Subido por Felipe Espinoza Villarroel

Los-Contratiempos-Del-Pensar-Gandolfo

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Los contratiempos del pensar
José Gandolfo
El pensamiento filosófico toma en la modernidad la forma de la meditación. En
ese momento culmina un proceso que se fue gestando paulatinamente y cuyo
inicio quizás se encuentre en aquellas palabras con las cuales Platón definió el
acto de pensar, a saber: como un “diálogo del alma consigo misma”. Desde
entonces los filósofos, entre otras cosas, se han visto impelidos a buscar
lugares, es decir, espacios geográficos concretos, que sean propicios para esa
modalidad de pensar. Esos lugares son, antes que nada, lugares de soledad.
Heidegger, en un escrito que lleva por título “¿por qué permanecemos en
provincia?”, describe su albergue de pensador, situado en una abrupta cuesta
de un amplio y alto valle de la Selva Negra, y nos dice: “La totalidad de mi
trabajo está sostenida y guiada por el mundo de estas montañas y campesinos.
Ahora, mi trabajo allá arriba se ve interrumpido a menudo por largo tiempo
debido a gestiones, viajes para dictar conferencias, discusiones y la actividad
docente aquí abajo. Pero tan pronto retorno arriba se aglomera, ya desde las
primeras horas de estada en el albergue, todo el mundo de las antiguas
preguntas y, por lo cierto, en el mismo cuño con que las dejé. Sencillamente
soy trasladado al ritmo propio del trabajo y, en el fondo no domino en ningún
caso su ley oculta. Los hombres de la ciudad se maravillan a menudo de este
largos y monótonos quedarse solo entre los campesinos y las montañas. Sin
embargo esto no es ningún mero quedarse solo, pero sí soledad. En este
testimonio del pensador germano vemos expresada con una fuerza
extraordinaria esa necesidad que siente este filosofo moderno, junto con
muchos de sus contemporáneos, de recogerse en un espacio de soledad
vivificante, lugar que no sólo parece estar lejos de la ciudad, sino
particularmente de ese espacio que, en el centro de ella, concebimos como
reservado y destinado a la meditación, a saber: la universidad.
Pero la meditación filosófica no es la única modalidad que ha tomado el
pensamiento a lo largo de su historia. En efecto, en los albores del pensar
occidental surge en Grecia un modo de reflexión filosófica que se gestó y
encarnó en la persona de Sócrates. Nos referimos al diálogo filosófico. El
antecedente inmediato de éste quizás haya que situarlo en la tragedia griega,
pero en lo que se refiere a su desarrollo ulterior, es decir, a su presencia viva
en la historia de la filosofía, podemos afirmar que ésta es prácticamente
inexistente. El dialogo filosófico nace y muere con Sócrates. A pesar de ello,
creemos que hoy día se hace cada vez más urgente para el destino de la
filosofía que nos ocupemos en su rememoración. Con ese fin quizás sea útil
señalar que, dada su propia índole, el lugar propicio para el dialogo es
totalmente distinto al de la meditación. El dialogo exige un espacio
posibilitante, no el ensimismamiento, es decir, del acto de adentrarse en las
regiones ocultas del alma y la subjetividad, sino de la apertura a los otros, esto
es, del encuentro. Ese lugar de encuentro es, para los griegos, la polis. Una de
las características de Sócrates, como frecuentemente nos lo recuerda Platón,
es que aquel sólo se ausentó de la ciudad en muy contadas ocasiones. Y la
razón de ello está, como el propio Sócrates se lo dice a Fedro, en que “soy
amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí
los hombres de la ciudad”. Es así que, en los diálogos de Platón, podemos ver a
Sócrates cruzar la ciudad de Atenas en una y otra dirección ejerciendo su oficio
de pensador: el camino, el ágora, los gimnasios, las fiestas en casa de un
amigo, la cárcel incluso, son uno de los tantos lugares en que el filosofo de
Atenas somete al político, al artesano, al sofista y, sobre todo, al joven
adolescente al acoso liberador de sus preguntas.
En suma, el pensamiento filosófico bajo la forma de diálogo o la meditación
reclama en cada caso lugares que, en tanto posibilitantes de la soledad o el
encuentro poseen características diversas e incluso antagónicas.
Ahora bien, como indicamos más arriba, la mayoría de los grandes filósofos
moderno parecen no haber hallado en la universidad el lugar adecuado para
ejercer el dialogo o la meditación. Entre otras razones, creemos que esto se
debe a que el tiempo de la universidad ha llegado a ser el más radical
contratiempo del pensar. La afirmación anterior se hace más comprensible si,
en primer lugar, reflexionamos en el hecho de que la filosofía, en la medida en
que se encuentra inserta de un modo oficial en la institución universitaria, debe
someterse a los imperativos que rigen a ésta y determinan el tiempo interno de
sus actividades. El imperativo fundamental de la universidad hoy es de la
producción. En este sentido la universidad se presenta como una industria. Y a
la vez esa producción debe al igual que cualquier otra producción, estar
dirigida por la técnica, es decir, por la programación y planificación con meta a
obtener el máximo de rendimientos. En términos de tiempo esto significa: la
mayor cantidad de producción en el mínimo tiempo posible. Pero lo que
singulariza la producción industrial universitaria es que ella es producción de
discursos fundados racionalmente, es decir, que es una producción de
conocimientos científicos. El trabajo que se realiza con ese designio recibe el
nombre de investigación. Pero la investigación no agota el campo de la
producción de discursos universitarios, pues esos discursos deben ser, además,
comunicados a otros oralmente en la docencia y, finalmente, puestos por
escrito y publicados, esto es, comunicados a la sociedad extrauniversitaria.
Esto último es la extensión. Investigación, docencia y extensión planificadas
son las funciones que la universidad se asigna a sí misma y los imperativos a
los que debe someterse quien, de uno u otro lado, como profesor o alumno,
desea permanecer en ella. Pero esa serie de imperativos técnicamente
organizados y llevados a la práctica encubren, según decíamos, un esencial
contratiempo para el pensar. Ese contratiempo es una activa falta de tiempo.
En la universidad falta tiempo para el pensar. Descubrir la índole de ese tiempo
que falta en la universidad es a la vez determinar el tiempo esencial del
pensar. En cierta ocasión Wittgenstein escribió: “el saludo de los filósofos entre
sí debería ser: < ¡Date tiempo!>
Nosotros nos preguntamos: ¿cuál es ese tiempo que los filósofos deberían
darse? Es el mismo Wittgenstein quien puede ayudarnos a iluminar la
naturaleza positiva de ese tiempo que el filosofo debe darse a sí mismo si
desea que se produzca el despliegue de su propia esencia. Tomemos para tal
efecto tres aforismos en los que el pensador se refiere directamente al asunto:
“También es el pensar hay un tiempo de sembrar y tiempo de cosechar”.
(1937)
“También los pensamientos caen a veces inmaduros del árbol”. (1937)
“No puedes sacar la semilla de la tierra. Sólo puedes darle calor, humedad y
luz y deberá crecer. (Sólo puedes rozarla con precaución”.) (1942)
Notemos en primer término que dos de los aforismos citados ponen en relación
explicita al pensar con el trabajo agrícola y la actividad de la naturaleza. El
tercero relativo al cultivo, si bien no establece esa relación, obviamente se
mueve en la misma dirección de los otros y sirve para una más correcta
comprensión de los mismos. Por otra parte, esa analogía entre el pensar y la
agricultura está dada por la relación que ambas actividades guardan con el
tiempo. La agricultura sirve aquí como paradigma para establecer la justa
relación entre el pensamiento y el tiempo. Esa relación puede ser pensada del
modo que sigue: ambas actividades están regidas por un tiempo que no cae
bajo el dominio del hombre. En efecto, tanto el agricultor como el pensador
han de someterse en sus actividades a ritmos externos que reclaman sus
gestos particulares en tiempos precisos y determinados. Ahora bien, por cierto
ambos pueden intentar romper con ese ritmo que las propias cosas a las cuales
están referidos por sus oficios les imponen. Tratan, de ese modo, de someter el
tiempo a su medida. Esto sucede cuando en el caso de la agricultura se
introduce el uso de la tecnología con vista a aumentar y mejorar los rindes de
producción. Cuando Platón, en el Fedro, hace una crítica a la escritura y un
elogio al diálogo, compara la primera con el cultivo artificial que se realiza en
los “jardines de Adonis” y al segundo con la verdadera agricultura: mientras en
los primeros se busca reducir el tiempo de crecimiento de las plantas al
mínimo, la agricultura respeta ese tiempo natural:
“El agricultor sensato –pregunta Sócrates –¿Sembraría acaso en serio durante
el verano y en un jardín de Adonis (lugar en el cual, durante la fiesta de
Afrodita se cultivaban en vasija plantas que morían rápidamente, para
simbolizar la muerte prematura del amante de Afrodita) aquellas semillas por
las que se preocupara y deseara que produzcan frutos, y se alegraría al ver
que en ocho días se ponían hermosas?, ¿o bien haría esto por juego o por mor
de una fiesta cuando lo hiciera, y en el caso de las simientes que le interesaran
de verdad recurrían al arte de la agricultura, sembrando en el lugar
conveniente, y contentándose con que llegaran a términos cuántas había
sembrado una vez y transcurrido siete meses?
A la luz del ejemplo de la agricultura, podemos decir que la pretensión del
dominio técnico de la naturaleza apunta a ejercer, en el fondo, un dominio
sobre el tiempo que ésta impone a los cultivos. Esto significa anular o reducir al
mínimo ese lapso que va entre el sembrar y el cosechar. Para la mentalidad
científico-técnica, es decir, para aquel modo de pensar que mide su eficacia
con el patrón de los productos de ese tiempo que media entre el sembrar y el
cosechar es un tiempo perdido.
El análisis de la analogía entre el pensar y la agricultura nos permite dar un
primer paso en dirección a la respuesta de la cuestión que aquí nos ocupa, a
saber: cuál es el tiempo propio del pensar, que la universidad, en tanto que
organización técnica, necesariamente excluye.
Ese tiempo –lo sabemos ahora –es el tiempo que va entre el acto de sembrar y
cosechar, ese lapso en el cuál el hombre debe concentrar su actividad en sólo
darle a la semilla calor, humedad, luz y dejarla crecer, en que sólo puede
rozarla con precaución. El cultivo basado en la técnica moderna desconoce
absolutamente el valor positivo de ese tiempo de mediación y, por lo mismo,
pretende lograr su total extinción: su ideal son productos sin tiempo, es decir,
sin tiempo de cultivo y maduración.
Ahora bien, esto que es expresado por Wittgenstein en términos puede ser
trasladado al plano conceptual. Con este segundo paso la naturaleza y el
tiempo propio del pensar se sitúan en otra dimensión y adquieren un contorno
más preciso. ¿Cómo llamar, en el caso del pensar, a ese tiempo que la
agricultura se da como conjunción entre el acto de cultivar y la maduración de
las simientes? Es Heráclito quien en este caso puede darnos la clave para
descubrir tal denominación. Uno de sus fragmentos más conocidos señala.
“Si uno no espera lo inesperado nunca lo encontrará, pues es imposible de
encontrar e impenetrable”. (Frag. 18)
Con Heráclito podemos decir ahora: el tiempo propio del pensar es el tiempo
de la espera. La espera es más incierta aun que la esperanza, pues no sólo es
incierta en cuanto al logro de lo esperado, sino también en relación a su mismo
objeto. La esperanza sabe acerca de su objeto y se mantiene teniéndola a la
vista; la espera, en cambio, no posee objeto predeterminado, es absoluta
apertura a lo que adviene o se sustrae. Lo que ella puede irrumpir o no posee
siempre el carácter de lo nuevo, de lo imprevisible, de lo que no puede ser
calculado de antemano. Y al contrario, allí donde hay planificación y
programación toda posible espera está ausente. Para el pensar científicotécnico el tiempo de la espera es un tiempo inútil, vacío, que hay que tratar de
anular con vistas a la pronta aparición del producto. En él existe la voluntad de
reducir el tiempo del pensar a la nada, es decir, la conversión del mismo en
algo manipulable, en algo que puede ser dominado y dirigido desde fuera,
pero:
“En la carrera de la filosofía gana el que puede correr más despacio. O aquel
que alcanza al último la meta” (Wittgenstein, 1839).
Podemos avanzar un paso más todavía y preguntarnos acerca de la índole
misma de esa espera que es la esencia del pensar. Y esto porque fácilmente
creemos que la espera ha de ser un tiempo en que el hombre debe
permanecer inactivo, reducido a la más extrema pasividad. Sin embargo, ésta
es una apreciación totalmente errónea. Hay, en efecto una actividad peculiar,
propia de la espera, que constituye a ésta como tal. Surge entonces la
pregunta acerca de cuál es la naturaleza de esta actividad. Dar respuesta a esa
interrogante supone retrotraernos a la esencia misma de esa modalidad de
pensar que es el diálogo filosófico. Y, con lo que allí nos encontramos es con el
hecho de que Sócrates, en tanto, que sabe que no sabe, lo único que en
propiedad sabe es preguntar. El diálogo consiste en último término en
preguntar. El preguntar abre la totalidad de nuestro ser a la espera y al tiempo
propio del pensar. Pero, con la transformación de la filosofía en metafísica,
hecho que se produce en el pensamiento de Platón y Aristóteles, aquella queda
determinada como un a ciencia (episteme).desde entonces todo el énfasis y la
positividad del pensar se trasladó de la pregunta a la respuesta. En la medida
que la metafísica abandona la forma del diálogo y toma la modalidad de la
meditación, se ponen las bases para que el tiempo de la espera, cuya
concreción es la pregunta, se hunda en el olvido. En ese instante queda
fundada metafísicamente la institución universitaria, que en su versión
moderna, es decir, como industria planificada de conocimientos, se convierte
en contratiempo del pensar.
Heidegger, al final de su curso “Introducción a la Metafísica” expone lo anterior
con absoluta claridad: “lo verdaderamente propuesto es aquello que no
sabemos y que en cuanto lo sabemos auténticamente –es decir, como
propuesto –siempre lo sabemos preguntando”
Poder preguntar significa poder esperar, aunque fuese la vida entera. Pero una
época para la cual sólo es real lo que se mueve rápidamente y lo que se puede
asir con ambas manos, estimará que preguntar es “ajeno a la realidad” algo
que no vale la pena tenerse en cuenta. Mas lo esencial no es el número, sino el
tiempo justo, es decir, el justo instante y la justa perseverancia.
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