El nacimiento del alfabeto. Durante el Bronce Tardío, el pasillo sirio-palestino y sus muy distintas sociedades, algunas dedicadas al pastoreo trashumante, otras habitantes de pequeñas aldeas agrícolas, y otras de grandes urbes, bien capitales estatales o portuarias, fueron objeto de dominio imperial por parte de los grandes estados orientales propios del momento (Mitanni, Hatti y Egipto). Sus ciudades y recursos fueron objeto de polémica constante entre los tres imperios, y llevó a episodios violentos, tales como la batalla de Qadesh entre Ramsés II de Egipto y Hattusis III de Hatti, y a una actividad diplomática intensa y constante de las que nos ha quedado gran testimonio material. De entre todas las ciudades y pequeños estados conformantes del pasillo sirio-palestino, el que interesa en este trabajo es la ciudad costera de Ugarit, de la que una serie de excavaciones intensivas han dado luz a un exuberante palacio real muy especial en el marco que nos toca, en tanto nos ha legado una gran serie de archivos administrativos, jurídicos, diplomáticos y epistolares. Ugarit era, ante todo, una ciudad comercial privilegiada, como principal puerto sirio en poder hitita y egipcio, que mantenía contacto directo con gran parte del Mediterráneo Oriental. La existencia del plurilingüismo era notoria en casi todo Próximo Oriente, y mucho más en una ciudad tan “comunicada” como Ugarit, donde, a parte de la lengua “culta” que escribían los escribas burócratas (acadio), también se han encontrado otros documentos escritos en ideograma y cuneiforme hitita, jeroglífico egipcio, chipriota, hurrita, o en mismo ugarítico. Esta gran convivencia fue propicia para la experimentación de nuevos sistemas más operativos, como fue el caso del alfabeto, en un primer momento basado en la escritura cuneiforme acadia. En otras ciudades se recurrió al mismo principio, pero no en el ámbito burocrático, donde se siguió utilizando el prestigioso sistema babilónico (escritura acadia), sino en ámbito más privado y “popular”. Se tomó como recurso, esta vez, no la escritura cuneiforme, sino ideogramas egipcios que, aunque originalmente evocaban sonidos silábicos, en ocasiones podía dárseles un uso mono-consonántico. Este modo ingenioso de utilizar los jeroglíficos egipcios fue lo que dio lugar al alfabeto protosinaítico y el proto-cananeo, precedentes directos de todos los alfabetos posteriores (Finkelstein y Silberman 2011: 93-96; Liverani 1995: 426-452; y RuizGálvez Priego 2013: 69-78). La transcripción de las vocales, como vengo diciendo, no eran fundamentales en las lenguas semitas por su propia estructura basada en sonidos consonánticos. Ya desde el alfabeto ugarítico, de lo que se trataba era de alegar a sonidos aislados, y así, servir para transcribir varias lenguas semitas. No apareció en un momento dado por efecto casual, sino que, poco a poco, sobre el sistema cuneiforme mesopotámico, fue imponiéndose por las necesidades prácticas una simplificación de sus signos, que aludían sonidos silábicos, hacia formas “amputadas” que tan sólo aludían el fonema inicial (acrofonía). Hacia las mismas fechas (siglos XV-XIV a. C.), como he anotado más arriba, aparece el alfabeto protosinaítico (descubierto en excavaciones de Serabit el Khadem, Sinaí, véase Mapa 2, p. 11), que partía, por su parte, de ideogramas egipcios. La innovación se basó en relacionar los signos con el sonido inicial del objeto que representaban, de tal forma que el sonido /a/ era representado con la cabeza de un buey (aleph en semítico). Mantenido su uso, y sujeto a evoluciones particulares en cada espacio a lo largo del tiempo, se convertirá en el origen de todos los alfabetos extendidos a lo largo del Mediterráneo, aún sobre lenguas no semitas. La letra alfa del alfabeto griego y la A latina están directamente relacionadas con el aleph primigenio semítico, que aún se mantiene en idéntico nombre en el alfabeto hebreo. Alfabeto protosinaítico y su correspondencia con los posteriores fenicio y griego. De este alfabeto primigenio surgiría, dentro de los siglos inmediatamente posteriores al colapso general de ca. 1200 a. C. en los grandes estados de Oriente, otra serie de alfabetos paleo-cananeos que darán lugar al utilizado en las ciudades fenicias, y, a partir de este, durante el siglo X a. C., el paleohebraico, que se mantendrá hasta hoy día, cambiando ligeramente las formas de sus signos, aunque manteniendo el mismo nombre y valor fonético. El proceso no carece de importancia, si enfocamos las potencialidades intelectuales que otorga el uso del alfabeto, por lo práctico de su uso. Frente a los millares de signos de la escritura cuneiforme sumeria que debían memorizar unos pocos afortunados iniciados sacerdotales, que tenían acceso a la administración y gestión del almacenaje, la escritura acadia había reducido el número de signos a un centenar de sonidos silábicos, convirtiéndose así en el sistema de escritura diplomático más extendido. Pero el alfabeto, más adelante, mostró la ventaja de reducirse a unas pocas decenas de signos a memorizar, por lo que se evidencia su versatilidad. La facilidad de su uso permitió, más aún tras la desaparición de los grandes estados centralizados durante los inicios del Hierro (siglos XII-X a C.), su accesibilidad para una gran multitud de individuos que no tenían que ver con la burocracia clásica estatal, pero que sin embargo podían darle un uso práctico en sus quehaceres, por ejemplo, comerciales. Es de esperar que, una vez democratizado el conocimiento y el uso de la escritura, una mayor cantidad 12 de individuos participaran de las potencialidades mentales que la alfabetización aporta, en tanto otorga con su uso una mayor capacidad de abstracción. La escritura es un sistema, no sólo comunicativo, sino de pensamiento, que ordena y jerarquiza la información. Así, del mismo modo, una vez dadas las condiciones socioeconómicas, con la expansión comercial y colonial fenicia (a partir del siglo IX a. C.) se dará paso a la asimilación de una herramienta tan útil por parte de numerosas sociedades del Mediterráneo que entraron en contacto suficiente como para observar su utilidad (Calvet 2007: 127-141; y Ruiz-Gálvez Priego 2013: 37-47). En el caso griego, la asimilación del alfabeto fenicio se dio de forma muy diversa entre las diferentes islas y regiones que conforman el heterogéneo territorio helénico. No obstante, con la estabilidad y cierta homogeneidad ya palpable en los siglos VII-VI a. C., la innovación que aquí se dio fue, una vez adaptados los signos a una lengua de carácter indoeuropea, incrementar más la acrofonía de tal modo que, aunque las letras fenicias designaban un fonema determinado, existía el problema de que no quedaban representados ciertas vocales, ya que estas se encontraban indirectamente determinadas dependiendo de la función gramatical de la palabra en su contexto. En el caso griego la innovación no fue crear las vocales, ya que, de hecho, ya se encontraban algunas en el alfabeto fenicio (aleph, ‘ayin he’, etc.), sino la individualización de las consonantes, de tal modo, que la escritura se convirtió a partir de este momento, en un instrumento más fiel de representación fonética de la lengua (Havelock 1996: 85-94)