Subido por Ana García

SUAZO Roberto - Viboras Putas Brujas Una historia de la demonizacion de la mujer

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© 2018, Roberto Suazo Gómez
© Editorial Planeta Chilena S.A., 2018
Av. Andrés Bello 2115, Piso 8, Providencia, Santiago de Chile.
www.planetadelibros.cl
Diseño de portada: Ian Campbell
Imagen de portada: Magic Circle, John William Waterhouse, 1886
Diagramación: Ricardo Alarcón Klaussen
ISBN Edición Impresa: 978-956-360-482-5
ISBN Edición Digital: 978-956-360-486-3
Inscripción Nº 292.420
Primera edición: agosto de 2018
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún
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fotocopia, sin permiso previo del editor. Derechos exclusivos de edición.
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Las realidades caídas
Eva antes de Eva el útero y la tumba
La Diosa de las mil caras
El nido de la serpiente
Cambiante como la luna
El Génesis contado otra vez: Lilith
CAPÍTULO 2
La historia occidental contada desde la vulva
El origen del mundo
La risa de Baubo
La vulva es el origen del mundo y también su destino
Un feminismo medieval
Nuestra Señora la Vulva
El amor: un invento
La amistad de los muslos
El patrimonio del placer
La criminalización de Baubo: Se busca
El martillo de las brujas
La luz de la hoguera
CAPÍTULO 3
Nuestra bruja: la Quintrala
La mujer-monstruo
Benjamín y la Quintrala
Lo verdaderamente monstruoso
La Virgen y la Tirana
Epílogo
Bibliografía
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Otros Títulos de la Colección
CAPÍTULO 1
La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Todos conocemos la historia de Adán y Eva, la serpiente y la manzana.
Sabemos que, como consecuencia del incumplimiento de una prohibición
explícita, a la primera pareja humana se le suspendió a perpetuidad su
condición de criaturas preferentes del jardín del Edén. Estruendoso fue el
portazo dado en la cara de la humanidad cuando Yahveh, el dueño del
lugar, puso adelante del jardín a sus querubines, con cara de pocos amigos
y armados con una espada de fuego abrasador, a modo de advertencia, para
que quedara claro que toda tentativa de retorno sería inútil.
Si bien quienquiera que lea el Génesis puede advertir que el hombre y la
mujer actuaron en complicidad, es claro que Eva se lleva la peor parte. La
primera maldición de Dios Padre recae sobre Eva : cargar con el doble
yugo de la maternidad y el matrimonio. Soportar fatigas y dolores sin
cuento a la hora de parir hijos y padecer, ante todo, la dominación del
hombre — su “ señor" —, hacia quien habrá de dirigir toda su atención y
todos sus deseos, asumiendo este sometimiento como un estado inmutable
y esencial.
Hasta el día de hoy el Génesis sigue siendo uno de los relatos más
influyentes de nuestra cultura patriarcal occidental. Su influencia es
incontrovertible toda vez que se considera que la cosmovisión
judeocristiana conforma, junto con la vertiente grecolatina, el manantial
principal que nutre nuestro modelo cultural. Se trata de un relato poderoso
que ha venido modelando nuestras presuposiciones culturales en ámbitos
clave, tales como la relación entre hombres y mujeres, el lugar del cuerpo
y la sexualidad en la vida humana, y el tipo de comprensión que, como
humanos, debemos ofrecer ante nosotros mismos, la naturaleza y lo
divino. Junto con ello, el Génesis puede leerse también como un gran
testimonio sobre la aparición e implicancias de la culpa en nuestro
imaginario occidental.
El Génesis nos enseña que la mujer y la culpa van de la mano. Debido a
su revoltosa actuación, la primera mujer y madre de todo lo viviente es la
principal inculpada de todos los males de la humanidad. Todavía más : en
virtud de esa mítica efeméride, la culpabilidad de Eva se hereda a todas las
generaciones de mujeres, habidas y por haber, tal como la invención de la
rueda suele ser entendida como patrimonio exclusivo del linaje de los
hombres. En otras palabras, la culpa recae sobre Eva y, a través de ella, se
irradia a toda la humanidad y, de manera más intensa y efectiva, a aquella
más de la mitad de la humanidad, conformada por las mujeres.
La culpa es una emoción que, como diría Jung, se experimenta como la
pérdida de una entereza o una integridad — un estado previo de plenitud
que, juzgamos, hemos torcido o traicionado —, lo que trae como
consecuencia una no aceptación de lo que somos. Semejante a la nostalgia
del Paraíso, la idea de aquello que no somos ( ya sea porque lo fuimos y lo
perdimos, ya sea porque nunca hemos podido llegar a serlo ), se
transforma en un anhelo, siempre insatisfecho, de virtud y perfección. La
culpa surge, precisamente, de la frustración de ese anhelo en lo que
realmente somos, surge del juicio negativo, severo e incluso despiadado,
que a menudo realizamos sobre nosotros mismos. Es una emoción
lacerante, además de estéril, que consiste en besar el látigo que nos hiere.
Hoy en día no cuesta trabajo advertir que en nuestras sociedades una
mujer es más proclive a sentirse culpable de un millón de cosas : culpable
de su apariencia física, de su contextura corporal. Culpable de que la
hagan sentir fea o gorda. Culpable también del uso que hace de su cuerpo
si, llegado el caso, se empodera de su sexualidad. Pero, además, las
mujeres han de sentirse culpables debido a su contextura moral, por
ejemplo, por incumplir el mandato cultural que las conmina a ser las
cuidadoras, las guardianas de la familia y del hogar; en caso de saltarse
este mandato, se las culpará por ser malas madres, madres negligentes y
perezosas. La culpa acompaña la mayoría de las instancias vitales de la
mujer, sea su vida profesional, sus relaciones amorosas, la soltería o la
maternidad, instalando el fantasma del defecto o la carencia, lo que deriva
en un constante deseo de perfección para ser aceptadas en un entorno
social que las hostiliza y las niega, material y simbólicamente.
Por supuesto, el hecho de que la culpa suela calar más hondo entre las
mujeres que entre los hombres no es obra del azar, sino que forma parte de
un aprendizaje cultural milenario. En particular, la culpa causada por Eva
ha servido históricamente para apretar un incómodo corsé cultural, aquel
que aprisiona a más de la mitad de la humanidad bajo estereotipos
estrechos que definen lo que una mujer debiese ser, hacer y parecer. Tanto
el aprendizaje como la experiencia de la culpa son enfatizados en los
procesos de socialización de las mujeres, lo que sencillamente equivale a
decir que a las mujeres se las educa sentimentalmente en la aceptación de
una condición defectuosa y, en virtud de ello, necesariamente subordinada.
Este aprendizaje no ha hecho más que robustecer la maciza construcción
tradicional del género femenino en Occidente, lo que ha favorecido la
interiorización de ciertos rasgos de carácter —tales como el predominio
del instinto sobre la razón, la frivolidad, la debilidad, la falta de control, lo
que traería consigo la necesidad de sumisión y la dependencia—, que han
de ser entendidos como rasgos naturalmente heredados por las hijas de
Eva.
Es necesario aclarar que cuando hablamos de género nos referimos a los
significados culturales que le atribuimos al hecho de nacer sexuados de tal
o cual manera. El género no lo traemos entre las piernas sino que forma
parte de un aprendizaje sociocultural, el cual incluye la interiorización de
un repertorio de discursos, normas y valores que modelan nuestros
comportamientos, al tiempo que definen los roles desiguales que les
corresponderían a hombres y mujeres dentro de nuestras sociedades. Así,
por ejemplo, asumimos y afirmamos que hombres y mujeres estarían “
programados" para desarrollar afectos diversos, desarrollar habilidades
diversas ( intelectuales, espirituales y físicas ), interpretar papeles
disímiles y ocupar posiciones distintas en el teatro de la vida ( por
ejemplo, mujer madre en el espacio doméstico; hombre proveedor en el
espacio público ). Al mismo tiempo, asumimos y afirmamos que no todos
los papeles tienen igual valor e importancia, que hay roles protagónicos y
hay actores secundarios y que, por cierto, habrían también por ahí otras
gentes que ni siquiera debiesen molestarse en salir a escena. Desde luego,
este aprendizaje cultural del género nos predispone a asumir que
únicamente existirían hombres y mujeres — en virtud de la dualidad
sexual genital —, lo que invalida, de entrada, cualquier posibilidad de
aceptación hacia identidades que transiten o estén en devenir entre ambas
polaridades tenidas por “ normales" .
Dicho sencillamente, el modelo cultural patriarcal nos enseña desde
pequeños que hay mejores y peores. Nos enseña a segregar radicalmente y
jerarquizar los ámbitos de lo masculino y lo femenino, con la siniestra
perversión de mostrarnos la diferencia — toda diferencia —, como signo
palmario de superioridad e inferioridad.
Justamente, a lo largo de la historia del patriarcado occidental la culpa
ha sido un instrumento útil para modelar, reproducir y justificar las
jerarquías de género, para legitimar el control sobre la conducta de las
mujeres, afianzar la superioridad de lo masculino y reducir lo femenino a
un papel inferior y, por ende, incapaz de autogobernarse.
Particularmente, la culpa de Eva ha sido una noción extremadamente
poderosa en Occidente, el símbolo más explícito de una perdurable
maldición cultural lanzada sobre las mujeres. Una maldición que las ata
con una naturaleza defectuosa o carenciada, con lo que fácilmente se
corrompe, es inestable e inconsistente, muta y es, por tanto, caótico,
impredecible, destructivo o sencillamente demoníaco. Con algo que, en
definitiva, debe ser despreciado y temido, dominado y controlado.
Por todo lo dicho, de vez en cuando conviene preguntarse, ¿de qué se
culpaba a Eva, para empezar?
Las realidades caídas
El Génesis es una pieza clave en la simbólica del poder patriarcal
occidental. Ante todo, el relato del origen introduce una férrea jerarquía en
el orden de lo creado. Estamos ante un mundo donde el poder de la
creación está exclusivamente depositado en manos de un dios masculino,
soltero, solitario, metafísico, todopoderoso, entronizado. Un dios de
dioses, un rey de reyes, un señor de señores. Un dios padre supremo, cuyo
trono se eleva por encima de la creación. Sin duda, uno puede ver aquí un
modelo para los “ señores del mundo" , aquellos que a partir de cierto
momento de la historia se permitieron edificar tronos celestiales, pues ya
contaban con los planos de los tronos que habían edificado sobre la Tierra.
Lo cierto es que se trata de un orden de mundo donde necesariamente
algunos han de ser dominadores en tanto otros han de ser dominados.
Justamente, esta forma de vida y de cosmovisión basada en la dominación
recibe el nombre de patriarcado. El patriarcado es el modelo cultural que,
bajo diferentes encarnaduras, ha prevalecido en Occidente desde hace
milenios, el mismo que hoy sigue plenamente vigente.
El modelo cultural patriarcal impone y naturaliza una visión dualista y
jerárquica de la realidad. Con el pretexto de brindarnos una explicación
satisfactoria, se nos anima a clasificar los elementos que componen la
sobreabundante y dinámica variedad de lo real, oponiéndolos y
desigualándolos como única medida de orden y criterio de comprensión
posibles. El patriarcado se transforma así en la visión hegemónica, según
la cual, por ejemplo, el hombre es considerado más valioso que la mujer;
la heterosexualidad es considerada la norma, lo normal, y es preferible y
superior a toda otra forma de relación afectiva o pasional entre seres
humanos; la mente y el alma están amputados y por encima del cuerpo y la
sexualidad; la humanidad es considerada como separada y por encima de
la naturaleza; y la divinidad aparece como una entidad totalmente lejana,
puramente espiritual, y necesariamente desconectada del mundo material.
Esto, por nombrar tan solo algunas de las oposiciones jerárquicas más
connotadas del pensamiento patriarcal.
En el relato del Génesis se nos presenta a Eva, la mujer, como un
individuo desmedrado e, incluso, retorcido desde su origen. Al proceder de
la costilla de Adán no es sino un mero apéndice del hombre; por marca de
nacimiento y orden de aparición, la mujer es presentada como una criatura
dependiente y de menor rango, más atrasada en relación al varón y, por eso
mismo, más cercana a los animales — de ahí su afinidad con la serpiente,
reptil de la tierra—. Así también, ateniéndonos a la rigurosa jerarquía de
la creación, Eva aparece dos peldaños por debajo de la divinidad. A
diferencia de Adán, no ha sido moldeada directamente de la tierra por la
mano de Yahveh.
Lo anterior ha sido tradicionalmente interpretado como un signo
irrefutable de la inferioridad y debilidad de la mujer en relación al
hombre. Pero, asimismo, debido a su lejanía con el creador, la mujer se
encontraría desde el principio más dada a la desobediencia y a la rebeldía,
más inclinada hacia la desmesura, el desborde, el mal. Este “ defecto de
origen" de la mujer la haría también más propensa a comulgar con
aquellas dimensiones degradadas de nuestro imaginario cultural
occidental. Así, tradicionalmente, a la mujer se la sitúa en conexión con lo
telúrico antes que con lo celestial; en una relación de contigüidad o
vecindad con lo bajo, con lo material corporal entendido como lo abyecto,
en contraposición con lo elevado espiritual o divino; más inclinada,
entonces, a lo intuitivo y lo instintivo animal, a la lujuria y a los placeres
sensuales que a las arduas y trascendentales empresas intelectuales o
búsquedas metafísicas. La propia idea de la tentación ( categoría crucial
que fuera enfatizada por el catolicismo medieval ) remite habitualmente al
cuerpo de la mujer — su atractivo sexual —, tantas veces concebido como
la mismísima causa de la caída de la humanidad.
La caída es, justamente, aquella calamidad por la que se culpaba a Eva.
No obstante, dentro del esquema dualista y jerárquico del Génesis, la
mujer aparece desde un principio inmersa entre las realidades caídas o
degradadas, las cuales, a su vez, se encuentran en relación directa con el
mundo corporal y material. No es para nada casual, entonces, que en la
Edad Media el catolicismo elaborara una perdurable doctrina, que no es
tan solo misógina — recuérdese la reticencia doctrinal, plenamente
vigente al día de hoy, a permitir que las mujeres se ordenen sacerdotes —
sino también intransigentemente ginecófoba. No solo se ocupó de
demonizar la sexualidad humana en general, asociándola estrechamente al
pecado, sino que ligó específicamente el sexo de la mujer con la viscosa
caverna del infierno.
Giovanni Boccaccio, hacia el siglo XIV, escribió un blasfemo y
divertido cuento parodiando esta asociación de tipo negativa entre los
genitales femeninos y el infierno cristiano. En dicho cuento, un piadoso
ermitaño accede a hospedar en su modesta choza a una muchacha
desamparada. Al poco andar, el ermitaño — quien vivía en soledad
absoluta, en perfecta penitencia y que tan solo se alimentaba de raíces —
comienza a experimentar un violento deseo producto de la convivencia
con la mujer. Irremisiblemente caído en tentación carnal, el ermitaño echa
mano de toda su retórica religiosa para persuadir a su huésped de que “ el
diablo" se había puesto en extremo colérico y arrogante, y la única
solución posible era meterlo cuanto antes al “ infierno". Claro está,
infierno y diablo refieren, respectivamente, al sexo de ella y de él. Sin
embargo, para desgracia del famélico religioso, la muchacha, que no era
tan ingenua, no tarda en aficionarse al juego. Finalmente, ya incapaz de
responder a la infernal voracidad de su compañera, el eremita se ve
obligado a pedir clemencia.
La anécdota está atravesada por una risa lúcida y desacralizado ra,
colmada de profundas sugerencias. Ante un cuerpo femenino desat ado,
libre de su control, el ermitaño ha quedado ostensiblemente disminuido e
indefenso; la niña ingenua, por su parte, ha cobrado el tamaño de una
mujer monstruo, cuyo cuerpo amenaza con devorar y absorber por
completo al hombre. Más aficionado a buscar la iluminación mediante
ayunos y tormentos de la carne — esa forma de ascetismo más cercana al
masoquismo, que busca el sometimiento del cuerpo por la vía de la
negación —, el religioso se mostró incapaz de comulgar como es debido
con los estados inferiores, que es lo que al fin y al cabo simboliza el
infierno, antes y más allá de la carga moral que le añadió el cristianismo.
¿No está el ermitaño rechazando la demanda de una exigente sacerdotisa,
una experiencia no carente de riesgo y de dolor, pero que bien podía
transmutarlo y ennoblecerlo, una caída que podía tener el valor de una
iniciación?
Se ha dicho que la experiencia orgásmica, como la propia experiencia
vital del ser humano, es un complejo entrelazamiento de contrarios, un
descenso y un ascenso, una succión a la vez infernal y celestial, una
revelación de las ambiguas relaciones entre dolor y placer, entre vida y
muerte. Por lo demás, existen formas de ascetismo oriental, como el
tantrismo, que no ven contrariedad alguna entre carnalidad y
espiritualidad, antes bien alientan el cultivo de una disciplina sexual como
método para acentuar nuestro conocimiento acerca de la variada realidad
que nos rodea. Dicho conocimiento, se dice, solo puede obtenerse
mediante la experiencia de los extremos. Y es que, tal como ocurre con la
ampolleta, la iluminación solo se obtiene mediante una adecuada
combinación de contrarios, de un polo positivo y otro negativo.
Sin embargo, en Occidente las más nobles aspiraciones del corazón
humano suelen mostrarse incompatibles con una gozosa aceptación de la
realidad sexual. El pensamiento hegemónico no ha trazado su camino
hacia lo alto, sean estas cumbres intelectuales o de orden espiritual,
acogiéndose al visado del cuerpo, explorando y explotando las energías de
origen carnal. Antes bien, como es suficientemente sabido, la asociación
estrecha del cuerpo — y del cuerpo femenino en particular — con el
pecado y la tentación sirvió históricamente para castigar las “ malas" o “
bajas" pasiones, devaluando todo lo concerniente al mundo de lo sensual y
lo sexual. Desde este enfoque, la culpa, ese instrumento de autocastigo, se
hacía pasar como instrumento de redención de aquellas pasiones
pecaminosas.
En un sentido más amplio, la condenación del cuerpo de la mujer
alcanza también a la naturaleza y a la vida material en general, como
manifestaciones de la culpa carencia o defecto original. Como la mujer, la
naturaleza es también una realidad caída que el hombre está llamado a
combatir, a avasallar y controlar, tomándola en propiedad. Las formas
modernas de apropiación y explotación de los recursos naturales, que
actualmente nos tienen inmersos en un colapso ecológico mundial, han
tensado al máximo esta línea de pensamiento patriarcal, desvalorizando la
naturaleza y distanciándose de ella al punto de cosificarla, pensándola
antes como espacio que se debe someter, como producto de consumo, y no
como condición indispensable para nuestra subsistencia como especie.
Pero la naturaleza aparece desvalorizada desde un principio, conforme a
lo dicho en el Génesis. Recordemos que, en el relato, Yahveh Dios se sitúa
en una posición de exclusividad jerárquica respecto de toda la creación, de
la que se aparta y diferencia drásticamente. La primera línea del Génesis,
el preámbulo a la creación, nos lo presenta como un espíritu que “ aletea
sobre las aguas" , es decir, como un dios que carece de consistencia
material, una entidad puramente espiritual. Estamos aquí ante la primera
gran distinción u oposición, seguida de su consiguiente jerarquización. Por
un lado, tenemos un creador, es decir, quien hace. Por otro, su creación, o
sea lo hecho, lo que el creador ha hecho ¿Y no suele concebirse lo que se
hace como inferior a quien lo hace? La consecuencia inmediata de este
razonamiento — una grilla de lectura patriarcal — es que toda la creación
se subordina al creador, se sitúa un peldaño más abajo de él. En este caso,
Yahveh Dios se presenta como el hacedor del cielo y la tierra; precede a su
creación y se distingue de ella. La creación es materia; la materia, se dice
en Occidente, es una realidad degradada, pues es cambiante, sujeta a
corrupción y, por lo tanto, inferior a la realidad de orden espiritual y
evidentemente superior del creador.
La caída no es sino la inmersión del alma humana en el mundo material
y corporal, y el fundamento último de la culpa que se le adjudica a Eva es,
justamente, la añoranza de una situación anterior a esta caída. Y ello
porque Eva — que supuestamente se valió de sus encantos para engañar a
Adán — es la responsable directa de nuestra condición material y mortal,
entendida esta como la debilidad o defecto inherente tanto de la especie
como del mundo que habitamos. En definitiva, por Eva tuvo el creador la
ocurrencia de introducirnos a la muerte y, de paso, a las misteriosas leyes
de la materia.
Si se mira con atención, la culpa de haber instigado la aparición de la
muerte en el horizonte de los seres humanos es probablemente la
acusación más grave y artera que el patriarcado occidental ha hecho recaer
sobre las mujeres. Y es que, aunque nos tenga sin cuidado el relato de la
caída y su interpretación tradicional, salta a la vista que la lección ha sido
completamente aprendida, por ejemplo, en los casos tan recurrentes en
nuestras sociedades, en que a una mujer violada — o incluso, asesinada —
se la responsabiliza de su desventura bajo el argumento de que ella
provocó a su agresor, lo sedujo y lo hizo perder la cabeza : lo arrastró
hacia lo bajo. En definitiva, que ella se lo buscó.
Este tipo de razonamiento redefine a la víctima, haciéndola pasar por
culpable y responsable. Lo cierto es que este desplazamiento de sentido
siempre se hace en nombre de un prejuicio cultural justificado en la idea
de que la mujer es responsable de la fatalidad que se cierne sobre el total
la especie. De ahí se sigue que la mujer, heredera fatal de los encantos de
Eva ( encantos que se ligan a las realidades caídas de la materia y el
cuerpo ), pueda ser asesinada e incluso responsabilizada de su muerte.
Pues, después de todo, ¿no ha sido la mujer quien, desde un comienzo,
trajo la muerte al mundo? ¿Acaso no fue ella quien engendró y parió la
muerte, la autora original de nuestra irrevocable corrupción?
“Por la mujer empezó el pecado, y por su culpa todos morimos" —
escribe el autor del Eclesiastés, a quien la tradición suele identificar con el
muy sabio rey Salomón—. Por culpa de ella todos morimos. En
consecuencia, si la humanidad está corrompida por la fatalidad, las
mujeres, a causa de Eva, lo están doblemente.
Miguel Ángel, La Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, 1509.
Eva antes de Eva el útero y la tumba
Quienquiera interrogar directamente a Adán y a Eva ha de saber que un
buen sitio para hallarlos es un cementerio. Por ejemplo, atravesando uno
de los accesos principales del Cementerio General de Santiago pueden
verse las solemnes estatuas de los padres de la humanidad, apostadas a los
costados de una vistosa galería gótica repleta de nichos. Hay mucha
elocuencia en estos anfitriones con taparrabo que, siendo el germen de la
vida, nos dan también la bienvenida al cementerio.
“Perdí el Paraíso, por mi culpa mis hijos no nacen ahí" , se lee a los pies
de Eva. Ella luce especialmente pudorosa. Se estrecha a sí misma
intentando cubrir su cuerpo, como si tapara una vergüenza o sofocara un
peligro. O ambas cosas a la vez. Eva entorna el rostro y mantiene los
párpados bajos, semicerrados, como evitando mirar a su acusador, es
decir, a todo quien la mire. Es la misma Eva que tenemos esculpida en
nuestro imaginario, según el cual no mirar directamente a los ojos es el
signo inequívoco de la culpa.
“Por mi culpa impera aquí la muerte", se lee a los pies de la estatua de
Adán, un hombre barbudo y en los huesos, apoyado en un palo o bastón. El
escultor talló “Por mi culpa" a sus pies, pero se cuidó de imprimir en sus
ojos una mirada franca y sincera. A diferencia de su compañera (que evita
mirar y mira hacia adentro), Adán, entristecido, mira el cementerio a su
alrededor, en una pose que expresa cansancio y, sobre todo, resignación.
Así dispuestas, en este sombrío escenario, el mensaje de las estatuas
resulta clarísimo. Desde aquel incidente de la serpiente y la manzana
nunca más nacimos “ahí". Nos vimos forzados a nacer “ aquí" , en este
mundo imperfecto que exploramos con sentidos aproximativos, inexactos,
limitados y perecederos. En esto, precisamente, parece radicar el
problema. Cambiar placidez por dolor, perfección por imperfección,
eternidad por impermanencia ¿no es acaso un pésimo negocio? El mito de
Adán y Eva nos enseña que la mujer incitó al hombre a cometer un
"pecado", lo que implica poner un manto siniestro y fatal sobre el error,
identificándolo como la causa de algo más que un tropiezo : una aparatosa
caída, un descenso, un retroceso. Una degradación.
En el fondo, tal mensaje involucra una determinada manera de
contemplar la vida y la muerte, entendiendo esta última como una
degradación de la primera. Se nos dice que la vida es un lugar de destierro,
cuando no un valle de lágrimas. Se nos dice que la vida debe parecernos
desmejorada, imperfecta y, en razón de eso, insatisfactoria, porque, en
parte, vivirla consiste en aceptar que debemos construir muchos
cementerios. El Paraíso, en cambio, excluye por definición los
cementerios. ¿Cómo fue que cambiamos un mundo plácido, seguro e
incorruptible por este mundo en constante metamorfosis y
descomposición? La estatua de Adán da un paso atrás, para dejar en claro
que la culpa — la culpa de todo este pudridero que llamamos mundo — la
tuvo Eva. Solo la mujer conoce el lenguaje seductor y bestial de la
serpiente. Son de la misma naturaleza. Ambas son reptiles de la tierra,
figuras de las realidades caídas, abyectas y condenadas.
Cabe, sin embargo, realizar una segunda lectura.
Si se nos dice que Eva es la madre de todos los vivientes y es, también,
quien engendró la muerte, su abrazo de bienvenida al cementerio puede ser
interpretado más allá de la connotación sombría que solemos atribuirle.
Bien pensada, la imagen se corresponde puntualmente con la bienvenida
de dulce y agraz que recibe cada persona al momento de debutar en la vida
: no es un contrasentido, ni tampoco es inexacto, admitir que comenzamos
a morir en el momento mismo de nuestro nacimiento y que nuestra madre,
al igual que Eva, nos ha regalado, al mismo tiempo, la vida y la muerte. La
primera puerta que debemos empujar está entre las piernas de nuestra
madre y esta puerta es, para cada uno de nosotros, tanto el origen del
mundo como la entrada al panteón.
Entre la vida y la muerte, el útero y la tumba, habría una relación de
semejanza y contigüidad, una relación que ha sido afirmada
universalmente por una multitud de culturas, las cuales nos han dejado el
testimonio de su veneración a la tierra, al cosmos y a todo lo viviente, bajo
la figura de una gran Diosa que da la vida y la muerte de manera
simultánea. Una Diosa Madre anterior a Dios Padre y al huerto del Edén,
una Eva antes de Eva.
Arduas e inútiles discusiones teológicas han girado en torno a la
escabrosa cuestión de si Adán y Eva tenían o no ombligo. No obstante,
basta pensar en las obras del Renacimiento o mirar nuevamente nuestras
estatuas del cementerio para constatar que, a menudo, nuestros primeros
progenitores llevan su nudo en la barriga, marca irrefutable de que alguna
vez estuvieron unidos a una madre. Todo nace alguna vez y siempre hay un
antes.
Hoy sabemos de la existencia de la llamada Diosa Madre o Diosa de los
inicios, una divinidad de mil rostros, que ha sido nombrada de un sinfín de
maneras distintas por las culturas más diversas. Isis en la cultura egipcia,
la Cibeles frigia y la Astarté fenicia; Deméter o Ceres en la cultura
grecolatina; Kali y Ananta en el hinduismo; Pachamama en el altiplano
andino, entre muchas otras, son todas expresiones de la Diosa, cuyo
profundo simbolismo nos conecta con una cosmovisión que preexistió —
y todavía representa una alternativa — al modelo cultural patriarcal.
Si el patriarcado nos ha legado hasta hoy una imagen dualista y
jerárquica de la existencia, en donde la muerte y la vida son consideradas
realidades opuestas y antagónicas ( sombría la primera, luminosa la última
y, por tanto, preferible y superior ), las culturas de la Diosa, en sus
diversas manifestaciones, nos invitan a experimentar otra manera de mirar
y comprender. Este punto de vista, que Humberto Maturana ha
denominado “ matrístico" , supone un redescubrimiento de la vida como
un proceso dinámico y ambivalente, donde los extremos que solemos
oponer y jerarquizar ( hombre mujer, heterosexual homosexual, vida
muerte, luz sombra, cuerpo espíritu, lo humano lo divino, lo individual / lo
colectivo ) aparecen como dimensiones armónicas y complementarias.
Desde esta perspectiva ( que no niega ni pretende controlar — y antes bien
celebra — lo mudable o impermanente ), se comprende que dondequiera
que se mueva la vida rondará también la muerte. A fin de cuentas, todos
los antagonismos se reabsorben en la dinámica de un proceso
ininterrumpido, donde todo lo existente encierra o implica a su contrario.
La Diosa de las mil caras
Venus de Willendorf, figura de la Diosa paleolítica, 25.000 a.C.
No es casual que las antiguas culturas pr e patriarcales de Europa y Asia
menor representaran a la Diosa bajo formas cambiantes, híbridas y
paradójicas. Las representaciones de la diosa Ishtar babilónica, por
ejemplo ( y también las de la llamada “ diosa de las serpientes" cretense ),
nos la muestran bajo la forma de una mujer joven y sensual, siempre
acompañada de felinos, mariposas y serpientes, antiguos símbolos de las
realidades mutables, de los ciclos dinámicos de muerte y renovación de lo
natural, de la ambivalencia fundamental de todo lo existente. ¿No es la
radiante mariposa la transmutación de su opuesto, el gusano? ¿No son los
felinos bestias sanguinarias y, al mismo tiempo, gráciles y majestuosos
animales? ¿No es la serpiente, tan difamada en el Occidente patriarcal, un
auténtico uróboros capaz de hacerse y deshacerse, desintegrarse y
reintegrarse cambiando de piel periódicamente? Así también la Diosa
puede tomar la forma de una mujer, o bien, combinar libremente en sí
atributos femeninos y masculinos, humanos y animales. Figura femenina
oscilante y de muchas caras, a veces es una doncella, otras veces es una
madre e nci nta, habitualmente representada en el momento mismo del
parto. Vestigios materiales y relatos mitológicos arcaicos nos la muestran
como madre y consorte de un toro o macho cabrío — el principio mascu
lino complementario —, personificación de la vegetación que aflora de la
tierra en primavera, alcanza su plenitud y madurez en verano, es
reabsorbida tras su caída otoñal y yace muerta en invierno, a la espera de
la nueva germinación.
Diosa de las serpientes, Cnosos, Creta, 1600 a.C.
Todavía más explícitas resultan algunas estatuillas de terracota de la
Diosa, que nos la presentan como una mujer anciana, a veces
marcadamente decrépita y, sin embargo, embarazada y en pleno
alumbramiento. Se trata de una imagen ambivalente de asombrosa
profundidad : la muerte preñada de vida, el punto exacto donde la vida y la
muerte se tocan, se confunden, donde la destrucción de lo viejo da lugar al
nacimiento de lo nuevo. Tal imagen adquiere sentido en la experiencia
particular de cada persona. Cualquiera que haya atravesado momentos de
crisis — es decir, aquellas situaciones límite que señalan una
transformación vital — habrá debido afrontar el peligro y la soledad, la
incertidumbre y la desesperación, la tortura y la muerte, seguidas por un
despertar a otra vida y el encantamiento de la renovación. Como en el
referente simbólico del descenso infernal, atravesar experiencias límite
implica una muerte simbólica, un salirse de este mundo para
posteriormente renacer a él. Igualmente, los momentos de crisis son
muertes preñadas. Tras afrontarlos se atraviesa un umbral y ya no se es la
misma persona. Nos reconstruimos, componiendo creativamente los
pedazos de esa vida anterior que se ha quebrado.
Tlazoltéotl, diosa mexica de la fertilidad y los desechos.
Como puede advertirse, desde esta perspectiva, totalmente ajena a
nuestra cosmovisión patriarcal, la mujer y la muerte también están
íntimamente ligadas. La Diosa de los inicios ( que, como Eva, recibe el
nombre de madre de todo lo viviente ), se caracterizaría precisamente por
dar y preservar la vida. Como una madre, se encarga de nutrir y amparar,
otorgando alimento, bebida, amor, felicidad. Pero también, y al igual que
Eva, la Diosa es la privadora de la vida : nos otorga la muerte. No
obstante, se nos invita a valorar de otra manera esta relación. Así, en lugar
de ser una culminación o cierre absoluto, la muerte nos remitirá
fundamentalmente a un espacio, la tierra, que es también el infierno, el
inframundo, el ámbito subterráneo que recibe todo lo muerto pero que es,
también, la matriz donde todo se refunde, se recrea y regenera. A través de
la imagen de la Diosa, la mujer se enlaza simbólicamente con los poderes
creativos y nutricios de la tierra fértil, la misma tierra que nos acoge y
absorbe al morir, pues todo lo que muere va a parar a ella o a su atmósfera.
Se trata de una gran madre que es, al mismo tiempo, útero y tumba. Por
eso, toda muerte es un regreso a la madre, un regreso al útero, a lo bajo
corporal, un fin que es siempre un nuevo comienzo.
Hay un cuento popular muy antiguo, divulgado en Europa a comienzos
de la era cristiana, que trata acerca de una viuda inconsolable que se deja
seducir de buena gana por un desconocido. En esta extraordinaria mezcla
de viuda negra y viuda alegre, podemos encontrar una muy elocuente
personificación de la Gran Diosa.
En la versión romana de esta historia, titulada “La viuda de Éfeso" (
recogida por Petronio en su obra El Satiricón ), se nos cuenta que una
mujer, cuyo marido había fallecido recientemente, llevaba cuatro días
llorando amargamente sobre su sepultura. Estaba determinada a seguirlo
en la muerte, por lo que, guardando un perfecto luto, se abstenía de comer
y dormir. Esto sucedía en una gruta, situada bajo la colina, donde un
soldado vigilaba los cuerpos de dos revoltosos crucificados. En un
momento de distracción, el centurión oyó los desesperados lamentos de la
mujer y se propuso ir a consolarla. Le ofreció la comida y la bebida que
llevaba consigo. Más tarde, expresándole abiertamente sus deseos, le
sugirió darle una tregua a su dolor y permitirse volver a disfrutar las
delicias de la vida. Como cabría esperar, la viuda, ofendida, lo rechaza
tajantemente. Sin embargo, atraída repentinamente por la belleza del
joven, la mujer olvida con rapidez el voto de serle fiel al marido muerto.
Finalmente, ambos terminan fornicando junto al cuerpo del finado.
Mientras tanto, arriba en la colina, alguien aprovecha la oportunidad para
sustraer a uno de los crucificados que el centurión tenía a su cargo.
Por más que busca, al centurión le es imposible dar con el cadáver; de
seguro lo habría tomado un familiar para darle secreta sepultura. De
regreso con la viuda, el soldado llora de rabia y desesperación pues como
castigo le espera el tormento y una horrible muerte. Viéndolo así, la mujer
le propone que tome el cadáver del marido y lo cuelgue en lugar del
crucificado. Su punto de vista parece razonable : no está dispuesta a perder
dos hombres en forma consecutiva, más vale crucificar a un marido
muerto que perder a un amante vivo. Y así, el soldado y la viuda resuelven
sacar de la cripta el cadáver del marido y juntos lo clavan en la cruz.
Aunque este relato ha debido soportar la carga de una interpretación
misógina, que condena a la viuda, al igual que se condena a Eva, como
símbolo de las veleidades y la maldad femeninas, en la versión popular
que recoge Petronio no se aprecia noción alguna de culpabilidad. Sí hay, en
cambio, una valoración positiva del carácter inevitable del cambio y la
renovación. Y la mujer aparece completa en él, afirmada y validada en sus
diversas facetas y dimensiones, incluida su sexualidad.
Así también, liberada de la culpa, Eva sigue siendo la Diosa de los
inicios. Y, ciertamente, la Diosa sigue viva en el linaje de Eva. La
serpiente también sigue allí, invitándola a actuar, a poner la vida en
movimiento. Olvidemos por un momento la enemistad decretada por el
tiránico Dios Padre entre el linaje de la sierpe y el de las mujeres, y
podremos ver aflorar la imagen telúrica y cósmica de la gran serpiente,
similar a la imagen que nos ha legado el hinduismo de Ananta, “ la
interminable" , la serpiente primordial de mil cabezas, sobre cuyos anillos
descansaba el dios Visnú soñando nuevas vidas y nuevos mundos, entre
avatar y avatar. No resulta casual, entonces, y sí muy consecuente, que la
etimología hebrea del vocablo Eva remita a “ vida". Y necesariamente la
vida, como la Diosa y la serpiente, como Eva y la viuda, debe otorgar la
muerte para regenerarse a sí misma, mudar vestiduras y continuar.
Visnú descansando sobre Ananta.
El nido de la serpiente
En todo momento nuestra existencia práctica lleva la marca de la
ambivalencia. No vivimos en un mundo meramente espiritual, pero
nuestra experiencia tampoco se reduce a lo instintivo o animal. Cada ser
humano es, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia,
siempre a medio camino y oscilando entre ambos extremos. Bien mirado,
esto no es necesariamente signo de una existencia imperfecta o
desmejorada. Sin embargo, la historia de Adán y Eva es la primera que
conocemos en la cual se introduce la idea de que, necesariamente, tiene
que haber alguien a quien culpar por nuestra condición propiamente
humana : la serpiente tiene la culpa de lo de Eva, Eva tiene la culpa de lo
de Adán y a Adán lo culpamos por haberles hecho caso a ambas. Así, el
juego de la culpa puede resumirse en la necesidad de proyectar en un otro
todos los sentimientos de insatisfacción respecto de lo que somos.
Sin embargo, la culpa solo puede manifestarse en toda su intensidad
cuando se desvanece la ilusión de que es posible culpar a otra persona,
cuando no tenemos más remedio que arrojar la piedra contra nosotros
mismos. Acorralados por la culpa, nos autoagredimos. Decía Jung que la
culpa nos enfrenta con nuestra sombra, aquel rostro nuestro que
preferimos opacar, aquel enemigo que habita en el propio corazón, la
causa del conflicto inevitable que termina por dividirnos. Y es que,
verdaderamente, la culpa nos duplica y nos desgarra interiormente, del
mismo modo que el dios del Génesis separa la luz de la oscuridad,
aspectos que, mediante ese acto de fuerza, se tornan opuestos e
inconciliables, al punto de ya no poder mezclarse ni interferirse
mutuamente.
Esto explicaría el vano intento de Eva por culpar a la serpiente. En
realidad, al intentar culparla descubre que ella misma es el nido de la
serpiente. La serpiente es su sombra, su negativo fotográfico, una
contracara que es también ella misma. Sin embargo, en su intento por
ocupar un lugar menos ominoso dentro de esta jerarquía de la culpa, la
mujer debe culparse a sí misma, para lo cual ha de procurar desgarrarse,
dividirse, evadirse, negarse. En suma, debe prometer desobedecer a la
serpiente, aunque eso signifique traicionarse a sí misma.
La serpiente es la sombra de Eva, una sombra que se cierne sobre todo el
Occidente patriarcal. Es la pesadilla moral que nuestra cultura representa
bajo la forma de una mujer monstruo o mujer serpiente. Por supuesto, no
se desconoce que Eva es también la madre de todo el género humano. Pero
así como por ella existimos, al mismo tiempo introdujo el pecado que
originó la existencia de la muerte en el mundo. Esquizofrénicamente,
nuestra cultura le ha reconocido lo primero a la vez que no le perdona lo
segundo. Por eso se dice que hay mujeres honradas y putas, hay madres y
solteronas, hay santas y hay brujas. Hay partes sombrías de la mujer que es
preciso refrenar y sepultar. Hay, en suma, mujeres buenas y mujeres malas.
En las primeras la culpa ha obrado eficientemente, ha logrado domesticar
su sombra. Las segundas han optado por no despojarse a sí mismas de
aquellas cualidades nocturnas que, supuestamente, las degradan y separan
de la comunidad. Estas últimas defienden su derecho natural a ser
ambivalentes. A ser, por ejemplo, putas y santas, vírgenes y madres,
necias y sabias; ser una cosa, la otra, o las dos, indistintamente.
Sin embargo, nuestro programa cultural fuerza a las mujeres a mantener
una identidad desgarrada. Se les exige interpretar el libreto de Eva, según
el cual las mujeres son portadoras de una contradicción original que las
convierte en seres sospechosos y condenables. Lo curioso es la acotación
contenida en ese libreto escrito por el patriarcado : la contradicción o
ambivalencia es un atributo femenino y, como tal, debe ser entendido
como una imperfección, una irregularidad, una monstruosidad. Para ellas,
culposa; para ellos, peligrosa. Y para todos : como el signo más evidente
de nuestra condición desmedrada y vergonzosa.
Uróboros.
Cambiante como la luna
Los humanos, caídos en la vida material y sujetos, por tanto, a la
corrupción temporal, están condenados a ser criaturas que no permanecen
siempre iguales a sí mismas. Y en ello residiría su imperfección, la cual se
agudiza si se trata de una mujer. No en vano a la mujer, como a la fortuna,
tradicionalmente se la ha comparado con la luna. Esta es probablemente
una de las metáforas más antiguas que atesora nuestro inconsciente
colectivo, aquel sótano común donde se amontonan, en caracteres
simbólicos o arquetipos, las imágenes más crudas y primordiales que son
compartidas por toda la especie humana. La luna es la mujer, la luna es la
fortuna. Sin duda, el lazo secreto que las conecta, sin el cual la metáfora
no existiría, es la idea de impermanencia, de inestabilidad, la experiencia
de los extremos, que solo es posible dentro de un devenir : precisamente el
de los ritmos lunares que la mujer corresponde y comparte.
El lazo entre la luna y el flujo menstrual comporta una sincronía entre lo
cósmico y el cuerpo femenino. No obstante, en lugar de representar una
cualidad fascinante, suele apuntarse como el signo de una anomalía
perturbadora. ¿Cómo confiar en alguien cuyo temperamento es oscilante y
contradictorio como la luna y sus ciclos? Razón de sobra para desconfiar
de la mujer, puesto que así como hoy nos presenta una cara, sin vacilación
se volverá y nos mostrará un rostro exactamente opuesto. Un similar
recelo despierta la imagen de la rueda de la fortuna, que nos recuerda que
la vida se compone de cambios incontrolables e inesperados. Gira la rueda
de la fortuna sumiendo a la vida en la incertidumbre, la inseguridad, la
contrariedad de ser elevado y sepultado, de ser, al mismo tiempo, uno
mismo y su contrario. La contradicción, ese flujo entre polaridades, nos
produce temor y vértigo. Forma parte de lo que se nos enseña, desde
pequeños, a rechazar, de modo semejante a como aprendemos a rechazar
nuestros cuerpos, a disfrazar nuestros fluidos, las lágrimas, los vómitos, la
sangre menstrual, el semen, la saliva. Lo cierto es que la fluidez empuja lo
estable, lo mueve, lo altera. Pero lo estable nos seduce.
Una visión diversa nos presenta la mitología griega más arcaica, en
donde la luna era representada por una tríada de diosas que simbolizaban
las tres fases del astro, a menudo ligadas con las tres edades o estadios de
la mujer ( doncella, madre, anciana sabia ). Así, había una diosa para la
luna creciente, asociada con la etapa juvenil; este sitio era, generalmente,
ocupado por Artemisa, la diosa cazadora, virgen que goza de su
independencia y abomina la sujeción al varón. En segundo lugar, estaba la
diosa de la luna llena, vinculada a la etapa de madurez, la cual solía
presentarse bajo la figura de Selene. Por último, la fase menguante de la
luna se asociaba siempre con la enigmática diosa Hécate, arquetipo de la
vieja sabia, diosa de las encrucijadas, a quien la poetisa Safo distinguiera
con el título de “ la reina de la noche" .
Como una convergencia de las fases anteriores, Hécate era representada
bajo la forma de una diosa provista de tres caras y tres pares de brazos (
semejante a la Kali hindú ). De este modo, la diosa simbolizaba la suma o
síntesis del ciclo lunar en la imagen de la luna negra, entendida no como
una mera ausencia, sino como una refundición creativa de las lunas
pasadas, el espacio de gestación de la luna nueva. En este sentido, puede
verse en Hécate el reflejo de una integridad o entereza femenina,
concebida como una plenitud contradictoria y cambiante, todavía no
culpabilizada ni culposa. De ahí que esta figura divina nos conecte con una
cosmovisión matrística anterior al predominio patriarcal en Grecia; de
hecho, en su Teogonía, Hesiodo menciona que el nombre Hécate significa
“la que tiene más poder". Sin embargo, con el tiempo los griegos se
encargarían de eclipsar y negativizar a Hécate y, más tarde, ya en época
cristiana, la diosa sería considerada una figura diabólica, la reina de las
brujas y los espectros nocturnos, fundida con la oscura Lilith de la
tradición hebrea.
Hécate.
La demonización de la diosa lunar ha sido el mecanismo simbólico que
el patriarcado ha empleado para castigar la ambivalencia femenina,
confinando ciertas facetas de la mujer al territorio de las tinieblas, con
todo cuanto esto comporta de culpabilización y rechazo. Sin embargo,
conviene subrayar la figura de Hécate como diosa de los crepúsculos, los
umbrales y las encrucijadas. Se trata de símbolos ambivalentes asociados
a las etapas de deriva o cambio existencial y que, al mismo tiempo, dejan
en evidencia la unión y complementariedad fundamental de los opuestos.
¿No son los crepúsculos, matutinos y vespertinos, la prueba que a diario
recibimos de que los ámbitos diurno y nocturno, la luz y la oscuridad, se
reconcilian y funden en una estremecedora y profunda unidad?
Ambivalencia que nos hace recordar que, tomada en su unilateralidad, la
luz solo puede garantizar un conocimiento parcial e ilusorio de lo
existente, puesto que, al iluminarnos el cielo, nos ensombrece las estrellas.
No obstante, el patriarcado se ha empecinado en distinguir y privilegiar
una cara exclusivamente diurna y luminosa de nuestro existir,
remitiéndola al polo elevado y masculino del alma y la razón. Primero,
bajo el patrocinio de los dioses varones paganos; luego bajo el gobierno
del dios único de las religiones monoteístas; finalmente, bajo la
prevalencia de la razón instrumental, la mujer ha quedado siempre
confinada al dominio de lo nocturno. Bajo este estigma, se le ha negado,
primero, la posesión de un alma y, más tarde, un pleno ejercicio de la
razón. Lo cierto es que para la cosmovisión patriarcal, dualista y
jerárquica, la ambivalencia de la diosa lunar deja de representar el enigma
de la vida y se convierte en motivo de enconada desconfianza.
Paralelamente, la mujer se transforma en aquello que se opone y es
inferior al hombre. Como la luna que alumbra con poca fuerza en el cielo,
ella es incapaz de brillar con una luz propia. Está, por tanto, condenada a
emplear una luz prestada, que proviene de otro.
Todo lo que alguna vez se domina y subordina debe, además, ser
escrupulosamente controlado. Y, justamente, un argumento recurrente para
justificar el control masculino sobre la mujer ha sido su fama de criatura
caprichosa e inestable. A los hombres se nos dice que es un esfuerzo vano
tratar de entenderlas pero que, en un acto de conmovedora solidaridad y
sublime sacrificio, habremos de quererlas. La mujer es vista como una
esfinge que nos confronta con su enigma. No obstante, como sugiere el
aforismo de Oscar Wilde, más conviene pensarla como “ una esfinge sin
secretos" , cuyo misterio, aparentemente incontrolable, se reduce a que
cuando dice “ no" quiere decir “ sí". Se trata, a lo sumo, de una esfinge
convenientemente animalizada, representante de un ganado de difícil
manejo, que es forzoso saber combatir y mantener a raya.
Lo cierto es que todas estas formas de negación cotidianas coinciden en
presentarnos a las mujeres como criaturas contradictorias y, por lo tanto,
incapaces de articular un discurso coherente. Debido a ello no cabría
reconocerles su autonomía ni su calidad de interlocutoras idóneas, puesto
que su palabra carecería de valor y consistencia. Igualmente inconsistente,
el comportamiento sexual femenino ha de juzgarse ambiguo y anómalo; de
ahí que la mujer, de naturaleza voluble, sería sexualmente más inconstante
y más proclive al adulterio. Tal es, justamente, el argumento que ha venido
fundando en Occidente la necesidad de pensar el cuerpo femenino como
una propiedad del hombre.
En nuestra cultura occidental el matrimonio ha sido tradicionalmente la
institución destinada a domar las veleidades del cuerpo y el alma de la
mujer. Se trata también de un mecanismo de domesticación de las viejas
fases lunares asociadas a la vida femenina, las cuales quedan reducidas a
una secuencia de roles estrechamente ligados a la apropiación masculina
de la sexualidad de la mujer. Así, bajo la mirada patriarcal, la mujer será la
muchacha virgen, luego la esposa y, finalmente, la viuda. Cosificada y
banalizada, será o bien el trofeo que se conquista, o bien un objeto
disponible para la violación, pero nunca jamás la dueña de sus propios
actos, de su propio cuerpo y tanto menos de su propia vida.
En este orden de cosas, es comprensible que a la mujer se le exija pisar a
la serpiente, no vaya a ser que, aprendiendo de esta, se salga de control, se
retuerza y se enrosque girando caprichosamente hacia el punto de vista
opuesto. Es conocida la estampa de la Virgen María pisando a la serpiente
del Edén, parándose sobre ella como quien se apura en esconder la mugre
bajo la alfombra. En esta imagen puede leerse una fuerte declaración de
principios acerca del modo fragmentario en que Occidente ha interpretado
a la mujer. A través de ella se nos dice que la redención / aceptación de la
mujer en nuestra cultura solo es posible si esta consigue avasallar su rostro
ominoso y pecador, justamente aquel rostro que mira hacia su cuerpo y su
sexo, hacia su afirmación y su autonomía, aunque esto implique negarse y
exiliarse de sí misma, poniendo límites a su complejidad y ambivalencia
originales. De este modo, la mujer toma distancia de la serpiente, deja de
simbolizar la antigua concepción de la vida y el mundo, eternamente
muriendo y eternamente renovándose, al igual que lo hace la luna.
Porque, al fin y al cabo, ¿no es la vida y sus veleidades, nuestro
claroscuro existencial, lo que el patriarcado condena cuando condena a la
mujer? Así, por ejemplo, la odiosidad de la doctrina católica en contra de
la mujer parece fundarse en su visión de la contradicción como una
imperfección mayúscula. Sencillamente : Dios no puede contradecirse. Lo
perfecto excluye, por definición, la contradicción y el conflicto ( así
también, para el racionalismo moderno lo propiamente científico ha de ser
entendido como un esfuerzo por eliminar la contradicción, la ambigüedad
y la imprecisión ).
En “El martillo de las brujas" (Malleus Maleficarum) — el texto
católico que más ha contribuido a propagar el odio en contra de las
mujeres en Occidente y que fuera empleado como justificación para la
caza de brujas desarrollada por la Inquisición — encontramos una
trasnochada definición del género femenino como un “ mal necesario" , en
la que se subraya desdeñosamente el talante contradictorio de la hembra.
Sustitúyase la palabra “ mujer" por la palabra “ vida" y la misógina cita
podrá leerse a la par de la desconfianza que la visión patriarcal ha
proyectado sobre la vida humana en general :
“Qué puede ser la mujer sino la enemiga en la amistad, un castigo
inescapable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad
deseable, un peligro doméstico, un detrimento deleitable, un mal de la
naturaleza, pintada de bellos colores”.
Parecida etiqueta dejaron estampada los griegos sobre Pandora, quien,
según el mito, fue al mismo tiempo un regalo y un escarmiento que los
dioses olímpicos decidieron darle a la humanidad — una humanidad hasta
entonces compuesta solo por varones —. Como Eva en la tradición
judeocristiana, los griegos consideraron que la caja abierta por Pandora
fue la puerta de entrada de todos los males y los sufrimientos que recorren
este mundo, tornándolo imperfecto e inadecuado. La mujer, construida y
ataviada bellamente por los dioses, fue creada deliberadamente como una
figura del mal, de la que más vale desconfiar. Porque, como sentenciaba
Hesíodo, confiar en una mujer, ese ser seductor, es confiar en un engaño.
Pandora.
Pandora era un regalo engañoso, como también se suele calificar a la
vida. Un regalo divino y un engaño fatal. Justamente, la abominable
serpiente del huerto del Edén invitaba a Adán y Eva a confiar en lo que, se
nos dice, es un engaño. Pero, ¿hemos oído verdaderamente a la serpiente?
¿Sabemos exactamente lo que tenía que decirnos?
El Génesis contado otra vez: Lilith
Sabemos que el Génesis contiene el relato de la creación del cosmos y de
la primera pareja humana por obra del dios primordial de la tradición
hebrea, conocido con el enigmático nombre de Yahveh. Vale la pena
indicar, sin embargo, que en el relato se nos ofrecen dos versiones
alternativas sobre la creación de los progenitores de la especie. En la
primera se nos dice :
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen suya los creó,
macho y hembra los creó”.
Resulta llamativo que en esta versión — una especie de borrador
apresurado, dejado al azar entre las páginas del Génesis — no se
establezca una oposición y una jerarquía claras del macho por sobre la
hembra, en cuanto al orden y naturaleza de su creación. Como sabemos,
cosa contraria ocurre en la segunda versión de la creación de la pareja
humana que nos ofrece el Génesis, sin duda la más conocida y la que más
consecuencias ha traído en la conformación de nuestro imaginario.
En esta ocasión la jerarquía aparece claramente demarcada. Yahveh crea,
en primer lugar, al hombre, modelándolo con polvo del suelo e
insuflándole el aliento vital. Posteriormente, juzgando que su criatura no
debía vivir en soledad, decide fabricarle una ayuda. Hace caer al hombre
en un profundo sueño y extrae su costilla, a partir de la cual procede a dar
forma a la mujer : “ Carne de mi carne" , exclamará el varón, “ hueso de
mis huesos" .
Aquí el hombre, Adán, parece haber comprendido muy bien de qué se
trata esto. Es un buen estudiante que repite de memoria la lección de su
maestro. La lección consiste en lo siguiente : para establecer un orden,
para hacer del caos de la vida un cosmos ordenado, es necesario, primero,
diferenciarse de manera irreconciliable respecto de lo otro, de lo distinto.
El segundo movimiento consiste en jerarquizar esta dualidad. Así, ante los
ojos del primer hombre aparece ese otro, la primera mujer. Salta a la vista
que ella es distinta a él. Para empezar, no fue formada desde el polvo,
como él. No es una creación directa de la divinidad, como sí lo es él. En
definitiva, no es igual a él ¿Qué es, entonces? Es un apéndice suyo, es
decir, alguien que no es otro enteramente, alguien que no puede tener
identidad propia, un pedazo suyo. Asumiendo esta visión, se sigue que,
irremediablemente, ella está subordinada a él, es de su propiedad. Está
claro que, en el Génesis, el orden patriarcal de dominación se narra a sí
mismo. Y es este orden el que autoriza a decir “ esto es mío, me
pertenece" .
Pero ¿es posible continuar la primera versión del origen, esa que queda
trunca en el Génesis? La imagen de una primera pareja humana creada en
igualdad de condiciones nos remite, nuevamente, a un antes de Eva. Pero
este origen antes del origen hay que buscarlo fuera de los textos bíblicos.
Es preciso, entonces, que acudamos a la tradición oral hebraica, que nos
habla de Lilith como la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Esta
historia, recogida en el Zohar y en el Talmud, nos cuenta que Lilith se
rebeló en contra de Adán negándose a tener relaciones sexuales en la
postura del misionero. Lo que el hombre le exigía, ella lo consideraba una
humillación. En su negativa a acostarse debajo de Adán, Lilith
argumentaba que ambos habían sido creados del polvo y que, en
consecuencia, eran iguales. Nótese que, a diferencia de la creación de Eva
( surgida de la costilla del hombre ), Lilith fue creada de la misma
sustancia y al mismo tiempo que Adán.
John Collier, Lilith, 1892.
Pero la historia no queda ahí. Se cuenta, además, que tras su rebelión,
Lilith habría escogido exiliarse voluntariamente del Paraíso,
desobedeciendo al mismísimo creador. Conviene aclarar que la tradición le
atribuye a Lilith la posesión de un don muy especial. A diferencia de
Adán, ella conocía el inefable e impronunciable nombre de Dios y,
enfrentándose al creador, habría osado pronunciarlo. Si además se
considera que en la tradición judía la capacidad de articular el verdadero
nombre de Dios es un don perdido, se comprende enseguida que dicho
atributo hacía de Lilith un ser altamente poderoso.
Ahora, si consideramos que en la tradición hebrea conocer el nombre
secreto de alguien implica poseer uno de los más poderosos medios para
influir sobre él, la desmesura de Lilith alcanza cumbres insospechadas. De
hecho, diríase que la mejor forma de tomar control sobre algo es
nombrarlo, lo cual en cierta forma se infiere de ceremonias como el
bautizo cristiano o del hecho de que quien se convierte al Islam deba
cambiar su nombre. Recordemos, además, que en el Génesis Adán se nos
presentaba como el nomoteta, es decir, el creador del lenguaje y, por ende,
de la acción de nombrar como un acto creador de realidad. Adán es el
repartidor de nombres. Él es quien nombra a Eva y a todos los animales
del huerto edénico. Solo ignora el verdadero nombre de Dios.
Lilith, en cambio, es capaz de mirarse cara a cara con el creador.
Hablamos nada menos que de aquella criatura que representa a la mitad
femenina de la humanidad, una mujer dotada de un conocimiento
supremo, que no vacila en emplearlo con tal de no dejarse avasallar. Como
se ve, nuestra versión alternativa del Génesis ha invertido la postura del
misionero.
Sin embargo, la tradición judeocristiana transformó a Lilith en un
espectro nocturno, la emparejó con Samael, el Satanás hebreo, o bien, la
convirtió en la madre de los demonios súcubos, es decir, aquellos que,
según se creía en tiempos medievales, se encargaban de recoger los
rastrojos de semen donde los hubiere, para embarazarse y parir más
demonios ( justificación de poluciones involuntarias y cuento con
moraleja para desincentivar la masturbación ). Lo cierto es que Lilith, lo
mismo que Hécate, acaba transformada en una figura del mal por haber
accedido a un saber prohibido, un saber que se supone no le corresponde.
Y en eso Lilith se muestra también afín a la serpiente.
Probablemente, una de las imágenes más famosas de Lilith sea la
pintura homónima de John Collier que la muestra desnuda, con el cabello
rojizo y el cuerpo ceñido por una gran serpiente, en una actitud íntima y
sensual. ¿Puede Lilith ayudarnos a entender lo que la serpiente tenía que
decirnos?
De hecho, es posible apreciar un notable parecido entre Lilith y la
serpiente, si se considera que el llamado pecado original es, en rigor, una
transgresión de tipo intelectual. La serpiente les dice a Adán y a Eva que
comiendo del árbol se les abrirían los ojos, “ y seréis como dioses,
conocedores del bien y el mal". Bien mirado, el pecado original parece ser
un legítimo desacato ante la prohibición de acceder a un determinado
conocimiento, una acción que desmantela, de paso, las pretensiones del
creador de estar en pleno control de dicho conocimiento, en virtud de un
privilegio de posesión, autoritario y excluyente. Tanto Lilith como la
serpiente pueden ser vistas como las catalizadoras de este esencial
desacato, sin el cual no se habrían despertado las facultades y el espíritu
de curiosidad inherentes a nuestra condición de seres humanos.
Pero Adán y Eva, muy lejos de sentir orgullo por haber abierto los ojos,
caen presa de una maldición por haber seguido a la serpiente. Y el resto de
la historia es de conocimiento general.
Inanna/Ishtar.
Para contar de manera distinta la historia del pecado y la caída, es
preciso rastrear los orígenes mitológicos de Lilith. Se sabe que Lilith es
una derivación — y una negativización — de Inanna o Ishtar, la reina del
cielo y la tierra de la cultura sumeria babilónica en Mesopotamia. Como a
Hécate, a Lilith le correspondió transformarse en un espectro,
manteniendo únicamente la faceta destructiva o fatal de la Diosa, con la
que solía representarse la capacidad de la vida para devorar y retirar lo
creado. Sin embargo, la mitología sumerio babilónica relacionaba
originalmente a Inanna / Ishtar con el planeta Venus y sus fases
ambivalentes : quienquiera que mire al cielo notará que Venus hace su
aparición dos veces en la jornada, destacando como la luz más brillante en
cada crepúsculo, matutino y vespertino. En Mesopotamia, como lucero
matutino, Venus era la virgen. Como estrella vespertina, era la prostituta.
Si nos remontamos a la cultura sumeria — a la que le debemos, entre
otras cosas, la invención de la escritura —, descubrimos que allí existió lo
que se ha denominado la prostitución sagrada, la cual era ejercida por las
sacerdotisas de la diosa Inanna. Junto con el oficio de escriba, la
prostitución sagrada se destacaba como uno de los roles más relevantes y
prestigiosos dentro de esta sociedad. Naturalmente, la idea de una
prostitución sagrada resulta del todo ajena a nuestra comprensión, debido,
en buena medida, a la connotación eminentemente mercantil y alienante
que entre nosotros adquiere la prostitución. No obstante, entre los
sumerios la prostitución y la sexualidad eran vistas como expresiones de
carácter sacro. Como vicarias de la Diosa, las sacerdotisas sumerias o
hieródulas — palabra de origen griego que significa “ sirviente de l o
sagrado" — cumplían la misión de conducir los hilos de la vida en
conformidad con Inanna, la Diosa, quien también era la prostituta o
hieródula del cielo. En los templos de la Diosa, las sacerdotisas prestaban
servicio mediante uniones sexuales con hombres, ceremonias de carácter
ritual que propiciaban la fertilidad de la vida humana, animal, vegetal y
cósmica. Los hombres que acudían allí no solo contribuían a propiciar la
renovación general, sino que ellos mismos, observando la disciplina del
rito, experimentaban un proceso iniciático, una muerte, seguida por un
renacimiento o regeneración hacia realidades o estados superiores.
Kali y Shiva.
Como la Diosa, la figura de la hieródula es profundamente ambivalente.
En el rito convergen las dimensiones de lo sacro y lo material, lo alto y lo
bajo, lo espiritual y lo instintivo, entendidas como facetas
complementarias. Pero, asimismo, en este ritual no están ausentes el dolor
y el peligro. No se olvide que la unión sexual con la sacerdotisa es la unión
con la Diosa. Y si bien se trata de una figura nutricia y maternal, es
también una amante extremadamente severa y hasta monstruosa. En este
sentido, la Diosa madre recuerda la figura de Kali o Durga, diosa del
hinduismo y pareja del dios Shiva, a quien se representa explícitamente
como un monstruo sanguinario y cruel. Ataviada con un collar de cabezas
de hombres y blandiendo un arma en cada una de sus muchas manos, Kali
danza sobre el cuerpo tendido de Shiva, en medio del caos y la
destrucción. Pero Shiva, más astuto que Adán y que muchos otros
hombres, ha observado con atención y ha aprendido que se trata solo de
una fase o faceta de la Diosa y que es preciso — y, además, es valioso —
aprender a sobrellevarla. Así, se dice que el Dios finge estar muerto hasta
que la furia de Kali se apacigua, o bien, se dice que Shiva finge ser un
bebé hasta que la criminal, la cortadora de cabezas, torna otra vez a ser la
madre generosa que prodiga inspiración y riquezas.
La Diosa sumeria, como Kali, está compuesta por luces y sombras,
mezcla de creatividad y destrucción. Es placentera y aterradora. De ahí
que el abrazo sexual de Ishtar / Inanna, encarnada en la hieródula,
implicara la muerte ritual del hombre. Pero esta muerte tenía siempre una
ganancia.
Ciertamente, el encuentro sexual con la Diosa hace recordar a la mantis
religiosa, insecto famoso por la posición que adoptan sus enormes patas
delanteras, dobladas frente a su cabeza como si rezara una plegaria
cuando, en realidad, se dispone a cazar, y célebre también porque la
hembra devora y decapita al macho en el momento del apareamiento.
Pero, como observa el poeta José Watanabe ( en su poema titulado,
precisamente, “ La mantis religiosa" ), ante la cáscara sin vida en que se
transforma el cuerpo del macho no podemos negar la posibilidad de que su
última palabra haya sido de agradecimiento.
Buscando a Lilith nos dejamos conducir hasta los templos de la Diosa
sumerio babilónica, a la figura de la hieródula y al ritual propiciatorio de
la fertilidad, que es también un rito iniciático de muerte y renacimiento.
Pero ¿qué ocurría exactamente en dicho ritual? Una historia nos ofrece
pistas. Se trata del relato de la creación de un hombre, Enkidú, y su
metamorfosis asistida por una hieródula, relato de origen sumerio que
forma parte de La epopeya de Gilgamesh, una de las historias más antiguas
de la humanidad.
La historia nos cuenta que los habitantes de la ciudad de Uruk, cansados
de soportar la tiranía de su gobernante, Gilgamesh, ruegan a la diosa
Inanna para que les envíe un vengador. Inanna accede a ayudar y modela
un hombre a partir de la tierra, a quien llamará Enkidú ( nótese que la
Diosa es aquí la encargada de otorgar la vida al hombre, además de
hacerlo ingresar al mundo ). Pero ocurre que, apenas es depositado en la
tierra, Enkidú echa a correr instintivamente junto a las gacelas y las
bestias de la estepa. Con todo el cuerpo cubierto de pelos, no hay gran
diferencia entre él y la manada, y juntos alegran su corazón bebiendo del
abrevadero.
Mientras tanto, comprendiendo que su paladín aún no está listo para
venir en su ayuda, los habitantes de Uruk deciden llamar a Shámhat, la
hieródula, para que marche a la estepa y haga al salvaje “ su oficio de
hembra". Presentándose ante Enkidú, la hieródula deja caer su velo y
descubre su sexo. El relato nos dice que, durante seis días y siete noches, “
él gozó su posesión" y “ ella no temió, gozó su virilidad". Una vez que
ambos se hubieron saciado, Enkidú intenta vanamente regresar con las
gacelas, pero, para su pesar, todas las bestias de la estepa se apartaban de
él. Sin dudarlo, intenta perseguirlas, pero su cuerpo no le responde como
antes. Algo había cambiado. Confundido, Enkidú se arroja a los pies de
Shámhat, quien lo recibe diciendo : “¡Eres hermoso, Enkidú, pareces un
dios !¿Por qué con bestias has de correr por la estepa?”.
Ya era hora de que Enkidú se despidiera de las bestias. Se comprende
que la ceremonia iniciática era un coito, un alumbramiento y una misa de
difuntos, todo a la vez. Hasta antes de cruzarse con la hieródula, Enkidú
vivía despreocupadamente la vida de las bestias, un estado silvestre de
perfecta inconsciencia, similar a la vida paradisíaca y sin contratiempos
que llevaban Adán y Eva en el Edén hasta que, dejándose tentar por la
serpiente, abrieron los ojos y comenzaron a discernir. Sin duda que algo
murió al comer la manzana, y murió en el instante preciso en que algo
distinto estaba por nacer. Así también, la hieródula, vicaria de la Diosa, es
la encargada de remover la vida de la bestia para que nazca un ser
propiamente humano, provisto de consciencia y autonomía. De Enkidú se
nos dice que, tras esa iniciación, “ había madurado y logrado una vasta
inteligencia". Como quien deja atrás el universo uterino, una nueva vida y
un nuevo mundo habían comenzado para él.
Estamos ante un ancestro remoto — y libre de censuras — del cuento La
Bella y la Bestia; una metamorfosis suscitada por unas relaciones
emotivas y sexuales que sirven como iniciación o rito de paso para acceder
a una dimensión propiamente humana. Y si miramos con atención
notaremos que estamos también ante una versión alternativa de la historia
del pecado original y la caída, una versión que no precisa un culpable ni
nos mortifica con una visión fatalista y trágica de nuestra condición
humana. Una versión que no condena la ambivalencia femenina y en la
que el hombre no está llamado a apropiarse del cuerpo de la mujer, ni la
mujer está condenada a refrenar sus instintos y a dejarse someter.
Porque no olvidemos que la hieródula era también la diosa Inanna, era
Ishtar, era una emanación de la Diosa madre, quien era Lilith y también la
serpiente. Y es Eva, la mujer, quien acude al llamado de la serpiente y con
ella va la humanidad completa.
Visto así, dejarse tentar por la serpiente equivale a acceder a una
revelación muy profunda, aquella que nos lleva a abrir los ojos, a
sobrepasar estados instintivos y acceder al mundo de la consciencia
humana, el mundo de las palabras y la razón, de los símbolos y la cultura.
El Génesis nos enseña que, al abrir los ojos, Adán y Eva advirtieron lo
contradictorio y pudieron discernir. Había bien y mal, arriba y abajo,
desnudo y vestido, blanco y negro, humano y animal, humano y divinidad,
vida y muerte, hombre y mujer, yo y tú, nosotros y ellos. Todo eso y
mucho más es lo que hay. Pero discernir no implica necesariamente oponer
y jerarquizar. Y, asimismo, este último tipo de apropiación racional del
mundo, al que tan acostumbrado estamos, no equivale necesariamente a
comprender.
Por el contrario, habituarse a oír lo que la serpiente tiene que decir nos
enseña a mirar de frente la realidad del mundo. Y lo que vemos es un
mundo cambiante y dinámico que, como la serpiente, emerge de la cáscara
muerta de su forma anterior, en un devenir que es norma de la vida. Un
mundo que, como la Diosa, aun puede contemplarse como aquella gran
madre terrible y generosa a la vez, la que nos inicia haciéndonos entrar en
el flujo de la vida para luego retirarnos, la que propicia la fertilidad y la
creatividad y también corta cabezas. Al fin y al cabo, la serpiente nos dice
que vivir en la ambivalencia y el devenir de la materia no es un defecto,
que nuestra perfección como humanos consiste en que somos imperfectos
( vale decir, no completamente hechos o finiquitados ): somos
acontecimientos en marcha, algo inacabado.
Si hemos sido capaces de acceder a esta comprensión ha sido porque
Eva, afortunadamente, declinó obedecer a Yahveh y prestó atención a la
serpiente. Al hacerlo, Eva recuerda que, antes de ser Eva, fue Lilith. Lo
que, a su vez, nos recuerda a todos que la historia del origen, eso que se
supone que nos explica y justifica, siempre puede ser narrada de otra
manera. Siempre es posible, y también saludable, ensayar mejores
maneras.
CAPÍTULO 2
La historia occidental contada desde la vulva
El origen del mundo
Un primerísimo primer plano a la cadera baja de una mujer que nos enseña
su vulva y el matorral negro y espeso de su pubis. Ese primer plano corta
el cuerpo de la modelo, impidiéndonos ver su rostro, el cual se fuga de la
escena oculto bajo una maraña de sábanas blancas. La Descripcion
corresponde a la que, muy probablemente, sea la obra de arte más
controvertida y repelida de Occidente. El pequeño lienzo pintado al óleo
hacia 1866 pertenece al artista francés Gustave Courbet y, aunque este
declinara bautizarlo en su momento, ha sido conocido por el sugerente
nombre El origen del mundo (L’Origine du monde). Una larga historia de
censuras y ocultamientos ha acompañado a esta pintura desde su creación.
Gustave Courbet, El origen del mundo, 1866.
Se dice que la pintura fue un encargo de un diplomático y coleccionista
turco, quien la mantenía oculta tras una cortina verde, que ocasionalmente
descorría para sorprender a alguna visita selecta. Se dice también que su
siguiente dueño lo adquirió en una subasta y que optó también por
mantenerlo escondido bajo otro cuadro del propio Courbet que,
irónicamente, representaba un castillo cubierto por un manto de nieve. Lo
cierto es que, por más de cien años, el destino del cuadro consistió en caer
en manos de diferentes propietarios (entre los que destaca el psicoanalista
Jacques Lacan), quienes una y otra vez reiterarían el gesto de poseerlo en
secreto y mantenerlo escrupulosamente oculto en las sombras.
Una frase ocurrente nos dice que el sol y la muerte son las dos cosas que
no se pueden mirar de frente. La biografía del cuadro de Courbet parece
enseñarnos que la vulva debe contarse entre estas cosas que deslumbran e
inquietan al punto de preferir cerrar los ojos. De forma análoga, en El
jardín perfumado, un antiguo libro erótico árabe —al estilo del Kama
Sutra— escrito hacia el siglo XV por el jeque Al-Nafzawi, se aconsejaba
no mirar con demasiada frecuencia el interior de la vagina, pues ello
ocasionaba la pérdida irremediable de la visión. Como ejemplo se
mencionaba lo acontecido con un califa de Damasco que tenía por
costumbre examinar el interior de las vaginas de sus amantes. Cuando le
advirtieron que eso podía ser perjudicial para sus ojos, el califa se mostró
por completo indiferente: “¡Están todos locos! —respondió— “¿O es que
acaso existe mayor delicia que esta?”. El califa no modificó la costumbre
que tanto placer le ocasionaba y no tardó mucho en quedarse ciego.
A su manera, el gesto de ocultar celosamente el cuadro de Courbet
responde al lugar simbólico que ha ocupado el sexo femenino dentro de la
cultura patriarcal occidental: el espacio de lo fascinante y lo aterrador, de
aquello que, aunque se desee, no se puede mirar fijamente sin correr un
riesgo tremendo, incluso mortal. Justamente, al constructo simbólico
donde arraiga este terror ancestral algunos estudiosos lo llaman "la vagina
dentada", es decir, el sexo femenino entendido como algo monstruoso
capaz de devorarlo todo. A lo largo del tiempo, infinidad de culturas de los
más diversos rincones del planeta han replicado este arquetipo a través de
cuentos folclóricos, chistes, mitos y leyendas. Lo ocurrido con el califa de
Damasco es una variante suavizada de este modelo. Un ejemplo más crudo
lo podemos encontrar en el mito creacional griego, donde se menciona
que, allá en los tiempos primordiales, Urano, dios celeste, tomó a la diosa
tierra Gea, su madre, como cónyuge. Muy pronto, el padre celestial
descubre con espanto que entre su descendencia nacería otro dios que lo
destronaría. Para evitar esta suerte, Urano toma a Gea por la fuerza —en lo
que vendría a ser la primera de todas las violaciones— y se propone
perpetuar un coito cósmico interminable, de manera que jamás pudiera
salir del interior de Gea la vida que en ella se estaba gestando.
Dentro de Gea se engendraban vidas en cautiverio. Dicha situación no
varió hasta que la diosa se confabuló con el menor de sus hijos, Cronos,
dios del tiempo —y, por consiguiente, del devenir que todo lo devora—,
quien sería el encargado de liberar a sus hermanos, en la primera
insurrección surgida desde las profundidades de la matriz de Gea. Con este
propósito la diosa le entrega una guadaña afilada —los "dientes"— con la
que el joven dios acaba cercenando el celestial pene de su tiránico padre, a
quien, en efecto, sustituye.
Empapándose de estas historias se educaban sentimentalmente los
antiguos griegos. Sin embargo, debiese llamar la atención que, a tres mil
años de distancia, el aprendizaje cultural de los hombres occidentales siga
prescribiéndoles el deseo de acceder a las vaginas de las mujeres, pero al
mismo tiempo se los llame a sentir asco, a despreciarlas, repelerlas y
también temerlas. No se precisa mucho psicoanálisis para comprobar que
la "vagina dentada" se nos sigue ofreciendo a diario como una imagen
cultural influyente. Desde luego, considerando el casi universal
entusiasmo que concita una felación —donde, en efecto, hay dientes
implicados que, eventualmente, podrían desgarrar el miembro masculino
—, resulta irónico que la vulva y sus jugosidades, incluido el sangrado
menstrual, siga manteniéndose como un tabú y prestándose tanto para
vergüenzas como para tortuosas y castradoras fabulaciones. Cualquiera sea
la anécdota infamante que un hombre conozca sobre la vulva, la moraleja
siempre será que dejarse llevar por su succión equivale a quedar por
completo despojado de toda voluntad. Hoy, como ayer, mirar de frente la
vulva es mirar directamente a Medusa, la Gorgona del mito griego, una
mujer-monstruo con cabellera de serpientes venenosas y cuya mirada
convertía a los héroes en estatuas de piedra. Medusa misma es la vulva de
Courbert y las serpientes son las greñas del vello púbico. Es el símbolo de
un caos irresistible y aterrador. Algo que más conviene desterrar a las
tinieblas del inconsciente.
No fue sino hasta el año 1995 que El origen del mundo al fin salió de la
clandestinidad a la luz, cuando pasó a formar parte de la colección
permanente del Museo de Orsay, en Francia. Desde entonces se mantiene
en exhibición, rodeado de una férrea vigilancia, como un eterno
sospechoso o un prisionero en libertad condicional. Sin embargo, cada
cierto tiempo, el cuadro parece arreglárselas para suscitar nuevas
polémicas. No hace mucho, en 2011, la pintura de Courbet se transformaba
en noticia mundial, luego de que Facebook cerrara la cuenta de un usuario
que había empleado la imagen del cuadro como foto de perfil, por
considerar que vulneraba las condiciones de uso de la red social. Junto con
dejar en evidencia la proverbial ignorancia y mojigatería de quienes
controlan dicho espacio virtual, el incidente viene a mostrar la feroz
alarma que produce la vulva cuando se exhibe de manera explícita, fuera
de los magros conductos de difusión que se le han asignado, entre los que
destacan la pornografía y, hasta cierto punto, la higiene.
Lo cierto es que el cuadro de Courbet es una de las víctimas más
preclaras de la manía del patriarcado occidental por hacer desaparecer del
horizonte todo lo concerniente al sexo femenino. Y es que la práctica
habitual en nuestro milenario modelo cultural ha sido suprimir de raíz el
sexo femenino de nuestro imaginario, para lo cual, en primer lugar, se lo
ha dejado fuera del lenguaje. Es un silencio. El "allá abajo" de las mujeres
es una zona innombrable, apenas referible a través de complejos rodeos.
La palabra vagina, de origen latino, que es la forma la que con frecuencia
nos referimos al sexo femenino, entre los romanos solía significar "funda",
“estuche" o "vaina". ¿Para envainar la espada? Desde luego.
Teniendo en cuenta nuestro aprendizaje cultural, no ha de extrañarnos
que al aludir al sexo femenino sustituyamos el todo por la parte y a esa
totalidad la conozcamos como vagina, es decir, por el nombre del
conducto que recibe el pene y funciona como canal de parto. ¿No es eso
todo cuanto importa saber en relación con el sexo de las mujeres? Lo
cierto es que, durante miles de años, al sexo femenino se lo ha entendido
exclusivamente como el sitio donde el hombre puede procurarse placer y
también reproducirse. Resultaría impensable, por otra parte, que al pene se
le designase bajo el nombre de una de sus partes, por ejemplo, escroto.
Otra forma de omitir la vulva consiste en dejarla fuera del ámbito de la
representación visual, donde apenas puede vislumbrase como una falta, un
hueco, una carencia. Lo dicho se comprueba con la mayor facilidad. Basta
con pedirle a cualquiera, a usted, por ejemplo, que tome lápiz y papel y
garabatee un pene. Nada más sencillo, ¿no es así? Podemos encontrarlo en
cualquier pared, baño, pupitre o pizarra escolar. Una niña pequeña lo
conoce aun antes de decidirse a poner un espejo entre sus muslos y mirar
qué tiene ella ahí abajo. Su popularidad es tal que de seguro ni el menos
diestro de los dibujantes olvidará trazar con gran acierto sus partes
constitutivas, pues el modelo se reproduce en cada rincón del mundo. En
cambio, si se solicita a cualquiera que dibuje una vulva ¿sería capaz de
delinear cada una de sus partes, los labios mayores y menores, el clítoris y
la capucha clitoral?
Hasta donde entiendo, El origen del mundo hizo su última aparición
mediática durante en el verano de 2014. En esa ocasión, la artista Deborah
de Robertis irrumpió en el salón donde se exhibe el cuadro en el museo de
Orsay, levantó solemnemente sus faldas y, en cuclillas, justo bajo el cuadro
de Courbert, se abrió con sus dedos los labios externos hasta mostrar
abierta y claramente la entrada de su vulva. Se trataba de una performance
acompañada por una pista del Ave María y un discurso grabado donde
repetía una especie de letanía. Los guardias de seguridad no tardaron en
expulsar a la performista ante la mirada atónita y el mal disimulado
desagrado de todos los amantes de las bellas artes que visitaban el museo.
Actos como este se reiteran cada vez con más frecuencia y, la mayoría
de las veces, son tildados de groseros o de pésimo gusto. Esto resulta
ciertamente paradójico, teniendo en cuenta que vivimos en sociedades
donde prácticas como el upskirting —ese tipo de acoso callejero que
consiste en grabar y fotografiar a las mujeres por debajo de sus faldas—
resultan del todo habituales y rara vez acaban siendo sancionadas. Sin
embargo, la reacción más instantánea e intuitiva cada vez que una mujer
levanta sus faldas en un contexto público es de violento rechazo, sobre
todo si el gesto parece no coincidir con sus "usos" y "marcos"
culturalmente legitimados sino que, por ejemplo, pide ser leído como una
forma de desafío y de protesta.
Se ha dicho, con exactitud, que el modelo patriarcal solo cambiará a
medida que se genere un desplazamiento simbólico que modifique de
manera profunda nuestra relación con la realidad. Por lo mismo, la
visibilización de la vulva, que implica una reapropiación de las mujeres
sobre lo que, de hecho, les ha pertenecido siempre, constituye un
verdadero acto político. Un acto creativo que, junto con generar una nueva
imaginería genital femenina, puede enseñarnos otra forma de mirar
nuestro mundo. Porque, en realidad, si hasta ahora nos hemos resistido a
mirar de frente la vulva no ha sido porque al hacerlo corramos un peligro
mortal, sino que, más exactamente, porque la vulva (como las estrellas)
corresponde a ese tipo especial de cosas que no se pueden mirar sin pasar a
observar el mundo desde ellas. Y nuestro mundo occidental, el mundo
histórico y cultural que habitamos, se ve en verdad muy distinto si lo
miramos desde la vulva.
La risa de Baubo
Estatuilla de Baubo, s. iv a. C.
Puede ser que una pintura como El origen del mundo nos siga pareciendo
algo extraño o excepcional. Sin embargo, las representaciones de la vulva
abundan en los registros arqueológicos más antiguos del mundo,
testimonios de un pasado humano en que los genitales femeninos, muy
lejos de escamotearse, eran considerados sagrados. existen abundantes
representaciones vulvares en pinturas rupestres que datan del Paleolítico,
como las que adornan las cavernas de Lascaux o La Ferrassie en Francia.
Las hallamos también en numerosas estatuillas femeninas que ostentan su
vulva y que eran empleadas en ceremonias, fiestas y todo tipo de rituales
durante el Neolítico y la Antigüedad clásica. Especialmente atractivas
resultan ciertas figuras desenterradas en Grecia, entre las ruinas del
santuario de Eleusis, el centro religioso más importante del mundo
antiguo, escenario de los famosos "misterios", un conjunto de ritos
iniciáticos que perduraron por más de dos mil años, desde tiempos
arcaicos hasta los estertores del Imperio romano occidental. Estas
estatuillas representan mujeres levantándose la falda o directamente
mujeres-vulva, es decir, figuras femeninas cuyos rostros aparecen
ubicados en el sitio del vientre, rostros risueños provistos de barbillas
cuya hendidura en forma de V corresponde a la ranura vulvar y la
entrepierna. En estas alocadas figuras lo de arriba se confunde y se
permuta con lo de abajo, como si el cuerpo entero hubiese dado una
voltereta.
Tales figuras representan a una mujer mítica llamada Baubo o Yambé, la
primera mujer, hasta donde se tiene registro, que levantó su falda y mostró
orgullosa su vulva sin el menor decoro. Conocemos a Baubo/Yambé
debido a su breve pero significativa participación dentro del que, a mi
juicio, es el más bello de todos los mitos que nos dejó la antigua cultura
grecolatina: la historia del rapto de Perséfone-Koré a manos de Hades y su
desesperada búsqueda por parte de su madre, la diosa Deméter. Valga
indicar que ambas diosas son divinidades asociadas con la tierra y la
agricultura, la vegetación y la fertilidad, en especial, de los cereales como
el trigo (de ahí también el nombre latino de Deméter, Ceres). También el
raptor, Hades, se vincula con el mundo telúrico, más exactamente con el
inframundo, vale decir, el estado inferior del mundo o el "seno" de la
Tierra. ¿El ámbito infernal de la muerte? Sí, desde luego. Pero tal espacio
no tenía, entre los griegos y los romanos, aquella carga moral que le
imprimiera más tarde el cristianismo como sitio de condenación.
Igualmente, como el propio mito se encargará de mostrar, la muerte aquí
debemos entenderla en su relación con la tierra, que engendra todas las
cosas y luego las vuelve a tomar, en un ir y venir constante de muerte y
renovación.
Pero, para comenzar con el relato, debemos subir hasta las alturas del
Olimpo. Así como hoy vemos a los señores del mundo que, desde la
comodidad de sus oficinas en lo alto de encumbrados rascacielos, deciden
si habrá guerra en lugares remotos, en los tiempos del mito griego era el
Padre Zeus quien, desde su trono sobre las nubes, decidía la suerte de
humanos y dioses. Y, en esta ocasión, había resuelto entregar a su hija
Koré a su hermano Hades para que fuese su esposa. Por supuesto, ni Koré
ni Deméter habían tomado parte en el asunto y desconocían por completo
esta decisión.
El mito nos presenta a Koré haciéndole honor a su nombre, que significa
"niña", “jovencita" o "doncella", una chica libre, sin atadura a un varón.
Así, la vemos correteando por colinas y bosques, recogiendo flores
despreocupadamente en compañía de sus amigas, las hijas del dios
Océano. Cual astuto cazador, Hades hace brotar un hermoso y radiante
narciso justo frente a su joven presa. Una vez que la muchacha muerde el
anzuelo, el dios surge desde las profundidades de la tierra montado sobre
su carro y se lleva a Koré al inframundo para que sea su esposa por la
fuerza. Los antiguos mitos griegos están plagados de violaciones de los
dioses a humanas y a otras diosas, todos hechos alevosos y casi todos
impunes. Como veremos, el rapto de Koré constituye una excepción a esta
regla.
Angustiada ante la desaparición de su hija y la absoluta indiferencia de
los dioses, Deméter decide abandonar el monte Olimpo. Así, mientras la
hija palidece de pena en el inframundo, la madre desconsolada adopta la
forma de una vieja harapienta y se echa a recorrer las tierras de los
humanos buscando infructuosamente a su hija, sin detenerse a beber ni a
comer nada.
Todo parecía marchar según lo pactado por Zeus y Hades. No obstante,
ninguno de ellos pudo anticipar los devastadores efectos que traería la
gran aflicción de la diosa de las cosechas. Y es que si la diosa Deméter,
dueña de la fertilidad de la tierra, se deprimía y perdía su vitalidad,
significaba que el mundo entero quedaba irremediablemente sumido en la
esterilidad y la parálisis. Y así ocurrió, exactamente. Al cabo de pocos
días, no solo la vegetación se había secado por completo, sino que nada
más volvió a germinar sobre la faz de la tierra. Nada nuevo bajo el sol. Los
seres humanos tampoco se reproducían. Era ese el primero y el más
cruento de todos los inviernos de la Tierra. Un invierno que al parecer no
acabaría jamás.
Es justamente en este punto del relato donde interviene Baubo, también
llamada Yambé. Sus dos nombres provienen de las dos versiones en que el
mito se bifurca. En la versión atribuida a Homero, Yambé —de cuyo
nombre provienen los antiguos poemas yámbicos o satíricos griegos—
será una sirvienta del palacio de los reyes de Eleusis, quienes, sin
sospechar que se trataba de una diosa, habían llevado a la anciana Deméter
para que sirviera como institutriz de uno de sus hijos. Como la viera tan
desganada y triste, obstinada en su interminable ayuno, Yambé procura
animar a la diosa. Le ofrece una humilde silla para que descanse, le ofrece
también algo para comer y beber, lo que Deméter rechaza
terminantemente. Ante esto, nos dice Homero, Yambé opta por pronunciar
una serie de palabras obscenas acompañadas con gestos irrisorios que no
tardan en sacarle más de una risa a la diosa Deméter.
La otra versión, proveniente de los textos órficos, es la más explícita.
Acá no hay palacios ni reyes de Eleusis. Hay, en cambio, una modesta
choza donde vive una pareja de campesinos que hospedan a la diosa e
intentan brindarle ayuda. La mujer, acá nombrada Baubo —nombre que en
griego antiguo significa "vulva"—, realiza una danza obscena ante la
abatida Deméter, la que concluye con su gesto más característico: el "ana
suromai", vale decir, el gesto de levantar sus faldas y exponer sus
genitales, gesto que provoca la carcajada irrefrenable de la diosa de las
cosechas. Tras ello, Deméter muda su humor y acepta de buena gana la
bebida ofrecida por Baubo, una bebida enigmática llamada kykeon, que se
dice estaba hecha con agua de cebada y menta, además de otros
ingredientes secretos, y que cumplía un rol fundamental en los misterios
de Eleusis. De hecho, el mito menciona que fue la propia diosa quien, tras
revelar su identidad, y en señal de gratitud a la gente de Eleusis, estableció
su templo allí e instituyó los famosos misterios.
Lo cierto es que la obscenidad de Baubo/Yambé desencadena el fin del
ayuno de Deméter y el restablecimiento de su buen humor. La intervención
de la mujer-vulva fue decisiva. Es tras este episodio que Deméter inicia su
recuperación, que adquiere un nuevo vigor que, al fin y al cabo, le
permitirá torcer la mano de Zeus y recuperar a su hija.
Así, una vez que son descubiertos por Deméter, a Zeus y a Hades no les
quedará más remedio que capitular. El mito nos habla de un acuerdo
alcanzado entre los dioses: Deméter se compromete a dejar que el mundo
florezca. A cambio, su hija deberá ser devuelta cuanto antes. Y así ocurrió,
efectivamente. El poema homérico narra de manera preciosa el
reencuentro de la madre con su hija. Deméter aguarda, impaciente en su
templo de Eleusis, la llegada de la carroza de Hermes, el mensajero de los
dioses que trae de vuelta a Koré. Cuando, al fin, los ve aproXImarse "ella
corrió hacia su hija, como una ménade corre por una quebrada
montañosa". No obstante, hundida en el seno de la tierra, Koré había
experimentado un profundo cambio; ya no era la niña que encontramos al
comienzo del relato. Se había transformado en Perséfone, la guía de las
almas del inframundo. De hecho, hay quienes han visto en este mito la
recreación de un proceso de maduración femenino, del paso de la niñez a
la adultez. Sin embargo, no se trata de que Perséfone, la mujer adulta,
nazca del sacrificio que involucra la violación de la niña Koré, como si el
paso de un estado a otro en la mujer dependiese de su sometimiento a un
tirano señor.
El hecho es que, al momento de despedirse del inframundo, Hades le da
de comer a Koré-Perséfone los granos de una granada, uno de los frutos
prohibidos que abundan en los mitos de todo el mundo. Con ello, se nos
dice, la joven diosa quedaba atada, obligada a retornar al inframundo una
tercera parte de cada año. Me inclino a pensar que fue la propia Perséfone
quien, voluntariamente, y a sabiendas de las consecuencias, decidió probar
los granos. No en vano se ha dicho que la historia de Deméter y Perséfone
es el más femenino de todos los mitos. Esto no solo se debe al inusual
protagonismo que adquieren los caracteres femeninos dentro de un mito
que fuera tan popular y prestigioso en el contexto de una cultura patriarcal,
como fue la cultura grecolatina, y cuya influencia, se ha dicho ya, ha sido
decisiva para la conformación de nuestro imaginario occidental. Hay,
además, amarrado al corazón de este mito un verdadero código secreto, un
mensaje edificante y práctico que, en cierta medida, aparece velado para
nosotros, pero que se mostraba perfectamente nítido a los ojos de las
mujeres de la antigüedad.
En realidad hay una tremenda ironía en el desenlace de la historia. Y es
que mientras Hades pensaba que había tenido éXIto al obligar a Perséfone
a pasar cada año una temporada con él, en estricto rigor le había entregado
un método eficaz para proteger su independencia y libertad. Seguramente,
el dios del inframundo ignoraba que los granos que le dio de comer
dejaban estéril a la diosa. Efectivamente, en los antiguos textos médicos
griegos y romanos se suelen mencionar las propiedades abortivas de la
granada, entre otros frutos y hierbas. En particular, las semillas de granada
fueron ampliamente usadas en la antigüedad como método anticonceptivo
natural y todavía son empleadas en India, África y la polinesia.
A mi entender, el gesto de Baubo, la vulva parlante, nos muestra la clave
para comprender la secreta sabiduría que se oculta bajo la cáscara de este
mito. Ello explicaría por qué este gesto obsceno resultaba tan santo y tan
sagrado a ojos de las mujeres de la antigüedad. Y es que, al mostrar su
vulva, Baubo le recuerda a Deméter su poder de dar y quitar la vida. De
hecho, si se lee desde una perspectiva cósmica, el desenlace del mito daba
por inauguradas las estaciones del año o, más precisamente, la
estacionalidad de las cosechas. Esa es, de hecho, la interpretación más
superficial y conocida de esta historia: cuando Perséfone se encuentra
acompañando a su madre en Eleusis, la tierra brota y entrega sus frutos, el
mundo goza de la primavera y el verano; al descender junto a Hades, en
cambio, la tierra parece yerma y carente de vida; hablamos del otoño y el
invierno. Pero ¿qué nos dice esta moraleja sino que la vida está en
constante movimiento, en constante flujo y devenir? Los descensos y
ascensos de Koré-Perséfone riman con los ciclos de los astros y los ciclos
de la vegetación en su continuo proceso de hacerse y deshacerse, florecer y
marchitarse.
Curiosamente, el significado más profundo del "ana suromai" de Baubo
(el gesto de exhibir la vulva) se mantiene aún oculto en ciertos chistes y
groserías que hasta el día de hoy nos decimos. ¿O acaso despachar a
alguien a las partes bajas no constituye la premisa básica de infinidad de
groserías? Bien entendido, por ejemplo, mandar a alguien a la concha de
su madre no es otra cosa que despacharlo a las partes bajas femeninas, lo
que simbólicamente equivale a regresarlo a la tierra, al origen —de nuevo,
al "origen del mundo", de todos nuestros mundos—, al útero, la matriz
donde ha de disolverse y volverse a crear. Equivale, pues, a matarlo y
hacerlo renacer, dentro de una lógica no binaria donde toda negación no
puede sino ir de la mano con una subsecuente afirmación.
La vulva es el origen del mundo
y también su destino
Bien entendido, el gesto de Baubo está en completa sintonía con la
cosmovisión prepatriarcal de la que hablamos en el capítulo anterior,
según la cual vida y muerte existen como un solo e inseparable concepto,
ambas dimensiones formando parte de un mismo cuadro en movimiento,
muy lejos de las dicotomías y oposiciones radicales en las que solemos
inscribirlas hoy en día. Así también, tal cosmovisión nos enseña una forma
típicamente femenina de espiritualidad, en que la obscenidad no aparece
diferenciada de lo sagrado y en que la risa de las mujeres y su cuerpo
aparecen revestidos de poderes muy especiales, relacionados con los ciclos
de vida-muerte-renacimiento.
Justamente, tiendo a creer que Deméter ríe ante el gesto obsceno de
Baubo pues su vulva funciona como una especie de talismán, como una
contraseña, algo "dicho entre las piernas", como una fórmula mágica que
le permite espantar sus temores y aflicciones. Es como si la vulva le
dijera: “¡Cómo! ¿Acaso puede la diosa de la tierra y la fertilidad dejarse
amedrentar por un par de dioses ignorantes y autoritarios? ¿Puede Hades,
es decir, las potencias infernales de la muerte y la esterilidad, detener el
avance de la vida? ¿Puedes tú misma, a costa de obstinados ayunos, negar
tu propia inagotable vitalidad?”.
Asimismo, junto con plantear esta concepción de la vida y el cosmos, el
gesto de Baubo viene a recordarle a cada mujer la soberanía sobre su
cuerpo y su sexualidad y, por extensión, su soberanía sobre la vida: su
capacidad tanto para generarla como para suprimirla. Queda claro,
entonces, que si Perséfone volvía una temporada cada año al inframundo
era porque ella así lo quería. Era libre de desplazarse por donde quisiera,
el cielo, la tierra y el infierno, sin detenerse demasiado en ninguno de
estos sitios. Su decisión era firme y clara al coger las semillas de la
granada: no sería madre y nadie sería su señor. Era capaz de
autogobernarse.
Pese al estado de brutal sometimiento en que vivieron las mujeres
durante la antigüedad grecolatina, hoy se sabe que al menos en el marco de
los ritos eleusinos y, en general, de las festividades en honor a Deméter y
Koré-Perséfone, pudieron gozar de importantes espacios de autonomía y
libertad. Quizás el ejemplo más notable de esto fueron las llamadas
Tesmoforias, festividades que se celebraban cada primavera, en las que se
excluía por completo la presencia de los hombres. En el contexto de estas
fiestas, las mujeres encontraban una inmejorable ocasión de romper el
enclaustramiento doméstico y escapar al control masculino. Y es aquí,
justamente, donde encontramos mujeres de la antigüedad, de carne y
hueso, replicando el gesto de Baubo, el cual, lo mismo que en el mito,
debía ser dirigido de una mujer a otra.
De hecho, la ostentación de la vulva debiese leerse como una señal de
complicidad y solidaridad entre las mujeres griegas. Se trata de una
muestra notable de aquel lenguaje común que, necesariamente, fue
gestándose durante miles de años de sometimiento patriarcal, un lenguaje
espontáneo y familiar, eximido de la reverencia y el decoro que debían
guardar a diario. Todavía más, si hemos de buscar un antecedente remoto
de las luchas feministas de hoy, debemos remontarnos hasta estas
festividades. En tales espacios, patrocinados por las diosas de la fertilidad,
las mujeres pudieron estrechar los lazos entre sí; eran verdaderos espacios
de resistencia contracultural donde compartían sin tapujos un corpus de
conocimientos, que fue pasándose de generación en generación. De hecho,
la conexión entre las plantas y frutos anticonceptivos y abortivos con el
mito y los cultos a Deméter y Perséfone sugieren que dentro de dichos
espacios de resistencia las mujeres pudieron educarse en la certeza de que
el control de la fertilidad humana —tanto su promoción como su supresión
— estaba en sus manos.
¿No era eso, después de todo, lo que el gesto de Baubo quería decir? Sin
duda, Baubo representa una forma particularmente femenina de reír y
bromear, una forma de obscenidad castigada por nuestro modelo cultural
patriarcal, la misma que aún hoy en día escandaliza y enciende las
alarmas, no tanto, como se suele decir, porque no sea ese un lenguaje
adecuado para una dama o una señorita bien educada, sino que, más
precisamente, porque en el caso de las mujeres hablar de lo bajo —y aun
hablar desde lo bajo— siempre implicará una forma de empoderamiento
sobre sus cuerpos y su sexualidad. Y de ahí en más su soberanía sobre la
vida y la muerte.
¿Acaso la vulva no tiene, entonces, sobradas razones para reír?
La antigua comedia griega nos ha dejado un bellísimo testimonio de lo
que pasaría si eventualmente las mujeres se organizaran para hacer uso de
su poder sobre la vida y la muerte. En particular, pienso en Lisístrata, obra
teatral escrita por el comediógrafo Aristófanes hacia finales del siglo v a.
C., justamente en el periodo en que el mundo griego clásico colapsaba
debido a las funestas consecuencias de una lucha fratricida que enfrentaba
a las dos ciudades más poderosas, Atenas y Esparta, en la llamada Guerra
del Peloponeso. La obra recoge este contexto y pide ser interpretada como
un alegato antibelicista de valor universal. En esta obra son justamente las
mujeres de Grecia quienes se organizan para poner punto final a un
conflicto absurdo.
Lideradas por Lisístrata (cuyo nombre quiere decir "la que deshace
ejércitos"), las mujeres atenienses aprovechan la ausencia de sus maridos
—que se pasan los días entre batalla y batalla— y deciden tomar el control
de la acrópolis de la ciudad, en la que se guarda el tesoro de la misma. No
contentas con eso, declaran una extraordinaria huelga "de muslos
cerrados", la que se obstinarán en no deponer hasta que los hombres de
Atenas y Esparta firmen la paz y regresen a sus hogares. La chispa de la
insurrección femenina no tarda en extenderse a todas las ciudades griegas
y las consecuencias de este insólito motín no se hacen esperar. Por
dondequiera que se mire, solo se verán hombres angustiadísimos, muy
erectos y adoloridos, expulsados tanto de los centros urbanos como de las
vulvas de sus esposas; de este modo, a la obligada abstinencia sexual de
los guerreros, se une la imposibilidad de acceder a la acrópolis y disponer
del dinero para la guerra. Por supuesto, el éXIto de la medida es
fulminante y arrollador. A la larga, a los hombres no les quedará otra
alternativa que ceder ante las mujeres y declarar la paz.
Ciertamente, la comedia nos muestra el mundo al revés, donde las
mujeres han tomado el control. Pero, bien leída, es mucho más que eso. Es
la pesadilla final del patriarcado. A la cultura de la dominación, de la
guerra y la muerte se le opone una fuerza mayor, imposible de derrotar.
Pues, ¿cuál de estas dos cosas resulta, a la larga, más destructiva y fatal?
¿La guerra o la falta de sexo? Tome una espada y corte las cabezas de sus
enemigos; a lo sumo descabezará un ejército y ganará una guerra. Pero
ninguna guerra ha habido aún que haya podido acabar con toda la
humanidad. En cambio, si todas las mujeres sobre la faz de la tierra
siguieran a Lisístrata y cerraran sus piernas, ahí sí que sería inminente el
fin de la humanidad.
Baubo ríe a carcajadas pues sabe que tiene la supremacía sobre la vida y
la muerte. Y este conocimiento, que fuera el patrimonio más valioso de las
mujeres del mundo antiguo, no se extinguió del todo cuando de dicho
mundo solo quedaron ruinas sobre ruinas, que el polvo se encargó de
cubrir. Como veremos a continuación, el legado de Baubo perseveró, de
otras maneras y por diversas vías, durante el patriarcado medieval. Y es
que, en estricto rigor, no fue sino hasta los albores de la modernidad
capitalista que la risa de Baubo fue perseguida y castigada de la manera
más violenta y atroz que se guarde memoria, al punto de casi haber
quedado proscrita por completo de la faz de esta tierra.
De eso se trató, en una última instancia, la llamada cacería de brujas de
la que ya tendremos ocasión de hablar.
Un feminismo medieval
¿Pudo Baubo levantarse la falda durante la llamada Edad Media? Una
respuesta afirmativa podría parecer increíble o, al menos, sospechosa,
pues lo medieval —lejos de prestarse para liberalidades de ninguna
especie— se nos presenta comúnmente como sinónimo de oscurantismo,
de noche, de atraso, de barbarie y de ignorancia. La Edad Media suele
suscitar, al evocarla, una sensación de laXItud ligada al recuerdo de una
Iglesia católica con un predominio total sobre la vida de las personas;
suele también despertar una sensación de opresión y rechazo al pensar en
la intolerancia y el fanatismo religioso, en las Cruzadas y en la
Inquisición, o aun en las formas de misoginia patriarcal más asesinas y
atroces, que habrían llevado a la caza de brujas en Europa, nada menos que
la tragedia más dolorosa que registra la historia de las mujeres en el
Occidente patriarcal.
Pero, en realidad, los tiempos oscuros nunca son tan oscuros como nos
los pintan. Cuando en los textos o manuales de historia aparecen rótulos
tales como "decadencia", “oscurantismo" o "anarquía" para designar un
periodo, siempre se debe tener cautela. Por lo general, bajo estos nombres
se esconde la voluntad ideológica de opacar o pasar por alto momentos de
la historia que bien pueden ser interesantes. De hecho, apenas echamos un
poco de luz sobre los llamados "periodos oscuros" comenzamos a observar
intensos movimientos culturales y sociales, la emergencia de nuevas
formas de expresión, acaloradas polémicas, desafiantes ideas y cambios
revolucionarios.
Además, conviene aclarar de entrada que la caza de brujas no es un
fenómeno típicamente medieval, como se suele pensar. Por el contrario,
como ha señalado Silvia Federicci, los primeros juicios por brujería
tuvieron lugar en los albores de lo que conocemos como época moderna,
hacia el siglo XV, y se intensificaron a mediados del siglo XVI. Hablamos
del periodo en que la forma de vida medieval, una forma de vida
eminentemente agrícola, ligada a la tierra y los ciclos de la naturaleza,
daba paso al régimen de vida que caracterizará la modernidad. Es la época
que solemos llamar Renacimiento, un tiempo en que las llamadas
relaciones feudales de producción ya estaban dando paso a las
instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil.
Por supuesto, el hecho de que la Edad Media no encendiera las primeras
hogueras para quemar mujeres acusándolas de servir a Satanás no quiere
decir que tal periodo estuviera exento de la atávica misoginia patriarcal.
¡Muy por el contrario! Claramente, el discurso oficial del patriarcado
europeo medieval, cuya voz cantante era llevada por la Iglesia católica
romana, continuó relegando a la mujer a un plano inferior y fue tenaz en
su intento de borrar del mapa todo lo concerniente al sexo femenino, a
menos que se tratara de maldecirlo y señalarlo como fuente originaria de
todos los pecados. No es necesario escarbar demasiado profundo para dar
con el arsenal de insultos y degradaciones del que fueron objeto las
mujeres durante la Edad Media. Baste, por ejemplo, recordar que los
teólogos medievales afirmaban, siguiendo a Aristóteles, que la mujer era
ni más ni menos que un hombre mutilado, idea que, por lo demás, fuera
retomada y remozada por Freud, cuando afirmó que todas las niñas,
llegada cierta edad entre los tres y cinco años, necesariamente han de
autopercibirse como individuos castrados o entidades incompletas, a partir
de lo cual surgiría la "envidia del pene" como condición constitutiva de la
sexualidad femenina. Desde luego, en la historia del patriarcado occidental
existe una línea de pensamiento ininterrumpida, en que la vulva es
completamente pasada por alto. Es lo invisible. Lo que no está.
Con todo, resulta interesante advertir que esa misma Edad Media que se
empeñara en subordinar y opacar a la mujer puede también enseñarnos una
cara inesperadamente femenina e, incluso —guardando las debidas
proporciones—, feminista. Para entender esta idea es preciso comenzar
por quitarnos de la cabeza la imagen convencional de una sociedad
medieval como una especie de enorme y sombrío convento, donde todo
olía a sahumerios y solo se oía el repiqueteo de campanas, entremedio de
monótonos rezos y cantos de miserere. Nada es uniforme,
afortunadamente. Y, en realidad, la Edad Media fue un momento polémico
de la historia de Occidente, en que abundaron las voces disonantes y
contradictorias. Aun cuando la sociedad medieval fuera extremadamente
androcéntrica —una sociedad edificada por varones que, a diferencia del
patriarcado antiguo, se sostenía y justificaba desde una religión sin diosas
—, ciertamente hubo allí mujeres que se rebelaron y las diosas no se
retiraron totalmente de la faz de la tierra.
Sin duda, la Edad Media no debe entenderse como una unidad
monocromática. Aunque el influjo del cristianismo y la Iglesia católica
resultan fundamentales para entender esta época, el ADN cultural del
Medioevo estuvo también conformado por vigorosas y múltiples hebras
paganas, provenientes tanto del mundo grecolatino como de las llamadas
culturas "bárbaras". Y muchas de estas hebras tiñeron el Medioevo con
colores femeninos. No hay que olvidar que en su empeño por derribar
todos los "falsos ídolos" y sustituirlos por la tríada androcrática del Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, el cristianismo debió enfrentarse a las antiguas
diosas, a Deméter y a Koré-Perséfone, a Afrodita y a Artemisa, a Astarté y
a Ishtar, en fin, a la Gran Diosa de múltiples rostros. Sin embargo, a pesar
del eclipse cristiano, está claro que la Diosa dejó recuerdos imborrables en
los espíritus de los hombres y las mujeres de la Edad Media.
Nuestra Señora la Vulva
Durante el periodo medieval las negras sotanas de los sacerdotes no
velaron del todo la sonrisa de la vieja Baubo. De hecho, la podemos
encontrar levantándose la falda en los lugares más santos para el buen
cristiano. Y es que basta mirar con atención para comprobar que, al igual
que en las cavernas del Paleolítico, las representaciones de vulvas abundan
en las iglesias construidas en pleno Medioevo.
¿Cómo puede ser eso posible? En lo personal, tiendo a creer que las
imágenes arcaicas, así como las creencias en general, nunca se destruyen
ni desaparecen del todo, sino que tan solo se enmascaran y se sustituyen,
se tuercen y se transforman. Así, con algo de imaginación, es posible
contemplar viejas pinturas de la crucifiXIón donde la herida del costado
de Jesús semeja una vulva perfecta goteando su menstruación. Así
también, con algo de intuición, se puede comprobar que el sentido
originario prepatriarcal de la sagrada vulva se mantiene implícito en esa
sagrada herida. Como todo lo que es tocado por la mano de la Diosa, la
vulva simboliza la vecindad entre la vida y la muerte. ¿Y no se nos dice
que a esa herida, esa muerte y ese sacrificio de Cristo le siguió la
resurrección? Pues de toda herida mortal y de toda putrefacción madura la
vida. Si no, pregúntenles a las moscas que rondan los cadáveres, anidan en
las heridas mortales y depositan ahí sus huevos de donde surgen las
siguientes generaciones de moscas. De seguro, más de alguna abrevó en la
herida de Jesucristo.
Pero en las iglesias medievales encontramos representaciones vulvares
muchísimo más explícitas, del tipo que no precisan tanta imaginación ni
intuición. Así, por ejemplo, en los capiteles de numerosas iglesias
cristianas construidas en Irlanda, Gales e Inglaterra, entre los siglos XII y
XVI, encontramos las Sheela-Na-Gig, nombre bajo el cual se conocen unas
misteriosas figuras de mujeres que nos recuerdan a la vieja sirvienta de
Eleusis. Desnudas y en cuclillas, estas figuras femeninas suelen aparecer
con ambas manos señalando sus genitales o, más frecuentemente, abriendo
sus labios vaginales, dejando ver el interior de su caverna. Uno se
preguntará, entonces, ¿qué hacen estas mujeres, burlonas y
exhibicionistas, decorando las iglesias medievales?
Sheela-Na-Gig.
Quienes han estudiado estas figuras suelen coincidir en que se trata de
vestigios de la antigua religión celta, imágenes que perduraron como fruto
del sincretismo o natural mezcolanza entre aquellas antiguas creencias
paganas y el cristianismo, que se propagó por Europa durante la Edad
Media. Particularmente, estas figuras se relacionarían con la antigua Diosa
que fuera adorada por los celtas, misterioso pueblo mediterráneo extinto
hacia el siglo vi d. C., cuya influencia en la conformación del imaginario
occidental ha obrado silenciosamente pero, sin duda, ha sido decisiva. Y,
por supuesto, como toda Gran Diosa, la divinidad celta es, a un mismo
tiempo, donante y privadora, creadora y destructora de la vida; así, en las
Sheelas, la ostentación de la vulva debe leerse como símbolo de la
ambivalencia de la existencia. Estas figuras nos enseñan el lugar de donde
todo proviene y adonde todo ha de regresar alguna vez para volverse a
recrear. De ahí también que estas figuras suelan ubicarse estratégicamente
sobre puertas y ventanas, pues el antiguo paganismo siempre vio en la
vulva un amuleto que protege contra el mal y la muerte.
Sin duda, las Sheela-Na-Gig son una muestra elocuente de la tozudez del
paganismo que en Occidente, durante casi diez siglos, no sucumbió del
todo bajo el catolicismo hegemónico. Por lo demás, estas figuras
simbolizan la persistencia de una cosmovisión alternativa al patriarcado,
que logró infiltrarse en una religión ginecófoba, una religión que, hasta
bien entrado el Medioevo, era absolutamente masculina, sin ningún
referente femenino que hiciera contrapeso a las figuras centrales del Padre
y el Hijo. Pero, indudablemente, una religión sin diosas era algo muy
difícil de asimilar. No debe extrañar, entonces, que esos mismos teólogos
medievales que condenaron a la mujer tuvieran que arreglárselas para
lidiar con una creciente demanda social que —sobre todo entre los siglos
XI al XIV—, desde diversos puntos de Europa, comenzó a exigir el
regreso de la Diosa, la restitución del rostro femenino de la divinidad.
La jerarquía eclesiástica se vio, entonces, obligada a responder. Así,
paradójicamente, a fin de contrarrestar dicha demanda social (la misma
que por doquier estaba haciendo florecer viejas creencias con aroma a
azufre, que no tardarían en ser perseguidas y tildadas de herejías), el
catolicismo no tuvo más remedio que inventarse su propia diosa. Esa diosa
es María, la Virgen, personaje que, hasta el presente, goza de una enorme
popularidad en el mundo católico, llegando, incluso, a rivalizar con el
propio Jesucristo.
En efecto, entre los siglos XII y XIII, vemos que esos mismos teólogos
que se obstinaban en rechazar la influencia de la misteriosa María de
Magdala sobre Jesucristo, aquellos que se empeñaron en hacerlo aparecer
rodeado de discípulos hombres, se vieron forzados a admitir que ese
mismo Jesucristo había tomado cuerpo en el vientre de una mujer, a la que
debía su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre
los hombres. Naturalmente, el hecho de que Cristo fuese Dios encarnado,
nacido de una mujer, hacía evidente el problema ideológico de concebir lo
femenino como algo incompleto e inferior. El punto es que Dios nació de
una mujer, al igual que todos los hombres, y de eso los cristianos no
podían zafarse. Pero, además, ¿cómo iba a ser una simple humana,
manchada como todos nosotros pecadores (por obra y gracia de la deuda
hereditaria que es el pecado original), quien albergara en su vientre nada
menos que a la divinidad? ¡Si el contenido es divino, pues el continente
también tiene que serlo!
Para dar solución a este arduo debate los teólogos medievales debieron
desempolvar el "dogma de la inmaculada concepción", una herramienta
esencial en la promoción del culto mariano. Dicha doctrina —que no debe
confundirse con el embarazo virginal de la madre de Dios— otorga a
María una condición excepcional dentro del género humano, eximiéndola
del pecado original desde el mismísimo momento de su concepción.
María, cual lirio nacido entre las espinas, es inmaculada, no tiene mancha;
gracias a ello, pudo ser la madre de Dios, pues ello siempre formó parte
del plan divino. Conviene mencionar, de paso, que la concepción
inmaculada de María fue originalmente discutida en el Concilio de Éfeso,
en el año 431 d. C., cuando se le reconoció por vez primera el carácter de
Theotokos, es decir, madre o genitora de Dios. El sitio escogido para
celebrar este concilio no resulta casual. ¿Recuerda usted el cuento de la
viuda de Éfeso? La viuda del cuento, como se dijo, era una excelente
proyección de la Gran Diosa, soberana de la vida y la muerte. No en vano
se dice que Éfeso, localidad situada en la actual Turquía, fue la capital del
culto a la Diosa en la antigüedad. Esta Gran Diosa de Éfeso fue venerada
bajo la figura de la diosa Artemisa y su culto siguió activo durante un buen
tiempo luego de la cristianización de los pueblos de Asia menor. La
temprana defensa de la Iglesia oriental a la divina maternidad de María
puede entenderse en el marco de este poderoso influjo pagano.
Ahora bien, aunque jamás haya sido reconocida del todo, lo cierto es que
la divinidad de la Virgen María no ha dejado de parecer razonable. No es
casual que por siglos se le haya venerado "como si fuera una Diosa".
La magnitud del fervor suscitado por el culto mariano puede ilustrarse
con facilidad si pensamos en las monumentales catedrales que comienzan
a construirse a partir del siglo XII, como Notre Dame de París. Notre
Dame. Nuestra dama. Nuestra "domina". Vale decir, nuestra Señora. Y es
que, evidentemente, no es casual que las catedrales comenzaran a
denominarse Nuestra Señora, en sus numerosas variantes, por aquellos
días en que la humilde María de las Escrituras se elevaba como Señora del
universo, a la par del Señor universal. Por supuesto, como madre de
Cristo, María es el Templo de Dios, la Theotokos, sagrado continente de la
divinidad, igual de majestuoso e igualmente divino.
Vaya usted y contemple con atención la portada ojival de una catedral
gótica y lo que verá será una majestuosa vulva. Quien la atraviese accede
no solo a un recinto sagrado sino que a la representación arquitectónica de
María, la madre de todos los hombres al mismo tiempo que de Dios. De
hecho, no parece inexacto afirmar que, en su sentido más profundo, las
catedrales que comenzaron a construirse en la Edad Media no son otra
cosa que una nueva encarnación o una versión remozada de las
antiquísimas cavernas. Cavernas que, a su vez, no eran otra cosa que el
vientre de la Gran Diosa, el umbral por el que se accede a la madre Tierra,
aquel útero donde la humanidad de la Edad de Piedra fijó sus primeros
santuarios, que fueron también sus hogares y sus refugios.
María desciende de la estirpe de la Gran Diosa, es verdad. Pero debemos
refrenar los impulsos de ir más allá en la comparación, pues se trata de
una divinidad femenina deliberadamente incompleta.
Está claro que la bienaventurada Virgen María es una Diosa hecha a la
medida de los sastres teólogos y doctores de la ley del Medioevo. Es una
versión modificada, limitada y estrecha, aséptica y edulcorada, de la Diosa
de la tradición ancestral prepatriarcal. No debiera sorprendernos, entonces,
que María se nos presente como una mujer todopoderosa, pero castrada.
Apenas un fragmento o un trozo de la antigua divinidad que representaba
la vida, la sagrada materialidad de la existencia, en su continuo devenir,
contradictorio y ambivalente. Está claro que María no es para nada
ambivalente. Ella nos enseña un solo rostro rígido, luminoso y, ante todo,
maternal. Se trata de una figura femenina mutilada, que ha sido despojada
completamente de sus atributos corporales. María es madre de Dios, pero
madre inmaculada. María es un modelo de mujer sin sexo. Y, como
sabemos, dentro de la cosmovisión cristiana, el papel oscuro, tentador,
sensual de la antigua Diosa queda ensombrecido en las figuras, siempre
devaluadas, de Eva y María Magdalena.
Giovanni Battista Tiepolo, Inmaculada Concepción, 1767-1769.
Evidentemente, el modelo de feminidad encarnado por la Virgen María
ha sido históricamente empleado en la promoción de la maternidad, de la
pureza y la obediencia de la mujer. Sin embargo, es también evidente que
María está muy lejos de ser un modelo de mujer construido a imagen y
semejanza de las mujeres de carne y hueso. ¿O es necesario recordar que
una mujer no es solo madre, no es tan solo púdica, no solo es bondadosa?
Lo cierto es que, a partir del Medioevo, a María se la representará
pisando a la serpiente, la misma que tentó primero a Eva y, por intermedio
de esta, a Adán. Ya sabemos que, mediante este gesto, María hipoteca
simbólicamente su plenitud y, con ella, su rebeldía y su autonomía sobre
su destino y su propio cuerpo. Es, a buenas cuentas, el gesto inverso al de
Baubo: esconder en lugar de mostrar. Y es que la Diosa incompleta que es
María no contará ya con el consejo de Baubo; el culto mariano se
encargará de dejar bien cubierto el cuerpo desnudo de la antigua diosa
pagana. Es evidente que la Iglesia católica se ha mantenido totalmente
ciega a esa verdad que reside en el cuerpo, y en el cuerpo femenino en
especial. No en vano lo ha vilipendiado hasta el punto de querer hacer de
la castidad el antídoto del deseo sexual o de la lujuria.
Sin embargo, curiosamente, dentro de aquel mundo sin sexo construido
por la Iglesia católica medieval, ese mundo de varones que llevan sotanas
como polleras, es posible encontrar una manifestación más que nos
recuerda el gesto de Baubo. En efecto, la Europa medieval cristiana nos ha
legado registros de la llamada "risa pascual" (risus paschalis), una
desconcertante liturgia que se desarrollaba en el marco de la misa de
Pascua de Resurrección, en la que el cura oficiante debía hacer reír a los
fieles, para lo cual no escatimaba en soltar todo tipo de chistes y anécdotas
obscenas, en un coprolálico despliegue que solía ser rematado con un
alzamiento de sotana, la exhibición de sus genitales e incluso una
simulación del coito. ¿Será que los sacerdotes, no contentos con haber
copiado las faldas de las mujeres, copiaban también el gesto de Baubo?
Lo cierto es que "la risa pascual" (otro rito católico medieval que
conserva indudables influencias paganas) mantiene en cierto modo el
sentido ritual original del "ana suromai" de Baubo, en la medida en que es
una invitación a celebrar con regocijo la resurrección. Como Perséfone,
que es la semilla de la vida que renace cada primavera, Jesucristo también
renace del inframundo, de la cripta, su tumba, su caverna. Y, desde luego,
la risa expresa que se ha vencido el miedo; la muerte ha sido derrotada y la
vida preservada.
Pero la "risa pascual" se aleja de Baubo en la medida en que ya no se
trata de un gesto entre mujeres. Nada queda aquí de aquel parloteo entre
las piernas con que las mujeres de la antigüedad reivindicaban su
autonomía y soberanía sobre sus cuerpos. Es preciso, entonces, que nos
alejemos de las grandes catedrales medievales para encontrar aquellos
espacios de resistencia contracultural que vieron reír a Baubo para
contento de las mujeres. Y también de algunos hombres que ellas decidían
acostar a su lado.
El amor: un invento
Busque por el dial de la radio alguna emisora de esas donde tocan boleros,
baladas y canciones románticas en general. Seguro que más de alguna
canción hablará del amor flagelante, pasional y fatal de un hombre
exhibicionista y desaforado, dispuesto a tragarse todo su orgullo ante su
amada, cuando no directamente a mendigar su amor, dando muestras de un
masoquismo sentimental que, probablemente, solo sea comparable al de
ese auditor que, queriendo autopropinarse unos buenos pinchazos en el
corazón, se obstina en escuchar tales canciones una y otra vez, como quien
se encerrara voluntariamente en una celda de Guantánamo.
Un ejemplo: “Sin tu mirar, sin tu reír, no sé vivir, quiero morir, si tú no
estás".
Otro: “Y soy, aunque no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor".
Otro: “Soy preso, abrazando tus caderas, condenado a lo que quieras y
hasta que quieras, amor".
Los ejemplos se multiplican al infinito.
Claro está, la idea de un hombre sometido a la tiranía de una mujer
forma parte del discurso amoroso heterosexual de uso corriente en
nuestros días. Lo verdaderamente insólito es comprobar que este tipo de
dinámica amorosa no era desconocida en la Edad Media. Todavía más
insólito es que las cortes feudales fueran el escenario donde surgió todo
esto, aquellas mismas cortes donde durante siglos las mujeres fueron
vistas meramente como un objeto de intercambio económico y político,
que los señores feudales desposaban con el único propósito de tomar
posesión de sus dominios o sus fortunas y cumplir su rol de incubadoras
vivientes desechables para su prole.
En este orden de cosas, a las mujeres de la aristocracia no les quedaba
otra alternativa que resignarse a sufrir el matrimonio, la violación y la
maternidad, sin antídoto posible. Pero, por eso mismo, tuvieron que
inventarse un remedio original. Ese remedio fue, precisamente, el amor. Se
suele afirmar que el amor se inventó en plena Edad Media, en Provenza, al
sureste de la actual Francia, entre los siglos XI y XIII. Lo cierto es que,
justamente en el mismo periodo que vio la explosión del culto mariano,
vemos aparecer el llamado "amor cortés", una verdadera revolución
femenina gestada desde las cortes nobiliarias europeas, una revolución
ética y también sexual que, sin duda, constituye un episodio excepcional
en la historia del patriarcado occidental.
En realidad, como ha señalado Jean Markale, al "amor cortés"—llamado
así porque solo podía darse entre damas y caballeros nobles que vivían en
las cortes europeas— le debemos la aparición en nuestro imaginario de
una nueva y perdurable definición de pareja: esa que solo puede existir a
partir del mutuo acuerdo entre dos seres. De ahí que en estas relaciones
amorosas será requisito que los varones se comporten con eso que hasta
hoy llamamos "cortesía", lo que implica, entre otras cosas, ser capaces de
admitir un "no" como respuesta. De hecho, comenzaremos a ver hombres
que se empeñan en obtener, ni siquiera el amor de las mujeres, sino que la
posibilidad de confesarles su amor o, tal vez, si había algo de suerte,
alguna mirada, una sonrisa, un gesto amistoso, una minúscula esperanza
de, algún día, ser correspondidos.
Las repercusiones de este nuevo trato serán enormes. El amor cortés
permitió dignificar las relaciones eróticas y sentimentales heterosexuales.
Y, hasta cierto punto, condujo a una inversión en los papeles tradicionales
de dominación. Así, por primera vez en el Occidente patriarcal, sabremos
de hombres que cortejan y solicitan, y de mujeres que exigen y desdeñan.
Estas mujeres serán las damas, las señoras de las cortes medievales. Pero
¿cómo llegó a suceder que la mujer pasara de la más absoluta invisibilidad
a ocupar el centro de la corte, llegando incluso a adquirir la autoridad de
una Señora cuasidivina? ¿Cómo se explica que los viejos señores feudales,
tan intransigentemente patriarcales, no hicieran nada para refrenar a sus
revoltosas mujeres?
Una respuesta posible es que, por aquellos años en que se inventaba el
amor en Occidente, los señores se habían ausentado de casa. Andaban en
las Cruzadas, allá lejos, en Medio Oriente, haciéndole la guerra al
musulmán. Con los Padres dejando el terreno libre, se produjo un
fenómeno decisivo en las cortes europeas: por primera vez en siglos, la
educación intelectual y sentimental de los jóvenes aristócratas quedaba
exclusivamente en manos de las damas. Y esto, justamente, habría
repercutido en el profundo cambio cultural experimentado por las nuevas
generaciones de caballeritos aristócratas. En palabras sencillas, estos
caballeritos se "afeminaron", lo que equivale a decir que aprendieron que
su vida no solo consistía en competir en torneos y destacar por sus
virtudes guerreras, que su paso por el mundo no se resumía en vencer y
dominar o en avasallar personas y saquear fortalezas. Aprendieron, en
suma, que también debían ser capaces de ser "corteses", participar de las
conversaciones, los juegos, las danzas, devolver un cumplido, cantar,
incluso componer un poema. Los jóvenes caballeros ahora podían escoger
entre un arpa y una espada. Y eso, sin duda, fue un gran avance.
Por lo demás, aquellas damas medievales destacaban por ser mucho más
educadas y, no pocas veces, económicamente más prósperas que los
hombres. Connotadas señoras como Leonor de Aquitania y su hija, María
de Champaña, fueron quienes comenzaron a llenar de poetas las cortes,
para que ensalzaran a las damas y le cantaran al amor. También fueron
ellas las responsables de recopilar las canciones y relatos que formaban
parte del repertorio habitual de los trovadores que recorrían Europa.
Especial fascinación provocaron en estas aristócratas las viejas historias
provenientes del folclor celta, aquellos cuentos con aroma a azufre para el
cristianismo, que hablaban de mujeres atractivas y aterradoras, impúdicas
y mágicas; hadas y hechiceras que guiaban a jóvenes héroes, los
encantaban y los enviaban a combatir por causas nobles. Sin duda, las
damas que promovieron el amor cortés se vieron reflejadas en estas
poderosas mujeres de los cuentos celtas. Este encuentro dio lugar a un
proceso único en la historia de la cultura occidental: la resurrección y
rejuvenecimiento de viejos mitos que contenían el imaginario de un
pueblo perdido en el tiempo.
Hoy sabemos que las famosas historias del rey Arturo, el mago Merlín y
los caballeros de la tabla redonda no son otra cosa que viejas leyendas
celtas que fueron reescritas y readaptadas al contexto cristiano-medieval a
partir del siglo XII. De hecho, muchos de los cuentos de hadas, por todos
conocidos, provienen también de esta tradición ancestral. No obstante, en
su origen, las hadas lucían muy distintas a esos diminutos seres,
transparentes y voladores, al estilo de Campanita, de Peter Pan. En
realidad, la mitología celta nos enseña que las hadas son encarnaciones de
la Gran Diosa de múltiples rostros que fuera adorada por este pueblo,
amables y sensuales mujeres que también sabían ser crueles, horrendas y
peligrosas, y que acechaban a sus presas en una colina, a la entrada de una
gruta o en el claro del bosque.
El hada Viviana, por ejemplo, conocida también como la "Dama del
Lago" en la literatura cortesana, era una discípula aventajada del conocido
mago Merlín, arquetipo del viejo druida celta que fuera también mentor
del rey Arturo y a quien la tradición señala como el brujo más sabio y
poderoso que pisara la tierra. Pero Viviana no se quedaba atrás.
Astutamente, fingía ser la devota alumna del poco agraciado Merlín. Cual
escolar enamorada, lo llenaba de halagos y dulces promesas, entretanto, se
iba apropiando de la magia y los conocimientos del brujo.
Hay historias eternas y esta es una de ellas. La historia del cazador
cazado, el seductor seducido o el hechicero hechizado.
Gustave Doré, Viviana y Merlín, 1868.
Las lecciones estaban por agotarse cuando, por fin, llega el día que
Merlín tanto anhelaba. Podría disfrutar de los favores de Viviana, porque
ella, le había asegurado, se le entregaría. Solo que, antes, el mago debía
enseñarle el mayor de sus hechizos. ¡Faltaba más! Hicieron el trato.
Viviana descubrió levemente su cuerpo, apenas una insinuación. Y Merlín,
consumido por el deseo, descubrió por entero su hechizo. Acto seguido, el
hada, que aprendía muy rápido, pronunció con maestría las palabras
mágicas y empleó el hechizo en contra de su propietario original. El
resultado: Merlín es arrastrado a otro mundo, y queda para siempre
atrapado en una prisión encantada e invisible, en medio del bosque. Uno
puede imaginar el eco de su voz quejosa murmurando “¡Puta, puta!” cada
vez más quedamente, apenas un hilito de voz que se trenzaba entre las
raíces de los árboles. Entretanto, Viviana le contestaba: “¡Pobrecito, viejo
estúpido!”, y se marchaba dando una interminable y feroz carcajada que se
encumbraba hasta las nubes.
Viviana, ancestro remoto de la Lolita de Nabokov, es un excelente
ejemplo del tipo de figuras femeninas que asomaban de la ficción poética
para cautivar la imaginación de las damas de la Edad Media; el espejo
ideal en donde se miraron, descubrieron y recrearon. Pero la literatura
cortesana no solo transmitió nuevos modelos de feminidad directamente
ligados a la figura de la Diosa pagana celta. Además, estos relatos
proporcionaron el modelo de relación erótica propuesta por el amor cortés.
Se trata de una relación que, necesariamente, debía ser clandestina y
adúltera. Y es que la pareja del amor cortés era, en realidad, un trío. Una
dama, mujer madura, casada, prohibida. Un caballerito inexperto, amante
y solícito. Y también, desde luego, un viejo marido a quien le ponen los
cuernos.
Por extraño que parezca, este modelo literario cortesano fue
ampliamente aceptado por las damas casadas, los caballeritos y los
señores cornudos de carne y hueso de la nobleza medieval. La popularidad
del amor cortés se habría debido en gran medida a los problemas
ocasionados por la extrema rigidez de la institución matrimonial en la
élite feudal. Por una parte, las familias aristócratas casaban solo a los
primogénitos para así evitar que se repartiera y fragmentara la herencia.
Como consecuencia, los hermanos menores quedaban condenados a la
soltería, desheredados, desposeídos de tierras y riquezas. A ello hay que
añadir el control ejercido por la Iglesia sobre el matrimonio y su atávica
intromisión y penalización de la vida sexual de los individuos. Tal como
hoy, en aquel entonces la Iglesia prescribía el sexo exclusivamente para
fines procreativos y al interior del matrimonio. No obstante, entre la clase
dirigente del Medioevo había una enorme porción de individuos que no se
podían casar. ¿Qué hacer, entonces? ¿Permanecer castos de por vida? ¡De
ninguna manera!
El amor cortés fue visto como el remedio indicado para fijar las reglas
que hacían posibles las relaciones amorosas fuera del matrimonio y en
relación al matrimonio. Y es que si hubo algo que, a partir del siglo XII, la
sociedad aristocrática llegó a entender con total claridad, fue que amor y
matrimonio no necesariamente iban de la mano; es más, debían ser vistos
como términos antagónicos. Porque una cosa era el matrimonio, entendido
como un contrato de naturaleza político-económica, que no tomaba en
consideración los sentimientos de los contrayentes. Y otra cosa muy
distinta era la pasión erótica y el enamoramiento, vale decir, el amor
concebido como un vínculo consentido y un sentimiento libre de toda
coacción.
La amistad de los muslos
El gran cornudo de la literatura cortesana era ni más ni menos que el
famosísimo rey Arturo. El triángulo amoroso se completaba con su esposa,
la reina Ginebra, y el mejor de todos los caballeros andantes, Lanzarote.
Uno se preguntará: ¿cómo es posible que un monarca al que le pone los
cuernos su esposa con su mejor amigo sea, hasta hoy día, uno de los héroes
más famosos del Occidente patriarcal?
Desde luego, al leer las viejas historias medievales puede parecernos
totalmente extraño que el rey Arturo se quede tan campante, muy sentado
en su trono de la corte de Camelot, al punto de crecerle musgo en las
posaderas, sabiendo que su esposa lo traiciona con su más querido amigo.
No obstante, desde el punto de vista de la cosmovisión celta, que es la
fuente originaria donde abrevan todas estas historias, dicha situación era
de toda lógica. Muy probablemente la clave para entender a Arturo esté en
la idea que los celtas se forjaron sobre el devenir.
Triskell.
Los egipcios construyeron monumentales pirámides como símbolo de
gravedad y solidez, de lo que se quiere inmortal; en el extremo opuesto,
los celtas se contentaron con dibujar espirales sobre piedras en cada lugar
que pisaron. El símbolo más común entre los celtas, el triskell, se
compone de tres espirales que podemos imaginar girando como los ojos de
los locos en las caricaturas. Si miramos con esos ojos, nada nunca está
quieto. Así también, para los celtas, la vida era cambio y vértigo. De ahí
que el rey Arturo, personaje que nace del folclor celta, no vea motivo de
escándalo ni deshonra alguna en ostentar unos llamativos cuernos. Al fin y
al cabo, la corona se cambia, a menudo, por los cuernos; y si a los cuernos
les colgamos unos cascabeles, tendremos un bufón. Arturo es un rey
bufón, uno que sabe que si se está en un trono, cualquiera que sea, se debe
aceptar el inminente destronamiento, tal como se acepta la fugacidad e
impermanencia de uno mismo y de todo cuanto nos rodea. Bajo esta
misma lógica, la institución del matrimonio entre los antiguos celtas se
caracterizaba por su gran liberalidad. Se trataba de un vínculo poderoso
que, no obstante, podía deshacerse sin tanto trámite, ni tanta querella. La
ceremonia de divorcio celta consistía en que la pareja de casados se
encaminaba a las afueras de la aldea rumbo hacia el bosque. Una vez que
llegaban a un claro o una colina —lugares sagrados para este pueblo, que
no supo jamás de ídolos ni templos—, el hombre y la mujer se separaban y
marchaba cada cual por su lado.
Heredero de esta cosmovisión pagana y depositario de esta cultura, el
Arturo de los romances del siglo XII se nos presenta como al rey del
ajedrez, una pieza indispensable, aunque perfectamente ociosa. Nada
escapaba a su conocimiento, pero se hacía el desentendido. Estar ahí y
dejar a los otros hacer, ese era todo su papel. Así también, el maridocornudo debía rondar las andanzas de la pareja de amantes cortesanos de
carne y hueso. Su presencia era del todo necesaria, como una antigua ley
escrita en piedra, cuya autoridad es imprescindible observar y reconocer.
¿O acaso no hay que creer apasionadamente en una ley para desear
transgredirla? Igualmente, en el juego cortesano, mientras más inminente
y opresor fuera el peligro de ser descubiertos, mayor era el deleite de los
amantes.
Ginebra, por su parte, es la reina del ajedrez, es la pieza clave del
tablero, la más activa y la más voraz. Como Viviana, debemos ver en ella
un reflejo de la antigua Diosa celta, de aquellas míticas hadas volubles,
hechiceras o brujas todopoderosas, que disfrutaban prodigando "la amistad
de sus muslos" a los guerreros que ellas escogían y juzgaban valerosos.
“La amistad de los muslos", vale decir, el levantamiento de las faldas y la
invitación consentida a acceder a la vulva, que es un regalo que el hombre
escogido no podía rechazar. Pero no se trataba de una amistad gratuita. No
era tampoco una entrega incondicional. Se obtenía de la suma de las
difíciles pruebas que necesariamente el héroe debía sortear por
conseguirla, y del enorme esfuerzo que implicaba mantenerla. Cuando un
hada levantaba sus faldas ante sus amantes era como si Baubo les hablara
ahora a los hombres. La vulva parlante diciendo a quién desea, cuándo lo
desea y cómo lo desea.
Lo que nos lleva al último integrante del trío literario, Lanzarote, el
amigo de Arturo y amante de Ginebra, el hombre que la Dama-Hada-Diosa
ha decidido acostar a su lado. Pero para este intrépido alfil, el camino al
lecho de la reina necesariamente debía estar plagado de peligros y
dolorosos sacrificios. La imagen arquetípica que los viejos relatos nos
ofrecen de esta travesía ha quedado impresa, aunque brumosamente, en
nuestro imaginario. Es la imagen de la princesita del cuento, prisionera en
una habitación encumbrada en una altísima torre; bajo la torre, un jardín
frondoso; más allá, un puente que cuelga sobre tumultuosas aguas y es
defendido, a veces, por un dragón, a veces por un caballero negro.
Imagen de cuentos para niños que, en el fondo, no tiene nada de
inocente. Porque, a nivel simbólico, la habitación de la dama inaccesible
es la vulva; el frondoso jardín el vello púbico. El puente tendido sobre un
abismo de aguas peligrosas: el paso de un estado a otro, de una tierra a
otra, la transformación radical en la existencia de aquel que la dama ha
elegido. ¿Y el caballero negro o el dragón que custodia el puente?
Representan a los otros caballeros que la pretenden, amantes rechazados,
que se niegan a salir de escena. En concreto, Lanzarote tendrá que
imponerse sobre sus rivales y cruzar el Puente de la espada, una espada
grande y afilada tendida entre dos tierras neblinosas. Ha de esperarse que
cuando alcance la habitación de Ginebra esté terriblemente herido.
En el esquema mítico pagano que se esconde tras estos relatos de
caballeros y damas todo cambio verdadero implicará un sacrificio y una
herida, pero también la recompensa de acceder a una nueva vida, un nuevo
nivel de existencia, una visión de las cosas que antes no se tenía. Y,
ciertamente, el camino que lleva a la vulva se entiende aquí como un
verdadero proceso formativo que persigue una transformación a todo
nivel, físico, sentimental e intelectual. Desde luego, se entiende también
como una cumplida educación sexual del caballero que ha atendido a los
deseos de su dama.
Para Lanzarote, acceder a la habitación de Ginebra será penetrar el
templo sagrado de la Diosa. Cuando Lanzarote arriba, por fin, lastimado y
sangrando, ante el lecho de Ginebra, "se postra y la adora", pues "en
ningún cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de su amada". Ella, por
su parte, “le estrecha fuertemente junto a su corazón, y lo atrae hasta su
lecho". Por supuesto, se trata de una escena pagana donde Ginebra es la
Diosa —como lo era el hada o la druidesa de una colina de la Irlanda
precristiana o bien la hieródula del templo babilónico— y donde el sexo es
también sagrado. Es un ritual. Un sacramento.
Tal modelo literario fue replicado con entusiasmo por mujeres y
hombres de la aristocracia medieval. Por curioso que parezca, al menos
dentro de este juego amoroso practicado en el mundo de la corte, Dios
había vuelto a ser mujer.
El patrimonio del placer
Puede resultar extraño que los caballeritos del amor cortés, siguiendo el
ejemplo de Lanzarote, aceptaran de buena gana comulgar con esta religión
del amor, lo que equivalía a someterse sin objeciones a la tiranía de las
damas. ¿Cuál era la ganancia de todo esto? Probablemente, la explicación
más hermosa y elocuente de esta extraña devoción la encontremos en "El
lai del lamedor" —título, por demás, sugerente—, un texto bretón escrito a
comienzos del siglo XIII. Estos versos nos cuentan que un buen día las
damas y las muchachas de Bretaña se reunieron con el fin de componer un
lai (un relato escrito en versos). De pronto, una de las damas más
prominentes propone que se discuta por qué los caballeros realizan tantas
y tan grandes proezas. Muchas preguntas se suceden a continuación:
“¿Gracias a quién son tan osados los caballeros? ¿Por qué razón les gustan
los torneos? ¿Para qué se engalanan los jóvenes? ¿Por amor a quién son
nobles y de tan generoso corazón?... ¿Con qué objeto les gustan los
abrazos, los besos y las palabras de amor? ¿Conocéis alguna razón que no
sea una sola y misma cosa?”.
La respuesta no tarda en llegar. Y aquí es, justamente, donde volvemos a
encontrar a Baubo levantando el velo púdico para contarnos una verdad
que nos remece hasta el día de hoy: “Muchos hombres han mejorado y
buscado fama y mérito, cuando no hubieran valido ni el precio de un botón
si no fuera por el deseo del ‘coño’. A fe mía, os lo garantizo; a una mujer
no le valdría el más hermoso rostro, ni amigo, ni galanteador, si hubiera
perdido el ‘coño’”.
Por supuesto, suele ocurrir que el deseo de la vulva haga mejores a los
hombres, cuando estos se muestran dispuestos a oír lo que la vulva, a su
vez, gusta y desea. Y, por supuesto, dejar que la vulva exprese
abiertamente su deseo hace también mejores a las mujeres.
En especial, gracias al amor cortés, las damas de la Edad Media
pudieron aprender que el sexo no solo debía servir para la reproducción de
la especie, como prescribía la Iglesia, sino que podía ser un acto
espléndido, un acto perfectamente sagrado, es decir, con sentido.
Asimismo, como directoras del juego amoroso, las damas pudieron
tomarse una merecida revancha ante los asaltos de sus maridos, brutales y
despóticos, excesivamente desprolijos y también veloces. El amor cortés,
en cambio, implicaba una disciplina sexual totalmente impensada al
interior del matrimonio. Esto incluía, por supuesto, el redescubrimiento,
por parte de las mujeres, de su propio cuerpo. Porque, tal como hoy en día
sigue ocurriendo, las damas del Medioevo debieron sorprenderse al
advertir que nunca antes en su vida habían llegado a experimentar el
orgasmo. Únicamente en las relaciones sexuales extramatrimoniales
pudieron aprender que el placer no era tan solo patrimonio masculino, que
el placer no dependía ni concluía en la eyaculación, ni el sexo se reducía a
lo coital-penetrativo. El ritual del amor cortesano abría todo un nuevo
espectro de sexualidad que favorecía la exploración de otras partes del
cuerpo, al mismo tiempo que promovía otras formas de relacionarse en la
intimidad.
De la religión del amor todos acababan aprendiendo algo. Como se dijo
antes, en el juego del amor cortesano los hombres aprendían a aceptar un
"no" como respuesta, a refrenar su violencia y a respetar los deseos de las
mujeres; pero también aprendían que el placer se procura y se obtiene de
muchas maneras y que la penetración no lo es todo. Y es así, justamente,
cómo las damas medievales pudieron saludar a Baubo: enseñando a los
caballeritos que el sexo de la mujer no puede reducirse a la vaina donde
enfundan la espada.
Sin mencionar el largo cortejo, la denodada fidelidad, la cuidadosa
búsqueda del momento y el estado de ánimo apropiados, en fin, las
diversas aduanas que había que sortear antes de acceder a la recompensa
de ser invitado al lecho de la dama, el preámbulo amoroso debía recibir la
mayor atención por parte del amante cortesano. En la última parte de esta
"prueba de amor" la dama lo autorizaba a contemplarla desnuda y a
satisfacerla en todo cuanto su pasión requiriese, lo que incluía toda clase
de palabras, caricias, besos y abrazos. Todo, salvo el hecho mismo.
Se sabe que la penetración solía estar excluida del ritual de amor
cortesano, aunque también está documentada la práctica del coitus
interruptus. Así, por ejemplo, un diálogo paródico anónimo nos presenta a
un exaltado caballero exclamando ante su dama: “En vos quisiera meter
mi colgante verga y asentar mis huevos en vuestro distinguido culo. Y esto
solo lo digo por el deseo de echar a menudo un polvo, pues en gozarla, mi
señora, he puesto todos mis pensamientos ¿No canta la verga cuando ve
reír al coño? Y por temor a que llegue el celoso, le meto la verga y
contengo los cojones”.
Las parodias se caracterizan por ser las versiones más elocuentes de una
realidad. En este caso, no cuesta trabajo apreciar cómo todos los
ingredientes del amor cortés se hacen presentes en la parodia trovadoresca.
Está ahí la dama, la vulva soberana, cuyo deseo debe satisfacerse
puntualmente. Ahí también está el amante atento y obediente, cuya verga
solo canta en tanto el "coño" se muestre risueño. Está también el peligro
latente de que aparezca el celoso: el marido cornudo. Y, por el último, está
el único límite que impone el rito amoroso. Como puede apreciarse, por
más ardientes que fueran sus deseos, el caballero, firme en sus creencias,
no irá hasta el final.
¿Por qué este límite? Sencillamente, porque el amor cortés no podía
desembocar en el embarazo y la procreación. Para esos fines estaba el
matrimonio. Y, repitámoslo una vez más, el amor debía ser algo distinto al
matrimonio. Claro está, en caso de concluir en un embarazo, la relación
sentimental entre un caballero y una dama casada ponía en riesgo el
equilibrio matrimonial y el orden patrimonial de la sociedad cortesana.
Pero, más allá de alborotar el gallinero feudal, la venida de un hijo
implicaba la llegada de ese tercero que, a diferencia del cornudo, ponía la
lápida definitiva a la pareja cortesana. Significaba el fin del aprendizaje
del deseo y el placer, que solo podía darse en el contexto de una
sexualidad no procreativa, sin meta ni culminación, asumiendo el vértigo
y el riesgo de adorar a otro sin apropiárselo y sin someterlo, en el pleno
reconocimiento de su libertad.
Las nobles señoras medievales inventaron el amor en Occidente
sencillamente porque querían hacer de la vida algo digno de ser vivido.
Por eso lo inventaron así: sin posesión ni imposición, furtivo y peligroso,
formativo y exploratorio, santo y lujurioso, no eyaculatorio y
multiorgásmico. Un gesto hacia Baubo, la vulva risueña, en cómplice
amistad con los hombres, los caballeritos cortesanos, de antes y de ahora,
que con inmensa gratitud la saludamos.
Ilustración de un códice medieval.
La criminalización de Baubo: Se busca
Hagamos un poco de ficción. Imaginemos que estamos en Europa en pleno
siglo xvi y un extra noticioso enciende las alarmas entre la población de la
época: ¡Extra, extra!
Las Fuerzas de Seguridad y Orden del Estado solicitan la colaboración
ciudadana para localizar y detener a la líder de la organización criminal
B.A.U.B.O., conformada por mujeres insurgentes y en extremo
peligrosas.
Descripcion física de la líder terrorista: Vieja horrenda, de entre
cuarenta y cincuenta años, atrozmente arrugada, de nariz ganchuda
coronada con una verruga, greñuda o sencillamente calva, que lleva
puesto un sombrero negro puntiagudo, que usa una escoba no para
barrer, como corresponde a una mujer honrada, sino para volar por los
cielos, porque en tierra cojea debido a la ausencia total de dedos de
los pies.
Se la ha visto recientemente mezclando malolientes pócimas en
bullentes calderos, a veces sola, a veces en compañía de otras mujeres
de similares características, con quienes acostumbra celebrar
espantosos e impúdicos aquelarres, con el único propósito de hacer el
mal a hombres y mujeres de bien para contento de su amo y señor,
Satanás, el Diablo.
Las fuerzas de seguridad animan a cualquier ciudadano que tenga
algún tipo de información sobre el paradero de esta mujer a colaborar
para lograr su inmediata detención.
Fin del comunicado.
Y fin de la ficción. O no tanto. Pues de lo que nos toca hablar ahora es,
en cierto modo, una ficción, una gran mentira que se quiso hacer pasar por
verdad, un montaje orquestado basado en el terror para acusar a personas
inocentes. Hablaremos de la cacería de brujas, uno de los genocidios más
sangrientos de la historia occidental, una política de exterminio
planificado que marcó con sangre y fuego los comienzos de la era
moderna.
La verdad es que nunca existieron tales brujas. Lo que sí es efectivo es
que Baubo fue perseguida y encarcelada, torturada y quemada en las miles
de hogueras que se encendieron en Europa cuando, se suponía, la
humanidad venía saliendo de la "Edad Oscura". Justamente en esa época
que, en las líneas de tiempo que el profesor de historia dibujaba en las
pizarras, se señalaba con colores vivos: Renacimiento. Sí, “renacimiento",
como si antes todo hubiese estado muerto y ahora por fin la humanidad se
pusiera de nuevo en movimiento.
Hans Baldung, Aquelarre, 1508.
En realidad, el siglo XVI, del llamado Renacimiento, fue un periodo
particularmente amargo de la historia occidental, al punto que muchos
historiadores han optado por otras denominaciones, que recogen mejor la
violencia y conmoción del periodo, por ejemplo, "El Siglo de Hierro".
Justamente, esta época vio morir a todo un mundo de sujetos femeninos
que, hasta entonces, se habían encargado de preservar la antigua sabiduría
de Baubo: la hereje, la prostituta, la esposa adúltera o desobediente, la
mujer que se animaba a vivir sola, sencillamente porque "solita estoy y
solita quiero estar" (como dice el verso de Christine de Pizan, una
reconocida precursora del feminismo en pleno periodo medieval). En
especial, las curanderas, las comadronas, las "chamanas" del mundo
popular, fueron sistemáticamente llevadas a la hoguera acusadas de ser
"brujas".
Como ha demostrado Silvia Federici en su imprescindible libro Calibán
y la bruja, la imagen demoníaca y maligna que hasta el día de hoy
conservamos de las brujas es el producto de una implacable campaña de
difamación y degradación de la mujer, desplegada durante el curso de por
lo menos tres siglos (del XV al XVII), periodo que coincide con la
implantación de la economía de mercado en Europa. Esta campaña del
terror fue usada para alentar y justificar un femicidio a escala global,
promovido por la clase gobernante europea en su empeño por instalar un
nuevo modelo de sociedad, el mismo que, con sus bemoles, se mantiene
hasta nuestros días. Se trata, además, del mismo periodo en que los
conquistadores españoles subyugaban a las poblaciones americanas. Y no
es para nada casual que tanto los indios americanos como las brujas
europeas hayan sido objeto de una persecución feroz, justificada con
similares argumentos: a brujas e indios se los hizo pasar por seres
demoníacos, emblemas del mal y el caos que debían erradicarse o, al
menos, controlarse. Pero, en realidad, indios y brujas eran un obstáculo
para el avance del nuevo modelo económico y social; su demonización
encubre un proyecto de expropiación. En particular, la bruja, quien hasta el
día de hoy pervive en nuestro imaginario como una mujer vieja,
despeinada, de aspecto agreste y salvaje, es la imagen negativizada de todo
un mundo que se buscaba suprimir y avasallar. Ese mundo ardió también
en las hogueras donde los cuerpos de las brujas, en su gran mayoría
campesinas empobrecidas, se volvían ceniza.
Pero ¿por qué se perseguía y asesinaba a estas mujeres motejándolas de
brujas? La respuesta es muy sencilla: porque conocían los secretos para
controlar la reproducción y evitar la maternidad. Como sabemos, se trata
de un conocimiento que se remonta hasta la figura de Baubo y los ritos
femeninos de la antigüedad grecolatina, un saber ancestral que se había
mantenido intacto entre las mujeres campesinas de la Edad Media. Lo
cierto es que en el mundo rural del Medioevo las mujeres pudieron gozar
de espacios de independencia impensados, por ejemplo, para las mujeres
nobles que se vieron obligadas a inventar el amor cortés.
Durante la Edad Media existieron los llamados "bienes comunes", vale
decir, las tierras comunitarias que eran trabajadas por campesinos y
campesinas. Si pensamos en este mundo inmenso y abierto, donde aún no
existía, ni podía existir, nada parecido a la propiedad privada de la tierra,
no es difícil imaginar la enorme autonomía que pudieron disfrutar las
mujeres: la tierra estaba ahí, siempre disponible para quien la quisiera
trabajar. No dependían para nada del trabajo de sus maridos pues, en el
contexto de una economía de subsistencia como la medieval, a las mujeres
les bastaba con sus propias manos y destrezas para procurarse lo necesario
para vivir. Y, por cierto, estas huertas comunes fueron el centro de la vida
social para estas mujeres campesinas, el lugar donde estrechaban lazos e
intercambiaban noticias, saberes y consejos. Tal como ocurría en la
antigüedad con las festividades y ritos dedicados a las Diosas de la
fertilidad, las campesinas medievales hicieron de la huerta común el lugar
donde se educaban e iban creando un punto de vista y un lenguaje propio
acerca de la realidad, una perspectiva autónoma de la mirada masculina. Y
en la huerta común las mujeres pudieron preservar aquel mundo de
creencias y prácticas que rodean a la figura de Baubo.
La continuidad de este mundo quedó interrumpida de golpe cuando,
hacia el siglo xvi, apareció algo nunca antes visto en Occidente: las cercas
alrededor de los campos. Sin duda, a los campesinos debió parecerles
desconcertante ver aparecer las primeras cercas, postes de madera y palos
que avanzaban y se multiplicaban por doquier, haciendo que el mundo de
pronto se tornara estrecho y opresor. Fue el fin de los campos abiertos y el
comienzo de la privatización capitalista.
Pero fue también el comienzo de un cambio mucho más profundo. Y es
que la expropiación y cercamiento de la tierra significó el comienzo del
divorcio definitivo del ser humano respecto de la naturaleza, cuyas
consecuencias fatales sufrimos hoy. El capitalismo puede entenderse como
la última fase del patriarcado en la medida en que surge como un esfuerzo
por avasallar y apropiarse finalmente a la naturaleza, torciéndola y
moldeándola a nuestro antojo. Haciendo suya la milenaria lógica de la
dominación patriarcal, el capitalismo no solo hizo legítima la apropiación
y segmentación de las tierras, sino que extendió la jornada de trabajo más
allá de los límites definidos por la luz solar y los ciclos estacionales. Ello
requería de cuerpos humanos dóciles, mansos y disciplinados, que fueran
más allá de sus límites, capaces de adaptarse al nuevo sistema productivo,
las nuevas jornadas y tareas extenuantes, como si eso fuese lo más normal
del mundo.
Y esto sigue en nuestros días. ¿O acaso a usted no le parece "normal"
estar sentado ocho horas en un escritorio frente al computador? Piense de
nuevo y probablemente advertirá que su cuerpo, tan inquieto en la niñez,
que solía saltar, patalear y correr o sencillamente deslizarse con impecable
fluidez por la vida, se tornó así de dócil en el pupitre de una escuela.
Lo cierto es que hacia el siglo XVI, la vida y la tierra dejaban de ser algo
sagrado, lo que constituyó el golpe mortal para la antiquísima
cosmovisión matrística, aquella mirada que celebraba la ambivalencia de
la existencia, atestiguada por los astros, la tierra y los ciclos de la
naturaleza. Y, por supuesto, significó también el comienzo de la
persecución y criminalización de todo un universo de creencias y prácticas
femeninas asociadas a esta cosmovisión. Un aborto, la anticoncepción, un
parto, era algo que sabía hacer cualquier mujer campesina del Medioevo.
Pero, a partir de ese momento, las mujeres perderían por completo su
antigua soberanía sobre la vida y la muerte. De hecho, se sabe que hasta el
siglo xvi el parto fue considerado un "misterio femenino"; desde tiempos
remotos, habían sido exclusivamente mujeres las parteras que asistían los
nacimientos. A partir del siglo siguiente, las parteras serían marginadas
por la progresiva intromisión de la ciencia médica y de los doctores, de
aquí en más considerados "dadores de vida", en todo lo concerniente al
embarazo y al alumbramiento.
Así, los métodos anticonceptivos, las hierbas y pociones de las mujeres
se convirtieron en los atroces encantamientos salidos de los inmundos
calderos de las brujas. Junto con ello, se comenzó a criminalizar todo el
amplio espectro de sexualidad meramente placentera y no reproductiva.
Todo esto fue, precisamente, lo que los nacientes Estados europeos de la
modernidad, echando mano de la Inquisición y la Iglesia católica, se
encargarían de destruir. A partir de una Bula del papa Inocencio viii de
1484, se comenzará a ligar explícitamente la brujería con toda práctica
anticonceptiva y sexualidades no reproductivas. Más adelante, a mediados
del siglo xvi, en Francia e Inglaterra se crearían registros de mujeres
embarazadas, estableciéndose la pena capital para las madres que dieran a
luz clandestinamente y cuyos hijos murieran sin ser bautizados. La
principal causa de aplicación de la pena capital sobre mujeres en los siglos
xvi y xvii en Europa será por infanticidios y, en segundo lugar, por
procesos de brujería,
anticonceptivas.
relacionados
estos
últimos
con
prácticas
El martillo de las brujas
¿Por qué el antiguo saber de las ahora llamadas brujas era considerado un
peligro para el nuevo orden político, social y económico que se imponía en
Occidente? ¿Qué tiene que ver el origen del capitalismo y la privatización
de la tierra con esta obsesión reproductiva, que criminalizaba tanto la
anticoncepción como el sexo recreativo? La respuesta, según Federici,
viene dada por la crisis demográfica que vivió Europa luego de la peste
negra que disminuyó entre un 30% y un 40% la población europea hacia el
siglo XIV. Precisamente, la caza de brujas de los siglos xvi y xvii debe
entenderse como una estrategia de apropiación de los cuerpos femeninos
por parte de los estados europeos que, en su esfuerzo por instalar el nuevo
modelo, debieron combatir la crisis demográfica y la escasez de
trabajadores.
Por supuesto, hablamos del tiempo cuando el capitalismo estaba en
pañales y el trabajo asalariado (realidad que a muchos hoy podrá
parecerles tan natural y evidente como que el sol es amarillo y el cielo es
celeste) era algo que, a duras penas, los campesinos se vieron obligados a
aceptar. Lo cierto es que el nuevo modelo requería de mano de obra y las
mujeres eran quienes debían producirla. De ahí que el control que ejercían
las mujeres del campesinado sobre su cuerpo y la reproducción comenzara
a ser percibido como una amenaza al crecimiento y la estabilidad
económica del mercado de trabajo. Dicho en breve: a las mujeres se les
obligó a ser madres, a proveer al sistema de trabajadores. Y la maternidad
fue reducida a la condición de trabajo forzado, obviamente no remunerado,
lo que se extendió a todas las labores domésticas realizadas por las “amas
de casa”.
La forzada gratuidad del trabajo doméstico de las madres contrastaba
con las figuras de la prostituta y la bruja, personajes que habían gozado de
gran prestigio durante el periodo medieval y que ahora comenzarían a ser
demonizados. “Prostituta de joven, bruja de vieja", decía el refrán. Entre
ambas figuras había un parecido. Ambas se vendían para obtener dinero y
un poder ilícito; la bruja vendía su alma al Diablo, mientras la prostituta
vendía su cuerpo a los hombres. Junto con ello, tanto la vieja bruja como
la joven prostituta eran vistas como símbolos de esterilidad,
personificación misma de la sexualidad no procreativa, por lo que no
podían ser aceptadas como identidades femeninas legítimas. No parece,
entonces, casual que por estos mismos años en que se hacía preciso
expropiarles el cuerpo a las mujeres comenzara a orquestarse el gigantesco
montaje en contra de las así llamadas brujas.
En el mismo periodo, por ejemplo, aparecía el tristemente célebre
Malleus Maleficarum o El martillo de las brujas, con el subtítulo: Para
golpear a las brujas y sus herejías con poderosa maza. Nada menos que el
libro de cabecera de los inquisidores y verdadero best-seller de la época,
escrito por Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, dos reputados teólogos
dominicos que no eran otra cosa que un par de psicópatas misóginos. Se
trata de un manual para cazar brujas, donde se describen las diversas
formas para reconocerlas y se especifican, de manera detallada, las
técnicas, mecanismos e instrumentos de tortura y vejación sexual
destinados a liberar al mundo del supuesto flagelo terrorista. Quienquiera
que lea este libro no tardará en advertir que la enorme mayoría de los
crímenes que se les imputaban a las brujas se relacionaban con la
sexualidad, en especial, con diferentes formas de atentar en contra de la
sexualidad reproductiva, entre las que destacan la práctica de abortos, el
poder de provocar esterilidad en la mujer y partos de mortinatos, y
también producir impotencia en los varones, además del robo de recién
nacidos para ofrecerlos al demonio. Como se ve, según los autores, la
principal preocupación de estas brujas espantacigüeñas era obstaculizar,
por todos los medios, que hombres y mujeres se reprodujeran.
“Árbol de penes cultivado en huertos monacales”, ilustración del Roman de la Rose, s. XIV.
Entre los numerosos encantamientos que, según el Malleus, empleaban
las brujas para impedir el coito y la reproducción, encontramos algunos
que, aunque son descritos para provocar espanto, resultan sencillamente
demenciales y absurdos. Es el caso, por ejemplo, del poder de las brujas
para hacer desaparecer los penes de los hombres por medio de la magia.
Una vez más, tropezamos con el ancestral terror patriarcal a la castración,
expresado en las diversas variantes del arquetipo de la "vagina dentada".
Los monjes dominicos llegan a afirmar que las brujas "coleccionan
órganos viriles en gran número y los colocan en nidos de pájaro, o los
encierran en cajas, donde se mueven como miembros vivientes y se nutren
de avena y maíz". O sea que las brujas, no contentas con arrebatarles sus
penes a los hombres, se los dejaban de mascotas. Los penes animados y sin
cuerpo vivían en los nidos de los árboles, o bien, las brujas los tenían en
jaulas en sus chozas, como quien tiene en casa canarios, loros o catitas.
¡Imagínese unos penes cantores haciendo todos esos movimientos
nerviosos de pájaro cada vez que el sol salía o se ponía!
Aquello de divertirse secuestrando penes de hombres no es un desvarío
casual de los autores del Malleus, sino que se relaciona directamente con
la lujuria insaciable que solía caracterizar a las brujas, quienes, por
supuesto, intimaban con el Diablo. Así lo afirman los autores del manual
para cazar brujas: “Todas estas cosas de brujería provienen de la pasión
carnal, que es insaciable en estas mujeres. Como dice el libro de los
Proverbios: hay tres cosas insaciables y cuatro que jamás dicen bastante:
el infierno, el seno estéril, la tierra que el agua no puede saciar, el fuego
que nunca dice bastante. Para nosotros aquí: la boca de la vulva. De aquí
que, para satisfacer sus pasiones, se entreguen a los demonios”.
Toda esta propaganda antimujer —y anti-Baubo— daría muy buenos
dividendos económicos, sociales y también culturales a principios de la
era moderna. Si ahora nos desplazamos hacia los comienzos del siglo xvii
europeo, notaremos que la bruja ya no era tan solo un delirio de un puñado
de fanáticos. Era una realidad cotidiana.
Albrecht Dürer, Cuatro brujas, 1497.
La luz de la hoguera
Hagamos de cuentas que estamos en Inglaterra, la cuna del capitalismo y
la modernidad, y más concretamente, caminamos por el Londres de
comienzos del siglo xvii. Instantáneamente, veríamos las hogueras
humeantes donde ardían mujeres campesinas y, por cierto, también
homosexuales que servían de leña para atizar las llamas. Para ese
entonces, toda forma de sexo no procreativa, así como toda iniciativa
anticonceptiva de las mujeres, habían quedado proscritas. Quien se
aventurara por esos caminos corría el inminente peligro de ser acusado de
perversión demoníaca. Por supuesto, el terror vigilante de la Inquisición y
las hogueras habían completado la tarea mediática iniciada por los autores
del Malleus. Se trata del terror ineludible y aplastante de aquellas mujeres
que veían a diario a sus vecinas, amigas y parientes arder en las hogueras;
por cierto, la gran mayoría de las presuntas brujas eran apresadas luego de
la delación de algún vecino. En este contexto, las mujeres se vieron
obligadas a renunciar a toda identidad que no se cuadrase en el molde de la
maternidad y la sexualidad procreativa.
Si seguimos nuestro recorrido y nos encaminamos hacia el puente de
Londres, tropezaremos con las numerosas cabezas de campesinos y
revoltosos que se pudren colgadas en los postes; en su gran mayoría, han
sido ejecutados por crímenes en contra de la propiedad privada. Más allá,
sobre las orillas fangosas del río Támesis, vemos alzarse varias
construcciones, tabernas, lupanares, casas de juego y, destacando entre
todas estas, un teatro: El Globo. Bajo una alta puerta, el conserje cobra las
entradas. En su interior, un público variopinto, compuesto por hombres y
mujeres de todas las clases sociales, aguarda el comienzo de una función.
Los plebeyos se apretujan y se divierten bebiendo ríos de cerveza. Un
cartel nos indica que hoy se representa la obra de un tal Will Shakespeare.
Macbeth, se llama la obra. Y acaba de comenzar.
“El mal es el bien y el bien es el mal", dicen, a coro, tres actores varones
que se asoman sobre el tablado. Es extraño. Aparentemente hacen el rol de
mujeres —porque en este teatro, lo mismo que en el teatro de la
antigüedad clásica, actúan solo hombres y son hombres, niños o jóvenes
imberbes, generalmente, quienes vestían enaguas e interpretaban los roles
femeninos—. Pero estos tres son hombres mayores y muy barbudos.
Criaturas ambiguas, de aspecto desagradable y andrógino, danzando
alrededor de un caldero.
“¡Son brujas!, ¡¡Brujas!!”.
El público las identifica de inmediato. “Y esos bigotes, qué bien que les
quedan", comenta un espectador. “Yo conocí una bigotuda", dice otro, “la
vieja perra hizo morir mi ganado". Por ahí va pasando un vendedor
ambulante. Lleva cervezas y avellanas, las palomitas de maíz de la época.
“Pero no se engañe, amigo, hay también brujas que son jóvenes señoras,
con la cara tersa como pétalos". Entretanto, allá en el tablado viene
entrando Macbeth. Es el protagonista de la obra. Soldado victorioso, viene
de ganar decisivas batallas para su rey. Y las tres brujas le susurran al
oído: “Salve, Macbeth, que un día serás rey".
“¡Viejas brujas intrigantes!”.
Aunque inicialmente Macbeth rechaza a las brujas y desestima sus
profecías, después, cuando es promovido por el rey por sus triunfos
militares, comienza a saborear la idea de que el vaticinio pueda hacerse
realidad. Es entonces cuando aparece en escena su esposa, Lady Macbeth.
Embriagado por la idea de un futuro glorioso, Macbeth compartirá con ella
el augurio de las brujas.
“¡Tú serás rey!”, dirá Lady Macbeth, contentísima, reiterando lo dicho
por las brujas. Un muchacho joven, muy femenino, es quien interpreta a la
mujer de Macbeth. Su voz, en un comienzo dulce y cálida, no tarda en
tornarse dura y tenebrosa: “Ya sabes lo que hay que hacer", le dice a su
marido.
Un espectador se limpia del bigote la espuma de la cerveza. “Ya está",
piensa. No hacía falta nada más. Aquella mirada, aquella sonrisa, la
amenaza de un asesinato. Ya se sabe de qué va la obra. Y aquella mujer,
esa Lady, pues no tiene nada de lady. “¡Esa también es una bruja!”. Otro
espectador se muestra de acuerdo y aventura un spoiler: “Esa bruja que
tiene Macbeth por esposa conseguirá la perdición de ambos. Es cuento
conocido. El tal Will Shakespeare es un imbécil que carece de
imaginación. Otra vez la historia de Adán y Eva y el paraíso perdido.
Chica mala convenciendo a chico bueno para que transgredan las normas y
la moral establecidas por el Padre. Y aquí la serpiente son las viejas
brujas".
Y así es, en efecto. Macbeth jura solemnemente ante su esposa que
asesinará al rey para hacerse con la corona. Pero no pasan ni dos minutos y
el hombrecito comienza a dudar. Matar al rey sería matar a quien le ha
jurado lealtad. Sería matar a quien ha sido como un padre para él.
“¿Acaso no eres hombre?”, le reprocha Lady Macbeth a su acobardado
esposo. Da un paso al frente y suelta un afectado monólogo: “Cuán tierno
es el amor hacia el bebé que mama", dice Lady Macbeth, con voz
enternecida. Pero enseguida afirma, llena de odio, que hubiese arrancado
de su pezón las encías sin hueso del bebé mientras este sonreía y le
hubiese estrellado los sesos contra una piedra, si así lo hubiese jurado. “¿Y
no has jurado tú, Macbeth, seguir adelante con el plan?”
“¡¡Bruja, bruja asquerosa!!”, grita un hombre, tomándose de un trago lo
que quedaba de su cerveza. A estas alturas está muy mareado y se dispone
a salir un momento del teatro. Afuera, otros hombres orinan y vomitan en
el canal construido allí para esos efectos. De pronto, una mujer sola pasa
frente a ellos. “Esa es puta". Los hombres la observan fijamente, algunos
enseñan sus miembros, entre risas y comentarios que se extienden hasta
que la mujer desaparece, apurando el paso. “¡Ojalá te quemaran, bruja
maldita!”, dice uno, subiéndose los pantalones.
Al regresar al teatro encuentra a su propia mujer concentradísima en la
obra y los monólogos de Lady Macbeth. “¿Escuchaste a esa arpía?”, le
comenta el hombre, “¡dijo que sería capaz de matar a su propio hijo por
cumplir un juramento! ¡Bruja maldita!”. “Sí, claro, es bruja porque tiene
más huevos que el propio Macbeth", piensa la mujer, pero no se atreve a
decirlo en voz alta. Es extremadamente peligroso decir algo como eso. El
hombre se apura en comprar otra cerveza. Da un largo sorbo y se llena la
boca de avellanas. Mientras mastica de forma sonora, comenta que la
bruja lo tiene así a Macbeth, lleno de dudas, vacilante, como una mujer. De
seguro ha hecho desaparecer su pene y lo tiene en una jaula como mascota
y lo alimenta con avena. Por eso la lady es quien lleva los pantalones en
esta relación. Un asco. Una aberración.
Mientras tanto, en el escenario prosigue Lady Macbeth con voz
atronadora:
“¡Vengan, vengan, horrendos espíritus, que sirven a las ideas mortales!
¡Quítenme mi sexo y llénenme, hasta el borde, de una negra crueldad!
¡Vengan hasta mis pechos de mujer y transformen mi leche en hiel!”:
“Quítenme mi sexo”, la frase atrapó instantáneamente la imaginación
de la mujer que contemplaba la obra. Despójenme de mi vulva. Es
exactamente lo que diría una bruja: que vengan los horrendos demonios
y se lleven mi vulva. Lady Macbeth lo dice porque también ve en su
sexo un estorbo. Sabe que el hecho de tener vulva la condena a un único
y exclusivo destino social: la maternidad. ¿Y cómo podría una madre,
una buena mujer, tomar con firmeza la mano tembleque de su marido y
hacerlo empuñar la daga para asesinar al rey y conquistar la corona?
“Quítenme mi sexo”. Es un grito desesperado. Quiere decir, tal vez,
“esterilícenme”. Sí, pero no es solo eso. Quiere decir, tal vez, libertad...
La mujer del público se queda pensativa. Entretanto, la obra prosigue
con Macbeth asesinando al rey y tomando la corona. Enseguida, los
Macbeth se instalan en el trono. Su régimen será caos y terror. Sin hijos, la
esterilidad de la pareja se mofa de sus pretensiones de poder absoluto. No
habrá hijos, no habrá herederos, no habrá más sangre de Macbeth que
pueda perpetuarse. Nada tiene sentido. Moraleja de la obra: la carencia de
hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer son el castigo de su crimen.
El crimen de dejarse tentar por las brujas. “La serpiente, Eva, Adán, ya se
los dije, el tal Will Shakespeare es un imbécil y no tiene imaginación".
Así, Lady Macbeth muere de culpa, de insomnio, de locura. Macbeth,
por su parte, muere por la espada de un hombre que no había nacido de
mujer, pues fue extraído por cesárea. Antes de morir, Macbeth filosofa:
“La vida es un cuento contado por un idiota, un cuento lleno de sonido y
furia, que no significa nada". El telón cae y el público aplaude, refunfuña,
se va. Lentamente el teatro se va vaciando, dejando el suelo regado de
huesos, manzanas, huevos podridos y otros restos de alimentos.
Henry Fuseli, Las tres brujas de Macbeth, 1785.
“Quítenme mi sexo”, piensa todavía la mujer mientras se esfuerza en
arrastrar el cuerpo seboso y pesado del marido que se ha dormido en
medio de la función de tan borracho que estaba. “Libérenme de este peso.
Estoy cansada”. Muy cansada de parir hijos a los que a duras penas
alcanza a alimentar. Es lógico que no pueda evitar soñar con hacer
desaparecer su vulva. ¡Qué alivio sería hacer como Lady Macbeth y
deshacerse, de una vez por todas, de su sexo!
Y es que, por aquel entonces, para una mujer tener vulva no era ya algo
para enorgullecerse. Vulva era ahora sinónimo de una pesada carga. De
una esclavitud. Y es que la caza de brujas había logrado lo que ni el
patriarcado antiguo ni el medieval habían conseguido: hacer de Baubo una
completa extraña para las propias mujeres. ¿Cuántas mujeres no habrán
deseado, por entonces, desvestirse de su sexo, suprimir sus vulvas? Porque
esas vulvas ya no eran suyas. A fuerza de hogueras, las mujeres debieron
acostumbrarse a experimentar la condena de vivir desterradas de sus
propios cuerpos.
¿Cuántas mujeres fueron llevadas a las hogueras acusadas de ser brujas?
Las cifras varían según distintos autores. Algunas fuentes hablan de
60.000, otras de 200.000, otras de dos y hasta cinco millones. Lo cierto es
que, como política de control sociocultural, la caza de brujas fue todo un
éXIto. Y es que en las hogueras a las mujeres les arrebataron algo más que
sus vidas. Ahí se consumió el ancestral conocimiento de sus propios
cuerpos y, con ello, su libertad para vivir del modo que eligieran. Y esta
expropiación, por supuesto, se extiende hasta nuestros días. ¿Cuántas
mujeres no habrán fantaseado alguna vez, ahora mismo, con suprimir sus
vulvas a cambio de paz y libertad?
Por supuesto, la caza de brujas prosigue aún en pleno siglo XXI. Porque
todo femicidio, todo atropello sexista, todas las violencias simbólicas y
materiales que están a la vuelta de cada esquina del mundo son solo
variantes de una cacería de brujas de nunca acabar.
Sin ir más lejos, ayer por la mañana, en el centro de la ciudad en donde
vivo, unas chicas subían sus vestidos y mostraban, alternativamente,
traseros y vulvas, gritando consignas como: “¡Aborto legal, seguro y
gratuito! ¡Nuestros derechos no se transan!”.
Enseguida, eran llevadas a rastras al carro de la policía.
Entretanto, al otro extremo del tiempo, una bruja era conducida al
patíbulo en la noche londinense. “¡A la hoguera esa vulva peluda y esa
bruja del demonio que nos la enseña!”.
La mujer que venía arrastrando al marido borracho desde el otro lado del
Támesis se detuvo mirar a la nueva víctima. Ahí estaba Baubo atada a un
poste. A su alrededor, el fuego humeaba y chisporroteaba como una
carcajada. ¿O era que el viento le había levantado el vestido y la antigua
diosa de la obscenidad no halló nada mejor que reírse ampliamente con
sus dos bocazas? Como fuere, la mujer que miraba no pudo contener la
risa.
Y esa risa es como un agua que alivia, que no se deja atrapar.
CAPÍTULO 3
Nuestra bruja: la Quintrala
Tendría unos nueve años la primera vez que supe de la Quintrala. Pasaba el
verano en la casa de mis tíos, en uno de esos cerros repletos de pinos y
eucaliptus del litoral central, cuando, una noche, mi primo Benjamín puso
ante nosotros una tabla ouija muy rudimentaria. "Llamemos a la
Quintrala”, dijo. Entonces yo no sabía de quién hablaba. Mi primo Pablo
pensaba que se trataba de un personaje de ficción, por una serie que habían
trasmitido años atrás en la televisión. Pero no, dijo el primo Benjamín, "la
Quintrala sí existió y fue una mujer mala. Qué digo mala, ¡mala malísima!
La más mala que ha pisado Chile. Una bruja pelirroja. La sirvienta del
diablo. Más perversa que el diablo mismo, porque odia a todos los
hombres. A ustedes, a mí y a dios y al diablo".
Bastó escucharlo para que aquella casa, siempre tan hospitalaria, se
tornara insoportablemente aterradora, como si de pronto hubiese sido
invadida por lo innombrable. Mi primo mayor, sin compasión, apagó la
luz, encendió una vela y siguió con la invocación: "Si estás aquí,
Quintrala, ¡manifiéstate!”.
Al cabo de unos segundos, el primo puso los ojos blancos y empezó a
hacer gárgaras sonoras. El vaso comenzó a dar alocados giros por el
tablero, hasta detenerse en el "Sí". Crucé una rápida mirada de espanto con
mi primo Pablo. De pronto, una ráfaga de viento entró por la ventana. La
vela se apagó. Instantáneamente, salimos disparados fuera de la casa,
dando tremendos gritos, y fuimos a estrellarnos directamente contra el
regazo de mi tía Catalina, que venía de vuelta con los demás adultos. A
nuestra espalda escuchábamos al primo Benjamín riéndose ruidosamente.
Eso, hasta que tropezó con la cara enfadada de su madre y la risa se le
atragantó en la nariz.
“¿Cómo se te ocurre asustar así a los niños, cabro jetón?”, lo increpó mi
tía.
Mi primo Benjamín nos miró. Estábamos escondidos detrás de las
piernas de mi tía. Luego se la quedó mirando con un aire desafiante
aunque también culposo, como si se sorprendiera de su propia temeridad.
A lo que mi tía inmediatamente contestó: “¡A ver! ¿A quién le venís a
poner esa cara? ¡Partiste a acostarte!”.
Aterrorizado, el primo Benjamín no dijo más y salió disparado a
esconderse en su pieza. Aquella noche, mi primo Pablo y yo dormimos
junto a mi tía. Como teníamos mucho miedo de la Quintrala, mi tía
prendió una vela en un pequeño altar en donde tenía, junto a varias fotos
familiares, un retrato de la Virgen.
Varios años más tarde descubriría con asombro que la Quintrala
histórica probablemente tenía más en común con mi tía que con la bruja
pelirroja con que nos asustan cuando niños. Y también descubriría que, al
igual que mi primo Benjamín, los hombres que temen a las mujeres suelen
ser los mismos que disfrutan asustando a los niños.
La mujer-monstruo
Sin saberlo, aquella noche, mi primo Benjamín nos había enseñado el
retrato hablado de la mujer-monstruo. Ni más ni menos que un arquetipo
universal. Y es que, en realidad, basta escarbar aquí o allá para percatarse
de que hay Quintralas repartidas por todo el mundo. Son todas mujeres
malas. Todas protagonizan leyendas que reproducen el miedo irracional
hacia la mujer, para lo cual se la pinta tan oscura como sea posible: una
criatura desprovista de humanidad y poseedora de terribles poderes, pero
especialmente, del peor: la seducción infernal, esa que arrastra
irremediablemente a la perdición. Y, por cierto, todas estas mujeresmonstruos ejercen una formidable atracción entre escolares aficionados a
las tablas ouijas y otras formas de comunicación transmundana.
Así como en Chile es común ver a escolares invocando al espíritu de la
Quintrala, en España la invocada es la Verónica, extraña mujer-demonio
que, al filo de la medianoche, se asoma en los espejos tras ser llamada
mediante un determinado ritual (similar a los que se realizan por estos
lados para la noche de San Juan). El origen de este siniestro personaje es
borroso, aunque algunos autores apuntan a Santa Verónica, una mujer que
bien puede considerarse poderosa (porque detrás de toda mujer-monstruo
suele haber una mujer de carne y hueso envestida de algún poder). Según
la tradición cristiana, Verónica fue quien tomó esa instantánea del rostro
de Jesús conocida como "el santo sudario”, al extenderle, generosamente,
el velo donde sus facciones habrían quedado impresas, tras secarse con él
la sangre y el sudor, mientras cargaba la cruz rumbo al Calvario. Mujer
poderosa esta Verónica, pues habría podido retener su rostro, a pesar de
que Cristo se fugó para siempre de la historia, sin dejar otra huella más
que palabras dichas al viento (las que, suponemos, recogieron muy bien
los evangelistas). El miedo a los espejos —esa superficie fría que te atrapa
en un mundo de reflejos, que está al otro lado de este mundo— se
relaciona, sin duda, con el velo de la Verónica original.
Efectuando un ritual similar ante el espejo, los escolares del mundo
anglosajón invocan a la Verónica bajo el nombre de "Bloody Mary". Acá la
huella histórica del espantoso personaje es mucho más clara. Y es que,
además de ser el nombre de un cóctel a base de tomate y vodka, "Bloody
Mary” (María, la sanguinaria) es el apelativo que los ingleses le dieron a
María Tudor, la hija de Enrique VIII, rey que ha pasado a la historia por
romper las relaciones entre la Corona inglesa y la Iglesia católica, por ser
el fundador del protestantismo anglicano hacia el año 1534. Por supuesto,
Enrique VIII es también famoso por romper sus relaciones matrimoniales.
De hecho, fue justamente porque el monarca deseaba casarse con su
amante Ana Bolena, que debió idear el modo de sacarse de encima a
Catalina de Aragón, su esposa legítima y madre de María. Por eso, para
que lo dejaran divorciarse en paz, al rey se le ocurrió la genial idea de
fundar su propia iglesia. No obstante, más tarde, convertida en soberana de
Inglaterra e Irlanda desde 1553, María Tudor, en un gesto hacia sí misma y
hacia su desdeñada madre, derogó las reformas religiosas de Enrique y
sometió nuevamente a Inglaterra a la disciplina del papa romano. Fue
entonces que María emprendió una feroz represión contra todos los
opositores de la reinstauración del catolicismo, condenando a la hoguera a
cerca de trescientas personas. De ahí el apodo de "Bloody Mary".
El personaje histórico detrás de "Bloody Mary” fue el de una reina que
no consintió ser marginada; una reina que, cuando tomó el poder, se rebeló
en contra de la ley de su padre. La leyenda urbana, en cambio, habla de
una mujer demoníaca y pelirroja que aparece cuando se pronuncia su
nombre tres veces frente a un espejo.
Para hacer un "Bloody Mary” se requieren ciertos ingredientes
estandarizados. Para hacer una mujer-monstruo también. Por lo general,
poseerán alguna riqueza o posición privilegiada. En cuanto a su contextura
moral, serán lascivas y depravadas, malvadas y asesinas. Su retrato físico
nos las suele mostrar pelirrojas, con ojos claros (de preferencia verdes) y
la tez muy blanca. Haga la prueba y googlee la palabra "Quintrala". ¿Qué
ve? Probablemente, la misma paleta de colores y el mismo patrón de
rasgos repartidos en actrices de televisión, representaciones plásticas,
pictóricas, cómics, entre otras imágenes. Incluso, otras mujeres reales, a
menudo involucradas en acciones criminales, que han sido motejadas con
el infamante nombre —como la llamada "Quintrala de Seminario”—, se
ajustan a dicho modelo. Similares rasgos físicos y morales habrían
caracterizado también a Erzsébet Báthory, conocida como la "condesa
sangrienta". La leyenda negra que se ha tejido en torno a esta aristócrata
húngara del siglo XVII nos dice que estaba obsesionada con la idea de
conservar su belleza y que, con esa finalidad, asesinó a cientos de mujeres
jóvenes para bañarse con su sangre. Por otra parte, numerosas
representaciones de Eva y Pandora también suelen ajustarse a dicho patrón
o modelo físico.
Dante Gabriel Rossetti, Lady Lilith, 1866-1868.
Lo cierto es que a las malas mujeres, brujas, vampiresas y mujeres
fatales en general, suelen pintárnoslas con similares características. Es
probable que dicho modelo comenzara a popularizarse a partir del siglo
xix, gracias a las pinturas e ilustraciones que los artistas románticos
realizaron de Lilith, a quien, como vimos, bien puede calificarse como la
primera mujer y la primera bruja.
Pero está claro que el retrato hablado de la mujer-monstruo jamás
coincide con la mujer que dice retratar. Por el contrario, la imagen de la
mujer de carne y hueso siempre se pierde bajo el retrato de la bruja de
cabello cobrizo, lo mismo que su biografía se distorsiona para quedar
aplastada bajo la leyenda negra. Así, por ejemplo, si se nos habla de la
Quintrala, instantáneamente la imaginamos horrorosamente bella,
montada en su caballo, con el látigo firme en su mano, su cabello de fuego
al viento, con los ojos verdes inyectados de ira. En cuanto a su retrato
moral, la Quintrala es sencillamente una señora muy poderosa y tirana,
una seductora femme fatal, lujuriosa y asesina. Una devoradora de
hombres. La Quintrala es una mujer-monstruo. Fácil de reconocer y, por
eso mismo, una completa desconocida.
No es casual que nuestro aprendizaje cultural incluya, dentro de sus
lecciones más elementales, el conocer a la mujer-monstruo, de preferencia
cuando somos niños y, en general, a través de un buen susto. El miedo
adoctrina. Y hay miedos infantiles que jamás se borran, que se mantienen
durante toda la vida. El miedo a las tormentas, por ejemplo. A las
tormentas les tememos de niños pues creemos ver en ellas una
perturbación del "orden natural". Es a través del miedo que se nos induce a
creer en un universo binario, dotado de una perfecta geometría, un
universo ordenado en ámbitos opuestos, que jamás se entremezclan, donde
necesariamente debemos preferir la calma a la tormenta, la luz a la
oscuridad.
El miedo a la mujer-monstruo funciona de manera similar: se nos
presenta como una perturbación del "orden natural". Pero, por eso mismo,
de su existencia se deriva la imagen preferible de su contraparte: la mujer
angelical. Esta lección que aprendemos del miedo infantil se cristaliza
luego en el juicio intransigente que forjamos siendo adultos. Así, no
faltará quien considere que, si de mujeres se trata, no puede haber un
rango intermedio entre lo perverso y lo santo. Que es preferible la mujer
de belleza angelical, llena de dulzura y suavidad, un ser dócil, sumiso,
pasivo y sin personalidad. Que aventurarse fuera de este molde, buscar la
independencia y la autenticidad, rechazar ser pasiva y sumisa,
inmediatamente te convierte en la mujer-monstruo. A fin de cuentas, la
monstruosidad es el precio que una mujer debe pagar por poder definirse a
sí misma, y esto resulta también válido para cualquier identidad que
busque expresarse fuera de los marcos del pensamiento binario patriarcal.
Como se verá enseguida, la imagen que conservamos de la Quintrala
corresponde a un retrato, a todas luces, imaginario. Obviamente, la mujer
de carne y hueso que fue la Quintrala —cuyo nombre verdadero, ya es
tiempo de decirlo, fue Catalina de los Ríos Lisperguer— no puede
reducirse al monstruo diseñado para, entre muchas otras cosas, provocar
miedo entre escolares aficionados al espiritismo. En realidad, si buscamos
a la mujer detrás del retrato imaginario que nos la muestra melenuda y
pelirroja, de ojos verdes encendidos, de tez blanca, esbelta y voluptuosa,
probablemente nos sorprenderemos al advertir sus rasgos indígenas, su tez
morena, su baja estatura, en fin, su enorme parecido a cualquier mujer
chilena promedio. Una cosa es segura: Catalina fue una mestiza. Y, en
estricto rigor, en este mundo todos son mestizos. Y nuestra moral también
lo es. Así como no existe una pureza racial, tampoco existe tal cosa como
la pureza moral, un comportamiento sin mancha ni arruga.
¿Fue perversa la Quintrala? De seguro no más que otros individuos que
habitaron su tiempo y su espacio, el Santiago colonial, esa tierra donde lo
santo y lo perverso se separaban apenas por un cabello.
Benjamín y la Quintrala
La segunda vez que conocí a la Quintrala fue por intermedio de otro
Benjamín. Hablo de Benjamín Vicuña Mackenna, autor de un libro que
fuera muy famoso en las últimas décadas del siglo XIX: Los Lisperguer y
la Quintrala. Podría decirse que, sin necesidad de haber leído el libro,
muchos chilenos han conocido este retrato de la Quintrala. Y es que el
libro de don Benjamín es el germen de donde han salido la infinidad de
obras de teatro, novelas y series de televisión que, hasta el día de hoy, nos
han enseñado las crueldades de doña Catalina de los Ríos y su familia.
La materia prima para esta obra, según el propio autor, proviene de la
leyenda oral sobre la malvada Quintrala que una sirvienta le contara
cuando niño, hacia finales de la década de 1830. Podemos imaginar al niño
Benjamín esa noche tras haber oído el relato, dando vueltas en su cama,
sin poder pegar un ojo. En su imaginación tal vez se deslizarían las
imágenes de la Quintrala legendaria, aquella poderosa hacendada, mestiza
de españoles, alemanes e indios, famosa por su perversidad, crueldad y
desenfreno sexual. Especial horror debe haberle provocado el legendario
sótano donde la Quintrala cometía sus crímenes y guardaba sus venenos.
Es probable que la imaginara ahí atormentando a latigazos a sus siervos
indígenas, derramando la esperma ardiente de una vela sobre la herida
abierta de una esclava recién azotada, en fin, cometiendo todas las
aberraciones habidas y por haber. Porque de esta mujer terrible se dice que
llegó a envenenar a su propio padre. Como una araña que espera a su presa
en un rincón de su red, en aquel espantoso sótano, la Quintrala devoraba a
sus amantes.
Pero hay una escena que cualquiera que oye la leyenda de la Quintrala
no puede evitar recordar. Porque se dice que al regresar de sus frecuentes
veladas lascivas y sangrientas, la Quintrala se encontró en su casa con la
imagen del Cristo de la Agonía tallada en madera y, al sentirse juzgada por
la mirada implacable del Cristo, le ordenó a un esclavo que se lo llevara de
la sala. Mientras el esclavo obedecía las órdenes y se disponía a llevar a la
calle la imagen religiosa, la Quintrala se paró en frente de la misma y le
gritó: "Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara.
¡Afuera!”. Según la leyenda, los monjes agustinos habrían recogido el
Cristo de la Agonía luego de que la Quintrala lo expulsara fuera de su
casa.
El joven Benjamín creció en los años del régimen conservador que
gobernó Chile entre las décadas de 1830 y 1850. Durante aquel periodo,
que siendo adulto aborreció, en más de una ocasión debió haber
contemplado aquel Cristo que hasta el día de hoy se exhibe en una de las
naves laterales de la iglesia de los agustinos, en pleno centro de Santiago.
Como la Quintrala, este Cristo también es legendario. Se dice que su
corona de espinas —una trenza de cueros, en realidad— descendió de la
cabeza hasta su cuello durante el feroz terremoto que asoló la entonces
pequeñísima ciudad de Santiago, el 13 de mayo de 1647. La leyenda
asegura que si alguien intenta poner de nuevo esa corona en su lugar la
tierra volverá a sacudirse como suele hacerlo, de manera caprichosa e
incontrolable. Según afirmaba el obispo de la época, el agustino Gaspar de
Villarroel, durante el terremoto (que según los creyentes habría durado lo
que se demora uno en rezar tres credos seguidos) "la tierra se movía con la
soltura de las mujeres en materia de deshonestidades". Semejante
comentario ilustra de manera elocuente la opinión que se tenía sobre las
mujeres por aquellos años de la Colonia donde vivió la Quintrala.
Sin duda, la vida de la legendaria Quintrala siempre aparecerá ligada a
esta imagen del Cristo de la Agonía. Esto no es para nada casual si se
considera que un monstruo como el que, se supone, fue esta mujer,
únicamente podía ser contrapesado con una figura tan poderosa como el
mismísimo Dios encarnado en un varón. A fin de cuentas, será el Dios de
los cristianos quien acabe derrotando a la Quintrala. Y es que, como dice
el cuento popular, aquella mujer hacendada, acusada y juzgada por sus
crímenes en vida, pero nunca condenada, recibirá su merecido castigo en
el más allá. El relato popular concluye dejando a la Quintrala suspendida
de un cabello, a segundos de ser absorbida por el fuego abrasador del
infierno. Así concluía el relato que la sirvienta contó al niño Benjamín
Vicuña Mackenna. Una odiosa imagen para provocar pesadillas. Sin
embargo, ya siendo un adulto, no podría evitar volver sobre estas patrañas,
hijas del miedo y el castigo, que tanto lo atormentaran siendo pequeño.
Pasado el tiempo, Vicuña Mackenna se convertiría en un prolífico
abogado, historiador, periodista y un activo participante de la vida política
nacional de la segunda mitad del siglo xix. Empleando las herramientas de
la investigación histórica, se dio a la tarea de reconstruir la vida de
Catalina de los Ríos Lisperguer, la Quintrala, aquella mujer a quien
calificó como "célebre y terrible". Lógicamente, para construir su retrato
histórico, don Benjamín tuvo que alejarse de aquello que él mismo
llamaba "deleznable tradición”, a la cual, con científico rigor, procuró
oponer los documentos auténticos que se dedicó a estudiar con
minuciosidad. Estamos hablando de un señor que pertenecía a lo más
granado de la élite ilustrada chilena del siglo xix, es decir, un señor que
había sido educado en la idea de que ya era hora de explorar el mundo —y
también el pasado— bajo el lente de la razón.
Hablamos, entonces, de alguien que no comulgaba ni con los dictados de
la Iglesia católica, ni tampoco con la tradición popular. Y es que a don
Benjamín las supersticiones de las gentes del pueblo y de los curas le
producían un profundo rechazo; eran cosas propias del Chile colonial, un
mundo que debía quedar atrás. Por cierto, hablamos también de un político
liberal que, en el conflictivo siglo xix chileno, enarboló las ideas de la
Revolución francesa, la libertad, la igualdad y el progreso social, en contra
de cualquier ideología conservadora que siguiera atando a nuestro país con
su deleznable y oscuro pasado. Como intendente de Santiago, quiso
plasmar su ideario modernizando la ciudad, a la que quiso convertir en el
"París de América”, siendo su obra más recordada la transformación del
rocoso peñón que era el cerro Santa Lucía en el bonito paseo que recorre el
peatón actual.
Sin embargo, como todo ser humano, don Benjamín tenía sus
contradicciones. Una de ellas se relaciona con su rol de historiador. Y es
que, pese a su declarada intención de recuperar a la mujer que, en verdad,
fue Catalina de los Ríos, arrancándola así de las garras del mito y la
leyenda popular, es claro que lo fabuloso no desaparece del todo en la
historia de Vicuña Mackenna. Por supuesto, la imagen legendaria y
horrorosa de la Quintrala cautiva y provoca; ella siempre trae de regreso
aquella primera impresión infantil marcada por el vértigo y el espanto.
Sentimientos similares afloran en el libro de don Benjamín, por ejemplo,
cuando se refiere a "los sótanos de muerte” donde Catalina guardaba sus
venenos y llevaba a cabo sus crímenes. Sótanos que no figuran en los
documentos, sino que provienen directamente de la leyenda.
Lo cierto es que muchos de estos elementos de la tradición, incluida la
anécdota del Cristo de la Agonía, son conservados y enfatizados en la
narración histórica de don Benjamín. Vale la pena indicar también que, en
su momento, Los Lisperguer y la Quintrala fue publicándose por capítulos
que circulaban semanalmente, insertos entre las páginas de un periódico,
al igual que los folletines o novelas por entrega, textos literarios que
también venían incorporados en la prensa nacional. De hecho, podría
decirse que la historia de la Quintrala escrita por Benjamín es también una
novela, una atractiva ficción que mantuvo ocupada la atención de los
lectores durante mucho tiempo, lectores que devoraban cada capítulo,
como quien hoy en día sigue una serie en Netflix. Por lo demás, cuando la
historia de Vicuña Mackenna fue finalmente publicada en formato libro
hacia 1877, su portada fue ni más ni menos que la pavorosa imagen de la
Quintrala colgando de un pelo sobre el abismo infernal.
Portada de Los Lisperguer y la Quintrala, 1877.
Con lo anterior no pretendo afirmar que Vicuña Mackenna fuera un
novelista o un fabulador. Sin embargo, parece innegable que su
elaboración histórica del mito no se deshizo del mito; al contrario, lo
robusteció. Por otra parte, vale la pena indicar que durante el siglo xix la
gran mayoría de los lectores de las novelas por entrega o folletines que
aparecían en los periódicos eran mujeres. En la figura de la Quintrala,
creada por Vicuña Mackenna, estas lectoras, casi todas pertenecientes a la
clase dirigente (muy pocos en Chile sabían leer por entonces), fueron las
principales consumidoras de este modelo negativo de la feminidad,
construido por el historiador. Hay una clara intencionalidad didáctica
detrás de esta historia: las mujeres debían aprender no solo a temerle a la
Quintrala sino que, fundamentalmente, a temer comportarse como la
Quintrala.
Otras contradicciones de Vicuña Mackenna resultan aún más
importantes para entender a su Quintrala, que sigue siendo nuestra
Quintrala. Y es que, pese a sus ideas progresistas y liberales, don
Benjamín califica en la gigantesca galería de "misóginos ilustrados”, es
decir, señores a quienes la "inferioridad” de la mujer les parece algo de lo
más razonable. En realidad, desde los filósofos griegos a esta parte, se ha
tratado de emplear un "discurso racional” para justificar la inferioridad
natural de la mujer. Y poco importa si, como se mencionó antes, don
Benjamín comulgaba con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de
la Revolución francesa. Es bien sabido que, luego de luchar codo a codo
por tales ideales, las mujeres francesas fueron completamente excluidas
del goce de los logros políticos, sociales y culturales que trajo consigo el
crucial momento histórico, quedando una vez más relegadas a la esfera de
lo doméstico. No es necesario extenderse demasiado en este punto. Valga
solo recordar que, tras la proclamación de la famosísima Declaración de
los derechos del hombre y el ciudadano en 1789, documento que inspiraría
nuestra Declaración Universal de los Derechos Humanos, una mujer, la
filósofa y dramaturga francesa Olympe de Gouges, debió salir a corregir
un "pequeño” olvido de los miembros de la Asamblea. Así, en 1791 lanza
su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Poco después,
en 1793, tras ser sentenciada por el tribunal revolucionario, la altiva
cabeza de Olympe caerá bajo la guillotina.
Lo verdaderamente monstruoso
Quienquiera que lea Los Lisperguer y la Quintrala podrá comprobar la
evidente misoginia de don Benjamín Vicuña Mackenna. Y es que, para el
historiador, la maldad de Catalina de los Ríos viene dada por los "malos
ejemplos” que recibiera de las mujeres de su familia, ya que, en sus
propias palabras, la maldad es "tendencia de su sexo". Así, por ejemplo,
cuando nos describe a la abuela paterna de Catalina, doña María de Encío,
se nos dice que esta "mató a su marido estando durmiendo una siesta,
echándole azogue por los oídos". Valga comentar, de paso, que desde
temprano este crimen fue puesto en duda por otros historiadores como
Diego Barros Arana; sin duda, aquello de verter mercurio en el oído de la
víctima resulta ser un método demasiado aparatoso, como tomado
prestado de un drama de Shakespeare (concretamente, así es cómo
asesinan al padre de Hamlet).
Como fuere, lo que verdaderamente nos importa destacar aquí es quién
fue María Encío, la abuela paterna de la llamada Quintrala.
Lo primero que sorprende es que se trató de una de las contadas mujeres
españolas que vivieron en Santiago durante los primeros años de la
conquista española. Lo mismo que Inés de Suárez, María Encío fue la
manceba —otros dirán "la querida”— de Pedro de Valdivia. Era, en todo
caso, quien servía a los requerimientos sexuales del conquistador, que
había dejado a su legítima esposa, María Ortiz de Gaete, en España. Mujer
de alto rango, hermana de Juan Encío, uno de los financistas de la
expedición de conquista, María debió ser entregada en matrimonio a un tal
Gonzalo de los Ríos, abuelo paterno de doña Catalina de los Ríos, luego de
que la Real Audiencia de Lima presionara a Valdivia para que se trajera a
su legítima mujer hasta tierras chilenas. Tiempo atrás, Pedro de Valdivia
había casado a su concubina Inés de Suárez con el capitán Rodrigo de
Quiroga. Era, entonces, práctica habitual del conquistador deshacerse de
sus queridas dándolas en matrimonio a algunos de sus hombres de
confianza y entregándole tierras, a modo de compensación.
Pero María de Encío fue mucho más que la concubina de Pedro de
Valdivia. En realidad, ella debiese ser reconocida por haber sido la primera
mujer española venida a Chile que defendió públicamente su derecho a no
concebir hijos no deseados y a emplear métodos abortivos, ni más ni
menos que ante el tribunal de la Inquisición. En su declaración leemos:
“María de Encío, natural de Bayona, en Galicia, mujer de Gonzalo de los
Ríos, vecina de Santiago de Chile, presa con secuestro de bienes por el
Santo Oficio, testificada ante el Provisor de haber dicho que... si una mujer
casada o doncella se sentía preñada y no de su marido, por encubrir su
fama podía matar la criatura en el vientre o tomar cosas con que la
echase”.
La abuela paterna de la Quintrala debió enfrentar diversos cargos ante el
Tribunal del Santo Oficio, entre los que destacan la práctica de abortos y,
era que no, la brujería. Y ya sabemos la íntima relación que hay entre
brujería y la autonomía femenina en materia de reproducción. Lo cierto es
que María de Encío, como la inmensa mayoría de las mujeres de la
Colonia, conocía muy bien las hierbas y pócimas para impedir el
embarazo, o si llegaba el caso, provocar un aborto. No solo los conocía
sino que fue firme en defender su uso. Y es que los embarazos no deseados
eran pan de cada día en la Conquista y la Colonia, tiempos en que la
generalidad de las mujeres, españolas e indias, sufrían cotidianamente
violaciones, tanto de los conquistadores como de los conquistados.
Sin embargo, don Benjamín solo pudo ver a las mujeres que
antecedieron a la Quintrala rodeadas de hierbas y pociones venenosas. La
típica botica de las brujas. Para él, la Quintrala era el resultado esperable
de los malos ejemplos femeninos del hogar y de las propensiones de su ser
y de su sexo. No en vano, nos dice el historiador, Catalina de los Ríos
repetiría el gesto de su abuela paterna, esta vez envenenando a Gonzalo de
los Ríos y Encío, su propio padre. Aunque esto es pasto para la leyenda,
pues de los documentos nada se puede concluir al respecto.
Aparte del hecho de ser mujer, había un elemento más que, según don
Benjamín, explicaría la perversión y monstruosidad de la Quintrala: el
historiador insiste repetidas veces en el mestizaje como culpable de la
maldad de Catalina de los Ríos. Su abuelo alemán, Pedro Lisperguer, se
había casado con doña Águeda Flores, a su vez descendiente de otro
alemán, Bartolomé Blumen, soldado bávaro que también formó parte del
grupo de Pedro de Valdivia, y de Elvira, la cacica de Talagante, hija de un
importante cacique mapuche. Vicuña Mackenna es claro al señalar que esa
"extraña y terrible mixtura de sangres” que corría por las venas de
Catalina de los Ríos era lo que la llevaba a "satisfacer el apetito dominante
de su naturaleza de india: la crueldad".
De lo anterior se deduce que, además de misógino, don Benjamín,
miembro de la élite blanca y urbana, era también un racista. Es cierto que
el racionalismo imperante durante la época en que vivió el historiador
creía a pie juntillas en el determinismo social y racial, pero el racismo de
don Benjamín y, en especial, su desprecio por el mapuche, fue mucho más
allá de sus lecturas y su trabajo intelectual. En efecto, poco se suele hablar
del rol político de Vicuña Mackenna como uno de los más acérrimos
promotores de la llamada "Pacificación de la Araucanía”, eufemismo con
que tradicionalmente se ha designado a la operación militar dirigida por el
Estado chileno con objeto de desalojar, mediante el empleo de la fuerza y
la violencia, a la población indígena de sus territorios ancestrales ubicados
al sur del Biobío.
Si prestamos atención, ya no al historiador, sino al diputado liberal, que
en 1868 tomaba la palabra en el contexto de un debate parlamentario sobre
"la cuestión de Arauco”, escucharemos a don Benjamín afirmar que el
mapuche "no es sino un bruto indomable, enemigo de la civilización
porque solo adora los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la
embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones
que constituye la vida del salvaje". Los rasgos físicos del mapuche serían
señas claras de su inferioridad: "el rostro aplastado, la nariz roma y la
frente deprimida, signos de la barbarie y ferocidad innatas del auca
(mapuche)”. En cuanto a la posibilidad de que el mapuche se integrara a lo
que se suele denominar vida moderna o "civilización”, Vicuña Mackenna
concluye en tono sentencioso: "Se invoca la civilización a favor del indio
y ¿qué le debe nuestro progreso, la civilización misma? Nada, a no ser el
contagio de la barbarie".
¿Qué es, entonces, lo "verdaderamente monstruoso” en la Quintrala de
don Benjamín? Sencillo: lo verdaderamente monstruoso en ella es la
mezcla. El contagio con lo distinto, con lo que se supone es contrario u
opuesto. Y esto no es nada nuevo. Un monstruo es siempre un ser que
combina dos o más reinos diversos. Pienso, por ejemplo, en las viejas
esfinges griegas que tenían cabeza y busto de mujer, patas y cuerpo de
león, alas de águila y cola de serpiente. Bien pensado, el monstruo es
monstruoso sencillamente porque transgrede los límites, las
clasificaciones, las distinciones de todo tipo.
La Quintrala que nos dejó don Benjamín, que es, a fin de cuentas, la
Quintrala que todos conocemos, transgrede los límites raciales: es una
poderosa hacendada de la Colonia por cuyas venas corría una sangre
peligrosa y maldita: la sangre mapuche. Transgrede también los límites
impuestos por los roles que, se supone, corresponden a hombres y
mujeres: ella es la soberana, la dominadora, la que es capaz de expulsar al
mismísimo Cristo de su casa porque no quiere hombres que le pongan
mala cara.
La Quintrala, nuestra mujer-monstruo, enseña a las mujeres chilenas a
tener bien claros cuáles son sus límites. Y, de paso, nos enseña a todos los
chilenos a mantenernos quietecitos en nuestros lugares, porque traspasar el
límite es tomar parte de la monstruosidad. En verdad, don Benjamín acabó
siendo el padre severo que nos asusta con historias de espanto, para que
nos portemos bien y no nos pasemos de la raya.
A veces, cuando camino por el cerro Santa Lucía, imagino a don
Benjamín recorriendo aquel sitio que fue su orgullo y su juguete
predilecto, su castillo Grayskull, su caja de arena. En más de una ocasión
habrá paseado por ahí, acompañado de su esposa y sus hijos y, por
supuesto, en tales paseos se habrá mencionado el nombre de la Quintrala.
Por entonces, todo Santiago podía verse desde el pequeño cerro. Desde ahí
don Benjamín habrá contemplado, satisfecho, el avance de las obras de
remodelación de la capital que realizara como intendente. A lo lejos podía
verse el trazado del llamado Camino de Cintura, actual avenida Vicuña
Mackenna al oriente, y actual avenida Matta por el sur. Dicho camino era,
en realidad, otro límite, uno bien concreto, una barrera pensada para
segregar la ciudad en clases sociales. Porque más acá del Camino de
Cintura estaba la ciudad propiamente tal, cultural y limpia, donde vivía la
gente civilizada. Y más allá estaba la "ciudad bárbara, injertada en la culta
capital de Chile”, en palabras del propio Vicuña Mackenna. Los suburbios,
infectos y peligrosos, donde vivían los monstruos revueltos, en repugnante
mezcolanza.
La Virgen y la Tirana
Dentro de nuestra mitología nacional, la Quintrala se nos ha presentado
tradicionalmente como el rostro sombrío de la mujer. Sencillamente,
representa lo que una mujer chilena no debería ser. No resulta casual,
entonces, que el oscuro mito de la Quintrala haya venido tejiéndose en
contraposición a la figura maternal y luminosa de la Virgen del Carmen,
considerada, hasta el día de hoy, "la madre de todos los chilenos". Y no es
difícil advertir que, en el relato de Vicuña Mackenna, las mujeres
Lisperguer, y particularmente la Quintrala, se muestran como el
contrasello de la Virgen y, con ello, exceden el límite de lo femenino,
señalado en el rol unilateralmente maternal que el discurso liberal
decimonónico prescribía para la mujer. Si bien es cierto que de un tiempo
a esta parte las mujeres han podido liberarse de su histórico confinamiento
al papel doméstico/maternal, el peso cultural de dicha figura femenina
(delicada, tierna y angelical) sigue estorbando sus legítimas aspiraciones
de acceder al dominio de una expresión auténtica y propia.
Precisamente, la carencia fundamental de un modelo en donde puedan
reconocerse ha llevado a muchas mujeres chilenas a interesarse en la
Quintrala, a quien han podido redescubrir, más allá del monstruo
legendario, como una figura femenina potente e independiente, desligada
del modelo mariano-cristiano-patriarcal, que solo admite a la mujer en su
condición subordinada y solo la tolera en su necesaria función de madre y
fundamento de la familia. En nuestro país, numerosas recreaciones
artísticas del mito de la Quintrala, como la realizada por la novelista
Mercedes Valdivieso (en su novela de 1991, Maldita yo entre las mujeres),
han reivindicado a doña Catalina de los Ríos —o la "Catrala”, como la
llamaban sus cercanos— como un nuevo modelo de feminidad, capaz de
expresar la autonomía de la mujer respecto del hombre y,
fundamentalmente, el legítimo derecho que toda mujer debiese tener a
experimentarse como un ser ambivalente, compuesto de luces y sombras.
Un derecho humano, por lo demás.
Lo que se quiere enfatizar con ello es que toda mujer, como todo ser
humano, tiene derecho a expresarse como un sujeto contradictorio, un
acontecimiento en devenir, todavía inacabado. Lo que equivale a admitir
que una misma mujer puede ser muchas mujeres diferentes: puta y santa,
virgen y madre, necia y sabia: ser una cosa, la otra, o las dos
indistintamente.
Toda mujer es muchas mujeres. Y ni siquiera la mismísima Virgen es
inmune a la ambivalencia y al desborde. Si no me cree, permítame ilustrar
la idea contando algo sobre los orígenes, tal vez no tan conocidos, de la
Virgen del Carmen. En realidad, su nombre más exacto sería la Virgen del
Carmen de la Tirana, la Reina y Madre de Chile. La leyenda en torno a la
Virgen chilena nos remonta a los primerísimos años de la Conquista,
cuando Diego de Almagro llegaba hasta Atacama la Grande, actual
Calama, procedente del Cuzco. Lo acompañaban una cincuentena de
españoles y una descomunal cantidad de indígenas peruanos, incas
rendidos al servicio de la Corona. Entre estos últimos se contaban algunos
incas de renombre, llevados como rehenes con objeto de preservar la
sumisión de los demás indios. Entre ellos iba el sumo sacerdote Huillac
Huma, quien traía consigo a su hija, la joven sacerdotisa Huillac Ñusta;
por las venas de padre e hija corría la sangre de los incas soberanos de
Tahuantisuyu.
La leyenda cuenta que, aprovechando el descuido de los españoles, la
Ñusta —que quiere decir princesa o muchacha con sangre real— huyó con
un importante contingente de indios hacia la Pampa del Tamarugal, donde
estableció su reino y lideró una rebelión en contra de los españoles para
salvaguardar su cultura. Durante los cuatro años que duró el alzamiento, la
Ñusta fue conocida por el nombre de la "Tirana del Tamarugal".
En la figura de la Reina Tirana vemos dibujarse lo femenino de un modo
muy distinto a la imagen femenina de maternal sumisión que trajeron
consigo los conquistadores españoles. La Tirana proyecta lo femenino
como poderoso, rebelde y transgresor. Es una "tirana”, por lo tanto desafía
a todo aquel que se atreva a oprimirla. Desobedece y no se deja avasallar
por nadie, llegando, incluso, al despotismo. ¿No le recuerda, en algo, a la
Quintrala?
Sin embargo, la leyenda que ahora estoy narrando, que es cuento
cristiano al fin y al cabo, nos permite ver la majestuosa rebeldía de la
Ñusta, para luego proceder a domarla. Así, se nos dice, el reinado de la
princesa guerrera habría llegado a su fin cuando sus huestes toman como
prisionero a Vasco de Almeida, quien decía ser un explorador portugués y
andar en busca de la "mina del sol". Entonces ocurre que Huillac Ñusta,
quien hasta entonces no había dudado en asesinar a cada uno de los
hombres que tomaba prisionero, se enamoró del portugués. Durante meses
la Ñusta gozó de su prisionero y se las ingenió para aplazar su muerte, lo
que empezó a disgustar al resto de los indios. Peor aún, en secreto, la
princesa inca había decidido convertirse a la fe cristiana; sin embargo, en
el instante preciso en que se disponía a recibir el bautismo en manos de
Vasco de Almeida, las flechas indígenas abatieron a los amantes. Otros
dicen que el portugués alcanzó a bautizar a la Ñusta con el nombre de
María. Este episodio dará lugar a la transformación de la legendaria
Huillac Ñusta en la Virgen del Carmen de la Tirana y, por extensión, en la
madre de todos los chilenos.
Pero la Virgen sigue siendo, en el fondo, la Tirana: es una guerrera
sanguinaria. Una madre insumisa. La santa es malvada. La Virgen es puta.
La puta es sagrada.
De la propia Quintrala se dice que acabó aceptando contraer matrimonio
con un hombre viejo, apocado, de nombre Alonso Campofrío. Es verdad.
Tal es el nombre de quien "domó” a la Quintrala. Campofrío: como si el
sol se hubiera muerto de pronto. Sin embargo, hay que advertir que la doña
de Campofrío es también la Quintrala, Catalina, la Catrala. Es su abuela,
Elvira de Talagante, es la Reina Tirana.
Moraleja:
Todos somos un monstruo, una mezcla que jamás está en reposo.
Toda mujer es un monstruo: la mezcla que de sí misma hace y deshace,
escoge y prepara.
Toda mujer es también la Quintrala.
Epílogo
Vuelvo a visitar a mi tía Catalina, la misma que me ayudara a conciliar el
sueño después del susto que me llevé tras conocer, por primera vez, a la
Quintrala. Ahora tiene el pelo canoso y camina ayudada por una muleta.
Estamos en la misma casa, en el mismo cerro repleto de pinos y eucaliptus
del litoral central. Camino hacia el baño y me asomo a la pieza de mi tía:
todavía tiene un altar con fotos familiares y un retrato de la Virgen.
Todo sigue igual y todo es distinto. Yo ya tengo mis años, un divorcio,
un trabajo. Mi tío murió hace dos años. Benjamín vive en el extranjero y
solo viene de vez en cuando. Pablo estuvo acá por la tarde con sus hijos y
su esposa, pero regresó a Santiago temprano. Con mi tía nos quedamos en
el patio de atrás tomando el último resto de vino que quedó del asado. Le
comento que me pidieron escribir un libro que trate sobre mujeres
perversas, fatales, monstruosas. Hablo rápido tratando de explicar de qué
trata el libro. Le menciono a Eva y a Lilith, a Baubo y a las brujas. Le
digo, finalmente, que había pensado mencionar aquella vez que sentimos
miedo de la Quintrala. Aquí, en este mismo lugar. Había pensado
mencionarla también a ella.
"Mira tú”, me dice liando un pito de marihuana. Fuma porque le gusta y
le hace bien para el reuma.
"Deja que te cuente algo. Quizás ya lo sepas”, me dice luego, echando
humo por las narices. "Tendría unos veinte años. Trabajaba en una
peluquería en San Diego y estaba recién pagada. Salí tarde, o no tan tarde.
No sé. Era invierno, en invierno oscurece temprano. Mira, yo entendía más
o menos lo que pasaba. Pero qué iba a saber yo que la vida era así de dura.
Era el año 76, ¿me entiendes? Yo solo atiné a caminar como siempre.
Caminé hasta la Alameda, me quedé en la esquina esperando locomoción y
no pasaba nada. Caminé, sin saber qué más hacer. Atravesé todo el centro.
Hacía frío. Unas pocas gentes pasaban. Todos iban apurados, todos en lo
suyo. Al final, llegué hasta San Pablo con no sé qué calle. Nada. Ni una
micro, ni un colectivo. Nada. Me empecé a poner muy nerviosa. De
pronto, un taxi paró al lado mío. Súbase, me dijo, yo la llevo. Me subí. Yo
iba a Recoleta. El tipo subió el volumen de la radio. Las calles estaban
vacías. Le repetí unas tres veces que iba a Recoleta. De pronto, noté que
estábamos afuera de la Quinta Normal. Yo pensé que había tomado un
atajo. Él me decía: mire, por estas calles viví yo cuando chico. Mire, por
ahí jugaba pichangas con los cabros. Mire, ahí en esa calle fue donde di mi
primer beso. Yo no decía nada. El tipo conducía, me hablaba de su vida, a
veces se volteaba y me miraba. No le entendía nada. Te juro. Todavía no
me entraba el pánico. Qué sé yo por qué, en los años de la dictadura
estábamos acostumbrados a sentir miedo todo el tiempo. Yo solo comencé
a gritar cuando ya íbamos por la carretera...”.
Mi tía está volada y se atraganta con el humo. Me estira el pito, toma un
sorbo de vino. Se lleva las dos manos a la cara y luego sigue: “Mira, yo
aborté en circunstancias atroces, obvio que de forma clandestina, en un
patio asqueroso, detrás de una peluquería parecida a esa donde yo
trabajaba. Como me vino una infección tremenda, acabé en un hospital,
frente a un médico que me hizo un raspaje y luego me torturó. «Ahora sí,
no volverás a hacerlo», me dijo. Hueón de mierda. No volví a hacerlo
porque, afortunadamente, no tuve necesidad. Y no me arrepiento de haber
abortado. Y, en fin, ¿sabís qué más? Da lo mismo el porqué. Da lo mismo
si hay o no una historia traumática detrás. Porque al final siempre es lo
mismo: una mujer aborta porque no quiere parir críos que no quiere. Listo.
Con eso basta. Yo después fui madre porque quise. Y tuve los hijos que
quise tener. Ellos saben. Yo los eduqué para que no anden metiéndose en lo
que no les incumbe".
Mi tía Catalina bosteza y yo me quedo en silencio. "Ya se ha hecho
tarde”, dice. Antes de que le pregunte, ella misma es quien contesta: "Si te
sirve para tu libro, dale. Pero no quiero que pongas mi nombre. Ponme
cualquier nombre que se te ocurra, menos el mío. Porque escribir sobre
mujeres no te hace mujer. Y seguro no entendiste bien lo que te acabo de
decir. Qué te apuesto que vas a poner lo del taxi. Para que dé lástima.
Porque solo desde la lástima entienden. Porque si una no sufre, no vale, no
es aceptable. No los conoceré yo...”.
Bibliografía
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