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El-Hombre-Que-No-Sabia-Hacer-Nada

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El hombre que no sabía hacer nada.
DANIEL FRUTOS.
A sus 25 años Ernesto no sabía hacer nada. En algún
lugar había leído que un hombre, para ser completo, tiene que
plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. No había
hecho ninguna de esas cosas y rehúsaba especialmente de la
primera. Para él se es un hombre cuando encuentra un empleo,
adquiriendo indepencia económica, y cumple una labor social
acorde con su cualificación.
En algún lugar extraño se había dejado la ilusión, y por
más que la buscaba nunca la encontraba. En una de las puertas
de acceso a la univerdad, donde terminó sus edificantes estudios
en Filosofía, se podía leer de un graffiti: "Aquí termina la
curiosidad y la ilusión". Siempre lo recordaba, martilleándose un
día tras otro con lamentos recordando el tiempo que había
perdido, no en la universidad, sino en otros lares, dejándole caer
en la situación que le atormentaba.
No creía haberse equivocado estudiando lo que estudió,
más bien creía haberse equivocado naciendo cuando nació.
Entre su axila derecha siempre llevaba un libro pequeñito, nunca
supe cual era; él nunca me lo dijo.
"Las grandes almas tienen voluntades, las débiles tan sólo
deseos" -decía cada vez que alguien renegaba de invertir su
tiempo y dinero en algo arriesgado, aunque necesario.
Cuando terminó la carrera intentó encontrar un empleo
que le permitira estudiar un máster, algo que sus ya ancianos
padres no podían permitirse. Una mañana sentado frente a su
ordenador portátil escribió su curriculum vitae (o currículo si se
prefiere) y entendió por qué no iba a lograr un trabajo. No sabía
inglés, sí latín y con sorprendente fluidez, pero no era suficiente.
No tenía apenas experiencia laborar y en campos en los que
jamás querría dedicarse. Ni sabía hablar en público, ni tenía
contactos férreos. Suspiró una docena de veces antes de terminar
aquel escrito y se dijo a sí mismo que no sabía hacer nada.
Lo que sí sabía Ernesto era pensar y plasmar sus ideas en
el papel (arma sumamente eficaz). Con ello tenía variedad de
monografías de libre y gratuito acceso de todo usuario. Nunca
había escrito un libro tan bueno como para publicarse. Lo cierto
es que un hombre con 25 años ya es "hombre" y poco más puede
cambiar.
Pasaron los días y apenas se había atrevido a enviar unos
cuantos curricula en empresas diversas: hipermercados, locales
de copas y alguna academía privada orientada a la
intensificación en latín o filosofía para almunos de bachillerato.
A las pocas semanas recibió una llamada de una empresa:
Actividades Teenegers SL. Estaba muy entusiasmado, así que
dejó de leer por segunda vez 'Cien años de soledad' y se preparó
para la entrevista.
Al día siguiente se vistió con una camisa plisada
semiformal de color azúl, acompañada de una corbata rayada de
colores blanca y azúl, con unos impecables pantalones, con una
chaqueta a conjunto, y por último, con unos zapatos 'Derbis'
negros con calcetines del mismo color. Se miró al espejo antes
de marchase y se dijo a si mismo: 'Hoy tendré mi primer empleo
de verdad'.
Cuando llegó a la dirección que indicaba la página web
de la empresa (y había no obstante sido conformada en la
llamada de citación) no estaba muy seguro de qué tareas iba a
poder desemepeñar, de si en realidad era un poco rídicula su
presencia. Sin embargo, pese a sus dudas propias de la
inseguridad, subió al tercer piso y entró, empujando suavemente
la puerta entreabierta, con paso decidido y firme. Accedió al
recibidor encontrándose a un hombre jóven y elegante que le
invitó a sentarse lo más cómodo posible para afrontar la dura
espera, que le llevaría una hora y media de insufrible reflexión y
lectura incomprensible. Los nervios que sufre un hombre que
cree jugarse la vida son del todo inefables, mas cuando no
encuentra apoyo o distracción en el entorno inhóspito, causa de
un agotamiento mental totalmente inapropiada para el examen
que le sigue.
Cuando llegó el momento, el secretario volvió a dirigirse a él,
invitándole a entrar en el despacho del jefe de recursos
humanos, que en ningún momento se despazó de su asiento (ni
para ofrecerle la mano). En aquel turbio ambiente comenzaron
las
preguntas,
algunas
predecibles
y estudiadas; otras,
complicadas e inesperadas; y otras, sencillamente absurdas.
¿Puedo tuteale? ¿Por qué estudiaste Filosofía? ¿Sabías entonces
que era una carrera de dificil acceso al mercado laboral? ¿Te
gustaría ser profesor? ¿Has tratado alguna vez con niños? ¿Qué
tal se te da? ¿Por qué nos elegiste? ¿Qué experiencia tienes en el
sector? ¿Qué harías si un niño se muestra inobediente?
Cuestiones que Ernesto supo, o creyó saber, contestar en
el momento justo, guarándose preguntas que le hubiera
encantado formular, pensando que en momento de dificultades
mejor es mostrarse sumiso y complaciente. No tenía experiencia
alguna en el sector, hecho puesto de manifiesto sin complejo
alguno, a la vez que informaba de su enorme interés en ser buen
profesor, seguido de su indudable vocación para las tareas que le
son ineherentes.
No supo muy bien el tiempo que había transcurrido
desde su entrada en el pequeño despacho. Entre hipócritas
sonrisas y muestras de interés, el jefe de recursos humanos se
despidió comunicándole que debía decidir de entre una lista de
ciento veinte personas también licenciadas en diversas ramas.
Marchó lento, molesto, impotente, inexpresivo, bien
jodido. Pensó que el hombre encuentraba la paz en la
abnegación, si hundía del todo sus demonios (deseos) para
convertir su fuerza en la verdadera luz (voluntad). Era una
trasnochada interpretación de aquel viejo proverbio chino
antedicho.
Pasaron los días sin recibir llamada y colmado de
despesperación bajó a la calle para hacer algo distinto. Había
intentado encontrar empleo por todos los medios: de soldador,
pero no sabía soldar; de albañil, pero en su vida jamás había
pisado un andamio; de empleado de hogar, pero no querían
hombres y menos en hogares con niños; de mozo de almacén,
pero las listas de demanda eran de tamaño monstruoso. Cuando
al fin una pequeña luz surgió de entre las ansias por morir
iluminado una senda en la ciudad. Esa senda conducía a un
banco de semen. La siguió con un brizna de esperanza hasta
girar y ver delante de él una enorme fila india de hombres que
llegaba a la puerta del local. Los contó resultando unos treinta y
dos.
Él fue el hombre que nunca supo hacer nada, Ernesto, mi
maestro, el que me enseñó todo lo que sé.
FIN.
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