Subido por diego.montilla

DEL PESEBRE A LA CRUZ

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El significado de la Navidad. Conectando los puntos entre el pesebre y la cruz
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 28 de diciembre de 2015
Las historias que nos ofrece el Evangelio sobre el nacimiento de Jesús no son una simple repetición de los hechos
que tuvieron lugar entonces en el establo de Belén. En sus comentarios sobre el nacimiento de Jesús, el
renombrado erudito escriturista Raymond Brown destaca que estas narraciones fueron escritas mucho después de
que Jesús ya había sido crucificado y había resucitado de entre los muertos, y que están influidas por lo que
significan su muerte y resurrección. En cierto plano, son tanto historias sobre la pasión y muerte de Jesús como lo
son sobre su nacimiento. Cuando los escritores del Evangelio volvieron a mirar el nacimiento de Jesús a través del
prisma de la resurrección, vieron ya en su nacimiento el patrón para su ministerio activo y para su muerte y
resurrección: Dios entra en el mundo y algunos lo creen y aceptan, mientras otros lo odian y rechazan. Para
algunos, su persona tiene sentido, para otros causa confusión e indignación. Hay un mensaje adulto sobre Cristo en
Navidad, y el significado de Navidad es para ser entendido tanto mirando a la cruz como mirando al pesebre.
Difícilmente es el material del que están hechas nuestras luces de Navidad, villancicos, pesebres y Santa Claus.
Y sin embargo, éstos también tienen su lugar. Karl Rahner, no ingenuo a lo que Raymond Brown asegura, arguye
que, aun así, la Navidad trata aún de la felicidad, y el simple gozo de los niños capta el significado de la Navidad
más exactamente que cualquier cinismo adulto. En Navidad, asegura Rahner, Dios nos da un permiso especial para ser felices: “No tengáis miedo de ser felices,
pues desde que yo (Dios) lloré, el gozo es la norma de vida que resulta en realidad más conveniente que la ansiedad y la pena de aquellos que piensan que no
tienen ninguna esperanza. …Yo ya no me voy más del mundo, incluso aunque ahora no me veáis. …Yo estoy ahí. Es Navidad. Enciende las candelas. Tienen más
derecho a existir que toda la oscuridad. Es Navidad. La Navidad que dura por siempre.” En Navidad, el pesebre aventaja a la cruz, incluso aunque la cruz no
desaparezca por completo.
¿Cómo se acomodan juntos la cruz y el pesebre? ¿Arroja el calvario una permanente sombra sobre Belén? ¿Debería la Navidad inquietarnos más que consolarnos?
¿Está nuestro simple gozo en Navidad quitándonos el sentido verdadero?
No. Gozo es el significado de Navidad. Nuestros villancicos tienen su razón de ser. En Navidad, Dios nos da un permiso especial para ser felices, aunque esto debe
ser entendido cuidadosamente. No hay la menor innata contradicción entre el gozo y el sufrimiento, entre estar alegre y arrostrar todo el dolor que nos acarrea la
vida. Gozo no es estar identificado con placer y con la ausencia de sufrimiento en nuestras vidas. El gozo genuino es una constante que se queda con nosotros a
través de todo de nuestras experiencias de la vida, incluso nuestro dolor y sufrimiento. Jesús nos prometió “un gozo que nadie pueda arrebataros”. Esto significa
claramente algo que no desaparece porque uno esté enfermo, haya muerto un ser querido, sea traicionado por el esposo, perdamos el empleo, sea rechazado por
un amigo, esté sujeto al dolor físico o esté soportando un revés emocional. Ninguno de nosotros escapará del dolor y el sufrimiento. El gozo debe poder coexistir con
éstos. Verdaderamente significa crecer más profundamente a través de las experiencias de dolor y sufrimiento. Significa que somos mujeres y hombres de gozo,
aun cuando vivamos en dolor. Ese es un estilo peculiar, tomado de su comprensión de la muerte y resurrección de Jesús, que los escritores del Evangelio insertan
en sus narraciones sobre su nacimiento.
Pero, por supuesto, eso no es lo que los niños ven cuando son atrapados en la emoción de Navidad y cuando miran al Niño Jesús en el pesebre. Su gozo aún es
inocente, sanamente protegido por su ingenuidad, aún aguardando el desencanto, pero auténtico no obstante. El ingenuo gozo de un niño es verdadero, y la
tentación de reescribirlo y modificarlo a la luz de la desilusión de los años posteriores es un error. Lo que fue verdadero… fue verdadero. Los tiernos recuerdos que
tenemos de la preparación y celebración de la Navidad siendo niños no son invalidados cuando se ha descompuesto Santa Claus. La Navidad nos invita aún, como
expresa poéticamente John Shea, “a zambullirnos de cabeza dentro del budín”. Y a pesar de toda la desilusión de nuestras vidas adultas, la Navidad nos ofrece aún,
a los desalentados adultos, esa maravillosa invitación.
Incluso cuando ya no creemos más en Santa Claus, y los pesebres, luces, villancicos, tarjetas, coloridos papeles de envolver y regalos de Navidad ya no traen el
mismo estremecimiento, permanece aún la misma invitación: la Navidad nos invita a ser felices, y eso demanda de nosotros un elemental ascetismo, un ayuno de
nuestro adulto cinismo, una disciplina del gozo que pueda agarrar la cruz y el pesebre juntos de modo que seamos capaces de vivir en un gozo que nadie, ni
ninguna tragedia, nos pueda quitar. Esto nos permitirá, en Navidad, como los niños, zambullir la cabeza dentro del budín.
La Navidad regala, a niños y adultos, el permiso de ser felices.
Del pesebre a la Cruz
Por
Germán Mazuelo-Leytón
22/12/2015
Nunca antes me había detenido en una imagen del Niño Dios con la Cruz, o, en la Cruz, hasta que leí que en la Iglesia Oriental
durante el tiempo de Navidad existe la práctica piadosa de bordar en la ropa la Señal de la Cruz, contemplando al Divino
Infante con los brazos extendidos tal como estaba en la Cruz.
Nuestro Señor Jesucristo desde el momento en que vino al mundo comenzó su obra redentora inundado todo Belén con el
espíritu de la Cruz.[1] El Salvador no se abajó para nacer en un palacio real, sino en una cruz. Las puertas cerradas de Belén
ya prefiguraron el abandono del Calvario. Muy pronto después de su nacimiento ocurrió el derrame de la sangre de los niños
inocentes. Más tarde él mismo, el Cordero inocente, derramará su propia Sangre.
El que en el Calvario daría la bienvenida a todos los exiliados, no mucho tiempo después de su nacimiento ya estaba de camino
al exilio. «De esta manera se presenta la unidad del misterio de la Redención. Desde el madero del pesebre hasta el madero de
la Cruz el misterio es uno solo. La pobreza, el abandono, el rechazo que sufrió Jesús en la Cruz, los experimentó desde su
nacimiento».[2] Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron, (San Juan 1, 11).
En la Iglesia Latina, «tras el Concilio de Trento el pensamiento cristiano descubre que puede acercarse al Niño Jesús y sacar
nuevas enseñanzas de su debilidad, dirigiendo su mirada hacia los episodios que mostraban la tierna inocencia de aquel que
había nacido para morir en la cruz. Se trató de retrotraer a la infancia de Jesús las características del Jesús adulto, dando lugar
a prefiguraciones pasionarias para crear una dialéctica entre la dulzura y ternura infantil con la tragedia del drama pasionario,
dando lugar a las imágenes del Niño Jesús de Pasión».[3]
La pedagogía de Dios es esta: hacernos pasar por los signos terrestres para llegar luego a las cosas celestiales. Mientras
vivamos en la tierra hemos de contentarnos con descubrir a Dios a través de los signos. La Cruz es el signo del amor sacrificado.
En 1628 en Quito, se le apareció la Santísima Virgen a la monja concepcionista de origen español Madre Mariana Francisca de
Jesús Torres y Berriochoa, que vivió entre 1563 y 1635, en el Monasterio Real de la Limpia Concepción en Quito, que ella había
fundado.
Nuestra Señora del Buen suceso le manifestó a la religiosa: «Levanta ahora la vista y mira hacia el cerro de Pichincha, donde
será crucificado este Divino Infante que traigo en mis brazos. Lo entrego a la Cruz a fin de que Él dé siempre buenos sucesos a
esta República […]».
En 1634, es decir 6 años más tarde, Nuestra Señora le indicó a la mística monja que reprodujera estampas con su visión del
Divino Niño: «[…] queremos que, valiéndote del Obispo, reproduzcas en estampas esta visión que tuviste de mi Amadísimo Niño
Crucificado, escribiendo en ellas las palabras que oíste de sus labios».
Una contemporánea suya, también concepcionista, la Venerable Sor María Jesús de Ágreda, considerada una de las más
grandes místicas, en su obra Mística Ciudad de Dios que produjo en 1670, relata cómo el Divino Niño oraba ya en forma de
cruz en las purísimas entrañas de María: «Y tal vez el Niño Dios en aquella sagrada caverna se ponía de rodillas, para orar al
Padre; otras en forma de cruz, como ensayándose para ella».[4]
Nuestra Señora misma se lo había manifestado: «desde el primer instante que fue concebido en mi Vientre, no descansó, ni cesó
de clamar al Padre, y pedir por la salvación de los hombres. Y desde allí comenzó a abrazar la Cruz, no sólo con el afecto, sino
también con efecto en el modo que era posible, usando de la postura de crucificado en su niñez y estos ejercicios continuó por toda
su vida».[5]
Cuando entonamos el antiguo Adeste fideles en la especialmente hermosa Misa de Gallo en la que celebramos de la forma más
solemne el nacimiento del Salvador, venid y adorémosle son dos palabras que repetimos varias veces. Venid adorémosle, es
una invitación a ponernos en camino a Belén para adorar a un Niño llamado Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Lo
adoramos besándolo con cariño y sabiendo que adorar según su raíz latina es besar.
Es la misma oración la nuestra durante la adoración de la Cruz del Viernes Santo: Te adoramos, oh Cristo, y te glorificamos.
Mientras los fieles procesionalmente caminan hacia la Cruz para besarla, de acuerdo a las rúbricas del Misal se entona el Pange
Lingua, que es un himno de gloria precisamente.
Cuando adoremos al Niño la Noche Santa de la Navidad, no olvidemos que el Divino Niño Jesús sigue siendo crucificado en
cada niño abortado. La perversa teoría del fin bueno es el motivo por el que cada año, cincuenta millones de niños no
llegan a ver la luz a causa del aborto; de ellos, la mitad perecen bajo el amparo de las leyes abortivas.
Así como bajo la Cruz estaba el consuelo de los corazones amorosos, así en Belén él fue saludado con la gozosa bienvenida de
corazones sencillos y el canto de los ángeles.
En nuestra vida, marcada por la mezcla del gozo de Belén y el dolor del Calvario, estamos seguros de que el mismo amor que
lo hizo venir y lo hizo morir por nosotros, siempre nos acompañará: Mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta
la consumación del siglo (San Mateo 28, 20).
En un mundo lleno de palabras huecas, de afirmaciones sin sentido, y de promesas incumplidas, Navidad es promesa, es
presencia de lo invisible, es calor de un amor inextinguible, Navidad es una palabra que encierra intimidad de Dios, que se
acerca a quien quiera recibirle, dejemos a un lado juguetes, bebidas espumosas, cenas copiosas, distracciones mundanas y
busquemos la Navidad, el nacimiento, el acercamiento de Dios en la pobre gruta de Belén, ahora en la pobre gruta de mi alma.
Un misterio indisoluble: el pesebre y la cruz
Schola Veritatis, el 23.12.17 a las 5:17 PM
Como preparación al gran día de la Natividad de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, hemos traducido para nuestros lectores un
fragmento de la obra de la mártir carmelita y filósofa, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, titulada La crèche et la croix.
Edith Stein (1891-1942), de nombre religioso santa Teresa Benedicta de la Cruz, fue una filósofa, mística, religiosa carmelita, mártir y santa
alemana de origen judío. Convertida del ateísmo gracias a la lectura de las obras de Santa Teresa de Jesús, ingresó tiempo después en el
Carmelo. En el año 1942 fue asesinada en el campo de exterminio nazi de Auschwitz.
Aquí nuestra traducción de esta bella lectura, como alimento a la oración y preparación a las fiestas de la Navidad.
De « La crèche et la croix », de Santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Cuando los días se acortan, cuando los primeros copos de un verdadero invierno comienzan a caer, tímidamente, silenciosamente surgen en
nosotros los primeros pensamientos de Navidad. De esta simple palabra se desprende un tal encanto que ningún corazón puede resistirlo.
Incluso los fieles de otro credo, los no creyentes, aquellos para quienes la historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para la
fiesta, y se preguntan cómo hacer brotar ese día en torno a ellos una chispa de alegría. Ya semanas, meses antes, se expande sobre la tierra
como una cálida corriente de amor. La fiesta del amor y de la alegría es la estrella hacia la cual todos se dirigen en este comienzo de invierno.
Pero para el cristiano, sobre todo para el cristiano católico, Navidad es también otra cosa. La estrella lo conduce al pesebre, al Niño que
trae la paz a la tierra. Es lo que el arte cristiano nos representa en tantas imágenes emotivas, y que nos cantan viejas melodías, llenas de la
magia de la infancia.
En el corazón del que vive con la Iglesia, las campanas del Rorate y los cantos del Adviento despiertan una santa nostalgia; y aquel a quien
se han abierto los inagotables tesoros de la liturgia, escucha cada día al gran profeta de la Encarnación alternar sus exhortaciones y sus
promesas: Cielos, destilad de lo alto vuestro rocío, y que las nubes hagan llover al Justo. ¡El Señor está cerca! ¡Adorémosle! ¡Ven, Señor, no
tardes! ¡Jerusalén, clama tu gozo, pues tu Señor viene a Ti!
Del 17 al 24 de diciembre, escuchamos las grandes antífonas “O” del Magnificat: Oh Sabiduría, Oh Adonai, Oh Hijo de la raza de Jesé, Oh
llave de la ciudad de David, Oh Oriente, O Rey de las Naciones. Estas, con un ardor y un fervor crecientes, lanzan su llamada: Ven a salvarnos.
Y cada vez más insistente, resuena la promesa: Mirad, todo está cumplido, y finalmente: Hoy sabréis que viene el Señor, y mañana
contemplaréis su gloria.
Durante la vigilia, cuando resplandece el árbol de luz y se intercambian los regalos, el deseo no saciado de otra luz surge en nosotros,
hasta que suenan las campanas de la Misa de Medianoche y se renueva, sobre altares adornados de cirios y flores, el milagro de Navidad. Y el
Verbo de hizo carne. Henos aquí en el
Cada uno de nosotros ha podido gustar este gozo de Navidad; pero el cielo y la tierra todavía no están unidos. También hoy, la estrella de
Belén brilla en una noche profunda. Ya al día siguiente de Navidad, la Iglesia deja sus ornamentos blancos para revestir la púrpura de sangre y,
al cuarto día, el morado del duelo. Esteban, primer mártir en seguir al Señor a la muerte, y los Santos Inocentes, los niños de Belén y de Judá
masacrados implacablemente, hacen cortejo al Niño en el Pesebre. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está entonces la alegría de las cortes
celestiales, dónde está la tranquila felicidad de la noche santa? ¿Dónde está la paz sobre la tierra?
Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Pero no todos son de buena voluntad. El Hijo del Padre eterno tuvo que descender de la
gloria del cielo porque el misterio del mal había envuelto al mundo en tinieblas. La noche cubría la tierra, y Él vino como la Luz que brilla en las
tinieblas; pero las tinieblas no la recibieron. A los que la acogieron, les trajo la luz y la paz: la paz con el Padre celestial, la paz con todos
aquellos que, como ellos, son hijos de la luz e hijos del Padre, y la profunda paz del corazón -pero no la paz con los hijos de las tinieblas. A
ellos, el Príncipe de la Paz no les trae la paz sino la espada. Para ellos es la piedra de tropiezo contra la cual se lanzan y se destrozan. Esta es
una verdad difícil y grave, que la imagen poética del Niño en el pesebre no nos debe encubrir.
El misterio de la Encarnación y el misterio del mal están estrechamente ligados. Sobre la luz descendida del cielo se desprende, más
sombría y amenazante, la noche del pecado.
El Niño del pesebre tiende las manos, y su sonrisa parece ya expresar lo que el Hombre dirá más tarde: Venid a Mí todos los que estáis
cansados y agobiados. Los primeros en seguir su llamada son los pobres pastores de los campos de Belén, a quienes el esplendor del cielo y la
voz del ángel anunciaron la buena nueva, y que diciendo: Vamos a Belén, se pusieron en camino; son los reyes, venidos del lejano Oriente,
quienes, con la misma fe simple, siguieron la maravillosa estrella. Sobre ellos, las manos del Niño repartieron una lluvia de gracias, y ellos se
alegraron con un gran gozo.
Estas manos dan y exigen a la vez: sabios, deponed vuestra sabiduría y volveos simples como los niños; reyes, entregad vuestras coronas y
vuestros tesoros y rendid humildemente homenaje al Rey de reyes; tomad sin dudar vuestra parte en las penas, sufrimientos y fatigas que su
servicio exige. Y a vosotros, niños, que no tenéis todavía nada que ofrecer, es vuestra tierna vida, incluso antes de que haya verdaderamente
comenzado, que será tomada por las manos del Niño - ¿y a qué mejor fin podría servir que ser sacrificada al Señor de la vida?
Sígueme, dicen las manos del Niño, como más tarde dirá la boca del Hombre. Así llamó al discípulo amado, que pertenece también al cortejo
del Niño. San Juan partió sin preguntar a dónde ni por qué. Abandonó la barca de su padre y siguió al Señor en todos sus caminos hasta el
Gólgota. Sígueme. Esta llamada la escuchó a su vez Esteban. Él siguió al Señor en su combate contra los poderes de las tinieblas, contra la
obcecación y el rechazo obstinado a creer. Dio testimonio por su palabra y por su sangre. Lo siguió también en su espíritu, el Espíritu de amor
que combate el pecado, pero que ama al pecador, y que ante Dios intercede en favor del asesino hasta en la muerte.
Estas siluetas arrodilladas en torno al pesebre son figuras de pura luz: los débiles Inocentes, los Pastores confiados, los humildes Reyes
Magos, Esteban, el discípulo ardiente, y Juan, el apóstol del Amor; todos han respondido a la llamada del Señor. Ante ellos se levanta la noche
del inconcebible endurecimiento, de la ceguera: la de los doctores de la ley, capaces de prever la hora y el lugar del nacimiento del Salvador del
mundo, pero incapaces de obrar en consecuencia y decir: Vamos a Belén; y la del rey Herodes, que quiere matar al Señor de la vida.
Ante el Niño del pesebre, los espíritus se dividen. Él es el Rey de reyes, el que reina sobre la vida y la muerte. Él dice: Sígueme, y quien no
está con Él está contra Él. También lo dice para nosotros, y nos sitúa ante la elección entre luz y tinieblas.
El pesebre, la Cruz, el Sagrario
"¡Oh Verbo, oh Cristo, que bello sois, que grande sois!"
O
H Jesús, Rey de las infinitas misericordias, en esta capilla están las fuentes de todos vuestros
bienes. Este año, los hermanos han hecho el pesebre bajo el altar, de tal manera que ahí están reunidas las figuras y las realidades de
todos vuestros misterios. Aquí como en el cuadro de San Fons, del venerable Chevrier, se encuentran recordados: el Pesebre, la Cruz, el
Sagrario. Mi mirada va de uno al otro, sin fin, para contemplar, adorar y amar vuestras grandezas.
Entre las piernas del altar formando como un modesto cobertizo, he aquí el pesebre donde todo es alegría, ternura de los corazones, en
una pobreza conmovedora. Oh Jesús, desde vuestra entrada en este mundo, fuisteis pobre en bienes terrestres pero pródigo de bienes
espirituales, que con vuestras manitas ya repartís, en una sonrisa universal. Estoy seguro de eso, lo veo deliciosamente figurado en este
niño de cera. Las presencias orantes de vuestros santos padres lo dicen bastante, ellos que nos habéis dado para siempre como nuestra
Santa Familia, la Virgen incomparable vuelta nuestra Madre y Mediadora, San José, nuestro padre terrestre y poderosísimo protector. Veo
también un pastor y algunos borregos que nos representan, él o ellos, simbólicamente. Así queríais acercarnos, alcanzarnos, saciarnos de
vos y la prueba que lo habéis conseguido, son esos nacimientos que, después de dos mil años, vencen aún la malicia de Satanás, el
orgullo del mundo, la frialdad de los corazones y os dan a contemplar a los hombres. El Verbo se hizo carne, ved qué manso y humilde es
en su pesebre. Gran misterio que aquél, que merece nuestra contemplación, en su niñez. ¿Este pesebre acaso no recuerda el más
singular, el más maravilloso instante de toda la historia humana, oh Jesús, cuando veníais en este mundo?
Mi mirada no necesita mucho para atravesar todo el espacio de vuestra vida, puesto que el crucifijo que está sobre el altar recuerda su
término. Del pesebre a la crucifixión, es tan rápido. Este recién nacido en el encanto de Navidad será pronto el hombre de dolor clavado a
la Cruz, exhalando las quejas de su derrelicción. ¿Dulce Jesús, es posible? ¡Pues si! así es puesto que era necesario! Vuestra
Encarnación no tenía otra intención, otra meta que esta eminencia del Gólgota a donde vuestros hermanos los hombres os han elevado y
condenado a muerte. Todos nosotros que nos alegramos alrededor de vuestro pesebre, no lo olvidemos, somos como esclavos que venís
delibrar, como condenados que venís graciar, pero al precio de sufrimientos indecibles. Es nuestro egoísmo sagrado que nos hace cantar
de alegría cuando desde este momento tenéis que sufrir en este frio, que ser humillado en este desprecio y esta abyección, sabiendo sin
embargo que es para vos el principio de una vida toda de cruz y de martirio.
Abarco de una sola mirada vuestro Pesebre y vuestra Cruz. Es como una ascensión, y comprendo que erais en Belén el grano enterrado
en nuestra tierra para un día ser erigido en el cielo como la espiga de trigo en la plenitud de su madurez. De la Encarnación a la
Redención, vuestra línea de vida es derecha, simple, perfecta. Adivinabais entonces lo que Belén anunciaba, el Pan de nuestras almas,
procurándoles la vida eterna.
Y ahí, entre la una y la otra representación, de la Natividad y de vuestra Santa Muerte, reina el Sagrario donde moráis, presencia real y
sacramental, Jesús, Rey de las infinitas misericordias, aquí presente en vuestro Cuerpo, vuestra Sangre, vuestra Divinidad. ¡Oh maravilla
de las maravillas, termino inaudito de vuestro peregrinaje terrestre! Los otros misterios no están más que figurados, aquí los personajes de
Navidad, ahí ese crucifijo de Iglesia. Mientras que este misterio es real, en verdad cumplido y guardado preciosamente en esta capilla. De
día y de noche, rodeado de nuestras oraciones o dejado un momento, estáis aquí, oh Dios mío, así como en el pesebre, en vuestra
Encarnación continuada, y renováis por nosotros todo el misterio de vuestra Redención, aún hoy en día.
Ese cuadro que tengo delante de mí llama la atención: la carpintería que sostiene y encuadra todas estas cosas, ¿acaso no es aquí el
altar? ¿Y qué es el altar si no la madera de la Cruz, el soporte místico del santo sacrificio donde sois cada día el Sacerdote y la Victima
inmolándoos aún por la salvación del mundo? El nacimiento me cuenta en figuras lo que está en realidad en el Sagrario: vuestra presencia
real, oh Jesús, entre nosotros. El crucifijo que domina el altar es aquí la imagen de lo que realmente renováis por el ministerio del
sacerdote, después de haberlo primeramente vivido en el Calvario: vuestro Sacrificio sacramental, oh Jesús, que nos hace comulgar a
vuestro Padre y nuestro Padre y nuestro Dios, en el misterio de vuestra inmolación en víctima de amor misericordioso…
Así tengo delante de mí todos vuestros beneficios. Os poseo perfectamente. Estáis, en el espacio exiguo de este santuario, como existen
centenares de millares en el mundo, presente y diligente, naciente y moribundo, bajando del Cielo y de ahí volviendo a subir, viniendo a
nosotros y atrayéndonos hacia el Padre. Las señales y las figuras ilustran las realidades. Miro con todos mis ojos el nacimiento y mi
corazón rebota hacia el Sagrario, contemplo la Cruz pero es para prepararme a mi misa o dar gracias. Oh Jesús, qué bello sois, qué
grande sois… como rezaba el Padre Chevrier, y ojala que pudiera yo, después de haberme regocijado y bañado en las esplendores y las
verdades de vuestro Pesebre, de vuestra Cruz, de vuestro Sagrario, realizar las tres máximas que este santo sacerdote sacaba de sí
mismo, hace cien años: el sacerdote es un hombre despojado, el sacerdote es un hombre crucificado, el sacerdote es un hombre comido.
¡Así sea!
Padre Georges de Nantes
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