Subido por Ivan Galicia Isasmendi

shopenhauer arte

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Revista de Filosofía y Teoría Política, nº 42, 2011. ISSN 0328-6223
http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía
El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
El mundo como arte: una reflexión en
torno a la estética schopenhaueriana
Pablo Uriel Rodríguez *
Resumen
El arte, junto con la ética y la mística, constituye, dentro de la filosofía
de Schopenhauer, una de las posibles soluciones a la “miseria del mundo”. En
el presente trabajo realizaremos un recorrido por las principales tesis de la
estética schopenhaueriana desde una perspectiva metafísica. En primer lugar,
analizaremos los aspectos subjetivos del fenómeno artístico a fin de responder
a la pregunta por qué tipo de sujeto promueve el arte. En segundo término,
nos ocuparemos de los aspectos objetivos del arte y elaboraremos una caracterización de lo que nuestro autor denomina Idea. Por último, desarrollaremos
las consecuencias metafísicas del planteamiento estético de Schopenhauer.
Palabras clave
naturaleza, arte, voluntad.
Abstract
Art, along with ethics and mysticism, is in Shopenhauer’s philosophy
one of the possible solutions to the “misery of the world.” In this paper we will
attempt a brief discussion on the main theses in Schopenhauer’s aesthetics
from a metaphysical perspective. First, we will analyze the subjective aspects
of the artistic phenomenon in order to ascertain what kind of subject promotes
art. Secondly, we will deal with the objective aspects of art and develop a
characterization of what the author termed as Idea. Finally, we will delve into
the metaphysical implications of Schopenhauer’s aesthetics.
Key words
nature, art, will.
*
UBA - Universidad de Morón (Argentina). Dirección electrónica para consultas:
[email protected].
Revista ydeTeoría
Filosofía
y Teoría
Política,(2011),
42: 95-121
(2011), ©de
Departamento
de Filosofía,
Revista de Filosofía
Política,
42: 97-123
Departamento
Filosofía, FaHCE,
UNLP | 95
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Pablo Uriel Rodríguez
El principal prejuicio que debe enfrentar –y superar– toda lectura
de la estética de A. Schopenhauer1 es el de reducir dicha doctrina a la
mera culminación de la teoría de la representación esbozada en el Libro
I de El mundo como voluntad y representación (MVR). El origen de este
prejuicio, curiosamente, se encuentra en la más célebre obra del filósofo
alemán. En primer lugar, el Libro III –que se titula El mundo como representación– lleva como subtítulo La representación independientemente
del principio de razón. La Idea platónica: El objeto del arte (Schopenhauer,
2005a, p. 221). En segundo lugar, como acertadamente expresa A.
Rábade Obradó, es la misma estructura de la obra la que permite tal
suposición puesto que “cada uno de esos cuatro libros aparece como la
consideración específica de uno de los dos términos de la afirmación
básica schopenhaueriana: la representación –gnoseología y estética– y
la Voluntad –metafísica y ética–” (Rábade Obradó, 1995, p. 6).
Lo dicho no agota la cuestión. Existe, a nuestro entender, una
causa aún más profunda que da cuenta del hecho de que los intérpretes
de la filosofía del arte schopenhaueriana tropiecen continuamente con la
dificultad ya señalada. Este motivo ha sido expuesto, con suma precisión,
por G. Simmel: “Schopenhauer es un escritor completamente claro. Su
manera de pensar y su estilo hacen imposible que surja una ‘interpretación original’ de su doctrina para reformar la tenida hasta aquí por
1
A los fines de convalidar nuestra afirmación remitimos a los siguientes ejemplos. J.
M. Marín Torres señala que: “La actualidad de la estética schopenhaueriana, más que
en sus proposiciones concretas, reside en la máxima general que la anima, a saber: su
fe en el arte como poderosa vía de conocimiento” (1990, p.238). P. Gardiner, por su
parte, apunta lo siguiente en relación con la estética Schopenhaueriana: “…consideró
al arte como esencialmente cognoscitivo. La creencia de que las obras artísticas tienen
una función o valor puramente ‘emotivo’, o de que si se ha de valorarlas solamente
puede hacerse basándose en que sirven para estimular o evocar ciertos sentimientos
agradables o placenteros en los que las contemplan, era algo completamente extraño a
su pensamiento sobre el tema. Arte, ante todo, es una forma de conocimiento” ( 1975,
p.285). En la misma línea interpretativa encontramos a S. Silveira Laguna, quien indica
que “el tema de la estética estará unido al tema del análisis del conocimiento, porque
el conocimiento del mundo por el arte, y la valoración estética de la realidad, cobran
su sentido en ese análisis Schopenhaueriano de los límites del conocimiento sometido
al principio de razón, adecuado al mundo como representación”(1999, p.125,). Por
último cabe mencionar a R. Avila-Crespo, quien señala que Schopenhauer concibe el
arte como el único medio de transmisión de aquella verdad contenida en la intuición
que permanece ausente en el concepto (1984, p.155,).
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
válida” (Simmel, 1944, p. 7). Es, en términos un poco más paradójicos,
el carácter “comprensible” de la doctrina schopenhaueriana –producto
de una invalorable transparencia expositiva– lo que condena al filósofo
alemán a una comprensión parcial y sesgada de su estética y, por tanto,
en algún sentido, esto supone una “incomprensión”.
Con todo, la clave de acceso a una comprensión global de la
metafísica de lo bello –tal es el nombre con el cual nuestro autor denomina
sus reflexiones en torno al fenómeno artístico2–, libre del prejuicio anteriormente mencionado, se encuentra también en MVR, específicamente
en el prólogo a la primera edición del año 1819. Allí, nuestro autor
advierte a sus lectores que su filosofía es al mismo tiempo una gnoseología, una metafísica, una estética y una ética.3 Los cuatro libros que
componen la obra, que por su parte se corresponden correlativamente
con las disciplinas mencionadas son, en definitiva, diversas perspectivas
de un mismo pensamiento; en este sentido, la relación que las disciplinas
guardan entre sí es orgánica: la parte sostiene al todo al tiempo que el todo
sostiene a la parte (Schopenhauer, 2005a, pp. 31-32). De esto se siguen
dos importantes consecuencias que revisten un especial interés para
nuestro trabajo. Primero, la necesidad de enfatizar no sólo los aspectos
gnoseológicos, sino también los elementos éticos y metafísicos de la
estética schopenhaueriana. Segundo, y en conexión con lo anterior, la
convicción de que la filosofía del arte contenida en el Libro III, por
exceder el registro estrictamente gnoseológico, constituye una profunda
y completa exhibición de la visión del mundo desarrollada por el filósofo alemán. Se trata, por lo tanto, de señalar que, como intentaremos
demostrar a lo largo de estas páginas, una lectura atenta que responda a
las entrelíneas de la reflexión que Schopenhauer dedica al arte, termina
por hacer visibles ciertos aspectos del núcleo principal de su pensamien2
3
“El título universalmente reconocido de Metafísica de lo bello se aplica específicamente
a la doctrina de la representación, en tanto ésta no se encuentra sometida al principio
de razón suficiente y es independiente de él; es decir, se refiere a la aprehensión de
las ideas [Ideen], las cuales constituyen precisamente el objeto del arte (el resaltado es
del original).” (Schopenhauer, 2004 , p. 81).
“Según los distintos aspectos desde los que se examine aquel único pensamiento que
se va a exponer, éste se mostrará como aquello que se ha denominado metafísica, ética
o estética…”. (Schopenhauer, 2005a, p. 31).
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to que, sin la luz aportada por la estética, permanecerían ocultos. Una
interpretación filosófica de la estética schopenhaueriana supone, como
pedía Simmel, una reelaboración de la filosofía de Schopenhauer.
En el primer punto de nuestro trabajo, nos ocuparemos del
papel que juega el sujeto individual dentro de la experiencia estética.
A continuación, en el segundo punto, centraremos la atención en la
noción de Idea e intentaremos pensar si el arte goza de cierta autonomía
dentro del sistema schopenhaueriano. Por último, en el tercer punto, y
a modo de conclusión, nuestra intención será poner al descubierto las
implicancias metafísicas de la estética schopenhaueriana.
I. Liberación del entendimiento y conciencia estética
Uno de los rasgos más sugestivos de la estética schopenhaueriana
–un rasgo que, por otra parte, vincula epocalmente a Schopenhauer con
algunas importantes figuras del idealismo alemán– es la consideración
del arte como el medio más adecuado para el conocimiento del mundo:
El contenido u objeto del arte [anota Schopenhauer en sus Lecciones...]
es aquello que permanece ajeno a, y es independiente de toda relación;
lo propiamente esencial del mundo; el verdadero contenido de todos
los fenómenos; aquello que no está sometido a cambio alguno y que es
conocido de una vez por todas con una verdad única; en una palabra:
las ideas, que son la inmediata y adecuada objetivación de la cosa en
sí. (Schopenhauer, 2004, p. 118, resaltado en el original).
El conocimiento cotidiano-intuitivo, para Schopenhauer, resulta ser un mecanismo al servicio de la conservación de la voluntad
individual.4 Tal afirmación, según C. Rosset, convierte a Schopenhauer
en “el primero de los filósofos genealogistas” (Rosset, 2005, p. 76).5 El
conocimiento ya no puede explicarse a partir de sí mismo, sino que debe
buscar su origen y su finalidad por fuera de sí. La intuición genealógica
pone de manifiesto los límites infranqueables del conocimiento. Podría
4
5
Cfr. Schopenhauer, 2005a, p. 129.
En rigor de verdad, Rosset considera a Schopenhauer un genealogista fallido puesto que
“la desmitificación de la conciencia, empresa esencial de la filosofía genealógica, está
ausente en Schopenhauer, quizá porque el papel de la conciencia no ha sido analizado,
sino abolido, absorbido en la influencia unívoca de la voluntad”. (Rosset, 2005, p. 83).
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
decirse, en sentido figurado, que los fines de la voluntad individual
operan como una suerte de formas a priori del entendimiento; de lo
cual derivamos dos restricciones fundamentales: en primer lugar, el que
sólo conozcamos aquellos objetos que revisten algún tipo de interés
para nuestra voluntad y, en segundo lugar, que de ellos conozcamos
exclusivamente los aspectos que repercuten de modo más inmediato
en este interés.6
El conocimiento científico-racional y el conocimiento cotidiano-intuitivo no difieren en cuanto a su subordinación a la voluntad. Si
atendemos a los fines del conocimiento científico, el predominio de la
voluntad se revela inmediatamente. En el §12 de MVR, Schopenhauer
indica que “el conocimiento intuitivo no vale nunca más que del caso
particular, llega solamente a lo más cercano y se queda ahí, ya que la
sensibilidad y el entendimiento sólo pueden captar un objeto a la vez”
(Schopenhauer, 2005a, p. 103). Frente a ello, el valor de los conceptos
estriba en que éstos, al permitirnos hacer referencia a una multitud de
casos particulares, agilizan el proceso cognoscitivo. Ahora bien, la restricción de la intuición al presente le impide a ésta constituirse como base
sobre la cual fundamentar una acción que se despliega en el tiempo. En
estos casos, para el filósofo alemán, “es necesario que aquí comparezca
la razón, que sustituya las intuiciones por conceptos abstractos y tome
éstos como pauta de acción; y si son correctos se logrará el resultado”
(Schopenhauer, 2005a, p. 103). De modo que, el valor del concepto es
eminentemente instrumental (Rábade Obradó, 1995, p. 159); sin embargo, cabe destacar que el carácter instrumental de la ciencia, es decir
la subordinación del entendimiento a la voluntad, ya era patente en el
origen mismo de los conceptos. El concepto surge a partir de un proceso
de abstracción cuya materia prima está constituida por las múltiples
representaciones intuitivas adquiridas por un individuo. Aquello que
la razón abstrae de las múltiples intuiciones y que entra en juego en la
composición de un concepto es, precisamente, aquellas notas que revisten
6
Cfr. “De toda esta consideración objetiva del conocer se sigue que éste, de acuerdo con
su índole propia, con su tendencia eminentemente práctica y, en suma, con los fines que
la naturaleza le impone, no puede pretender aprehender, en ningún caso, la verdadera
esencia, el ser ‘en sí’ de las cosas y de la realidad”. (Rábade Obradó, 1995, p. 227).
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mayor utilidad a la voluntad; por el contrario, los elementos que quedan
por fuera del concepto son los que permanecen ajenos a los intereses de
la voluntad: a comparación de las intuiciones los conceptos son, desde
ya, más dóciles a la voluntad.
La cuestión es absolutamente diferente en el caso del arte.
Hacia el final del Libro II de MVR, en el §27, y luego de afirmar que
el entendimiento está al servicio de la voluntad, Schopenhauer señala
una salvedad: se da el caso de que “en algunos hombres particulares el
conocimiento es capaz de substraerse a esa servidumbre, arrojar su yugo
y, libre de todos los fines del querer, subsistir por sí mismo como un claro
espejo del mundo: de ahí nace el arte…” (Schopenhauer, 2005a, p. 207).
El conocimiento a través del arte, de este modo, queda contrapuesto
tanto al conocimiento cotidiano como al conocimiento científico en dos
aspectos fundamentales: el objeto y el sujeto del conocimiento.
En cuanto al objeto –del cual nos ocuparemos en el próximo
punto con mayor profundidad–, el arte ya no atiende ni a las cosas particulares ni a los conceptos, sino que vuelca su mirada sobre las Ideas.
La Idea que “se ha despojado únicamente de las formas subordinadas
del fenómeno que concebimos juntas bajo el principio de razón” resulta
ser (Schopenhauer, 2005a, p. 229, §32), en comparación con los objetos
particulares, una objetivación más adecuada de la voluntad y, por tanto, su
conocimiento es el conocimiento más puro y claro de la esencia última
del mundo.
La aparición de la Idea en el registro objetivo comporta el surgimiento de un nuevo tipo de subjetividad:
El tránsito posible –afirma Schopenhauer– pero excepcional desde
el conocimiento común de las cosas individuales al conocimiento
de las ideas se produce repentinamente, cuando el conocimiento se
desprende de la servidumbre de la voluntad y del sujeto deja así de ser
un mero individuo y se convierte en un puro y desinteresado sujeto
del conocimiento, el cual no se ocupa ya de las relaciones conforme
al principio de razón, sino que descansa en la fija contemplación del
objeto que se le ofrece, fuera de su conexión con cualquier otro, quedando absorbido por ella. (Schopenhauer, 2005a, p. 232).
La subjetividad que nace con el arte es aquella en la cual se
ha logrado acallar la voz todopoderosa de la voluntad. Sin embargo,
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
la importancia de esta nueva subjetividad no radica en su valor cognoscitivo sino en su valor existencial. El conocimiento de la Idea como
conocimiento del mundo carece por completo de utilidad, puesto que
para Schopenhauer el conocimiento más útil para la vida del individuo
es aquel que, justamente, tiene como guía la utilidad. Sin embargo, el
conocimiento de la Idea, al clausurar la relación utilitaria entre el sujeto
y el objeto -es decir, entre el hombre y las cosas-, proporciona un bienestar existencial que, a los ojos del filósofo alemán, supera cualquier tipo
de comodidad mundana. El placer estético –la satisfacción de la nueva
subjetividad ante el silencio de la voluntad– es, en palabras de Rosset, “el
goce de no sentirse ya afectado por los propios afectos” (2005, p. 137).7
La conciencia estética supone, como hemos visto, la transformación
del sujeto individual en el sujeto puro del conocimiento, “el ojo cósmico
que mira lo que todo ser cognoscente ve” (Schopenhauer, 2004, p. 152).
Este sujeto puro, como afirma Rábade Obradó, representa al sujeto
en su mero “papel” cognoscitivo con independencia de toda eventual
particularización (1995, p. 101). Se trata, desde una cierta perspectiva,
de la superación de la individualidad y, desde otra perspectiva, de que el
entendimiento alcance a desligarse de la voluntad. El problema aparece
en el preciso instante en el que intentamos pensar este “deslinde”.
Si, por una parte, el aporte principal de la teoría del conocimiento de Schopenhauer “es la idea de una subordinación de todas las
funciones de la representación a las funciones de la voluntad” (Rosset,
2005, p. 125), el desarrollo de su metafísica de la voluntad nos determina, aun cuando el mismo Schopenhauer parecería ignorarlo, a una
interpretación concisa y radical de esta idea genealógica: si la voluntad
es el fondo oculto y misterioso de todas las cosas –“el substratum de
cualquier realidad física, orgánica y humana” (Rosset, 2005, p. 125)– ya
no podemos pensar que la voluntad domina al entendimiento, sino más
bien que el entendimiento es voluntad. Pero entonces ¿cómo es posible
7
“Las cosas aparecen ante la conciencia como simples representaciones, y no como motivos; esta clase de conocimiento, esta purificación de la conciencia de toda referencia
a la voluntad, se presenta necesariamente desde el momento en que se considera algo
estéticamente; es entonces cuando esa tranquilidad, que buscamos siempre por el
camino del querer, y por eso mismo siempre se nos escapa, se presenta por sí misma
y de una vez por todas”. (Schopenhauer, 2004, p. 149).
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que el entendimiento se substraiga de la voluntad? La única respuesta
consecuente a este interrogante es que, en definitiva, tal acontecimiento
es posible sólo en la medida en que aquello que se desliga de la voluntad
es la Voluntad en sí.
El sujeto de la conciencia estética no es otro más que la Voluntad
en sí. Lo que en la experiencia estética queda en silencio es la voluntad
individual: de ella -y no de toda voluntad- se desprende la inteligencia.
De este modo, en la esfera del arte se da una singular “negación”8 de la
voluntad individual a manos de la misma Voluntad en sí.9 ¿Cómo es
posible la aparición de este sujeto puro de conocimiento y el desvanecimiento del sujeto individual? En el capítulo 30 de los complementos
del Libro III, Schopenhauer aclara este punto: “El cambio que para él
[para la aparición del sujeto puro] se precisa en el sujeto, precisamente
por consistir en la eliminación de todo querer, no puede proceder de
la voluntad, así que no puede ser un acto voluntario, es decir, depender
de nuestro arbitrio” (2005b, p. 413). Desde el punto de vista del sujeto
particular, se trataría de un acto de renuncia a sí mismo (Schopenhauer,
2005b); no obstante, tal accionar de la voluntad individual resulta inconcebible: siendo la voluntad, en todas sus manifestaciones, voluntad
de vivir “el hecho –señala M. Cacciari– de que la voluntad, en tanto tal,
pueda querer su propia negación, que sea posible querer el no-querer,
constituye una paradoja absoluta” (2000, p. 124). Quien sí quiere la
anulación de la voluntad individual es la Voluntad en sí y la quiere en la
medida en que la desaparición de la voluntad individual es la condición
de posibilidad para su propia aparición. Todo lo dicho hasta aquí nos
obliga a plantear un interrogante fundamental: ¿qué papel juega el sujeto
individual en la experiencia estética?
Para responder esta cuestión es necesario centrar la atención
en uno de los caracteres más esenciales de la experiencia artística:
8
9
Esto último es absolutamente comprensible si recordamos que Schopenhauer concibe al arte como la primera de tres etapas que tienen como fin la negación radical
de la Voluntad.
En este sentido Rosset señala que esta concepción “no deja de influir en Nietzsche,
en tanto que la idea Schopenhaueriana de una voluntad vuelta contra sí misma, empleada en la contemplación, prefigura los análisis del resentimiento y del nihilismo”.
(Rosset, 2005, p. 150).
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su limitación temporal. “El estado del puro sujeto del conocer –nos
recuerda Rábade Obradó– es, por último, una condición exclusivamente temporaria” (1995, p. 187). Tal estado perdura justo hasta
que “se presenta de nuevo a la conciencia cualquier relación de aquel
objeto puramente intuido con nuestra voluntad” (Schopenhauer,
2005a, p. 252, § 38). La experiencia estética, afirma Schopenhauer
al final del Libro III, nos redime provisionalmente de la voluntad
individual (2005a, p. 252, § 52). Curiosa afirmación que parecería
auto-refutarse: si al liberarse el individuo de su propia voluntad, se
libera de su individualidad, esta última deja de existir y, por tanto,
ya no puede ser conciente de esta liberación y de los beneficios que
ella acarrea. No obstante, Schopenhauer afirma que el placer estético
es, precisamente, la satisfacción que nos adviene al tomar conciencia de la pérdida de nuestra individualidad. Con ello se afirma, de
alguna manera, que la individualidad persiste tras la pérdida de la
individualidad. Deberemos, por tanto, abandonar la idea de una
aniquilación”de la voluntad individual y comenzar a hablar de un
ocultamiento de la misma.
¿Qué explicación dar a esta persistencia? Ensayaremos una
respuesta tentativa. Tras describir la condición del puro sujeto del
conocimiento, Schopenhauer se interroga: “¿quién tiene la fuerza de
mantenerse largo tiempo en ella?” (2005a, p. 252, § 38). Claramente,
para poder vivir en el mundo es necesario comportarse como un viviente
del mundo. La existencia del individuo sólo está garantizada si éste se
maneja atendiendo a las necesidades que su vida en el mundo le impone.
La experiencia estética es un recreo, como señala R. Safranski, nos ofrece
la posibilidad de ver al mundo y comportarnos ante él “como si” se lo hubiese
abandonado (1998, p. 326).
Sin embargo, la misma experiencia estética es, si se quiere, un
nuevo motivo para abandonar el éxtasis contemplativo en el cual nos
sumerge el fenómeno artístico (es decir, para recaer desde el sujeto puro
del conocimiento al sujeto individual). El sujeto puro del conocimiento
no es ninguna sustancia; se trata tan solo de un determinado estado de
la subjetividad. Pero ¿la de quién? La del sujeto individual. Sujeto puro
del conocimiento y sujeto individual guardan entre sí la relación de
sujeto trascendental y sujeto empírico. El sujeto individual es el soporte
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material del sujeto puro del conocimiento;10 por lo tanto, la aparición
del sujeto puro está atada a una doble condición: en primer lugar, el
ocultamiento del sujeto individual y, en segundo lugar, la existencia de
este mismo sujeto. Desde otra perspectiva, es necesario señalar que la
conciencia ordinaria, asegura la existencia del sujeto individual, mas con
ello también garantiza una de las condiciones de aparición del sujeto
puro. De este modo, en última instancia, la conciencia ordinaria posibilita
la conciencia estética. Pero si la conciencia estética sólo es posible en la
medida en que siga existiendo el sostén fáctico del sujeto puro, ella será,
indefectiblemente, transitoria: una conciencia estética permanente, tal
y como la ha caracterizado Schopenhauer, haría imposible la vida y, con
ello, haría igualmente imposible la experiencia estética.
II. La Idea y la belleza de la obra de arte
Hasta el momento sólo consideramos el aspecto subjetivo de la
experiencia artística a través de un análisis del sujeto estético, es decir,
del sujeto puro de conocimiento. A este sujeto le corresponde un objeto
determinado del cual deberemos ocuparnos. Schopenhauer toma de
Platón el término Idea para designar al correlato objetivo del sujeto puro
del conocimiento. Para comprender el empleo de esta terminología, es
necesario tener en cuenta el peculiar modo en que nuestro autor interpreta y combina la metafísica platónica y el criticismo kantiano en
función de su propia ontología.
Schopenhauer pretendía permanecer fiel a Kant en la distinción
que éste había trazado entre cosa en sí y fenómeno. En el sistema schopenhaueriano, estos términos se identifican correlativamente con la Voluntad
y sus manifestaciones particulares. Sin embargo, Schopenhauer se aparta
del criticismo kantiano en un punto fundamental: la valoración de la
realidad fenoménica. En la segunda edición de la Crítica de la Razón
10
“En primer lugar, con toda la anterioridad lógica que haya de concederse al puro sujeto
cognoscente como tal, éste aparece sólo, de hecho, como un ‘estado’ que el individuo
puede alcanzar: únicamente desde el sujeto empírico individual se puede llegar a la
condición de puro sujeto del conocer. Es cierto que, para alcanzar este estado, el individuo cognoscente tiene que ‘renunciar’, precisamente, a los caracteres propios de su
individualidad; pero el puro sujeto del conocer sostiene su existencia necesariamente
en un individuo y, de este modo, es el individuo quien, si bien bajo una nueva forma,
sigue conociendo, en el fondo, en todo momento”. (Rábade Obradó , 1995, p. 187).
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Pura Kant se había cuidado de esta posible consecuencia. Sobre el final
de la “Estética Trascendental” señala lo siguiente:
Si digo: en el espacio y en el tiempo, la intuición, tanto de los objetos
externos, como también la auto-intuición de la mente, los representa
a cada uno [de estos objetos] tal como [él] afecta nuestros sentidos,
es decir, como aparece, eso no quiere decir que esos objetos sean una
mera apariencia ilusoria. Pues en el fenómeno, los objetos, e incluso
las maneras de ser que les atribuimos, son considerados siempre como
algo efectivamente dado; sólo que en la medida en que esta manera
de ser depende solamente de la especie de intuición del sujeto en la
relación que con él tiene el objeto dado, ese objeto, como fenómeno,
se diferencia de él mismo como objeto en sí… Sería culpa mía si, de
aquello que yo debía contar entre los fenómenos, hiciera una mera
apariencia ilusoria. (B 70, en trad. 2007, pp. 118-119).
En conclusión, para Kant la distinción entre cosa en sí y fenóme
no no nos habilita, en modo alguno, para equiparar a este último con
una ilusión. Para Kant, como señala Safranski: “el hecho de que estemos
ineludiblemente circunscritos a un mundo ‘fenomenal’ no es en absoluto el sello distintivo de una vida falsa”; no obstante, el mismo hecho
significa para Schopenhauer “que estamos uncidos a una vida inmersa
en el engaño cotidiano y por lo tanto falsa.” (1998, p. 276).
Con todo, Schopenhauer estaba convencido de que Kant
ya apuntaba en esta dirección: testimonio de esto es la similitud
que encuentra entre el pensamiento del autor de las tres Críticas y
el de Platón.
Uno de los aspectos del pensamiento del filósofo griego que
más entusiasma a Schopenhauer es la condena del mundo sensible. En
el §31 del Libro III, el filósofo alemán nos recuerda que para Platón
“las cosas de este mundo que nuestros sentidos perciben no tienen un
verdadero ser; siempre devienen, pero nunca son” (Schopenhauer, 2005a,
p. 225). En este punto, la doctrina platónica, conforme a la interpretación schopenhaueriana, se identifica con la filosofía kantiana: “ambas
interpretan el mundo visible como un fenómeno que en sí es nulo…”
(Schopenhauer , 2005a, p. 226, §31). No obstante, el gran mérito de
Platón, frente a Kant, consiste en que, si bien sitúa al hombre en la
“caverna”, concibe para éste la posibilidad de una “liberación”. Platón
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le abre a Schopenhauer ese conocimiento transfenoménico que Kant, al
parecer, había clausurado (Safranski, 1998, p.169).
Recordemos aquí que Schopenhauer identifica a la cosa en sí
kantiana con la Voluntad. Ésta “debe estar libre de todas las formas
dependientes del conocimiento en cuanto tal” (Schopenhauer, 2005a,
p. 229, §32); por lo tanto, ella no puede ser, en modo alguno, el objeto
del conocimiento transfenoménico. Pero tampoco pueden serlo las cosas
individuales, puesto que ellas “se nos revelan bajo la forma del principio
de razón” (Schopenhauer, 2005a, p. 229, §32); es decir, están sujetas a
tiempo, espacio y causalidad: formas a priori de la experiencia sensible.
Ahora bien, ¿cuál es, entonces, el objeto de este conocimiento “transfenoménico” que rebasa los límites del mundo sensible?
La concepción del mundo que hasta aquí se ha expuesto –anota
Simmel, comentando este pasaje del pensamiento schopenhaueriano– contenía dos elementos: La unidad metafísica de la voluntad, lo
absoluto del ser, por una parte, y por la otra los fenómenos singulares,
determinados según las formas de nuestra conciencia, y que aparecen
en mutua relación por el tiempo, el espacio y la cualidad. Pero dentro
de esta oposición fundamental falta espacio para un hecho: el hecho
de que aquellas manifestaciones singulares forman grupos con un
contenido esencialmente idéntico, de tal manera que para comprenderlas intelectualmente es preciso reunirlas, y que en su individualidad
aparecen más profunda y menos arbitrariamente como ejemplos de
aquellas ‘ideas’. (Simmel, 1944, pp. 127-128).
Con las Ideas -y aquí fijamos un punto fundamental sobre el
cual volveremos más adelante-, permanecemos aún al nivel del mundo como
representación (Rábade Obradó, 1995, p. 99):11 ellas “han conservado la
forma primera y más universal, que caracteriza a la representación en
general: la de ser objeto para un sujeto” (Schopenhauer, 2004, p. 96).
Despojadas de las formas secundarias de la representación, las Ideas son las
representaciones más puras; “por eso –señala Schopenhauer– también
ella es única posible objetividad adecuada a la voluntad o cosa en sí”
(2005a, p. 145, §145). Lo representado por las Ideas es siempre lo mismo:
la Voluntad o cosa en sí. En el §30 de MVR Schopenhauer nos señala
11
Para Rosset (2005, p. 141), la Idea “constituye una especie de ‘grado cero’ de la representación”.
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
que “tal objetivación de la voluntad tiene grados múltiples” (2005a, p.
223), y que cada uno de ellos es una Idea particular.12 Arribamos, de
este modo, a una “caracterización” de las Ideas. Ellas son “cada grado
determinado y fijo de objetivación de la voluntad en la medida que es
cosa en sí y, por tanto, ajena a la pluralidad; grados estos que son a las
cosas individuales como sus formas eternas o modelos” (Schopenhauer,
2005a, p. 183, §25).
Resulta claro que, con la anterior definición, nos acercamos a la
descripción que Platón nos brinda de las Ideas. En el Fedón –uno de los
primeros diálogos en los cuales se expone la teoría platónica madura–
las Ideas son definidas formalmente como “las cosas que son siempre
del mismo modo” (trad. en 2000, p.67, 78c). A continuación, el filósofo
ateniense señala que, el rasgo específico de la Idea –aquello que le vale
un mayor peso ontológico en comparación con las cosas particulares– es
el hecho de que ella permanezca siempre idéntica a sí misma en lo que
respecta a su forma o aspecto (trad. en 2000, 78d).
En el caso de Schopenhauer, las Ideas también designan formas
esenciales. Tenemos Ideas de las cuales se derivan fenómenos naturales,
tipos minerales, especies vegetales, especies animales, etc. No obstante,
el que la Idea represente una forma determinada es, por decirlo de algún
modo, una cuestión secundaria o derivada. Las Ideas, como acertadamente señala Rosset, son, en cierto sentido, los primeros actos de la Voluntad y,
por este motivo, designan, en un sentido más profundo, fuerzas (Rosset,
2005, p. 142).13
Estas fuerzas que constituyen el entramado secreto del mundo
12
13
Este punto de la doctrina schopenhaueriana se nos revela bastante problemático: ¿cómo
es posible hablar de una determinación única para la Idea, a saber, la de ser meramente
“objeto-para-un-sujeto” y, al mismo tiempo, indicar que existen una pluralidad de
Ideas? ¿Cómo es posible hablar de grados de objetividad sin indicar, de algún modo,
cierto contenido para esta objetividad? ¿Cuál sería, una vez abandonado el principio
de razón suficiente, el criterio de individuación para las Ideas?
Por otra parte, puede decirse que Schopenhauer era consciente de esta diferencia entre
sus Ideas y las platónicas. En el §41 del Libro III, el filósofo alemán le reprocha a
Platón el postular Ideas de artefactos. Para Schopenhauer, el artefacto, sea cual sea,
posee efectivamente una Idea, pero ésta no reproduce la forma esencial del mismo,
sino, más bien, aquellas fuerzas que, en calidad de materiales, entran en juego en su
composición (Schopenhauer, 2005a, pp. 266- 267).
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Pablo Uriel Rodríguez
están en permanente conflicto entre sí. Ahora bien, “de esa lucha surge
una idea superior que se impone a las más imperfectas existentes hasta
el momento, aunque de tal modo que permite que subsista la esencia
de las mismas en forma subordinada” (Schopenhauer, 2005a, p. 198,
§27). La forma de la Idea, en última instancia, es, de acuerdo con esta
línea argumentativa, la estructura que adopta una fuerza específica de
la Voluntad para triunfar sobre el resto. Dentro del esquema conceptual
schopenhaueriano toda fuerza se afirma a sí misma avanzando sobre
otra fuerza. El mundo es este conflicto incesante entre las fuerzas que
“no es sino la revelación de la esencial escisión de la voluntad respecto
de sí misma” (Schopenhauer, 2005a, p. 201, §27): la lucha y el dolor que
ella acarrea es el precio que debe pagarse por la pluralidad.
Dejemos estas cuestiones de lado, que oportunamente recuperaremos en el próximo punto, y pasemos a ocuparnos del tipo de
relación que existe entre las Ideas y las cosas particulares. Tal relación
es idéntica a la que se da entre el sujeto puro del conocimiento y el sujeto individual: la cosa particular es el soporte material de la Idea. Para
comprender esta relación recordemos que la Idea, siendo como es un
objeto de representación, depende de un sujeto; en su caso, del sujeto
puro de conocimiento. El individuo, como sostiene Gardiner, “logra
conciencia y comprensión de la Idea en y a través de los fenómenos
individuales de la experiencia diaria” (1975, pp. 308-309).14 En efecto,
el análisis schopenhaueriano revela que la Idea es la peculiar mirada del
sujeto puro del conocimiento sobre las cosas particulares.15
La teoría schopenhaueriana sobre la belleza expresa, con suma
claridad y precisión, lo que acabamos de mencionar y lo relaciona, de
lleno, con el fenómeno artístico. La belleza de un objeto, dice Schopenhauer en el §39 de MVR, es “la condición que tiene de propiciar el
conocimiento de su idea” (2005a, p. 256). Brindar esta definición de “lo
14
15
Cfr “…el estado de sujeto puro sólo se alcanza mediante una ‘elevación’ del sujeto
empírico hasta él, y la aprehensión de una Idea, supone la captación de lo general en
lo particular. Esto es, el sujeto puro se sustenta en el sujeto empírico y la Idea sólo
puede ser captada en la cosa particular” (Rábade Obradó, 1995, p. 101).
Cfr. “El artista nos deja mirar en el mundo con sus ojos. El tener esos ojos, el conocer
lo esencial de las cosas que está fuera de todas las relaciones, constituye precisamente
el don del genio…” (Schopenhauer, 2005a, p. 249, §37).
108 | Revista de Filosofía y Teoría Política, 42: 97-123 (2011), Departamento de Filosofía, FaHCE, UNLP
El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
bello”, como reconoce Rosset, implica cuestionar la especificidad de lo bello:
si todo objeto es expresión de su Idea “todo es bello, o cuanto menos
todo puede ser bello” (2005, p. 144).16 No obstante, frente a esta noción
de la belleza como un trascendental escolástico, Schopenhauer defiende
la especificidad de lo bello: afirmar que todas las cosas pueden llegar a
ser bellas implica, al mismo tiempo, afirmar que unas cosas son más bellas
que otras (Schopenhauer, 2005a, p. 264, §41). Bellos son aquellos objetos
cuya belleza resalta entre los demás.
Esto ocurre [sostiene el filósofo alemán], por una parte, porque en
cuanto cosa individual expresa de forma pura la idea de su especie por
medio de una proporción de sus partes sumamente clara, netamente
definida y plenamente significativa; y unificando en su totalidad
las manifestaciones posibles de su especie, revela a la perfección la
idea de la misma, de modo que facilita al observador el tránsito de
la cosa individual a la idea…; por otra parte, aquel privilegio de la
especial belleza de un objeto consiste en que la idea misma que nos
habla desde él constituye un alto grado de objetividad de la voluntad.
(2005a, pp. 264-265).
Encontramos, por tanto, dos condicionamientos objetivos para
la belleza en un sentido específico. El primero de ellos es lo que Rosset
denomina simplicidad expresiva; la Idea debe expresarse a través de las
vías más simples (2005, pp. 145–146). El segundo condicionamiento
objetivo podría denominarse complejidad representacional: “la propia
idea gana en interés estético, esto es, en belleza, en la medida en que
expresa una forma más compleja y más específica” (Rosset, 2005, p.
146). Estos dos condicionamientos objetivos pueden ser considerados
como las únicas prescripciones técnicas que Schopenhauer dicta a todo
arte. Y, de alguna manera, la belleza artística podrá ganar independencia
en la medida en que el artista logre alcanzar, con su obra, el mayor
grado de perfección en lo que respecta a la simplicidad expresiva y a la
complejidad representacional.
La teoría schopenhaueriana de la belleza –que, como vimos,
16
Cfr. “Dado que, por una parte, toda cosa existente puede ser considerada de forma
puramente objetiva y fuera de toda relación; y, por otra, en cada cosa se manifiesta la
voluntad en algún grado de su objetivación, siendo así expresión de una idea, se sigue
que todas las cosas son bellas” (Schopenhauer, 2005a, p. 264, §41).
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problematiza la especificidad de lo bello-, también cuestiona en cierto
sentido la autonomía del arte. Ya antes que F. Nietzsche, Schopenhauer
considera el arte como una técnica que excede, con mucho, el registro
de lo humano. En la primera edición de MVR, el filósofo alemán señala
que la misma emoción estética nos invade tanto en la contemplación
de una obra de arte como en la contemplación de la naturaleza (2005a,
p. 249, §37); en los complementos al Libro III de la segunda edición,
Schopenhauer directamente aclama el valor artístico de la naturaleza.17
Tal equiparación entre arte y naturaleza es posible en la medida en que
ambos comulgan en su actividad: la manifestación de las Ideas a través
de objetos particulares. Sin embargo, de la reflexión schopenhaueriana
en torno a la estética, aun cuando su autor permanezca completamente
inconsciente de ello, se derivan tres interesantísimos elementos de distinción entre la belleza artística y la belleza natural y, con ello, entre el
hacer del arte y el hacer de la naturaleza.
La primera diferencia –que constituye el principal motivo de
divergencia entre el arte y la naturaleza– consiste en el carácter anticipatorio de la belleza artística con respecto a la belleza natural. La segunda
diferencia consiste, a nuestro entender, en el carácter subversivo de la
belleza artística en comparación con la belleza natural. Y la tercera –que
se desprende inmediatamente de la anterior– consiste en el hecho de que
la obra artística permanece extraña al resto del mundo. Como conclusión
a este punto II, desarrollaremos las dos últimas diferencias, dejando la
primera para el próximo apartado.
Examinemos, primeramente, lo que denominamos como
carácter subversivo del arte. El arte, apunta Simmel, no consiste, tan sólo,
en ser un simple medio de expresión de la Idea; lo esencialmente artístico
es que las Ideas se manifiesten en la materia sensible (1944, pp. 138-139).
Ahora bien, en el caso de la naturaleza ¿no se manifiestan, también, las
Ideas en la materia sensible? Ciertamente. Sin embargo, la diferencia con
el arte es total. La misión del arte es imitar a las Ideas; pero, al hacerlo,
debe guardarse de una tentación, a saber, la de repetir el modo en que la
naturaleza reproduce a las Ideas. Es necesario eludir una interpretación
estrecha de este condicionamiento. La imitación de la naturaleza queda
17
“¡Pero que estética es la naturaleza!” (Schopenhauer, 2005b, p. 452).
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
terminantemente prohibida tanto a nivel de la forma como al nivel de
la materia. El escultor es artista porque, por una parte, no compone su
obra de arte realizando una réplica exacta del hombre empírico y, por
otra parte, no se sirve de músculos, carne, sangre, nervios sino de mármol
u otros materiales. El valor fundamental de la obra de arte radica en el
hecho de que en ella la Idea penetra una materialidad que en la naturaleza
le resulta indiferente (Simmel, 1944, p. 141). El arte, por lo tanto, en su
manifestación de una Idea particular emplea ciertos materiales que la
naturaleza había destinado a la expresión de otra Idea. El arte subvierte
el orden natural de las cosas. El fenómeno artístico supone, por lo dicho,
la capacidad, tanto en el creador como en el espectador, de percibir la
Idea allí donde no estamos habituados a percibirla. Artística es toda
manifestación inesperada e imprevisible de la Idea.
El carácter subversivo del arte sólo se revela desde la perspectiva
de la naturaleza. Si pudiésemos observar el fenómeno artístico desde
el punto de vista de la Voluntad en sí, el arte se nos revelaría en pie
de igualdad con la naturaleza. En el Libro II de MVR, Schopenhauer
indica que “cada grado de la objetivación de la voluntad disputa a los
demás la materia, el espacio y el tiempo” (2005a, p.201, §27); esta es,
indudablemente, la misma disputa que confronta al arte y a la naturaleza.
Arte y naturaleza se disputan entre sí los materiales para la expresión
objetiva de la Voluntad.18
En el mismo acto de servirse, en la composición de su obra, de
materiales que estaban destinados naturalmente hacia otro fin, el artista
substrae su producto de la red de relaciones en la cual habitualmente las
18
Sin embargo, en el caso del arte es necesario hablar de un excedente, de un plus que
la naturaleza no puede alcanzar. El mismo estriba en la diferencia entre la belleza
artística y la belleza natural. La belleza tanto en el caso del arte como en el de la
naturaleza no se encuentra, en definitiva, ni en la Idea, ni en la cosa particular sino,
más bien, en la referencia de la cosa a la Idea. La belleza natural se agota en este
fenómeno; la belleza artística, por el contrario, combina esta concepción vertical de
la belleza –tal es el sentido del movimiento que va desde la cosa a la Idea– con una
concepción horizontal de la belleza. En cierto sentido, el arte realiza una suerte de
rescate de aquello que la naturaleza ha descartado a la hora de expresar determinadas
Ideas. Al utilizar materiales “imprevistos” en la manifestación de una Idea, el arte
otorga a estos materiales una suerte de belleza propia que la naturaleza les substraía
para brindársela a la Idea.
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cosas particulares están inmersas. En este sentido, decimos que si la obra
de arte es extraña al mundo, lo es en la medida en que el artista subvierte
el orden natural. Por otra parte, la causa y el efecto de la constitución
del sujeto puro del conocimiento es el salirse del mundo de la obra de
arte. Consecuencia directa de este alejamiento es la aparición de la Idea.
En el espejo del arte [declara Schopenhauer en sus Lecciones...] todo
se muestra con mayor claridad y mejor caracterizado; pero, por otra
parte, la obra de arte facilita la aprehensión de la idea, porque para la
captación más clara y puramente objetiva de la esencia de las cosas
requiere que la voluntad se acalle por completo, y esto sólo puede lograrse
con total seguridad cuando el objeto intuido no se encuentra dentro
del ámbito de aquellas cosas que pueden tener relación con la voluntad,
es decir, cuando no se trata de algo real, sino de una simple imagen.
(Schopenhauer, 2004, p. 146).
Inversión total del platonismo, es la imagen y no la realidad
lo que más se acerca a lo verdadero.19 Imagen aquí es todo aquello que
no se cuenta entre las cosas que puedan tener una relación con la voluntad.
El cuadro es el fenómeno estético que mejor refleja esta característica
esencial del arte20. El marco en el cual está encerrada la pintura es el
límite que separa la imagen de la realidad. Esta suspensión de la realidad
es lo que termina promoviendo la mirada desinteresada, propia del sujeto
puro de conocimiento. Está claro que es posible otra mirada de la obra
de arte, puesto que, en última instancia, ella es un objeto del mundo (por
ejemplo, alguien podría contemplar una pintura y ocupar totalmente su
pensamiento con la idea de venderla). Esta doble condición es la ironía
19
20
Schopenhauer indica explícitamente esta diferencia entre su estética y la platónica:
“podemos mencionar aún otro punto en el que nuestra teoría de las ideas se aparta
mucho de la de Platón. Él enseña, en efecto (De Rep., X, p. 288), que el objeto que el
arte bello se propone representar, el ideal de la pintura y la poesía, no es la idea sino
la cosa individual. Toda la discusión que hemos desarrollado hasta ahora sostiene
exactamente lo contrario, y la opinión de Platón nos llevará aquí a error tanto menos
cuanto que ella misma constituye la fuente de uno de los mayores y más reconocidos
defectos de aquel gran hombre: su desprecio y rechazo del arte” (Schopenhauer,
2005a, pp. 266 – 267, §41).
A este respecto, Gardiner (1975, pp. 327–328) señala que en Schopenhauer “su imaginación y modo de pensar eran peculiarmente visuales, y no es sorprendente que esta
característica de su mente se refleje en una tendencia a proponer ejemplos sacados en
gran parte de las artes plásticas y pictóricas, con el fin de ilustrar su teoría estética”.
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
que se esconde tras toda obra de arte: ella es un objeto del mundo que nos
obliga, por su propia constitución, a comportarnos como si no lo fuese.
Si la obra de arte es, al mismo tiempo, imagen y realidad; entonces, el
arte es una interrupción inmanente de la realidad.
III. Arte, Mundo y Voluntad
El sistema filosófico schopenhaueriano puede ser formulado
a través de una paradójica expresión: una metafísica sin trascendencia.
Safranski señala que “el pensamiento de Schopenhauer avanza hasta
el punto en el que, tradicionalmente, se produce el salto hacia lo trascendente con la siguiente pregunta: ¿qué se esconde detrás del mundo
fenoménico?” (1998, p. 291). Lo que aleja al filósofo alemán de la tradición es, en efecto, la respuesta que brinda a tal interrogante: lo que está
por detrás del mundo fenoménico no es, en lo absoluto, un fundamento
del mismo.
El mundo, como ya hemos indicado, es una constante lucha de la
Voluntad consigo misma por alcanzar su grado máximo de expresión. A
tal fin universal se sacrifican todos los fenómenos particulares del mundo.
He aquí el secreto hegelianismo de Schopenhauer, que tanto disgustaba
a Nietzsche (Nietzsche, 1996, p. 68). Sin embargo, es necesario señalar
aquí la originalidad esencial de nuestro autor. Para Schopenhauer,
cada acto particular tiene un fin; el querer total, ninguno: igual que
cada fenómeno particular de la naturaleza está determinado por una
causa suficiente a aparecer en ese lugar y momento, pero la fuerza
que en él se manifiesta no tiene ninguna causa, porque es un nivel
fenoménico de la cosa en sí, de la voluntad carente de razón. (Schopenhauer, 2005a, p. 219, §29).
Si nos interrogamos por el fin de los fenómenos particulares
encontramos, rápidamente, una respuesta: la manifestación de la Voluntad. Si, a continuación, nos interrogamos por el fin de la manifestación
de la Voluntad no encontramos respuesta alguna. De este modo, los
fenómenos particulares poseen, en última instancia, una “finalidad sin
fin” (Rosset, 2005, p. 98): “el descubrimiento de la Voluntad –apunta
Marín Torres– no hace más que reafirmar la inexplicabilidad racional
de la esencia de las cosas” (1990, p. 241). De este modo, Schopenhauer
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parece enunciar, tal vez sin conciencia plena de ello, una suerte de inversión radical de la justificación leibniziana del mundo. Mientras que
para G. Leibniz las imperfecciones particulares adquieren sentido a
través de su contribución a la armonía universal del mejor de los mundos
posibles; para Schopenhauer, por el contrario, la realidad sólo en sus
detalles minúsculos posee sentido; pero como fenómeno unitario carece de él. Rosset señala que esta experiencia de la ausencia de sentido en
Schopenhauer desemboca en lo que él denomina doctrina del absurdo.
¿Por qué motivo la experiencia de la ausencia de sentido se manifiesta
como absurdo? El sin-sentido sólo se nos vuelve patente cuando, a través
de la observación de los sucesos del mundo, nos convencemos de que
toda voluntad es voluntad de algo y preguntamos “¿qué quiere entonces,
o a qué aspira aquella voluntad que se nos ha presentado como el ser
en sí del mundo?” (Schopenhauer 2005a, p. 217, §29). Para el filósofo
alemán, la formulación de este interrogante presupone la confusión
entre la cosa en sí, la Voluntad universal, y los fenómenos, las existencias
individuales (Schopenhauer 2005a, p. 217, §29). Aquello que desconcierta del mundo no es el que éste se encuentre privado de sentido; el
verdadero problema es que sólo posee sentido de un modo restringido:
“lo que genera la paradoja del absurdo –explica Rosset– no es la ausencia
de finalidad en sí, sino esa ausencia en un mundo en el que todo está
perfectamente organizado con vistas a un fin” (2005, p. 97). En vista
a lo dicho, resulta obvio constatar que el mundo, en sí mismo, no es
absurdo; más bien, recibe esta caracterización en la medida en que es
objeto de una apreciación subjetiva de valor; el mundo adquiere un
carácter aberrante sólo cuando el hombre centra en él su mirada. El
problema de Schopenhauer, lo que tanto le reprocha Nietzsche, es que
jamás se cuestionó si la percepción del carácter absurdo del mundo
debía desembocar necesariamente en el pesimismo.21
21
“El pesimismo schopenhaueriano, tal como se lo ha llamado más arriba, procede
de un postulado cuya dudosa evidencia Schopenhauer nunca puso en cuestión: el
postulado según el cual el absurdo de la voluntad lleva consigo la condena de la existencia procedente de la voluntad. O mejor dicho, en tanto absurda, a la voluntad se la
considera mala. Postulado que, por tanto, significa: a) una última vuelta a las tesis del
racionalismo clásico, cuya existencia dice aceptar el propio Schopenhauer sólo a condición de descubrir en ellas una justificación racional. La ecuación schopenhaueriana
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
Ciertamente, el pesimismo es una pesada sombra que sobrevuela
la reflexión filosófica de Schopenhauer. La metafísica de lo bello schopenhaueriana no escapa a esta tendencia general del pensamiento del
filósofo alemán; sin embargo, en ella el pesimismo alcanza una formulación propia que merece ser analizada.
Las distintas Ideas representan un mayor o menor grado de
objetivación de la Voluntad. A partir de esta clasificación de las Ideas,
surge una clasificación de las artes. Es necesario recordar que, como
hemos señalado en el punto II, en cada nivel de su objetivación la
Voluntad permanece enfrentada a sí misma. Esta disonancia interna de
la Voluntad se refleja, con distintos matices, desde la arquitectura hasta
la tragedia (Schopenhauer, 2004, p. 287). “Un arte designa, por tanto,
un determinado campo conflictivo, una determinada expresión de la
lucha que necesariamente enfrenta un elemento de la voluntad a otros
elementos de la voluntad” (Rosset, 2005, p. 163). El arco que recorre la
clasificación de las bellas artes desde la arquitectura hasta la tragedia,
pasando por la jardinería, la pintura, la escultura y la poesía, es el mismo
arco que recorre la Voluntad desde la naturaleza inorgánica hasta el
mundo humano, atravesando el reino vegetal y el reino animal.
Las artes representan, por tanto, el dolor del mundo. Pero,
entonces “¿cómo puede hacernos dichosos –se pregunta Simmel– el
conocimiento puro y profundo de las cosas en que el arte consiste, si lo
conocido no es más que tormento?” (1944, p. 148). Para alcanzar una
respuesta a esta pregunta debemos indagar en torno a otros tres interrogantes: 1) ¿en qué consiste este placer? 2) ¿quién es aquel que siente
placer en la contemplación estética? y 3) ¿qué hay tras este placer?
Por lo general, se suele afirmar que Schopenhauer, en consonancia con el tenor general de su filosofía, tiene una visión pesimista
(mundo impensable = mundo de sufrimientos) no es más que la perfecta antítesis de
la ecuación clásica (mundo racional = mundo justificado); b) una condena de carácter
moral dirigida contra el ejercicio de la vida, que implica que se admiten las categorías
de ‘bueno’ y ‘malo’, y con ellas una jerarquía tradicional de valores que la doctrina
de la voluntad exponía virtualmente a la crítica; c) una referencia implícita, aunque
negativa, a la concepción teológica: el mundo es el peor de los mundos posibles y, en
consecuencia, su artífice (la voluntad) es un dios malo (contrario al ‘Dios es bueno’
de los clásicos)”. (Rosset, 2005, p. 50).
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del placer. El placer, resume Rosset, “consiste en la desaparición de un
sufrimiento, no en la aparición de un goce” (2005, p. 146). Sin embargo,
puede decirse junto a Simmel, que “el considerar a la felicidad como el
mero cese del dolor, es el pesimismo más profundo; pero el que el cese
del dolor sea ya felicidad, es el mayor optimismo posible” (1944, p. 152).
Resulta interesante seguir tanto a Rosset como a Simmel en sus intentos
por problematizar esta visión negativa del placer estético. El comentador
francés, por su parte, interpreta el placer estético en términos de placer de
la seguridad; de este modo, se cuestiona si la tranquilidad que la seguridad
nos ofrece tiene un valor por sí misma o bien si sólo vale en función de
los males que nos evita (Rosset, 2005, pp. 147 - 148). El comentador
alemán, por otra parte, señala que el placer cotidiano difiere del placer
estético: el primero sólo aniquila la presencia real de dolor, pero no su
presencia virtual; el segundo aniquila a ambos (Simmel, 1944, p. 151).
En otras palabras, una cosa es dejar de desear porque nuestro anhelo
se ha satisfecho, y otra muy distinta es la desaparición total -aunque
transitoria- del deseo.
Ya desde el punto I estamos en condiciones de dar una
respuesta al segundo de los interrogantes propuestos. Es la Voluntad en sí la que goza con la contemplación estética; puesto que
ella y sólo ella puede substraerse del curso de los acontecimientos
del mundo y ubicarse en ese promontorio que le permite observar
impasible los sufrimientos del universo. No obstante, estos sufrimientos son los suyos. La cuestión general sobre cómo es posible
que el conocimiento del dolor sea placentero debe ser planteada
en toda su dimensión en los siguientes términos: ¿cómo es posible
que, a la Voluntad, el conocimiento de su propio dolor le pueda
resultar placentero? La respuesta a esta cuestión es la respuesta al
tercero y último de nuestros interrogantes.
En este punto de la teoría schopenhaueriana, no estamos en
presencia de un burdo masoquismo: lo que produce placer no es el dolor
sino la contemplación del mismo. Si esta contemplación fuese comprendida en los meros términos de un percibir, no cabría explicación alguna
del placer que la misma suscita. El placer que embarga a la Voluntad en
la experiencia estética es indicio de que ésta implica, al tiempo que un
conocimiento del mundo, una valoración del mismo. Evidentemente,
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
hablamos de una valoración de signo positivo. Ahora bien, ¿por qué se
valora positivamente el mundo?
Esta valoración, desde el momento en que se reconoce el carácter intrínsecamente doloroso del mundo, adopta las características
de una expiación o redención. La misma se lleva a cabo en dos instancias
fundamentales. En primera instancia, lo que ya constituye una redención
del mundo es el sencillo hecho de representarse ante un espectador. Es
como si la mera contemplación del dolor otorgase un sentido al mismo.
Más terrible que la existencia del mal, más terrible que el que este mal
carezca de sentido alguno, es que el mal exista sin que nadie lo contemple. Sin embargo, la mera contemplación de los horrores del mundo (es
decir, su mera representación) no es todavía la redención del mundo. Es
necesario también que la Voluntad se confirme a sí misma, es decir, que
la Voluntad apruebe al mundo como un producto suyo. Alguien podría
objetarnos el estar interpretando a Schopenhauer conforme al modelo
nietzscheano; sin embargo, en este punto, las diferencias entre Nietzsche
y su maestro son radicales. Y ello porque la Voluntad schopenhaueriana
sólo puede confirmarse a sí misma negando el mundo. Para comprender
esta última afirmación es necesario que retomemos una cuestión que
había quedado pendiente desde el punto anterior, a saber, el carácter
anticipatorio del arte.
En el § 45 de MVR, Schopenhauer refuta la opinión de que
el arte imita la naturaleza con la siguiente pregunta: “¿Pero cómo ha
de reconocer el artista la obra lograda y a imitar, y descubrirla entre las
malogradas, si no anticipa lo bello antes de la experiencia?” (2005a, p.
276). El artista está en posesión de un conocimiento a priori, pero como
afirma Rosset:
no en el sentido de principios a priori del conocimiento, que no son
más que formas (como lo son, en Kant, el tiempo, el espacio y los
conceptos), sino en el de un contenido de conocimiento anterior a
todo lo que enseña la experiencia del mundo. (2005, p. 158)
De modo que la obra de arte anticipa la naturaleza; revela lo que
ésta no consigue expresar sino en miles de ensayos incompletos (Schopenhauer,
2005a, p. 277, §45). Con esto, lo que en definitiva parecería querer
decir Schopenhauer, sin animarse a hacerlo, es que la única actividad
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que logra manifestar la Idea es la actividad artística.22 Como apoyo a esta
audaz afirmación, traemos a colación un pasaje de los Complementos del
Libro III:
Lo que considerado como imagen objetiva, pura forma, y sacado del
tiempo y de todas las relaciones es la idea, eso mismo constituye, tomado empíricamente y en el tiempo, la especie o tipo: este es, pues, el
correlato empírico de la idea… las especies son obras de la naturaleza.
(Schopenhauer, 2005b, p. 411).
Lo que produce la naturaleza como manifestación objetiva de
las distintas fuerzas o tendencias de la Voluntad es la Especie, ésta es el
aparecer fenoménico de la Idea que, aun siendo universal está sujeto a
condicionamientos empíricos: la Especie aparece en el mundo a través
de un sinnúmero de individuos que la integran. El arte, por su parte,
produce la Idea directamente: ella se manifiesta de una vez y en un único
individuo.23 Por este motivo, el artista
al conocer en las cosas individuales su idea, por así decirlo, comprende
la naturaleza a la mitad de la frase y expresa con pureza lo que ella
sólo balbucea; y así imprime en el duro mármol la belleza de formas
que a ella en mil ensayos se le malogró y se la presenta a la naturaleza
como gritándole: “Esto era lo que tú querías decir”. (Schopenhauer,
2005a, p. 277, §45).
El arte, como hemos visto, queda constituido como un refugio
frente a la desilusión causada por una naturaleza insuficiente. Scho22
23
Es posible, no obstante, integrar a esta hipótesis de lectura aquellas expresiones
schopenhauerianas que van en la dirección de una concepción de la naturaleza como
artista. Las mismas se integran en la medida en que se acepta una noción amplia
del fenómeno artístico. En ese caso, el hacer de la naturaleza se revela como un hacer
artístico sólo en la medida en que un observador contemple al objeto natural como
Idea. Esto es posible en la medida en que, como acertadamente sostiene Rosset (2005,
p. 155), es inútil buscar en la estética schopenhaueriana una teoría sobre la creación
artística. O, mejor aun, porque para Schopenhauera la creación de una obra de arte
es su contemplación.
En este sentido, al filósofo pesimista le cabe la misma crítica que L. Feuerbach dirige
a Hegel. Al igual que su enemigo filosófico, Schopenhauer no logra escapar a la sugestión encarnacionista. En los Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, publicados
en 1839, Feuerbach reprocha a su maestro el postular una existencia particular que se
erige como manifestación última y radical de una forma esencial (Feuerbach, 1964, p. 16).
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El mundo como arte: una reflexión en torno a la estética schopenhaueriana
penhauer acusa a la naturaleza de realizar a medias sus promesas. El arte
tiene como misión subsanar esta deficiencia; la obra artística tiene
como finalidad introducir en el mundo la perfección y la belleza que la
naturaleza es incapaz de promover.
En la obra de arte se produce, por todo lo dicho, un curioso
fenómeno: la Voluntad contrasta lo que produce –el mundo– con lo
que ha querido producir –las Ideas. Contraste que supone, como puede
intuirse fácilmente, la valoración de las Ideas –lo que se ha querido
producir– en desmedro del mundo –lo que efectivamente se produce.
El mundo sólo puede ser justificado en su plan previo, pero no en su
actualidad. Si en Nietzsche la Voluntad afirma “Así, lo quise” (1992,
p. 128), en Schopenhauer la Voluntad aclama “Así, lo había querido”.
Sí, pero no. Es cierto que este mundo, así como se nos presenta, es
producto de la Voluntad (incluso más: es la Voluntad misma), pero
no es aquello que la Voluntad había querido. Afirmación cínica que,
al unísono, culpa y absuelve a la Voluntad de toda responsabilidad por
el mal del mundo. La alegría que nos brindan las artes es una alegría
medida, controlada, que no deja lugar al desborde. Se trata de gozar
del mundo, pero con la espada de Damocles pendiendo sobre nuestra
cabeza. Sombría perspectiva, pero la única que nos permite habitar el
mundo: Safranski comenta que:
no es preciso, pues, desvanecerse en la negación, sino que cabe permanecer aquí si se ofrece la posibilidad, en el arte, de ver el mundo
como si se lo hubiese abandonado ya… Para Schopenhauer, el hecho
de querer estar presente en lo último, la negación, hace que lo penúltimo, el arte, se convierta en lo último. (1998, p. 326).
Schopenhauer, como podemos ver, no afirma el artificio por sobre
la naturaleza. El arte schopenhaueriano no aporta ninguna novedad; la
obra de arte no es la irrupción de un acontecimiento inédito en el mundo,
sino más bien la recuperación de un fenómeno siempre pretérito.
Sin embargo, todo es diferente con la música. Ella no representa
ninguna Idea; de hecho, no representa nada. La conceptualización schopenhaueriana de la música, explica Cacciari, “‘protege’ la música del mal
infinito de las evocaciones, asociaciones, metáforas…” (2000, p. 110).
La música es una imagen tan acabada de la Voluntad como el mundo misRevista de Filosofía y Teoría Política, 42: 97-123 (2011), Departamento de Filosofía, FaHCE, UNLP | 119
Pablo Uriel Rodríguez
mo, y hasta podemos decir como lo son las Ideas (Schopenhauer, 2005a, p.
313, § 52); sin embargo, ella es tan independiente del mundo como de
las Ideas. Es ajena al mundo por la sencilla razón de que en la pieza
musical las pretéritas intenciones de la Voluntad no se tropiezan con
ningún presente tenebroso. El júbilo que la música nos proporciona ya
no toma recaudo alguno. La música es extraña a las Ideas, porque en
ella la Voluntad no precisa enfrentar sus propias fuerzas para expresarse:
… la música no es la copia de un fenómeno sino que en ella la voluntad
actúa sin materia, sin apariencia, sin relación a ninguna otra cosa. La
música es el acontecimiento de la voluntad sin materia y es por eso
por lo que se expresa desde el ‘corazón de las cosas’: es el sonido de
la ‘cosa en sí’, No remite a nada exterior a ella: es completamente ella
misma. (Safranski, 1998, p. 468).
La afirmación de sí ya no acarrea dolor alguno.
Por este motivo, el placer musical difiere del placer estético. La
música no redime absolutamente nada: confirma a la Voluntad sin negar
al mundo; confirma a la Voluntad, creando un nuevo mundo.
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