A lo largo de los siglos, cristianos sinceros usaron el recurso de la oración para nutrir su comunión con Dios y obtener de él orientación para la vida diaria. Pero, ¿cuál es el significado de la oración? ¿Cuál es su importancia? ¿Cómo orar? ¿Qué no es la oración? A veces es provechoso entender algo por lo que ese algo no es. Vamos a aplicar esa idea con la oración a fin de entenderla un poco mejor.[1] En primer lugar, la oración no es magia o una especie de palabra o gesto que garantiza el resultado que esperamos. Cuando reducimos la oración a una mera magia, trivializamos a Dios, creamos una imagen y concepto caricaturizado de Dios. Cuando Jesucristo nos enseñó que, si pedimos en su nombre, él atendería nuestro pedido (Juan 14:13), estaba hablando de algo mucho más profundo que solo fórmulas o recetas que, mágicamente conducen a un resultado. Él hablaba de su carácter como modelo y referencia para la oración eficaz. Además, la oración no es algo que depende de un comportamiento extra, mejor, o de una espiritualidad extra. No es algo que depende de nosotros. La Biblia es clara en afirmar que en la faz de la Tierra “no hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). Al contrario, la bondad de Dios depende exclusivamente de su gracia (Efesios 2:8). En tercer lugar, la oración no es algo que puede comprenderse con facilidad. De hecho, no podemos sistematizar, prever o condicionar el modo como Dios trabaja (Juan 3:8). Podemos hasta compartir con Dios nuestras expectativas en cuanto a nuestras oraciones, pero el modo como él responderá depende de su poder, su creatividad, su voluntad. Como dice Elena de White, “Para proveernos lo necesario, nuestro Padre celestial tiene mil maneras de las cuales nada sabemos. Los que aceptan el principio sencillo de hacer del servicio de Dios el asunto supremo, verán desvanecerse sus perplejidades y extenderse ante sus pies un camino despejado”.[2] Conversar con Dios El Dr. Bernard Lall alerta que muchas personas “consideran la oración como un proceso de una sola mano”.[3] Por esa comprensión, treinta segundos o un minuto de monólogo insulso es suficiente para comenzar o terminar el día. Al final, orar es solo dirigir la palabra al Creador del Universo. Nada puede ser más mentiroso que ese concepto de la oración como un proceso de una sola mano. En verdad, la oración es un proceso comunicativo de doble mano, descripto cabalmente por David: “de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Salmo 5:3). Podemos destacar dos aspectos de la expresión davídica con relación a la oración: le hablamos a Dios y él nos habla. Esa verdad fue también realzada por el profeta Jeremías: “Clama a mí, y yo te responderé” (33:3). De modo que la oración es una conversación con Dios, que requiere tiempo y disposición. Pero, ¿cómo oír la voz de Dios? Elena de White afirma: “Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. Si queremos ser salvos al fin, debemos aprender la lección de penitencia y humillación al pie de la cruz”.[4] ¿Cómo oír la voz de Dios? Para esta pregunta la respuesta es sencilla y directa: Necesitamos dedicar tiempo de calidad y cantidad a la oración; en ese proceso, nuestra disposición irá mejorando. Solo así tendremos condiciones de discernir la voz de Dios. ¿Qué conversar con Dios? En el proceso de iniciar una amistad con Dios, muchos cristianos enfrentan este dilema: “No logro orar durante mucho tiempo. Uno o dos minutos son suficientes; no tengo más tema que eso…” Creo que esta es la realidad de muchas personas. ¿Qué hacer? En el proceso de formación y cultivo del discipulado, la Biblia ocupa un lugar fundamental. Entonces, sugiero que además de tratar de asuntos particulares de la vida, la oración debería contener un diálogo basado en la Palabra de Dios. Y podemos hacerlo de diversas formas. Una es hacer preguntas a Dios, y permitir que el Espíritu Santo nos responda mediante la Escritura. Vamos a llevarlo a la práctica: después de leer el capítulo o los versículos elegidos para el culto personal, comience una conversación con Dios haciéndole preguntas: ¿Qué me quiere decir el Señor en este texto que terminé de leer? ¿Por qué el Señor me dice esto? ¿De qué modo la enseñanza de hoy se aplica a mi vida? ¿Cómo puedo practicar e incorporar a mi vida las enseñanzas que aprendí hoy en su Palabra? Las preguntas de arriba serán los elementos de nuestra conversación con Dios. Y las respuestas exigen reflexión y tiempo. Cuide para que las respuestas no sean meramente subjetivas, sino que estén fundamentadas en el texto leído, y “traducido” para nosotros por el mismo Espíritu Santo que lo reveló al escritor bíblico. Y recuerde que la oración es un proceso comunicativo de doble mano: le hablamos a Dios y él nos habla. No permitamos que la oración sea tan rápida y apresurada al punto de dejar a Dios, nuestro Creador, hablando solo, mientras nosotros le damos la espalda, porque no aprendimos a darle tiempo de calidad y cantidad. El ejemplo de Jesucristo Jesucristo es nuestro mayor y mejor ejemplo de una vida de oración. Podemos aprender muchas cosas con él como sus discípulos, pero quiero destacar solo tres aspectos de su vida de oración.[5] En primer lugar, Jesús oraba a Dios como su Padre, y usaba el término abba, mostrando que él se consideraba un hijo querido de Dios. Con eso aprendemos que necesitamos tener intimidad con Dios. Muchas oraciones no pasan de monólogos fríamente formales justamente porque no conocemos a nuestro Padre, no tenemos familiaridad con el Dios a quien hablamos. En segundo lugar aprendemos la dependencia humilde y la sumisión obediente de Jesús a su Padre. Lo podemos comprobar en textos como Mateo 26:53, Juan 18:11 y Lucas 22:42. La actitud de humilde sumisión y dependencia es fundamental para aceptar la voluntad de Dios, especialmente cuando sus respuestas a nuestras oraciones no son exactamente lo que esperábamos. En tercer lugar, Jesús nos enseña su conocimiento de la Palabra de Dios. Sea en el desierto de la tentación, en el diálogo con los fariseos o en la instrucción a sus discípulos, Jesucristo demostró pleno conocimiento de la Escritura, y ese conocimiento constituye la base de su relación con el Padre. No es posible orar con corrección y someterse a la voluntad de Dios, si no conocemos su Palabra. Las oraciones poderosas siempre están sustentadas por un claro conocimiento de la Biblia.