CAPÍTULO UNO Extraños paisajes

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CAPÍTULO UNO
Extraños paisajes
No sabía muy bien dónde se encontraba. Nada de lo que veía a su
alrededor le resultaba remotamente conocido. Todo lo que conseguía divisar
era una enorme pradera, de hierba mullida y húmeda, que notaba por qué
correteaba descalzo. Ni la ropa que llevaba le resultaba familiar. El cielo
estaba plagado de estrellas, bien es cierto, pero ninguna de aquellas
constelaciones le resultaba conocida, incluso el olor del aire era rancio,
distinto al que podía respirar en cualquier sitio. Pero lo más sorprendente era
el color de aquella hierba, era azulada. De hecho todo el paisaje que le rodeaba
era extraño, los árboles que se divisaban al fondo, a la derecha, tenían un no
menos sorprendente color morado, y los troncos eran de un amarillo aún más
increíble. Sobre su cabeza no se vislumbraba una hermosa y crateada luna,
sino varias, aunque no tan grandes. Aquello no tenía ningún sentido. Como
tampoco lo tenía la perspectiva que tenía ante sí, era extraña, ajena a todo lo
que conocía. Se rascó la cabeza incrédulo. ¿Qué estaba pasando?
Siguió caminando, absorto en el paisaje que le rodeaba, aunque
extraño, era hermoso, desconcertante, pero bello. Todo cuanto le cercaba
estaba envuelto en una fantasmagórica sombra, no menos insólita, que todo
cuanto su vista alcanzaba a ver. Volvió a levantar la vista y observó el cielo
sobre su cabeza. No entendía nada, ninguna de aquellas constelaciones tenía
sentido. Por un instante se sintió mareado, era como si el enviciado aire que
respiraba le faltase. Se detuvo y se sentó sobre la húmeda hierba, necesitaba
sentir el frescor de la misma sobre su piel. Optó por tumbarse, y tras colocar
las manos sobre la nuca, se extendió sobre la interminable pradera que era lo
único, junto con el morado bosque, que se divisaba en el horizonte. Y entonces
su turbación aumentó. Ahora que contemplaba con detenimiento el
movimiento de las estrellas se estremeció: giraban en sentido contrario al que
tenían que hacerlo, o para ser más precisos, era el suelo en el que se
encontraba el que lo hacía.
Pero aquello no tenía ningún sentido. Se incorporó como movido por un
resorte, había escuchado algo. Se puso de pie y observó todo lo que había a su
alrededor y un escalofrío le recorrió cuando contempló que el paisaje que le
envolvía había cambiado. El bosque de árboles morados se encontraba más
lejos que cuando se tumbó sobre la hierba, y en aquella llanura en la que no
se divisaba nada en el horizonte, se vislumbraban ahora unas colinas. Aquello
ya era el colmo. Nada de todo aquello tenía explicación racional. Empezó a
caminar de nuevo, hacia los collados que parecían mucho más cercanos, que
unos segundos antes, aunque ya no estaba seguro ni de las distancias, ni del
tiempo, ni de nada. Tenía dificultades para respirar, el aire que llegaba a sus
pulmones estaba enrarecido y a cada paso que daba, la dificultad aumentaba.
Finalmente tuvo que detenerse y sentarse de nuevo sobre la azulada alfombra
de hierba que cubría todo. Notaba como el pecho subía y bajaba
aceleradamente, intentando llenarse de un cada vez más escaso aire. De
repente un sonido espectral hizo erizar el vello de su cuerpo. No sabía definir
que era, parecía un graznido, un aullido, un bramido, o solo Dios sabe qué.
Volvió a escucharlo y esta vez un escalofrío le recorrió. Aquello sonaba
demoniaco. Se incorporó nuevamente, y a pesar del escaso aire que le
rodeaba, corrió con todas las ganas con las que fue capaz, pero un nuevo
sobresalto sufrió: ya no había colinas frente a él, y el bosque ya no estaba a su
izquierda, se había desplazado, sin saber de qué manera a su derecha.
Miró hacia el firmamento negro como el azabache que le envolvía como
una túnica de purpurina, y seguía sin reconocer ninguna de las
constelaciones que divisaba, y las numerosas lunas que había visto
anteriormente seguían estando ahí, como guardianes fieles a su señor,
custodiando al planeta que giraba implacable acompasando su rotación con
las de ellas. Fue entonces cuando volvió a oír el desgarrador sonido de antes,
ahora sonaba más cercano, más aterrador. Conjuntamente se oía el sonido del
aire al ser batido por unas alas, pero no quiso mirar atrás, sonaba demasiado
fuerte para ser simplemente una mariposa, aquello tenía que ser enorme, y
por un instante pensó que aquello le perseguía, que él era la presa, y aquello,
fuera lo que fuese, era el cazador. No tenía escapatoria, no había nada en lo
que esconderse, ante sí solo había una pradera enorme, de hierba azul.
Notaba el aliento pútrido sobre su nuca, y el grito que surgía de aquella
garganta tenía la capacidad de asustarle, le penetraba hasta los tuétanos y le
desgarraba el alma. Seguía con su ciega carrera hacia ninguna parte, con el
peso de unos pulmones ardiendo por la falta de aire respirable, con la
angustia y la desesperación por únicas compañeras.
No supo si fue el instinto, la fatiga o el pánico, pero en el preciso
instante en el que aquello se abalanzaba sobre él, se tiró al suelo notando
como las garras de aquella abominación le rasgaban la espalda, entonces y
sólo entonces se atrevió a mirarlo. No había palabras para describir semejante
horror. Volaba, pero no era un pájaro, tenía alas, pero ningún animal conocido
las tenía tan enormes y membranosas. El cuello era largo, parecía un dragón,
pero los ojos refulgían terror por todas partes. Aquello no echaba fuego por la
boca, pero los sonidos que brotaban de aquella garganta, si es que aquello la
podía tener, eran espeluznantes. El pánico le atenazó de nuevo cuando viró en
el aire y se dirigió hacia él. Aquella boca era lo más pavoroso que había visto
nunca. Tenía cientos o miles de dientes finos como agujas y afilados como
cuchillas de afeitar. La mandíbula se abría y cerraba a una velocidad
vertiginosa y cualquier cosa que cayese en ella sería triturada y destrozada en
segundos. No podía moverse, el pánico le inmovilizaba, le atenazaba, un sudor
frío recorría su cuerpo, y la respiración le fallaba. Cerró los ojos y una oración
se escapó de sus labios, solo le quedaba esperar el final.
Cuando abrió los ojos seguía en el mismo sitio, sobre la pradera
interminable de color azul que era su compañera desde hacía un buen rato,
pero no había ni rastro de aquella horripilante criatura voladora. Se incorporó
y respiró, hasta el aire parecía menos enviciado. Seguía sin comprender como
había llegado allí, donde fuera que estuviera, ni que era ese paisaje que le
envolvía, y se pellizcó para comprobar que no estaba soñando, que todo era
real. El dolor que sintió al hacerlo le mostró la cruda realidad: no era un
sueño. Entonces todo aquello tenía que ser cierto, pero él no conocía ningún
lugar parecido y tan extraño como ese. Notó la humedad en los pies y constató
que seguía descalzo, eso tampoco era normal en alguien al que no le gustaba
andar sin zapatos ni siquiera en su propia casa. Miró todo lo que rodeaba,
pero no había mucho que describir. El bosque había desaparecido por
completo y ya no había ni rastro de las colinas, tan sólo se veía una enorme e
interminable llanura alfombrada de fina hierba.
Entonces se quedó paralizado, como hipnotizado, algo le había hablado,
pero el sonido no llegó a través de sus oídos, si no directamente a su cerebro.
Como un autómata empezó a caminar en línea recta, sin parpadear, aquello le
llamaba, le reclamaba, quería que llegase junto a él, que lo encontrara,
necesitaba ser exhaltado, honrado, idolatrado. Era el llamado de un dios hacia
su súbdito. Y allí sólo estaba él. Durante una eternidad, o eso le parecía,
estuvo caminando en línea recta, hacia ninguna parte, siguiendo la voz que le
hablaba y que era penetrante, autoritaria, poderosa. Nada podía hacer para
negarse a seguirla entre otras razones, por qué no tenía conciencia, aquello
era dueño de sus pasos, de su mente, de su ser.
La temperatura había descendido, empezaba a hacer fresco, aunque lo
más correcto sería decir que hacía frío. Una fina capa de ¿nieve? empezó a
caer. Tenía que ser eso, aunque el tono verdoso de aquellos copos, era otra
extrañeza más en aquel mundo de locura. Sin embargo sólo había una orden
que se repetía una y otra vez en su cerebro: "tienes que encontrarme, necesito
ser hallado". No sabía decir si era de noche o de día, tampoco sabía si
caminaba hacia el norte o hacia el sur, lo único constatable era esa capa
verduzca que cada vez se hacía más espesa bajo sus pies, y que empezaba a
dificultarle su marcha. Una estrella fugaz cruzó el firmamento, y a ésta le
siguió otra, de un extraño color rojizo, que tardó bastante tiempo en
desaparecer, sobre una de las lunas que vislumbraba, un extraño fulgor se
observaba, como si un volcán hubiese entrado en erupción. Las estrellas
empezaron a cambiar de color, pasaron del blanco, al azul, al verde, al
morado, al rojo. El firmamento parecía un enorme árbol de navidad, sólo
faltaba un coro de ángeles gritando: ¡Aleluya!, para redondear el panorama. Y
sin embargo él era ajeno a todo aquello, su propósito era seguir hacia
adelante, sin desfallecer, sin detenerse, sin flaquear ante su señor. Ya había
olvidado el tiempo que llevaba caminando, podía ser una eternidad, o sólo un
minuto, pero aquella nieve verdosa, cada vez formaba una capa más grande a
sus pies, y eso era señal de que llevaba sin duda, mucho tiempo haciéndolo.
Entonces lo vio. Era un extraño resplandor verde, de un tono mucho
oscuro que la nieve, que parecía provenir del medio de aquella pradera
azulada que era todo el universo que le rodeaba. No era solo un brillo lo que se
veía en medio de aquella nada, al fulgor le acompañaba un sonido, penetrante,
como un zumbido, o como una señal de radio. Sin saberlo, había llegado a su
destino. Cuando estuvo junto al punto que emitía aquel extraño resplandor, se
arrodilló y empezó a escarbar en la nieve. No importaba si el frío le penetraba y
le atravesaba la piel, no importaba si el color morado hacía presencia sobre su
epidermis, tenía que extraer aquello de donde se encontraba. Entonces la
nieve que caía a su alrededor, dejó de hacerlo sobre el lugar donde él se
encontraba, era como si aquel pequeño reducto, fuese inmune a las
inclemencias del tiempo que le rodeaba, Sus manos sangraban mientras
continuaban excavando bajo la azulada hierba de la pradera, en el punto
donde aquel extraño fulgor surgía de las profundidades de la tierra. Continúo
así, abriendo un agujero cada vez más grande mientras ni un solo copo de
nieve caía sobre él y a su alrededor la montaña verdosa cada vez era mayor,
hasta que finalmente lo encontró.
Reía, su risa era demencial, loca, parecía ajena a todo y a todos. Pero su
rostro, lo era todavía más. Aquel semblante era la locura personificada.
Sacudía la cabeza de arriba hacia abajo, mientras la baba corría por su
mandíbula y caía sobre el agujero abierto bajo su cuerpo. Aquella voz en su
cabeza, seguía hablándole, pero ya no le decía que le buscase, ya no le
suplicaba que le hallase, ahora simplemente le pedía que le adorase. Aquella
voz surgía de las profundidades de aquel boquete. Y de rodillas, tal y como
estaba clamó:
-Heme aquí, soy tu siervo.
Sólo obtuvo una respuesta:
-Tu dios ha hablado, obedece.
Su sonrisa se había transformado, ya no era una simple mueca. Se
había convertido en una carcajada desquiciada y aterradora. Extendió sus
brazos y cogió la figura de la que parecía proceder aquel sonido y aquella voz.
La acarició, y mientras lo hacía su rostro dejó el último resquicio de cordura
que le quedaba y se hundió en la locura más absoluta.
-Yo te serviré, para siempre, yo te serviré.
Era lo único que repetía una y otra vez.
*
*
*
*
Se despertó empapado en sudor, y con una extraña sensación. Tenía
frío, sus pies estaban mojados y balbuceaba palabras incoherentes. Por un
momento no supo ni dónde se encontraba ni quién era. Pero fue una
sensación pasajera. Estaba en su cama, en su apartamento situado en el
centro de la ciudad, y todo había sido un mal sueño. ¿Seguro? Entonces, ¿por
qué tenía la sensación de que algo no iba bien? Se levantó, necesitaba ir al
baño, mojarse la cara y despejarse para comprobar la realidad de sus
afirmaciones. Se levantó tambaleante, con paso indeciso y tembloroso, como si
el suelo que pisase le resultase extraño. Eso era. Estaba acostumbrado a
caminar sobre una mullida de capa de hierba… pero eso había sido un sueño.
Se rascó la cabeza e intentó serenarse, pero ¿tenía algún motivo para hacerlo?
Las pesadillas son sólo eso, pesadillas, aunque parezcan reales.
Finalmente y con dificultad consiguió llegar al lavabo, encendió la luz y
se miró en el espejo. Al momento palideció. Su cabello, otrora moreno, era
ahora blanco, sus manos estaban ensangrentadas, como… como si hubiese
estado excavando. Y entre sus dedos pudo vislumbrar algunas briznas de
hierba, de un azul precioso. Aquello no podía ser. Todo había sido un sueño…
¿o no? Finamente la locura se apoderó de él cuando oyó una voz, tan
conocida, tan nítida, tan familiar, que era como si siempre hubiese formado
parte de su vida, que repetía una y otra vez, con la misma cadencia, con el
mismo monocorde tono autoritario y posesivo:
-Vuelvo para reinar para siempre.
Se desmayó.
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