¿Cómo nos llevamos con nuestras emociones? Imaginemos que la emoción es un caballo. Montar a caballo no consiste simplemente en sentarse encima de él. En primer lugar, nos tienen que gustar los caballos. Si les tenemos miedo, no querremos subirnos y, si no nos queda más remedio que hacerlo, iremos tensos y asustados, nos disfrutaremos del trayecto y nos bajaremos lo antes posible. Del mismo modo, tener miedo de lo que sentimos, nos pone en disposición de aprender a regularlo. Y en lo que respecta a las emociones, tenemos que hacerlo porque hay situaciones que no se resuelven bien si no es mediante lo emocional. Este es el mejor medio de transporte del que disponemos para algunas cosas así que tenemos que perderle el miedo. Supongamos que hemos dejado el miedo a un lado; cuando nos subimos al caballo, este puede echar a andar o quedarse quieto, desbocarse o trotar a paso lento… ¿vamos a dejarnos llevar o vamos a tomar las riendas y empezar a dirigirlo? Un caballo no es un coche que va a la derecha o a la izquierda según cuantos grados giremos el volante; la interacción con el caballo es más sutil, y está hecha de gestos y complicidades. Caballo y jinete se van sintonizando, se van entendiendo, con el tiempo hasta se van adivinando. Del mismo modo, aprender a regular nuestras emociones no se basa en memorizar rectas y técnicas, sino en aprender a estar en contacto con nuestras sensaciones, ser consientes de nuestros pensamientos y de la influencia que tienen sobre nuestro estado emocional y sintonizar más uno u otro canal (pensamientos o sensaciones) según lo que nos sea más útil para modular lo que sentimos. Entonces aparecen los momentos difíciles, los desafíos y los problemas. Hay que saltar un obstáculo, hay que correr al máximo hay que caminar al lado del precipicio, viene una tormenta y los truenos sobresaltan al caballo. Aquí se ponen a prueba nuestras habilidades como jinetes, y hemos de mantener la calma mientras el caballo está asustado para conseguir pensar qué hacer y encauzar la situación. Puede que nuestras capacidades de regulación sean medianamente buenas, pero es en las situaciones difíciles que la vida nos trae con cierta frecuencia donde se podrán a prueba. Si nos vemos sobrepasados por las circunstancias, quizás recurramos a sistemas de emergencia, y si estas situaciones se mantienen en el tiempo, cualquier sistema – por eficiente que sea- puede alcanzar su límite. Es entonces cuando podemos caernos del caballo. A veces somos nosotros mismos los que decidimos bajarnos, porque estamos agotados, y buscamos rodearnos de cosas que no nos activen ninguna emocionó, nos metemos en nuestra burbuja y nos aislamos de todo, o bien nos aturdimos haciendo cosas que nos anestesien. Puede que pensemos que no queremos saber nada más de caballos, pero en el mundo de las emociones esto no es una opción. Dejar a este caballo simbólico solo, sin alimento y sin interacción con su cuidador puede hacer que se apague y ya no podamos usarlo cuando lo necesitamos, o que se descontrole y se convierta en un animal furioso. Aislarnos o meternos en una actividad frenética puede bajar momentáneamente la intensidad de las emociones difíciles, pero a la larga tiene dos efectos secundarios graves: el primero es que las emociones de las que tratamos de apartarnos se van acumulando en nuestro interior. El segundo es que el aislamiento y todos los métodos de anestesia acaban generando más sensaciones negativas, aunque no nos demos cuenta. Al fin y al cabo, son sistemas de emergencia que no conviene utilizar largos periodos de tiempo. Nuestras emociones y nosotros estamos juntos en esto de vivir, y no hay otra posibilidad que volver a subirnos al caballo y aprender a montarlo. Nuestra reacción ante unos estados emocionales puede ser distinta que ante otros, puede gustarnos montar un caballo pausado con el que disfrutamos del paseo, pero ponernos nerviosos con otro más enérgico e impulsivo. Dado que en uno u otro momento nos va a tocar subir en todos ellos y sentir todas las emociones propias de los humanos, es bueno que empecemos teniendo en cuenta que siempre tienen una finalidad sana. Esto es aun más cierto en las emociones desagradables, porque tiene más que ver con la supervivencia: nos dicen por ejemplo que una comida está en mal estado (asco), que algo es peligroso (miedo), que nos han hecho daño y tenemos que defendernos (rabia), nos empujan a mantenernos