiese decidido pelearle a los milicos, lo habría hecho gustoso, hasta con los dientes. Pero decidieron entregarse, rendirse sin luchar; esperar el castigo de a uno, sin moverse; sin siquiera berrear. Así no más. Quietos ante los soldados. Y así lo habrá hecho Shulz, él que por sobre todas las cosas quería dar la pelea, ganarse el honor de morir luchando, cumplió, no obstante, con su deber de militante. Acató la decisión de la mayoría, y se quedó. No lo siguió en la huida. Entonces, el gallego tenía que romper el silencio. Impartir algunas órdenes para espantar fantasmas. - Revisen sus bolsillos, compañeros. Cualquier documento o papel que nos delate deben romperlo enseguida. Pronto estaremos en Chile, y allí nos seguirán buscando. - Eso es -refrendó Bruna-. En Chile los pacas son cosa seria. Siempre cargan a los extraños. Los conozco, y ellos conocen los caminos y a la mayoría de la gente de esos lados, de los campos. Cuando estemos en Chile, primero nos iremos bordeando el río Baguales. Después, tenemos que alcanzar Puerto Consuelo. 41 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dlaz - ¿Hasta dónde? -interrumpió Antonio. - Hasta Puerto Natales. - Natales -repitió el gallego-. Allí hay una federación obrera fuerte. Hace unos años los obreros se tomaron el pueblo, se enfrentaron a la policía y los derrotaron. Fueron dueños de Natales por algunos días. Tuvimos noticias de eso en Río Gallegos. Me acuerdo bien. - ¡Chucha, lindo lugar al que nos vamos a meter! -exclamó Ernesto Mena. - Pero ya no pasa nada allá. Todo está tranquilo. La cosa terminó ahí. Los milicos · arreglaron el problema -aseguró Bruna. - ¿Cuántos días de camino hay hasta Natales? -interrogó Antonio. - Una vez pasado El Guardián, tres o cuatro días, a lo mejor cinco, todo depende -concluyó el arriero. Los hombres se dieron a la tarea de verificar si en sus bolsillos había algún documento comprometedor. Algunos encontraron tarjetas de identificación y cartas de familiares. Las rompieron y fueron diseminándolas, con cuidado, por el camino, para que no quedaran rastros a simple vista.A estas alturas la identidad es una condena aquí y en Chile, pensaban. Rogelio Perdomo retuvo un papel que llevaba en el bolsillo. Lo extendió y lo fue leyendo · durante un rato. Miró hacia atrás y vio a José Cárdenas que lo seguía en la pequeña columna. 42 Cárdenas era un hombre bajo, moreno, d"e pelo grueso y ojos un tanto achinados. Tal vez el más callado de todos. Un chilote como tantos como la gran mayoría de los peones de la~ estancias de Santa Cruz. Chilote, como casi tod?s los fus ilados. Como la gran mayoría que voto a favor de entregarse al ejército en La Anita, aquel 7 de diciembre, en la tarde. Aquella impávida mayoría que recibió la muerte así1 sin • chistar. Perdomo estiró su brazo hacia atrás y le pasó el papel. Era una proclama de la Sociedad Obrera de Santa Cruz. Se leía, en letras de molde y destacadas, las palabras huelga y boycott. -Tomá, Cárdenas-le dijo Perdomo, mirándolo y esbozando una mueca irónica, a modo de sonrisa-, un hombre debe saber por qué le vuelan la cabeza. 43 1 El Paso del Diablo '·l... Capítulo II •1 ¡ Los hombres empuñaban las palas con fuerza. Las empujaban con el pie, para hundirlas un poco más en la tierra. Llevaban más de una hora en eso. Hora y media, quizás. La fosa se los iba tragando. Cada tanto se miraban de reojo, como pensando en hacer algo, a lo mejor detenerse, pero continuaban con su trabajo. Caían las primeras sombras de una noche tardía sobre la pampa. Dos hombres morenos, vestidos como gauchos, en completo silencio, parecían querer detener el tiempo con la parsimonia de sus gestos, con esa lentitud de otro mundo puesta en cada palada que arrojaban. A diez metro de ellos, cuatro soldados contemplaban la escena en compás de espera.No los apuraban. No les decían nada. Permanecían allí, apoyados en sus fusiles, fumando o distraídos en mirar la altura cordillerana que se recortaba contra el cielo encapotado. Tampoco hablaban entre sí. Sumaban su mudez a la de 45 "' 1 ' 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarztín Díaz esos dos que cavaban. Sólo el sonido ripiado de las palas lograba romper aquel silencio funesto que se respiraba en el aire. De pronto, y siempre con su pistola Mannlicher en la mano, el sargento Valenciano se acercó a verificar el resultado del trabajo. Los hombres se detuvieron. Asintió. Se veía conforme. Les dijo que. hasta ahí estaba bien, porque no era necesario que fuera tan profunda. Les mandó que soltaran las palas, salieran de ese pequeño abismo, y se quedaran allí, parados, inmóviles. Lue_go regresó, y mandó a que los · sold,idos formen una· línea de tiro. Ninguno de ellos le miraba, sólo lo hacían al frente. Ordenó fuego. Todo muy rápido. Cuando gritó fuego, su voz se confundió con el estremecimiento que sacudió a los dos hombi·es de pie, delante de · la fosa; ·como si no mediara un instante apenas entre la orden y la llegada de los proyectiles. Uno de ellos cayó de inmediato adentro, pero el otro, por la fuerza del impacto, o mejor, debido al ángulo del disparo, que le empujó hacia un costado, quedó con las piernas dentro y el resto del cuerpo fuera, en una posición extraña, deforme. Los soldados al verlo así, medio sentado, se rieron. Pero Valenciano no estaba para risitas, así que les recordó de qué calaña eran sus madres, y de inmediato ahogaron el sonsonete festivo de sus gargantas. Luego se acercó a la fosa. Se 46 agachó para ver mejor. La noche estaba encima. Después de un momento, ya pudo verlos bien. Verificó la precisión de los tiros. Estaban muertos. No había dudas. No era necesario rematarlos. - Metan a ése dentro del hoyo - ordenó. Valenciano no era un tipo que se arredrara a la hora de matar. Daba instrucciones sin titubear un segundo, y no lo derribaban de su firmeza súplicas ni sollozos, tampoco el silencio expectante de aquel ritual, ni mucho menos las miradas torvas que veía en sus propios hombres, cuando les llegaba la hora de disparar. Era un soldado de raíz, de raza. Se notaba de lejos que los treinta o treinta y cinco años que tenía, difícil saberlo con exactitud en un rostro moreno, casi cobrizo, de cuero duro, ajado por el sol de otras latitudes, los había vivido día a día sin alivio, en una existencia cortada a machete como se dice; ahí donde los hombres templan su voluntad cual si fuera una pieza de acero. Así como daba órdenes, acataba las que recibía de sus superiores. La ley que guiaba a sus actos era muy Sil)1ple: disciplina y valor para cu mplir con el deber. Así de sencillo. Para él, los hombres tenían la estatura de sus acciones y de la forma en que las encaraban. Los arrepentidos que se vayan al carajo. Total, su reino no es de este mundo; y ahora estamos en éste, pensaba con frecuencia. 1 I 47 El Paso del Diablo Pauel Oyarzrín Dlaz Cuando uno de los conscriptos terminaba de arrojar el cadáver dentro de la fosa, empujándolo con el pie, llegó otro al trote, haciendo esfuerzos por mantener la correa del Máuser sobre su hombro. - Mi sargento, mi capitán Viñas !barra ordena que se presente de inmediato -dijo el soldado. Valenciano partió a paso ligero. Mientras avanzaba por entre los corrales y galpones de la estancia La Anita, les echó un vistazo a esos ovejeros que se habían entregado en masa, sin disparar un tiro, y que ahora eran prisioneros de guerra. Unos pocos permanecían de pie, algunos en cuclillas, la gran mayoría sentados en el suelo, con las piernas recogidas, rodeándolas con los brazos, las manos entrelazadas, formando un candado o algo así. Aquellos reclusos de cuarta categoría, ahogados en un silencio protervo, apiñados a la intemperie, tragando su miedo, cabizbajos o mirando hacia la llanura, hacia cualquier otra parte, pero sabiendo muy bien de dónde venía él, y el significado de esos disparos que escucharon con toda claridad. Sólo unos cuantos levantaron la vista a su paso. Hacía un frío cortante. Valenciano se restregaba las manos maldiciendo al viento que lo mordía todo el tiempo, como un perro enloquecido. En realidad, chaqueño como era, lo único que le costaba asumir de esa campaña militar en la Patagonia no eran los fusilamientos o las largas 48 jornadas de marcha, sino el frío de esas tierras. Hay que ser bien mal parido para vivir aquí, se dijo en voz baja. El capitán Viñas !barra le esperaba en la casa patronal, convertida en un improvisado cuartel general del 10 de Caballería. Permanecía de pie, con la barbilla levantada, las manos tomadas por la espalda, junto a una mesa donde se extendía un mapa de toda la provincia de Santa Cruz. No estaba solo. Lo acompañaban tres hombres bastantes altos, con un inconfundible aspecto de gringos. A Valenciano le pareció un tanto exagerada aquella actitud marcial que se despachaba Viñas !barra al recibirlo. Cruzó por su mente la idea de que el capitán buscaba impresionar a esos tres civiles, no a él. Conocía bien a Viñas !barra. Sabía que no era un hombre de modales militares muy acentuados, sino más bien distendidos. Pero no se distrajo más en ello, despejó su mente de toda suspicacia y se apresuró en quedar frente al capitán, manteniendo una distancia prudente, reglamentaria. La habitación que ocupaban era amplia y alta, despojada de muebles casi por completo. Salvo la mesa donde se desplegaba el mapa, más unas cuantas sillas, no tenía ningún otro detalle en el cual reparar. Era, a no dudarlo, una habitación especialmente habilitada para cumplir aquellas funciones de comandancia. Valenciano cumplió con el ritualdesaludoaun 49 1 El Paso del Diablo Prwel Oyarzrín Dlaz superior, exhibiendo la energía acostumbrada. Se cuadró haciendo sonar los tacos de sus botas militares. Ponía, en ese saludo férreo, su esencia de soldado. Su predestino de hombre de guerra iba también impreso en aquel violento taconeo. La extremada delgadez del capitán Viñas !barra contrastaba con la corpulencia de sus tres acompañantes, como así también, con el robusto y corto talle del propio Valenciano. De igual modo, el tono oscuro del rostro redondo y aindiado del sargento contrastaba con la piel clara y la estatura de los extranjeros. Porque ·Saltaba a la·vista que no eran criollos esos tres, que eran míster. - Sargento Valenciano -le soltó Viñas !barra con un tono que al parecer no respetaría protocolos-, tenemos un gran problema. El · gallego Antonio se escapó. No sabemos con cuántos hombres, pero deben ser unos diez o quince, nada más. Estos son los señores Braun Bond y Helmich -agregó, mientras jugab~ con un cigarrillo apagado entre los dedos, sin molestarse en señalar quién era cada cual-. Son dueños de estancias y vinieron a ayudarnos a separar el ganado, ¿me entiende? A identificar a los sediciosos, sobre todo a los dirigentes. Pero, al igual que a mí, y pensando que mañana llega el teniente coronel Varela, les preocupa que el gallego Antonio ande suelto. Ese sujeto es el jefe de la huelga y ya nadie podrá estar I 50 tranquilo si anda por ahí llamando a seguir con el movimiento sedicioso. Tenemos que darle un corte definitivo a este asunto y eso será cuando Jo agarremos. ~alenciano miró, de refilón a los gringos, quienes permanec1an observando la escena en silencio. Los míster mantenían su actitud de vigilantes atentos a las palabras y gestos del capitán Viñas !barra. Nada en ellos evidenciaba su aprobación o rechazo ante los argumentos del oficial. Sólo le observaban, con una expresión neutra en sus caras. Tres rostros impávidos, pero escrutadores todo el tiempo, y que bien mirados, podría decirse que ocultaban una mueca altiva e incrédula, propia de quienes están acostumbrados en poner a prueba a los hombres. Aquel ambiente de sigilo perturbaba a Valenciano, quien a pesar de su postura marcial ante las palabras del capitán, no podía evitar sentirse incómodo bajo la mirada de aquellos tres sujetos espigados, de ojos claros, Yante todo frente a ese gesto sutil de suficiencia cancerbera suspendido en sus caras, que Juego se dejaba caer pesadamente sobre su ánimo y sus nervios, haciéndole transpirar las manos e incluso, por un segundo, desviar la vista súbitamente. -Bueno, sargento, usted es el hombre indicado para cumplir con la misión de dar el golpe al gallego Antonio. Tome unos veinte soldados 51 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz . ' con equipo completo. Soldados de su máxima confianza, los mejores, y parta enseguida tras los montoneros. Sabemos que intentarán salir hacia Chile, cruzando el cerro El Guardián que es el paso que tienen más a mano. Allí, los carabineros chilenos ya están de sobre aviso desde hace tiempo, desde los primeros días de la huelga. Mantenemos buenos contactos con el otro lado. Pero la idea es que los atrapemos nosotros y no esos rotosos, ¿me entiende? Aquí nos jugamos el honor de nuestro regimiento. No creo que sean necesarias más explicaciones. Además, he dispuesto que los acompañen el teniente Riviere y un rastreador de estos lugares. Creo que ~e llama Gómez, no sé; pero él conoce bien el terreno. Fue él quien nos dijo lo de la salida de los huelguistas pOr El Guardián. El hombre sabe de lo que habla. Pero, insisto, la idea es ganarles el quién vive a los chilenos. El capitán Viñas lbarra observaba bien a sus hombres, sobre todo a los clases y oficiales, por eso no pasó por alto la expresión de contrariedad que mostró Valenciano al oír el nombre Riviere entre los que partirían tras los prófugos, de modo que se adelantó a decir: - Usted va a cargo de la misión, sargento. Pero el teniente Riviere lo debe acompañar; usted sabe, son las normas del ejército; la presencia de un oficial siempre es exigida. De todos modos, ya hablé con él; sabe perfectamente a 1 52 lo que se reduce su presencia en este operativo. El mando sobre la tropa lo tiene usted, en todo momento. Si hay combate, usted, como siempre, pone el pecho y la voz que ordena. Confío en usted, sargento. Parta lo antes posible. Sólo le exijo que me traiga los cadáveres. * La elección de veinte efectivos no fue una tarea difícil para Valenciano. Siempre se mantenía muy cerca de los soldados. Esa era su norma su principio básico. Prestaba atención a la vid~ de los campamentos, a las conversaciones surgidas por azar, entre los conscriptos, par~ espantar el tedio de una marcha forzada o el frío de un campo abierto. Los seguía con su mirada en punta durante los preparativos de una emboscada o en la disposición de un asalto. Verlos cómo se comportaban bajo presión. Los conocía bien. Les ponía precio todo el tiempo, tanto en los descansos como al momento en que debían castigar a discreción, dar culatazos sin miramientos, directos, fuertes, a la cara de los enemigos. Escrutaba sus temples durante el rito de las ejecuciones, cuando la tensión del momento previo debiera helarles la sangre y afirmarles el pulso. Sabía quiénes tenían cojones para matar y también si parecían dispuestos a 53 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dlaz presentar batalla, aunque esto último no había sido probado todavía en toda la campaña. De modo que se dejaba guiar por su buen ojo, eligiendo a los que se destacaban algo más en esa tropa tan haragana frente a los rigores de la vida militar, y con una moral combativa que él vislumbraba más bien endeble, raquítica. Qué se va a hacer, era con lo que contaba. Sólo esperaba que al menos la tercera parte de esos conscriptos valiera la pena, que cinco o seis de esos mocosos, así los veía, reunieran las condiciones mínimas para ser considerados verdaderos combatientes. El resto, es decir la obra gruesa de la misión, lo dejaba para él. Aun así, pensó en darse prisa con tal de salir a la llanura cuanto antes, y no detenerse en conjeturas acerca de quiénes se portarían · · como verdaderos hombres en la refriega. Eso lo sabría al momento en que se dieran los tiros. Todo lo demás era puro cuento. La estirpe de un soldado se muestra en el peligro, cuando morir no cuesta nada. Un buen soldado nace, trae el coraje en su sangre, pensaba. Un buen soldado, al oír disparos, aunque sean lejanos, escasos, de armas cortas, se enardece de inmediato. Es instintivo en los hombres de armas con agallas, con estómago. El riesgo, el combate, les agudiza la vista, les crispa las manos, les otorga una insaciable sed de sangre. Así lo juraba. Con la ayuda del cabo Ugarte, hombre de 54 su entera confianza, juntó rápidamente· a los soldados requeridos. Les ordenó preparar los caballos, alistar las armas y presentarse ante él, con todo su equipo de guerra, en cinco minutos. Ya estaba avanzada la noche y el movimiento de la tropa alteró la calma de aquella estancia, convertida en campamento militar y en campo de prisioneros al mismo tiempo. A pesar de esto, seguían escuchándose tiros de Máuser cada tanto allá, en la pampa cercana, donde se cavaban las fosas. El teniente Riviere se presentó ante Valenciano junto a Gómez, el rastreador. Saludó al sargento, luego le presentó a su acompañante, · quien iba enfundado en un grueso poncho de castilla y un silencio que parecía provenirle del alma. Valenciano miró al arriero con sospecha. Su apariencia, aquella mirada esquiva, era igual a las que tenía el enemigo; era la misma estampa de los que había fusilado en Río Chico, San José o en Coyle. Le inquietaba esa indumentaria, el aspecto de ese hombre, como si supiera de antemano que debajo de aquel ~ancho se agazapaba una fiera; un enemigo inveterado, con un odio antiguo hacia la patria, hacia los uniformes. Supo que lo tendría en la mira todo el tiempo, que si en la noche debía ordenar hacer un campamento de improviso, él dormiría con un ojo abierto, con su Mannlicher dispuesta, apuntando siempre hacia el arriero. 55 El Pmo del Diablo Pavel Oyarzrin Díaz * Riviere mantuvo, en ese momento, una actitud de cortesía fría hacia Valenciano. Él, como oficial de academia, como hombre de abolengo militar, sabía, sobre seguro, de la distancia recíproca que se establece entre oficiales y clases. Su origen, su aspecto, su estirpe misma lo diferenciaba de aquellos hombres rústicos, de sacrificio. Su padre era un antiguo general de ejército, todavía en actividad en Buenos Aires. El seguir la carrera militar, por tanto, no era más que su destino, su karma, del que se sentía orgulloso. Cumplía sus deberes con una marcialidad distinguida y resuelta. Para él, la guerra era un art: de caballeros. Era, además, una ciencia por dommar, donde la maestría reside en el manejo exacto de las variables, tiempo y espacio. Se preocupaba por leer tratados sobre táctica y estrategia. Contaba con toda una galería de ídolos militares a los que profesaba una admiración religiosa. Sobre todo por uno, francés como él: Napoleón. Admiraba al corso. El último en darle reputación eterna a Francia, repetía con frecuencia a sus compañeros en la escuela de oficiales. Era capaz de irse a las trompadas si alguien se burlaba o denostaba la imagen de Bonaparte. Debido a esto, siempre portaba entre sus cosas el libro de la Duquesa de Abrantes, que retrataba pasajes cotidianos y notables del emperador. Cuidaba 56 ese libro más que a su novia, y siempre se daba tiempo para releerlo, incluso en aquellos días de marcha forzada por los caminos de la Patagonia. No era un hombre que tuviera delirios de grandeza. Sabía muy bien que provenía de un linaje de campesinos, braceros y quemadores de pasto galos; pero era por eso precisamente que admiraba tanto a Napoleón, porque así, corso como era, fue capaz de transformarse, primero en comandante victorioso de la campaña de Italia, más tarde en el amo de Francia, de casi toda Europa, y más allá del Mediterráneo. Porque fue capaz de crear, a partir de sí mismo, una nueva nobleza; porque eligió a la abeja, símbolo del trabajo y la abnegación, para su escudo nobiliario. En consecuencia, Riviere no era un tipo impresionable. A todos los oficiales, coroneles, generales, incluido su propio padre, los situaba bajo ese altar, los medía con esa vara. El teniente tenía plena conciencia, además, de que sus gestos y modales muchas veces motivaban la risa burlesca de los hombres de la tropa. El cuidado que ponía en la limpieza de su uniforme, la manera prolija con que mantenía su aseo personal, la pulcritud de sus manos, de sus uñas, siempre estaban en la mira satírica de los conscriptos. Llevaba, con una arrogancia apenas disimulada, sus veinticinco años de edad, y por ende cargaba con orgullo sobre sus hombros 57 -,. 1 El Paso del Diablo Pauel Oyarztín Díaz mirada de soslayo a Riviere, como midiendo sus reacciones, hasta dónde llegaba su aplomo. Lo escrutaba, buscaba el precio de su real estatura de hombre de guerra, la templanza de sus nervios. A valenciano, la presencia de aquel hombre pulcro y afectado en sus modales , en su hablar, le molestaba hasta lo indecible. No podía evitarlo. Un desprecio congénito afloraba en su espíritu cuando trataba con oficiales de academia. Los tenía por unos señoritos amanerados. Con estos maricones no le ganamos la guerra a nadie, pensaba, Para él, · · el· hecho de marchar en una misión de guerra con uno de esos tenientes era una verdadera maldición. Él sí que sabía lo que era la devoción por su regimiento, por el ejército. Lo sabía desde niño, desde que abandonó El Chaco, siguiendo ·el ·curso ·inmenso del Paraná, hasta Buenos Aires. Se hizo a la travesía para doblarle la mano a su destino de labrador sin tierra. y lo hizo solo, a los trece años, porque ya era un hombre. Trabajando o rasgando el día por un mendrugo, por un poco de agua limpia, por lo que fuera. Se aguantó el llanto hasta tragárselo para siempre. Quemó las naves, como se die~. Le ganó a la vida a puro golpe, peleando a la contra. Así rompió con el maleficio que aniquila a esos labriegos desde que nacen, arrojados en esas plantaciones reverberantes bajo el calor del aire. Se alejó para siempre de aquella 60 pobreza en la que había estado sumido su·padre toda la vida. Y el padre de su padre. Allí, en las cosechas de algodón, supo lo que era trabajar como bestia, doce o catorce horas diarias con los riñones en alto, bajo un sol en picada'. vertical y punzante sobre los hombres, sobre la tierra que se partía y se blanqueaba de tanta luz, de tanto calor fundente. Nunca vio que al viejo le pagaran más de cuarenta centavos por día. Juró no volver a Resistencia si no era como militar. No volvería a doblar el lomo por unas cuantas monedas, comer arroz y charqui todo el año, y vivir con puros indios hasta olvidar cómo se habla el español. No, para él la vida castrense era mucho más que un cuartel, una cuadra, una formación. El ejército representaba su salida de la miseria, del sudor sempiterno, del calor o las sequías que traían más hambre para toda esa gente que envejecía inclinada sobre el campo, entre los arbustos del algodonal. Todo eso se le venía a la memoria cuando veía a uno de esos soldaditos de academia. Por eso, antes de montar junto a sus hombres, le dio a sus últimas instrucciones un tono exageradamente dramático, de arenga final, abandonando, de ese modo, su acostumbrado estilo de marchar y cumplir las órdenes lo más callado posible. Para él, quien hablaba mucho antes de las acciones de guerra no sólo era un charlatán, sino un cobarde que necesita darse valor hablando, un 61 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1ín Díaz desertor en potencia. Luego de asegurarse de que llevaran algunos caballos de recambio, se las largó: · - Ahora sí vamos a pelear -dijo de entrada, con un tono fiero-. Deben prepararse para un combate de verdad. Buscamos a los más peligrosos, entre esos al gallego Antonio. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Al que recule, lo mato yo mismo. Tal como me dijo mi capitán Viñas Ibarra; aquí nos jugamos el honor del 10 de Caballería, ¿me oyen? La mano de un soldado verdadero no tiembla ni en la batalla ni en los degüellos. El pescuezo se abre de oreja a nuca, hasta dar la vuelta entera con el facón. Hay que mancharse las manos, pendejos -terminó diciendo en su sermón de combate, aumentando el tono de exaltación en su voz, cerrando los puños y aguzando la vista hasta sacarle filo. Éste está bueno para carnicero mejor, pensó Riviere, y montó su caballo en silencio. * Los hombres partieron, en plena noche, al galope. Seguían al baqueano Gómez. Depe~dían de aquel pequeño individuo, tan seme¡ante a los huelguistas, tan similar en cuestión de gestos, de manos, de sombra; pero no tenían 62 otra alternativa que cabalgar próximos a su espalda. Debían darse prisa al máximo, porque el gallego Antonio les llevaba unas cuantas horas de ventaja. La llanura en tinieblas vio pasar a los soldados picando a las bestias, cada vez más veloces. La idea de Valenciano era tomar a los huelguistas antes de que alcanzaran los cerros, la cordillera. El aire frío les cortaba las caras, la ansiedad frenética les endurecía las manos sobre las riendas. Ningún esfuerzo era demasiado grande con tal de tropezar con ellos y abatirlos a campo abierto. Al sargento le obsesionaba dar con Antonio. Había estado a punto de atraparlo allá en San José, y se le fue de las manos. Lo tuvo cerca. Sin embargo, la suerte dijo otra cosa. En cambio ahora no habría milagro que lo salvara. El gallego era suyo. Quería caerle encima al causante de tanta revuelta, al culpable de tanto insomnio, de tanta marcha, de tantos fusilamientos, y de sufrir ese puto frío que se colaba hasta los huesos, hiriéndole a cuchillo. En cuanto el capitán Viñas Ibarra le comunicó que él iría por la cabeza de Antonio, supo que ese canalla le pertenecía. Sólo él debía matarlo. Los otros no le importaban mucho. El resto que quede para los perros; pero el gallego es mío, se dijo. Y apuraba a su caballo, iba casi a la par con el paisano Gómez, que los guiaba directo hacia el cerro El Guardián. Obsesionado en su deseo 63 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dfaz de matar al líder de la huelga, de cumplir con su misión, de llevar su cadáver ante Viñas Ibarra y ante el propio Varela que estaba por llegar a La Anita, Valenciano no cejaba en su apuro, en su espoleada. Iba dispuesto, como nunca, a vaciar el cargador entero de su pistola en el cuerpo de un solo hombre, porque cada una de esas seis balas tenía un destina_tario único. Y seis más todavía, si se le antoja. A su lado cabalgaba el cabo Ugarte. Junto a su sargento, como siempre. Él sí sabía lo que vale un sargento al momento de marchar, a la ·· hora del aguante.- Lo sabía al igual que el último de los conscriptos. Cualquier soldado, por más raso que fuere, sabe que, en caso de combate, sólo se debe seguir a los clases, jamás a un oficial. Son éstos quienes se arrastran con ellos, · comen lo mismo ·que ellos, soportan el frío, las guardias, mano a mano. Habría que estar loco para seguir a un tenientito de academia, cuando se está al filo de la navaja. Esas muñequitas sólo se lucen en los ejercicios, en los simulacros. El combate real es otra cosa. Allí lo que vale son las instrucciones de un sargento o de un cabo. Los oficiales nacen para los bailes de salón, para estar entre mujeres, pensaban. * 64 Se aproximaban a los cerros. Comenzaba la ladera, Y el amanecer, como siempre en esas tierras en diciembre, llegó deprisa, liquidando a la noche tempranamente. Y aunque no los cazó en la llanura como él quería, la llegada del día le trajo algo de entusiasmo a Valenciano. Pensaba que pronto los tendría a la vista. Mandó detener la marcha, para estudiar el terreno. Llamó al rastreador. -¿Por dónde seguimos? -le preguntó en seco. . -. Hay que subir hasta esa loma de allá -dijo md1cando una primera altura, a unos doscientos metros, donde la cuesta se pronunciaba de forma rotunda-. De allí, comenzamos a subir y torcemos a la derecha. Hacia allá está la pasada a Chile. Pero queda bastante. No creo que estén muy lejos -concluyó el hombre, con una voz sin matices, opaca. Valenciano ordenó desmontar y descansar un rato. Debía aliviar a los caballos y a los hombres. El asalto final a El Guardián tenía que ser perfecto. No podía darse el lujo de perder a su presa por llevar a las bestias a punto de reventar, y a los soldados arrastrando el ánimo pendientes sólo de su propio cansancio. Era u~ riesgo detenerse. Aun así, a pesar de su premura, de ;u fervor por toparse con los huelguistas, c~e1a que estaba haciendo lo correcto. Pero por Dios que le costó ordenar el alto. Sentía que quemaba un tiempo precioso en ese descanso. 65 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dlaz Luego, se conformaba pensando en que era absolutamente necesario, que los fugitivos tampoco podían volar, que iban cansados como mulas, desesperados, equivocando la ruta, cometiendo errores. Él no lo haría. Debía ser muy táctico. En el monte necesitaría contar con todos los elementos a su favor. Hombres y caballos en buen estado. Lo demás, vale decir, las agallas, las vísceras vivas, las pondría él. - El que llevé un caballo muy reventado, lo cambia -dijo a los conscriptos que estiraban las piernas y encendían algunos cigarrillos. - Aquí nadie fuma, por ahora -espetó de nuevo, alzando la voz-. Todos a revisar sus equipos, los fusiles, la munición. No vinimos a pasea1~ pendejos. Después de pasar revista al equipo, se echan por ahí, no muy lejos, descansan un poco y esperan a que yo ordene la partida. Pronto la cosa se pondrá linda. Los soldados estaban inquietos.Murmuraban entre ellos. Presentían que el gallego Antonio estaba cerca, pero ignoraban con cuántos hombres. Hasta entonces, no habían tenido ningún choque verdadero con los huelguistas. Apenas unos cuantos tiroteos. Los podían contar con los dedos de una mano. Poca cosa de verdad. A lo más les habían disparado unas cuantas veces, en toda la campaña, y con armas de corto alcance. Unos pocos revólveres viejos, que eran para la risa. Uno que otro Winchester 66 por ahí, algún Rémington. Nada que se compare con sus Máuser, con sus ametralladoras. La mayoría de los revoltosos portaban cuchillos de faena. Nada más que eso encontraron cuando los registraban. Una guerra a cuchillo pensaban darle al ejército. Si, era para la risa. De allí también su incertidumbre ante la posibilidad de enfrentarse con el líder del movimiento. A lo mejor ése sí que era bravo, dispuesto a matar o morir.No lo confesaban, pero esta vez presentían que el asunto sería distinto. El aire enfurecido de aquel lugar estaba cargado de malos augurios, según ellos. Hasta ese día, la campaña contra los insurgentes había sido un juego de niños. Venían preparados para otra cosa. Desde que salieron de Buenos Aires les habían dicho, los oficiales, que se trataba de una auténtica operación de guerra. Por eso iban con equipo completo. Ya en la cubierta del Almirante Brown recibieron las primeras instrucciones acerca de cómo comportarse durante las acciones, qué tipo de enemigo enfrentarían. Una vez en San Julián, en donde recaló el guardacostas, quedando allí la mitad de la tropa, hicieron el transbordo a un vapor que era una miseria, partiendo hacia Punta Loyola, cerca de Río Gallegos, con el teniente coronel Varela a la cabeza. Y siempre la misma cantinela. Van a una guerra, babosos; una guerra de verdad. Cuando estaban listos para desembarcar, el propio Varela, empinado 67 '~ "' .•-. 1 .. El Paso del Diablo Pavel Oyarzzín Díaz sobre las puntas de sus botas y con el rostro de hierro, les largó unas cuantas, para que nadie se equivoque, para que nadie se engañe. Les habló claro, directo, con firmeza. De allí saldrían victoriosos o con los pies por delante. Los destinos de la patria estaban en juego, así es que nada de acobardarse ante el enemigo, ni menos quería escuchar alguna queja por el frío, el viento, o los días enteros que pasarían en aquellas llanuras, tragando tierra hasta los pulmones. La vida de un soldado no vale nada si la patria está en peligro. No podían permitir ·que una partida de ..forajidos, de ,extranjeros, intentara quitarles la Patagonia, les largó. Les aseguró que había mucho chileno en la revuelta incluido oficiales del ejército, carabinero~ infiltrados en las montoneras. La huelga era ··· una mascarada, una maniobra encubierta, tras la cual se ocultaba un enemigo sanguinario, queriendo arrebatarle a la república todo ese territorio que el mismo Todopoderoso le había destinado. De modo que Varela se las cantó bonito desde el principio. Por eso se sentían decepcionados. Sólo estaban agotados de tanto andar, de tanto frío que sentían. Ni un miserable chilote dispuesto a combatir. Ni una sola emboscada de los revolucionarios. Ni un asomo de anarquistas feroces. Nada. Ningún combate. Sólo marcha forzada, a paso ligero, detrás de aquellos que siempre escapaban o 68 se entregaban con las manos en alto. Hasta los mismos fusilamientos fueron perdiendo esa carga de tensión espeluznante que marca el preludio de una ejecución sumaria. Tan sólo en las primeras jornadas de aniquilamiento temblaron un poco, pero después no pasaban de ser una rutina más. Pero si ésos iban a ponerse solitos a la distancia que les pedían para no desperdiciar balas. Allí se quedaban, en silencio, ni siquiera lloraban esos ovejeros cuando ellos les apuntaban. Parecía como si no creyeran lo que les estaba pasando. Como si no supieran que eso y no otra cosa era la muerte. Esta mansedumbre hizo que a ellos no les costara tanto acostumbrarse a matar. Más difícil se le haría a un matarife asestarle un marronazo a una res, que cargarse a uno de esos chilotes, se decían. Aunque, pensándolo bien, no a todos se les hizo tan fácil. En especial durante las primeras ejecuciones. Algunos lloraban antes de hacerio. Claro, no lloraban a lagrima viva, sino más bien hacia adentro, hacia los huesos. Ahogaban el llanto, que a veces de tan contenido se convertía en fuertes náuseas. Yles venían arcadas. Yse aguantaban el vómito. Después, fue cuestión de costumbre, de hacer silencio. Porque eso sí, fusilar te deja mudo de raíz. Pero no se vuelve a llorar. Al final, todo pasa. Era mejor reírse. 69 El Pn.ro del Diablo Pavel Oyarzún Díaz * - No se ve nada, mi sargento -dijo el cabo Ugarte, apartando sus ojos de los binoculares, y manteniendo a su vez una expresión entusiasta en su rostro. Entusiasmo que provenía de su sentido de obediencia adiestrado, independiente de las circunstancias. Era, después de todo, un hombre joven, de cuerpo ágil, labrado en los deberes militares, los cuales asumía con el fanatismo que a menudo adopta la servidumbre. - A ver, páseme eso, cabo -le dijo Valenciano. El sargento pasó revista con un movímiento sumamente pausado, de sur a norte, a aquella altura que tenía enfrente. Anhelaba que esas lentes le entregasen algún indicio, un movimiento subrepticio y delator, por fin, de la presencia de los huelguistas. Después de varios barridos, de varias detenciones sobre algunas formas extrañas, que de pronto exaltaban su ansiedad, se rindió ante la evidencia de que no había rastro humano visible ahí delante. Le pesó tener que desengañarse un par de veces más y reconocer que algunas formas no eran más que la sombra de matorrales y árboles, dibujando, por efectos de la luz del sol que ya estaba en alto, figuras semejantes a hombres ocultos. La arboleda era tupida. Él quería verlos, pero no los vio. - No hay nada ahí, hombre -le dijo a Ugarte, devolviéndole los binoculares. - ¿Cree que ya pasaron, mi sargento? - No sé. No creo. Tendrían que haber ido muy rápido, y ahí hay mucho árbol, mucho matorral. A lo mejor ellos sí pueden vernos -agregó en voz baja-. Según Gómez, no conocen las huellas del cerro, así que tenemos que agarrarlos hoy mismo -concluyó Valenciano, mirando hacia el cerro de nuevo, como prefiriendo cerciorarse, con sus propios ojos, si acaso era cierto que allá, en esa altura, no había señales del enemigo. La proximidad de enfrentar una acción de guerra auténtica hacía que, con el correr de los minutos, los soldados se agruparan y comenzaran a charlar entre ellos. Rompían el orden del campamento, se buscaban para hablar, para sacudirse la incertidumbre de encima. El sargento no les impidió la charla. Sabía que era necesaria, para que los hombres mitigaran la angustia, o incluso el miedo, con eso de decirse algo, lanzarse unas puteadas, en fin, él conocía de esas cosas. El silencio permanente no es bueno durante los descansos, aumenta el temor en la tropa inexperta, permite que éste crezca en el espíritu de los soldados y se lo contagien como una lepra. Se mantenía siempre cerca de ellos. Les observaba con agudeza. Los iba evaluando uno por uno. Quién hablaba despacio y con calma. Quién se mantenía callado, concentrado en otro asunto. Quién entrelazaba con fuerza sus 1 70 71 1 El Paso del Diablo Pave/ Oyarzún Dlaz manos, o jugaba con la correa del fusil para apaciguar los nervios. Los medía con exactitud. Les daba tiempo. No los interrumpía. Después de todo, su propia vida· podía depender de esos soldados. Si debía enfrentar la muerte, sea matando o muriendo, debía saber, por lo menos, con quiénes iría a su encuentro. Pero la tensa calma del momento hizo que algunos conscriptos soltaran la lengua más de lo debido. Necesitaban la burla, el leguaje procaz con el que a menudo los hombres espantan el temor, aunque sea por algunos instantes. El gesto obsceno,· el ·comentario morboso, acude en defensa de los espíritus no resueltos. Con la burla oculta disimulan su tembladera, su ataque de nervios. Hace a los hombres algo más dignos a la vista de quienes los acompañan en un trance · previo ·al combate. Entonces, la vigilancia entre ellos era feroz. Cada uno debía mantenerse supuestamente tranquilo, sin temor. Si alguien caía en algún renuncio, por pequeño que fuera, sería escarnio y mofa de los demás sin pausa, sin tregua. Los soldados se buscaban. Hacían un ruedo para hablarse, para reírse un poco. Cada tanto, alguno miraba a Valenciano, verificando qué cara tenía. Se había convertido en una especie de costumbre, entre ellos, eso de vigilar el humor del sargento. De acuerdo a cómo lo veían, se comportaban. Y ahora lo veían sosegado, 72 de seguro concentrado en asuntos tácticos ' construyendo, con lujo de detalles, un verdadero plan de combate, atando cabos, calculando. De modo que se soltaban un poco, sus nervios perdían la rigidez adquirida en la marcha y así podían charlar, jugarse unas bromas, darle curso a las chanzas. La calma atenta de Valenciano los tranquilizaba. Su condición de seres pequeños, humildes como sus propios uniformes grises, ya muy sucios de tanta pampa recorrida, se aferraba a aquel hombre que era más que un sargento, era como un padre, severo y estricto, pero que los guiaba diciéndoles lo que tenían que hacer, cómo debían marchar y cuidar sus armas, cuál era su deber en cada hora, qué sitio ocupar, cuándo moverse, cuándo quedarse quietos, como muertos. Los hombres necesitaban distraerse en algo o en alguien para pasar el rato, ese lapso larguísimo que se prolongaba en cada uno de ellos cuando miraban hacia aquel cerro donde, en algún lugar, estaban los rebeldes quizás mirándolos en ese mismo instante, esperándolos para darles balas, muchas balas. ' De todo el grupo, un solo individuo era el objetivo exacto y necesario para aquella distracción sigilosa de comentarios satíricos: Riviere. Aquel teniente de academia que no se juntaba con ellos ni con el sargento. Aquel soldadito de plomo que permanecía a cierta 73 El Paso del Diablo Pavel OyarzlÍn Dlaz distancia, leyendo su libro. Ese blanquito, que se cuidaba como una damisela, que no se dignaba a mirarlos si quiera, desde la altura de quien se cree de una raza superior. Entonces se abría un espacio grande para la mofa, las miradas de reojo. Espantaban su angustia con chistes improvisados y carcajadas que debían ahogar cubriéndose la boca con las manos, al igual que los niños, en un patio de escuela, cuando descubren a un mariconcito entre ellos. Valenciano sabía, perfectamente, a qué se debía esa algazara apenas contenida entre los conscriptos. La permitía sin problemas. Algo en su gesto paciente dejaba entrever que él también se hacía parte de los comentarios, sumándose a la burla. Pero la distancia que ponía el propio Riviere, con respecto a esa tropa, no era signo de indiferencia, ni mucho menos de temor. Por el contrario, se mantenía muy atento a todo lo que ocurría en el pequeño campamento. Lo consideraba parte de su formación como oficial. Riviere observaba, con atención aguda, la conducta de los hombres, incluido al mismo sargento. Mas en él no había un propósito inmediato, en cuanto a elegir mentalmente a los mejores, a la manera de Valenciano. Riviere miraba más lejos. Al celar cada movimiento, cada actitud de la tropa, su pensamiento se dirigía hacia el entendimiento de la condición 74 humana y de la naturaleza de la guerra. La vida militar representaba, para el teniente, la escuela más alta donde aprender de las fuerzas morai"es que mueven a los hombres. Juzgaba a la guerra como la máxima expresión del espíritu humano, y único medio a través del cual se podía alcanzar el dominio de todas las demás funciones sociales. Para entender el curso de la humanidad, basta con conocer la historia de la guerra, pensaba. Debido a esto, aquel distanciamiento le parecía, en su condición de oficial, lo más indicado. Debía observar a aquellos soldados desde una perspectiva racional y distante. Aquella tropa de sujetos anónimos, carentes del más mínimo sentido de la historia y, sin embargo, fundamentales al momento de escribirla, de hacer marchar la gran maquinaria histórica desde su lugar invisible, infinitesimal, tal como piezas de un engranaje, como pequeñas molduras que se mueven automáticamente cuando ellos, los ungidos de los campos de batalla, ordenaban que una nueva época comience, con el tronar de los cañones, con el incendio de la pólvora. Durante el alto, aumentó la agudeza de sus observaciones. Y a esta labor paciente sumaba todo tipo de consideraciones. Tenía una mente ágil y elusiva. Sus cavilaciones iban desde la posibilidad de verse envuelto en un combate próximo, a los recuerdos de su formación 75 ·, \ \ El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dlaz familiar, jalonada de frases monumentales de retratos y biografías de héroes militares' que su padre le había destinado desde la primera infancia. Se alejaba, entonces, por breves segundos, de aquella ladera del cerro El Guardián. Se apartaba del frío y del viento, para abrigarse con el recuerdo fresco de los salones bucólicos de su casa _bonaerense. Recordaba las fiestas para los 14 de julio, con su padre, el general Gustave Riviere, entonando emocionado La Marsellesa: Allons, enfant de la Patrie, le jour de glorie est arrivé: las glorias de la Francia eterna que llegaron en la sangre de su estirpe, hasta este lado del mundo. Contre nous, de la tyrannie / l'étendard sanglant est levé. Ningún pueblo más preclaro en la forja de su destino nacional, ni siquiera el germano. El recuerdo del himno galo, · cantado · para sí, en silencio, le servía de refugio, de consuelo marcial, a la hora de verse entre aquellos rústicos soldados, arrojado sobre aquel palmo de cordillera del fin del mundo, en una misión que, a pesar de las disposiciones grandilocufntes de Viñas Ibarra y del propio Varela, seguía teniendo para él un destino innoble, propio de un ejército de pacotilla. De aquellas alturas de su memoria militar, al patibulario espectáculo de aquellos hombres opacos, iletrados, supersticiosos. De las proezas de Francia, que navegaban en su sangre, a la paupérrima sordidez de J 76 esos, miserables que le miraban de soslayo, burlandose, con la complicidad de Valenciano el único, en toda esa tropa, que quizás tuvier~ una razón de fondo para hacerlo. El teniente, después de cerrar, con cuidado, las Memorias de la Duquesa de Abrantes, y de oc~ltar aquel libro en un bolsillo de su chaqueta, se incorporó y caminó directo hacia Valenciano. El sargento fingió no verle, y continuó revisando su pistola, hasta que Riviere estuvo frente a él, cara a cara. - Es una excelente arma, ¿no es así, sargento? -arremetió, Riviere, con voz segura. - Así es, mi teniente -respondió, con la sequedad acostumbrada, Valenciano. - Pero las balas son austríacas. Munición de primera. Austria produce el mejor acero del mundo, ¿lo sabía? - Por supuesto, mi teniente. Lo que mejor conozco son mis armas -argumentó Valenciano, ~n tanto confundido por este diálogo t~e~perado. No sabía qué era lo que se proponía R1v1ere. Descartó de inmediato un intento de cordialidad, ya que el teniente mantenía la misma distancia despectiva hacia los clases como hacia la tropa. A pesar de las palabras de Viñas Ibarra acerca de quién maridaba en esa misión, y de no haber discutido, hasta entonces, ninguna decisión tomada por él, ni el cuándo partir, ni el cuándo detenerse a los pies de El 77 ~ 1: 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarztin Dlaz Guardián, sabía que Riviere le observaba desde su distancia fría, jerarquizada. Aun así, no estaba preparado para entablar un diálogo con él. En realidad, no quería cruzar la más mínima palabra con el oficial. - Oiga, sargento -soltó Riviere-, ¿usted cree que yo soy un imbécil? - Perdón, mi teniente -alcanzó a responder Valenciano, sorprendido por la pregunta que a boca de jarro le dejó caer el oficial. Aquella frase de sopetón, con voz alzada, hizo que los soldados se quedarán en silencio en el acto. - Sí, me escuchó bien, sargento. Le he preguntado si acaso usted y estos zarrapastrosos creen que yo soy un imbécil -espetó Riviere, subiendo el tono todavía más, para asegurarse que todos le escucharan. - No entiendo su pregunta, mi teniente. -respondió Valenciano, mientras la sangre le encendía la cara. - Mire, sargento. El que yo permanezca apartado de esta manada que usted arrea, no significa que no escuche, que no mire. Me doy cuenta de las habladurías a mis espaldas, de las burlas, y usted también. Es más, usted lo consiente, ¿no es así? -le dijo, mientras Valenciano tragaba saliva espesa-. Sepa que un hombre como yo no se deja engañar, sargento. Tampoco, humillar. Yo no soy como uno de esos 78 analfabetos a los que usted les gritonea, ¿me entiende, sargento? Valenciano intentó responder algo, y el cabo Ugarte se aproximó algunos pasos: pero .un gesto brusco de la mano abierta de R1v1ere hizo que el sargento se tragara lo que quería decir, y que el cabo, por su parte, detuviera su leve avance de inmediato. - ¿Usted ve estas barras en mi uniforme, sargento? ¿Las ve, claramente? Bueno, estas barras no son sólo simbólicas. No, sargento. Esto dice que yo soy su superior -dijo, demorándose al pronunciar esta última palabra. Pero Valenciano no bajó los ojos. Su rostro denotaba el ardor de la rabia contenida en todo su cuerpo, manteniendo, sin embargo, la rigidez de la posición de firme. - Así es, sargento. Yo soy su superior -continuó el teniente-. Es decir, soy superior a usted. No somos hombres del mismo rango ni en el ejército, ni en ninguna otra parte. Usted, con todas sus bravatas y posturas de.milico valiente no puede ocultar el hambre que trae desde que nació. Porque hombres, como usted, llegan al ejército de puro hambre, ¿o no? Pero mírese, sargento. Y mire a esta tropa. Si les quitaran el uniforme y les vistieran como a esos chilotes, no habría diferencia. Son de la misma ralea. Y usted también, aparte de ese uniforme, no tiene nada que lo distinga de la manada. 79 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzrin Dlaz Los soldados endurecieron su silencio como si no tuvieran otro refugio ante la escena'. Permanecían inmóviles, con gestos torvos 0 esquivos. Miraban a su sargento, recibiendo aquellas ofensas allí, marcial, incólume, con la vista al frente, directo hacia el rostro del teniente. - Usted, todos ustedes -continuó Riviere esta vez lanzando una mirada a los conscriptosno son más que U!)OS pobres campesinos uniformados, y pueden dejar de serlo con una palabra que yo diga al teniente coronel Varela ¿lo sabían? Claro que lo saben, pero aun así se envalentonan,·· como todo populacho que se cree en ventaja. Una palabra de mi parte, y usted, sargento, vuelve al lugar miserable de donde salió. No sé cuál es ese lugar, pero estoy seguro de que allí hay hambre, ¿o me equivoco? Y usted puede volver allí, como le digo. Vuelve a su hambruna, a su miseria. Y, créame, a nadie en el ejercito le va a importar. Hombres como usted hay por miles en este ejército. No son otra co.s~ que perros de presa. En cambio, yo soy un ofrc1al. Yo elegí la vida mílítar por herencia, por honor, no por miseria, como usted. Así es que haga su trabajo, nada más; y no se las dé de vivo conmigo. No quiero más risitas ni comentarios a mis espaldas, ¿me entiende? Si esto se vuelve a repetir, lo haré a usted responsable, y entonces tendrá que despedirse de su uniforme, ¿le queda claro? ¿Le quedó claro, sargento? 1 80 - Si, señor -respondió, casi con un ·grito, Valenciano. Pasaron algunos segundos. Los hombres no se movieron. Mantenían sus posiciones, sus gestos, su silencio, como queriendo inmovilizar aquel episodio inesperado. Riviere siguió en su lugar, mirando a Valenciano. Mantuvo su actitud, su semblante, imbuido, aún más, de la raíz gala que tanto veneraba. Nadie se esperaba esa patriada de Riviere. Ninguno de los conscriptos hubiese imaginado que aquel tenientito iba a encararse con el sargento y plantarle unas buenas en plena cara, sin achicarse ni titubear. Pero Valenciano no estaba para quedarse allí, parado toda la mañana. Rompió aquella inmovilidad con un mandato a los soldados. - Todos a preparar sus armas. Revisen los cargadores y preparen los caballos, que ahora sí empieza la cosa -dijo con tono enérgico, con la determinación acostumbrada, a pesar de reiterar una orden ya proferida, pero que ahora venía a su boca por un acto reflejo, como una forma de terminar con ese ajuste de cuentas propinado por el teniente Riviere. Necesitaba desbaratar, con una instrucción de guerra a sus hombres, aquella humillación. En pocos segundos, el pequeño campamento se transformó en un conjunto de movimientos rápidos. Los hombres se apuraban en verificar 81 El Paso del Diablo Pauel Oyarzrín Dfaz su equipo otra vez, asegurar las monturas, hacer unas cuantas maniobras con sus fusiles, simulando disparar. Riviere se retiró hasta donde estaba su caballo, lo tomó de la brida, y luego regresó. - Ahora -dijo Valenciano, mirando a Gómezlo seguimos a usted. Debemos alcanzarlos antes de que caiga la noche, ¿me entiende? No aceptaré errores. ¿Por dónde nos vamos? Gómez, el más mudo testigo de todo lo dicho en aquellos instantes, le indicó, hacia el costado norte del cerro El Guardián, un punto donde se asomaba una profunda hendidura. - Por allá. Ellos van hacía allá, para cruzar a Chile -dijo el arriero. - Muy bien -agregó el sargento-. Nos llevan ventaja, pero no deben ir muy lejos. Ellos no conocen el lugar, y no todos deben llevar caballos. El gallego Antonio huye a pie, según me dijeron algunos de los prisioneros en La Anita. De aquí para adelante, apuramos el paso. Mantenemos la formación. Yo iré adelante, con el cabo. ¿Qué tal el camino, Gómez? - Algo difícil, mi sargento. Más adelante hay muchas piedras y el bosque está tupido. Tienen que seguirme de cerca. Llegaremos, como le dije, a esa quebrada, a mitad del cerro y de allí hacia el norte, tomamos hacia la derecha, como quien dice. Aunque yo creo que los pillaremos antes de llegar a la quebrada. 82 Los hombres se terciaron los fusiles a la espalda y se alistaron para montar en cuanto Valenciano se los ordenara. Riviere sacó su pistola de la cartuchera, la revisó y la volvió a su lugar. También le echó una ojeada al sable que pendía de su cinturón de oficial. En lugar de estar alistándose para una posible acción bélica, parecía más preocupado por mantener inalterable su elegancia. - ¡Monten, y ya vámonos! -ordenó el sargento, siendo el primero en acomodarse en la montura. De pronto se encontró con la mirada de Riviere. Automáticamente se llevó la mano hacia la visera y le hizo un saludo militar. El teniente le contestó de igual manera. - Debí haberte pegado un tiro, hijo de puta -pensó Valenciano, y espoleó su caballo. . 83 1 1 El Paso del Diablo Capítulo III El frío de la tarde hacía que los hombres encogieran sus cuerpos sobre los caballos. Remontaban una pendiente estrecha, pedregosa, flanqueados por los árboles que atravesaban y clausuraban el sendero, oponiendo un follaje espinoso, entreverado. Iban abriéndolo con las bestias, hasta con sus propios cuerpos. La marcha hacia El Paso del Diablo se volvía cada vez más dificultosa. Todo era muy lento. La huella presentaba a cada paso un obstáculo nuevo, ganchos de ramas, pequeñas y afiladas grietas, o piedras de gran tamaño que los obligaban a detenerse y sortearlas con un cuidado mortificante. Por allí, en años, no había pasado nadie. Era una huella cerrada. Se mantenían firmes, en el ánimo los huelgui stas, el silencio y la sensación de no ir lo suficientemente rápidos en la huida. El paso lerdo de sus cabalgaduras no estaba en directa proporción con sus temores personales. 85 El Paso del Diablo Pave/ Oyarzún Díaz Ascendían entre la arboleda por un hilo de camino precario, oculto. Iban hacia el sur, en el corazón del monte, rodeando el cerro a la mitad de su altura, siguiendo con el plan de Anselmo Bruna. Hubiesen dado cualquier cosa porque el sendero se abriera un poco delante de ellos, trasformándose, por acto de magia, en una delgada lengua llana y así, entonces, poder picar a sus caballos, entregarse al galope salvador que los mantendría con vida. Pero la angustia y el temor, que tanto les agitaban sus pulsos sanguíneos, chocaban de frente contra la realidad del monte. Gastaban grandes cantidades de un tiempo precioso en treinta o cuarenta metros miserables de camino. Pasaban los minutos, horas enteras, y ellos sin poder salir de ese laberinto enmarañado. Sentían que les llevaría un siglo cubrir la · distancia que los separaba del bendito Paso del Diablo. Era la inmensa tozudez de El Guardián, que los convertía en un puñado de hombres desesperados, furiosos de comprobar, en cada palmo, cómo la voluntad humana cede terreno ante el miedo en su estado puro. Todo se transfiguraba bajo esas circunstandas. Todo cambiaba de significado: el decurso de las horas, la cordillera; esa misma altura que la noche anterior vislumbraban apenas, entre la bruma, como una puerta de salida, era ahora un muro implacable, una sentencia 86 macabra. La contradicción entre la conciencia de mantenerse vivos y la irracionalidad de un miedo crudo, feral, se anidaba en el ánimo de los hombres, volviéndolos cada vez más desesperados. El conflicto manifiesto entre la lucha por la supervivencia y la proximidad cierta de la muerte, siempre más veloz, más precisa, preludia, en todo momento, una tragedia sin · nombre. Es una ley, o al menos así lo parece. Pero tal como si el propio cerro cediera ante los ruegos silentes de aquellos jinetes, comenzó a abrirse, levemente, el ancho del camino. No era gran cosa esa abertura, pero al menos ya era algo. Y de pronto la huella se ensanchó más aún, digamos, lo suficiente para que los hombres se reunieran en torno al arriero, quien ordenó el alto. - Pronto estaremos cerca del Paso del Diablo -les dijo en un tono desatento, como quien deja caer sus palabras con descuido. Tenemos que andar todavía, aprovechar la luz que nos queda. Ya se viene la noche, y esta será una noche cerrada. - Tendremos que pasar de noc~e entonces -dijo Rogelio Perdomo. . - De noche no pasa nadie por ahí, no cuesta nada caerse. Y de ahí uno se cae una sola vez. Así que haremos un alto y pasaremos mañana temprano. Ahora andemos un poco más se adelantó en decir Bruna, sin que su voz .. , ' -~·- 87 1 El Pmo del Diablo Pavel Oyarztín Díaz denotara la proximidad del más mínimo peligro. Inalterable. Inmune. Pero haberse enterado de la cercanía de El Paso del Diablo no redujo el nerviosismo de los hombres. Por el contrario, extremaba en ellos la intensidad del sobresalto, que se instalaba como una corriente de aire frío, empujándole las espaldas. Se limitaron a mirarse entre sí de súbito, para luego desvi.ar la vista hacia cualquier parte y levantar, cada uno de ellos, más alto aún el muro de su silencio. De inmediato Anselmo Bruna apuró a su caballo y continuó la marcha. Los demás le siguieron. Nadie agregó nada. La dependencia que sentían en torno a aquel hombre aumentaba, conforme crecía su propia desazón. Un sentido de obediencia total ante las órdenes del arriero inundaba cada vez con · mayor fuerza sus espíritus, ya entregados a un destino que jugaba con ellos a la ruleta rusa. - ¿Y ésos qué son? -le preguntó Antonio a Anselmo Bruna, indicando hacia un costado del cielo, donde tres enormes aves, a gran altura, describían amplios círculos en su vuelo, y que de pronto despertaron su curiosidad, buscando darse una pequeña tregua en medio de la incertidumbre, una leve pausa en el desasosiego de la huida. Podía hacerlo. El miedo no lo ahogaba. Las venía mirando desde hacía un rato, sorprendido por sus tamaños, puesto que a pesar de estar muy altas sus formas eran perfectamente visibles. La distancia no impedía ver el poderoso despliegue de sus alas oscuras. Se distraía con esa visión al igual que aquellos hombres que a los pies del patíbulo fijan su vista en un detalle cualquiera. - Son cóndores. Vuelan muy arriba. Se dejan caer desde las cumbres. De aquí se ven bonitos esos bichos, pero en tierra no son más que unos carroñeros, como los caranchos. Es cosa de verlos comer carroña. En el suelo dan asco. Igual que los curas. Una cosa es verlos haciendo misa repartiendo estampitas, y otra es conocerlos de verdad a esos pe/apechas. Los curas son como esos bichos, hay que mirarlos de lejos. La respuesta del arriero incomodó a Antonio. El comparar a los curas con esas grandes aves cordilleranas, de vuelo resuelto a enorme altitud, en círculos amplios, con gran dominio del viento, lo consideró de plano una ofensa gratuita, cercana al sacrilegio, para los cóndores. Los demás oyeron aquel breve diálogo con indiferencia. Apenas si destinaron una rápida ojeada en dirección a aquellos grandes pájaros que parecían divertirse en el aire, allá tan lejos, completamente ajenos al drama de los hombres. A más de alguno, incluso, aquello le pareció una pendejada, un lujo que ellos no podían darse, porque no hacían más que arrastrase entre piedras. Claro que nadie lo dijo. Se habrán 88 89 • J El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Díaz mordido las lenguas. Y no podía ser otro modo. Porque iban sumidos hasta el cuello en su propia congoja. Pensaban en una sola cosa. Su mente y sus ojos no estaban para distraerse mirando hacia el cielo, sino que estaban atentos sólo a lo que ocurría en la tierra firme, en ese sendero desesperadamente lento, donde cada tramo costaba un esfuerzo ingente, un tiempo preciado al momento de pensar en los del 10 de Caballería acortando distancia, y que muy pronto podrían estar a un tiro de fusil. A poco andar, comenzó a caer una llovizna acrecentando el peso del frío que los hombre~ soportaban ya como una carga. Aquel frío puñetero que los había cubierto durante toda la travesía, desde la salida providencial de la estancia La Anita. Ahora ese chubasco cordillerano más encima, haciéndoles llegar todo el rumor congelado de los grandes ríos de hielo que bajaban hasta los valles, detrás de las montañas. Más frío todavía para las manos, las piernas, los rostros de esos jinetes, y que se les iba quedando, una vez horadada la carne, pegado en los huesos. Y la llovizna se convirtió en lluvia directa. Los hombres recibían los impactos de agua gruesa que en su caída inclinada por el viento atravesaba el follaje, dándoles de frente. Impactos de un cielo sombrío que se les venía encima. Marchaban a contramano de una '" muerte próxima, de los elementos, tratando de ganar terreno y tiempo en un cerro que parecía invencible. Nunca, como hasta entonces, se habían sentido tan detenidos en su marcha, tan inmóviles. El camino, después del claro que pasaron, volvió a recuperar su angostura de brecha cruenta. Era aquel suelo afilado, el cansancio, el hambre los que aletargaban su avance. Una ansiedad contenida les exaltaba los nervios y les agudizaba los ojos, los oídos. Querían terminar de una buena vez con todo aquello, con todo ese miedo, ese frío de la huida que poblaba el aire de malos presentimientos. Luego, la huella volvía a abrirse como un nuevo milagro entre los árboles. El cerro mostraba una ruta un tanto más ancha, de roca desnuda, humedecida por la lluvia. Doblaban El Guardián, siempre hacia el sur. Una orilla profunda, cortada a pique en uno de sus costados, se anunciaba ya más cercana. Más allá, como una delgada línea de piedra, apenas dibujada en la pared cordillerana, dejaba ver, aun en la penumbra postrera de la tarde, un sendero que descendía hacia los valles de Chile. - Allí está El Paso del Diablo -dijo Anselmo Bruna, esta vez con un tono enérgico, como si se tratara de una sorpresa incluso para él. Pero la lluvia adelantó la llegada de la noche. A esas alturas los hombres apenas lograban 1 90 91 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz milicos, con lo que sea. Ya han sido muchos los que han ido como borregos al matadero en todo esto. Que no se la lleven tan fácil -exclamó el gallego. - Bueno, pero primero intentemos ganarle al Paso del Diablo. Tendríamos que cruzar de noche sólo si llegan los milicos, y ahí sí que más de alguno se cae, se los aseguro. Pero eso sería en caso desesperado. Además, ¿qué podríamos hacer con tres carabinas y un revólver? No, e~ta cosa la resolvemos saliendo hacia Chile y sm hacer huevadas. Me tienen que seguir bien de cerca, y hacer lo que yo les diga. Si alguno se atolondra, se asusta con la altura, el caballo también se asusta. El animal presiente lo que le pasa a un hombre, ya se los dije. El animal agarra miedo, enloquece hasta que se caen los dos. Hay que llevar firmes las riendas y dando cada paso con cuidado, pero sin miedo cuando pasemos. Uno manda al caballo y no al revés -habló Anselmo Bruna, desplomando el peso de sus instrucciones sobre los hombres. Así comenzó la última parada en el camino el último campamento de los huelguistas'. Ahora se aprestaban a descansar un poco antes de la que tendría que ser su salida del territorio argentino por un lugar que nadie, en su sano juicio, se atrevería a cruzar, según el propio Bruna. A pesar de su exasperación, los hombres debían esperar las primeras luces del alba, como distinguir la silueta del murallón cordillerano, recortada contra el cielo ensombrecido, en aquel costado del cerro, gobernado, por completo, por un rumor de abismo. - Ya estamos cerca -agregó el arriero, aprestándose a bajar de su caballo. - ¿Nos quedaremos acá? -preguntó Antonio, mientras le imitaba, desmontando también. - Si, aquí nos quedamos a pasar la noche. De aquí para adelante empieza el paso, y cruzarlo de noche sería entregar el cuello. Esta quebrada tuerce todavía más hacia el sur. Son muchos · , metros ·de una huella al filo del cerro. La lluvia deja a las piedras como vidrio, y el camino no tiene más de dos metros de ancho. Dos metro y medio con suerte. Pasaremos a pie. Tendremos que llevar los caballos de las riendas -sentenció · Anselmo Bruna,acomodándose el poncho sobre los hombros y escrutando el cielo, para luego afirmar que la lluvia no duraría mucho, porque era uno de esos aguaceros de diciembre, en el monte; caen con todo, pero por poco rato. -¿Ysi los milicos nos alcanzan aquí?-inquirió Ernesto Mena, quien mantenía la expresión más enervada de todo el grupo. - Habrá que pelear, no más, compañero -se apuró en contestarle Esteban Ferrer. Antonio miró al joven y asintió ante aquella respuesta espontánea, decidida. - Eso es. Ahora sí que les peleamos a los 93 92 ._l· El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz les había ordenado el arriero, quien contaba con haber ganado algunas horas al decidir cruzar por El Paso del Diablo, supo'niendo que los soldados marchaban hacia el lado norte, cerca del puesto fronterizo, creyendo que era el único punto del cerro por donde se podría pasar hacia Chile con prontitud. De todos modos, era diciembre, la noche sería muy corta. Confiaba en que la tropa hubiera hecho lo lógico, sin adivinar que ellos se tirarían hacia el sur, buscando un paso más bien suicida. Creía en eso, aunque no estaba seguro del todo; sin embargo, aquella duda se la guardaba para sí. Terminaba la lluvia, pero no el miedo. * - Linda la hiciste, Antonio -le dijo de pronto el arriero, mientras ambos hombres permanecían sentados en el suelo, descansando, y algo alejados del resto del grupo. - No te burles, Bruna -respondió con tono apesadumbrado el gallego. - No, si no me burlo, Antonio. Lo que pasa es que pienso en toda esta macana, toda la revuelta, los milicos, los muertos. Qué será de todos los que quedaron allá, en las estancias. A cuántos habrán matado. Pero tú no tienes culpa de eso. Las cosas se dieron así. - A veces pienso en mi padre que murió ahogado cuando se hundió el Oque~do, durant; la guerra de Cuba. En cómo llegue hasta ac~, hasta estas tierras del sur. Pienso en eso. Venir a morir acá, tan lejos de mi tierra. No sé. Pero así es la cosa como tú dices. No me arrepiento de nada. Nuestra lucha es justa. Creo en la revolución, en el porvenir de los hombres, pero unidos y dispuestos a luchar hasta el fin. Muchos parásitos se alimentan de la sangre Y el trabajo de los obreros. Esa es la pura y santa verdad, como se dice. Sólo pedíamos lo justo en esta huelga. Nuestros derechos -dijo, mientras apretaba su gorra ferroviaria entre las manos, como si estuviera jugando con ella. Bruna quiso interrumpirlo pero no se atrevió a hacerlo. Antonio pronunciaba aquellas palabras dándole un tono de certeza incuestionable a cada una. - Lo que pedíamos es que liberen a nuestros compañeros presos, a los deportados. Que se terminen los salarios de miseria. Que los trabajadores vivan como seres humanos en estos campos. Tendrías que ver cómo viven ahí, en las estancias. Un patrón no dormiría un minuto en esos jergones, te lo aseguro. - Si sé cómo se vive en una estancia -interrumpió finalmente Bruna-. No te olvides que yo soy de aquí. Conozco mucho. He visto demasiado aquí y en el lado chileno. La cosa 1 94 95 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz no cambia mucho. Pero de ahí a desafiar a los milicos es otro asunto. Ellos no vienen a jugar al trompo, tú lo sabes. - Ya te he dicho que el año pasado no fue como ahora. También llegó Varela, pero habló con nosotros, con los patrones, con todo el mundo, y todo terminó en eso. Ahora vino a puro matar. Es otro hombre. - No sé en tu tierra, pero así son los milicos aquí, Antonio. ¿Cómo creías que eran? Mi padre me decía que por donde pisa la bota de un milico no crece pasto. Y tenía razón el viejo - dijo el · · arriero; sacándose el sombrero y pasándose la mano por el pelo, para enseguida volvérselo a calar. - Pero sé que todo esto no quedará así. Los compañeros se volverán a levantar. Yo mismo · · · ·· pienso estar unos·cuantos días en Chile y luego me regreso. Hay que sacar lecciones y seguir con la lucha. Pero esta vez será distinto. El perro ya mostró los dientes. Los trabajadores no se entregarán como lo hicieron ahora. Éramos más de dos mil huelguistas, contra unos pocos milicos. Doscientos, a lo más. Teníamos todo para ganar esta huelga. Nunca habíamos tenido una organización tan grande como la Sociedad Obrera. La causa es justa. Los trabajadores podemos liberarnos del yugo capitalista. No es sólo cosa de libros como algunos creen por ahí. La historia marcha para allá. Hacia 96 una sociedad más justa, sin explotadores ni explotados. Sin clases, sin Estado, sin ejército. Sin curas cabrones, ni patrones chupasangre. El miedo y la ignorancia son los peores enemigos del pueblo. La Iglesia también. Nos quieren embrutecidos, como bestias de carga; pero les haremos morder el polvo. La próxima huelga va a ser distinta. Pronto sabrán lo que es el pueblo trabajador en pie de lucha. Ya no les bastará con los milicos para aplacarnos, para tratarnos como animales. No. La próxima huelga va a ser de verdad - dijo Antonio, encendiendo el filo de sus palabras, en un discurso continu o y con la intensidad de una arenga. Bruna guardó silencio. Miró a aquel hombre joven, que hablaba de una próxima huelga como si no estuviera ahora huyendo, oculto allí, en un rincón del cerro El Guardián. Parecía que vivía en otro planeta. No quiso decirle nada. No se animó a romper el cauce de aquella convicción que manaba de un espíritu tapiado en su porfía, a contramano de la realidad, a pesar de estar más cerca de la muerte que de cualquier otro posible movimiento huelguístico en la Patagonia. Ambos hombres se mantuvieron en silencio por algunos minutos. Cada uno envuelto en sus propios pensamientos. Arriba, en el cielo, la noche desplegaba su sombra total y helada, cayendo como un presagio amenazador sobre el pequeño campamento. 97 El Paso del Diablo Pavel Oyarzzín Díaz * La oscuridad del monte crecía. También crecía el silencio de los hombres, que no dormían a pesar de tantas horas de insomnio. Cada uno metido en la profundidad de su conciencia, en el laberinto de su memoria. Allí se veían, en un punto ínfimo de la inmensa cordillera, pequeños, debilitados, casi sin armas, y con los soldados en algún lugar, buscándolos para matarlos. Surgían en ellos, allí arrojados sobre el suelo rocoso, gestos maquinales, efectos del temor. Revisaban una y otra vez los bolsillos de sus chaquetas, se acomodaban el sombrero, jugaban con un cigarrillo que no debían fumar, o aguzaban la vista hacia los cerros, queriendo descubrir detalles precisos, aun cuando éstos le devolvían tan sólo su imagen de muros sombríos, sus contornos y alturas primordiales. No veían nada más. Estaban encerrados en la noche cordillerana, esperando el alba, para poder seguir con vida. Bajo los árboles, donde aún permanecía suspendido entre las ramas el rumor de la lluvia, los hombres se apiñaban en el suelo para combatir el frío. Cada tanto, la quietud del momento recibía el sonido de los breves desplazamientos de los caballos, atados a unos arbustos, husmeando el suelo, para arrancar unas pocas briznas de hierba, o beber un poco 98 del agua empozada en los pequeños cuencos formados por las piedras. Antonio, quien se había alejado un tanto del resto del grupo, permanecía de pie mirando hacia aquellas alturas secretas. El hombre mataba el tiempo a punta de recuerdos, de evocaciones breves, fragmentarias. Recordó el mar de su tierra, la ribera que vio desde niño allá, en El Ferrol, en ese vértice, al noroeste de España, que es Galicia. Recordaba el sector antiguo de la ciudad natal, más allá de los talleres, los astilleros. El sector viejo y bucólico de la ciudad, inundado de un rumor marítimo, del humo de las tabernas, de todas esas historias de pescadores convertidas en leyendas para los niños y las mujeres, que se criaban soñando con el Atlántico boreal. Luego pensó en cuán lejos estaba de ese mar, de ese tiempo, allí donde se encontraba a esas horas, perseguido, entumecido, con la muerte rondándole de cerca. Decidió sacudirse de aquellos recuerdos que le adormecían los sentidos, que hacían languidecer su estado de alerta. Debía permanecer atento, concentrado en los rumores de la noche, en los ruidos del monte, en las sombras circundantes. Él, más que nadie, debía estar en vigilia, con el arma lista, dispuesto a todo. Regresó hasta donde estaba Bruna. Le gustaba conversar con ese arriero que, sin conocerlos siquiera, puso su propia vida en la 99 ¡·l 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarztín Díaz misma balanza. Desde la primera charla, se dio cuenta de que hablar con Bruna le aquietaba la angustia, no por mera distracción, sino por saberlo un hombre ya probado en los avatares del peligro. Cada palabra del arriero venía reforzada por una experiencia viva Y por tanto verídica, · que le hacía decidir la forma Y el rumbo por dónde seguir, sin vacilaciones de ninguna índole. A lo mejor, Bruna iba con tanto miedo como cualquiera, sin embargo no lo demostraba. Sea como fuere, era algo digno de tomar en cuenta. -. · - ¿Es cierto eso de los caballos? -le preguntó de sopetón a Anselmo Bruna, mientras se sentaba a su lado. - ¿Qué cosa? - Eso de que el hombre le traspasa su miedo. · "'Claro que sí.- Es el animal del miedo. No hay otro así. Mira, fíjate alguna vez en uno cuando está asustado, fíjate en sus ojos. Ninguna bestia tiene los ·ojos de un caballo cuando siente miedo. Son los ojos más abiertos de todos, a punto de que le salgan disparados, _co_mo si tuviera un demonio adentro, o como s1 viera al mismo diablo. Un caballo con miedo enloquece. Se mata si puede. - Los hombres también, ¿o, no? -afirmó Antonio. - No, los hombres no. Bueno, algunos. Los cobardes. Pero te hablo de todos los caballos, 100 incluso de los más chúcaros. Yo sé de caballos. Por eso te lo digo. Por eso les dije cómo teníamos que cruzar por el paso. El caballo le teme a las alturas como al demonio en persona, y si el hombre que lo lleva tiene miedo también, el animal se arroja hacia el barranco, se lo lleva con él. Así es la cosa -afirmó categórico Anselmo Bruna. - Nunca había oído nada parecido, ni siquiera de los compañeros que trabajan todo el día con caballos en las estancias -retrucó Antonio, haciendo evidente un dejo de incredulidad ante la afirmación de Bruna. -Pero ellos no hacen más que arreos de ovejas. Andan tranquilos por la huella. Te hablo de los que andamos con estos bichos en la cordillera, solos, sin nadie más. Sólo aquí se conoce a los hombres y a las bestias. En el monte. Ahora era Antonio quien dejaba una interrupción en suspenso, para continuar oyendo al arriero. - Yo he cazado pumas, por ejemplo. ¿Sabes cómo se caza un puma? -preguntó Bruna, y sin esperar la respuesta, continuó hablando-. El puma es un animal peligroso. Hay que perseguirlo en el monte con qui nce o veinte perros leoneros, que son chicos, pero bravos. Estos lo rodean, lo obligan a subirse a un árbol o una roca; lo van cercando, hasta que queda acorralado y, entonces, ah í se le puede matar. Yo he visto a ese animal peleando con los 101 ~ 1 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzrín Dfaz perros hasta morir. He visto sus ojos cuando está rodeado, y no son de miedo como los del caballo, sino de furia. Tampoco los perros tienen esa mirada asustada, y eso que a más de alguno el puma puede darle un zarpazo. Una mano que le meta el león y el perro se queda sin tripas. Ellos lo saben. Nacen sabiéndolo. Pero como te digo, sólo en un caballo entra tanto miedo, en ninguna bestia más. A mí nadie me lo ha contado. Yo lo he visto. - O sea que ahora estamos como los pumas -dijo, Antonio, marcando con una sonrisa triste la ironía de sus palabras. - Más o menos así -respondió Bruna-. Claro que todavía no llegan los perros. Ahí veremos quién es quién, compadre. Cómo se portan. Nunca se sabe -agregó. - ¿Por qué lo dices? ¿Desconfías de alguno? -preguntó Antonio, con un tono inquieto. Ambos hicieron silencio. La posibilidad de una traición es una puerta siempre abierta para los hombres que se juegan la vida en un momento, y donde la vida de uno depende del otro, y de todos. Los traidores son de una raza aparte. Ni ellos mismos lo saben, porque la traición se les incuba en secreto, hasta que cobra vida propia y los gobierna. Un traidor es un hombre que se devora a sí mismo, para convertirse en otra cosa. Luego, se vuelven indomables. Ni Dios tiene control sobre ellos. - No. Lo digo, nada más. Pero el que se descuida, pierde. No todos los hombres son iguales. Yo no pondría las manos al fuego por todos. Apenas lo haría por mí -continuó Bruna, pausadamente. - Yo creo en los compañeros. Tú vez cómo se están jugando el pellejo, sin reclamos. Además, ellos querían quedarse a pelearle a los milicos, igual que yo -sentenció Antonio, tras el silencio sombrío que produjo la aparición soterrada de aquel sentimiento de sospecha. - Sí, está bien. Pero otra cosa será si los milicos nos alcanzan. Hay que asegurarse, Antonio. Sobre todo tú. A ti te buscan. ¿Los conoces bien a todos ellos? -dijo Anselmo Bruna, mirando hacia donde se encontraba el resto de los hombres, pasando la noche como podían, con tanto frío, con tanta incertidumbre encima. - Durante la huelga algunos anduvieron conmigo. Son buenos compañeros. Aunque no los conozco bien a todos. Los hombres se prueban en las jornadas de lucha -agregó el gallego dándole a sus palabras, como de costumbre, un marcado acento de proclama, de discurso. - De todos modos, ¿a quién le tienes más confianza? - Como para qué. - Como para pasarle esto -dijo el arriero, sacando de entre su poncho un revólver. 1 1 1 102 103 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzrín Dlaz - ¿Y eso por qué? - Mira, Antonio, yo he visto a los mejores agachar el moño cuando la cosa se pone fea. Esto es para asegurarnos que nadie se irá a entregar a los milicos, para adelantarnos, ¿me entiendes? Aquí, los que llevamos armas somos Mena, tú, y yo. Ésta es para alguno· del que estés muy seguro, que esté dispuesto a pegarle un tiro a quien quiera traicionarnos. Deberá marchar al final de grupo. Deberá vigilar bien a los hombres. Pero tiene que ser un cien por cien. Alguien que esté con nosotros a muerte, · ¿está claro? -terminó diciendo Bruna, en un tono calmo, atildado. Antonio se quedó pensando un instante. Miró a sus compañeros. Y aunque no quería aceptar abiertamente la posibilidad de que · · entre ellos surgiera, de pronto, un traidor, sabía que Bruna tenía razón. Anselmo Bruna era un hombre práctico, con experiencia. Conocía la naturaleza de los hombres. Era el momento de asegurar la salida, de no cometer errores. Nada de confianzas ciegas. Él lo sabía. Lo aquilataba. La lucha es así también, pensó, resignado ante una alternativa probable, por la que nadie, en esas circunstancias, debería ser tomado por sorpresa. - Dale el arma a Esteban -dijo de improviso, sin titubear. En esas cortas semanas de huelga, Antonio 104 había aprendido a sopesar el valor de Esteban Ferrer. Ese cachorro, a pesar de su poca edad, siempre se mostró como uno de los más decididos. Nunca dejó de cumplir con sus deberes de militante de la Sociedad Obrera. Ya es un hombre, se dijo el gallego. Un hombre de palabra. - Oye, Esteban - le dijo Bruna al muchacho, que estaba tendido en el suelo junto a los otros hombres- Antonio te llama. Ferrer se apresuró en acudir al llamado. Los demás le siguieron con la mirada. - Esteban -le largó Antonio de cerca, en voz baja- aquí el compañero te va a pasar una pistola. Quiero que la lleves tú. Que cuando partamos, tú vayas atrás, cerrando el grupo. Si vez que alguien quiere escapar o volver para en~regarse a los soldados, tú lo detienes y nos avisas. Pero si no obedece, le pegas un tiro. O dos -concluyó. - O tres, si lo pide a gritos. Bueno, los que sean necesarios- agregó el arriero. - Muy bien. Pásame la pistola, compañero -dijo Ferrer, sin siquiera esbozar una pregunta ante la orden recibida. - Revólver, amigo. Esto es un revólver, y de los buenos. Son hechos en España. Éste no miente. ¿Sabes disparar? -le preguntó Bruna. - Sí, compañero. Con mi padre muchas veces disparábamos en la pampa -respondió el 105 r El Paso del Diablo Pavel Oyarzrín Díaz . muchacho, tomando el arma entre sus manos y examinándola con cuidado. Ninguno de los tres hombres agregó otra palabra. Esteban recibió así, con breve~ad, las instrucciones de vigilancia. Y las acato de inmediato. Tenía voluntad. Estaba resuelto a cumplir con su deber como el que más. No era necesario preguntar otra cosa. Todo estaba muy claro. * El muchacho se tendió en el suelo y sacó el revólver de su bolsillo. El contacto de su mano con el metal le hizo concentrarse en lo dicho por Antonio. Aceptó la responsabilidad de vigilar a sus propios compañeros. Esa confianza depositada en él le llenó de un orgullo genuino. Comenzaba para él una batalla decisiva también, mientras sentía el peso del arma entre los dedos y revisaba, mentalmente, toda una serie de posibilidades. Supo que esa noche ya no debería pegar un ojo. A pesar de que veía cómo algunos de los hombres eran vencidos por el sueño y dormían, o dormitaban a ratos, a trazos cortos, afligidos. Sin embargo, estaba seguro de que Antonio ni Bruna caían vencidos por el sueño; sabía que no se dejarían rendir por la modorra, por el agotamiento de músculos Y nervios acumulados. Ahora, él también cargaba 106 sobre sus hombros con la empresa de salir hacia Chile. De él dependían los otros, y el propio Antonio. La vida del líder máximo de la huelga nada menos, estaba confiada al cumplimiento de su deber. Pero la noche del monte era más espesa que la de cualquier otro sitio conocido. Era una noche pesada, enquistada en el frío que adormecía a los hombres, trayendo, además, rumores lejanos, envolventes, hasta esa altura. El viento se sumaba al sopor nocturno, golpeando las piedras, bajando con su silbo de gran alcance hacia los valles y, más allá, hacia la pampa, hacia las estancias que extienden sus campos de pastoreo y crianza de ovejas, como una gran mesa esteparia, hasta las orillas del Atlántico. Caminos y huellas que él mismo había recorrido desde niño. Esteban Ferrer se dedicaba a hacer recuerdos, como si fuera un viejo que remontaba décadas enteras, a pesar de sus dieciocho años escasos, con su deber revolucionario a cuestas, y con un revólver en el bolsillo de su chaqueta. Entonces, una galería de imágenes ajadas, de porciones de tiempo, tomaba por asalto la memoria del muchacho. Era la llanura natal, el horizonte, los animales. Luego, pasajes de faenas, breves fragmentos de conversaciones, nevazones, épocas duras, días mejores, accidentes. Su memoria daba grandes saltos 107 1 El Paso del Diablo Pnvel Oyarzrín Díaz en el ensueño. Pero regresaba de golpe hasta el campamento, hasta el deber encomendado, sacudiéndose de los desvíos provocados por la nostalgia. Más tarde, sin embargo, un recuerdo inesperado cayó sobre él. Una distracción subrepticia y poderosa. Era la hora más cruda de la noche. Yallí, una silueta adolescente, delgada y envuelta en un leve temblor, interrumpía el derrotero de su vigilia. Amanda, dijo para sí. Amanda, repitió, en voz baja. El frío lo obligaba a encogerse, a reducir su espacio ante los golpes de aire helado, de rocío hiriente. Buscaba calor entre sus · miembros reco~idos. Buscaba calor en su propia memoria. Y lo encontraba ' por fin, en la evocación de Amanda. Era ella, incuestionablemente, la que venía hacia su cuerpo. Se aproximaba. Entonces la silueta ·imaginaria de aquella muchacha se reducía a su boca, a los escasos besos prodigados, a las caricias furtivas. Era el recuerdo de su boca abierta en el beso, la humedad de su lengua. Era su boca moviéndose en la suya, la apertura máxima de sus labios delgados, tibios. Sólo era su boca, y no obstante desde allí podía adivinar todo su cuerpo, que nunca fue completamente suyo, pero que estaba allí, en aquellos momentos de fiebre oculta, dispuesto para que él, y sólo él lo disfrutara, lo moldeara, lo penetrara hasta su raíz. Se dejaba ir~ Esteban, en ese recuerdo. Con los ojos entornados, hecho un ovillo en el suelo 108 del monte, consumía el tiempo, aferrado a su erección que lo transportaba a la profundidad de un sueño prolongado, involuntario. Aun así, permanecía inmóvil, reconcentrado en un ardor que lo estremecía en secreto. Partía en busca de Amanda, tras el rastro de sus labios, sus brazos, s~s ~iernas de muchacha en actitud de entrega, lubn,ca hasta la médula, tendida, llamándolo allí, detras de los galpones de la estancia Esmeralda. De pronto, una mano fuerte le sacudió el hombro. Clareaba en el cielo la primera luz del día. Era Bruna que lo despertaba, haciéndole el gesto universal de silencio. El ensueño se des~arató de su mente. Bajó a la tierra de golpe. Cayo en su propia realidad, como una piedra. El despertar de esa manera, remecido a tirones, hace que un hombre vuelva a vivir, en cierta medida, el trauma del nacimiento. Bruna lo arrojaba a este mundo. Tanto él como Antonio habían escuchado el sonido de un balazo a lo lejos. Más de algún otro de los huelguistas también se había sobresaltado con aquel estruendo contundente, espeluznante. No había dudas, los soldados también estaban en marcha hacia El Paso del Diablo. No tenían mucho tiempo. Pronto habría una claridad total. - Hay que irse rápido - le dijo Bruna-. Los milicos están cerca. Es~eban se incorporó de un salto. Maldijo su dejadez. Sintió ira y vergüenza por su falta 109 El Pmo del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz de hombría en el deber. Él tendría que estar, junto al arriero y Antonio, levantando al resto · de los hombres, y no siendo despertado, poco menos que a cachetazos, ahora que los soldados ya estaban pisándoles los talones. Vienen los milicos, y yo pajeándome, se dijo enfurecido. Todos montaron en sus caballos y comenzaron a adentrarse por ese costado del cerro, en la brecha que se despejaba de sombras. Iban al trote. El camino, aunque pedregoso, era algo más ancho. Subían deprisa. Bruna se adelantó. Apuró un poco más el paso. Le seguían Antonio, Perdomo, Mena. Un tanto más atrás, y en fila, Macayo, José Ramos, Cárdenas, Martínez, Rosas, Pedro Marín, Galindo Villalón. Cerraba el grupo, junto a Miguel Zurutusa, Esteban Ferrer. - Pasa adelante, Miguel -le dijo con premura Esteban. De este modo, él quedó al final de la pequeña columna, tal como se lo había ordenado Antonio. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y empuñó con firmeza el revólver. La prisa por retomar la marcha hizo que más de alguno dejara sus pequeños mantos de cuero de guanaco en el lugar. - ¡Dejaron los quillangos, compañeros!-lanzó Antonio entre dientes, volviendo la cabeza hacia los hombres que le seguían, al percatarse de los bultos arrojados en el suelo del campamento que iban dejando atrás. 110 - Ya no importa mucho eso -dijo Bruna-. Descubrieron que nos íbamos por el Paso del Diablo. Pero creo que recién vienen doblando el cerro. El tiro sonó bastante lejos. Tenemos algo de tiempo todavía. El camino comenzaba a estrecharse de nuevo. Ya no podían mantener, sobre aquellas piedras más afiladas que nunca, el trote ligero que alcanzaron a llevar por un corto tramo. Ahora iban, otra vez, a paso lento, subiendo. Se detuvieron en una pequeña planicie. Bruna, Antonio y Mena vieron cómo se abría un poco la huella, para luego cerrarse como un embudo. A un costado, una laderq de piedra de cinco o seis metros de altura flanqueaba al sendero que definitivamente bajaba, en diagonal, hacia el sur. Casi pegado a él, a mano izquierda, la abertura de un desfiladero profundo, con un leve declive, mostraba la orilla de un abismo cortado a pique. Los hombres podían ver los árboles que se veían como pequeñas plantas allá abajo. E°ra El Paso del Diablo, absolutamente visible. Pero ya era tarde para los preparativos de ~ni~o o consideraciones acerca del riesgo que 1mphcaba tomar esa delgada cornisa de piedra. Ahora eran alcanzados, como por un rumor fatídico, por el sonido de cascos de caballos. Del mismo modo, y con mayor nitidez, por los gritos de los soldados, que intentaban apurar aún más el ritmo de su avance. Exceptuando a Bruna, 111 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarzzín Dfaz era la primera vez, desde la salida de La Anita que los huelguistas sentían la presencia cercan~ de sus perseguidores, aquellos que venían a aniquilarlos. Se trataba de una certeza funesta que horadaba sus ánimos, saturándolos de' miedo. Los soldados se les venían encima. Muy pronto estarían al alcance de sus fusiles. - Vienen más rápido de lo que pensé -dijo Bruna, por primera vez con un acento vibrante en su voz-. Vamos a tener que pasar montando, ·al trote. No queda otra. Hay que cruzar rápido. Es peligroso, pero no hay otro modo. Todos · deben seguirme · de cerca, sin apurar mucho a los caballos. Si uno se asusta, se parten el cuellos los dos allá abajo -agregó el arriero, con una expresión contrariada en el rostro, pero de inmediato siguió hablando: ···- Antonio; si los milicos nos ven desde aquí, pueden darnos sin problemas. Los Máuser te pegan a más de mil metros, seco. - Ya estamos aquí, hay que intentarlo. Si nos volvemos nos matan antes y más fácil -dijo Antonio. - Pásame tu rifle - le dijo, de pronto, Esteban a Antonio. El gallego lo miró sorprendido, pero no atinó a decirle nada. - Dale el rifle -dijo Bruna, mirando a Esteban y asintiendo ante aquella petición, dando por entendido de lo que se trataba. - Yo me quedo aquí para detenerlos. 112 Antonio quiso decirle algo, cuando cayó·en la cuenta de lo que se proponía Ferrer. - Es una locura, Esteban -le dijo finalmente. Pero Bruna ya se había adelantado y desamarró la carabina de la montura de Antonio para de súbito pasarle el arma al muchacho'. Antonio, presa del estupor, no alcanzó a intentar detener o disuadir al arriero en esa maniobra rápida por desarmarlo. - ¿Sabes usar uno de éstos, no es cierto? -le preguntó el arriero. - Sé disparar, Bruna, ya te lo dije -contestó Esteban. - Bueno, a disparar se aprende disparando agregó Bruna. - Tú debes salir, Antonio. A ti no te pueden agarrar -le dijo al gallego, mirándolo fijamente por un instante. · Me quedo contigo, compañero-interrumpió Antonio. ' - ~o -soltó Bruna, enérgico-. Aquí hay espac10 para un solo hombre, y él tiene razón. Tú no puedes caer en manos de los milicos. Tú menos que nadie. Si eso pasa, todo estará perdido. Tú lo sabes -le enrostró el arriero ' como si hablara de una causa propia. Al resto de los hombres, sobre todo a Ernesto Mena, aquel diálogo le resultaba irracional. Si no hubiese sido por el profundo respeto que sentía por Antonio y por Anselmo Bruna, los hubiese 113 El Paso del Diablo Pavel Oyarzrin Díaz cortado a gritos, a puteadas. Aquella discusión, en las puertas mismas de la muerte, se le vino encima como un absurdo, como una infernal escena de locos, de suicidas. Ya se veía cosido a balazos ahí mismo, casi con un pie en Chile. La desesperación hizo que comenzara a hacer girar su caballo sobre el lugar, con un gesto espontáneo de sus manos sobre las riendas; la única manera de dar cauce a su angustia desatada. Los otros caballos también se inquietaron, presintiendo el miedo de los hombres. Comenzaron los relinchos, los movimientos bruscos de las bestias que recibían, en su cuerpo, la electricidad del miedo humano. - ¡Ya, rápido, Esteban! Debes quedarte acá. El camino es estrecho. Te dejo mis balas, las de Mena, las de Antonio. Son más de treinta tiros. Baja la palanca con cuidado y dispara buscando siempre darle a alguien. Vigila arriba, porque pueden darte desde allá -le dijo el arriero, indicando la altura del muro rocoso que flanqueaba a la huella-. Ellos tienen Máuser ' más pesados, de mucho alcance, y aquí estarán a corta distancia. Se les hará difícil darte. Yo me llevo tu caballo. Te lo voy a dejar allá abajo, para que nos sigas, siempre bordeando el río, ¿me entiendes? Recuerda que también tienes mi revólver. Buena suerte, compañero -le dijo apresurado, posando su mano en el hombro de Esteban, y apretando con fuerza. 114 ··~ Antonio siguió a Bruna completamente conmovido, con ganas de llorar. Hubiese querido darle un abrazo a Esteban, pero no había tiempo. Sólo le pasó sus balas, al igual qu~ Mena. Ese fue el único gesto de despedida; deJa:le, con la brusquedad propia de quien contiene una emo~ión furibunda, un puñado de balas en la mano. El sabía que era un sacrificio Sabía que la nobleza de ese muchacho era d~ otro mundo. Tenía el heroísmo de los auténticos anarquistas. Así lo veía. * Los hombres iban muy lento por aquella senda tan angosta, tan próxima al muro de piedra que tenían a la diestra y del vacío abierto a la siniestra. Ahí se dieron cuenta de que pasarlo de noche hubiera sido un suicidio. La delgadez del sendero los asfixiaba. Ya sentían el leve declive de la estrecha cornisa cordillerana. Marchaban mirando el suelo, palpando con ligereza el andar de sus caballos. Cada uno recordaba perfectamente la sentencia de Bru?ª· Estaban en El Paso del Diablo. No podían equivocarse. El miedo no debía traicionarlos. Antonio, ,ª pesar del filo sobre el que iba, no pensaba mas que en Esteban, allá atrás, sobre la piedra, emboscando a los soldados. También 115 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dlaz se acordó de Shulz, en la estancia La Anita , esperando a las tropas del 10 de Caballería; vale decir; su turno para ser fusilado. Porque de eso podía estar seguro: Shulz ya estaba muerto, metido en una fosa, como tantos. Después de algunos minutos, y obsesionado po r la imagen de Esteban, que no le abandonaba en aquel camino nefa~to que los llevaría hacia Chile, Antonio rompió por fin el silencio. Tenía a Anselmo Bruna allí cerca, a unos pasos nada más. De nuevo buscaba refugio en la conversación con el arriero. · - ¿Qué pasará con Esteban? -le preguntó - No sé. A lo mejor los soldados no estaban tan cerca como creíamos. A lo mejor sólo era una patrulla de reconocimiento, de tres o cuatro hombres a lo más. Si fuera así será fácil para Esteban. ·Puede·pararlos y luego venir tras nosotros. Esos soldaditos son miedosos. Apenas escuchen unos tiros, retrocederán hasta donde están sus jefes, que son más miedosos que ellos todavía. - ¿O sea que tiene una oportunidad el compañero? - insistió Antonio, buscando un atisbo de sosiego. - Claro. Todo puede darse -aseguró el arriero-, pero ahora nosotros, tranquilos no más. Traten de no mirar al barranco. Mantengan calmados a los caballos. Aquí el que se asusta se cae, y puede pasar a llevar a otro, el muy huevón 116 - agregó, alzando la voz lo suficiente como para ser escuchado por toda la columna. - Creo que nunca he tenido miedo a la muerte, Bruna -dijo Antonio. - Eso nunca se sabe. Como me dijo un italiano una vez; una cosa es hablar de la muerte y otra es morir. Recién terminaba Bruna de decir aquella frase, cuando escucharon el primer disparo. Era de un Winchester. 117 1 " El Paso del Diablo Capítulo IV Gómez detuvo su caballo y esperó a la columna de soldados que le seguía. El primero en llegar hasta esa especie de plano rocoso fue el sargento Valenciano. Más atrás, el resto de la patrulla todavía apuraba a los caballos, avanzando a duras penas por lo empinado de la cuesta, lo escarpado del terreno y la cerrazón que producía la arboleda cordillerana. - ¿Qué pasa, ahora? -preguntó Valenciano, con la vista fija en el arriero. - Bueno, de aquí seguimos subiendo hacia el norte, mi sargento -respondió Gómez, tan opaco como siempre. Esquivando un poco la vista. Valenciano, impaciente por la demora del resto de los hombres, volvió grupas. Fue en busca de aquellos soldados que marchaban con la parsimonia de los débiles. Les dejó caer su voz endurecida, como quien los toma del cuello y los arrastra hasta la línea del deber, la de los verdaderos hombres: ,, 'I 1 119 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz - ¡Apúrense, babosos, o quieren que el gallego Antonio se nos escape! No pienso ordenarles otra vez que se apuren. La próxima, vuelvo para pegarle un tiro a un cabrón. Luego partió hasta donde estaba el arriero:· - ¿Dónde están los policías chilenos, Gómez? -inquirió, con el tono inflexible de costumbre. - Por allá, más hacia el norte -dijo Gómez, abriendo su brazo derecho-. Y ellos quieren pasar por acá -agregó, señalando otro punto del cerro, un tanto más hacia el sur-. Deben estar por ahí, no muy lejos, detrás de esas piedras ·· · altas, por ahí se pasa a Chile. El camino no es tan malo. El sargento miró en las direcciones que le mostró el arriero, pero lo hizo con incredulidad. Crecían en él las sospechas que tenía sobre aquel · hombre. Este índio ·nos está haciendo perder demasiado tiempo, pensó enfurecido. Pero no le quedaba otra que seguirlo. Sólo un baqueano como él conocía aquellos cerros, pudiendo avanzar por esos senderos endemoniados como si estuviera leyendo un mapa. Mas estas razones no le servían para apaciguar su iracundia ante la tardanza del encuentro final con los huelguistas. Le exasperaba no tener ninguna prueba concreta del paso de Antonio y sus hombres por esos rumbos. Hasta ahora no eran más que fantasmas. Una leyenda o algo así. Ansiaba poder verlos a la distancia. Anhelaba 120 ese momento en el que estarían bajo las miras de sus fusiles y luego a centímetros del filo de las bayonetas, de los falcones. Tras un momento, llegó el resto de la tropa. Los conscriptos veían al sargento cada vez más irascible y contrariado por el resultado de esa misión que se alargaba en demasía. Mostraban cansancio. Tenían hambre. Los recios golpes de frío asestados por el viento les iban desmoronando sus voluntades cada vez más arenosas. Sólo querían que todo terminara pronto. Valenciano sabía de la baja moral combativa de sus hombres, aun cuando eran los mejores que tuvo a elegir. Sólo podía confiar en el cabo Ugarte. Los demás se le imponían como una pesada carga de la que debía tirar con fuerza. Sabía de su escasa resistencia a la hora de enfrentar los sacrificios de la vida castrense. Esas horas de marcha en la cordillera le bastaron para obtener un retrato fidedigno de cada uno de ellos. La mayoría dejó al descubierto su estirpe de manada, como les llamó Riviere. Casi siempre cabizbajos, huyéndole al frío a la visión del monte, como aquellos suplican~es que bajan los ojos para rogar a Dios por algo que no se atreven a enfrentar como hombres; o cada tanto quedar viéndose unos a otros, con una mirada vacía, inerme. Pero en su fuero interno el sargento no le pedía peras al olmo, puesto 121 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dlaz que no eran más que campesinos sacados de sus chozas para cumplir con la conscripción. Por eso no les daba respiro. Después de todo, le recordaban su propia historia, al menos la de sus primeros años. Eran hombres arrancados de la miseria. Venían con esa marca en el lomo. Y esto, precisamente, hacía que fuera tan duro con ellos. Porque debía arrojarlos de la niñez de golpe. Lo haría por su bien, aunque ahora tuvieran que morder el polv~. Un bracero debe huir de la niñez a toda prisa, pensaba. La infancia de los pobres es un tiempo oscuro, donde el hambre muerde los ojos hasta dejarlos vacíos. Es el tiempo de las piernas débiles, las costillas asomadas, las manos sin fuerza, para tanto dolor que hay que cargar. Cuando no se puede responder un bofetón. Una mezcolanza de mocos y de sangre. En verdad, es una cárcel. Un muro terriblemente alto. Por eso Valenciano sentía que su deber era convertirlos en hombres de una buena vez y liberarlos de la época más cruenta. Entonces su trato férreo hacia ellos era un gesto solidario. Un acto de piedad, si se mira bien. Y en ese monte enmarañado hacía más patente este mandato. Sabía que no debía aligerar la mano del mando. Por el contrario, debía dejárselas caer con todo el peso. Tendría que mantenerlos despiertos a punta de amenazas, de meterles miedo. Al primer descuido, estos babosos se echan a dormir una 122 siesta, pensaba. Serían un blanco fácil para cualquiera. - ¡Pórtense como hombres, como soldados! -les escupió de cerca, con una vibración enérgica en su tono-. Llevan caras de corderos, de marranos, y todavía no ha pasado nada. Esta es una misión de guerra. No quiero señoritas que se la pasen quejando todo el tiempo del frío o del cansancio. Maricones no sirven aquí. Pronto entraremos en combate, y ahí sí que hay que tener cojones. O son hombres, o son un montón de mierda -remató, endureciendo el tono al extremo. Riviere le observaba impávido. Todavía recordaba cada una de las palabras que le había lanzado, en su propia cara, al sargento. Por eso aquel discurso marcial, en pleno monte, sumidos hasta el cuello en el curso de esa misión incierta, buscando a unos cuantos ovejeros desarrapados -así los veía- no hizo mella en su talante calmo y atildado. Creía que ya había ganado la batalla personal entre aquellos hombres. Su moral se resolvía a la altura de su abolengo. La escena con el sargento allá abajo, a los pies del cerro, que revisaba en su mente a cada momento, lo nutría de urt orgullo imbatible, de una sensación de beneplácito tal, que ni siquiera el mismo resultado de esas correrías por la cordillera le interesaba demasiado. Se había instalado en su ánimo un irrefrenable sentido 123 1 !' 1 El Paso del Dinblo Pnvel Oy11rz1ín Dlnz - Bueno, Gómez, usted nos dice por dónde. Lo seguiremos de cerca, en orden, como una verdadera patrulla militar, y no como venían éstos hasta ahora, dando lástima - dijo en voz alta Valenciano, procurando que sus palabras enfurecidas caigan en punta, como dagas, sobre cada uno de los conscriptos, hasta perforarles los oídos. Mientras comenzaba la marcha de la tropa, tomando el rumbo hacia el costado norte del cerro, Valenciano miró hacia su izquierda donde vio una estrecha huella que, al parece;, se adentraba hacia el sur, en ascenso. La miró un instante, luego siguió a Gómez. del deber cumplido sobremanera, como oficial de primer rango, depositario de las glorias de Francia, inoculadas en su sangre. Había vencido en su batalla particular contra una tropa siempre al acecho de su alcurnia. Riviere miraba y escuchaba al sargento Valenciano sin inmutarse. No se le movía un músculo No se dejaría impresiomir por aquel sicario de tercera, enfundado en sus bravatas, insultos y miradas de perro fiero. El cabo Ugarte, por su parte, lo observa a él. - Pronto se hará de noche, mi sargento -dijo · Gómez mirando hacia el cielo, que a esa hora de la tarde desplegaba sobre ellos un gris intenso, renegrido, cargado de amenazas de lluvia inminente. - Andaremos de noche, entonces - aseguró Valenciano-. No podemos darles ventaja. De aquí no paramos hasta dar con el gallego Antonio, ¿está claro? Aquella orden cayó como una piedra sobre el espíritu de los soldados. No habían pegado un ojo desde que llegaron a La Anita. No habían comido nada, no podían fumar. Sólo habían tomado un poco de agua. La mayoría de ellos, con el avance de las horas, anhelaba un alto, una pausa, y de este modo, aunque fuera por unos cuantos minutos, darle un descanso a sus espaldas, a sus manos, a sus piernas entumecidas. Quedarse quietos, por fin. Conversar algo tranquilamente. ,Con la llegada de la noche, el grupo se hizo mas compacto y la marcha más lenta. El frío aum entó su densidad. La llovizna que les caía encima por más de una hora, le otorgaba a la persecución el peso de un sacrifici o adicional sobrante. Esto permitía que en Valenciano'. por lo menos, aumentara la furia, el deseo de ven~anza hacia los causantes de esas pellejerías, hacia esos canallas que le obligaban a marchar al mando de soldados cada vez más remolones, lle~os de un ánimo esquivo, viscoso, propio de qmenes no saben vivir y luchar con un deber 124 125 * 'l --- J El Paso del Diablo Pavel Oyarzrin Díaz sobre sus hombros. Sujetos que a la menor dificultad se doblan como una hoja de papel, poniendo sus voluntades de rodillas. Y eso que son los mejores, se repetía. Claro que otra cosa será en el momento de la batalla, allí les volverá el alma al cuerpo, pensaba de nuevo. Las condic'iones adversas del terreno y de los hombres no paralizaban a Valenciano en su porfía constante; por el contrario, azuzaba con más fuerza a su caballo apurando el trote, obligando a Gómez a hacer lo mismo. No le importaban los obstáculos de esa huella estrecha y enrevesada, que se volvía casi invisible bajo el imperio de la noche. · La llovizna dio paso a la lluvia, pero a él no lo encorvaba, apenas si reparó en el aguacero que comenzó a arreciar en esos momentos sobre la patrulla. Él no le daría ventaja al gallego Antonio. Ese monte no le doblaría el cuello, ni menos la helada, el chubasco. Ellos tampoco la estarán pasando muy bien, pensaba. Las penurias de aquel andar nocturno endurecían aún más los cimientos de su hombría. Tenía que alcanzarlo a como diera lugar, aunque sea solo. Su honor de sargento abnegado iba en ello. Su estirpe de militar químicamente puro se jugaba en esa apuesta. A pesar de la oscuridad cerrada y envolvente, la columna avanzada a buen paso por un sendero apenas abierto para el apuro de la 126 marcha. Ganaban altura y ya tenían a la vista la tenue silueta del costado norte del cerro, de su pendiente pausada. La misma noche, sumada la ansiedad, les afinaba la vista. La proximidad del lugar por donde los huelguistas intentarían pasar hacia Chile, según Gómez, les otorgó a los soldados un estado de ánimo más intenso, en espera del choque armado con los rebeldes. Cual más, cual menos, todos ellos ya estaban cruzados por la sensación de estar muy cerca de su objetivo. Adivinaban, en el despunte de sus nervios, la pronta resolución de toda esa historia que se escribía en las alturas de El Guardián, bajo la lluvia. Muy pronto las cartas del destino estarían echadas para ellos y para los huelguistas. Llegaba el momento de la verdad, donde se prueban y aquilatan los hombres, sin ambivalencias, sin términos medios. Contarían, sin duda, con la ayuda de los carabineros chilenos. Apostaban a eso. Los huelguistas iban directo hacia un muro de fusiles, y tenían otro a sus espaldas. Quedarían sin salida, entre el fuego cruzado. Entonces recordaban las palabras del sargento cuando salieron de cacería; tenían que apurar el avance como sea, era preciso alcanzarlos antes del límite. Los cadáveres de esos montoneros deberían quedar tendidos en el suelo patrio y entonces todo el merito sería para ellos. Esos rebeldes eran suyos, eran sus piezas de caza 127 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Dlaz mayor, que les daría honor y fama frente todo el regimiento. Por fin encontraban, en la tensión de sus ánimos, un presentimiento de combate próximo que los desviaba de aquella sensaci~n de tránsito inútil, en un monte cada vez mas enemigo, que hasta entonces cargaban. Pero continuaba la demora en ese andar sin novedad en el frente. Seguían a paso ligero sin encontrar nada, sin escuchar ningún rumor de hombres a corta distancia, sin que les llegara ningún ruido de cascos de caballos, sin percibir la llama de un fogata furtiva entre la arboleda, · · abriendo una puerta en la noche cerrada. A pesar del suspenso creciente que respiraban, seguía siendo una marcha ciega, no zanjada con el paso del tiempo ni con la incursión sobre la huella de piedras. · -- A Valenciano 1a impaciencia le hacía llevar las riendas cada vez más firmes. Apretaba los puños con fuerza, para volcar en ellos la ansiedad enfurecida que le incendiaban el pecho y el pensamiento. Seguía muy de cerca a Gómez. No quitaba la vista de aquella espalda emponchada, de aquella silueta difusa y con sombrero de ese hombre que iba adelante, que tendría que llevarlos, supuestamente, a dar con Antonio y su grupo. Crecía la ferocidad de su recelo ante esa figura sombría, tan parecida a las de quienes había arreado o fu.silado en ~a llanura. Veía cómo aquella semeJanza crec1a 128 con la oscuridad, se hacía más nítida en ·plena noche, todavía más después de aquietado el temporal, del fin de la lluvia. De pronto, Gómez se detuvo. - ¿Qué pasa, hombre? -le preguntó casi de inmediato, mirándolo con agudeza, queriendo adivinar la expresión de aquel rostro oculto tras el tamiz de la noche. - Ya estamos casi en la frontera, mi sar.gento -respondió el rastreador-. La frontera está ahí no más. Ya pasaron. - ¡Cómo que ya pasaron! -gritó Valenciano, alertando con su grito a todo el resto de la patrulla, que de inmediato hizo el alto-. ¡No pudieron haber pasado por aquí, sin que los alcanzáramos! ¡Esto es una mierda! -dijo entre dientes. Maquinalmente se quitó la gorra y se llevó una mano a la cabeza, rest regándose el cabello una y otra vez. - ¿Qué pasa, sargento? ¿Se nos fueron los huelguistas? -preguntó el teniente Riviere con un acento desaprensivo, que a Valenciano le sonó a burla directa. El sargento se tragaba como podía la furia. No le contestó al teniente. Ni siquiera le miró. En su mente se cruzaban, a gran velocidad, innumerables ideas de fracaso, frustración, reprimendas, golpes a su orgullo militar delante de todos los soldados, delante del capitán Viñas !barra, y lo que era peor aún, el desprecio 129 ~\ El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Díaz del propio teniente coronel Varela. No podía pensar con claridad. Ordenó el silencio _total, ante el murmullo insistente de los conscnptos. El hecho de estar ahí, en mitad de la noche, sin saber qué hacer, acompañado de una tropa que sólo servía para obedecer, pero nunca para solucionar problemas, volvió desoladora su situación. Ni siquiera el cabo ligarte le servía en aquel momento . .Tenía una sola alternativa. Podía lanzarse hacia Chile, cruzar la frontera por cuenta propia. La idease le hizo patente enla turbación lacerante que le producía la pérdida de su anhelad~ presa. Pero no, eso sí que sería un verdadero qmlombo, porque a pesar de contar con la anuencia de la policía chilena, de hecho habían cruzado a territorio chileno anteriormente, en su marcha hacia La Anita, ahora todo sería más complicad?. No iba con ellos el capitán Viñas Ibarra. No sabia cuánto debía internarse, y la posibilidad de sostener un combate allá con los huelguistas, era algo para lo que no tenía ninguna pr,errogativa en su calidad de simple clase. Despues de todo, eso lo arreglaban los jefes, y él no era más que un sargento. Y por ningún motivo recur_riría a Riviere a su rango de oficial de academia. Eso sería entregarle el mando. Antes de eso, meior la muerte, pensó rápidamente. Las cosas con Chile estaban siempre marcadas por las sospechas mutuas, la vigilia perpetua en J • 130 \,- " " la frontera. Incluso al momento de sostener un encuentro con oficiales y carabineros chilenos, para coordinar las acciones en contra de los huelguistas que intentaran cruzar el límite, no dejaron de mirarse con el recelo propio de quienes, a pesar de sostener una causa común, se saben enemigos inveterados, con un cuchillo oculto bajo el poncho, prontos a saltar el uno contra el otro. Sólo les unía la imperiosa necesidad de terminar con esas montoneras de ovejeros que amenazaban con extender la huelga más allá del propio territorio argentin?. No, no podía fiarse mucho de los chilenos. El mismo se había enterado, en el regimiento de Buenos Aires, sobre los líos fronterizos con esos rotos. De las intenciones que éstos tenían de quitarles territorio. Era común que algún coronel o general, cada tanto, les viniera con eso de que en cualquier momento la cosa pasaba de castaño oscuro con los chilenos, que debían estar preparados. Valenciano estaba conciente de ello, por eso tuvo que morderse las ganas de cruzar el límite para continuar con la persecución. No podía tentar demasiado a su suerte. Despejó, por tanto, la posibilidad de internarse en territorio enemigo tras Antonio y sus homb res. En una de esas, nos carnean a nosotros, se dijo en voz baja. De pronto, una id ea, quizás una salida a tanto infortunio, creció de súbito en su cabeza ya casi 131 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz entregada a la confusión total. Era apenas un chispazo de su intuición, pero que muy pronto tomó cuerpo. Luego miró a Gómez, con más sospecha que nunca. Se le acercó ai:nen~zador, pero le habló con calma, como qmen ~ntenta mantener el .· control del asunto, mientras sostiene en reserva, al mismo tiempo, un golpe de furia en su mano . . - ¿Así que ya pasaron a Chile? · ., - Yo creo que sí, mi sargento - respond10 el arriero con una voz trémula, esmirriada, tan sombría como esa noche, que los _encerraba con · su bruma. - ·y cómo pasaron sin que los carabineros los vferan? Ellos están avisados. Tienen vigilado el lugar. Por lo menos habríamos escuchado algunos tiros, ¿o no? · - Ah, ·no -sé, mi -sargento. Pero el paso es grande y no hay muchos pacos,por estos lados -respondió Gómez, con algo mas de aplomo en su garganta. - ¿Y está seguro de que sólo por aquí se puede pasar? El arriero demoró en responder. De golpe se sintió también en la estacada de los perseguidos. Percibía que un aire de desconfianza hacia él se respiraba entre aquellos hombres, sobre t~do en Valenciano, por cuanto el recibir o no la ira del sargento dependía, como nunca, de su r~s~uesta. Pensó en mentirle, decirle que no ex1st1a otro 132 lugar por donde pasar a Chile, pero el temor a que Valenciano descubriera, tarde o temprano, el engaño, y debido a esto verse ante un pelotón de fusilamiento, como si fuera un huelguista más, hizo que se decidiera por la verdad. - Si, hay otro, pero por ahí no pasa nadie. Es muy peligroso. Yseguro que ellos no lo conocen -respondió. - ¿Y tú lo conoces? -preguntó con absoluta calma el sargento, disipando un tanto el temor en Gómez por recibir de inmediato una sarta de gritos y castigos tras su confesión. - Sí, es El Paso del Diablo, por el lado sur -dijo el arriero, con un tono sordo, huidizo. - Llévanos para allá, entonces -le mandó Valenciano, pensando en que su instinto militar no le había fallado cuando vio aquella huella abriéndose aguda hacia el costado sur de cerro, mientras ellos tomaron camino al norte, siguiendo a Gómez. La calma que mostró el sargento le permitió al arriero respirar, por fin, con algo de alivio. Los hombres de inmediato, aunque desconcertados, volvieron grupas y apuraron el paso. Valenciano, de nuevo, prácticamente empujaba a Gómez con su caballo. Ante un asomo de breves murmuraciones entre la tropa, ordenó silencio a discreción. Debían marchar rápidos y callados. Ya no llovía. Era una buena señal, para incendiar su ánimo. Para meter miedo: 133 El Pnso del Diablo Pnvel Oynrz1í11 Dfnz - Al que se quede atrás de puro boludo regreso por él y lo mato -les largó, mientra~ espoleaba a su caballo. Los hombres le seguían con esfuerzo. Todavía había mucha noche encima de ellos y la huella, aunque en descenso, seguía siendo la misma jodida huella que les enervaba los nervios. A pesar de la urgencia del sargento, a menudo debían detener el ritmo del avance, para salvar piedras o grietas abiertas en aquella ruta cordillerana, que esta vez les parecían más anchas, más afiladas en su dureza. De todo el grupo, un hombre no dejaba de pensar en el absurdo de aquella tozudez por ir en busca de un paso hacia el sur, cuando era evidente, según él, que la misión ya había fracasado, que el sargento no hacía más que agachar la cabeza, como una bestia de tiro, y seguir adelante con esa historieta. Era el teniente Riviere, asombrado por la torpeza de aquel hombre, quien por un vil emputecimiento, una obcecación brutal, obligaba a que toda una patrulla del 10 de Caballería cayera en esa búsqueda infructuosa, patética, entre aquellos cerros perdidos y olvidados desde siempre. Pero asumía su postura de oficial genuino, responsable de su propia formación, de fraguar su voluntad, su conocimiento del espíritu humano. Todo esto le serviría a fin de cuentas, en otras ocasiones, realmente nobles, donde 134 pondría a prueba su talento militar. En eso pensaba. Sólo Valenciano emprendía aquel regreso con el mismo espíritu enardecido con el que inició la búsqueda de los escapados. Sólo en él persistía, obstinada y resuelta, la esperanza de dar con el líder de la huelga. El resto, iba más resignado que atento al devenir del camino y a un posible encuentro con el grupo del gallego Antonio. Marchaban porque su sargento les ordenó que lo hicieran, así, deprisa, viendo nada en la. noche. Cortaban el aire sobre sus caballos, ya sm pensar siquiera, sólo seguían el recorrido enfundados en sus chaquetas de campaña, que en esos montes de poco les servían ante las estocadas del viento frío, que pasaban con todo ?ª~ta los hue~os. Las manos hinchadas, torpes, alg1das. Las piernas y los pies casi adormecidos. Pero había que seguir andando. Mientras tanto en la orilla oriental del cielo, ya se anunciaba eÍ alba. Sería un día claro. j ¡ ~: * Cuando llegaron al pequeño descanso rocoso, donde se abrían los caminos en sentido contrario, Valenciano se adelantó a Gómez y dijo con un tono exaltado: - ¡Aquí es! De aquí hacía allá, por esta huella, ¿no es cierto? 135 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz Gómez se sorprendió ante la exactitud del sargento, quien a pesar de la penumbra del alba incipiente, apuntó en dirección de El Paso del Diablo. - Así es, mi sargento, ¿cómo lo supo? - Creo que siempre lo supe, Gómez -respondió, con sequedad, Valenciano. - Por allá queda El Paso del Diablo. Hay que subir rodeando el cerro, siempre por la huella. Hay muchos árboles para el sur. Hay que andar lento, pasar de a uno. Bueno, pronto va a clarear y será más fácil. Pero allá está El Paso del Diablo. . Claro que por ahí son pocos los que se atreven. Han muerto muchos. Es fácil caerse -dijo el hombre, tratando de ganarse la confianza del sargento con una locuacidad cercana al tono amistoso . . - El Paso del Diablo -repitió el sargento-. Yel diablo es chilote, ¿no es así, amigazo? -agregó, mirándolo fijo y severo-. Bájate del caballo -le exigió enseguida. , Gómez desmontó en silencio y se quedo allí junto al animal, tomándolo de las riendas. Valenciano también desmontó. Se acercó hasta quedar a un paso del rastreador. Ordenó a uno de los soldados que le quitase el caballo al arriero. Luego, con calma, hasta con cierta parsimonia, sacó su pistola de la funda, y la lle~ó directo hacia la cara de Gómez. El arriero no dIJO nada, sólo le miraba desde la profundidad de su 136 mudez. Valenciano Je descerrajó, sin inmutarse, un tiro exacto, rotundo, en plena frente. El cuerpo de Gómez se desplomó en un instante, pero de una forma extraña, como si alguien le tirase de los pies, y él se hubiese ido hundiendo en la tierra. Allí quedó sobre el suelo, encogido, entre su poncho. Sólo era un pequeño bulto, no parecía el cadáver de un hombre, sino una mancha oscura, un trozo de sombra. Los soldados presenciaron aquella ejecución en silencio, a pesar del impacto que les produjo, por ün momento, aquel estampido, el fogonazo. Más bien sólo acompañaron el movimiento inquieto de los caballos ante el disparo. Todos ellos habían participado en más de alguna jornada completa de fusilamientos. Se habían acostumbrado a los disparos sobre hombres quietos, centenares de blancos inmóviles, en la pampa. Aun así, sus espíritus se vieron remecidos después de aquel espectáculo. No se trató de un simple fusilamiento. Era una lección. Su estremecimiento no provenía del hecho de presenciar una ejecución sumaria, sino de la inmensa calma que se adueñó del sargento al momento de matar. No hubo ritual, anuncio, nada. Tan sólo su paso calmo, la sencillez de su gesto al extender el brazo y oprimir el gatillo. No, el sargento no estaba para cuentos. Tenía un aplomo de la puta madre para matar a un cristiano. Y también adivinaban que lo tendría 137 1 El Pnso del Diablo l Pnvel Oyarz1ín Dlnz para morir. Por eso ni se movieron de sus caballos ya sosegados. Por eso quedaron en compás de espera, como detenidos, sin ojos y sin lenguas. - Cabo, usted se lleva el caballo de este traidor -le dijo a Ugarte- Nos traicionó todQ el tiempo este sarnoso. Sabía que se irían por aquí. - ¡A su orden, mi sargento! - respondió Ugarte, rompiendo su silencio, apresurándose a tomar las riendas, arrebatándoselas de golpe al soldado que las sostenía. El cabo acentuó su presteza de ordenanza, acicateado por la violenta resolución de la escena. - Además, registre rápido el cadáver. Tome lo que le sirva. Es para usted -le dijo, haciendo de esta orden un claro gesto de preferencia hacia el cabo, exaltando las prerrogativas propias de los que deciden a voluntad, más allá de toda posible consideración hacia las convenciones militares, tal como lo haría un general. Riviere se aproximó a Valenciano sin demostrar la más mínima alteración por lo ocurrido. Más bien aumentaron, en el teniente, la calma de su semblante y la seguridad de su voz al momento de hablarle: - Bueno, sargento, y ahora, ¿que' hacemos.7 ¿Cuál es su plan? -le preguntó, mirándole de frente. - Seguir por aquí, por esta huella. Creo que todavía podemos agarrarlos. No hay que perder 138 más tiempo. Yo sé por dónde ir -respondió Valenciano, dándole a cada palabra la intensidad del mando, la reciedumbre de alguien que sabe lo que hace, que está dispuesto a todo con tal de cumplir con la misión encomendada y, por ende, con su amor propio. Valenciano sabía que nunca como hasta entonces todo dependía de él. La muerte de Gómez no era un ajusticiamiento más, como los otros allá en las estancias. Era una acción militar en plena cordillera. Era el primer muerto que cobraba aquella persecución. Pensó en que el sonido del balazo bien pudo alertar a los huelguistas. Pero no tenía otra alternativa. Haberlo matado con el facón no hubiese sido lo mismo. Eso lo habría hecho cualquiera de sus hombres. Él necesitaba dar una lección de sangre fría, de buen pulso, de una determinación mortífera y súbita con su Mannlicher, a corta distancia, reventando ese cráneo. Ahora nada ni nadie, incluido Riviere, podría evitar que él cumpliera con el mandato del capitán Viñas Ibarra. Aquel disparo, en plena cabeza del arriero, le daba más fuerza para seguir adelante, aquilataba su espíritu de soldado genuino. Estaba seguro de que ese tiro no sólo lo había recibido Gómez, sino también, de igual manera, el espíritu de los soldados. Les había curado de esa peste. También iba para Riviere, quien había osado hablarle con ese 139 ·"1 1 1 1 ·, El Paso del Diablo Pavel Oyarztín Dlaz tonito altanero de teniente de academia, a los pies del cerro, cuando le humilló tanto delante de sus hombres y se las tuvo que morder en silencio. Ese tiro también iba para Riviere, sobre todo para Riviere. Su Mannlicher hablaba por él en un idioma que entendía cualquiera. * La marcha por aquella senda mucho más estrecha y con una arboleda más tupida hizo de la patrulla una línea de hombres moviéndose ·· lentamente, rodeando el cerro hacia el sur, hacia El Paso del Diablo. Cada obstáculo que les oponía el terreno, irregular y pedregoso, invadido de ramas duras en cada tramo, hacía que Valenciano maldijera una y otra vez a su · suerte;a ese cerro enmarañado, al frío, a Gómez, a Riviere, a Antonio. Todos ellos eran escollos para el cumplimiento de su misión de guerra. Todos dispuestos contra él. Elementos que se coludían como un solo y único enemigo y a los que debía vencer a puro pulmón. El hombre tiraba desde la vanguardia al resto de la patrulla, adivinándola allá atrás, tal vez a punto, nuevamente, de caer en la tentación de los cobardes, olvidándose del honor de su regimiento, que en definitiva era la patria misma. Por eso, cuando podía, apuraba su caballo, los obligaba a seguir su estilo de avance con el paso decidido, con la urgencia 140 de encontrar una hebra, entre la cerrazón, que los llevaría al combate final y terminar así con el último vestigio de la huelga. Porque de eso sí podían estar seguros los rebeldes· de producirse el choque esperado en algún l~gar del cerro, se les terminarían para siempre las ganas de andar levantando a ese montón de ovejeros en contra de la nación. Les borraría la palabra huelga hasta de la raíz de sus lenguas. Cuando ya iniciaban el ascenso, doblando el costado sur de El Guardián, encontraron algunos quillangos en el suelo de un pequeño claro, una abertura de la huella. - ¡Pasaron por aquí! ¡Deben estar cerca! -dijo en voz alta Yapremiada Valenciano. .El hallazgo de aquellas prendas era la primera evidencia que tenían del paso de los huelguistas. Era cierto entonces. Todavía podrían estar en .el cer:º' en. el territorio nacional, sin lograr sahr hacia Chile. Después de tantas horas de búsqueda incierta, con frío y sin dormir, el mero hecho de ver aquellas pequeñas mantas d.e guanaco abandonadas con prisa, en el que sm duda fuera un campamento improvisado de los prófugos, golpeó de lleno en el ánimo de lo~ s?ldados. Ahora sí sabían que los fugitivos ex1st1an realmente; que Antonio, el líder, andaba por allí con sus hombres, los más duros los más decididos, seguramente dispuestos a ;odo. 141 El Paso del Diablo Pavel Oyarz1ín Dlaz Con estas pruebas, se quitaron el cansancio de encima, y despuntó en sus nervios un pálpito de ansiedad ante el combate posible que les esperaba allá adelante. Ahora sí que era cierto. Tenían pruebas irrefutables de la presencia del caudillo en ese cerro. Como nunca, la tensión de sus ánimos se aproximó a la de Valenciano. La posibilidad cercana de verse en un choque armado, entre aquellos peñascos, les hacía anhelar que ese momento llegase deprisa. - ¡Pasen bala! -ordenó Valenciano, mientras él mismo desactivaba el seguro de su pistola. Los hombres accionaron el mecanismo de sus fusiles en el acto. Era el sonido metálico e inequívoco de veinte fusiles dispuestos, con cinco balas adentro y una en boca, como se dice. Ya no iban en silencio. Acicateaban a sus cabalgaduras dando gritos. Los presentían allí cerca, a la distancia de un escupitajo. La excitación de sus ánimos les hizo apurar la marcha a pesar del terreno. Valenciano daba el ejemplo en ello, azuzando con la fusta, los talones, la voz enérgica. Le importaba un comino que los forajidos pudieran escucharlo, tal como cuando le pegó el tiro a Gómez, porque todo se resolvería proIJtO. La huella se abría en ascenso, como así también, vislumbraban, a su izquierda, los primeros asomos de un acantilado cortad? a pique. Valenciano llamó al cabo Ugarte, quien, 142 de inmediato, adelantó el paso de su caballo hasta quedar en línea con el sargento. - Usted, cabo, ahora se queda en la retaguardia. Vaya preparado. Cuando demos con ellos, se asegura de que ningún conscripto intente rehuir el combate. Deben mantener sus posiciones, ¿me oyó, cabo? Usted estará allí para que ningún baboso se me acobarde. Si tiene que meterle un tiro a uno, no vacile en hacerlo. Yo respondo, ¿me entendió? - Si, mi sargento. Yo me hago cargo de eso. Aquí nadie se echa para atrás -afirmó el cabo, volviendo las riendas y yéndose a instalar detrás del último jinete. Terminaban de doblar el cerro. Tenían ante su vista aquella pared de piedra que descendía en diagonal hacia el sur, donde no había más que algo parecido a un sendero muy angosto que bajaba, flanqueado por ese muro de piedra viva y un barranco profundo, espeluznante. Es El Paso del Diablo, pensó el sargento hurgando con los ojos aquel paisaje temible de la cordillera. La luz directa de aquel amanecer despejado daba de plano contra el murallón rocoso, llenándolo de sombras que se alargaban delgadas, ojivales, ensanchadas hacia el sur. Entre esa antojadiza disposición de sombras, Valenciano logró detectar, de un súbito golpe de vista, el movimiento de unos jinetes que, a medio camino, descendían en pleno acantilado. 143 ., El Paso del Diablo Pavel Oyt1rz1í11 Díaz Iba a gritar, a dar la alerta a sus hombres para que apurasen la marcha y tomaran posiciones de tiro, cuando un sonido sordo se adelantó a su grito. Un proyectil dio de lleno contra una piedra muy cerca de su caballo. El caballo levantó el pescuezo encabritado, asustado por el golpe del balazo. El sargento soltó las riendas, no pudo evitarlo frent_e al movimiento abrupto del animal. Antes de caer pesadamente, como un bulto, el hombre logró arrojarse de la montura. En ese momento, sintió cómo se le doblaba el tobillo derecho, provocándole un ···dolor agudo, intenso, aunque subrepticio bajo esas circunstancias. Un dolor no digno de prestarle atención. Él no estaba para quedarse sobando la pierna mientras le disparaban. Echó su cuerpo a tierra y enseguida rodó hacía la · base de la ladera que los·flanqueaba, para salir de la línea de fuego. Una vez pegado a la piedra, en cuestión de segundos, evaluó la situación. Ya sabía de dónde venía el tiro. Por el sonido supo que era de rifle, podría ser de Winchester o Savage, no más que eso. Lo más seguro, de Winchester. Midió rápidamente la ubicación y la distancia a la que estaba el tirador. Estaba cerca, allá, sobre un pequeño peñasco. Cuarenta o cincuenta metros. Pero la senda era estrecha, casi no había lugar para ocultarse. Los demás hombres, sencillamente, no supieron-reaccionar. Se quedaron clavados a las 144 monturas, siguiendo el movimiento pavoroso de los caballos, tratando de aquietarlos con el recoger de las riendas. Se dieron cuenta de ese modo, en la rapidez de un instante, de que una cosa es ir en busca del combate y otra es encontrarlo. Una orden para que desmontaran de inmediato les llegó a gritos desde los pies de la ladera. Era Valenciano, quien entre insultos los conminaba a tomar posiciones de defensa. Un cu~~po a tierra en el acto. Sin embargo, la confus1on entre los conscriptos era total. Tan sólo unos pocos lograron seguir las instrucciones del sargento. Mas lo hicieron en completo desorden; rodaban o gateaban por el suelo hacia aquella pared. Otros hacían retroceder a sus caballos hasta una arboleda próxima. Una segunda bala cruzó de nuevo hacia ellos Yprodujo otro estampido en la piedra. El teniente Riviere, que se había mantenido sobre su caballo, al igual que algunos conscriptos, estupefacto en su postura de jinete paralizado, se arrojó, esta vez, presuroso al suelo. Lo hizo con un gesto desaforado. La bala había pegado cerca. Quizás iba dirigida a él. No podía saberlo. Era una bala buscando a un hombre, allí, a una distancia ínfima, una miseria ···- dando de lleno contra el suelo duro del sendero'. Cayó el teniente y, por instinto, se arrastró hacia el costado derecho, al igual que Valenciano, para 145 -. El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dlaz intentar salir del espacio abierto, de la visual del francotirador. Se arrastró con el pecho pegado a tierra, desesperado, hasta quedar adherido a la muralla pedregosa. Perdía así, en unos segundos, en la primera acción de guerra directa, toda su napoleónica apostura ante la proximidad verídica de la muerte, que pasó apenas a unos cuantos centímetros de él. Valenciano comenzó a repartir órdenes. Llamó a gritos al cabo Ugarte, quien, sorprendido, no sabía si dispararles o no a los solados que retrocedieron con sus caballos a ocultarse entre los árboles. El llamado de Valenciano le sacó de su sorpresa. Se olvidó de esos conscriptos. El sargento, por su parte, elaboraba a toda prisa un plan de combate. Sabía lo que tenía que hacer. Debía actuar con gran rapidez para desalojar a quien estaba allí enfrente, en una posición privilegiada para un tirador. Pensaba, además, en que podrían ser varios los huelguistas ocultos en los peñascos, emboscados, y él con sus hombres al descubierto. Ya se había dado cuenta de su error imperdonable al ir a encerrarse en ese cuello de botella, de no haber tomado la precaución de mantener a algunos conscriptos en tareas de reconocimiento. Sintió ira por eso, rabia cruda que se le anudaba en la garganta. Él no podía caer en esos errores de soldado raso, de· baboso. Pero co~o cualquier otro del 10 de Caballería, también se había 146 acostumbrado a esa displicencia después todo, a esa mentalidad bravucona de los que habían marchado en la Patagonia persiguiendo a grupos de huelguistas mal armados, que nunca presentaron combate, que no hacían más ~ue correr como conejos delante de los pequenos destacamentos del ejército. - Cabo, tome cinco o seis hombres y busque la forma de tomar la posición de ese flanco -le gritó a Ugarte- intentando mantener la calma, la misma que había mostrado al ordenar el fuego de los fusilamientos o de pegarle el tiro de gracia a alguno que todavía pataleaba dentro de una fosa-. Nosotros le daremos de frente -agregó. Luego se deslizó hasta quedar tendido frente al pequeño promontorio donde se ocultaba el enemigo. Apuntó su pistola hacía el peñasco, y le soltó tres _tiros seguidos. Vio cóm? sus proyectiles se estrellaron contra la piedra. Pensó en el hombre que estaba allí refugiado. Se preguntó quién sería ése que se atrevía a dispararle al ejército argentino. Por eso se preparó para disparar de nuevo. Quería tenerl.o tras ese peñasco, con la cabeza gacha al senttr los impactos, al ver las esquirlas de piedra saltando por el aire. Estaba al descubierto, pero disparó de todos modos, aun sabiendo que podían pegarle, además, desde ar.ri~a, .desde lo alto de la ladera; sin embargo, m s1qu1era le 147 "·· . ·l 1 El Paso del Diablo Pavel Oyarztín Dlaz preocupó esa posibilidad, porque estaba en su juego violento, cegado por el ardor de la refriega entablada. Se quedó tendido, apuntando. No esperó a que Ugarte ganara la altura de la ladera y cubriera la posición desde la cual, perfectamente, podían asestarle en plena espalda y darle, a su vez, al resto de los soldados tendidos unos metros detrás. Entonces disparó tres tiros más, levantando un tanto el punto de mira, para que las balas sobraran la piedra y alcanzaran un poco del cráneo, o lo que fuera de aquel emboscado, a quien todavía no lograba · ver, pero· que sí lo .adivinaba preparándose, levantándose un poco para disparar como lo había hecho unos segundos antes, cuando le tomó por sorpresa. Buscó otro cargador. Lo instaló, y siguió allí apuntando, esperando una · pronta respuesta, enardecido como estaba por los primeros fuegos del combate. S( esperaba que ese hombre volviese a disparar, lo anhelaba con toda el alma, con toda la sangre. Quería que todo se resolviera allí, con absoluta premura. Y aquél le dio en el gusto. Volvió a dispararle, porque Je tiraba a él, sin duda. Una bala pegó allí, delante de su cabeza, otras dos pegaron al lado de sus piernas. Esta vez, los proyectiles iban mejor dirigidos. La muerte le rondaba a Valenciano. Decidió arrastrase otra vez hacia la ladera. El tobillo ya no Je dolía. - ¡Ustedes, avancen hasta quedar en línea y I 148 disparen, cabrones! -les gritó a los conscrfptos que permanecían tendidos detrás de su posición, ya un tanto despegados de la ladera, con los fusiles apuntando hacia aquellas piedras de enfrente, pero sin disparar un tiro. Los soldados avanzaron arrastrándose, con las cabezas levantadas y el miedo incrustado en sus caras. Nunca, en toda la campaña, habían sido atacados. Ahora no tenían un enemigo fantasma, sino que uno muy real, muy cercano disparándoles a matar. Eso era otra cosa. y~ habían salido hacia ellos cinco balas, y vendrían más. A lo mejor, había otros allí, en la altura de la ladera, flanqueándolos, con sus rifles dispuestos, apuntando directo sobre sus lomos sobre sus cabezas. Quizás pronto comenzaría~ a hacerles puntería. Todo podía pasar. La cosa se ponía brava, péro había que obedecerle al sargento, j:Hírqu:e nadie más''"eñ · ·este mundo podría terminar con esa trampa. Acataron sus órdenes gobernados por el temor y aferrados a esas instrucciones como un penitente a sus plegarias. · Otros dos tiros cayeron sobre la posición de los. soldados. Otra vez la posibilidad de ser heridos o muertos levantó un polvillo de piedra dura, allí tan cerca. El teniente Riviere, por su parte, no se despegaba de la base de la ladera. Con su pistola en la mano, a dos metros de donde 149 , ,.- " El Pmo del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz estaba Valenciano, permanecía prácticamente inerte. De su boca no había salido una mísera instrucción, ni menos alguna palabra de aliento, · algún llamado al coraje, al valor combativo. Cuando estaba dispuesto a rodar sobre su costado izquierdo e intentar disparar desde allí, al igual que el sargento, cayeron dos tiros más del enemigo. Si una bala cercana puede hacer que un hombre se trague sus palabras, estas dos dejaron a Riviere como un mudo de nacimiento. Se le olvidaron el castellano, el francés, y La Marsellesa de paso. La llegada de otros tres impactos seguidos, uno de los cuales dio en el muslo izquierdo de un conscripto, los convenció de que reducir al francotirador sería para valientes de verdad. El soldado soltó un quejido, llevándose de inmediato las manos a la pierna. Valenciano volvió a despegarse de la ladera, hasta recuperar su posición de fuego. Comprobó que la herida de ese hombre no era gran cosa, a pesar de los quejidos que éste profería. , - Soldado, retírelo hacia allá -le ordeno al conscripto que estaba más cerca del herido- Y que deje de chillar ese cobarde. Al instante, recuperó su postura para disparar cuatro balas consecutivas, con la misma firmeza de pulso, apuntando bien. Luego, y sin moverse de allí, mandó que los soldados disparasen a discreción, gritándoles la orden de fuego. 150 l¡ l 1 1 l. 1 1 1 l 1 1 1 Cinco Máuser hicieron su descarga simultánea, produciendo el mayor estruendo del combate. Cinco proyectiles de gran alcance, de punta aguda, de acero implacable, dieron contra aquellas piedras, arrancándoles esquirlas que rasgaron el aire. Pasaron algunos instantes. Se hizo silencio de nuevo. Era una breve tregua, una pausa en la refriega cordillerana, un alto necesario para observarse, para medir y calcular otra vez las distancias recíprocas, las posiciones. A Valenciano le preocupaba la demora del cabo Ugarte. Tendría ya que haber remontado ese paredón con sus hombres. Era fundamental saber cuántos eran, para decidirse a tomar la posición enemiga por asalto. Porque eso haría el, podrían apostar el alma. Llevaría a sus hombres de frente si era necesario hasta dar con el enemigo oculto, aquel tirofijo que cubría la salida de los huelguistas hacía Chile. Porque a esas alturas del asunto, comprobaba las sospechas que ya tenía en los primeros instantes del combate. El plan de los huelguistas no tenía secretos, se aclaró para él una vez pasada la sorpresa del primer disparo recibido. Los había visto desplazarse por esa delgada cornisa llamada El Paso del Diablo. De modo que casi podría asegurar que se trataba de un solo hombre emboscado, que no había nadie más tras esos peñascos, en lo alto de la ladera. No, ese hombre estaba allí para · 151 ,, 1 El Pmo del Diablo Prwel Oyarztín Díaz la contención, mientras los demás huían. Todo ese tiempo que perdía allí, detenido a punta de balazos, en un terreno adverso, con una tropa irresoluta, mezquina a la hora de poner el pecho y las agallas en el combate, devastaban lo poco que le quedaba de paciencia y de pensamiento claro. La urgencia por terminar cuanto antes con el francotirador le impedía pensar en algunas instrucciones precisas, que hicieran posible a los soldados ocupar debidamente la línea de fuego, en forma escalonada, ascendente. Prácticamente se dejaba sólo para sí la operación de desalojo, la · toma y asalto de aquella posición. Le inundaba el voluntarismo de quien se siente perdiendo una batalla verdadera. El correr de los minutos aguijoneaba su exasperación al límite, hasta aquel punto en que la propia supervivencia ·· pasa a un segundo plano. Por eso seguía allí, al descubierto, arriesgándose a que le llegara una bala, o dos, si se quiere. Era una cuestión de tiempo. Se alistaba a incorporarse y marchar directo hacia el enemigo hasta derrotarlo o ser acribillado. No podía esperar a que el cabo diera señales de vida allá arriba. Cada segundo contaba, y Ugarte ya se había tardado demasiado. 152 Capítulo V - Ya empezó la cosa -dijo Anselmo Bruna, tras escuchar el sonido de los disparos que estremeció a los hombres. Las descargas llegaban rotundas hasta ellos, mientras apuraban el paso de sus caballos a orillas del despeñadero. La proximidad de aquel barranco abierto a su izquierda les hizo perder los recuerdos, la sensación de hambre, todo el cansancio acumulado en sus cuerpos, en sus ánimos de hombres perseguidos. Se jugaban el pellejo sobre un filo de piedra que no tenía más de dos metros de ancho. Así lo veían. Seguían el paso de Bruna, quien allá adelante ti raba de la columna cada vez más rápido, cada vez más arriesgado en su costumbre de andar, con una mano en las riendas y otra sobre la culata del Winchester amarrado a la montura. Sobre el caballo, Bruna era otro hombre. Parecía que su talle se agrandaba, se ensanchaban 153 El Paso del Diablo ,.- Pavel Oyarz1ín Díaz sus hombros y en su rostro se endurecían todavía más las marcas del tiempo, dibujando, con mayor rigor, el surco del entrecejo, las arrugas que le rodeaban los ojos. Las púas de una barba incipiente, pero cerrada, se asomaban sombreándole el mentón y las mejillas. Arriba del caballo, desaparecían su estatura más bien baja, sus piernas arqueadas, su vientre abultado bajo los pliegues del poncho, pero por sobre todo, se le borraba ese gesto bonachón que cubría su semblante cuando desmontaba. Sí, sobre el caballo Bruna era otra cosa. Allí definía, con trazos severos, su fisonomía de hombre labrado por esos montes, por esos filones cordilleranos recorridos sin miedo, en solitario, con leyes ·propias. - Hay que apurarse, ahora -dijo alzando la voz, para que lo escucharan todos-. N~da de miedo, ya saben. Mantengan firme s las riendas y las piernas. Ustedes mandan, no los caballos - sente nció el arriero secamente, con voz segura, de tono grave. La profundidad del abismo parecía eterna. Mejor no mirarla, como dijo Bruna. Los hombres se sentían haciendo equilibrio sobre una cuerda. Preferían no pensar en nada, sólo seguir el trote, manteniendo los músculos en tensión, atentos a cada movimiento de sus caballos. Sobre aquella cornisa, la vida y la muerte estaban a dos metros de distancia, en su mayor anchura. 154 El Guardián les oponía su prueba más temible. Les había reservado ese último tramo al filo del vacío, para seguir con vida. Una descarga, más violenta que las anteriores, los remeció de nuevo. Fue un sonido atronador, compacto como un puño, que escucharon muy cerca, como si estuvieran disparándoles a ellos. Varios intentaron, como en un gesto reflejo, volver el rostro. El sonido les pareció casi pegado a la oreja. Pero de inmediato regresaron al camino, con los ojos bien abiertos, sobre el pescuezo de las bestias, bajando luego la mirada hasta la huella de piedra, y de refilón echar una ojeada al barranco, para enseguida dirigir la vista al frente. Ese era el único rito posible allí, contra ese paredón rocoso, mientras descendían por ese costado espeluznante del cerro. El delgado hilo de piedra y el rumor del abismo que subía hasta ellos, como desde un pozo insondable, les obligó a fijar una atención aguda en el paso ligero de las cabalgaduras. Se dejaban llevar ciegos por el ritmo de la marcha. Bastaría un temblor de manos, un error en la presión sobre las riendas, para que el caballo se contagie el miedo, adquiera el error del hombre, tuerza mal, resbale al acantilado, y entonces, no quedaría otra que esperar que allá abajo los recibiera Cristo, si que acaso Cristo recibe a alguien desde esa altura. Estaban en El Paso del Diablo, qu e le hacía honor a su nombre, sin duda, con su estrechez 155 1 ,. ; ; '' 1 El Pmo del Diablo Pave/ Oyarzzín D faz aberrante, homicida. Sólo el demonio pudo haber dejado aquella línea ínfima, pegada a esa pared cordillerana, para que hombres desesperados caigan sin remedio, porque había que estar allí para templar los nervios de verdad, porque las piedras tenían filo, y los caballos podían enloquecer en cualquier momento. - Esos fueron los Máuser de los milicos -aseguró Bruna, sabiendo que Antonio le seguía de cerca. · - ¿Cuánto tiempo podrá pelear Esteban? -preguntó Antonio. ~ Eso depende.·Vamos a ver cuántos milicos llegaron. Si son pocos, no le costará tanto pararlos. Después podrá seguirnos. Los milicos no dan mucho cuando les disparan. Ojalá se aguante el muchacho. Ya no nos queda mucho. . Pronto estaremos en Chile. - ¿Y si hubiésemos pasado todos, sin dejar a Esteban aguantando solo? - Ya estaríamos fríos allá abajo -dijo Bruna, indicando el·despeñadero-. No. Con dos milicos que se metan a esta huella, nos cazan a todos. Tú sabes lo que es un Máuser. A mil metros, fijo que te pega. Si estamos aquí, todavía vivos, es por Esteban. A él le debemos que todavía podamos estar hablando -agregó el arriero. Luego, más disparos. Los sonidos se alejaban, pero, sin embargo, aún caían sobre aquellos hombres con el estruendo del acero y la pólvora quemantes. Allá había un combate de quizás cuántos soldados contra un solo hombre, contra Esteban, que resolvía toda su juventud en aquel bautismo de fuego. El fragor de la batalla, que se mantenía en el aire a punta de detonaciones, estremecía el cora~?n de Antonio, acelerándole el pulso, la pres10n de la angustia. Iba consternado por el gesto de aquel muchacho, aquella fidelidad suicida a una causa que los llevó a correr por sus vidas, a huir desaforados entre esos cerros para salvarse de los fusilamientos, de los tiros de gracia que cubrieron todo el perímetro de la estancia La Anita y kilómetros a la redonda. Le obsesionaba ese recuerdo. Lanzaba su imaginación para verlo en ese combate para asumir la cara de la muerte tan cerc; de Esteban, quien iba hacia ella en solitario. Antonio enardecía sus pensamientos con el Juramento de volver pronto a aquellas tierras, Y recorrer de nuevo toda la provincia de Santa Cruz, buscando hermanos que le acompañasen en la lucha de liberación, porque no podía ser en vano tanta vida sacrificada, tanta iniquidad; ~arque los compañeros de todo el país, e incluso del mundo, sabrían de lo ocurrido en los campos de la Patagonia. 156 157 • J * El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz Esteban bajó nuevamente la palanca del Winchester y pasó bala. Inclinado sobre la piedra, apuntó al grupo de soldados que permanecía tendido a no más de cuarenta metros de donde estaba parapetado. Volvió a disparar, tres veces seguidas. La respues~a ~o se hizo esperar. Una nueva descarga de fus1lena cayó sobre su posición, haciendo saltar trozos de piedra en todas las direcciones. Se ocultó por un momento. Una vez pasado el estampi~~ de los tiros, recuperó su apostura y volv10 a disparar. Esteban los buscaba en el punto de mira. Cada tiro iba dirigido a uno de esos cuerpos. Sabía que les estaba dando cerca, por eso no se le venían encima. Había escuchado, momentos antes, los alaridos de uno de ellos a quien, seguramente, le pegó en alguna parte .. Cargó ocho balas más en el rifle. Lo hizo rápido y bien. Pronto volvió a asomarse para tirarles de nuevo. El espacio era estrecho, no tenían mucho frente para avanzar, así es que si lo hacían, estaba seguro de alcanzarlos. La línea de fuego tenía apenas unos cuantos metros de ancho. Él podía ver todos sus movimientos, perfectamente. Sólo un hombre estaba demasiado cerca. Era el único que no retrocedía ante sus dis paros, sino que por el contrario, con cada respuesta de su pistola avanzaba un palmo más, porque el hombre parecía decidido a entablar un combate directo, 158 de fuego cruzado, sin pausas. Ese cabrón es el más peligroso de todos, pensó, porque a pesar de que le había apuntado varias veces, continuaba arrastrándose hacia su posición. Pero así estaban las cosas, y él sabía que no podía dejar de disparar, que era la única manera de contenerlos. Debido a esto, apenas recibía las descargas de los fusiles y se producían aquellas treguas cortas, aquellos respiros, Esteban les regalaba dos o tres tiros. Podía verlos agacharse e incluso retroceder de sus posiciones. Nunca respondían mientras él les tiraba, eso era claro, por lo que levantaba el cuerpo de las piedras lo suficiente para hacer buena puntería. Su moral estaba más alta que nunca. Sabía que cada bala era equivalente a tiempo ganado. Durante los breves descansos de la refriega, cuando se preparaba para levantar el torso y disparar otra vez, pensaba en Antonio y los demás compañeros bajando hacia Chile. El soldado que estaba delante, y que él veía allí cada vez más próximo, volvía a rodar sobre su cuerpo hasta quedar casi de frente, y entonces le daba curso a su pistola. Los tiros pasaban cerca, algunas balas cortaban el aire y se perdían a la distancia, o iban a dar contra algún peñascal, o contra la propia piedra que lo protegía. Pero él también le daba cuerda a la pólvora, también lo buscaba. Sabía que por poco no le estaba pegando, que pronto podría 159 .i El Paso del Diablo Pavel Oyarz1í11 Díaz alcanzarlo, porque cada vez lo tenía más a . mano. Eso pensaba. El fragor del combate le secaba la boca. Sentía la lengua pastosa y torpe, pegada al paladar. Con el pulso agitado, intentaba respirar hondo, para luego poder disparar como Dios manda, directo hacia esos hombres que, sin embargo, ganaban terreno lentamente, porque ahora ya eran varios los que se atrevían a avanzar, imitando al que se arrastraba delante de ellos, y que les mandaba a moverse, los insultaba, los trataba de babosos, de cobardes. Tengo que darle a ésey dejarlo callado, pensó, mientras cargaba el Winchester. Enseguida sacó del bolsillo de su chaqueta el revólver que le había dejado Bruna, para cuando ya no pudiera más con el rifle. Lo dejó ahí cerca, a un costado. Una nueva descarga de fusiles dio, esta . vez, casi entera en la piedra que le servía de escudo. Los tiros llegaban cada vez más exactos. Ya no se perdían a su espalda, o iban a dar contra la ladera que flanqueaba a El Paso del Diablo. No, ya no rasgaban tanto aire, sino que su trayectoria era breve, daban de plano con su estruendo en todo el peñasco. Aun así, y cuando todavía le estaban disparando, alzó la cabeza, fijó el hombro derecho también levantándolo, y les regaló cuatro o cinco tiros consecutivos, bien apuntados, buscando cuerpos, miembros, cabezas. 160 1 1 l l 1 1 El_fuego cruzado enardeció más el aire que respiraban los hombres. Y escuchó más gritos Y más juramentos acompañados de balazos, pero decidió no volver a ocultarse con la llegada de esos proyectiles, apenas a unos cuantos centímetros de su cara. Golpeaban como bestias, ferozmente simultáneos, a punto ya de partir la piedra, o al menos eso parecía. Pero nada, él no se inclinaba, sino que les daba lo suyo también, y muy cerca. Ya no era urgente parapetarse, ante la llegada del acero en punta de los Máuser. Ya no era preciso tomarse unos segundos de descanso y respirar hondo antes de responderles. Ya no sentía la boca seca siq,uiera. Sólo sentía el torrente de sangre rápid~ ah1, en su pecho, y agolpándose en sus sienes. Ya no eran necesarias para nadie las pequeñas treguas que se entablaron al comenzar la batalla de El Paso del Diablo. Todas las cartas estaban echadas. Así es que él les seguía dando. Y ahora buscaba de nuevo al que tenía más próximo, al que mandaba, el de la pistola. Yle tiró dos veces mientras saltaban pedazos piedra delante de s~ rostro completamente asomado. Creyó pegarle en un brazo, o en el hombro, o mejor en un costado del cráneo. No estaba seguro. Pero el hombre rodó, de inmediato, hasta quedar junto a la ladera, inmóvil. Se produjo un silencio extraño. Más profundo Y total que los anteriores. No había gritos ni 161 El P11Jo del Dinblo 1 ·., Pnvd Oynrzrín Dínz ! disparos. Entonces sacó el último puñado de balas que le quedaba en el bolsillo. Las fue tomando con rapidez y cargando una a una en el rifle. Casi terminaba su tarea, cuando una bala llegó cerca de su costado izquierdo. Pero no venía de enfrente. Venía desde arriba, desde el alto de la ladera. Alcanzó a ver las cabezas de unos hombres. Serían tres o quizás cuatro, no podía saberlo con certeza. Quiso contarlas con un golpe de vista, pero una segunda bala le dio en la pierna derecha, debajo de la rodilla. Sintió una punción aguda y escuchó, al mismo tiempo, un ruido seco, como cuando se astilla la madera. La bala le partió el hueso, y él, tras la inmediatez del dolor, del estupor, lanzó un grito corto, muy corto, porque lo ahogó en su garganta apretando los dientes. Quiso encoger la pierna, pero sólo pudo contraer el muslo. La pierna no le respondía, quedaba inerte, con un boquerón en plena carne, casi partida en dos. * Los hombres bajaron uno a uno los últimos metros .ElPasodel Diabloterminaba,deese modo, en una inclinación suave de ladera montañosa. A excepción de Anselmo Bruna, quien mantuvo su atención en cada detalle del camino, el resto de los jinetes, empujados por la prisa de cruzar el 162 abismo sobre la estrechez terrible de la huella, y por el sonido de los disparos que chocaba contra los filones cordilleranos, prolongando su alcance, no tuvieron conciencia cabal del recorrido completo, de aquella disminución pausada de la altura en donde comenzaba el fin del abismo. Se encontraron, de pronto, ante un paraje distinto. Eso era otro mundo para quienes salían de una altura que fue pavorosa, como cuando alguien se sueña muerto y luego despierta, no sin denuedo, agradecido de esa hueva realidad, manteniendo de aquella sensación de muerte sólo un recuerdo desesperado, pero de por vida. Se abría ante ellos un valle delgado, una lengua verdosa que iba hacia el sur, metida en una tierra que se iba ensanchando y mostraba un horizonte montañoso, congelado. Esa tierra seguía siendo inmensa también de ese lado. La desolación, un asunto implacable. Entonces, el mismo Bruna o algún otro del grupo de escapados pensó en que no tenía ningún sentido, después de todo, intentar hacer la revolución en un territorio donde todo rastro humano se pierde entre aquellas distancias inalcanzables. Quizás, por un instante siquiera, más de alguno lo creyó así. Podían sentir todo el rumor del frío que llegaba de los campos de hielo. Ese trozo angosto de llanura se les mostraba como una bendición. Habían logrado pasar, le habían doblado el cuello al mismo diablo. Ya no escuchaban los 163 ; ¡. 1 1 1 ,• El Pnso del Diablo Pnvel Oyarz1í11 Dlaz tiros tan próximos, aquellos sonidos se fueron apagando como un campanario fatídico a la distancia. Anselmo Bruna levantó un brazo y ordenó el alto. - Aquí le dejaremos su caballo a Esteban -dijo, y ató las riendas a un arbusto. - ¿No lo vamos a esperar un poco?-preguntó Antonio, mirando hacia lo alto, hacia un punto ya ínfimo del cerro El Guardián, con un acento que no ocultaba la angustia que sufría por el destino del muchacho. No apartaba los ojos de ese punto, en donde· Esteban Ferrer eligió quedarse para combatir en solitario por la vida de todos. - No. Ahora debemos salir de verdad. No queda nada. Tenemos que alcanzar cuanto antes el -río Baguales y seguirlo. Además, allí podrán tomar agua los caballos, vienen reventados. Y nosotros también. Si Esteban sigue el río, dará con nosotros más al sur, ya bien adentro de Chile. Yo sé dónde esperarlo, ha~ta un día si es necesario. Y no hubo más palabras entre esos hombres. Algunos de ellos también dirigían la vista hacia la altitud de donde venían y que por tanto tiempo les había parecido un laberinto entreverado, mortuorio, una verdadera tumba. Pero ya estaba bueno de eso. Nada de mirar hacia arriba. · Entonces, soltaron las riendas de sus caballos y los picaron fuerte, para tragarse esa tierra llan·a a toda prisa, a punta de galope. Iban aferrados a sus monturas como a la vida misma, cortando el aire, con la velocidad desbocada de los que se escapan del cadalso. ... -Ya estamos en Chile -repitió Anselmo Bruna, alzando la voz y tirando de aquellos hombres como si los tuviera asidos de su propio brazo. .. Antonio se dejaba llevar en el vértigo de los Jmetes. Iba entre ellos con toda la furia cruda que le imprimía aquel galope. Azuzaba a su caballo como todos. Le daba con los talones, lo fustigab~ con las riendas. Más rápido. Más rápido todavía. Iba entre sus compañeros sintiendo el aire la distancia que dejaba atrás. Iba dentro de ~sa prisa desatada, con el pensamiento puesto en Esteban y en todos los otros que se quedaron. Su espíritu de hombre bravío, lleno de recuerdos, de promesas, de compromisos a muerte se resolvía presuroso en la marcha. Se prom~tía una Y otra vez el regreso a esos campos que quedaban tras el muro cordillerano, porque no toda esa historia sería escrita por los sables y los fusiles militares, porque, a pesar de tanto no pudieron alcanzarlo, y Varela, Viñas Ibarr~ Y todos los otros morderían su rabia hasta partirse las lenguas. Cruzaban esas tierras frías, siempre hacia el sur. Las montañas ya no eran una huella tras otra sobre un suelo afilado y pedregoso, donde 164 165 1 "'··· El Paso del Diablo Pave! Oyarz1i11 Dlaz Con el primer tiro que llegó tan cerca, Valenciano ni siquiera se arrugó. El hombre no estaba para plegarias ni menos para sufrir una crisis de pánico. El sargento no iba a doblar la cerviz por tan poco. Estaba allí para pelear, para terminar con ese asunto lo antes posible. Por eso avanzaba hacia donde estaba el enemigo. Pero el segundo, aquel tiro que fue a dar contra la tierra, justo debajo de su hombro izquierdo, en la juntura formada con el brazo, ese sí que lo detuvo. Pasó hasta el suelo, es cierto, pero también alcanzó a llevarse una lonj a de carne, y sintió una quemazón rápida ahí, a cinco centímetros de su cabeza. Entonces rodó hacia el costado, hasta quedar pegado a la ladera. Ahora sí que este perro estuvo cerca, se dijo. Se quedó, por un momento, completamente inmóvil. Tuvo que tomarse aquel respiro, mientras crecía el ardor de la herida. Pero ni siqui era la miró para cerciorarse cuán profunda era. La olvidó enseguida. Aprovechó de mirar a sus hombres que todav!a no respondían al último fuego ; permanec1an clavados al suelo, inertes, con las caras ocultas. Luego, volteó aún más la cabeza miró al teniente Riviere, quien no abandonab~ su primera posición de hombre-muro, porque a esas alturas del combate Riviere no era más que un trozo de uniforme gris, con todos sus galones de oficial de academia, adhérido a una pared de piedra. Allí lo veía pálido, con los ojos desmesuradamente abiertos. ¿Y a éste quién lo parió? masculló para sí, Valenciano. Con p~mdej~s a~í de putos no le ganamos una guerra m a los md10s, pensó a renglón seguido. ~ragó un poco de saliva. Notó que ya no le do han el hombro ni el tobillo, a pesar de la presión que éste hacía contra la bota. Está hinchando pero no duele, se dijo. Cargó su pistola de nuevo' ~seg_urándose, con un fuerte golpe de su palm~ 1zqmerda, que esas seis balas austríacas, hechas con el mejor acero del mundo, estuviesen donde debían estar, bien puestas, para bus~ar al que tenía enfrente y que era un solo hombre uno ' nada más, de eso ya estaba seguro. - ¡Disparen, babosos! ¡Es un solo hombre, me escuchan! ¡No sean cobardes! - gritó a los conscript?s- Al hijo de puta que no dispare, Jo mato aqu1 mismo! - agregó con un tono de voz a punto ,de destemplarse de tanta furia crecida y apuntandoles con su Mannlicher. 166 167 la lluvia abre heridas de hielo en las manos y en la cara, sino que ahora se fundían en un lomo azulino o gris oscuro que se iba alejando por milagro. La muerte recogía su guadaña para ellos, les decía, hasta la próxima. * 1 .1 ,, El Paso del Diablo Pavel Oyarzún Dít1Z Los soldados dispararon. Pasaron bala de nuevo, y otra descarga de los Máuser salió hacia aquellas piedras. Astillaban ese pequeño trozo del cerro El Guardián, de donde les impedía el avance las balas de un único Winchester. Valenciano ya se aprestaba a volver a su punto de tiro, despegarse de _la ladera y comenzar a tirarle de frente, cuando escuchó un tiro de fusil que cayó desde los peñascos de arriba. Luego, otro. - ¡Le dimos, mi sargento! - gritó la voz del cabo Ugarte, allá en lo alto, en la posición que . le había ordenado tomar-. ¡Es uno solo! -volvió a gritar. Valenciano respiró con algo de alivio. Sabía que con el cabo y los soldados sobre la ladera, haciendo puntería a voluntad, todo ese asunto no tardaría mucho. Pero le mortificaba hasta la ira haber perdido tanto tiempo en la refriega, sobre todo porque era un hombre nada más quien los tenía allí arrastrándose como bichos de monte, cubriendo apenas unos ·centímetros en cada avance. Hubiese preferido, mil veces, pelear contra diez o quince, en un combate a muerte, en lugar de estar allí, con su tropa, dando lástima ante un solo rifle, mientras el gallego Antonio, estaba seguro de ello, ya se encontraba en territorio chileno, muy adentro. Jamás imaginó, en su condición de soldado verdadero, que uno de esos ovejeros, 168 de la misma ralea de aquellos que se habían dejado matar durante la campaña, los iba a mantener a raya por un lapso inconcebible. La rabia le nublaba los ojos y le dejaba los dedos como garfios, porque no había podido con la misión, porque su propio honor militar se caía a pedazos, minuto a minuto, en aquella batalla tor~e, inútil, de baja monta. Cuánto tiempo hab1a pasado, de verdad. No sabría decirlo con precisión, pero era la cantidad exacta para que su amor propio fuera humillado. Por un instante apenas, evaluó la situación. Ya no tenía nada que perder, salvo la vida. Todo lo demás estaba perdido. Había fracasado. Se veía allí, pegado a esa pared de piedra, y hasta herido de bala, con esa mancha de sangre creciéndole, vergonzante, cerca de su hombro izquierdo. Sólo la ira recrudecía en su ánimo. Furia cruda y punzante aguijoneando su pulso, su hambre de muerte, su sed de venganza cruenta. Revisó su pistola, miró a sus hombres, y se decidió a salir. - ¡Muy bien, cabo, ahora sigan tirándole desde arriba, yo avanzo por el frente! -gritó el sa rgento. Acto seguido, ordenó a los soldados que avanzaran junto a él, disparando. Comenzó así el asalto final, con Valenciano otra vez desplazándose, incorporado por completo, rengueando y disparando su Mannlicher directo hacia el enemigo. Todavía alcanzó a llegarle un tiro más, bastante cerca, entre él y el grupo cie 169 1 El Pnso del Diablo ....... Pnve/ Oynrztín Dí//z soldados. Pero la escena ya estaba resuelta. Él tomaría la posición antes que nadie, y dando el pecho. * Esteban podía sentir el respirar agitado del hombre que comenzaba a subir la pequeña cuesta donde se había ocultado y combatido durante toda esa breve jornada de fuego. Los demás soldados se le unían en el avance. Escuchaba los gritos, los jadeos. Como pudo, volvió a erguirse un poco y disparó de nuevo, pero ya sin apuntar. Le costaba sostener el rifle,y había mucha sangre empozada al costado de su pierna. Sangre suya deslizándose sobre el suelo duro, formando extrañas figuras, buscando, como si fuera un estero, pequeñas hendiduras en la piedra que le sirvieran de cauce. Intentó retoma r la ubicación de tiro, pero no pudo. La cabeza le daba vueltas. Oía cómo vociferaban aquellos hombres. También los gritos que bajaban desde el alto de la ladera. Decían que él estaba herido, enroscado como una culebra, que ahora sí lo tenían. Entonces soltó el rifle y decidió arrastrase hasta el barranco que se abría a su derecha. Empezó a deslizarse en pos del precipicio. Cayeron varios proyectiles más desde la 170 altura. Pegaron cerca, aunque no le dieron. Sus manos arañaban con fuerza la dureza del suelo. Buscaba impulso con sus- dedos, con sus hombros endurecidos. Por un instante volvió la cabeza y vio el revólver que iba dejando atrás. Pensó en tomarlo, pero ya no había tiempo para eso. Lo que sí había era un dolor cada vez más agudo que le taladraba la pierna hasta lo que le quedaba de hueso. Sintió ganas de vomitar, y su frente se llenó de un sudor helado que le caía sobre los ojos. Tenía que abrir mucho la boca para tragar apenas un poco de aire. La proximidad del barranco, a no más de cinco metros de él, lo llenaba, a pesar de todo, de un alivio cierto, de una esperanza verídica, porque allí se abría para él un gran abismo cordillerano, cortado a pique, que lo sacaría de ese infierno y, entonces, esa jauría no tendría qué comer. Debía apurarse en ganar la orilla. Y le imprimía más furia desesperada a los arañazos de sus manos en el suelo, mayor fervor aún a esa única pierna que le obedecía, que empujaba con el pie aquel cuerpo suyo, lento, reptando herido hacia lo que debía ser su propio derrumbe salvador, su caída redentora, anhelada hasta la médula. De pronto, un estampido desde lo alto lo detuvo, porque detrás del estruendo, del silbo exacto que acompaña a una bala, se clavó una punzada aguda que le atravesó la espalda. Dejó de avanzar simplemente, tal como si una 171 1 ~ ... 1 "· - El Paso del Diablo Pavel Oynrz1í11 Dínz lanza le hubiese dejado fijo en el suelo, como él mi�mo hacía, cuando niño, con los insectos sobre una tabla, atravesándolos con un trozo de alambre, dejándolos al sol, para mirarlos allí, tan asombrosamente quietos a los que antes eran pequeños puntos móviles o un zumbido de vuelo puro, electrizando el aire. A pesar de esto, no sintió un gran dolor como el que había sentido en su pierna. Sólo experimentaba aquella sensación de estar sujeto por algo que lo traspasaba de lado a lado en medio de la espalda. Podía escuchar, además, en aumento, las voces entrecortadas, los gritos ahogados, presurosos, de aquellos hombres que ya remontaban el peñasco. Incluso allí, tendido, inerte como estaba, pudo distinguir la forma de aquellas sombras que se asomaban con esfuerzo, y que eran hombres también casi arrastrándose, empujándose, · buscando darse prisa en el tumulto. Se erguían, se aproximaban, unos más rápidos que otros, y él que no podía alcanzar el barranco a pesar de estar tan cerca. Y se le hinchaba el pecho, se le dormían las manos. Y abría la boca cuanto podía, pero casi no tragaba aire. co�enzó a envolverse en su propia inmovilidad. �eJo �ueltas las manos sobre la piedra. Se dejó ir hacia adentro de sí mismo. Se fue cubriendo con su propio cuerpo, como si éste fuera una manta. Entonces supo que aunque quisiera ya no podría tragar una bocanada más de aire. No ·quería hacerlo, de todos modos. Por eso no sintió nada. Por eso no le dolieron los golpes de aquellas botas que lo voltearon boca arriba Y luego dieron contra su cara, reventándole un ojo, partiéndole la boca, un pómulo, toda la fre�te; tampoco los bayonetazos que le cayeron encima, uno tras otro, en el abdomen el pecho l�s piernas, horadando su carne, en!dquecidos; m mucho menos aún todos esos tiros de Mannlicher que le llegaron a quemarropa, y que ya estaban de más. FIN * Y entonces cesó todo. Y ya no escuchó nada más. Dejó de buscar el abismo con los ojos y 172 173 1 ,