Subido por Eliza Meli Rodriguez Hernandez

CARTAS A MAMA

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¡Buenas tardes! Hoy es jueves, septiembre 19, 2019 y son las 3:28 pm
Julio Cortázar
(1914-1984)
Cartas de mamá
(Las armas secretas, 1959)
Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera le entregaba un
sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San Martín para comprender
que otra vez más habría de franquear el puente. San Martín, Rivadavia, pero esos nombres eran
también imáenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el
café de San Martín y Corrientes donde lo esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve
gusto a aceite de ricino. Con el sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la
calle no era ya lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá (aun
antes de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de Luis, lo
devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa de leer —y que ahora
releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran
siempre una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis
había querido y trazado y conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a
París en su vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto
mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva vida
recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían llamado su vida,
cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por
la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera
de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la que sin embargo es casi siempre
sostén y explicación. Y desazón, y una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar
una puerta.
Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá. Con Laura
hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a Luis no le gustara acordarse de
Buenos Aires. Más bien se trataba de evadir nombres (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, los
verdaderos fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz). Un día se había animado a decirle a
Laura: «Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí
queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad,
por qué no habían de hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en
cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto-grabado de La Nación con los sonetos de
tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué. Y de cuando en cuando alguna crisis
de gabinete, algún coronel enojado, algún boxeador magnífico. ¿Por qué no habían de hablar de Buenos
Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al tiempo de antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo
cuando llegaban cartas de mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de
circulación, objetos de un mundo caduco en la lejana orilla del río.
—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero por la Avenida
de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»
Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí, bien claro. Era perfectamente
absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el golpe en plena nuca, era como
siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá. Por más ridículo que fuese el error, la
confusión de nombres (mamá había querido escribir «Víctor» y había puesto «Nico»), de todos modos
Laura se afligiría, sería estúpido. De cuando en cuando se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al
fondo del mar. Ahora tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura
se extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez porque había
perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le voy a mandar unas líneas
hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del silencio de mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el
cine por las noches, Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del autobús en la
rue de Rennes se preguntó bruscamente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por
qué no quería mostrarle a Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le
importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo
que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?)
Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad inmediata por decirlo así, era
que le importaba la cara que pondría Laura, la actitud de Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por
el efecto que le haría la forma en que a Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus ojos caerían en un
momento dado sobre el nombre de Nico, y él sabéa que el mentón de Laura empezaría a temblar
ligeramente, y después Laura diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría
sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un rostro
desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.
En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de las tantas
cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo donde se habáa equivocado de nombre.
Pensó si no podría borrar la palabra, reemplazar Nico por Víctor, sencillamente reemplazar el error por
la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura la leyera. Las cartas de mamá interesaban siempre
a Laura, aunque de una manera indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba
al final, a veces a mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con el
mismo interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo Saridón, y el
doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos o tres días sobre la mesa de dibujo;
Luis hubiera querido tirarlas apenas las contestaba, pero Laura las releía, a las mujeres les gusta releer
las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelven a
sacarlas y a mirarlas. Las cartas de mamá eran breves, con noticias domésticas, una que otra referencia
al orden nacional (pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban siempre
tarde por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la misma, escueta y mediocre, sin
nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la tristeza que debía
causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a gritos, tan a lágrimas al
principio— por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que llevaban ya en París, mamá había
mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que tampoco lo nombraba. Ninguna de las dos lo
nombraba, y hacía más de dos años que Nico había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad
de la carta era casi un escándalo. Ya el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una
frase, con la N larga y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en
una frase incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un anuncio de senilidad. De
golpe mamá perdía la noción del tiempo, se imaginaba que... El párrafo venía después de un breve acuse
de recibo de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil tinta azul comprada en el
almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó por ustedes.» El resto seguía como
siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y tenía una clavícula sacada, los perros estaban bien.
Pero Nico había preguntado por ellos.
En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda había preguntado
por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía dos letras más que Nico, pero con una goma y
habilidad se podían cambiar los nombres. Esta mañana Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que
Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara por los ausentes.
Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no decirle nada a
Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro que parecía haberse dibujado un poco desde
los tiempos de Buenos Aires, como si el aire gris de París le quitara el color y el relieve. Llevaban más de
dos años en París, habían salido de Buenos Aires apenas dos meses después de la muerte de Nico, pero
en realidad Luis se había considerado como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura.
Una tarde, después de hablar con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina,
del caserón de Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses
todo había girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá, los perros, el jardín.
Su juramento había sido el gesto brutal del que hace trizas una botella en la pista, interrumpe el baile
con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso días: su casamiento, la partida sin
remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de todos los deberes sociales, de los amigos entre
sorprendidos y desencantados. No le había importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura.
Mamá se quedaba sola en el caserón, con los perros y los frascos de remedios, con la ropa de Nico
colgada todavía en un ropero. Que se quedara, que todos se fueran al demonio. Mamá había parecido
comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta recuperación de
los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había sido la tarde de la despedida,
las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia, el jardín donde Nico y él habían jugado a
la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos. Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la
agencia, dibujaba afiches, volvía a comer, bebía la taza de café que Laura le alcanzaba sonriendo. Iban
mucho al cine, mucho a los bosques, conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era
sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas excelentes. Entonces
llegaba carta de mamá.
No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como un peso
insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que perdonarlo),
tendían el puente por donde era posible seguir pasando. Cada una lo tranquilizaba o lo inquietaba sobre
la salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la permanencia de un orden. Y a la vez odiaba ese
orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo odiaba por Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta
de mamá la definía como ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el
jardín, después de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.
No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro, era intolerable que Laura leyera
la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la veía luchando con una pluma
vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—, crecería con Laura como una semilla fácil.
Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo antes posible
de que Víctor había preguntado por ellos. Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de
que Víctor había preguntado por ellos.
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa. Jerry no cayó, y
llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró helados, los comieron mientras
miraban distraídamente los anuncios en colores. Cuando empezó la película, Laura se hundió un poco
más en su butaca y retiró la mano del brazo de Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si lo que
miraban juntos era ya la misma cosa para los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o
en la cama. Se preguntó (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían
estado así de distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente habían
conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león, el atleta que
golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de Pinillos, los personajes de esta película son
ficticios, y toda relación... Entonces, cuando Jerry había escapado de Tom y empezaba la hora de
Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de Nico se acostaría despacio sobre el muslo de Laura (el
pobre Nico, tan tímido, tan novio), y los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a
Luis que no habían sido culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de las
pruebas, el veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero
simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la sal de Flores.
Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala de baile que frecuentaba Nico, el azar de una
presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del comienzo, todo el resto había sido
inesperadamente duro y amargo. Pero no quería acordarse ahora, la comedia había terminado con la
blanda derrota de Nico, su melancólico refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo
nombrara nunca, y que por eso tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto, ni
siquiera el cuñado muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un alivio después del turbio
intercambio de reproches, del llanto y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del tío Emilio y
del primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento apresurado y sin más
ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de un funcionario con caspa en las
solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá y de toda la parentela desencadenada, Luis
había agradecido a Laura que jamás hiciera referencia al pobre fantoche que tan vagamente había
pasado de novio a cuñado. Pero ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por
medio, Laura seguía sin nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía, sabiendo que en el fondo
ese silencio lo agraviaba por lo que tenía de reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a
parecerse a la traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero comprendía que
eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación. Un lento territorio prohibido
se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de Nico, envolviendo su nombre y su
recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba
inexplicablemente en el silencio. Cada carta hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato,
del pago de la pensión. Luis había esperado que alguna vez mamá aludiera a su hijo para aliarse con ella
frente a Laura, obligar cariñosamente a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque
fuera necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su recuerdo en
el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo había olvidado
verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el íncubo se hubiera desvanecido,
tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura seguía callando el nombre de Nico, y cada vez
que lo callaba, en el momento preciso en que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo callaba,
Luis sentía otra vez la presencia de Nico en el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el
más perfecto regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido su novia,
del que había sido su hermano.
Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de mamá. Barajaron
las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La respuesta no lo inquietaba demasiado, pero
hubiera querido (lo sentía al bajar las escaleras por la mañana) que la portera le diera a él la carta en vez
de subir al tercer piso. Una quincena más tarde reconoció el sobre familiar, el rostro del almirante
Brown y una vista de las cataratas del Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el
saludo de Laura asomada a la ventana. Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la
carta. El Boby se había escapado a la calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de
algún perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío Emilio, porque no era cosa de
que el Boby le pegara la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara con acaroína, pero
ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario recetara algún polvo insecticida o algo
para mezclar con la comida. La señora de la lado tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran
capaces de contagiar a los perros, aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a interesar a
ellos esas charlas de vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta
dormía con uno a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al lado
aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase de pestes
cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales raros, a lo mejor había
microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos, entre el chico de la modista que se había
quemado el brazo con leche hirviendo y el Boby sarnoso.
Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el papel, la
exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones melancólicas sobre lo sola que se
quedaría si también Nico se iba a Europa como parecía, pero ese era el destino de los viejos, los hijos
son golondrinas que se van un día, hay que tener resignación mientras el cuerpo vaya tirando. La señora
de al lado...
Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones con acento
marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de la gente que entraba por el
angosto corredor al métro. El resto del día fue igualmente vago, telefoneó a Laura para decirle que no
iría a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza releyendo la carta de mamá, preguntándose qué
debería hacer frente a la insania. Hablar con Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo) seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta
se había perdido como la otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico
por Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas eran
Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya había ocurrido desde el día de su
casamiento, la luna de miel en Adrogué, las noches en que se habían querido desesperadamente en el
barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a ser Laura ahora que Nico quería venir a Europa
en el delirio de mamá. Cómplices como nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba
anunciando que Nico iba a venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura
comprendería que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde se fingía
exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.
Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y pidiéndole que
visitara inmediatamentte a mamá para cerciorarse y tomar las medidas del caso. Bebió un coñac tras
otro y anduvo a pie hacia su casa para pensar en el camino lo que debía decirle a Laura, porque al fin y al
cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al corriente. De calle en calle fue sintiendo cómo le costaba
situarse en el presente, en lo que tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía,
lo ahogaba en la realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una
felicidad de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario de
silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos. Sí, mamá, sí, pobre
Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un baile del club de Flores, mamá,
fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte con su conquista. Pobre Nico, mamá, con esa
tos seca en que nadie creía todavía, con ese traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas
corbatas de rayón tan cajetillas. Uno charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con la
novia del hermano, oh, novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me
extraña que Nico no la haya llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es más
torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De qué se ríe, no me
cree? Pero si yo no soy lo que parezco... ¿Verdad que hace calor? De veras, usted tiene que venir a casa,
mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te
tenías esto escondido, malandra. Entre nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu
permiso, yo bailaría este tango con la señorita.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había roto con Nico
por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz de ganar de arrebato y darle vuelta la
cabeza. Nico no juega al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del ajedrez y la filatelia, hágame el favor.
Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había ido quedando atrás, perdido en un rincón del patio,
consolándose con el jarabe pectoral y el mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo
coincidió justamente con un baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas
cosas, máxime cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él
sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron una tarde a la casa. Vos fijate,
mamá, el pibe está débil y capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los enfermos como él se
imaginan cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con Laura. Mejor que no sepa que vamos a
Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta
que se mejorara el enfermito, claro. Y así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico,
después el auto del petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto
hasta el puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el auto
negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta de vicuña, la
vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno, ensalada, un flan.
A las diez vinieron unos vecinos que eran sus compañeros de canasta. Muy tarde, mientras se
preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.
—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el velador. La sintió
contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quizo poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.
A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los días pasaron sin
que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa, Luis esperaba una frase o un gesto insólitos en
Laura, un claro en esa guardia perfecta de calma y de silencio. Iban al cine como siempre, hacían el amor
como siempre. Para Luis ya no había en Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida
en la que nada había llegado a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la
hora de las confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las que
se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no
hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con Nico que con él, y los dos lo
venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las primerras tomas de posición que siguen a la
blanda aquiescencia de la luna de miel y el deseo. Ahora Laura volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho,
pero la pesadilla era distinta, Luis la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras
confusas o breves gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía hablaban de
Nico porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas pocas semanas después. Una
noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se instalaría luego
entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida convulsiva de las piernas, y de golpe
un grito que era una negativa total, un rechazo con las dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo
horrible que le caía desde el sueño como un enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la
calmaba, le traía agua que bebía sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no
recordar nada, era algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por dormirse llevándose su secreto,
porque Luis sabía que ella sabía, que acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su sueño, vaya a
saber bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un vértigo de espanto, quizá de
amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de agua, esperando en silencio a que ella
volviera a apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si
eso era orgullo. Quizá entonces él podría luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la
nueva vida llegara a ser realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine francés.
Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la simetría y el
método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura no tocaba el tema, esperando con aparente
indiferencia la contestación del tío Emilio, a él le correspondía entenderse con mamá. Contestó su carta
limitándose a las menudas noticias de las últimas semanas, y dejó para la postdata una frase
rectificatoria: «De modo que Víctor habla de venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser
la propaganda de las agencias de turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que
necesite. Decíle también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»
El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un pariente tan
cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico había calificado de incalificable. Sin haberse
disgustado de frente con Luis, había demostrado sus sentimientos con la sutileza habitual en casos
parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco, olvidando dos años seguidos la fecha de su
cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su deber de hermano político de mamá, y enviaba
escuetamente los resultados. Mamá estaba muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo
en cuenta los muchos disgustos de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de
Flores, lo cual era lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede
sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en cuestión, el tío Emilio
había procedido con el tacto que se requería en vista de lo delicado del asunto, pero lamentaba decirles
que no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba en vena de conversación y hasta lo
había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su hermano político. A una insinuación de orden
terapéutico, había contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos
días la fatigaba tener que planchar tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué
camisas se trataba, pero ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y
galletitas Bagley.
Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su ineficacia manifiesta.
Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque mamá sabía de sobra que no hay necesidad de
certificar las cartas aéreas a París. Laura telefoneó a Luis y le pidió que volviera lo antes posible. Media
hora más tarde la encontró respirando pesadamente, perdida en la contemplación de unas flores
amarillas sobre la mesa. La carta estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después
de la lectura. Fue a sentarse junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.
Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la partida continuaba,
que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban jugando tres jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía
la seguridad de que también mamá estaba al borde del tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y dejó
que su cara se pusiera la inútil máscara de las manos juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los
chicos de la portera.
La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los cuerpos se
encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían deseado. Una vez más se cerraba el
tácito acuerdo: por la mañana hablarían del tiempo, del crimen de Saint-Cloud, de James Dean. La carta
seguía sobre la repisa y mientras bebían té no pudieron dejar de verla, pero Luis sabía que al volver del
trabajo ya no la encontraría. Laura borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro
día más. Una noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se
habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en Fontainebleau.
Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la carta de mamá.
El barco llegaba efectivamente al Havre el vierrnes 17 por la mañana, y el tren especial entraba en SaintLazare a las 11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se divirtieron mucho. Dos noches antes Laura
había tenido otra pesadilla, pero él no se molestó en traerle agua y la dejó que se tranquilizara sola,
dándole la espalda. Después Laura durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un
vestido de verano. Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar la
heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la llevó a la oficina. Telefoneó a
la compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las fechas exactas. Era su única
seguridad, porque todo el resto no se podía siquiera pensar. Y ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería
escribir a Matilde, por más que estuviesen distanciados Matilde comprendería la urgencia de intervenir,
de proteger a mamá. ¿Pero realmente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había
que proteger a mamá, precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar
con ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros. Tampoco había tiempo de
escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo pero quizá fuese preferible esperar al viernes
diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o por lo menos a pensar sin tener
miedo. Cada vez recordaba con más claridad la cara de mamá en las últimas semanas de Buenos Aires,
después del entierro de Nico. Lo que él había entendido como dolor, se lo mostraba ahora como otra
cosa, algo en donde había una rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a
abandonarlo en un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de
veras la cara de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que toda la familia se había
turnado para visitarla, darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y él venían de
Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato porque después
aparecía el tío Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría repulsa, la familia indignada por lo
sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras Nico, pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían
hasta qué punto habían colaborado para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran
asociado para pagarles los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.
Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era capaz de pensar
cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo y se reía (cruzaba París a pie para estar
más solo y despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo, como si los hijos tuvieran deberes, como si
los deberes fueran los de cuarto grado, los sagrados deberes para la sagrada señorita del inmundo
cuarto grado. Porque su deber de hijo no era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta,
pero cómo decirlo de otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no hacer nada,
dejar que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió como siempre de Laura diciéndole que
no vendría a almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes, estaba tan seguro del resto
que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se refugió en el café de la estación, menos por
disimulo que para tener la pobre ventaja de ver sin ser visto. A las once y treinta y cinco descubrió a
Laura por su falda azul, la siguió a distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un
boleto de plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que esperan.
Detrás de una zorra cargada de cajones de fruta miraba a Laura que parecía dudar entre quedarse cerca
de la salida del andén o internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un insecto cuyo
comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se mezcló con la gente que
se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo suyo, entre gritos y manos que
sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando. Bordeó la zorra y entró al andén entre más
cajones de fruta y manchas de grasa. Desde donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez
a Laura, su rostro lleno de alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio? (No era una
pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el lujo de ser el último una vez que
pasaran los últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a la plaza llena
de sol para ir a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría a mamá sin la menor
referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría valor y hablaría con Laura (pero
no tendría valor y no hablaría con Laura). De todas maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se
fuera al demonio. Verlos pasar así en racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas
desatadas, un erotismo barato como un carroussel de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes
y por fin, por fin, cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo,
hija. Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que pasaban
cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia disimulando el
azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto a buscar semejanzas. El otro
no, y en realidad éste tampoco apenas se le miraba el cuello mucho más grueso y la cintura más ancha.
Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto, ese otro que ya había pasado y avanzaba hacia el
portillo de salida, con una sola valija en la mano izquierda, Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un
poco cargada, ese corte de hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás
mirándolo, y en la cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando despertaba de la
pesadilla y se incorporaba en la cama mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que se
alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y debatirse en
sueños.
Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron de frente
cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al del portillo. Laura salió la primera
de la estación, la dejó que tomara distancia y se perdiera en la plataforma del autobús. Entró en el café
de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde no se acordó si había pedido algo de beber, si eso
que le quemaba la boca era el regusto del coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse
descanso. A ratos pensaba que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora
de la salida. Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con ella.
Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos iban entrando en los
departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió despacio (en realidad siempre subía despacio para
no fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se apoyó en la puerta antes de tocar el timbre,
para descansar un momento en la actitud del que escucha lo que pasa en el interior de una casa.
Después llamó con los dos toques cortos de siempre.
—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a preguntarme si habrías
tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.
No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento hubiera sido capaz
de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez el café hubiese recobrado el sabor, o el
cigarrillo. Pero Laura no se había movido de casa en todo el día, lo dijo como si necesitara mentir o
esperara que él hiciera un comentario burlón sobre la fecha, las manías lamentables de mamá.
Revolviendo el café, de codos sobre el mantel, dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura
ya no importaba, una más entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no
había nada en ella o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro
modo) no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y estrellarlo
en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir como entre dos aguas,
parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de mamá? Quizá estaba en la otra
habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como había esperado él, o se había instalado ya
donde siempre había sido el amo, en el territorio blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había
acudido en sueños de Laura. Allí esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su cigarrillo,
tosiendo un poco, riéndose con una cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le
quedaba ni una gota de sangre sana en las venas.
Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba releer la carta de
mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el
papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho,
más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos.
Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la
pluma.
—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando...
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