Subido por Robinson Brenes

MORIR ANTES DE NACER

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MORIR ANTES DE NACER
Lalo Relinque
MORIR ANTES DE NACER
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MORIR ANTES DE NACER
Sinopsis
¿Y si todo es falso? ¿Y si todo cuanto vemos es lo que queremos ver y no la realidad?
Pablo nace, por ley divina, con una misión de vida: entregarse en cuerpo y alma a la
belleza, a la creación, a la pasión… al arte. De niño, la fantasía se instala en él. De
joven lo hace el amor. Pero el mundo que habita no es el adecuado para él. La realidad
de la vida lo envuelve en una trama engaños y traiciones que nada tiene que ver con lo
idealizado durante su infancia, durante su juventud. Tanto le mortifica este desencanto
que llega a dudar del sentido de su existencia. Ya cansado de luchar contra lo absurdo,
decide encerrarse en su ser más profundo, desconectar del mundo contaminado, y
sumergirse en su obra como fantasma plástico que reside en la tela. Morir antes de
Nacer es un drama literario ambientado, en su parte inicial, en la Sevilla clásica y
acomodada de los años 1950-1970, para más tarde, transcurrir por los escenarios de
París, Chicago, San Sebastián, Santander y Madrid. Acotado, todo ello, en la segunda
mitad del siglo XX. Su narrativa invita al lector a descubrir las bambalinas ocultas del
complejo mundo de los sentimientos dominados por el arte.
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MORIR ANTES DE NACER
© Lalo Relinque , 1998
Nº Registro M-74257
ISBN 9788483265000
Diseño de cubierta: L.R.A.
NOTA DEL AUTOR: Los personajes y nombres propios que aparecen en esta novela
son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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MORIR ANTES DE NACER
Indice de Capítulos
1. El camino
2. El regreso
3. El niño esperado
4. Sueños e ilusiones (Seis años después)
5. El colegio
6. La primera comunión
7. Amigos de la infancia
8. Pasión de juventud
9. …Y se hizo hombre
10. El coronel Soriano
11. El anfitrión
12. Montmartre
13. Juliette
14. Penumbra
15. Sombra
16. Oscuridad
17. Tiniebla
18. Luz
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MORIR ANTES DE NACER
Moriré libre por que he vivido solo.
Moriré solo por que he vivido libre.
Erasmo de Rótterdam
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MORIR ANTES DE NACER
1. El camino
Desde el profundo sueño del más allá Pablo abrió lentamente los ojos y miró hacia
arriba delatando mi presencia:
―¿Quién eres? ―preguntó.
―Soy el autor de esta obra, tu obra, quien ha hecho que escribiera sobre el amor, la
vida y la muerte; en sí, que escribiera sobre el camino que te ha tocado vivir… que nos
ha tocado vivir.
―¿Y eso, a quién le puede importar?
―Pues es verdad, tienes razón, pero ya está hecho ―respondí…
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MORIR ANTES DE NACER
2. El regreso
―¿Quién soy?... ¿Qué me pasa?... ¡Siento despertar!, pero ¿despertar de qué? ¿Es que
existo? ¿Cuándo estuve aquí? ¿Quién me trajo a este lugar? ¿Hacia dónde me dirijo?...
―«Sigue el camino marcado» ―ordenó una voz agradable, sonora, sentida en su
interior―. «Lánzate al vacío que no caerás. Volarás como las aves del paraíso. Confía
en mí, pues confiando en mí, obtendrás tu propia seguridad».
Por un momento el Ser escuchó el silencio que antes no advertía: el silencio incierto de
las aguas tranquilas del lago rosado. Sentía la energía olvidada, la energía perdida
quizá en otras vidas. Un rumor lejano hizo desviar su atención a lo que estaba sucediendo. El horizonte multicolor definía el camino a seguir. No era solo su alma la que
volaba ingrávida bajo la gran bóveda luminosa que le cubría; otras, que iban y venían,
se cruzaban sin notar su presencia, parecían llevar un rumbo, un destino.
Y volvió a oír la voz:
―«Ahora, concentra toda tu energía para bajar al mar de la purificación».
Obedeció.
Nada sintió en el momento de introducirse en el apacible mar, aunque, poco a poco,
notaba que la temperatura de las aguas aumentaba conforme más se sumergía. En las
cavernas halladas en el fondo marino encontró una salida, una luz, una esperanza: la
esperanza de comprender lo incomprendido, de conocer lo desconocido, de recordar lo
que nunca llegaría a recordar. Un frío intenso lo envolvió. Con lentitud despertaba de
un letargo no elegido.
Comenzó a deslizarse por una pendiente húmeda y resbaladiza sin saber por qué.
―«Tu nuevo destino ha sido marcado» ―anunció la enigmática voz como si fuera una
despedida al final del camino.
Y así fue: alcanzó la orilla. Una orilla cubierta de hierbas de color carmín. Y se aferró
al único árbol allí existente.
… Y recuperó el equilibrio de su transformación.
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3. El niño esperado
«Pienso, pero no pienso. ¡Tengo vida! Lloro, pero no lloro. Veo, pero no veo. Dicen
que no siento… Pero sí siento. ¡Qué sucede! Me aprietan. Me asfixio. Veo un túnel.
Una salida. La luz me ciega… ».
Su cabeza es agarrada con amor y delicadeza.
―¡Empuja! ―con cariño ordenan.
―¡Ya sale! ¡Ya está aquí! ¡Es la hora!…
La madre al verlo, felizmente llora.
EL BAUTISMO
Entre faldones de hilo fino y toquilla bordada, el niño asoma su cara.
La pila es alta, de mármol frío; a un lado están el sacerdote, sus padres y hermanos, al
otro, amigos de la familia y los padrinos: sus tíos.
La madrina le coge con cariño, con cuidado le vuelca hacia la pila, con dulzura le
agacha la cabeza, con ternura le tapa, con su cuerpo lo protege mientras la toquilla le
lía… Sobre su nuca siente el agua fría:
―Pablo, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo… Amén.
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4. Sueños e ilusiones. (Seis años después)
Pablo nunca sintió mayor felicidad: era noche de Reyes. Allí se solía subir, allí, en
una esquina del alféizar del escaparate de la confitería en donde los domingos sus
padres solían comprarle un pastel de milhojas o un bizcocho emborrachado en
almíbar… «¡Qué ricos!».
Dominaba la calle por encima de las cabezas de todo aquel gentío esperanzado en la
noche mágica. Se aproximaba el cortejo: luces, pastores, carrozas, villancicos, júbilo,
fantasía. «¿Estaré soñando?», pensaba.
―¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ―eufórico gritaba―. ¡Gaspar! ¡ Gaspar! ―llamaba―.
¡Aquí! ¡Aquí! ―señalaba―. ¡Caramelos! ―pedía―. ¡Melchor! ¡Baltasar! ¡Os quiero,
os quiero! ―emocionado decía.
Lamparillas de colores se encendían y se apagaban. Una lluvia de caramelos a modo
de ráfaga de estrellas caía sobre sus manos que las tenía abiertas de par en par. Quería
detener el tiempo. «¡Qué bello espectáculo!», observaba. Sin darse cuenta, su cerebro
estaba absorbiendo toda aquella magia multicolor, todo aquel derroche de luz, todo el
sabor de una noche encantada.
Desde su podio improvisado, y finalizado ya el desfile, seguía observando el torrente
de personas que iban, venían, se cruzaban, se agolpaban. Globos blancos, azules y
rojos, subían y bajaban al compás de los andares del vendedor.
―¡Globos! ¡Globos! ¡Para la noche de Reyes! ―Y a continuación hacía sonar un pito
como cazador alertando a la perdiz: ―Tííí-tirití-títí.
De regreso a casa el pequeño caminaba junto a sus hermanos imitando las trompetas y
el galopar de los caballos. De vez en cuando, con voz alta y descontrolada por la alegría sentida, y con andares ligeros casi a saltos, memorizaba la carta que días antes
había escrito a sus Majestades los Reyes Magos de Oriente: Melchor, Gaspar y
Baltasar.
La noche fría y silenciosa era cómplice del misterio. En casa de los Alvear, todos
dormían. Todos menos Pablo: soñaba con los ojos abiertos; había estado tan cerca de
los Reyes Magos de Oriente que casi los hubiera podido tocar con sus propias manos.
Un solo ruido, por insignificante que fuera, le provocaba un sobresalto: sentía emoción… y miedo. Se tapaba con la manta hasta cubrir por completo su cabeza.
«¿Qué hora será? ¿Habrán entrado ya? ¡Supongo que dejarán los regalos sobre la mesa
del comedor, porque en los zapatos no caben!», discurría. Entre miedos, ilusiones, y
algún que otro cerrar de ojos, pasó la noche más larga y feliz de su vida.
Amanecía.
El sol tímidamente denunciaba las torres de las iglesias y las azoteas de la ciudad. La
niebla era aún espesa. El canto de algún gallo que se libró del festín navideño anunciaba un nuevo día.
En la casa de la familia Alvear nadie se levantaba. La mesa del comedor estaba a re10
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bosar de juguetes: la muñeca de cartón que mueve los ojos; un rifle como el de las
películas de indios; muchos caramelos mezclados con alfajores, polvorones y mantecados; una caja de bolos de madera; una armónica; cacharritos de cocina perfectamente atados a un cartón con un hilo elástico para que su hermana pequeña jugara a
las casitas; un tranvía de latón pintado de amarillo y rojo; un camión grande de madera
cargado de bombones; una trompeta; un balón; cuentos, tebeos, y, una caja de lápices
Alpino de doce colores apoyada sobre un cuaderno con dibujos preparados para ser
iluminados...
Todo era un derroche de cariño, de ahorros ocultos y de esfuerzo por conservar la
tradición. El pequeño Alvear no advirtió quien dio la voz de alarma, la señal de la
ilusión, el momento tan esperado. Todos estaban alrededor de la mesa sin tocar nada,
como hipnotizados, asombrados y emocionados. Fue Pablo quien rompió la quietud
cogiendo el cuaderno y los lápices de colores. Los acarició pasando sus frágiles dedos
por la brillante caja de colores mágicos. Abrió una y otra vez el cuaderno de viñetas.
Casi sin mirar cogió un bombón. Con mimo guardó el papel rojo plateado que lo
envolvía mientras saboreaba lentamente en su paladar el refinado chocolate.
En un rincón del sofá, aislado del jolgorio y alegría existente, comenzó a desarrollar su
pasión por el color: para la manzana cogió el lápiz verde; para el plátano, el amarillo;
con el lápiz marrón pintó el gorro del duendecillo… «¡Qué felicidad!».
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5. El colegio
Llovía suavemente. El día frío y plomizo invitaba a quedarse en la cama toda la mañana. No podía ser, había que volver al colegio después de unas vacaciones envueltas
por la fantasía.
―¡Venga, a levantarse, que ya es tarde!
La voz de una madre que siempre suena dulce y cariñosa, a Pablo, con aquel despertar,
se le hacía la voz más desagradable del mundo. Se dio la vuelta para el otro lado
tapándose con la manta hasta las orejas gozando del calor de la cama. Le hubiera
gustado coger la gripe, o un empacho, o tener algo de fiebre…, pero no hubo suerte.
Beatriz, su madre, que como cualquier madre conocía a su hijo perfectamente, sabía
que esa mañana era solo eso, la primera mañana de volver a la vida de realidades y
obligaciones, en donde el cuerpo tenía que demostrar su fortaleza y la mente su
disciplina.
―Cuando sea mayor voy a ser sereno para poder dormir por las mañanas ―le decía a
su madre con voz perezosa.
El colegio le parecía alegre pero también triste: alegre los viernes y triste los lunes;
acogedor y frío: acogedor en el recreo y frío en las horas de clases. Doña Juanita, la
maestra, siempre mandaba estar con los pies juntos y los brazos cruzados en sus
explicaciones docentes.
Se entraba al recinto por un gran portal protegido con una regia cancela de hierro
artísticamente forjado. El patio principal, pavimentado con grandes losetas de mármol,
tenía en su parte central una gran palmera que al mirar hacia arriba parecía tocar el
cielo. A su alrededor, entre arcos y columnas, estaban las aulas y la dependencia de
Manolo, el portero, un señor muy serio y siempre de malhumor. Justamente al fondo,
después de atravesar un ancho y largo corredor, estaba el patio destinado al recreo. Los
naranjos allí plantados arrojaban sombras de soledades. Mostraban sus frutos aún
agrios y de aroma inconfundible. El verdín era huésped permanente de los húmedos
muros que cercaban aquel extraño lugar. Y también allí estaban las letrinas con
separadores de mármol veteado. El ambiente era gélido.
El aula de parvularios carecía de atractivo: techos altos, grandes ventanales con cristales de limpieza tardía, paredes cubiertas con mapas de muchos colores, y grandes
láminas de anatomía con dibujos de hombres desnudos y sin carne, sin piel, y el corazón y las venas a la vista, «¿por qué no habrá de mujeres?, ¿será que por dentro no son
iguales que nosotros?», se preguntaba.
Los pupitres eran de madera oscura que delataban el paso del tiempo. La pizarra estaba
siempre cubierta por el blanco polvo de la tiza. Y sobre la tarima, la mesa de doña
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Juanita. Y allí estaba ella, sentada ante sus libros, su crucifijo, y la palmeta para pegar
en la mano, o en el culo, al que no supiera la lección. Era una mujer mayor, gruesa,
de pelo largo y canoso recogido en un moño; olía a rancio.
Abrió una especie de libreta grande: se disponía a pasar lista:
―¡Agustín Segura !
―¡Presente! contestaba el nombrado.
―¡Ignacio García!
―¡Presente!
―¡Juan José Ramírez!
―¡Presente! …
Pasar lista era el primer ritual del comienzo de una mañana de clase. Bueno, el primer
ritual no, el segundo. El primero era una oración a la Virgen.
Doña Juanita, después de hacer el control de asistencia y antes de comenzar a tomar
las lecciones pedidas para el día, hacía salir a la pizarra a sus alumnos favoritos según
la materia a tratar, dándoles eventualmente el rango de auxiliar de clase.
Para dibujar en la pizarra siempre llamaba a él, su artista preferido, como decía ella:
―¡Alvear! ¡Sal! Toma una tiza y dibuja el mapa de España.
El pequeño, la verdad sea dicha, en aquel momento se sentía muy importante.
A la hora del recreo, Pablo se entretenía cogiendo del suelo tempranas naranjas verdes.
Elegía la más pequeña para ponerla en el punto más alto del chorrito de la fuente, en
donde el agua apuntaba hacia el cielo, y en un cierto momento, se curvaba para caer de
nuevo a la concha del surtidor; la diminuta esfera se mantenía en equilibrio, dando
vueltas y más vueltas sobre sí misma. Todo su tiempo de ocio lo pasaba contemplando
aquel bello espectáculo.
Eran las cuatro de la tarde. Sonó la campana movida por la mano de Manolo, el portero, que anunciaba el comienzo de la clase de dibujo: era la asignatura preferida de
Pablo. La tarea consistía en copiar una lámina. Él nunca entendía por qué había que
copiar exactamente aquel dibujo ya hecho por otro. Ejercitaba toda su imaginación
utilizando el modelo tan solo para la inspiración, para la idea, y dibujarlo luego con su
fantasía.
―¡Pero niño! ¿Esto qué es? ―le llamaba la atención don Francisco, el profesor― ¿No
ves que lo que haces no se parece al modelo? ―. Y mientras le reñía le tachaba el
dibujo con un grueso lápiz rojo sin dar más explicaciones.
En aquellos momentos el escolar sentía una profunda tristeza... no entendía nada.
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6. La Primera Comunión
Marzo, Abril y Mayo: tres largos meses preparándose en el colegio para recibir a Jesús
por vez primera.
Pablo aprendió de retahíla el catecismo, las oraciones y las peticiones. Todo se
aprendía de memoria: eran niños ignorantes, ingenuos… Eran niños felices.
También los mayores rezaban como loros adiestrados, y peor aún, en latín; un latín
muy particular, asonante más que consonante: «Ecum piritutuo», decían. Más tarde,
muchos aprenderían que “Et cum spíritu tuo”, según las nuevas tendencias de la
liturgia en castellano, quería decir “Y con tu espíritu”.
Era la víspera del día señalado. El ensayo general se hacía en la iglesia parroquial. Se
encendía el altar mayor. Acordes solemnes de gloria eran interpretados al órgano por
don Agustín Romero, organista y sochantre titular del templo. El coro, formado por
alumnos del colegio, entonaba cánticos a María. Los comulgantes ensayaban el itinerario hacia el altar con paso lento y procesional. Una nube espesa de incienso acompañaba la cabecera del cortejo. Todo aquel marco inigualable hacía pensar al pequeño
Alvear si así sería el cielo. Le invadía la emoción. Sus tímidas lágrimas le impedían
ver cuanto ocurría a su alrededor. Se iba acercando al sacerdote cuando en ese mismo
momento una voz severa y malsonante le gritó:
―¡Niño! ¿Eres tonto? ¡Deja de llorar y no pierdas el paso! ¡Vete hacia aquel lado!
¿No ves que te has equivocado?
Era la voz de doña Adela, la ayudante de doña Juanita, una media monja ya madurita
que no le salió novio y al parecer no tuvo más remedio que “casarse con Dios”.
Y llegó el gran día.
El cielo azul adornaba el amanecer. Sin una sola nube. El sol radiante iluminaba aquella mañana de domingo en Sevilla.
Una cigüeña abandonaba el campanario de la iglesia huyendo del ensordecedor repiqueteo de las campanas que anunciaba misa de ocho. La musicalidad del bronce era
como un canto a la primavera, como avisar a los claveles y geranios que salieran a
lucirse en los balcones.
Pablo se sentía dichoso en aquel entorno: su colegio, su parroquia, su barrio…, su
familia. Una inquietud extraña se apoderaba de él, sentía vivir un sueño: recibir a Jesús
en forma de oblea, que según doña Juanita, no se podía tocar con los dientes. «¡Qué
nervios!».
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Su madre comenzó a vestirle. Estrenaba todo, bueno, casi todo: estrenaba ropa interior
blanca, camisa blanca, calcetines blancos, zapatos blancos, pañuelo bordado de color
blanco, guantes blancos, vela de cera rizada de color blanco, misal de nácar blanco y
estampas de comunión con ilustraciones del Niño Jesús abrazado a un cordero. Todo
era a estrenar menos el traje de comunión, que pasaba, años tras años, de un hermano a
otro. Era de color ahuesado: pantalones largos, perfectamente planchados, y americana
cruzada con solapa de brillo. Una palomita blanca adornaba el cuello de la camisa, un
cordón de hilo dorado para el crucifijo, que iba sobre el cuello, y finalmente, una
banda de blanco satén, que cruzaba el pecho, con adornos bordados en oro y terminada
en una gran cruz hecha con la misma tela.
Y llegó el momento de salir hacia la iglesia. Todos, en familia, caminaban elegantemente vestidos por las calles estrechas en dirección al templo parroquial.
Aunque en Sevilla, y más en el mes de Mayo, era costumbre presenciar por sus calles
estos eventos religiosos adornados y vestidos con las mejores galas, las personas que
se cruzaban con los Alvear se paraban y se quedaban observando la solemnidad familiar.
Desde un balcón plagado de geranios blancos y rojos, dos señoras, que hacían el
primer riego a sus macetas, comentaban:
―¡Qué guapos van todos! ¿Verdad doña Encarna?
―¡Verdad! ¿Y el niño? ¡Qué lindo!
―¡Qué felicidad!
La iglesia estaba más hermosa y solemne que nunca. «¡Cuánta gente!», advirtió Pablo:
familiares, amigos, el colegio en pleno, alineados todos como en un desfile militar; y
cerca del altar, alargados reclinatorios con adornos de lazos blancos y perfumadas
gardenias para los que iban a recibir a Jesús por vez primera.
El coro concluía con voces angelicales un canto de gloria que sirvió de acogida a los
asistentes al templo. Se iniciaba la ceremonia. El sacerdote que oficiaba la misa al pie
del altar mayor y situado de espalda a los feligreses, comenzó:
―In nómine Patris et Fílii et Spíritus Sancti.
―Amén ―contestaban los dos monaguillos ayudantes en la misa.
―Introíbo ad altáre Dei.
―Ad Deum, qui laetíficat juventútem mean.
Y se rezó el Confiteor Deo, Kirie Eleison, Gloria In Excelsis Deo, y después, vino la
lectura el Evangelio, y llegó la ofrenda del pan y el vino, y la consagración.
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MORIR ANTES DE NACER
Pablo Alvear sintió miedo: se acercaba el momento de recibir a Jesús, sacar la lengua
tímidamente para que la oblea no cayera al suelo, tragar con cuidado para que no se
pegara al paladar, y además, en los días de ensayo, doña Juanita advirtió que en la
ceremonia no quería ver a ningún niño mover la boca: «¡Qué difícil Dios mío!», pensó
angustiado.
El celebrante, haciendo una genuflexión y dándose tres golpes de pecho, invocó:
―¡Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi, miserére nobis! ¡Agnus Dei, qui tollis peccáta
mundi, miserére nobis! ¡Agnus Dei qui tollis peccáta mundi, dona nobis pacem!
Con la cabeza un poco inclinada hacia el suelo continuó con las oraciones de preparación a la comunión.
Tomó la Sagrada Forma y alzándola como si quisiera llevarla al cielo, mirándola fijamente, oró:
―Panem caeléstem accipiam et nomen Dómini invócabo.
Inmediatamente los fieles, que permanecían arrodillados en sus reclinatorios, comenzaron a rezar; esta vez en castellano y con entonación paralela al sacerdote:
―Señor, yo no soy digno de que entréis dentro de mí; más decidlo tan solo de palabra
y mi alma quedará sana.
Era el momento de salir de los bancos para comulgar.
Primero lo hicieron los niños y luego los familiares, que estaban más pendientes de sus
pequeños que del acto que se celebraba. Todos iban camino al altar en perfecta fila con
las manos juntas y casi pegadas a la boca, y la cabeza tímidamente inclinada hacia el
suelo.
Esta vez Pablo no se equivocó, y lloró de emoción y alegría, y no se le pegó la oblea al
paladar; y sin darse cuenta ya había pasado todo.
Una vez en su reclinatorio, comenzó a rezar oraciones que le habían enseñado para
este momento, pero su pensamiento estaba en otra parte: «Doña Juanita decía que
había que prometer no pecar más y ser muy bueno», recordó. Cerró los ojos y prometió a Jesús ser más obediente, ir al colegio sin pereza, no pelearse con sus hermanos, y no sabía qué más, porque, en realidad, no se sentía culpable de nada.
Hechas las promesas y arrepentimientos, volvió mentalmente a la ceremonia. En ese
mismo momento el sacerdote concluía:
―Ite: Missa est.
―Deo grátias ─contestaron todos los feligreses, aunque algunos, ya cansados de tanto
ritual litúrgico, decían para sus adentros: «¡Gracias a Dios!».
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MORIR ANTES DE NACER
Ya fuera de la iglesia surgió el estallido de felicitaciones, besos, abrazos, piropos, reparto de recordatorios y recogida de algún que otro aguinaldo. Chocolate con churros y
bizcocho fue el desayuno que el colegio ofreció a los niños de comunión y a familiares.
Sobre la una del mediodía, los Alvear, para preservar la tradición, montaron en coche
de caballo alquilado para la ocasión, y dar un paseo por el Parque de María Luisa.
Llegó la noche.
Pablo descansaba en su cama. No podía dormir: sus ojos estaban completamente
abiertos mirando hacia un horizonte que terminaba en el blanco techo de su habitación… Pensaba en haber vivido un sueño.
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MORIR ANTES DE NACER
7. Amigos de la infancia
JULIÁN
Cumplir los diez años para el pequeño Alvear significó mucho. Tenía curiosidad por
saber qué se sentiría de mayor… ignoraba su destino. Sin embargo, intentaba trazar el
futuro inmediato: a los veinte años le gustaría ser como el hermano mayor de Julián:
bien arreglado; licencia para fumar delante de los mayores; estar con chicas mayores;
tener acceso a espectáculos para mayores; hacer las milicias universitarias para presumir del uniforme militar ante los mayores; llevar pantalones largos y americana cruzada con pañuelo blanco en el bolsillo superior, como los mayores; tomar café en los
bares de los mayores mientras un limpiabotas abrillantaría sus zapatos; leer periódicos
de mayores y hablar y dialogar sin tener que oír el tópico: «Son cosas de niños»…
Pablo deseaba ser mayor.
Sentado en el escalón de entrada al zaguán de su casa esperaba a su amigo Julián. Eran
las cinco y media de la tarde, había llovido. Las calles estaban aún mojadas. Las nubes
se desplazaban hacia el oeste para dejar que el sol despidiera el día con un tímido rayo
luminoso.
Un manotazo en la espalda le hizo reaccionar: era Julián, con su peculiar forma de
saludar; venía comiendo una onza de chocolate y un trozo de pan.
Alargando la mano le ofreció a su amigo:
―¿Quieres?
Pablo, sin pensárselo dos veces, tomó un trozo del chocolate y se lo llevó a la boca.
―Gracias, chaval ―le contestó agradecido.
Julián, a pesar de sus once años, era un chico corpulento, moreno, de ojos marrones
avispados, talante tranquilo y extrovertido, le apasionaba la lectura así como estudiar.
Ambos vivían prácticamente muy cerca: dos portales más abajo.
El barrizal formado por la lluvia impidió que jugaran en la calle, y sin más, invitó a
Pablo a su casa para leer allí los últimos ejemplares de “Roberto Alcàzar y Pedrín”. Al
joven Alvear le encantó la idea, así vería a Blanca, la hermana pequeña de Julián, su
amor secreto, su amor platónico.
La casa estaba en silencio.
La decoración del vestíbulo era clásica: un gran espejo de marco dorado ocupaba toda
la pared frontal; sobre una mesita, situada en un lateral, una lamparilla de aceite
iluminaba débilmente una pequeña capilla de madera con la virgen del Rosario. El
perchero vacío de abrigos delataba que los padres de Julián, don Cosme y doña Higinia, estaban ausentes. Eran personas tradicionales, religiosas, serias, y con aspecto de
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MORIR ANTES DE NACER
vejez prematura. Había que tratarles de “don” y “doña” respectivamente, pues no se
dejaban tutear por cualquiera, y mucho menos por un niño. Pablo se alegró de que no
estuvieran en la casa, así tendría más libertad de acción para estar cerca de su
amada.El piso era amplio. Nada más entrar se dirigieron al dormitorio de Julián
atravesando el largo corredor que servía de distribuidor a las distintas salas.
El invitado iba pendiente de encontrarse de un momento a otro con Blanca. Al pasar
por una de las habitaciones advirtió que la puerta estaba entreabierta. Miró tímidamente... y allí estaba ella, echada en su cama; leía un libro, al parecer muy interesante,
pues ni se inmutó ante la presencia de los chicos.
Blanca era una criatura preciosa: ojos azules como el cielo de Sevilla y de pelo negro
como el azabache, cayendo en suave melena sobre sus delicados hombros. Aún no se
había quitado el uniforme del colegio: el azul marino aumentaba su belleza. El joven
enamoradizo no pudo evitar pararse y contemplarla furtivamente.
En ese mismo instante ella levantó la mirada y sin alterar su postura acomodada sonrió
y saludó graciosamente:
―¡Hola, Pablo!
Él se quedó aturdido, confuso, y con el corazón palpitante al ser descubierto.
Julián, ya en su dormitorio, llamó a su amigo con un chillido que rompió la belleza del
momento:
―¡Pablooooo! ¿Qué haces coño?
―¡Voy! ¡Voy! ―contestó mientras andaba con pasos torpes y acelerados hacia la
habitación.
―¿Qué hacías chaval?
―Nada, viendo los cuadros ―declaró con lo primero que se le vino a la cabeza.
El dormitorio de Julián olía a humedad. La cama estaba pegada a la pared cubriendo
un rincón. En el cabezal, de tubos niquelados, se anudaba una perilla que servía de
interruptor para dar luz a la lámpara de cristal instalada en el punto central del techo.
Sobre la mesita de noche, de color caoba, había un escapulario de Jesús del Gran
Poder. Por los cristales del balcón, situado en la pared frontal, penetraba una luz tenue
de otoño tardío. El pequeño ropero, también de color caoba, ocupaba la mitad del
lateral derecho de la dependencia; y más a la izquierda, una mesa de estudio se encontraba llena de libros desordenados y un flexo de metal con abolladuras en la pantalla.
Juntos se sentaron en el borde de la cama a hojear los tebeos de aventuras.
En un determinado momento, lejanas notas musicales rompieron el silencio.
Pablo reconoció enseguida a Blanca en la manera de hacer sonar el piano. Sin dudarlo
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MORIR ANTES DE NACER
se dirigió hacia el salón.
Entró cuidadosamente en silencio.
Ella advirtió su presencia, pero continuó interpretando sus ejercicios de solfeo. Se puso
un poco nerviosa provocando algunos fallos de digitación. Su delicado rostro se ruborizó, pero enseguida recuperó el dominio del andante que intentaba superar. Interrumpió el acorde, y girando su cuerpo hacia el lugar donde se encontraba el joven espectador, le invitó a que se pusiera junto a ella:
―¿Quieres tocar?
Nuevamente él se ruborizó.
En ese mismo instante, la verdad sea dicha, sintió más atracción por el piano que por
Blanca. Se acercó al teclado. Utilizó tan solo la mano derecha iniciando unos acordes y
un trino de efecto agradable al oído.
Blanca reaccionó con asombro:
―No sabía que tocaras.
―Yo jamás he tocado un piano. Esta es la primera vez. ―Contestó conmovido por la
emoción―. Esto de hoy será por lo bien que me encuentro a tu lado y tan cerca de la
música.
La joven alzó su cabeza y le besó en la mejilla.
Aquella tarde siempre estaría presente en la vida de Pablo Alvear... Sintió el amanecer
del amor.
RAFA, PAQUITO Y PEPE LUIS
Salieron juntos del colegio. Había una gran quietud en las calles. Rafa, Paquito, Pepe
Luis y Pablo iban camino del barrio, camino de casa. Corrían, saltaban y se gastaban
bromas unos con otros. Se cruzaron con un hombre de pantalón negro y chaquetilla
blanca que pregonaba apetitosos pasteles presentados en una fina canasta de mimbre.
Una mujer subía hacia San Vicente algo precipitada. Un señor de bigote blanco
paseaba su perro pacientemente. La calle declinaba hacia la plaza del Museo; los
naranjos perfumaban el aire del entorno.
Llegando a San Laureano, la música de un organillo ambulante, con remolinos de
campanillas al soniquete de sevillanas, animaba a los transeúntes. Las tiendas de
ultramarinos y confiterías se disponían a recibir a sus clientas para los avíos de la
merienda o la cena.
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MORIR ANTES DE NACER
Fachadas encaladas en blanco reflejaban un color cobrizo provocado por un débil rayo
de sol que anunciaba la caída de la tarde.
Antes de subir a sus casas los colegiales se quedaron sentados un rato en los escalones
del portal de Rafa.
Paquito abrió la cartera y sacó un rollo de revistas deshojadas y manoseadas. Echó una
rápida mirada a los balcones para comprobar que nadie estuviera observándoles. Sobre
el suelo del zaguán y dando un extraordinario misterio a lo que hacía, extendió una
hoja en la que aparecía una mujer joven exhibiendo ropa de lencería: bragas de encaje
que cubría todo el pubis, la ingle, y parte del vientre; medias largas hasta medio muslo
con ligueros de color rosa, y un sostén que dejaba fuera casi la mitad de los pechos,
todo ello sobre un cuerpo torneado y una melena rubia que caía sobre la espalda como
agua en cascada.
―¡Toma tela! ―dijeron todos al unísono.
―¿Y para qué se pondrán esas cosas en las tetas? ―Preguntó Rafa con ingenuidad.
―¡Ignorante! ―Contestó Pepe Luis, el más listillo―. No te das cuenta de que si no
fuera por estos artilugios las tetas, como tú dices, se quedarían colgando.
―¿Colgando? ¿Pero si las mujeres las tienen empitonadas como astas de toros? El
otro día no pude evitar vérselas a Antoñita, la sirvienta que limpia en mi casa, y las
tenía tiesas, mirando hacia arriba, ¡así! ―explicaba Rafa poniendo sus dos dedos
índices en el pecho y en posición de cuernos con las puntas hacia arriba.
Pepe Luis, una vez más, y presumiendo de sus conocimientos en cosas de mujeres,
corrigió de nuevo a Rafa un poco exaltado:
―¡Pero hijo! ¡Eres más tonto que un búcaro sin agua! La niña esa de la que hablas
tiene tan solo veinte años, y a esa edad, los pechos están más tiesos que un cuello con
almidón. Si en lugar de vérselas a Antoñita se las hubiera visto a tu abuela...
―¡Qué basto eres, macho! ―Se defendió de alguna manera Rafa ante los ataques de
Pepe Luís.
Pablo permanecía en silencio; no comentaba ni decía nada; tan solo observaba con
gesto de rechazo el comportamiento de sus amigos. Por un momento, al ver aquellas
fotografías, pensó en Blanca, pero no, ella era demasiado delicada y bella como para
imaginarla con esas prendas de mujeres malas. La belleza que el joven enamoradizo
tenía construida en su mente pertenecía a lo espiritual, lo agradable, lo armonioso, lo
sincero, lo artístico, lo inocente… lo ingenuo.
En su mente existía un mundo irreal... La realidad de la vida ignorada.
21
MORIR ANTES DE NACER
8. Pasión de juventud
Caía la tarde. Las sombras comenzaban a devorar la luz del sol. El mes de mayo
alcanzaba ya sus últimos días. El calor arreciaba. Era un calor de bochorno, de primavera avanzada con deseos de tocar la frontera del verano.
Pablo Alvear había dejado atrás su adolescencia: era ya universitario.
Desde su ventana se entretenía observando las calles desiertas. Intentaba en vano
centrarse en sus estudios. Algún vecino, en el despertar de la relajada siesta, disfrutaba
de su aparato de radio puesto a todo volumen alcanzando lo desagradable y molesto: la
noticia proclamaba el triunfo del Real Madrid en la Copa de Europa en Glasgow frente
al Eintracht de Fráncfort. Al joven universitario nunca le gustó el fútbol, al menos por
aquellos años en que, como siempre se ha dicho, era el único lugar donde el ciudadano
se podía expresar libremente gritando, insultando, y descalificando en masa sin que
nadie pudiera señalarlo de alborotador. El gentío no lo soportaba: eso fue lo que hizo
que no le gustara el fútbol. Como deporte lo practicaba los domingos en el seminario
con sus compañeros de Acción Católica, pero incluso allí notaba que el encuentro, aun
siendo amistoso, degeneraba siempre en violencia y agresividad: lo pasaba mal.
El murmullo radiofónico del vecino no cesaba. A pesar del calor, optó por cerrar la
ventana. Al echar el cerrojo no pudo evitar mirar a través de los cristales: en la azotea
de la casa de enfrente una mujer tendía una ropa blanca que hacía justicia de un buen
lavado. La observó: su cabello canoso y las arrugas de la piel delataban el inevitable
paso de los años. «La edad no perdona», pensó.
Volvió a su mesa de trabajo e intentó de nuevo hacerse con los dibujos que preparaba.
Consultó el reloj. No podía creer lo rápido que se le había pasado la tarde: en diez minutos debería estar en la Escuela de Bellas Artes para un examen.
Un amplio portalón daba acceso al recinto académico. El patio Principal albergaba elementos arquitectónicos réplicas de esculturas griegas y romanas: el Discóbolo de
Mirón con su cuerpo atlético inclinado enérgicamente hacia delante y con el brazo
derecho dispuesto para lanzar el disco; el Doríforo de Policleto, el joven sosegado y
tranquilo y en posición reposada como buscando el camino de la vida; el Apolo de
Fidias; Afrodita de Praxíteles; Niomides, Termas, Demóstenes, Venus de Milo, y una
extensa gama de capiteles de orden dórico, jónico y corintio: todos ellos dispuestos
para ser estudiados y dibujados a la técnica del carboncillo.
La afluencia de alumnos hacía del gran recinto un punto de encuentro agradable:
flotaba en la atmósfera la esencia del arte. Las distintas dependencias servían de talleres para modelado, escultura, dibujo y pintura. Todo ello imprimía al centro un ambiente de época renacentista, cuando las artes estaban consideradas como una educación fundamental para la humanidad.
22
MORIR ANTES DE NACER
Pablo Alvear entró en el aula. Se dirigió a su caballete. Colocó el papel de dibujo sobre
el tablero clavándolo con chinchetas en sus esquinas, haciendo un doblez en los picos
para evitar el posible desgarro por la presión del carboncillo.
Antes de comenzar las primeras líneas de esbozo observó detenidamente el modelo;
¡no se lo podía creer!: era Laura, la bella joven que había invadido su corazón en los
últimos meses. Coincidían en algunas clases, pero no sabía que fuera modelo contratada por la Escuela. La joven no tenía más de veinte años. Posaba desnuda sentada
entre cojines de terciopelo rojo. Su cabello, rubio como el oro, le caía hasta la cintura
ocultando tímidamente los senos erectos de reducido volumen. La delicada espalda era
invadida por la luz de un potente foco que se utilizaba para resaltar el contraste del
claroscuro. Sus manos descansaban sobre su cuerpo; la mano izquierda ocultaba artísticamente el pubis y la derecha abrazaba uno de los cojines que le servía de apoyo.
El examinado no podía separar la observación artística de la sensual, propia de un
amanecer de juventud: estaba enamorado platónicamente de Laura. Cada trazado de
línea, robado de la elegante silueta del desnudo, le hacía sentir estar más cerca de ella.
Terminó la prueba.
Eran las diez de la noche.
Al joven artista le invadió la idea de conocer a la modelo más en la intimidad, de estar
junto a ella, de conversar con ella: «Su voz debe ser armoniosa, como su cuerpo»,
sentía.
Salió precipitado hacia la calle.
Serafín, el bedel, ya tenía encajado medio portalón.
Estratégicamente el universitario se instaló en la esquina frente a la puerta de salida de
la Escuela. Y allí esperó que apareciera su musa.
No pasaron más de cinco minutos cuando su corazón comenzó a palpitar: la bella modelo abandonaba el recinto académico rodeada por un grupo de alumnos que hablaban con ella.
Dejó pasar un tiempo hasta que todos se despidieran.
Comprobó que nadie la acompañaba.
Caminaba ya sola por la silenciosa calle débilmente iluminada. Su cuerpo vestido la
hacía más atractiva.
Él encendió un cigarrillo. Les separaban tan solo unos metros.
Laura advirtió que alguien la seguía. Temerosa y precavida cruzó a la otra acera girando la cabeza con disimulo para delatar las intenciones del único transeúnte que sentía
23
MORIR ANTES DE NACER
venir tras ella. El rostro de Pablo fue delatado por un anuncio luminoso de una
farmacia que estaba esa noche de guardia.
―¡¡Alvear!! ―exclamó sorprendida la modelo. ―¡Qué susto me he llevado! ¿Adónde
vas por estas calles?
A pesar de la escasa luz, el estudiante no pudo ocultar su estado de timidez: su cara
estaba roja como un centollo recién hervido… sus palabras eran torpes y desordenadas:
―Pueeees…es que iba por aquí para casa y… ahora me he dado cuenta de que eras tú,
cuando cruzaba la calle.
Sin apenas notar sus temblorosas piernas, aunque sí los fuertes latidos del corazón,
siguió caminando junto a ella.
―¿Vives por aquí? ―preguntó la joven.
―Sí. Por San Vicente, pero es… que... voy buscando una cabina telefónica para llamar a un amigo que tiene unos apuntes que necesito para mañana y así recogerlos
antes de irme a casa.
Pablo se inventó la historia del teléfono para justificar ante Laura un camino sin dirección concreta y así poder estar a su lado el mayor tiempo posible.
Hablaron de arte, de la Escuela, de don Mario ―el profesor de dibujo―, de la llegada
del verano, pero él no se atrevió a confesarle la verdad del porqué estaba allí.
Así anduvieron hasta llegar a la Alfalfa, en donde ella se paró en seco ante una modesta casa de dos plantas de fachada pintada de verde claro y zócalo de ladrillos.
―Aquí me quedo yo. Esta es mi casa.
El acompañante sintió como la sangre se le enfriaba: el sueño vivido se difuminaba.
Recordó en un instante el amargo tormento de su infancia cuando las vacaciones
llegaban a su fin. No sabía que hacer para alargar aquel plácido momento. Su cerebro
trabajaba con gran rapidez queriendo buscar una nueva historia cuando, en ese mismo
momento, ella habló:
―Pensándolo bien, y ya que por aquí no vas a encontrar ningún teléfono si quieres
puedes subir a mi casa y llamar.
El corazón del enamoradizo volvió a bombear la sangre con más intensidad que antes.
No supo reaccionar, pero haciendo un esfuerzo, controló rápidamente la situación:
―¡Sí! ¡Claro que sí! Estaba pensando también yo que por aquí sería difícil localizar
una cabina. Te lo voy a agradecer.
Nuevamente su imaginación se activó: «Subiré a su casa donde seguramente viva sola
24
MORIR ANTES DE NACER
y, una vez instalados cómodamente, nos entregaremos al placer del amor».
Entraron en el zaguán. Un farol con cristales de tonalidades ámbar iluminaba las paredes revestidas por un zócalo de azulejos vitrificados. La cancela de entrada a la vivienda era de hierro artísticamente forjado. La modelo sacó de su bolso una larga llave que
hizo girar en la ancha cerradura. Accedieron a un pequeño patio con suelo de losetas
negras y blancas. Dos farolillos granadinos iluminaban la estancia. Aquel entorno
transmitía paz: geranios, claveles y albahacas, sembrados en decorativas macetas de
múltiples colores, inundaban con agradable aroma y frescor aquel lugar. Cuatro columnas de mármol sostenían en sus capiteles el piso entresuelo de aquella alhaja de
arquitectura sevillana. Una estrecha escalera situada en un lateral servía de acceso a la
planta superior. Las paredes estaban repletas de artísticos herrajes que enmarcaban
azulejos pintados con motivos taurinos. Las sensuales caderas de su adorada musa se
articulaban graciosamente en la empinada subida de aquellos escalones de tabicas
forzadas.
Él la seguía disfrutando de la silueta de aquel cuerpo hecho por la mano de Dios. Su
imaginación se disparaba construyendo pensamientos placenteros: «¡Laura y yo solos
en su casa! ¿Estaré soñando?».
No terminó de pensar en su elaborada estrategia de conquista amorosa, cuando, de
pronto, sintió que un alud se le venía encima: una señora, ya mayor, ataviada con una
bata de color azul y calzada con unas zapatillas de color rosa les recibía en la antesala
de la parte alta de la escalera:
―¡Laurita, hija!
―¡Hola, mamá!
―¿Quién es tu apuesto acompañante?
―¡Ah, sí, mamá! Mira, es un alumno de la Escuela, y es que venía por esta zona buscando un teléfono público y le he dicho que llamara desde casa.
―¡Bien hecho, hija! Pase, buen mozo, el teléfono lo tenemos aquí, en la salita de estar.
Ante aquel recibimiento inesperado, se le olvidó por completo todo, incluso lo del supuesto amigo y sus apuntes. El invitado estaba paralizado, bloqueado: no sabía qué
decir ni que hacer. Entró en la sala aceptando la invitación cuando, de nuevo, se turbó
al encontrarse con otra sorpresa:
―¡Pablo! ¡Pablo Alvear! ―Se hizo sonar la voz de un joven que estaba sentado en
una mecedora y vestido con pijama de rayas.
―¡Juan Pedregal! ¿Qué haces aquí? ―Respondió el invitado aturdido y sin comprender, ya, nada.
25
MORIR ANTES DE NACER
―¡Eso digo yo, hombre! ¿Qué haces aquí, en mi casa?
―¿Tú casa?
En ese mismo instante llegó Laura de haber dejado el bolso en su habitación.
―¡Hola, hermano!
―¿Pero, tú eres hermana de Juanito? ―preguntó el visitante ya totalmente confuso.
―Mira, hermana ―aclaró Juanito Pedregal―, Pablo fue compañero mío de colegio, y
es quien de tantas veces te he hablado sobre que es un artista increíble: lo mismo pinta,
que toca el piano, que toca la guitarra, que escribe unos versos que te mueres, en fin un
artista pleno.
Laura, con su linda y expresiva cara rebosante de dulzura y alegría, se sentó en el sofá.
―¡De verdad que el mundo es un pañuelo! ―comentó―. ¡Y por cierto Pablo! ¿No
tenías que llamar por teléfono?
El imaginativo seductor no pudo reaccionar.
Laura, al observarlo, entendió rápidamente todo: como mujer, y algo más experta en
temas de amores, leyó en los ojos de Pablo el montaje que preparó desde la salida de la
Escuela para poder estar junto a ella. Comenzó a reírse con tal encanto, que su madre,
gozando de ver a sus hijos con esa felicidad, no tardó en ofrecerles algo para tomar.
―Esto se merece un vinito y un pescaíto frito que tengo para la cena.
Laura y Pablo, después de aquella noche inolvidable, llegaron a ser grandes amigos.
Él intentó en varias ocasiones volver a la conquista, pero fue inútil: la bella modelo, al
parecer, ya tenía su corazón ocupado por otro chico: su novio.
Pablo Alvear Megía siempre la recordaría como su primera gran pasión de juventud.
26
MORIR ANTES DE NACER
9. …Y se hizo hombre
Amaneció un día heladizo y de luz pálida. Febrero finalizaba. Las calles encharcadas
denunciaban que la noche fue lluviosa. Pablo se levantó muy temprano, antes de su
hora habitual. Preparaba su proyecto de final de carrera: en junio alcanzaría la licenciatura de Bellas Artes.
A media mañana y estando totalmente concentrado en su trabajo, sonó el timbre de la
puerta. Estaba solo en casa. Sobresaltado se apresuró a ver quien era.
Un joven con uniforme de militar motorizado traía un sobre certificado con membrete
del Ministerio del Ejército. Firmó el acuse de recibo y una vez que se despidió el mensajero, abrió el misterioso comunicado que venía dirigido personalmente a él.
Sensiblemente asustado leyó:
«La oficina de reclutamiento le insta a presentarse
urgentemente en la Sección A de este departamento
en un plazo máximo de veinticuatro horas. De no ser
así, será declarado desertor a la Patria».
La orden la firmaba el coronel jefe de la Sección de Reclutamiento. Nervioso y algo
acelerado se dirigió a su dormitorio. Se vistió con torpeza y se peinó con premura. En
esos escasos minutos recordó los días de colegio, cuando por las mañanas se quedaba
dormido y precipitadamente tenía que arreglarse para poder llegar sin retraso. Antes de
marcharse dejó una nota a su madre encima de la mesa del comedor para comunicarle
lo ocurrido.
La Jefatura de Reclutamiento que distaba de su casa, andando, media hora, sin saber
cómo, hizo el recorrido en quince minutos. Un portalón de gran anchura, por donde
podría pasar hasta un tanque, servía de entrada al recinto castrense. El adoquinado
irregular y desgastado del suelo denunciaba el tránsito constante. Aquel ambiente le
recordó el colegio: olía a rancio. Las paredes de las diferentes dependencias estaban
pintadas de cal blanca con zócalos y enmarques de ventanas en amarillo albero. Los
herrajes de las ventanas presentaban un estado mugriento, falto de limpieza y mantenimiento. Dos soldados y un suboficial hacían guardia. Un poco antes de la escalera
había un pequeño cartel rotulado a mano: indicaba con una flecha la dirección de la
Oficina de Reclutamiento.
Pablo tuvo que enseñar al sargento de guardia el comunicado recibido. Un cabo
primera le acompañó al despacho situado en la primera planta. Dos golpes con el puño
cerrado tuvo que dar el veterano soldado antes de abrir la puerta que, en su parte fron27
MORIR ANTES DE NACER
tal, una placa indicaba: “Sección A”.
―¿Me da su permiso, mi capitán?
―¡Pasa! ―ordenaron desde el interior del despacho.
Con un taconazo a pies juntos y enérgica mano a la altura de la frente, saludó el soldado al oficial que allí se encontraba. Se acercó a su mesa y le entregó la notificación.
El capitán, una vez leído su contenido, ordenó al asistente retirarse e inmediatamente
se dirigió al requerido:
―¿Es usted Pablo Alvear Megía?
―¡Sí señor!
―Vamos a ver hijo ―prosiguió el oficial con voz calmada y paternalista mientras se
pasaba la mano por el bigote―. El asunto es, que se ha producido un error de escritura
en los listados de afiliaciones y resulta que usted no existe militarmente en nuestros
archivos. Un error, como le decía, recaído en su primer apellido. Esto ha hecho no
haberle llamado a filas en su fecha reglamentaria. Usted figura en nuestros registros
como Pablo Álvarez Megía, y no como Pablo Alvear Megía; es por lo que, una vez
localiza-da tal errata, le hemos mandado llamar para su aclaración y comunicarle,
personalmente, que en el reemplazo, que tiene como fecha la próxima semana, tendrá
que incorporarse a filas para su cumplimiento con la Patria. Exactamente… ―el
capitán hizo una pausa para consultar con su calendario que tenía colgado en la
pared―… el martes 24 a las tres de la tarde aquí, en este mismo acuartelamiento, de
donde saldrá la primera expedición con destino a Córdoba. Deseo tenga el tiempo
suficiente para arreglar sus cosas, y lo siento, el ejército es así. Se puede retirar.
La noticia le provocó a Pablo confusión y angustias. No sabía si comenzar ya a saludar
militarmente. Ante la duda optó por despedirse del oficial con un simple, «adiós,
señor».
Ya de vuelta a casa, rápidamente se repuso y comprendió la triste realidad.
El martes 24 de Febrero amaneció lluvioso. Era un día gris plateado. El sol hizo varios
intentos de asomar su cálida luz, pero las densas nubes lo impedían. La familia Alvear
estaba sumergida en una profunda tristeza: daba la sensación de que el pequeño de la
casa se marchaba a la guerra.
Un taxi lo llevó hasta el cuartel. Eran las dos del medio día. Por vez primera Pablo
llegaba con el tiempo sobrado a una cita concertada. No era por ser puntual, sino por
miedo: comenzó a sentir el peso de la responsabilidad.
El portalón del acuartelamiento parecía una feria: más de cien jóvenes se desparrama28
MORIR ANTES DE NACER
ban sentados por las aceras. Otros echados sobre las fachadas de las casas colindantes y, la mayoría, abarrotando los bares del entorno. Consiguió, como pudo, llegar
al interior del recinto. No sabía dónde dirigirse. Miró al fondo y reconoció algunas
caras: eran amigos de fiestas y copas. Se alegraron al verse. Uno de ellos ofreció un
cigarrillo mientras comentaba aquel espectáculo humano.
Una voz firme y autoritaria difundida por megafonía ordenaba a todos los mozos a que
formaran y obedecieran las indicaciones de los suboficiales de cada sección. Por el
gran portalón salió la primera columna de reclutas en formación militar y en dirección
hacia la estación ferroviaria de Plaza de Armas. Pablo se agrupó con sus amigos recorriendo todo el itinerario por calles y avenidas que, tan solo hacía unos días, paseaba
por allí ajeno a todo lo que el destino le tenía reservado en breve. Por un momento
recordó un pasaje de su infancia: veía estas largas filas de soldados que pasaban por
delante de su casa creyendo que los llevaban a la cárcel: «¡Qué tiempos aquellos!».
La estación se encontraba repleta de soldados. El ambiente que allí se vivía recordaba
las películas argumentadas en la Segunda Guerra Mundial: militares por todas partes;
familiares con lágrimas en los ojos despidiendo a sus seres queridos; voces autoritarias
y enérgicas ordenando a los mozos a subir a los vagones. El intenso humo que
expulsaban las locomotoras teñía de gris la atmósfera de aquel enrarecido lugar. En el
interior de los vagones se agolpaban los mozos unos encima de otros. Pablo fue de los
afortunados de estar cerca de una ventanilla y respirar algo de aire. Como pudo, asomó
la cabeza.
Un silbato anunció la salida. Sintió que la estación entera se movía, pero no, recobró
su equilibrio dándose cuenta que el que se desplazaba era él. El humo que desprendía
la locomotora ocultaba su cara.
En los andenes, novias, familiares y amigos levantaban las manos con movimiento de
despedida que al poco tiempo se unificaban como dando el adiós a todos los que marchaban hacia el cumplimiento del noble servicio de la Patria.
El tren se alejaba lentamente de la estación.
Pablo miraba fijamente por la ventanilla: atrás se quedaban las torres de iglesias y
conventos salteados entre azoteas y bloques de altas viviendas de la Sevilla moderna
que empezaba a nacer; y al fondo, como guardiana y protectora de la ciudad, la silueta
inconfundible de la Giralda que, poco a poco, se hacía cada vez más pequeña, se
difuminaba en el tapiz plateado de la atmósfera que la envolvía. Una honda tristeza le
invadió: sentía dejar atrás el paisaje de su infancia, su entorno familiar, recuerdos de
amoríos y añoranzas de su juventud.
Con tímidas lágrimas en los ojos y el más profundo dolor de su corazón, exclamó
desde su interior: «¡Adiós, mi Sevilla, adiós!»
29
MORIR ANTES DE NACER
10. El Coronel Soriano
La tarde caía en los campos de Córdoba. Los blancos cortijos y haciendas diseminadas
por la sierra disfrutaban de los últimos rayos de sol; la luna aguardaba tímidamente su
salida a la escena nocturna.
El tren disminuía su velocidad.
Desde el interior de los vagones y a través de sus ventanas se veían las fachadas colindantes con la estación.
Un chirriar de traviesas acompasado con bufidos de calderas anunciaba el final del
trayecto.
Ordenaron bajar.
Cientos de jóvenes descendieron de los vagones con los petates al hombro. Suboficiales con voz firme de mando organizaban las columnas humanas. El capitán que
estaba al mando de la expedición encabezó la marcha con destino al Centro de
Instrucción de Reclutamiento.
La tarde se quedaba sin luz. Los reclutas caminaban a ritmo castrense por atajos y senderos. En un cierto momento se notó que las pisadas ya no eran blandas y polvorientas. El nuevo suelo era de gravilla suelta: estaban llegando al C.I.R.
Un arco encalado servía de pórtico de entrada; en su parte alta se podía leer a pesar de
la oscuridad avanzada: «TODO POR LA PATRIA».
Diez extensos edificios de dos plantas con fachadas de ladrillo visto y monótona
arquitectura circundaban la plaza principal del acuartelamiento. Arriates sembrados de
flores sencillas y piezas de artillería, puestas a su alrededor, decoraban el lugar.
Aprovechando la luz débil de una farola Pablo Alvear consultó su reloj: eran las nueve
de la noche.
Las explanadas se iban llenando de reclutas que, al parecer, llegaban no solo de
Sevilla, sino de Córdoba, Málaga y resto de las provincias andaluzas. Un toque de
corneta consiguió silenciar la multitud. Una voz enérgica ayudada por megafonía dio
la bienvenida, y a continuación, mandaron pasar a los comedores. Oficiales y suboficiales organizaban las filas; los mozos eran distribuidos indistintamente.
A Pablo le tocó el comedor de la Compañía n.º 8: eran enormes naves con largas
mesas e infinidad de sillas dispuestas a sus laterales. El olor a comida era insoportable.
Muchos de los recién llegados no se habían mentalizado aún de que estaban en el
ejército: se sentaron nada más entrar.
El grito potente y enérgico de un suboficial los hizo saltar del asiento y volver a la fila.
30
MORIR ANTES DE NACER
―¿Quién os ha dado permiso para sentaros, novatos? ¿Qué creéis que vuestras mamás van a venir a serviros la cena? ¡Poneros derechos! ¡En firme! ¡Levantad la cabeza!
¡Y miradme cuando yo esté hablando! ¡Ya podéis daros la vuelta y salir a la explanada, y permanecer allí hasta que hayamos terminado!
Era la voz del primero Peña, un joven de no más de veinte años, de aspecto tosco, pelo
negro, casi rapado, y piel muy morena; en su rostro se advertía la ambición de querer
hacer carrera en el ejército.
Los que presenciaron aquello y que apunto estuvieron de actuar igual que sus desafortunados compañeros, reaccionaron con rapidez y permanecieron firmes y de pie
ante la silla.
Dieron la orden de sentarse.
Los auxiliares de comedores iban depositando en cada mesa bandejas con ensalada de
patatas y huevos duros: no tenían el mismo aspecto que los que solían comer en sus
casas: calientes, limpios, blancos y brillantes; los huevos allí dejados estaban helados,
y de piel casi agrisada; sus cáscaras presentaban síntomas de haber sido arrancadas a
pellizco; algunos tenían marcadas las huellas de las uñas del cocinero de turno que
posiblemente carecería de higiene: olía repugnantemente a huevos duros.
Pablo estaba hambriento. Se comió todo lo que le pusieron. El hambre superó al escrúpulo. Pero el postre, que era una especie de arroz flotando en leche aguada, no pudo
soportarlo, y retiró el plato casi al centro de la mesa.
Uno de los suboficiales que vigilaba el comedor, al darse cuenta del gesto del recluta,
le obligó a que comiera... Pablo comenzó a experimentar los primeros síntomas de impotencia.
Terminaron de cenar casi todos a la vez.
De nuevo voces autoritarias mandaron salir a la explanada. Allí los alinearon en formación de a dos y los distribuyeron a los dormitorios.
Al entrar en aquella nave repleta de literas de dos cuerpos, advirtió que en la puerta
había un soldado vestido con uniforme de faena y correaje de cuero sobre hombros y
cintura en donde enganchaba un machete. El veterano ordenó callar con cierto despotismo y poca autoridad: era el llamado soldado de imaginaria; su misión era mantener el orden y el silencio durante las horas de sueño. A los más ruidosos, los amenazaba con pasar toda la noche en la explanada marcando el paso. Las bromas, risas y
desenfados de los que allí estaban irritaban aún más al pobre soldado. Se escuchó un
sonido de corneta: tocaban silencio.
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MORIR ANTES DE NACER
Inmediatamente todo quedó casi en una total oscuridad. Aquel ambiente provocó
nuevos brotes de risas contagiosas: los reclutas más descarados aprovecharon la oscuridad poco delatadora para comenzar a mofarse furtivamente del soldado imaginaria
que cumplía con su deber:
―¡Imaginaríaaaa…! ―se oyó al fondo una voz difícil de localizar.
―¡Sí! ―contestó el soldado guardián.
―¡Cógeme un huevo!
Las carcajadas fueron sonoras al unísono. Se reían de tal manera que hacían temblar
todas las camas. El joven Alvear, contagiado también por el ambiente tan divertido,
aguantaba como podía su risa nerviosa.
El imaginaria, enfurecido, comenzó a andar por el largo pasillo en penumbra mirando
para cada una de las literas intentando descubrir al gracioso de turno.
―¡Como coja al cabrón que ha dicho eso se le va a caer el pelo! ―amenazó nuevamente el vigilante.
No transcurrió más de quince minutos, cuando el sufrido soldado, que casi ya había
olvidado el incidente anterior, de nuevo escuchó una voz angustiada que le llamaba:
―Imaginaríaaa…
―¡Sí, dime! ―Contestó con afán de ayudar.
―¡Hazme una paja! Ja, ja, ja, ja ―le volvieron a responder burlonamente.
Todas las risas contenidas, que ya estaban a punto de extinguirse, saltaron con más
fuerza que antes. Tal fue el escándalo, que se encendieron todas las luces de la Compañía.
Se oyeron pasos firmes y decididos: el oficial de guardia venía acompañado por la
policía militar con las porras de cuero blanco entre sus manos: la autoridad se impuso
por la fuerza. El temor, al parecer, invadió a todos los alborotadores: sucumbieron en
un total silencio. El resto de la noche transcurrió con tranquilidad.
El sol asomaba con sus tímidos rayos por las colinas.
El cansancio de los reclutas, con tanta excitación vivida en la madrugada, comenzaba a
remitir en el profundo sueño, cuando un sonido irresistible de trompeta rompía el
silencio de todo el campamento: era el toque de diana. Gritos enérgicos y despóticos
irrumpieron en la Compañía:
―¡Arriba holgazanes! ¡Todo el mundo en pie y en posición de firme ante su litera!
¡Venga! ¡Rápido! ¡A ver quien es capaz de reírse ahora! ―era el cabo primero Peña
con su ya peculiar forma de tratar.
32
MORIR ANTES DE NACER
Pasaron a los aseos velozmente. Se tuvieron que vestir velozmente. Y formaron en la
explanada velozmente: allí todo se hacía velozmente.
Eran las seis de la mañana. La tímida luz de un sol de amanecer asomaba por las crestas de montes y colinas circundantes al recinto castrense. Verdes oscuros de las encinas enfriaban, aún más, aquel ambiente hostil del lugar.
Con rostros demacrados y ojos soñolientos, los reclutas pasaron a los comedores para
desayunar.
Pablo Alvear apenas se dio cuenta de lo que tomó. En unos minutos, de nuevo ordenaron formar en la gran rotonda, en cuya isleta central se alzaba, prendida de un mástil
de madera blanca, la bandera de España.
La luz tenue del amanecer iba perdiendo su timidez. El sol iluminaba cada vez con
más fuerza los rostros de los jóvenes. En fila de uno, se dispusieron a pasar por las
diferentes mesas provisionalmente allí montadas. Como piezas mecánicas de producción en cadena hacían un breve reconocimiento médico, talla, comprobación de datos
personales y entrega de uniforme y botas. Un militar de alta graduación observaba desde una tribuna el contingente humano allí presente: era el coronel Soriano.
Abastecidos los reclutas de todos sus enseres castrenses volvieron a formar.
De nuevo les hicieron un recuento pasando lista.
Había que contestar con un «¡presente!» en voz alta y decidida, salir inmediatamente
de la fila, y dirigirse a las diferentes secciones que les ordenaban:
―¡Jaime Alcántara Arce! ―llamaba el sargento con tono autoritario y como de estar
enfadado.
―¡Presente! ―respondía el recluta con paso acelerado mientras salía de filas con el
rostro desencajado por el temor a poderse equivocar.
―¡Teófilo Alvarado Pimpollo!
―¡Presente!
―¡Donato Álvarez Heredia!
―¡Presente!
―¡Pablo Alvear Megía!
―¡Presente!...
El rostro del coronel Soriano denunció un gesto de sorpresa al escuchar el último
recluta nombrado: Pablo Alvear Megía.
33
MORIR ANTES DE NACER
Con gran porte militar bajó de la tribuna. El impecable uniforme de campaña que
vestía lo lucía como modelo en pasarela: camisa de color ocre verdoso, perfectamente
planchada, con una lengüeta del mismo tejido en las hombreras en donde relucían tres
estrellas doradas de ocho puntas de acuerdo con su rango y graduación; pantalón de
tejido de algodón verde caqui cuya parte baja de perniles quedaban por dentro de las
relucientes botas negras.
El oficial se detuvo frente al nombrado y a un metro escaso del lugar donde formaba
con sus compañeros le llamó con tono amable:
―Muchacho, ven.
Pablo se quedó sorprendido: no reaccionó ante el requerimiento del ilustre militar;
creyó que se dirigía a otro de sus compañeros.
―Sí, a ti. Ven.
―¿Señor? ―contestó titubeante.
―¿Pablo Alvear Megía? ¿Hijo de Beatriz Megía Alcántara y de Pablo Alvear Bretón?
¿Nieto del ilustre abogado Megía Gravina?
―Sí… señor…, perdón, sí…, mi coronel.
―¡El mundo es un pañuelo! ―Exclamó el superior. ―Yo era íntimo amigo de tu
pobre padre, que en paz descanse. Estuvimos juntos en la guerra civil, en Sevilla. Sí,
luchamos en la Compañía de asalto que liberó el edificio de la Telefónica tomada por
los rojos. Conocí a tu madre antes que a tu padre. Nuestras familias eran íntimas. Tu
madre y yo éramos… como hermanos. Tu abuelo Pablo era muy querido y admirado
como persona y jurista.
El coronel Soriano, mientras hablaba al soldado, comenzó a caminaran con paso lento
y distendido echándole el brazo por encima de sus hombros con gesto paternalista.
Tanto sus compañeros de formación como los oficiales y suboficiales que estuvieron
pendientes de aquel encuentro, se quedaron sorprendidos. Pero, el que no quitaba ojos
de aquel encuentro, era el primero Peña: no le gustaba tener en su Compañía a niños
mimados y mucho menos enchufados de altos jefes.
El coronel siguió su conversación mientras se dirigían hacia la zona en donde estaba
ubicada la residencia de oficiales:
―... Tu madre era para mí algo muy especial. Por querernos casi como hermanos, ella
jamás pensó en la posibilidad de que… ella y yo ―el oficial hizo una pausa como no
queriendo recordar―, pero bueno, dejemos eso. A tu padre lo conocimos en una fiesta:
era la puesta de largo de Elenita… Elenita Vera. Nos lo presentó Pepe Franco. ¡Qué
hombre era tu padre! Qué ocurrente, qué elegante. Tenía a todas nuestras amigas locas
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MORIR ANTES DE NACER
por él. Y, claro está, tu madre, con esa belleza que tenía, esa simpatía abrumadora, y
esa pasión de mujer sevillana, cayó en sus redes. Yo envidié a tu padre, aunque con
envidia sana, claro: consiguió en días lo que yo no fui capaz de lograr en años.
Aquellas palabras afectivas de recuerdos encontrados dieron al joven Alvear más
tranquilidad, y, casi olvidando por un instante el rango de su ilustre acompañante,
le habló:
―Pero señor, ¿cómo es que mi madre no me ha dicho nada de esto sabiendo que yo
venía aquí?
―Tu madre hace tiempo que no sabe nada de mí. Es posible que ni siquiera se imagine este encuentro nuestro.
Llegaron ante la puerta de la residencia de oficiales. Soldados veteranos, ocupados
como asistentes de los oficiales, servían las mesas de la terraza a comandantes,
capitanes, tenientes y algún que otro militar vestido de paisano. Había mesas con
grupos a modo de tertulia; bebían café, coñac, y aguardiente. El coronel Soriano, poniendo de nuevo su mano derecha sobre el hombro de Pablo, le habló ya con tono de
despedida:
―Bueno, muchacho, aquí tenemos que respetar el protocolo militar y es por lo que no
te puedo invitar a entrar y tomar algo, pero sí quiero que vengas mañana a mi casa,
después del almuerzo. Mandaré una orden al oficial de tu Compañía para que te deje
salir. Mi chofer te recogerá. Me ha encantado conocerte Pablo, y gracias por haberme
hecho revivir por unos minutos parte de lo que un día fue mi verdadera vida. Hasta
mañana, Pablo.
El recluta se despidió del coronel saludándole ya militarmente, aunque aún con poca
práctica.
Caminó hacia los barracones con la mirada perdida en el horizonte. Todo lo que le
estaba ocurriendo en tan pocas horas le parecía estar soñando.
Al atravesar la explanada, varios de sus compañeros que presenciaron todo, comenzaron a gritarle con talante burlesco:
―Enchufaooo…Niño de papá…Vaya mili que te vas a tirar.
Él seguía andando sin hacerles caso alguno, su mente se encontraba en otro lugar, en
otros tiempos: en la juventud de sus padres.
Llegó al portalón de la 8.ª Compañía, su compañía. Una gran escalera de cemento daba
acceso al edificio. A mano derecha de su amplio recibidor se encontraba el despacho
de suboficiales. Observó que la puerta estaba abierta.
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MORIR ANTES DE NACER
Tan solo fue pasar por delante de la dependencia para dirigirse hacia la zona destinada
a los reclutas, cuando una voz enérgica y desagradable le requirió:
―¡Alvear! ¡Ven! … ¡Pero rápido, coño!
Pablo volvió a notar la tensión en su cuerpo.
Era el cabo primero Peña que, al parecer, le estaba esperando.
Entró en el despacho.
Allí estaba ese “personaje” sentado en una silla con las piernas estiradas y apoyadas
encima de la mesa. Su rostro se mostraba algo desairado y con gesto de prepotencia.
―Sí, dígame ―dijo el subordinado.
―¿Cómo, sí, dígame? ―contestó el militar mientras recuperaba su postura poniendo
los pies en el suelo y pegando un golpe en la mesa con el puño cerrado―. Será ¡Sí,
mi primero! ¡A sus órdenes, mi primero! Pero… ¿quién coño te has creído que eres?
¿Es que piensas que por ser enchufado del coronel vas a hacer lo que te salga de los
huevos? ¡Tú eres aquí una puñetera mierda! ¿Enterado? ¡Qué te quede claro! ¡Te las
voy a hacer pasar muy putas en estos tres meses de campamento! ¡Enteraillos! ¡Que
eso es lo que sois todos los niños de papá, unos enteraillos de mierda!
Pablo permaneció en posición firme. Sus ojos estaban llenos de ira. Enseguida se dio
cuenta de que aquello era una provocación. A punto estuvo de olvidar dónde estaba y
golpear en la cara a aquel individuo que lo único que le protegía era ese triste galón
que le permitía maltratar y humillar a los reclutas novatos sin posibilidad de defensa.
El suboficial siguió instigándole:
―¡Ahora mismo, y antes del almuerzo, vas a limpiar las letrinas del campo de
instrucción para que veas lo que eres, una mierda como las que vas a quitar! ¡Y hazlo
bien, porque lo voy a revisar personalmente cuando termines! ¡Ya te puedes ir recluta!
El subordinado salió del despacho una vez hecho el saludo protocolario. En parte, y
dentro de la rabia contenida, se encontró fortalecido por superar una prueba más de
autocontrol.
El olor a orín y a heces era nauseabundo. Mientras limpiaba no pudo evitar constantes
arcadas motivadas por el asco y la repulsión: moscas repugnantes, grandes y de vuelo
sonoro, revoloteaban alrededor de toda la porquería que allí había. Las letrinas estaban
situadas en un solar justo detrás de los dormitorios. En un cierto momento tuvo que
salir de aquel infierno para poder respirar aire puro. Notó que toda su ropa estaba
húmeda e impregnada de un olor insoportable. Se quitó la camisa y la extendió sobre
un zarzal invadido por el sol. Sintió frío, asco e impotencia. «¿Sería esto a lo que se
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MORIR ANTES DE NACER
referían “los mayores” cuando decían que en la mili se hacía uno un hombre?»,
pensaba.
Tras él advirtió que alguien se acercaba. Volvió la cabeza rápidamente algo sobresaltado. Era el teniente Segura, el oficial de su Compañía.
―¿Qué haces aquí, recluta?
―¡A sus órdenes mi teniente! ―saludó con torpeza poniéndose firme y rígido con la
mano derecha a la altura de la frente y la izquierda estirada hacia el suelo con la
escoba pegada a su pierna.
―Descansa, recluta ―le ordenó el oficial con una sonrisa en los labios al notar su
nerviosismo, y sobre todo, al ver la pinta que tenía el asustado recluta: rostro demacrado, cabello alborotado, medio cuerpo desnudo, pantalón medio caído que dejaba
asomar por arriba la cinturilla de los calzoncillos, botas manchadas de toda la porquería que por allí se pisaba y una sucia escoba en la mano.
―¿Cómo te llamas? ¿A qué Compañía perteneces?
―Pablo Alvear, mi teniente, de la 8.ª Compañía.
―Y… ¿Se puede saber qué coño haces aquí? ¿Cómo es que no estás almorzando con
tus compañeros?
Pablo le contó todo lo ocurrido con el Primero Peña. El oficial, irritado al oír el relato
de Pablo, le ordenó vestirse, que se duchara e inmediatamente se reuniera con sus
compañeros que estaban ya en los comedores. Además, le tranquilizó diciéndole que
no se preocupara por nada y que ya aclararía lo ocurrido con su subordinado.
El sol se dejaba notar en su hora de mayor intensidad: era mediodía. Un silencio
absoluto invadía aquel campamento que albergaba a más de cinco mil hombres. El
reposo obligado después del almuerzo era una buena disciplina castrense. Soldados y
reclutas permanecían en sus literas: unos durmiendo y otros ocupados en escribir unas
letras a familiares, novias o amigos, aunque también estaban los grupos reducidos que
jugaban clandestinamente una partida de cartas. Pablo acababa de acostarse en su litera
cuando oyó unos pasos acelerados que alteraban el sosegado ambiente del gran
aposento: era el cabo de guardia que se dirigía hacia él con un papel en la mano:
―¿Pablo Alvear?
―¡Sí!
―Te traigo un permiso de salida.
El documento estaba firmado por el coronel Soriano, cuyo texto le autorizaba a estar
fuera del C.I.R. hasta la hora de la cena, pudiendo utilizar traje de paisano.
Se preparó rápidamente.
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MORIR ANTES DE NACER
Aunque ya se había duchado, volvió a rociar su cuerpo de colonia para hacer que
desapareciera de una vez aquel sugestivo olor nauseabundo de las letrinas.
El primero Peña tuvo que sellar la orden de control de salida. Le devolvió el documento clavándole sus ojos con un mensaje silencioso de venganza.
Su rostro denunciaba soberbia contenida al ver como el recluta se introducía en el
automóvil del coronel.
La carretera era sinuosa. Los verdes campos amenizaban el viaje.
A pocos kilómetros el automóvil giró a la izquierda abandonando la vía principal que
conducía al pueblo próximo. Se adentraron en una finca repleta de olivos. El camino
era polvoriento y de gravilla suelta. Al final se divisaba una enorme casa blanca de
arquitectura rústica pero señorial. Pasaron bajo un arco de ladrillo visto. Pablo sintió el
aroma del húmedo césped.
Ante sus ojos apareció un bello jardín cubierto por cálidas sombras y un fuerte rayo de
sol que se filtraba entre la frondosidad de los árboles. Un hombre de avanzada edad, al
parecer el jardinero, regaba un macetón cuajado de geranios. Al verlos, levantó la
mano a modo de saludo amistoso.
El chófer rodeó una fuente situada en el centro de un amplio patio circular. Paró el
automóvil.
―Hemos llegado ―anunció.
El asistente abrió la puerta trasera del automóvil invitándole a salir, aunque sin mucho
protocolo, pues sabía que su pasajero, en aquellos momentos, era un soldado igual que
él.
La puerta principal de la gran casa estaba entreabierta. Una gruesa señora con uniforme de rayas azules y delantal blanco se dirigió al recién llegado.
―Buenas tardes señorito, soy Patrocinio. Sígame, por favor, el coronel le está esperando.
Al joven sevillano le resultó agradable aquel trato afable y personalizado: casi lo tenía
olvidado.
Atravesaron un porche y dos patios interiores adornados con macetas repletas de rosas,
geranios y galanes de noche. Por el pavimento de mármol blanco se intuía la entrada a
las dependencias privadas: faroles granadinos, alfombras persas, paredes repletas de
cuadros y armaduras, un bargueño del siglo XVII iluminado por un débil rayo de sol, y
grandes ventanales de cristales emplomados.
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MORIR ANTES DE NACER
Un gran salón presentaba una refinada decoración formada por sillones y butacones
que rodeaban diferentes mesas bajas repletas de libros y revistas; y en el ala izquierda, un majestuoso piano de cola.
La amable sirvienta le indicó con gran respeto y delicadeza que esperase un momento.
Se dirigió al fondo de la noble sala anunciando su llegada.
…Y allí apareció el coronel Soriano que enseguida salió a recibirle:
―¡Bueno, bueno!... El gran pintor Pablo Alvear.
―¡A sus órdenes mi coronel! ―saludó el soldado algo nervioso llevándose la mano
derecha a la frente y dando un taconazo en posición de firme.
―Relájate muchacho. En primer lugar, te diré que no se saluda así vestido de civil; y,
déjate de protocolos, pues aquí eres el hijo de mi gran amiga y… medio hermana
Beatriz. Además, yo podría haber sido incluso tu padre.
Aquellas cariñosas palabras le hicieron sentirse como estar en su propia casa.
―Bueno, Pablo, ¿cómo te va por el campamento? ¿Te has acostumbrado ya a la disciplina militar?
―Me voy haciendo a ello, señor ―contestó con gran respeto sabiendo que lo ocurrido con el primero Peña no era un tema para tratarlo con el coronel y mucho menos en
aquella ocasión.
―Mira hijo ―continuó hablándole el ilustre soldado―, el haberte invitado a venir
aquí ha sido por considerarte un gran artista y un gran maestro especializado en el
retrato…
―Gracias, señor, es usted muy amable, pero…
―… Ni pero, ni nada. Es la verdad. He consultando tu historial y también en revistas
especializadas tus últimas exposiciones y no hay dudas que llevas el arte dentro de ti.
―Gracias, mi coronel.
―Yo te quería pedir un favor… ―le habló mientras cogía de la vitrina dos copas de
cristal finamente tallado. ―¿Te apetece tomar algo? ¿Un coñac? ¿Café? ¿Cerveza?
―Si no es mucha molestia, señor, tomaría café, gracias.
El oficial se sirvió una copa de brandi y seguidamente pulsó un timbre.
Al momento apareció una joven sirvienta vestida con uniforme negro y delantal de un
blanco impecable.
―Antonia, por favor, sírvanos café. ¡Ah! Y dígale a la señora que la estamos esperando.
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MORIR ANTES DE NACER
La sirvienta agachó con suavidad la cabeza indicando haber comprendido lo ordenado
a la vez que se retiraba en silencio respetuoso.
―… Como te iba diciendo mi querido Pablo, quería pedirte un favor a la vez que sería
un honor para mí. Se trata de encargarte el retrato de mi esposa María. Es algo que
siempre he querido tener, y ahora que he sabido de tu especialidad artística, creo que
es la ocasión.
―Coronel, el honor es para mí. Estoy a su disposición, claro que…, siempre que el
ejército me lo permita.
―De eso no tienes que preocuparte, todo se arreglará ―dijo el superior con cierto
tono de mecenazgo―. Desde mañana tendrás un pase permanente que te permitirá
salir y entrar del acuartelamiento sin ninguna dificultad. Una vez terminadas tus horas
de instrucción y hayas almorzado, te vendrás aquí a trabajar; y con respecto al transporte, mi chofer te recogerá siempre a la misma hora.
La conversación que mantenía el coronel y Pablo fue interrumpida: la puerta de la sala
se abrió.
Una mujer joven y bellísima se acercaba hacia ellos contorneando su cuerpo al compás
de sus elegantes andares. Su rostro, de suave piel, albergaba los ojos más hermosos
que el artista jamás había visto: grandes, luminosos y de color azul claro como el cielo
de una mañana de primavera. Su cabello negro y rizado caía por encima de sus
delicados hombros.
―¡Ah, cariño! Me alegro de que hayas podido venir ―dijo el coronel mientras se
levantaba dirigiéndose hacia ella―. Mira, te presento a Pablo Alvear, un gran artista y
excelente pintor, y además hijo de mis mejores amigos de juventud, Beatriz Megía y
Pablito Alvear.
―Señora ─saludó el soldado besando su mano con una suave inclinación de cabeza.
―Es un placer conocer a un artista, y más aún, como dice mi marido, con talento y,
además, cercano a la familia.
Pablo se quedó asombrado ante aquella preciosa mujer a la que no dejaba de contemplar.
El coronel rompió el silencio producido.
―Querida, he hecho venir a Pablo porque deseo que te haga un retrato para dejar
inmortalizada tu belleza.
María sonrió sin dejar de mirar fijamente a Pablo.
―Me encantará posar para tan atractivo pintor ―asintió.
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MORIR ANTES DE NACER
Pablo no pudo responder. No le salían las palabras. Tan solo tragó la poca saliva que
se encontraba en su boca reseca.
Un ruido de vajilla se escuchó a lo lejos: Antonia traía el café en una lujosa bandeja de
plata sostenida por sus delicadas manos engalana-das con guantes blancos.
Sirvió las tazas con gran protocolo y nuevamente se retiró en silencio.
Toda la tarde transcurrió entre cumplidos, halagos y recuerdos del pasado. Para el
joven Alvear el tiempo se había detenido. Jamás se había sentido tan bien.
Las tímidas y sonoras campanadas de un reloj de mesa anunció la entrada de la noche:
las ocho en punto.
El coronel fue quien le hizo recordar a Pablo que debería regresar ya al acuartelamiento. Concretaron comenzar el trabajo a la semana siguiente, tiempo suficiente para
recibir desde Sevilla los materiales y útiles adecuados. Se despidieron con un saludo
protocolario.
Aquella noche el artista prefirió soñar despierto en lugar de dormir.
La semana se pasó sin darse cuenta, a pesar de los momentos duros a que fue sometido
por el primero Peña cumpliendo su venganza anunciada.
Y llegó el lunes acordado.
Amaneció con un cielo despejado y sol radiante. El verde de los campos parecía brillar
con más luz que nunca. El fresco aroma de la jara se hacía notar en el aire. Los
soldados desfilaban ensayando una y otra vez los ejercicios de instrucción militar.
Pablo lo hacía mecánicamente: Tan solo pensaba en regresar a aquella casa.
Tal y como estaba programado, a media tarde lo recogió el chófer del coronel.
Esta vez el camino se le hizo más ameno: estaba ilusionado.
La entrada a la finca le resultó familiar. El jardinero saludó levantando la mano. Al
llegar a la pequeña rotonda el vehículo se detuvo.
Pablo bajó enseguida antes de que el asistente le tuviera que abrir la puerta. Se
despidió de él con gesto amigable de igual por igual con un hasta luego. Subió la escalinata de entrada a la casa saltando los escalones de dos en dos. Las primeras sombras
del mediodía invadían el lateral del patio principal. Y allí se encontraba Patrocinio,
siempre activa: mimaba las macetas de geranios arrancando las hojas secas que distraían la belleza de sus flores. Advirtió la llegada del joven artista y salió corriendo
para recibirle, superando la poca agilidad de sus anchas caderas.
―¡Señorito Pablo! ―llamó jadeante―. Perdone, le estaba esperando. Ya me comunicó la señora que vendría usted esta tarde, pero no le esperaba tan pronto. Sígame por
favor.
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MORIR ANTES DE NACER
Aunque el artista conocía el camino, siguió a Patrocinio respetando el protocolo
existente en aquella casa. De nuevo entraron por aquellos salones. Pero esta vez le
llevó por un itinerario diferente: subieron por una amplia y luminosa escalera que
conducía directamente a la zona de los dormitorios; el orden, la limpieza y el buen
gusto en su decoración transmitía paz. Patrocinio, antes de pasar al gabinete, golpeó
con delicadeza la puerta de entrada.
―¿Señora?
―¡Sí! ―Se oyó la voz de María desde el interior.
―El señorito Pablo ―anunció.
La sirvienta, con gesto amable, le invitó a que entrara.
El joven así lo hizo.
Ante sus ojos se encontró con el ambiente perfecto para que cualquier artista pudiera
encontrar la inspiración, la musa de la creación: una elegante alfombra persa de bellísimo tramado de hilos rojos y verdes vestía el suelo; su caballete de manivela, traído
expresamente desde Sevilla, estaba situado cerca de la ventana sosteniendo un amplio
lienzo, aún en blanco, y provocando e invitando al artista a la creación instantánea.
Pinturas, paletas, pinceles, aceites y barnices. Dos butacas mecedoras acompañaban el
piano de cola situado cerca del balcón que daba al jardín. Y a la izquierda del
caballete, allí estaba ella, María, la señora de la casa, la mujer del coronel Soriano, la
modelo... su musa.
Se encontraba sentada con elegancia sobre un cómodo sofá de tercio pelo rojo oscuro.
Un débil rayo de sol que se filtraba por la cristalera denunciaba la hermosura de su
cuerpo.
Patrocinio se retiró cerrando la puerta con delicadeza.
―¡Pasa, Pablo! No te quedes ahí.
―Buenas tardes, señora.
―Por favor, Pablo, no me trates con tanta ceremonia, haces que me sienta mayor
―contestó ella con entonación seductora―. A partir de este momento tutéame y
llámame María, o ¿es que acaso no te gusta mi nombre?
―¡Sí!... Claro que me gusta. ¿Cómo no me va a gustar el nombre de María? Es el
nombre más hermoso de mujer que jamás haya conocido.
Aunque el joven artista había madurado un poco más en esto del trato con las mujeres,
aquella señora que tenía ante él, le impresionaba un poco. La deseó por unos segundos,
pero no, «era la mujer del coronel», pensó. En su interior se produjo un sentimiento
extraño.
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MORIR ANTES DE NACER
María se incorporó.
Vestía una túnica blanca de organdí. El contraluz transparentó por un instante la silueta
de su cuerpo desnudo. Sin mediar palabras se dirigió a Pablo y cogiéndole delicadamente por el cuello lo besó con suavidad en los labios.
El joven seducido no supo cómo reaccionar: se quedó con los brazos abiertos a punto
de contestar sensualmente a esta provocación enviada del cielo. Pero no se atrevió.
―Señora… Perdón… María, si no te importa voy a prepararme para comenzar a trabajar.
Ella, sin darle más importancia a lo ocurrido, volvió al sofá. Amoldó su cuerpo buscando una pose relajada. Sus brazos quedaron reposando encima de las delicadas piernas, y su cabeza caía con suavidad sobre los hombros.
―¡Perfecto! ―indicó él―. Quédate tal cual estas.
Se hizo el silencio.
Tan solo se oía el lejano trinar de los pájaros que disfrutaban en los árboles del jardín.
Un rasgo enérgico de pincel fue el inicio para trasladar la mente del artista a la fantasía
de la creación. Notaba que su cuerpo se cimbreaba cómplice al ritmo de su actuación
sobre la tela. Con ansias desesperadas trazaba líneas envolventes intentando atrapar la
belleza de aquel cuerpo.
La modelo le miraba fijamente con desafío seductor y de provocación. Se advertía en
ella un deseo sexual contenido.
―Puedes relajarte ―le indicó Pablo―. Ya he captado los rasgos fundamentales. A
partir de ahora comenzaré a plasmar los claroscuros.
Sobre la paleta mezclaba los colores para la obtención de las tonalidades: con abundante amarillo de cadmio, algo de blanco, una pizca de carmín de garanza y un toque
de cerúleo, consiguió un suave tono de carnación. Con pincel plano comenzó a dar una
textura base en los puntos de luces.
Unos pasos denunciaron que alguien se acercaba hacia el gabinete.
La puerta se abrió:
―¡Qué maravilla! El templo del arte se encuentra en mi propia casa. Buenas tardes
queridos.
―¡A sus órdenes mi coronel! ―exclamó el soldado levantándose precipitadamente y
poniéndose en firme saludando con marcialidad.
43
MORIR ANTES DE NACER
María casi ni se inmutó. Tan solo se incorporó un poco tratando de ocultar con el
organdí su cuerpo semidesnudo.
Al coronel Soriano no se le fue por alto la provocativa túnica que su mujer había
elegido para posar. La besó en la frente y de inmediato se situó ante el lienzo para
contemplar la obra.
―¡Magnífico! Es realmente magnífico.
―Gracias, señor. Pero solo es una expresión inicial de la forma.
―«La singularidad de expresión constituye el principio y fin de todo arte»… frase de
Goethe ─dijo el coronel ponderando el trabajo―. No seas humilde con tu obra muchacho, la creación de un pintor debe ser su amor, su amada y su amante, es decir, su
alma, el todo, y como su alma y su todo que es, debe presumir de ella y para ella. La
presunción del alma artística no molesta. Lo que molesta es la presunción del artista
sin alma.
Pablo se quedó entusiasmado al oír las palabras del sensible militar: jamás se hubiera
imaginado que bajo aquel uniforme hubiese una persona tan sensible.
Ella aplaudió con ironía las palabras pronunciadas por Rafael Soriano, su marido.
El joven enseguida advirtió la crisis matrimonial existente.
Las campanadas de un reloj, situado en la sala contigua, anunciaba la caída de la tarde:
era la hora de regresar al campamento. Pablo comenzó a recoger su material de trabajo.
―Perdón, mi coronel, me tengo que marchar. Si no ordena usted alguna otra cosa, me
retiro.
―¿Señora? ―saludó con cortesía a la dama clavando su mirada en aquellos labios
sensuales que le besaron.
El sexagenario militar le acompañó hasta el jardín mientras le hablaba:
―¿Cuánto tiempo te llevará el retrato?
―Calculo que en un par de semana estará listo, señor.
―Bien. Buenas noches Pablo. Que descanses.
―Buenas noches mi coronel, a sus órdenes.
Pablo bajó hasta la puerta principal: el camino le era ya familiar. Allí le esperaba José,
el asistente del coronel, que al verlo puso en marcha el motor del Rover.
44
MORIR ANTES DE NACER
Las noches eran interminables para el protegido soldado: soñaba con la llegada del
próximo día; volver a contemplar la belleza de aquel cuerpo; estar cerca de aquella
mujer tan apasionada y misteriosa… estar con María.
Día tras día, acudiendo a aquellas sesiones artísticas, aumentaba cada vez más su
deseo hacia ella. La posibilidad de cometer una locura amorosa le perturbaba. Para
quitárselo de la cabeza pensaba en el coronel y en la amistad que le había ofrecido: no
quería hacerle daño.
En el campamento, las obligaciones como soldado las cumplía Pablo como un autómata. Hasta las relaciones hostiles con el primero Peña llegaron a no afectarle. Tan
solo pensaba en María.
El jueves amaneció con un cielo de bello manto azul. Los pájaros entonaban trinos de
primavera. Era el día que jamás quiso que llegara. Era el día de la última sesión del
retrato de María. Sabía que cuando entregara la obra no la volvería a ver nunca más.
Todo comenzaría a ser como antes. Aún peor, se había acostumbrado a los sabores y
distinciones de aquella casa: el café preparado por Antonia, el saludo afectivo del
jardinero, aquellos patios cuajados de geranios y jazmines, la esencia de la elegancia y
el buen gusto de la decoración de aquel lugar, e incluso, las odiosas campanadas de
aquel reloj que cada tarde anunciaba que tenía que volver a la realidad.
Como cada día, José, después del almuerzo, esperaba en la puerta de la Compañía con
el motor encendido del elegante automóvil. En la explanada todo estaba en silencio.
Nada se movía en aquel entorno. El protegido preguntó al chofer dónde estaban todos.
El veterano soldado le informó que, jefes, oficiales y suboficiales, estaban de maniobras: un simulacro sobre un posible ataque del enemigo. Lo hacían por los alrededores
del campamento cada cierto tiempo para mantener a la tropa siempre en forma.
Iban ya por la carretera principal que conducía a Córdoba. Para Pablo, el paisaje ya no
era igual. No se daba cuenta de nada. Le invadió la tristeza.
Reaccionó al sentir el ruido de la gravilla suelta del camino al tomar el automóvil la
curva de entrada a la finca. El césped estaba ya húmedo. Sebastián, el jardinero, ya no
estaba allí para ofrecerle su último saludo. Esta vez José tomó por el acceso de servicio. Frenó en seco y deseó a su compañero que pasara una buena tarde.
Pablo bajó del vehículo.
Se dirigió a la casa entrando directamente por el segundo patio. Buscó a Patrocinio
dirigiendo la mirada de izquierda a derecha. Pero allí no había nadie.
El ruido de unos pasos apresurados hizo que se asomara a través de un arco cuajado de
rosas. Advirtió a un hombre relativamente joven y distinguido que salía por la cancela
principal. Su aspecto, su cara, su figura, se le hizo familiar. «¡Sí!». Era el teniente
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MORIR ANTES DE NACER
Segura. No lo había reconocido vestido con ropa de paisano. En realidad no lo veía
desde aquel maldito día de limpieza en las letrinas, que gracias a él, se libró un poco
del hostigamiento del primero Peña.
A Pablo se le hizo extraño el verlo allí y que no estuviera en las maniobras.
Sin prestarle más atención a lo sucedido siguió andando en dirección al gabinete. Esta
vez lo hacía solo, sin emisaria que le fuera dando licencia y abriendo camino para
poder pasar por las dependencias privadas.
Antonia, la sirvienta de cuerpo de casa, estaba en la escalera abrillantando el metal
dorado de la barandilla.
―Buenas tardes señorito ―saludó con afecto al recién llegado―. La señora le está
esperando.
―Gracias Antonia ―contestó Pablo apresurando el paso y acortando la distancia entre
escalones subiéndolos de dos en dos.
El largo corredor acristalado estaba inundado de un sol de tarde. Su acelerada precipitación le hizo entrar en la sala sin llamar.
Allí se encontró con lo que más soñaba en las últimas semanas: el silencio relajante
envuelto en un agradable olor a óleo, el piano negro de cola con el teclado sin cubrir
como deseoso de que alguien lo acariciara… y aquel rayo de sol iluminando el cuerpo
de María.
La miró con ojos de deseos provocados.
―Buenas tardes, María ―saludó con respeto.
―Hola, Pablo.
Sin mediar palabras el artista se situó frente al cuadro para entrar mentalmente en él.
María estaba más atractiva que nunca. Su pose la tenía ya preparada para continuar
según el tema central de la obra. De nuevo sus ojos devoraban el cuerpo de Pablo con
deseo y pasión. La túnica blanca la tenía más abierta de lo habitual. Sus pechos
desnudos asomaban por entre el escote como rosas en pleno brote. Le gustaba lucirlos
ante él. Sus piernas, de suave piel, salían con elegancia y sensualidad de la abertura del
organdí. De vez en cuando, sus manos acariciaban con lascivia su piel anacarada.
Pablo retocaba con mimo y precisión los claroscuros. Y así pasó la primera hora de la
tarde, en absoluto silencio, que tan solo era interrumpido por el roce del pincel sobre la
tela.
Después de unos momentos de excitación artística, con energía dio la pincelada que
concluía la obra.
―¡Aquí lo dejo! ―Exclamó exhausto como amante después de amar.
46
MORIR ANTES DE NACER
María se levantó del sofá, y antes de ver la obra terminada, se dirigió a la vitrina y sirvió dos copas de brandi.
Pablo se encontraba absorto contemplando su obra. Reaccionó al sentir sobre su nuca
unos labios que le besaban. Se giró con suavidad ante aquel placer recibido. Se quedó
inmóvil: ante él María se despojaba con tersura la túnica blanca. Su cuerpo le
transportó a una visión angelical. Cogió la mano del pintor invitándole a que acariciara
sus pechos y se tumbara sobre la alfombra que se encontraba bajo sus pies. Con
delicadeza comenzó a desnudarle. Desabrochaba cada botón de su camisa mientras sus
labios recorrían con sedientos besos todo su cuerpo… Él acariciaba la espalda de su
amada. La piel de ambos cuerpos entró en un contacto placentero. Sus bocas se
juntaron sellando los labios con besos ardientes. Las manos de Pablo acariciaban una y
otra vez los glúteos de su adorable musa. María sentía entre sus piernas la turbulencia
ardiente de un sexo que se dilataba como chorro de la fuente que apunta al cielo. Con
las rodillas hincadas en la alfombra y envuelta en un ardiente deseo se dejó caer hasta
sentirse penetrada… Toda ella se estremeció sumergida en absoluto placer. Sus
caderas se movían con impulsos desenfrenados. Levantaba su bello rostro con los ojos
cerrados como queriendo detener el tiempo. Su atractivo mentón quedaba justo sobre
los labios del amante. Pablo no paraba de besarla. Jadeantes, intensificaban cada vez
más el ritmo de sus cuerpos hasta que alcanzaron un descontrol total y una sacudida de
placer... Fue el éxtasis final.
Quedaron tumbados sobre el tapiz uno frente al otro, inmóviles, debilitados, extenuados, soñolientos, y con la respiración acelerada, como el desplome de una máquina de
vapor al final de un largo trayecto.
Pasaron unos minutos. Sus cuerpos desnudos volvieron a ocultarse bajo las ropas que
se quedaron esparcidas sobre el suelo denunciando un itinerario de desenfreno y pasión.
María le dedicó un brindis como gratitud del amor recibido.
Él le correspondió alzando su copa.
―Pablo, tengo un regalo para ti que me gustaría que lo conservaras en memoria de
nuestra amistad y amor. Pero por favor, pase lo que pase, y oigas lo que oigas de mí,
quiero que sepas que me has hecho sentir el verdadero amor. Es una pena no habernos
conocido en otras circunstancias.
María se inclinó hacia una estantería que tenía a su derecha. Abrió un pequeño joyero
y de él sacó un delicado colgante de amatista violácea con una letra inscrita en el
centro de la preciosa piedra: la letra “M”.
―Es algo muy preciado por mí. Llévala siempre contigo. Así nunca me olvidarás.
47
MORIR ANTES DE NACER
El amante no pudo reaccionar. Le invadió una tremenda emoción al oír aquellas palabras que sonaban a despedida. Notó humedad en sus ojos. Besó el colgante…, y la
besó a ella con el más tierno de los besos.
Unos pasos acelerados hicieron sobresaltar a la pareja.
La puerta del gabinete se abrió bruscamente:
―¡Señora, señora! ―era Patrocinio que irrumpió en la sala precipitada y llorosa.
―¡El señor! Que ha tenido un accidente muy grave en el campo de tiro. ¡Ay, señora!
Ha venido un sargento para notificar que se han llevado al coronel al hospital militar…
¡Ay! ¡Qué pena, Dios mío!
El semblante de María cambió totalmente. Acelerada se dirigió a un perchero situado
al fondo de la sala y cogiendo un abrigo de ligero tejido ordenó a la sirvienta que
preparasen el coche.
Antes de salir del gabinete aprovechó un momento para coger las manos de su joven
galán, y en un absoluto silencio, las apretó con cariño mientras le miraba a los ojos con
mensaje oculto en su retina del sentir separarse de esta manera. Le besó, esta vez en la
frente, y, como queriéndoselo llevar con ella, al final le soltó y abandonó la sala.
Pablo se quedó confuso. Fue todo tan rápido.
De pronto le invadió un malestar: había traicionado a un hombre que le ofreció su
amistad y confianza.
Reaccionó. Era tarde: tenía que volver al Campamento. «¿Pero cómo?», dedujo algo
agobiado viendo que el asistente del coronel fue requerido por María para que la llevara al hospital.
De pronto pensó en el suboficial que vino a dar la triste noticia.
Miró por el balcón.
Observó que aún estaba allí en la puerta del jardín dispuesto a arrancar la motocicleta
que le había servido de transporte urgente.
Le silbó levantando su mano con señales de alarma.
El sargento, al verlo, se detuvo y esperó que bajara.
Una vez montado en el asiento trasero de la máquina, el piloto puso rumbo al C.I.R.
El trayecto se hizo interminable. La gran explanada del acuartelamiento estaba aún
desierta. Los edificios y dependencias castrenses recibían el último rayo de sol: caía
la tarde.
48
MORIR ANTES DE NACER
Pablo descendió de la motocicleta casi antes de que el sargento frenara. Corrió hacia el
botiquín de campaña. Allí estaba su compañero de litera, Pepe Arjona, estudiante de
quinto curso de medicina: sus estudios le facilitaron este destino.
―¡Pepe! ¿Qué ha pasado?
―Que ha pasado, de qué ―le contestó el sanitario con gesto de asombro al verle tan
acelerado y nervioso.
―¡Coño! ¿Eres tonto? ¡El coronel! ¿Qué le ha ocurrido al coronel Soriano?
―¡Joder, Pablo! Tranquilízate. Haber empezado por ahí ―le habló sin darle importancia a lo sucedido . ―¿Quieres que te diga la verdad?... ―continuó con gesto de frivolidad en su rostro.
―¡Sí! ¡Cuenta ya! Por favor.
―… Pues que, al parecer, nuestro coronel ya no podía soportar más los cuernos que le
ponía su mujer y se ha pegado un tiro.
Pablo se sintió palidecer. Un frío extraño recorría todo su cuerpo. Se tuvo que sentar.
Notó marearse y síntomas de fatigas. «¿Qué un hombre ha muerto por mi culpa?»,
pensó.
Pepe Arjona siguió su relato sin advertir el estado de su amigo:
―Por lo visto se habla, que su mujer, que es una tía guapísima, como de treinta y
cinco años más joven que él, es una calientapollas…
Pablo, al oír hablar así a aquel desdichado lo cogió por el cuello con intención de
pegarle un puñetazo.
―¡Cabrón! ―le gritó.
―¡Pero… qué te pasa, chaval! ―exclamó Arjona esquivando la agresión recibida―
¿Estás loco? ¡Déjame contarte! Si quieres, claro.
―¡Venga, suelta ya!
―Pues dicen que estaba liada con el teniente Segura y que el coronel no podía hacer
nada al respecto. Además, también se rumorea que el coronel Soriano era homosexual.
En resumen, que no podía darle caña a ese cuerpo de mujer ardiente. Me podía haber
llamado a mí para ayudarle… ja, ja, ja.
Alvear no pudo escuchar más. Salió de aquel lugar corriendo sin rumbo fijo, agitado,
angustiado, sin control. Se detuvo ante un árbol y se sentó. La hierba recibía el primer
frescor de la noche. Las tremendas noticias recibidas por boca de su amigo inundaban
su cabeza una y otra vez. Sentía asco y pena. Enseguida comprendió la presencia del
teniente Segura en casa de María.
49
MORIR ANTES DE NACER
Hacía frío. Al meter las manos en los bolsillos de su chaqueta notó algo extraño. Ya no
se acordaba. Era el colgante de amatista. Lo sacó. Lo miró. Y lo tiró con desprecio
sobre un matorral de zarzas cercano a él. La luna se hizo cómplice de aquel momento:
su fría luz se dejaba notar sobre la superficie brillante y pulida de la preciosa amatista.
Parecía un lucero caído. En aquel luminoso punto clavó Pablo sus ojos con mirada
perdida. Comenzó a recordar las palabras de María: «… pase lo que pase, y oigas lo
que oigas de mí, quiero que sepas que tú has sido mi verdadero amor». Volvió a coger
el colgante. Con lágrimas en sus ojos, lo besó mientras sus dedos lo acariciaban como
si fuera el cuerpo de su fugaz amada.
Rayaba el día. El campamento estaba de luto. Las banderas ondeaban a media asta. Se
difundió un comunicado en el que se reconocía al ilustre militar, coronel de artillería,
don Rafael Soriano Vergara, como un soldado ejemplar que murió en cumplimiento al
servicio de la Patria.
Pasaron los días, las semanas, los meses… Pablo no volvió a saber nada de María
desde aquella horrible tarde. Al recordarla sentía una mezcla de amor y desprecio.
Tampoco fue a darle el pésame: no hubiera tenido valor de volver a mirar aquellos
ojos de pasión provocadora… Tan solo quería olvidar.
La jura de bandera se celebró en un hermoso domingo de primavera. Los reclutas de la
quinta del 67 se hicieron soldados de España.
El soldado Pablo Alvear Megía fue destinado a los acuartelamientos de la ciudad hispalense.
Una parte de su alma se quedó en aquellas tierras de la sierra de Córdoba.
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MORIR ANTES DE NACER
11. El Anfitrión
Seis años pasaron. Las exposiciones de Pablo eran un éxito. Los compromisos sociales
no le dejaban apenas tiempo para él: conferencias, actos culturales e invitaciones a
fiestas camperas organizadas por ganaderos amigos de la familia. La alta sociedad
sevillana lo aceptó como el pintor del momento.
Los encargos eran constantes. ―«Cría fama y échate a dormir»―, decía Cosme, el
quiosquero, que solía llevar los periódicos a su casa. Cosme era un hombre sexagenario cuyo talento natural se lo debía a la universidad de la vida.
Pablo, a veces, se cuestionaba si todo ese reconocimiento no sería por ser nieto de su
abuelo, el ilustre jurista. Cada vez le obsesionaba más esa duda. Además, reconocía
que su desahogado ritmo de vida era posible gracias a la fortuna familiar. De ser por su
trabajo como pintor casi no podría ni pagar el alquiler de una casa. La mayoría de los
encargos que recibía eran compromisos sociales y donaciones benéficas. Se sentía
como un maniquí de lujo en todos los sitios donde iba. «Pero ¿y mi trabajo, y mi obra,
realmente le interesa a la gente?» La duda mataba su interior.
En un cierto momento reafirmó el no poder continuar así. La incertidumbre le atormentaba cada vez más. Con firmeza decidió salir de aquel falso entorno, de aquella
cúpula de cristal opaco que le impedía ver la realidad. Necesitaba respirar aires
nuevos. Optó por la conquista del mundo.
PARÍS, 1973
La estación de Austerlitz recibía la anunciada llegada del tren expreso procedente de
Madrid. Los viajeros descendían de los vagones entremezclándose en los andenes con
los que partían para otros destinos. Acelerados unos y desorientados otros se cruzaban
por derecha e izquierda sorteando el equipaje como jugadores de rugby avanzando
hacia la línea de meta: los impacientes buscaban visualmente al familiar o amigo
recién llegado; los emocionados se encontraban en la quietud del abrazo de llegada o
partida; y los angustiados corrían torpemente con el peso de su equipaje por llegar lo
antes posible al TALGO que le llevaría a su destino.
La estación era un hormiguero humano.
Pablo, haciendo un esfuerzo mental de adaptación ante aquel nuevo ambiente, se
dirigió a la salida. Su equipaje era muy reducido. Tan solo llevaba un maletín y
algunas revistas que le sirvieron de entretenimiento durante el viaje.
El murmullo con la entonación de un idioma diferente denunciaba el no estar ya en su
tierra, en su España… en su Sevilla.
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MORIR ANTES DE NACER
―Excusez-moi, le train pour Marseille? ―le preguntó una señora con cara de provinciana y con síntomas de estar completamente perdida en aquel laberinto.
―Pardon madame! ―contestó Pablo con gesto de ignorancia haciéndole ver que sentía no poderla ayudar.
La mañana era luminosa. Un cielo azul de primavera acompañaba en el horizonte a la
Torre Eiffel. Contempló maravillado todo el entorno existente nada más salir de la
estación. Recordó fugazmente su última estancia en la ciudad de la luz cuando era
estudiante.
Casi rozándose pasó por su lado una atractiva joven de ojos claros y cabellos rubios,
pañuelo al cuello, blusa escotada de color turquesa, y una simpática minifalda que
hermoseaba, aun más, sus torneadas piernas.
―¡París, París! ―le dijo el sevillano con tono seductor sin apartar sus ojos de las
rítmicas caderas.
La joven se volvió sin detenerse y le sonrió.
Un taxi se detuvo atendiendo la llamada de Pablo. Se acomodó en el automóvil. El
conductor esperaba respetuosamente las indicaciones de su cliente.
―Por favor, a la calle Maleherbes, confluencia con San Agustín ―indicó en un
francés no muy bueno pero lo suficiente para que le entendiera.
La dirección dada era el domicilio de su entrañable amigo Jean Auriol, también pintor,
y gran amante de Sevilla. Estuvo invitado en casa de los Alvear en su último viaje a
España.
El taxista, al notar que su cliente era extranjero, tomó por la ruta turística con la intención de ofrecerle un itinerario más atractivo, así como también, buscando un recorrido
más rentable: Campo de Marte, Arco del Triunfo, Campos Elíseos para, desde allí,
callejear hasta Maleherbes. El viajero advertía del rodeo que el taxista estaba dando,
aunque en realidad pensó que valía la pena. En cierto momento, en donde París se le
mostraba con una amplia y bellísima panorámica, tuvo que pedirle al conductor que se
detuviera.
Allí estaba “la vieja señora”, la Torre Eiffel , la gran musa de tantos artistas que embrujados por su esbelta y arrogante silueta, encontraron aventuras y desventuras,
amores y desamores, triunfos y fracasos, penas y glorias, aciertos y desaciertos.
El chófer, mientras tanto, con respeto y profesionalidad, esperaba las órdenes de su
cliente para continuar.
Tras un instante recibió la indicación de seguir rumbo hacia San Agustín.
Llegaron al destino.
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MORIR ANTES DE NACER
Al pagar la carrera Pablo notó que estaba en París: todo era más caro. El taxista le
agradeció la propina recibida.
Nada más descender del automóvil observó la fachada quedando fascinado de su
arquitectura del París romántico. Una escalera de mármol, de pocos peldaños, daba
acceso al ascensor aún con sabor de época. La cabina era de madera noble, alfombra
granate, cristales decorados con grabados de adorables orlas, y botonadura ahuesada
sobre embellecedores dorados. Todo estaba limpio y reluciente. Pulsó el 4.º piso. El
ascensor subía lento y silencioso, con señorío. Daba seguridad y confort. La máquina
paró con suavidad.
Una gran ventana de elegantes cristaleras daba luz natural a los diferentes tramos de
escalera. Salió al rellano consultando de nuevo la tarjeta para asegurarse que la puerta
de Jean Auriol era la derecha.
Pulsó el llamador. Un sonido agradable de doble campanada se oyó en el interior.
Transcurrieron unos segundos.
Un abrir de cerrojo sirvió para que la magnífica hoja de madera noble se abriera.
―¡Jean!
―¡Pablo!
Se abrazaron con gran afecto; las manos de los dos amigos quedaron un tiempo entre
lazadas, expresando así toda la alegría sentida en aquel momento. Se miraron mutuamente, recordando en silencio recuerdos vividos.
―Pablo, qué honor tenerte aquí ―dijo el anfitrión algo emocionado y apretando de
nuevo sus manos.
Hacía más de un año que no se veían. Fue la pasada primavera. Jean siempre solía
visitar Sevilla en Abril: le encantaba la fiesta taurina.
Le invitó a entrar.
El largo corredor, elegantemente alfombrado, mostraba en sus paredes óleos, grabados
y bellísimos candelabros de velas rizadas. La sensibilidad y exquisitez se apreciaba en
cada rincón de aquella enorme vivienda del pintor Jean Auriol, artista refinado, soltero, cuarentón, hijo de un cocido financiero francés, y con la única meta de vivir lo
mejor posible.
Pasaron al salón principal. La amplitud hacía sentir el respirar mejor. Tres ambientes
diferentes concurrían en él: el central estaba destinado a cómodos sofás que rodeaban
varias mesitas circulares abarrotadas de revistas, libros y ceniceros; el amplio balcón,
situado en el muro frontal, ofrecía una bella panorámica de la ciudad a la vez que
inundaba la dependencia con una agradable luz de mediodía. Un piano de media cola
53
MORIR ANTES DE NACER
daba equilibrio y armonía al recoleto rincón de la derecha en donde se exponían piezas
de época y objetos antiguos. Justamente, al lado, dos columnas doradas servían de
acceso al habitáculo destinada la biblioteca: las librerías, que revestían las paredes,
iban desde el mismo suelo hasta el techo, y como complemento a ellas una coqueta
escalera de tres peldaños, tapizada en terciopelo verde, era suficiente para alcanzar los
estantes más altos. Una regia mesa de escritorio, con tallas de cabezas de leones en sus
patas, situada junto a una ventana por la que entraba un tímido rayo de sol, invitaba a
sentarse y disfrutar de los interesantes volúmenes allí existentes. Jean le indicó que al
otro extremo del gran salón, en el ala izquierda, era donde tenía su taller. Pero al
advertir el cansancio en los ojos del recién llegado, optó por mostrarle primero su
dormitorio.
Una pequeña puerta, casi escondida entre cortinas de terciopelo dorado, daba entrada a
las dependencias privadas: cocina, vestidores, sala de plancha, baños y dormitorios.
―Espero que te encuentres cómodo ―decía mientras descorría las pesadas cortinas de
la alcoba―. Cuando te instales y descanses un poco, tomaremos algo en el office y
luego te enseñaré mis últimos trabajos.
Pablo le agradeció la invitación y quedó en reunirse con él en cuanto se duchara.
El mediodía estaba ya algo avanzado. Un sol cálido entraba por la ventana dando a la
habitación una luz agradable.
Pablo, una vez aseado, descansó un rato echándose en la cama; pero antes que le
entrara el sueño reparador, se dirigió a la cocina para reunirse con su amigo.
Jean le tenía preparado una mesa repleta de exquisitos manjares: marisco, ensalada,
tabla de quesos perfectamente seleccionados, frutas variadas y buen vino.
―Cómo eres Jean.
―Pues, si quieres que te diga la verdad, lo de agasajar al visitante lo aprendí, precisamente, de vosotros, de tu familia, de ti. Jamás recibí mejor trato que cuando estuve
en tu casa; ni en un hotel de cinco estrellas hubiera estado mejor atendido.
Bebieron y comieron juntos. Conversaron de gastronomía, política, y como era de
esperar, de las corrientes artísticas del momento, pero sobre todo del mercado artístico
internacional. Pablo le confesó que este viaje no era esencialmente de turismo, que
tenía un objetivo: enfrentarse por sí solo a la realidad de la vida.
―Mi trabajo y mi talento artístico, si es que los tengo, tienen que ser los únicos
soportes de mis éxitos o de mis fracasos. Ellos deben trazar mi destino.
Jean le escuchaba con el rostro entristecido, como no queriendo entender sus palabras.
Provocó el cambiar de tema. Al parecer no quería entrar en este tipo de conversación.
Pablo era conocedor de las fuertes depresiones que padecía Jean: en una ocasión,
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MORIR ANTES DE NACER
estando en Sevilla, y después de haber tomado una copa demás, le habló de su muerte
interior, del disfraz de pintor que él reconocía llevar puesto. Se definía ser un artista
que vivía gracias a las rentas de su acaudalada familia, sin ideas propias, sin recursos
artísticos naturales, carente de necesidades. Él sabía que era un pintor fracasado, un
pintor… sin genio.
―¡Vamos al estudio, Pablo! ―le habló con tono animoso levantándose con impulso
de la silla.
Tras recorrer varios pasillos distribuidores, llegaron al gabinete, el refugio de la soledad del artista.
Entraron.
El anfitrión descorrió los estores de las ventanas. Un sol estridente inundó rápidamente
el taller. La excesiva luz impactó sobre las telas haciéndolas perder su encanto en la
denuncia de sus marcadas pinceladas. A pesar de ello, el ambiente era mágico, distinto
al resto de la casa. Su olor característico se hacía cómplice de aquel entorno. Pablo se
quedó parado ante el panel donde el pintor francés tenía colgadas sus obras. Las
observó con respeto, con admiración, contemplándolas minuciosamente, buscando al
artista…, pero no lo encontraba. Con tristeza se dio cuenta de la falta de ilusión y de
vida carente en ellas: allí, efectivamente, había un artista agonizante. Prefirió no hacer
ningún comentario. Por hablar de algo le preguntó si tenía alguna exposición prevista.
Una vez más el rostro de Jean presentaba una expresión de frustración, y no contestó.
Se hizo el silencio no deseado.
Pasado unos segundos y como si nada hubiera ocurrido le habló:
―Pablo, esta noche quiero presentarte a mis amigos, y para ello he preparado una
pequeña fiesta, aquí, en casa. Vendrán personajes del medio intelectual parisino: pintores, poetas, escritores, filósofos, músicos y galeristas; así irás entrando en ambiente.
Ante la noticia, Pablo prefirió retirarse a su habitación para dormir un poco.
La noche alcanzó su hora mágica. Tumbado plácidamente en la cama y aún soñoliento,
el artista sevillano observaba absorto la ciudad iluminada enmarcada a través de la
ventana.
Voces y risas provenientes del interior de la casa denunciaban que los invitados comenzaban a llegar. Dudó que ropa ponerse para la ocasión. Optó por ir de blanco:
camisa blanca, pantalón blanco y cómodos zapatos negros de piel reluciente.
Se dirigió al salón principal, y sin darse cuenta, accedió por el ala en donde se concentraban la mayoría de los invitados. Todos clavaron sus miradas en él: los hombres con
curiosidad, las mujeres con coquetería, y los que parecían no ser del todo definidos, lo
hacían con miradas seductoras. Jean, a la vez que le ofrecía una copa, le cogió del bra55
MORIR ANTES DE NACER
zo y comenzó con las presentaciones. La mayoría de los presentes eran de complexión
endeble y delicada, tanto ellos como ellas. Sus vestimentas eran variopintas: desde el
lujoso traje de noche hasta horrendos diseños de llamativos estam-pados. Preciosas
jóvenes cubrían sus atractivos cuerpos con telas transparentes que denunciaban sus
encantadoras siluetas. Todas iban cargadas de joyas y abalorios que lucían indistintamente en brazos, tobillos y cuellos. En general, usaban buenos modales. Eran atentos, y sobre todo, muy estudiados: carecían de naturalidad.
La música dominaba la acústica del salón. En reservados rincones algunas parejas ya
habían hecho su fiesta individual: bailaban moviendo sus cuerpos como si estuvieran
sometidos a hipnosis, sin mirarse el uno al otro, evadidos totalmente del lugar. Entre
las lujosas cortinas que cubrían un gran ventanal dos chicas jóvenes se besaban y se
acariciaban saboreando la piel de sus cuerpos semidesnudos. La fiesta estaba tomando
ya su pulso acalorado. Por un instante Pablo recordó las fiestas de su Sevilla: grandes
veladas que empezaban con aires de intelectualidad y que, una vez alcanzada la
madrugada, desaparecía el velo oculto del protocolo y las buenas formas para dar paso
al desenfreno y la pasión. Entre copas, bailes y, de vez en cuando, algún que otro beso
y caricia regalada por alguna espontánea admiradora, el artista sevillano aprovechaba
la ocasión para tomar contacto con los profesionales del mundo artístico allí presentes.
Paul Grimont, veterano marchante, vino de la mano de Jean para presentárselo personalmente. Hablaron del mercado en general. Se interesó en conocer la obra de Pablo y
quedaron citados para la próxima semana, una vez que llegara de Sevilla todo su
equipaje: obras y materiales, que para mayor comodidad, lo facturó mediante un
transporte especial.
Eran ya casi las cinco de la mañana. El cielo de París se preparaba para recibir un
nuevo amanecer. Algunos invitados mostraban su cansancio: unos dormían con agrado
sobre los cómodos sillones y otros aún bailaban como muñecos de pilas de larga
duración.
En el gabinete de Jean había quienes improvisaron sobre la gruesa alfombra un cálido
nido para hacer el amor. Jean, como buen anfitrión, intentaba mantener la fiesta
alternando en todas las reuniones.
Al fondo del gran salón se encontraba el piano en una soledad absoluta. La magia de
las altas horas de la noche llevó a Pablo hasta el magistral instrumento con la
provocación y el deseo de acariciar su teclado. Empujado por un embrujo jamás
sentido, sus dedos hicieron sonar vibrantes notas con toques de Andalucía. Juliette,
una hermosa joven de cabello largo y dorado como el sol, se sentó al lado del improvisado pianista apoyando su cabeza sobre el hombro del artista. Él sintió de nuevo el
desdoblamiento de su ser: estaba viviendo la realidad de un sueño, la esencia de la
vida.
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MORIR ANTES DE NACER
Al finalizar, y una vez que Pablo despegó sus manos del teclado, la joven le cogió del
brazo, y con ardiente deseo, lo condujo hacia uno de los dormitorios de invitados.
La luna despedía tímidamente aquella noche encantada. Allí le desnudó. Los labios
apasionados de la bella admiradora comenzaron a recorrer, beso a beso, cada centímetro de aquel cuerpo acalorado del artista. Él respondía con igual deseo. Sus
cuerpos despojados de pudor se revolcaban envueltos en pasiones contenidas como
queriendo recobrar un tiempo perdido… Una vez más la Torre Eiffel fue testigo de los
desenfrenos del amor.
Tres campanadas interrumpieron el sueño del amado. Sobresaltado despertó: estaba
solo en la cama. Una sombra eclipsaba la luz que entraba por la ventana: Jean descorría las cortinas.
―Venga dormilón, que es mediodía.
―¿Dónde está Juliette? ―fueron las primeras palabras de Pablo al despertar.
―Juliette se ha marchado temprano. Tenía que hacer unas gestiones antes de abrir la
galería. Ahí, encima de la mesita, te ha dejado una nota.
El invitado abrió el papel de mimosos pliegues. Tan solo había un número de teléfono
escrito, y más abajo, un breve escrito que le hizo vibrar: «Mon amour», sellado con
una huella de labios de rojo carmín. Pablo se dirigió a la ventana.
―¡Oh, París, París! ―exclamó mientras contemplaba el cielo azul de aquella hermosa
mañana de primavera.
De nuevo leyó la misiva. Olfateó aquel papel que olía a rosa recién cortada y depositó
un cálido beso sobre su trama.
Jean, que le observaba, sonrió.
El sevillano le cogió por los hombros haciendo un gesto de felicidad diciéndole:
―Hoy no prepares nada querido Jean; nos iremos a almorzar por ahí. Por cierto, la
fiesta de anoche fue maravillosa. ¡Eres genial!
―¡Tú sí que eres genial! ―contestó el halagado.
Un taxi los llevó a la rue Royale. Maxim´s fue el restaurante elegido por Jean Uriol.
―¡Joder Jean, te dije picotear algo por ahí, no esto! ―El anfitrión sonrió.
El establecimiento estaba al completo. La refinada decoración hacía sentir estar en
época pasada. Su ambiente burgués y de exquisita frivolidad, la elegancia de su público y la distinción de su servicio daban al entorno una tranquilidad no propia de los
tiempos actuales.
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MORIR ANTES DE NACER
El maître se les acercó con gesto agradable. Respetuosamente indicó con su mano
derecha y los condujo hacia una mesa de perfecta situación. Retiró las sillas para
acomodarlos, e inmediatamente hizo señas a su subordinado de sala para que sirviera
un aperitivo a los recién llegados. Previa sugerencia de la carta fue tomando nota de
los platos seleccionados: Jean optó por unos entremeses y un entrecot. Pablo pidió la
soupe á l´oignon, y de segundo también se apuntó al entrecot. De beber eligieron vino
de la casa: era el recomendado.
Durante el almuerzo conversaron de las costumbres gastronómicas y las culturas de los
diferentes países. Hablaron del hoy y del ayer. En cada bocado halagaban recíprocamente la cocina francesa y el grato recuerdo de la española.
Ya en los cafés, Pablo abordó el tema que tanto confundía a Jean: la realidad de su
inestable personalidad. Nada más escuchar las primeras palabras de su invitado el
rostro del artista francés se transformó: no quería reconocer su fracaso como persona.
Él hacía tiempo había optado por ocultarse en ese colectivo de artistas sin compromisos, artistas burgueses de vida fácil, sin obligaciones ni responsabilidades. Artistas
mantenidos por la fortuna de sus acaudaladas familias. Últimamente Jean se conformaba con hacer de vez en cuando una exposición para sus amigos y obsequiarles luego
con una fiesta sofisticada cargada de encanto y lujuria… Jean cambió de conversación.
―Toma Pablo, en esta lista, que es un directorio de marchantes y galeristas, encontrarás todo lo que necesitas.
―¿Cuántos cuadros vendes al año, Jean?
―Yo no vendo ningún cuadro. Solo los hago para ser contemplados por mí.
―Pero… entonces ¿de qué vives, cómo pagas todos tus gastos?
―Yo no necesito vender para vivir. Al galerista le pago los gastos de la sala y punto.
―Imagínate, Jean, que tu familia no tuviera esa fortuna que tiene y que tu único medio
de vida fuera lo que siempre ha sido tu pasión: la pintura. ¿Qué harías?
El silencio invadió al preguntado.
Pasado unos segundos y con lágrimas en los ojos se decidió a hablar:
―Cuando era joven, cuando yo ejercía la vida con ilusión, ingenuidad y fuerza a la
vez, lo intenté; pero me faltó coraje para enfrentarme a la vida. Yo nunca fui capaz de
hacer lo que tú estás haciendo, mejor dicho, no es que no lo supiera, en verdad es que
no quise. Me daba miedo asumir cualquier responsabilidad. Siempre estuve protegido
por la fortuna de mi madre. Nunca tuve la necesidad de esforzarme para nada. Así que,
ya que me lo podía permitir, opté por la bohéme, y disfrutar de sus placeres. Aunque
esta vida, que es una puta mierda, cuando lo tienes todo, llega un momento que te
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MORIR ANTES DE NACER
invade la desgana, luego viene el tedio, más tarde la depresión, y finalmente, sientes
deseo de quitarte la vida.
Sus palabras conmovieron a Pablo. Encendió un cigarrillo y, al observar el rostro de su
amigo, advirtió que estaba pálido y sudoroso.
―¿Qué te pasa Jean?
―Nada. Me voy.
Jean pagó la cuenta y sumergido en una mudez sepulcral, se marchó.
Pablo prefirió dejarle marchar en su soledad. Consultó el reloj. El tiempo había pasado
volando: enseguida recordó su cita con Juliette.
La galería J&G, situada en el corazón de la ciudad, era pequeñita. Una exposición de
pintura abstracta cubría sus paredes. La música suave que se mezclaba con la atmósfera del lugar endulzaba el ambiente. El carillón de algún reloj cercano anunciaba las
seis de la tarde. La sala se encontraba totalmente vacía. Al fondo, en una elegante
mesa repleta de catálogos, estaba Juliette, quien al escuchar la armoniosa musiquilla de
la puerta de entrada, miró al frente. Enseguida su rostro se transformó en semblante de
alegría al ver entrar a su amado pianista. Apresurada se acercó hacia él, y sin
pronunciar palabra, lo abrazó y le besó cálidamente en los labios. Él respondió con la
misma pasión. Recuperada la respiración, con los brazos abiertos y tono seductor
exclamó:
―¡Precioso, elegante y acogedor!... como su propietaria.
A Juliette le encantaba aquellas expresiones del su atractivo artista: «Era muy español», decía. Nuevamente lo besó y cogiéndole de la mano lo llevó a una salita interior
que tenía camuflada tras una cortina de color rosa pálido. Allí, y sin dar paso al diálogo, comenzó a desabrocharle la camisa para nuevamente poseerlo. Pablo, aunque
sorprendido por tan encantador recibimiento, tan solo podía responder con igual
desenfreno. Se encontraba algo violento solo el pensar que alguien pudiera entrar en
ese momento. Y así sucedió: un sonido de suaves campanillas alertó a los amantes de
la presencia de algún cliente. Con aceleración recuperaron el estado de sus vestimentas.
El recién llegado, por la manera que saludó a Juliette no se trataba de un desconocido.
Era Claude Duneton, el pintor autor de la obra expuesta: hombre corpulento, pelo
largo, gafas oscuras y aspecto de intelectual.
Pablo se hacía el distraído mirando los cuadros colgados como si estuviera interesado
en adquirir alguno.
―¿Le gusta la obra? ─le preguntó Duneton.
59
MORIR ANTES DE NACER
―Sí…, bueno…, advierto en estas tonalidades un resurgir del artista.
Claude Duneton, creyendo que se trataba de uno de los muchos enteradillos que suelen
frecuentar las exposiciones con la única intención de analizar la obra más que de
adquirirla, lo dejó que siguiera haciendo la tesis sobre su pintura y se acercó a Juliette
para saber como iban las ventas.
―¿Alguna novedad estos días?
―Ninguna. Tan solo se han interesado por el cuadro azul, pero no han vuelto. Yo le he
puesto el punto de reservado para así darle más ambiente a la exposición.
Duneton levantó las cejas como despreciando la noticia. Sabía que su pintura era
atrevida y muy difícil de colocar.
―C´est la vie! ―contestó.
Y alegando que tenía que asistir a una conferencia se marchó:
―Au revoir Juliette.
De nuevo los amantes se quedaron solos. Recuperaron el abrazo interrumpido, aunque
esta vez cerraron antes la puerta de entrada a la galería y, tranquilamente, se entregaron con más cariño que pasión. Ella, una vez poseída, amada y satisfecha, se dispuso
a hablar a la vez que encendía un cigarrillo:
―¿Dónde se marchó Jean? ―Pablo le contó la conversación que mantuvieron en el
restaurante y la actitud tomada por el anfitrión.
Al oír la galerista los hechos ocurrido su rostro palideció.
―Pero… ¿qué pasa, Juliette, a qué viene esa preocupación?
―Pablo, Jean no es ahora lo que fue, un hombre alegre, divertido, seguro de sí mismo
y amigos de sus amigos. Desde hace unos meses viene comportándose extraño. Me
confesó que un día al no poder soportar más su vida intentó suicidarse, pero que ni
para eso tuvo valor. Anoche en la fiesta me parecía mentira verlo tan ilusionado, tan
jovial. Seguramente tu compañía le sirvió de esperanza. Pero al escuchar lo ocurrido
este mediodía contigo y su posterior reacción, me preocupa que haya caído de nuevo
en esa locura. Y esta vez sí que temo que lo haga.
Él no daba crédito a lo que oía. Coincidiendo ambos en el mismo temor, salieron
velozmente hacia el domicilio de Jean.
El taxista que les llevó, al llegar al destino solicitado, indicó que tenía que dejarles en
San Agustín, en la confluencia con Maleherbes, ya que la calle estaba cortada por la
policía.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Juliette.
60
MORIR ANTES DE NACER
―No sé, señora. Al parecer ha habido un accidente ―contestó el chófer algo despreocupado por tratarse de un hecho muy frecuente en su actividad diaria.
Ella temió lo peor. Precipitados, abandonaron el vehículo y, agarrados de la mano,
comenzaron a correr en dirección al domicilio esquivando el tráfico colapsado.
Una ambulancia recogía en ese mismo momento un cadáver. Estaba tapado. Esperaban
la disposición judicial para ser trasladado al tanatorio.
―¡¡Jeaaaaaan!! ―gritó Juliette al reconocer la vestimenta del desdichado que estaba
allí tumbado sobre el asfalto y tapado con una sábana ensangrentada.
Un horrible malestar invadió a Pablo. Inmediatamente reaccionó y, dirigiéndose hacia
Juliette, la abrazó mientras la apartaba de aquel dantesco lugar.
Un policía vestido de paisano, se acercó a ellos.
―Pardon monsieur. Excusez-moi madame. ¿Conocían ustedes a la víctima?
―Sí, era amigo nuestro. ¿Qué ha pasado inspector?
―Eso es lo que tratamos de investigar ―dijo el funcionario mientras encendía un
cigarrillo―. Sobre las seis de la tarde recibimos un aviso en la vendarmería comunicándonos que un hombre se había tirado al vacío desde la terraza de su casa. Hasta
ahora es solo lo que sabemos. Según comentarios de los vecinos, la víctima se llamaba
Jean Auriol; que vivía en la cuarta planta, que era pintor y una persona respetable y
querida por todos ―concluyó mientras miraba el cigarrillo que al parecer no lo encendió bien.
―Llevaba enfermo hacía varios meses ―irrumpió Juliette secando sus lágrimas―.
Padecía terribles depresiones. Ya lo había intentado varias veces, pero le faltaba el valor. Esta vez lo ha conseguido… ¡Enhorabuena, Jean!
―Merci madame. Con lo que me ha dicho es suficiente. Su espontánea declaración me
ha evitado muchas molestias.
El inspector se despidió levantando los dedos a la altura del ala de su sombrero:
―Madame?...Monsieur? Bonsoir.
61
MORIR ANTES DE NACER
12. Montmartre
Pasaron los días. Y las semanas. Pablo Alvear tardó en reponerse de la violenta
pérdida de su mejor amigo. Resultándole desagradable e inadecuado el seguir alojado
en la casa de Jean, aceptó la invitación de Juliette de trasladarse a su apartamento
mientras encontraba algo apropiado en donde poder instalarse. La estancia se alargó
más de lo pensado. La convivencia con Juliette era muy agradable, aparte de muy
apasionada. No por eso él dejó de atender sus obligaciones profesionales.
Una mañana visitó a Paul Grimont, el veterano marchante que conoció en la fiesta de
Jean, quien, al conocer en su día la obra de Pablo, le invitó a pasarse por la galería para
conversar sobre una posible colaboración profesional:
―Francamente Alvear, su pintura me encanta, está llena de frescor y fuerza. Va a ser
admirada por todo el mundo.
―Y en cuanto a venta ¿también será adquirida por todo el mundo? ―contestó el pintor con el ímpetu personal de artista conocedor de un mercado manipulado por algunos
marchantes que ofrecían muchas promesas y pocas realidades.
―Bueno, en cuanto a ese tema… ya iremos viendo. Los tiempos que corren no son
buenos y el cliente es muy variable. Ya sabe, la demanda artística del momento va por
la pintura vanguardista.
―Todo eso está muy bien ―replicó Pablo― pero, es que yo, igual que usted, vivo de
mi trabajo y como sabrá igual o mejor que yo, el mercado está montado en un amplio
abanico de estilos que atienden a todas las ofertas y demandas. Yo puedo entender
todo, pero lo que también entiendo es, que mis creaciones deberán ser canalizadas por
sectores y galerías que trabajen este estilo de pintura y que en sí, ese es su trabajo.
―Mira hijo ―respondió el marchante mientras daba una palmadita en el hombro del
artista―, le recomiendo que acepte el mecanismo existente y haga lo que el mercado
pida. Creo que sabe de la existencia de muchos pintores, como usted dice, creando una
obra tan personal que, en sí, es impopular, ellos son conscientes de la dificultad de
colocarla…No es si me explico.
―Se explica muy bien, pero es evidente que usted me ha recibido porque le interesa
mi obra, y yo estoy aquí por tener buenas referencias suyas, pero dado su comentario,
creo que me he equivocado de persona. Quizá no sea yo la clase de artista con la que
acostumbra a trabajar.
Efectivamente, a Grimont no le gustaba mucho tratar con artistas con la actitud de
Pablo: lo veía demasiado seguro de sí mismo, y lo peor, defendía muy bien sus
intereses. El marchante prefería trabajar con artistas más soñadores de gloria para así
poder administrar más libremente sus derechos de cobro. Pablo Alvear, que ya había
62
MORIR ANTES DE NACER
conocido demasiados personajes como Grimont, optó por no trabajar con él. Le dio las
gracias por el tiempo que le había dedicado y se marchó.
Era media mañana. De regreso al domicilio de Juliette, decidió pasear tomando por la
Place du Tertre, en Montmartre, para sentir el hechizo y la pureza del arte. Su caminar
era lento, como queriendo absorber toda la magia del aquel lugar. Cafeterías y cervecerías animaban las calles.
No pudo resistir la tentación de entrar en una taberna que parecía no haber tenido
noticia del paso del tiempo: salones decorados con espejos de época y lámparas de gas.
Pidió un café. Observaba con entusiasmo cuanto allí ocurría: tertulias de artistas recordando a los grandes maestros; jóvenes aspirantes a ser alguien en el mundo del arte;
mujeres vencidas por la vida buscando una mirada aliada; bohemios desharía-gados de
la verdadera bohemia añorada.
Al salir del establecimiento, inconscientemente, levantó la mirada hacia la fachada de
enfrente y observó un edificio de época, con mucha solera y su altura no pasaba las
tres plantas. El sol embellecía su arquitectura. Amplios ventanales y balcones denunciaban el haber sido en su tiempo residencia de linaje. Entre los herrajes de una de sus
ventanas un cartel, rotulado con desgana, anunciaba: “A louer”: «Se alquila».
Entró en el portal dispuesto a quedárselo. Se enamoró del entorno: era lo que buscaba.
Aunque la construcción era antigua, la impecable limpieza relucía por todos sus rincones. Este detalle le bastó a Pablo para reafirmar su decisión.
Al fondo de la amplia entrada una garita acristalada dejaba ver en su interior a un
hombre de avanzada edad intentando ordenar unos periódicos: Era Hugo, el portero, de
cabello canoso y piel morena. Su rostro delataba la aceptación de su vejez. Su aspecto
era tranquilo y afable.
―¡Buenos días! ―anunció Pablo al cancerbero.
―Bonjour, monsieur! ―contestó Hugo con una respetuosa inclinación de cabeza
mientras se dirigía hacia la desgastada puerta del pequeño recinto.
―Quería ver el piso que se alquila.
―Es un estudio precioso, señor, y muy soleado. Está en la cuarta planta. Espere que le
dé las llaves. Suba y véalo tranquilamente. La única pega es el ascensor.
―¿Es que está averiado?
―No señor, es que no hay. Pero si se piensa en positivo, siempre viene muy bien
hacer un poco de ejercicio.
Pablo, sonriendo por el comentario del empleado, cogió las llaves y se dirigió hacia la
escalera.
63
MORIR ANTES DE NACER
―¡Tómese el tiempo que quiera! ―dijo Hugo levantando un poco el tono de voz para
que fuera oído por su cliente que ya estaba iniciando la subida.
La luminosidad de la mañana delataba aún más la belleza de aquel añejo lugar. Una
vez alcanzada la planta indicada, el visitante no tuvo duda alguna del piso anunciado:
tan solo había una puerta en aquel rellano.
Introdujo la llave, y al abrir, apareció ante sus ojos el lugar con el que siempre había
soñado: tres grandes salas diáfanas separadas por amplios arcos, y en donde la última
estancia invitaba a la intimidad. El sol bañaba con su luz dorada cada rincón de aquel
santuario de paz. Una antigua estufa decoraba en soledad la sala principal; el entarimado brillaba como la cubierta de un buque escuela; la blancura de sus paredes
transmitía serenidad al estar combinada en suma delicadeza con las rústicas vigas de
madera que formaban el artesonado.
Abrió los balcones de par en par dejando que el aire de Montmartre inundara aquel
mágico lugar. Las vistas desde aquella atalaya eran inexplicables: la ciudad entera parecía estar rindiéndole homenaje por su llegada. Los ciento ochenta grados de visión
panorámica se apoderaron de la atención del artista. El agradable murmullo de la Place
du Tertre, se hacía sentir con tal suavidad que parecía transformarse en olas de un mar
de amanecer.
Ni un instante dudó Pablo en dejar pasar aquella oportunidad.
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MORIR ANTES DE NACER
13. Juliette
El artista estaba pasando por su mejor etapa profesional. El nuevo taller era en esos
momentos su templo sagrado… El lugar siempre soñado. Diez años transcurrieron
desde su llegada a aquel entorno embrujado por la magia de la ciudad del arte. Durante
todo este tiempo trabajó sin descanso. Pintando, amando, y sobre todo, siendo él
mismo. Juliette se convirtió, además de su amante y amada, en su representante. Se
encargaba prácticamente de todo. Delegó en ella incluso su administración. El reconocimiento y cotización del artista sevillano alcanzó grandes cotas, llegando a ser
solicitado en grandes eventos internacionales. Pablo había conseguido su meta: poder
vivir de su trabajo, no necesitaba más, aunque a veces añoraba su Sevilla del alma:
pensaba que algún día volvería a ella para no abandonarla jamás.
El viento traía olor a leña quemada: entraba el otoño. Las hojas de los árboles comenzaban a juguetear con el tímido aire que corría en la Place du Tertre. Las calles palidecían por la humedad de la lluvia.
Sonó el teléfono. Era Juliette anunciando a Pablo que había salido una exposición en
América. Él no tuvo paciencia de escuchar tan buena noticia por el auricular e
inmediatamente salió corriendo hacia la galería de la joven marchante para saber todos
los detalles de la gestión. No se lo podía creer: Estados Unidos era en esos momentos
la cabeza universal del arte.
Juliette le informó que no era una exposición para vender, que se trataba de un encuentro internacional en donde reunían las mejores firmas del mercado artístico actual. Que
en principio sería en Chicago, en el Art Institute. Y que ir allí tendría un gasto de seis
mil dólares en concepto de transporte y seguro de la obra. A Pablo le pareció un poco
alto el coste para tratarse de una invitación, pero no le importó, sabía que podría ser
una manera de introducirse en el difícil mercado norteamericano.
Sin dudarlo autorizó a Juliette para que se encargara de todo.
―¡Oh, América!... Magnifiquet! ―dijo lleno de júbilo y disfrutando de la felicidad de
aquellos momentos.
El fin de semana lo dedicaron a seleccionar las obras. En el almacén de la galería había
todo tipo de pinturas de autores que trabajaban en ella; también estaban las de él.
―¡Juliette! ¿Qué te parece este? ―le indicaba el pintor refiriéndose a una de sus telas
que se mezclaba con los cientos de cuadros allí depositados, ―es uno de mis favoritos.
Mira qué luz, y qué profundidad. ¿Sabes que esta pintura, aunque está firmada por mí,
no la hice yo?
Ella le miró confusa sin saber qué decir.
―Me salió ―dijo Pablo―, solo me dejé llevar por lo que en él aparecía… y, ahí
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MORIR ANTES DE NACER
está; sin poner nada, sin buscar nada, solo encontrando el momento divino de la creación.
Después de esta improvisada clase de expresión plástica, retiró de la pared unos cuantos bastidores y entre ellos se encontró con tres obras que, según él, creía haber vendido.
―¡Juliette! ¿Estos desnudos no son los que se vendieron?
El rostro de la joven cambió radicalmente.
―¿Qué desnudos? ―respondió como queriendo eludir algo― ¡Ah! Es, que me lo
dejaron reservados y aún están por recogerlos ─contestó con voz recortada y temerosa
de que su pintor siguiera investigando sobre las telas descubiertas.
Pablo no dio la menor importancia a la reacción preocupante de su adorable marchante.
CHICAGO: UN DÍA DE OTOÑO
El aeropuerto O´Hare se encontraba con más tráfico que nunca. Pablo y Jueliette recogían sus maletas una vez resuelto un pequeño incidente al extraviarse uno de los bolsos
facturados. A la salida de la puerta principal la ciudad aparecía majestuosa como
dándoles la bienvenida.
―De Chicago se dice que todo tiene grandes proporciones ―comentó Pablo mientras
observaba la impresionante panorámica.
Juliette escuchó: su atención estaba en conseguir un taxi que les llevara al hotel.
Él seguía absorto observando la grandiosa arquitectura de la ciudad. Había leído tantas
veces que la belleza de Chicago, estaba, fundamentalmente, en sus rascacielos y en su
indiscutible diseño modernista: Sears Tower, Opera House en el elitista barrio del
Loop; o el Old Water; Tower, y el Wrigley Building en la Avenida Michigan, siendo
este el edificio que más ganas tenía de conocer, ya que en una ocasión le dijeron que
su arquitecto se inspiró en la Giralda.
El taxi que les conducía al centro aminoró la velocidad al entrar en Columbus Drive,
lugar en donde se encontraba Fairmont, el hotel elegido por Juliette ya que se encon-traba muy cerca de la sede de la exposición. Las habitaciones, aunque eran individuales, estaban unidas por una doble puerta.
Pablo, nada más llegar a la estancia, se asomó al balcón para disfrutar una vez más de
las vistas de la gran urbe. Juliette se dedicó a programar el día.
La gran exposición abrió sus puertas a la hora exacta. Los invitados comenzaron a
llegar. Lujosos coches se detenían ante la puerta del regio edificio.
66
MORIR ANTES DE NACER
En su gran mayoría eran personas influyentes de la ciudad: el gobernador, el alcalde,
embajadores, financieros, empresarios, políticos, y un largo palmarés de intelectuales
de la alta sociedad de Chicago.
Juliette estaba bellísima: lucía un elegante vestido largo de diseño, de color negro,
tocado sobre los hombros por un magnífico mantón de Manila con bordados en rojo y
negro.
―Estás deslumbrante Juliette.
―Gracias Pablo, tu sí que estás guapísimo.
―Bueno, eso no es ninguna novedad tratándose de mí ―dijo el artista con su aire
seductor y bromista. ―Como verás, yo siempre me pongo lo mismo.
―Sí, pero lo luces muy bien ―volvió a piropearle la galerista.
El magnífico recinto donde transcurría la exposición estaba repleto de invitados.
Camareros correctamente uniformados se mezclaban entre los asistentes ofreciendo
una copa de champán en calidad de bienvenida. Dos elegantes mesas situadas a la
entrada servían como punto de venta de catálogos y lujosas reproducciones sobre papel
de las obras allí colgadas. Los visitantes curioseaban las ediciones e inmediatamente se
ponían en fila para ir recorriendo, uno tras otros, la exposición. Algunos se cansaban
de seguir el itinerario de la muestra y se retiraban para pasear sin rumbo fijo por la
gran sala. Saludaban, hablaban y, de vez en cuando, se ponían a la caza y captura de
algún camarero que les proporcionara una copa.
Pablo advirtió que aunque la exposición era tan solo un encuentro internacional del
arte, existía un elegante camuflaje mercantilista en cuanto a la venta de catálogos y
reproducciones, hecho que, en ningún momento, la organización comunicó a los artistas allí representados, al menos él no tenía conocimiento de nada. De todas formas al
pintor no le hacía mucha gracia este tipo de manifestaciones artísticas: las veía siempre
como un punto de reunión en donde sus invitados asisten casi por compromiso y, en su
gran mayoría, por hacer acto de presencia y dejarse ver en sociedad.
Entró en una de las salas contiguas. Puso un gesto de extrañeza al ver, fugazmente
entre el público, un rostro que le era muy conocido. Al pronto no sabía situarlo, pero
enseguida memorizó y la sorpresa fue mayor: era Paul Grimont, el marchante amigo
de Jean. Observó que su actuación en aquel lugar no era como el de un invitado más:
se dirigía a las azafatas con autoridad. «¿Qué haría allí? ¿Qué tenía que ver él en todo
aquello?» Pablo se quedó pensativo y preocupado. Juliette no le había dicho nada
sobre que este hombre estaba metido en la organización. Todo aquello despertó en el
artista una duda preocupante.
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MORIR ANTES DE NACER
Una palmada en el hombro le hizo volver la cabeza. Era un conocido de su entorno
profesional de París que también se encontraba en la muestra. Invtó a Pablo a tomar
una copa a la vez que iniciaba la conversación sobre el mercado artístico. El artista
sevillano lo escuchaba, aunque su mente seguía pensando en Grimont.
Horas más tarde el público comenzó a abandonar el recinto.
Los potentes focos que iluminaban la muestra se iban apagando poco a poco hasta
quedarse todo en penumbra y un absoluto silencio, con las obras en soledad como
gaviotas en un mar de atardecer.
Despuntaba la mañana. Juliette se encontraba en su habitación preparando el equipaje
para volver a París en el primer vuelo del día.
Le preguntó a Pablo sobre qué plan tenía.
El artista optó por viajar a Nueva York y pasar unos días en la ciudad para así poder
tomar contacto directo con el mercado americano.
La estatua de la libertad se hacía notar en el horizonte. Paseó por las anchas avenidas
con los ojos llenos de inquietud por querer captar todo lo que le rodeaba. El día era
luminoso y con sol, casi como el de Sevilla en un día de primavera.
Un taxi le condujo al corazón de Broadway.
Allí pudo hacer varias gestiones con galerías adecuadas a su obra para contratar una
exposición. Conforme avanzaba la mañana los resultados obtenidos eran nulos: la mayoría de las salas ya tenían sus agendas cubiertas para cuatro años. Pablo no se lo
podía creer. «¿Qué pasará de aquí a cuatro años?». Se preguntaba.
Otras galerías no le aseguraban nada, pero podría mandar la obra para acoplarla a
algún evento; este sistema no le convencía mucho a Pablo. Y finalmente, la más accesible, cobraba unas comisiones altísimas.
Cansado ya, decidió abandonar y dejarle estos asuntos a Juliette.
De vueltas al hotel pensó en llevarle a su bella marchante algún recuerdo del lugar.
Recorrió varias tiendas de arte y antigüedades.
De repente su cara palideció.
Ante sus ojos, en un escaparate, se mostraban, magníficamente enmarcadas, reproducciones de su obra. No podría ser: él nunca autorizó a nadie editar, y menos, comercializar su obra de esa manera, a menos que...
Comprobó la editorial. ―«¡No es posible!» ―exclamó asombrado.
Rápidamente regresó al hotel para enseguida salir en el primer vuelo hacia París.
68
MORIR ANTES DE NACER
La madrugada era fría en el aeropuerto Orly. Pablo Alvear descendió del avión aún
cargado de cólera. Sin detenerse ni un solo segundo para descansar de su largo viaje,
se dirigió a la casa de Juliette.
La suave lluvia entristecía la ciudad. El trayecto en taxi hasta el domicilio de destino
se le hizo interminable.
Él aún conservaba las llaves del apartamento de la galerista.
No esperó el ascensor.
Subió los escalones de dos en dos: «Tenía que encontrar una explicación».
Torpemente introdujo la llave en la cerradura.
La casa estaba en penumbras. Una luz tenue se distinguía en la zona del dormitorio.
Irrumpió en la habitación sin importarle nada.
―¡Pablo! ―gritó Juliette al verle.
Desconcertada ella intentó apartar de su cuerpo desnudo al hombre que la abrazaba:
era Paul Grimont.
―¡Hijo de puta! ¡Mal nacido! ¡Escoria de la humanidad! ―insultaba a Grimont sin
control de sí mismo mientras le cogía por el cuello como para ahogarle.
Juliette, como pudo, agarró a Pablo para evitar que sucediera lo peor.
Él, al retirar violentamente su brazo, golpeó por accidente a la galerista haciéndola
caer al suelo.
―¿Por qué? ¿Por qué?... ―preguntaba Pablo, una y otra vez, con tono desesperado
mirando a Juliette con ojos llenos de rabia, odio, y aún de amor.
Un silencio agonizante se hizo en la estancia.
Paul Grimont se recuperaba levantándose torpemente del suelo.
Juliette arrastraba su cuerpo, aún desnudo, hasta alcanzar un sillón en donde pudo reposar su cara desconsolada por el llanto.
Pablo permanecía sentado en el borde de la cama, despeinado, sofocado y abatido por
el engaño sufrido. Se frotaba la cara con sus manos como queriendo encontrar una
explicación lógica a toda aquella pesadilla.
―¿Pero tú, quién te has creído que eres? ―dijo Grimont dirigiéndose a su agresor con
tono de desprecio mientras se vestía con aceleración y torpeza.
―¡Sal de aquí! ¡Mal nacido! Que me has estado robando y engañando. ¡Sal de aquí
antes que cometa una locura...! ¡Fueraaa!
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MORIR ANTES DE NACER
El marchante corrió hacia la puerta atemorizado ante el estado incontrolado en el que
se encontraba su agresor.
Juliette seguía llorando amargamente. Su delicada piel, denunciaba en sus hombros las
huellas de besos de pasión.
―¡Contéstame! ¿Por qué? ―insistía Pablo. ―No me duele el hecho del engaño, lo
que me desgarra el alma es que tú hayas sido, precisamente tú, en quien he depositado
toda mi confianza, mi trabajo y mi amor...
―Pablo, escúchame ―interrumpió Juliette mientras se incorporaba de su lánguida
postura―, te lo quise decir, pero nunca encontraba el momento. Te veía tan ilusionado...
―¿Tan ilusionado? ¿De qué? ¿Por qué? ―Gritó él alterado.
―Sí, Pablo. Creías que tu obra se vendía bien, pero no era así. Hay una crisis económica en el mundo y el público invierte poco en arte. Tus cuadros los tenía yo guardados en el sótano para que no los vieras, y así pudieras seguir pintando con la ilusión
que siempre has puesto en ello, tranquilo, relajado, despreocupado del dinero. En
realidad no te ha faltado de nada. Yo jamás pensé que Grimont fuera a negociar con
las reproducciones de tus obras. Las comisiones que él me daba eran las que me
servían para poderte pagar. ¡Por favor! ¡Créeme!
Él con el rostro lleno de dolor, la miró fijamente sentenciando:
―¡Adiós, Juliette! ¡Hasta nunca!
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MORIR ANTES DE NACER
14. Penumbra
En Montmartre el sol se retiraba. Las farolas de calles y plazas se encendían con
debilidad. Como sombras chinescas, una silueta se divisaba entre las cortinas opacas
de una habitación iluminada: era Pablo Alvear. Ya habían pasado cinco años desde que
el pintor abandonó a Juliette. Durante todo este tiempo trabajó incansablemente, día y
noche, para atender los encargos y eventos que él, solo, había podido conseguir. Alguna que otra galería accedía a montarle una exposición. Pablo se refugió en su trabajo.
Alternaba la gestión con la producción… estaba cansado.
Durante este tiempo se dedicó exclusivamente a sacar adelante su obra. Su exigencia
profesional le llevaba, a veces, a la desesperación: las injusticias del mercado, la
burocracia de las instituciones; la impotencia de no poder acceder a ciertos eventos
oficiales por carecer de contactos políticos. Todo ello impedía atravesar ese muro
infranqueable para alcanzar estabilidad y prestigio en el mercado del arte. Se encontraba solo. Necesitaba expresar sus sentimientos... Necesitaba amar y sentirse amado.
Descorrió la cortina para contemplar la caída de la tarde. Le invadió la tristeza. Sabía
que no podía seguir así. Pablo era un hombre de saber cerrar círculos vitales y comenzar de nuevo. No lo pensó dos veces: optó por su regreso a España.
SAN SEBASTIÁN, 1983
España ya no era la España que dejó el artista hacía ya quince años: en todo este tiempo se habían producido acontecimientos muy importantes para el futuro de un país que
necesitaba aires de libertad.
Pablo eligió en principio San Sebastián como lugar de residencia para irse adaptando,
poco a poco, a una nueva manera de pensar: Siempre le había gustado esta ciudad por
estar más cerca de Europa.
Tomó en alquiler un estudio cerca de Ondarreta. Allí trabajó durante un tiempo con su
estilo propio, dentro de la escuela impresionista adquirida en Francia.
En sus telas de aquel periodo dejó testimonio de la belleza urbana de la ciudad: la
elegante y veraniega Bahía de la Concha, el espectáculo del rompeolas, cerca del Kursal, en donde el Urumea se hace fronterizo con el Cantábrico, pintorescas calles con el
puerto al fondo, del colosal Igueldo, y sobre todo, las marinas silenciosas a la caída del
sol.
Su obra, a veces, la tenía que malvender para poder seguir viviendo. Eran momentos
difíciles: la palabra inflación comenzaba a oírse por vez primera en la ciudadanía. Se
esperaba una gran recesión. En el mercado artístico tan solo había negocio para las
especulaciones.
71
MORIR ANTES DE NACER
Desde la ciudad donostiarra, él gestionaba su obra para toda Europa, aunque principalmente atendía los compromisos en España. Viajaba constantemente a Madrid y
Barcelona.
Retomó, a su manera, la vida social del momento. Frecuentaba los mejores ambientes
intelectuales así como de fiestas y lugares de moda: sabía que su profesión estaba muy
vinculada a las relaciones personales. En poco tiempo, las mujeres que llegaron a
conocerle más de cerca le llamaban “el soltero deseado”.
Los galeristas, en estos momentos de incertidumbre económica, no querían correr
riesgos: preferían trabajar con obras más comerciales y de venta segura. Algunos marchantes, de dudosa reputación, propusieron al pintor sevillano producir telas en serie
sobre temas abstractos con destino a la decoración. Pablo se resistía a este mer-cado:
muchos artistas cayeron en la trampa y se convirtieron en proveedores de telas
coloreadas para fabricantes de marcos, cuyo negocio principal era vender sus lujosas
molduras acompañadas con lienzos garabateados. Él sabía que lo más valioso que
tenía era su honestidad profesional y su amor por todo lo que hacía.
No tardó el artista en sentir que aquella bella ciudad se le estaba quedando pequeña.
Aún no se sentía preparado para volver a Sevilla, su tierra, la raíz de su alma. Cada día
que pasaba se encontraba mejor en la soledad de su anonimato. Sus experiencias
vividas en el extranjero le habían marcado convirtiéndose en una persona diferente, no
en su carácter mediterráneo, que jamás renunció, sino en su visión de vida. Ferviente
enamorado del mar, optó por trasladarse a la capital cántabra.
SANTANDER, VERANO 1983
El firme estaba húmedo. En el señorial Paseo de Pereda una lluvia suave y delicada
invitaba a utilizar el chubasquero. Comercios y bares estaban al completo.
Eran las doce de la mañana. En la playa del Sardinero los más resignados a la climatología paseaban a paso ligero por la sinuosa línea fronteriza entre el llegar de las olas
y la fina arena. Dos jóvenes de cuerpos atléticos saltaban como acróbatas para no
perder el ir y venir de la pelota golpeada por sus palas. Un grupo de chavales improvisaban en la húmeda arena un acotado y reducido campo de fútbol.
En las avenidas circundantes a la playa, el tráfico era intenso. Pablo Alvear paseaba
por los jardines de Piquío con el periódico bajo el brazo. Sus ojos de mirada perdida
captaban escenas para más tarde llevarlas a sus telas.
Ya en su estudio, consumía las horas contemplando todo el Cantábrico, y al fondo, una
silueta grisácea delataba el Castillo de la Magdalena. Trabajaba sin descanso. Su
72
MORIR ANTES DE NACER
producción era de excelente calidad. Cada mañana, después de ejercer sus obligaciones artísticas, recorría toda la costa con su automóvil: de Somo hasta Santoña unos
días, y de Santoña a Laredo otros.
Por ser temporada estival, marchantes del mercado secundario compraban obras
directamente a artistas de la zona, por supuesto a precios bajísimos para, cada semana,
celebrar alguna que otra subasta en algún hotel de la costa. Pablo rechazaba todas las
ofertas con referencias a esas ferias ambulantes. En esta etapa de su vida, vivía para
pintar, no pintaba para vivir: se dedicaba a la contemplación, a disfrutar de lo bello, no
dejaba que nadie atara su vida... Quería ser libre, aunque sabía que la libertad también
tenía su precio.
José María, el casero, que era un gran aficionado a la mar, invitó a Pablo a ir a Laredo
para disfrutar juntos de una jornada de pesca.
Hacía un día en que el sol fue generoso con los montañeses.
El artista aceptó.
La extensa playa de La Salvé estaba repleta de bañistas. Aunque la mañana estaba con
un sol resplandeciente, el mar hacía gala de pertenecer al Cantábrico: la altura de sus
olas obligó a que apareciera en el mástil de la caseta de protección civil la bandera
roja, informando a los bañistas el peligro de un mar con resaca. Pablo y José María
optaron por irse de vinos por el casco antiguo de la villa.
Al entrar en la rua que conduce a la iglesia de Santa María de la Asunción, el artista
observó a una joven pintando con gran maestría aquel bello rincón.
Se acercó a ella respetando la distancia para no invadir su entorno creativo.
La joven advirtió la presencia de Pablo.
―¡Hola! ―saludó él.
―Hola, ―contestó ella volviendo su delicado rostro hacia el recién llegado.
El sevillano, ferviente amante de lo bello, se quedó mirando la obra, no pudiendo
evitar, al mismo tiempo, contemplar la belleza y frescor de aquella criatura: su negro
pelo de tímidos rizos caía sobre la suave piel de sus hombros; en su cara, en su figura,
en su manera de mirar, en toda ella, había una cierta distinción, algo especial que el
seductor sevillano sabía captar en las mujeres.
―¿Sabes que es magnífica tu pintura? ―indicó Pablo.
―¿De verdad te gusta?
―No es que solo me guste sino que además es estupenda. ¿Eres pintora?
―No. Aún no. Estudio Bellas Artes.
73
MORIR ANTES DE NACER
―Pues lo haces muy bien. ¿Sabes que no todos los que estudian Bellas Artes son
artistas?
―¿Y eso que quiere decir? ―contestó ella con una delicada sonrisa en los labios y
una atractiva mirada cargada de ingenuidad.
―Pues lo que oyes. Que no todos los pintores son artistas.
―Y tú... eres artista y pintor, ¿verdad?
―¿En qué se me nota? ―contestó el maestro con aire burlesco y de seducción.
―No lo puedes negar. Tus ojos, tu forma de mirar, tu manera de hablar. Tu acento me
dice que eres canario, o malagueño...
― … O, sevillano ―intercaló él...
―¿De verdad eres de Sevilla? Toda la familia, por parte de mi madre, es de Sevilla.
Pablo, acercándose a la joven pintora, con elegancia y tronío se arrancó, en tono bajo,
con un cante por sevillanas: «Que en Sevilla hay que morir, hay que morir...» Y ahí lo
dejó.
―Hijo mío, no lo puedes negar ―contestó ella entusiasmada―. ¿Por qué no sigues?
―Porque yo cobro por cantar ―bromeó con sonrisa aduladora.
―Pues si no es mucho, a lo mejor puedo pagar ―respondió la joven siguiendo la
broma.
―Te tomo la palabra, voy a hacerte un precio especial: recoges todos tus bártulos de
pintura y nos vamos a tomar una “cervecita”.
Ambos rieron en carcajadas mirándose a los ojos en complicidad. Mientras la estudiante se hacía con todo su instrumental Pablo se dirigió hacia su amigo José María
que se había entretenido más abajo comprando el periódico.
―José María, si no te importa me voy a quedar con una amiga. Ya nos vemos luego
en la casa, ¿vale?
―Como quieras, Pablo. Que te lo pases bien. Así aprovecho yo también para comprar
algunas cosas. Hasta luego.
La joven y su impetuoso admirador bajaron hacia la zona de puerto.
―¿Cómo te llamas? ―inició él la conversación.
―Carmen.
―¿Y tú?
―Pablo.
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MORIR ANTES DE NACER
―¿Ruiz Picasso? ─volvió a bromear ella.
―Si yo fuera Pablo Ruiz Picasso hablaría en francés.
―¿Pero Picasso no era de Málaga?
―Sí. Nació en Málaga, pero se tuvo que ir a Francia para que reconocieran su talento:
C´est la vie!
Entraron en el bar. Eligieron una mesa con vistas al embarcadero. La flota pesquera
que desde allí se divisaba estaba amarrada descansando del faenar intenso de la semana. Las gaviotas ambientaban aquel espacio marinero con sus delicados y apacibles
vuelos, yendo, viniendo, y picoteando los residuos de pesca que flotaban en las aguas
tranquilas del muelle.
―¿Has estado en París? ―preguntó Carmen.
Pablo cambió su expresión: no quería saber nada de esa época. Se hizo el distraído tratando de cambiar la conversación.
―Mira aquella gaviota Carmen. Qué maravilla de vuelo rasante hace sobre el mar.
―Pablo, te he preguntado y no me has contestado ―insistió la joven con una sonrisa
que hacía que su delicada cara se encendiera en luz de belleza inigualable―. Si no me
quieres contestar dímelo, pero no me trates como si fuera una niña pequeña.
―¿Y no lo eres? ―comenzó a seducirla de nuevo―. ¿Qué edad tienes?
―Veinte.
Él clavó sus ojos sobres los de Carmen, y cogiéndole delicadamente sus manos le dijo:
―Eres la criatura más bella que jamás he conocido.
―Eso supongo que se lo dirás a todas. Me suena a frase hecha.
Pablo, viendo que había podido evitar hablar de su pasado, siguió adulándola. La joven, haciendo gala de su inteligencia de mujer, comprendió rápidamente que su admirador, por lo que fuera, no quería tocar ese tema y le siguió en sus bromas disfrutando
de su compañía.
En un cierto momento, ella se levantó.
―Me tengo que ir.
―¿No te puedes quedar a comer conmigo? ―insistió él.
―Me es imposible. Hoy es sábado y he quedado con mis abuelos.
―¿Nos vemos esta tarde?
Esta vez fue Carmen quien cogió la mano de su acompañante mientras le decía:
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MORIR ANTES DE NACER
―Pablo, me ha encantado conocerte. Me gustas mucho. He disfrutado esta mañana
contigo como nunca lo había hecho... Pero, ni hoy, ni mañana, vamos a poder vernos.
Si quieres, el lunes. ¿Te parece?
La madurez del pintor controlaba sus impulsos de pasión por aquella criatura: él sabía
que cuando una mujer, por el motivo que sea, no da explicaciones de algo, lo mejor es
no preguntar, y mucho menos insistir.
―Vale. El lunes a las once y media en el Paseo Marítimo, a la altura del Club de
Tenis.
―De acuerdo Pablo. Hasta el lunes.
Al despedirse, la besó casi rozando sus delicados labios. Ella, con gran habilidad y
elegancia, esquivó las atrevidas intenciones de Pablo, y con una hermosa sonrisa hizo
que el beso fuera hacia la cara.
Él se quedó viendo como se alejaba por entre los jardines de la Plaza: contemplaba su
cuerpo, su elegante movimiento al caminar, y su pelo negro cayendo sobre la piel
rosada de su espalda…Pablo volvía a sentir la pasión del amor.
El domingo amaneció en Santander cubierto por un cielo gris formado por cerradas
nubes deseosas de regar con sus aguas toda la cornisa. Desde muy temprano Pablo
pintaba en el taller, pero desde este momento lo hacía con el pensamiento puesto en
Carmen, su musa, su amor, su volcán de pasión. Hacía tiempo que no tomaba sus
pinceles con la ilusión: comenzó a plasmar varias ideas que tuvieran que ver con el
sentir de joven.
Después de varios apuntes, se decidió por uno que tenía como argumento una bruma
luminosa en la que todo aún era confusión. Cada pincelada era una caricia sobre la piel
de su amada. Su extraordinaria imaginación le hacía sentir estar haciéndole el amor.
De vez en cuando, miraba hacia la ventana para comprobar que el día avanzaba: no
sabía que hacer para que el tiempo transcurriera más deprisa.
... Y llegó el lunes.
El mar estaba en calma. El sol bañaba con suaves rayos la playa de Laredo. Caminar
por el Paseo Marítimo era una auténtica delicia. Los visitantes de fines de semanas ya
habían vuelto cada uno a sus diferentes lugares de procedencia. Las calles y avenidas
de la noble Villa eran transitadas únicamente por los residentes habituales. Eran las
once de la mañana. A Pablo le dio tiempo de aparcar su coche tranquilamente, tomar
café y hojear el periódico.
Miraba insistentemente el reloj: En breve se iba a encontrar de nuevo con la criatura
que le había devuelto la luz de la esperanza... la luz de la vida. Impaciente y desespe76
MORIR ANTES DE NACER
rado como un adolescente al que le habían partido el corazón, optó por dirigirse hacia
el lugar de la cita.
El blanco muro del Club de Tenis estaba aún solitario. Pablo se alegró: le hacía ilusión
ver llegar a Carmen y recrearse en su atractiva figura. Consumió un cigarrillo en la
espera.
A lo lejos y como viniendo del Puntal, se acercaba ella. El artista sintió el vértigo del
amor. Conforme la distancia se acortaba, la sonrisa de Carmen aumentaba la belleza de
aquel lugar.
―¡Hola, Pablo!
―Hola, preciosa.
―Gracias ―agradeció la joven ruborizándose un poco.
―¿Por qué me das las gracias? ¿Es que decir la verdad merece las gracias como si
fuera un cumplido?
―Cómo eres, Pablo. Contigo sube la autoestima. Hoy me he levantado un poco tristona y nada más verte se me ha quitado todo.
―¿Tristona? ¿Por qué? ¿Es que te pasa algo?
―No. No es nada. Son cosas mías.
―¿Cómo cosas tuyas? Ahora mismo me vas a contar todo lo que te inquieta. Esa cara
tan linda que Dios te ha dado solo merece una cálida sonrisa.
Ciertamente los ojos de Carmen estaban tristes, y aún así, daba tranquilidad de espíritu.
Pablo la observaba sin pestañear.
―¿Qué pasa? ―dijo ella con un peculiar tono mimoso de voz a la vez que su dedo
índice lo acercaba al costado de su observador como queriéndole hacer cosquillas―¿Por qué me miras así?
Él pegó un respingo.
―¿Tienes cosquillas?
―Viniendo de tus manos, todas ―cotestó Pablo acercándose a Carmen para cogerla
por la cintura.
―¿Sabes? Me gustas mucho ―afirmó la joven.
―¿Y eso?
77
MORIR ANTES DE NACER
―Ya ves, digo lo que siento. Aunque pensándolo bien... ¿Te has dado cuenta de que
eres muy presumido?
―¿Se nota?
―¿Quires saber por qué me gustas? ―insistió ella.
―Bueno. Si es que no te vas a meter mucho conmigo.
―Me gustas porque eres tan cristalino en tu manera de ser que haces que se sienta una
cómoda estando a tu lado.
Pablo cambió la expresión.
Las palabras de Carmen eran como un soplo de aire puro sobre una hoguera apagada.
―… Me gustas ―continuó ella―, porque eres atento, simpático, atractivo, locuaz, y...
un poquitín golfo. Vamos, lo justo para enamorar a cualquier mujer.
―Pues no te fíes mucho de ese hombre que has descrito porque te puedes llevar una
sorpresa ―aclaró irónicamente el pintor mientras intentaba abrazarla.
―Bueno, vamos a dejarlo ahí. ¿Qué hacemos? ―dijo Carmen como queriendo evitar
el contacto corporal.
―¡Pues lo primero, vamos a desayunar! ―propuso él con énfasis, aunque algo
contrariado por la reacción de su acompañante. ─¿Sabes que para mí el desayuno tiene
algo mágico? Es la celebración de conocer un nuevo día. Es la alegría de notar el
frescor de la mañana. El aroma del café hace recordar mi niñez. Invita a superar una
nueva meta volante en la carrera cotidiana e incierta de la vida. Y si además estoy a tu
lado..., ya eso es lo más.
Carmen volvió a sonrojarse. Pero esta vez al sentir dentro de ella la pasión por el
hombre que estaba a su lado. Montaron en el coche de Pablo que estaba aparcado cerca
del puerto. Se dirigieron al mirador del Rulo, situado a la salida del pueblo en
dirección Bilbao.
Desde allí arriba se divisaba toda la bahía: el azul del mar combinaba perfectamente
con los verdes de las campas. Al fondo, a la izquierda, la Peña del Fraile invitaba a
adentrarse en la panorámica de Santoña. El sol invadía toda la terraza del mirador.
Carmen eligió una de las mesas situada en la sombra: su delicada piel no podía resistir
las radiaciones solares. Pablo pidió su habitual desayuno: café con leche y tostada. Ella
se decidió tan solo por un té.
―Antes me comentaste que te habías levantado un poco triste. ¿Qué te ha pasado
Camen?
78
MORIR ANTES DE NACER
La joven bajó la mirada. En sus ojos se advertían tímidas lágrimas. «Si guapa es
sonriendo, cuando llora tiene cara de virgen». Pensaba él al verla así.
―¿Qué pasa?─ Preguntó delicadamente la joven al sentirse observada por Pablo.
―Carmen, quiero saberlo todo de ti. No soporto verte sufrir.
Ella le cogió las manos, y mirándole fijamente le habló:
―Mañana vuelvo a Madrid. Y no sé que me ha pasado en estos días que he estado
contigo. Es como si nos conociéramos de toda la vida. Dicen que saber sobre uno
mismo te impulsa a conocerte más. Esta es mi razón de hoy. Quiero que te conozcas
desde el punto de vista de un ojo desconocido, pero que te ha estado mirando toda la
vida. Aún no se sabe la fórmula exacta para descifrar si cuando creemos conocer a una
persona, realmente la conocemos o es una mera sensación que tenemos. Las personas
son envolturas que guardan dentro de ellas un puzzle de cristal, que si lo tocas,
manipulas o lo intentas dirigir, puede llegar a romperse una de las diminutas piezas
que lo componen… y todo ser de este mundo sabe, que si a un puzzle le falta tan solo
una de esas piezas, ya no es un puzzle… sería puro cristal inerte. Por este motivo,
nunca podremos decir si realmente conocemos a una persona o no… todas guardan
miedos, sentimientos, conclusiones, sensaciones, … que son difíciles de expresar, y las
hay que no saben lo que guardan dentro, y otras que ni siquiera saben sacarlas. Pero
gracias a Dios o a quien sea, existen personas que expresan todo lo que ocupan sus
venas… se hinchan de música, de palabras, de pintura o de tan solo una simple mirada.
Mírame y te digo lo que escondes… o no, no hace falta ni que me mires. Ya te
conozco. Cuando me refiero a que una persona no está segura de conocer a quien tiene
enfrente, no me refiero a que esa misma persona no sepa conocer el alma de ese
espíritu. Persona y alma son dos cosas diferentes… persona dice “hola, encantada de
conocerte”, alma dice “dónde estabas, te he encontrado”. Personas podemos conocer
muchas, almas como muchas dos en la vida. Y tú eres una de ellas. Te vi, te escuché y
te observé… y ya sabía quién eras, hasta el punto de que en siete segundos antes sabía
cómo harías y dirías cada cosa. Es como una figura, un pensamiento una esencia… que
ya sabía que existía. No sabía dónde estaba, ni dónde buscarla, pero ahí está. Ni
siquiera sabía lo que buscaba, pero he encontrado sin buscar. No sé de tu vida, no sé de
tus amores, ni el nombre de tu madre o el nombre de tu mejor amigo, ni cuál fue la
primera palabra que dijiste o la primera vez que te enamoraste, pero sí sé cada
sentimiento que has tenido a lo largo de este tiempo. Soy capaz de imaginarte hace
veinte años sin ni siquiera conocerte… y con esto quiero que veas cómo realmente te
conozco. Conozco tu sensibilidad, tu ímpetu por saber más del cielo que de la tierra, la
fuerza con la que expresas cada cuerpo que se te pone delante de ti, la imaginación que
eres capaz de exprimir cuando tienes necesidad de expresar, los pensamientos que te
inundan la cabeza, la lucha por cada deseo a la que te enfrentas cada día que te
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MORIR ANTES DE NACER
levantas, el cansancio que te produce el sudor y las lágrimas, la necesidad de una
porción de música para encontrarte... el apuro por amar para sentirte amado, la batalla
de sensaciones que te recorren al gozar de todo lo que te haces, la satis-facción que te
empacha al comprobar que no eres una oveja más del rebaño, sino que tú mismo eres
el alma libre que fluye en el río sin piedras… Desde el primer momento que apareciste
ante mí noté en mi estómago eso que llaman las mariposas del amor. Te he cogido
mucho cariño… Pero lo nuestro nunca podrá ser. Te echaré de menos cada día de mi
vida―. Y comenzó a llorar, esta vez con más intensidad.
Pablo, a pesar de su madurez en asuntos de mujeres, no pudo evitar la emoción por
esas palabras tan bellas que acababa de oír.
―Carmen, ¡qué maravilla! No sé qué decir. Que bien me has descrito. ¿Quién eres?
¿Dónde estabas que hasta ahora no te he encontrado? También siento lo mismo que tú.
No sé que nos ha pasado. Pero, si la soledad que he sentido este fin de semana al no
poder estar junto a ti; si el fuego interior que me parte el alma cuando beso tu cara
saboreando en mis labios la fragancia de la tu piel; si esta magia del amor que nos
invade ha sido posible, ¿por qué tenemos que renunciar a ello? ¿Por qué no podemos
seguir viéndonos y amándonos?
La joven no pudiendo soportar aquellas palabras, lo abrazó mientras le decía con su
delicada voz:
―Te quiero mucho, mi amor, pero no quiero que sufras por mí. Hazte la idea que esto
ha sido un sueño.
Él sintió como su corazón partía. Sus brazos se quedaron semiabiertos sin atreverse a
tocarla. Lo que allí estaba ocurriendo era algo que sobrepasaba el cariño: era la pasión
del amor.
Decididamente la abrazó y la besó en el cuello, y en la frente, y en las mejillas...
En esta ocasión no hizo el menor intento ni de rozar sus labios.
Así estuvieron unos minutos acompañados por la brisa del mar que acariciaba sus
caras.
―Pablo, prométeme que me llevarás siempre en tu corazón. Yo jamás voy a dejar de
hacerlo.
―Así será, pero... ¿por qué me dices eso?
No recibió respuesta.
Pasaron unos minutos en silencio total.
80
MORIR ANTES DE NACER
Sus miradas intercambiadas utilizaban un lenguaje que solo ellos podían descifrar. En
cierto momento, Carmen se repuso retomando su gracioso carácter, y mientras secaba
sus ojos de alguna lágrima aún retenida, dijo:
―¡Ya está!
Él no pudo resistir aquel arranque tan atractivo y seductor propio de la personalidad de
su amada. La besó una y otra vez, con delicadeza, como si besara la frágil superficie
de una pompa de jabón.
―¡Te quiero...! ¡Te quiero, pequeña! ¡Te quiero tanto!
El camarero del establecimiento que se encontraba pendiente de atender a las mesas,
llevaba un buen rato observando a la pareja. Pablo le indicó que le trajera la cuenta. Se
le acercó:
―Quinientas pesetas, señor.
El empleado recibió la cantidad más su propina correspondiente.
―¡Gracias, señor! ―dijo agradecido.
Carmen y Pablo dieron un largo paseo antes de subir al coche. Iban abrazados. Ambos
sentían el mismo deseo: que la vida se detuviera en es mismo instante.
Las horas pasaron sin que apenas se dieran cuenta. Cercana ya las dos y media de la
tarde, decidieron almorzar en algún restaurante del casco antiguo.
Conversaron sobre recuerdos de infancia, anécdotas veraniegas y también de arte.
Agotaron el tiempo máximo en el salón comedor hasta advertir que el establecimiento
estaba totalmente vacío.
Carmen pidió a Pablo andar por la playa. Y allí estuvieron juntos hasta presenciar la
fantástica puesta de sol que la naturaleza les regalaba: una luz rojiza engalanaba el
horizonte del mar y en donde intercedían infinidades rayos de luces en gamas naranjas,
verdes y violetas, acompañando así, como si fuera un cortejo, la retirada del sol con su
ya débil luz agrisada. No tuvieron palabras para expresar lo que habían presenciado.
Sus manos estaban unidas.
Rápidamente cayó la noche. La luna fue cómplice del beso más puro recibido por una
mujer y el beso más bello recibido por un hombre: ambos sellaron su amor por vida,
pasara lo que pasara.
Se despidieron con un hasta mañana.
El manto nocturno cubría Santander. El Estudio estaba iluminado débilmente. Pablo
Alvear tenía la mirada perdida en las siluetas caprichosas formadas por el humo de su
cigarro. Se dejó caer sobre el diván. Su pensamiento estaba en Carmen: quería recor81
MORIR ANTES DE NACER
dar su cara, pero algo enturbiaba su bello rostro. Se incorporó para coger un lápiz y un
bloc de notas. Intentó esbozarla... Y después de varios trazos fallidos, al fin obtuvo la
imagen de su amada con el suficiente parecido para adorarla en el recuerdo. Sintió la
necesidad de escribirle, de expresarle la pasión que albergaba en su alma. Sin vacilar
lo más mínimo, se sentó ante su mesa de trabajo. Cogió una pluma y unos folios. Y
dejó que el corazón hablara...
Su mano se deslizaba por el papel velozmente... Escribía al dictado de su mente:
mente, alma y corazón; como si fuera a hacerle el amor. Y él, en aquellos momentos
sentía hacer el amor con Carmen; porque, para Pablo, hacer el amor no era solo el
deseo desenfrenado de la carne, sino poseer el alma de la persona amada.
Concluido el escrito, una lágrima descontrolada por la emoción sentida cayó sobre el
blanco papel formando una pequeña burbuja que le sirvió de testimonio. No obstante,
le hizo una dedicatoria y después de fecharla, firmó.
El tráfico era lento en dirección hacia Laredo. Pablo adelantaba una y otra vez a la
interminable fila de camiones que iban hacia Bilbao. Sentía necesidad de ver a Carmen. El trayecto nunca le resultó tan largo.
La entrada a gran velocidad que hizo en la Villa podría haber sido motivo de ser multado por la guardia civil que vigilaba aquel tramo de carretera.
Le salvó un fuerte frenado de un turismo francés que evitó atropellar a una vaca que se
encontraba suelta por el carril. Los dos agentes de la benemérita rápidamente tuvieron
que actuar de taurinos hasta acorralar al animal y, pacientemente, devolverla a su apacible pasto.
A las once en punto, un coche paró cerca del Club de Tenis. Carmen descendió del
automóvil.
Pablo no advirtió su llegada; estaba pendiente del paseo marítimo, trayecto habitual de
la joven.
―¡Hola! ―dijo Carmen situándose a la espalda de su amado como queriéndole dar
una sorpresa.
―¿Por dónde has venido?
―Me han traído mis tíos en coche. Marchamos ya para Madrid.
Pablo la cogió de la cintura como queriéndola retener allí para siempre.
La miró fijamente: quería grabarla en su mente. Sabía que tardaría algún tiempo en
volver a verla.
―Toma ―dijo él―, anoche tuve necesidad de estar contigo y te dediqué estas letras.
82
MORIR ANTES DE NACER
Carmen, que le encantaba las sorpresas, cerró sus pícaros ojos como haciendo un gesto
de, «¡qué será!».
Al momento leyó el título del escrito: “La belleza del mar”, y ansiosa por conocer su
contenido siguió el texto:
«El navegante era conocedor de muchos mares. Su sensibilidad lo convertía en
enamoradizo y gran seductor de las aguas de los océanos. Su canto de libertad le
permitía vivir y vibrar con alma de marinero: viajaba, contemplaba y disfrutaba de
las aguas. De vez en cuando las olas lo acariciaban y lo envolvían en un canto mágico
de sirenas…, y él se dejaba llevar. Era apasionado y amante de lo sensual, aunque
exquisito cuando decidía bucear en aguas profundas. Le atraía la belleza, una
sonrisa, y la sinceridad de las aguas limpias y cristalinas. Su alma era sensible y
fogosa como un volcán en constante erupción. No cualquier paisaje marino le
conmovía…Necesitaba algo más para faenar en sus aguas… Necesitaba la inteligencia divina de la naturaleza. Un día, su barca se sintió navegar bajo un nuevo cielo
y bajo ese cielo, una bella mar: era diferente, elegante, atractiva, seductora y llena de
encantos. Ese mismo día descubrió la sonrisa de esa mar oculta, y sus ojos, y su
cuerpo… y su sonoro conversar. Quedó atrapado por la magia de su brisa, y, fugazmente, se enamoró. Enseguida quiso sentir la humedad de sus aguas… Y acariciar su
delicada piel de color rosado… Pero, cada vez que el navegante alargaba su mano
hacia ella, la mar se deslizaba silenciosa hacia su interior, dejando a la deriva la
sonrisa en sus labios y el reflejo de sus bellos ojos de ámbar. El navegante no
recordaba haber conocido nada igual: era suave, delicada, distinta a las demás. Cada
noche necesitaba ver su rostro, pero, al no poder ser, se conformaba con soñar con
ella. El reloj parecía detenerse en su ausencia y hacer volar las horas en su presencia.
El navegante notaba sentirse arrastrado hacia las profundidades de las mágicas
corrientes marinas. No quería perderla: quería su amistad…, y también su pasión.
Era un nuevo concepto de amar: respetar su entorno, sus playas, y sus acantilados
elegidos por ella para, por el día resguardarse del sol, y por la noche, contemplar la
luna. El navegante remaba lento y suave: no quería dañar sus delicadas olas de
cristal. Cada vez que la barca rozaba su piel anacarada, el marinero sentía deseos de
sumergirse en ella. Lo intentaba una y otra vez…, pero la mar se difuminaba de entre
sus manos como humo blanco con mensaje de esperanza. El navegante llegó a pensar
que todo era un espejismo… Y desde entonces, cada día, espera con impaciencia vivir
la visión de la bella mar. Cada mañana, cada tarde, cada noche, espera de ella un
gesto aliado, una señal cómplice de entendimiento en el nuevo arte de amar, y poderle
decir ante el reflejo de sus ojos: quiero nadar contigo hasta el fondo de tus aguas, y
envolverte entre mis brazos mientras beso el fresco aroma de tu piel…, y bucear en el
espejismo de un amor fugaz.
83
MORIR ANTES DE NACER
A Carmen con toda mi alma.
Pablo, Verano de 1983»
La joven se emocionó. No se esperaba esa declaración de amor tan noble y tan hermosa.
―Pablo, es... maravilloso. ¡Te quiero! ―Y acercándose a su boca, le dio un cálido
beso.
Él no reaccionó. Fueron muchas las emociones últimamente vividas: la expresión de
amor por parte de Carmen; ese beso que tanto tiempo llevaba esperando..., y la tristeza
de saber que en unos instantes dejaría de verla sin saber hasta cuándo.
Quedaron en silencio.
Se abrazaron… Y una vez más dejaron que los corazones hablaran...
Un claxon advirtió a la joven que la estaban esperando.
Sin pensarlo más se despidió de Pablo como si fuera... un hasta mañana.
Él la cogió de las manos con angustia:
―Pero Carmen, por favor, dime dónde te puedo localizar en Madrid.
―No, Pablo, es mejor así ―y declinando la insistencia salió corriendo hacia el auto
que ya tenía el motor en marcha para emprender el viaje.
Las primeras lluvias de otoño dejaban en el recuerdo las apacibles tardes de playa.
Pablo Alvear superó con dolor la ausencia de Carmen. Varias veces intentó localizar
su teléfono de Madrid, pero le fue imposible. Optó por sumergirse en su pintura, su
verdadera amante, la que jamás lo dejaría a la deriva del mar de la pasión. La
confusión que vivía lo arrastró a representar lo onírico con temas relacionados con el
mar: acantilados azotados por olas que golpeaban, una y otra vez, frentes rocosos con
formas de bellos cuerpos de jóvenes desnudas; aguas transparentes en alta mar que
albergaban rostros de ninfas envueltas entre algas y rosas; una pequeña cala por donde,
ángeles con alas partidas y cabello de color dorado, disfrutaban jugando ingenuamente
con una esfera de cristal de múltiples colores... mientras que en el horizonte, un joven
intentaba vencer la agresividad de las olas de levante. Todos los temas tenían una
misma paleta, una misma luz envuelta en atractivos colores de rojo cadmio, verde
veronés y azul de cobalto.
Estas telas nunca fueron firmadas por el artista: las creó exclusivamente para él.
Pasaron unos meses y Pablo no podía soportar más la soledad. No quería saber nada de
exposiciones ni de actos sociales. Desde que Carmen se marchó vivió enclaustrado en
84
MORIR ANTES DE NACER
su estudio. Necesitaba amar y ser amado. Necesitaba la vibración de la vida. Necesitaba sentir la danza del alma en un “pax a deux”. Necesitaba sentir el tacto de la piel
de su amada, y su olor a romero... Necesitaba estar con ella, con Carmen, su musa, su
vida.
Antes que la primavera invadiera de flores los jardines decidió trasladarse a Madrid.
85
MORIR ANTES DE NACER
15. Sombra
MADRID, PRIMAVERA DE 1984
La mañana era luminosa. El sol calentaba el denso ambiente de la ciudad. El tren, en el
que viajaba Pablo procedente de Santander, entraba por la vía 1 de la estación de
Chamartín de Madrid.
Mientras recorría el andén recordó aquel lejano día de su llegada a París, y a su amigo
Jean. Las escenas del pasado estaban en su mente. Cuando se dirigió a coger un taxi
vivió de nuevo la escena de su llegada a París: pasó por su lado una joven con
minifalda y andares zalameros. Algo agradable le tuvo que decir nuestro enamoradizo
artista que la muchacha le devolvió una sonrisa como agradecimiento de haberla hecho
sentir mujer.
El automóvil le llevó a la dirección indicada: a su nuevo Estudio. Desde la ventana
pudo contemplar los edificios más cercanos: el Museo del Prado, la Real Academia
Española y el Casón del Buen Retiro. El entorno elegido por el artista, los Jerónimos,
era un lugar céntrico, bello y tranquilo.
Para costear los gastos extras de la mudanza, tuvo que vender algunas de sus obras: la
galería que eligió estaba muy cerca la Puerta de Alcalá. No se dio a conocer. Argumentó ser coleccionista de arte.
―Hacía tiempo que no se veía nada de este artista. Son magníficas ―comentó la
encargada.
Las obras fueron compradas por un precio suficiente para que Pablo, por algún tiempo,
pudiera estar económicamente tranquilo. Su tiempo libre lo dedicaba a dar conferencias y seminarios. Ya lo hacía en Santander. Impartía cursos de expresión artística.
Le encantaba hablar en público, transmitir sus conocimientos, apasionar a los asistentes con la magia de la creación; hacía sentir el amor y la pasión por el arte... por su arte
vivido en su largo caminar.
Ofrecía su colaboración a fundaciones, universidades y colegios mayores. Y, entremedias, encerrado en su taller, trabajaba todo el día, y a veces, toda la noche. Con frecuencia se le olvidaba comer. Se encontraba cansado y débil.
Los jardines del Retiro habían recibido ya la primavera: niños en bicicletas pedaleaban
con intensidad como queriendo atravesar la barrera del sonido, algunos perdían el
equilibrio y caían sobre el asfalto; parejas de enamorados se besaban furtivamente
entre los matorrales desinhibido de todo cuanto ocurría a su alrededor.
En el parterre, la lluvia había dejado un agradable olor a tierra mojada.
86
MORIR ANTES DE NACER
Pablo paseaba siempre con su bloc de apuntes: tomaba bocetos de aquí y de allá, e
incluso anotaba por escrito sus observaciones de cuanto veía y sentía: el comportamiento de las flores húmedas iluminadas por un rayo de sol; la musicalidad de sus
pisadas solitarias entre arriates y hojarascas; e incluso la conducta de las personas que
se cruzaban en su camino. Todos estos datos le servían al artista para llenar su cerebro
de imágenes, que, en sí, eran el alma y punto de partida para la creación de una obra.
Sintió cansancio. Se sentó en un banco ocupado en su parte derecha por una mujer
mayor que se entretenía en alimentar a las aves con trozos de pan mimosamente partidos. Los pajarillos acudían, sin temor, al gran festín. Una escena única apareció ante
los ojos del pintor: dos gorriones peleaban, pico con pico, por conseguir una misma
migaja del blanquecino pan. Se dispuso a tomar un boceto de aquella insólita escena.
Como de costumbre, tituló primero la obra: “El precio de la libertad”. La anciana
observaba al artista en su ejecución.
―¡Qué envidia me da usted! ―dijo ella.
―¿Por qué dice eso, señora?
―Es que pintar ha sido la pasión de toda mi vida.
―¿Y por qué no lo ha hecho? ―replicó Pablo sin dejar de trabajar en su obra.
―Pues, porque mis tiempos fueron otros.
Él dejó de dibujar y prestó más atención a la conversación iniciada por su octogenaria
acompañante: le encantaba hablar con personas que regresaban de los senderos de la
vida.
―¿Viene por aquí muy a menudo? ―preguntó él.
―Todos los días. Estos pobres pájaros que usted ve son mi única familia. Ellos me
dan todo lo que deseo: amor, compañía, ilusión y felicidad.
―¿Es usted de Madrid?
―No hijo. Soy de Córdoba.
―Pues no se le nota el acento.
―Es que llevo muchos años fuera de mi tierra y ya no sé ni de donde soy.
―¡Ahora sí que le ha salido el acento andaluz!
La anciana, haciendo un esfuerzo con su cintura, se inclinó hacia un lado, sacándose
del bolsillo del abrigo un arrugado pañuelo con el que secó su húmeda nariz.
―Pues usted no se le puede negar que es de por allí abajo ―dijo ella después de dejar
la prenda en aquel recoveco de telas.
87
MORIR ANTES DE NACER
―¿Se me nota mucho?
―Un poquitín, y, además, creo que es de Sevilla. ¿He acertado?
―Exactamente —afirmó Pablo a la vez que iniciaba una nueva pregunta―. ¿Vive
usted por aquí?
―Sí, por Recoletos.
―¿Conoce usted Sevilla?
―Cómo no voy a conocer Sevilla si allí fue donde me casé. Mi marido era funcionario
del Ayuntamiento: era jardinero del Parque de María Luisa. Se llamaba José. ¡Qué
sevillano más lujoso! Y qué inteligente: sabía de todo. Leía mucho, ¿sabe usted? A mí
me gustaba que me contara la historia de esa casita redonda que hay en el Paseo de las
Delicias… ¡Ay! ¿Cómo se llama?...
― “El Costurero de la Reina” ―intervino Pablo.
―… Eso, “El Costurero de la Reina”. ¡Qué bonito! Me emocionaba cada vez que me
lo contaba. ¿Usted conoce la historia?
―Algo creo recordar, aunque muy vagamente.
―A mi es que me ponía los pelos de punta cada vez que mi José me contaba lo de
Merceditas, la hija de los duques de Montpensier, que al estar ella tan enferma, según
los médicos, le mandaron tomar mucho el sol, y por eso la pusieron en la parte alta de
aquella casita de los guardabosques en donde se distraía cosiendo y bordando; y aquel
fue el lugar de amor con su primo Alfonso XII. Y se casaron. Y por eso le empezaron
a llamar a aquel pabellón “El Costurero de la Reina”… ¡Qué pena! Qué poco duró la
felicidad de la joven pareja. Cómo murió la pobre mía al poco tiempo de esa boda de
cuentos de hadas.
Pablo quedó asombrado de la atractiva dialéctica de su acompañante.
―Es que el amor…―dijo.
―Dígamelo usted a mí. Si yo le contara mi vida eso sí que sería para escribir una
novela.
―Pero qué me dice…
―… Rosario —interrumpió ella―, mi nombre es Rosario, para servirle.
―Pues el mío es Pablo, también para servirle ―se presentó el artista respondiendo
con la misma humildad y educación con la que la octogenaria mujer se había dado a
conocer―. La verdad es, que hay algo en usted, Rosario, que encierra un atractivo
misterio en cada palabra que dice.
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MORIR ANTES DE NACER
―Yo no sé si será atractivo o no, la cosa es, que en realidad, mi verdadero amor me lo
quitó la vida y me lo ha devuelto al final de mis días.
Pablo, expresó un gesto como de no entender nada.
Ella se dio cuenta y aclaró:
―Sí, comprendo que no entienda nada, pero es que fue horrible. Mi marido José
en realidad no fue el único hombre en mi vida. Lo conocí siendo ya madurita. Mi
verdadero amor fue Agustín. Desde los catorce años ya sabíamos que éramos el uno
para el otro…
―Y, ¿qué pasó? ―interrumpió intrigado por tan apasionante relato.
―… Pues, hijo mío, la horrible guerra ―continuó ella― Yo, a los veinte años, unos
meses antes de estallar la guerra civil, me fui a trabajar a Barcelona, y Agustín y yo,
nos escribíamos cartas casi a diario. Estábamos muy enamorados. Pensábamos casarnos nada más reuniéramos unas pesetas. Y quedarnos a vivir en Córdoba. Y tener
hijos. Y yo dedicarme a criarlos, y a cuidar mi casa, y mis macetas, que las flores son
de las cosas que más me gustan en esta vida. ¡Qué ilusión! Pero… el destino tomó otro
rumbo: en pleno mes de julio del 36, exactamente el día 16, le escribí a Agustín diciéndole que por la ciudad estaba la cosa muy alterada y que me volvía a Córdoba para
reunirme con él… Y esa carta nunca llegó a sus manos. Al parecer el mismo día 18 de
Julio, él, para darme una sorpresa, sin decirme, ni anunciarme nada, cogió el tren para
Barcelona y ya no supimos más uno del otro: al parecer nos cruzamos en el camino y
comenzaron ya los disturbios en toda España y yo me quedé en Córdoba sin tener
jamás noticias de él. Le di por muerto y comencé una nueva vida…
Rosario, esta vez, se sacó el arrugado pañuelo para secar las tímidas lágrimas que
afloraban en sus apagados ojos, y continuó hablando ―… En el año cincuenta, conocí
a mi José y nos casamos a los pocos meses de noviazgo. Él era mucho mayor que yo, y
padecía una enfermedad que los médicos no sabían de qué se trataba. El caso que, a los
pocos años, murió de un “cólico miserere”: eso decían en el hospital cuando el
paciente moría sin conocerse la causa del fallecimiento, aunque los médicos argumentaban que era una dolencia de estómago o algo así, no sé…―Rosario hizo una pausa
mientras le echaba las últimas migas de pan a un gorrioncillo que se posó a su lado―
… Y ya quise romper con todo y salí de allí. Así que, por mediación de unos
conocidos, me dijeron que en Madrid, una familia de buena posición, necesitaba una
sirvienta de confianza. Y me vine, sin pensar en más. Pero hijo, ocurrió, que de nuevo
el destino: hace tres años volví a Córdoba a pasar unos días libres que me dieron en la
casa, y estando desayunando en un bar, de esos de toda la vida, en donde sus mesas,
sus sillas, el olor a “café, café”, los mismos carteles taurinos antiguos que decoraban
las paredes invitando a reflexionar sobre el paso del tiempo, y los recuerdos de
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MORIR ANTES DE NACER
juventud que se te venían a la cabeza como si tu vida, hasta estos mismos momentos,
hubiera sido un sueño... Me dio por echarle un vistazo a un periódico que se habían
dejado en una silla, y curioseando en las páginas mortuorias, sí, en las que se dicen
“los que han dejado de fumar”…
Pablo sonrió de la expresión tan descriptiva de Rosario.
―… Perdone por la falta de respeto ―continuó ella―, pero es que es una frase muy
propia de la gente de allí cuando se refieren a las esquelas funerarias, bueno, usted ya
sabe…
―Sí, sí, Rosario, la entiendo, no se preocupe.
―Pues eso, que me quedé fría cuando leí en una de esas esquelas el nombre de una
señora que cumplía el aniversario de su fallecimiento, y cuyo viudo era el Sr. D. Agustín Samaniego, ¡mi Agustín! Él se llamaba Samaniego de apellido. No estaba muerto.
Me entraron sudores fríos. Me quedé paralizada. Pero al momento reaccioné.
Curiosamente venía su domicilio al pie de la esquela. Y por la guía de teléfono, un día
que me encontraba ya preparada para el encuentro, le llamé. Él también se quedó
impresionado al oírme y saber que era yo. Bueno, el caso es, que nos vimos en una
cafetería y allí nos pusimos al día de todo. Hablamos horas y horas, parecíamos no
haber cumplido años…
―Y, ¿por qué no estáis viviendo juntos? ―añadió Pablo.
―… Pues porque así es mejor, mire usted. Las cosas que se rompen, como se rompió
lo nuestro, por muy buen pegamento que exista, nunca queda igual. Además, él ya
tiene sus nietos y su vida construida alrededor de su familia. Pero hemos retomado una
relación aún mejor que esa: nos seguimos viendo cada un cierto tiempo. Unas veces
voy yo a Córdoba y otras, él viene a Madrid. Lo pasamos estupendamente, y lo más
importante, nos queremos tanto. Es un amor que jamás hubiera pensado que existiera.
―Tremenda historia Rosario, aunque, a su vez, maravillosa y ejemplar.
―¡Dios mío! ¡Qué tarde debe ser ya! ―dijo ella sobresaltada―. ¿Tiene hora?
―No. No llevo reloj. Hace un tiempo mido el tiempo por la luz del día.
―Y, ¿qué hora será?
―Pues, por la altura del sol, deben ser ya cerca de las dos.
―¡Ay, Dios mío! Me tengo que marchar corriendo ―dijo Rosario mientras se levantaba precipitadamente. ―Nos veremos otro día señor, yo vengo casi a diario por aquí:
este es mi sitio preferido. Me he alegrado de haberle conocido.
―Ha sido un placer conversar con usted Rosario. Nos veremos otro día ―contestó él
mientras su amiga se alejaba con pasos acelerados.
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MORIR ANTES DE NACER
Era ya media tarde. Pablo descansaba en su gabinete. El silencio ambiental fue alterado por el soniquete del aparato telefónico: era una llamada de la Facultad de Bellas
Artes confirmándole su próxima conferencia: el lunes de la semana próxima a las 19
horas. Aunque nuestro artista estaba ya acostumbrado a estos eventos, siempre le traicionaban los nervios en los últimos minutos antes del comienzo de cualquier acto; y
así pasó conforme iba llegando a la Facultad el día señalado.
El aula estaba al completo. El programa anunciado, al parecer, era muy atractivo e interesante para los asistentes. En el estrado habían instalado para el ponente una mesa,
una silla y un vaso de agua tapado por una fina servilleta. Pablo nunca utilizaba este
espacio: le gustaba estar de pie, muy cerca del público; sabía moverse mientras
hablaba, llenando perfectamente el escenario con su sola presencia.
Comenzó la oratoria. Y lo hizo exponiendo el efecto comparativo entre la pintura, la
música y la literatura. Durante la intervención disertó de la importancia de aflorar
todos los sentimientos para elevarse a un estadio desde donde poder crear, soñar y
amar. Su entonación convertía en musicalidad la pasión del arte, y sobre todo, enamoraba a los allí presentes con el duende de sus palabras.
El público, al finalizar el acto, quedó asombrado ante aquella clase magistral rompiendo en aplausos como reconocimiento al buen saber del maestro.
Comenzaron a abandonar del aula.
Pablo organizaba sobre la mesa sus apuntes utilizados, cuando de pronto, sintió que
alguien estaba ante él. Levantó la mirada y no podía creerlo...
―¡Carmen!
―Hola, Pablo ¿Cómo estas?
Él, sin poder hablar, la miraba fijamente, como si de un espejismo se tratara.
La joven le expresaba todo su cariño con la mirada, aunque se mostraba algo cohibida:
iba acompañada por una señora muy elegante y de mirada apacible.
―Pablo, te presento a mi tía Sandra.
―Buenas noches señora.
―Carmen me ha hablado mucho de usted ―comentó Sandra.
―Espero que bien.
Carmen volvió a sonreír aunque, esta vez, su rostro estaba apagado, falto de vida.
Él permanecía atento a la expresión de su siempre amada. A pesar de todo, la encontraba más bella que nunca: conservaba el frescor de la juventud. Sus labios le seguían
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MORIR ANTES DE NACER
pareciendo una tentación. Sentir de nuevo su sonrisa era como volver estar en el
Paraíso.
―¿Cómo es que no me has avisado?
―He estado muy ocupada y hasta última hora no estaba segura de poder venir.
―¿Os apetece que tomemos algo? ―invitó el ponente pensando que así podría estar
más tiempo al lado de Carmen.
―No Pablo, nos tenemos que marchar. Ya nos veremos otro día ―contestó ella con la
mirada desviada hacia el suelo.
Sandra agradeció el gesto.
Él no insistió.
Al despedirse, Carmen le entregó un sobre con el pretexto de ser una fotografía tomada en Laredo.
En la sala ya no quedaba nadie. Todo estaba en silencio. Pablo se quedó mirando como
se alejaba “su niña” hasta perderla de vista. Abrió el sobre con vehemencia y,
sorprendentemente, se encontró con una carta que de inmediato se puso a leer:
«Querido Pablo:
Supe de tu conferencia y estuve a punto de no venir: no quería avivar un fuego que
jamás llegará a calentar. He sufrido mucho por no poder estar a tu lado. Me gustaría
estar siempre contigo. Jamás me han querido como tú lo has hecho conmigo. Yo te
adoro. Lo nuestro ha sido algo más que una amistad; y por eso no quiero hacerte más
daño. Siento mucho el dolor que te pueda causar todo esto. Por eso prefiero que no
nos volvamos a ver.
Siempre te llevaré en mi corazón…
Carmen»
Él se quedó con la mirada perdida en el papel.
Reaccionó y salió corriendo en busca de Carmen.
Todo estaba vacío.
Se dirigió a la salida con la respiración acelerada.
El conserje, que se disponía a cerrar la puerta principal, advirtió en el profesor un
gesto de desesperación.
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MORIR ANTES DE NACER
―¿Le ocurre algo, señor?
―¿Ha visto pasar a una chica joven acompañada por una señora alta con abrigo
negro?
―Sí. Hace un minuto cogieron un taxi, aquí mismo. Era la señora Sandra con su
sobrina.
―¿La conoce?
―La señora es profesora de la Escuela.
―¿Sabe su domicilio?
―No señor. Pero si le puedo facilitar su número de teléfono.
Pablo anotó con torpeza el número facilitado por el empleado y dándole las gracias se
despidió amablemente.
Esa misma noche sintió deseos de llamar, pero era demasiado tarde: decidió dejarlo
para el día siguiente.
A las diez de la mañana sonó el teléfono en casa de Carmen.
―¿Dígame? ―Contestó la interlocutora con voz calmada.
―Buenos días. Por favor, querría hablar con Carmen.
―La señorita Carmen no se encuentra en estos momentos aquí. ¿Quién le llama?
―Soy un amigo.
―La señorita anoche tuvo que ser hospitalizada urgentemente.
―¿Hospitalizada? ¿Qué le pasó? ¿Quién es usted?
―Soy la sirvienta, y es lo único que le puedo decir, anoche volvió a tener una recaída.
―¿Una recaída? ¿De qué? Por favor, póngame con la señora Sandra.
―La señora Sandra está en el Hospital. Si quiere le puedo dar el teléfono de la habitación.
―Sí, por favor.
Pablo anotó el número y sin perder tiempo llamó…
―¿Sandra?
―¡Sí! ¿Quién es?
―Soy Pablo Alvear. Nos conocimos anoche en la conferencia.
―¡Ah, sí!, Pablo.
―¿Qué le ha pasado a Carmen?
93
MORIR ANTES DE NACER
―¿Es que no sabía?
―Saber, ¿qué?
―Pablo, si quieres, esta tarde a las cinco nos vemos en casa. Apunta la dirección.
La mañana se le hizo a Pablo interminable: anduvo sin rumbo por parques y avenidas.
Las horas pasaban lentamente.
Avanzado ya el medio día tan solo tomó un té: no tenía apetito.
… Y por fin el reloj marcaba las cinco de la tarde: llevaba unos minutos aguardando
en las inmediaciones del domicilio indicado por Sandra.
Llamó al timbre.
Una señora con delantal blanco abrió la puerta, cuando…
―Hola, buenas tardes… ¿Rosario?... No puede ser…
―¡Señor! ―exclamó la sirvienta sorprendida.
―¿Me recuerda? Nuestro encuentro en el Retiro ―aclaró él.
―Como no le voy a recordar, si para mí fue una mañana inolvidable. Señor Pablo,
¡qué pequeño es el mundo!
―La señora me está esperando.
―Sí. Ya me dijo que vendría un amigo de la familia, pero jamás pude pensar en que
fuera usted. Pase por favor.
Un largo pasillo lo condujo hasta un gran salón en donde fue anunciado.
―¡Pablo! Pasa. —Era la voz de Sandra.
―Hola, Sandra ―saludó él aún sorprendido por el encuentro de Rosario―. ¿Sabes
que Rosario y yo nos conocimos hace unos días en el Retiro?
―Sí, ya me comentó ese encuentro, pero nunca pensé que se tratara de ti ―dijo la
anfitriona mientras apretaba con afecto las manos del pintor―. Siento que sea yo
quien te informe sobre la gravedad de la enfermedad de Carmen.
―Nunca me dijo nada.
―Sería por no hacerte sufrir. Sé lo que sientes por mi sobrina. En realidad soy para
ella como su madre. Mi hermana, la madre de Carmen, nos dejó hace unos años. El
cáncer acabó con ella. Carmen no pudo soportar perder a su madre. A los pocos meses
se encontró mal. Los médicos le diagnosticaron un tumor maligno en el pecho. Al
parecer esto del cáncer es hereditario. La pintura le hizo sentirse fuerte y la llenaba de
ilusión. Por eso se dedicó a la Bellas Artes. El verano en Laredo le vino bien… Y, el
instinto de mujer, aquella mañana que te conoció, aún sin yo saberlo, advertí en ella
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MORIR ANTES DE NACER
unas ganas por vivir. Luego me contó todo: con el cariño que le habías tratado y la
amistad que le brindaste.
―Fue algo más que un encuentro ―dijo él.
―Ya lo sé. Soy mujer. Y a nosotras no se nos escapa nada.
―Pero… yo era consciente de que lo nuestro no tenía futuro. Nuestra diferencia de
edad. Ella está empezando a vivir. Yo, sin embargo, mi vida son ya sueños inalcanzables, al menos en esta vida.
―Sabes Pablo. Eres tal y como mi sobrina te describió: alma y espíritu.
―Ya. A veces hubiera preferido ser más terrenal.
―¿Por qué dices eso?
―Perdona Sandra, son cosas mías ―contestó el artista como queriendo cambiar de
conversación. ―Dime, cuando puedo ver a Carmen.
―Hoy los médicos han prohibido todas las visitas. Dicen que esta vez ha sido la peor
recaída. Mañana a primera hora te espero en el hospital. Intentaré que puedas verla.
Pablo comprendió la situación y se despidió de Sandra.
Una vez más el artista se situó ante la blanca tela para dialogar con ella. Cogió los
pinceles y, como si fuera un ballet plástico, comenzó a sentir, a amar, a llorar con una
angustia que le destrozaba el corazón. Cada pincelada era un desgarro de su alma.
Cada golpe de color se convertía en un infierno: quería liberar el sufrimiento de Carmen haciendo que fuera trasladado a él. Quería hacer un pacto con el diablo en donde
cambiar la vida de esa criatura por la de él. Las pinceladas se cruzaban, unas tras otras,
sin obtener una respuesta. La impotencia le superó. Gritó de desesperación, y rendido
por el cansancio, se desvaneció quedándose dormido profundamente.
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MORIR ANTES DE NACER
16. Oscuridad
Un rayo de sol hizo despertar a Pablo Alvear sobresaltado. Miró el reloj: era ya casi la
hora de ver a Carmen.
El gran centro hospitalario lucía una remodelación de arquitectura funcional. Preguntó
en recepción y le indicaron el número de habitación de la paciente. El pasillo era
interminable. Todas las puertas eran iguales. La ha-bitación 777 era casi la última.
Llamó.
Nadie contestaba: estaba vacía. La cama lucía blancas sábanas perfectamente estiradas.
La persiana cortaba la luz del sol provocando un sosegado bienestar de paz y tranquilidad.
Una enfermera se interesó por el visitante.
―¿Le puedo ayudar en algo, señor?
―Sí, por favor. Venía a ver a la paciente de esta habitación.
―¿Es usted familiar?
―Sí. Bueno. Un amigo.
―Carmencita hoy se encontraba algo mejor y el médico le ha autorizado salir un poco
a la terraza acristalada para que se distrajera un poco. Está al final del pasillo.
Pablo, lleno de alegría ante la buena noticia recibida, salió apresurado hacia la estancia. Entró. Y allí estaba ella, sentada en una silla de ruedas, con la mirada clavada en el
horizonte del paisaje urbano.
―¡Carmen! ―la llamó con suavidad para avisar su presencia.
La joven, algo aturdida, giró la cabeza al reconocer aquel tono de voz tan especial que,
desde hacía algún tiempo, llevaba en su corazón.
―¡Pablo!, ¿qué haces aquí?
―¡Carmen!, ¡mi niña!, ¿por qué no me lo dijiste?
Ambos se fundieron en un fuerte abrazo sumergido en un sentimiento lleno de sinceridad: se miraban y se besaban ardientemente. Los dedos de sus manos se entrecruzaban como queriendo darse cuenta de que aquello no era un sueño; se acariciaban sin
desviar las miradas entre sus ojos.
―¿Quién te lo ha contado?
―Sandra. El conserje de la Escuela me dio vuestro teléfono y ayer tarde nos vimos
para hablar de ti. Quería saberlo todo. Quiero estar a tu lado Carmen, te ayudaré a salir
de esto, tú y yo, los dos juntos, amándonos como nos amamos, lo venceremos.
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MORIR ANTES DE NACER
―Pablo, lo nuestro no tiene sentido. No sé que tiempo me queda: un año, seis meses,
unos días…, no sé. Yo me iré, y así lo tengo asumido, pero tú, qué será de ti, sabiendo
como me quieres, tu vida será un infierno…
Pablo acercó su mano derecha hacia los labios de Carmen impidiendo que siguiera
hablando:
―Se acabó pequeña, se acabó; ahora estaré contigo para siempre, a tu lado, y
viviremos juntos los días que el destino nos tenga reservado. Mi vida ya no tiene sentido sin ti.
De nuevo se unieron en un apasionado abrazo acompañado por un brotar de lágrimas
derramadas por ella: eran lágrimas de amor y esperanza.
Pasos enérgicos irrumpieron en la sala:
―Ya vale jovencita, ahora necesitas descansar ―era Virginia, la enfermera, que
anunciaba a Carmen que era la hora de comer, tomar las medicinas y dormir un poco.
Pablo se levantó sin soltar las manos de su amada y la acompañó hasta la misma puerta
de su habitación.
―¿Cuándo nos volveremos a ver? ―se interesó él.
Virginia se adelantó a la contestación de la paciente:
―El doctor ha dicho que si los resultados que espera hoy son favorables esta misma
noche podrá dormir en casa.
Una vez más las miradas de Pablo y Carmen se hicieron cómplices de la alegría
sentida al oír la buena noticia.
―Adiós, amor mío, llamaré a tu tía para que me tenga al tanto de todo―. Depositó un
beso fugaz en los labios, y se marchó.
La vida volvió a surgir en el alma de artista: sus telas lucían colores calientes, trazos
firmes y seguros, y temas alegóricos al vuelo rasante del amor.
Iniciaba la mañana. Pablo salió a pasear por el Retiro para encontrarse con Rosario en
el parterre, pero esta vez, para hablar de Carmen... Pero no estaba.
De regreso al Estudio, al abrir la puerta de entrada, sonó el teléfono.
Apresurado fue a cogerlo.
Tropezó con un pico de la mesita que servía de revistero: se hizo daño en la rodilla.
Como pudo, llegó al aparato.
―¡Sí! ¡Dígame! ─dijo con voz acelerada.
―¿Pablo?
97
MORIR ANTES DE NACER
―¡Carmen, cariño! ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?
―Frente a tu casa.
―¿Cómo frente a mi casa?
―Sí. Te estoy llamando desde una cabina pública. Quería darte una sorpresa pero hace
un rato llamé y no estabas; decidí mientras visitar la Iglesia de los Jerónimos para
hacer tiempo.
―Acabo de llegar en este momento ―dijo él nervioso al oír tan cerca la voz de su
amada―. ¡Bajo corriendo! ―anunció sin esperar respuesta.
Colgó el auricular y sin perder un segundo se dirigió hacia la puerta; esta vez, al pasar
por la mesita revistero la esquivó para no accidentarse de nuevo.
Bajó los escalones de dos en dos. El corazón parecía que le iba a estallar: la emoción
se adueñó de él. Carmen ya se encontraba en el interior del portal. Se abrazaron y se
besaron uniendo sus labios en testimonio de no separase nunca jamás.
―¿Cómo es que no me ha avisado antes? ―habló él.
―Quería darte una sorpresa. Quise sentir aquellos días que vivimos en Laredo, cuando
yo iba a tu encuentro, ¿lo recuerdas?
―Claro que sí, mi niña, nunca olvidaré aquellos días tan maravillosos ―asintió él sin
dejar de abrazarla. ―¿Y los médicos? ¿Qué te han dicho los médicos?
―Que de momento estoy bien. Pero que me cuide y que procure hacer una vida tranquila ―aclaró la joven sin dejar de sonreír y aceptando con madurez y fuerza su
delicado estado de salud.
―Pues lo primero subamos al Estudio que te voy a preparar, como decimos en Sevilla,
un "piquislabis" que te vas a chupar los dedos.
Ambos sonrieron mientras se dirigían hacia el ascensor.
Carmen era la primera vez que visitaba la casa del artista, su mundo privado. Entró y
se quedó maravillada: el aroma suave del óleo la introdujo en un ambiente mágico.
Los objetos que decoraban las diferentes estancias tenían vida propia, eran elegantes y
muy personales. La sala destinada al taller de trabajo no era propio de estos tiempos:
allí, en su atmósfera, flotaban partículas mágicas desprendidas de la energía creativa
del pintor. Sus ojos se quedaron fijos en unos apuntes que empapelaban prácticamente
toda la pared, eran dibujos con su rostro: de frente, de perfil, detalles de sus ojos, sus
labios, sus manos…
―Pero, Pablo ¡Qué maravilla! ¿Qué es todo esto?
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MORIR ANTES DE NACER
―Cada dibujo, cada apunte, cada boceto, Carmen, es un deseo de haber querido estar
contigo. Te he echado tanto de menos. Han existido días, que he salido a la calle a
buscarte, sin saber siquiera en donde estabas. Me conformaba con sentir que por esos
paseos y esas calles, seguramente, conservarían las huellas de tus pisadas. Pero ya se
acabó. ¡Ya nunca nos separaremos!
―¡Amor mío! ―dijo la joven mientras se echaba nuevamente en sus brazos.
Una vez recuperado del encuentro, Pablo se dirigió a la cocina y comenzó a preparar
una ensalada condimentada al estilo parisino: zanahoria rayada, champignon fileteado,
pasas de uvas negras sin semilla, gajos de naranjas pelados y dátiles picados; la
aderezó con mayonesa de soja, jugo de naranja, aceite de sésamo, sal y pimienta.
―Hijo mío, no sabía que fueras tan buen gourmet ―dijo Carmen al ver aquella fuente
tan apetitosa―. Podrías dedicarte a la alta cocina.
―Tú eres mi inspiración, pequeña, hacía tiempo que no preparaba nada de esto ―y
siguió faenando en el menú.
―No me llames pequeña, ya he cumplido los veintiuno ―reivindicó su mayoría de
edad con voz mimosa y aniñada.
―Es cierto, no me había fijado, eres toda una mujer mayor ―contestó él con ironía―.
En realidad así haremos mejor pareja.
―¿Es que te importa nuestra diferencia de edad? ―añadió ella.
―¿Importarme? En absoluto. Al contrario. Yo no me siento culpable de que te hayas
enamorado de un hombre un poco mayor que tú.
―Un poco mayor, no. No seas presumido. Simplemente, mayor ―contestó la veinteñera desquitándose, con simpatía y cariño, del ataque de Pablo hacia su corta edad.
―Bueno, y qué. Sí. Soy mayor: ¿es que por cumplir un hombre ciertos años demás ya
tiene que renunciar al amor?; ¿es que ser mayor conlleva hablar, tan solo, de cosas de
mayores?; ¿no existen árboles milenarios que aún siguen dando brotes verdes tan
fértiles, o más que los plantados recientemente?; ¿es que ser mayor significa morir en
vida?...
Carmen, cambió radicalmente su rostro y comenzó a llorar.
―Perdóname cariño, perdóname ―dijo él al darse cuenta de la improcedencia de sus
últimas palabras. La abrazó y la arropó entre sus brazos.
―No pasa nada, Pablo, es que llevo unos días muy sensible a todo y más sabiendo que
te tengo a mi lado para siempre, aunque decir yo, precisamente yo, para siempre, me
resulta desafiar a Dios.
99
MORIR ANTES DE NACER
―Si Dios existiera, hubiera impedido tu sufrimiento ―dijo él mirándola fijamente a
los ojos y renunciando con rabia cualquier esperanza de fe.
―No hables así, mi amor, precisamente Dios es el único que sabe por qué esto me está
pasando a mí.
―¿Eres creyente Carmen?
―Sí. ¿Y tú?
―En estos momentos, si te digo la verdad, no lo sé.
―Pero Pablo, como dices eso, si he visto tu obra y ahí está la mano de Dios. Sabes de
sobra que el arte que tú posees es obra Divina. Tú eres un artista dotado con un don
sobrenatural, y eso, tan solo lo hace Dios ―afirmó ella mientras le acariciaba la cara―
¿En qué crees tú? ―añadió.
―No sé, siento que pertenecemos al espacio. Que somos parte del sistema planetario,
parte del universo; somos partículas vivas que estamos en este mundo seguramente
para cumplir una misión, sin saber cuál. No sé si seremos eslabones minúsculos que
formemos parte de un engranaje de esta potente máquina llamada “universo”.
―Pues esa máquina, esa maravillosa máquina, es Dios. ¿Es que no te das cuenta?
―dijo ella emocionada ante la conversación mantenida.
―Pero, si eso es así ―intervino él―, ¿qué puñetas es nuestra vida, o esto que le
llamamos vida? ¿Por qué nos matamos unos a otros? ¿Por qué existen tantas calamidades? ¿Por qué un niño muere a los pocos meses de nacer y otras personas mueren
a los noventa años degradadas físicamente? ¿Por qué mientras mejor vivimos, gracias
al progreso, más infelices somos? ¿Por qué habiendo tantas iglesias, tantos curas,
tantos religiosos y religiosas y tanto Vaticano, cada vez somos peores?...¿Por qué?...
―Pablo hizo una pausa, y cogiendo la cara Carmen, a media voz, y mirándole los
labios, continuó―. ...¿Por qué Dios, según tú, ha hecho que nos amemos tanto y…
Ella le tapó la boca para impedir que siguiera hablando así y mortificándose de la
manera que lo estaba haciendo. El silencio se hizo profundo. Ambos permanecieron
abrazados retando al destino incierto.
Pablo reaccionó del letargo melancólico en el que habían entrado y, dirigiéndose a la
mesa, cogió una botella de vino de Borgoña mientras decía:
―Chiquilla mía, este vino es de mi época de París; lo tenía guardado para una ocasión
especial, y creo que este es el momento; así que, bebamos ―vertió el caldo en las
copas y brindaron en un silencio que delataba todo.
A lo lejos, sonó el teléfono.
―¿Lo cojo?
100
MORIR ANTES DE NACER
―Sí, seguramente será tu tía Sandra para saber de ti.
―¿Dígame…? ─habló Carmen― ¿Dígame…? ¿Hola?
Nadie contestaba, aunque al otro extremo del hilo telefónico se sentía una respiración
profunda que en breces segundos se cortó.
―¿Quién era? ―se interesó Pablo.
―¡Qué raro! ―aclaró ella―, podría jurar que la persona que ha llamado, al oír mi
voz, no ha querido contestar.
―Se habrá equivocado ―concluyó él la conversación si darle más importancia a lo
ocurrido.
Siguieron en la mesa mostrador de la cocina preparando los últimos detalles de aquellos apetitosos platos. Paladeaban todo contemplándose mutuamente sus labios que al
moverse con clara seducción delataban deseos apasionados.
En un cierto momento, Pablo, no pudiendo contenerse más, cogió a Carmen por la
cintura y la tumbó en un amplio sofá que allí había, justamente, detrás de ellos. Él se
entregó al amor como si lo hubiera hecho por vez primera; Carmen, lo recibía, como lo
que realmente era: el primer hombre que le entregaba todo su amor y su cuerpo.
Sobraban las palabras. Todo cuanto allí sucedía, nada tenía que ver con la atracción
pura de la carne, existía algo más: la unión de dos almas aliadas en la esencia del
amor. Ella cerraba los ojos con agradecimiento a su amante de recibir tanto placer.
Pablo, tal y como le escribió en aquel poema dedicado en Laredo, “…faenaba en las
profundidades de aquella mar, procurando no dañarla…”
Unas suaves campanillas de reloj de pared, despertó a Carmen.
Abrió perezosamente sus ojos inundados de gozo.
Frente a ella, la figura de Pablo estaba estática, con la mirada clavada en aquella
criatura de Dios: la observaba en cada movimiento de sus manos, de sus hombros, de
sus pechos, de sus labios: aquella sonrisa fresca y sincera que se hacía imposible creer
que sus días estaban contados.
―¿Qué haces? ―preguntó ella aún adormilada e intentando que dejara de mirarla
como si fuera un bicho raro.
―¡Qué bonita eres, Carmen!... ¿Tienes hambre?
―¡Sí!, tu arrebato de pasión me dejó sin poder probar bocado ―contestó ella mientras
se incorporaba y sin dejar de frotarse los ojos.
101
MORIR ANTES DE NACER
Esta vez, Pablo, colocó en una lujosa bandeja unos cuantos canapés y lo sirvió a su
invitada en una mesa cerca del balcón que daba a los jardines del Botánico: la tarde
caía ya suavemente.
De nuevo sonó el teléfono.
Esta vez fue Pablo quien descolgó el auricular:
―Sí, dígame.
―¡Pablo! ―respondió una voz con acento extraño.
―¿Quién eres? ―insitió él con deseos de desvelar la identidad del misterioso personaje.
―Soy Juliette.
―¿Juliette? ¿Por qué me llamas? ¿Cómo ha sabido mi teléfono?... ―todo eran preguntas hechas por Pablo ante aquella sorpresa no deseada.
Carmen, que a lo lejos observaba, notó que el rostro de su amado palideció. Con
exquisita prudencia, desvió sus ojos hacia los árboles de la calle cuyas hojas casi
rozaban los cristales del balcón, pero, eso sí, sus oídos no perdían detalle de la intrigante conversación telefónica: Pablo contestaba con monosílabos y, en un cierto
momento, colgó.
Volvió al lado de Carmen con la mirada perdida y aún sin asumir lo sucedido.
―¿Quién era? ―dijo ella.
―Una persona que hace tiempo dejó de existir para mí.
―A veces, Pablo, qué hermético te muestra con tu pasado. No pareces el mismo. Con
lo comunicativo que eres para todo, lo extrovertido y lo transparente… Cuando intento
hablar de tu vida, es como si no quisieras recordar ―dijo ella recriminándolo.
―Perdona, en verdad, es cierto lo que dices, no quiero recordar ―asintió él.
―Pero cariño, igual que tú me dices, y me has dicho tantas veces, que quieres saber
todo de mí, yo también necesito y quiero saber todo de ti.
―Era Juliette ―dijo Pablo con voz apagada dispuesto a contarle todo.
Una vez habiéndole aclarado su antigua relación con la galerista en París, añadió:
―…Está en Madrid. Su amante, el marchante Grimont, un granuja de mucho cuidado,
al parecer la metió, sin ella saberlo, en un negocio sucio de arte, y ha tenido que salir
de París para evitar la cárcel. Lleva unos días en Madrid para hacerse cargo de una
galería que por mediación de una amistad se han interesado en ella: es una buena
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MORIR ANTES DE NACER
galerista; muy entendida, pero no sé que la movió a fiarse de ese individuo que le ha
buscado la ruina.
―¿Y tú deseas verla?
―Esa mujer salió hace tiempo de mi vida.
―Sí, pero por lo que me has contado, la amaste mucho.
―Yo, con la misma intensidad que amo, olvido ―sentenció Pablo delatando dolor en
su rostro por las sombras del pasado.
―Eso no me lo creo de ti ―afirmó ella sabiendo que aquel hombre que tenía delante
jamás sería capaz de olvidar a ninguna mujer que hubiera pasado por su vida, por
mucho daño que le hubieran hecho.
―Escúchame, Carmen, tú eres ahora, en estos momentos, la única persona que llena
mi vida; y eso es lo que importa. Hace tiempo aprendí a desprenderme de todo aquello
que me impedía volar…
El reloj sonaba, esta vez, anunciando las nueve de la noche. La joven, sorprendida de
cómo se había pasado el tiempo, se levantó precipitada.
―Pablo, me tengo que marchar. Es ya muy tarde.
―Te acompaño a tu casa. Cogeremos un taxi ―dispuso él mientras se dirigía al gabanero para coger los abrigos.
Sandra, aprovechando la tranquilidad de la noche, se sentó en su sillón favorito del
salón y comenzó a hojear una revista levantando de vez en cuando la mirada hacia el
reloj de pared preocupada por la tardanza de su sobrina.
Sonó el timbre: eran ellos.
―¡Qué sorpresa!, queridos.
―¡Hola, tía!
―Hola, Sandra. Perdona por la hora; hemos estado en mi casa y se nos ha pasado el
tiempo sin darnos cuenta ―se disculpó Pablo.
―No pasa nada, pero es que Carmelita no me dijo adonde iba y desde esta mañana no
he sabido nada de ella.
―Lo siento tía, pero sí se lo dije a Rosario para que te informara; al parecer se le ha
olvidado.
Sandra, que según el dicho: “…más sabe el diablo por viejo que por diablo”, advirtió
en el semblante de su sobrina, algo diferente, y, aprovechando su ausencia por haber
ido al dormitorio a dejar los abrigos, se acercó a Pablo hablándole a media voz:
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MORIR ANTES DE NACER
―Cuídamela. Solo te digo eso. Me imagino lo que ha pasado hoy entre vosotros.
Llevo muchos años al lado de ella y la conozco muy bien. Tú eres un hombre con
mucho mundo, y Carmelita es casi una niña. No la hagas sufrir más de lo que ya está
sufriendo.
Ante este aviso tajante e inesperado, Pablo no supo qué decir.
Carmen regresaba al salón para estar de nuevo con ellos.
―¿De qué habláis?
―De arte ―mintió Sandra para evitarle a su sobrina un posible disgusto; y volvió a su
sillón para continuar con la revista.
Él, disimuló también, dirigiéndose hacia un cuadro que colgaba, justamente, en la
pared que tenía enfrente.
―Estupenda pintura, ¿de quién es?
―Es mía ―contestó la joven― ¿Te gusta?
―No preguntes nunca, a nadie si gusta tu obra ―advirtió el maestro.
―¿Por qué?
―Pues porque la mayoría de la gente, por halagarte, te pueden decir que sí, aún no
siendo verdad; los más directos, pueden contestarte lo que realmente sienten, y existe
la posibilidad de un “no”; y el resto, los más indefinidos, pueden salir por esa frase
odiosa de, “… es muy mono”; y entonces es cuando tienes que romper el cuadro. Una
obra de arte no puede ser “mona”, y menos, “muy mona”; es como esas señoras mayores que, a sus amigas, para decirles qué mayores están, dicen eso de: “…qué bien te
conservas”. Una verdadera obra de arte es la que deja sin palabras al espectador.
―Bueno, de acuerdo, y gracias por la clase, pero dime, te gusta mi obra, sí, o no
―añadió Carmen con su frescor de juventud.
―Me parece estupenda, pero me gustaría ver algo más; aunque esto no es lo que
pintabas en Laredo
―Lo de Laredo era un simple apunte académico. ¡Ven!, y verás lo que es pintar ―siguió ella provocando a su amado a la vez que le cogía su mano para llevarlo al
pequeño taller situado, justo, al lado de su dormitorio―. ¡A ver que te parece!
El veterano pintor, al ver aquel despliegue de cuadros, no sabía por donde comenzar su
crítica pictórica, dominaba el estilo abstracto de factura muy agradable. Por un instante
se le vino a la memoria la imagen de Frida Kahlo: la temática de las telas que había
ante sus ojos delataban sin pudor el sufrimiento de una vida sentenciada por una
enfermedad incurable.
104
MORIR ANTES DE NACER
―¡Criatura de mi vida! ¿Qué cosas has pintado?
―Todo cuanto fui, y todo cuanto soy ―respondió ella.
―Pero esto es algo más que pintar: esto es hablar a través de la pintura ―añadió Pablo
emocionado― ¿Por qué me lo has ocultado?
―El que yo no le dé importancia a lo que hago, y no lo considere tan impor-tante
como para ir por ahí pregonándolo a voces, no quiere decir que lo oculte ―aclaró ella
con talante filosófico y sobrecogedora modestia.
―Carmen, esta obra ha de ser enseñada al mundo: es tan pura y fresca…
―Pero ¿qué dices? ―le interrumpió― si yo tan solo pinto porque me gusta, y sin más
pretensiones que disfrutar con ello, y además… con los días contados.
Pablo la abrazó sintiendo que el corazón se le partía.
―Escúchame pequeña, te voy a prepara una exposición. La gestionaré con alguna de
las galerías con las que trabajo.
―¡Pablo! ―respondió ella acercándose más a su cuerpo y haciendo que su mano
penetrara directamente sobre su piel―. Yo no soy nadie como para exhibir estas
locuras mías; no tengo trayectoria artística; nunca he enseñado nada…
―¡¡¡Chiss!!! ―la hizo callar poniendo la mano en sus labios―. No sigas. Lo voy a
hacer. Tu pintura vale más que muchas de esas que se cuelgan por ahí. Yo seré tu
representante y el comisario de la exposición…
―¿Y eso que es? ─interrumpió Carmen.
―Pues el comisario de una exposición, es el responsable de la muestra en cuanto al
montaje, divulgación y recepción de la misma.
―¡Qué importante voy a ser! ―dijo con un cierto tono aniñado―. ¡Vamos a
contárselo a mi tía…! ―y salió corriendo hacia el salón.
―!Tía!, ¡tía!...
―¡Calla chiquilla! A que viene tanto alboroto, y más con lo tarde que es ya ―alertó
Sandra ante el griterío de su sobrina― ¿Qué pasa?
―Pablo va a exponer mis cuadros en una galería.
La noticia, a primera vista, no le hizo mucha ilusión a Sandra, pues consideraba que su
sobrina podría estar recibiendo de su adorable amigo, más que un reconocimiento a su
talento artístico un trato de compasión por su enfermedad; aunque, por otra parte,
pensó, que todo cuanto la hiciera feliz, debería aprovecharlo en estos momentos que
aún se sentía con vida.
105
MORIR ANTES DE NACER
Pablo venía andando por el corredor poniéndose ya el abrigo.
Entró en la sala.
Las dos mujeres estaban abrazadas con ternura maternal.
―Gracias, Pablo por tu gesto ―agradeció Sandra clavándole su mirada como
queriendo hacerle recordar la advertencia antes recibida.
―Tu sobrina tiene un gran talento artístico, y sería injusto que esa obra que hay
almacenada ahí no pueda ser disfrutada por cuanto amamos el verdadero arte ―aclaró
el promotor mientras consultaba su reloj de muñeca― . Ya creo que es hora de
marcharme ―concluyó.
―¿No quieres quedarte a cenar con nosotras? ―invitó Carmen.
―No, gracias. Tengo aún cosas por hacer en el estudio y para mí la noche es una
aliada muy importante para la creación. Buenas noches.
Carmen lo acompañó hasta la puerta, en donde, agradecida por toda la felicidad que
estaba aportando a sus inciertos días de vida, lo besó con amor, pasión y deseo.
―Adiós, pequeña. Ya te llamaré.
―Adiós, amor mío ―se despidió ella agarrándole de las manos como queriendo que
no se marchara nunca más de su lado.
Amaneció un día luminoso. El sol brillaba con tanta intensidad que el azul del cielo se
hacía lucir más bello que nunca. La zona centro de Madrid, desde Sol hasta la Puerta
de Alcalá, estaba cortada al tráfico desde primera hora de la mañana: había anunciado
una manifestación sindicalista reivindicando mejoras salariales. Pablo lo supo a través
de la radio mientras desayunaba. Pensaba haber salido esa misma mañana para
gestionar la exposición de Carmen, pero viendo el despliegue policial que había por las
calles, los atascos de tráfico y más incomodidades para el peatón, optó por usar el
teléfono.
Comenzó llamando ordenadamente conforme a una lista confeccionada por él la noche
anterior. La mayoría de las Salas tenían cubierto todas las fechas del año en curso y
parte del siguiente; otras, a pesar de estar la artista avalada por Pablo Alvear Megía,
pero sabiendo que se trataba de una primera exposición, no se atrevían a poner en
juego su reputación, ya que tan solo trabajaban con artistas relevantes.
Casi a media mañana, y después de estar convenciendo a unos y a otros de su
representada, una galería, recientemente abierta en una de las calles principales del
Barrio de Salamanca, accedió a la muestra basándose en que uno de sus artistas les
había fallado para la segunda quincena del próximo mes, y esa fecha podría ser
cubierta por Carmen.
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MORIR ANTES DE NACER
Pablo enseguida la telefoneó para anunciarle la buena noticia:
―¿Dígame? ―contestaron al otro extremo de la línea.
―Rosario, buenos días ―saludó él reconociendo la inconfundible voz de su contertulia del Retiro―, soy Pablo Alvear. Por favor, querría hablar con la señorita Carmen.
―Buenos días, señor Pablo. En estos momentos está en la ducha. Ya le digo que le
llame cuando termine.
―Gracias, Rosario, pero, por favor, no se le olvide: es muy importante.
―No se preocupe señor Pablo, ahora mismo se lo diré.
―Gracias, Rosario.
―Usted lo pase bien, señor Pablo.
No hubo pasado más de un minuto, cuando sonó el teléfono.
Con aceleración lo cogió: estaba deseando darle la noticia a Carmen.
―¡Sí, cariño!...
―¡Vaya!, ¿Ahora soy tu cariño?...
―¡Juliette! ¿Qué quieres? ¿No ha quedado claro que no quiero saber nada de ti?
―Pablo, tengo que verte. Necesito que me ayudes. Me encuentro mal. Estoy sola. Los
días se me hacen eternos pensando en ti. Comencemos una vida nueva, tú y yo,
solos…
Por el auricular se oyó un soniquete de una llamada externa que alguien intentaba
conectarse en ese mismo momento. Él pensó que sería Carmen. Inmediatamente, y sin
dudar un solo segundo, concluyó con la conversación de su antigua marchante:
―Tengo una llamada― y colgó.
Casi al instante, descolgó de nuevo:
―¡Carmen!, cariño.
―¡Pablo! ¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?
―Nada. Es que he venido acelerado sabiendo que eras tú ―no le quiso hacer ningún
comentario de su anterior conversación con Juliette para
no disgustarla.
―Me ha dicho Rosario que me llamaste hace un rato y que era muy importante lo que
me tenías que decir.
―¡Sí!, cariño. ¡Ya tenemos galería! ―recobró él su talante dándole la noticia y como
queriendo olvidar lo ocurrido.
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MORIR ANTES DE NACER
―¡Qué me dices! ¡Qué ilusión! ¿Para cuándo?
―En unos días te haré famosa. Para dentro de tres semanas.
―¿Tres semanas? Pero ¿me dará tiempo de todos los preparativos?
―¡Sí! ¡No te preocupes! Mira, en diez minutos paso a recogerte y nos vamos a comer
por ahí para celebrarlo.
―De acuerdo Pablo, enseguida me visto. Un beso.
Para evitar el alboroto de la manifestación, decidieron coger el metro hasta Ópera y,
desde allí, pasear hacia la calle Bailén en donde se encontraba una recoleta taberna
andaluza muy recomendada.
La Plaza de Oriente, con el Palacio Real al fondo, era una panorámica digna de
contemplar y disfrutar. Y así la disfrutaban Pablo y Carmen en su bello paseo,
agarrados de la mano, con paso lento y dejándose llevar por la trayectoria que el sol
describía entre la arboleda. Carmen, sin saber por qué, se acordó de Juliette.
―¿Has sabido algo de tu francesita? ―se interesó ella con tono provocador y algo de
celos.
Pablo, que estaba en esos momentos intentando vislumbrar los Jardines de Sabatini,
giró la cabeza hacia ella con gesto de sorpresa.
―¿A qué viene esa pregunta?
―No sé. Pensaba en ella.
―Pues esta mañana me llamó un poco antes en que tú lo hicieras. Y le colgué para
atender la tuya.
―¿Por qué lo hiciste?
―¿A qué viene este interrogatorio? ―se defendió él como queriendo concluir con esta
conversación.
―Ya estás escurriéndote y evitando hablar de tu intrigante pasado ―insistió Carmen
con intención de saber algo más de la conversación mantenida.
―Mira, pequeña, si crees que ha habido algo que yo no quiera contarte, olvídalo, pues
no ha pasado nada. Fueron segundos. La encontré muy alterada, y le volví a decir que
lo nuestro ya se había acabado; en ese mismo momento sentí tu llamada y la colgué.
Eso fue todo.
Mientras conversaban, se iban adentrando por la calle Bailen a su paso por el Viaducto. Se extrañaron al ver gente agolpada en la barandilla y mirando hacia abajo,
hacia la calle Segovia.
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MORIR ANTES DE NACER
Preguntaron qué ocurría.
―Al parecer alguien que se ha suicidado tirándose desde aquí arriba ―aclararon
algunos a la vez que hacían conjeturas con lo sucedido.
Pablo y Carmen no quisieron estropear su agradable paseo con aquel dantesco suceso…y siguieron camino de la taberna recomendada.
…Allí, bajo el viaducto, en la calle Segovia, una ambulancia municipal intentaba
reanimar, sin éxito, el ya cadáver de una joven: era Juliette, que, al igual que su amigo
Jean, el amigo en común de Pablo, afectada por una fuerte depresión, encontró la única
salida a sus problemas: el suicidio.
Pablo jamás sabría del final trágico d e la infeliz galerista. En alguna ocasión, que
pensó que sería de ella, supuso que habría sido consecuente y que hubiera vuelto a su
país para afrontar sus errores cometidos.
Durante el almuerzo, Pablo y Carmen, prepararon los detalles de la exposición.
Los días transcurrieron en la pareja con absoluta felicidad: salían a pasear casi todas
las tardes; los fines de semana iban a la sierra; alguna que otra vez, viajaban a Toledo,
Segovia, Cuenca y otras ciudades cercanas a Madrid… Carmen se olvidó por completo
de su enfermedad.
Y llegó el día de la exposición. Pablo estaba tan nervioso que parecía que el debutante
era él. Desde muy temprano estuvo en la sala para ultimar los detalles. Los cuadros de
Carmen estaban colgados con perfecta armonía y ritmo cromático, para, así, presentarlos con arreglo al lema de la muestra: “Amar la vida”.
Eran ya casi las ocho de la tarde. Los primeros invitados comenzaron a llegar. La sala
iba cogiendo el ambiente deseado por su promotor. Pablo, sin embargo, se encontraba
preocupado: Carmen aún no había llegado. Al ver que el retraso de la artista no era
normal, llamó por teléfono a su casa.
Nadie lo cogía. Pensó que estarían de camino.
Pasado unos minutos, Alberto, el galerista, avisó a Pablo de tener una llamada, y le
pasó el inalámbrico.
―Pablo, soy Sandra…―se anunció con voz temblorosa al otro extremo del hilo
telefónico.
―¡Sandra!, y Carmen, ¿dónde está?
―Pablo… Carmen… momentos antes de ir hacia la galería, sufrió una fuerte recaída y
ha tenido que ser ingresada urgentemente. Yo te hablo desde el hospital. Ven lo antes
posible. Ella pregunta por ti constantemente.
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MORIR ANTES DE NACER
―Pero ella, como está ―insistió él fuera de sí.
―Pablo, por favor, ven enseguida.
Pablo, aturdido, y pensando que lo que le estaba pasando era tan solo un sueño, salió
corriendo hacia el centro hospitalario, que, aunque estaba cerca de la galería, prefirió
coger el primer taxi que encontró en el camino.
Sandra, que se encontraba en la antesala del hospital, lo vio venir a lo lejos. Se acercó
hacia él acortándole el camino y lo abrazó. No hubo palabras…tan solo lágrimas.
―¡Qué pasa Sandra! ¿Por qué me abrazas así? ¿Dónde está Carmen? ―interrogaba
sin querer pensar lo peor.
―Pablo, tienes que ser fuerte…Carmen no ha podido soportarlo esta vez… ―y sin
poder terminar el doloroso mensaje comenzó a llorar amargamente.
El cuerpo de Pablo Alvear Megía, nuevamente fue azotado por la vida: se quedó como
un guiñol sin manos que le diera vida; notó que el alma salía de su cuerpo; comenzó a
andar como un autómata hacia la habitación en donde ella descansaba ya para siempre,
su amada, su amor, su vida… Parecía dormir, su rostro radiaba luz, sus labios describían una suave sonrisa, su cara de virgen se hacía más patente. Depositó un tierno beso
sobre su frente y se despidió de ella desde el corazón: …«Adiós, amor mío».
Salió a la calle.
El cielo, que durante el día amenazaba lluvia, descargaba en ese mismo momento finas
gotas como queriendo rendir su condolencia a tan triste desenlace. Absorto e invadido
por la tristeza, Pablo caminaba sin rumbo fijo. El agua humedecía su ropa.
Estuvo andando durante un largo tiempo.
Al volver una de las esquinas, advirtió que se encontraba frente a la galería. Estaba ya
cerrada. Se acercó sumergido en un dolor intenso y, con gran esfuerzo, se atrevió a
contemplar la obra de Carmen débilmente iluminada por las luces de emergencias del
establecimiento.
No lo pudo resistir: su cuerpo cayó derrumbado sobre la acera y comenzó a llorar.
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MORIR ANTES DE NACER
17. Tiniebla
Abril se hacía notar por sus lluvias juguetonas de primavera. Pablo entró en una crisis
profunda: la imagen de Carmen la llevaba pegada a su sombra. No le ahogaron los
velos negros de la depresión por ser un creador: dominaba perfectamente su mente. De
no haber sido así, hubiera caído en un profundo abismo difícil de salir. Por unos
instantes recordó su atormentada vida de tiempos pasados: su niñez incomprendida; el
primer beso de Blanca; Laura, su primer gran amor de juventud; el amor furtivo con
María en Córdoba; la triste pérdida de su amigo Jean; la traición de Juliette; el
desengaño del mundo artístico; la impotencia ante los mecanismos del “sistema”…Y,
finalmente, Carmen.
El peso de tantos recuerdos hizo que se aislara en la soledad de su corazón. Pintaba sin
descanso. Su cerebro no cesaba de crear. Se entregó de cuerpo y alma a su pintura: su
amada, su amante, su perdición… su gloria. No se daba cuenta de estar desarrollando
las mejores obras de su vida profesional. Tan solo quería pintar y olvidar.
Se deshizo de todos los relojes existentes en el Estudio: orientaba su tiempo por la luz
del día, el silencio de la noche, el frío y el calor.
Abandonó todos sus compromisos sociales y profesionales. No quería saber de nada
que estuviera relacionado con la máquina vital construida por el “hombre”. Poco a
poco se estaba sumergiendo en las profundidades marinas de aguas oscuras. Allí se
encontraba bien: solo él y su alma de artista.
Cambió radicalmente su esquema de vida: no tenía horas fijas para comer, ni para
dormir… ni para pintar. Se reveló contra todo lo establecido. Su vida la controlaba
solamente él, aunque el pensamiento le traicionaba con el recuerdo de Carmen.
En la vecindad lo tenían por loco. «La locura es, al fin y al cabo, vivir la intensidad de
los sueño estando despierto», reflexionaba. Cayó en la extravagancia. Pero ¿qué es ser
extravagante? Pablo opinaba que el mundo era el que estaba lleno de extravagancias e
incongruencias: litigios familiares por defender cada uno sus intereses creados dejando
atrás el compromiso del “amor”; mecanismos políticos para mantenerse en el poder; la
iglesia manejada por el “hombre” poniendo como excusa lo “divino”; destrucción
globalizada de la verdadera Calidad de vida; hipocresía potenciada; buenos y malos
según quien manejara la vara medidora; castración colectiva de la personalidad;
cadenas impuestas; amores no encontrados…nacer, vivir, morir.
Y pasaron los meses. Y los árboles de nuevo perdían sus hojas: el invierno acechaba
con más crudeza que nunca. El estudio estaba al completo de telas pintadas con pasión,
con dolor… con el verdadero sentir del artista.
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MORIR ANTES DE NACER
Pablo, cada noche, disfrutaba de su museo personal: se pasaba horas tras horas queriendo descifrar y darle sentido a su propia creación. A veces amanecía y la paleta
seguía soportando los restregones de un pincel incansable y desesperado por conseguir
la explicación de la niebla confusa. Ignoraba estar trabajando en su última obra. La
tituló antes de comenzar su ejecución, como de costumbre. Con el pincel cargado de
negro humo escribió en la trasera del lienzo: “Las tinieblas del amor”.
La obra se quedó sin fechar. Era de gran formato. Su contenido era confuso: rojos,
azules y ocres se entremezclaban en el horizonte incierto del mar; extrañas gaviotas
jugaban en vuelo rasante de las aguas emergentes de un amplio cráter de un volcán en
erupción; tres mujeres, con tatuajes de dragones sobre sus cuerpos desnudos, flotaban
entre las olas con sus brazos alzados como queriendo alcanzar el sol; desde el interior
del volcán, en su parte más baja, surgía una potente llama describiendo la silueta de
una mujer…era el dulce rostro de Carmen.
La lluvia de la mañana había dejado olor a tierra mojada. Pablo se asomó a la ventana
y sintió que la vista se le nublaba. Retrocedió empujado por una fuerza incontrolada.
Se agarró al bastidor que reposaba sobre el caballete. Lo abrazó buscando la salvación,
pero cayeron juntos al suelo. Su cuerpo se incrustó en la tela formando parte de su
argumento.
Bernardo, el conserje del edificio, llevaba varios días sin oír ningún ruido en Estudio
del pintor. Cuando limpiaba las escaleras se acercaba silenciosamente a la puerta de la
vivienda atraído por la curiosidad del silencio. Tanto extrañó al empleado la quietud
allí existente que optó por entrar utilizando la copia de llave que cada vecino tenía
confiada en portería.
Una bocanada de aire frío invadió el rostro de Bernardo.
―¿Señor? ―Llamaba el conserje mientras avanzaba lentamente por el largo corredor.
―¿Don Pablo? ―Insistió.
Nada más alcanzar el arco que daba entrada al taller, sus ojos quedaron espantados al
ver aquel escenario desgarrador: el cuerpo del artista se encontraba tumbado en el
suelo y parcialmente cubierto por un lienzo de grandes dimensiones cuyas imágenes
femeninas, pintadas sobre su tela, lo abrazaban como queriéndolo proteger. El empleado pensó en un posible robo con violencia e inmediatamente fue a reanimarle, pero el
cuerpo estaba ya sin vida.
Se restableció del impacto y se dirigió al teléfono situado en la mesa escritorio y llamó
a la policía informando del hecho.
El inspector Flores, acompañado de otros agentes, se personaron rápidamente en el
domicilio. Se quedaron sorprendidos al presenciar la escena. Confirmaron, efectiva112
MORIR ANTES DE NACER
mente, el fallecimiento del pintor. El hecho tenía todos los indicios de haber sufrido un
paro cardiaco.
Llamaron a urgencia médica.
Con serenidad y cautela de no alterar el orden de los objetos que invadían el taller
comenzaron la búsqueda de algún otro posible móvil.
Flores, que además de ser policía era un gran aficionado al arte, movido por su
curiosidad, se introdujo en las habitaciones colindantes: caballetes, libros, carpetas y
telas enrolladas invadían el habitáculo. Su ojos se quedaron fijos en una repisa en
donde, mimosamente, y entre libros, había una caja de madera tallada. La abrió con
más intriga personal que profesional. En ella encontró un diario personal del artista.
Gracias a este hallazgo pudo encontrar respuestas a muchas preguntas que le venían a
la cabeza: allí estaba escrito, de puño y letra del finado, episodios de su vida personal y
profesional así como tremendas reflexiones tenidas en sus últimos días.
Inmediatamente se informó al Ministerio de Cultura el fallecimiento del ilustre pintor.
Al cabo de un mes, aproximadamente, una orden ministerial otorgaba al artista, a título
póstumo, la medalla de oro de las Bellas Artes, siendo reconocido como uno de los
grandes maestros de nuestro tiempo.
Sus obras sufrieron un alza desorbitada de cotización. Las salas de subastas de arte,
tanto nacionales como extranjeras, las sacaban a la luz en calidad de lotes estrellas. Las
galerías, que en vida del pintor tenían tantas dudas en comercializar su obra,
celebraban exposiciones acompañadas de catálogos de magnífica edición elogiando en
su presentación el talento creativo del artista.
…Pablo Alvear Megía tuvo la desdicha, o la suerte, de morir antes de nacer como uno
de los grandes maestros de la pintura.
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MORIR ANTES DE NACER
18. Luz
―¡Pablo!... ―le llamé.
Desde su profundo sueño del más allá abrió lentamente los ojos y miró hacia arriba
delatando mi presencia:
―¿Quién eres? ―preguntó.
―Soy el autor de esta obra, tu yo, quien ha hecho que escribiera sobre la vida, el amor
y la muerte; en sí, que escribiera sobre el camino que te ha tocado vivir…que nos ha
tocado vivir.
―Y eso, ¿a quién le puede importar? ―contestó.
―Pues, es verdad, tienes razón, pero ya está hecho. Quiero decirte que te han
reconocido como artista universal.
―¡Ya! Pero demasiado tarde ¿no crees? He perdido tantas energías y tanto tiempo
luchando por el amor, el reconocimiento y la felicidad del alma, que en verdad prefiero
dormir en el silencio de la paz y caminar por este túnel de luz blanca que me envuelve.
―Pablo, te deseo buena suerte en tu nueva andadura por esa otra vida ignorada… te
quiero.
―Gracias amigo mío… yo también te quiero.
Lalo Relinque, Madrid 1998
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