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2. Pedro el cromañón

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Prof. Guillermo Tobar Loyola
Libro: “Vivir es más que respirar”
Páginas: 39-45
Pedro el cromañón
Hasta aquí queda de manifiesto que el término persona está mostrando lo más noble y digno del ser humano;
sin embargo, conceptualmente hablando hay una diferencia entre ambos términos (persona y hombre) que
nos resulta conveniente destacar con la finalidad de realzar la singularidad de cada uno de nosotros en
cuanto persona humana que somos. Lo que sí debe quedar claro desde un inicio y sobre lo cual no tenemos
duda alguna es que todo hombre y toda mujer es persona.
Independiente de nuestro conocimiento sobre estos temas, podemos hacer un pequeño ejercicio y
definir mentalmente qué significado tiene para nosotros los términos hombre y persona. Ciertamente,
ambos término están indicando a un mismo sujeto: al individuo nacido de la especie humana. Pero cada
uno de estos términos muestra una dimensión particular de aquel sujeto, con lo cual al hablar de hombre y
de persona estamos hablando de dos conceptos distintos.
El concepto hombre está designando las características propias de la especie humana a la cual
pertenecemos todos nosotros. Se trata, por lo mismo, de una noción común que designa y describe la
naturaleza a la que pertenecemos todos los hombres. Con ella designamos los rasgos típicos de nuestra
esencia humana aquellos que nos asemejan unos a otros porque efectivamente se trata de un concepto
genérico o común a todos. En este sentido, podemos decir que el concepto hombre se relaciona mejor con
la dimensión de animalidad perteneciente a nuestra especie humana.
Sin embargo, el concepto persona reclama más bien una singularidad que no tiene por objeto
designar lo que es común a los demás sino más bien destacar lo que es más específico de cada uno de ellos,
lo que los hace únicos e irrepetibles.
Por lo mismo ‒y a modo de ejemplo‒, nos parece lógico hablar del “hombre cromañón” y no de la
“persona cromañón”, pues por hombre cromañón estamos entendiendo las características que le es común
a ese tipo de hombre con los otros hombres y que se desprenden básicamente desde el “mundo zoológico”.
Ahora bien, si por un supuesto pudiésemos hablar de persona cromañón, debiéramos hacerlo en referencia
al cromañón Pedro, es decir, aludiendo a un individuo cromañón que dada su dignidad como persona posee
un nombre que lo identifica y diferencia de otros cromañones, lo que su vez lo convierte en un individuo
único e irrepetible. Con ello entendemos que el hecho de ser persona para Pedro es lo que lo distingue de
los demás cromañones, lo que lo convierte en un ser único y singular del cual no se puede encontrar otro
igual.
Podemos suponer, una vez más, que es muy probable que este cromañón de nombre Pedro se
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pudiese encontrar con otros “Pedros” a largo de su vida pre-histórica, con quienes ‒en cuanto hombre‒
comparte muchas características que les son comunes a todos ellos y que son lo que los define precisamente
como hombre cromañón. No obstante a todas estas características comunes entre los distintos Pedros
cromañones que existan, consta una verdad no menor y es que cada Pedro se sabe y se siente distinto uno
del otro y lo que le viene bien a uno no le viene bien a otro. Pedro el cromañón golpea el bisonte de una
manera particular con el mazo hasta tumbarlo en el suelo y Juan lo hace de otra forma, muy parecida, pero
distinta.
Conclusión: no existen dos cromañones iguales. Si cuando Pedro el cromañón desde su propia
singularidad decide caminar más allá de las montañas o quedarse a vivir a la orilla del mar en busca de una
vida mejor, significa que en él está actuando el espíritu propio de la persona humana que le permite elegir
a cada instante su destino y no quedar preso del determinismo de una especie.
Hemos dicho de Pedro el cromañón que es una persona única y singular; sin embargo, en la
naturaleza estamos rodeados de seres únicos y singulares, por lo que debemos argumentar mejor cuál es el
sentido profundo de la singularidad e irrepetibilidad que atribuimos a Pedro.
Cualquiera puede conocer un ser individual y único, por ejemplo basta pensar en una mascota. Qué
duda cabe que si alguien tiene de mascota a un perro de raza pug al cual quiere mucho, lo ha criado desde
cachorro y al que además le ha dado un nombre particular: Júpiter, no está dispuesto a cambiarlo por la
mascota de su vecino que curiosamente también es un pug y al cual han llamado Saturno. Podríamos decir
que entre planetas no debiera haber mucha diferencia, pero lo cierto es que Júpiter se trata de un animal
muy especial para su dueño que de algún modo también es único e irrepetible, lo cual es una razón suficiente
para no querer cambiarlo por Saturno.
Lo mismo podríamos decir de un árbol de ciruelo plantado en un parque público respecto a uno
plantado en nuestro jardín. En ambos casos se trata de árboles frutales de la familia de las rosáceas, pero
cada uno es distinto al otro, lo que hace que cualquier transeúnte pueda tomar un fruto del árbol ubicado en
el parque, pero no por eso cualquier persona podría entrar a nuestro jardín a sacar libremente ciruelas del
nuestro. Se trata de nuestro árbol ubicado en una residencia particular y no el que está en el parque, un lugar
público y accesible a cualquiera. Este hecho muestra la individualidad de cada uno de estos árboles.
Por lo mismo, debemos señalar que cuando hablamos de singularidad o individualidad de la persona
humana no lo estamos haciendo en el mismo sentido que lo hacemos cuando nos referimos a Júpiter o al
ciruelo.
Un interrogante interesante es preguntarnos ¿qué es lo que hace que un individuo sea persona?
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Todavía más concreto, ¿por qué nuestra mascota Júpiter o nuestro ciruelo no son personas si ambos son
sujetos individuales? Para responder debemos volver a las palabras de Boecio sobre la persona humana
cuando la define como una sustancia individual; hasta aquí hay una semejanza indiscutible entre Júpiter,
el ciruelo y Pedro el cromañón, pues todos son igualmente una sustancia individual, pero no sucede lo
mismo con la segunda parte de su definición de persona cuando señala que este individuo (de sustancia
individual) para ser persona necesita de una naturaleza racional. En efecto, todos son seres individuales,
pero solo el hombre posee una naturaleza racional, característica fundamental que lo constituye como un
ser personal.
En consecuencia, la razón que diferencia el tipo de individualidad entre Júpiter, el ciruelo y Pedro
lo debemos encontrar en el modo de actuar de cada uno de ellos. El pug, el ciruelo y la persona actúan
según la naturaleza propia de cada cual y es precisamente esa naturaleza la que condiciona su modo de ser.
Desde la filosofía clásica se explica esta realidad a partir de un principio rector: “el actuar sigue al
ser” (operari sequitur esse). En este sentido cuando actúa, por ejemplo, el ciruelo (cuando crece y da frutos)
no lo hace desde un sentido singular e irrepetible como veremos si lo hace Pedro el cromañón cuando toma
una decisión, el ciruelo lo hace sencillamente siguiendo su naturaleza y, por lo mismo, no puede hacer otra
cosa más que “obedecer” a su naturaleza de árbol de la familia de las rosáceas, florecer en primavera y
madurar su fruto en el verano como lo hacen todos los ciruelos en el mundo. Si por alguna razón el ciruelo,
cansado de dar su fruto, quisiera dar peras durante el verano en lugar de sus ciruelas, lógicamente no podrá
hacerlo porque no está en su naturaleza o especie realizarlo. Eso lo sabemos no solo por la naturaleza sino
también por libros. Nadie espera cosechar guindas de un ciruelo. La naturaleza del ciruelo es simple y
llanamente dar ciruelas. El ciruelo al actuar según su especie actúa como lo hacen todos los ciruelos
repartidos en las distintas geografías de nuestro planeta. Por tanto, no le pidamos peras al olmo.
En el caso de nuestra mascota, sucede algo similar si por alguna razón nuestro Júpiter cansado de
ser un pequeño pug “decide” ejercitarse y echar músculos como su vecino el Gran Danés para llegar un día
a estar a su altura; debemos decirle a nuestro pequeño pug que eso no es posible, porque él al igual que su
amigo Saturno y el mismo Gran Danés no actúan desde una interioridad sino solo siguiendo a una
naturaleza específica que en este caso es la canina.
En esta forma de actuar, participa el principio metafísico mencionado antes, en el que los accidentes
actúan de acuerdo a lo que les viene dado por la sustancia individual, es decir, por su naturaleza o esencia.
Así, Júpiter en cuanto perro solo puede realizar actos caninos. Esta es la razón por la cual existen
enciclopedias en las cuales se describe detalladamente el comportamiento de los perros según su raza,
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porque todos en cuanto perros se comportan de la misma forma. Estos textos especializados no hacen más
que entregarnos información detallada de las características generales de su especie.
Lo mismo ocurre con nuestro árbol de ciruelos, existen libros especializados que detallan su
actividad y funcionamiento en relación a su especie, información que nos facilita el conocimiento de todos
los ciruelos existentes en el mundo. En este sentido, podemos afirmar que conociendo un árbol de ciruelo
o un can cualquiera ya los hemos conocido a todos. Si ponemos una semilla de ciruelo en la tierra, le
ponemos agua y la cuidamos ya sabemos lo que saldrá de ahí en un par de semanas. En el orden animal,
sucede algo similar cuando Júpiter come, ladra o se quita las pulgas no lo hace desde una individualidad
entendida como interioridad sino solo y absolutamente siguiendo su instinto animal, es decir, el instinto
que está señalado en su especie. Tanto el ciruelo como Júpiter no pueden sino seguir la especie a la que
pertenecen. En conclusión, quien actúa en Júpiter no es su individualidad sino su especie marcada por
ciertos rasgos particulares que pudiese tener este pug respecto a otro ejemplar igual.
En cambio, la situación de Pedro el cromañón es más compleja y absolutamente distinta a la que se
da en el orden vegetal o animal. En primer lugar, porque Pedro perteneciendo a una especie animal como
la del homo, su comportamiento personal no está condicionado a ella. Con lo cual el actuar personal de
Pedro no está determinado por la especie a la que pertenece como sí sucede con Júpiter.
Es decir, cuando Pedro camina mil kilómetros para llegar a las montañas azules, lo hace no porque
su especie homo así lo determina, sino porque Pedro ha decidido libremente caminar hacia las montañas y
no quedarse en su aldea natal. En esta acción de Pedro, se nos muestra que quien actúa no es la especie sino
el mismo Pedro, quien desde su singularidad más absoluta decide caminar.
Sin embargo, los hermanos de Pedro que pertenecen también a la misma especie humana de Pedro
y que nacieron en el mismo lugar que nació él no están interesados en salir de su aldea ni menos aún caminar
mil kilómetros. Es obvio que si algo le sucede a Pedro en su trayecto será responsabilidad de él y no de sus
hermanos; si logra conquistar algo heroico o ser nombrado rey allá en las alturas de las montañas, también
será mérito de él y no de sus hermanos. Así, se entiende que la responsabilidad es un concepto que supone
un apropiado ejercicio de la libertad.
No existe en la especie humana una determinación que diga que el hombre o la mujer a cierta edad
deben abandonar el lugar donde nacieron, como tampoco dice lo contrario. Cuando Pedro tomó sus pieles
de búfalo y se marchó lo hizo porque algo dentro de sí así lo quiso, es decir, fue él quien dijo “me voy de
aquí y se acabó”. Fue él quien decidió partir sabiendo que su decisión era contraria a la de sus hermanos a
pesar de que ellos pertenecen a la misma especie. Por ello el hombre actúa desde su individualidad más
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absoluta designando con ello lo que hay de más íntimo y profundo en cada ser humano. El espíritu humano
hace que el hombre produzca no como producen los animales. El hombre crea cultura y tiene expresiones
espirituales como el lenguaje que le permiten existir de una manera particular y distinta a la de los demás
seres.
Cuando nació Pedro, su madre no sabía que un día dejaría la aldea, no tenía forma de saberlo, no
estaba escrito en ninguna parte, pero llegado el momento Pedro lo anunció y se marchó. Por lo mismo,
aquello que dijimos del árbol de ciruelo, que conociendo a uno en realidad los conocemos todos, no nos
sirve en el caso de Pedro, pues si así fuera deberíamos concluir que todos los hombres al cumplir cierta
edad dejan su tierra natal para ir a las montañas azules y bien sabemos que no necesariamente debe ser así.
La singularidad a la que nos referimos en el caso del hombre es absolutamente distinta a la del
vegetal o a la del animal. Cuando el hombre actúa lo hace desde su ser singularísimo y personal. Su actuar
responde al mundo interior que lleva dentro, es decir, actúa desde su libertad y no desde su especie.
Por consiguiente y en consideración de lo dicho anteriormente es válido afirmar que cada uno de
nosotros es único e irrepetible. Lo que nos parece un tópico es sencillamente una realidad. Nadie es igual a
otro y tampoco puede tomar su lugar, en este sentido somos irremplazables.
De este modo, resulta tan importante el día de nuestro nacimiento porque aquel día indistintamente
si llovía o no, si era en un gran palacio o en una casa estrecha, si nos esperaban con ansia o no, si fuimos
motivo de alegría o no, no tiene real importancia frente al evento que ahí se consumó: nació un ser único e
irrepetible. En cuanto único solo él podrá dar lo que tiene que dar y recibir lo que quiera recibir; en cuanto
irrepetible nadie mirará como él mira; nadie observará el mundo desde su perspectiva ni podrá ser
reemplazado con otro “ser” alguno.
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