La ciudad. Meditaciones en torno a la ciudad histórica, áreas metropolitanas y sosteniblidad. El concepto de sostenibilidad parece estar emparentado a una visión hipotética de un futuro próspero y eficiente rechazando de forma inexorable la huella del pasado bajo la consigna de la evolución. El empleo maleable del término por parte de las instituciones políticas en aras de configurar una directriz innovadora del modelo de gobernanza, junto con la intrínseca e inexorable relación dada desde su concepción con el medio ambiente, justifica el rechazo parcial por parte de la ciudadanía del término sostenibilidad. Según las directrices del Informe Brutland (1987) sostenibilidad alude a atender las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas, garantizando el equilibrio entre crecimiento económico, cuidado del medio ambiente y bienestar social, lo que se conoce como la triple vertiente de la sostenibilidad. No fue hasta el año 94 en la Carta de Aalborg cuando el término se traslada al planteamiento urbano, remarcando el avance de la gestión urbanística y territorial, pero todavía con expectativas ambientales. La evolución del término en los últimos veinte años no ha dejado atrás la consideración de crecimiento “físico” del ámbito urbano, sin repercutir en la dimensión social. El auge económico ha motivado la generación desmesurada de nuevas áreas urbanas durante el siglo XX. El desarrollo urbanístico vigente se vincula a la generación de áreas metropolitanas, producto un estadio de la civilización considerado como “evolución”. De la ciudad tradicional concebida como una entidad nuclear, compacta, se está pasando a otra situación bien diferente en la cual sus límites espaciales se desdibujan en el territorio. Como resultado, cualquier análisis urbano formal deduce la disposición de aglomeraciones urbanas y otras entidades de morfología compleja, es decir, la fragmentación del sujeto urbano. Atendiendo a la concepción primigenia de la ciudad, su generación se basa en el concepto de eficiencia, es decir, la congregación de actividades en un mismo espacio para beneficio común. Sin embargo, la trascendencia actual que ha desembocado en el auge de las áreas metropolitanas ha considerado necesario plantear nuevos modelos de ciudades sostenibles (smart cities) desfigurando la ciudad histórica y propiciando su expansión en el territorio. En consecuencia, la ciudad tradicional aparece bajo los ojos de sus habitantes como un ente disfuncional. La destrucción de la ciudad tradicional parece contradictoria con la propia definición del término sostenibilidad al desmantelar la huella del pasado. La falta de nuevas teorías, la escasa normativa urbanística en pro de la ciudad histórica y la errónea concepción del patrimonio como un ente incorrupto, impide el devenir de la ciudad a favor de sus ciudadanos y en beneficio de unos pocos, configurando una ciudad hostil y degradante. Mas que considerar esta nueva perspectiva como un proceso de degradación del territorio, la implicación de la filosofía de la sostenibilidad puede (y debe) constituir una excepcional ocasión para corregir la tendencia actual. La inexorable ley del cambio ha de ser entendida como una oportunidad y es en este punto donde se ha de buscar criterios para la conservación de la ciudad tradicional, demostrando que su regeneración puede estar intrínsecamente vinculada al concepto de sostenibilidad. Su aplicación en el crecimiento y planteamiento urbano supone una revisión profunda de los modelos de crecimiento. Dichas medidas han de abordarse desde el establecimiento de una autoridad política común y en el de la formación de un plan urbanístico y territorial conjunto, atendiendo a que la ciudad difusa no constituye por sí solo, ciudad. Se trata de buscar una relación de equilibrio en la ciudad histórica, donde se incluya un proceso de reestructuración en base a la herencia urbana, asumiendo el legado histórico y actualizando su disposición para satisfacer las necesidades exigibles por la sociedad. Las escasas iniciativas vinculadas a esta nueva concepción del espacio urbano suelen centrar su atención sólo en dos de los pilares de la sostenibilidad, el crecimiento económico y la gestión de los recursos naturales, mientras que el tercero, la cohesión social, con frecuencia es objeto de un tratamiento secundario o marginal. Frente a la concepción actual de dichos parámetros se ha de superponer la dimensión social y la mejora de su calidad de vida, los cuales deben ser asumidos como objetos prioritarios de la práctica urbanística. El bienestar de los ciudadanos depende en un alto grado de un entorno bien planificado, y la adaptación de la ciudad histórica a la ciudad actual resulta especialmente relevante. Ante todo, la ordenación urbanística debe atender al Derecho a la Ciudad, entendido como el uso y disfrute equitativo de las ciudades dentro de los principios de sostenibilidad, democracia, equidad y justicia social. Un concepto que amplía el enfoque tradicional basado en la vivienda y el barrio hasta abarcar la calidad de vida a escala de la ciudad y su entorno rural, y que abarcaría un gran número de aspectos, desde el derecho al lugar de residencia, donde se producen las relaciones, al derecho al acceso a las tecnologías de la información, y a la comunicación, pasando por los derechos a la identidad colectiva, al espacio público y a la monumentalidad. Junto a las derechos también se asoma las obligaciones que cada ciudadano debe ejecutar para con la ciudad. Ante todo, se ha de erradicar la creencia ciudadana de expansión como sinónimo de crecimiento, con el fin de volver a la ciudad tradicional adaptándola a los nuevos desarrollos urbanos. Y por urbanos se entiende la mejora de la calidad de vida del ciudadano dentro de la ciudad. .