Subido por Marcos Parada-Ulloa

Aguilar, Jose. - Ausentes del Universo. Reflexiones sobre el pensamiento político hispanoamericano 1821-1850 [2013]

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Ausentes del universo
Reflexiones sobre el pensamiento político
hispanoamericano en la era de la construcción
nacional, 1821-1850
José Antonio Aguilar Rivera
Primera edición, 2012
Primera edición electrónica, 2013
Fotografía: Alegoría de América libre, litografía de Ducarmé del siglo XIX,tomada de Imágenes de la patria a través de los
siglos, de Enrique Florescano (Santillana-Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, México, 2005)
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ISBN 978-607-16-1332-5
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Introducción ¿AUSENTES DEL UNIVERSO?
Primera Parte. RECEPCIONES
I. OMISIONES DEL CORAZÓN: LA RECEPCIÓN DE ALEXIS DE TOCQUEVILLE EN
MÉXICO
Tocqueville, el poder judicial y el control constitucional
El federalismo
La escolástica democrática
Conclusión: omisiones del corazón
Segunda Parte. LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL
II. VICENTE ROCAFUERTE Y LA INVENCIÓN DE LA REPÚBLICA
HISPANOAMERICANA
República vs. monarquía
Ideas necesarias a todo pueblo americano que quiera ser libre
La democracia en América
De Washington a Bogotá
Conclusión
III. VIDAURRE Y LA IMAGINACIÓN POLÍTICA
El genio eléctrico
Del autonomismo al republicanismo
El político y su discípulo
“Demócratas racionales”: el igualitarismo precoz
“No amo a Hobbes, pero conozco que dice muchas verdades”
IV. ¿HOMBRES O CIUDADANOS? LA PATRIA DE BOLÍVAR
¿Forjando pueblos o ciudadanos?
Colores por números
Conclusión
Tercera Parte. TRES ENSAYOS SOBRE LA FRUSTRACIÓN
V. ALAMÁN Y LA CONSTITUCIÓN
La administración Alamán
El constitucionalista liberal
No imparcial, pero sí excepcional
¿Hello, Mr. Burke?
El crítico constitucional
VI. EL OTRO CAMINO: LA DIALÉCTICA DE LA FRUSTRACIÓN Y EL GOBIERNO
REPRESENTATIVO
El orden político y las elecciones
La convocatoria y el congreso extraordinario de 1846
¿Clases o individuos?
En pos de la quimera
Conclusión
VII. GUERREROS DE LA PERIFERIA
Los derechos naturales y el origen de las sociedades
Los errores de la soberanía popular
La recepción de Donoso Cortés en México
Conclusión
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles,
mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas;
novelas a un lado y escolásticos al otro: cualquiera diría que un
enemigo secreto de la raza humana ha hecho ambas partes y
reunido el todo. El único buen libro que tienen es el que ha hecho
ver lo ridículos que eran todos los demás.
MONTESQUIEU, Cartas persas (78)
estábamos… abstraídos, y digámoslo así, ausentes del universo en
cuanto era relativo a la ciencia de gobierno y administración del
Estado.
SIMÓN BOLÍVAR, Carta de Jamaica
Introducción
¿AUSENTES DEL UNIVERSO?
¡Jóvenes chilenos! Aprended a juzgar por vosotros mismos;
aspirad a la independencia del pensamiento.[1]
ANDRÉS BELLO
En 1979 Leopoldo Zea, padre fundador de la historia de las ideas en América Latina, criticaba
la idea de Hegel de que la historia de América no era sino “eco y sombra” de la de Europa.
Los latinoamericanos no habían calcado fielmente las ideas importadas; al transcribirlas las
transformaron:
si bien, formalmente se han tomado ideas que tienen su origen en la cultura europea, éstas han sido adaptadas a la realidad,
y esta realidad es la que ha originado su adopción, de forma tal que quienes han calificado dicha adopción la han visto como
mala copia de las originales. Mala copia […] que no es sino expresión de la presencia de la ineludible realidad
latinoamericana.
Al imitar y repetir se hace “expresa una filosofía que no está en el material adoptado”.[2]
Zea trataba de responder la pregunta “¿cuál es el sentido y el objeto de analizar la obra de
pensadores que, según se admite, no realizaron ninguna contribución a la historia de las ideas
en general?”[3] En su respuesta concedía la ausencia de contribuciones sustantivas, mas
buscaba restarle importancia al hecho. Si los mexicanos hubiesen realizado aportaciones
importantes, ello “no pasaría de ser un mero incidente. Estas aportaciones muy bien pudieron
haberlas hecho hombres de otros países”.[4] En El positivismo en México advirtió que si lo
que nos importa es el pensamiento occidental, entonces “salen sobrando México y todos los
positivistas mexicanos, los cuales no vendrían a ser sino pobres intérpretes de una doctrina a
la cual no han hecho aportaciones dignas de la atención universal”.[5] Como premio de
consolación ofrecía una interpretación alternativa. De este modo, como apunta Elías J. Palti, la
historia de las ideas en América Latina “tomaba su sentido no de su relación con la historia
del pensamiento en general sino de su relación con las circunstancias nacionales”. Lo
relevante no serían las aportaciones latinoamericanas al pensamiento occidental, “sino, por el
contrario, sus ‘yerros’; en fin, el tipo de refracciones que sufrieron las ideas europeas cuando
fueron transplantadas a esta región”.[6] Lo que había que estudiar eran las “desviaciones” de
las ideas importadas. El énfasis estaba en el viaje de ida de las ideas políticas a América
Latina. Se daba por descontado que no habría viaje de regreso.
Este libro propone otro tipo de historia de las ideas. Es falso que no haya contribuciones
originales en el siglo XIX. Hemos sido invisibles para aquellos observadores que creen que
esta parte del mundo es un erial para la teoría política. No es así, por lo menos algunas ideas
provenientes de América Latina son importantes para dar cuenta del pensamiento político
occidental. Esto último es lo que me ocupa. No me interesan las “refracciones”, sino aquellas
ideas que fueron formuladas en esta parte del mundo, cuya relevancia trasciende a América
Latina: ideas abstractas o universales sobre la representación, el constitucionalismo, el
derecho natural, la democracia y la construcción nacional. Por ello, aunque muy originales, no
me ocupo de las elaboraciones míticas del patriotismo criollo de Servando Teresa de Mier y
Carlos María de Bustamante.[7]
En realidad, lo sorprendente es que no haya más aportaciones de esta parte del mundo al
pensamiento político. Después de todo, dada la magnitud y la duración del experimento
constitucional atlántico en el siglo XIX, era de esperarse que más argumentos de carácter
general hubieran sido articulados en la región. Ahí se ensayaron diversos modelos
institucionales con resultados disímiles. Sin embargo, es verdad que la imitación ha sido el
modo prevaleciente de apropiación intelectual. Explicar la razón de la escasez de ideas
originales escapa al propósito de este libro, aunque sin duda es un fenómeno que no ha
recibido una explicación satisfactoria.
Aquí me concentraré en algunas ideas originales; sin embargo, también daré cuenta del
fenómeno de la importación, pero sin el toque apologético. En casos como la recepción de
Tocqueville en México vemos una “refracción”. Creo que la incapacidad para poner en tela de
juicio ideas hegemónicas, o bien establecidas, es un fenómeno común en esta parte del mundo;
un déficit de la imaginación para ver —y juzgar— con ojos propios los “primeros principios”.
Hay una vocación —qué duda cabe— por seguir los pasos de aquellos que, como Tocqueville,
se consideran más adelantados o civilizados. Es un mal que nos persigue hasta el día de hoy.
En este libro no me ocupo de todos los pensadores originales de América Latina, tan sólo
de un puñado de ellos. Están ausentes figuras importantes como Andrés Bello, Juan Bautista
Alberdi, José Victorino Lastarria y otros.[8] El caso más conspicuo y estudiado es el de Simón
Bolívar, quien tenía ideas políticas propias.[9] Mi propósito aquí es concentrarme sólo en
algunos casos: Vicente Rocafuerte, Simón Bolívar, Lorenzo de Vidaurre y Lucas Alamán.
Todos, propongo, formularon ideas importantes para el pensamiento político occidental. Debo
aclarar que el énfasis de mi trabajo está puesto en la originalidad intelectual en un contexto
comparado. ¿Qué significa originalidad aquí? No la entiendo “como la creación de algo único,
especial, ajeno, irrepetible. No se busca lo distintivo para enfrentarlo a algo, sino para
colaborar con algo. Se busca la diversidad, pero en función con un todo del que es parte. Este
todo lo es la cultura occidental”.[10] Sin embargo, a menudo la originalidad se encuentra
imbricada —como en el caso de Zea— con la búsqueda de la autenticidad.[11] Esa búsqueda
promete llevarnos a los manantiales abundantes en los que abreva la identidad. Así, Zea
afirma sobre la independencia: “se quiso romper con la relación de dependencia impuesta por
la colonización ibera, aceptando libremente la dependencia respecto a los pueblos que se
consideraba habían ya alcanzado el progreso anhelado”. Ello implicó “renunciar, simplemente
a la única posibilidad de identidad”.[12] Sin embargo, esa odisea identitaria distorsiona
nuestro entendimiento porque promete algo que no puede cumplir a cabalidad: restaurar
nuestra dignidad ofendida. Pienso, por el contrario, que la autenticidad es una quimera
romántica que busca tomar de rehén nuestro sentido acerca de quiénes somos. La
independencia espiritual a la que aspira es sólo un sueño. No hay una sola posibilidad de
identidad, sino muchas. Por eso creo que las ideas originales surgidas en esta parte del mundo
no son claves de identidad latinoamericana, pero tampoco son “meros incidentes” en la
historia del pensamiento político. El problema, creo, no fue importar instituciones, sino la
falta de espíritu crítico.
En su estudio sobre la política y la imitación, Wade Jacoby señala que, en principio, no
hay nada malo en la imitación institucional.[13] Por doquier se trata de una fuente importante de
cambio político. No creo que hubiera otro camino mejor ni más deseable para los
hispanoamericanos del siglo XIX que la adopción (imitación, si se quiere) del sistema
representativo de gobierno y el constitucionalismo liberal. No creo tampoco que el verdadero
constitucionalismo sea, en lugar de un modelo institucional, un tipo de política “que respeta a
la ley y que codifica las tradiciones locales”.[14] Sin embargo, existen diferentes formas de
imitar. La transferencia institucional exitosa es un proceso complejo. Los modelos cambian, y
para cuando los imitadores logran transplantar las instituciones a sus países, el modelo mismo
pudo haber cambiado, por diversos motivos, en su lugar de origen. Por ésa y otras razones a
menudo este tipo de transferencias tiene resultados inesperados. La pregunta clave —que es
una interrogante tanto de la filosofía política como de la política práctica— que no se
formularon los constituyentes hispanoamericanos con el espíritu crítico necesario es: ¿cuándo
se pueden transferir las instituciones?[15]
UNA NOTA SOBRE EL MÉTODO
De forma reciente, la historia política de América Latina ha experimentado un renovado
interés. Como parte de este fenómeno se han abierto nuevas rutas de análisis.[16] Una de ellas
involucra un enfoque inspirado en la llamada escuela de Cambridge. En efecto, en las décadas
de 1970 y 1980 la crítica de Quentin Skinner y J. G. A. Pocock a la historia intelectual, y sus
recomendaciones sobre cómo debería hacerse, determinaron la dirección de la disciplina en la
academia anglosajona. Hacia fines de la década de 1960 y principios de la de 1970 tanto
antropólogos como historiadores empezaron a reconocer cada vez más la importancia
cognoscitiva e ideológica de las formas narrativas y de las estrategias retóricas. Así, el objeto
de estudio comenzó a moverse de la historia de las ideas a lo que terminó por llamarse la
historia del discurso.[17] Los historiadores dejaron de interesarse en las ideas en sí mismas y
se preocuparon más por comprender los contextos discursivos en los que éstas se conciben.
De tal forma, los historiadores participaron en algunos de los debates más interesantes de las
humanidades de ese momento. El lenguaje se volvió central, pues fue concebido como una
fuerza constitutiva, una manera dinámica de estructurar la percepción y las formas de
asociación, en lugar de un medio de expresión pasivo y esencialmente invisible. Esto llevó a
explorar las tradiciones retóricas y discursivas que dotaban a las expresiones ordinarias de un
gran peso semántico.
Desde hace años, los historiadores intelectuales a ambos lados del Atlántico se ocupan —
como quería Pocock— de investigar lenguajes políticos completos y la forma en que
interactúan unos con otros. A pesar de ello, el enfoque tiene problemas constitutivos muy
significativos. El problema central es que tiende a oscurecer las contribuciones de los
pensadores individuales.[18] Así, algunos de los gigantes del pensamiento político inglés,
como Hobbes y Locke, terminaron por ser relegados a un “limbo” conceptual. La historia “de
los discursos” redujo a los pensadores históricos a “poco más que señalizaciones en una
profusión de discursos”.[19] Sin embargo, ésa no era la intención de los historiadores de
Cambridge. Con todo, como acertadamente señala David Harlan, “por su propio objeto de
estudio, por su preocupación inevitable con las transformaciones abruptas y súbitas
irrupciones que marcan la vida de los discursos, y por su énfasis en la longue durée, la
historia de los discursos dispersa al agente histórico”.[20]
Una historia de este tipo tiene enormes problemas para mantenerse como una historia que
preserve la integridad del sujeto, como el registro de “hombres y mujeres pensando”.[21] Es
imposible reconciliar dos imperativos antagónicos: el dominio de la estructura lingüística y la
primacía de la intención autoral. En la práctica, gana el primero.
El segundo problema es semejante. Por un lado, los cultores de los lenguajes políticos le
adscriben un peso fundamental al elemento lingüístico, una fuerza capaz de moldear y limitar
la forma en la que los pensadores del pasado pueden entender los problemas y las
posibilidades de sus sociedades; pero, por el otro, siguen insistiendo en que los historiadores
actuales pueden, de alguna manera, escapar de las cadenas de su propio lenguaje para adquirir
un conocimiento objetivo, distante del ajeno. En las últimas dos décadas los proponentes de la
escuela de Cambridge fueron rebasados, por así decirlo, por quienes deseaban independizar
del todo al lenguaje y al texto de los autores: los posestructuralistas.
¿Por qué, para bien y para mal, la mayoría de los historiadores intelectuales de América
Latina durante tres décadas se mantuvo al margen de la revolución lingüística del mundo
anglosajón? Casi todos siguieron, y siguen, practicando una historia de las ideas de viejo
cuño, supuestamente obsoleta. Esto se debió tal vez a la insularidad intelectual (un cínico
podría decir que ese aislamiento incluso nos ha protegido de las modas académicas). Sin
embargo, también es cierto que muchos historiadores no están convencidos, de ninguna
manera, de la supuesta obsolescencia de la historia de las ideas. Tampoco parecen dispuestos
a abrazar una historia teorizante.
De forma paradójica, esta nueva corriente podría no revigorizar la historia intelectual,
como se pretende. Lo cierto es que la propuesta no dialoga con la historia de las ideas, la
descalifica: increpa a sus practicantes a abandonar sus obsoletos bártulos, como si fueran
instrumentos de la astronomía ptolomeica, para dedicarse a otra cosa. Así, Elías J. Palti,
siguiendo a Pocock, afirma que existen “limitaciones inherentes a la historia de ideas”.[22]
Propone que “el proyecto mismo de ‘historizar’ las ‘ideas’ genera contradicciones
insalvables”.[23] Para él, “reconstruir un lenguaje político supone no sólo observar cómo el
significado de los conceptos cambió a lo largo del tiempo, sino también, y fundamentalmente,
qué impedía a éstos alcanzar su plenitud semántica”.
Sin embargo, algunos historiadores creen que esa otra cosa, la historia de los lenguajes
políticos, tiene poco que decir respecto a sus preocupaciones sustantivas, pues no dialoga con
ellos sobre los temas torales de la historia del pensamiento político. Sin duda, la falta de
arrojo intelectual de los académicos tradicionales es criticable, pero no toda la culpa es de
ellos. Lo cierto es que, a la larga, una redefinición del objeto mismo de estudio hace menos
probable la acumulación progresiva de conocimiento. Este libro es un alegato a favor de la
historia de las ideas y la teoría política.
M IRADAS PROPIAS
En mi libro En pos de la quimera propuse que el error en la explicación del “momento
constitucional” americano era suponer que entonces había un modelo teórico bien establecido.
Existían tres problemas genéricos. Por un lado, había interpretaciones diferentes, y a menudo
encontradas, sobre una misma doctrina como, por ejemplo, la separación de poderes. El
segundo problema es que debido a la escasa experiencia de gobierno no había sido posible
ponderar de manera adecuada la efectividad relativa de varios de los componentes
institucionales del modelo; simplemente no había suficiente evidencia empírica para poder
evaluar su desempeño. Por último, había huecos en el edificio teórico del liberalismo.[24]
De forma extraña, algunos críticos supusieron que el corolario de estas tres premisas era
que el experimento constitucional había sido una quimera. Así, el liberalismo “no sólo había
generado ciudadanos imaginados, peor aún, sus erróneas quimeras habían causado la
inestabilidad política del Estado nacional mexicano. El resultado es concluyente: el
republicanismo mexicano no triunfó en México, porque no le dejó el liberalismo
decimonónico de la primera mitad de siglo, de ahí las múltiples carencias del Estado
mexicano decimonónico”.[25] Sin embargo, una lectura cuidadosa revela que nada de esto se
sigue del argumento del libro. El problema no era la división de poderes, sino una versión de
ella —la de límites funcionales—, adoptada acríticamente por muchos hispanoamericanos.[26]
De igual manera, la ausencia inicial de poderes de emergencia complicó la gobernabilidad,
aunque no fue la causa de la inestabilidad crónica en los nuevos Estados.[27]
Sin embargo, un patrón se vuelve evidente al revisar el expediente del experimento
constitucional americano. Muchos latinoamericanos se creyeron herederos y operadores, no
artífices, del modelo constitucional liberal que se estaba construyendo. No sistematizaron en
teorías generales sobre el gobierno representativo los resultados obtenidos de su aplicación.
No tenían nada que reportar, salvo que en sus países este sistema no funcionaba como
esperaban. ¿Por qué? Desde entonces esta omisión llamó mi atención.
En mi trabajo anterior formulé la pregunta: ¿cuál es la relevancia de los experimentos
constitucionales hispanoamericanos para el constitucionalismo liberal? La respuesta fue que
esas experiencias ayudaban a comprender el efecto del diseño institucional en la
gobernabilidad. Estas elecciones institucionales (como el sistema de límites funcionales y la
omisión de amplios poderes de emergencia de la constitución) habían sido errores. Así, lo que
ocurrió en América Latina nos daba claves para evaluar la teoría constitucional.
La pregunta que me formulo ahora es otra: ¿qué reflexiones importantes para la teoría
política occidental produjo ese experimento? Puesto que el gobierno representativo se instauró
en todas las naciones de América Latina es lógico pensar que lo ocurrido aquí sirviera para
reflexionar críticamente sobre sus principios e instituciones, debido a que la experimentación
puso a prueba diversos componentes institucionales del modelo. Esta evidencia podría haber
sido útil para revisar los supuestos y, en última instancia, los principios establecidos. Sin
embargo, sólo en contadas ocasiones, en Hispanoamérica, se produjo este tipo de reflexión.
De ahí que me interesen los momentos en que tuvo lugar una revisión crítica de las teorías y
los sistemas adoptados. En algunos casos se articularon alegatos universales. El resultado
fueron ideas importantes para el conjunto de la teoría política.
En el capítulo I analizo el modo de apropiación que conduce al pensamiento derivativo. El
estudio de caso es la recepción de Alexis de Tocqueville en México. Los mexicanos vieron en
Tocqueville no al agudo crítico del fenómeno político y social de la democracia sino a un
expositor confiable de las instituciones norteamericanas. Ignoraron, en cambio, las nada
halagüeñas afirmaciones de Tocqueville sobre México. La democracia en América no ayudó a
iluminar la circunstancia mexicana porque las ideas realmente originales de Tocqueville sobre
la sociedad no ofrecían esperanza alguna. De ahí que su lectura fuera incompleta. No sólo se
ignoró el aspecto más original e importante de su pensamiento, sino que las observaciones
hechas por los lectores mexicanos condujeron a conclusiones equivocadas sobre el
funcionamiento del gobierno norteamericano, en especial, en lo que hace al poder judicial.
Una de las deficiencias críticas del famoso juicio de amparo mexicano —la ausencia de
generalidad de los fallos— se debe, en particular, a la lectura de Tocqueville.
En el capítulo II exploro las disyuntivas teóricas y políticas que enfrentaron los
constructores de las nuevas naciones de Hispanoamérica. Vicente Rocafuerte, una figura clave
entre los hispanoamericanistas de las primeras décadas del siglo XIX, se enfrentó a la tarea de
justificar la república frente a sus alternativas. Entre las formas que tomó el gobierno
representativo estaban tanto la república como la monarquía constitucional. En principio, las
nuevas naciones podían adoptar cualquiera de estas opciones. México hizo evidente que la
idea monárquica moderada era una posibilidad real. La elaboración republicana de Rocafuerte
se valió de los ejemplos clásicos, los pensadores ilustrados y los padres fundadores de los
Estados Unidos para justificar esa forma de gobierno.
El ecuatoriano no fue el único pensador que reflexionó sobre la actualidad de la república.
En el capítulo III me ocupo del peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre. Si al principio le pareció
a él que las repúblicas eran inestables y belicosas (“la anarquía es la enfermedad mortal del
republicanismo”), en Filadelfia, durante su exilio temporal, se convirtió a la causa del
republicanismo. El excéntrico Vidaurre se atrevió a pensar por sí mismo una tradición al sacar
sus propias conclusiones de las lecturas de Maquiavelo, Hobbes y Montesquieu. Se permitió
discrepar de ellos y, como Bolívar, construir teorías propias sobre la política. Se preguntó
cuáles eran las condiciones necesarias para que los gobiernos fueran estables. Así llegó a
originales conclusiones. Propuso, por ejemplo, que la desigualdad social era incompatible con
el Estado republicano. Inspirado en la Antigüedad clásica imaginó una reforma agraria que
contemplaba la desamortización de los bienes de manos muertas, pero también de la
propiedad individual ociosa. Desde muy temprano mantuvo, en contra de las ideas aceptadas
en la época, que el gobierno representativo era un tipo particular de democracia. Utilizó el
término democracia representativa mucho antes de que entrara en el léxico político de
Occidente. Abogó por el sufragio universal masculino, con escasas excepciones. Comprendió
que la elección era intrínsecamente aristocrática, por eso no era necesaria ninguna restricción
en forma de requisitos de propiedad. A su juicio, las restricciones al voto violaban el contrato
social. Ésa, es necesario decirlo, fue una conclusión a la que no llegaron los revolucionarios
franceses. Incluso citó a Tito Livio para contradecir a quienes creían que la plebe se
apoderaría de los empleos y las dignidades.
La teoría constitucional de Bolívar es ciertamente original. El libertador se atrevió a
diseñar una constitución —la de 1826— distinta de los modelos existentes en los Estados
Unidos y Europa. Esas ideas han recibido atención casi desde el momento en que fueron
concebidas. Por ejemplo, Constant criticó con dureza la constitución boliviana.[28] En otro
lugar he dado cuenta de la singular teoría de Bolívar sobre la dictadura. No era un repetidor
de los modelos clásicos, sino el inventor de una nueva justificación extra constitucional del
poder extraordinario.[29] Al hacer esto se adelantó más de 30 años a Juan Donoso Cortés y su
idea de la “dictadura del sable”. Sin embargo, en el capítulo IV no me ocupo de los aspectos
institucionales del pensamiento de Bolívar, sino de sus ideas sobre la nacionalidad y la
ciudadanía. Su elaboración intelectual no tiene cabida en los moldes hechos; no es una versión
del patriotismo cívico ni tampoco del nacionalismo cultural. Contra los modernos
nacionalistas —y John Stuart Mill—, Bolívar creía que una comunidad política podía existir
sin una nación étnicamente homogénea. Sin embargo, eso no significa que careciese de ideas
respecto a la raza y la etnicidad. De forma paradójica, Bolívar creía en la igualdad política y
en la desigualdad natural de las personas. La propuesta de Bolívar es original y contrasta
marcadamente con los caminos que siguieron los constructores de naciones en otras partes de
Hispanoamérica. Por ejemplo, poco tienen que ver las ideas de Bolívar con las de Servando
Teresa de Mier, o incluso con las del doctor José María Luis Mora en México. El mestizaje
racial, esa varita mágica para resolver los problemas de la diversidad étnica, no estaba en el
repertorio de Bolívar.
En la tercera parte del libro me ocupo de Lucas Alamán. Considerado el padre del
conservadurismo mexicano, me parece que algunos aspectos claves de su pensamiento han
sido ignorados o mal interpretados. La pregunta es: ¿cuál es la importancia de Alamán para el
pensamiento político occidental? La respuesta nos lleva a revisar tanto la fase liberal de
Alamán en la década de 1830, como su tránsito al conservadurismo entre 1846 y 1849. En el
capítulo V exploro las ideas de su Examen imparcial de la administración de Bustamante,
escrito a mediados de la década de 1830. Al revisar el funcionamiento de la constitución de
1824 durante una década, Alamán llegó a la conclusión de que tenía fallas institucionales
críticas. A diferencia de la mayoría de los observadores de la época, Alamán se percató de
que había un problema en la traducción de la doctrina de separación de poderes en la carta
mexicana. Reconoció los efectos estructurales del sistema de límites funcionales, es decir, la
ausencia de barreras efectivas a la extralimitación de los poderes, en particular el legislativo.
Debido al diseño institucional adoptado, el ejecutivo había sido seriamente minado. Esto no
tenía que ver con los mexicanos, sino con el modelo que había servido de guía
(fundamentalmente la constitución española de 1812). De forma aguda se percató de que había
otras traducciones posibles del axioma de la separación de poderes de Montesquieu. De la
misma manera, Lucas Alamán identificó como una falla la ausencia de amplios poderes de
emergencia en la constitución. Al explicar los efectos de este rasgo institucional, Alamán se
acercaba al argumento de Maquiavelo respecto a la conveniencia de la dictadura en Roma.
Así, la importancia de Alamán para el constitucionalismo liberal es que identificó y criticó las
ambigüedades y omisiones en el modelo institucional a partir de la experiencia de la república
federal.
En el capítulo VI doy cuenta de las ideas de transición de Alamán respecto al gobierno
representativo. La inestabilidad crónica después de la independencia de México generalmente
fue explicada por el peso negativo de la herencia colonial o por la destrucción producida por
las guerras civiles. Al analizar durante veinte años la imposibilidad de establecer gobiernos
representativos estables en México, Alamán llegó a una conclusión distinta. ¿Podría estar mal
fundamentado el sistema? Partió del examen crítico de uno de los principios del gobierno
representativo: las elecciones. El gobierno representativo moderno asume que las unidades
básicas de consentimiento son los individuos.[30] Después de numerosos descalabros por
instituir congresos representativos de la sociedad, Alamán concluyó que las bases del sistema
eran defectuosas: la representación individual no podía transmitir correctamente los intereses
sociales más importantes y, por lo tanto, era imposible la estabilidad del gobierno. La
representación de individuos no podía dar cuenta adecuadamente de los intereses colectivos
(agrícolas, mineros, manufactureros, etc.) que en la práctica sostenían a la sociedad. Esa
certeza fue el origen de un singular experimento en México: la invención y puesta en marcha
de un sistema electoral alternativo, completamente nuevo y original, basado en la
representación de clases sociales. Alamán y sus seguidores aún no habían abandonado el
gobierno representativo; tenían la esperanza de que fuera posible refundarlo sobre bases
nuevas. En enero de 1846 el general Mariano Paredes y Arrillaga publicó una convocatoria
redactada por Alamán en la que se preveía un complejo mecanismo electoral. Entre marzo y
mayo tuvieron lugar las elecciones, y en junio se instaló un congreso constituyente que sesionó
durante dos meses antes de disolverse. La convocatoria, de enero de 1846, ha sido
considerada una extravagancia. Mi propósito es demostrar que esa experiencia es importante
porque evidencia un camino paralelo, abortado, del gobierno representativo. La idea de Lucas
Alamán no era descabellada. Diez años después del experimento mexicano, George Harris —
uno de los discípulos de Edmund Burke— propuso algo muy similar en Inglaterra. En todo
caso, la falla que identificó Alamán (y que no podría solucionar el sufragio censatario ni las
elecciones indirectas) se volvería evidente décadas después.[31] El episodio mexicano reveló
que bajo presiones sociales crecientes —ocasionadas ya sea por la continua crisis de
gobernabilidad en el siglo XIX o por la aparición de proletariados industriales—, a los ojos de
muchos observadores, el gobierno representativo parece incapaz de articular efectivamente
los intereses colectivos. Esta insuficiencia de la representación individual es la base de la
crítica corporativista de la democracia parlamentaria que surgiría con vigor muchos años
después, y cuyo punto más alto sería el fascismo.[32] Contra lo que se ha propuesto, Alamán no
veía hacia atrás, sino hacia adelante en su propuesta electoral alternativa. Era un crítico
visionario de un sistema que apenas se consolidaba.
En el capítulo VII abordo la dialéctica de la frustración. México perdió su integridad
territorial después de una desastrosa guerra con los Estados Unidos. Los conservadores
también perdieron sus últimas esperanzas de refundar el gobierno representativo. La
frustración los precipitó a un abismo de crítica radical y sin concesiones de la modernidad
política. Esta posición fue original en el contexto del mundo occidental. El desaliento puede
verse en la famosa carta de 1852 de Alamán a Santa Anna: “estamos decididos contra la
federación; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta
ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que se llama elección popular,
mientras no descanse sobre otras bases”.[33]
Si en 1846 Alamán pensaba que el gobierno representativo era deseable, pero que debía
“descansar” sobre otras bases —la representación funcional de intereses colectivos—, en
1848 había llegado a la conclusión de que el problema era más fundamental. Lo que estaba
mal no era sólo el sistema electoral, sino las ideas sobre las que se levantaba el gobierno
representativo: la soberanía popular, los derechos naturales y el constitucionalismo. Este
pleito tenía que ver sólo de manera indirecta con México. Era un problema de la sociedad
occidental. En consecuencia, en 1848 y 1849 los conservadores articularon su crítica tout
court de forma abstracta y universal. En pocas palabras, se ocuparon de la teoría política.
Tomaron selectivamente ideas de los tradicionalistas, de Bentham y de los doctrinarios
franceses para construir su alegato. A la crisis mexicana se añadió un sentimiento de urgencia
producido en el mundo por las revoluciones de 1848 y la aparición en el escenario político
del socialismo. Los críticos mexicanos se concebían a sí mismos como guerreros de la
periferia. De los márgenes lanzaban un ataque frontal contra las ideas hegemónicas de la
metrópoli. Si se atacaba la raíz, pensaban, la enferma planta mexicana moriría de manera
natural. La forma que tomó esta ofensiva fue un extenso debate en la prensa con los liberales.
Sin embargo, éstos sólo eran sus adversarios locales, los repetidores de los dogmas
destructores del centro.
Denomino esta peculiar conjunción de circunstancias e ideas, locales y externas, el
“momento Alamán”. La importancia de este episodio se encuentra en la radicalidad y
universalidad del alegato, que en su momento rebasó incluso la inusual crítica de Donoso
Cortés en España. Si en el mundo la preocupación de los conservadores era detener la
expansión del sufragio masculino y mantener la estabilidad política, los mexicanos se
embarcaron en la tarea de socavar de raíz al gobierno representativo. ¿Cuál es la importancia
de esta original experiencia? Al igual que otros críticos radicales del liberalismo —como
Carl Schmitt en el siglo XX—, los argumentos filosóficos de Alamán y los conservadores
mexicanos pueden ser una fuente de inspiración para otros críticos del liberalismo. Por
ejemplo, algunos historiadores creen que Alamán dio en el blanco cuando afirmaba que la idea
de representación destruía la idea democrática, que constituía su propio fundamento. Esa
contradicción lógica, se supone, estaba presente desde que las Cortes españolas declararon el
principio de la soberanía popular. En efecto: “una vez consagrado el dogma de la soberanía
popular, ¿cómo podían fijarse límites a su ejercicio, cómo evitar que aquellos que le dieron
origen a la constitución se creyeran con derecho a alterarla en el momento que lo desearan, sin
más regla que su propia voluntad soberana?”[34] Si los sujetos, ahora instituidos como únicos
soberanos, “pudieran retirar en cualquier momento su adhesión a los poderes establecidos, no
habría forma de establecer ningún gobierno. En fin, el ideal típicamente moderno de
autodeterminación soberana de los sujetos choca de manera inevitable con el carácter regular
de todo orden institucional…”[35] Sin embargo, como ha señalado Manin, la idea democrática
era sólo uno de los fundamentos del gobierno representativo y no el más importante. La
paradoja inherente a esa forma de gobierno —que era una aristocracia electa de forma
democrática— ha sido notoriamente estable por más de doscientos años.
Los ensayos que componen este libro fueron escritos durante los últimos siete años. Una
versión diferente de “Omisiones del corazón” se publicó en la Revista de Occidente, núm. 289
(junio de 2005). “Vicente Rocafuerte y la invención de la república hispanoamericana” se
publicó originalmente en José Antonio Aguilar Rivera y Rafael Rojas, coords., El
republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política (México, FCE
/ CIDE, 2002). Una versión preliminar del capítulo V apareció en Lucas Alamán (José Antonio
Aguilar, comp.), Examen imparcial de la administración de Bustamante (México, Conaculta,
2008).
Estoy en deuda con numerosas personas que leyeron el manuscrito o partes de él. Muchas
de ellas hicieron sugerencias o me proporcionaron valiosas fuentes. Como siempre, la
responsabilidad de los posibles yerros de este libro es exclusivamente mía. Deseo agradecer a
Josefina Vázquez, Bernard Manin, Adam Przeworski, Erika Pani, Ignacio Marván, Emilio
Pacheco, Catherine Andrews, Eduardo Posada Carbó, Ana Paulina Ochoa, Natalia Sobrevilla,
Ana Mylena Aguilar Rivera, Will Fowler, Cecilia Noriega, Reynaldo Sordo, Israel Arroyo,
Leopoldo López Valencia, Darío Roldán, Jaime E. Rodríguez, Luis Barrón, Frida Osorio,
Brian Connaughton y Pablo Mijangos. Carmen McEvoy me alentó a escribir más sobre
Vidaurre y me ayudó en la investigación documental. Rafael Rojas compartió generosamente
conmigo su investigación inédita. Los participantes del seminario “La libertad y el derecho
natural en México en el siglo XIX”, realizado en Tepoztlán, Morelos, en junio de 2010,
hicieron valiosas observaciones que me ayudaron a pensar los argumentos que aquí presento.
De la misma manera, en los últimos siete años me beneficié del talento de brillantes jóvenes
que fueron mis asistentes de investigación: Francisco Eissa, Yunuel Cruz, Roberto Mostajo,
Esteban González y Fabiola Gutiérrez. Todos ellos, Fabiola en particular, colaboraron
activamente en este libro. Una parte del manuscrito fue escrita durante una estancia como
investigador visitante en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, en París.
[Notas]
Andrés Bello, Discurso en el aniversario de la humanidad (Santiago, Anales de la
Universidad, 1848).
[1]
Leopoldo Zea, “Historia de las ideas e identidad latinoamericana”, Latinoamérica en
la encrucijada de nuestra historia (México, UNAM, 1981), pp. 109-110.
[2]
Elías J. Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado (Buenos Aires, Siglo
XXI Editores, 2007), p. 23.
[3]
[4]
Leopoldo Zea, El positivismo en México (México, El Colegio de México, 1953), p. 23.
[5]
Ibid., p. 41.
[6]
Palti, El tiempo de la política, p. 24.
Otros se han ocupado de ellos. Véase David A. Brading, The First America. The
Spanish Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State (1492-1867) (Cambridge,
Cambridge University Press, 1991).
[7]
Para el caso de Bello, Iván Jaksic ha hecho un espléndido examen del papel de sus
ideas en la construcción política e institucional de modelos políticos viables. Véase Iván
Jaksic, Andrés Bello: la pasión por el orden, 3ª. ed. (Santiago, Editorial Universitaria, 2010).
[8]
Para un acercamiento sugerente al pensamiento de Bolívar, véase Luis Castro Leiva, La
gran Colombia. Una ilusión ilustrada (Caracas, Monte Ávila Editores, 1984). Para una
interpretación de la tradición occidental y su relación con América Latina véase Luis Castro
Leiva, “Memorial de la modernidad: lenguajes de la razón e invención del individuo”, en
Antonio Annino, Luis Castro Leiva y François-Xavier Guerra, eds., De los imperios a las
naciones: Iberoamérica (Zaragoza, IberCaja / Forum Internacional des Sciences Humaines,
1994), pp. 129-165.
[9]
Leopoldo Zea, “La historia en la conciencia americana”, América en la historia
(México, FCE, 1957), p. 11.
[10]
De manera que sólo comparto una parte de la definición de originalidad de Zea: “la
capacidad [del hombre] para enfrentarse a su propia realidad, para tomar conciencia de sus
problemas y buscar las soluciones adecuadas”. La reflexión original también puede ser sobre
los problemas de la humanidad en su conjunto, no sólo los “propios”. De otra forma, la
definición amenaza con caer en el relativismo. Por ello, la afirmación de que “Bolívar no era
ni más ni menos importante que Washington y Napoleón, cada uno en su ambiente y de acuerdo
con sus metas”, no nos lleva muy lejos en la comprensión de la construcción del pensamiento
político occidental. Ibid., p. 13.
[11]
Zea, “Historia de las ideas…”, p. 112. En la misma clave está el pensamiento de, por
ejemplo, Enrique Dussel. Véase Enrique Dussel, The invention of the Americas (Nueva York,
Continuum, 1995).
[12]
[13]
Wade Jacoby, Imitation and Politics (Ithaca, Cornell University Press, 2000).
[14]
Ibid., p. 26.
[15]
Ibid., p. xii.
Alfredo Ávila, “Liberalismos decimonónicos: de la historia de las ideas a la historia
cultural e intelectual”, en Guillermo Palacios, coord., Ensayos sobre la nueva historia
política de América Latina (México, El Colegio de México, 2007); Victoria Crespo, “Reseña
de Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX”, cit. por Guillermo
Palacios, coord., Historia Mexicana, 58, núm. 1 (julio-septiembre de 2008), pp. 523-534;
José Antonio Aguilar Rivera, “La nueva historia política, nuevas miradas a nuevos
problemas”, Prismas. Revista de historia intelectual, núm. 13 (2009), pp. 273-283.
[16]
[17]
David Harlan, The degradation of American history (Chicago, University of Chicago
Press, 1997), p. 4.
[18]
Ibid., p 13.
[19]
Idem.
[20]
Idem.
J. G. A. Pocock, Politics, virtue, commerce and history (Cambridge, Cambridge
University Press, 1985), pp. 1-2.
[21]
Estos apuntes forman parte de un debate con Elías J. Palti a propósito de uno de sus
libros. Véase José Antonio Aguilar Rivera, “El tiempo de la teoría: la fuga hacia los lenguajes
políticos”, y Elías J. Palti, “Los pecados de la teoría: una respuesta a José Antonio Aguilar”,
Istor, año 9, núm. 35 (invierno de 2008), pp. 129-155.
[22]
[23]
Palti, El tiempo de la política, p. 42.
José Antonio Aguilar Rivera, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento
constitucional atlántico (México, FCE / CIDE, 2000), p. 22.
[24]
Para una muestra de esta lectura, véase Manuel Chust y José Antonio Serrano, “Nueva
España versus México: historiografía y propuestas de discusión sobre la Guerra de
Independencia y el Liberalismo doceañista”, Revista Complutense de Historia de América,
núm. 33 (2007), pp. 25-26.
[25]
He abundado acerca de este punto en “Lecciones constitucionales: la separación de
poderes y el desencuentro constitucional 1824-1835”, en Cecilia Noriega y Alicia Salmerón,
eds., México: un siglo de historia constitucional (1808-1917) (México, Poder Judicial de la
Nación / Instituto Mora, 2009).
[26]
Roberto Gargarella ha criticado ambas tesis. Véase Roberto Gargarella, “Discutiendo
el constitucionalismo hispanoamericano. Algunos comentarios sobre En pos de la quimera.
Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico de José Antonio Aguilar Rivera”,
y José Antonio Aguilar Rivera, “El experimento constitucional bajo la lupa: respuesta a mis
críticos”, Política y Gobierno, 2 (2002), pp. 445-485. Gargarella ha intentado rescatar —y
probablemente magnificar— las magras corrientes de radicalismo ideológico en el siglo XIX
en América Latina. Véase Roberto Gargarella, Los fundamentos legales de la desigualdad. El
constitucionalismo en América (1776-1860) (Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005), pp.
1-67 y 75-80.
[27]
Al respecto, véase Carolina Guerrero, Liberalismo y republicanismo en Bolívar
(1819-1830). Usos de Constant por el Padre Fundador (Caracas, Universidad Central de
Venezuela, 2005).
[28]
[29]
Aguilar Rivera, En pos de la quimera, cap. V.
Bernard Manin, The Principles of Representative Government (Nueva York,
Cambridge University Press, 1997).
[30]
Véase José Antonio Aguilar Rivera, “El veredicto del pueblo: el gobierno
representativo y las elecciones en México (1809-1846)”, en José Antonio Aguilar Rivera, ed.,
[31]
Las elecciones y el gobierno representativo en México (1810-1910) (México, IFE / Conaculta
/ FCE, 2010), y José Antonio Aguilar Rivera, “La convocatoria, las elecciones y el Congreso
Extraordinario de 1846”, Historia mexicana, vol. 61, núm. 2 (242), pp. 531-588.
Otras vertientes corporativistas, no fascistas, estaban presentes incluso en la segunda
mitad del siglo XX. Véase Philip Schmitter, “Still the century of corporatism?”, Review of
Politics, núm. 36 (1974), pp. 84-131.
[32]
“Carta de don Lucas Alamán a Santa Anna”, reproducido en Gastón García Cantú,
comp., El pensamiento de la reacción mexicana, t. I (1810-1859) (México, UNAM, 1986), p.
315.
[33]
[34]
Palti, El tiempo de la política, p. 93
[35]
Ibid., p. 170.
PRIMERA PARTE
RECEPCIONES
I. OMISIONES DEL CORAZÓN:
LA RECEPCIÓN DE ALEXIS
DE TOCQUEVILLE EN MÉXICO
EL 6 DE diciembre de 1813 Thomas Jefferson le escribió a Alexander von Humboldt, a
propósito de su travesía por la Nueva España:
considero muy afortunado que sus viajes por aquellos países estuviesen planeados de tal manera que los hicieran del
conocimiento del mundo justo en el momento en el que estaban a punto de convertirse en actores en el escenario mundial.
De que lograrán desprenderse de su dependencia europea no tengo dudas; pero en qué tipo de gobierno terminará su
revolución no estoy tan cierto. La Historia, creo, no nos proporciona ningún ejemplo de un pueblo infestado de curas capaz
de mantener un gobierno civil libre […] La vecindad de la Nueva España a los Estados Unidos, y su consiguiente trato,
puede proporcionarle escuelas a las clases altas de sus ciudadanos y ejemplo a las bajas. Y México, en donde sabemos por
usted que no escasean los hombres de ciencia, podría revolucionarse bajo mejores auspicios que las provincias del Sur.
Estas últimas, me temo, terminarán en despotismos militares.[1]
La independencia de las antiguas colonias de España no cambió su escepticismo sobre el
futuro de las nuevas naciones. En 1817 Jefferson le escribió al marqués de La Fayette:
Desearía poder proporcionar mejores esperanzas sobre nuestros hermanos del sur. Su independencia de España no está
más en duda. Pero una pregunta muy seria es ¿en qué se convertirán? La ignorancia y el fanatismo, como otras locuras, son
incapaces del auto gobierno. Caerán bajo el despotismo militar y se convertirán en los instrumentos asesinos de sus
respectivos Bonapartes.[2]
De la misma manera, Alexis de Tocqueville registró en su viaje el pesimismo reinante en
la América anglosajona sobre el futuro de Hispanoamérica. En La democracia en América
escribió:
Se sorprende uno al ver agitarse a las nuevas naciones de la América del Sur, desde hace un cuarto de siglo, en medio de
revoluciones renacientes sin cesar, y cada día se espera verlas volver a lo que se llama su estado natural. Pero, ¿quién
puede afirmar que las revoluciones no sean, en nuestro tiempo, el estado más natural de los españoles de la América del
Sur? En esos países, la sociedad se debate en el fondo de un abismo de que sus propios esfuerzos no pueden hacerla salir.
El pueblo que habita esta bella mitad de un hemisferio parece obstinadamente dedicado a desgarrarse las entrañas y nada
podrá hacerlo desistir de ese empeño. El agotamiento lo hace un instante caer en reposo y el reposo lo lanza bien pronto a
nuevos furores. Cuando llego a considerarlo en ese estado alternativo de miserias y de crímenes, me veo tentado a creer
que para él el despotismo sería un beneficio. Pero estas dos palabras no podrán encontrarse unidas nunca en mi
pensamiento.[3]
Antes, al discutir el federalismo en los Estados Unidos, Tocqueville había apuntado sobre
México:
La constitución de los Estados Unidos se parece a esas bellas creaciones de la industria humana que colman de gloria y de
bienes a aquellos que las inventan; pero permanecen estériles en otras manos. Esto es lo que México ha dejado ver en
nuestros días. Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi
íntegramente la constitución de los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al
mismo tiempo el espíritu que la vivifica. Se vio cómo se estorbaban sin cesar entre los engranajes de su doble gobierno. La
soberanía de los Estados y la de la Unión, al salir del círculo que la constitución había trazado, se invadieron cada día
mutuamente. Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo militar y del despotismo
militar a la anarquía.[4]
El capítulo en el que se encuentran estas reflexiones se titula, muy apropiadamente: “Lo
que hace que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido
a los angloamericanos adoptarlo”. En otro lugar he tratado tanto la precisión de las
afirmaciones de Tocqueville respecto a la constitución mexicana de 1824, así como sus
fuentes de información acerca de los asuntos mexicanos y sus instituciones.[5]
¿Qué lecciones extraería un mexicano de mediados del siglo XIX de estas descorazonadas
páginas? La más obvia era que los mexicanos, como muchos otros hispanoamericanos,
carecían de ese peculiar espíritu democrático y cívico que vivificaba y hacía funcionar las
instituciones de los norteamericanos. La razón de esa ausencia se encontraba en factores que
los actores políticos simplemente no podían cambiar: la historia, la cultura y la fortuna. Los
norteamericanos, consignaba Tocqueville, habían nacido iguales. Nosotros, en cambio,
habíamos nacido irremediablemente desiguales.[6] Carecíamos de los “hábitos del corazón”,
las costumbres, que sustentaban la democracia en el norte del continente. En pocas palabras,
La democracia en América no ofrecía ningún consuelo o esperanza a las naciones
hispanoamericanas, desgarradas durante buena parte del siglo por luchas intestinas. Las
razones que explicaban el éxito de los Estados Unidos estaban más allá de la voluntad de las
élites políticas, que por más que se esforzaran, no podían imitar los resultados de los
angloamericanos. Sin embargo, esta lectura del libro fue tozudamente evitada por los
comentaristas mexicanos decimonónicos. Los lectores mexicanos simplemente ignoraron las
afirmaciones de Tocqueville sobre su país. No se ocuparon en rebatir las afirmaciones,
breves, pero contundentes, sobre el futuro de la América hispánica. Ésta fue una omisión del
corazón. ¿A qué obedeció?
Tocqueville fue leído y utilizado de forma polémica en México durante el siglo XIX. Tuvo
impacto fundamentalmente en el pensamiento jurídico y constitucional. Sin embargo, no fueron,
en general, las observaciones sociológicas las que capturaron la atención de los lectores
mexicanos, sino su descripción de las instituciones norteamericanas.[7] Tiene razón Rafael
Rojas cuando señala que en México Tocqueville fue leído más como un expositor laudatorio
que como un crítico de la democracia norteamericana.[8] Los mexicanos buscaban en él al
tratadista, no al sutil observador de la sociedad y las costumbres. La razón de ello es clara.
Como apunta Charles Hale, “para los liberales mexicanos, los Estados Unidos eran el soñado
mundo utilitarista… Los mexicanos, al igual que Tocqueville, vieron allí el reino del interés
propio ilustrado. Los norteamericanos parecían ser capaces de combinar su propio interés con
el de sus conciudadanos”.[9] Sin embargo, existe otra explicación que se discutirá más abajo.
La recepción de Tocqueville en México fue temprana. Los primeros dos volúmenes de La
democracia en América fueron publicados en 1835. Dos años después, en 1837, apareció el
libro en castellano, traducido por A. Sánchez de Bustamante y editado en París por Lecointe.
Carlos A. Echánove documenta que esta traducción fue vendida por los libreros de la ciudad
de México.[10] La obra, según este autor, “vino a ilustrar a nuestros juristas sobre la naturaleza
y funcionamiento del juicio constitucional norteamericano”.[11] Veinte años después, en 1855,
el mismo año en que se convocó a un congreso constituyente, esa misma traducción fue
reimpresa en México por el periódico El Republicano.[12] Una primera observación es que la
influencia en México de La democracia en América parte de una lectura incompleta de la
obra. Ello, como veremos, explica cómo fue recibida y utilizada. Los lectores mexicanos sólo
estuvieron familiarizados con la mitad del libro. En efecto, Tocqueville escribió La
democracia en América en dos partes. La primera, como vimos, fue publicada en 1835
mientras que la segunda apareció en 1840.[13] En la primera parte de la obra, Tocqueville se
ocupa de describir las instituciones de los Estados Unidos y muestra un claro optimismo sobre
el fenómeno democrático. Es cierto que en la primera parte ya aparece de manera prominente
la idea de la tiranía de la mayoría como un problema propio de las sociedades democráticas,
pero no es sino hasta la segunda parte —publicada cinco años después—, cuando Tocqueville
se muestra menos entusiasta y más pesimista sobre los efectos de la igualdad. Esto es
significativo, pues los mexicanos evitaron leer estas prevenciones.
En efecto, hacia 1855, cuando la traducción de Sánchez de Bustamante de la primera parte
de La democracia en América fue reimpresa, hacía quince años que el libro completo (ambas
partes) circulaba por el mundo. Así, los mexicanos optaron por leer sólo las primeras
impresiones de Tocqueville de las instituciones de los Estados Unidos.
Jesús Reyes Heroles popularizó en El liberalismo mexicano (1957-1961) la idea de que
Tocqueville había tenido una importante influencia durante el siglo XIX. En efecto, aduce que
existió una “bienhechora influencia de Tocqueville” en México:
a la lógica interna del movimiento liberal mexicano, a la naturaleza de sus posiciones —su lucha contra los privilegios—,
que inexorablemente lo conducían a incorporar en su ideario el principio democrático de la igualdad, se añadió la
concurrencia teórica bienhechora y muy amplia de los dos primeros volúmenes del libro de Tocqueville. La obra de éste, sus
orígenes y sentido íntimo, personal, la hacían encajar casi a la perfección dentro del cuadro mexicano, y vino a ser en varios
aspectos un fermento para nuestro liberalismo y su cabal enlace con la idea democrática.[14]
De la misma manera, afirma que
Tocqueville ayuda a construir una ciencia política nueva para un mundo nuevo, brindando a nuestros liberales un instrumento
para comprender la sociedad mexicana y las líneas de su posible evolución, permitiéndoles ligar democracia y liberalismo de
una manera inescindible […] Tocqueville contribuye al liberalismo mexicano en cuanto precisa el sentido de la democracia y
de la representación política y tiene aportaciones indudables […] a la teoría del federalismo mexicano y al establecimiento
de las libertades individuales y sus garantías.[15]
Me parece que ésta es una lectura en esencia equivocada de la recepción e influencia de
Tocqueville en México. Entre 1837 y 1871 el impacto de la lectura de Tocqueville en México
parece haberse concentrado en tres áreas: el poder judicial, la cuestión sobre el federalismo y
la importancia del municipio.
TOCQUEVILLE, EL PODER JUDICIAL Y EL CONTROL CONSTITUCIONAL
La lectura de los mexicanos de Tocqueville, como expositor de las instituciones políticas de
los Estados Unidos, privilegió un aspecto en particular: la descripción del poder judicial en
ese país. No es obvia la razón de ello. El capítulo VI, del primer volumen de La democracia
en América se titula: “El poder judicial en los Estados Unidos y su acción en la sociedad
política”.[16] El propio Tocqueville, ciertamente, admitió que la importancia política del poder
judicial era tan grande que había considerado necesario consagrarle “un capítulo aparte” en el
libro. Sin embargo, su análisis institucional no fue ni con mucho lo que propulsó el libro a la
fama inmediata, sino más bien sus tesis sobre el papel de las asociaciones políticas en la
sociedad y el riesgo de la tiranía de la mayoría, ambos temas tratados en la segunda parte del
primer volumen.[17]
El capítulo sobre el poder judicial fue leído por los juristas mexicanos en una clave
singular. En él encontraron una fuente de inspiración para la protección de los derechos y el
control constitucional. A Tocqueville le sorprendió el carácter contencioso de la sociedad
norteamericana y el papel tan destacado que desempeñaban los jueces en ella. “No hay”,
afirmaba, “acontecimiento político en el cual no se intente invocar la autoridad del juez”.[18]
Sin embargo, la intervención política de los jueces se daba de manera oblicua, no directa.
Como en otros lugares, en los Estados Unidos los jueces sólo podían pronunciar sentencia
cuando había un litigio, sólo se ocupaban de casos particulares y, para actuar, siempre debían
esperar a que se les sometiera la causa. Sin embargo, los norteamericanos habían investido a
sus magistrados con el derecho de basar sus decisiones en la constitución más que en las
leyes: “en otros términos, les han permitido no aplicar las leyes que les parezcan
anticonstitucionales”.[19] Ésta fue la idea de Tocqueville que resultó significativa para los
mexicanos a partir de 1837. ¿Por qué?
La respuesta está en que los juristas mexicanos creyeron encontrar soluciones a varios de
los problemas surgidos en el transcurso de los primeros experimentos constitucionales en la
interpretación de Tocqueville sobre el papel político del poder judicial norteamericano. En
primer lugar, atisbaron una forma de proteger los derechos individuales de los ataques de las
autoridades. También entrevieron ahí un recurso para solucionar los frecuentes choques entre
diferentes cuerpos del Estado, en particular, la federación y los estados. Finalmente hallaron
en Tocqueville un camino para lograr el control constitucional.
Tres años después de que La democracia en América empezara a circular en castellano en
México, un abogado liberal, José Fernando Ramírez (1804-1871) —que se había recibido en
1832—, supuestamente citó de forma indirecta a Tocqueville en un voto particular para un
proyecto de reforma de las leyes constitucionales. El voto particular ha sido atribuido a
Ramírez por varios autores, sin embargo, no hay certeza de ello.[20] El autor proponía añadirle
a la Suprema Corte de Justicia la facultad de pronunciarse “sobre la inconstitucionalidad de
una ley”.[21] Para justificar esta atribución aducía:
la idea parecerá a primera vista extraña; pero ni es enteramente nueva, ni carece de sólidos fundamentos, antes se
encontrará apoyada en la razón y la experiencia. Una obra moderna que hizo mucho ruido en Francia, casi se ocupa toda en
demostrar que la paz y la tranquilidad de la República del Norte no se deben a otra cosa que a la influencia que ejerce en
ella su Corte de Justicia.[22]
Esta cita revela una lectura peculiar, aunque común entre los lectores de Tocqueville en
México. Aunque es cierto que en el capítulo sobre los efectos políticos del poder judicial
destaca que los jueces norteamericanos recurrían a la constitución para adjudicar la validez de
las leyes, Tocqueville no discute ahí específicamente el papel de la Suprema Corte, ni habla
de derechos individuales, ni tampoco da cuenta del juicio constitucional (judicial review).
Como se sabe, el judicial review, no estaba originalmente contemplado en el texto
constitucional norteamericano, sino que fue resultado de la jurisprudencia sentada por la corte
en el famoso caso Marbury v. Madison de 1803.[23]
A Tocqueville le preocupaba el papel político que desempeñaban los jueces mucho más
que la idea del control constitucional. En efecto:
cuando se invoca ante los tribunales de los Estados Unidos una ley que el juez estime contraria a la constitución, puede
rehusarse a aplicarla. Ése es el único poder privativo del magistrado norteamericano y una gran influencia política dimana de
él. Hay, en efecto, muy pocas leyes que por su naturaleza escapen durante largo tiempo al análisis judicial, porque hay muy
pocas que dejen de herir un interés individual, que los litigantes puedan y deban invocar ante los tribunales. Ahora bien,
desde el día en que un juez rehúse aplicar una ley en un proceso, ésta pierde al instante una parte de su fuerza moral.
Aquellos a quienes ha lesionado quedan advertidos de que existe un medio de sustraerse a la obligación de obedecerla y los
procesos se multiplican, mientras ella cae en impotencia. Sucede entonces una de estas cosas: o el pueblo cambia su
constitución o la legislatura anula la ley. Los norteamericanos han confiado a sus tribunales un inmenso poder político; pero
al obligarlos a no atacar las leyes, sino por medios judiciales, han disminuido mucho los peligros de ese poder. Si el juez
hubiera podido atacar las leyes de una manera teórica y general, si hubiera podido tomar la iniciativa y censurar al legislador,
hubiera entrado brillantemente en la escena política convertido en el campeón o adversario de un partido, suscitando todas
las pasiones que dividen el país a tomar parte en la lucha. Pero cuando el juez ataca una ley en un debate oscuro y sobre
una aplicación particular, oculta en parte a las miradas del público la importancia del ataque. Su fallo sólo tiene por objeto
lesionar un interés individual, pero la ley no se siente herida más que por casualidad. Por otra parte, la ley así censurada está
destruida: su fuerza moral ha disminuido, pero su efecto material no se suspende. Sólo poco a poco y bajo los golpes
repetidos de la jurisprudencia, llega a sucumbir al fin. […] Si el juez no pudiera atacar a los legisladores sino de frente, hay
épocas en que temería hacerlo y hay otras en que el espíritu de partido lo impulsaría a intentarlo cada día. Así sucedería que
las leyes podrían ser atacadas cuando el poder de donde emanan fuera débil, sometiéndose a ellas sin murmurar cuando
fuera fuerte; es decir, que a menudo se atacaría a las leyes cuando fuera más útil respetarlas, respetándolas cuando fuera
fácil oprimir en su nombre.[24]
En junio de 1840, un mes antes de que el autor del voto particular propusiera dotar a la
Suprema Corte de la facultad de revisar la constitucionalidad de las leyes, se publicó en el
diario El Demócrata de la ciudad de México un extenso editorial titulado “Poder Judicial”.
De acuerdo con Echánove, en esa nota,
hablándose de las excelencias del sistema yanqui, según Tocqueville, se dice: “siendo, pues, todo lo que se practica entre
nosotros absolutamente contrario al sistema que se sigue en los gobiernos y en los pueblos bien administrados, en los cuales
se deja obrar a la fuerza moral que prestan las sentencias de los tribunales, no puede negarse que es ya del todo punto
necesario el establecimiento de un orden en que se dé poco a la autoridad política, y se ensanche la esfera de las
atribuciones del poder judicial. Los norteamericanos han buscado en éste el apoyo de sus leyes, y para ello no sólo han
investido de facultades propias de su resorte, sino también de otras de diferente naturaleza, hasta haberlo hecho casi el
primer poder de la República […] Por este medio vendremos a conseguir que, auxiliada la teoría por la experiencia, se
generalice la opinión por el establecimiento de un poder judicial que nos preste las ventajas de un poder neutro […] que
sirva de antemural al ciudadano oprimido, contra los abusos de aquel que disponga de la fuerza material”.[25]
Carlos A. Echánove le adjudica este editorial a Manuel Crescencio Rejón (1799-1849),
pues en esa época el general José María Tornel —miembro del Supremo Poder Conservador
—, acusó a Rejón de ser parte de la redacción del diario en cuestión.[26] Rejón encontró
inspiración en la misma fuente teórica para un proyecto similar al de Ramírez; Rejón no había
estudiado leyes sino filosofía en Yucatán. Según Daniel Moreno,
las corrientes más importantes del pensamiento europeo, con la influencia directa de Alexis de Tocqueville, unidas a la
preocupación permanente por las libertades en México, llevaron a Rejón a postular dos principios en los que constantemente
se apoyó: el primero fue la independencia del poder judicial, al que se estimó se le deberían otorgar las facultades suficientes
para que el equilibrio y la colaboración de poderes fuera efectiva. El segundo fue la creación del juicio de amparo, que
planteó en 1840 en la constitución yucateca de ese año.[27]
De la misma manera, Reyes Heroles afirma: “en cuanto a la inspiración teórica del recurso
de amparo, con su mala interpretación creadora, no cabe dudar que en Rejón y en Otero es la
misma: Alexis de Tocqueville”.[28]
Rejón, quien en 1840 había fungido fugazmente como ministro del interior de Valentín
Gómez Farías, regresó ese año a Yucatán, estado que se había rebelado contra el régimen
centralista. Ahí encabezó una comisión encargada de proponer reformas a la constitución local
de 1825. De acuerdo con Héctor Fix-Zamudio, en el proyecto de reformas del 23 de diciembre
de 1840 “se observa una clara tendencia para conferir de manera exclusiva al órgano judicial,
y en especial, a la Corte Suprema de Justicia del estado, la función de control constitucional”.
[29] En la exposición de motivos del proyecto, Rejón glosaba y citaba parte de la
argumentación de Tocqueville:
Así es que, aunque según el proyecto, se da al poder judicial el derecho de censurar la legislación, también se obliga a
ejercerlo de una manera oscura y en casos particulares, ocultando la importancia del ataque a las miras apasionadas de las
facciones. Sus sentencias, pues, como dice muy bien Tocqueville no tendrán por objeto más que el descargar el golpe sobre
un interés personal, y la ley sólo se encontrará ofendida por casualidad. De todos modos, la ley así censurada no quedará
destruida; se disminuirá sí su fuerza moral, pero no se suspenderá su efecto material. Sólo perecerá por fin poco a poco y
con los golpes redoblados de la jurisprudencia, siendo además fácil de comprender que encargando al interés particular
promover la censura y las leyes, se enlazará el proceso hecho a éstas con el que se siga a un hombre; y habrá por
consiguiente seguridad de que la legislación no sufrirá el más leve detrimento cuando no se la deje expuesta por este sistema
a las agresiones diarias de los partidos.[30]
Así, Rejón concluía:
En resumen, señores, la comisión al engrandecer al poder judicial, debilitando la omnipotencia del legislativo, y
poniendo diques a la arbitrariedad del gobierno y sus agentes subalternos, ha querido colocar las garantías
individuales, objeto esencial y único de toda institución política, bajo la salvaguarda de aquél, que responsable de su actos,
sabrá custodiar el sagrado depósito que se confía a su fidelidad y vigilancia. Por eso no sólo consulta que se le conceda la
censura de las leyes en los términos ya indicados, sino también que se le revista de una autoridad suficiente para proteger al
oprimido contra las demandas de los empleados políticos del ejecutivo del Estado.[31]
La idea de Rejón es retomada por Mariano Otero (1817-1850), quien en el proyecto de
reformas —que incluía su voto particular— del 5 de abril de 1847, sobre la restauración de la
constitución de 1824 propuso que:
los tribunales de la Federación ampararán a cualquier habitante de la República en ejercicio y conservación de los derechos
que le concedan esta Constitución y las leyes constitucionales, contra todo ataque de los poderes Legislativo y Ejecutivo, ya
de la federación, ya de los estados, limitándose dichos tribunales a impartir su protección sobre el caso particular sobre que
verse el proceso, sin hacer ninguna declaración general respecto de ley o del acto que lo motivare.[32]
Así, advierte Fix-Zamudio, “como ocurrió con Rejón en el proyecto yucateco de 1840,
también se advierte una influencia directa del pensamiento de Alexis de Tocqueville, cuya
obra conocía Mariano Otero con profundidad, pues lo mencionó con frecuencia en la
exposición de motivos de su voto particular”.[33]
En efecto, Otero citó a Tocqueville para defender su propuesta de mantener el senado: “En
los Estados-Unidos, observa el autor de la Democracia en América, que ‘el senado reúne los
hombres más distinguidos, asegurando que todas las palabras que salen de aquel cuerpo harían
honor a los más grandes debates parlamentarios de la Europa’ ”.[34] Y, más importante, para
sustanciar la propuesta de establecer el amparo:
los ataques dados por los poderes de los estados y por los mismos de la federación a los particulares, cuentan entre nosotros
por desgracia, numerosos ejemplares, para que no sea sobremanera urgente acompañar el restablecimiento de la Federación
con una garantía suficiente para asegurar que no se repetirán más. Esta garantía sólo puede encontrarse en el poder judicial,
protector nato de los derechos de los particulares, y por esta razón el solo conveniente.
Después de citar a Willemain, se refiere claramente al análisis de Tocqueville en La
democracia en América:
En Norte-América este poder salvador provino de la constitución, y ha producido los mejores efectos. Allí el juez tiene que
sujetar sus fallos antes que todo a la Constitución; y de aquí resulta que cuando la encuentra en pugna con una ley
secundaria; aplica aquella y no ésta, de modo que sin hacerse superior a la ley ni ponerse en oposición contra el poder
Legislativo, ni derogar sus disposiciones, en cada caso particular en que ella deba herir, la hace impotente. Una institución
semejante es del todo necesaria entre nosotros.[35]
El alegato perduró. La idea del amparo, amparada por la autoridad de Tocqueville,
reapareció el 16 de junio de 1856 en el proyecto de constitución de los diputados de la
facción radical: Ponciano Arriaga, León Guzmán, José María Mata y otros.[36] Los miembros
de la comisión que redactaron el proyecto pretendían “establecer un institución similar a la
revisión judicial norteamericana, de acuerdo con la divulgación que de la misma había
efectuado Alexis de Tocqueville”.[37] En su exposición de motivos propusieron la intervención
de los jueces para resolver las controversias entre la federación y los estados. Para sustentar
la propuesta citaron largamente a Tocqueville en lo referente a la organización de los
tribunales:
Las dudas y controversias entre la federación y los estados, y entre ésta y aquéllos, se resuelven y califican naturalmente
por los mismos medios legales de que usan los individuos cuando litigan sus derechos. No invocan su exclusiva autoridad, ni
cada uno delibera como parte y como árbitro, ni se retan y se tiran guantes, ni apelan a las armas: van ante un tribunal, y allí,
en un juicio con todas sus formas, se decide la contienda, con la diferencia de que en el litigio de un individuo con otro, la
sentencia es directa, universal, positiva, comprende todo el círculo de los derechos discutidos, mientras que en la contienda
entre un soberano, la sentencia es indirecta, particular, negativa, no hace declaraciones generales, ampara, declara libres a
los particulares quejosos de la obligación de cumplir la ley o el acto de que se quejan, pero deja intacta, con todo su vigor y
prestigio, no ataca de frente a la autoridad de que emanó la ley o el acto que dio motivo al juicio. Ésta nos parece la teoría
más trivial y más obvia para la decisión de las controversias que se promueven en la práctica del sistema federal y así la
explana el Sr. de Tocqueville en su preciosa obra de la democracia en América del Norte: “Los gobiernos por lo general,
dice, no tienen más que dos medios de vencer las resistencias que les oponen los gobernados: la fuerza material que
encuentren en sí mismos o la fuerza moral que les prestan las sentencias de los tribunales. Un gobierno que no tenga más
que la guerra para hacer obedecer sus leyes estará muy cerca de su ruina, sucediéndole probablemente una de dos cosas: si
es endeble y moderado, no empleará la fuerza sino hasta la última extremidad y dejará pasar imperceptibles un sin número
de desacatos parciales, en cuyo caso el Estado iría cayendo a pausas en una anarquía; y, si arrojado y pujante recurriría
cada día al uso de la violencia, en breve se viera degenerar en un puro despotismo militar. El gran objeto de la justicia es
sustituir la idea del derecho a la violencia y colocar promediadores entre el gobierno y el uso de la fuerza material […] La
fuerza moral de que están dotados los tribunales hace escasear muchísimo el empleo de la fuerza material sustituyéndose a
ella en los malos casos, y cuando es preciso por fin que esta última emprenda, duplica su poder al arrimo de otra […] Un
gobierno federal debe apetecer más que otro, el conseguir el apoyo de la justicia, porque de suyo es más endeble y se
pueden con más facilidad organizar contra él resistencias […] Por consiguiente para hacer que obedezcan los ciudadanos
sus leyes y rechazar las agresiones que de esto resulten, la Unión tenía urgencia particular de los tribunales […] ¿De qué
tribunales podía servirse? […] Sin dificultad se prueba que la Unión no podía adoptar para su uso la potestad judicial
establecida en los Estados […] Los legisladores de América convinieron, pues, en crear un poder judicial federal para
aplicar las leyes de la Unión y decidir ciertas cuestiones de interés general que fueron definidas esmeradamente con
anterioridad”.[38]
Así, la comisión concluía,
no habrá, pues, en lo adelante, y siempre que se trate de leyes o actos anti-constitucionales, ya de la federación, ya de los
estados, aquellas iniciativas ruidosas, aquellos discursos y reclamaciones vehementes en que se ultrajaba la soberanía
federal o la de los Estados, con mengua y descrédito de ambas, y notable perjuicio de las instituciones; ni aquellas
reclamaciones públicas y oficiales que muchas veces fueron el preámbulo de los pronunciamientos: habrá sí un juicio
pacífico y tranquilo, y un procedimiento en formas legales, que se ocupe de pormenores y, que dando audiencia a los
interesados, prepare una sentencia que si bien deje sin efecto la ley de que se apela, no ultraje ni deprima al poder soberano
de que ha nacido, sino que invoque por medios indirectos a revocarla por el ejercicio de su propia autoridad.[39]
Ante la impugnación de Ignacio Ramírez, de que el poder que derogaría las leyes no sería
el que las había hecho, Ponciano Arriaga respondió que
el sistema que se discute no es inventado por la comisión, está en práctica en los Estados Unidos y ha sido admirado por los
insignes escritores que han comentado las instituciones americanas […] el orador expone varias de las doctrinas de Paul de
Flotte y, concretándose después a la cuestión, cita a Tocqueville, que ha explicado las ventajas del sistema que consulta la
comisión.[40]
En los debates de 1856-1857 los constituyentes también invocaron a Tocqueville en la
discusión sobre el juicio político:
El señor Tocqueville, comparando el juicio político de los Estados Unidos con el acostumbrado en Francia y otros países
europeos, dice: “En Europa los tribunales políticos pueden aplicar todas las disposiciones del código penal: en América,
cuando han quitado al culpable el carácter público de que estaba revestido y le han declarado indigno de ocupar cargos
políticos en lo sucesivo, está extinguiendo su derecho y principia la incumbencia de los tribunales ordinarios…” En Europa el
juicio político es más bien un acto judicial que una providencia administrativa. Lo contrario se ve en los Estados Unidos, y es
fácil de convencerse de que el juicio político es allí mucho más lo segundo que lo primero. El blanco principal del juicio
político en los Estados Unidos es por consiguiente retirar el poder al que hace mal uso de él, e impedir que este mismo
ciudadano esté revestido de él en lo sucesivo.[41]
La autoridad intelectual de Tocqueville es manifiesta en Ramírez, Rejón, Otero y varios de
los constituyentes de 1856-1857. Sin embargo, es posible que estos personajes leyeran más de
lo que había en La democracia en América. Incluso podemos proponer un efecto negativo, no
bienhechor como quería Reyes Heroles, de la lectura de Tocqueville para la evolución
jurídica mexicana. Tocqueville tenía dos razones sustantivas para considerar positivamente la
idea de que los fallos particulares de los jueces no surtieran efectos generales en los Estados
Unidos. La primera era que el enfrentamiento directo entre los jueces y los legisladores
disminuiría la eficacia de la ley misma. En efecto, los jueces sólo atacarían la ley cuando el
partido del que surgieran fuera débil y temerían, en cambio, echarlas abajo cuando la facción
de la que emanaran fuera fuerte. De esta forma, “a menudo se atacaría a las leyes cuando fuera
más útil respetarlas, respetándolas cuando fuera fácil oprimir en su nombre”.[42]
La segunda razón era de prudencia política. El conflicto entre la federación y los estados
era inevitable. En efecto, la constitución reconoce a los estados el poder de hacer leyes.
Esas leyes pueden violar los derechos de la Unión. Aquí, necesariamente, se encuentran en lucha con la soberanía del
Estado que ha sancionado la ley. No queda, pues, más que escoger entre los medios de acción el menos peligroso. […] la
justicia federal se encuentra en pugna con la soberanía del Estado; pero no la ataca sino indirectamente y sobre una
aplicación de detalle. Lesiona así la ley en sus consecuencias y no en su principio. No la destruye, pero la desfigura.[43]
En otras palabras, para evitar el conflicto abierto entre poderes, Tocqueville aprobaba que
los fallos judiciales no surtieran efectos generales por razones puramente prudenciales.
Ramírez, Rejón y Otero confundieron una justificación prudencial por una doctrinal. Quienes
sí reconocieron de modo correcto su naturaleza fueron los constituyentes de 1856-1857. Sin
embargo, los mexicanos añadieron, a la idea del papel político de los jueces de Tocqueville,
la idea de que esas acciones debían servir fundamentalmente para proteger derechos
individuales, aspecto que el francés no menciona. Tocqueville tampoco se refería, en las
partes citadas y repetidas, a la Suprema Corte, sino a la judicatura federal en general.
Sin embargo, el problema central es que la interpretación de Tocqueville del control
constitucional en los Estados Unidos era deficiente. En efecto, Tocqueville no menciona el
juicio constitucional, originado en la jurisprudencia de Marbury v. Madison, en el cual la
Suprema Corte sí echa por tierra, por así decirlo, aquellas leyes que encuentra en conflicto
con la constitución. Lo hace, como en el caso que lo fundó en 1803, de manera abierta y
política. Tocqueville tampoco pareció entender a cabalidad el sistema de frenos y contrapesos
(checks and balances) de la constitución norteamericana.[44] Los constituyentes
norteamericanos buscaban de manera deliberada proporcionar a los poderes del Estado armas
institucionales de defensa en un conflicto que sabían inevitable. Así, una de las características
más cuestionables del juicio de amparo mexicano, la falta de un efecto general de los fallos,
encontró en La democracia en América un apoyo. Estas deficiencias de interpretación de
Tocqueville explican por qué, a la postre, su análisis institucional fue prácticamente
olvidado… salvo por los mexicanos.
EL FEDERALISMO
Según Jesús Reyes Heroles, La democracia en América,
influye decisivamente en nuestra evolución jurídica política, ayudando al federalismo mexicano en cuanto: 1.– Permite
entender el papel de los Estados dentro del principio de la soberanía del pueblo; 2.– Facilita la comprensión del papel y
sentido de la Constitutción federal; 3.– Explica la acción del poder judicial en el régimen federal; 4.– En unas cuantas
páginas resume el juicio constitucional y el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes en los Estados Unidos.
[45]
¿Es correcta esta interpretación? Para justificar sus propuestas, algunos federalistas
mexicanos recurrieron al análisis de Tocqueville sobre el federalismo. Reyes Heroles
documentó la utilización de sus argumentos en la defensa que Mariano Otero realizó del
sistema federal en 1842.[46] Según Reyes Heroles, la doctrina federalista expuesta por
Tocqueville “era exigencia de nuestra propia historia. Habíamos pasado por las amargas y
dolorosas experiencias que nos llevaron a adoptar y enriquecer la magistral solución
norteamericana expuesta a través de la honda y reflexiva sabiduría del prudente Alexis de
Tocqueville”.[47]
Esta intervención “tocquevilliana” ocurrió en un debate constitucional sobre el
federalismo. En efecto, en 1842 un congreso compuesto de una mayoría de federalistas fue
electo a pesar de la oposición del general Antonio López de Santa Anna. El 10 de julio de
1842 la asamblea constituyente abrió sus sesiones. Se nombró una comisión redactora
compuesta por siete miembros. Cuatro de ellos favorecían el centralismo, mientras que los
otros tres apoyaban un sistema republicano federal. Los cuatro centralistas fueron Antonio
Díaz Guzmán, Joaquín Ladrón de Guevara, José Fernando Ramírez y Pedro Ramírez. Los
miembros de la minoría federalista fueron Mariano Otero, Octaviano Muñoz Ledo y Juan José
Espinosa de los Monteros. El 26 de agosto de 1842 fueron presentados dos informes al pleno
del Congreso. El primero estaba firmado por cuatro miembros de la comisión, y el segundo
era un informe de la minoría compuesta por los otros tres. Mientras que los federalistas
dominaban el Congreso, los centralistas tenían la mayoría en la comisión redactora. Cuando el
proyecto de los centralistas se presentó ante el pleno fue derrotado y regresado a la comisión.
Ésta, entonces, reescribió la propuesta, y el 3 de noviembre de 1842 presentó un nuevo
proyecto. En éste se intentó construir un puente entre federalistas y centralistas. Sin embargo,
el 11 de diciembre de 1842 —antes de que se discutiera en el Congreso este nuevo proyecto—
hubo un pronunciamiento en el pueblo de Huejotzingo. Al cual, en las siguientes semanas, se
unieron varias guarniciones al interior del país. Era obvio que todo el proceso había sido
orquestado por el gobierno central. El 19 de diciembre Santa Anna cerró el Congreso y
desbandó a los diputados. La constitución de 1842 se abortó porque no satisfizo los deseos del
caudillo.
La exposición de motivos de la mayoría centralista de la comisión afirmaba sobre el
federalismo:
Hay entre nosotros una palabra que, cual la entendemos y hemos visto practicar, es objeto de justa maldición y de merecido
descrédito; tal es la de centralismo. Esta palabra ha corrido una peor suerte que la de federalismo; su subversión ha sido
más completa, y así hemos justificado plenamente la observación que hace el autor citado [Tocqueville] en las siguientes
palabras: “la centralización es una voz nueva que se está repitiendo sin cesar todos los días, y cuyo sentido nadie en general
procura deslindar”. En efecto, la voz centralización, no significa en los Estados Unidos, ni es otra cosa, que federación; la
centralización es el primer elemento de su fuerza; es la base de su constitución y el principio motor de sus instituciones
sociales; la centralización es la que recomendaba el padre de la federación y de la independencia del Norte, en aquellas
palabras de su carta de despedida. Es tal el influjo que ejercen los hábitos y tal la magia de las palabras, que nosotros
mismos sentimos repugnancia a aceptar que la centralización es la base sobre que descansa el sistema federativo, porque la
voz centralismo es de infando recuerdo para los mexicanos, y a ella se asocian luego las ideas de despotismo, concusión,
inmoralidad y miseria; pero tal es la verdad de las cosas, y tal la esencia del sistema federativo; tal es, en fin, el principio
bajo el que funda Montesquieu su definición, y por el cual encomia las repúblicas federativas: “su constitución, dice, tiene
todas las ventajas interiores del gobierno republicano, y la fuerza exterior de la monarquía”. Es preciso tener muy a la vista
esta distinción, porque sin ella es imposible comprender la esencia del sistema federativo, y más imposible aún que podamos
entendernos los mexicanos, entendido el estado de confusión a que han llegado nuestras ideas políticas por la subversión de
las palabras. La centralización gubernativa es, pues, la base del sistema federativo, y de la dosis que contenga dependerá
esencialmente que aquel sea más o menos vigoroso. Aquella se encuentra en la constitución del Norte, y no como quiera,
sino revestida de formas, que a juicio del mismo autor, “la autoridad nacional está allí más centralizada bajo algunos
aspectos, de lo que lo estaba en la misma época en varias de las monarquías absolutas de Europa, tales como España y
Francia”.[48] Es pues, cierto, que el centralismo, tomado en una de sus formas, no sólo no es el enemigo, sino que es el
elemento primordial de la federación, y que por consiguiente, los que quieran federación, han de querer forzosamente
centralización.[49]
En La democracia en América tanto centralistas como federalistas encontraron un arsenal
de ideas y argumentos que podían utilizar en sus luchas políticas. De acuerdo con la mayoría
de la comisión,
Mr. de Tocqueville, dice, “Existen dos especies de centralización muy distintas, que importa conocer perfectamente. Ciertos
intereses son comunes a todas las partes de la nación, a saber, la formación de las leyes generales y las relaciones del
pueblo con los extranjeros. Otros intereses son especiales a ciertas partes de la nación, como por ejemplo, las empresas
de los distritos. Concentrar en un mismo lugar o en una misma mano la facultad de dirigir los primeros, es fundar lo que yo
llamaré centralización gubernativa. Concentrar del mismo modo la facultad de dirigir los segundos, es fundar lo que
nombraré centralización administrativa”.[50]
De acuerdo con Antonio Díaz Guzmán, Joaquín Ladrón de Guevara, José Fernando
Ramírez y Pedro Ramírez, el error de la constitución centralista de 1836 había sido creer que
el mal se encontraba únicamente en la poca centralización del gobierno y ya no pensaron en otra cosa que en reforzarla. Se
avanzaron tanto en este terreno, que traspasando los justos linderos, erigieron en sistema político la centralización
administrativa, acumulando ambas en unas mismas manos. A este orden de cosas dimos el nombre de centralismo, y a
esta palabra la acompañamos siempre con una justa maldición. “Si la autoridad que dirige las sociedades americanas”, dice
Tocqueville, “encontrase a su disposición los medios de gobierno que proporcionan la centralización gubernativa y la
administrativa y juntase con el derecho de mandar, la facultad y el hábito de ejecutarlo todo por sí misma, si después de
haber sentado los principios generales del gobierno, se internara en los pormenores de la aplicación, y después de haber
arreglado los grandes intereses del país, pudiese descender hasta el límite de intereses individuales, en breve sería
desterrada del Nuevo Mundo la libertad”.[51]
Mariano Otero, a la sazón miembro de la minoría federalista de la comisión, objetó esta
interpretación de Tocqueville en un prolijo discurso. La mayoría confundía ambos tipos de
centralización:
¿Por qué esta confusión? ¿Por qué esta contradicción? Creo que se puede resolver [afirmaba Otero] diciendo simplemente
que la teoría del poder gubernativo y administrativo no se entendió; que ella no puede explicar el sistema federal, que
Tocqueville de ninguna manera recurre a ella; y que sirviendo sólo para explicar las relaciones del común o municipio con
el Estado y no del Estado con el centro federal, todo se confundió aplicando al centro lo que se decía del común.[52]
En el capítulo V de la obra Tocqueville ni siquiera había comenzado a discutir la relación
entre el gobierno nacional y los estados federados. Más adelante, Otero afirma que
Tocqueville
nunca dio la centralización administrativa a los estados de la Unión, ni les quitó tampoco la gubernativa: por el contrario, ya
vimos que cree que esta última (la que se les niega) reside en ellas muy fuertemente, y que la primera (la que se les
concede) les es del todo extraña. […] ¿De dónde, pues, pudo ocurrir a los señores de la comisión un semejante trastorno?
¿Por qué confundieron ideas distintas, y por qué, equivocándolo todo, adoptaron como clase el confundir el común
[township] con el Estado, y al Estado con el centro, para ver así que su edificio se desplomaba por la base?[53]
Para Otero, Tocqueville presentaba las claves institucionales de un federalismo exitoso:
definir el poder nacional como de excepción y el local y estatal como normal, concederle al
gobierno federal la capacidad no sólo de hacer leyes nacionales sino de ejecutarlas él mismo,
y que el gobierno de la Unión tuviera por gobernados no a los estados sino a los individuos.
La mayoría de la comisión había pasado por alto todas estas innovaciones mencionadas por
Tocqueville. Por ello, recelaba del federalismo.
¿Estaba Otero en lo correcto? Su lectura de los capítulos mencionados de La democracia
en América es, ciertamente, más exacta. Con todo, no era menos ingenua que la de la mayoría
centralista. Por ningún lugar se observa la “beneficiosa influencia de Tocqueville” en los
liberales mexicanos, como pomposamente la llamó Reyes Heroles. La clave del federalismo
para este autor estaba en las costumbres, no en las instituciones. Y eso simplemente fue
ignorado por Otero. En estricto sentido, Tocqueville era inutilizable para los fines tanto de
centralistas como de federalistas. No sólo los malos lectores de la comisión consideraban
inviable el federalismo en México; Tocqueville mismo lo había hecho también. Como se ha
dicho, las líneas críticas de México —citadas al comienzo— se hallan en el capítulo “Lo que
hace que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido a los
angloamericanos adoptarlo”. El argumento es contundente: no se trataba de un mal
entendimiento de los tipos de centralización y sus respectivos ámbitos de competencia; se
trataba de algo más estructural y definitivo: la ausencia de un espíritu singular, capaz de
animar los engranajes del sistema federal. El obstáculo, contra lo que Otero quería pensar, no
era institucional. Los mexicanos no podían siquiera admitir la tesis de Tocqueville, porque no
tenían respuesta a ella. La objeción de Tocqueville no era ad hominem, contra la joven
república. Una descentralización exitosa exigía muchas condiciones. “Los partidarios de la
centralización en Europa”, escribió Tocqueville en ese mismo capítulo, “sostienen que el
poder gubernamental administra mejor las localidades de lo que ellas mismas podrían hacerlo;
esto puede ser cierto, cuando el poder central es iluminado y las localidades no tienen cultura,
cuando es activo y ellas son inertes, cuando tiene la costumbre de actuar y ellas la de
obedecer”.[54] Lo que Otero y otros federalistas habrían tenido que demostrar de forma
empírica era que en México el pueblo, las localidades, era “ilustrado, despierto en relación
con sus intereses, y habituado a pensar en ellos”, como en Norteamérica. Aunque Tocqueville
era un partidario abierto de la descentralización, debido a sus virtuosas consecuencias
políticas, no podía dejar de admitir sus dudas:
Confieso que es difícil indicar de una manera cierta el medio de despertar a un pueblo que dormita, para darle pasiones y
luces que no tiene; persuadir a los hombres que deben ocuparse de sus negocios es, no lo ignoro, una empresa ardua. Sería
a veces menos difícil interesarlos en los detalles de la etiqueta de una corte que en la reparación de su casa común.[55]
Hablaba, es obvio, por experiencia propia. Y lo mismo veía de manera indirecta en
México. Curiosamente, fue la iniciativa de un pueblo, Hujotzingo, la que dio al traste con los
trabajos, tanto de centralistas como de federalistas, en el congreso constituyente. El
pronunciamiento no era precisamente el tipo de activismo cívico que Tocqueville veía con
buenos ojos en las localidades.
LA ESCOLÁSTICA DEMOCRÁTICA
Por obvias razones, la mayoría de los constituyentes hispanoamericanos del siglo XIX estaba
más preocupada por los aspectos institucionales que por los principios abstractos de la
filosofía política. De ahí el interés en obras como el Curso de política constitucional de
Benjamin Constant. Sin embargo, los debates sobre los principios de gobierno tienen un lugar
en los episodios constitucionales mexicanos. En su crítica al dictamen de la mayoría, Mariano
Otero expuso la confusión entre “soberanía popular” y “democracia”. Los centralistas habían
consignado:
La comisión reconoce que la soberanía reside esencialmente en el pueblo, y de este principio es consecuencia necesaria que
la democracia sea la basa elemental de las instituciones que deben regirlo: decimos basa elemental y tomamos esta frase en
todo el rigor de su sentido, para manifestar que la democracia será el primer elemento de nuestras instituciones, que ella
dominará en su organización; pero que no será la forma de nuestro gobierno.[56]
Otero criticó esta interpretación, aduciendo que la comisión confundía el origen de la
legitimidad con la forma de gobierno. Cita pasajes de Destutt de Tracy y de Rousseau para
demostrar que el pueblo soberano podía adoptar como forma de gobierno la democracia, la
aristocracia o la monarquía.
Cuando se proclama [adujo] la soberanía del pueblo no se proclama como dice el proyecto, el imperio de la democracia, ni
se le constituye en primer principio ni a ella ni a alguna otra forma de gobierno, sino que reconociéndose únicamente como
dice Destutt de Tracy, que la nación tiene derecho de modificar y variar su constitución y que ningún poder tiene el de
oponerse a la voluntad general manifestada en las formas convenidas se reconoce por el contrario que la nación tiene
derecho de adoptar cualquier forma de gobierno.[57]
La facción centralista respondió a este argumento por medio del ministro de guerra, José
María Tornel, en un discurso pronunciado el 12 de octubre de 1842, y publicado en la prensa
hasta el 30 de noviembre de 1842, apenas 11 días antes del pronunciamiento en Huejotzingo, y
cuando en el Congreso se debatía el nuevo dictamen de la comisión de redacción presentado
el 3 de noviembre. Tornel empleó a Tocqueville para defender el dictamen de la mayoría. En
su discurso hizo una larga cita del capítulo 3 de la segunda parte de La democracia en
América:[58]
¿Cómo podría desentenderse la comisión de fijar como base a la democracia, tratándose de dar constitución para un pueblo,
y especialmente para un pueblo americano? Obrando la comisión con el intento de conservar un centro de acción para el
movimiento social, la democracia era para ella una necesidad, porque el centralismo es, aunque parezca una paradoja, su
primera tendencia. Así lo piensa el ilustre académico Alexis de Tocqueville, el mismo que es justamente considerado como
el apóstol de las democracias y el que ha logrado hacer popular la constitución de Estados Unidos de América. “El odio”,
dice, “que los hombres profesan a los privilegios, se aumenta a proporción que ellos son más raros y menores, de modo que
puede asegurarse que las pasiones democráticas se inflaman más cuando encuentran menos aliento. Yo he dado ya la razón
de este fenómeno. Cuando todas las condiciones son desiguales, no hay desigualdad tan grande que pueda herir los
intereses, al paso que la más pequeña desemejanza parece que choca en el seno de la uniformidad general; su vista que
llega a ser más insoportable, a medida que la uniformidad es más completa. Es, pues, natural que el amor de la igualdad
crezca sin cesar con la igualdad misma; se desarrolla cuando se satisface. Este odio inmortal que incesantemente se
desenvuelve en los pueblos democráticos contra los privilegios especiales, favorece singularmente la concentración
gradual de todos los derechos políticos en las manos del único representante del Estado. Hallándose el soberano
elevado necesariamente y sin réplica sobre todos los ciudadanos, no excita la envidia de ninguno de ellos, y cada uno cree
despojar a sus iguales de la prerrogativa que le concede. […] Todo poder central que sigue sus instintos naturales, ama la
igualdad y la favorece; porque la igualdad facilita singularmente la acción de un poder semejante, lo extiende y lo afirma.
Puede asimismo decirse que todo gobierno central es idólatra de la uniformidad; la uniformidad le evita el examen de una
infinidad de pormenores de que debería ocuparse, si fuera preciso dar la regla para los hombres, en lugar de someter
indistintamente a todos los hombres a la misma regla. Así que, el gobierno apetece lo que los ciudadanos aman, y
naturalmente aborrece lo que ellos detestan. Esta comunidad de sentimientos, que entre las naciones democráticas une de
continuo en un mismo pensamiento a todo individuo y al soberano, establece entre ellos una secreta y permanente simpatía”.
[59]
Las conclusiones que Tocqueville sacaba de este análisis no eran nada halagüeñas: “Creo
que en los siglos democráticos que ahora empiezan, la independencia individual y las
libertades locales serán producto del arte. La centralización será el gobierno natural”.[60] Sin
embargo, Tornel había logrado su cometido: demostrar que la democracia estaba vinculada a
la centralización de una manera indirecta, pero férrea.[61] Satisfecho, afirmó:
He aquí cómo un escritor célebre, que es acusado hasta de exageración en sus principios, conviene en que la centralización
del poder es no solamente una tendencia sino también una necesidad en los pueblos democráticos, y como él raciocina y
prueba, justifica anticipadamente a la comisión que estableció la democracia, como primera base de su proyecto.[62]
Tornel no menciona que Tocqueville encontraba aspectos muy preocupantes en la
centralización. No sólo eso, sino que al referirse al “centralismo”, Tocqueville tenía en mente
un fenómeno mucho más amplio, y peligroso, que la simple organización en departamentos de
una república. Sin embargo, lo que me parece más notable de esta lectura con fines polémicos
no es su parcialidad, sino el hecho de que Tornel estaba dispuesto a utilizar las partes de La
democracia en América realmente originales e importantes: el análisis, no de las instituciones
políticas de los norteamericanos, sino del efecto de la igualdad en diversos aspectos de la
sociedad. En cierto sentido, el empleo retórico de Tocqueville realizado por Tornel era más
sofisticado y creativo que la lectura de Otero, más apegada al texto, pero más plana y formal,
de las partes menos importantes del libro.
Tornel había hallado en Tocqueville otra certeza: la excepcionalidad norteamericana.
México carecía de los hábitos del corazón que hacían que la democracia norteamericana
floreciera. Y ésa era, sin duda, una lectura correcta de La democracia en América.[63] La
vitalidad social estaba ausente en los mexicanos. “Digamos ahora de buena fe”, aducía Tornel
después de citar las virtudes del pionero norteamericano, “si un progreso semejante se
encuentra en nuestro pacífico y casi inerte pueblo”.[64] La conclusión era obvia: “concedamos,
pues, a Tocqueville la razón con que ha asegurado, que es un pueblo excepcional el de los
Estados Unidos”.[65] Tornel también leyó en Tocqueville una prevención mucho más relevante
para México que cualquier aspecto institucional o consideración sociológica: la amenaza que
representaban los Estados Unidos para su vecino del sur. En efecto, Tocqueville afirmó en el
primer volumen de La democracia en América, publicado a mediados de la década de 1830:
El estado de Texas forma parte, como se sabe, de México, y le sirve de frontera del lado de los Estados Unidos. Desde
hace algunos años, los angloamericanos penetran individualmente en esa provincia aún mal poblada, compran las tierras, se
apoderan de la industria y sustituyen rápidamente a la población originaria. Se puede prever que si México no se apresura a
detener este movimiento, Texas no tardará en escapar de sus manos.[66]
En 1842, a unos cuantos años de la intervención norteamericana en México, estas líneas
eran proféticas; Texas se había perdido hacía seis años. Tornel fundamentó su defensa del
centralismo en la debilidad que provocaría el federalismo en México:
en efecto, la república se volverá más débil, cuando está necesitada a ser más fuerte para resistir a las aspiraciones de una
nación poderosa, ¿qué otra cosa es esa revolución de Tejas y el reconocimiento de su independencia, que una amenaza de
marchar sin detenerse hasta ocupar nuestro país? Nos hallamos en la primera línea de defensa, y también en el peligro más
próximo porque somos vecinos de hombres eminentemente emprendedores, que siguen sus naturales instintos cuando
aspiran a mejorar de clima, de suelo, y de recursos para la vida […] Tejas, ese funesto Tejas es el mejor testimonio de que
mis temores no son quiméricos ni exagerados. La federación no es, señores, el verdadero estandarte de la república, el
estandarte que nos servirá de punto glorioso de reunión, es el de la independencia, salpicado todavía con la sangre de
nuestros héroes y nuestros mártires, y que nos veremos precisados a defender con el mismo denuedo, y con iguales riesgos.
Si se pretende que México se llame nación y merezca serlo, es indispensable que nos mantengamos unidos, la desunión es la
única probabilidad de éxito, la sola esperanza de los invasores.[67]
CONCLUSIÓN: OMISIONES DEL CORAZÓN
Si bien, como hemos visto, a Ignacio Ramírez, El Nigromante (1818-1879), no le
convencieron los argumentos sobre el amparo —apoyados en Tocqueville— de la comisión
que preparó el proyecto de constitución en 1856-1857, le dio un uso propio a La democracia
en América. Ramírez encontró en esta obra una confirmación de su profesión de fe
municipalista. En efecto, como señala David A. Brading,
en la esfera de la autoridad política, Ramírez seguía teniendo ante el Estado la habitual desconfianza liberal, pero así como
sus predecesores habían insistido en el sistema federal de estados soberanos para contrarrestar el poder del gobierno
central, él en cambio identificaba el municipio como el bastión principal de la libertad cívica. Para justificar esa preferencia,
citaba la autoridad de Alexis de Tocqueville y el ejemplo de la Comuna de París de 1870.[68]
En 1871 Ramírez escribió que “la soberanía del pueblo no tiene un trono más amplio que
el municipio, y que la independencia individual, ejerciéndose en las asociaciones concejiles,
partiendo de la Holanda y de la Inglaterra, acabará por invadir la Europa con la misma
omnipotencia con que domina en el nuevo mundo”.[69] A ello se debía, según el autor, que la
cuestión municipal se hubiera sobrepuesto “en el día a la cuestión sobre la forma de gobierno.
Antes de inventar un sistema político, protector de las libertades, es necesario que estas
libertades existan; donde no hay municipio sólo hay esclavos”.[70] El Nigromante citó a
Tocqueville como autoridad:
sin alejarnos de nuestro siglo, Tocqueville, describiendo las costumbres norteamericanas, se expresa en estos términos: “la
sociedad concejil existe en todos los pueblos, sean cuales fueren sus usos y sus leyes, pues quien forma los reinos y las
repúblicas es el hombre; y el municipio parece salir directamente de las manos de Dios”.[71]
*
Alexis de Tocqueville nunca propuso que el inusual éxito de los Estados Unidos radicaba en
sus instituciones. Por más admirables que éstas fueran no eran las responsables. La mayoría de
sus lectores mexicanos del siglo XIX pasaron por alto este crucial hallazgo. Tocqueville fue
utilizado por los constituyentes de la misma manera que emplearon a muchos otros autores:
como un arsenal de ideas, propuestas y argumentos diversos. Estas “armas” fueron
combinadas y esgrimidas de forma parcial, a conveniencia de los actores políticos. La
democracia en América no ayudó a iluminar la circunstancia de México porque las ideas
realmente originales de Tocqueville no ofrecían esperanza alguna. Según Reyes Heroles,
la idea federal, aparte de forma jurídica, por estar en la conciencia de los mexicanos, es ideal operante y ninguna mejor
prueba podemos obtener sobre su reciedumbre. La identidad federalismo-liberalismo, tan peculiar de nuestra evolución
política, obedeció a una auténtica necesidad. Fue una forma que permitió la evolución liberal y la consolidación de las
instituciones democráticas.[72]
Mas nada de esto es cierto. Contra lo que propone Reyes Heroles, nada evidente hay en la
vinculación entre federalismo y liberalismo. En cambio, es posible atisbar un efecto negativo
de la influencia de Tocqueville en lo que hace al control constitucional.
[Notas]
Thomas Jefferson a Alexander von Humboldt, 6 de diciembre de 1813, en Thomas
Jefferson, Writings (Nueva York, The Library of America, 1984), p. 1311.
[1]
[2]
Ibid., pp. 1408-1409.
Alexis de Tocqueville, La democracia en América (México, FCE, 1957), segunda parte,
cap. V, p. 237.
[3]
[4]
Ibid., primera parte, cap. VIII, p. 159.
Sobre la afirmación de que México había copiado esencialmente la constitución de los
Estados Unidos, véase José Antonio Aguilar Rivera, En pos de la quimera. Reflexiones sobre
el experimento constitucional atlántico (México, FCE / CIDE, 2000), pp. 24-25. Las notas de
viaje de Tocqueville, editadas por el profesor Pierson, demuestran que Joel Roberts Poinsett,
[5]
primer embajador de los Estados Unidos en México, fue el principal informante de
Tocqueville sobre nuestro país. Véase George Wilson Pierson, Tocqueville and Beaumont in
America (Nueva York, Oxford University Press, 1938), pp. 643-655. Debido a su historial
como intrigante, Poinsett no era el observador más imparcial de la realidad mexicana de la
época. Véase José Antonio Aguilar Rivera, “Tocqueville y México”, El fin de la raza
cósmica (México, Océano, 2001), pp. 133-144.
He intentado realizar un análisis tocquevilliano del siglo XIX mexicano recurriendo a la
ficción y a la imaginación. Véase José Antonio Aguilar Rivera, Cartas mexicanas de Alexis
de Tocqueville (México, Cal y Arena, 1999).
[6]
Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la era de Mora (México, Siglo XXI
Editores, 1994), p. 204.
[7]
Rafael Rojas, “Tocqueville: lecturas mexicanas”, Nexos 22, núm. 262 (octubre de
1999), p. 81.
[8]
[9]
Hale, Liberalismo mexicano, p. 204.
Carlos A. Echánove Trujillo, “El juicio de amparo mexicano”, Revista de la Facultad
de Derecho, núms. 1-2 (enero-junio de 1951), p. 95.
[10]
[11]
Idem.
Alexis de Tocqueville, De la democracia en América, 2 vols., trad. de D. A. Sánchez
de Bustamante (México, Publicación del Republicano, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1855);
Héctor Fix-Zamudio, Ensayos sobre el derecho de amparo (México, Porrúa, 1999), p. 494;
Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, vol. 2 (México, FCE, 1982), p. 259.
[12]
Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, 2 tomos (París, Librairie de
Charles Gosselin, 1840).
[13]
[14]
Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, vol. 2, p. 285.
[15]
Ibid., pp. 285-286.
[16]
Tocqueville, La democracia en América, pp. 106-112.
[17]
Ibid., caps. IV, VII y VIII, pp. 206-13, 254-278.
[18]
Ibid., p. 106.
[19]
Ibid., p. 107.
El texto no se recoge en la compilación de las obras de José Fernando Ramírez de
Ernesto de la Torre Villar publicada por la UNAM. Proyecto de reforma de las leyes
constitucionales de la República Mexicana iniciado por los individuos de la comisión
especial nombrada por la Cámara de diputados para entender en este asunto y leído en la
sesión de junio del presente año (México, Imprenta del Águila, 1840).
[20]
[21]
Ibid., p. 129.
[22]
Ibid., p. 128.
[23]
En su fallo, el juez Marshall estableció: “If it be said that the legislative body are
themselves the constitutional judges of their own powers, and that the construction they put
upon them is conclusive upon the other departments, it may be answered, that this cannot be the
natural presumption, where it is not to be collected from any particular provisions in the
Constitution. It is not otherwise to be supposed, that the Constitution could intend to enable the
representatives of the people to substitute their will to that of their constituents. It is far more
rational to suppose, that the courts were designed to be an intermediate body between the
people and the legislature, in order, among other things, to keep the latter within the limits
assigned to their authority. The interpretation of the laws is the proper and peculiar province of
the courts. A constitution is, in fact, and must be regarded by the judges, as a fundamental law.
It, therefore, belongs to them to ascertain its meaning, as well as the meaning of any particular
act proceeding from the legislative body. If there should happen to be an irreconcilable
variance between the two, that which has the superior obligation and validity ought, of course,
to be preferred; or, in other words, the Constitution ought to be preferred to the statute, the
intention of the people to the intention of their agents”. 5 U.S. at 177-178.
[24]
Tocqueville, La democracia en América, pp. 108-109.
“Poder Judicial”, El Demócrata, 3 de junio de 1840, cit. por Carlos A. Echánove, “El
juicio de amparo”, pp. 97-98.
[25]
[26]
Ibid., p. 98.
Manuel Crescencio Rejón, Manuel Crescencio Rejón. Pensamiento político,
introducción, selección y notas de Daniel Moreno (México, SEP , 1986), p. 25.
[27]
[28]
Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, vol. 3, pp. 266-267.
[29]
Fix-Zamudio, Ensayos sobre el derecho de amparo, p. 483.
Suprema Corte de Justicia, Homenaje a Manuel Crescencio Rejón (México, Suprema
Corte de Justicia, 1960), pp. 63-65, cit. por Fix-Zamudio, Ensayos sobre el derecho de
amparo, p. 485.
[30]
[31]
Idem.
Poder Judicial de la Federación, La Suprema Corte de Justicia, sus leyes y sus
hombres (México, Suprema Corte de Justicia, 1985), p. 140.
[32]
[33]
Fix-Zamudio, Ensayos sobre el derecho de amparo, p. 488.
Mariano Otero, “Voto particular de Mariano Otero (5 de abril de 1847)”, en Ernesto
Díaz Infante Aranda, ed., La Suprema Corte de Justicia, sus leyes y sus hombres, p. 133.
[34]
[35]
Ibid., p. 137.
[36]
Fix-Zamudio, Ensayos sobre el derecho de amparo, p. 492.
[37]
Ibid., p. 493.
“Presentábase una primera cuestión: la constitución de los Estados Unidos, poniendo
enfrente una y otra soberanías distintas, representadas, en cuanto a la justicia, por dos órdenes
de tribunales diferentes; por mucho esmero que pusiese en establecer la jurisdicción de cada
uno de estos dos órdenes de tribunales, no podía menos de haber frecuentes colisiones entre
[38]
ellos […] Creando un tribunal federal se había querido suprimir a las autoridades de los
Estados el derecho de zanjar cada una a su manera las cuestiones de interés nacional, llegando
así a formar un cuerpo de jurisprudencia uniforme para interpretar las leyes de la Unión […]
Así, pues, la cámara suprema (corte judicial) de los Estados Unidos fue revestida del derecho
de dirimir las competencias […] Siempre que se quieren rebatir las leyes de los Estados
Unidos, o invocarlas para defenderse, es preciso acudir a los tribunales federales […] Cuando
un Estado de la Unión publica una ley de esta naturaleza (que invade los poderes de la Unión)
los ciudadanos que se encuentran agraviados por la ejecución de esta ley, pueden apelar a
todos los procesos que dimanan de las leyes de la Unión, sino también a todos los que nacen
de las leyes de los Estados particulares, opuestamente a la constitución. Prohíbase a los
Estados promulgar leyes retroactivas en materias criminales: el sujeto a quien se condene en
virtud de una ley de esta especie puede apelar a la justicia federal. La constitución ha
prohibido también a los Estados, el hacer leyes que puedan destruir o alterar los fueros
adquiridos en virtud de un contrato. Al punto que un particular cree ver en una ley de un
Estado ofende un derecho de esta especie, puede denegar obediencia y apelar a la justicia
federal […] Dados a conocer los fueros de las audiencias federales, no menos importaría
saber como los ejercen. La fuerza irresistible de la justicia en los países en que no está
promediada la soberanía, proviene de que los tribunales en tales países representan toda la
nación en pugna con el sólo individuo a que ha alcanzado la sentencia. Más no siempre es así
en los países en que está dividida la soberanía, encontrando las más veces enfrente de ella, no
a un individuo aislado, sino a una parte de la nación […] Los más constantes conatos del
legislador en las confederaciones, deben encaminarse a que la justicia federal represente la
nación, y el demandante represente un interés particular […] La constitución de los Estados
Unidos se compuso de tal modo (y esta es su obra maestra) que obrando las audiencias
federales a nombre de estas leyes, nunca se ocuparan sino de individuos […] Así, por
ejemplo, cuando mandó la Unión la recaudación de un impuesto, no debió dirigirse a los
Estados para realizarla, sino a cada ciudadano americano según su cuota. La justicia federal
encargada luego de afianzar la ejecución de esta ley de la Unión tuvo que condenar, no al
Estado reacio, sino al contribuyente. Y como la justicia de los demás pueblos, no halló
enfrente de ella sino a un individuo. Mas cuando la Unión en vez de atacar, es reducida a
defenderse, se aumentan los apuros. La constitución reconoce a los Estados el poder de labrar
leyes las cuales pueden violar los fueros de la Unión. Aquí, habiendo una lucha necesaria con
la soberanía del Estado que labrado la ley, no queda más que escoger entre los medios de
acción el más arriesgado […] Es claro que en el caso que acabo de mencionar hubiera podido
la Unión citar al Estado ante un tribunal federal, que declarara nula la ley, lo cual habría sido
el curso más natural de las ideas; pero de este modo la justicia federal se encontraría enfrente
de un Estado, lo que se quería evitar en cuanto era posible. Los americanos han juzgado que
había casi imposibilidad en que una ley nueva no agravie en su ejecución algún interés
particular […] Un estado vende tierras a una compañía: pasando un año una nueva ley dispone
diferente de las mismas tierras, violando así aquella parte de la constitución que prohíbe se
muden los derechos adquiridos por un contrato. Cuando el que ha comprado en virtud de la
nueva ley se presenta para tomar posesión, el poseedor que tiene sus derechos de la
antigüedad, le intenta proceso ante los tribunales de la Unión, y hace declarar nulo su título.
Así en realidad la justicia federal las tiene firmes con la soberanía del Estado; pero sólo la
ataca indirectamente y sobre una aplicación de pormenores, amagando así a la ley en sus
consecuencias, y no en su principio: no la destruye, sí la enerva”. Francisco Zarco, Historia
del Congreso Extraordinario Constituyente (1856-1857) (México, El Colegio de México,
1956), pp. 459-462. Las varias citas de Tocqueville son de La democracia en América, pp.
138-145. Lo curioso es que los miembros de la comisión no echaron mano del capítulo sobre
los efectos políticos del poder judicial, que tanto había impresionado a Ramírez, Rejón y
Otero, sino de las otras secciones del libro en las cuales Tocqueville discute diversos
aspectos del sistema judicial.
[39]
Zarco, Historia del Congreso, p. 462.
[40]
Sesión del 28 de octubre de 1856.
[41]
Idem.
[42]
Tocqueville, La democracia en América, p. 109.
[43]
“Manera de proceder de los tribunales federales”. Ibid., p. 145.
Esto puede verse en el análisis de Tocqueville del poder ejecutivo. Al preguntarse si
la legislatura podía, a pesar del veto del ejecutivo, llevar a cabo sus designios, el autor
respondía que “hay en la constitución de todos los pueblos, cualquiera que sea por lo demás su
naturaleza, un punto en que el legislador está obligado a atenerse al buen sentido y a la virtud
de los ciudadanos […] no hay país en que la ley pueda preverlo todo, y en que las
instituciones deban reemplazar a la razón y a las costumbres”. Ibid., p. 124. Esta visión sin
duda contrasta con la idea de Madison de que sólo la ambición podía contrarrestar a la
ambición y que fronteras entre poderes que no incorporaran esta lógica en el diseño
institucional serían meras “barreras de pergamino”.
[44]
[45]
Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, vol. 3, pp. 353-354.
[46]
Ibid., pp. 372-394.
[47]
Ibid., pp. 394-395.
Tocqueville, “Los efectos de la descentralización administrativa en los Estados
Unidos”, La democracia en América, p. 98.
[48]
Texto del dictamen de la mayoría de la comisión de redacción, cit. por Mariano Otero,
“Examen analítico del sistema constitucional contenido en el proyecto presentado al Congreso
por la mayoría de su Comisión de Constitución”, El Siglo Diez y Nueve, núm. 357, 3 de
octubre de 1842, pp. 2-3.
[49]
Ibid., p. 3. (Alexis de Tocqueville, “Los efectos políticos de la descentralización
administrativa en los Estados Unidos”, La democracia en América, cap. V, p. 97. El párrafo
en cuestión dice: “La centralización es una palabra que se repite sin cesar en nuestros días, y
de la que nadie, en general, trata de precisar el sentido. Existen, sin embargo, dos clases de
centralización muy distintas que importa conocer bien. Ciertos intereses son comunes a toda la
nación, tales como la formulación de leyes generales y las relaciones del pueblo con los
extranjeros. Otros intereses son especiales para ciertas partes de la nación, por ejemplo, los
[50]
de las empresas comunales. Concentrar en el mismo lugar o en la misma mano el poder de
dirigir a los primeros, es constituir lo que llamaré centralización gubernamental. Concentrar
de la misma manera el poder de dirigir a los segundos, es fundar lo que llamaré centralización
administrativa”.)
[51]
Idem.
[52]
Idem.
[53]
Ibid., p. 4.
[54]
Tocqueville, La democracia en América, p. 100. Las cursivas son mías.
[55]
Idem.
El párrafo del dictamen está citado por Otero en su “Examen analítico…”, El Siglo
Diez y Nueve, 3 de octubre de 1842, p. 1.
[56]
[57]
Idem.
“Los sentimientos de los pueblos democráticos están de acuerdo con sus ideas para
inclinarlos a concentrar el poder”, Tocqueville, La democracia en América, pp. 617-618.
[58]
José María Tornel, “Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. General, ministro de
Guerra y Marina D. José María Tornel, en la sesión del 12 de octubre de 1842 del congreso
constituyente, en apoyo del dictamen de la mayoría de la comisión de constitución del mismo”,
El Siglo Diez y Nueve, 30 de noviembre de 1842, p. 1.
[59]
[60]
Tocqueville, La democracia en América, p. 618.
La lectura es equívoca, pues Mariano Otero se había referido a la democracia como
forma de gobierno, mientras que en este capítulo Tocqueville se refiere a ella como igualdad
de condiciones, no como un régimen político. Como muchos han hecho notar, a lo largo de La
democracia en América el significado de la palabra “democracia” se alterna entre uno y otro.
[61]
Tornel, “Discurso…”, p. 1. Y proseguía: “Admitida la democracia como fundamento
de la constitución mexicana, no puede caber duda de que la forma de gobierno debe ser
popular y también representativa porque desde que las repúblicas no han estado reducidas a un
pequeño recinto, como en Grecia, ni sus derechos a una sola ciudad como en Roma, no es
posible que ellos se ejerzan si no es por medio del sistema representativo, que presta
facilidades, excluye el desorden y hace que se encomiende a los ciudadanos más provectos e
ilustrados la dirección de la cosa pública. Así que la discusión justamente se versa,
suponiendo que nuestro gobierno ha de ser y no puede ser más que republicano, sobre el modo
de realizarlo; es decir, que la cuestión propia, y que trataremos con lealtad, es la de si es
conveniente en el estado verdadero y no ideal de la república, el sistema federal desarrollado
en toda su extensión, o más bien el que propone la mayoría de la comisión con un pulso y tino
que tanto merecen un desapasionado elogio”.
[62]
Si la explicación culturalista de Tocqueville sobre el atraso de México y otras
naciones hispanoamericanas era correcta, es completamente otro asunto.
[63]
[64]
José María Tornel, “Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. General, ministro de
Guerra y Marina D. José María Tornel, en la sesión del 12 de octubre de 1842 del congreso
constituyente, en apoyo del dictamen de la mayoría de la comisión de constitución del mismo”,
El Siglo Diez y Nueve, 1 de diciembre de 1842, p. 2.
[65]
Idem.
Tocqueville, “Algunas consideraciones sobre el estado actual y el porvenir probable
de las tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos”, La democracia en América,
cap. X, p. 701, nota 19.
[66]
[67]
Tornel, “Discurso…”, 1 de diciembre, p. 2.
David A. Brading, “El patriotismo liberal y la reforma mexicana”, Mito y profecía en
la historia de México (México, Vuelta, 1988), p. 134.
[68]
[69]
Ignacio Ramírez, Obras, t. II (México, Editora Nacional, 1966), p. 228.
[70]
Ibid., p. 227.
[71]
Ibid., p. 226; Tocqueville, La democracia en América, pp. 77-79.
[72]
Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, vol. 3, p. 395.
SEGUNDA PARTE
LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL
II. VICENTE ROCAFUERTE
Y LA INVENCIÓN DE LA REPÚBLICA
HISPANOAMERICANA
TRAZAR la genealogía del republicanismo hispanoamericano es un reto para los historiadores
de las ideas. A menudo se ha asumido que las nuevas naciones copiaron sin más la
Constitución de los Estados Unidos.[1] Un argumento conservador, que empezó a cobrar forma
en el siglo XIX, atribuía el caos político al desfase entre la realidad social y las instituciones
“ajenas”. Lo cierto es que aquellas repúblicas tomaron varios modelos y los mezclaron de
diversas maneras. El resultado no siempre fue consistente. En algunos casos predominó, sobre
el ejemplo norteamericano, el modelo de la constitución española de Cádiz.[2]
Un rasgo notable del constitucionalismo temprano en Hispanoamérica fue su urgencia. Las
asambleas constituyentes de esos países no se asemejaron a aquella que en Filadelfía redactó
la carta magna norteamericana. No disfrutaron de la tranquilidad política necesaria para la
reflexión. Los congresos constituyentes hispanoamericanos a menudo sesionaron mientras que
los ejércitos insurgentes se hallaban aún en campaña. El faccionalismo y la guerra civil eran
una espada de Damocles que pendía sobre la cabeza de los representantes, al tiempo que
deliberaban sobre las formas institucionales que debían adoptar sus naciones.
Entre los padres de la república en Hispanoamérica destaca un grupo de intelectuales y
políticos que durante la primera etapa de la independencia participaron más como publicistas
y teóricos de la República —como forma de gobierno genérica— que como constituyentes en
sus respectivos países: el guayaquileño Vicente Rocafuerte, el mexicano Servando Teresa de
Mier, y el peruano Lorenzo de Vidaurre, entre otros. Cosmopolitas y viajeros, vivieron de
manera itinerante en Europa, Estados Unidos, Cuba y México. Por un tiempo, la perspectiva de
estos hombres trascendió las fronteras nacionales; escribieron como miembros de una
comunidad cultural más amplia: Hispanoamérica.[3] Aunque algunos de ellos, como Mier,
después participarían en la redacción de constituciones específicas, lo que me interesa
destacar aquí es la distancia de sus primeros escritos frente a los procesos concretos de
construcción institucional. En la América española hay pocos casos de reflexión política
teórica. Por lo general, los constituyentes mexicanos, colombianos, chilenos, etc., deseaban
manuales prácticos, como el Curso de política constitucional, de Benjamin Constant, no
tratados abstractos como Del espíritu de las leyes de Montesquieu.[4] Más que averiguar cuál
era el mejor tipo de régimen, querían saber cuál era el mejor tipo de régimen para ellos y
cómo instituirlo en la práctica. En cambio, los hispanoamericanistas eran continuadores de
los padres fundadores de la república liberal burguesa. Acometieron la tarea de ubicar la
América española en el mapa del republicanismo. En sus mejores momentos se formularon las
mismas preguntas genéricas que sus antecesores, a las que respondieron apelando a referentes
teóricos comunes en la tradición política occidental. Su pensamiento también ofrece algunas
claves para comprender los rasgos distintivos que adquiriría la república en Hispanoamérica.
REPÚBLICA VS. MONARQUÍA
La república en las nuevas naciones adquirió un significado formal. Se definía de manera
negativa: la república era lo contrario y opuesto a la monarquía. La simple antinomia es
engañosa, pues en el pensamiento político de finales del siglo XVIII y principios del XIX estos
dos regímenes no necesariamente se hallaban contrapuestos. Montesquieu había argumentado,
con toda su autoridad, que el rasgo definitorio del régimen monárquico no era la existencia de
un rey. Lo importante era el principio —el honor— que lo animaba.[5] Inglaterra, a pesar de
tener un rey y de no contar con una constitución escrita, era considerada por Montesquieu
como una república. En esa época la distinción era, por un lado, entre gobiernos
constitucionales limitados (las monarquías constitucionales incluidas) y, por el otro, los
regímenes absolutistas y despóticos. La autoridad de los monarcas podía provenir de un texto
constitucional o de la gracia de Dios. Por ello, a pesar de su sencillez formal, no es en
absoluto claro por qué se estableció en Hispanoamérica la antinomia formal repúblicamonarquía.
Tal vez la respuesta se encuentra en los avatares de la historia política española durante la
Restauración. La incapacidad de establecer ahí una monarquía constitucional fue crítica. Como
afirma Rodríguez, los hispanoamericanistas, en su etapa autonomista, fueron al principio
partidarios de las reformas liberales españolas y del régimen inaugurado por la Constitución
de Cádiz, que era, al fin y al cabo, una monarquía.[6] En teoría, se podía ser liberal y estar a
favor de la monarquía constitucional.[7] Sin embargo, el régimen gaditano fue incapaz de
establecerse de manera firme en España. La reacción absolutista, servil, del rey y muchos
sectores de la sociedad española impidieron que se consolidara el gobierno constitucional.
Por ello, a pesar de que los hispanoamericanistas mantenían diversas opiniones políticas, los
unía, como liberales, “una virulenta oposición a Fernando VII”. Así se comenzó a gestar la
antinomia república-monarquía que después formaría parte del léxico político de los
hispanoamericanos. “Monarquía”, que en Europa podía ser compatible con el régimen
constitucional y, por ende, con la república, terminó por ser sinónimo de “monarquía
absoluta”.
Para la segunda década del siglo XIX las élites hispanoamericanas se encontraban
divididas entre los partidarios del constitucionalismo y del absolutismo: liberales y serviles.
Vicente Rocafuerte, heredero de una gran fortuna, fue educado en España y Francia. Al igual
que otros, Rocafuerte creyó que la autonomía de las colonias americanas podría darse dentro
del marco constitucional gaditano. La restauración de la constitución de Cádiz —ocurrida en
1820—, producto de la rebelión de Riego, era motivo de esperanza.
Los hombres de buena voluntad —escribió—, deberían estar buscando la pacificación de América, de tal suerte que
animados por el espíritu de la gran familia española y electrificados por los efectos de la Sagrada Constitución, formemos
instituciones que tengan como su base el entendimiento de nuestro interés recíproco, fortalecido por los poderosos vínculos
de religión y lengua comunes.[8]
Rocafuerte, quien por esas fechas residía en Cuba, fue elegido por una sociedad secreta en
La Habana para viajar a España y recolectar información confiable sobre la actitud de las
recién restauradas Cortes sobre el asunto de la autonomía americana.[9] El ecuatoriano llegó a
Madrid en agosto de 1821. Ahí se percató de las divisiones entre los viejos liberales de 1812,
que eran moderados y los “hombres de 1820”, quienes se hacían llamar “exaltados”. Ambos
bandos confiaban en que el gobierno constitucional triunfaría en esa ocasión.[10] Como afirma
Rodríguez: “a pesar de las serias dificultades que enfrentaba la nación, los liberales
americanos compartían con sus contrapartes españoles la creencia de que el gobierno
constitucional salvaría a la unión”.[11] Rocafuerte habló con los diputados sustitutos por
México, Miguel Ramos Arizpe, quien acababa de ser liberado de prisión, y Francisco
Fagoaga. Ambos le aseguraron que la reconciliación entre la Península y América no sólo era
posible, sino muy probable. De la misma forma, el ministro José Canga Argüelles le informó
que algún tipo de reconciliación entre España y América era imperativa y que el gobierno la
buscaría activamente. Si los separatistas pudiesen ser convencidos de aceptar la constitución,
no habría razón para que no se pudiese llegar a un acuerdo satisfactorio. Los moderados
españoles también le aseguraron a Rocafuerte que las Cortes tratarían de hallar la mejor
manera de reconciliar las aspiraciones americanas con la necesaria unidad nacional.[12]
Sin embargo, “desafortunadamente las esperanzas de lograr un acuerdo fueron disueltas
por el disenso en España. Los absolutistas no aceptarían el gobierno constitucional”.[13]
Además de las divisiones entre los liberales moderados y exaltados, la Santa Alianza amagaba
con intervenir en España. Las acres disensiones en el campo liberal y las amenazas de las
potencias europeas “convencieron a Rocafuerte de que sus primeras impresiones habían sido
equivocadas. Ahora creía que el constitucionalismo sería efímero. Eventualmente las Cortes
serían destruidas y el absolutismo restaurado. Concluyó que la única esperanza de establecer
un gobierno liberal constitucional en América era la separación de España”.[14] Entonces se
embarcó de regreso a Cuba.
Para la historia de la antinomia república-monarquía ésta fue una coyuntura crítica. Las
lecciones de la monarquía constitucional española fueron que ese tipo de régimen era
inherentemente inestable. Mezclaba elementos que se avenían mal; el componente monárquico
no aceptaría nunca la legitimidad de la constitución. Tarde o temprano intentaría subvertir el
orden establecido e instaurar un gobierno absoluto. La monarquía limitada era una quimera, un
espejismo que debía rechazarse en favor de una forma “pura” de régimen: el gobierno popular,
la república. La experiencia con Fernando VII convenció a Rocafuerte de que no se podía
confiar en ningún rey y que sólo una república podría servir a los fines de las nuevas naciones.
[15] Además de España, el caso francés apoyaba esta conclusión. De igual modo que Fernando
VII, Carlos X era un rey torpe. La Carta de 1814 era insatisfactoria tanto para los liberales
como para los “ultras”. La Revolución de Julio de 1830 confirmaría la inestabilidad intrínseca
de la monarquía constitucional.
En ningún país americano tuvo el republicanismo que enfrentarse a la alternativa
monárquica como en México.[16] Con la consumación de la independencia, los republicanos
temían que Agustín de Iturbide estableciera un gobierno absolutista. Una sociedad secreta de
Veracruz, de la cual formaba parte Carlos María de Bustamante, acudió al grupo de La Habana
en busca de auxilio. Los republicanos deseaban hacer salir lo antes posible a las tropas
españolas que se habían rendido para evitar que fueran utilizadas por Iturbide. Así, le pidieron
a Rocafuerte que viajara a los Estados Unidos para intentar conseguir barcos que sirviesen a
ese propósito. También le pidieron escribir un tratado a favor de la república, que
contrarrestara las tendencias monárquicas en el país. En mayo de 1821 Rocafuerte partió hacia
el norte. En Filadelfia se encontró con Servando Teresa de Mier y otras personalidades.
Después de un breve, pero intenso periodo de inmersión en las instituciones y cultura
angloamericanas, Rocafuerte escribió el ensayo solicitado por los mexicanos.
IDEAS NECESARIAS A TODO PUEBLO AMERICANO QUE QUIERA SER LIBRE
Como le ocurriría a Tocqueville diez años después, los Estados Unidos hicieron una profunda
impresión en Rocafuerte. El panfleto abría preguntándose: “¿Y en dónde puedo encontrar
recuerdos más sublimes, lecciones más heroicas, más dignas de imitación, y ejemplos más
análogos a nuestra actual situación política, que en esta famosa Filadelfia?”[17] Después de
citar la Declaración de Independencia norteamericana, Rocafuerte la proclamó “el verdadero
decálogo político”. El caso norteamericano se le apareció diáfano y contundente. No era así
con Francia.
Los franceses se conmovieron al noble aspecto de la soberanía popular, levantaron el grito contra la tiranía y plantaron
árboles de libertad, que hubieran prosperado en esa hermosa Francia como en América, si los hubieran cercado del
patriotismo, de las virtudes y de la religión. Pero desgraciadamente esa misma Revolución francesa, que debió haber
promovido, adelantado y fijado en el mundo la causa universal de la libertad, la ha atrasado por muchos años.[18]
El Terror había “ensangrentado la estatua de la libertad, cubriéndola de indignas
obscenidades y rodeándola de atroces crímenes”. Así, la había hecho “aborrecible a la
mayoría de la especie humana, generalmente incauta y ciega, pero noble, generosa y honrada”.
[19] El efecto neto había sido contraproducente: “muchos europeos se han arraigado en sus
antiguas preocupaciones del servilismo; porque sólo han fijado la vista en esos tigres
revolucionarios”. La moraleja de la historia era clara para Hispanoamérica en general, y para
México en particular: Napoleón, “hijo, se puede decir, de la revolución, pudo haberla
terminado gloriosamente, dando una constitución liberal”. Sin embargo, el mundo avanzaba:
no hay que dudarlo, la victoria es cierta, a pesar de la continua y diaria lucha que existe entre la ignorancia y el saber, la
superstición y la religión, las tinieblas y la luz, la arbitrariedad y la ley, el capricho y la justicia. Las leyes constitucionales son
las verdaderas bases de la augusta y respetable libertad: acostumbrados los pueblos del mundo al sistema representativo,
darán pasos agigantados en la carrera de su felicidad.[20]
Rocafuerte también delineó las etapas del progreso político. El mal absoluto, por
supuesto, era la monarquía absoluta; pero ése era un punto, en realidad, poco controvertido. El
reto era descalificar a la monarquía constitucional, que era aceptada por muchos liberales en
ambas orillas del Atlántico. Los norteamericanos no tuvieron que enfrentarse a ese problema
teórico, pues cuando crearon su república no existían monarquías con constituciones escritas.
Lo más parecido a ellas era Inglaterra, donde las libertades históricas eran producto de la
costumbre y la prescripción. ¿Por qué, teóricamente, era inaceptable el gobierno
constitucional —“moderado”, en el lenguaje de la época— cuando era presidido por una testa
coronada? Si, como afirmaba Montesquieu, lo animaba el principio de las repúblicas, ¿por
qué debían los liberales rechazarlo tajantemente? La respuesta era pragmática: ese tipo de
gobiernos resultaban muy onerosos:
interesados los mismos europeos en averiguar y censurar los gastos de sus gobiernos; deseosos de ahorrar en lo posible el
fruto de sus afanes y duro trabajo, llegarán a comprender que es un absurdo que el pueblo viva de ayunos y privaciones
para dar una renta de 2, 3 o 4 millones de duros a los pretendidos legítimos reyes constitucionales, como el de Francia, el
de Inglaterra y el de España. Compararán los excesivos gastos de estas monarquías constitucionales con la admirable
economía del gobierno americano; verán prácticamente que para gobernar grandes naciones no se necesitan ni familias
privilegiadas, ni coronas, ni cruces ni títulos, ni plaga de cortesanos; que basta sólo un jefe del poder ejecutivo, un presidente
como el de los Estados Unidos […] Comprenderán, en fin, que el gobierno más perfecto es el americano, el único en donde
el hombre goza de las mayores ventajas de la sociedad, con el menor gravamen posible; y como la especie humana tiene
una natural tendencia hacia su perfección, llegará la época en que todos aspiren a mudar sus monarquías constitucionales en
gobiernos americanos, como hoy están aspirando y mudando sus tronos despóticos en monarquías constitucionales.[21]
Entre las líneas de este argumento pragmático se lee uno más sustantivo. De acuerdo con
Rocafuerte, no podía haber duda sobre el origen de la legitimidad política: o estaba en los
reyes y era de origen divino, o estaba en el pueblo y entonces era democrática. Aceptar una de
ellas implicaba el rechazo de la otra. La legitimidad, como la soberanía, no podía repartirse
equitativamente a la usanza de la constitución mixta. Estaba en el pueblo o estaba en el rey.
Puesto que muchas de las constituciones escritas reconocían de manera explícita que la
soberanía estaba en el pueblo, la presencia de los reyes era, en el mejor de los casos, una
anomalía. Un resabio contradictorio que no tenía ninguna razón de ser. La humanidad
progresaba de la monarquía absoluta a otra etapa intermedia e imperfecta de monarquía
constitucional, para de ahí moverse a un estadio superior: el gobierno “americano”, es decir,
la república representativa. La consecuencia de lo anterior para Hispanoamérica era obvia:
si la Europa va aligerando sus cadenas y sólo aspira a soltar la pesada carga de sus reyes, y a la adopción del sistema
económico del gobierno americano, ¿no sería el colmo de la estupidez que tratándose ahora entre nosotros, de formar un
buen gobierno, nos desentendiésemos de este admirable modelo, y nos obstinásemos en preferir las bárbaras, ridículas y
mohosas instituciones de la apolillada Europa? ¿No sería un delito atroz, contra la patria, ahogar en la misma cuna de la
independencia a la naciente libertad, adoptando entre nosotros las góticas formas del realismo? ¿No mereceríamos ser el
objeto de la execración universal, si atajásemos los progresos de la civilización humana, prefiriendo el falso brillo de una
mezquina corona imperial, a las sublimes instituciones que han dejado Franklin, Hancock, Hamilton y esa serie de grandes
hombres, cuya sabiduría admirará siempre el mundo?[22]
De forma irremediable la modernidad era americana. Pero, ¿qué, con exactitud,
demandaba este sistema de las sociedades donde se implantaba? ¿Era universalmente válido?
¿Cuáles eran los requisitos sociales, económicos y políticos de la república? ¿No eran los
Estados Unidos una anomalía histórica, la excepción que confirma la regla? Vicente
Rocafuerte no podía ignorar estas preguntas, que llevaban implícitas otras tantas objeciones a
su programa, y las formuló de manera explícita:
ya me parece estar oyendo al Egoísmo que disfrazado con el título de conde, marqués, obispo, canónigo o regente dice en
tono de oráculo: que esas teorías son muy hermosas en el papel; que sólo pueden hallar aplicación en una nación tan apática
como la de Norte-América, preparada de antemano por la sabia Constitución inglesa; que son totalmente impracticables en
un pueblo esencialmente religioso como el nuestro, acostumbrado a las máximas del poder absoluto de Roma y de Madrid:
que el mismo Solón dijo a los atenienses que no les daba las mejores leyes, sino las más adecuadas a su carácter y
circunstancias: que nuestra posición política, nuestra población heterogénea, y nuestra ignorancia no admiten más forma de
gobierno que la monárquica, cuya excelencia está comprobada por la experiencia de los siglos, y por la felicidad de nuestros
antepasados.[23]
Rocafuerte enfrentaba lo que los modernos científicos sociales llaman “el argumento
culturalista”; que el funcionamiento de las instituciones políticas formales depende no de su
estructura y diseño, sino de las costumbres, valores y hábitos sociales. Ese argumento gozó —
y goza aún— de una enorme popularidad para explicar el atraso político de Hispanoamérica.
[24] ¿Cómo enfrentó Rocafuerte “estos ridículos sofismas”, de los que se vale la astuta
ambición para engañar a los incautos”? A su parecer, el problema estaba ya resuelto “a favor
del gobierno popular”. La evidencia de ello era la supervivencia y progreso de los Estados
Unidos: “desde ahora cincuenta años que el Genio de la Independencia nos está señalando la
Constitución de los Estados Unidos como la única esperanza de los pueblos oprimidos, como
el único fanal que indica al hombre el rumbo de su felicidad”.[25] La decadencia de la
monarquía era el resultado del avance científico: “¿Cómo podían los falsos supuestos de la
monarquía dejar de vacilar al examen riguroso de ese admirable espíritu analítico del día, que
ha llegado a descomponer el aire, el agua y la tierra…?” En los remotos tiempos de la “crasa
ignorancia”, las monarquías pudieran haber sido de “alguna utilidad”: “era entonces menos
gravoso al pueblo tener un amo con el nombre de rey, que estar expuesto a las vejaciones de
una cuadrilla de salteadores, que con el título de condes o barones, se creían autorizados para
cometer toda especie de crímenes”. Así,
las monarquías han ido decayendo a medida que la luz de la civilización ha ido adelantando al hombre en el conocimiento de
su naturaleza física y moral. La antorcha de la filosofía, a manera de astro brillante del día, ha estado gradualmente
disipando la negra y densa atmósfera que rodeaba a los tronos, hasta poner en clara luz los podridos cimientos en que se
apoyan: sólo deben su frágil existencia al peso de la costumbre, y al hábito envejecido del servilismo: se sostienen todavía,
como esos árboles de las impenetrables selvas de nuestra América.[26]
Los padres fundadores de la independencia norteamericana
se dedicaron a probar las fatales consecuencias del gobierno monárquico […] en escritos elocuentísimos manifestaron los
vicios radicales de la constitución inglesa; y probaron hasta la última evidencia que la misma monarquía británica, conocida
por la menos mala en los anales de la historia, era sin embargo un monstruoso sistema de gobierno.[27]
Según Rocafuerte, Thomas Paine contribuyó “más que nadie a arrancar el cetro despótico
de las manos del realismo”. Los textos de la independencia de los Estados Unidos tendrían,
pensaba Rocafuerte, un efecto edificante en los hispanoamericanos. Por ello tradujo, e incluyó
en Ideas necesarias, la obra Common Sense de Paine, así como la Declaración de
Independencia y un discurso pronunciado por John Quincy Adams con motivo del aniversario
de la emancipación estadunidense. La piedra de toque del sistema “americano” era su
constitución. De esta manera, Rocafuerte exhortaba a los hispanoamericanos a “imitar en lo
posible tan excelente constitución”. Para el ecuatoriano, “ninguna parte del globo reclama más
imperiosamente que la nuestra, la imitación del espíritu liberal de los Estados Unidos”.[28] El
republicanismo de Ideas necesarias estaba distante del clásico de las repúblicas de la
Antigüedad y no oponía la virtud al comercio. La justificación de la igualdad jurídica no
era el espíritu cívico:
el espíritu mercantil es el compañero inseparable de la libertad y de la riqueza nacional; sólo puede existir bajo los auspicios
de los gobiernos liberales, como lo comprueba la historia mercantil de la Holanda, de las ciudades Anseáticas, de los Estados
Unidos, de la Inglaterra, y de las repúblicas de Génova y Venecia.[29]
Es notable la ausencia de la palabra “república” en el panfleto. Como si el término tuviese
una connotación arcaica que resultara indeseable, Rocafuerte la sustituye por: “gobiernos
liberales”, “gobierno americano”, “gobierno popular” y “sistema representativo”. Ideas
necesarias a todo pueblo americano que quiera ser libre ejemplifica muy bien el entusiasmo
temprano despertado por los Estados Unidos y su sistema político entre los
hispanoamericanos. Según Mecum, Rocafuerte, convencido
de que Hispanoamérica debía seguir el ejemplo de los Estados Unidos, parecía creer —al igual que muchos otros
republicanos liberales y, especialmente, los entusiastas hispanoamericanos— que podía alterar el curso de los asuntos
humanos simplemente ofreciendo traducciones de varios documentos fundamentales, los cuales en sí mismos eran el
resultado de un largo desarrollo y amargas disputas al interior de la nación que Rocafuerte deseaba adoptar como modelo
para su patria.[30]
LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA
La coronación de Agustín de Iturbide fue un duro golpe para la facción republicana en México.
Rocafuerte viajó desde los Estados Unidos hasta la ciudad de México, donde se reunió con
viejos conocidos como Miguel Ramos Arizpe, Servando Teresa de Mier y otros opositores a
las ambiciones imperiales de Iturbide. La Legación de Gran Colombia se convirtió en el
centro de operaciones de los que conspiraban para derrocar al imperio. Puesto que los
republicanos temían que los Estados Unidos reconocieran el gobierno de Iturbide, le confiaron
a Rocafuerte la misión de viajar a ese país para oponerse al reconocimiento diplomático;
organizar, de ser posible, una invasión desde los Estados Unidos; publicar un ataque
documentado contra el emperador y, finalmente, escribir a favor del centralismo.[31]
Rocafuerte partió de la capital el 6 de agosto de 1822. En Veracruz se embarcó de manera
secreta hacia La Habana. Ahí redactó el Bosquejo ligerísimo de la Revolución de México,
desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide firmado por “un
verdadero americano”.[32] El panfleto, a pesar de haberse publicado en Cuba, llevaba un pie
de imprenta ficticio de Filadelfia: Teracrouef, que era en realidad Rocafuerte.
El Bosquejo es una historia de México desde el Plan de Iguala hasta la coronación de
Iturbide. Incluye muchos de los documentos que Rocafuerte había recibido de sus amigos
republicanos. En el panfleto el autor arguye que Iturbide era “un tirano depravado y sádico que
había conspirado para hacerse del trono de manera fraudulenta. Su objetivo era demostrar que
lo que los mexicanos querían y merecían era una república”.[33] Para los fines de este trabajo,
la mayor parte del contenido histórico del Bosquejo es irrelevante. Sin embargo, también
ofrece algunas ideas que permiten comprender su teoría del republicanismo. El autor elabora a
propósito de la imposibilidad republicana en Europa. Aquella parte del mundo estaba lastrada
por ancestrales cargas que impedían el florecimiento de esa forma de gobierno:
Los sabios sistemas publicados en Europa por talentos raros, y que allá no han podido brillar prácticamente en todo su
esplendor, por las góticas trabas políticas con que se halla ligado cada reino, vendrían a verificarse aquí en toda su plenitud.
Ni invasiones de potencias vecinas, ni pretensiones de testas coronadas prepotentes, ni pactos de familia, ni relaciones de
comercio; en una palabra, nada tenía que combinar la América para darse la mejor forma de gobierno conocido, roto una
vez el débil y mortífero lazo que la unía a la España. Quedaba entonces política y naturalmente libre e independiente, señora
absoluta de sí misma, y árbitra de su destino. ¡Qué feliz ocasión se le presentaba para haberse constituido bajo los principios
más extensos de las teorías del liberalismo descubiertas, explicadas y desarrolladas por Montesquieu, Mably, Filangieri,
Benjamin Constant, Franklin y Madison![34]
Rocafuerte tenía que rebatir el argumento secuencial de los partidarios de Iturbide, que
favorecían una monarquía constitucional. Los borbonistas, explicaba en el panfleto, deseaban
a la consumación de la independencia de México que
se consolidase la idea de que por ahora no convenía a México otro gobierno que el monárquico moderado constitucional, el
cual debía preparar el camino para la república. Esta, decían, no puede establecerse sin que haya ilustración y virtudes
políticas en el pueblo; ni uno ni otro hay en el mexicano, merced a la opresión en que ha vivido; por consiguiente establecer
una república será abrir la puerta a la ambición de los particulares, lo que indubitablemente producirá la anarquía. Póngase
por lo mismo una monarquía moderada: bajo la protección de ella los ciudadanos adquirirán ilustraciones y virtudes, que
necesaria e indispensablemente formarán la república. Los republicanos por su parte decían: ninguna república en sus
principios ha tenido la ilustración y virtudes que cuando ha florecido, ya constituida y consolidada: pedir por bases de la
república aquella ilustración y virtudes que son fruto de la república misma, es formar un círculo vicioso, queriendo que
exista el efecto, y sea el fundamento de la causa que deba producirlo. Conténtese el sensible patriota con encontrar en el
pueblo constituido disposición para sembrar, y que fructifique la semilla de la ilustración y virtud: esto será suficiente, para
que se erija una república que a poco tiempo será digna de admiración: el sistema republicano es el que más conviene a
nuestro siglo y a nuestra América, y es el verdadero espíritu del mundo liberal.[35]
Rocafuerte presenta admirablemente la discusión que sigue aún vigente sobre si la cultura
política “cívica” produce instituciones democráticas o si es el funcionamiento de éstas el que
engendra en la sociedad una cultura democrática. Para Rocafuerte era claro que las
instituciones eran la “variable independiente”, mientras que la “ilustración y la virtud” eran la
“dependiente”. Creía, al igual que los institucionalistas modernos, que la cultura democrática
no era un requisito indispensable para que funcionase la estructura de una república moderna.
Es necesario decir que esta línea argumentativa, contraria a las modernas tesis culturalistas,
también iba en contra de la teoría republicana clásica, en la cual la virtud cívica era el eje
ordenador de la república. Como veremos, Rocafuerte revisó el legado republicano de una
manera distinta a la de Lorenzo de Vidaurre. Como la república no existía en las naciones de
Hispanoamérica —y Rocafuerte no albergaba ilusiones sobre la virtud cívica de sus
compatriotas— era necesario para el ecuatoriano separarse del republicanismo clásico. Y no
sólo de éste, sino de la reinterpretación de Montesquieu.[36] Para él las costumbres de un
pueblo, su lugar en el globo, eran decisivas para determinar cuál forma de gobierno era mejor.
Además había postulado que el principio de las repúblicas era la virtud, aunque este término
no tuviese el significado clásico. Así, Montesquieu se convirtió en un obstáculo intelectual
para argumentar que el republicanismo no sólo era deseable, sino posible en las naciones de
Hispanoamérica.
La autoridad de Montesquieu había sido empleada en contra de la constitución federal de
los Estados Unidos por los antifederalistas. Éstos argumentaban que un país extenso no podía
ser una república, que el gobierno representativo, que era el único que se adaptaba a la
dimensión de un gran estado territorial, pronto se convertiría en una oligocracia autónoma
separada de los intereses de la gente. La estructura de gobierno era la misma para regiones —
el norte y el sur— con climas muy diferentes. La separación de poderes que preveía la
constitución tampoco era completa. Los antifederalistas creían que las colonias eran pequeñas
sociedades al estilo clásico y que “la virtud igualitaria sólo podría sobrevivir bajo arreglos
políticos democráticos en los cuales la soberanía del pueblo se expresara de formas directas y
participativas y donde la distancia entre el elector y su representante fuera pequeña”.[37] La
respuesta de los federalistas a estos argumentos fue que el nuevo orden constitucional sería en
todos sentidos superior a los demás gobiernos republicanos, especialmente a aquellos de la
Antigüedad clásica. Sería intrínsecamente mejor porque ofrecería a sus ciudadanos estabilidad
y libertad sin parangón. Ese régimen sería una república no a pesar de, sino precisamente
debido a su tamaño. Sin un rey ni una nobleza hereditaria o una constitución mixta sería un
Estado por entero popular basado en el consentimiento de los gobernados. Las divergencias
entre los ciudadanos se equilibrarían de tal forma que ninguna facción lograría imponerse a las
demás y destruir así a la república como ocurría en las antiguas ciudades-Estado.[38]
Una parte del legado de Montesquieu sería apropiada por los norteamericanos, otra sería
reinterpretada y, por último, otra más sería rechazada. Aunque, como demuestra recientemente
Bernard Manin, el entendimiento de Montesquieu sobre la virtud era distinto del clásico —
pues no estaba en conflicto irresoluble con la idea del comercio—; no es extraño que muchos
(Vicente Rocafuerte entre ellos) lo leyeran en clave de republicanismo clásico. Más aún, la
mera idea de que una monarquía —Inglaterra— pudiese ser en realidad una república
contrariaba su programa. Así, el ecuatoriano argumentaba:
El profundo Desttut Dutraci, y el político Madison han combatido victoriosamente el brillante sistema del gran Montesquieu,
que presenta al honor como base de la monarquía, y a la virtud como base de la república; este admirable publicista incurrió
también con Rousseau en el error de su siglo, pretendiendo que las repúblicas sólo pueden establecerse y fijar su duración
en países pequeños y virtuosos, error muy anticuado en el sistema político en Europa, y que quizás trae su origen de estas
célebres palabras de Tácito: Nam cunctas nationes et urbes, populus aut primores aut singuli regunt: delecta ex iis et
consociata rei republicae forma laudari facilius quam evenire, vel si evenit, haud diuturna esse potest. Si Tácito
hubiera conocido el admirable artificio del moderno sistema representativo, si saliendo del templo de la inmortalidad, en
compañía de Montesquieu y Rousseau, pudiera sobre las alas de la fama hacer un viaje a la ciudad de Washington,
exclamaría lleno de entusiasmo: ése es el gobierno, ésa es la combinación política, la garantía social, que allá en lejana
perspectiva descubrió mi ingenio, y que creía imposible realizar.[39]
Varias cosas deben decirse sobre esta reconstrucción de la historia del pensamiento
político. Montesquieu no era un restaurador de la república clásica. Como afirman Manin y
Shklar, él demostró que
la república era una forma política que no tenía lugar en la era moderna. Era una cosa del pasado. Había sido admirable en
su tiempo, pero ahora era un objeto de estudio científico y de curiosidad, no de emulación. A diferencia de Maquiavelo, él no
soñó ni por un instante que un nuevo orden republicano romano pudiera reemplazar a la monarquía.[40]
El modelo para Europa era ahora una democracia representativa, extensa, comercial y no
militarista, disfrazada de monarquía. De la misma forma, la referencia a Tácito es equívoca, pues la constitución de los
Estados Unidos de ninguna manera seguía el modelo de la constitución mixta, sino que
establecía firmemente el principio de la soberanía popular. Esa “combinación política” nada
tenía que ver con la mixtura de monarquía, aristocracia y democracia característica de la
república romana.
En el Bosquejo también encontramos más argumentos en contra de la monarquía
constitucional. En adición al argumento desarrollado en Ideas, sobre lo oneroso de las cortes,
Rocafuerte sostiene que “la monarquía moderada es un verdadero equilibrio entre el
despotismo y la libertad”. Y ese equilibrio era fácilmente trastocable: “cualquiera de estos
dos extremos que prepondere un poco, varía necesariamente el gobierno. Si prepondera el del
despotismo, o el del rey, se convertirá a la monarquía en absoluta, y si el de la libertad o del
pueblo se tornará en república”. El corolario de esta afirmación pone de cabeza el argumento
sobre los requisitos culturales de las repúblicas para usarlo en contra de los partidarios de las
monarquías:
de esto se infiere, que son necesarias tantas o mayores virtudes e ilustración en una monarquía realmente moderada, que en
una república, porque en ésta sólo tiene el individuo que sofocar su ambición personal; pero en aquélla tiene que ahogar la
suya y contrarrestar la del rey: y ¿si no hay costumbres en México para sostener en armonía una república, las habrá para
mantener el equilibrio debido en la monarquía moderada? Cualquiera que se establezca debe convertirse en absoluta, por lo
mismo que el pueblo es ignorante.[41]
El rey, debido a esa ignorancia, “será en breve tiempo un tirano, a pesar de cuantas
constituciones liberales se inventen”.[42] Pero ese pueblo “dócil” no estaba condenado a la
tiranía: “con las admirables invenciones del día, que tanto facilitan la civilización popular, es muy fácil que prenda en él la verdadera ilustración”. Los
buenos patriotas
tendrían suficientes elementos para echar los primeros fundamentos de la república. Ilústrese la opinión por medio de la
libertad de imprenta, de diarios, de sociedades patrióticas, de cartillas republicanas, y verán cuan pronto se desengañan, y
que rápidos progresos hace el nuevo sistema fijado y establecido en los Estados Unidos.[43]
DE WASHINGTON A BOGOTÁ
Rocafuerte se convirtió a principios de la década de 1830 en una referencia ineludible para el
constitucionalismo hispanoamericano. Como afirma Rodríguez, “el ecuatoriano era un firme
creyente en la idea del progreso. Sentía que era su deber patriótico mirar con ojos críticos los
nuevos desarrollos en los Estados Unidos y seleccionar entre ellos los más adecuados para
introducirlos en Hispanoamérica”.[44] En 1823 sabía que Chile, Perú y México pronto
redactarían sus constituciones, y de manera deliberada se propuso influir mediante un ensayo
que expusiera las ideas centrales del caso norteamericano. Para Rocafuerte la claridad en las
cuestiones constitucionales era crítica. Al igual que Tocqueville siete años más tarde, el
ecuatoriano ávidamente discutió en los Estados Unidos la naturaleza del gobierno con
periodistas, políticos y personalidades. Estas discusiones proveyeron material para el Ensayo
político. El sistema colombiano, popular, electivo y representativo, es el que más conviene a
la América independiente, que sería publicado en Nueva York a finales de 1823.[45]
Los temas del Ensayo político no eran nuevos: la defensa de la república constitucional, la
denuncia de las monarquías que ejercían un poder arbitrario y que, “aliadas con la religión”
oprimían a la gente. Se oponía a la unión del Estado y la Iglesia porque “la historia había
demostrado que sólo conducía al despotismo”.[46] Aunque reconocía que una monarquía
constitucional era capaz de proveer las garantías deseadas por los liberales, creía que las
repúblicas eran mejores. Comparó a Inglaterra y a los Estados Unidos y concluyó que una
república era superior a la mejor monarquía. Sin embargo, Rocafuerte favorecía la forma
centralista sobre la federal: la América hispánica no estaba lista para la descentralización del
sistema norteamericano. Sólo un gobierno central fuerte podía proporcionar el liderazgo
necesario para el desarrollo. El texto presentaba traducciones de Washington (Farewell
Address de 1791), Jefferson (Inaugural Address de 1801) y la misma selección de Paine que
había incluido en Ideas necesarias.
Rodríguez afirma que el panfleto “no es el profundo estudio de gobierno que Rocafuerte
pretendió escribir”.[47] El autor admite haber redactado el prefacio a la carrera, mas la
premura era justificada, pues los congresos constituyentes pronto se reunirían y el ensayo
difundiría información pertinente. En una carta Rocafuerte describe su ensayo como una
“ensalada italiana”.[48] A pesar de la aparente autodescalificación (“necesitamos ideas y
ligeros ensayos, que uniformen la opinión, y no obras de literatura”), el texto del ecuatoriano
es uno de los documentos más interesantes desde el punto de vista teórico. Ofrece un atisbo de
lo que significaba la república en términos sustantivos, más allá de sus meros aspectos
formales. Me parece que el Ensayo político no debe ser descalificado como muchos otros
escritos de la época que repetían lugares comunes y cuya originalidad, cuando la había,
consistía en hacer un collage de diferentes y contradictorias ideas. Tiene más sustancia y
coherencia que muchos tratados.
Veamos. En las primeras páginas, Rocafuerte afirma:
El sistema Colombiano, popular, electivo, y representativo, es el único que puede fijar en América el verdadero equilibrio
político, que contrariando las ridículas máximas del dogma de legitimidad Europea, asegure a esta preciosa parte del globo el
primer rango en el mundo civilizado; haciendo que por sus principios liberales, llegue a ser el asilo de la virtud, la
bienhechora de la especie humana, la promotora de la felicidad universal, y la verdadera patria de la filosofía, de la
tolerancia religiosa y de la libertad política.[49]
La tolerancia religiosa sería una de las banderas que Rocafuerte defendería con más vigor.
Sostenía que “los pueblos están ya muy acostumbrados a la tolerancia religiosa”. Sus críticos
se apresuraron a combatir estas ideas. Uno de ellos concluía un panfleto escrito contra el
ecuatoriano de la siguiente manera: “La religión y la política no son contrarias sino muy
hermanas, que descienden de Dios, legislador eterno, que es el vértice o punto de reunión de
estas dos líneas, que apoyadas en la tierra como la escala de Jacob, nos hacen subir al cielo”.
[50]
Rocafuerte reconoce que las repúblicas de la Antigüedad se habían marchado para
siempre. El sistema “popular, electivo y representativo” que regía en Washington y en
Colombia era una innovación: “siendo este sistema tan diferente de todos los demás gobiernos
conocidos en los tiempos antiguos y modernos, y puesto en práctica sólo en este nuevo
mundo”. El reto era singular:
toca a la América independiente variar su legislación según lo exige su nueva situación política, consultar la experiencia de
siglos y los fastos de la historia, para estudiar los progresos de la razón, y la marcha verdadera de la civilización;
aprovecharse de los errores pasados para evitarlos, y formar un sistema gubernativo tan nuevo como este mundo, y tan
pacífico y libre de tempestades como el gran océano que le circunda por la parte occidental.[51]
Al comparar a Solón con Licurgo —dos repúblicas muy diferentes, Atenas y Esparta—
aplica los descubrimientos de la nueva ciencia política de Montesquieu. “¿Cuál de las dos
legislaciones era la mejor?”, se preguntaba Rocafuerte. “Y la respuesta sería que cada una
logró el objeto que se propuso, bien que siguiendo caminos opuestos. Tanto convenía a
Esparta la legislación de Licurgo, como a Atenas la de Solón”. Este hecho tenía importancia
para América: “del mismo modo tanto conviene en el día a la Europa un sistema Monárquico
Constitucional, como a la América el sistema Colombiano que le es opuesto”.[52]
La reinvención de la república se presentaba a sus artífices con el dilema de mantener un
equilibrio creativo entre innovar y conservar. La república no podía perder todos su amarres
con el pasado. Tampoco podía simplemente restaurar las formas clásicas, como añoraba
Maquiavelo.
Esta nueva parte del globo [afirmaba Rocafuerte] exige un nuevo sistema de legislación, muy diferente de todo lo que se ha
conocido hasta aquí, pero apoyado siempre en la eterna base de formas republicanas, como las de Esparta y las de Atenas.
No un sistema como el de Licurgo, que sólo convenía a un gran convento de monjes guerreros, ni como el de Solón que sólo
podía adaptarse a un país tan pequeño como la Ática. Entre el nuevo y el antiguo sistema republicano debe haber la misma
diferencia que existe entre la naturaleza de estos lugares […][53]
Si el gran Montesquieu [especula Rocafuerte] que tanto insiste sobre el influjo del clima en la legislación, hubiera podido
conocer la América; no hay duda, que el aspecto sublime de la cascada del Niágara y salto de Toquendama, del rápido San
Lorenzo, y majestuoso Orinoco, hubiera exclamado en un rapto legislativo ¡a tan grandiosa y nueva naturaleza, sólo
conviene un grandioso y nuevo gobierno de virtud y de filosofía![54]
¿Cuál sería la fisonomía de ese gobierno de “virtud y filosofía”?
La impronta de Montesquieu también es evidente en la descalificación de Roma como una
sociedad frágil, plagada de conflictos de clase entre plebeyos y patricios, y cuya vitalidad
dependía de hacer la guerra:
Roma destinada a perecer en los primeros días de su aurora, tan incapaz de sufrir las cadenas del despotismo, como de
gozar de una tranquila libertad, expuesta a todos los vaivenes de la anarquía, por la eterna oposición entre los dos partidos
irreconciliables de la nobleza y del pueblo, se veía precisada a combatir para no sucumbir, y tenía que buscar la guerra fuera
de su país, para conservar su tranquilidad interior.[55]
La república romana era una cosa del pasado y para bien:
bajo los auspicios de la guerra, gozó de paz interior, de gloria exterior, y del sublime beneficio de una soberana Libertad.
Todos estos bienes se acabaron cuando no tuvo más naciones que conquistar; sus leyes que no tenían ya objeto, cayeron en
desprecio; la tea de la discordia civil derribó los altares de la Patria; y sobre las tristes ruinas de la libertad, levantó la tiranía
el solio imperial de Augusto.[56]
Sin embargo, como veremos, Rocafuerte no deshecha del todo el modelo clásico. Su
fortaleza era un ejemplo no desdeñable:
Observad que los gobiernos de Esparta, Atenas y Roma, son los que han tenido mayor duración, los que han logrado mayor
gloria, y han merecido mayores aplausos de la posteridad; y que todos, aunque diferentes en su primitivo objeto, han sido
republicanos; luego en la diversidad de las antiguas formas republicanas debemos en primer lugar buscar elementos de
nuestra nueva legislación. Debemos imitar estos sistemas, no porque son Griegos ni Romanos, sino, porque apoyándose en
el sentido común, razón universal, y naturaleza del hombre, convienen a todos los siglos y a todos los puntos del
globo: su espíritu es tan útil hoy como lo fue ahora dos o tres mil años, y lo será eternamente mientras no varíe la
organización humana.[57]
Aquí Rocafuerte afirma que la “eterna base” de las formas republicanas consistía en el
sentido común, la razón universal y la naturaleza del hombre. Lo notable es que estos tres
elementos son sólo parcialmente clásicos y pertenecen, más bien, a la escuela del derecho
natural moderno. Es obvio que el ecuatoriano, como sus predecesores en los Estados Unidos y
Francia, buscaba establecer algún tipo de continuidad republicana que ligara a Atenas, Esparta
y Roma con Washington y Bogotá. Sin embargo, su argumento no es muy persuasivo. La
respuesta de los federalistas en los Estados Unidos sería que el nuevo régimen era una
república —a pesar de las notables diferencias con el modelo antiguo—, porque se trataba de
un gobierno electivo donde la mayoría de los ciudadanos elegía a los magistrados. De acuerdo
con Madison, “podemos definir una república, o al menos dar este nombre a un gobierno que
deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se
administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquél, durante un periodo
limitado o mientras observen buena conducta”.[58]
A pesar de los problemas para establecer la continuidad republicana, Rocafuerte observó
con claridad la fisonomía de la moderna república comercial burguesa que nacía en el ocaso
del siglo XVIII: “debemos esforzarnos en establecer un gobierno, que tenga por base la perfecta
unión de la economía, con la industria y la fuerza exterior”.[59] Reconocía que el futuro de la
república era un gran estado territorial, cuyo poder no sería únicamente militar sino, sobre
todo, mercantil. Ese “moderno fenómeno político, fuerte, industrial y económico, desconocido
de los antiguos, brilla en todo su esplendor en los Estados Unidos”. En cambio, “la imagen de
lo gótico” era propia de las “decrépitas monarquías”.
De la misma forma, la alusión de Rocafuerte al sistema americano como un gobierno “de
virtud y filosofía” es ambigua. Parecería que estas palabras se refieren a la virtud clásica y a
Platón. Sin embargo, siguiendo a Montesquieu y a Benjamin Constant, Rocafuerte volvió a
redefenir la idea de virtud para adaptarla a las condiciones modernas: “antiguamente la
pobreza era el primer grado de virtud, la única que conducía a la gloria y grandeza. Hoy es
todo lo opuesto, la riqueza es el verdadero fundamento de la prosperidad nacional […] para
llegar a aquel grado de grandeza que alcanzaron los antiguos, debemos aunque animados del
mismo espíritu de razón y de despreocupación, seguir caminos muy diversos”.[60] Era cierto
que Inglaterra era un Estado comercial, y que Montesquieu la consideraba como el ejemplo de
república moderna, pero esto no quería decir que fuese el modelo más actual. Según
Rocafuerte, “el sistema colombiano es superior al de Inglaterra, porque se ha formado mucho
después, y se adapta mejor a este espíritu de mudanza y perfección moral que distingue a
nuestro siglo”.[61]
Otra diferencia de la monarquía británica era que este régimen representaba la unión de
Iglesia y Estado. A pesar del poder del Parlamento, afianzado por la Revolución gloriosa, los
ingleses no habían renunciado del todo a la doctrina de la legitimidad divina de los reyes. En
el Ensayo político Rocafuerte escribió:
todos saben, hoy que Minos, Licurgo, Rómulo, Numa, Pompilio y los Monarquistas absolutos han sido unos impostores;
cuando han hecho intervenir a la Divinidad en la composición de su legislación, todos están ya convencidos de que las leyes
nunca han traído su origen del cielo sino del mismo pueblo; que de él sólo emanan los poderes de los gobernantes, que deben
vivir con desahogo, y no con un insolente lujo. Estos principios tan conformes, a la razón, y tan opuestos a los imperios y
monarquías prueban que estos sistemas de realismo son incompatibles con las luces del siglo, y descubrimientos de la
moderna civilización.[62]
La monarquía inglesa, afirmaba Rocafuerte, “la menos mala de todas, es un sistema de
gobierno muy inferior al de Norte América”.[63] Europa, a diferencia del Nuevo Mundo, se
hallaba dividida entre grandes propietarios y proletarios. Ahí, para conservar el trono, los
monarcas necesitaban de la nobleza hereditaria. En Europa “la nobleza no es imaginaria, tiene
un gran influjo por su gran riqueza territorial, ejerce los primeros cargos de la nación, como
sucede en Inglaterra, se distingue por la excelente educación política que recibe, y forma un
cuerpo intermedio entre la suprema altura del trono y el vil abatimiento del pueblo”.[64] En
América, en contraste, “no hay felizmente esa gran desigualdad de fortunas que se observa en
Europa”. La población se hallaba muy dividida, pues había más tierra que pobladores. Por
ello, “el poder de la nobleza es muy efectivo en Europa y sólo aparente en América”. Como
hemos visto, al paso del tiempo los argumentos contra la monarquía constitucional se fueron
sofisticando. La tarea que enfrentaban los liberales europeos y americanos era distinta: “el
político europeo verdaderamente ilustrado y patriota no puede pensar por ahora sino en fijar
los principios liberales de una monarquía constitucional”, ya que el “gran mal de la
desigualdad social impedirá por muchos años a la Europa gozar los beneficios de un gobierno
republicano”. En cambio, el “verdadero político del nuevo mundo”, debía buscar “en el suelo
virgen de América, y en la docilidad de sus habitantes, la pureza de los principios
republicanos”.[65]
En realidad, los referentes más importantes de Rocafuerte se encontraban en Locke,
Rousseau y Montesquieu. Son las abstracciones del estado de naturaleza y el contrato las que
definen en buena medida su pensamiento, no los ejemplos de la Antigüedad clásica. El eco de
Rousseau, quien afirmaba que la libertad consistía en obedecer las leyes que uno mismo se
había dado, resuena en estas líneas:
En las monarquías todos trabajan para una familia; en las repúblicas nadie trabaja para otros; en las primeras se nota una
gran diferencia entre príncipes y reyes, nobles y plebeyos, todos gozan de diferentes fueros y privilegios; en las segundas no
hay ninguna distinción, todos son iguales ante la ley; en aquéllas el pueblo es siempre esclavo, o tratado como una bestia de
carga; en éstas el pueblo ya es monarca, ya súbdito; goza de aquella igualdad social que tanto recomienda la naturaleza; es
monarca cuando hace leyes, crea magistrados, y elige jueces; es súbdito cuando obedece a estas mismas leyes que él se ha
dado; y ora sea absuelto, o condenado, lo es por sentencia de jueces íntegros de su confianza y elección.[66]
Así, el sistema colombiano,
sigue siempre un orden de constancia, y de igualdad, muy conforme al de la naturaleza, que no ha puesto ninguna señal
distintiva ni al rey, ni al noble, ni al plebeyo. Todos nacen igualmente desnudos, todos están igualmente sujetos a las
enfermedades, miserias y achaques de la naturaleza, todos mueren igualmente para servir de pasto a los gusanos, o a los
peces, todos son iguales en todo y por todo, luego deben ser también iguales ante la ley, como lo son ante la deidad del
firmamento.[67]
A los postulados del derecho natural moderno, Rocafuerte añade el realismo político de
los fundadores de la república norteamericana. Siguiendo a Madison, quien pensaba que si los
hombres fueran ángeles no requerirían del gobierno, afirmaba:
este nuevo sistema no exige tampoco la perfección angelical, y las cualidades sobrenaturales que quieren suponer los
defensores de la monarquía; el hombre es el mismo, conserva siempre sus pasiones, no las destruye, sólo las calma y las
dirige hacia un objeto de utilidad pública; el hábito de pensar le hace moderado y circunspecto; el deseo de distinguir por
medios honrosos, lo desvía del vicio, y lo conduce a la virtud; resultado casi general de las buenas instituciones, y no las
instituciones de la virtud.[68]
Sin embargo, Rocafuerte no abandona el propósito de rescatar de la Antigüedad aquella
“eterna base de formas republicanas”. Se trata de una ambigüedad, una añoranza
contradictoria, que aquejaría a muchos otros autores de la época. En clave clásica, y contra
Constant, escribe:
El amor del poder es la verdadera causa que decide de las acciones del ciudadano, la que le vuelve virtuoso y justo en los
gobiernos republicanos. En donde el pueblo manda, la nación no es déspota, y por consiguiente no puede desear sino el bien
de la mayoría […] es preciso poseer grandes talentos y una virtud eminente para fijar la consideración de una Nación que
vela, como Argos, sobre sus propios intereses. El amor del poder está íntimamente combinado en un gobierno republicano
con el amor patrio; el que despierta en el corazón el amor de la justicia, el amor de la gloria y el amor de la virtud. Sobre las
aras de la Patria se realizan todos los prodigios del heroico valor y de la generosa virtud; su sagrada llama enciende, inflama,
abraza los pechos, y convierte al ciudadano en un Fabricio, en un Régulo, o en un Cincinato. Mientras el valor, el mérito, y la
virtud sirvieron de escalones para llegar a la suprema dignidad de cónsul o de dictador, la historia romana abunda de
admirables rasgos de heroicidad; pero desde que la libertad sucumbió y por consiguiente expiró la república; desde que
César se coronó, y empezó a reinar el despotismo imperial, la historia de Roma presenta el cuadro más horroroso de la
humana degradación.[69]
Una de las prácticas más recurrentes entre los panfletistas del siglo XIX era tomar de
manera oportunista ideas fragmentarias que apoyaran retóricamente sus alegatos políticos.
Rocafuerte, en cambio, buscó hacer un análisis crítico de aquellos autores que eran
considerados como autoridades. Según el ecuatoriano,
los mayores enemigos del gobierno colombiano son aquellos abogados y teólogos que, cubiertos aún del polvo escolástico,
han pasado muchas vigilias sobre los libros, han leído mucho, y han visto poco; han aprendido mucho de memoria, y han
cultivado poco su razón, nunca han pensado nada por sí solos, y siempre han admitido las opiniones de otros sobre la fe de
su reputación: de allí nace el entusiasmo que profesan a ciertos autores europeos y sobre todo a los franceses. Para ellos
son oráculos infalibles Machiavelli, Rousseau, Montesquieu, Mably, Benjamin Constant, Lanjunais y de Pradt; ésa es la
verdadera fuente de sus errores. El sublime genio de los primeros autores los deslumbra, sus talentos no hay duda son
admirables, pero no infalibles; hay mucho que aprender en sus obras, pero también mucho que desechar; es preciso no
perder nunca de vista que escribieron bajo un sistema despótico monárquico, y que les era imposible presentar el vaso de la
amarga verdad sin endulzar su circunferencia con los errores a la moda, y preocupaciones monárquicas de su tiempo.[70]
Es una cita notable porque presenta a autores que eran considerados como republicanos,
liberales o protoliberales en su época, como, en el mejor de los casos, aliados poco
confiables de los republicanos americanos. También podían proporcionar munición a los
enemigos de la república. Vicente Rocafuerte no podía listar como defensores del
republicanismo a liberales (Constant) que aceptaban la monarquía constitucional como una
forma válida de gobierno. Tampoco a quienes eran demasiado metafísicos (Rousseau) ni a los
que eran demasiado realistas (Maquiavelo). Sólo en los autores norteamericanos podía la
república hallar consuelo y apoyo incondicionales.
Sobre Maquiavelo, “tan leído entre nosotros por lo mismo que ha sido tan prohibido”,
Rocafuerte afirmaba que había sido “el más decidido republicano de su tiempo”. Según la
opinión más general,
él escribió su obra del Príncipe con el único objeto de ilustrar al pueblo, y no enseñar a los jefes supremos el arte del
despotismo y tiranía; y en esto cometió un grandísimo error. Ese famoso secretario de la república de Florencia hubiera sido
en América un Jefferson, y hubiera dicho la verdad con toda franqueza de un hombre libre, si lo hubiera podido ser; pero
habiendo sido su cara república, víctima de las intrigas y despotismo de Carlos V, tuvo que disfrazar sus sentimientos […]
¡Cuán diferente sería el lenguaje de Machiavelli en el día, sobre todo escribiendo en América, como escribió Tomás Paine!
[71]
Rousseau había sido
el primero en Francia que explicó en su Contrato Social, y con bastante obscuridad metafísica, los principios del gobierno.
Su opinión de que una república sólo puede existir en un terreno pequeño es falsísima; para convencerse de tamaño error
basta echar la vista sobre el mapa, y medir la vastísima extensión de la república de los Estados Unidos.[72]
De la misma manera, Montesquieu,
esa luminosa antorcha de la legislación, no nos puede servir en el día de manual, ni de cartilla política; no se atrevió a decir
la forma de gobierno que más convenía a la especie humana, en su obra inmortal Del espíritu de las leyes se contentó con
raciocinar más bien sobre todo lo que se había hecho, que sobre lo que debía hacerse.[73]
De Mably diría cosas similares:[74]
Despreciando nosotros el funesto sistema de Maquiavelo [afirmaba Rocafuerte], sólo debemos seguir la máxima del gran
Franklin, “la probidad es la mejor base de la política” —honesty is the best policy. Ésa es precisamente la máxima que no
es permitido seguir en Francia a Benjamin Constant, Lanjunais y de Pradt; en América, trasladados a Washington serían
republicanos decididos, pero escribiendo en Europa y para el despotismo Europeo sólo pueden ser los célebres campeones
de la carta constitucional, los nobles antagonistas del mezquino ultraegoísmo, y los ilustres mártires de su patriótica
generosidad.[75]
La descalificación parcial de tantos “amigos de la libertad” nos alerta sobre el difícil reto
de justificar la república hispanoamericana en términos teóricos. A diferencia de los
estadunidenses, los hispanoamericanos como Rocafuerte tenían que deslindarse de numerosos
liberales posrevolucionarios dispuestos a aceptar una monarquía constitucional y moderada en
lugar de una república. En la segunda década del siglo XIX la disyuntiva no era, como a finales
del XVIII, entre gobiernos libres y monarquías absolutistas. La república debía contender con
una tercera opción —la monarquía moderada— que no podía ser descartada simplemente
como una forma despótica inaceptable.
El ecuatoriano hacía un llamado a la lectura crítica:
leamos a esos sublimes autores para aprovecharnos de sus verdades y evitar sus errores, admirémoslos como modelos de
elegancia y de estilo, pero no infalibles en sus máximas y principios; renunciemos en fin a esa ciega sumisión a las opiniones
ajenas, tengamos más confianza en nosotros mismos, apelemos a nuestro sentido común, hagamos uso de nuestra razón que
debe brillar con igual esplendor bajo el hermoso cielo de América como bajo la atmósfera opaca de Europa.[76]
Sin embargo, Rocafuerte no logró evitar sucumbir a la ilusión de que existía un modelo al
cual era correcto imitar:
sigamos e imitemos más bien los consejos y máximas políticas de Washington, de Adams, de Jefferson y de Madison; estos
profundos políticos americanos han sido jefes supremos de una gran nación, no sólo han sabido hablar y escribir, sino
también aplicar la teoría abstracta de sus principios a la práctica de un feliz gobierno; han realizado el prodigio que nunca
verán los europeos mientras exista la Santa Alianza, esa feliz aplicación de la teoría más extensa de los principios liberales a
la práctica gubernativa.
Francia, por el contrario, era “el peor modelo que puede ofrecerse a una nación que
empieza la carrera de su libertad”. Rocafuerte halló en Paine, Jefferson, Washington y Bolívar
“el verdadero credo político que debemos seguir”.[77]
En el fondo, la mirada suplicante de Rocafuerte hacia los padres fundadores
norteamericanos evidenciaba la orfandad teórica que sufrían los hispanoamericanos. La
búsqueda de un tutor intelectual generoso, justo y bondadoso sería una constante en el proceso
de construcción nacional de las naciones de la América española. ¿Qué tenían que decir los
tan admirados personajes de los Estados Unidos sobre las nuevas naciones? Nada muy
generoso. John Adams, por ejemplo, afirmaba que la noción de que gobiernos libres pudiesen
arraigar entre los sudamericanos era “tan absurda como el tratar de establecer democracias
entre las aves, las bestias y los peces”.[78] El subsecuente fracaso de los experimentos
constitucionales latinoamericanos sólo reforzaría este prejuicio.
CONCLUSIÓN
Rocafuerte, al igual que Tocqueville, se percató en los Estados Unidos de la importancia de la
religión para la preservación de un orden político democrático. Esa situación no se parecía en
nada a lo que el mundo hispánico había experimentado por siglos. La Iglesia católica no
representaba la única opción cristiana. El Evangelio era “ese precioso código” que
perfecciona la moral, que destruye la esclavitud, que recomienda la igualdad, que liga con lazos de benevolencia a todos los
miembros de la sociedad; que pone en el primer rango de las virtudes el amor al prójimo, y la perfecta abnegación de sí
mismo; estas dos admirables virtudes son las verdaderas bases de todo sistema religioso y político; ésta es la íntima relación
y el punto de contacto que tiene todo gobierno con la religión. De allí nace el principio de que la moralidad del pueblo es la
mejor garantía de las instituciones civiles, y debe ser el primer objeto de toda legislación. La esencia del cristianismo es
republicana y por lo mismo es la religión que más conviene a los pueblos modernos.[79]
Rocafuerte rescataba así el cristianismo para su causa. “Los primeros Cristianos”,
afirmaba, “fueron los liberales de su siglo […] fueron perseguidos por los tiranos de su
tiempo, como lo son hoy los constitucionales y republicanos por los jefes serviles de Europa”.
Siguiendo a San Agustín, argüía: “el admirable cristianismo hubiera mejorado las instituciones
de Roma, y conforme a su espíritu de libertad e igualdad hubiera hecho revivir el glorioso
sistema republicano, si los godos, los vándalos y todos esos salvajes del Norte no hubieran
entonces inundado la Europa”.[80] La alianza histórica de la iglesia católica con los monarcas
absolutistas había oscurecido el vínculo entre republicanismo y religión. El sacerdocio había
corrompido la fe, pues “cansado de padecer se declaró a favor de los nuevos amos; de
oprimido, se convirtió en opresor […] La avaricia misma del sacerdocio quitó al sublime
cristianismo su primitiva belleza cubriéndolo del ridículo traje monacal”.[81] En América, los
principios de la Reforma se habían reconcentrado y habían dado “por resultado ese puro,
claro, y brillante espíritu de la filosofía, que nunca lograrán ver los europeos mientras exista
la Santa Alianza; ese sistema admirable de tolerancia religiosa y libertad política sin mezcla
de pueril legitimidad”.[82] La tolerancia religiosa tenía ventajas innegables: “la experiencia de
trescientos años nos demuestra que los pueblos más virtuosos son aquéllos en donde se
observa mayor libertad de cultos […] El objeto verdadero de la religión es la moralidad de la
sociedad, y ésta se consigue con mayor facilidad y economía admitiendo la tolerancia
religiosa”.[83]
El delirio de Rocafuerte y de otros hispanoamericanos, ávidos de futuro, está capturado en una
frase: “todo debe ser nuevo en este nuevo mundo”. Podríamos añadir que ese nuevo mundo no
sería, a pesar de todo, un mundo feliz.
[Notas]
Como hemos visto, Alexis de Tocqueville en La democracia en América popularizó la
idea equivocada de que la constitución mexicana de 1824 era una copia de la de los Estados
Unidos. Lucas Alamán, por razones que exploraremos más adelante, lo repetiría en su Historia
[1]
de México.
Para el caso mexicano, véase Jaime Rodríguez, “The Constitution of 1824 and the
Formation of the Mexican State”, en Jaime E. Rodríguez, ed., The Evolution of the Mexican
political system (Wilmington, Scholarly Resources, 1993), pp. 71-90; José Antonio Aguilar
Rivera, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico
(México, FCE / CIDE, 2000).
[2]
Jaime Rodríguez ha escrito extensamente sobre ellos. Para una muestra, véase Jaime E.
Rodríguez, El nacimiento de Hispanoamérica. Vicente Rocafuerte y el hispanoamericanismo
(1808-1832) (Quito, Universidad Andina Simón Bolívar / Corporación Editora Nacional,
2007). Las citas aquí son de la primera edición en inglés de Jaime E. Rodríguez, The
Emergence of Spanish America. Vicente Rocafuerte and Spanish Americanism (1808-1832)
(Berkeley, University of California Press, 1975). Véase también Jaime Rodríguez, La
independencia de la América española (México, FCE / El Colegio de México, 1996); Rafael
Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica
(México, Taurus, 2009); Servando Teresa de Mier, La formación de un republicano, Jaime E.
Rodríguez, ed. (México, UNAM, 1988).
[3]
Frank Safford, “Politics, Ideology and Society in Post-Independence Spanish America”,
The Cambridge History of Latin America, vol. III, From Independence to c. 1870
(Cambridge, Cambridge University Press, 1985).
[4]
[5]
Montesquieu, El espíritu de las leyes, libro II, caps. I y IV.
[6]
Rodríguez, The Emergence…, pp. xiii, 1-25.
Sobre el liberalismo español véase Roberto Breña, El primer liberalismo hispánico y
los procesos de emancipación de América (1808-1824) (México, El Colegio de México,
2006).
[7]
Vicente Rocafuerte, Rasgo imparcial, breves observaciones al papel que ha publicado
el Dr. D. Tomás Romay en el diario del Gobierno (La Habana, Imprenta de Palmer, 1820), pp.
1-7; cit. por Jaime E. Rodríguez, The Emergence…, p. 29.
[8]
[9]
Rodríguez, The Emergence…, p. 31.
[10]
Ibid., pp. 32-33.
[11]
Ibid., p. 34.
[12]
Ibid., p. 35.
[13]
Idem.
[14]
Rodríguez, The Emergence…, p. 37.
[15]
Ibid., p. 48.
Véase Jaime E. Rodríguez, “Nosotros somos ahora los verdaderos españoles”, La
transición de la Nueva España de un reino de la monarquía española a la República
Federal Mexicana (1808-1824), t. I (México, El Colegio de Michoacán / Instituto Mora,
2009), pp. 515-583.
[16]
Vicente Rocafuerte, Ideas necesarias a todo pueblo americano que quiera ser libre
(Filadelfia, D. Huntington, 1821), p. 3.
[17]
[18]
Ibid., p. 5.
[19]
Vicente Rocafuerte, Ideas necesarias…, p. 6.
[20]
Ibid., p. 8.
[21]
Ibid., pp. 8-9. Las cursivas son mías.
[22]
Vicente Rocafuerte, Ideas necesarias…, pp. 10-11.
[23]
Ibid., p. 11.
Véase José Antonio Aguilar Rivera, En pos de la quimera…, p. 23. Para una versión
contemporánea del argumento, véase Richard Morse, Resonancia del nuevo mundo (México,
Vuelta, 1995); Claudio Véliz, The New World of the Gothic Fox. Culture and Economy in
Spanish and English America (Berkeley, University of California Press, 1994).
[24]
Rocafuerte, Ideas necesarias…, p. 12. Sobre el efecto ejemplo-demostración
producido por los Estados Unidos, véase José Antonio Aguilar Rivera, “Tocqueville y
México”, El fin de la raza cósmica, pp. 133-146.
[25]
[26]
Rocafuerte, Ideas necesarias…, p. 13.
[27]
Ibid., p. 14.
[28]
Ibid., p. 18.
[29]
Idem.
Kent Bruce Mecum, “Practical idealism in Vicente Rocafuerte (1783-1847), un
verdadero americano independiente y libre”, tesis doctoral (Universidad de Indiana, 1971),
pp. 46-47.
[30]
[31]
Rodríguez, The Emergence…, pp. 56-59.
Bosquejo ligerísimo de la Revolución de México, desde el grito de Iguala hasta la
proclamación imperial de Iturbide (Filadelfia, Imprenta de Teracrouef y Naroajeg, 1822).
[32]
[33]
Rodríguez, The Emergence…, p. 59.
[34]
Bosquejo ligerísimo…, pp. vi-vii.
[35]
Bosquejo ligerísimo…, pp. 164-165.
Bernard Manin, “Montesquieu, la república y el comercio”, en José Antonio Aguilar y
Rafael Rojas, eds., El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y
política (México, FCE / CIDE, 2003), pp. 13-57.
[36]
Judith Shklar, “Montesquieu and the new republicanism”, en Gisela Bock, Quentin
Skinner y Maurizio Viroli, eds., Machiavelli and Republicanism (Cambridge, Cambridge
University Press, 1990), pp. 274-275.
[37]
[38]
Ibid., 275.
Bosquejo ligerísimo…, pp. 165-166. Tácito, Los Anales, 4.33.1: “Todas las
comunidades políticas, ya sean naciones o ciudades, son gobernadas ya sea por el pueblo, una
facción de líderes o un hombre; es fácil alabar en lo abstracto a la constitución mixta, que
combina elementos de los tres sistemas, pero ésta sólo se desarrolla con dificultad y, aun
cuando se desarrolla, no puede durar mucho tiempo”.
[39]
[40]
Judith Shklar, “Montesquieu…”, p. 266.
[41]
Bosquejo ligerísimo…, pp. 166-167.
[42]
Ibid., p. 167.
[43]
Bosquejo ligerísimo…, p. 168.
[44]
Rodríguez, The Emergence…, p. 65.
Ibid., p. 67. Vicente Rocafuerte, Ensayo político. El sistema colombiano, popular,
electivo y representativo, es el que más conviene a la América independiente (Nueva York,
Imprenta de A. Paul, 1823). Rafael Rojas ha recreado con claridad esa excepcional
circunstancia. Rojas, Repúblicas de aire, pp. 73-141.
[45]
[46]
Rodríguez, The Emergence…, p. 67.
[47]
Idem.
Rocafuerte a Gual, Maracaibo, Colombia, 21 de noviembre de 1823, Revista del
Archivo Nacional, IV, núm. 39 (mayo de 1942); cit. por Rodríguez, The Emergence…, p. 248.
[48]
[49]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 30.
Impugnación. Sublimes cristianos, contenida en el ensayo sobre tolerancia religiosa
por el ciudadano Vicente Rocafuerte (México, Imprenta de Rivera, 1832).
[50]
[51]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 33.
[52]
Ibid., p. 34.
[53]
Ibid., p. 35.
[54]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 35.
[55]
Idem.
[56]
Ibid., p. 36.
[57]
Idem. Las cursivas son mías.
“Conformidad del plan a los principios republicanos”, El Federalista, 39, trad. de
Gustavo Velasco (México, FCE, 1998), p. 159. Al respecto, véanse los capítulos III y IV del
libro de Bernard Manin, The principles of representative government (Cambridge,
Cambridge University Press, 1997).
[58]
[59]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 37.
[60]
Idem.
[61]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 38.
[62]
Idem.
[63]
Ibid., p. 42.
[64]
Ibid., p. 43.
[65]
Idem.
[66]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 39.
[67]
Idem.
[68]
Idem.
[69]
Ibid., p. 42.
[70]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 49. Las cursivas son mías.
[71]
Ibid., p. 50.
[72]
Idem.
Ibid., p. 52. Las cursivas son mías. De Montesquieu, Rocafuerte cita copiosamente de
manera aprobatoria: “donde hay despotismo […] no hay virtud”, “todo hombre está inclinado
a abusar su poder, que no sea hasta encontrar los límites de su autoridad”. Véase Mecum,
“Practical idealism”, pp. 55-59.
[73]
“Cuando veo a ese célebre Mably, a ese ilustre defensor de la libertad, escribir
recomendando la aristocracia y la política de Solón; y falso profeta, pronosticar al naciente
gobierno de los Estados Unidos su efímera duración y funesto término; no puedo menos que
compadecer nuestra extrema debilidad humana, los errores del mismo talento, y el entusiasmo
de los hombres de genio por la antigüedad con todos su defectos”. Idem.
[74]
[75]
Ibid., p. 53.
[76]
Idem.
[77]
Idem.
Adams, cit. por David Bushnell, “The Independence of Spanish South America”, en
Leslie Bethell, ed., The Cambridge History of Latin America, vol. III, From Independence to
c. 1870 (Cambridge, Cambridge University Press, 1985), p. 168.
[78]
Rocafuerte, Ensayo político, p. 47. Compárese con Alexis de Tocqueville, La
democracia en América, vol. 2, parte I, cap. V; parte II, caps. IX y XV.
[79]
[80]
Idem.
[81]
Ibid., p. 48.
[82]
Idem.
[83]
Ibid., p. 49.
III. VIDAURRE
Y LA IMAGINACIÓN POLÍTICA
No es ésta una novela, es una historia fidedigna.
MANUEL LORENZO DE VIDAURRE,
Vidaurre contra Vidaurre
EL 30 DE agosto de 1825 Simón Bolívar le escribió a Manuel Lorenzo de Vidaurre, embajador
peruano al congreso anfictiónico de naciones hispanoamericanas que se reuniría en Panamá,
recomendándole moderación.
De usted [advertía], depende la existencia de un mundo entero que desea libertad y gloria, y que ha roto sus cadenas para
gozar de la paz bajo el celeste movimiento del orden de la naturaleza, cuyas leyes desea practicar para alcanzar el fin de la
sociedad. A tan altos destinos, ¿no se siente V. arrebatar por el fuego de su imaginación y por la fuerza de su amor patrio?
Me parece que V. estará tan lleno de la inmensidad de su deber, que es muy posible que ese genio eléctrico de que está
animado debe haber recibido algunos grados de intensidad.[1]
Vidaurre le respondió a Bolívar en estos términos:
cuando yo contemplo que podamos volver a ser esclavos, quiero trepar al Olimpo, quitarle a Júpiter el rayo de las manos, y
lanzarlo contra los partidarios de la tiranía […] me acerco ya a los 53 años; pero el fuego patriótico de mi pecho es tan
vehemente, que si faltara materia eléctrica en el Chimborazo y el Vesubio, con abrir mi pecho se renovarían de nuevo sus
fuegos. Yo quiero morir como Catón, no como el enemigo de Catilina. Maldito sea el que hace pactos con los tiranos.[2]
¿Quién era ese “genio eléctrico” dispuesto a quitarle a Júpiter su rayo? Manuel Lorenzo de
Vidaurre y Encalada (1773-1841) nació en Lima y estudió en el Colegio de San Carlos.[3] A
los 29 años se graduó de doctor por “los dos derechos”, el civil y el canónico, en la
Universidad de San Marcos.[4] Jorge Guillermo Leguía, su biógrafo, afirma que “la lectura de
los filósofos enciclopedistas hizo en su alma el efecto de muchos haces de leña arrojados en
una hoguera. Vidaurre se incendió. Con rancia tenacidad muy vasca, se absorbió en la
búsqueda y el devoramiento de los libros prohibidos”.[5] Como veremos a resultas de éstas y
otras actividades fue perseguido por la Inquisición. Vidaurre ejerció la abogacía en la
Audiencia de Lima hasta que, exasperados los jueces con sus constantes alusiones a Beccaria,
decidieron suspenderlo. En 1810, después de las abdicaciones de Bayona, marchó a Cádiz.
Ahí logró ser escuchado por las autoridades de la regencia, que le encargaron un informe del
estado que guardaba la administración de la justicia en el virreinato del Perú. El informe, que
después sería conocido como Plan de Perú, le ganó a Vidaurre ser nombrado oidor de la Real
Audiencia del Cuzco. En 1811, de regreso al Perú, ocupó su nuevo puesto. Cuando la
constitución de Cádiz llegó al Cuzco, “su entusiasmo frisó en el frenesí”, a diferencia de los
otros oidores, que la acogieron mal.[6] Aunque simpatizaba con la causa independiente
Vidaurre adoptó una posición ambigua durante la rebelión que temporalmente se hizo del
poder en Cuzco en agosto de 1814. No se unió a los rebeldes, pero tampoco se unió a la
defensa realista. De regreso en Lima, el virrey Abascal lo destituyó e hizo encausar. Aunque la
causa no prosperó, el ex oidor cayó en desgracia. En 1815 le escribió a Fernando VII un
memorial en el que se defendía de sus acusadores. En 1817 el fiscal de la causa le hizo saber
que el monarca había revelado “su Real desagrado por su carácter díscolo” y había decidido
trasladarlo a otra audiencia.[7] Sin embargo, el rey también ordenaba que se le siguiera
pagando su sueldo de oidor. Así, Vidaurre se embarcó de nueva cuenta hacia Madrid. En 1820
fue nombrado oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe, en la isla de Cuba. En su nuevo
puesto duró menos de 18 meses. Debido a las quejas del cabildo se le ordenó transferirse a la
Audiencia de Galicia, en España. Sin embargo, Vidaurre desacató la orden y, en diciembre de
1822, se dirigió a Filadelfia. En esa ciudad renunció a la magistratura y se relacionó con otros
hispanoamericanos prominentes.[8] Finalmente abrazó la causa de las independencias. Ahí
publicó, en 1823, el Plan de Perú y se lo dedicó a Bolívar. De esa forma, “no dejaba dudas
sobre el giro republicano que daba”.[9] Ese mismo año regresó al Perú, y en 1825 fue
nombrado primer presidente de la Corte Suprema de Lima. Poco tiempo después, Bolívar lo
designó ministro plenipotenciario del Perú al Congreso de Panamá que se reuniría en 1826.
Sin embargo, cuando el libertador intentó imponer en el Perú la constitución de Bolivia,
Vidaurre rompió con él. Su papel en la reacción anticolombiana de 1827 le valió ser
nombrado ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. De igual forma, fue electo diputado
del Congreso Constituyente de ese año. Más tarde fue acusado de participar en una
conspiración contra el gobierno, por lo que fue apresado y deportado en 1828. Vidaurre se
dirigió entonces a los Estados Unidos y Europa. En 1830 regresó al Perú y se reincorporó a la
Corte de Justicia. En 1832 formó parte, por un breve periodo, del gobierno de Agustín
Gamarra como ministro de Relaciones Exteriores. Cuando se estableció la confederación
Perú-Boliviana, Andrés de Santa Cruz, amigo de Vidaurre, lo hizo embajador ante Ecuador.
Mas en 1839 Santa Cruz fue derrotado, y Gamarra lo destituyó de su cargo en la Corte
Suprema. Ese mismo año escribió su último libro, Vidaurre contra Vidaurre, en el que
argumentaba contra sus propias ideas de juventud respecto a la religión y la Iglesia.[10]
Renegaba de su jacobinismo temprano, pero al mismo tiempo argüía por una Iglesia más
democrática e igualitaria. Ese libro no fue bien recibido por la jerarquía católica.[11] Caído en
desgracia de nueva cuenta, Vidaurre se dedicó a practicar la abogacía. En 1841 murió en
Lima, pobre y enfermo.
EL GENIO ELÉCTRICO
Me parece que Vidaurre no ha recibido la atención que se merece. En un texto reciente David
A. Brading afirma sobre Vidaurre:
aunque se le ha llamado el Rousseau del Perú, es evidente que si bien buscó emular al filósofo de Ginebra, carecía del
talento literario y de la capacidad de introspección de su héroe.[12] Sus Cartas americanas oscilan entre efusiones
sentimentales y retórica de un lado, dispersas observaciones agudas acerca de la política contemporánea del otro, sin
profundidad o desarrollo. Lo que sus escritos muestran continuamente es la naturaleza y las dimensiones de la crisis sufrida
por el mundo hispánico en esta época.[13]
Brading tiene poca paciencia con Vidaurre. El problema central, arguye, es que
al igual que tantos otros miembros de su generación, Vidaurre carecía del sentido del peso del pasado o de la necesidad de
arraigar los proyectos contemporáneos en la experiencia histórica. Él vivía para el presente y para el futuro. En particular,
no parece haber reflexionado jamás sobre la historia, la realidad social y el destino específico del Perú.[14]
Este juicio me parece injusto y equivocado. Vidaurre ciertamente no encaja en el molde
del patriotismo criollo que Brading fraguó, pero eso no quiere decir que el peruano no tuviera
un sentido de la historia ni tampoco de la realidad social.[15] El propio Vidaurre le confería al
examen de la historia un papel muy significativo. En 1828 afirmaba: “se ha criticado mi estilo,
se ha censurado la abundancia de pinturas; el demasiado uso de la historia se ridiculizó como
pedantería”.[16] Sobre el periodo en el que escribió El plan de Perú asentó: “había leído muy
pocos filósofos, pero mi estudio de la historia fue muy serio. Raciocinaba con ella sobre el
origen y fin de las repúblicas”.[17] Éste es, por supuesto, el modo clásico de reflexión, en el
cual se utilizaban ejemplos de la Antigüedad para fundar opiniones en torno a la política.
También es lo que habían hecho, con fortuna diversa, los norteamericanos y los franceses al
final del siglo XVIII. Lo que está entonces ausente no es la historia, sino una visión mítica del
pasado indígena. De hecho, el camino de Vidaurre es mucho más cercano al de los pensadores
contemporáneos europeos. Lo cierto es que el personaje de Vidaurre tiende a opacar las
contribuciones sustantivas del pensador: Vidaurre contra Vidaurre.
El autor era un aprendiz de mago. A los 20 años se presentó a denunciarse voluntariamente
ante el tribunal del Santo Oficio. El 30 de marzo de 1793 confesó que a los 15 años
hallándose escaso de dinero y obrando en la inteligencia de que el Demonio podía suministrárselo en abundancia, había
invocado al espíritu de las tinieblas, llamándolo al intento […] Agregó Vidaurre que por aquella época, constreñido por la
necesidad y falta de medios, había renegado de Dios, de la Virgen y de todos los santos, en la opinión de que alejándolos por
este procedimiento el Demonio se le aparecería sin dilación y le indicaría dónde había tesoros escondidos, o por lo menos le
ilustraría sobre el procedimiento de dar con ellos.[18]
De la misma manera, Vidaurre confesó
haber sentido el deseo de tallar una estatua de Venus para tributarle adoración. Dando crédito a la opinión de que los
muñecos que de distintos modos combinaban los hechiceros producían el efecto de atraer la voluntad ajena, o bien de
atormentarla si no se variaba el procedimiento. Vidaurre había fabricado una figura con los cabellos de una mujer y “otro
impuro ingrediente”. Por la parte que figuraba la cabeza le introdujo una aguja. De esta suerte quería atraer la voluntad a la
persona simbolizada, y al propio tiempo castigarla por los desdenes al denunciante. Vidaurre aclaró que todos estos actos
hechiceriles eran independientes del pacto solicitado, bien que en la creencia de que a todo colaboraría eficientemente el
Demonio.[19]
También confesó Vidaurre que,
agradándole sobremanera cuanto Voltaire, Rousseau “y otros libertinos escribían de la pasión del amor”, se había dejado
llevar de ese entusiasmo al extremo de decidirse a escribir sobre la materia, bajo pseudónimo, declarando públicamente que
hubiera experimentado gran satisfacción en alternar con dichos personajes para discurrir sobre el mismo tema y escuchar
las opiniones de ellos en puntos dogmáticos.
Lohmann registra la deposición de Vidaurre, “que había sentido vivos deseos de ser mago
‘para asombrar con sus hechos al mundo’. Otras veces, levantando sus ojos al cielo, había
exclamado: ‘no quiero el patrimonio del cielo, y renuncio la parte que puede haber en él,
como me des bienes temporales”. También se denunció “de haber deseado hallarse en
Inglaterra, por juzgar que sólo en este país se hubiera aquilatado el valor de su genio.
Apreciado, se le hubiera facilitado la subsistencia en esa nación, aun a costa de perder la fe
católica”.[20]
El 13 de enero de 1794 la Inquisición reprendió al reo, el cual abjuró formalmente de sus
blasfemias y a continuación se le absolvió. Como penitencia “se le asignó una confesión
general en las tres Pascuas, rezo diario del Rosario de rodillas, lecturas piadosas y elección
de un director espiritual de solvencia; todo ello durante el lapso de dos años”.[21] Pero
Vidaurre no se enmendó: seis años después volvió a denunciarse ante la Inquisición. Entonces
confesó haber leído a Montesquieu y a Rousseau. También admitió que
por aquellos años, hallándose encenegado en sus vicios, se había hecho cargo de la enseñanza de una doncella de quince o
dieciséis años, llamada María Arnáiz. Preparó para su discípula unos compendios de Historia de la Religión […] para
facilitar el depravado propósito que abrigaba de seducir a su pupila, tergiversó la interpretación de los acontecimientos,
explicando que el pecado que reprendió José a sus hermanos consistía en la tolerancia de deleitarse imaginativamente
consigo mismo. Vidaurre intentaba por este conducto quebrantar los principios morales de la virtuosa joven que se le había
confiado y lograr que la incauta accediese a sus instancias. Con el mismo propósito, disminuyó a los ojos de la doncella la
importancia del pecado en que incurre una mujer soltera sosteniendo relaciones con un hombre casado. Vidaurre sostenía
que no era mortal, pues la gravedad se hallaba únicamente cuando la que consentía tenía ya marido. Para respaldar tan
peregrina teoría adujo diversos textos sagrados, de los que Vidaurre desprendía que toleraban la poligamia.[22]
En el juicio compareció la citada María Arnáiz, “a la sazón doncella de veinte años”. La
joven
confirmó que su asediador se llenaba la boca citando los nombres de los más celebres literatos europeos, entre los cuales el
más frecuente es el de Montesquieu; a su discípula decía que tanto en la Audiencia como en la Universidad vaciaba sus
doctrinas, bien recibidas en todas partes […] definió a su preceptor como “un lascivo licencioso, q. si no se expresaba en
otros términos hera por el Decoro de las Personas con quien hablaba”.[23]
La Inquisición también se escandalizó porque en una borrachera Vidaurre había exclamado
“¡Voltaire es mi dios!”[24]
El biógrafo de Vidaurre, Jorge Guillermo Leguía, después de proclamar a su biografiado
el primer romántico peruano lo comparó con Rousseau; Guillermo Lohmann, a su vez, pensaba
que el paralelo de Vidaurre era más bien con Diderot. El propio Vidaurre “no dudaba de que
algún día se le intitularía el Voltaire de las Américas (sic)”.[25]
DEL AUTONOMISMO AL REPUBLICANISMO
Montesquieu, Rousseau y los revolucionarios norteamericanos habían ya enfrentado el
problema de la obsolescencia de la república. En ambas orillas del Atlántico había escépticos
sobre la posibilidad de instaurar ese tipo de régimen. No es extraño, entonces, que al principio
de la crisis política que finalmente conduciría a la independencia, los criollos españoles
mostraran una marcada ambivalencia respecto a la república. Vidaurre no fue la excepción.
Cuando la autonomía relativa era una posibilidad real, la independencia y la república
aparecían como entelequias peligrosas.[26] En sus primeros escritos creía que la república no
era una forma de gobierno viable para las nuevas naciones de Hispanoamérica. Sobre
Rousseau afirmó entonces:
se atribuye al Contrato social de Rousseau la causa de la insubordinación de los vasallos. Desearía que leyesen las obras
de este genio […] conocerían […] que no hay gobiernos más despóticos, más inhumanos, que las repúblicas. Cuando fue
perseguido en Francia se acogió a los suizos, y le fue preciso huir inmediatamente. Federico II que fue un déspota, le
concedió asilo en sus estados. Tan cierto es en mi concepto que el peor de los reyes, es menos feroz que un cónclave
formado por el pueblo.[27]
Una parte de esta desconfianza debe entenderse en el contexto del conservadurismo
producido por la Restauración en Europa, que influyó en los hispanoamericanos. Sin embargo,
también recurrían a la consabida teoría de Montesquieu sobre la imposibilidad de establecer
repúblicas en grandes Estados. Así, el peruano afirmó: “Si la república helvética tenía en su
simplicidad y pobreza, y en la pequeña extensión de su terreno, todos los principios para una
verdadera república, la América se halla en un estado enteramente distinto”.[28]
Vidaurre escribía cuando Montesquieu ya le había propinado un duro golpe a la añoranza
de la república clásica. Las críticas y objeciones del autor de Del espíritu de las leyes habían
sido internalizadas por las élites criollas. Vidaurre repitió la crítica de Montesquieu sobre la
belicosidad de los romanos: “nos hallamos en el caso de la corrupción de los príncipes
monárquicos señalada por Montesquieu […] Muchos romanos fueron víctimas sin utilidad
común de su fanático patriotismo. Consagrarse a los dioses infernales, arrojarse al medio de
las huestes enemigas, son hechos animados por la superstición o la locura”.[29] En el fondo,
concibió la libertad en términos de no interferencia y predecibilidad de la ley: “La libertad
sólo consiste, como decía Montesquieu, en la seguridad que se logra bajo el amparo de las
leyes. Si la ley no es más fuerte que el ciudadano, no hay libertad”.[30]
Como un americano convencido de las bondades de la constitución de Cádiz creyó durante
varios años en la monarquía constitucional.[31] En El plan de Perú, originalmente concebido
en Madrid en 1810 como Plan de las Américas y publicado en Filadelfia en 1823, afirmaba:
en las repúblicas como todos los hombres se contemplan iguales, todos pretenden el gobierno, todos lo acechan y envidian.
De aquí nacen tres consecuencias necesarias. Primera: los continuos partidos y odios insanables. Segunda: la ninguna
fijeza en el modo de gobierno, variando con los dictámenes. Tercera: la desesperación de los ciudadanos postergados, que
siempre han incurrido en perfidia y en enemistad de su patria. Para evitar estos males, los más fuertes defensores de la
libertad, si no se sujetaron a un rey conocido, constituyeron a un magistrado a quien sólo falta el nombre.[32] [Así,] nunca
tuvo Roma fijeza en su gobierno: a los treinta años de establecida la república se vio obligada a elegir dictador. Esto es
prueba de que se conocía que el gobierno monárquico es el más proporcionado y que los asuntos que exigen pronto remedio
o de gravedad, no es posible acordarlos, decidirlos y efectuarlos por la multitud.[33]
El problema de la instauración del orden político se presentaba de manera muy clara: “¿Y
quiénes son elegidos para gobernar? ¿Quiénes los eligen? ¿Qué especie de magistratura se
constituye? ¿Es perpetua o temporal?”[34]
Vidaurre seguía de cerca la crítica de Montesquieu a las repúblicas clásicas y encontraba
los mismos defectos: inestabilidad, belicismo exacerbado, conflictos de clase perennes: “El
Estado no es feliz si tiene guerras con los vecinos, o con otras potencias distantes; si el
ciudadano no tiene seguridad en sus personas y en sus bienes; si no se premia el mérito, si
cada individuo sólo piensa en su riqueza y engrandecimiento. En las repúblicas siempre se
padecen estos males”.[35] Así, creía que “no hay fundamento para que presumamos que el
resultado de la instalación de repúblicas había de ser diverso entre nosotros”.[36] La virtud
clásica, la capacidad para poner indefectiblemente el interés común por encima del individual,
estaba extinta: “desengañémonos: el hombre se ama mucho, desea su felicidad particular y es
lo mismo en las repúblicas que en los reinos”.[37] Campeaba soberana la libertad de los
modernos. En contraste afirmaba que la monarquía era más franca y realista porque, como
postulaba Montesquieu, esa forma de gobierno estaba basada en el honor: “en las monarquías
se deben ver acciones más gloriosas, porque se apetece la distinción y la grandeza. En las
repúblicas donde reina la igualdad está cimentada la avaricia, porque se sabe que el hombre
no vale más que aquello que atesora”.[38]
La república era intrínsecamente inestable debido al faccionalismo: “las repúblicas o se
aniquilan por partidos, o si se sostienen como sucedió a Venecia por mil años, es con un rigor
que toca en injusticia”.[39] También era un espejismo que las repúblicas fueran meritocráticas:
“en ningún gobierno se ha recompensado menos al mérito que en las repúblicas. El pueblo
vuela con inconstancia del favor al odio. La estatua que hoy erige, mañana la rompe y
destruye”.[40] ¿No estaba la muerte de Sócrates, el hombre más virtuoso, para probarlo? Así
concluía categórico: “lo que he propuesto me parece suficiente para que no tratemos de mudar
de régimen y que nuestro único objeto sea el establecer y fijar las leyes que, observadas,
necesariamente nos han de hacer felices”.[41]
Mientras la naturaleza humana no cambiara la república sería una quimera: “repúblicas
democráticas, vosotras seréis eternas cuando la naturaleza rompiendo todos los moldes donde
hoy se fabrican los racionales, críe otros seres más perfectos y desnudos de pasiones”.[42]
Aunque Vidaurre rechazaba la república, padecía de una nostalgia republicana. En efecto, no
celebraba el advenimiento del individualismo, lo lamentaba y adoptaba un realismo
desencantado. La monarquía era preferible porque demandaba menos de los ciudadanos y
podía prescindir, como creía Montesquieu, de la virtud. Así, la monarquía constitucional
aparecía como la forma de gobierno moderna y posible.
En 1828 Lorenzo de Vidaurre recordaba su antigua convicción antirrepublicana: “más fácil
concebía, convertir esos grandes montes [el Pichincha y Chimborazo] en planos, que erigir
repúblicas, faltando para ello todos los elementos […] la democracia me parecía un gobierno
tan feliz para idearlo, como imposible para sostenerse en la práctica. Roma y Grecia me
franqueaban las pruebas más fuertes”.[43] De la misma manera,
no hallaba solución a este argumento: donde todos son iguales, todos quieren ser superiores: la anarquía es la
enfermedad mortal del republicanismo. Repitiendo la lectura de Montesquieu, aunque no era un ciego adorador de sus
opiniones, respetaba muchas de sus sentencias. Un pueblo acostumbrado a la esclavitud, si aspira a la libertad, no hará sino
mudar de amo. Era muy recto este juicio para mirarlo con desprecio.[44]
Vidaurre se refería a un pasaje de Del espíritu de las leyes que Simón Bolívar ya había
citado de manera parcial: “una nación libre puede tener un libertador; una nación oprimida no
puede tener más que otro opresor, pues todo hombre que tiene fuerza suficiente para expulsar
al que es ya dueño absoluto de un Estado, la tiene también para llegar a serlo él mismo”.[45] A
diferencia de Bolívar, Vidaurre no omitió el corolario de la reflexión. El hombre que tenía el
poder para liberar, lo tenía también para erigirse en nuevo amo absoluto. Para Vidaurre, “a las
dificultades contra el sistema popular se me ofrecían las particulares nuestras. Nacidos y
educados en la servidumbre; acostumbrados a una obediencia sin examen; trémulos delante de
las últimas autoridades; imbuidos de falsas máximas religiosas a favor de los príncipes;
anonadados con imágenes horribles de la infernal Inquisición”. Los españoles habían
fomentado los vicios: “el esclavo entre placeres no puede amar la patria, porque ni la conoce
ni la tiene. ¿No había amor a la patria? No había virtud. Faltaba el único espíritu que anima el
cuerpo republicano”.[46] Así, “no era tiempo, no era tiempo de convertir las Américas en
repúblicas. El salto era muy grande y en el medio había un abismo. Era preciso un puente: éste
debía formarse del sistema monárquico constitucional”. En este momento temprano en el
pensamiento de Vidaurre, el ejemplo de los Estados Unidos no refutaba aún estas
preocupaciones: “la América del Norte no era respuesta a tan sólidos convencimientos […]
los anglo-americanos eran libres, sin ser independientes”. Como afirmaría Tocqueville
algunos años después, los norteamericanos habían nacido libres aun antes de la independencia
de Inglaterra. La clave para Vidaurre era la misma que la del francés: las costumbres. Los
norteamericanos eran
moderados, laboriosos, fuertes en lo físico y moral, en extremo píos, sin vanidad en las ciencias, indiferentes a los puestos,
aplicados a las artes, prefiriendo el trabajo de los campos; apenas oyeron el eslabón de una cadena, cuando se asustan, se
alarman, se juntan y se determinan a repeler cualesquiera innovación que les usurpe sus justos y afianzados derechos.[47]
En cambio, en la América española, “olvidados de nosotros mismos, las órdenes de los
monarcas se obedecían, sin representar jamás contra ellas. La introducción del papel sellado,
que dio el primer impulso a la América del Norte, siempre se recibió en las españolas”. En
una palabra: “estábamos en el caso de mudar de amo, no de ser libres”.
La solución a este dilema, pensaba Vidaurre siguiendo a Filangieri, era la educación y la
ilustración de los pueblos, enseñarlos a digerir el difícil manjar de la libertad.
¿Qué debía hacer en este caso? Preparar ilustrando; enseñar en círculos y por papeles; dar a conocer lo que era el hombre
y su dignidad; provocar a que se sintiese el gusto delicado de la libertad, en paladares acostumbrados antes a groseros
sabores; engendrar al niño, ponerlo en la carretilla, obligarle a dar los primeros pasos.[48]
Sin embargo, el contacto con la república norteamericana hizo que en 1823 Vidaurre
cambiara radicalmente de opinión. En las notas al Plan del Perú reculaba de sus anteriores
creencias: “yo escribí muchas veces contra las repúblicas. Yo creí que esta clase de gobierno
no era capaz de perfección; yo me he desengañado de mi error. He visto países republicanos
donde reina la paz interior y florecen las artes y el comercio”.[49] En 1824 escribió un
discurso en el cual cambiaba radicalmente de opinión respecto a la relación entre la guerra y
la república: “en una república no hay otra guerra, que cuando se invade su territorio, o se
impide su comercio”.[50] Vidaurre ahora le atribuía el espíritu guerrero a las monarquías:
“Montesquieu escribe: el espíritu de la monarquía es la guerra y el engrandecimiento, y el
espíritu de la república la paz y la moderación”.[51] La superioridad institucional de las
repúblicas le parecía evidente a Vidaurre y citaba con aprobación a El Federalista:
el horror con que se veía en la nueva república la semejanza de un monarca, hizo que se escribiese mucho contra los
artículos de la Constitución relativos al nombramiento de un solo magistrado en quien residiese el poder ejecutivo: el
nombramiento de presidente. Míster Hamilton presentó los discursos más sublimes a favor de esa útil institución: institución
por la que se adquieren todos los bienes, que se figuran en las monarquías, sin exponer la libertad de los ciudadanos; las
partes que componen la energía en el poder ejecutivo, que son la unidad, la duración, el señalamiento fijo de renta, los
poderes competentes; las garantías de una república, en la dependencia del pueblo, y la debida responsabilidad.[52]
Vidaurre refutaba los argumentos que catorce años antes le habían parecido tan
persuasivos. Ahora le parecían simples espejismos:
se presentan como grandes obstáculos, no obstante, la extensión del terreno, y el hábito contraído de vivir bajo una
monarquía. La disolución de la república de Roma y de Francia son los ejemplos más comunes. Mi contestación es muy
fácil: yo quiero penetrar los fantasmas y que mis compatriotas se convenzan que no son cuerpos reales, sino aparentes: son
errores ópticos, que hacen creer montañas las distantes nubes. Todos los ejemplos que pueden presentarse de las repúblicas
antiguas son inadecuados porque en ellos no se conoció el derecho representativo y electivo; este descubrimiento más útil
que la vacuna e igual a la imprenta; este descubrimiento, por el que el gobierno democrático que antes era el menos quieto y
más peligroso es el único que puede llamarse gobierno de la razón, usando la expresión de un sabio. Por él se consigue que
las repúblicas tengan aquella energía, prontitud y unidad, que los reinos según antes dije, y que aun excedan en estas
cualidades.[53]
Curiosamente, no consideraba las monarquías representativas como partícipes en el
“derecho representativo y electivo”, lo cual era a todas luces arbitrario.[54]
Vidaurre repetía el argumento de los federalistas según el cual el gobierno representativo
—aunque fuera llamado “república”— era diferente y mejor que las repúblicas clásicas.[55]
Sin embargo, hacía una innovación significativa. Mientras Madison, Hamilton y Jay tenían
claro que su república no constituía una democracia, Vidaurre proponía que el gobierno
representativo era una especie de democracia moderna. En efecto, para los federalistas el
componente popular de su república —que el poder emanara del gran cuerpo de la sociedad—
no significaba que fuera democrática, en el sentido clásico.[56] En contraste, Vidaurre
afirmaba: “en una monarquía los celos entre los ministros de diferentes departamentos muchas
veces detienen la oportuna ejecución: en una democracia representativa cada uno quiere
superar en fidelidad; como único medio de sostenerse en el empleo; la intriga nada vale
cuando la virtud rige y gobierna”.[57]
Para Vidaurre, Francia no había constituido en realidad “un gobierno representativo,
electivo, ordenado”. No:
del mando se apoderaron hombres que degradaron nuestra naturaleza, fieras más crueles, que las de la Hircania, enemigos
declarados de Dios: esto basta […] Adoraban a la razón y a la verdad, como si se pudiesen adorar la razón y la verdad,
insultando a Dios. El abad Sieyés, el autor original de la Declaración de los Derechos del Hombre, abjura de la religión de
sus padres; no quiere otra adoración, que la de la libertad y la de la igualdad; llama melancólicos prejuicios los más sagrados
dogmas, y cree que son unas mismas las cadenas de la Iglesia y las cadenas de la monarquía. Todo pueblo, que así piense,
será desolado. El republicano verdadero es el enemigo de las supersticiones, pero al mismo tiempo el defensor de la
verdadera religión, sin la cual ningún Estado puede sostenerse.[58]
De la misma manera, la respuesta de Vidaurre a la objeción de la extensión de una gran
república también es original. Mientras que los federalistas norteamericanos postulaban que
una gran extensión era una ventaja para una república federal, pues proveía la solución al
problema del faccionalismo, el peruano prescindía de la dimensión federativa y afirmaba:
con religión y buenas leyes, cuando un Estado sea más extenso, será más estable y seguro. Una nación es comprometida
por movimientos interiores, o por invasiones exteriores. Su extensión impide que los descontentos se comuniquen, y no es
posible se mantenga el secreto para una revolución en cien villas y ciudades, y mil leguas de terreno. Las repúblicas
dilatadas tienen una fuerza superior en bienes y hombres […] los ciudadanos son menos gravados, porque las contribuciones
se reparten entre mayor número.[59]
Respecto a la falta de hábitos de libertad, Vidaurre reconoció que éste era un problema
ineludible:
siendo incapaz de disimular ni fingir: confieso con Locke que es el obstáculo mayor a la sustitución de un buen gobierno, en
lugar del antiguo, por defectuoso que fuese. El pueblo aunque conozca las faltas u originales, o sobrevenidas por el tiempo y
la corrupción, difícilmente se conviene con la variación total de un sistema. Muchas veces sucede, que aun cuando llega a
abrazar un plan racional, lo renuncia y vuelve gustoso al antiguo. Yo pudiera presentar los ejemplos con que ilumina esta
materia Maquiavelo en varias de sus obras, ¿pero para qué, cuando tenemos los recientes sucesos de México? Apenas
salieron de un rey cuando eligieron un emperador.[60]
Terminaba su arenga dirigiéndose a unos quiméricos personajes: “demócratas racionales,
nuestras bases, son la religión y la moral, el verdadero honor, el amor permanente a la patria”.
[61]
Vidaurre leyó y citó a los padres fundadores de los Estados Unidos. Esto fue posible
gracias a su exposición a la cultura angloamericana durante su estadía en Filadelfia en 1823.
En efecto, como señala Rafael Rojas:
desde Filadelfia, Rocafuerte, Mier, Vidaurre, Varela y Heredia escribieron a favor de la idea republicana y comentaron o
tradujeron documentos básicos de esa tradición, como los textos de Thomas Paine, la Declaración de Independencia de las
Trece Colonias, la Constitución de Estados Unidos, el Manual de práctica parlamentaria de Thomas Jefferson o los
discursos de John Quincy Adams. Los folletos, libros y publicaciones, editados por aquellos intelectuales, se embarcaron
rumbo a las más importantes capitales de Hispanoamérica, concitando rechazos, desatando polémicas y provocando
adhesiones. De aquella pedagogía republicana, que propagó nuevas prácticas y nuevos discursos políticos en la región,
emergieron las primeras estrategias de construcción del Estado nacional y los primeros intentos de constitución de una
ciudadanía moderna.[62]
Así, Vidaurre citaba a Madison y a John Adams cuando muy pocos conocían El
Federalista en Hispanoamérica. Vidaurre también estuvo influido notablemente por la
“ilustración italiana”, en particular por Filangieri y Beccaria. En efecto, “tanto El espíritu de
las leyes como la Scienza della legislazione son consideradas por Vidaurre como los dos
pilares de la racionalidad ilustrada y del derecho patrio que debería aplicarse en el Perú y en
la América en general”.[63]
EL POLÍTICO Y SU DISCÍPULO
Una de las singularidades de Vidaurre fue referirse a Maquiavelo como un autor republicano y
no como el pérfido maestro del engaño. Por ejemplo, en 1820 Vidaurre hizo notar las
anomalías en el proceso de selección de diputados representantes de América a las Cortes,
por lo que pidió su anulación.[64] Exigió que la elección se hiciera por la población de las
provincias que debían estar representadas:
jamás dañó a la república, dice Maquiavelo, la autoridad constituida por el sufragio de los hombres libres. Rara vez el pueblo
se engaña sobre los méritos de los dignos ciudadanos. Arbitra en Roma la plebe para elegir entre ella misma personas que
sirviesen los más altos empleos, se gloria de la autoridad, y no abusa de ella.[65]
Vidaurre hacía alusión a los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.[66] Esto es
muy notable pues en el mundo hispánico existía un claro antimaquiavelismo. La referencia a
Maquiavelo no es una casualidad. A lo largo de su vida, Vidaurre recurrió a él en
innumerables ocasiones. Sin embargo, aun este maquiavelismo anómalo ocurre en un contexto
hispánico. Los hispanoamericanos, afirma Safford, utilizaban de manera fragmentaria las
ideas.[67] No elaboraban disertaciones teóricas —como Harrington en Inglaterra—, sino
tomaban argumentos, ejemplos, máximas de autores clásicos, para sustentar sus opiniones y
alegatos. En las obras clásicas veían un arsenal compuesto de ideas discretas y separables
unas de otras, no una ideología a la manera de Pocock. Por ello podía recurrirse a una gran
variedad de armas de manera oportunista. En cambio, la república, en términos clásicos, era
un universo de significados, conceptos, instituciones y preocupaciones vinculados entre sí.
Ciertamente, Vidaurre recurría de manera ecléctica a las ideas de Montesquieu, Rousseau,
el abate Saint-Pierre, Filangieri y muchos otros autores populares de la época. Sus Cartas
americanas pertenecen al canon del ensayo occidental. “Me distraigo como Montaigne”,
escribió Vidaurre en 1823.[68] Empero, es el uso de Maquiavelo lo que lo coloca en una
categoría aparte entre los ideólogos hispanoamericanos. A diferencia de la mayoría de sus
contemporáneos, Vidaurre conocía bien el legado republicano del florentino. La cita del
Manifiesto sobre las elecciones no es la única evidencia de ello. En sus Cartas afirmó:
“Escribiendo Maquiavelo en la primera década de Tito Livio sobre las alabanzas que se
deben a los fundadores de las repúblicas dice: que los que se entregan a la tiranía no conocen
cuánto pierden de fama, gloria, seguridad y quietud, y en cuánta infamia, desprecio, vituperio,
peligros y turbaciones inciden”.[69] En la misma vena: “decía Maquiavelo: la calumnia infunde
miedo; el miedo hace proyectar la defensa; la defensa solicita partidarios”.[70]
Vidaurre comparte algunas de las preocupaciones clásicas del republicanismo, como la
corrupción y la virtud. Así, “un pueblo corrompido, dice Maquiavelo, nunca será libre aunque
perezca toda la dinastía bajo cuyo poder estuvo esclavizado. Un pueblo libre, si se corrompe,
perderá su libertad, no teniendo energía suficiente para defenderla”.[71] La corrupción es el
egoísmo al que tienden por naturaleza los hombres:
Juan Jacobo Rousseau […] conocía perfectamente el corazón del hombre. Antes que él, lo había estudiado Nicolás
Maquiavelo. Ambos están persuadidos de que el interés privado ocupa más la atención de los ciudadanos que los males
públicos, los efectos morales y políticos de la tiranía. Un usurpador se mantendrá en el trono si respeta las propiedades […]
yo he estudiado como ellos la historia, y he conocido que las pasiones son iguales en los pueblos según su estado de virtud y
corrupción.[72]
Vidaurre también hace eco del republicanismo cuando teme por la libertad, que es un bien
precioso y en extremo frágil: “aman todos la libertad, es cierto, pero son muy pocos los que
trabajan en establecerla, y son muchos, como observa Maquiavelo, los que se ponen de parte
del gobierno establecido. En él hallan una utilidad presente y segura, y en la variación y
novaciones toda especie de riesgos”.[73] La incompatibilidad entre una sociedad de jerarquías
rígidas y una comunidad cívica tampoco pasó desapercibida para el peruano: “Maquiavelo me
había enseñado que no habrán repúblicas donde hay rangos que sostener”.[74]
¿Cómo podrían ser libres naciones que en quinientos años no conocieron el autogobierno?
Las enseñanzas del secretario florentino, reconocía Vidaurre, no eran alentadoras:
Maquiavelo en un capítulo reúne las causas que concurren para que ciertos pueblos no sepan defender su libertad. La
primera, y más grande, no haber sido libres, y no conocer el extensivo mérito de la libertad; la segunda, la corrupción de
costumbres que siempre procuran aumentar los tiranos; la tercera, la mala aplicación del cristianismo, dándose por virtudes
el consentimiento en la servidumbre, la paciencia sin límites, la baja humildad.[75]
De esa lectura derivó un peculiar realismo:
Para asegurar la libertad, dice un gran político, es necesario que se sacrifique a los hijos de Bruto. Un pueblo que la tuvo
detenida por largo tiempo, cuando violenta los obstáculos que la oprimían, no puede correr con el método suave y moderado,
que una república establecida desde siglos muy remotos.[76]
La lectura de Vidaurre de Maquiavelo no es unívoca: no ignoraba que el republicano de
los Discursos era también el autor de El Príncipe. Sin embargo, no descartó del todo al
segundo. Era también una fuente de sabiduría política. El peruano lo sabía muy bien:
“¡Maquiavelo, Maquiavelo, quien no te estudia, no puede acertar en la política!”.[77] Si no de
moralidad, las lecciones de El Príncipe eran de prudencia. Así, “bueno es, dice Maquiavelo,
que el príncipe tenga todas las virtudes, pero si carece de ellas por lo menos es necesario que
las aparente”.[78] De la misma forma, “un pueblo que quiere ser independiente, o mudar de
dinastía, jamás cede por castigos ni tormentos. Es un recurso aunque no seguro menos
expuesto, guardar la más rigurosa justicia. Maquiavelo también lo aconseja y lo enseña la
razón”. No utilizar tropas mercenarias y defender sólo aquellas posiciones que las fuerzas
permitían eran consejos al príncipe que podían ser rescatados con provecho.[79]
Con todo, el Maquiavelo republicano no era completamente asimilable al consejero del
príncipe. Las argucias podían ser efectivas, pero eran reprobables. Vidaurre empleó a
Maquiavelo primero para sostener a Bolívar y después para atacarlo.[80]
En 1824 Vidaurre había sido comisionado como magistrado por Bolívar. Entonces no
consideraba que fuera un tirano: “una usurpación criminal, escribe Maquiavelo, no tiene otra
virtud que asesinar, burlar los pactos, vender a los amigos, no conocer ni piedad ni religión.
El mismo político escribe: es imposible, cuando las disensiones han causado mucha efusión de
sangre, u otros ultrajes igualmente crueles, que una paz forzada sea duradera”.[81] Al
proclamarse Bolívar dictador, Vidaurre defendió el recurso. Recuperó el sentido clásico del
término: “¡Cómo espanta esta palabra dictador! El nombramiento se atribuye a una debilidad
del Congreso; el título se equivoca con el de un déspota tirano”.
Sin embargo, la amenaza española justificaba la autoridad extraordinaria. En efecto,
un dictador es un ciudadano, a quien se habilita para que proceda en justicia, dirigiendo todas sus órdenes al bien público, sin
fórmulas, dilaciones y aparatos. Todo poder al que le falta un ápice de autoridad para hacer efectivos los medios precisos de
conseguir el fin con que fue constituido, es nulo, inútil, insuficiente. Cuando el país está reducido al miserable estado de un
gran cuerpo, que se precipita desde lo alto de una montaña, es necesario un genio activo, veloz y vigilante, que dé impulso a
una fuerza contraria, y restituya la masa a su antigua posición. Entonces concluyen sus facultades, y comienza a andar la
máquina con la mensura señalada por sus arreglados resortes.[82]
Una república, “que no ocurre a un dictador en los terribles terremotos políticos, perecerá
necesariamente”. Y citaba a Maquiavelo para sustentar su alegato:
como muchas personas se turban con los nombres, sin un profundo examen de las cosas, yo inserto el siguiente rasgo del
mejor político. Algunos escritores han acusado a Roma, por haber criado la dictadura. Esta magistratura, dicen
ellos, con el tiempo conduce a la tiranía. El primer tirano que hubo, en efecto, la dominó bajo este nombre: y sin
este nombre fatal, César no habría podido hallar algún título público, a cuyo abrigo colorease la usurpación. Esta
opinión avanzada sin examen, ha sido recibida sin razón. No fue ni el nombre, ni el rango de dictador, que puso a
Roma en adulterio; fue la autoridad usurpada por algunos ciudadanos para perpetuarse en el mando. Si el nombre
de dictador hubiese faltado en Roma, con facilidad hubiese tomado otro; porque es la fuerza la que da los títulos, y
no los títulos los que dan la fuerza. Sabed en efecto que la dictadura, mientras fue conferida por el pueblo, y no
por los particulares, produjo siempre los más grandes bienes. Lo que daña a una república son los magistrados que
se crían ellos mismos, las autoridades que se adquieren por medios ilegítimos, no aquellas que son obtenidas por
los ordinarios y legales. Este orden de cosas fue tan constante en Roma, que por largo tiempo no se vio un dictador
que no hiciese el más grande bien.[83]
Quién, se preguntaba Vidaurre, “sería más propio para esta dignidad, que el bravo
colombiano, terrible, invulnerable, que trastornó y destruyó hasta los cimientos de la tiranía”.
[84]
Sin embargo, cuando Simón Bolívar se proclamó presidente vitalicio del Perú, Vidaurre se
volvió en su contra. Al hacer el recuento de sus acciones, afirmó:
En todo esto se sujetó a la reglas comunes a los usurpadores, todas enseñadas por Maquiavelo. El capítulo 20 de su libro El
príncipe comienza por estas palabras: Hay príncipes que para mantenerse en sus Estados desarman a sus vasallos. Entra
explicando que unas veces conviene demoler las plazas, otras fortalecerlas; y sigue: si trata de unir un Estado nuevo a un
Estado antiguo y hereditario del príncipe, deberá desarmar a los nuevos vasallos a excepción de aquellos que se habían
declarado por él antes de la conquista. Aquí tiene U. a la letra lo que practicó Bolívar.[85]
Vidaurre lamentaba que el Maquiavelo republicano hubiera quedado anulado por el autor
de El Príncipe: “¡Maquiavelo, Maquiavelo! Cuando no hubieses enseñado otra doctrina que la
de saber usar de las calidades de León, y la Zorra con oportunidad, deberías ser tenido por el
primer político de los tiempos”.[86] Al final, y a pesar de todo, el florentino era sencillamente
indispensable. “Yo siempre con mi Maquiavelo”, reconocería Vidaurre.[87]
Fue este realismo inspirado en el Renacimiento el que lo llevó a temer a la república por
excelencia: los Estados Unidos. Ante la incipiente expansión norteamericana, afirmó:
Si creyésemos que los anglo-americanos no habían de dilatar sus miras ambiciosas más allá de lo que se les ha concedido, la
pérdida se tendría por de corto momento […] Pero ¿quién no augurará la conducta posterior?, ¿es este un caso que no tiene
ejemplares en la historia antigua y moderna? No han tratado de él los Titolivios, los Montaignes, los Maquiavelos y los
Merciers? […] ¿México es una parte del globo tan despreciable, que no agite el corazón del fogoso republicano que aspira
al último punto de su grandeza? Las Floridas serán pobladas y servirán de cuarteles para invadir el reino que Cuatemoc
perdió con la vida, y que conquistó Hernán Cortés, sostenido de la superstición, del valor y de la astucia. […] Roma era
república, lo era Grecia, ¿fue libre la segunda bajo la dominación de la primera? Sólo es libre el que tiene tales fuerzas, con
que puede resistir los impulsos de un poderoso.[88]
Si bien Vidaurre cita a Maquiavelo en diversos contextos y para ilustrar diferentes puntos,
el uso no es caprichoso.[89] Hay un uso coherente y singular del florentino. Vidaurre, por
ejemplo, empleó a Maquiavelo en numerosas ocasiones para demostrar los obstáculos que
enfrentaba el creador de un nuevo orden político. No hay un interés en la Fortuna, pero sí en la
lógica política de la instauración de un nuevo régimen. Tampoco creía, de paso, en la
constitución mixta, esa mezcla de aristocracia y democracia que había en Roma. Por el
contrario, afirmaba: “ha sido nuestra desgracia que hemos querido mezclar formas enteramente
opuestas: las de la monarquía con las de la república”.[90] De la misma forma, Vidaurre ve en
Maquiavelo un observador agudo de las condicionantes del gobierno estable. Así, recupera la
dimensión social del pensamiento político clásico. A ello se debe, como veremos, que
Maquiavelo sea una fuente del precoz igualitarismo de Vidaurre. Las desiguales sociedades
americanas eran un obstáculo para la estabilidad republicana, por ello era necesaria una
transformación social: “donde hay igualdad, dice Maquiavelo, hay república; donde las
proporciones son sumamente desiguales, la monarquía es necesaria”.[91]
Maquiavelo, en términos más generales, es una fuente de consejos prácticos de diversa
índole. Sin embargo, es la sabiduría del realismo maquiavélico (“una ambición llama a otra.
Si no se muda la naturaleza humana debemos desconfiar de nuestros semejantes, siempre que
tengan un poder ilimitado”) lo que llamaba poderosamente la atención de Vidaurre. Del
florentino también extrajo una prevención temprana en contra del militarismo que le hizo
abogar por la milicia: “todos los ciudadanos son humillados donde hay tropas de línea”. La
lección republicana era clara:
los discursos de los excelente oradores de los Estados Unidos en El Federalista acopian los pensamientos más sublimes. Es
difícil añadir una cláusula. El militar obedece a su jefe, no a la ley. Puede ser instrumento de la defensa y de la anarquía:
puede decidirse por el libertador o por el tirano. Felizmente hasta aquí no hemos tenido esta clase de tropas. Nuestros
soldados son los ciudadanos que defienden la República, como eran los de Roma en el tiempo de los cónsules; no los
posteriores pretorianos que vendían sus brazos sin examinar la causa a que se les destinaba. Hubo en Roma República,
tropas gloriosas; y las hubo después abatidas y degradadas, como enseña Maquiavelo. La historia de los Césares y
emperadores es el alto documento de lo que son las tropas subsistentes en tiempo de paz.[92]
En 1833, en medio del debate constituyente en torno a la constitución de 1834, Vidaurre
propuso que ningún militar pudiese suceder a otro como presidente de la república. “Todas las
revoluciones”, afirmó, “todas las calamidades, todos los desastres que sufrió la humanidad, no
tuvieron otro origen, que la ambición de los guerreros”.[93] Pues “donde el pueblo no sea
armado, será sin duda esclavo, si existen tropas permanentes a las órdenes de un ciudadano”.
[94]
Si bien Vidaurre no puede ser considerado un republicano clásico, pues una parte de su
repertorio ideológico está críticamente informado por las teorías de derecho natural moderno,
su estrategia teórica no es un simple collage de ideas políticas diversas. Lo notable en
Vidaurre no es que se inserte en una escuela o corriente de pensamiento estructurada, con
temas dominantes, sino que se arriesgó a hacer lo que muy pocos hispanoamericanos hicieron:
pensar por sí mismo. Recurrió al vasto arsenal de ejemplos históricos, legales y filosóficos
del canon occidental para derivar de ahí teorías, principios, lecciones y ejemplos útiles. Se
atrevió, en una palabra, a ser original. Lo excepcional no era su erudición —había muchos
otros más eruditos y sólidos que él—, sino que no dependió, como muchos otros de sus
contemporáneos, de interpretaciones hechas del pensamiento político. Corrió el riesgo de leer
con ojos frescos y de manera imaginativa. De ahí que “descubriera” la utilidad de
Maquiavelo, a contracorriente de la interpretación prevaleciente en el mundo hispánico de
este autor. Lo mismo haría con Montesquieu y otros. Esta estrategia de analizar con juicio
propio los escritos del canon occidental para pensar comparativamente lo pone aparte. Es la
misma estrategia que siguieron los fundadores de la república norteamericana y los
revolucionarios franceses. ¿Es menos relevante Vidaurre que Harrington?
“DEMÓCRATAS RACIONALES”: EL IGUALITARISMO PRECOZ
En su Proyecto de Constitución para la república peruana de 1827, Vidaurre afirmaba:
“nuestro gobierno es democrático, representativo y central”.[95] Como hemos visto, el uso del
término “democrático” es notable para la época y el contexto. Su reflexión sobre las
exigencias sociales de una república, así como las implicaciones de la teoría del derecho
natural moderno lo llevaron a adoptar una perspectiva política igualitarista. En su constitución
Vidaurre proponía: “son ciudadanos todos los hombres libres nacidos en el Perú, inscriptos en
la municipalidad, que hayan prestado el juramento cívico”. Todos los ciudadanos podían votar
(artículo 7), excepto los criminales, los ausentes, los menores de 21 años y el “religioso
profeso”. Se preveía así el sufragio universal masculino. Para ser elegido (artículo 8) se
requería “tener modo de sostenerse, saber leer y escribir, haber cumplido los 21 años”.[96] La
diferencia en las cualidades entre votantes y candidatos era que los segundos, además de ser
alfabetos, tenían que probar un modo honesto de vivir.
En Efectos de la facciones Vidaurre escribió: “los pueblos no serán libres donde las leyes
políticas y civiles no sean la consecuencia de la natural, que dice: los hombres nacen y
permanecen iguales en derechos”.[97] Donde hay un hombre con derecho a gobernar no hay
igualdad. Ello constituye un “obstáculo al pacto social. No es legítimo el contrato cuando los
contratantes se hayan en desigual posición. El que menos puede se presume coacto”. En efecto,
“ni los jueces serán rectos e imparciales, ni los cuerpos legislativos libres e independientes en
aquellos Estados en que por desgracia, se abren los ojos conociendo superiores. Sólo es
dueño de sí, el que sabe, que es uno el cartabón donde todos los ciudadanos son medidos.
Enanos y gigantes jamás compondrán una buena y perfecta compañía”.[98]
En 1827, durante el debate sobre la constitución, Vidaurre impugnó un artículo del
proyecto que pretendía suspender los derechos de ciudadanía a los sirvientes domésticos,
peones, jornaleros, soldados y marineros rasos.[99] Vidaurre asumió que esta exclusión violaba
la lógica del contrato social: “los hombres libres, iguales e independientes por la naturaleza,
no pueden sujetarse al poder de otro sin su consentimiento. Este consentimiento es el que
forma la sociedad y la continúa”. Para asegurar la igualdad, la libertad y la independencia se
“unieron los hombres formando un cuerpo político. Si después de reunidos, una parte más
fuerte disminuye esa libertad, esa igualdad, esa independencia, el gobierno es tiránico, sea
monárquico, aristocrático o democrático”. Por ello, “un pueblo en el que una parte de los
individuos que lo componen tiene derechos y otra no los tiene […] es un gobierno
verdaderamente monstruoso e injusto. La minoría todo lo tiene; la mayoría nada vale. […] La
división es de amos y esclavos; los unos con derechos, los otros con obligaciones”.[100] En
efecto:
¿Y podríamos decir que se concurrió sin violencia en esta clase de asociación? Concibamos reunidos todos los peruanos en
el campo marte o en el campo mayo. Y que se les dice —Va a hacerse una división entre vosotros; una parte dictará leyes
y las ejecutará; la otra concurrirá con sus brazos a los campos y talleres a proporcionar los alimentos y la comodidad; con su
vida en mar y tierra para defender la patria; con una porción de esa cantidad mezquina, que es fruto de su trabajo y que
separa de la boca de su mujer y de sus hijos, para sostener grandes casas y palacios, de esos que dan y ejecutan leyes; a
vosotros sólo queda una obediencia pasiva: ni podéis asistir a lo que se determina, ni oponeros a la determinación: jurad este
pacto.[101]
Conviene apuntar que ni siquiera los revolucionarios franceses, influidos como estaban
por Rousseau y otros teóricos del derecho natural, llegaron a estas radicales consecuencias al
momento de establecer el gobierno constitucional en 1791.[102] En otras palabras, Vidaurre se
rebelaba contra los elementos aristocráticos del gobierno representativo. “Qué importa que
sean concluidos los privilegios de la antigua nobleza, si se introduce una nueva aristocracia de
talentos y fortunas? ¿Existen superiores? No hay democracia: presto tendremos la abominable
jerarquía.” El problema central de la exclusión era la ausencia de obligación política eficaz:
la sumisión a las leyes es siempre y necesariamente relativa a la idea que tenemos de la justicia y bondad de ellas. La
evidencia de esto se consigue, teniendo parte en su formación o personalmente o por representantes. Entonces se ama la
obra como propia. […] los que miren la urna, ese vaso santo donde se depositan las voluntades de los ciudadanos, y no
pueden arrojar la cédula, expresión de su juicio y voluntad, ¿no maldecirán la miserable situación en que se miran?[103]
Vidaurre sabía bien que los revolucionarios franceses —nada menos— habían inventado
el voto censitario, pero el linaje no lo impresionaba. El peruano alegaba que la exclusión
había sido un error: “los mismos enemigos de mi sistema confiesan que la gran mayoría
excluida, oprimida, por defender su libertad trastornó el orden. ¿No será una política más
recta prevenir las pasiones fogosas del pueblo, quitando todo motivo de queja?”[104] Cómo, se
preguntaba, “podemos conciliar el primer artículo de los derechos del hombre: todos nacen y
permanecen iguales en derechos, con las restricciones sociales que ponen entre unos y otros
una espantosa línea divisoria?” Los argumentos comunes para excluir a una parte de la
ciudadanía no le eran extraños: “sería un imbécil, si no conociese que es muy fácil disponer
del voto de un doméstico, de un soldado, de un marinero. Pero esto mismo insensiblemente le
va dando dignidad al hombre, y haciendo que los grandes y poderosos se humillen ante la
soberanía del pueblo”. Si era cierto que algunas veces predominaría el cohecho y la
seducción, también lo era, como alegaba Rousseau, que esto ocurría también donde el sufragio
era muy limitado: “en ninguna parte más que en Inglaterra”.[105]
Más aún, si se limitaba el sufragio no podría operar el benéfico efecto descrito por
Maquiavelo. El pueblo tiene buen tino para elegir los que lo han mandar: “no será así, cuando
quede muerta esa parte de la nación y al nivel de los irracionales. Entonces sin duda las leyes
estarán contra ellos”.[106] La conclusión mayoritarista era obvia: “si los hombres nacen iguales
en derechos; si lo son también en la sociedad, o nada se ha de resolver en común, o es preciso
que la decisión dependa de la voluntad más numerosa”. Vidaurre no estaba convencido de que
“el engrandecimiento y la prosperidad” venían de la limitación del sufragio, como se creía
ampliamente. Por ello arengaba: “blancos, negros o amarillos, sabios y no ilustrados; ricos o
pobres, todos son iguales por nacimiento y por el pacto, no hay otra distinción que la que
procede de la virtud y el mérito. Seamos verdaderos demócratas o variemos el título que
dimos a nuestra constitución”.[107] Lo más notable es que Vidaurre comprendía que, al final del
día, la elección era un recurso inherentemente aristocrático para elegir gobernantes. A quienes
pensaban que la plebe se apoderaría de los empleos y dignidades, Vidaurre respondía citando
al historiador romano Tito Livio: “aunque al pueblo romano se le declaró la aptitud para
ciertas sillas, las elecciones recayeron en la nobleza. El pueblo se contentó con saber que
podía, sin ambicionar a poseer”.[108] Después de proponer que sirvientes, peones, soldados y
marineros tuvieran derechos de ciudadanía plenos terminó con una nota precautoria: “mi
discurso se dirige a la voz activa; para la voz pasiva señalará un reglamento las calidades. No
soy un atolondrado que quiera trastornar el orden”.[109] No era lo mismo la voz activa (votar)
que la pasiva (ser votado). Así, como se mencionó, Vidaurre seguía el principio de distinción.
[110]
El tema de la relación entre propiedad e igualdad figura de manera prominente en la
historia del republicanismo clásico. Como hemos visto, Vidaurre cita a Maquiavelo en
relación con este tema en diversas ocasiones. La tierra era central: “si yo me he pronunciado
por la democracia: si yo he asegurado que es el solo gobierno que existe conforme a la razón;
si soy un declarado enemigo de los tronos; si he de escribir sobre la agricultura, ¿cómo
prescindiré de la ley agraria?” Vidaurre proponía la siguiente reforma: “todas las propiedades
rústicas de los religiosos de ambos sexos deben sacarse a remate, y entrar en ellas ciudadanos
capaces de trabajarlas por sí, de fomentarlas, de adelantarlas, de hacerlas más productivas”.
[111] Ciertamente, la desamortización de bienes podría responder tanto a preocupaciones de
tipo liberal o republicano. Vidaurre combinaba ambas admirablemente. Por un lado, estas
medidas coadyuvaban a la igualdad que requería la república; por el otro, contribuían a crear
el espíritu necesario a una sociedad comercial. En efecto, Vidaurre pensaba que todos los
hombres obraban por las pasiones: “el ejercicio de las pasiones es útil, cuando es racional y
moderado. El amor al interés es justo, así como la avaricia es perniciosa. No hay industria, si
no hay deseo de ganar. Cuanto más vivo sea el deseo, tanto más crecerá la industria”.[112] Así,
“un Estado dividido entre muchos propietarios es un jardín hermoso donde se recogen óptimos
frutos en todas las estaciones. Es una verdad de los economistas, que la división del trabajo
aumenta su producto”. En cambio, coincidía con Filangieri al afirmar que los latifundios
“nunca son bien cultivados”.[113] En consecuencia, no sólo proponía poner en circulación las
tierras de manos muertas sino también las ociosas de propietarios individuales: “todas las
tierras que tienen propietarios, se obligará a éstos a que las cultiven entre plazo señalado: no
verificándolo, serán vendidas a pagar al dueño el uno y medio por ciento de su valor”.[114]
Sin embargo, el peruano deseaba distanciarse de cualquier acusación de jacobinismo.
Seguía a Montesquieu, no a Rousseau, cuando buscaba redistribuir:
la distribución de fortunas tan solicitadas por algunos pueblos pensaba Montesquieu que era saludable por su naturaleza, y
sólo perjudicial quitándose de improviso las riquezas a los unos para concederlas a los otros. Esto sin duda produciría una
revolución en las familias, resultando de ellas la revolución del Estado. Mi ley agraria no es ésta. Yo le dejo al rico todo lo
que últimamente posee: todo lo que me afiance que puede cultivar: quiero que enajene aquella parte que tiene abandonada,
aquella parte que no es probable que cultive, aquella parte que no tiene medios de cultivar. Ésta quiero que se saque a
remate, y que se le pague el uno y medio por ciento de su valor.[115]
De la misma forma, Manuel de Vidaurre proponía sancionar el ocio:
sea una ley, que se contemple criminal el hombre sin destino […] la ociosidad es un crimen. Sí, un crimen […] Es falsa la
proposición: soy libre puedo hacer de mi persona lo que quiera. No es esta la libertad de una República. Esta es la libertad
de un bárbaro que está siempre en los montes, caza el día que quiere, pesca cuando le acomoda, duerme en la concavidad
de un árbol, y se une con hembra a semejanza del bruto. En la sociedad el pacto es de ayudarse con sus talentos y sus
fuerzas. El que no pone en movimiento sus aptitudes, falta a este contrato sagrado.[116]
No hay aquí ninguna añoranza por el salvaje feliz de Rousseau. La lógica de este rigor era
democrática: “el pobre jornalero despreciable en la época pasada a la vista del orgulloso
aristócrata sea respetado entre nosotros […] los derechos del último peón de los campos y su
voz en las grandes asambleas, no sea distinta de la del dueño del fundo o del acomodado
arrendatario”.[117]
Sin embargo, Vidaurre estaba prevenido contra el democratismo exacerbado. Seguía a
Montesquieu, quien afirmaba: “el principio de la democracia se corrompe no sólo cuando se
pierde el sentido de la igualdad, sino también cuando se adquiere el sentido de igualdad
extremada, y cuando cada uno quiere ser igual que aquéllos a quienes escogió para gobernar”.
[118] Así, pensaba el peruano,
una democracia absoluta es el preámbulo de una monarquía despótica. ¿Pero cuál será esta democracia absoluta? Yo lo
diré: donde no se reconozcan aquellas clases de autoridad, que son necesarias al bien de los socios. Donde los hijos no
respeten a los padres, las mujeres desobedezcan a sus maridos, los jueces no tengan poder ni fortaleza para impedir o
castigar crímenes […] en una palabra, donde ninguno quiera obedecer. Yo no soy del partido de estos demócratas.
Robespierre y Marat dispusieron y prepararon el trono a Napoleón. Yo amo el orden.[119]
Así, el igualitarismo de Vidaurre tenía sus límites, aspiraba a una meritocracia donde
reinara una estricta igualdad civil: “yo quiero aristócratas por virtud, no por origen”.[120]
“NO AMO A HOBBES, PERO CONOZCO QUE DICE MUCHAS VERDADES”
En la discusión sobre la independencia de la América hispánica a menudo se ha afirmado que
bajo rasgos aparentemente modernos se ocultaban imaginarios e ideas tradicionales. Detrás de
los reclamos de soberanía popular se hallaba la teoría pactista de corte neoescolástico.[121]
Esto puede ser cierto en algunos casos, pero no en el de Manuel Lorenzo de Vidaurre. Su
teoría de la legitimidad y de la obligación política tiene su encuadre en el derecho natural
moderno, no en el clásico. Al igual que Locke, Vidaurre creía que los derechos del hombre
tenían su origen en dios. Sin embargo, como todos los iusnaturalistas modernos, postulaba que
las sociedades políticas eran artificiales, no naturales, concebía un estado de naturaleza
prepolítico, y creía que el poder y el gobierno eran actos plenamente seculares, producto del
consentimiento de las partes contratantes, es decir, individuos.
Así, Vidaurre creía que “las naciones o Estados son cuerpos políticos, sociedades de
hombres que unen sus fuerzas para conseguir salud y ventajas”.[122] De la misma manera, el
contrato imponía modos particulares a la sociedad política:
la sociedad se forma por el consentimiento, y si éste falta para recibir un nuevo socio, él no podrá quejarse de agravio.
Naturaleza concedió la tierra a todos los hombres, pero naturaleza inspiró también el deseo de unirse en sociedades
particulares; y por consiguiente sujetarse a las reglas, sin las que no pueden existir los cuerpos políticos. Si cada hombre, por
hombre tuviese el derecho de ser admitido en una república, resultaría sin duda, una monstruosa confusión.
Y terminaba por admitir una de esas verdades incómodas de Hobbes e incompatible con
cualquier teoría neoescolástica: “antes de la ley no hay justicia”.[123] Los hispanoamericanos,
al desaparecer la autoridad española, habían vuelto al estado de naturaleza. Y los hombres en
este estado eran criaturas de pasiones:
no amo a Hobbs (sic), pero conozco que dice muchas verdades. El corazón del hombre jamás está quieto. Es una guerra
continua la que tiene con sus semejantes. Muchas veces cuando no halla con quién pelear, pelea consigo mismo […] el
hombre abusa de todo, y con particularidad del poder.[124]
Para Vidaurre,
en la democracia, el contrato no es con persona señalada. Es de todas con cada uno y de cada uno con todos. Ninguno tiene
derecho de gobernar. En este divino sistema se hacen sociales los derechos de la naturaleza. El pueblo no es soberano,
porque están los hombres reunidos, sino porque cada hombre es soberano e independiente por disposición del artífice
supremo. Todos tienen acción a juzgar, dictar leyes y ejecutarlas.[125]
Esto es, por supuesto, lo que Locke llamó poder político: “el derecho de hacer leyes con
pena de muerte, y en consecuencia todas las penas menores, para regular y preservar la
propiedad y el de emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la
defensa de la república de agresiones externas, todo esto en aras del bien público”.[126] Ni
Locke ni Vidaurre eran ateos, sino cristianos creyentes. Sin embargo, el papel que tiene la
divinidad en sus teorías, como origen del hombre y sus derechos, no las hace menos seculares
en lo que hace a la naturaleza del gobierno.
En 1827, Vidaurre tradujo —en su periódico El Discreto— las primeras secciones de la
crítica de Bentham a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789,
Falacias Anárquicas.[127] Horrorizado, Vidaurre decidió traducir del francés el alegato y
anotarlo críticamente. La decepción no podía ser mayor:
leí con sorpresa el cuaderno de Jeremías Bentham titulado Observaciones sobre los derechos del hombre. Este autor que
había merecido mi aprecio, cuyas doctrinas me fueron sobre manera útiles en materias criminales; este escritor que por su
panóptica contemplaba el más amante de la humanidad y de la justicia, de improviso se me presenta como el apóstol de la
tiranía y el más descarado defensor del absolutismo. Era tan grande la prevención que tuve a su favor, que presumí de
pronto que había olvidado el idioma francés, y que no entendía lo que estaba escrito.[128]
Vidaurre consideraba perniciosa la influencia del inglés en momentos críticos de
construcción nacional:
Bentham goza hoy en la América antes española una gran reputación. Los jóvenes buscan con ansia sus obras, las estudian
y las citan con frecuencia. Pudiera ser que alucinase a alguno; no es éste un pequeño mal, pero hay otro mayor. Nuestros
gobiernos comienzan; y sería cerrar los ojos a la luz, el contemplarlos perfectamente firmes. Si el objeto principal del autor
es combatir las máximas sobre las cuales hemos establecido nuestra libertad, ¿cuál será el resultado, si logra prosélitos? O
que la España recupere su autoridad antigua, o que algún aspirante halle apoyo en sus inicuos designios. He jurado ser un
despierto centinela que vele sobre los movimientos de nuestros enemigos, soy el ganso que avisa, que Roma es asaltada.
[129]
Vidaurre clamaba por inspiración para combatir a Jeremy Bentham: “¡Genios de los
filósofos de la Inglaterra y la Francia, maestros míos, cuyas huellas seguí desde mis primeros
años, inspiradme vuestro entusiasmo divino para contestar en breves notas los malignos
sofismas de un hombre que se ha propuesto concluir con las leyes sagradas de la
naturaleza!”[130] Reprochaba a Bentham que no se percatara que los derechos del hombre no
fueron promulgados por los revolucionarios franceses, sino “por la voz del dios Omnipotente,
por esa voz que se oye por todos los racionales que reflexionan sobre su naturaleza”.[131] A la
objeción de Bentham de que era un absurdo afirmar, como hacía la Declaración, que “todos
los hombres nacen libres”, Vidaurre respondía contrariado: “este escritor que dice, abomina
las sofismas, las usa a cada momento. Nacer libre, se entiende nacer para ser libre. La ave
nace para volar, pero no vuela hasta que tiene alas y fuerza”.[132] Decididamente fastidiado, el
peruano truena contra Bentham: “aunque es mi opinión que muy pocos libros deben ser
prohibidos, este cuaderno debería serlo. Esas pocas cláusulas concluyen con la moral y por
consiguiente con la buena política que es una emanación de ellas”.[133] Para Vidaurre la
defensa no razonada de la ley era un absurdo: “una mala ley no es ley. Después de muchas
meditaciones definí la ley, los pactos que unen a los pueblos y los ciudadanos entre sí. Estos
pactos deben ser justos; si no lo son, no hay pactos sino opresión y violencia: es la jaula del
pájaro. Si lo que se llama ley es un decreto de un tirano, el remedio es la insurrección y el
puñal”. El problema, aducía, era que Bentham
quiere acabar con el derecho de la naturaleza, lo que no puede hacerse sin negar la existencia de Dios. No se puede formar
la idea de Dios sin que se acompañe la idea de justo. No lo sería si no hubiera impreso en nuestros entendimientos ciertas
leyes inalterables e iguales a todos los pueblos. Derechos tenía el hombre y también obligaciones antes que hubiese
gobiernos constituidos. Tenía derecho a mantener su vida y de defenderla, tenía derecho para que no se le impidiesen los
medios de buscar su alimento y de recoger de la tierra los frutos necesarios a su existencia.[134]
Aquí se contradecía de nuevo: sí había justicia antes de la ley.
*
Manuel de Vidaurre perteneció a esa especie de liberales decimonónicos eclécticos que
forjaron las nuevas naciones hispanoamericanas.[135] Tal vez ninguna cita lo describa mejor
como la siguiente: “esta mañana tenía en la mano a Hobbes, le arrojé al suelo, y pisé diciendo:
vil tú y otros infames como tú han causado con sus falsos principios nuestras desgracias
continuadas. ¿Crees que el pueblo no tiene acción contra un mal rey? Pues ningún pueblo
racional consentirá que un déspota sin responsabilidad lo gobierne”.[136] Prodigaba un
realismo dramático: “no es el tiempo de quimeras: la utilidad personal es el gran resorte de
las acciones: todos los hombres somos iguales”.[137] Al mismo tiempo, dudaba a cada instante:
“no soy Virgilio ni Tasso, no sé pensar sino sentir. Mis ideas se confunden las unas con las
otras; quiero explicarlas y tartamudo no acierto con las voces”.[138]
Y, al final, permanece el personaje de Vidaurre que musita: “por lo que a mí toca, hombre
pobre y pequeño, aseguro que no hay otra medicina a mis violentas pasiones, que la
investigación de la verdad. Cuando ya la pena me ahoga, y casi no siento el movimiento de mi
pecho, presento al pueblo un dogma social y me alivio por algunas horas”.[139] El criollo
apocalíptico se quejaba: “no puedo seguir: mi enfermedad me acomete en este mismo instante.
Neuton [sic] pudo escribir enfermo y viejo sobre el Apocalipsis pero no sobre la gravitación
de los cuerpos. Yo sufro: sufro mucho: nadie me compadece. Sólo siento sufrir porque mis
padecimientos me impiden desarrollar verdades provechosas a la patria”.[140] Sin embargo, el
melodrama y lo pintoresco del personaje no debe distraernos de su importancia para la
historia de las ideas. Su estilo y retórica pueden hacer que algunos lectores no lo tomen en
serio, pero sería un grave error ignorarlo. A veces es necesario rescatar a Vidaurre del propio
Vidaurre. Él mismo sabía algo de eso. El personaje viviría aún catorce agitados años. Y su
pluma no descansaría, al parecer, un instante.
[Notas]
“De Bolívar, encargándole moderación”, Bolívar a Vidaurre, 30 de agosto de 1825, en
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Los ideólogos; Cartas americanas, t. I, vol. 6 (Lima, Comisión
Nacional del Sesquincentenario de la Independencia del Perú, 1973), p. 376.
[1]
“Contestando que nunca tendrá moderación con los tiranos”, Vidaurre a Bolívar, 15 de
noviembre de 1825, Vidaurre, Cartas americanas, p. 378.
[2]
[3]
Sobre Vidaurre, véase Jaime E. Rodríguez, El nacimiento de Hispanoamérica. Vicente
Rocafuerte y el hispanoamericanismo (1808-1832) (Quito, Universidad Andina Simón
Bolívar / Corporación Editora Nacional, 2007). Véase también Jaime E. Rodríguez, La
independencia de la América española (México, FCE / El Colegio de México, 1996); Rafael
Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica
(México, Taurus, 2009).
Alfonso Pérez Bonany, Manuel Lorenzo de Vidaurre (Lima, Editorial Universitaria,
1964), p. 18.
[4]
Jorge Guillermo Leguía, Manuel Lorenzo de Vidaurre. Contribución a un ensayo de
interpretación sicológica (Lima, s.e., 1935), p. 16.
[5]
[6]
Ibid., p. 92.
[7]
Leguía, Manuel Lorenzo de Vidaurre, pp. 127-128.
Sobre las andanzas de esos hombres, véase Rodríguez, El nacimiento…, pp. 98-114, y
Rafael Rojas, Las repúblicas de aire…, pp. 105-141.
[8]
[9]
Rojas, Las repúblicas de aire…, pp. 130-131.
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Vidaurre contra Vidaurre. Curso de derecho
eclesiástico (Lima, Impr. del Comercio, por J. Monterota, 1839).
[10]
Fredrick B. Pike, “Heresy, real and alleged, in Peru; an aspect of the LiberalConservative struggle, 1830-1875”, The Hispanic American Historical Review, 47, núm. 1
(febrero de 1967), pp. 53-54.
[11]
En 1936 Guillermo Leguía afirmó: “guardadas, por supuesto, las necesarias
proporciones, Vidaurre es, por sus taras psicopatológicas, por su existencia romántica y
novelesca, nuestro Rousseau”. Jorge Guillermo Leguía, Historia y biografía (Lima,
Asociación Cultural Integración, 1989), p. 176.
[12]
David A. Brading, “Patria e historia: tríptico peruano”, en Ramón Mujica Pinilla,
David A. Brading, Scarlett O’Phelan Godoy, et al., Visión y símbolos. Del virreinato criollo
a la república peruana (Lima, Banco de Crédito, 2006), p. 27. En otro lugar Brading dedica
un breve espacio a Vidaurre: David A. Brading, The First America. The Spanish Monarchy,
Creole Patriots and the Liberal State (1492-1867) (Cambridge, Cambridge University Press,
1991), pp. 553-558.
[13]
[14]
Brading, “Patria e historia”, p. 27.
Víctor Peralta Ruiz, “Ilustración y lenguaje político en la crisis del mundo Hispánico.
El caso del jurista limeño Manuel Lorenzo de Vidaurre”, Nuevo Mundo, Mundos Nuevos [en
línea], Coloquios, 2007, p. 17, <http://nuevomundo.revues.org/index3517.html>.
[15]
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Efectos de las facciones en los gobiernos nacientes
(Boston, W. W. Clapp, 1828), p. 210.
[16]
[17]
Ibid., p. 212.
Guillermo Lohmann Villena, “Manuel Lorenzo de Vidaurre y la Inquisición de Lima.
Notas sobre la evolución de las ideas políticas en el virreinato peruano a principios del siglo
[18]
XIX”,
Revista de Estudios Políticos, núm. 52 (1950), p. 202.
[19]
Ibid., p. 203.
[20]
Lohmann Villena, “Manuel Lorenzo de Vidaurre…”, p. 204.
[21]
Ibid., p. 205.
[22]
Ibid., pp. 206-207.
[23]
Ibid., pp. 214-215.
[24]
Ibid., p. 212.
[25]
Ibid., p. 207.
[26]
Rodríguez, La independencia…, pp. 21-99.
[27]
Vidaurre, “Última sobre la misma materia”, Cartas americanas, p. 143.
[28]
“Crítica de Goyenche”, en ibid., p. 257.
[29]
“Sobre prostitución de honores”, en ibid., pp. 130-131.
[30]
“Segunda representación”, en ibid., p. 268.
[31]
Brading, The First America, p. 553.
Manuel Lorenzo de Vidaurre, “Entretenimiento 3 en que se manifiesta que los
americanos no serán felices constituidos en repúblicas independientes”, Los ideólogos; “Plan
del Perú” y otros escritos, t. I, vol. 5 (Lima, Comisión Nacional del Sesquincentenario de la
Independencia del Perú, 1971), p. 178.
[32]
[33]
Ibid., p. 179.
[34]
Ibid., p. 181.
[35]
Idem.
Ibid., p. 182. Sobre la crítica de Montesquieu a las repúblicas clásicas, véase Judith
Shklar, “Montesquieu and the new republicanism”, en Gisela Bock, Quentin Skinner y
Maurizio Viroli, eds., Machiavelli and Republicanism (Cambridge, Cambridge University
Press, 1990).
[36]
[37]
Ibid., p. 185.
[38]
Idem.
[39]
Ibid., p. 182.
[40]
Ibid., p. 183.
[41]
Ibid., p. 185.
[42]
Ibid., p. 186.
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 212. Las cursivas son mías. Nótese la inusual
equivalencia que hace Vidaurre entre república y democracia.
[43]
[44]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 212.
Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro XIX, cap. XXVII. Según Brading, Bolívar,
en dos ocasiones muy separadas en el tiempo, citó el dictum de Montesquieu —advertido
antes por Rousseau— de que “una nación libre puede tener un libertador, mas una nación
esclava sólo puede tener otro opresor”. Sin embargo, esta afirmación tiene un corolario que
Bolívar no citó, pero que obviamente leyó: “Cualquier hombre que tenga el poder suficiente
para expulsar a un amo absoluto tiene el suficiente poder para convertirse él mismo en
absoluto”. Brading, The First America, p. 618.
[45]
[46]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 213.
[47]
Ibid., p. 214.
[48]
Ibid., p. 216.
[49]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 10.
Vidaurre, “Discurso sexto: continúan las leyes fundamentales que convienen al Perú.
Cualesquiera que sea la alteración que sufra la Constitución del Perú, la forma republicana no
ha de variar”, en Plan del Perú, pp. 382-398.
[50]
[51]
Ibid., p. 395.
Ibid., p. 394. Vidaurre había leído El Federalista en el original. En la biblioteca que
fue listada en el juicio sucesorio, que se efectuó a su muerte, se encontraba una ejemplar en
inglés de El Federalista. Carlos Ramos Núñez, “La biblioteca de Manuel Lorenzo de
Vidaurre”, Historia del derecho civil peruano. Siglos XIX y XX. I. El orbe jurídico ilustrado y
Manuel Lorenzo de Vidaurre (Lima, Pontificia Universidad Católica, 2000), p. 276.
[52]
[53]
Ibid., p. 396.
[54]
Véase el capítulo II, sobre Vicente Rocafuerte.
Al respecto, véase Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo
(Madrid, Alianza, 1998).
[55]
El régimen que creaban era una república, no una democracia. En El Federalista, 39,
afirmaron: “podemos llamar república a un gobierno que deriva todos sus poderes directa o
indirectamente del gran cuerpo de la sociedad”.
[56]
[57]
Ibid., p. 396. Las cursivas son mías.
[58]
Ibid., pp. 396-397.
Ibid., p. 397. Madison afirmó en el Federalista, 51: “In the extended republic of the
United States, and among the great variety of interests, parties, and sects, which it embraces, a
coalition of a majority of the whole society could seldom take place upon any other principles,
than those of justice and the general good: whilst there being thus less danger to a minor from
the will of the major party, there must be less pretext also, to provide for the security of the
former, by introducing into the government a will not dependent on the latter: or, in other
words, a will independent of the society itself. It is no less certain than it is important,
notwithstanding the contrary opinions which have been entertained, that the larger the society,
provided it lie within a practicable sphere, the more duly capable it will be of self[59]
government. And happily for the republican cause, the practicable sphere may be carried to a
very great extent, by a judicious modification and mixture of the federal principle”.
[60]
Ibid., p. 397.
[61]
Ibid., p. 398.
Rafael Rojas, “Traductores de la libertad”, en Carlos Altamirano, ed., Historia de los
intelectuales en América Latina, t. I (Buenos Aires, Katz, 2008), pp. 205-227.
[62]
[63]
Peralta Ruiz, “Ilustración y lenguaje político”, p. 11.
Sobre la recepción de Maquiavelo en el mundo hispánico, véase Donald W. Bleznick,
“Spanish Reaction to Machiavelli in the Sixteenth and Seventeenth centuries”, Journal of the
History of Ideas 19 (octubre de 1958), pp. 542-551; José Antonio Maravall, “Maquiavelo y
Maquiavelismo en España”, Estudios de historia del pensamiento español, vol. 3 (Madrid,
Cultura Hispánica, 1975).
[64]
Me percaté de esta referencia gracias al libro de Alfredo Ávila, En nombre de la
nación. Revolución y cultura política en la formación del gobierno representativo. México
1808-1826 (México, Taurus / CIDE, 2002). Manuel Lorenzo de Vidaurre, Manifiesto sobre la
nulidad de las elecciones que a nombre de los países ultramarinos se practicaron en
Madrid por algunos americanos el día 28 y 29 de mayo del año 1820 (Madrid, Imprenta de
Vega y Compañía y reimpreso en México en la de D. Alejandro Valdés, 1820), p. 17.
[65]
Ahí Maquiavelo afirma sobre el pueblo: “sus elecciones de magistrados también son
mejores que las de los príncipes, pues jamás se persuadirá a un pueblo de que es bueno elevar
a estas dignidades a hombres infames y de corrompidas costumbres, y por mil vías fácilmente
se persuade a un príncipe. Nótase que un pueblo, cuando empieza a cobrar aversión a una
cosa, conserva este sentimiento durante siglos, lo cual no sucede a los príncipes. De ambas
cosas ofrece el pueblo romano elocuentes ejemplos, pues, en tantos siglos y en tantas
elecciones de cónsules y de tribunos no hizo más de cuatro de que tuviera que arrepentirse, y
su aversión a la dignidad real fue tan grande, que ninguna clase de servicios libró del
merecido castigo a cuantos ciudadanos aspiraron a ella”. Nicolás Maquiavelo, Discursos
sobre la primera década de Tito Livio, libro I, discurso 58 (“La multitud sabe más y es más
constante que un príncipe”), Obras políticas (La Habana, Editorial de Ciencias Sociales,
1971), p. 146.
[66]
Frank Safford, “Politics, Ideology and Society in Post-Independence Spanish
America”, en Leslie Bethell, ed., The Cambridge History of Latin America, vol. III
(Cambridge, Cambridge University Press 1985), pp. 347-421.
[67]
[68]
Vidaurre, Cartas americanas, p. 230.
Vidaurre se refiere al siguiente párrafo de los Discursos: “además, los beneficios
comunes que la libertad lleva consigo, el goce tranquilo de los bienes propios, la seguridad
del respeto al honor de las esposas y de las hijas, y la garantía de la independencia personal,
nadie los aprecia en lo que valen mientras los posee, por lo mismo que nadie cree estar
obligado a persona que no ofenda”. Maquiavelo, Discursos…, libro I, discurso 16 (“El pueblo
acostumbrado a vivir bajo la dominación de un príncipe, si por acaso llega a ser libre,
[69]
difícilmente conserva la libertad”), p. 90.
Maquiavelo habla sobre el efecto de las calumnias en las repúblicas. Maquiavelo,
Discursos…, libro I, discurso 8 (“Son tan útiles las acusaciones en las repúblicas, como
perjudiciales las calumnias”), pp. 76-78.
[70]
Vidaurre, “Sobre la variedad de opiniones en una junta de americanos”, Cartas
americanas, p. 263. La discusión en Maquiavelo, Discursos…, libro I, discursos 16 y 17.
[71]
[72]
“Sobre contribuciones”, en ibid., p. 122.
[73]
“Cuarta sobre la muerte y reflexiones sobre los decretos de las Cortes”, en ibid., p.
304.
[74]
“Conclusión de las Cartas Americanas”, en ibid., p. 347.
[75]
“Sucesos de El Perú y Maracaibo”, en ibid., pp. 343-344.
“Representación a las Cortes sobre un quebrantamiento de la ley de imprenta libre”, en
ibid., p. 264. El “gran político” era, por supuesto, Maquiavelo. Vidaurre lo cita aquí otra vez.
En los Discursos había afirmado: “Al conquistar la libertad un estado, adquiere enemigos y no
amigos; y para evitar estos inconvenientes y los desórdenes que acarrean, no hay otro remedio
mejor, más sano, y más necesario que el aplicado al matar a los hijos de Bruto, quienes, como
demuestra la historia, fueron inducidos con otros jóvenes romanos a conspirar contra su patria
por no gozar, bajo el gobierno de los cónsules, de los privilegios que tenían durante la
monarquía, hasta el punto de parecer que la libertad de aquel pueblo era para ellos
esclavitud”. Maquiavelo, Discursos…, libro I, discurso 16, pp. 90-91.
[76]
[77]
“Descripción de Bordeaux”, en ibid., p. 283.
[78]
“Sobre la inmortalidad del marqués de”, en ibid., p. 126.
“Sobre la conducta de las tropas de Buenos Aires en Chile”, “Sobre que el cielo pone
obstáculos a la navegación contra Chile”, en ibid., pp. 151, 153. “Sobre el riesgo de
mercenarios”, Maquiavelo, Discursos…, libro II, discurso 20 (“Peligros a que se exponen los
príncipes o repúblicas que se valen de tropas auxiliares o mercenarias”), pp. 194-195; El
Príncipe, 12 y 13, pp. 328-333.
[79]
Véase Cristóbal Aljovín de Losada, Caudillos y constituciones. Perú: 1821-1845
(Lima, FCE / Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000), pp. 261-272.
[80]
[81]
Vidaurre, “Discurso a los habitantes del Perú”, en Plan del Perú, p. 363.
[82]
Ibid., p. 366.
Ibid., p. 367. Vidaurre cita casi textualmente a Maquiavelo, Discursos sobre la
primera década de Tito Livio, libro I, cap. 34.
[83]
[84]
Idem.
[85]
Vidaurre, “Medios tomados por Bolívar para esclavizarnos”, Cartas americanas, p.
452.
[86]
“Carta al general Santander dando cuenta de lo acaecido”, en ibid., p. 501.
[87]
“La separación de Pezuela”, en ibid., p. 323.
[88]
“Sobre contribuciones”, en ibid., p.124.
Aunque la virtud figura en las reflexiones de Vidaurre, este término no tiene en sus
escritos un significado estable. Ciertamente, la virtud no estaba contrapuesta al comercio.
[89]
Manuel Lorenzo de Vidaurre, “Artículos constitucionales que son de agregarse a la
Carta, para afianzar nuestra libertad política” (Lima, Imp. José M. Masías, 1833).
[90]
[91]
Vidaurre, “Discurso primero en Panamá”, en Plan del Perú, p. 423.
Vidaurre, “Discurso escrito para que se leyese antes de la apertura de la gran asamblea
americana”, en Plan del Perú, p. 475.
[92]
Vidaurre, “Artículos constitucionales…”. “Blackstone, siguiendo a Montesquieu,
enseña que para que el ejecutivo no se ponga en aptitud de oprimir, se requiere que las armas
que se le confían, se formen del pueblo, y tengan el mismo espíritu del pueblo […] nada pues
conforme a estos principios, debe cautelarse más en un Estado libre, que la formación de un
poder militar, cuando es necesario mantener un cuerpo en pie, distinto del pueblo. Entre
nosotros se compondrá de vasallos naturales; se alistará por un breve tiempo limitado; los
soldados vivirán mezclados en el pueblo; no habrán campos separados, barracas ni aisladas
fortalezas”.
[93]
[94]
Vidaurre, “Artículos constitucionales…”.
Manuel Lorenzo de Vidaurre, “Proyecto de constitución para la república peruana que
presenta a la nación el ministro de estado ciudadano Manuel de Vidaurre”, El Discreto, 24 de
febrero de 1827, p. 2. Las cursivas son mías.
[95]
[96]
Ibid., pp. 5-6.
[97]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 211.
[98]
Idem.
La constitución de Cádiz excluía a los sirvientes domésticos. “Discurso cuarto contra
el caso séptimo del art. sexto del proyecto de constitución pronunciado en la tribuna el día 14
de diciembre de 1827”, en Vidaurre, Efectos de las facciones, pp. 84-92.
[99]
[100]
Vidaurre, Efectos de las facciones, pp. 85-86.
Ibid., p. 86. “Se quiere que la agricultura prospere, pues que el honrado campesino no
sea ciudadano, que se forme nuestra marina, pues que el hombre de mar no sea socio; que
nuestros jóvenes fuertes y robustos vuelven a defender la patria, pues que sus nombres no sean
escritos en las tablas públicas; que no existan vagos ni desocupados, pues que los que tomen
servicio en las casas, dejen en las puertas sus derechos. ¡Qué extravagancia! ¿Y aun se
admiran los principios de Hobbs (sic)? Ésta es la filosofía del más fuerte”, p. 88.
[101]
Véase Patrice Gueniffey, La revolución francesa y las elecciones. Democracia y
representación a fines del siglo XVIII (México, FCE, 2001).
[102]
[103]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 87.
[104]
Ibid., p. 88.
[105]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 89.
[106]
Idem.
[107]
Ibid., p. 91.
[108]
Ibid., p. 88.
[109]
Ibid., p. 92.
Este principio afirma que los elegidos deben ser diferentes y superiores a sus
electores. Manin, Principios, cap. III.
[110]
Vidaurre, Plan del Perú, “Discurso primero en Panamá: continúan las leyes
fundamentales. Agricultura, ley agraria”, pp. 424-425.
[111]
[112]
Ibid., p. 427.
[113]
Ibid., p. 429.
[114]
Ibid., p. 439.
Ibid., p. 430. La referencia a Montesquieu es ésta: “Las leyes para una nueva
distribución de las tierras, solicitadas con tanta insistencia en algunas repúblicas, eran
saludables por su naturaleza, y sólo son peligrosas si se implementan repentinamente.
Quitando de pronto las riquezas a unos y aumentándoselas a otros se da origen a una
revolución en cada familia y a otra general en el Estado”. Montesquieu, Del espíritu de las
leyes, libro VII, cap. II. Antes, Montesquieu había afirmado: “algunos legisladores antiguos
como Licurgo y Rómulo repartieron las tierras con igualdad. Esto sólo puede hacerse en el
momento de la fundación de una nueva República, o bien cuando la antigua esté tan
corrompida y los ánimos en tal disposición que los pobres se crean obligados a buscar ese
remedio y los ricos obligados a sufrirlo”, libro V, cap. V. De la misma manera, en las
Consideraciones sobre el esplendor y decadencia de los romanos, afirmó: “los fundadores de
antiguas repúblicas hicieron una distribución equitativa de las tierras: esta sola circunstancia
elevó a una nación al poder, esto es, la hizo una sociedad bien regulada”. Montesquieu, “The
Methods by which the Romans raised themselves to Empire”, The Complete Works of M. de
Montesquieu, vol. 3, cap. III (Londres, T. Evans, 1777).
[115]
[116]
Vidaurre, “Discurso primero en Panamá”, en Plan del Perú, p. 437.
[117]
Ibid., p. 438.
“A partir del momento en que esto ocurre, el pueblo ya no podrá soportar el poder que
él mismo confía a otros, y querrá hacer todo por sí mismo, deliberar y ejecutar en lugar del
senado y de los magistrados, y despojar de sus funciones a todos los jueces”. Montesquieu,
“De la corrupción del principio de la democracia”, Del espíritu de las leyes, libro VIII,
capítulo II.
[118]
[119]
Vidaurre, “Discurso quinto”, en Plan del Perú, pp. 380-381.
[120]
Vidaurre, “Discurso quinto”, en Plan del Perú, p. 381.
[121]
François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias (México,
FCE
/MAPFRE,
1993).
[122]
Vidaurre, “Sobre las guerras civiles”, en Plan del Perú, p. 167.
[123]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 15.
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Discurso sobre elecciones (Lima, Imprenta de La
Libertad, por J. M. Masías, 1827), p. 2.
[124]
[125]
Vidaurre, Efectos de las facciones, p. 231.
John Locke, Second Treatise of Government, libro II, cap. I, secc. 3, en Locke, Two
Treatises of Government (Nueva York, Cambridge University Press, 1988), p. 268.
[126]
Jeremy Bentham, “Anarchical fallacies; being an examination of the Declarations of
Rights issued during the French Revolution”, The Works of Jeremy Bentham, 11 vols.
(Edimburgo, William Tait, 1843).
[127]
[128]
El Discreto, 24 de febrero de 1827, p. 5.
[129]
Ibid., pp. 5-6.
[130]
Ibid., p. 8.
[131]
El Discreto, 17 de marzo de 1827, p. 6.
[132]
El Discreto, 14 de abril de 1827, p. 5.
[133]
Ibid., p. 6.
El Discreto, 21 de abril de 1827, pp. 7-8. Esto obviamente contradice el
reconocimiento que hacía Vidaurre del nominalismo de Hobbes.
[134]
Sobre varios de estos personajes, véase Rafael Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía
y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica (México, Taurus, 2009).
[135]
[136]
Manuel de Vidaurre, “Conclusión de las Cartas Americanas”, Cartas americanas, p.
346.
[137]
Vidaurre, Discurso sobre elecciones, p. 13.
“Discurso pronunciado por el diputado doctor don Manuel L. de Vidaurre, en la
sesión del 23 de julio de 1827, sobre la base de la constitución”, en Domingo de Vivero
(comp.), Oradores parlamentarios del Perú (Lima, Imp. C. F. Southwell, 1917), p. 10.
[138]
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Discurso sobre imprentas y libelos, que precede a la
proposición que hizo el 8 de junio el diputado don Manuel Vidaurre contra los autores de
unos papeles publicados contra el poder ejecutivo (Lima, Imprenta Rep., por J. M. Concha,
1827), p. 9. Se regodeaba en ese estado: “¡Qué de atractivos tiene la soledad para un
melancólico. Ella extiende nuestro instante divino, y nos presenta las bellezas naturales y
morales, de una manera sublime. Entre la misma ciudad y rodeada de cuarenta mil almas, yo
habito sin compañeros y sólo me asocio con mi discurso”.
[139]
[140]
Ibid., p. 8.
IV. ¿HOMBRES O CIUDADANOS?
LA PATRIA DE BOLÍVAR
SIMÓN BOLÍVAR es excepcional entre los caudillos hispanoamericanos del siglo XIX por
diversas razones; una de ellas es que, tras los procesos de independencia, emprendió la tarea
de la construcción nacional de formas marcadamente contrastantes respecto a las estrategias
empleadas por sus contemporáneos, entre ellos, los patriotas criollos en México. El
predicamento consistía en que Bolívar tenía algunas ideas sobre cómo constituir el cuerpo
político, pero casi ninguna sobre cómo forjar un pueblo. La omisión no es casual. Arguyo que
Bolívar no creía necesario tener grandes nociones de homogeneidad racial para emprender la
construcción de la nación. A pesar de que algunos críticos han afirmado que las opiniones
políticas de Bolívar sobre el Estado y la patria le deben mucho al republicanismo clásico, el
propósito de este ensayo es mostrar que tampoco concebía la ciudadanía en términos clásicos.
[1] En oposición a los nacionalistas étnicos, Bolívar creía que, en el corto plazo, la
homogeneidad cultural —a diferencia de la unidad política— no era crítica para el
funcionamiento del gobierno representativo. Por el contrario, concebía una patria basada en la
diversidad racial y la desigualdad social y cultural; construyó una teoría de la armonía social
y la cooperación basada en la deferencia. Esta lógica iba en dirección opuesta a la de John
Stuart Mill, quien estimaba necesaria una nacionalidad en común para el gobierno
representativo.
¿F ORJANDO PUEBLOS O CIUDADANOS?
Resulta aleccionador comenzar con uno de los muchos fracasos que tuvo Bolívar, tal vez el
más significativo. En su discurso al Congreso de la Angostura en 1819, Bolívar dejó muy clara
la necesidad de moldear las instituciones para adaptarlas a las costumbres del pueblo: “las
buenas costumbres, y no la fuerza, son las columnas de las leyes”.[2] Sobre esta base rechazó
el federalismo de inspiración estadunidense así como la descentralización política. Si bien la
constitución de los Estados Unidos era una creación admirable, no tendría los mismos
beneficios para el resto de los pueblos, mucho menos para los revoltosos venezolanos. En el
centro de esta creencia yacía la idea de Montesquieu, enunciada en Del espíritu de las leyes,
según la cual la ausencia de una sólida estructura de costumbres, hábitos y actitudes —esto es,
sin una sociedad civil ya establecida— imposibilitaba la creación de una nueva república.
Para Anthony Pagden, esto tal vez explica por qué el propio Montesquieu “nunca hizo
sugerencias respecto a cómo el moderno Licurgo se ocuparía de semejante tarea”.[3] La
paradoja fundamental del pensamiento de Bolívar estriba en que, pese a reconocer la
importancia de las costumbres, y percatarse de que América del Sur carecía de virtud, el
Libertador continuó con su proyecto de construir una extensa comunidad política republicana.
A los encargados de redactar la nueva constitución en Angostura les impuso la tarea de
conseguir lo insólito: “tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error y
por incentivos nocivos”.[4]
Simón Bolívar se enfrentó al desafío de imaginar las comunidades que surgirían del
colapso del imperio español en América. Si bien se ha debatido a propósito de las ideas
políticas de Bolívar —¿era liberal o republicano clásico?—, lo cierto es que el Libertador
encontró muy pronto en su carrera uno de los vacíos de la teoría liberal: la ausencia de
criterios para establecer límites al sentido de pertenencia nacional entre las comunidades
humanas.[5] Un ciudadano es una entidad política, no cultural. No obstante, como Bernard Yack
ha argumentado,
por sí sola, la cultura liberal democrática inspira a las personas a pensarse como miembros de comunidades prepolíticas.
Esto es especialmente cierto respecto del discurso de la soberanía nacional. Los argumentos formulados sobre esta última
alientan a los ciudadanos modernos a concebirse como seres organizados en comunidades que, lógica e históricamente, son
anteriores a aquéllas creadas por las instituciones políticas compartidas. La doctrina de la soberanía popular insiste en que
detrás de cada Estado hay un pueblo, una comunidad de individuos que usa el Estado como un medio de autogobierno y, por
ende, poseedora del derecho a establecer los límites del poder de aquél.[6]
No obstante, las pautas para definir qué es una nación y quién pertenece a ella están
ausentes del pensamiento liberal.
Tal vez Bolívar hubiera podido recurrir al patriotismo republicano. Para Maurizio Viroli,
el patriotismo es “el amor a las instituciones políticas y al modo de vida que sostiene la
libertad en común del pueblo”.[7] Según esta perspectiva, el patriotismo tiene sin duda una
dimensión cultural, además de ser “principalmente una pasión política basada en la
experiencia de la ciudadanía, y no en factores prepolíticos comunes derivados de estar en el
mismo territorio, pertenecer a la misma raza, hablar el mismo idioma, adorar a los mismos
dioses y tener las mismas costumbres”.[8] El patriotismo republicano se distingue del
nacionalismo cívico por ser una pasión y no el resultado de un consentimiento racional; no es
una cuestión de lealtad a principios políticos universales histórica y culturalmente neutros,
sino de apego a las leyes, a la constitución y al modo de vida de una república en particular.[9]
Es indudable que a Bolívar no le faltaba pasión política. El problema radicaba en que sentía
muy poco apego por “las leyes, la constitución y el modo de vida” de la España colonial; es
más, la dificultad estribaba en que España no era ni siquiera una república, sino un imperio
tiránico. A las colonias de la América española sólo les quedaba el legado corrupto del
imperialismo; carecían de cualquier tradición republicana propia que pudiera sostenerse por
sí sola. Según Bolívar, a los habitantes de la región se les había privado incluso de la “tiranía
activa”. Así se lamentaba: “La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido
por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado
todavía más abajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al
goce de la libertad”. Bolívar sostenía que los Estados se volvían esclavos “por la naturaleza
de su constitución o por el abuso de ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por
su esencia o por sus vicios, huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando
estos principios, hallaremos que la América no sólo estaba privada de su libertad, sino
también de la tiranía activa y dominante”.[10] En la América española, hasta los tiranos eran
extranjeros. En su discurso de la Angostura, Bolívar escribió: “El amor a la patria, el amor a
las leyes, el amor a los magistrados, son las nobles pasiones que deben absorber
exclusivamente el alma de un republicano. Los venezolanos aman la patria, pero no aman sus
leyes; porque éstas han sido nocivas, y eran la fuente del mal”.[11] Para Bolívar, ni el
nacionalismo cívico racional puro ni el patriotismo republicano eran suficientes.
Liberales mexicanos como José María Luis Mora se enfrentaron al mismo reto en las
primeras décadas del siglo XIX. Sin embargo, su predicamento se vio aliviado por la
elaboración consciente de teorías culturales e históricas sobre la nación: los relatos míticos de
Servando Teresa de Mier, Carlos María de Bustamante y otros. Desde los primeros años de
vida independiente del país surgió de manera subrepticia una importante corriente de
pensamiento étnico, racial e histórico, por incoherente que fuera.[12] No obstante, es preciso
anotar que los patriotas criollos constituían una minoría en México; además, fracasaron en
proveer el marco simbólico para la elaboración de las constituciones de la joven república.
La mayoría de los autores de la primera constitución se apoyaron mucho más en Benjamin
Constant que en Quetzalcóatl. Tal como lo afirmó Charles Hale, “el liberalismo constitucional
mexicano de la década de 1820 tuvo una orientación estrictamente criolla”.[13] Mexicanos
como Mora eran “nacionalistas cívicos”, pero con una variante importante: creían en el poder
de ideas universales como la igualdad legal y el recurso al constitucionalismo para constituir
una comunidad política; sin embargo, su “civismo” estaba contaminado, en cierto grado, por
sus ideas sobre la composición racial de su sociedad.[14] De manera explícita, Mora declaraba
que el carácter de la nación mexicana debía buscarse en la población blanca.[15] Los “cortos y
envilecidos restos de la antigua población mexicana”, si bien habían suscitado la
“compasión”, no podían ser considerados como bases de una sociedad avanzada en México.
[16] Mora creía que
cada casta de los hombres conocidos tiene una organización que le es peculiar, está en consonancia con su carácter, e
influye no sólo en el color de su piel, sino lo que es más, en sus fuerzas físicas, en sus facultades mentales, e igualmente en
las industriales […] No parece pues que pueda dudarse de la diversidad y aptitud de facultades entre la raza bronceada a
que pertenecen los indígenas de México, y los blancos que se han establecido en el país.[17]
Los indígenas eran necios y poco imaginativos, aunque sobrios y trabajadores (si bien
físicamente no eran muy fuertes).[18] Estas ideas sobre la raza y la nación dejaban entrever una
incipiente teoría sobre el mestizaje basada en el “blanqueo”, esto es, la mezcla entre los
inmigrantes europeos y la población nativa.[19] Mora creía que mediante un decidido esfuerzo
por colonizar al país de población europea, México alcanzaría la fusión completa de los
indígenas, así como la “extinción total de las castas”. No obstante, la primera podría resultar
más problemática que la experimentada por la población negra: “al fin [los indígenas] tendrán
la misma suerte y se fundirán en la masa general, porque el impulso está dado y no es posible
contenerlo, ni hacerlo cambiar de dirección; pero será más lentamente, y acaso no bastará un
siglo para su total terminación”.[20] Según Hale, “Mora […] no podía concebir que la
nacionalidad descansara en un grupo distinto al que él pertenecía”. Dos décadas después,
Mora, asustado por las insurrecciones indígenas de la década de 1840, llamó la atención sobre
la creciente necesidad de fusionar “todas las razas y colores” mediante la colonización de la
“parte ya poblada de la República”.[21]
Por su parte, Bolívar no tenía a su disposición —es probable que ni siquiera lo deseara—
los baluartes simbólicos del patriotismo criollo. Según Pagden, lo que la variedad de blancos,
pardos (mestizos), mulatos y negros necesitaba, además de satisfacer sus propios intereses
inmediatos, era “una ideología —algo que Bolívar aborrecía tanto como Napoleón— que
proveyera el fundamento intelectual de un nuevo Estado”. En otras palabras, una ideología no
política, una teoría etnocultural e histórica de la nación.
Lo que hombres como Viscardo le ofrecían a sus lectores, por ilusorio que fuera, eran densos y vívidos relatos del pasado
que, a diferencia del republicanismo de Bolívar, podían vincularse fácilmente con tal o cual ideología. La patria a la que
apelaron Viscardo, Hidalgo y Morelos era imaginaria, mientras que las partes que la constituían eran suficientemente reales.
La patria de Bolívar, por su parte, era un ideal político, una “ilusión de la Ilustración”.[22]
Es cierto que Bolívar mostraba muy poca paciencia frente a las construcciones míticas de
los indígenas, como la leyenda de Quetzalcóatl. En su Carta de Jamaica, de 1815, expresó sus
dudas sobre el poder de tal mito. El caballero inglés al que Bolívar le respondía mediante la
famosa misiva, creía que
[m]utaciones importantes y felices […] pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales. […] ¿Concibe
usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de Quetzalcóatl,
el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las
partes?[23]
Escéptico, Bolívar respondió:
Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre todo en las revoluciones. Pero no es
el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcóatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted
propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente, porque tal es la suerte de los
vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen,
verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. […] La opinión general es que Quetzalcóatl es un
legislador divino entre los pueblos paganos del Anáhuac del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su
autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcóatl, aunque apareciese bajo las formas
más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.[24]
En ocasiones, cavilaba Bolívar, afortunadas casualidades ayudaban a la causa de la
libertad. En México, incluso las creencias fanáticas podían estar al servicio de la
emancipación:
Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto,
proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de los patriotas; invocándola en todos los casos arduos y llevándola
en sus banderas. Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión, que ha producido un fervor
vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que
pudiera inspirar el más diestro profeta.[25]
No obstante, esto distaba mucho de ser la regla general; México era una excepción. En
términos generales, el fanatismo religioso no era compatible con la libertad ilustrada.
Si bien Bolívar no era inmune al llamado del pasado, la historia de los antiguos
pobladores americanos no era una fuente de inspiración para él, como sí lo era para Mier y
otros patriotas criollos; más bien constituía una oportunidad para la contemplación estética. En
Cuzco, Bolívar escribió:
He llegado ayer al país clásico del sol, de los incas, de la fábula y de la historia. Aquí el sol verdadero es el oro; los incas son
los virreyes o prefectos; la fábula es la historia de Garcilaso; la historia, la relación de la destrucción de los indios por Las
Casas. Abstracción hecha de toda poesía, todo me recuerda altas ideas, pensamientos profundos; mi alma está embelesada
con la presencia de la primitiva naturaleza, desarrollada por sí misma, dando creaciones de sus propios elementos por el
modelo de sus inspiraciones íntimas, sin mezcla alguna de las obras extrañas, de los consejos ajenos, de los caprichos del
espíritu humano, ni el contagio de la historia de los crímenes y de los absurdos de nuestra especie. Manco-Capac, Adán de
los indios, salió de su Paraíso titicaco y formó una sociedad histórica, sin mezcla de fábula sagrada o profana.[26]
Para Bolívar, el pasado era el pasado; no le tenía reservado ningún uso político al inca. En
esto reflejaba la visión de Rousseau, cuando este último hablaba de manera entusiasta sobre la
naturaleza primitiva del hombre.
Según Bolívar, el acertijo de la América española tras su independencia se asemejaba al
del mundo romano una vez derrumbado el imperio; sin embargo, también pensaba que en
ciertos aspectos era inédito. En su discurso de la Angostura reflexionaba en estos términos
ante sus conciudadanos:
Al desprenderse la América de la monarquía española, se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella
enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente
conforme a su situación o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer sus
primeras asociaciones. Nosotros ni aún conservamos los vestigios de lo que fue en otro tiempo: no somos europeos, no
somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por
derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos
vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado.[27]
Aunque Bolívar reconocía que la diversidad étnica planteaba un reto singular, su solución
yacía aparentemente en el dominio de la política, en particular en las instituciones (poder
ejecutivo centralizado) y en la prudencia de los antiguos: “La diversidad de origen requiere un
pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta sociedad
heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera
alteración.”[28] Vale la pena anotar que no estamos aquí ante la preocupación del
republicanismo por la contingencia: el miedo de que la frágil república, sustentada en la
virtud, sucumba a la corrupción. A Bolívar no le preocupaba la Fortuna, sino el orden social;
no le temía a la heterogeneidad étnica per se, sino a la mezcla particular que la colonización
española había engendrado. Las ideas de Bolívar sobre la diversidad étnica eran una versión
secular del pecado original. Tal como se lo dijo al general Santander en una carta con fecha
del 8 de julio de 1826,
[e]l origen más impuro es el de nuestro ser: todo lo que nos ha precedido está envuelto con el negro manto del crimen.
Nosotros somos el compuesto abominable de esos tigres cazadores que vinieron a la América a derramarle su sangre y a
encastar con las víctimas antes de sacrificarlas, para mezclar después los frutos espurios de estos enlaces con los frutos de
esos esclavos arrancados del África. Con tales mezclas físicas; con tales elementos morales ¿cómo se pueden fundar leyes
sobre los héroes, y principios sobre los hombres?[29]
Simon Collier ha argumentado con acierto que en los pronunciamientos de Bolívar,
términos como “patria”, “nación”, “Estado” y “república” son prácticamente intercambiables.
El propio Libertador rara vez hacía distinción entre ellos. Así, “aparte de su aceptación
semiautomática de los ineludibles criterios de nacimiento y geografía, es difícil ver al
nacionalismo bolivariano como una concepción exclusiva o estrecha; no estaba atado a
estrechas amarras étnicas, culturales, lingüísticas o religiosas”.[30] Desde luego, el criterio
último de nacionalidad, tal como Bolívar lo formulara, era de naturaleza política. La
nacionalidad “estaba abierta a todo aquél que aceptara ciertos principios políticos”.[31] Como
lo anota el propio Collier, “tal vez valga la pena subrayar [l]a ausencia de una genuina
dimensión étnica y cultural en el nacionalismo bolivariano”. Como hemos visto, Bolívar
estaba muy consciente de la mezcla étnica subyacente a toda la América española,
e incluso sugirió, en el discurso de la Angostura, que una dosis continua de mestizaje era deseable en el futuro: “nuestros
padres [son] diferentes en origen y en sangre […] todos difieren visiblemente en la epidermis. […] La sangre de nuestros
ciudadanos es diferente, mezclémosla para unirla.
No obstante, no hay en esta alusión indirecta a una futura raza cósmica, indicio alguno de
que la raza en sí misma deba ser un estandarte de la identidad nacional; en ningún sentido el
origen étnico es la piedra de toque de la nacionalidad. Otros factores contaban igualmente, en
especial los políticos.[32]
Sin embargo, esto último no quería decir que Bolívar no tuviera ideas sobre la
composición racial y étnica de su sociedad; de hecho, a diferencia de nacionalistas como
Servando Teresa de Mier y otros, disponía de dos teorías diferentes e independientes sobre la
política y la sociedad. Si bien no creía en la necesidad de que una nación fuera homogénea en
términos étnicos para edificar la república, sí tenía ideas sobre la raza y el origen étnico.
Bolívar no “ignoró” sencillamente el componente humano de su patria. En otras palabras, su
pensamiento político no era únicamente político.
Bolívar simpatizaba con muchas de las ideas de Mora acerca del retraso y las condiciones
de miseria de los pueblos indígenas, pero nunca desarrolló una sólida teoría sobre las mezclas
raciales, como sí lo hicieron algunos liberales en México a principios del siglo XIX.[33]
Además, tampoco compartía la urgencia de Mora por fundir las razas, ni lo consideraba como
un tema de la “más alta importancia” para la construcción de la nación. ¿Por qué?
Argumentaré que parte de la razón es que el mestizaje iba en contra de una de las creencias de
Bolívar: la natural desigualdad étnica y racial entre los hombres. Al igual que muchos otros
pensadores de la Ilustración, el Libertador deseaba crear un cuerpo político compuesto por
ciudadanos libres e iguales. La igualdad legal y política no sólo era posible, sino deseable, y
por ello Bolívar apoyaba dicha creencia. Sin embargo, la mezcla de razas no era un asunto
político o legal, sino propio de la eugenesia. De hecho, considerar lo racial y las relaciones
raciales como una cuestión política era parte de la rechazada tradición española. Bolívar creía
con igual fuerza en la desigualdad social y en la igualdad civil y política. A continuación
examinaremos cuáles eran sus ideas acerca de la desigualdad natural entre los seres humanos.
En una conocida carta a Santander, fechada en Lima el 7 de abril de 1825, Bolívar
reflexionaba a su vez sobre otra carta que el almirante José Padilla le había enviado:
La igualdad legal no es bastante por el espíritu que tiene el pueblo, que quiere que haya igualdad absoluta, tanto en lo público
como en lo doméstico; y después querrá la pardocracia, que es la inclinación natural y única, para exterminio después de la
clase privilegiada. Esto requiere, digo, grandes medidas, que no me cansaré de recomendar.[34]
Tres años después, Bolívar mandó ejecutar a Padilla, quien era un pardo (mestizo), por
haber incitado, supuestamente, a una guerra de razas en Colombia. Según lo refiere Aline
Helg, el 2 de marzo de 1828 Padilla congregó a algunos oficiales de ascendencia africana para
decirles que si la Convención de Ocaña adoptaba el proyecto de constitución de Bolívar, “nos
echarán a patadas” por ser pardos.[35] Para la propia Helg,
el trágico final de la vida de José Padilla ilustra una vez más el doble estándar con el que se conducía el Libertador. Además
de perdonarlo, Bolívar negoció entre 1826 y 1828 con el llanero blanco José Antonio Páez, quien encabezó una extensa y
bien organizada rebelión venezolana contra el gobierno central en Bogotá, mientras que al pardo Padilla lo mandó ejecutar
por un golpe militar en Cartagena que duró tres días y en el que no se derramó sangre.[36]
En el mismo sentido, algunos años atrás Bolívar había castigado al general Manuel Piar
bajo la acusación de “proclamar los principios odiosos de guerra de colores para destruir así
la igualdad”. Según Bolívar,
¿Qué ha reservado para sí la nobleza, el clero, la milicia? ¡Nada, nada, nada! Todo lo han renunciado en favor de la
humanidad, de la naturaleza, y de la justicia, que clamaban por la restauración de los sagrados derechos del hombre. Todo lo
inicuo, todo lo bárbaro, todo lo odioso se ha abolido y en su lugar tenemos la igualdad absoluta hasta en las costumbres
domésticas. La libertad hasta de los esclavos que antes formaban una propiedad de los mismos ciudadanos.[37]
COLORES POR NÚMEROS
Bolívar tenía una perspectiva aristocrática de la sociedad, visión enteramente compatible con
el principio de igualdad legal que abrazaba. Las diferentes razas que integraban Colombia,
creía, podían mezclarse, aunque la diversidad racial no representaba en última instancia una
amenaza a la unidad nacional. ¿Por qué? Podemos reunir algunas pistas leyendo una
reveladora carta que Bolívar le escribió al editor de la Royal Gazette, de Kingston, Jamaica,
en 1815, por los mismos días en los que redactaba su célebre Carta de Jamaica. Para Bolívar,
había un equilibrio muy particular entre número y cualidades dentro de cada uno de los grupos
raciales que poblaban la América española:
Los más de los políticos europeos y americanos que han previsto la independencia del Nuevo Mundo han presentido que la
mayor dificultad para obtenerla consiste en la diferencia de las castas que componen la población de este inmenso país. Yo
me aventuro a examinar esta cuestión, aplicando reglas diferentes deducidas de los conocimientos positivos y de la
experiencia que nos ha suministrado el curso de nuestra revolución.[38]
Bolívar reconocía que los blancos eran una minoría entre la población, aunque, por otro
lado, poseían “cualidades intelectuales” que compensaban esa desventaja. Además, tanto el
carácter moral como las condiciones físicas del territorio favorecían la “unión y armonía entre
todos los habitantes, no obstante la desproporción numérica entre un color y otro”. Un factor
que alimentaba esa situación era la deferencia étnica heredada, un legado de los tiempos
coloniales:
Observemos que al presentarse los españoles en el Nuevo Mundo, los indios los consideraron como una especie de mortales
superiores a los hombres; idea que no ha sido enteramente borrada, habiéndose mantenido por los prestigios de la
superstición, por el temor de la fuerza, la preponderancia de la fortuna, el ejercicio de la autoridad, la cultura del espíritu, y
cuantos accidentes pueden producir ventajas. Jamás éstos han podido ver a los blancos, sino al través de una grande
veneración como seres favorecidos del cielo.[39]
Nótese cómo en esta ocasión, curiosamente, el legado español tiene una connotación
positiva; después de todo, incluso la superstición podía ser de utilidad. La deferencia social
era compatible con la igualdad legal; es más, tal vez incluso resultaba necesaria para sostener
un orden social diverso, en particular uno desequilibrado en número.
Por lo que hace al legado de la esclavitud, Bolívar afirmaba que los españoles trataban a
sus esclavos como “compañeros de su indolencia”. El colono español, agregaba, “no oprime a
su doméstico con trabajos excesivos; lo trata como a un compañero, lo educa en los principios
de moral y de humanidad que prescribe la religión de Jesús”. La proverbial apatía de la raza
española terminaba por favorecer a los esclavos. Dado que la “dulzura” del español era
“ilimitada”, “la ejerce en toda su extensión con aquella benevolencia que inspira una
comunicación familiar. Él no está aguijoneado por los estímulos de la avaricia, ni por los de la
necesidad, que producen la ferocidad de carácter, y la rigidez de principios, tan contrarios a la
humanidad”.[40] Bastaba muy poco para satisfacer las “necesidades y pasiones” de los
habitantes de Sudamérica; los campos fértiles y los metales preciosos hacían su vida más
fácil. Según Bolívar, la abundancia y la comodidad de la existencia favorecían la autonomía
de los individuos: “habiendo una especie de independencia individual en estos inmensos
países, no es probable que las facciones de razas diversas lleguen a constituirse de tal modo
que una de ellas logre anonadar a las otras. La misma extensión, la misma abundancia, la
misma variedad de colores, da cierta neutralidad a las pretensiones, que vienen a hacerse casi
nulas”.[41] Sin embargo, la lógica causal entre independencia individual y equilibrio racial no
está explicada plenamente en el argumento de Bolívar. ¿Quería decir que los miembros de los
grupos raciales eran ante todo individuos, que desconfiaban del militarismo de los
empresarios étnicos? ¿Qué es lo que atemperaba exactamente el deseo de dominación racial?
¿La abundancia evitaba el conflicto por los recursos escasos? ¿La diversidad racial planteaba
importantes problemas de acción colectiva? Comoquiera, algo estaba claro: Bolívar se
ocupaba de estos asuntos para conservar el orden social, no como un medio para forjar un
pueblo o una nacionalidad.
En muchos países, los indígenas constituían el grueso de la población. Bolívar los
consideraba como personas de carácter pacífico; en sus propias palabras, el indígena “sólo
desea el reposo y la soledad: no aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar
las extrañas: felizmente esta especie de hombres es la que menos reclama la preponderancia,
aunque su número exceda a la suma de los otros habitantes”.[42] Los indígenas constituían una
barrera o amortiguador que contenía a otros grupos de la sociedad. “El indio es el amigo de
todos, porque las leyes no lo habían desigualado, y porque, para obtener todas las mismas
dignidades de fortuna y de honor que conceden los gobiernos, no han menester de recurrir a
otros medios que a los servicios y al saber; aspiraciones que ellos odian más que lo que
pueden desear las gracias”.[43] Así, consecuencia del carácter, tanto de blancos como de
indígenas, “parece que debemos contar con la dulzura de mucho más de la mitad de la
población, puesto que los indios y los blancos componen los tres quintos de la populación
total, y si añadimos los mestizos que participan de la sangre de ambos, el aumento se hace más
sensible y el temor de los colores se disminuye, por consecuencia”.[44]
Sobre el esclavo africano en la América española, Bolívar afirmaba que
vegeta abandonado en las haciendas, gozando, por decirlo así, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran parte
de los bienes de la libertad; y como la religión le ha persuadido que es un deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta
dependencia doméstica, se considera en su estado natural, como un miembro de la familia de su amo, a quien ama y
respeta.[45]
Bolívar tenía conocimiento de que las autoridades españolas habían reclutado a esclavos
para combatir a los insurgentes. Sin embargo, argüía que el siervo de la América española “ni
aun excitado por los estímulos más seductores” se había revelado contra su amo. Los jefes
españoles tuvieron que recurrir a amenazas de usar la violencia para forzar a los esclavos a
servir en sus ejércitos. No obstante, esos mismos esclavos “se han vuelto al partido de los
independientes”, con todo y que los insurgentes no les prometieron la libertad absoluta, como
sí lo hicieron los españoles.[46]
Las reflexiones de Bolívar sobre la composición racial de la sociedad de la América
española lo condujeron a creer en la posibilidad de alcanzar la armonía racial. “Estamos
autorizados”, alardeaba, “a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier
color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco, que ninguna
maquinación es capaz de alterar”. Se oponía al argumento de que las guerras civiles
demostraban lo equivocado que estaba en el tema, aseverando que los conflictos sociales en
América nunca habían sido el resultado de enfrentamientos de clase sino de diferencias
políticas y de ambiciones personales, tal como sucedía en otras naciones.[47] El único “color”
que había sido proscrito en América era el de los españoles europeos, “que tan acreedores son
a la detestación universal”. La coexistencia pacífica era una realidad: “Hasta el presente se
admira la más perfecta armonía entre los que han nacido en este suelo”. Lo que Bolívar
intentaba probar era que la heterogeneidad racial no era un obstáculo insuperable; en la
práctica, la diversidad racial significaba que la población “civilizada” constituía una minoría
en aquellas tierras. ¿Cómo podían los siervos construir una república libre? No obstante, el
Libertador sostenía que aun cuando la parte ilustrada de la población (los blancos) era
minoritaria, no quedaban excluidos ni el autogobierno ni la libertad. Dado que la población de
la América española estaba “balanceada”, tanto por su número, sus “circunstancias”, o por el
“irresistible imperio del espíritu”, ¿por qué no era factible establecer nuevos gobiernos en esa
parte del mundo?[48] En Atenas, ¿no eran cuatro veces más los esclavos que los ciudadanos?
Bolívar afirmaba que en todo Oriente, toda África y parte de Europa, el número de hombres
libres había sido siempre inferior al de los siervos.
La idea de Bolívar de un equilibrio cualitativo guarda cierto parecido con la idea de la
constitución mixta, sólo que sin el diseño institucional que le permitía a la última conservar el
balance entre clases en Roma. En el caso del Libertador, el equilibrio era el resultado de
balancear números duros y costumbres. Aunque desestimaba la importancia de las mayorías,
Bolívar nunca perdió de vista la dimensión demográfica de la cuestión. En las guerras de
independencia habían muerto tanto blancos como mestizos, lo que generó un desequilibrio
entre los grupos raciales, puesto que la población negra no disminuyó en las mismas
proporciones.
Si bien el tema de la abolición de la esclavitud en las jóvenes repúblicas sudamericanas es
complejo, en este ensayo sólo me interesa el lugar que ocupó en el pensamiento político de
Simón Bolívar.[49] Ya en su decreto de abolición de 1816, Bolívar proclamaba “la libertad
absoluta de los esclavos que han gemido bajo el yugo español en los tres siglos pasados”. No
obstante, tres párrafos más adelante condicionaba la manumisión a integrarse al servicio
militar activo: “El nuevo ciudadano que rehúse tomar las armas para cumplir con el sagrado
deber de defender su libertad quedará sujeto a la servidumbre, no sólo él, sino también sus
hijos menores de catorce años, su mujer y sus padres ancianos”.[50]
Bolívar liberó a los esclavos por dos razones muy distintas. La primera, inspirada en
Montesquieu, era netamente teórica; la segunda, práctica: la reducción del número de hombres
negros. Al reclutar a estos últimos en el ejército alcanzó dos objetivos: justificar su liberación
frente a sus antiguos amos, así como pura y simple mortandad.[51] En 1820 Bolívar reprendía a
Santander por haber confundido “la libertad de los esclavos con la leva de esclavos para el
servicio”.[52] En otra misiva dirigida al general, el Libertador se explicaba así:
Las razones militares y políticas que he tenido para ordenar la leva de esclavos son muy obvias. Necesitamos de hombres
robustos y fuertes, acostumbrados a la inclemencia y a las fatigas; de hombres que abracen la causa y la carrera con
entusiasmo; de hombres que vean identificada su causa con la causa pública y en quienes el valor de la muerte sea poco
menos que el de su vida.[53]
Bolívar creía que las razones políticas eran aún más poderosas; recordaba y citaba las
reflexiones de Montesquieu sobre el peligro de un gran número de esclavos:
en los Estados moderados es muy importante que no haya demasiados esclavos, pues la libertad política hace preciosa la
libertad civil. El que está privado de una se ve privado también de la otra; ve una sociedad feliz de la que él no forma parte;
encuentra la seguridad establecida para los demás, pero no para él; siente que su amo tiene un alma que puede
engrandecerse, mientras que la suya está obligada a rebajarse continuamente. Nada le pone tan cerca de la condición de los
animales como estar viendo siempre hombres libres y no serlo él. Tales gentes son enemigas naturales de la sociedad: gran
número de ellos sería peligroso. Así pues, no hay que asombrarse de que, en los gobiernos moderados, el Estado haya sido
turbado por el levantamiento de los esclavos, y de que esto haya ocurrido raras veces en los Estados despóticos.[54]
En otra carta dirigida a Santander, Bolívar se refería a esta idea, quejándose de la miopía
de los dueños de los esclavos:
Lo de los esclavos, si andan alborotando el avispero resultará lo que en Haití. La avaricia de los colonos hizo la revolución
porque la república francesa decretó la libertad y ellos la rehusaron, y a fuerza de resistencia y de oposiciones irritaron a los
partidos naturalmente enemigos. El impulso de esta revolución está dado, ya nadie lo podrá contener y lo más que se podrá
conseguir es darle buena dirección. El ejemplo de la libertad es seductor y el de [la] libertad doméstica es imperioso y
arrebatador.[55]
Para Bolívar, la historia enseñaba que “todo gobierno libre que comete el absurdo de
mantener la esclavitud es castigado por la rebelión y algunas veces por el exterminio, como en
Haití”. No obstante, Bolívar no perdió de vista la preocupación central de Montesquieu, a
saber, que un gran número de esclavos plantea un desafío importante a los gobiernos
“moderados”. Al respecto se preguntaba:
¿Qué medio más adecuado ni más legítimo para obtener la libertad que pelear por ella? ¿Será justo que mueran solamente
los hombres libres por emancipar a los esclavos? ¿No será útil que éstos adquieran sus derechos en el campo de batalla y
que se disminuya su peligroso número por un medio necesario y legítimo? Hemos visto en Venezuela morir la
populación libre y quedar la cautiva; no sé si esto es política, pero sé que si en Cundinamarca no empleamos los esclavos,
sucederá otro tanto.[56]
CONCLUSIÓN
Para las teorías del nacionalismo, la idea de la homogeneidad —o igualdad— social y cultural
es crítica. Por ejemplo, Benedict Anderson propone que las naciones son comunidades
imaginadas. Las naciones son comunidades “porque, independientemente de la desigualdad y
la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre
como un compañerismo profundo, horizontal”.[57] En contraste, para Bolívar los vínculos
sociales verticales no permitían la camaradería. Una patria puede ser concebida así, pero no
una nación moderna. En pocas palabras, Bolívar no era un nacionalista. La desigualdad social,
sin embargo, es compatible con la idea de la soberanía popular. De ahí que sea un error
concluir, como lo hace Eastwood, que Bolívar era un nacionalista porque abrazara la igualdad
civil y la soberanía del pueblo.[58]
El Libertador tenía ideas sobre cómo emprender la constitución de comunidades políticas,
pero no disponía de una teoría sobre cómo forjar un pueblo. De hecho, a diferencia de los
nacionalistas étnicos, Bolívar no creía que necesitara una; lo que hacía falta, más bien, era un
“espíritu nacional”. El objetivo de este último era crear “una inclinación uniforme hacia dos
puntos capitales, moderar la voluntad general, y limitar la autoridad pública”. Cuando Bolívar
mencionó en su discurso de la Angostura la necesidad de fundir “la masa del pueblo en un
todo”, no se refería a una unidad étnica, sino política; su espíritu nacional no era del tipo
romántico. El propósito de esa unión era alcanzar “un respeto sagrado por la patria, por las
leyes, y por las autoridades”. Sin este respeto, “la sociedad es una confusión, un abismo: es un
conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a cuerpo”.[59] Sólo es en este contexto
político, y ante el fantasma de la fragmentación y el caos, donde Bolívar menciona, de pasada,
la idea de mezclar los diferentes tipos de sangre de los ciudadanos.
Bolívar podía prescindir del nacionalismo porque disponía de una teoría que indicaba
cómo el gobierno representativo podía arraigar en una sociedad étnicamente diversa y
desigual. Se trataba de una teoría opuesta a la de John Stuart Mill sobre el gobierno
representativo y la nacionalidad.[60] Mill escribió en Del gobierno representativo (1861):
las instituciones libres son casi imposibles en un país compuesto de nacionalidades diferentes, en un pueblo donde no hay
lazos de unión, sobre todo si ese pueblo lee y habla distintos idiomas. No puede producirse en tales circunstancias la opinión
pública indispensable para la obra del gobierno representativo. Son diferentes en las diversas secciones del país las
influencias que forman las opiniones y deciden de los actos políticos.
Es aleccionador percatarse de que Bolívar habría suscrito sólo parte de la definición de
nacionalidad propuesta por Mill:
Puede decirse que las nacionalidades están constituidas por la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes que no
existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsan a obrar de concierto mucho más voluntariamente que lo
harían con otros, a desear vivir bajo el mismo gobierno y a procurar que este gobierno sea ejercido por ellos exclusivamente
o por algunos de entre ellos. El sentimiento de la nacionalidad puede haber sido engendrado por diversas causas: algunas
veces es efecto de la identidad de raza y de origen; frecuentemente contribuyen a hacerle nacer la comunidad de lengua [u]
otras de la religión. Los límites geográficos es otra de sus causas. Pero la más fuerte de todas es la identidad de los
antecedentes políticos, la posesión de una historia nacional y su consecuente comunidad de recuerdos; orgullos colectivos y
humillaciones, placer y arrepentimientos conectados con los mismos incidentes del pasado.
La teoría de Bolívar no era universal, sino más bien históricamente determinada. Desde su
perspectiva, las diferencias culturales (entendidas como prácticas, costumbres y hábitos
distintos) que recorrían la América española contribuían a la estabilidad social. La cultura
compensaba el desequilibrio de los números. El legado de deferencia mantenía bajo control
peligrosos impulsos alojados en las clases subordinadas, al mismo tiempo que permitía el
procesamiento institucional de la diversidad étnica. De manera paradójica, pues en cualquier
otra circunstancia condenaba la herencia cultural de España, Bolívar creía que al haber
inculcado en las castas bajas hábitos de deferencia social, obediencia y tranquilidad, los
déspotas españoles facilitarían de alguna manera el trabajo de los nuevos dirigentes criollos
tras la independencia. La piedra de toque de la teoría aristocrática del autogobierno de
Bolívar no era, aunque parezca contradictorio, la participación social, sino la contención
social de la población de color. Por todos los medios intentó mostrar que, en términos
generales, las castas subordinadas —indígenas, mestizos y esclavos— no eran peligrosas. Su
objetivo fue probar que, dada una estructura política apropiada, la participación social de las
clases inferiores sería limitada y, por lo tanto, manejable para las instituciones
representativas. Por lo que hace a los “colores” subordinados, Bolívar aceptaba la
posibilidad de que indígenas, pardos y negros no se convirtieran en ciudadanos virtuosos a la
usanza de las repúblicas clásicas. Sin embargo, digámoslo una vez más, reflexionó sobre el
hecho de que, según los registros históricos, aquellas repúblicas fueron gobernadas únicamente
por una parte de su población. Así, se dio cuenta de que a lo largo de la historia, república y
esclavitud habían sido perfectamente compatibles. De esta forma, su teoría daba cuenta de
otro tipo de comunidad imaginada, una muy distinta a la nación moderna.
[Notas]
Sobre Bolívar, véase John Lynch, Simón Bolívar. A Life (New Haven, Yale University
Press, 2006).
[1]
Simón Bolívar, “Discurso pronunciado por el Libertador ante el Congreso de la
Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su instalación”, en Simón Bolívar, Obras
completas, vol. 2, Vicente Lecuna, ed. (La Habana, Lex, 1947), p. 1136.
[2]
Anthony Pagden, “The End of Empire: Simón Bolívar and the Liberal Republic”,
Spanish Imperialism and the Political Imagination (New Haven, Yale University Press,
1990), p. 149.
[3]
[4]
Bolívar, “Discurso pronunciado…”, p. 1136.
Sobre la idea del pueblo en la teoría política y la historia, véase Paulina Ochoa Espejo,
The Time of Popular Sovereignty: Process and the Democratic State (University Park, The
Pennsylvania State University Press, 2011).
[5]
[6]
Bernard Yack, “The Myth of the Civic Nation,” Critical Review 10, 2 (1996), pp. 200-
201.
Maurizio Viroli, For Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism
(Oxford, Oxford University Press, 1995), p. 1.
[7]
Maurizio Viroli, “On Civic Republicanism: Reply to Xenos and Yack”, Critical Review
12, 1-2 (1998), pp. 200-201.
[8]
[9]
Idem.
Líneas más adelante, Bolívar agregaba: “Se nos vejaba con una conducta que, además
de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia
permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado
nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los
negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos también de la consideración personal que
impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las
revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues
que no nos era permitido ejercer sus funciones”. Simón Bolívar, “Contestación de un
americano meridional a un caballero de esta isla”, Kingston, 6 de septiembre de 1815, en
Simón Bolívar, Obras completas, vol. 1, pp. 164-165.
[10]
[11]
Bolívar, Obras completas, vol. 2, p. 1149.
Sobre el patriotismo criollo en México, véase David A. Brading, Los orígenes del
nacionalismo mexicano (México, Era, 1973). Tal como lo ha mostrado Charles A. Hale, Mora
mismo era inmune al llamado de los antiguos aztecas; creía que Hernán Cortés había fundado
la nacionalidad mexicana y que todo lo sucedido antes carecía de importancia. Cf. Charles A.
Hale, El liberalismo mexicano en la era de Mora (México, Siglo XXI Editores, 1994), pp.
221-255. La referencia a Cortés está en la página 225.
[12]
[13]
Hale, El liberalismo mexicano…, p. 253.
Sin embargo, Mora no suscribía las teorías de la superioridad racial. El punto es que
“nunca se ha definido con claridad lo que significa esa superioridad”. Más adelante agregaba:
“Se parte de un principio cierto y se deducen de él consecuencias erradísimas. El principio es
que la diversidad de conformación funda la diversidad de facultades, y esto nadie puede
dudarlo. Pero de esta diversidad de aptitudes se deduce la superioridad de unas razas sobre
las otras y éste es un error imperdonable. Téngase presente para resolver esta cuestión que
muchos pueblos reputados estólidos por siglos no sólo han hecho después grandes progresos,
sino que han sobrepujado también en todos los ramos científicos e industriales a los que antes
los veían con desprecio.” Empero, con educación se podía superar el abolengo y la raza. Mora
afirmaba que la verdad es que “las razas mejoran o empeoran con los siglos, lo mismo que los
individuos al paso de los años; para ambos, razas e individuos, la educación es
todopoderosa”. José María Luis Mora, México y sus revoluciones, vol. 1 (México, Porrúa,
1950), pp. 65-66. La primera edición de esta obra, en tres volúmenes, apareció en París en
1836.
[14]
Hale, El liberalismo mexicano…, p. 229. Nótese, sin embargo, que las razones que
explican esa preponderancia no son raciales: así, Mora no habla de la “raza” blanca, sino de
la “población” blanca. El argumento era sencillamente que las cosas podrían con dificultad ser
diferentes, dado que los blancos ocupaban el estrato más alto de la escala social y cultural.
Mora afirmaba: “La población blanca es con mucho exceso la dominante en el día, por el
número de sus individuos, por su ilustración y riqueza, por el influjo exclusivo que ejerce en
los negocios públicos y por lo ventajoso de su posición con respecto a las demás: en ella es
donde se ha de buscar el carácter mexicano, y ella es la que ha de fijar en todo el mundo el
concepto que se deba formar de la República”. Mora, México y sus revoluciones, p. 74. Las
cursivas son mías.
[15]
Idem. “Sería sin disputa, interesante una descripción circunstanciada de las
costumbres, carácter, estado físico e intelectual de estos cortos y envilecidos restos de la
antigua población mexicana, pues la opresión en que han vivido tanto tiempo ha excitado en su
favor la compasión de todo orbe civilizado, y aun ha extraviado el juicio hasta atribuir
exclusivamente al gobierno español y a la dureza de sus agentes lo que en mucha parte
depende del aislamiento de la raza de que descienden, cuyos hábitos sociales estuvieron por
muchos siglos en entera divergencia y secuestración del resto del mundo civilizado”. Mora,
México y sus revoluciones, p. 63.
[16]
Mora, México y sus revoluciones, p. 64. No obstante, obsérvese que Mora también
descalifica por falsa la “supuesta” superioridad de los blancos (“privilegios acordados por
las leyes para compensar la superioridad supuesta de los blancos”). Censuraba con severidad
a los llamados defensores de los indígenas, Las Casas y Vasco de Quiroga, por creer que sus
protegidos eran incapaces de tener un gobierno propio: “Decir que no serán ni son capaces
para regirse y gobernarse por sí mismos es un despropósito; lo han hecho por muchos años y
esto basta: es verdad que en su estado actual y hasta que no hayan sufrido cambios
considerables no podrán nunca llegar al grado de ilustración, civilización y cultura de los
europeos, ni sostenerse bajo pie de igualdad con ellos en una sociedad de que unos y otros
hagan parte, como está sucediendo en muchas de las nuevas repúblicas americanas”. Ibid., pp.
[17]
66-67. La supuesta inferioridad de los indígenas no era primordial o racial, sino más bien el
resultado de desgracias históricas; era posible enmendar sus condiciones de vida mediante la
educación y el progreso, es decir, mediante la civilización.
Ibid., pp. 70-71. Sobre la relación entre las comunidades indígenas y el Estado en
México, véase Enrique Florescano, Etnia, estado y nación (México, Aguilar, 1997).
[18]
Mora afirmaba que por su escaso número, los negros no representaban una amenaza
para los blancos, como sí lo eran en otros países. Además, en muy poco tiempo no quedarían
negros debido al mestizaje con blancos e indígenas: “El número de negros que ha sido uno de
los elementos que han entrado a constituir su actual población, ha sido siempre cortísimo y en
el día ha desaparecido casi del todo, pues los cortos restos de ellos que han quedado en las
costas del Pacífico y en las del Atlántico son enteramente insignificantes para poder inspirar
temor ninguno en la suerte de sus destinos: desaparecerán del todo antes de medio siglo, y se
perderán en la masa dominante de la población blanca por la fusión que empezó hace más de
veinte años y se halla ya muy adelantada”. Mora, México y sus revoluciones, p. 73.
[19]
“Si la colonización se apresurase, si el gobierno la hiciese un asunto de primera
importancia y dirigiese a él todas su miras y proyectos con una perseverancia invariable […]
entonces la fusión de las gentes de color y la total extinción de las castas se apresurarían y
tendrían una más pronta y feliz terminación. Mas según el estado presente de las cosas no hay
que esperar nada de esto, y es necesario aguardar del tiempo y de otra época más remota, lo
que no hay voluntad de apresurar”. Ibid., p. 74.
[20]
[21]
Hale, El liberalismo mexicano…, p. 246.
Pagden, “End of Empire”, pp. 150-151. Para una comparación entre Bolívar y el
patriotismo criollo mexicano, véase David A. Brading, “El republicanismo clásico y el
patriotismo criollo: Simón Bolívar y la revolución hispanoamericana”, Mito y profecía en la
historia de México (México, Vuelta, 1988), pp. 78-112.
[22]
[23]
Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 173.
[24]
Idem.
[25]
Ibid., p. 174.
Bolívar a José Joaquín Olmedo, 27 de junio de 1825, en Simón Bolívar, Cartas de
Bolívar, 1823-1824-1825 (Madrid, América, 1921), p. 333.
[26]
Bolívar se explicaba así sobre este tema: “Tengamos presentes que nuestro pueblo no
es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de
América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma, deja de ser
Europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar
con propiedad, a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte de lo indígena se ha
aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano y éste se ha
mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros
padres diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la
epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia”. Bolívar, “Discurso ante
el Congreso de la Angostura”, p. 1140.
[27]
[28]
Ibid., p. 1141.
Bolívar a Santander, 8 de julio de 1826, en Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 1390.
El fantasma de una guerra de razas atormentaba a Bolívar. A Santander le confesaba lo
siguiente: “Guinea y más Guinea tendremos; y esto no lo digo de chanza, el que escape con su
cara blanca será afortunado”. Líneas más adelante agregaba: “el dolor será que los ideólogos,
como los más viles y más cobardes, serán los últimos que perezcan: acostumbrados al yugo, lo
llevarán fácilmente hasta de sus propios esclavos”. Ibid., p. 1391.
[29]
Simon Collier, “Nationality, Nationalism, and Supranationalism in the Writings of
Simón Bolívar”, The Hispanic American Historical Review 63, 1 (1983), p. 42.
[30]
Idem. “El hombre de honor no tiene más patria que aquélla en que se protegen los
derechos de los ciudadanos, y se respeta el carácter sagrado de la humanidad: la nuestra es la
madre de todos los hombres libres y justos, sin distinción de origen y condición”. Bolívar a
Francisco Doña, 27 de agosto de 1820, en Bolívar, Obras completas, vol. 1, pp. 492-493, cit.
por Simon Collier, “Nationality, Nationalism”, pp. 42-43.
[31]
Collier, “Nationality, Nationalism”, pp. 43. Asimismo, Bolívar escribió en 1822: “Veo
a América como una crisálida. La vida física de sus habitantes se transformará y finalmente
emergerá una nueva raza de todas las viejas razas, lo que producirá un pueblo homogéneo”.
Cit. por José Luis Salcedo-Bastardo, Bolívar. A Continent and its Destiny (Surrey, The
Richmond Publishing Co., 1977), p. 101. La fuente de esta cita es José Gil Fortoul, Historia
constitucional de Venezuela, 3ª. ed., vol. 1 (Caracas, Las Novedades, 1942), p. 674.
[32]
Desde Cuzco, Bolívar le escribió a Santander: “Los pobres indígenas se hallan en un
estado de abatimiento verdaderamente lamentable”. No obstante, en 1824 se quejaba de los
peruanos con el mismo Santander en estos términos: “los venezolanos son unos santos en
comparación de esos malvados, y los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos
hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios, y los
indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún
principio de moral que los guíe”. Bolívar a Santander, Pativilca, 9 de enero de 1824, Cartas
Santander-Bolívar, 1823-1825 (Bogotá, Biblioteca de la Prensa de la República, 1988), p.
197.
[33]
Para Bolívar, el término pardocracia significaba oclocracia con trasfondo racial.
Bolívar a Santander, Lima, 7 de abril de 1825, en Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 1076.
[34]
Aline Helg, “Simón Bolívar and the Spectre of Pardocracia: José Padilla in PostIndependence Cartagena”, Journal of Latin American Studies 35 (2003), p. 459. Véase
también Aline Helg, Liberty and Equality in Caribbean Colombia, 1770-1853 (Chapel Hill,
University of North Carolina Press, 2004).
[35]
Ibid., p. 462. Helg agrega: “Si bien Bolívar afirmaba de él que era ‘el hombre más
importante de Colombia’, Padilla no pudo trascender los límites que la raza y la clase le
imponían. Debido a sus constantes alardeos sobre su identidad de pardo, y a su determinación
de defender a los de su clase, fue objeto de muchas acusaciones de pardocracia y de intentar
iniciar una revolución en el Caribe como la de Haití”. Ibid., p. 467.
[36]
“Discurso a los pueblos de Venezuela”, 5 de agosto de 1817, en Vicente Lecuna,
comp., Proclamas y discursos del Libertador (Caracas, Gobierno de Venezuela, 1939), p.
166.
[37]
[38]
Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 178.
[39]
Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 179. Las cursivas son mías.
[40]
Idem.
[41]
Idem.
[42]
Idem.
[43]
Ibid., pp. 179-180.
[44]
Bolívar, Obras completas, vol. 1, p. 180.
[45]
Idem.
[46]
Idem.
[47]
Ibid., p. 181.
“Balanceada como está la población americana, ya por el número, ya por la
circunstancias, ya, en fin, por el irresistible imperio del espíritu, ¿por qué razón no se han de
establecer nuevos gobiernos en esta mitad del mundo?” Idem.
[48]
Sobre la abolición de la esclavitud en Colombia, véase Harold A. Bierck, Jr., “The
Struggle for Abolition in Gran Colombia”, The Hispanic American Historical Review 33, 3
(1953), pp. 365-386.
[49]
“Proclama del 2 de junio de 1816”, en Lecuna, Proclamas y discursos del Libertador,
pp. 148-149.
[50]
Aline Helg, “Bolívar’s Raceless Nation”, trabajo presentado en el 21st International
Congress of Historical Sciences, Amsterdam, 22-28 de agosto de 2010.
[51]
[52]
Bolívar a Santander, 18 de abril de 1820, Cartas Santander-Bolívar, t. II, p. 85.
[53]
Ibid., p. 87.
Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, Del espíritu de las leyes, 6ª. ed.,
trad. de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, introd. de Enrique Tierno Galván (Madrid,
Tecnos, 2007), libro XV, cap. XIII, pp. 280-281.
[54]
[55]
Bolívar a Santander, 30 de mayo de 1820, Cartas Santander-Bolívar, t. II, p. 168.
[56]
Ibid., p. 88. Las cursivas son mías.
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la
difusión del nacionalismo (México, FCE, 1993), p. 25.
[57]
Jonathan Eastwood, The Rise of Nationalism in Venezuela (Gainsville, University
Press of Florida, 2006), p. 6. El libro de Eastwood constituye un interesante intento de aplicar
la teoría del nacionalismo de Greenfeld al mundo hispánico y, en particular, a Venezuela.
Véase Liah Greenfeld, Nationalism: Five Roads to Modernity (Cambridge, Harvard
[58]
University Press, 1992).
Bolívar, Obras completas, vol. 2, p. 1149. Para sacar de este caos a nuestra naciente
república, todas nuestras facultades morales no serán bastantes, si no fundimos la masa del
pueblo en un todo: la composición del gobierno en un todo, la legislación en un todo. Y el
espíritu nacional en un todo. Unidad, unidad, unidad debe ser nuestra divisa. La sangre de
nuestros ciudadanos es diferente, mezclémosla para unirla”.
[59]
John Stuart Mill, Del gobierno representativo, trad. de Marta de Iturbe (Madrid,
Tecnos, 1965), p. 328.
[60]
TERCERA PARTE
TRES ENSAYOS
SOBRE LA FRUSTRACIÓN
V. ALAMÁN Y LA CONSTITUCIÓN
UNA DE LAS paradojas del pensamiento político latinoamericano es que después de ensayar
durante tanto tiempo con diversos modelos constitucionales haya producido tan pocas ideas
originales, en particular en el campo de la reflexión constitucional. Simón Bolívar es una
clara, y temprana, excepción a esta regla. Ya en la Carta de Jamaica (1815) y el Discurso de
la Angostura (1819), Bolívar se mostraba reacio a simplemente adoptar modelos existentes —
como el norteamericano—, y aplicarlos en las nuevas naciones. Otro pensador que miró con
ojos propios la experiencia hispanoamericana fue Lucas Alamán. En sus dos momentos, como
crítico interno del constitucionalismo liberal y como conservador excéntrico, Alamán se
apartó del pensamiento derivativo de sus contemporáneos.
La pregunta es ¿qué importancia tienen estos escritos para la filosofía política occidental?
La respuesta es que Alamán primero se percató de la ambigüedad del sistema de división de
poderes en el modelo constitucional liberal. Identificó las consecuencias políticas del modelo
de estricta separación funcional. Después advirtió de los efectos de la omisión de amplios
poderes de emergencia en la constitución.
LA ADMINISTRACIÓN ALAMÁN
El 4 de diciembre de 1829 el ejército de reserva de Jalapa, comandado por el entonces
vicepresidente, Anastasio Bustamante, publicó un plan contra el presidente Vicente Guerrero.
El pronunciamiento buscaba defender la federación, la observancia de las leyes y la exigencia
de que el presidente renunciara a sus facultades extraordinarias. También pedía que los
funcionarios públicos que fueran denunciados por la “opinión general” renunciaran. Esta
rebelión daba forma a un extendido malestar de numerosos sectores con el gobierno de
Guerrero. En noviembre de ese año se había pronunciado la guarnición de Campeche, y
Yucatán pronto se declaró en rebeldía. Para entonces, el ejecutivo había perdido todo
prestigio y “era evidente para todos que Guerrero resultaba incapaz de mantener el mando”.[1]
En general, para las clases propietarias la temida anarquía que habían visto en la destrucción
del Mercado de El Parián a manos del populacho, “había llegado a ser rebasada en los pocos
meses de la administración Guerrero”.[2] Muchos militares se adhirieron rápidamente al plan;
los sublevados también contaban con el apoyo de los propietarios, el clero y los “hombres de
bien”. Guerrero y su gabinete quedaron anonadados por los acontecimientos que se sucedían a
una gran velocidad. Finalmente, después de renunciar a sus facultades extraordinarias el 16 de
diciembre, el presidente dejó la capital al mando de dos mil hombres para encabezar las
operaciones militares en contra de los sublevados. Como presidente interino fue nombrado
José María Bocanegra. Un golpe de mano organizado por el gobernador del Distrito Federal y
el general Luis Quintanar depuso a Bocanegra y los ministros restantes, y puso la capital a
disposición de los rebeldes de Jalapa. Al conocerse la noticia, el depuesto presidente decidió
no oponer resistencia a un hecho consumado y se retiró a su hacienda de Tierra Colorada,
cerca de Tixtla, al parecer sin informar a la tropa ni a los oficiales. En México se formó un
gobierno provisional compuesto por el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Pedro
Vélez, Quintanar y Lucas Alamán. El 31 de diciembre Anastasio Bustamante dirigió su ejército
a la ciudad de México y se hizo cargo del poder ejecutivo. Con la excepción de algunas
escaramuzas aisladas éste fue un golpe incruento.
Después de asumir el poder, Bustamante asistió a la apertura de las sesiones del Congreso
y lanzó algunas proclamas en las cuales denunciaba al régimen anterior, declaraba que sólo
asumía el poder por el sentido del deber y por patriotismo, y juró defender y acatar la
Constitución de 1824. Nombró ministros a Lucas Alamán (Relaciones), José Ignacio Espinosa
(Justicia y Negocios Eclesiásticos), Rafael Manguino (Hacienda), y Antonio Facio (Guerra).
Bustamante logró la aprobación de dos decretos que legitimaban el golpe: uno reconocía como
justo el pronunciamiento de los rebeldes de Jalapa, y el otro declaraba al presidente Guerrero
imposibilitado para gobernar. Según Costeloe, “el reconocimiento de la nueva administración
fue rápido y general”.[3] En cuanto Alamán tomó posesión, dedicó sus esfuerzos a neutralizar o
remover a las autoridades estatales que apoyaban a Guerrero o que le eran hostiles al nuevo
gobierno.
Alamán ejerció una enérgica política en varios frentes. Reanimó la industria, fundó un
banco, atendió la educación y mejoró las finanzas del gobierno. También logró acuerdos con
el Vaticano para atender las necesidades de la Iglesia y procuró reorganizar el ejército y
amortizar los salarios que se adeudaban. Sin embargo, los métodos del gobierno hicieron que
muchos aliados acabaran en el campo de la oposición. Las operaciones de Alamán buscaban
combatir a sus enemigos políticos locales, pero no atacar la forma federal de gobierno. Tanto
Bustamante como Facio eran viejos federalistas. Las ambiciones presidenciales de varios
actores, como el propio Antonio López de Santa Anna, parecen haber representado un papel
central en la revuelta de 1832.[4] Lo cierto es que, finalmente, la oposición catalizó en un
pronunciamiento. El 2 de enero de 1832 se promulgó el Plan de Veracruz, que exigía la
destitución de los ministros y pedía a Santa Anna ponerse al frente de la rebelión. El general
marchó al puerto y se puso al frente de las fuerzas rebeldes. Contaba con las aduanas y un
punto estratégico para operar. Santa Anna avanzó hacia el centro del país, y el 17 de mayo
Bustamante aceptó la renuncia del ministerio. Al fin, el 9 de diciembre, Bustamante capituló.
El 6 de abril de 1833 Alamán y los otros ministros fueron formalmente acusados ante el
Congreso. Entre otras cosas, se les imputaba haber dado su consentimiento al asesinato de
Guerrero. El 24 de abril la cámara de diputados, erigida en gran jurado, decidió que había
lugar a exigir responsabilidad y ordenó la detención de los cuatro ministros. Para ese momento
Alamán, Facio y Espinosa ya se encontraban ocultos. Alamán exigía un juicio justo. Gómez
Farías había despedido a los jueces de la Suprema Corte y había nombrado a otros. Alamán
exigió la restitución de la Corte, lo que al final sucedió. El ex ministro de Relaciones
permaneció oculto más de un año y no pudo reunirse con su familia sino hasta fines de julio de
1834, y no fue absuelto por la Corte hasta el 17 de marzo de 1835. En su escondite escribió el
Examen imparcial de la administración de Bustamante.
EL CONSTITUCIONALISTA LIBERAL
En su estudio sobre el pensamiento conservador, Alfonso Noriega señala acertadamente que
pocos hombres como Lucas Alamán han sido objeto, al mismo tiempo, de tanta admiración y
tanto encono.[5] El Alamán que escribe al final de su vida es un conservador hecho y derecho;
sus tesis históricas sobre la Colonia, la Independencia, la religión, la Iglesia y el monarquismo
están completamente formadas, aunque no siempre resulten coherentes.[6] Alamán fue testigo o
actor en muchos de los eventos clave de la primera mitad del siglo XIX en México: desde la
rebelión de Hidalgo hasta la desmembración del país en 1847.
Lucas Alamán nació en 1792, en las postrimerías del régimen colonial, y murió en 1853
presa de la amargura producida por la catastrófica guerra con los Estados Unidos. Alamán
aparece, ante todo, como un derrotado en el campo político y en el campo de las ideas. En una
célebre carta dirigida a Santa Anna, en 1852, expresaba algunas de las ideas claves del
partido conservador: “Deseamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria para cumplir con
sus deberes, aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos, y que esta
responsabilidad pueda hacerse efectiva, y no quede ilusoria”.[7]
Se trataba del Lucas Alamán que ha capturado la imaginación popular. Para cuando
escribe el tomo V de su Historia de México, después de la intervención norteamericana,
Alamán ya ha idealizado el pasado colonial como un periodo de abundancia y prosperidad. Su
conclusión del examen de las primeras décadas de vida independiente es implacable: “las
instituciones políticas de esta nación no son las que requiere para su prosperidad”.[8] El
mundo frugal de la Colonia fue destruido por los “esfuerzos de la filosofía irreligiosa y
antisocial del siglo 18: no quedó ya otra distinción que el dinero; buscarlo es el único fin de
los esfuerzos de todos”.[9] Sin embargo, afirmaba Alamán,
no se ha reflexionado que siendo el principio fundamental de la sociedad moderna el egoísmo, éste no puede ser base de
ninguna institución política; que hombres que sólo aspiran a gozar, conforme a las doctrinas de Epícuro, no pueden
comprometer su opinión en las deliberaciones de una asamblea, porque esto puede menoscabar sus goces; ni aventurar su
vida en los peligros del servicio militar; que una y otra cosa suponen trabajo, esfuerzo de espíritu, abandono de sus
comodidades y estas comodidades son el único blanco de sus deseos; que por consiguiente esta sociedad debe caer, y caer
tanto más prontamente, cuanto que otros muchos que pretenden disfrutar los mismos goces, y no pueden o no quieren
aspirar a obtenerlos por medio de un trabajo honrado, los buscan por medio de las revoluciones, que son tanto más fáciles de
hacer, cuanto que se ha privado a los gobiernos de toda consideración y respeto, y se han destruido todas las instituciones
que debían sostenerlos y consolidarlos.[10]
En una vena similar, Lucas Alamán afirmaba en sus Disertaciones: “Una inscripción, un
nombre antiguo, debe ser respetado como un recuerdo duradero, destinado a ligar la
generación pasada con la actual, y a prolongar, por decirlo así, la existencia del hombre,
haciéndole ver como presente todo lo que aconteció en los siglos que precedieron su
nacimiento”.[11] En la Historia de México afirmaba sobre el gobierno de la Colonia:
este sistema de gobierno no había sido la obra de una sola concepción, ni procedía de teorías de legisladores especulativos,
que pretenden sujetar al género humano a los principios imaginarios que quieren hacer pasar como oráculos de incontestable
verdad: era el resultado del saber y de la experiencia de tres siglos, y antes de llegar a los resultados que se habían obtenido,
había sido menester pasar por largas y reiteradas pruebas.[12]
Así, para muchos lectores no especializados, el único Alamán que existe es el padre del
partido conservador. Esto es claramente incorrecto. Tal vez tampoco sería acertado afirmar
categóricamente que el Alamán que escribe el Examen imparcial de la administración del
general vicepresidente D. Anastasio Bustamante, en 1834, es por completo distinto al autor
de la Historia de México.[13] No es un caso de doble personalidad al estilo doctor Jekyll y
míster Hyde. Es innegable que existen importantes continuidades en su pensamiento; sin
embargo, las rupturas me parecen fundamentales.[14] La idea de “dos Alamanes”, uno liberal
centralista, muy cercano a las ideas de su rival, José María Luis Mora, y otro hispanófilo
recalcitrante, clerical y fuente de inspiración de la reacción mexicana, no es nueva. Todos los
estudiosos de su pensamiento registran, en diversos grados, esta transformación.
Noriega, por ejemplo, afirma sobre el joven diputado a las Cortes de 1820:
En esta época de su vida, el padre de los conservadores mexicanos, para contrariedad de ellos, vivió en los umbrales de los
ensueños o delirios de un liberalismo moderado —o bien de un “liberalismo ilustrado”— que, para su consuelo, tenía una
muy débil y frágil frontera, con su firme conservadurismo que dio carácter propio a su credo político de madurez. En esta
época simpatizaba, sin duda, con muchas de las ideas que forman parte del acervo del pensamiento demo-liberal, tales como
la igualdad política, libertad individual, división de poderes, sistema representativo y otras del mismo linaje.[15]
De la misma manera, Josefina Vázquez dice de Alamán:
como diputado a Cortes españolas en 1820-1821 y después ministro de Relaciones, podría definirse como típico liberal
gaditano, sostenedor de la independencia […] aceptó la república, pero la favorecía central, mas una vez que se impuso el
federalismo, luchó por el fortalecimiento del gobierno federal, es decir, por un federalismo más semejante al norteamericano.
[16]
Catherine Andrews ha documentado muy bien la profesión de fe constitucionalista de
Alamán y en su detallado estudio del primer gobierno de Bustamante proporciona abundante
evidencia para refutar la versión de la historiografía tradicional sobre el periodo.[17]
¿El Alamán que escribe estas páginas es un liberal centralista y no un conservador? Para
responder es necesario considerar algunas objeciones de peso, que nos ocuparán más
adelante. En todo caso, tiene razón Vázquez cuando afirma que debe corregirse la tradicional
equivalencia entre centralismo y conservadurismo. Es cierto que tanto las Siete Leyes como
las Bases Orgánicas fueron “expresiones del liberalismo centralista que también predominaba
en Europa”.[18]
Algunos autores rastrean el inicio de un cambio ideológico al periodo que aquí nos ocupa.
Por ejemplo, González Navarro afirma: “a la estruendosa caída de 1832 siguió una
transformación del pensamiento de Alamán”. Alamán juzgaba que el fracaso y decadencia de
México —fracaso en buena medida suyo—, se debían a los desórdenes que acompañaron a la
independencia y que hicieron infructuoso el movimiento emancipatorio. En 1835 ya pensaba
que estos desórdenes consistían en “las revoluciones continuas, teorías extravagantes,
pretendidas reformas que en realidad no tenían otro objeto que destruir por sus cimientos el
edificio religioso y social”.[19] Según Vázquez, “al ocupar la cartera de Relaciones en 1830
[Alamán había sido también ministro de Relaciones de1823 a 1825], los fracasos del
federalismo permitieron a Alamán afinar sus puntos de vista, pero sin el pesimismo que lo
embargaría después de las acusaciones y el juicio que sufriría en 1833-1834.[20]
En todo caso, pocos autores se han percatado del extraordinario Examen imparcial; éste
es, a mi juicio, equivalente en agudeza crítica al famoso ensayo de Emilio Rabasa de 1912, La
constitución y la dictadura.[21] Como Rabasa con la constitución de 1857, Alamán hace una
dura crítica institucional a diversos aspectos de la carta de 1824. Esta crítica va mucho más
allá del federalismo, e incluso, del ámbito mexicano. Es relevante para comprender el
constitucionalismo liberal en el mundo hispánico en el siglo XIX.
A menudo este texto se lee en una clave ideológica equivocada. Por ejemplo, algunos
autores piensan que el Examen imparcial
marca de manera más nítida la transición de su ideario político hacia un franco conservadurismo, que al avanzar el tiempo
será definitivo, absoluto […] Se trata, en fin, de un ensayo político cuyo objeto es proponer un tipo de gobierno que resuelva
de una vez por todas los problemas nacionales. Dicho gobierno debía ser fuerte, centralizador, autoritario. No es otra cosa
sino lo que pusieron en práctica Comonfort, Juárez y Díaz a contrapelo de la Constitución de 1857, y lo que la de 1917
realizó en beneficio del titular del poder ejecutivo que se levantaría por encima de los poderes restantes y de cualquier otro
funcionario de la República.
Así, esta “primer acta de defunción del régimen federal” coloca, se supone,
los cimientos de lo que será el conservadurismo histórico mexicano fundado por el propio Alamán, y que tendrá una larga
vida en la que irá perfilando las características centrales de una ideología autoritarista, nacionalista, hispanista,
antinorteamericana, católica, en suma, un pensamiento definido en el que se amalgaman las finalidades del conservadurismo
internacional con las circunstancias peculiares mexicanas. Nadie mejor que Lucas Alamán para definirlo, trazarlo y
enriquecerlo.[22]
Estas líneas no sólo se equivocan en la interpretación y filiación de las ideas políticas de
Alamán; revelan en sí mismas un peculiar equívoco que trataré de ilustrar.
NO IMPARCIAL, PERO SÍ EXCEPCIONAL
El problema toral que encontró Alamán al recapitular los atribulados años de vida
independiente, hasta 1832, era la debilidad del gobierno y, en particular, la debilidad del
poder ejecutivo. El fracaso de la administración de Bustamante en 1832 es un parteaguas en la
carrera política de Alamán. Para Andrés Lira, el Examen imparcial “rebasó los límites
circunstanciales y personales y se refirió a la estructura o trama institucional” del gobierno al
que perteneció. Se trata, entonces, de “un análisis basado en la historia y en la propia
experiencia, como aconsejaba el inspirador de Alamán, Edmund Burke, cuyas Reflexiones
sobre la Revolución francesa (1790) tomó como ejemplo y citaría en el epígrafe y
oportunamente a lo largo del texto”.[23] En efecto, Alamán escribió en las primeras páginas de
su ensayo:
para juzgar imparcialmente la conducta no sólo de un gobierno, sino aun de un particular ya sea en la esfera de una comisión
pública o ya en la más limitada de un encargo privado es menester fijarse en estos puntos esenciales: cuál fue la naturaleza
del encargo que se le confió, en qué circunstancias, qué medios se pusieron en sus manos para desempeñarlo, y supuestos
éstos hasta qué punto supo aprovecharlos para llenar los objetos de su comisión.[24]
La influencia de Edmund Burke será discutida más adelante, pero es cierto que Alamán
abría su texto, después de un largo epígrafe de las Reflexiones, apelando a la autoridad de la
historia:
si la experiencia de lo pasado es en todas las cosas la guía más segura para lo venidero, en materias políticas ella es casi la
única regla que puede adoptarse con confianza, porque siendo la ciencia del gobierno según la opinión de uno de los
primeros publicistas de nuestra época,[25] una ciencia práctica por su naturaleza, y destinada a objetos prácticos, no puede
aprenderse a priori, siendo no solamente materia que requiere experiencia, sino aún más experiencia que la que una
persona puede adquirir en todo el curso de su vida; por esto el estudio profundo de la historia será siempre indispensable, no
sólo a los que toman sobre sí la difícil empresa de gobernar a los pueblos, sino a los pueblos mismos que en las lecciones que
aquéllos le da aprenden a conocer lo que les conviene y lo que les daña y a juzgar con imparcialidad a los que los han
administrado.[26]
Sin embargo, esta profesión de fe en los poderes explicativos de la historia es engañosa.
La crítica de la constitución federal de 1824 que desarrolla Alamán poco tiene que ver con la
historia y mucho con la teoría política. Contra la voluntad explícita del autor, lo notable de
este texto no es la historia, sino la reflexión constitucional. Para los estudiosos del
experimento constitucional atlántico, el texto representa un verdadero hallazgo porque Alamán
identifica, agudamente, no los problemas específicos de la constitución mexicana, sino algunos
de los nudos gordianos del modelo constitucional liberal como se desarrolló en Occidente y,
en particular, en Francia, España y América Latina.[27] Parecería que el dios tutelar de
Alamán, cuando escribe estas líneas, no es Burke sino Madison y los otros padres fundadores
de la república norteamericana. Esta singularidad, me parece, no está cabalmente reconocida
debido a que el Examen imparcial se ha leído en clave regional e histórica. Los estudiosos
del constitucionalismo liberal y el gobierno representativo encuentran en Alamán argumentos
teóricos de gran relevancia sobre cuatro aspectos institucionales: la división de poderes, los
poderes de emergencia, las atribuciones del congreso, y la naturaleza de la representación.
La aceptación de Alamán, en este periodo de su vida, de la separación de poderes —un
elemento clave del constitucionalismo liberal— está bien establecida. Sin embargo, reconoció
que el modelo implantado no funcionaba correctamente en México. ¿Por qué? Es preciso hacer
notar que, en esta etapa, Alamán todavía no recurre al expediente, ése sí conservador, de
afirmar que la división de poderes era una forma “exótica”, y que por ello no podría aplicarse
en México. Lo que afirma es mucho más sofisticado. Reconoció que:
toda la fuerza del gobierno, todos los medios que están en sus manos para conservar el orden público, reprimir y contener a
los inquietos y sediciosos, impedir la malversación de los caudales nacionales y en suma para desempeñar las atribuciones
necesarias de una autoridad que debe ser activa, vigilante y previsora se derivan de la división de los poderes que la
constitución estableció y de las facultades que en esta división se señalaron al ejecutivo.[28]
Alamán se percató de que esta doctrina tenía por lo menos dos variantes en las
constituciones que servían como modelo en la época. Una era el sistema de equilibrio de
poderes mediante frenos y contrapesos, como el de la constitución norteamericana, y la otra
eran las constituciones francesa y española de 1812. De acuerdo con Alamán, lo que los
constituyentes mexicanos hicieron en 1823-1824 fue una mezcla de ambas, que a la postre
resultaría incoherente. En efecto:
el modelo que se tuvo a la vista para la redacción de nuestra Constitución Federal fue la Constitución de los Estados Unidos
del Norte, mas es una equivocación el creer que el ejecutivo de nuestra república está constituido de la misma manera que
el de los Estados Unidos y otra equivocación mayor todavía el figurarse que esa Constitución aun cuando estuviese
exactamente copiada debía producir los mismos efectos operando sobre distintos elementos.[29]
Aquí se atisba al Alamán culturalista. ¿Por qué no produciría los mismos resultados? El
autor proporciona dos argumentos. El primero es que, a diferencia de México, los estados que
componían al país vecino
se formaron en su principio independientes […] por las diversas migraciones de los colonos ingleses […] dando a cada
colonia una constitución peculiar, modelada en lo general sobre los principios adoptados en Inglaterra. […] cuando la
independencia vino a romper este lazo, todo lo que los legisladores tuvieron que hacer fue substituir a aquel lazo común de
un dominio extranjero con una unión nacional y esto fue lo que se hizo con la Constitución Federal.
La promulgación de la carta no
alteró en nada la existencia peculiar de los estados, no varió sus constituciones particulares, y estas constituciones a que los
colonos ingleses estaban habituados desde su patria, eran más bien que códigos escritos, las costumbres habituales, el
modo de vivir ordinario de todos los individuos, y como derivados de la de Inglaterra habían establecido sobre la
experiencia de aquélla la división y el equilibrio de los poderes sin choque ni colisión entre ellos. La independencia pues, no
varió en aquella república más que un accidente, mas dejó subsistente todo cuanto hacía la esencia de la constitución
primordial. De aquí procede que desde la época de su independencia los Estados Unidos han caminado sin tropiezo
adelantando cada día en la carrera de su prosperidad. Ellos no tuvieron más que una sola dificultad que vencer para
constituirse en nación y esta dificultad es la más ligera para un pueblo, cual es el sacudir el dominio de una nación distante
por poderosa que sea.[30]
Un año después, en 1835, Alexis de Tocqueville escribió en La democracia en América un
diagnóstico muy similar al de Alamán. Al discutir el federalismo en los Estados Unidos,
Tocqueville había apuntado sobre México:
La constitución de los Estados Unidos se parece a esas bellas creaciones de la industria humana que colman de gloria y de
bienes a aquellos que las inventan; pero permanecen estériles en otras manos. Esto es lo que México ha dejado ver en
nuestros días. Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi
íntegramente la constitución de los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al
mismo tiempo el espíritu que la vivifica. Se vio cómo se estorbaban sin cesar entre los engranajes de su doble gobierno. La
soberanía de los Estados y la de la Unión, al salir del círculo que la constitución había trazado, se invadieron cada día
mutuamente. Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo militar y del despotismo
militar a la anarquía.[31]
El capítulo en el que se encuentran estas reflexiones se titula, muy apropiadamente, “Lo
que hace que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido
a los angloamericanos adoptarlo”.
Sin embargo, Alamán sabía que Tocqueville se equivocaba al menos en parte. La
constitución de México no era una copia de la norteamericana. Si en 1834 Alamán hubiera
concluido su viaje ideológico hacia el conservadurismo, la explicación culturalista le habría
bastado para explicar el fracaso de las instituciones importadas; pero es notable que, en una
pista paralela, Alamán continuara argumentando en términos institucionales. Ello demuestra
que, como otros liberales moderados de su tiempo, el autor aún hacía hincapié en el
funcionamiento de las provisiones constitucionales. Los “hábitos del corazón” tocquevillianos
contaban, pero no bastaban para dar cuenta de los descalabros mexicanos. En efecto,
continuaba Alamán,
el modelo, como arriba se ha dicho, que se tomó para constituir a la nación fueron los Estados Unidos pero de este modelo
apenas se tenía alguna tintura y lo que se había visto practicar de alguna manera era la Constitución española que en sí
misma no era otra cosa que una imitación de la de la Asamblea Constituyente de Francia, y ésta el resultado de todos los
extravíos metafísicos de los filósofos especulativos del siglo pasado. Así es que sin echarlo de ver, todo el espíritu de la
Constitución española se transfundió en nuestra Constitución federal bajo la forma de la Constitución de los Estados Unidos.
[32]
Sin embargo, para Alamán el verdadero problema de esta transmigración no era el
filosofismo, sino un defectuoso diseño institucional. Mora, un autor que no se asocia
comúnmente con Burke, pensaba lo mismo sobre los principios antisociales de la Revolución
francesa. En efecto, afirmó que Francia había hecho alteraciones sustanciales al sistema
representativo por el “prurito de mejorarlo”, y los resultados “fueron los que deberían
temerse: el trastorno de todo orden social y la más furibunda y sanguinaria anarquía”. Francia
había sido la primera en dar este paso indiscreto. “España, que jamás ha hecho otra cosa que
imitar en todo a Francia, a pesar de los desengaños que la revolución debía producir en ella,
adoptó todos sus principios antisociales, copiando casi a la letra la Constitución de la
Asamblea Constituyente y empeorándola en todo aquello que las Cortes pudieron de suyo”.[33]
La falla de origen estaba en la versión franco-hispana de la división de poderes.
La constitución que dio a la Francia la Asamblea Constituyente y que copiaron servilmente las Cortes de Cádiz [afirmaba
Alamán], no sólo no distinguió debidamente los poderes, no sólo no estableció un equilibrio conveniente entre ellos sino que
debilitando excesivamente al ejecutivo, trasladó al legislativo toda la autoridad, creando en lugar del poder absoluto del
monarca un poder tan absoluto como aquél, y enteramente arbitrario, sin que hubiese para contenerlo ninguno de los frenos
que podrían en alguna manera impedir la arbitrariedad de los monarcas. La Francia y la España por semejantes
constituciones no hicieron más que pasar de la tiranía de uno a la tiranía de muchos, y entre nosotros hemos visto iguales
resultados.[34]
Alamán reconoció que la interpretación de la doctrina de la división de poderes era
diferente en Francia y en los Estados Unidos. En efecto, en los debates constitucionales de los
Estados Unidos emergieron dos versiones encontradas del principio propuesto por
Montesquieu en el libro XI, capítulo VI, de Del espíritu de las leyes. Mientras los federalistas,
eventuales ganadores del debate, proponían una interpretación de frenos y contrapesos que
permitía, para contener los poderes en su esfera, la intervención parcial de un poder en los
asuntos de los otros, los antifederalistas creían que la doctrina suponía una separación
funcional absoluta entre los poderes. En su forma más pura, la teoría de la separación de
poderes postula que el gobierno debe estar dividido en tres ramas que desempeñan las
funciones ejecutiva, legislativa y judicial. Cada uno de estos departamentos debe limitarse a
cumplir su propia función y no usurpar las funciones de los otros. Las personas que ocupan los
puestos en las tres ramas de gobierno no deben ser las mismas y no debe permitirse que un
individuo sea miembro de más de un departamento al mismo tiempo. De esta forma, la teoría
pura de la separación de poderes puede caracterizarse como una teoría de separación y
especialización funcional. Éste es el modelo de “límites funcionales”.
Por el contrario, la teoría de frenos y contrapesos no hace en sí misma referencia a las tres
funciones de gobierno, simplemente postula que el poder debe estar distribuido entre varios
cuerpos gubernativos, de tal forma que se evite que uno abuse de los otros.[35] Si bien la
versión de los federalistas fracasó en América, tuvo mejor suerte en la constitución francesa
de 1791, como señaló correctamente Alamán.[36]
Antes de la promulgación de la Constitución federal norteamericana varios estados
adoptaron en sus cartas el sistema de límites funcionales. Madison y los otros federalistas
emplearon el mismo argumento de Alamán sobre el poder desproporcionado de los congresos
en un marco constitucional de límites funcionales.[37] Argumentaron que los legislativos de
varios estados, en los tiempos de la Confederación, habían usurpado las funciones de los
poderes ejecutivo y judicial. Alamán alegaba que
esta imperfecta división de poderes, o más bien esta monstruosa acumulación de poder en los cuerpos llamados legislativos
es tanto más perjudicial cuanto que estos cuerpos en algunos estados […] se componen de una sola cámara, constan de
corto número de individuos y no tienen en el ejercicio de su omnipotencia ni aun la limitación del tiempo pues sus sesiones
duran permanentemente todo el año.[38]
De esta manera podemos ver que el alegato presentado en el Examen imparcial describía
un problema de enorme importancia para el constitucionalismo de la época, no sólo en
México. Alamán se percató de las consecuencias estructurales del diseño institucional en la
gobernabilidad de las jóvenes repúblicas. Su perspicacia es realmente excepcional. Aunque la
influencia de la Ilustración hispánica en Alamán está bien establecida, estos argumentos sobre
las instituciones del gobierno representativo no son parte de ella.[39] Ciertamente la filiación
de este argumento no es conservadora. Mora, el gran rival intelectual de Alamán, a la misma
pregunta sobre la inoperancia en México de la separación de poderes ofreció una respuesta
ingenua. En 1830 Mora escribía:
que en todo nuestro periodo constitucional no haya existido entre nosotros la división de poderes, es igualmente una verdad
demostrada. Si en las constituciones se halla escrita, los congresos se creen con facultades superiores a las mismas
constituciones; unas veces dictan leyes de proscripción, e imponen penas muy graves por sí y ante sí, en usurpación de las
funciones judiciales.[40]
¿Cuál era el “origen de la inestabilidad e insubsistencia de los gobiernos creados y
sistemas recientemente establecidos en las nuevas repúblicas?” La respuesta para Mora era
demasiado fácil: “tener el aparato y formas exteriores de un gobierno libre constitucional sin
la realidad de sus principios y garantías, es lo que nos ha perdido”.[41] Es decir, el gobierno
representativo en México no era realmente genuino.
El poder ejecutivo, según Alamán, también había sido disminuido por otras razones. En
efecto, la constitución de 1824, “destruyendo por sus cimientos todo cuanto existía no hacía
más que poner en contradicción la forma de gobierno con la legislación toda entera de la
nación, y que siendo ésta congruente con sus costumbres y sus usos la práctica de esa misma
Constitución venía a presentar grandes dificultades”. El tema es crucial: “los constituyentes
creyeron sin duda que esta obra sería ejecutada por sus sucesores, mas no meditaron que era
absolutamente imposible que un congreso ordinario, recargado de las atenciones que la
Constitución le impone, pudiese consagrarse a la obra gigantesca de revisar toda la antigua
legislación para adaptarla a la nueva forma que se le había dado a la nación”. El resultado fue
que “la nación permanece con una legislación enteramente contraria a sus instituciones”, y esto
tenía como consecuencia que se sometiera “todavía más el ejercicio del poder del ejecutivo a
la autoridad del legislativo”. Ello era así porque las contradicciones obligaban “a frecuentes
consultas al Congreso, aun acerca de aquellos puntos que son conforme a la misma
constitución del resorte peculiar del ejecutivo. La demora en despachar estas consultas retarda
infinitamente el despachar de los asuntos y a veces las resoluciones se resienten de la
omnipotencia legislativa”.[42] Lo notable en esta argumentación es que Alamán no llama a que
la Constitución se adapte al espíritu de las antiguas leyes, como haría un conservador
consistente.
La constitución de 1824 le había asignado al presidente numerosas obligaciones, pero no
lo había dotado de las facultades necesarias para cumplirlas cabalmente. Alamán pensaba que
“éste es otro punto muy esencial de diferencia entre la organización de nuestro ejecutivo y el
de los Estados Unidos a pesar de que se pretende haber amoldado el nuestro sobre aquél”.[43]
Aquí la diferencia era marcada:
una sola de las facultades de que se halla revestido el presidente de los Estados Unidos del Norte y de que carece el de los
Estados Unidos Mexicanos basta para constituir una autoridad de tal manera diferente que no puede admitir ni aun
comparación la una con la otra. El presidente de los Estados Unidos del Norte puede destituir por su propia voluntad, sin
formación de causa ni tener que decir siquiera el motivo, a todos los empleados militares, políticos y de hacienda de la
federación a excepción sólo de los jueces sin concederles pensión o retiro alguno y esta facultad puede usarla todas las
veces, como y cuando le parezca.[44]
Las cosas eran muy distintas en México, pues el presidente frente a los conspiradores y
personas desleales al gobierno sólo podía tomar la medida “ridícula e inútil” de suspender
“hasta por tres meses a ese empleado dejándole la mitad del sueldo”. La consecuencia de
estos diferentes arreglos era palpable:
si pues se considera al presidente de los Estados Unidos del Norte revestido de esta facultad y además ejerciendo su
autoridad en virtud de una Constitución asimilada a todos los usos y costumbres del país, que pudiera decirse ingénita en él,
enteramente unísona con la legislación civil y criminal, que por tanto casi no presenta embarazo en su cumplimiento, se
encontrará ya cuán diverso es su poder de aquél con que se halla revestido el primer magistrado de nuestra república.[45]
El ejecutivo del país vecino también tenía la autoridad de conmutar penas, excepto las de
traición, mientras que en México el congreso constituyente,
siguiendo ciegamente los principios teóricos de los filósofos especulativos, creyó que sólo quien hace la ley puede derogarla
aun en casos que la ley podría establecer el modo de conceder gracias individuales, y bajo aquel principio reservó al
Congreso la facultad de conceder este género de gracias.[46]
El ejercicio comparativo que emprendió Alamán entre los ejecutivos de Estados Unidos y
México revelaba que
el nuestro es infinitamente más débil que aquél por las facultades de que se halla revestido […] acumulando debilidad sobre
debilidad nuestro gobierno tiene toda la que es inherente a la naturaleza de un gobierno electivo, y toda la que procede de las
restricciones y ligaduras con que los sombríos y desconfiados legisladores de Cádiz ataron y sujetaron al fantasma del Rey
que crearon en su constitución.[47]
Alamán no lo dice explícitamente, pero parece creer que la constitución de los Estados
Unidos, aunque hija legítima de la Ilustración y el pensamiento abstracto, no era obra de los
“filósofos especulativos”, sino del genio empiricista inglés.
Alamán consideró de manera separada el caso de las facultades extraordinarias. Éste es
otro de los momentos extraordinarios del texto. Según el autor, la concesión y ejercicio de
poderes de emergencia era la consecuencia lógica de la mala separación de poderes y de la
debilidad estructural del ejecutivo. Cuando al gobierno se le atan las manos “de tal manera
que no puede moverlas en ningún sentido, no debe parecer extraño que busque algún medio
para hacer de alguna manera más laxas esas ataduras”.[48] Esos medios fueron las facultades
extraordinarias.
Alamán estaba consciente de uno de los vacíos más notables en la teoría constitucional
liberal: la ausencia de amplios poderes de emergencia.[49] En efecto, la teoría constitucional
republicana, aquella que va de Roma hasta las ciudades-Estado del Renacimiento en el siglo
XVIII, contemplaba, para casos de emergencia, la concesión temporal de amplios poderes
extraordinarios. La necesidad de un poder discrecional, que en determinadas circunstancias
podía y debía apartarse de las reglas ordinarias para preservar el bien común, fue
universalmente reconocida hasta el siglo XVIII. La noción de “prerrogativa” de John Locke
incorporaba este reconocimiento. Para él, existían muchas cosas “que la Ley no puede prever
de ningún modo, por lo que deben dejarse necesariamente a la discreción de aquel que tiene el
poder ejecutivo en sus manos, para ser dispuesto por él, en la forma que el bien y la
conveniencia públicos requieran”. Este poder, de acuerdo con Locke, para actuar
discrecionalmente en aras del bien público, “sin la prescripción de la ley y, algunas veces, en
contra suya, es lo que se llama prerrogativa”.[50]
En la teoría constitucional clásica había una institución especialmente diseñada para lidiar
con las contingencias: la dictadura. En tiempos de crisis la república romana nombraba un
dictador para enfrentar las emergencias. La dictadura era una magistratura constitucional y fue
una de las instituciones romanas que fueron redescubiertas durante el Renacimiento.[51]
Maquiavelo, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio escribió: “Es claro que
la dictadura, mientras fue creada de acuerdo con las instituciones públicas, y no asumida por
el dictador como autoridad propia, siempre fue un beneficio para el Estado”. Según
Maquiavelo, la autoridad otorgada irregularmente es la que perjudica a una república. La
dictadura, por el contrario, era conferida de forma ordinaria para situaciones extraordinarias.
Así, “durante un largo periodo en la historia de Roma ningún dictador hizo sino bien a la
república”.[52] La conclusión de Maquiavelo era clara: “todas las repúblicas deben, por tanto,
establecer entre sus instituciones una semejante a la dictadura”. Maquiavelo parecía anticipar
las lecciones obtenidas por Alamán cuando afirmaba: “pues son los magistrados y la autoridad
que son concedidos de forma irregular los que son perjudiciales a la república, no aquellos
que son dados de forma ordinaria”. La experiencia de la primera república federal parecía
darle la razón al florentino cuando advertía que en las repúblicas donde no se habían previsto
poderes de emergencia,
es necesario o acatar la constitución y arruinarse o violarla y no arruinarse. Pero no es deseable que ocurran eventos en una
república que tengan que ser solucionados a través de medidas extraordinarias. Pues a pesar de que las medidas
extraordinarias puedan hacer algún bien en el momento el precedente que así se sienta es malo, pues sanciona la práctica de
evitar los métodos constitucionales para un buen propósito y, por lo tanto, hace posible con alguna excusa plausible
prescindir de ellos para un mal fin. Ninguna república es perfecta a menos que en sus leyes haya previsto todas las
contingencias y para cada eventualidad haya previsto un remedio y determinado el método de aplicarlo.
Maquiavelo y Rousseau, haciendo eco de esa tradición recomendaban la inclusión de
provisiones constitucionales que desempeñaran el mismo papel que la dictadura en la
república romana. Estas medidas fueron consideradas legítimas hasta que a mediados del siglo
XVIII Montesquieu las desacreditó, al atribuirles la caída de la república romana. En lugar de
los amplios poderes de emergencia, Montesquieu recomendaba la adopción de una institución
inglesa: la suspensión temporal del habeas corpus, una garantía procesal que impedía la
prisión indefinida, sin formación de causa, de los reos.[53]
Sin embargo, México en su primera constitución había omitido incluso este expediente.
Alamán, a diferencia de muchos otros, se percató de ello y reflexionó sobre los efectos de esta
ausencia. En Inglaterra,
a pesar de que la autoridad del gobierno es en todo tiempo mayor que entre nosotros […] no se juzga todavía suficiente en
los tiempos de inquietudes públicas, durante las cuales se suspenden aquellas leyes protectoras de la seguridad personal
conocidas con el nombre de Ley de Habeas corpus […] mas la constitución no sólo no previó nada de esto, sino que aun
sería muy dudoso, por mejor decir muy claro para un riguroso principista, que conforme a ella no se haya podido ocurrir al
expediente de que se ha hecho uso ya más de una ocasión de revestir al gobierno de facultades extraordinarias en los casos
urgentes. Estas facultades, por llevar en sí el carácter de extraordinarias, tienen ya el sello de la odiosidad, además del
inconveniente de la inoportunidad con que suelen concederse.
Para Alamán,
si por el contrario, se tuviese establecido por regla general en la Constitución o por leyes posteriores lo que debe hacerse en
los casos no muy raros de turbaciones públicas, el gobierno podría hacer uso en tiempo oportuno de una amplitud de
facultades que vendrían a ser ordinarias aunque sólo aplicables en tiempos y circunstancias determinados, y las revoluciones
cesarían de ser tan frecuentes y peligrosas habiendo una mano fuerte pronta y siempre armada con el poder suficiente para
reprimirlas. Por este grande y notable vacío en nuestra legislación, cada revolución exige una serie de providencias parciales
e ineficaces y conspirar ha venido a ser un verdadero juguete en que todas las ventajas y ningún riesgo están de parte de los
que conspiran.[54]
La anterior no es una reflexión aislada sobre la constitución de 1824, es un regreso a un
argumento bien conocido sobre los poderes de emergencia en la historia del
constitucionalismo.[55]
La fortaleza, omnipotencia según Alamán, de los congresos era la otra cara de la moneda
de la debilidad estructural del ejecutivo mexicano. En los Estados Unidos el poder del
legislativo estaba controlado por varios mecanismos, como la corta duración de sus sesiones.
De la misma manera, el presidente en ese país tenía un mayor poder,
sobre todo en la organización y funciones de la Corte Suprema de Justicia. Los individuos de ésta, a diferencia de lo que se
halla establecido entre nosotros, son nombrados por el presidente como todos los demás empleados de la Federación y en
todos los asuntos de justicia se apela a ella de las determinaciones del Congreso general, el cual obrando simplemente como
parte nombra sus abogados y agentes que en juicio contradictorio va a sostener sus acuerdos contra quien lo ha demandado
y en casi todos los casos ocurridos hasta ahora el Congreso ha sido condenado.[56]
En México, en cambio, los jueces eran nombrados por las legislaturas estatales. Se creía
que, puesto que la Corte podía juzgar a los ministros, éstos no debían tener participación
alguna en el nombramiento de los magistrados. Aquí Alamán se equivocaba, pues si bien el
ejecutivo norteamericano nominaba a los jueces de la Corte, sus nombramientos debían ser
confirmados por el Senado. Ésta era una función que desempeñaba con el “consejo y
consentimiento” de ese cuerpo.[57]
Sin embargo, Alamán dio en el blanco cuando señaló al judicial review como una forma de
control de la constitucionalidad que tenía como efecto la limitación del poder de las
legislaturas. Un Congreso “que tiene que sujetar muchos de sus actos al fallo de un tribunal
inamovible y por esto mismo menos susceptible de las impresiones del momento” se comporta
de una manera muy distinta en comparación con otro que no tiene esa limitación. En efecto,
¿habríamos visto, si esta práctica existiese entre nosotros, esos decretos de expatriación de personas y de familias, sin ser
oídas ni juzgadas? […] he dicho si esta práctica existiese entre nosotros porque en sustancia en el texto de la Constitución
no sólo no hay nada que lo repugne sino antes bien mucho que lo favorezca; pero esta idea de que el Congreso es soberano
y que nada sino la débil traba del veto limitadísimo del presidente puede hacer resistencia a sus voluntades absolutas, haría
levantar el grito hasta las nubes si un cuerpo judicial intentase poner trabas, aunque obrando muy en la órbita de sus
facultades, a sus resoluciones de cualquiera especie.[58]
Alexander Hamilton lo había dicho ya: “la prontitud de decisión en la legislatura es
usualmente más un mal que un beneficio”.[59]
De esta forma estaba constituida, según Alamán, la autoridad que había sido depositada en
manos de Bustamante, pero cuyas características aplicaban igualmente a los gobiernos “que le
precedieron y al que lo ha seguido”. Esta advertencia tenía como propósito alertar a los
partidarios de la solución expedita de mudar el federalismo por el centralismo de que los
problemas institucionales del sistema eran mucho más profundos de lo que se creía. El mal no
estaba en el federalismo, sino
en otra causa mucho más eficaz y profunda […] esta causa no es otra que la impotencia del ejecutivo para cumplir con las
atribuciones necesarias de todo gobierno […] si alguna vez los mexicanos fatigados de los males de la anarquía […]
pensaren seriamente en remediarlos, el primer paso que deban dar es vigorizar al gobierno, hacer que haya energía y fuerza
en donde ahora no hay más que languidez y debilidad.[60]
¿Es éste el cimiento del “conservadurismo histórico mexicano”? ¿Es la evidencia de un
Lucas Alamán autoritario y centralizador? Esto es cierto sólo si consideramos a los padres
fundadores de la república norteamericana de la misma manera. Para decirlo con todas su
letras: el argumento a favor de un gobierno fuerte es un elemento central y constitutivo del
liberalismo constitucional, no del conservadurismo. Así lo consideraron Madison y Hamilton.
Alamán repetía lo que ambos escribieron durante los debates constitucionales en ese país. En
El Federalista 70, Hamilton afirmó: “la energía en el Ejecutivo es una característica central
en la definición de un buen gobierno”.[61] La lección era contundente: “un ejecutivo débil
implica una débil ejecución del gobierno. Una débil ejecución no es sino otro nombre de una
mala ejecución; un gobierno mal ejecutado, sea lo que fuere en teoría, debe ser, en la práctica,
un mal gobierno”.[62] Un ejecutivo fuerte no es incompatible con el gobierno republicano
siempre y cuando éste dependa del pueblo y sea debidamente responsable de sus acciones.
Llegamos, finalmente, a la crítica de Alamán al sufragio universal y su defensa de la
propiedad como un requisito de inclusión en la vida política. Así, afirmaba:
la única cualidad positiva que puede existir en una democracia y la que más seguridad puede dar para el ejercicio moderado
de un poder tan gigantesco es la propiedad, y ciertamente que nada es tampoco más conforme con las modernas teorías,
pues si la sociedad política no es más que una compañía convencional, cada individuo debe representar en esta asociación
según el capital que ella haya introducido.[63]
¡Qué lejos se encuentra esta concepción utilitarista e individualista de una visión
organicista de la sociedad! Según Alamán, “a la solidez de este principio suele oponerse
frecuentemente la pretendida ignorancia de la clase propietaria que [a los propietarios] los
hace inhábiles para desempeñar un encargo en el cual se necesitan también luces”.[64] Para
refutar esta opinión cita de modo extenso a Burke, al efecto de probar que la “clase
propietaria no es inferior a las demás”. Es una reflexión realmente singular porque la idea de
que los propietarios eran incapaces de gobernar es una verdadera rareza en los anales del
pensamiento político. La visión dominante en la historia es exactamente la contraria: la
propiedad es una medida indirecta de otras cualidades apropiadas para desempeñar la
ciudadanía activa.[65]
Sin embargo, el propio Alamán advierte: “no se entienda por esto que se pretende aquí
cerrar la puerta de los cuerpos representativos a todos los que no son propietarios. Nada
menos que eso”.[66] Según Alamán,
nada requiere tanto una ilustración generalmente esparcida y un espíritu público tan formado como el ejercicio del derecho
de elección y estas dos cualidades deben obrar con tanta más eficacia cuantas menos son las restricciones que la
Constitución establece en cuanto a las personas en quienes la elección puede recaer. Es menester que el elector esté en
estado de formar una idea exacta del estado político de su país […] de aquí proceden las precauciones necesarias que
varias naciones han establecido limitando el derecho de sufragio a sólo los propietarios según la suma que por contribuciones
directas comprueban haber satisfecho. Éstas u otras restricciones nunca parece deben ser más necesarias que cuando
pasándose de un sistema en que no hay la menor idea de elecciones populares a otro en que todo depende de ellas, se va a
dar una facultad tan importante a un pueblo que no tiene formado concepto alguno de su objeto, de sus consecuencias ni de
la importancia misma de esta facultad.[67]
Alamán, de la misma forma, se oponía a las elecciones indirectas, que eran un legado de
Cádiz y Francia. En efecto, para salvar
siempre la ficción metafísica de la voluntad general, se ha recurrido al artificio de que las elecciones no sean directas sino
que por diversas graduaciones y reelecciones el nombramiento de los diputados venga a ser la obra de pocas personas, mas
como tampoco se han establecido condiciones ningunas acerca de estas personas, el inconveniente queda en pie y se
aumenta mucho más por la intriga que fácilmente se ejerce entre pocos, y que no tuviera acaso lugar entre muchos.[68]
Contra lo que pudiera pensarse, la idea de establecer el voto censatario no es patrimonio
de los conservadores. Era una idea común entre los liberales moderados de la época. Como
señala Lira, la necesidad de limitar el derecho al voto había sido señalada años antes por
Lorenzo de Zavala, enemigo político de Alamán.[69] También Mora, otro de sus prominentes
adversarios, opinaba de manera similar. En 1830 escribía que “la igualdad mal entendida ha
sido siempre uno de los tropiezos más peligrosos para los pueblos inexpertos que por primera
vez han adoptado los principios de un sistema libre y representativo”. El culto a la igualdad
había sido nefasto: “el mayor de los males que en nuestra república ha causado esta peligrosa
y funesta palabra, ha consistido en la escandalosa profusión con que se han prodigado los
derechos políticos, haciéndolos extensivos y comunes hasta las últimas clases de la sociedad”.
En consecuencia, era necesario: “que el Congreso general fije las condiciones para ejercer
el derecho a la ciudadanía en toda la República, y que por ellas queden excluidos de su
ejercicio todos los que no pueden inspirar confianza ninguna, es decir, los no propietarios”.
[70] Alamán, para sustentar el mismo punto, bien podría haber recurrido a Benjamin Constant,
una autoridad del liberalismo de la Restauración y guía intelectual de sus enemigos políticos,
a quien, según González Navarro, Alamán conoció personalmente en Europa.[71] Constant creía
que sólo la propiedad podía hacer a los hombres capaces de ejercer los derechos políticos.
Aunque favorecía un régimen censatario, no estaba a favor de requisitos muy altos de
propiedad. Al igual que Alamán, Constant prefería las elecciones directas, pues “sólo ellas
podían investir a la representación nacional de una fuerza real y echar raíces en la opinión
pública”.[72] Así, no hay nada particularmente burkeano en la propuesta de Alamán sobre
limitar el sufragio. No es claro que Alamán conociera El Federalista; sí sabemos que conocía
la Constitución de los Estados Unidos.[73] Pero de cualquier forma, la convergencia entre sus
ideas y las expuestas por Hamilton y Madison es notable.
¿HELLO, MR. BURKE?
El Examen imparcial entraña una paradoja: aunque Edmund Burke es invocado literalmente
desde la primera línea, y después varias veces a lo largo del texto con largas citas textuales, la
sustancia del alegato de Lucas Alamán parecería tener poco que ver con las ideas del
conservador británico. Hay más retórica que sustancia. Como hemos visto, las ideas que
expone están mucho más cerca de los padres fundadores de los Estados Unidos. Así, la idea
de que Alamán es un heredero filosófico de Burke es aceptada por prácticamente todos los
estudiosos del personaje. Esta interpretación se explica fácilmente: es Alamán mismo quien
establece su filiación ideológica. Se refiere al autor de la Reflexiones en términos muy
elogiosos, como el “hombre que ha sabido penetrar mejor la tendencia y efectos de los
movimientos políticos de nuestra época […] en sus profundas reflexiones sobre la revolución
de Francia ha anunciado con un espíritu que pudiera llamarse profético toda la serie de
acontecimientos que hemos visto en nuestro país y en los ajenos”.[74] ¿Cómo dudar de la
profesión de fe explícita del autor? Tal vez Alamán veía en Burke no sólo un guía filosófico
sino, sobre todo, un reflejo de sí mismo.[75] Esto se puede inferir del largo epígrafe de las
Reflexiones sobre la Revolución Francesa con el que abre el Examen imparcial. Muchos
años después utilizaría la misma cita en el quinto tomo de su Historia de México. Lo hacía, es
posible argüir, porque en ella Burke capturaba el ideal ético del hombre de Estado: “un
hombre que aspira poco a honores, distinciones y emolumentos y que no espera de ninguna
manera que se le concedan; que no mira con desprecio la fama, pero tampoco teme la
calumnia; que no promueve disputas, pero que se atreve a manifestar con libertad su propia
opinión”.[76]
También hay una exageración retórica consciente: aunque dijera lo contrario, Alamán
sabía muy bien que nada parecido al terror jacobino había ocurrido en México. De otra forma,
el ex ministro habría perdido la vida en el paredón al consumarse el golpe de Santa Anna. El
asesinato de Guerrero —del que se le culpaba— fue un escándalo precisamente por inusual.
Con todo, es indudable que Alamán sufría persecución política. No debe olvidarse que el
Examen imparcial pertenece al género venerable de los panfletos. Tenía un fin polémico
específico y para cumplirlo era necesario presentar al gobierno de Valentín Gómez Farías
como el Comité de Salud Pública. Así, en su Defensa, Alamán dice que los yorkinos eran en
México lo que los jacobinos fueron en la Revolución francesa.
Sin embargo, si analizamos las citas de Burke que emplea Alamán, veremos que en la
mayoría no hay una gran carga doctrinal. Ilustra puntos generales o de sentido común.[77]
Alamán toma de Burke la idea de que la historia es una maestra inigualable. Sin embargo,
como su larga disquisición sobre las instituciones demuestra, no creía que la historia fuera el
único parámetro crítico válido. No creía, con el irlandés, que para todo propósito práctico la
constitución histórica fuera la autoridad máxima. Alamán propondrá esto más tarde, pero no en
estos textos. En todo caso, hay aquí una contradicción entre ambos supuestos. Es claro que
dedica mucho más tiempo a la crítica del diseño institucional de la constitución que a la idea
burkeana de que la política no puede ser enseñada a priori. Aunque denuncia el pensamiento
especulativo de los filósofos del siglo XVIII no rechaza la idea, altamente especulativa, de que
es posible fundar la autoridad política en una serie de principios abstractos encarnados en una
constitución escrita.
Alamán también recurre a Burke para criticar el carácter individual de quienes componían
las cámaras del poder legislativo: “cuando un poder es muy extenso el buen o mal uso que de
él se hace sólo puede depender de las cualidades personales de los hombres en quienes se
deposita, pues particularmente cuando estos hombres se hallan reunidos en una corporación
numerosa no hay nada sobre la tierra que pueda contener sus extravíos”.[78] La razón era, según
Burke, que la parte de infamia que les correspondía por sus actos públicos era insignificante.
[79] De la misma manera, como hemos visto, Alamán también cita a Burke para apoyar su
alegato sobre la propiedad.[80] Su deseo de incluir la virtud y la sabiduría, como
características apropiadas para la representación, se encuentra igualmente sustentado en las
Reflexiones.[81]
Desde mi punto de vista, lo más sorprendente es aquello que Alamán no tomó de Burke. Se
trata del núcleo duro de la teoría conservadora. Para comenzar, no adopta el rechazo
categórico de Burke a la idea de la soberanía popular. Burke repudió la idea de que los
ingleses tenían el derecho “a escoger a nuestros gobernantes”[82] a “deponerlos por mala
conducta” y a “crear nosotros mismos un gobierno”.[83] Para el mexicano, la idea de una
constitución escrita no era absurda. Alamán tampoco comparte la definición de nación de
Burke: no afirma que el único derecho político sea el derecho a ser bien gobernado, no el
derecho a autogobernarse. Al igual que los federalistas, el Alamán que escribe estos textos
cree que la única fuente legítima del poder es el pueblo. Como hemos visto, aunque criticó el
poder popular arbitrario, no aceptó la idea de Burke de que existen otras fuentes de autoridad
política más allá de los electores.[84] Tampoco llegó al extremo de entronizar la idea del
legado histórico y la herencia como un principio invariable.[85] Por último, y a pesar de su
catolicismo, Alamán no se apoyó en los alegatos de Burke en favor de una iglesia establecida,
como en Inglaterra.[86]
Es innegable que el temperamento de Alamán es conservador. Tal vez por ello optó por
citar a Burke cuando en realidad lo que hace es repetir muchos de los argumentos de Hamilton
y Madison. En cualquier caso, nada indica que en este momento el autor compartiera las tesis
centrales del conservadurismo filosófico de Burke. En efecto,
el modelo de organización nacional ajustado a la conservación de la tradición será entonces diseñado en explícita oposición a
las premisas filosófico-políticas de la democracia liberal. Los teóricos de la independencia y organización nacional
norteamericana, así como el doctrinarismo de Bentham, Constant y Tocqueville, aceptados en líneas generales por el
liberalismo hispanoamericano, serán rechazados como contrarios a la tradición nacional e inasimilables a su realidad
histórica y social.[87]
Es necesario reconocer que el Alamán posterior a la guerra con los Estados Unidos será
más fiel a las ideas centrales de Burke.[88] ¿Quiere decir esto que no hay nada conservador en
estos textos del ex ministro de Anastasio Bustamante?
Si bien es cierto que durante el decenio de 1830 no es concebible la existencia de un
partido conservador, en el sentido estricto de la palabra, sí podemos encontrar aquí despuntes
de alegatos innegablemente conservadores;[89] no sólo en la interpretación culturalista
expuesta arriba, sino en otros lugares. En su Defensa afirmaba que sus enemigos también lo
eran de “la religión, de la patria, y de todo orden civil”. De la misma manera, a resultas del
conflicto faccional se definieron dos campos, “el partido del pueblo” y el de los
“aristócratas”, “voz que en nuestra revolución, como en la francesa, significa hombres
religiosos, de honor, de propiedad, de educación y de virtudes, a quienes se trataba de
despojar de sus bienes, de privar de todo influjo en los negocios públicos y, por último, de
desterrar y destruir, que es en lo que consiste según los principios de los jacobinos, la libertad
y la igualdad”.[90] Alamán creía que durante el gobierno de Bustamante el país prosperó, pero
en algunos individuos “obraban eficazmente las doctrinas erróneas de la mal entendida
libertad, que ha propagado porción de libros tan peligrosos en lo moral como en lo político”.
[91] El adjetivo “filosófico”, argüía Alamán, “en nuestros días significa todo lo que es
irreligioso, anárquico y destructor de todos los principios de la sociedad”.[92] Denostó a
Gómez Farías, su perseguidor, citando el retrato que pinta el abate Saint Pierre, de algunos
liberales franceses: “que hablan de humanidad, leen los libros de los filósofos, declaman
contra el despotismo y son verdugos cuando pueden”.[93]
Sobre el proyecto de reformas intentado por los liberales en el gobierno afirmó:
es el establecimiento de un sistema extravagante tanto religioso como político, si sistema se puede llamar a la destrucción de
todo cuanto existe, formado por la lectura de los desvaríos de Diderot y demás sofistas que se llamaron filósofos en el siglo
pasado, cuyas obras no lee ya ningún hombre de juicio sino para admirar y compadecer los excesos a que conduce el
extravío de la razón humana, cuando dejando esta senda que le señalan las verdades reveladas, se obstina en tomar por
única guía su loca y soberbia presunción.[94]
Valentín Gómez Farías y sus secuaces gozaban, al igual que los jacobinos, “del singular
privilegio de serles lícito todo cuanto puede conducir a sus miras, mientras que todo es
reprobado en los que no pertenecen a su partido: que en ellos es virtud lo que pretenden
presentar como vicio en los demás”.[95]
De la misma manera, en el Examen imparcial, Alamán contendió que al tratar de asegurar
la libertad, ésta se había perdido junto con el orden público, la seguridad de las propiedades,
la personal y “todos los bienes que debe procurar la sociedad y de que se había disfrutado en
el antiguo orden de cosas”.[96] El orden se había perdido, creía, en parte por el libertinaje de
la prensa: “cuando más latitud se le da a la libertad de la imprenta permitiendo ejercer una
crítica purulenta sobre todo cuanto existió y produjo la sabiduría de los siglos pasados, es
cuando menos se sufre que se manifieste siquiera duda acerca de lo que han producido las
luces de nuestro siglo”.[97] Más adelante Alamán ahonda en su tesis ya expuesta respecto a la
estabilidad social:
las bases en las que se apoya la estabilidad de las sociedades es la misma en todos los países y en todos los sistemas, como
que se funda en las inclinaciones, afectos e intereses de los hombres que nacen de su corazón, el cual no se muda por los
sistemas de convención establecidos. Estos principios son los de todos los siglos y en ellos solos pueden fundarse la
estabilidad, paz, sosiego, orden y prosperidad de las sociedades políticas.[98]
Me parece que esta idea linda entre el conservadurismo y el reconocimiento de la
importancia de los “hábitos del corazón”, como los llamó Tocqueville en la La democracia en
América. Sin embargo, Alamán no sólo afirma que las costumbres de la sociedad civil son
críticas sino que afirma que solamente en ellas se puede fundar la sociedad política. En suma,
aquí también están los retoños de los cuales crecerá el árbol conservador del Lucas Alamán
maduro. Sin embargo, el árbol que en este momento aún daba sombra era, para utilizar la
expresión de Jefferson, el árbol de la libertad.
EL CRÍTICO CONSTITUCIONAL
Alamán no era el único crítico de la constitución de 1824. Como afirma Catherine Andrews,
quien ha estudiado exhaustivamente el periodo, “el tema de la necesidad de reformarla era
muy popular entre los círculos de hombres que habían apoyado el Plan de Jalapa”.[99] La
propia constitución permitía su reforma a partir de 1830. En efecto: “durante este periodo
surgieron varios planes de reforma, algunos de carácter oficial que fueron presentados por las
legislaturas estatales al congreso general y otros no oficiales, publicados por la prensa de la
capital”.[100] La separación de poderes es un tema recurrente en las propuestas de reforma.[101]
Entre todos los planes “había una propuesta muy detallada que vio la luz por primera vez
entre las hojas del periódico del gobierno, Registro Oficial, en septiembre y octubre de
1830”.[102] La intervención editorial del ministro Alamán en el diario del gobierno parece
indudable. Una compilación editada de esos artículos se publicó anónimamente años después,
en 1835, bajo el título Reflexiones sobre algunas reformas a la Constitución Federal de la
República Mexicana.[103] Andrews le atribuye la autoría de esta obra a Alamán, pues “si
comparamos las ideas presentadas en este texto con las plasmadas en el Examen imparcial
resultan idénticas, por lo que es muy probable que el ex ministro fuera el autor de ambas”.[104]
El análisis textual ciertamente hace plausible la sugerente hipótesis de Andrews. El
anonimato tal vez podría explicarse porque la carta de 1824 prohibía expresamente la
participación del poder ejecutivo en el proceso de reforma constitucional. Alamán, como
ministro, no podía tomar parte en él. Como afirma Andrews, “en vista de estas normas, el
gobierno de Bustamante no podría enviar propuestas de reformas constitucionales a las
Cámaras ni interferir en el proceso reformador. Sin embargo, sí podría expresar su opinión
sobre el tema a través de otros medios como la prensa; y, de hecho, así lo hizo”.[105] Sin
embargo, no es claro por qué en 1835 —cuando Alamán ya no era funcionario del gobierno—
no firmó la compilación de los artículos de 1830.
En la introducción del texto de las Reflexiones se advierte:
cuando a fines del año de 1830 se ventilaban algunas importantes cuestiones relativas a las indispensables reformas de la
constitución federal de la república, se presentaron por los editores del periódico oficial del gobierno algunas observaciones
que merecieron la aceptación y los elogios del público sensato. En un asunto que siendo de tan general trascendencia nada
debe despreciarse de cuanto pueda contribuir a ilustrarlo, no dudamos será de alguna utilidad la reimpresión de ellas en la
época en que van ocuparse las augustas cámaras de este asunto, mucho más cuando estando divididas en varios artículos
del Registro Oficial, acaso no se podrán reunir fácilmente.[106]
El producto de las críticas acumuladas a la constitución de 1824 fue, como sabemos, no
una reforma sino la promulgación de una nueva carta, las Siete Leyes, en 1836.
Para Catherine Andrews, el “estudio de las Reflexiones aclara muchos de los argumentos
del Examen imparcial, pues incluye una propuesta de reformas concretas para algunos
artículos de la carta magna que demuestra la organización constitucional que Alamán quería
ver adoptada en la república”. Así,
la lectura de ambos tratados deja claro que el “dios tutelar” del pensamiento constitucional de Alamán no fue Madison sino
William Blackstone y los anglófilos franceses dieciochescos como Montesquieu y De Lolme. Al estudiar las propuestas de
reforma, es evidente que Alamán no apoyaba el sistema de “pesos y contrapesos” tal como lo establece la Constitución
estadunidense sino que favorecía el gobierno equilibrado al estilo inglés. Comparar las Reflexiones con el Examen
imparcial nos permite entender que Alamán pensaba que la Constitución de 1787 estableció una versión similar del mítico
“equilibrio de poderes” tan aplaudido por Montesquieu y De Lolme e ignoraba la verdadera estructura constitucional
estadunidense.[107]
De acuerdo con Andrews,
esto es muy claro en su discusión del sistema norteamericano en las Reflexiones, donde atribuía el éxito del código
norteamericano para frenar la libertad del poder legislativo no al bicameralismo en sí, sino al hecho de que la Cámara de
Representantes y el Senado representaban diferentes “intereses” y tenían funciones distintas; es decir, lejos de aplaudir al
sistema de “pesos y contrapesos” de los federalistas norteamericanos, echa mano de los argumentos de los antifederalistas
y las ideas de Montesquieu para criticarlo.[108]
En efecto, el autor de las Reflexiones afirmaba sobre la constitución de 1824:
la demarcación de los límites del poder no fue exacta: el contrapeso de los poderes no fue calculado con prudente
exactitud: se creyó que la tiranía y el despotismo sólo podían hallarse en el ejecutivo, y que los cuerpos deliberantes, porque
eran la representación nacional o de los estados, no podían ejercerla y se reunieron los elementos principales del poder en
los congresos: se quiso contrapesar estos mismos congresos, dividiéndoles en dos cámaras y no se hizo otra cosa que
componerlas de los mismos principios tomados de un propio origen, renovables, mutables, alterables y juzgables de una
manera igual y afectados de los propios intereses y sentimientos […] Es preciso no engañarnos sobre la organización de
nuestros cuerpos legislativos, es preciso confesar que no tenemos dos cámaras sino una sola dividida en dos secciones: la
una y la otra tienen, como dijimos antes, casi el mismo origen: la una se compone de diputados que se nombran por los
electores que eligen los pueblos; la otra es compuesta de senadores que se eligen en los congresos de los estados,
compuestos de representantes que se nombran como los del congreso general: el que no puede ser diputado no puede ser
senador y para ser senador sólo se exigen cinco años más de edad que para ser diputado. La cámara de diputados se
renueva por mitad cada dos años. No hay diferencias esenciales en la organización de las dos cámaras; ambas pueden ser
alguna vez afectadas de unos mismos intereses, de iguales tendencias y preocupaciones, y de un propio espíritu.[109]
El autor reflexionaba que, “para llenar los objetos de la institución de dos cámaras
diversas para balancear el poder, era preciso no hacerlas iguales, porque entonces no son sino
un cuerpo sólo separado en dos salones; era preciso organizarlas con elementos también
diversos y por medios diferentes”.[110] En efecto, los mexicanos habían tomado las dos
cámaras que “Guillermo Penn dio a los pensilvanos”, pero
nosotros las hemos organizado a nuestra manera: no hemos exigido en los senadores sino la edad de 30 años, y hemos
descuidado hasta la circunstancia precisa de poseer una propiedad: hemos tomado estos representantes de la misma masa
de que tomamos a los individuos de la cámara de diputados. Temporales como ellos en su ejercicio, los renovamos
periódicamente, y los hacemos elegir por los congresos de los estados: es decir, que creyendo que los tomamos de la masa
popular, no hacemos otra cosa que alejarle cuanto nos es posible de su verdadero origen, privando al pueblo de un
nombramiento más inmediato o directo y a las instituciones de un verdadero compensador que falta en nuestra máquina
social y que ha querido suplirse con una rueda más, que produce el mismo efecto que otra igual que ya había.[111]
Como solución a este problema, el autor proponía reorganizar al senado de tal forma que
se renovara por tercios cada dos años. El senado en funciones elegiría a los nuevos senadores
de entre ternas que le serían remitidas por las legislaturas de los estados. Respecto a los
requisitos, se proponía que los “nacidos en el territorio de la república”, para ser electos
diputados, “deberán tener en bienes raíces seis mil pesos o una industria que les proporcione
mil anuales”. Para ser senador se debían cumplir los requisitos exigidos a los diputados y
tener una renta anual adicional no especificada (“el capital en bienes raíces o el producto de
industria designado en el art. 20 será respecto de los senadores de…”). Además se debían
tener 30 años de edad cumplidos. En tercer lugar, sería necesario
tener alguna carrera pública literaria o haber servido judicaturas, magistraturas, gobiernos políticos, mandos militares o
desempeñado comisiones importantes en la carrera diplomática, en rentas y oficinas de contabilidad, secretarías del
despacho del gobierno general o de los estados, diputaciones en las legislaturas de los mismos estados y en la de la Unión,
cura de almas, gobiernos y dignidades eclesiásticas.[112]
El autor de las Reflexiones había llegado a conclusiones muy similares a las de Simón
Bolívar en el discurso de la Angostura, en 1819 y 1826. Aunque para México no se proponía
un senado vitalicio, es claro que tenía la misma intención moderadora. En efecto, el proyecto
de reformas publicado en el Registro oficial señalaba su admiración por las ideas
constitucionales de Bolívar.[113] En la constitución boliviana de 1826 propuso una cámara de
censores compuesta por miembros vitalicios. Como el senado propuesto, “el principal trabajo
de la cámara de censores sería velar por el cumplimiento de la Constitución e iniciar
cualquier acusación contra el presidente, u otros miembros del poder ejecutivo, por
infracciones hechas a la Carta Magna”.[114]
La evidencia no parece apoyar la idea de que el referente institucional del autor de las
Reflexiones fuera el “gobierno equilibrado al estilo inglés”. En primer lugar, si así fuera, ¿por
qué no lo habría dicho explícitamente? Bolívar no ocultaba su admiración por el sistema
inglés.[115] En el argumento de Andrews, me parece, hay un equívoco respecto al modelo de
pesos y contrapesos. Ese modelo es una evolución de la teoría de la constitución mixta, cuyos
orígenes pueden rastrearse hasta Aristóteles y Polibio.[116] John Adams defendió en los
Estados Unidos la idea de un gobierno mixto o equilibrado en su A defence of the
Constitutions of Government of the United States of America (1787). Los teóricos de la
constitución mixta sostenían que, para evitar abusos de poder, los diferentes cuerpos
gubernativos debían ser capaces de resistir activamente y contrabalancearse unos a otros.
Además, la doctrina tradicional del gobierno equilibrado prescribía que las diferentes ramas
del gobierno debían representar distintas fuerzas sociales, y no simplemente “intereses”.
Como señala Bernard Manin, la moderna concepción de pesos y contrapesos no retuvo ese
segundo componente del gobierno equilibrado; sólo tomó prestado de la antigua doctrina el
modelo formal de frenos activos y contrapesos.[117] Las fuerzas sociales a las que se refería el
gobierno equilibrado tradicional eran el pueblo y la aristocracia, patricios y plebeyos.
Como puede observarse, si bien el modelo de gobierno equilibrado encontró un referente
en Inglaterra —donde una cámara, la de los lores, representaba a una fuerza social, la nobleza,
y la otra, la de los comunes, al pueblo—, no se dio de la misma forma con el sistema
propuesto en las Reflexiones. No eran dos clases o fuerzas sociales las que estarían
representadas en ambas cámaras del congreso. Sería la misma con algunas variaciones de
grado no esenciales: todos los representantes provendrían del mismo grupo, los propietarios,
pero los senadores tendrían más renta, edad y experiencia en asuntos públicos que los
diputados.[118]
Tanto en el antiguo sistema del gobierno equilibrado, como en el modelo de pesos y
contrapesos, se parte de la existencia de intereses distintos, pero lo crucial es el origen de
esos distintos intereses. Es cierto, como afirma Andrews, que algunos antifederalistas
objetaron el sistema de pesos y contrapesos precisamente porque las diferentes ramas de
gobierno no reflejaban intereses sociales reales y profundos.[119] Sin embargo, la mayoría de
ellos consideraba que a pesar de la ausencia de mayores requisitos para los senadores, el
senado sería el componente aristocrático de la constitución. Algunos creían que
estaría compuesto de facto de la “aristocracia natural” del país, puesto que el sistema de elección indirecta conduciría a la
selección de los notables y conspicuos. Otros, en mayor número, afirmaban que la forma de designación de los senadores
y la extensión de su encargo (seis años) crearían un cuerpo aristocrático en el sentido de que el senado estaría apartado
de la gente y sería en buena medida independiente de ella; para los antifederalistas ésta era la definición de “aristocracia”.
[120]
Más aún, se quejaban de que muy probablemente el senado se volvería una “aristocracia
permanente”, porque los senadores serían reelectos varias veces. En suma, los antifederalistas
creían que el componente aristocrático de la constitución era demasiado poderoso.[121]
Por supuesto, este efecto del diseño institucional no era casual sino deliberado. Los
federalistas buscaban eso precisamente. Lo mismo podemos afirmar del autor de las
Reflexiones. Se intentaba que el senado estuviese apartado de la masa del pueblo y fuera
independiente de ella para moderar su fuerza. Sin embargo, ni los federalistas ni Alamán (si él
es el autor de las Reflexiones) deseaban revivir la tradición del gobierno equilibrado. Más
bien, a partir del diseño institucional —la forma de la elección y la extensión del mandato—
buscaban crear una cámara más conservadora, pero sin que el senado representara una fuerza
social singular. La crítica de Alamán —la balanza constitucional estaba sesgada en favor de la
cámara más popular— era exactamente opuesta a la de los antifederalistas norteamericanos.
Respecto a las condiciones al sufragio, mencionadas tanto en el Examen como en las
Reflexiones, tiene razón Andrews al señalar que Alamán sigue el consejo de Burke sobre la
necesidad de establecer requisitos de propiedad, pero se equivoca al postular que estas ideas
son significativamente distintas a las de Constant:
De nuevo Alamán adopta los argumentos de los proponentes de la “constitución equilibrada” para fundamentar su punto de
vista. La propiedad y la ilustración (según la traducción de Alamán, aunque en el original es capacity, lo que sugiere más
bien “capacidad” o “habilidad”) son diferentes intereses, los que se deben representar y equilibrar (a favor de la propiedad
en este caso) para asegurar el buen gobierno. De ninguna manera, entonces, suscribe el planteamiento de Constant de que
el gobierno debe estar en manos de los más preparados, y por tanto debía restringirse el sufragio a los propietarios, pues
éstos eran los únicos con el tiempo suficiente para ilustrarse debidamente.[122]
Sin embargo, la ilustración no es el único argumento de Constant para restringir la
participación política. Para él, ciertamente, los dos principios centrales para ser miembro de
la asociación eran: “poseer cierto grado de entendimiento” y “un interés común con los otros
miembros de la asociación”.[123] Mas la propiedad era importante no sólo porque hacía
posible la ilustración sino, sobre todo, porque por sí misma obligaba a los individuos a ser
más prudentes, sensatos y moderados. En efecto, Constant creía que los ilustrados,
particularmente los más ilustrados (los miembros de las profesiones liberales), requerían
estar “conectados a la propiedad para que su influencia en la discusión política no fuera
destructiva”. Estas profesiones, advertía, “tan encomiables en muchos aspectos, no siempre
incluyen entre sus ventajas la de incorporar en sus ideas la justicia práctica necesaria para dar
cuenta de los intereses positivos de los hombres. Hemos visto en nuestra revolución hombres
de letras, matemáticos, químicos, dar rienda suelta a las más exageradas opiniones”.[124] La
ciencia daba a la persona que la cultivaba una “dirección exclusiva” que resultaba peligrosa
en los asuntos políticos, a menos que fuera contrapesada. Y ese contrapeso sólo podía venir de
la propiedad: sólo ella
establece entre los hombres lazos uniformes. La propiedad los pone en guardia contra el imprudente sacrificio de la felicidad
y la tranquilidad de otros, al incluir en ese sacrificio su propio bienestar y al obligarlos a realizar un cálculo por sí mismos.
Los obliga [la propiedad] a descender de las alturas de las teorías quiméricas y las extravagancias impracticables al
restablecer entre ellos y los otros miembros de la asociación numerosas relaciones e intereses comunes.[125]
Como puede apreciarse, este argumento no es muy diferente al de Burke.[126]
El debate sobre la filiación de las ideas constitucionales de Alamán, al que ha contribuido
Andrews, ilumina su originalidad e importancia. Alamán estaba haciendo en sus reflexiones lo
que los padres fundadores del sistema representativo de gobierno hicieron en los Estados
Unidos y Francia a finales del siglo XVIII. Tomaba teorías especulativas —como las de
Montesquieu en Del espíritu de las leyes—, modelos institucionales preexistentes y
experiencias históricas varias para formular propuestas para naciones particulares en un
momento específico. A menudo, la lectura de esas experiencias históricas, y de las formas
institucionales adoptadas por diferentes países, era parcial o equivocada. De una misma
experiencia —Roma—, los norteamericanos y franceses del siglo XVIII sacaron conclusiones
muy diferentes y muchas veces encontradas.[127] Así, no debe sorprendernos que el
conocimiento de Alamán de la constitución de los Estados Unidos fuera deficiente e
incompleto. Los propios federalistas y antifederalistas debatieron intensamente sobre cuál era
el significado correcto de la teoría de separación de poderes de Montesquieu. Lo mismo
ocurrió en Francia después de la Revolución. Los padres fundadores del gobierno
representativo hicieron un examen crítico comparativo del pasado, combinaron distintos
modelos institucionales e innovaron. En su análisis iban de lo general a lo particular y
viceversa: de la inferencia a la inducción. Eran constructores, no imitadores de ideas
preexistentes. Todas estas características están presentes en el pensamiento de Alamán que
aquí discutimos. Como ellos, Alamán estaba inspirado críticamente por Montesquieu y por las
experiencias históricas de diversos gobiernos libres.[128]
Esa independencia de pensamiento en diálogo crítico con el pasado y el presente es
notable y excepcional en América Latina. Su esencia, me parece, está magistralmente
capturada en un editorial del Registro Oficial del 22 de septiembre de 1830. Ahí el autor,
Alamán con toda probabilidad, afirmó:
La forma de gobierno no es sino la organización de sus poderes, y los poderes no son en sí mismos sino la garantía de la
libertad. No es de derecho natural que todos los gobiernos sean compuestos de una cámara o de dos cámaras, de un
presidente electivo y temporal, de dos cónsules o de directorio: todo esto es relativo a las circunstancias peculiares de
cada pueblo y la mejor organización siempre es relativa. Lo que importa es aplicar con exactitud los principios generales a
las circunstancias particulares, calcular bien la dosis en las composiciones peculiares y cuidar tanto de evitar la tiranía
gubernativa, como la tiranía parlamentaria, la tiranía demagógica y la tiranía judicial.[129]
Entre 1830 y 1834 Alamán se percató de lo que era en realidad: un constructor de una
forma de gobierno que apenas despuntaba y que tenía enormes indefiniciones y vacíos. Sobre
todo, sabía que la relumbrante máquina era perfectible. La constitución no era un fetiche, un
dispositivo sagrado y perfecto, que haría la felicidad de los pueblos. Rescataba la experiencia
como un parámetro crítico para evaluar el desempeño institucional. En efecto, en las
Reflexiones afirmaba:
ya hemos pagado el tributo a las teorías, ya hemos sacrificado lo sólido a lo bello: tiempo es de rendir a la verdad y a la
experiencia el culto que les pertenece […] no es nuestra intención examinar el sistema en toda su extensión, a pesar del
derecho con que nos consideramos para hacer este examen, que es el distintivo de un siglo destinado a la aplicación de los
principios y de las teorías establecidas y discutidas en los siglos precedentes.[130]
En una vena similar a la de Bolívar, Alamán reconoció el genio de la constitución
norteamericana, pero no la idealizó.
La América inglesa [señalaba], a pesar del feliz resultado de sus instituciones, a pesar del tiempo que la afirma, y de la
prosperidad que las acredita más y más, no ha cesado de retocar esta obra, de enmendar la combinación de esta máquina, y
mucho menos de reforzar sus ejes y de docilitar las ruedas subalternas, para que no el embarazo de uno paralice el todo de
la gran máquina o la trastorne en su totalidad, rompiendo los enlaces que hace corresponder las partes del todo y a este todo
dar fuerza y movimiento a las partes, atenuando los movimientos acelerados de las unas y activando los de las otras. Para
corresponder a estos objetos grandes y difíciles, la experiencia enseñó a los angloamericanos que la admirable y profunda
concepción del sistema federativo exigía reformas y rectificaciones, porque si en general los gobiernos son de las obras de
los hombres las más difíciles y no era posible que a pesar de las causas que lo produjeron, saliese perfecto desde el primer
ensayo.[131]
La constitución no era el conejo que salía del sombrero de los anhelos patrióticos;
tampoco era el santo que se llevaba en procesión. Era una máquina compuesta de engranes,
tuercas y tornillos que requería no de un profeta, sino de un mecánico con vocación de
ingeniero.
[Notas]
Michael P. Costeloe, La primera república federal de México (1824-1835) (México,
FCE, 1996), p. 239.
[1]
[2]
Ibid., p. 241.
[3]
Ibid., p. 254.
Para una interpretación revisionista del periodo, véase Josefina Vázquez, “Los
pronunciamientos de 1832: aspirantismo político e ideología”, en Jaime E. Rodríguez, ed.,
Patterns of Contention in Mexican History (Wilmington, SR Books, 1992), pp. 163-186.
[4]
Alfonso Noriega, El pensamiento conservador y el conservadurismo mexicano, t. I
(México, UNAM, 1993), p. 65.
[5]
Para un análisis reciente sobre la estructura lógica y retórica del pensamiento histórico
de Alamán, veáse Elías J. Palti, “Lucas Alamán y la involución política del pueblo mexicano.
[6]
¿Las ideas conservadoras ‘fuera de lugar’?”, en Erika Pani, coord., Conservadurismos y
derechas en la historia de México, vol. 1 (México, FCE / Conaculta, 2009), pp. 300-324; Elías
J. Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del
siglo XIX (un estudio sobre las formas de discurso político) (México, FCE, 2005), pp. 47-291.
“Carta de don Lucas Alamán a Santa Anna”, reproducido en Gastón García Cantú,
comp., El pensamiento de la reacción mexicana, t. I (1810-1859) (México, UNAM, 1986), p.
315.
[7]
Lucas Alamán, Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon
su independencia en el año 1808 hasta la época presente, vol. 5 (México, FCE, 1985), p. 923.
[8]
[9]
Ibid., p. 949.
[10]
Alamán, Historia de México…, vol. 5, pp. 920-921.
Lucas Alamán, Disertaciones sobre la historia de la República Mejicana desde la
época de la conquista que los españoles hicieron a fines del siglo quince y principios del
diez y seis de las islas y continente americano hasta la independencia, vol. I (México, Jus,
1942), p. 150.
[11]
Lucas Alamán, Historia de Mejico, vol. I (México, Imprenta de J. M. Lara, 18491852), p. 6.
[12]
Fue tal el influjo de Alamán en ese gobierno que algunos de sus contemporáneos no
dudaron en llamarlo la “administración Alamán”. En ningún otro momento de su larga carrera
pública tuvo Alamán tanto poder como entonces. Tanto el Examen imparcial de la
administración del general vicepresidente D. Anastasio Bustamante como la Defensa del ex
ministro de Relaciones, D. Lucas Alamán, en la causa formada contra él y en contra de los
exministros de Guerra y Justicia del vicepresidente D. Anastasio Bustamante, con unas
noticias preliminares que dan idea del origen de ésta, escrita por el mismo ex ministro,
quien la dirige a la Nación fueron escritos en 1834, después de que el gobierno cayó víctima
de un pronunciamiento acaudillado por el general Antonio López de Santa Anna. Ambos
documentos son bien conocidos por los estudiosos de la historia política e intelectual del siglo
XIX. Sin embargo, el público en general conoce mucho mejor su Historia de México. El
Examen imparcial hasta hace poco tiempo era un texto raro, publicado originalmente en 1946
en las Obras de don Lucas Alamán, compiladas por Rafael Aguayo para la editorial Jus. En la
década de los noventa se hicieron dos ediciones.
[13]
Sobre el pensamiento de Alamán véanse las siguientes obras clásicas: Moisés
González Navarro, El pensamiento político de Lucas Alamán (México, El Colegio de
México, 1952); José C. Valadés, Alamán. Estadista e historiador (México, UNAM, 1987).
[14]
[15]
Noriega, Pensamiento conservador, p. 76.
Josefina Zoraida Vázquez, “Centralistas, conservadores y monarquistas 1830-1853”,
en William Fowler and Humberto Morales Moreno, coords., El conservadurismo mexicano
en el siglo XIX (Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / Saint Andrews
University / Gobierno del Estado de Puebla, 1999), p. 121.
[16]
Catherine Andrews, Entre la espada y la constitución. El general Anastasio
Bustamante, 1780-1853 (Ciudad Victoria, Universidad Autónoma de Tamaulipas / Congreso
del Estado de Tamaulipas, 2008); “Discusiones en torno de la reforma de la constitución
federal de 1824 durante el primer gobierno de Anastasio Bustamante (1830-1832)”, Historia
Mexicana 56, núm. 1 (julio-septiembre de 2006), pp. 71-116; “In Pursuit of Balance. Lucas
Alamán’s Proposals for Constitutional Reform (1830-1835)”, Historia constitucional. Revista
electrónica,
núm.
8
(2007),
en:
http://www.historiaconstitucional.com/index.php/historiaconstitucional/article/view/30/21.
[17]
[18]
Vázquez, “Centralistas, conservadores…”, p. 117.
“Borrador de un artículo que salió como editorial de un periódico en 1835 con motivo
del aniversario de la independencia”, en Lucas Alamán, Obras (México, Jus, 1946), t. XI, pp.
349-351, cit. por Moisés González Navarro, El pensamiento político de Lucas Alamán, p.
109.
[19]
[20]
Vázquez, “Centralistas, conservadores…”, p. 124.
Emilio Rabasa, La constitución y la dictadura. Estudio sobre la organización
política en México (México, Porrúa, 1990).
[21]
Álvaro Matute, “Presentación: Examen imparcial de la administración del general
vicepresidente D. Anastasio Bustamante”, en Estudios de historia moderna y contemporánea
de México, vol. 15 (1992), pp. 141-142.
[22]
Andrés Lira, “Lucas Alamán y la organización política de México”, en Lucas Alamán,
Lucas Alamán, Andrés Lira (sel. y pról.) (México, Cal y Arena, 2000), pp. 40-41.
[23]
Lucas Alamán, Examen imparcial de la administración del general vicepresidente D.
Anastasio Bustamante, José Antonio Aguilar Rivera, comp. (México, Conaculta, 2008), p.
197.
[24]
[25]
Burke (nota del autor).
[26]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 195-196.
En otro texto he abordado este tema. José Antonio Aguilar Rivera, En pos de quimera.
Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico (México, FCE / CIDE, 2000). Fue la
doctora Josefina Vázquez quien primero llamó mi atención a este extraordinario texto.
[27]
[28]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 199-200.
[29]
Idem.
[30]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 199-200. Las cursivas son mías.
Alexis de Tocqueville, La democracia en América (México, FCE, 1957), primera parte,
cap. VIII, p. 159.
[31]
[32]
Alamán, Examen imparcial…, p. 201
José María Luis Mora, “Ensayo filosófico sobre nuestra revolución constitucional”,
Mora legislador (México, Congreso de la Unión, 1994), p. 125. Las cursivas son mías.
[33]
[34]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 197-198.
Al respecto, véase M. J. C. Vile, Constitutionalism and the Separation of Power
(Oxford, Oxford University Press, 1967), pp. 12-36.
[35]
Bernard Manin, “Checks, balances and boundaries: the separation of powers in the
constitutional debate of 1787”, en Biancamaria Fontana, ed., The invention of the modern
republic (Cambridge, Cambridge University Press, 1994), pp. 27-62.
[36]
Hamilton en El Federalista, 73, afirmaba: “La propensión del departamento legislativo
a invadir los derechos y a absorber los poderes de los otros departamentos ya ha sido sugerida
y repetida; la insuficiencia de una simple delineación de pergamino de los límites de cada uno
también ha sido señalada, y la necesidad de proveer a cada uno con armas constitucionales
para su propia defensa ha sido inferida y probada. De estos principios claros e indudables
resulta lo apropiado de una negativa, ya sea absoluta o cualificada, del ejecutivo sobre los
actos de la rama legislativa”. Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, The Federalist
Papers (Chicago, University of Chicago Press, 1952), p. 219.
[37]
[38]
Alamán, Examen imparcial…, p. 202.
Vázquez, “Centralistas, conservadores…”, p. 122; Manuel Alejandro Guerrero
Martínez, “Lucas Alamán, 1830-1832: between progress and reaction”, tesis doctoral
(University of Cambridge, 1996), pp. 6-20.
[39]
Mora, “Ensayo filosófico sobre nuestra revolución constitucional”, Mora legislador,
pp. 126-127.
[40]
[41]
Ibid., pp. 125-131.
Alamán, Examen imparcial…, p. 203. Un ejemplo de esta contradicción es el caso de
los abusos del general Inclán, en Jalisco. Los críticos del gobierno de Alamán lo acusaron de
no haber castigado a dicho militar. El autor adujo que ello se debió a que no se había
promulgado una ley para juzgar a los comandantes generales.
[42]
[43]
Idem.
[44]
Ibid., pp. 203-204.
[45]
Ibid., p. 204.
[46]
Ibid., pp. 204-205.
[47]
Ibid., p. 207.
[48]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 207-208.
He analizado este tema con mucho detalle en otro texto. José Antonio Aguilar Rivera,
El manto liberal. Los poderes de emergencia en México (1821-1876) (México, UNAM, 2001).
[49]
John Locke, Two Treatises of Government, segundo tratado, cap.
Cambridge University Press, 1993).
[50]
XIV
(Cambridge,
Sobre la dictadura en Roma, véase Carl Friedrich, Constitutional Government and
Democracy (Boston, Ginn and Co., 1950); Clinton Rossiter, Constitutional Dictatorship
[51]
(Princeton, Princeton University Press, 1948).
Nicolás Maquiavelo, “La autoridad dictatorial hizo bien, no daño, a la república de
Roma”, Discourses on Livy, libro I, cap. XXXIV (Nueva York, Penguin, 1983), pp. 193-196.
[52]
Para una descripción detallada de este asunto, véase Aguilar Rivera, En pos de la
quimera, pp. 57-95.
[53]
[54]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 208-209.
Por ejemplo, Rousseau, uno de los “filósofos” denostados por Alamán, afirmaba: “la
inflexibilidad de las leyes, que impide que sean adecuadas en las emergencias puede, en
ciertos casos, hacerlas perniciosas y por tanto causar la ruina del Estado durante tiempos de
crisis. El orden y la lentitud de las formas requieren un lapso de tiempo que las circunstancias
a veces no permiten”. Rousseau, El contrato social, libro IV, cap. VI.
[55]
[56]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 209-210.
“He shall nominate, and by and with the advice and consent of the Senate, shall appoint
ambassadors […] judges of the Supreme Court”. Constitución de los Estados Unidos de
América, artículo 2 (425), American State Papers (Chicago, University of Chicago Press,
1952), p. 15.
[57]
[58]
Alamán, Examen imparcial…, pp. 210-211.
[59]
Hamilton, El Federalista, 70, p. 212.
[60]
Alamán, Examen imparcial…, p. 212.
“Es esencial para la protección de la comunidad contra ataques extranjeros, no es
menos esencial para la administración estable de las leyes; para la protección de la propiedad
contra aquellas combinaciones irregulares que a veces interrumpen la marcha ordinaria de la
justicia; para asegurar la libertad contra los designios y asaltos de la ambición, las facciones y
la anarquía”. Hamilton, El Federalista, 70, p. 210.
[61]
[62]
Idem.
[63]
Alamán, Examen imparcial…, p. 213.
[64]
Idem.
Al respecto, véase Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo
(Madrid, Alianza, 1999).
[65]
[66]
Alamán, Examen imparcial…, p. 214.
[67]
Ibid., p. 216.
[68]
Idem.
[69]
Lira, “Lucas Alamán y la organización…”, pp. 40-41.
José María Luis Mora, “Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía
en la República y hacerlo esencialmente afecto a la propiedad”, Mora legislador, pp. 136145.
[70]
[71]
González Navarro, El pensamiento político de Lucas Alamán, p. 13.
“No estoy a favor de calificaciones de propiedad muy altas para el ejercicio de las
funciones públicas. La independencia es, de hecho, relativa: en cuanto un hombre tiene lo que
es necesario, sólo requiere un alma elevada para prescindir de lo superfluo. Sin embargo, es
deseable que los puestos representativos deban generalmente ser ocupados por hombres, si no
de las clases pudientes por lo menos de aquellas en condiciones desahogadas. Su punto de
inicio es más ventajoso, su educación más pulida, su espíritu más libre, su inteligencia mejor
preparada para la ilustración”. Benjamin Constant, “Principles of politics applicable to all
representative governments”, Political writings (Cambridge, Cambridge University Press,
1988), pp. 202, 212.
[72]
[73]
El Federalista no aparece entre los libros mencionados por Moisés González Navarro.
[74]
Alamán, Examen imparcial…, p. 199.
En un texto autobiográfico de 1843 Alamán escribió: “he servido a mi país con buen
celo; le he proporcionado el restablecimiento de su minería, he dado consistencia a la
industria, he impulsado todos los ramos útiles; jamás he abusado de mi situación para
enriquecerme […] Dios quiera tratarme mejor que lo que lo han hecho los hombres”, cit. por
Andrés Lira, “Lucas Alamán y la organización política de México”, pp. 9-10.
[75]
Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, en Select works, R. J. Payne,
ed., vol. II (Oxford, Clarendon Press, 1888-1892), p. 294.
[76]
Por ejemplo, que no era prudente cantar victoria antes de tiempo: “nos felicitamos por
la libertad que habíamos adquirido […] mas no debimos felicitarnos por ella ‘hasta no haber
visto cómo se combinaba con la formación de un gobierno’ ”. Idem. La referencia citada de
Burke es la siguiente: “When I see the spirit of liberty in action, I see a strong principle at
work; and this, for a while, is all I can possibly know of it. The wild gas, the fixed air, is
plainly broke loose: but we ought to suspend our judgment until the first effervescence is a
little subsided, till the liquor is cleared, and until we see something deeper than the agitation of
a troubled and frothy surface”. Burke, Select works, pp. 93-94.
[77]
[78]
Alamán, Examen imparcial…, p. 208.
[79]
Burke, Select works, p. 189.
“The power of perpetuating our property in our families is one of the most valuable and
interesting circumstances belonging to it, and that which tends the most to the perpetuation of
society itself”. Ibid., p. 142.
[80]
“You do not imagine, that I wish to confine power, authority, and distinction to blood,
and names, and titles. No, Sir. There is no qualification for government, but virtue and wisdom,
actual or presumptive. Wherever they are actually found, they have, in whatever state,
condition, profession or trade, the passport of Heaven to human place and honour”. Ibid., p.
140.
[81]
“Each contract of each particular state is but a clause in the great primaeval contract of
eternal society, linking the lower with the higher natures, connecting the visible and invisible
[82]
world, according to a fixed compact sanctioned by the inviolable oath which holds all physical
and all moral natures, each in their appointed place. This law is not subject to the will of
those, who by an obligation above them, and infinitely superior, are bound to submit their will
to that law.” Ibid., p.193.
“The very idea of the fabrication of a new government is enough to fill us with disgust
and horror. We wished at the period of the Revolution, and do now wish, to derive all we
possess as an inheritance from our forefathers. Upon that body and stock of inheritance we
have taken care not to inoculate any cyon alien to the nature of the original plant. All the
reformations we have hitherto made, have proceeded upon the principle of reference to
antiquity”. Ibid., p. 119.
[83]
“Our new fanatics of popular arbitrary power maintain that a popular election is the
sole lawful source of authority”. Ibid., p. 114.
[84]
“It has been the uniform policy of our constitution to claim and assert our liberties, as
an entailed inheritance derived to us from our forefathers, and to be transmitted to our
posterity; as an estate specially belonging to the people of this kingdom without any reference
whatever to any other more general or prior right. […] A spirit of innovation is generally the
result of a selfish temper and confined views. People will not look forward to posterity, who
never look backward to their ancestors”. Ibid., p. 121.
[85]
“It is on some such principles that the majority of the people of England, far from
thinking a religious national establishment unlawful, hardly think it lawful to be without one…
This principle runs through the whole system of their polity. They do not consider their church
establishment as convenient, but as essential to their state”. Ibid., p. 195.
[86]
Ricaurte Soler, “Lucas Alamán: la idea nacional en la filosofía política de
conservadurismo”, Revista Lotería, 400 (1994), p. 89.
[87]
Alamán, por ejemplo, en 1852 terminó por aceptar la idea de Burke de constitución, es
decir, no un documento escrito sino la estructura social de un país en su conjunto.
[88]
Israel Arroyo García, “Conservatism”, en M. S. Werner, ed., Encyclopedia of Mexico
(Chicago, Fitzroy Dearborn Publishers, 1991), pp. 325-329; Catherine Andrews, “Sobre
conservadurismo e ideas conservadoras en la primera republica federal (1824-1835)”, en
Erika Pani, Conservadurismo y derechas, pp. 86-134.
[89]
Lucas Alamán, Defensa del ex ministro de Relaciones, D. Lucas Alamán, en la causa
formada contra él y en contra de los ex ministros de Guerra y Justicia del vicepresidente D.
Anastasio Bustamante, con unas noticias preliminares que dan idea del origen de ésta,
escrita por el mismo ex ministro, quien la dirige a la Nación, en Lucas Alamán, Examen
imparcial…, p. 55.
[90]
[91]
Ibid., p. 56.
[92]
Ibid., p. 58.
[93]
Ibid., pp. 58-59.
[94]
Ibid., p. 59. Las cursivas son mías.
[95]
Ibid., p. 92.
[96]
Alamán, Examen imparcial…, p. 209. Las cursivas son mías.
[97]
Ibid., p. 211. Las cursivas son mías.
[98]
Ibid., p. 215.
Catherine Andrews, “Reseña de Lucas Alamán, Examen imparcial de la
administración de Bustamante, estudio introductorio de José Antonio Aguilar Rivera”,
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, núm. 37 (enero-junio de 2009),
pp. 150-159.
[99]
[100]
Ibid., p. 155.
Por ejemplo, José Ramón Pacheco afirmaba: “las cámaras generales no son más que
una naranja dividida en dos mitades, sin contrapeso una a otra, que se puedan servir de freno
recíproco, ya para las pretensiones de los que quieren entorpecer la marcha de las
civilizaciones, ya para los que empujan forzados a ésta y avances inmaturos […] de la misma
manera los poderes, siendo cada uno supremo en su órbita, no están equilibrados porque
impunemente el uno invade al otro, y el judiciario por ejemplo, que debería ser el guardián de
las garantías protectoras del ciudadano y del hombre, no está expresamente obligado bajo
pena de infamia, y de la pérdida del empleo de sus miembros, a contener a los otros dos en sus
usurpaciones; antes bien, se ha conducido como subalterno respecto a ellos”. José Ramón
Pacheco, Cuestión del día, o de nuestros males y sus remedios (México, Imprenta de Martín
Rivera, 1834), pp. 30-31. Véase José Antonio Aguilar Rivera, “Lecciones constitucionales: la
separación de poderes y el desencuentro constitucional (1824-1835)”, en Cecilia Noriega y
Alicia Salmerón, coords., México: un siglo de historia constitucional (1808-1917). Estudios
y perspectivas (México, Instituto Mora / Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2009), pp.
97-111.
[101]
El Registro Oficial dedicó la página editorial de todo un mes, del 16 de septiembre al
14 de octubre de 1830, a la exposición “de un tratado extensivo que proponía y justificaba un
serie de reformas precisas a varios artículos de la Constitución de 1824. Es indudable que sus
ideas reflejaban fielmente el punto de vista del gabinete bustamantista”. Andrews,
“Discusiones en torno…”, p. 75.
[102]
Reflexiones sobre algunas reformas a la Constitución Federal de la República
Mexicana (México, reimpreso por Ignacio Cumplido, 1835).
[103]
[104]
Andrews, “Reseña…”, p. 155.
[105]
Andrews, “Discusiones en torno…”, p. 74.
[106]
Reflexiones…, p. i.
[107]
Andrews, “Reseña…”, pp. 155-156.
[108]
Ibid., p. 156.
[109]
Reflexiones…, pp. 9-10. Las cursivas son mías.
[110]
Reflexiones…, p. 10.
[111]
Ibid., p. 12.
[112]
Ibid., pp. 39-40.
Registro Oficial del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, núm. 17, 1º de
octubre de 1830, cit. por Catherine Andrews, “Discusiones en torno…”, p. 98.
[113]
[114]
Andrews, “Discusiones en torno…”, p. 98.
En el Discurso de la Angostura, Bolívar sostenía en defensa de su senado hereditario:
“Ningún estímulo podrá adulterar un Cuerpo Legislativo investido de los primeros honores,
dependiente de sí mismo sin temer nada del pueblo, ni esperar nada del Gobierno; que no tiene
otro objeto que el de reprimir todo principio de mal, y propagar todo principio de bien; y que
está altamente interesado en la existencia de una sociedad en la cual participa de sus efectos
funestos o favorables. Se ha dicho con demasiada razón que la Cámara alta de Inglaterra es
preciosa para la nación porque ofrece un baluarte a la libertad; y yo añado que el Senado de
Venezuela, no sólo sería un baluarte de libertad, sino un apoyo para eternizar la República”.
[115]
En la conformación de la politeia o gobierno constitucional, veáse Aristóteles, La
Política, libro IV, caps. VI y VII, y Polibio, Historias, libro VI.
[116]
Bernard Manin, “Checks, balances and boundaries: the separation of powers in the
constitutional debate of 1787”, en Biancamaria Fontana, ed., The Invention of the Modern
Republic (Cambridge, Cambridge University Press, 1994), p. 30.
[117]
“Forzoso es convenir en que un cuerpo intermedio es de absoluta necesidad de
equilibrio de los poderes; pero que no se llena este objeto sino creando este cuerpo de manera
que sea independiente de la cámara de representantes y del ejecutivo: las calidades que se
exigiesen a los senadores formarían esta independencia: la edad, la propiedad, los anteriores
servicios en los cuerpos literarios, en los legislativos, en los gobiernos de los estados, en la
carrera diplomática, en la alta judicatura, en el ejército, en los ministerios, serían condiciones
indispensables para obtener la dignidad senatorial, siempre bajo la base de cierta propiedad
superior a la que se exigiese al diputado”. También afirmaba: “la duración debería ser, si no
vitalicia, a lo menos muy prolongada. Así las funciones de los senadores, a más de su
concurrencia a la formación de la ley, serían perpetuas para velar sobre el mantenimiento de la
constitución”. Reflexiones…, pp. 14-15. Las cursivas son mías.
[118]
[119]
Manin, “Checks, balances…”, p. 36.
[120]
Ibid., p. 37.
[121]
Idem.
[122]
Andrews, “Reseña…”, p. 159.
[123]
“On the conditions of property”, en Constant, Principles of politics, p. 214.
[124]
Ibid., p. 220.
[125]
Ibid., p. 221.
De hecho, el uso de los términos “ilustración” y “propiedad”, que Constant emplea
explícitamente, nos hacen pensar que Alamán se inspiró tanto en Burke como en él.
[126]
Para una muestra de ello véase, por ejemplo, Judith Shklar, “Montesquieu and the new
republicanism”, en Mauricio Viroli, ed., Machiavelli and Republicanism (Cambridge,
Cambridge University Press, 1990), pp. 265-281.
[127]
Alamán, Examen…, p. 207. Por ejemplo, la referencia de Alamán al habeas corpus
en Inglaterra viene de Montesquieu, quien en el libro XI, cap. VI de Del espíritu de las leyes
escribió: “si el poder legislativo se creyera en peligro por alguna conjura secreta contra el
Estado o alguna inteligencia con los enemigos del exterior, podría permitir al poder ejecutivo,
por un periodo de tiempo corto y limitado, detener a los ciudadanos sospechosos, quienes
perderían la libertad por algún tiempo, pero para conservarla siempre”.
[128]
[129]
Cit. por Andrews, “Discusiones en torno…”, p. 100.
[130]
Reflexiones…, p. 2.
[131]
Reflexiones…, pp. 4-5.
VI. EL OTRO CAMINO: LA DIALÉCTICA
DE LA FRUSTRACIÓN Y EL
GOBIERNO REPRESENTATIVO
Aunque atestado de errores y defectos capitales que luego habrían
autorizado los rudos golpes que después se han inferido a todos
los intereses legítimos, ese documento inmortal [el célebre
decreto del 17 de noviembre de 1821, que convocaba a la nación
al nombramiento de sus representantes] indicará siempre la índole
de las sabias y convenientes instituciones que [Iturbide] nos había
dado; pero los que envidiaban sus glorias y su elevada posición
social destruyeron la obra de sus heroicos esfuerzos y desde
entonces no ha vuelto su patria a conocerse en sus propios
estatutos, ha sido preciso ir a buscarla en reglamentos copiados
del extranjero o en disertaciones académicas.
La Palanca, 6 de diciembre de 1849
EN 1852, UN AÑO antes de morir, Lucas Alamán le escribió a Antonio López de Santa Anna
una carta que resumía la frustración de una parte de la élite política mexicana. En ella afirmó:
“deseamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes […]
estamos decididos contra la federación; contra el sistema representativo por el orden de
elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo
que se llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases”.[1] La radicalidad de
estas aseveraciones sólo puede comprenderse cabalmente a la luz de tres décadas de intentos
frustrados por refundar la legitimidad política a través de nuevos procedimientos políticos.
En efecto, el experimento constitucional atlántico intentó establecer el gobierno
representativo en Hispanoamérica. Esa forma de gobierno hacía de las elecciones el único
mecanismo legítimo para crear y transferir el poder político. Al mismo tiempo, un rasgo
conspicuo en toda la región fue la inestabilidad política. En México, entre 1821 y 1857, sólo
dos presidentes, Guadalupe Victoria (1824-1829) y José Joaquín de Herrera (1848-1851),
lograron completar su mandato.[2]
Hallar las causas de la inestabilidad política crónica se convirtió en una obsesión para los
pensadores y políticos de la época. La preocupación fue compartida por muchas élites
latinoamericanas a lo largo de las primeras décadas de independencia. El hecho era que el
gobierno representativo no producía los resultados esperados.[3] ¿Por qué eran las elecciones
incapaces de fundar un poder estable en las nuevas naciones?
La historia de los gobiernos representativos en Europa no siempre fue feliz. La
inestabilidad política no era desconocida en Inglaterra, Estados Unidos y Francia. Sobre todo
en este último caso, las elecciones no siempre produjeron regímenes estables y duraderos. La
historia política francesa registra las dificultades de instaurar con eficacia esa nueva forma de
gobierno. Fue precisamente esa incapacidad para fundar gobiernos estables lo que inspiró la
crítica de los tradicionalistas continentales. “No puede existir —afirmó Joseph de Maistre—
una gran nación libre bajo un gobierno republicano”. El gobierno representativo moderno era
una quimera:
si se quiere que todo el pueblo esté representado, y que no pueda estarlo más que en virtud de un mandato, y que todo
ciudadano sea capaz de dar o recibir estos mandatos, salvo algunas excepciones, física y moralmente inevitables; y si se
pretende además unir a un tal orden de cosas la abolición de toda distinción y función hereditaria, esta representación es una
cosa que no se ha visto nunca y que jamás tendrá éxito.[4]
Francia, sin embargo, aun con la agitación producida por la Revolución, el imperio
napoleónico y la Restauración, distaba mucho de la situación de muchos países del mundo
hispánico. Durante la primera mitad del siglo XIX se produjo una sucesión casi ininterrumpida
de gobiernos que surgían y caían, precedidos y seguidos de innumerables elecciones. La
frustración por los resultados palpables del gobierno representativo para crear un orden
político nuevo en esa parte del mundo no tenía precedentes en los demás lugares del mundo
donde ese sistema se había instaurado. Los constructores del sistema representativo en
Hispanoamérica quedaron perplejos por la incapacidad de los gobiernos electos para
mantenerse en el tiempo. Lo notable es que no haya habido un desencanto mayor con el
modelo. La mayoría de las élites simplemente siguieron intentando poner en práctica el
mecanismo institucional a pesar de los repetidos descalabros. Razonaron que la causa estaba
en el atraso, la fragmentación política producto de la independencia, la ausencia histórica de
autogobierno (y de los hábitos de libertad que éste traía consigo) y el atraso económico. La
culpa era de la realidad. Con todo, resultaba innegable que había componentes institucionales
del modelo del constitucionalismo liberal que no producían los efectos esperados. En
particular, el sistema de separación de poderes no lograba contener a los tres departamentos
en sus respectivas esferas de competencia y la usurpación de funciones era una constante.[5]
Los diez años transcurridos entre 1836 y 1846 son claves. Ese decenio estuvo marcado por
el desencanto, pero también fue crítico por la creatividad e innovación institucional. El caso
mexicano es importante porque a resultas de la frustración, las élites constructoras del Estado
llegaron a la conclusión de que el modelo estándar del gobierno representativo que se
practicaba en otras partes de mundo era insuficiente en aspectos torales. Esta certeza, sin
embargo, no hizo que los mexicanos abjuraran del constitucionalismo. El problema,
reflexionaron, no eran los principios sino los mecanismos institucionales particulares, los
engranes intermedios del sistema. En consecuencia, buscaron inventar nuevas y mejores
tuercas y tornillos para la maquinaria. Respecto a los problemas emanados del sistema de
estricta separación funcional, en 1836 los mexicanos buscaron instituir una solución exógena a
la constante extralimitación de los poderes consistente con los principios del
constitucionalismo liberal. Inventaron así un cuarto poder moralmente superior a los otros tres
con el fin de “conservar” el equilibrio entre ellos: el Supremo Poder Conservador (SPC).[6] Es
cierto que la inspiración teórica de esta solución no era original; muy probablemente provenía
de Benjamin Constant y su idea del poder moderador o neutro.[7] El experimento en México se
unió a otros emprendidos en Brasil (en la constitución de 1824), donde la idea del poder
neutro terminó por cuajar en instituciones concretas.[8] De la misma manera, la idea se
encuentra en los proyectos constitucionales de Bolívar.[9]
El expediente del Supremo Poder Conservador mexicano es parte del experimento que
tenía lugar a ambos lados del Atlántico con el gobierno representativo desde 1788.[10] El
intento por establecer una solución original al problema de la extralimitación de los poderes
fracasó en México, en parte porque el SPC no tenía un poder propio, más allá del de la opinión.
Sin embargo, es necesario destacar que el problema de la extralimitación de los poderes no
era un problema mexicano; era un problema estructural del modelo institucional en sí. Y la
solución ideada e implementada por los mexicanos no era una solución para un país, sino una
contribución teórica y práctica para enmendar las fallas del sistema de límites funcionales del
liberalismo constitucional.
Para los mexicanos, la división de poderes no era el único problema del gobierno
representativo. La forma en que el poder político se constituía, a través de elecciones
populares, también les parecía deficiente. Asimismo, ese campo requeriría una revisión para
encontrar nuevas alternativas institucionales. A diferencia de lo que ocurrió con la división de
poderes, los mexicanos tenían bien claro que su experimento electoral no había seguido los
parámetros adoptados por otros gobiernos representativos más consolidados.
EL ORDEN POLÍTICO Y LAS ELECCIONES
El precoz experimento con el gobierno representativo comenzó incluso antes de la
Independencia y puede fecharse hasta 1810.[11] En ese año se realizaron elecciones para elegir
Cortes en España. Sin embargo, al cabo de veinticinco años de celebrar elecciones, era
evidente que la vertiente hispánica del gobierno representativo —que México y otras nuevas
naciones habían adoptado— divergía en aspectos críticos de las versiones existentes en los
Estados Unidos, Francia e Inglaterra. En todos esos países había elecciones, pero sólo en la
cepa hispánica se confirió desde los inicios el sufragio masculino de manera casi universal.
En efecto, para la constitución de Cádiz un ciudadano era alguien nacido en los dominios
hispanos. El artículo 25 estableció el requisito del alfabetismo, pero lo dejó en suspenso hasta
1830. La constitución otorgó el derecho al voto a todos los varones, con excepción de los
originarios de África, vagabundos, criminales, deudores y sirvientes domésticos.[12]
Una vez consumada la independencia, la legislación electoral mexicana estableció una
franquicia todavía más amplia. En los inicios del periodo republicano la representación era
tan democrática que ni siquiera se adoptó el principio de distinción, clave del gobierno
representativo.[13] En 1833, por ejemplo, podía votar en Inglaterra tal vez 4.2% de la
población adulta. Entre tanto, en la ciudad de México la asistencia a las urnas en el lapso
transcurrido entre 1829 y 1831 osciló en torno a 27% del total de la población masculina de la
ciudad.[14]
En la década de 1830 tanto José María Luis Mora como Lucas Alamán criticaron la
ausencia de requisitos para la ciudadanía. El amplio sufragio era visto como una desviación
del gobierno representativo, tal como se practicaba en aquellos países donde se originó.
En efecto, en 1830 Mora publicó en El Observador un largo artículo en el que proponía el
establecimiento de requisitos relativos a la propiedad.
Con sólo volver los ojos y echar una ojeada rápida sobre los sucesos y periodos más notables de nuestra revolución, nos
convenceremos de que esta decantada igualdad, entendida en todo el rigor de la letra, ha sido entre nosotros un semillero
de errores y un manantial fecundísimo de desgracias. Por la igualdad, se han confundido el sabio con el ignorante, el
juicioso y moderado con el inquieto y bullicioso, el honrado y virtuoso ciudadano con el díscolo y perverso; por la igualdad
han ocupado todos los puestos públicos una multitud de hombres sin educación ni principios, y cuyo menor defecto ha sido
carecer de las disposiciones necesarias para desempeñarlos.[15]
Mora creía que había tenido lugar una “escandalosa profusión” de derechos políticos que
permitieron que hasta las últimas clases de la sociedad participasen en las elecciones. España,
Portugal y Nápoles y “todas las repúblicas nuevas de América, que adoptando los principios
de la constitución española extendiendo a los no propietarios el ejercicio de los derechos
políticos, han caminado sin interrupción de una revolución en otra”.[16] Mora admiraba, en
cambio, los sistemas electorales de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda, debido a la
estabilidad de los mismos, que él atribuía a la restricción del derecho al voto. Sugería
establecer como requisito un ingreso anual mínimo de 1 000 pesos, o la propiedad de bienes
raíces con valor de 6 000 pesos. Dichas cantidades deberían reducirse a la mitad en el campo
y en las poblaciones que tuvieran menos de 10 000 habitantes. También abogaba por una
ciudadanía nacional, uniforme, que sería obligatoria para adquirir la estatal.[17]
Incluso el yorkino Lorenzo de Zavala, que no había dudado en emplear la movilización
popular para fines electorales, escribía en 1832:
la ley que arregla las elecciones era copiada, con muy pocas modificaciones, de la de las Cortes de España, dejando siempre
un campo vasto a toda clase de ciudadanos para votar y ser elegidos. Semejante base es muy perjudicial en un pueblo en
que la clase de ciudadanos proletarios no tiene siquiera la capacidad necesaria para discernir entre las personas que deben
nombrarse, ni mucho menos conoce los grandes objetivos a que son destinados los ciudadanos que elige.[18]
Muchos actores políticos destacados de la época veían en las elecciones la clave para
explicar los males que aquejaban al país. Así, en 1836, después de 15 años de experimentar
con un amplio derecho al voto, por primera vez las élites mexicanas decidieron imponer a los
votantes requisitos en materia de ingreso o de propiedad. Se trataba de restringir la
participación de las clases populares y la manipulación de que eran objeto por parte de las
élites. Parecía que los argumentos de Mora, Alamán y muchos otros habían triunfado
finalmente. Sin embargo, ese consenso duraría muy poco: las restricciones censitarias
desaparecieron de manera definitiva en 1846. En conjunto, en México hubo requisitos de
ingreso o de contribución sólo durante ocho años y tres meses. Esto ocurrió durante el
centralismo, en los periodos comprendidos entre el 30 de noviembre 1836 y el 10 de
diciembre de 1841, y entre el 14 de junio de 1843 y el 6 de agosto de 1846.[19]
De las elecciones se había esperado mucho. Después de cinco lustros de experiencias
fallidas, una peculiar incredulidad se apoderó de algunos observadores y participantes de
antiguo cuño, como Lucas Alamán. La perspectiva de reformar el sistema electoral parecía un
callejón sin salida. Era evidente que la adopción tardía de restricciones al voto (la corrección
de la “desviación” democrática), para poner al país en sintonía con otros gobiernos
representativos consolidados en el mundo, no había tenido el efecto que sus artífices
esperaban. Los acontecimientos políticos entre 1836 y 1846 demostraron que las restricciones
no constituían un equilibrio estable, pues actores políticos de todas las facciones tenían
incentivos para apartarse de él y echar mano de las “clases peligrosas”. Aunque los resultados
de las elecciones fueran respetados al principio, los incentivos de los actores para desviarse
de la normalidad institucional eran muy poderosos. Más aún, para la facción preocupada por
el orden, las restricciones de propiedad no habían logrado excluir a los “demagogos”. Los
federalistas radicales no sólo participaron en las elecciones realizadas bajo el centralismo,
sino que generalmente las ganaron.[20] Los críticos llegaron a la conclusión de que la
irresponsabilidad política no se debía a la condición social de los “puros”. No eran sans
culottes (eran propietarios que calificaban para votar y ser votados), pero se comportaban
como tales. La propiedad no los moderaba, como predecía la teoría estándar del gobierno
representativo. Por ello, las restricciones que la legislación del centralismo había instaurado
resultaron ineficaces para impedir su acceso a la asamblea representativa. Estas razones
explican lo precario del consenso alrededor del sufragio restrictivo: sus antiguos campeones
lo abandonaron porque éste se mostró insuficiente para proveer el orden que deseaban. La fe
en las bondades del sistema censitario de la década de 1830 había sido ingenua. La pregunta
clave era ¿por qué?
Alamán llegó a la conclusión de que el sistema predominante, elecciones indirectas con
restricciones basadas en el ingreso, no era suficiente para mudar el orden existente.[21] Aun
enmendado de sus desviaciones democráticas, este sistema no funcionaba. A diferencia de
muchos otros en Hispanoamérica, Alamán y quienes compartían su crítica no atribuyeron este
fallo exclusivamente a las condiciones y circunstancias específicas de México; voltearon la
vista hacia el modelo que habían estado siguiendo.
Su respuesta involucró una crítica a algunos de los supuestos teóricos. Tal vez, pensaron,
ese sistema tenía vicios de origen. Una experiencia límite de desintegración política extrema,
como la de México, había sacado a relucir esas fallas. Se atrevieron entonces a proponer un
sistema electoral completamente nuevo, diferente de los de Inglaterra, los Estados Unidos y
Francia, pero dentro de los confines del gobierno representativo. Ese método, que creían
mejor y más realista, no se hallaba en ningún manual metropolitano de política constitucional.
LA CONVOCATORIA Y EL CONGRESO EXTRAORDINARIO DE 1846
Para 1845 los conservadores en México habían llegado a dos conclusiones: la inestabilidad
del poder ejecutivo era el talón de Aquiles del régimen político y las elecciones eran
incapaces de producir asambleas legislativas moderadas y responsables.[22] En 22 años sólo
dos gobiernos habían logrado terminar su periodo; algo debía hacerse. Su respuesta fue la
monarquía en su acepción más elemental y simple: un sistema en donde había un rey. Un
ejecutivo que no estuviera sujeto a renovación por elecciones le daría estabilidad al gobierno.
Como dirían ellos mismos poco después en un célebre editorial:
queremos la Monarquía Representativa; queremos la Unidad de la Nación, queremos el orden junto con la libertad política
civil. […] nosotros queremos un régimen […] en que el gobierno tenga estabilidad y fuerza para proteger a la sociedad, y en
donde las leyes, respetadas por todos, aseguren las garantías de los ciudadanos; en que las cámaras sean electivas y el
poder real hereditario, para asegurar la libertad política y el orden existente.[23]
Sin embargo, el fallido ejemplo del imperio de Iturbide probaba que ningún mexicano
tendría la legitimidad necesaria para ponerse, por así decirlo, por encima de la lucha política.
Esa certeza animó una conspiración a ambos lados del Atlántico que pretendía convertir a
México en una monarquía representativa, y poner en su trono a un miembro de la casa real de
España. La conspiración ha sido relativamente bien investigada y sus pormenores
documentados.[24] Desde 1845 un pequeño grupo de conspiradores, encabezados por el
ministro español, el joven poeta Salvador Bermúdez de Castro; Lucas Alamán; el comerciante
español, Lorenzo Carrera; el jesuita Basilio Arrillaga y, probablemente, el arzobispo, Manuel
Posada y Garduño, se empeñaron en lograr la instauración de la monarquía en México.[25]
Durante el gobierno del presidente José Joaquín de Herrera los conspiradores lograron
convencer al general Mariano Paredes y Arrillaga para que se pronunciara contra el régimen.
A mediados de 1845 Paredes se encontraba en San Luis Potosí al mando de un ejército de seis
mil hombres cuya misión era combatir a los rebeldes texanos. Desde esa plaza Paredes
sostuvo una nutrida correspondencia con diversas personas. A finales de agosto de 1845 el
embajador español escribió a Madrid: “el general Paredes se ha comprometido, al fin, a
trastornar las instituciones republicanas y a levantar una monarquía, poniendo en el trono a un
Príncipe o Princesa de la Sangre Real de España”.[26] Mientras los conspiradores
monarquistas en la ciudad de México creían controlar a Paredes, éste, al parecer, tenía sus
propios planes.[27]
Finalmente, el 14 de diciembre de 1845 el ejército de reserva de San Luis se pronunció
contra el gobierno. En el llamado Plan de San Luis se exigía la disolución de los poderes
ejecutivo y legislativo. La cláusula tercera especificaba: “inmediatamente que el ejército
ocupe la capital de la república, se convocará un congreso extraordinario con amplios poderes
para constituir a la nación sin restricción ninguna en estas augustas funciones”. En la
formación de dicho congreso, “se combinará la representación de todas las clases de la
sociedad”.[28] En un manifiesto, publicado el 15 de diciembre en San Luis Potosí, en el que
aceptaba acaudillar la rebelión, Paredes advertía sobre sus propósitos:
no se trata de usurpar la presidencia, no de reemplazar unas cámaras: se trata de llamar a la nación, para que sin temor a
las minorías turbulentas, se constituya según sea su voluntad, y ponga una barrera a la disolución que por todas partes
amenaza […] se trata de devolver a las clases productoras su perdida influencia, y de dar a la riqueza, a la industria, al
trabajo, la parte que les corresponde en el gobierno de la sociedad.[29]
Repetía que se convocaría a una asamblea nacional para que operara con plenos poderes.
Dicha asamblea estaría integrada por “todas las clases de la sociedad, el clero como la
milicia, la magistratura como la administración, las profesiones literarias como el comercio,
la industria como la agricultura”.[30]
Las guarniciones de Tampico, Querétaro, Veracruz y Ciudad Victoria secundaron el
pronunciamiento y Paredes marchó sobre la capital. Unos cuantos días después el cuartel
general de México se rebeló contra el gobierno de Herrera y proclamó su apoyo al Plan de
San Luis. El líder de esta revuelta, el general Gabriel Valencia, presionó al presidente
Herrera, el cual renunció ante el Congreso el 30 de diciembre de 1845. Paredes entró a la
ciudad de México el 2 de enero de 1846. Ese mismo día se proclamaron algunas adiciones al
Plan de San Luis. Dichas adiciones crearon una junta de representantes de los departamentos
(cuyos integrantes serían designados por Paredes), para nombrar un presidente interino,
“mientras se reúne el congreso extraordinario que ha de constituir a la nación”. De la misma
forma, las adiciones establecían que “el presidente interino expedirá a los ocho días después
de que haya tomado posesión de su destino, la convocatoria para el congreso extraordinario,
que se reunirá a los cuatro meses en la capital de la república; y al expedir su constitución no
tocará ni alterará los principios y garantías que ella tiene adaptadas para su régimen interior”.
[31] Paredes, como era previsible, fue nombrado presidente interino el 3 de enero.
Sin embargo, la convocatoria se expidió hasta el 27 de enero de 1846. El documento no se
parecía a nada que el país hubiese visto en sus 25 años de vida independiente.[32] El sistema
electoral que se estableció no siguió el modelo de Cádiz ni el censitario de las constituciones
centralistas: era completamente original.[33] Prescindió de la representación de individuos
para privilegiar los intereses de clase. Sus antecedentes estaban en dos experiencias
mexicanas anteriores, la convocatoria de 1821 expedida por Iturbide, y las Bases Orgánicas
de 1843. Sin embargo, éstos fueron sistemas mixtos que combinaron la representación por
clases, territorial y por población. Ningún gobierno representativo moderno en el mundo había
experimentado con un sistema similar. Sólo el excéntrico George Harris propondría,
infructuosamente, diez años después en Inglaterra algo similar.[34]
En la exposición de motivos el documento planteaba que todas las clases tenían “derecho a
tomar parte en la resolución de las grandes cuestiones que a todos importan, en la proporción
que representan actualmente los intereses y la fuerza del país”.[35] Los autores de la
convocatoria sabían que calcular con exactitud el peso relativo que tenía cada clase era en
extremo complejo debido a la “falta de datos estadísticos”. A pesar de que este sistema
abandonaba la representación de “números”, seguida por todos los demás países, sus artífices
lo situaban dentro de los confines del gobierno representativo. En efecto, no creían que
rompiera en lo fundamental con sus principios, pues hallaban un basamento común en la idea
del criterio impositivo. Según ellos, “las naciones más adelantadas en la carrera de la
civilización donde, tras largas y sangrientas vicisitudes, se ha afirmado el sistema
representativo, han adoptado como base de la calidad electoral la propiedad física o moral,
calificada por la suma de las contribuciones con que ayuda cada ciudadano a mantener las
cargas del Estado”.[36]
La propuesta reconocía explícitamente como precursora la convocatoria al congreso
constituyente de 1821. En efecto, afirmaba que al consultar “los intereses generales de las
diferentes clases que forman la sociedad mexicana”, seguía “los principios que presidieron a
la convocatoria para el primer congreso constituyente de la nación”.[37] Sin embargo, los
autores tenían claro que estaban haciendo algo completamente nuevo y reconocían las
dificultades que la empresa conllevaba. Tenían presente, “que si bien es difícil con extremo
hacer en tan escasos días una buena ley de elecciones sobre bases enteramente nuevas, es
urgentísimo y de la más alta importancia fijar de una vez la suerte del país, acabar para
siempre con los gobiernos transitorios, y dar definitivamente paz, estabilidad y orden a nuestra
agitada patria”. Junto con la representación por clases, la convocatoria buscó establecer, en
algunos casos, la elección directa, pues “atendiendo a que mientras más directa es la elección
de los diputados, más inmediatamente representan éstos la voluntad y opinión de los electores,
por lo que en todas las ocasiones posibles conviene establecerla”.
La convocatoria estableció un complejo y detallado sistema electoral. Sus 156 artículos
regularon la clasificación de las clases, la manera de constituir el censo ciudadano por
profesión y los procedimientos específicos de elección o “designación” por clase.[38] El
congreso estaría compuesto por 160 diputados que se distribuirían entre nueve clases
distintas: “propiedad raíz, rústica y urbana y de la industria agrícola” (38 diputados),
“comercio” (20 diputados), “minería” (14 diputados), “industria manufacturera” (14
diputados), “profesiones literarias” (14 diputados), “magistratura” (10 diputados),
“administración pública” (10 diputados), “clero” (20 diputados) y “el ejército” (20
diputados). A cada provincia se le asignaría un número diferente de diputados de cada clase.
[39] Por ejemplo, la provincia de México debía elegir seis diputados en representación de la
clase de los propietarios, mientras que Chihuahua habría de escoger sólo uno. De manera
similar, sólo once departamentos estaban autorizados a tener representantes de la clase de los
comerciantes. Las clases productivas (propietarios, mineros y manufactureros) representaban,
en conjunto, 41% de la representación; los comerciantes, 13%; la magistratura y la clase
administrativa, 12%; los letrados, 9%; el clero, 12%, y el ejército, 12%.
La elección para las clases de propietarios, comerciantes y manufactureros sería indirecta,
pero para las clases de profesiones literarias y mineros sería directa. Los mandos altos del
ejército elegirían a sus diputados de forma directa. Los diputados del clero serían los
miembros de la jerarquía eclesiástica, como los obispos y el arzobispo de México (11).
Además, cada uno de los nueve cabildos eclesiásticos elegiría un diputado por pluralidad de
votos. Para la clase de magistratura (funcionarios judiciales) eran electores primarios y
elegibles los magistrados de los tribunales superiores de la capital y los departamentos, jueces
de letras y hacienda, auditores y asesores. En cada departamento se nombraría a pluralidad de
votos un individuo para diputado. Los “testimonios de la elección” serían enviados después a
la Suprema Corte de Justicia, la cual declararía diputados por la clase de magistratura a los
ocho individuos nombrados por los departamentos que reunieran el mayor número de votos.
Asimismo, la propia Corte elegiría a dos de sus integrantes como diputados.
Respecto a la clase administrativa, la convocatoria consideraba como pertenecientes a ella
a quienes hubieran ocupado altos cargos públicos, como secretarios de despacho o
representantes diplomáticos. El consejo de gobierno propondría al gobierno diez ternas para
que entre ellas eligiese a los diez diputados de esta clase. Dos ternas tendrían que estar
integradas por miembros del propio consejo de gobierno.
Para la clase de propiedad, la elección constaba de dos grados. Las elecciones en primer
grado tendrían lugar en los distritos electorales señalados por el gobernador, y las de segundo
grado en la capital de los departamentos. Para ser elector primario se debía pagar una tercera
parte de la carga impositiva máxima autorizada. Por ejemplo, en la clase de propietarios, para
ser elector primario se requería pagar 20 pesos anuales de contribución directa en el
departamento de México, 12 en los de Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Puebla, San Luis,
Querétaro, Veracruz y Zacatecas, y ocho en los restantes. Los diputados de la clase de
servidores públicos no eran elegidos sino designados por la administración. Sin embargo,
como se ha dicho, las elecciones para la clase literaria y artística serían directas. Para sus
miembros se aplicaban los requisitos habituales de ingreso o propiedad o bien las
contribuciones impositivas.[40]
Sólo los miembros de cada clase podían votar por los diputados de su clase. La
convocatoria establecía una representación ascriptiva: sólo los miembros podían ser
representantes de su respectiva clase. Las formas de elección eran diferentes. Cada una
establecía requisitos específicos para los votantes. Para poder votar, además de las
restricciones específicas a cada clase, los ciudadanos debían tener por lo menos 25 años de
edad, y 30 años a fin de ser electos diputados. Los individuos, de acuerdo con sus
calificaciones, podrían solicitar su adscripción a varias clases. Sólo aquellos que hubiesen
pagado una suma fija por concepto de impuestos en el curso del año fiscal anterior podrían
nominarse como diputados por las clases de propietarios, comerciantes y fabricantes. En este
sentido, se procuraba imponer cierta gradación: se establecía una contribución de 150, 90 y 60
pesos para tres grupos diferentes de provincias.[41]
El criterio de población y territorial no fue ignorado del todo; fue considerado de manera
oblicua. En efecto, la población de cada uno de los departamentos se tomó en consideración.
En la determinación del número de diputados, así como las clases a las que debían pertenecer,
los autores de la convocatoria se habían fijado en “los ramos de trabajo y riqueza”. El
congreso, numeroso como se quería, sería el resultado de combinar el número de diputados,
“de manera que corresponda aproximadamente a 1 por cada 45 000 habitantes”. De esa forma
dándole a “la propiedad, comercio, minería, industria y profesiones, la representación de cien
diputados distribuidos en todos los departamentos, tienen por sí solas éstas [clases] el mismo
número de que a cada uno [de los departamentos] correspondía por las Bases Orgánicas, en
razón de 1 por cada 70 000 habitantes”. Además del mosaico de intereses que proporcionarían
las diferentes clases, era necesario —en palabras de los redactores de la convocatoria—, que
el congreso fuera numeroso debido a la importancia del objeto que estaba llamado a cumplir.
De esa forma, las opiniones e intereses del país estarían mejor representados y sus
resoluciones tendrían una mayor autoridad, “haciéndose más difíciles el juego de la intriga y
los artificios de ilegítimas influencias”.[42] Éste era un extraño eco de la lógica de El
Federalista, 10.[43]
Las elecciones por clases se realizarían, de acuerdo con la convocatoria, desde finales de
marzo, durante todo el mes de abril y hasta principios de mayo de 1846. Los diputados electos
debían estar reunidos en la capital a más tardar el 27 de mayo para empezar los trabajos
preparatorios del congreso extraordinario. Ese congreso debía “formar la constitución […]
dentro de seis meses contados desde su instalación, prorrogables por otros tres en caso
necesario”.
El debate en torno a la convocatoria, las elecciones y la instalación del congreso
extraordinario estuvo vinculado, desde un inicio, al tema de la monarquía. La facción
monarquista creó un diario, El Tiempo, para difundir sus ideas y crear un clima de opinión
propicio a sus fines. Mientras comenzaban a tener lugar las elecciones por clases en buena
parte del país, la prensa opositora publicaba duras críticas contra el sistema ideado por
Alamán. ¿Podrá, se preguntaba un diario, “tolerar la nación un congreso en que unos cuantos
hombres llevados de sus propias ideas, y contrariando las tendencias nacionales, vengan a
declarar que debe constituirse en monarquía?”[44]
En marzo de 1846 Mariano Otero escribió un texto, “Aristocracia de la riqueza”, en el
cual criticaba el modelo de organización electoral de la convocatoria, pero también la lógica
convencional del voto censitario. Afirmaba lo siguiente: “la distinción de la riqueza es un
poder extra constitucional, un poder que se hace cada día mayor en la sociedad”.[45] Según
Otero,
algunos escritores de política, entre ellos Benjamin Constant, al tratar de los derechos políticos asientan: que hay un principio
que hace una diferencia entre los hombres que reunidos en un mismo territorio son miembros del Estado, y los que no lo son:
que este principio se funda en que para ser miembro de una sociedad es menester tener cierto grado de ilustración y un
interés común con los demás miembros de la sociedad […] según este principio, parece que la mayor ilustración es una de
las circunstancias suficientes para conferir el ejercicio de los derechos de ciudadano. Esta circunstancia, acaso en otros
países en donde las masas del pueblo tienen un grado regular de cultura, podrá hallarse unida a la de la propiedad, y tomarse
ésta por base de la cualidad electoral; pero en un país como el nuestro, en que la ilustración no se halla difundida entre las
masas, es difícil que ambas cualidades se reúnan en un número suficiente de individuos que pueda en virtud de ellas ejercer
los derechos políticos, de lo que resultará, como de hecho ha resultado, que se encuentre un individuo que en virtud de ser
propietario pueda pagar una mayor cuota de contribución que otro que no lo es, y sin embargo tener ilustración el segundo y
no el primero. ¿Cuántos propietarios se encuentran en nuestra sociedad que carecen aun de aquellos conocimientos muy
comunes en el uso de la vida, y a estos hombres se conceden de preferencia los derechos políticos, cuando en la clase, por
ejemplo, de profesiones literarias muy pocos individuos tienen el derecho de votar porque no pagan la cuarta del máximum
de contribución señalado por la junta calificadora en la capital?[46]
La conclusión de Otero era: “no se puede, pues, entre nosotros tomar por base de la
cualidad electoral la riqueza, principalmente cuando el ramo de contribuciones está tan mal
organizado”.[47] Así, proponía que en México la distinción de la riqueza no estaba vinculada
con la distinción del talento y la educación porque era imposible que “una nación tan nueva en
la vida política y que tiene que luchar con arraigados hábitos y preocupaciones se halle en las
misma circunstancias de esos pueblos que hoy marchan al frente del progreso”.[48] La lógica
del argumento de Otero no parece muy sólida, pues no explica la razón de esa supuesta
excepcionalidad mexicana.
De forma similar, Carlos María de Bustamante reproducía en su Diario Histórico un
artículo de La Reforma, publicado el 29 de marzo, que combatía los cimientos teóricos de la
convocatoria:
todo ciudadano debe tener parte en la representación nacional: todo habitante debe ser representante o representado (decía
el conde de Mirabeau), en la tribuna francesa. Éste es principio fundamental en el sistema representativo: la universalidad
del sufragio activo y pasivo; por eso se toma por base la población, y se nombra un diputado por cierto número de almas.
Los ricos y los pobres, los nobles y los plebeyos, los grandes y los chicos, todos los habitantes, en fin, sin distinción de sexo
ni edad deben estar representados porque la sociedad impone a todos obligaciones y a todos concede derechos. La
representación por testamentos es ya de una época muy atrasada, y que son más conocidos los principios del sistema
representativo, ya no pasa, sería un anacronismo en política.[49]
Nótese que el problema para el autor de este texto era que el sistema electoral por clases
dejaba sin representación a las mujeres, los niños y otros que gozaban de la ciudadanía pasiva,
pero que estaban representados en un sistema electoral basado en la población. El artículo
criticaba, de igual manera, la representación de intereses:
no entendemos cómo se puede admitir la idea de una representación por clamor en un congreso constituyente, en donde no
se trata de intereses de clase; no van los comerciantes a defender intereses mercantiles, ni los labradores a sostener los de
la agricultura. En estos congresos se trata de fijar los derechos políticos de los habitantes, y éstos son comunes a todos: van
los diputados como ciudadanos y no como pertenecientes a ésta o a aquella profesión a fijar los derechos políticos de todos
los que residen en el país. La convocatoria que se ha expedido peca contra todos los principios conocidos.[50]
La representación por clases, argüían, era incompleta en sus propios términos, pues sólo
se representaba al alto clero y a los mandos superiores del ejército, pero sobre todo,
en esa convocatoria se llama a las clases y se excluye a la nación porque no se da representación a la clase proletaria; y en
un país donde la propiedad está tan mal distribuida, los ricos, la aristocracia monetaria, no es la milésima parte de la
población, y por consiguiente con toda ella queda excluida; y esta clase es la que da contribución de sangre y parte de la
pecuniaria, y es la que trabaja para las demás, y es la que puebla los talleres y los campos y las minas, y es el nervio del
Estado.[51]
Bustamante celebró el texto y escribió alborozado en su diario: “¡vaya un artículo exacto y
oportunamente escrito! Paréceme imposible que haya diputado nombrado que leyéndolo se
aventure a venir a México”.[52]
En abril El Republicano publicó un editorial titulado significativamente “Menoscabos de
la soberanía nacional y del sistema republicano, representativo popular, decretados por el
gobierno actual”. En él afirmaba:
a la luz de los principios no puede presentarse entre nosotros con agradables colores la convocatoria para el futuro congreso
constituyente, que ha sido considerada universalmente como la obra más adecuada para disminuir el derecho electoral y la
elegibilidad, y por lo mismo como la más propia para aumentar la clase proletaria, porque los miembros de una nación que
gozan del derecho de elegir son los ciudadanos de ella, y los que no lo gozan son proletarios, es decir, que se limitan
solamente a proporcionar individuos al Estado […] fácilmente se percibe de lo dicho que si el número de electores,
comparado con el resto de los miembros de la nación es demasiado corto, el gobierno se aproxima más a la aristocracia que
a la democracia y que ese inmenso resto queda excluido de los negocios públicos y reducido a una triste situación, a la de
ser contado por cabezas y no por ciudadanos. Las tendencias de la convocatoria, por lo mismo, no son favorables al
principio democrático y no es extraño, por tanto, que ofrezca graves dificultades en este país, en que los más decididos por
la aristocracia confiesan que no existe en él.[53]
Sin embargo, la exclusión de la gran mayoría de los varones no era una anomalía, sino una
de las características del gobierno representativo como existía en el resto del mundo en esa
época.
¿CLASES O INDIVIDUOS?
¿Cuál fue la génesis de la convocatoria de enero de 1846? Por lo general, la idea ha sido
atribuida a Lucas Alamán.[54] Ciertamente, la representación por clases se mencionaba en la
correspondencia entre el general Paredes y los principales conspiradores monarquistas,
quienes buscaban “la instauración de un tipo completamente distinto de autoridad”. De la
misma forma, los conjurados se mostraron satisfechos cuando Paredes mencionó, en su
manifiesto del 15 de diciembre, que todas las clases sociales habrían de participar en el
congreso extraordinario, “especialmente el clero, el ejército y los ricos propietarios”.[55]
Sin embargo, es notable que un país acostumbrado a elecciones con un sufragio muy
amplio aceptara un cambio tan radical en sus instituciones electorales. De hecho, lo más
factible era que se convocara a otro congreso constituyente siguiendo las fórmulas empleadas
en el pasado. El ministro español exponía la cuestión de la elección con claridad:
¿Había de verificarse por el método ordinario? ¿Había de hacerse por clases, como parecía indicarlo el Plan de San Luis?
¿Se exigirían garantías considerables para ser elector y diputado? ¿Se admitiría el sufragio casi universal como hasta aquí?
¿Se adoptaría como base la elección directa? ¿Se seguirá el método indirecto observado hasta ahora, mezcla monstruosa y
absurda de la constitución española de 1812, y la constitución federal de los Estados Unidos?[56]
En el círculo de Paredes muchos estaban por que el general se ahorrase el expediente del
congreso constituyente y nombrara dictatorialmente una asamblea de notables, como ya había
ocurrido en el pasado. Sin embargo, Paredes no se atrevió a hacerlo.[57] Por su parte, tanto
Juan Nepomuceno Almonte como Carlos María de Bustamante presentaron sus propios
proyectos. Ambos eran más democráticos y rechazaban la elección por clases.
En los primeros días de enero, Paredes le confió a Alamán la redacción de la
convocatoria. Contamos con el pintoresco testimonio de Bermúdez de Castro, quien muy
probablemente exageró su propio papel en los acontecimientos y disminuyó el de Alamán.
Según el diplomático español:
confiando la convocatoria a Alamán, estaba yo seguro de dirigirla a mi albedrío. Tuvimos una conferencia en que
acordamos: 1, la elección por clases; 2, el número de los diputados; 3, el método directo siempre que fuese posible; 4, la
influencia del Gobierno en las operaciones electorales; 5, garantías de mucha consideración en los electores y en los
elegibles. Pero al empezar Alamán su trabajo, le asaltaron sus temores, sus dudas, su irresolución habitual y vino a verme
para declararme que no sabía cómo vencer las dificultades que se presentaban en la elección por clases, por lo cual
estaba resuelto a renunciar a ella. Esto era perderlo todo. Lo cité a mi casa, me encerré con él cuatro días enteros,
redacté el proyecto, que le pareció muy razonable, y le encargué sólo la redacción de las bases y prevenciones generales.
Mucho tuve que trabajar para una combinación tan nueva y que era preciso despachar al momento por el insensato
compromiso tomado por Paredes: sin datos estadísticos suficientes, me dirigí por todos los que pude hallar. Así, pues, los
considerandos y los artículos desde el 25 al 108 inclusive son míos; el resto de Alamán. El presidente aprobó el proyecto y
sin que lo viese el Ministerio siquiera, pasó al Consejo donde, a pesar de muchos de los compromisos de sus individuos, fue
aprobado con escasas alteraciones.[58]
En efecto, el 16 de enero pasó el proyecto de convocatoria al Consejo de Gobierno. Se
había mantenido el sigilo sobre su contenido. Bustamante anotó al respecto en su diario:
anoche se pasó al consejo el expediente sobre la convocatoria […] se anuncia que será la diputación una carga consejil, que
importa tanto como decir será una corporación aristocrática, pues en ella se incluyen los grandes propietarios que propenden
a la monarquía detestada y contraria a la Constitución basada sobre principios populares.
Bustamante repetía las acusaciones de la prensa respecto a la autoría de la convocatoria:
“se insiste en que el autor de esta convocatoria es don Lucas Alamán, hombre fatídico para los
mexicanos y que trae en pos de sí la memoria del asesinato de Guerrero”.[59] Al día siguiente
consignaba que la convocatoria se discutía en el Consejo de Gobierno:
se nombró una comisión numerosa para su examen, y es asunto que tiene pendiente la expectación pública y tanto más
cuanto que hasta ahora no se ha podido penetrar la naturaleza de este proyecto y sobre él sólo hay conjeturas […] pero que
hieren la fibra de los mexicanos, pues se presume que las invocaciones ataquen el sistema popular representativo.[60]
Al parecer, fueron menores los cambios que se hicieron al proyecto. La propuesta de
Alamán establecía 200 pesos como cuota de contribución directa para ser diputado y el
Consejo la redujo a 150; de la misma forma, se había propuesto eliminar las dietas de los
diputados, mas éstas fueron reintegradas. El consejo también desechó un artículo que le daba
al presidente interino la facultad de nombrar diputados sustitutos, si los titulares o los
suplentes no se presentaban oportunamente en el congreso extraordinario.[61] Sin embargo,
como señalaba Bermúdez de Castro, todas las bases del proyecto habían sido respetadas:
la elección y la representación por clases, las eficaces garantías para la cualidad electoral y elegible, la elección directa en
todos los casos en que ha sido aplicable y en los restantes dos grados, la intervención del gobierno en la formación de las
listas y en las operaciones electorales; las bases esencialmente aristocráticas, tan nuevas y tan poco conformes a las
tradiciones políticas de este país, no han sufrido cambio alguno ni modificación.[62]
La idea de que el sistema de representación por clases fue el producto de las musas que
visitaron al poeta Bermúdez de Castro en los cuatro días de encerrona con Alamán tiene su
encanto romántico, pero probablemente es falsa. Como se apuntó, es poco probable que un
proyecto de esta naturaleza hubiera logrado imponerse a menos que contara con el apoyo
suficiente de una parte de la clase política. Así fue. Recordemos que no sólo se publicó la
convocatoria, sino que se llevaron a cabo elecciones conforme a sus términos y se instaló un
congreso que sesionó durante dos meses.[63] Aunque el sistema electoral de la convocatoria
era inédito, tenía claros referentes en la historia reciente del país y sus ideas torales no eran
del todo desconocidas para los mexicanos. El lenguaje de las clases y la política no eran una
ocurrencia lírica: estaba en la cultura política de la época desde la consumación misma de la
independencia.
El propio Paredes y Arrillaga —que en los floridos informes del ministro español aparece
como poco menos que un títere movido por los hilos de los conspiradores— tenía ideas
propias.[64] Desde 1842 el general pensaba que la participación política debía restringirse y
que las clases acomodadas debían encontrar una representación corporativa en los congresos.
[65] En una carta dirigida a Santa Anna, el general esbozaba su visión. La idea de apoyarse en
las clases acomodadas,
que por tener qué perder, no pueden menos que ser favorables al orden, me parece que puede realizarse dando cierto
carácter político, aunque puramente pasivo, a las corporaciones que las representan. Tales son, a mi juicio, los cabildos, por
lo que toca a la Iglesia; las juntas de fomento por lo respectivo al comercio; las diputaciones de minería cuando estén
restablecidas; las juntas de industria; otras, que podrían crearse, de propietarios, para el fomento de la agricultura, los
tribunales y establecimientos médicos, por lo que respecta a las personas de profesión literaria, o bien, otra clase de cuerpos
literarios que podrán organizarse.[66]
Para Paredes, estas corporaciones, junto con el clero y el ejército, debían estar
representadas en la cámara alta de un congreso constituyente bicameral, “el resto del pueblo lo
sería por otra cámara, en la que no podría entrar ningún proletario, y para cuya formación no
debería darse derecho a elegir más que a los que tuvieran un capital que no bajara de tres mil
pesos o una renta de mil”.[67]
Estas ideas fueron recibidas favorablemente por varios de los interlocutores de Paredes y
Arrillaga. Así, un año más tarde, en 1843, inspiraron un modesto experimento institucional,
cuando la Junta Nacional Legislativa —que sustituyó al disuelto congreso constituyente de
1842— decidió integrar en su constitución (las Bases Orgánicas de 1843) una parte del
senado con representantes de diversas clases. De esta forma, dos tercios (20) de los 63
senadores serían elegidos por las asambleas departamentales. El artículo 40 de las Bases
estipulaba que “las asambleas departamentales elegirán los senadores que les corresponde,
nombrando precisamente cinco individuos de cada una de las clases siguientes: agricultores,
mineros, propietarios o comerciantes, y fabricantes”.[68] A diferencia del resto de los
senadores —que debían contar con una renta anual o sueldo de 20 000 pesos—, los 20
senadores representantes de las clases debían poseer una propiedad raíz con un valor no
menor a 40 000 pesos.
El debate sobre el artículo 51 del proyecto de constitución tuvo lugar entre el 24 y el 27 de
abril de 1843 en el seno de la Junta Nacional Legislativa. ¿Qué propósito tenía la
representación por clases en las Bases Orgánicas? Los debates revelan un entendimiento mixto
por parte de los constituyentes, no del todo coherente. Algunos de los argumentos apoyaban la
representación de intereses, pero la lógica antigua de la constitución mixta no estaba del todo
ausente de las discusiones.[69] La propuesta fue impugnada por Juan Rodríguez de San Miguel.
Manuel Baranda defendió el proyecto de la comisión y explicó qué era lo que pretendía: “lo
que se pretendió al nombrarlos [a los senadores] es que representaran a la nación
representando las clases”.[70] Puesto que los senadores serían elegidos por todos los
departamentos, no habría lugar para la intriga y así serían más populares. Cayetano Ibarra
abundó en los motivos de la comisión: “el objeto había sido crear un cuerpo mediador entre el
gobierno y el congreso […] que se pusieran ciertas clases ameritadas para que tuvieran como
una remuneración de sus servicios”.[71] A este papel de las clases, como amortiguador entre el
gobierno y el elemento popular, se añadía un argumento sobre los efectos políticos de la
exclusión. En efecto, José María Tornel defendió el proyecto de la siguiente manera:
lo que se quería era que los [senadores] representasen las clases; que el no considerar éstas hizo cayeran las constituciones
pasadas; que los congresos populares se constituían en tiranos y oprimían a las clases por no haber un contrapeso a favor de
éstas y que teniendo indudablemente éstas derechos y obligaciones, deben tener igualmente representación: que el hacer
esto no es constituir aristocracia, porque estos individuos de las clases son del mismo pueblo.[72]
Como se puede ver aquí, estaba presente la idea del gobierno mixto, sobre las diferentes
ramas del gobierno que debían representar distintas fuerzas sociales. Sin embargo, a los ojos
de algunos de sus proponentes, las clases sociales no constituían estamentos del antiguo
régimen.
Las objeciones fueron de diversa índole. Ortega arguyó que la comisión no justificaba por
qué se representarían esas clases y no otras, “no menos útiles a la sociedad”.[73] Rodríguez de
San Miguel adujo que la riqueza no equivalía a educación. Navarrete afirmó que las
condiciones de propiedad raíz privilegiaban a los propietarios a expensas de los
comerciantes, que no invertían en ese tipo de bienes.
La respuesta a las críticas destacaba la lógica del gobierno equilibrado. Baranda
argumentó que las clases nombradas (agricultores, mineros, propietarios o comerciantes, y
fabricantes) habían sufrido de una falta de representación. En efecto, el objetivo era
que fuesen representadas las clases, así como el congreso representaba las masas, que no se cierra la puerta a las otras
clases pues pueden entrar por muchos títulos y realmente entran sin necesidad de ser expresamente llamados, sucediéndose
lo contrario con las que el artículo señala, que también se propuso la comisión el que aunque hubieran revoluciones tuvieran
estas clases quienes las representasen y no fueran oprimidas.[74]
La representación de intereses debía estar vinculada directamente con los diputados. Así,
Posada afirmó que había clases que históricamente no habían tenido representación, “que la
causa de que no se hayan tratado en ningún congreso de los intereses de las clases era que no
habían tenido representación”. El artículo fue aprobado por una clara mayoría de 40 votos
contra cuatro.[75]
EN POS DE LA QUIMERA
El referente explícito del sistema electoral de Alamán era la convocatoria al congreso
constituyente de 1821. Podemos afirmar que en realidad el modelo no fue la convocatoria de
1821, sino la propuesta original de Iturbide. En efecto, el documento que se expidió al final
sólo la recogió de forma parcial. Conviene detenerse en ella. Después de experimentar en
varias ocasiones con el sistema electoral de Cádiz los mexicanos experimentaron fugazmente
con un método alternativo que combinaba el modelo gaditano con la representación territorial
y por clases. ¿Qué había ocurrido con las elecciones entre 1810 y 1821 en la Nueva España
para que algunos de los actores principales quisieran modificar significativamente el sistema
electoral conocido al momento de la independencia? La respuesta en corto es: movilización
popular e incertidumbre en torno a los resultados de las contiendas.[76] Las lecciones de la
breve pero intensa experiencia del gobierno representativo, previa a la independencia,
resultaron ambiguas. Según Richard Warren, “los iturbidistas avizoraban un sistema político
que incorporase una participación política más amplia pero que pusiese límites estrictos a las
opciones al alcance de los que podían votar”.[77]
El resultado de estas preocupaciones fue realmente singular. Cuando en 1821 se discutió la
idea de elegir un congreso constituyente, la Junta Provisional Gubernativa decidió que la
asamblea se integrase por representantes de las diferentes “clases” de acuerdo con su
importancia e influencia. El congreso debería estar compuesto por 162 diputados: 114
ciudadanos más nueve eclesiásticos, nueve militares, nueve magistrados, nueve abogados, dos
labradores, dos empleados, dos artesanos, dos comerciantes, dos mineros, un título y un
mayorazgo (48 diputados o 30% del congreso).[78]
Este diseño pretendía incluir a los principales grupos de interés. Contra lo que algunos
estudiosos sostienen, la convocatoria fue el resultado de una compleja negociación entre
varios actores y tal vez no reflejó las preferencias de ninguno.[79] Ciertamente no incorporó en
su totalidad la propuesta original de Iturbide. Varios actores participaron en los debates sobre
el congreso al que se convocaría. Las discusiones comenzaron en el seno de la Junta
Provisional Gubernativa, donde se nombró una comisión de convocatoria que propuso
cambios menores a la legislación gaditana con miras a ampliar la franquicia.[80] Entre estas
modificaciones estaban: otorgar el voto a todos los ciudadanos del imperio sin importar su
origen racial o si eran empleados domésticos, y aumentar el número de diputados a uno por
cada 50 000 habitantes. Al mismo tiempo, la regencia manifestó a la Junta que presentaría su
propio proyecto, lo cual hizo el 6 de noviembre de 1821. De acuerdo con su propuesta, y a
diferencia del legislativo unicameral de Cádiz, el congreso estaría divido en dos cámaras. Una
de ellas estaría integrada por 12 o 15 representantes del clero, 12 o 15 militares, un
procurador por ayuntamiento y un apoderado por cada audiencia territorial. La segunda sala
estaría integrada por diputados electos por el pueblo, a razón de uno por cada 50 000
habitantes.[81] El objetivo era evitar el despotismo legislativo.
Con todo, la mayoría de la junta favorecía la preservación del modelo electoral gaditano.
[82] No creía tener la autoridad para variarlo. Para complicar más este escenario, el 8 de
noviembre la regencia, con su presidente Agustín de Iturbide y acompañado por militares, se
presentó en el recinto donde sesionaba la junta. Iturbide presentó su propio proyecto que, dijo,
había elaborado la noche anterior. En él proponía, al igual que la regencia, un congreso
bicameral, según el cual una vez electos los diputados se separarían en dos salas y trabajarían
por separado. El congreso representaría a las clases. En la propuesta, que mandó publicar,
afirmaba que
las clases en que está distribuido el Pueblo, y a que se reduce todo él, vienen a ser: primera eclesiásticos: segunda
labradores, tercera mineros: cuarta artesanos: quinta comerciantes: sexta militares: séptima marinos: octava empleados en
Hacienda, Gobierno y Administración de justicia: novena literatos: décima títulos: undécima pueblo.[83]
La lógica de la propuesta de Iturbide era transparente: “nombrando cada una de estas
clases sus representantes, y comprendiendo en la del Pueblo a todos los que señaladamente
no pertenecen a alguna de las otras, está conseguida la representación”.[84] Así, proponía un
congreso de 120 diputados: 18 eclesiásticos, 10 labradores, 10 mineros, 10 artesanos, 10
comerciantes, nueve del ejército y marina, 24 empleados del gobierno, hacienda y
administración de justicia, 18 literatos, dos títulos y los nueve restantes “al pueblo”.[85]
Se trataba de una propuesta de inclinación corporativa, pues la elección de los diputados
la harían —en los casos que fuera posible— cuerpos ya constituidos. En efecto, las elecciones
de los diputados eclesiásticos las harían los cabildos de las nueve iglesias catedrales “y los
curas de todas ellas”. Las elecciones de comerciantes las harían los consulados, las de los
militares los estados mayores de infantería, caballería, dragones, artillería e ingenieros. Los
diputados literatos serían designados o electos por la Universidad de México o su Colegio de
Abogados. Para elegir títulos, los diputados sólo votarían los títulos del imperio. Los
empleados públicos serían designados por los jefes políticos y los intendentes y las
Audiencias de México y Guadalajara. Sin embargo, los artesanos
podrán hacer sus elecciones conforme a la constitución de España, con sola la diferencia de que no voten más que los
maestros que tengan casa abierta con oficina o taller en corriente, y que por esto son los verdaderos interesados en el
arreglo del departamento […] los labradores pueden hacerla de la misma manera, declarándose que por labradores deben
entenderse, no sólo los dueños de fincas rústicas, sino también los arrendatarios, pero no los jornaleros que deberán
agregarse a la clase de pueblo y votar en ella como los demás.[86]
Finalmente,
el pueblo en cuya clase entran, como está ya indicado, todos los que señaladamente no pertenecen a alguna de la otras,
podrá hacer la elección de sus diputados conforme a la Constitución de España, aunque en esta elección popular, como en
todas, se corre siempre el riesgo de que se aumente excesivamente el número de diputados de cualquiera otra de las clases,
cuyo inconveniente no es fácil de remediar.[87]
El argumento de Iturbide tenía tres partes. La primera favorecía la calidad sobre la
cantidad. Afirmó que puesto que “cada clase conoce a los suyos, y es al mismo tiempo
interesada en elegir los de más talento, probidad e instrucción, se debe esperar naturalmente
que en el Congreso se reúna todo lo mejor”. Sin embargo, la premisa del argumento sólo se
sostenía si los miembros de una clase votaban por sus representantes. Sólo de esa manera
funcionaría la elección como un filtro para decantar a los mejores del resto. En segundo lugar,
el número exacto de los diputados por cada clase no era importante, pues no estaba
determinado por la población. Se debía atender, en cambio, a “la influencia que tenga [la
clase] en el Estado, el interés que tome por su felicidad”. Así, para Iturbide la clase más
importante era la de empleados de gobierno, seguida de las de eclesiásticos y literatos. Por
último, había también una preocupación por el equilibrio social, aunque no sería producto del
número de diputados que cada clase pudiera tener. Por eso “se puede disminuir en unas y
aumentarse en otras el número de diputados, como se haga de manera que no se den por
ofendidas las demás, por no haber peligro de que una sola, o con los votos que puedan
agregársele de otras, prepondere a las demás, en especial habiendo intereses opuestos como
de ordinario los hay”. La división en clases, pensaba, hacía imposibles las alianzas para
formar una coalición hegemónica. Operaba la lógica de la constitución mixta: fuerzas sociales
inherentemente opuestas entre sí se equilibrarían unas a otras.
Tiene razón María José Garrido cuando afirma que el método de elección de la propuesta
de Iturbide “no sólo se contradice con el sistema de representación y práctica electoral que se
estaba practicando desde que se proclamó la constitución de Cádiz. También y más importante
aun, favorecía un mecanismo electoral de tipo más tradicional y, con ello, desvirtuaba la idea
de igualdad política de los ciudadanos introducida por el liberalismo”.[88] Esta ruptura con la
incipiente representación liberal sólo puede comprenderse como una reacción a la
movilización popular y a la competencia política durante las elecciones que se celebraron en
la Nueva España antes de la independencia.
El 10 de noviembre una nueva comisión de convocatoria, designada esta vez por Iturbide,
presentó su dictamen. Ese mismo día se aprobó la convocatoria al primer congreso
constituyente mexicano.[89] La convocatoria fue el producto de una negociación entre los
actores, y el resultado se apartó notablemente de la propuesta de Iturbide. Como se apuntó
antes, la convocatoria aprobada ordenó que el congreso estuviera integrado por 162
diputados, de los cuales sólo 30% representaría a alguna clase, mientras que Iturbide deseaba
que prácticamente todos los diputados fueran representantes de grupos de interés (salvo los
nueve “del pueblo”). La propuesta de la elección corporativa también fracasó. El proceso
electoral se haría, más o menos, siguiendo el modelo gaditano.[90] Los ciudadanos comunes y
corrientes, sin importar el sector o clase a la que pertenecieran, votarían
en la primera fase del proceso por todos los representantes que de acuerdo con la división en partidos le correspondiera,
independientemente de si el diputado a elegir debía necesariamente formar parte de alguna clase en específico. Su voto no
estaría condicionado a la pertenencia corporativa ni como elector ni en relación a los representantes que se debían elegir.
Bien vista, la convocatoria significó un “rotundo fracaso para Iturbide”.[91] En sus
memorias el ex emperador la criticó así:
era defectuosísima, pero con todos sus defectos fue aprobada y yo no podía más que conocer el mal y sentirlo. No se tuvo
presente el censo de las provincias; de aquí es que se concedió un diputado, por ejemplo, a las que tenían cien mil habitantes,
y cuatro a la que tenían la mitad. Tampoco entró en el cálculo que los representantes debían estar en proporción de la
capacidad de los representados: de entre cien ciudadanos instruidos, bien pueden sacarse tres o cuatro que tengan las
calidades de un buen diputado, y entre mil que carecen de ilustración y de principios, con dificultad se encontrará tal vez a
quien la naturaleza haya dotado de penetración para conocer lo conveniente; de imaginación para ver los negocios por los
aspectos precisos, al menos para no incurrir en defectos notables: de firmeza de carácter para votar por lo que le parezca
mejor y no variar de opinión una vez convencido de la verdad; y de la experiencia necesaria para saber cuáles son los males
que afligen a su provincia y el modo de remediarlos, pues aun cuando esto último no esté a su alcance bastaría que oyendo
supiese distinguir.[92]
Alamán tenía una interpretación propia sobre este episodio. En 1852, al reconstruir los
eventos en su Historia de México, consignó que Iturbide había terminado por reconocer que
las elecciones para el primer congreso constituyente habían sido un fraude. En palabras del ex
emperador:
se engañó al pueblo diciéndole que existía en él la soberanía; que iba a delegarla en sus diputados y que al efecto iba a
nombrarlos, no habiendo tal nombramiento sino por parte de los ayuntamientos, o más bien, de los directores de aquella
máquina, que luego quedaron en el congreso después de la cesación de la junta, para continuar sus maniobras como lo
hicieron.[93]
Para Alamán, el error de Iturbide fue no comprender cabalmente las causas de su fracaso.
No había tenido la suficiente distancia crítica para sopesar el modelo del gobierno
representativo que deseaba emular. Así, Iturbide,
alucinado con la posibilidad del sistema representativo que definió con exactitud en pocas palabras, así como fijó con igual
precisión las calidades esenciales de un diputado, creía entonces que era efecto de un abuso local y del momento, lo que es
una consecuencia precisa del sistema mismo, que está en su naturaleza, y que si puede hasta cierto punto evitarse con
la elección directa o por clases, es impracticable limitar, como él pretendía, el derecho electoral, asignando el número de los
representantes en proporción a la capacidad de los representados, por lo que las elecciones llamadas populares, dependerán
siempre de manejos ocultos y de la audacia de “los directores de estas máquinas”, si no es en algún caso raro o en alguna
circunstancia extraordinaria, en que el buen sentido pueda sobreponerse a tales maquinaciones.[94]
La lección era que, en un sistema basado en el principio de una persona un voto, los
representantes no podían estar en proporción con la capacidad de los representados, como
quería Iturbide.[95] La conclusión de Alamán era que
los cuerpos con carácter representativo, adolecieron entre nosotros desde su mismo origen, de los vicios que se observan en
ellos en su decrepitud. Desde entonces se ganaban por asalto o por sorpresa las votaciones; desde entonces era necesario
que se recordase la hora a que se debía abrir la sesión, porque no asistían con puntualidad los individuos de la junta […] y
esto cuando se trataba de un corto número de personas y de las más respetables de la ciudad. Vióse palpablemente en esta
discusión, que las resoluciones de estos cuerpos, no suelen ser conformes con la opinión de la mayoría de la población, que
se dice que representan […] demostrándose así con cuánta razón Iturbide llamó al sistema representativo “una quimera”.
[96]
Sin embargo, este desencanto sólo vendría después;[97] en 1846 aún no estaba presente. Al
momento de idear el nuevo sistema electoral, Alamán pensó que el problema en 1821 fue que
el mecanismo que daba coherencia a la elección por clases (que sólo los miembros de una
clase pudieran votar por los representantes de esa clase) había sido torpemente desmontado
por la Junta Provisional en el curso de las negociaciones en torno a la convocatoria. Al hacer
la elección popular y abierta, la representación por clases había perdido sentido. La solución,
entonces, pasaba por recobrar integralmente la propuesta de Iturbide y hacer que todo el
congreso estuviera integrado por representantes de las clases, electos a través de
procedimientos específicos a cada una de ellas. Esos diputados serían “nombrados por
individuos de sus respectivas clases”.[98]
La elección no sería popular, y precisamente por eso funcionaría el gobierno
representativo. Tal vez, pensó, era posible que los representantes estuvieran en proporción a
la capacidad de los representados. Los padrones serían un filtro de las calidades de los
electores primarios. Sin embargo —y en esto Alamán rompía con Iturbide y con las Bases
Orgánicas de 1843—, había que abandonar en la medida de lo posible la definición
corporativa de las clases. Sólo los diputados del ejército y el clero pertenecerían a cuerpos
preexistentes. Las clases serían definidas estrictamente por su función social, no por su
membresía corporativa.
Las propuestas institucionales que le daban a las clases sociales un papel preponderante
en la organización de cuerpos representativos y las variaciones consecuentes en los sistemas
electorales no eran simples ocurrencias de un par de individuos aislados; conformaban una
corriente coherente, aunque marginal, de pensamiento político presente desde la fundación
misma de la nación. ¿Cómo caracterizarla? No se trataba sólo de un anacronismo.
Ciertamente, había una añoranza por la coherencia social de una organización corporativa. Por
eso proponían asignarle una función electoral a los antiguos cuerpos del orden colonial. Esto
puede verse tanto en la propuesta de Iturbide, como en las cartas de Paredes y Arrillaga.[99]
Sin embargo, esto no era todo. También estaba presente una insatisfacción, muy moderna, con
las bases individualistas del orden político. El lenguaje mismo de las “clases sociales” no
pertenecía al pasado, sino al futuro.
La lógica del sistema, propuesto primero por Iturbide y después por Alamán, tenía cierta
similitud con la idea de representación de intereses desvinculados de Burke, pero era de
hecho muy diferente. Burke concebía intereses amplios, relativamente fijos, escasos en número
y bien definidos, de los cuales cada grupo o localidad tenía sólo uno. “Estos intereses son en
gran parte económicos y están asociados con localidades particulares, cuyo modo de vida
caracterizan y cuya prosperidad global traen implícita. Burke hablaba de un interés mercantil,
de un interés agrícola, y de un interés profesional”.[100] Estos intereses eran exclusivos y no
mudables. Su fijeza y amplitud fueron lo que permitió a Burke argumentar “que el
representante de Bristol, al representar el interés mercantil, también representa virtualmente a
todos los demás ‘puertos y centros de navegación y de comercio’ ”.[101] Como afirma Hannah
Pitkin, “en buena medida, estos intereses están concebidos como ‘desvinculados’; no es el
interés de los granjeros, sino el interés agrícola —una realidad objetiva que Burke entiende
aparte de la situación de algunos individuos y que podría llegar a afectarles—”.[102]
Burke pensaba que debía existir una representación de los intereses fijos, como la
agricultura o el comercio, que los miembros designados al parlamento debían representar,
pero nunca se le ocurrió tener, como proponía primero Iturbide y después Alamán, una
representación adscriptiva literal. En el parlamento inglés no había representantes
“mercantiles” formales (escaños reservados para tales intereses), aunque ciertamente muchos
de los miembros representaban ese interés. Como señala Pitkin: “cuando Burke dice que la
Cámara de los Comunes debe reflejar la nación, no se refiere a la exactitud de la equivalencia
numérica. Únicamente quería asegurar que las quejas del pueblo fueran expresadas ante el
Parlamento”. Asimismo, “en ninguno de los conceptos de representación de intereses —el
particular o el nacional— Burke se preocupa por el número de representantes que un lugar o
interés manda al Parlamento”.[103]
El intento de caracterizar los experimentos de Iturbide y Alamán como modernos o
anacrónicos puede oscurecer aspectos significativos, en particular su originalidad. No
significaron tanto un paso atrás en el desarrollo del gobierno representativo como un paso a
un lado; una fracasada vía alterna a los sistemas de elecciones indirectas y restricciones
individuales al sufragio. La convocatoria de 1846 debe entenderse como el resultado
institucional de la crisis política recurrente: fue la penúltima parada en un largo viaje de
desencanto y frustración. La pregunta clave es: ¿qué ocurre cuando el gobierno representativo
es sometido a poderosas fuerzas desintegradoras, como ocurrió en México y en la mayor parte
de Hispanoamérica en las primeras décadas del siglo XIX? Las elecciones no podían fundar
gobiernos estables y duraderos. ¿Era culpa de los mexicanos? Es cierto que una parte de la
responsabilidad era de las nuevas naciones, pero el fracaso repetido hizo a Alamán y a otros
escudriñar con lupa los principios del gobierno representativo para tratar de dar cuenta de su
ineficacia a fin de fundar el orden político. Ese análisis produjo un hallazgo original y precoz.
Bajo examen un supuesto se reveló defectuoso: el individualismo. En tiempos caóticos la
representación individual era frágil, pues los individuos aislados no encarnaban las fuerzas
sociales disolventes o integradoras del Estado. No eran capaces de transmitir el orden social a
la estructura institucional. De ahí que procedimientos electorales que tomaran al individuo
como la unidad básica no pudieran conferirle a los cuerpos representativos la autoridad social
necesaria para fundar arreglos duraderos. Ésta, sin embargo, no era una conclusión válida sólo
para México; años después otros pensadores llegarían a la misma. En efecto, en el resto del
mundo el advenimiento de nuevas fuerzas sociales, producto de la industrialización, tuvo el
mismo efecto de poner en duda las bases individualistas del gobierno representativo.
Después del fracaso de las restricciones censitarias del centralismo, Alamán concluyó que
además de la propiedad se necesitaba un anclaje social adicional en ciertas ocupaciones.
Pensaba que estas membresías afectaban de manera más determinante que la propiedad, el
carácter, y las miras de las personas. De ahí que se privilegiara la función social: las
profesiones así como las actividades productivas específicas. Ello explica de igual forma el
cambio de énfasis de la propiedad a la contribución. No importaba cuánta propiedad tuvieran
los individuos, sino más bien cuánto aportaban al mantenimiento del Estado.
El sistema de Alamán no era nostálgico, sino visionario. En efecto, como señala Robert
Nisbet, “nadie que esté familiarizado con la historia del pensamiento moderno europeo puede
dejar de señalar la diferencia entre los siglos XVIII y XIX en relación con el pensamiento de
ambos siglos acerca del hombre y de la sociedad”.[104] En efecto,
la mayoría de los mecanismos del derecho natural han desaparecido completamente, y han sido reemplazados desde
comienzos del siglo XIX por un grupo de conceptos íntimamente relacionados cuyo fundamento no residía en lo individual
sino en lo social; esto es, el conjunto de vínculos reales y uniones entre los seres humanos depositarios del desarrollo
histórico, que se manifestaba en las instituciones y las costumbres y que había sido menospreciado durante tanto tiempo por
los pensadores del derecho natural.[105]
De esta forma se produjo un gran cambio en el estilo del pensamiento político y social.
Esa transformación se puso de manifiesto en su lenguaje: “palabras tales como social,
tradición, costumbre, institución, folk, comunidad, organismo, trama y colectivo, alcanzaron
de la noche a la mañana un prestigio y una función que no habían conocido desde la época del
pensamiento realista vs. el nominalista en la Edad Media”.[106] Nisbet cree que tampoco
podemos pasar por alto la difusión en el pensamiento del siglo XIX de la familia, parentela, parroquia, pueblo, clase
social y casta, estatus, ciudad, iglesia, secta, etc., obviamente todas ellas moléculas históricamente formadas de la gran
realidad, la sociedad. Esto, y no los individuos atomísticos, abstractos que quería la imaginación del derecho natural son los
sujetos verdaderos de una verdadera ciencia del hombre.[107]
Así, muchos pensadores concluyeron que la sociedad determinaba la conducta, incluso la
naturaleza misma del individuo. Comte, al construir su nueva ciencia social, reconoció
explícitamente a los reaccionarios como Maistre y Bonald. Esta certeza se encuentra en el
nacimiento mismo de la sociología moderna. En efecto, en 1893 Durkheim afirmó que una
sociedad compuesta por “una polvareda infinita de individuos inorganizados que un Estado
hipertrofiado se esfuerza en encerrar y retener constituye una verdadera monstruosidad
sociológica”.[108] Creía que “la ausencia de toda autoridad corporativa crea en la organización
de un pueblo […] un vacío cuya importancia es difícil exagerar”.[109] Por ello propuso
“corporaciones reformadas” que mediaran entre el individuo y el Estado.
Israel Arroyo afirma que el diseño de congreso de Alamán tuvo más semejanzas con el
ideal último de representación política de Stuart Mill, que con las Cortes tradicionales de
España o los estados generales de Francia. Cree que “se adelantó, en algunos aspectos, a las
ideas sistematizadas por el tratadista inglés de la representación. Hoy en día, sin embargo,
Mill es estudiado y reverenciado como un liberal ‘impoluto’; Alamán, como un reaccionario y
opositor a toda forma de gobierno representativo”.[110] Aunque Mill, como Alamán, apoyaba
la restricción del derecho electoral a los contribuyentes, probablemente sea exagerado
encontrar demasiadas coincidencias entre ellos. Sin embargo, lo que sí comparte Alamán con
el autor de Del gobierno representativo es un lenguaje.[111] Era el lenguaje moderno que había
descubierto la importancia de lo social. Baste un ejemplo de Mill: “una democracia con
derechos iguales y universalmente reconocidos en una nación cuya mayoría numérica se
componga de una sola y misma clase va siempre acompañada de notables inconvenientes”.
[112]
No obstante, debemos señalar que el auge de la sociología no pareció alterar demasiado
los fundamentos normativos del gobierno representativo. Los conceptos tal vez habrían sido
remplazados, pero no así las instituciones. Muy pocos países buscaron —como México en
1846— reconfigurar los principios del gobierno representativo de acuerdo con las nuevas
ideas sociológicas. Durante los siglos XIX y XX las unidades básicas de consentimiento
siguieron siendo los individuos, como en el siglo XVIII. Ello prueba que el derecho natural no
había sido derrotado por completo, al menos en la imaginación política y moral de Occidente.
Esas instituciones no enfrentarían un reto serio sino hasta el advenimiento del fascismo en el
primer tercio del siglo XX. Por eso el experimento de Alamán hoy nos parece anómalo. Mas
tomemos en cuenta que ni siquiera la propuesta de Stuart Mill del voto plural —que partía
también del reconocimiento de la desigualdad de ilustración entre los individuos que
componían una sociedad, y que indudablemente ha tenido mejor prensa— tuvo éxito en
naturalizarse en la democracia liberal.
Con todo, el problema de la coherencia social —que Alamán intentó solucionar mediante
la representación por clases— fue reconocido por otros pensadores. Once años después de la
convocatoria de 1846, George Harris todavía argumentaba en favor de una teoría alternativa
de la representación en Inglaterra. En 1857 se preguntaba: ¿deben los intereses o sólo los
números constituir el elemento representativo del Estado? Harris argumentaba que “el interés
de los números o lo que vulgarmente se llama ‘la voz de los millones’ no es el único interés,
sino apenas uno de los varios que deben ejercer influencia en la asamblea representativa de la
nación”.[113] Si el criterio dominante era la mayoría, ¿por qué puede el parlamento desafiar
una opinión pública mayoritaria? Los principios eran muy similares a los de Alamán en
México: “todos los intereses reales y esenciales del Estado deben estar representados en su
asamblea legislativa […] cada uno debe estar representado en la debida proporción de su
importancia relativa”.[114]
La propuesta de la representación por clases animaría todavía la imaginación política de
algunos mexicanos en los años siguientes. De hecho, prohijaría un singular entendimiento del
sistema representativo, muy distinto del hegemónico en Occidente: una fusión de elementos
monárquicos, aristocráticos y democráticos. Otro camino hacia la modernidad política. Por
ejemplo, en 1849 el controversial obispo de Michoacán, Clemente Munguía, afirmó en su
tratado Del derecho natural en sus principios comunes y en sus diversas manifestaciones:
“el sistema representativo exige por su misma naturaleza y objeto, que estén íntegramente
representados en el gobierno todos los órdenes, todos los intereses, todos los elementos
activos de la sociedad civil”.[115] Para ello era necesario,
que los ciudadanos deban distribuirse en clases, y no aglomerarse para el ejercicio del más importante y vital de sus
derechos políticos. Distribuir la elección por clases, no es organizar la aristocracia ni marchar a la oligarquía, como algunos
alucinados y superficiales pretenden; sino transplantar a la acción todos los principios de orden y hacer que domine el
pensamiento lógico y moral en el tenor y forma de la leyes.[116]
Aunque sólo fue parcialmente exitoso, el experimento electoral de 1846 demostró que
podía existir un sistema alternativo. Todavía en 1849 Alamán, esta vez desde las páginas de El
Universal, abogaba por él. Mientras las elecciones no dejaran de producir cuerpos
legislativos separados del pueblo y opresores de la voluntad popular no se podría establecer
en realidad el gobierno representativo. Para El Universal era un error
creer que el pueblo tenga en el derecho de votar la defensa y garantía de sus intereses, que afiance su voluntad, que
sostenga su soberanía y poder; pues por ingeniosas que sean las formas y combinaciones del sistema electoral, el resultado
es siempre el mismo, esto es, que por falta de conocimiento en los que eligen, y por la escasez de personas aptas y capaces
para ser elegidas, se llene el gran número prescrito con una multitud de charlatanes ineptos.[117]
El problema para Alamán era que los congresos omnipotentes, incapaces de ser
equilibrados por otras fuerzas, oprimían al pueblo. La razón de esto era para él muy clara:
“las clases de que se forma la sociedad no tienen una verdadera representación que custodie
sus intereses, que conozca sus diferentes necesidades, que esté al alcance de sus
padecimientos, que distinga los medios prácticos de remediarlos”. Por el contrario, si se
invitaba a los pueblos a
darse una representación que defienda sus derechos, que custodie sus intereses, que promueva sus adelantos físicos y
morales, que oponga algún dique a los avances del poder formidable de su legislador, que aun cuando haya sido establecido
por el mismo pueblo, la realidad es que posee y poseerá sobre él aquel poder. Invítesele, decimos, que por clases, como es
justo, tenga unos cuerpos constantes defensores de sus derechos, perpetuos depositarios de la leyes y títulos que las
favorezcan […] el pueblo entonces tendría una verdadera representación que lo defendiese.[118]
Las clases, al organizar a la sociedad (solucionado los dilemas de acción colectiva,
diríamos usando la jerga politológica actual), podrían oponerse de manera más eficaz a los
ogros legislativos que los individuos aislados. El tema había sido ya tocado por Tocqueville
años antes, en su análisis de las asociaciones voluntarias en los Estados Unidos.
En 1849 Alamán empezaba a perder la fe en que las paradojas del gobierno representativo
podían, tal vez, resolverse con otro sistema más realista. Nadie había tomado la senda abierta
en 1846. Y los sistemas electorales ordinarios, en México y el mundo, no parecían mejorar
con el paso del tiempo. El Alamán escéptico, de la Historia de México, que criticaría a
Iturbide por haberse dejado “alucinar” por el sistema representativo, comienza a asomarse. En
otro artículo escrito un año antes, Alamán escribió:
no se entienda por lo dicho, que tratamos de señalar los defectos de nuestras elecciones para que se remedien. Demasiado
sabemos que las viejas naciones de Europa se agitan todavía por obtener reformas en sus leyes electorales, sin que puedan
acertar con una que reúna todas las condiciones apetecidas, aleje los fraudes y deje el camino libre y sin obstáculos para
que pueda manifestarse la verdadera voluntad del pueblo.[119]
En México es posible trazar una continuidad entre la convocatoria de Alamán de 1846
para un congreso de clases y el auge del positivismo que sobrevendría cuarenta años más
tarde. Justo Sierra partía de similares supuestos sobre la sociedad y compartía la
animadversión al individualismo “metafísico”. A los padres de la sociología moderna, como
Durkheim o Comte, ciertamente, la propuesta de Alamán no les habría parecido descabellada.
En el resto del mundo la ineficacia de la representación individual se volvería un lugar común
durante las primeras tres décadas del siglo XX. Las recurrentes fuerzas centrífugas presentes en
Hispanoamérica habían hecho evidentes, por lo menos a los ojos de algunos críticos, los
problemas del sistema representativo de gobierno para fundar con solidez la autoridad
política. Con todo, el experimento de 1846 fue concebido explícitamente dentro de los
confines de ese sistema. Fue un intento por adecuar sus principios a la realidad social. En ese
sentido, Lucas Alamán y otros que pensaban como él no habían abandonado todavía el barco
de la modernidad; pensaban que podían modificarlo creativamente, mientras navegaban en alta
mar.
CONCLUSIÓN
La convocatoria al congreso constituyente extraordinario de 1846 no fue una singular
ocurrencia. Se trató de la elaboración deliberada de otro camino en el seno del gobierno
representativo. Contra los pronósticos de muchos mexicanos de la época, y en un contexto de
inminente guerra con el extranjero, las elecciones previstas se llevaron a cabo. Durante los
meses de marzo, abril y mayo se realizaron elecciones en 15 de los 23 estados donde estaban
previstas de acuerdo con sus lineamientos.[120] La convocatoria preveía una asamblea
compuesta por 160 representantes. Resultaron efectivamente electos 117 diputados
propietarios y sus respectivos suplentes.[121] Lucas Alamán fue electo por el Departamento de
México. Sin embargo, no fue electo como representante de los intereses de los propietarios o
de los mineros. Propuesto por el Consejo de Gobierno, fue nombrado por el gobierno como
representante de la clase administrativa. El 2 de mayo de 1846 Carlos María de Bustamante
registró ese hecho en su diario: “¡Vaya este pájaro de mal agüero, que hoy reporta la más justa
y escandalosa indignación nacional generalizada en todo mexicano!”[122]
Cuando al fin se instaló el congreso en la ciudad de México el 6 de junio de 1846, 81
diputados estaban presentes.[123] Durante los dos meses que sesionó ese cuerpo, algunos
diputados más se incorporaron a sus tareas.[124] Contra lo que esperaban sus detractores, el
congreso nunca discutió la cuestión de la monarquía y se limitó a proponer que se declararan
en vigor las Bases Orgánicas de 1843. En muchos sentidos no se comportó de manera
diferente a muchos otros congresos en la historia del país. Las derrotas del ejército mexicano
ante las tropas invasoras norteamericanas debilitaron el gobierno de Paredes y Arrillaga y
dieron al traste con los planes de los conspiradores monarquistas. El fin del gobierno fue
súbito. A principios de agosto de 1846 Paredes salió de la capital a combatir a los
norteamericanos. El 6 de agosto el general Mariano Salas hizo público un pronunciamiento en
la ciudad de México. El Plan de la Ciudadela exigía convocar a un nuevo congreso
constituyente. Así, Paredes fue derrocado en plena guerra contra los norteamericanos. Ese
mismo día se dio a conocer una nueva convocatoria a elecciones. Se restauró el amplio
derecho al voto de la antigua República Federal y el 22 de agosto se restableció la
Constitución de 1824. El experimento había llegado a su fin.
Meses después los federalistas triunfadores recapitularon:
La revolución de San Luis Potosí […] abandonado el trillado sendero de las que le precedieron, se aventuró a enunciar un
principio nuevo y nuevos medios de realizarlo. En todas nuestras anteriores revueltas se había proclamado el cambio de las
personas y tal vez la modificación de los principios, pero en la de San Luis se anunció una nueva organización social, que
tendía nada menos que a destruir el sistema republicano […] Para poner en ejecución los cambios antes proclamados, se
había apelado a congresos más o menos populares, pero que siempre llevasen la voz, representando la población o cuando
menos las localidades, pues aun en la junta legislativa se quiso conservar esta sombra de representación, pero el general
Paredes determinó cambiarlo todo de un golpe, intentando que fuesen representadas las clases en vez de las personas, de
donde debía resultar necesariamente el triunfo de los intereses en vez del triunfo de los principios.[125]
En la convocatoria, acusaron, “desdeñándose todo principio democrático, se organizó un
poder electoral por clases que dio por resultado dejar sin representación a la mayoría de la
nación, entronizando una especie de aristocracia, que en México no sólo es irrealizable sino
ridícula”. El juicio era contundente: la convocatoria había sido un documento “de poco valor
intrínseco” e inapropiado para “las condiciones peculiares de nuestra sociedad”.[126] El
congreso, que se había instalado en junio de 1846, no había tenido asimismo “ninguna
respetabilidad, a pesar de la riqueza y alta categoría de sus miembros”.[127] Así, aquella
extraordinaria experiencia fue condenada por los vencedores al olvido.
Con todo, el fugaz experimento que buscó refundar con bases alternativas el gobierno
representativo fue un capítulo extraordinario en la historia de esa forma de gobierno. Al mirar
atrás, hacia la fundación del Estado mexicano, Lucas Alamán oteaba al futuro. No era, todavía,
un tránsfuga de la modernidad. Era, más bien, un redentor de sus supuestos errores.
[Notas]
“Carta de don Lucas Alamán a Santa Anna”, reproducido en Gastón García Cantú,
comp., El pensamiento de la reacción mexicana, t. I (1810-1859) (México, UNAM, 1986), p.
315.
[1]
Barbara A. Tenenbaum, “ ‘They Went Thataway’: The Evolution of the
Pronunciamiento, 1821-1856”, en Jaime E. Rodríguez, ed., Patterns of Contention in
Mexican History (Wilmington, Scholarly Resources, 1992); Will Fowler, ed., Forceful
Negotiations: The Origins of the Pronunciamiento in Nineteenth-Century Mexico (Lincoln,
University of Nebraska Press, 2010).
[2]
[3]
Véase Donald F. Stevens, Origins of Instability in Early Republican Mexico (Durham,
Duke University Press, 1991).
Joseph de Maistre, “¿Puede durar la República francesa?”, Consideraciones sobre
Francia (Madrid, Tecnos, 1990), pp. 39-43.
[4]
Los mexicanos de la época no tenían claro que había, al menos, dos interpretaciones de
la teoría de separación de poderes: el sistema de estricta separación funcional y el de frenos y
contrapesos de la constitución de los Estados Unidos. En este último caso, el equilibrio entre
los poderes se mantenía de manera endógena. Como he expuesto en otro lugar, el sistema
adoptado por los mexicanos fue el de estricta separación funcional, que tuvo su origen en la
constitución francesa de 1791, que a su vez moldeó la española de Cádiz de 1812. A
diferencia del sistema endógeno de frenos y contrapesos de la constitución norteamericana, el
sistema de límites funcionales requería de un árbitro externo que mantuviera el equilibrio entre
los poderes. Véase José Antonio Aguilar Rivera, “Oposición y separación de poderes: la
estructura institucional del conflicto”, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el
experimento constitucional atlántico (México, FCE / CIDE, 2000), pp. 95-110.
[5]
José Antonio Aguilar Rivera, “Lecciones constitucionales: la separación de poderes y
el desencuentro constitucional, 1824-1835”, en Cecilia Noriega y Alicia Salmerón, eds.,
México: un siglo de historia constitucional (1808-1917) (México, Poder Judicial de la
Nación / Instituto Mora, 2009).
[6]
En su Curso de política constitucional, Benjamin Constant escribió: “el vicio de casi
todas las constituciones ha sido el no tener un poder neutro, y haber puesto la suma de la
autoridad de que él debía estar investido, en uno de los poderes activos”. Benjamin Constant,
“De la definición y diferencia de los poderes constitucionales” (cap. II), Curso de política
constitucional, trad. de Marcial Antonio López, 2ª. ed. (Burdeos, Imprenta de Lawalle Joven,
1823), t. I., p. 64.
[7]
Constant, Curso…, pp. 66-67. Mientras que el rey, como jefe de Estado, no sería
responsable, sí lo serían sus ministros. “Considerar al poder ejecutivo, es decir a los
ministros, como un poder aparte, que el [poder] real está destinado a reprimir por medio de la
destitución, entonces la responsabilidad de la autoridad ejecutiva llega a ser razonable, y se
asegura la inviolabilidad del poder real”, p. 67.
[8]
La idea de un poder neutro puede encontrarse tanto en el “Discurso de la Angostura”
(1819) como en la constitución boliviana de 1826. En el “Discurso de la Angostura”, Bolívar
recomendó que “en todos los gobiernos exista un cuerpo neutro que se ponga siempre de parte
del ofendido y desarme al ofensor. Este cuerpo neutro para que pueda ser tal no ha de deber su
origen a la elección del gobierno, ni a la del pueblo, de modo que goce de una plenitud de
independencia que ni tema, ni espere nada de estas dos fuentes de autoridad”. Este cuerpo
debía adoptar la forma de un senado que “en las tempestades políticas pararía los rayos del
gobierno y rechazaría las olas populares” y cuya neutralidad estaría garantizada por su
carácter hereditario. Simón Bolívar, “Discurso pronunciado por el Libertador ante el
Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su instalación”, Escritos políticos de
Simón Bolívar (México, Porrúa, 1999), p. 127. Francisco A. Eissa, “El poder moderador en
América Latina: el fracaso de una alternativa de diseño constitucional”, tesis de licenciatura
[9]
(CIDE, 2004), p. 32.
A últimas fechas el Supremo Poder Conservador ha recibido una renovada atención.
Véase David Pantoja Morán, El Supremo Poder Conservador. El diseño institucional en las
primeras constituciones mexicanas (México, El Colegio de México / El Colegio de
Michoacán, 2005); Luis Barrón, “La tradición republicana y el nacimiento del liberalismo
después de la independencia: Bolívar, Lucas Alamán y el ‘Poder conservador’ ”, en José
Antonio Aguilar y Rafael Rojas, eds., El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de
historia intelectual y política (México, FCE / CIDE, 2003); Andreas Kalyvas e Ira Katznelson,
“ ‘We are Modern Men’: Benjamin Constant and the Discovery of Immanent Liberalism”,
Constellations 6, núm. 4, 1999.
[10]
El 1 de enero de 1810, la Junta Central decretó que se realizasen elecciones a las
Cortes. En Europa cada junta provincial y cada ciudad con derecho a representación en Cortes
previas debía elegir un diputado. Asimismo, había que seleccionar un diputado por cada 50
000 almas. Jaime E. Rodríguez, “ ‘Equality! The Sacred right of Equality’ Representation
under the Constitution of 1812”, Revista de Indias 68, núm. 242, 2008.
[11]
Españoles de ascendencia africana podían convertirse en ciudadanos por medio de “la
virtud y el mérito”. Artículo 22: “A los españoles que por cualquier línea son habidos y
reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del
merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia las Cortes concederán carta de
ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su
talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de
padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de
las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio”.
Constitución política de la monarquía española promulgada en Cádiz a 19 de marzo de
1812 (Madrid, Imprenta Nacional de Madrid, 1820), p. 11.
[12]
Los representantes debían ser diferentes de los electores y superiores a ellos. La
constitución de Cádiz así lo estableció, pues estipulaba que los diputados debían contar con
una renta procedente de sus bienes propios (artículo 92). Aunque el artículo 93 dejaba en
suspenso este requisito hasta que Cortes ulteriores determinasen que había llegado el momento
de hacerlo efectivo, resulta claro que regía el principio de distinción. Bernard Manin, The
Principles of Representative Government (Nueva York, Cambridge University Press, 1997).
[13]
Richard Warren, Vagrants and Citizens. Politics and the Masses in Mexico City from
Colony to Republic (Wilmington, SR Books, 2001), p. 161.
[14]
José María Luis Mora, “Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía
en la república y hacerlo esencialmente afecto a la propiedad”, El Observador, 14 de abril de
1830, reproducido en José María Luis Mora, Mora legislador (México, Cámara de
Diputados, 1994), pp. 136-145. Mora publicó una serie de interesantes artículos sobre las
elecciones: “Discurso sobre elecciones”, El Observador, 14 de mayo de 1830; “Sobre las
elecciones próximas”, El Observador, 9 de junio de 1830.
[15]
[16]
Mora, “Discurso sobre la necesidad”, p. 139.
[17]
Ibid., p. 144.
“De aquí resulta que no teniendo ningún interés social, por decirlo así, en que salga
éste u otro, se ocupa en buscar otro género de intereses más palpables, más físico, más
inmediato”, Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones en México desde 1808
hasta 1830 (México, SRA / CEHAM, 1981) t. I, p. 278.
[18]
Las leyes que previeron restricciones fueron: la Ley Electoral del 30 de noviembre de
1836, las Bases Orgánicas de 1843, y la convocatoria a elecciones del 27 de enero de 1846.
[19]
Reynaldo Sordo Cedeño, “Liberalismo, representatividad, derecho al voto y
elecciones en la primera mitad del siglo XIX en México”, en Margarita Moreno-Bonnet y
María del Refugio González, coords., La génesis de los derechos humanos en México
(México, UNAM, 2006).
[20]
En lo que hace a las elecciones indirectas, Alamán nunca creyó en ellas y desde la
década de 1830 recomendaba la adopción de elecciones directas.
[21]
Sobre la dimensión ideológica del periodo, véase Cecilia Noriega y Erika Pani, “Las
propuestas ‘conservadoras’ en la década de 1840”, en Erika Pani, coord., Conservadurismo y
derechas en la historia de México, vol. I (México, FCE / Conaculta, 2009), pp. 175-213.
[22]
“Nuestra profesión de fe al ‘Memorial histórico’ ”, El Tiempo, núm. 19, 12 de febrero
de 1846.
[23]
Véase Jaime Delgado, La monarquía en México (1845-1847) (México, Porrúa, 1990);
Miguel Soto, La conspiración monárquica en México, 1845-1856 (México, Editorial Offset,
1988); Clark Crook-Castán, Los movimientos monárquicos en México (México, Universidad
Iberoamericana, 2000); Frank Samponaro, “Mariano Paredes y el movimiento monarquista
mexicano en 1846”, Historia Mexicana 32, núm. 1 (julio-septiembre de 1982), pp. 39-54.
[24]
Josefina Zoraida Vázquez, “Centralistas, conservadores y monarquistas, 1830-1853”,
en William Fowler y Humberto Morales Moreno, coords., El conservadurismo mexicano en
el siglo XIX (Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / Saint Andrews University
/ Gobierno del Estado de Puebla, 1999) pp. 122-123, 132, n. 33.
[25]
[26]
Delgado, La monarquía en México, p. 46.
[27]
Ibid., pp. 66-67.
Josefina Zoraida Vázquez, ed., Planes en la nación mexicana, libro cuatro: 1841-1854
(México, Senado de la República / El Colegio de México, 1987), pp. 289-290.
[28]
Mariano Paredes, “Manifiesto a la Nación”, San Luis Potosí, 15 de diciembre de 1845,
reproducido en El Tiempo, 25 de enero 1846, cit. por Miguel Soto, La conspiración
monárquica en México, p. 71.
[29]
[30]
Soto, La conspiración…, p. 72.
[31]
Vázquez, Planes…, pp. 296-297.
Sobre la recepción de la convocatoria véase el recuento de Niceto de Zamacois,
Historia de Méjico, desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días (México, J. F. Parres
[32]
y Compañía, 1880), XIII, pp. 419-432.
“Convocatoria”, El Monitor Constitucional, 28 de enero 1846, pp. 1-4. El documento
también puede consultarse en “Convocatoria para un Congreso Extraordinario, a consecuencia
del Movimiento Iniciado en San Luis Potosí el 14 de diciembre de 1845”, en Antonio García
Orozco, comp., Legislación electoral mexicana, 1812-1977 (México, Comisión Federal
Electoral, 1978), pp. 92-110.
[33]
George Harris, The True Theory of Representation in a State: Or the Leading
Interests of the Nation, not the Mere Predominance of Numbers Proved to be its Proper
Basis (Londres, Longman, Brown, Green, Longmans and Roberts, 1857).
[34]
[35]
“Convocatoria”, p. 1.
[36]
Ibid. Las cursivas son mías.
[37]
Idem. Las cursivas son mías.
Israel Arroyo, La arquitectura del Estado mexicano: formas de gobierno,
representación política y ciudadanía, 1821-1857, tesis doctoral (El Colegio de México,
2004), p. 399.
[38]
En una tabla al final de la convocatoria se presentaba la población de cada
departamento (de acuerdo con el censo más reciente del Instituto de Nacional de Geografía y
Estadística, que había servido de base para las elecciones del congreso constituyente de 1841)
y los diputados que les correspondían por cada una de las clases. Así, el departamento con
más diputados era el de México, con una población de 1 389 520 habitantes y con 6 diputados
de las primeras cinco clases: propiedad y agricultura, 5 comercio, 2 minería, tres industria, y
4 profesiones (20 en total). Le seguía Jalisco (679 111 habitantes) con 10 diputados en las
primeras cinco clases. “Convocatoria”, p. 4.
[39]
Esta clase comprendía a “todas las personas que ejercen profesiones literarias y
artísticas, con tal de que reúnan los requisitos exigidos por el presente decreto”. Artículo 74.
Por ejemplo, los doctores y licenciados en teología, cánones, leyes y filosofía debían poseer
una renta anual de 500 pesos en el departamento de México, y 300 en los restantes. De la
misma forma, un abogado, para ser elector, debía pagar “la cuarta parte del máximum de
contribución señalado por la junta calificadora en la capital del departamento en que reside”.
Los médicos, cirujanos y boticarios, por su parte, debían pagar la tercera parte del máximum
exigido por las leyes. La dirección de estudios del departamento de México —y las
subdirecciones en los restantes— debían formar listas de los electores (padrones) y repartir
las boletas a los individuos que calificaban para votar.
[40]
[41]
García Orozco, Legislación electoral mexicana, pp. 92-110.
[42]
“Convocatoria”, p. 1.
Idem. Compárese con lo sostenido por Madison en El Federalista, 10: “Cuanto más
pequeña es una sociedad, más escasos serán los distintos partidos e intereses, más frecuente es
que el mismo partido tenga la mayoría; y cuanto menor es el número de individuos que
componen esa mayoría y menor el círculo en que se mueven, mayor será la facilidad con que
[43]
podrán concertarse y ejecutar sus planes opresores. Ampliad la esfera de acción y admitiréis
una mayor variedad de partidos y de intereses; haréis menos probable que una mayoría del
total tenga motivo para usurpar los derechos de los demás ciudadanos; y si ese motivo existe,
les será más difícil a todos los que los sienten descubrir su propia fuerza, y obrar todos de
concierto. Fuera de otros impedimentos, debe señalarse que cuando existe la conciencia de
que se abriga un propósito injusto o indigno, la comunicación suele ser reprimida por la
desconfianza, en proporción al número cuya cooperación es necesaria”. El Federalista, trad.
de Gustavo R. Velasco (México, FCE, 1998), cap. X, “Continuación del mismo tema”.
La oposición partió de varios diarios, como El Monitor Constitucional, que se
convirtió en El Monitor Republicano, y Don Simplicio. Escribieron contra la monarquía y la
convocatoria a un congreso por clases muchos de los que después serían las luminarias de la
generación de la Reforma: Ignacio Ramírez, José María Lafragua y Guillermo Prieto, entre
otros. Ignacio Ramírez, Obras completas, t. I (México, Centro de Investigación Científica
“Ingeniero Jorge Tamayo”, 1984). Guillermo Prieto, Obras completas, t. I y XXIII (México,
Conaculta, 1992).
[44]
Mariano Otero, “Aristocracia de la riqueza”, 6 y 15 de marzo 1846, en Mariano Otero,
Obras, vol. 1 (México, Porrúa, 1995), pp. 141-147.
[45]
[46]
Ibid., pp. 146-147.
Ibid., p. 147. Y añadía: “pero la fatal propensión de querer imitar en todo a la Europa
ha de acabar por precipitarnos a nuestra completa ruina”.
[47]
Ibid., p. 146. Para Otero los propietarios en México no sentían aún la necesidad de
instruirse. En parte ello se debía, creía, al subdesarrollo de la industria.
[48]
“Graves defectos de la convocatoria expedida por el general Paredes”, La Reforma,
29 de marzo 1846, núm. 69, cit. por Carlos María de Bustamante, Diario Histórico de México
1822-1848 del licenciado Carlos María de Bustamante, t. 52 [IV], enero-junio de 1846,
Josefina Zoraida Vázquez y Héctor Cuauhtémoc Hernández, eds., 2 CD (México, CIESAS / El
Colegio de México, 2003), “Lunes 30 de marzo de 1846”.
[49]
[50]
Idem.
[51]
Idem.
[52]
Idem.
“Menoscabos de la soberanía nacional y del sistema republicano, representativo
popular, decretados por el gobierno actual”, El Republicano, 3 de abril de 1846, p. 1.
[53]
Vázquez, “Centralistas, conservadores…”, p. 123. Miguel Soto afirma: “tres días
después de que El Tiempo saliera a la luz, a finales de enero de 1846, otra obra notable de
Lucas Alamán aparecía impresa: era la convocatoria a elecciones para el congreso
extraordinario”. Miguel Soto, La conspiración…, pp. 117-118.
[54]
[55]
Soto, La conspiración…, pp. 53, 73.
[56]
Delgado, La monarquía en México, p. 78.
[57]
Idem.
“Despacho 190. México 29 de enero 1846”. Ibid., p. 203. Ni Paredes ni Alamán salen
bien librados de la lírica pluma del megalómano ministro español. En un despacho a Madrid,
fechado el 26 de febrero de 1846, Bermúdez de Castro informó: “las dificultades que cercan
al Gobierno son, como V. E. de la mayor importancia y magnitud. Para hacer frente a tantos
obstáculos agoto mis fuerzas y mis recursos. La obstinada incapacidad de Paredes, la apatía,
la irresolución, la vergonzosa cobardía de Alamán son tales que mi tarea casi se reduce a
evitar desaciertos. Paredes siquiera es hombre firme, pero la proverbial pusilanimidad de
Alamán le paraliza hasta el pensamiento. Como todas las personas de su carácter, pasa en un
mismo día, de la más insensata temeridad a los más ridículos temores. Su cooperación en el
Tiempo es casi nula: dos artículos ha escrito desde su creación, y sin embargo pasa por ser el
atrevido director de todos estos planes y de la marcha del Gobierno”. Delgado, La
monarquía en México, pp. 219-220.
[58]
[59]
Bustamante, Diario, viernes 16 de enero de 1846.
[60]
Ibid., sábado 17 de enero de 1846.
[61]
Delgado, La monarquía en México, pp. 78-79.
Ibid., pp. 199-200. Delgado afirma: “de este modo, el nuevo decreto haría llegar a la
Asamblea a ‘las personas más importantes del país’, y el método de elección daba al gobierno
tal influencia que, si sabía aprovecharla podría ‘hacer nombrar por los electores a los
diputados’ que indicara”.
[62]
Al respecto, véase José Antonio Aguilar Rivera, “La convocatoria, las elecciones y el
Congreso Extraordinario de 1846”, Historia mexicana, vol. 61, núm. 2 (242), pp. 531-588.
[63]
[64]
Sobre esto, véase Samponaro, “Mariano Paredes…”, pp. 39-54.
“Mariano Paredes y Arrillaga a Antonio López de Santa Anna”, Guadalajara, 29 de
abril de 1842, en Genaro García, El general Mariano Paredes y Arrillaga: su gobierno en
Jalisco, sus movimientos revolucionarios, sus relaciones con el general Santa Anna, etc.
Según su propio archivo (México, Vda. de C. Bouret, 1910), pp. 42-43. Sobre esta
correspondencia véase Cecilia Noriega Elio, El constituyente de 1842 (México, UNAM,
1986), pp. 175-185.
[65]
Mariano Paredes y Arrillaga a Antonio López de Santa Anna, Guadalajara, 6 de mayo
de 1842. “Por lo pronto, de los individuos que pertenecen a estas clases, podrían tomarse los
representantes de que he hablado antes para la formación del arreglo interino; después podrían
irse instalando los cuerpos respectivos con una organización bien meditada para que dieran
los resultados que se desean, de manera que fueran inaccesibles a la seducción de la
demagogia y difundieran por las venas mismas del cuerpo social el espíritu de subordinación y
de regularidad, que es lo que hoy principalmente nos falta y lo que tanto embaraza al
gobierno”. García, El general Mariano Paredes…, pp. 46-47.
[66]
[67]
Ibid., p. 47.
[68]
“La elección de los demás recaerá en personas que hayan ejercido alguno de los
cargos siguientes: Presidente o Vice-presidente de la República, secretario del despacho por
más de un año, ministro plenipotenciario, gobernador de antiguo Estado o Departamento por
más de un año, senador al Congreso general, diputado al mismo en dos legislaturas, y antiguo
Consejero de gobierno, o que sea Obispo o General de División”. Manuel Dublán y José
María Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas
desde la independencia de la República, vol. 4 (México, Dublán y Lozano, 1976), p. 432.
Recordemos que los teóricos de la constitución mixta sostenían que, para evitar abusos
de poder, los diferentes cuerpos gubernativos debían ser capaces de resistir activamente y
contrabalancearse unos a otros. Además, la doctrina tradicional del gobierno equilibrado
prescribía que las diferentes ramas del gobierno debían representar distintas fuerzas sociales.
[69]
[70]
Acta de la sesión del 24 de abril de 1843, El Siglo Diez y Nueve, 3 de mayo de 1843.
La comisión también buscaba dar cierta representación indirecta a los departamentos:
“que el senado elegido por la constitución pasada, bajo bases semejantes había hecho muchos
bienes y había sido baluarte de las garantías del pueblo […] que se quiso que viniera la
elección de las juntas departamentales, porque al electo por la constitución anterior se le había
puesto el inconveniente de que todo se hacía en México”. Idem.
[71]
[72]
Idem.
[73]
Acta de la sesión del 26 de abril de 1843, El Siglo Diez y Nueve, 4 de mayo de 1843.
[74]
Idem.
El día 27 de abril continuó el debate en la Junta Nacional Legislativa sobre los
requisitos de propiedad. Ibarra afirmó que la comisión “había querido dar además de la
profesión la garantía de la propiedad permanente y segura, que sólo es la que procede de
bienes raíces que es lo que manifiesta mejor el apego a la sociedad y que si en otros congresos
y corporaciones no habían producido los mejores efectos el nombramiento de esas clases
había sido porque a la vez no se había agregado la garantía que da la propiedad”. Acta de la
sesión del 27 de abril de 1843, El Siglo Diez y Nueve, 4 de mayo de 1843.
[75]
Nettie Lee Benson, “The Contested Mexican Election of 1812”, The Hispanic
American Historical Review 26, núm. 3 (agosto de 1946), pp. 336-350; Virginia Guedea, “Las
primeras elecciones populares en la ciudad de México, 1812-1813”, Mexican Studies /
Estudios Mexicanos 7 (invierno de 2001).
[76]
Richard Warren, “Elections and Popular Political Participation in Mexico, 18081836”, en Vincent C. Peloso y Barbara A. Tenenbaum, eds., Liberals, Politics and Power
(Georgia, The University of Georgia Press, 1996), p. 41.
[77]
Alfredo Ávila, En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en
México (México, CIDE / Taurus, 1999), pp. 213-220. Un título era un noble americano, pero
sin los privilegios que conllevaba la nobleza europea. Un mayorazgo era un feudo familiar. El
dueño de un mayorazgo no podía alienarlo, dividirlo o donarlo.
[78]
Sobre el complejo proceso que llevó a la convocatoria del 17 de noviembre de 1821,
véase María José Garrido Asperó, “La convocatoria del primer congreso constituyente
[79]
mexicano”, Páginas. Revista digital de la escuela de historia, Universidad Nacional de
Rosario, año 2, núm. 3, 2010.
[80]
Ibid., p. 93.
Indicación dirigida por la Regencia del Imperio a S. M. la Soberana Junta
Provisional, 6 de noviembre de 1821 (México, Imprenta Imperial de Don Alejandro Valdés,
1821), cit. por María José Garrido Asperó, “La convocatoria del primer congreso
constituyente mexicano”, p. 96.
[81]
[82]
Ibid., p. 98.
Agustín de Iturbide, Pensamiento que en grande ha propuesto el que suscribe como
un particular, para la pronta convocatoria de las próximas Cortes, bajo el concepto de que
se podrá aumentar o disminuir el número de representantes de cada clase, conforme
acuerde la Junta Soberana con el Supremo Congreso de Regencia (México, Imprenta
Imperial de Don Alejandro Valdés, 1821), p. 1.
[83]
[84]
Idem. Las cursivas son mías.
[85]
Idem.
[86]
Ibid., p. 2.
[87]
Idem.
[88]
Garrido Asperó, “La convocatoria…”, p. 103.
Alamán lo narra así: “En el día señalado, Iturbide abrió la discusión recomendando la
importancia del asunto, y a propuesta suya, la sesión se declaró permanente, quedando en ella
resuelto todo lo relativo a elección de diputados y forma del congreso, sobre lo cual la junta
adoptó las proposiciones de Iturbide y las observaciones de la regencia, mezclándolo todo con
el método de triple elección indirecta de la constitución española, sin otra diferencia que
trasladar a los ayuntamientos las funciones de las juntas electorales”. Lucas Alamán, Historia
de Méjico, vol. V (México, Imprenta de J. M. Lara, 1885), pp. 394-395.
[89]
Sin embargo, también se apartó de ese modelo en aspectos claves. Mudó el sistema de
representación proporcional a la población por el territorial como método para determinar el
número de diputados que correspondía a cada provincia: dos diputados por cada tres partidos,
sin importar la población.
[90]
[91]
Garrido Asperó, “La convocatoria…”, pp. 108-109.
“Memorias que escribió en Liorna D. Agustín de Iturbide”, en Mariano Cuevas, El
Libertador. Documentos selectos de don Agustín de Iturbide (México, Patria, 1947), p. 405.
[92]
[93]
Alamán, Historia de Méjico, p. 399.
Ibid., pp. 400-401. “La división del congreso en dos cámaras, tal como se estableció,
no podía dar otro resultado que la diversidad accidental de opinión entre la una y la otra, pues
compuestas ambas de los mismos elementos y procediendo de un mismo modo de elección, no
podían representar diferentes intereses, cuyo equilibrio asegurase el acierto de las
resoluciones, por lo que más bien podía decirse que era una sala o cámara dividida en dos,
[94]
que dos cámaras diferentes”. Éste, como hemos visto, es un viejo argumento de Alamán que ya
estaba presente en 1834.
Es cierto que la distinción cualitativa no podría hacerse bajo el esquema de “una
persona un voto”, pero sí podía hacerse, por ejemplo, si se seguía la propuesta de John Stuart
Mill sobre el voto plural. De acuerdo con este esquema, los más ilustrados, por ejemplo, los
profesores de Oxford, podían contar con más de un voto. John Stuart Mill, “De la extensión
del sufragio”, Del gobierno representativo (Madrid, Tecnos, 1994), pp. 108-110. “Se
concederían dos o tres votos a toda persona que ejerciese alguna función superior”.
[95]
[96]
Alamán, Historia de Méjico, pp. 388-389.
En 1849 la convocatoria de Iturbide todavía era un faro en la tormenta política y el
caos institucional. Fue probablemente Alamán el autor del editorial donde se afirmaba:
“Iturbide nos parece tan grande conquistando la independencia como sancionando el célebre
decreto de 17 de noviembre de 1821, que convocaba a la nación al nombramiento de sus
representantes. Aunque atestado de errores y defectos capitales que luego habrían autorizado
los rudos golpes que después se han inferido a todos los intereses legítimos, ese documento
inmortal indicará siempre la índole de las sabias y convenientes instituciones que nos había
dado; pero los que envidiaban sus glorias y su elevada posición social destruyeron la obra de
sus heroicos esfuerzos y desde entonces no ha vuelto su patria a conocerse en sus propios
estatutos, ha sido preciso ir a buscarla en reglamentos copiados del extranjero o en
disertaciones académicas”. “Formas políticas y la constitución de México”, La Palanca, 6 de
diciembre de 1849, reproducido en Elías J. Palti, comp., La política del disenso. La
“polémica en torno al monarquismo” (México, 1848-1850) y las aporías del liberalismo
(México, FCE, 1998), p. 445.
[97]
[98]
“Convocatoria”, p. 1.
Sobre la propuesta de Iturbide, véase Ávila, En nombre de la nación, pp. 213-220;
Elías J. Palti, El tiempo de la política (Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2007), p. 142.
[99]
Hannah Pitkin, El concepto de la representación (Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1985), p. 192.
[100]
[101]
Ibid., p. 193.
[102]
Idem.
Pitkin, El concepto…, pp. 174 y 184. La cuestión de la representación de intereses es
bastante compleja. Véase también Samuel H. Beer, “The Representation of Interest in British
Government: Its Historical Background”, American Political Science Review 51, núm. 3
(septiembre de 1957), pp. 613-650.
[103]
[104]
Robert Nisbet, Conservadurismo (Madrid, Alianza, 1995), p. 109.
[105]
Ibid., p. 110.
[106]
Ibid., p. 111.
[107]
Ibid., p. 112.
[108]
Emile Durkheim, De la división del trabajo social (Madrid, Akal, 2001) p. 34.
[109]
Ibid., p. 35.
[110]
Arroyo, La arquitectura del Estado mexicano, pp. 398-399.
Mill, Gobierno representativo, p. 104. Mill escribió: “Es también importante que la
asamblea para votar los impuestos generales o locales sea elegida exclusivamente por los
contribuyentes a estos impuestos. Hay mil razones para que sean pródigos y ninguna para que
sean económicos los que no contribuyen a los gastos del país, y por medio de sus votos
disponen del dinero ajeno”.
[111]
[112]
Ibid., p. 84. Las cursivas son mías.
[113]
Harris, The True Theory…, pp. 9-10.
Ibid., p. 21. Para Harris, los intereses eran: virtud, inteligencia, orden, propiedad, el
interés profesional y el interés popular.
[114]
Clemente Munguía, Del derecho natural en sus principios comunes y en sus diversas
ramificaciones o sea, curso elemental de derecho natural y de gentes, público, político y
constitucional y principios de legislación, vol. 3 (México, Imprenta de la Voz de la Religión,
1849), p. 199.
[115]
“Los que se asustan con la palabra clase deben renunciar a la civilización, porque
sólo la barbarie piensa sin luz y obra sin pensamiento; porque la civilización es, digámoslo
así, la encarnación de las ideas en el movimiento social de las masas […] esta palabra no crea
derechos, sino que los organiza: ni debe alarmar a la democracia, ni enorgullecer a la
aristocracia; sino reunir a una y otra bajo la influencia del pensamiento social que a todas
domina. El mal consistiría, no en que votasen las clases, sino en que este derecho fuese
exclusivo sólo de algunas”. Ibid., pp. 200-201.
[116]
“Sistema electoral”, El Universal, 3 de diciembre de 1849, en Elías J. Palti, La
política del disenso, p. 136.
[117]
[118]
Ibid., pp. 138-140.
[119]
“Elecciones”, El Universal, 19 de diciembre de 1848, en ibid., pp. 142-143.
Los 23 departamentos donde se debían realizar elecciones por clases eran: México,
Jalisco, Puebla, Yucatán, Guanajuato, Michoacán, San Luis, Zacatecas, Veracruz, Durango,
Chihuahua, Sinaloa, Chiapas, Sonora, Querétaro, Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila,
Aguascalientes, Tabasco, Nuevo México, Oaxaca y California. Por diversas razones no se
realizaron elecciones en ocho departamentos: Yucatán, Veracruz, Chihuahua, Sinaloa, Sonora,
Tabasco, Nuevo México y California.
[120]
La lista por departamento y clases respectivas se reprodujo en El Republicano, 23 de
mayo de 1846.
[121]
[122]
Bustamante, Diario…, 2 de mayo de 1846.
[123]
Diario Oficial, 30 de mayo de 1846.
Daniel Moreno, “Un congreso extraordinario de tipo corporativo (1846)”, Revista de
la Facultad de Derecho, núm. 114 (1979), pp. 981-1000.
[124]
Secretaría de Relaciones Interiores y Exteriores, Memoria de la primera secretaría
de Estado y del despacho de Relaciones Interiores y Exteriores de los Estados Unidos
Mexicanos, leída al Congreso Constituyente los días 14, 15 y 16 de diciembre de 1846
(México, Imprenta de Vicente García Torres, 1847), p. 48.
[125]
[126]
Ibid., p. 49.
[127]
Ibid., p. 50.
VII. GUERREROS DE LA PERIFERIA
Esta nación bajo cualquier sistema político sería la misma que es
hoy, si subsistiese el vicio radical del extravío de las ideas sobre
los principios principales y protectores de las garantías preciosas
para los gobiernos, para los pueblos y clases en que están
divididos.
LUIS GONZAGA CUEVAS, 1851[1]
LOS LATINOAMERICANOS en el siglo XIX rara vez se ocuparon de la teoría política en abstracto.
[2] Su preocupación era encontrar las aplicaciones concretas a las condiciones específicas de
sus países. Sin embargo, no hay nada obvio en este patrón. Como autores del experimento
constitucional atlántico más extenso y prolongado en la historia de Occidente, la realidad les
proporcionó una gran cantidad de material empírico que pudo haberles servido para formular
argumentos generales y así contribuir sustantivamente al canon de la teoría política. Las élites
políticas e intelectuales decimonónicas de la Nueva España no eran menos ilustradas que
aquéllas a las que pertenecieron Madison, Adams y Jefferson en los Estados Unidos, o Sieyés
en Francia. Esos hombres estaban bien versados en la historia clásica y moderna y en las más
recientes teorías de los “publicistas” de Europa. Sin embargo, a pesar de que en todos los
países de Hispanoamérica se fundaron repúblicas, no hubo en ellos un debate general sobre
los principios del gobierno representativo. Tomaron un modelo que ya existía —en las
experiencias de los Estados Unidos, Francia y España— y se propusieron adaptarlo a las
nuevas naciones. Como he señalado en otro lugar, ese modelo constitucional liberal era muy
reciente; adolecía de indefiniciones y omisiones. El sistema mismo y sus presupuestos no
fueron puestos en tela de juicio. Se discutió la traducción de ciertos aspectos (como la forma
federal o central), pero no se cuestionaron sus principios fundamentales. Incluso en México,
donde en un inicio se adoptó una monarquía, ésta siguió los cánones del gobierno
representativo.
En algunos casos la revisión que no ocurrió al momento de la independencia tuvo lugar
mucho tiempo después, a mediados del siglo, de una manera asincrónica. Así, uno de los
momentos más singulares en la historia intelectual de América Latina ocurrió en México poco
después de la desastrosa guerra con los Estados Unidos. En un debate periodístico los
mexicanos discutieron no la mejor forma de gobierno para su país, sino la validez general de
varios de los supuestos clave del gobierno representativo, como la soberanía popular, el
derecho natural, el origen de las sociedades, las elecciones y el constitucionalismo. Este
singular desarrollo teórico ocurrió entre 1848 y 1849, y tomó la forma de un intercambio
editorial entre los diarios El Universal, El Siglo Diez y Nueve y El Monitor Republicano. Se
escribieron más de setenta artículos en la prensa. Como señala Elías J. Palti, “a medida que el
conservadurismo radicaliza su posición comienza a descubrir que la raíz de los males de
México no se encontraba tanto en el irregular ejercicio del principio de soberanía popular,
como en el principio mismo”.[3] El error del malogrado emperador Agustín de Iturbide,
afirmaba Alamán en 1852, había sido alucinarse con “la posibilidad del gobierno
representativo”.
Este debate sobre la teoría política no tiene parangón en Hispanoamérica. Constituyó un
momento singular. Con la expresión “el momento Alamán” denoto el momento y la forma en
que un grupo de conservadores (Alamán, de Rafael y Vilá, Gonzaga, Munguía, etc.) ubicó la
fuente profunda de los males de su patria en las ideas políticas hegemónicas en el mundo. Se
propusieron, en consecuencia, combatirlas. Este escepticismo en el poder de las instituciones
para regenerar a la nación es muy sorprendente en un país que había estado embrujado por la
“magia de las constituciones” durante casi tres décadas.[4] Este debate no se centraría, como
muchos otros, en la aplicación de los modelos en las nuevas naciones, sino en las ideas
mismas.
Algunos, como Luis Gonzaga Cuevas, estaban convencidos de que el momento que vivía el
mundo, tras la revolución de 1848, era verdaderamente excepcional. El siglo XIX “será
ciertamente uno de los periodos más memorables de la historia del mundo. Siglo asombroso
de cultura y progreso y de una corrupción intelectual que amenaza los principios más
respetados y las verdades de más consuelo para la especie humana”.[5]
El debate teórico, de amplio aliento, que no había tenido lugar durante la fundación del
país, ocurrió a la mitad del siglo, cuando ya nadie en Europa cuestionaba con seriedad al
gobierno representativo. Este debate fue original porque involucró ideas abstractas y
universales. Los conservadores adoptaron un peculiar radicalismo filosófico que,
paradójicamente, a la vez era anacrónico y pertinente a la situación política del momento. Se
enlazaba con corrientes de pensamiento que en otras partes del mundo buscaban cuestionar los
supuestos teóricos de la soberanía del pueblo y la igualdad. Aunque el alegato incorporó
críticas del periodo fundacional del gobierno representativo de finales del siglo XVIII (como
las ideas de Bentham y Maistre), las combinó de manera original con otras más recientes, no
menos críticas (como las de los doctrinarios franceses y españoles), de una manera singular.
La importancia de este debate rebasa las fronteras nacionales. El resultado fue una crítica tout
court a la modernidad política, surgida en la periferia del mundo occidental.[6] El alegato,
visto en su conjunto, tal vez fuera más radical que cualquier otro cuerpo ideológico en el
mundo de ese momento. ¿Cómo explicar este desarrollo? ¿Cuál es su importancia? ¿Qué lo
hizo posible?
LOS DERECHOS NATURALES Y EL ORIGEN DE LAS SOCIEDADES
Los conservadores mexicanos creían que el mundo occidental sufría una crisis espiritual y
política sin precedentes. La causa era la reciente turbulencia política y social. En efecto:
“ningún cambio ha comenzado bajo auspicios tan funestos como la revolución de febrero de
1848”. Para Luis Gonzaga, “la irrupción de las ideas anti-sociales pudiera ser tan desastrosa
como la de los bárbaros en los siglos de la Edad Media”. En esa coyuntura México ofrecía un
mirador privilegiado para observar y sopesar la crisis mundial, pues en ese país los efectos de
las causas generales se recrudecían por su perenne inestabilidad política. Lo que era verdad
para el resto del mundo era todavía más cierto para los desgraciados mexicanos. En el centro
de esta fe estaba la certeza de que el problema no radicaba en las instituciones sino más bien
en las ideas en las que se basaba el entramado institucional del gobierno representativo. Así,
afirmaban, “no hay otro enemigo que el error revestido de todas sus formas”.[7]
Puesto que se habían roto los lazos de la religión con el poder público se apelaría en vano
a “los limitados medios de la política para reorganizar las sociedades”. El remedio era
universal y espiritual: sin la justicia y la virtud sería imposible “afianzar la grandeza de las
naciones”. La solución general era una renovada moralidad “pura y sublime”. La crítica
conservadora tomaría la forma de una denuncia doctrinaria de las creencias hegemónicas en el
mundo desde la revolución de 1789:
Por una fatalidad, los que combaten los errores y preocupaciones de la multitud extraviada temen confesar que las doctrinas
dominantes hace más de medio siglo, tales como quieren practicarse, son una invención que no puede conciliar los diversos
intereses de la sociedad, ni asegurar permanentemente la paz de los pueblos.[8]
Para estos hombres la reacción a la turbulencia social y política en Europa producida por
la revolución de 1848 y la aparición del socialismo en la escena era a todas luces insuficiente,
pues no atacaba las raíces del problema.[9] Si la contraofensiva no partía de las metrópolis, lo
haría de una de las nuevas naciones que, como México, había nacido casi al mismo tiempo que
el error en el campo de las ideas, y por eso lo conocía muy bien. Ellos serían guerreros de la
periferia. Éste sería un debate en el cual, para hablar de la patria, se debía hablar de la
filosofía política.
El Universal fue fundado en noviembre de 1848. Sus principales editores fueron el catalán
emigrado Rafael de Rafael y Vilá, Lucas Alamán, José Hilario Elguero, el padre fray Manuel
de San Juan Crisóstomo Nájera e Ignacio Aguilar y Marocho.[10] Algunos de estos personajes,
como Alamán, participaron en 1846 en el fugaz diario pro monárquico El Tiempo. Entre 1848
y 1849 se publicaron numerosos artículos editoriales que constituyeron una ofensiva
ideológica. También sabemos que tradujeron y editaron diversas obras de autores europeos.[11]
Para los editores de El Universal la búsqueda de instituciones perfectas había sido un
error: “si las revoluciones por que ha pasado la especie humana no han podido resolver el
problema de los sistemas políticos, al menos han sido bastantes para revelar al hombre que
ninguno de ellos es absolutamente bueno ni malo”. En efecto,
este fruto de tantos amargos desengaños es un bien inapreciable, que hoy está recogiendo la vieja Europa […] ya no se
matarán los hombres, unos a otros, por meras y vanas teorías; ya no habrá mártires de la libertad ni víctimas inmoladas en
las aras del despotismo […] porque los hombres ilustrados, a costa de desgracias, empiezan a conocer, que esa mentida
libertad era una quimera sin sentido, un ídolo implacable en cuyo altar nefando no se ha visto otra cosa más que holocaustos
impuros, empiezan a conocer que ese decantado despotismo no era más que un fantasma, en la apariencia y en la realidad
un freno tal vez saludable, necesario para la conservación de la paz y el orden.[12]
En el catálogo de quimeras estaban, creían los conservadores, las teorías sobre el derecho
natural moderno y el origen de las sociedades.[13] Por el contrario, la fuente verdadera de la
felicidad de las naciones y de los individuos estaba “en lo que asegura en las familias la
autoridad paternal, la piedad filial, la unión de los esposos, la fidelidad de los criados y todas
las virtudes domésticas”.[14] En lo que hace al derecho natural moderno, los conservadores lo
rechazaron de tajo: “o el hombre nace en sociedad y entonces si tiene derechos son los que la
ley le concede; o fuera de la sociedad, y entonces ningunos tiene, porque derecho, en la
acepción que tratamos, no puede haberlo donde no se pueda encontrar el deber”.[15] Así, el
hombre “en el supuesto estado natural, ni civiles, ni naturales, ni de ninguna clase pudo tener
derechos, porque ¿de quién los exigía?” En cambio, del derecho natural clásico, de origen
divino, no se desprendían las consecuencias perniciosas que criticaban:
pudo existir, y existió en efecto, desde que Adán apareció en la Tierra, el derecho natural; mas es necesario no confundir el
derecho como código, colección o conjuntos de leyes y reglas, con el derecho como acción para excluir a otro cualquiera de
la tenencia, posesión o goce de alguna cosa. Dios desde que creó al hombre imprimió en su corazón la verdad y máximas de
su justicia eterna, bajo las cuales debiera caminar en la Tierra, y he aquí el código de derecho natural; mas este derecho
ninguno confiere al hombre fuera de sociedad; le impone, sí, deberes y obligaciones que todos, dentro y fuera de la sociedad,
tenemos que cumplir para agradar a nuestro Creador […] la existencia del derecho natural no prueba que el hombre
estuviese dotado de derechos fuera de sociedad; en ésta, y sólo en ésta, puede encontrarlos, no en la supuesta
independencia y libertad absoluta de los charlatanes publicistas.[16]
Los conservadores reivindicaban, en contra de la antropología política del derecho natural
moderno, al animal político aristotélico-tomista: “nace el hombre en sociedad y para la
sociedad, de la cual depende desde la cuna hasta el sepulcro […] porque las dotes y
facultades que lo distinguen entre todos los animales, lo constituyen natural y esencialmente
sociable”. El error consistía en haber intentado separar lo que era inseparable. Al “cortar y
cambiar las relaciones que son íntimas e invariables, se ha querido contemplar al hombre
fuera de la sociedad”, cuando la sociedad y el hombre formaban “un solo cuerpo”.[17]
La sociedad no podía provenir del hombre porque éste era esencialmente parte de la
sociedad. Por ello, las declaraciones de derechos eran inútiles;
no debiera, pues, tratarse en las constituciones de cuáles son los derechos del hombre, porque éste al hacerse una
constitución, ningunos tiene en sí mismo, sino la aptitud de hacerse cuanto le convenga y quiera, si sus fuerzas y talentos le
ayudan, y no hay otra fuerza que se lo impida: y ya se ve que el ciudadano según este nuestro sistema, es mucho más libre y
feliz que en el contrato social, y en todos los desastrosos sistemas dictados por los filósofos en sus delirios; no hay aquí
renuncias, desprendimientos, cesiones ni delegaciones de derechos.
La acción del Estado en esta visión anticontractualista de la sociedad derivaba de la
falibilidad de la naturaleza humana: “como las pasiones, ofuscando al entendimiento humano,
le impiden muchas veces la vista clara del derecho natural, y su tumultuoso vocerío no le deja
oír las voces con que la propia conciencia nos advierte siempre las reglas y preceptos de
aquel primitivo código, la autoridad está encargada de someternos por la fuerza, al deber que
tan fácilmente desdeñamos”.[18] Así, el principal objeto y fin del gobierno era “amparar y
custodiar la justa facultad que al hombre fue concedida desde la creación, de procurarse por
todos los medios justos y honestos que estén a su alcance, su conservación, su bienestar y
mejora”.
La libertad individual, de acuerdo con este sistema, no era un “derecho imprescriptible e
inalienable”, sino una “simple facultad concedida a su naturaleza bajo la calidad de no
ofender ni perjudicar con ella a los demás”. La autoridad limitaba esta facultad, “dentro de los
límites racionales, como a cualquier otra facultad”. Sin embargo, en un malhadado momento se
les dijo a los hombres que esta facultad era un derecho que nadie podía atacar. Entonces,
desde ese momento todo cambia de aspecto: la palabra derecho trae consigo la idea de una facultad excesiva, de una
acción, de un poder legar, del cual, dueño el hombre en quien reside, nadie en el mundo puede con justicia disponer en todo
ni en parte sin su consentimiento: he aquí a los pueblos considerándose señores y árbitros de la libertad; ya no es una
facultad que la conveniencia pública, la utilidad general deban regular; los hombres no son ya los hijos de una gran familia,
cuyos trajes, alimentos, instrucción y placeres se distribuyen y ordenan por el padre común con proporción a su naturaleza,
su aplicación y mérito […] sino una casa de dementes.[19]
La idea de derechos individuales subjetivos hacía imposible persuadir a los pueblos de
que sacrificaran una parte de su libertad en aras del interés público: “engreídos los pueblos
con el supuesto derecho de libertad, cada restricción, cada modificación o regla, se recibe
como una providencia arbitraria, despótica y tirana”. Se pensaba que constituir la libertad
natural en un derecho significaba
erigir en privado un bien público […] es engendrar el aislamiento, disolver los vínculos sociales, romper todos los lazos que
unen a los ciudadanos; es poner en pugna constante a la autoridad con los particulares, y hacer odiosas las leyes, y
aborrecibles a los que las defienden y ejecutan. El egoísmo, el personal interés, he aquí, en última expresión, los efectos de
haber constituido, la libertad en derecho.[20]
Los liberales mexicanos reaccionaron frente a estos embates teóricos. En su defensa
afirmaron la primacía tanto de la soberanía popular como del gobierno representativo. Me
parece significativo, sin embargo, apuntar algunos rasgos notables de su defensa. Los alegatos
revelan un liberalismo titubeante en sus justificaciones últimas; en ellas se aprecia una noción
de derecho natural híbrida. En efecto, al calor de la polémica, los editores de El Siglo Diez y
Nueve pintaron su raya con “el pobre loco de Jean-Jacques”, como lo llamaron los
conservadores: “No esperen nuestros adversarios que defendamos fanáticamente el pacto
social imaginado por Rousseau para explicar el origen de las sociedades civiles, y deducir de
aquí los derechos y garantías del hombre en sociedad”.[21] Ésta era la concepción de los
derechos naturales que defendía El Siglo Diez y Nueve y que concedía puntos centrales a sus
adversarios:
los derechos eran tales desde antes que las constituciones los declarasen; el hombre los adquirió por una necesidad de su
misma naturaleza al nacer, y los recibió de Dios, que es el mismo que le impuso los deberes. El deber existió a la vez
que el derecho; el hombre adquirió aquellos derechos que son necesarios para cumplir con sus deberes y, por último, los
ejerció sobre sus semejantes, mucho antes de que existieran las sociedades políticas.[22]
Probablemente el alegato esté inspirado en la crítica de Bentham a la noción de deberes,
quien había afirmado que lo que debía recordársele a la gente eran sus deberes.[23] De la
misma forma, aunque los liberales defendían algunos de los presupuestos del derecho natural
moderno, aceptaron varios de los supuestos del iusnaturalismo clásico de raigambre
aristotélico-tomista, que era la teoría de sus adversarios. Es cierto que aceptaron el supuesto
de que el hombre era por naturaleza un animal político, combatido fieramente por los
iusnaturalistas modernos.
Así, los liberales se alejaron de la antropología política de Hobbes y Locke y aceptaron
una sociología histórica extraña.
Sin duda [afirmaron], que el hombre es esencialmente sociable. Sus necesidades intelectuales y morales no menos que las
que provienen de su misma organización física, hacen a la sociedad su necesidad más imperiosa. Para satisfacer esta
exigencia fundada en la misma naturaleza humana, Dios dio al primer hombre la mujer por compañera y en esta primera
unión santificada por Dios mismo […] tuvo origen la primera sociedad, a saber: la sociedad natural o de familia.[24]
De ahí que a las sociedades civiles “no se les debía suponer otro origen que las mutuas
convenciones de las familias que las formaron”.[25] Los conservadores orillaron a los
liberales a adoptar un tren de razonamiento muy parecido al de Hume en su famoso ensayo
contra el contrato original. Decían:
así es que unas veces la voluntad pública, otras la usurpación y algunas la conquista, fueron los títulos que organizaron a las
sociedades; pero debemos advertir que en la fuerza física sólo pudieron recibir validez y justificación por el consentimiento
tácito de los pueblos y el bien de las sociedades; así pues, la voluntad pública, la voluntad general formada de la reunión de
todas las voluntades particulares, es el único orden legítimo que pueda señalarse a la creación del poder público, a que se
confiaron los destinos de la sociedad.[26]
Hume reconocía que algún tipo de consentimiento vago pudo haber estado en el origen de
las primeras sociedades, pero que en general la usurpación y la conquista estaban en el origen
de arreglos que luego sancionaba el conformismo de las personas.[27] Los hombres no
obedecían porque se sintieran obligados por algún contrato; obedecían a los gobiernos porque
les convenía.
Al final, Alamán y sus colegas habían logrado que sus contrincantes aceptaran ideas como
la siguiente:
el grande error que en nuestro concepto han cometido los autores que ciegamente defienden el pacto social, ha sido el de
apelar a él como única fuente de los derechos del hombre en sociedad […] cualquiera que sea el origen que se señale a las
sociedades civiles, siempre será cierto que el hombre goza de derechos naturales, derechos absolutos recibidos de manos de
Dios mismo, que ninguna autoridad puede destruir, ni constitución alguna desconocer.[28]
Estos “derechos” mencionados por los liberales mexicanos ¿eran los mismos de los que
hablaba la Declaración de los revolucionarios franceses?
La vulnerabilidad filosófica del liberalismo de mediados de siglo estaba en su
antropología política. Sus posiciones doctrinales, en lugar de estar firmemente ancladas en el
derecho natural moderno, estaban en deuda con el iusnaturalismo clásico. ¿Por qué? En parte
debido a la educación filosófica y jurídica que estos hombres recibieron como legado
intelectual de España. En efecto, como señala José Carlos Chiaramonte,
la perduración del derecho natural a partir de las independencias, tanto en la enseñanza como en la vida privada y pública,
ha sido comprobada desde México a Buenos Aires. Sin embargo, en los países en que el catolicismo constituía el culto
predominante, nociones de lo que puede considerarse la ciencia de la sociedad y de la política eran también transmitidas por
los estudios de derecho canónico.[29]
En México, la naturaleza híbrida de las nociones acerca del derecho natural se debía, en
parte, a la temprana influencia del pensamiento del italiano Nicolás Spedalieri (1740-1795).
En 1791, dos años después de ser proclamada en Francia la Declaración de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano, Spedalieri —un sacerdote siciliano y profesor de filosofía— publicó
Derechos del hombre. Se trataba de una respuesta católica a la Declaración.[30] El subtítulo de
la obra revelaba su tesis filosófica: Seis libros en los cuales se manifiesta que la más segura
custodia de los mismos derechos en la sociedad civil es la religión cristiana y que el
proyecto más útil y el único en las presentes circunstancias es el de hacer reflorecer la
misma religión. A diferencia de los tradicionalistas, como Maistre o el abate Thorel,
Spedalieri no negaba la existencia de los derechos del hombre. Intentaba, con sutileza,
vincularlos de manera indisoluble a la religión católica.
En México, según Connaughton, al momento de la independencia “no era posible separar
la religión de la política porque todo el sistema de autoridad política en el país aún dependía
de la autoridad moral sustentada por hondas convicciones y creencias religiosas”.[31] En
efecto, el medio hermano de Lucas Alamán, Juan Bautista Arechederreta “había captado esta
situación al darse la transición del Imperio a la República”, y rápidamente tradujo e hizo
publicar en 1824 el libro de Spedalieri.[32] En la introducción, Arechederreta afirmaba que el
libro era útil, porque el italiano intentaba
desengañar a los incautos, haciéndoles ver cuáles son los verdaderos derechos del hombre, cuánta la libertad que debemos
procurar tener cuando vivimos en sociedad, distinguiéndola de la irreligión y del libertinaje, cual la felicidad que podemos
tener en la tierra, y finalmente demuestra con la mayor sabiduría y claridad el que ninguno de estos bienes se pueden
conseguir, si en una sociedad no se tiene por su primera base fundamental la religión cristiana.[33]
Es claro que la noción de derechos de los editores de El Universal estaba influida por
Spedalieri, el cual alegaba: “¿Qué entendemos cuando decimos yo tengo derecho? Un poder
hacer, una facultad conforme a la razón de hacer, de tener, de usar de alguna cosa”.[34] De la
misma forma, “la naturaleza nos ha dado ciertos derechos, pero al mismo tiempo nos ha
impuesto ciertas obligaciones”. Si desaparecían las obligaciones, se destruía en ese mismo
momento todo derecho.[35]
La influencia de Derechos del hombre en México es significativa. Según Connaughton, el
libro “cimentó las bases de la discusión en torno a la religión en México durante años”.[36]
Ello fue así porque Spedalieri se propuso demostrar que “los destinos de la religión y del
Estado estaban entrañablemente enlazados”. Ningún tipo de régimen podría mantenerse y
prosperar “sin la base moral y la exigencia de responsabilidad individual que implicaban las
creencias religiosas y la convicción de un juicio final”. Así, “ligaba la autoridad del poder
político al entramado moral entre los hombres que posibilitaba y exigía una conducta recta,
acotada y consecuente”.[37] Además de refutar las tesis de Hobbes, el italiano proponía que el
estado de naturaleza jamás había existido, “puesto que los hombres difícilmente en él hubieran
podido […] idear el sistema de la sociedad civil para pasar de él”.[38] De manera
indirecta, la sociedad civil era obra de Dios.[39] Sin embargo, de ahí sacaba una
conclusión bien distinta a la de los tradicionalistas:
Dios quiere la felicidad de los hombres, y por respeto a ella la soberanía. Luego si la soberanía que él confiere se administra
de modo que en vez de servir para la felicidad de los hombres haga su infelicidad, Dios puntualmente, porque quiere la
soberanía para la felicidad de los hombres, debe querer que sea decaído de ella quien abuse de ella contra el fin para el que
se la confirió.
En consecuencia: “el pueblo siempre tiene derecho para quitar el principado a quien
gravemente abuse de él”.[40]
Algunos observadores sostienen que Spedalieri influyó de forma importante en el
pensamiento político de conservadores, como Alamán y Gonzaga Cuevas.[41] Sin embargo, me
parece que la influencia filosófica del italiano va más allá. Por las respuestas de los liberales
en el debate de 1848-1849 podemos suponer que su entendimiento del derecho natural también
estaba moldeado por las premisas del derecho natural clásico. Spedalieri hizo que les
resultara innecesario adoptar las bases filosóficas del gobierno representativo. Así, obvió la
necesidad de que los liberales desarrollaran una filosofía moral y política anclada firmemente
en el derecho natural moderno. Como hemos visto, a lo largo de la polémica, los
conservadores exhibieron la fragilidad de la filosofía moral de sus adversarios.
LOS ERRORES DE LA SOBERANÍA POPULAR
En un artículo publicado el 7 de diciembre de 1848, los editores de El Universal criticaron la
idea de soberanía popular: “proponémonos, pues, probar que es una proposición no sólo falsa
e irracional, sino además destructora y disolvente de toda sociedad, la de que la soberanía
reside esencialmente en la voluntad reunida de todos los individuos que forman una nación”.
[42] El razonamiento partía de una crítica a la idea del estado de naturaleza y del contrato
social:
para establecer la máxima de que la soberanía reside esencialmente en el pueblo, los autores de tal sistema tuvieron que
ocurrir a una ficción tan peregrina como inverosímil, el pacto social; suponen a los hombres, allá en el origen de los
tiempos, errantes por los bosques, lo mismo que las bestias feroces, sin reconocer dependencia ni superior alguno, luchando
y devorándose entre sí como una presa; resultando en consecuencia, que fatigados de este estado de continua desconfianza
y movimiento, en el que los débiles eran víctimas de los fuertes naturalmente, se reuniesen todos a celebrar una paz general,
en cuyo convenio se estipuló constituir una autoridad que, apoyada por todos, a todos los protegiese reprimiendo a los
inquietos.[43]
El problema con esta singular teoría era, afirmaban los editores de El Universal,
que para que la soberanía resida esencialmente en la voluntad de los ciudadanos que componen un pueblo, necesario es que
esas voluntades fueran absolutamente independientes; y he aquí el principio que necesitaba la soberanía del pueblo para no
quedar enteramente en el aire; y he aquí también por qué a falta de cabida en los hechos, se le hizo lugar en la ficción,
forjándola como una de tantas fábulas para diversión de los desocupados.
Sin embargo, la realidad era que “ningún hombre, exceptuando al primero, ha nacido
independiente, y por tanto no ha podido ser soberano, porque sin independencia no hay
soberanía; desde que nacemos, nacemos dependientes de nuestros padres”. Por el contrario,
los individuos son deudores de la sociedad en la que viven: “ella ha formado nuestra
instrucción con sus establecimientos, ella ha cultivado nuestro espíritu, ella ha pulido nuestros
modales, creado nuestros gustos y enriquecido nuestros conocimientos”. Así, de la cuna a la
sepultura, “variamos de dependencia, pero siempre dependemos”. Y como los individuos no
pueden ceder lo que no tienen (soberanía), “luego tampoco pueden transmitir a otro cuerpo la
soberanía de que carecen”.[44]
Como evidencia de la inconsecuencia de la idea del estado de naturaleza, los editores de
El Universal citaban la “confusión” producida por las diferentes versiones del estado natural
de Grocio, Rousseau, Locke y Hobbes. Para concluir decían: “dejemos a nuestros lectores
apreciar el juicio que deba hacerse de un principio que ni aun para sus propios autores tiene
resultados y consecuencias fijas”. En otros artículos los editores trataban de demostrar que la
idea de la soberanía popular era una contradicción lógica. El ciudadano no podía constituir la
autoridad política a través de su consentimiento y seguir siendo soberano. El liberalismo
pretendía
conciliar lo que es esencialmente inconciliable: yo soy soberano y libre por derecho, pero de hecho súbdito y esclavo; yo
hago la ley, y la ley me repugna; yo mando y obedezco; yo dirijo y soy dirigido; las autoridades y los gobiernos deben ser la
expresión de mi voluntad, pero si contra ellos me pronuncio, porque me desagradan, me fusilan y me persiguen; nadie tiene
derechos sobre mí o todos me gobiernan; todos somos iguales, más diferentes todos; ¡quién puede comprender tanto
enigma![45]
Para los editores de El Universal, detrás del liberalismo sólo había hipocresía. Sobre los
“liberales más famosos” afirmaron: “sus labios destilan sólo igualdad, libertad, filantropía,
moralidad, paz y orden; sus acciones son un tejido de arrogancia y superioridad, de
despotismo, de inhumanidad y fiereza, de corrupción, de inquietud y desorden”.
Al principio la respuesta de los liberales a esta andanada fue de descreimiento; El
Monitor Republicano afirmaba sobre sus antagonistas:
les alabamos solamente la oportunidad de su propaganda tan opuesta a la marcha del siglo y los acontecimientos que
palpamos; derrocada en Francia la antigua monarquía, vacilantes en su mayor parte, los tronos de la Europa, y ganando
terreno, con una celeridad prodigiosa las ideas del liberalismo, no comprendemos el empeño con que hoy, aquí son
impugnadas.[46]
Más tarde, probablemente comprendiendo la importancia de esas impugnaciones, los
liberales tratarían de responder los argumentos de los conservadores en sus propios términos.
El alegato de El Universal tomaba argumentos de diversas fuentes. La idea de la
dependencia natural era probablemente de Bentham, quien en sus Anarchical Fallacies criticó
el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, que
afirmaba que los hombres nacían libres e iguales.[47] Sobre la contradicción lógica implícita
en la soberanía popular, el alegato es ciertamente de Maistre. En Consideraciones sobre
Francia afirmó: “los fautores de la república francesa no están solamente obligados a probar
que la representación perfeccionada, como dicen los innovadores, es posible y buena, sino
que además el pueblo mediante esto, puede retener su soberanía (como dicen también) y
formar, en su totalidad, una república”. El argumento para Maistre era claro: “el sistema
representativo excluye directamente el ejercicio de la soberanía”.[48]
¿Por qué fueron resucitados estos viejos alegatos críticos del periodo fundacional del
gobierno representativo? La respuesta es que los mexicanos combinaban la arqueología
intelectual con los desarrollos contemporáneos. En efecto, en Europa el ímpetu reaccionario
inicial tuvo un segundo aire durante el primer cuarto del siglo XIX. Ello puede verse en la
popularidad en América Latina y España de un tradicionalista francés menor, ahora
completamente olvidado por la historia del pensamiento político: el abate Thorel.
Jean-Baptiste Thorel nació en Bouquetot, en la región del Eure, diócesis de Rouen (Sena
inferior). Muy poco se sabe de su biografía. Fue cura de Annonville. Después de 1756, siendo
gran vicario de Avranches, fue el último prelado ordinario de la capilla de San Adrián.[49] En
1807 Thorel escribió un libro sobre el origen de las sociedades que fue traducido por primera
vez al castellano en 1813. En él retomaba y radicalizaba varias de las tesis de Maistre y
Bonald.[50] En Del origen de los gobiernos escribió: “estoy muy seguro de que vivimos en un
error sobre el origen de las sociedades, y que éste es el manantial fecundo de todos nuestros
males”.[51] Argüía que “la naturaleza nos grita que los hombres no fueron iguales en derechos
jamás y la razón nos dice en su apoyo que jamás pudieron serlo”.[52] En efecto,
el jurar esta infausta igualdad de derechos, es jurar la pérdida de los pueblos, el saqueo de las propiedades, la violación de
todos los derechos, la usurpación de todos los bienes, el trastorno de todos los Estados, la disolución de todas las sociedades,
la destrucción de todos los tronos, aun el de Dios mismo, y la ruina de todas las distinciones que había establecido la
naturaleza por la constitución esencial del orden social.[53]
Sin embargo, Thorel iba más allá de los tradicionalistas de finales del siglo XVIII. No sólo
negaba el contrato social como base de las sociedades, impugnaba la idea misma de
consentimiento. Así pretendía “atacar el mal en su nacimiento”.
Aunque los editorialistas de El Universal no citan de forma explícita a Thorel, es muy
probable que lo hubieran leído, pues en 1846 de Rafael y Vilá publicó una traducción de sus
obras.[54] Por el contrario, el obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía (1810-1868),
se refirió a él extensamente en su obra Del derecho natural en sus principios comunes y en
sus diversas ramificaciones (1849).[55] Escrito como un libro de texto para los alumnos del
Colegio Seminario de Morelia, en él Munguía articuló sus ideas sobre el derecho natural y la
soberanía. En 1851, el recién nombrado obispo se negó a jurar la constitución. Las leyes
comprometían, en su opinión, “los derechos y libertades de la Iglesia”.[56] De acuerdo con
Brading, “Munguía era un reaccionario confeso, pero antes de reaccionar al reto del
liberalismo mexicano, por así decirlo, ya había reaccionado intelectualmente a la amenaza de
la Revolución francesa, y llegó armado a la batalla con las ideas y los argumentos de los
pensadores franceses”.[57] Desde un inicio, “Munguía hizo evidente su intención polémica al
descartar por peligrosos o difusos a todos los autores clásicos como Grocio, Puffendorf,
Mably, Montesquieu, Filangeri, Bentham y Comte. En su lugar recomendó las obras de Bonald,
Maistre y La Lógica de Thorel”.[58] En Del derecho natural, Munguía “formuló doctrinas que
inspirarían a una generación de clérigos michoacanos a resistir las intenciones del Estado
liberal”.[59]
Para Munguía la libertad política era “producto de la razón, la voluntad y la constitución
social en el ejercicio de los derechos activos y pasivos que concurren a la organización del
gobierno”.[60] Para no perdernos, afirmaba, “en estériles y aun erróneas especulaciones,
principalmente en materia de igualdad, es necesario fundar la sociedad en las familias, y no en
los individuos”.[61] La pretendida igualdad era una quimera
porque unos nacen primero que otros […] aquí no hay igualdad de ningún género: unos son más fuertes, más robustos, más
ágiles, más sanos que otros”. Munguía compartía la crítica de Thorel al pacto social. El abate había demostrado
“concluyentemente” que “el tal pacto es, 1. extravagante por sí: 2. imposible en la legislación: 3. impracticable en la
constitución: 4. terrible en sus efectos y falso en sus principios.[62]
Para ilustrar el argumento, Munguía reprodujo extensos pasajes de Thorel. Sin embargo,
como señala Mijangos, Munguía tomó cierta distancia con la escuela teocrática.[63] Ésta no
podía legitimar de manera apropiada el poder: “la dificultad radical que hace inadmisible una
parte de la doctrina de Thorel, consiste en haber confundido en la cuestión la metafísica con la
historia, forzando a la expresión de una identidad común el derecho y el hecho, el poder y la
designación”.[64] Thorel creía, como Filmer, que la autoridad humana era “la patria potestad
aplicada al orden civil”. Ahora bien, se preguntaba Munguía, “¿podrá aplicarse al orden civil
un derecho restringido por la ley natural aun dentro del orden doméstico? […] en caso de ser
legal esta aplicación, ¿sería posible, perdida ya la genealogía de las primeras familias del
mundo?”[65] La imposibilidad de reconstruir el árbol genealógico del poder hacía que fuera
infructuoso buscar en la historia el origen de la sociedad civil.
No obstante, Munguía creía con firmeza que el poder que gobierna al individuo no venía
de él mismo: “el poder que gobierna a la sociedad, ser moral, colección de individuos, no
puede traer su origen de la sociedad misma”. En efecto, “sólo en Dios pueden coexistir la
libertad y el poder dentro de una órbita común […] la libertad está en la sociedad: pero el
poder está en Dios”.[66] Sin embargo, la potestad de Dios era indirecta, delegada a los
hombres. Así, era “indispensable el derecho de la sociedad para designar sus gobiernos,
determinar sus formas y sistematizar su acción en uso del poder que ha recibido del cielo”.[67]
La crítica a la soberanía popular de los editores de El Universal, sin embargo, no sólo
tenía una fuente tradicionalista o reaccionaria. Era también un axioma de un distinguido grupo
de políticos e intelectuales franceses de la primera mitad del siglo XIX: los liberales
doctrinarios. A este grupo pertenecieron figuras como Pierre Royer-Collard, François Guizot,
Prosper de Barante, el duque de Broglie y Charles de Rémusat, entre otros.[68] Los
doctrinarios eran defensores del gobierno representativo y de la libertad de prensa y tenían
como adversarios tanto a los ultras legitimistas como a los liberales más radicales. Estaban
en desacuerdo con Benjamin Constant, quien sostenía que la base del gobierno representativo
era la soberanía popular; un principio que, aunque limitado, era incontestable. En efecto,
nuestra constitución actual reconoce formalmente el principio de la soberanía del pueblo, es decir, la supremacía de la
voluntad general sobre las particulares. Este principio, que no puede ser contestado, se ha querido oscurecer en nuestros
días, y los males que se han causado con los delitos cometidos bajo el pretexto de ejecutar la voluntad general, han dado una
fuerza aparente a los raciocinios de los que quieren asignar otro origen a la autoridad de los gobiernos. Sin embargo, todo lo
que dicen no puede destruir la sencilla definición de las palabras que se emplean. La ley debe ser la expresión de la voluntad
de todos o de algunos.[69]
Por el contrario, para los doctrinarios la representación no era sino el medio de llegar a
realizar la razón pública. Como señala Diez del Corral,
Royer-Collard combatía terminantemente el concepto de representación porque arrancaba de la voluntad y tenía que
significar soberanía popular y todos los desórdenes revolucionarios; ahora se admitía el concepto de representación, pero se
le fundaba sobre bases distintas de las que había tenido en la época revolucionaria, combatiéndose con no menos
encarnizamiento su concepción voluntarista.[70]
Para los doctrinarios, la voluntad no podía ser la base del gobierno porque ésta se
encontraba distribuida de igual forma entre los hombres, no así la razón. El régimen
representativo debía “destacar a los portadores de mayores luces”, a aquellos que
representaban “una mejor capacidad de actualización racional”.[71] Esta concepción elitista es
la base de la defensa de la libertad de prensa de los doctrinarios. Descubrir la razón y la
justicia era una empresa ardua; los individuos aislados no podían realizarla. Se requería la
cooperación de todos los que fueran capaces. Ése era el fin de la publicidad.
François Guizot, quien fuera primer ministro de Luis Felipe de Orleáns, es uno de los
mejores exponentes del pensamiento de estos hombres.[72] En 1851 publicó Los orígenes del
gobierno representativo en Europa. El libro recogió las cátedras que dictó en la década de
1820. ¿Cuál era, se preguntaba Guizot, la fuente del poder soberano y cuáles eran sus límites?
Para Guizot la sociedad y el gobierno se encontraban recíprocamente implícitos. La primera
ley social es la justicia, la razón, “una regla cuyo germen cada hombre lleva en su pecho”.[73]
Para él “la necesaria coexistencia de la sociedad y el gobierno” mostraba lo absurdo de la
hipótesis del contrato social. Había una diferencia fundamental entre el principio del gobierno
representativo y el del gobierno democrático: el primero no estaba fundado en la soberanía
del pueblo. La soberanía popular era una idea contradictoria. En efecto:
nadie ha entendido nunca que la soberanía del pueblo signifique que después de haber consultado a todas las opiniones y
voluntades, la opinión y la voluntad del mayor número constituiría la ley, pero que la minoría estaría en libertad de
desobedecer aquello que ha sido decidido en oposición a su opinión y voluntad. Y, sin embargo, ésta es la consecuencia
necesaria del pretendido derecho atribuido a cada individuo de ser gobernado sólo por aquellas leyes que gocen de su
consentimiento individual. Lo absurdo de esta consecuencia no siempre ha inducido a los adherentes de este principio a
abandonarlo, pero los ha obligado a violarlo siempre.[74]
La soberanía del pueblo acababa por ser sólo la soberanía de la mayoría. Según Guizot, el
principio de la soberanía popular partía de la suposición de que cada hombre poseía, como un
derecho de nacimiento, no sólo un igual derecho a ser gobernado, sino un igual derecho a
gobernar a otros.[75] Al igual que la aristocracia de la sangre, vinculaba el derecho a gobernar
con el nacimiento y no con la capacidad. Así entendido, el principio era contrario al hecho de
la desigualdad natural de los poderes y las capacidades de individuos diferentes. Así:
el principio de la soberanía del pueblo, esto es, el igual derecho de todos los individuos a ejercer la soberanía, es
radicalmente falso pues, con el pretexto de mantener una igualdad legítima, introduce violentamente la igualdad ahí donde no
existía y no reconoce la legítima desigualdad. Las consecuencias de este principio son el despotismo del número, el dominio
de los inferiores sobre los superiores, esto es, la más injusta y violenta de todas las tiranías.[76]
Tal no podía ser el principio del gobierno representativo, cuyas leyes eran la razón, la
verdad y la justicia. El verdadero principio del gobierno representativo sólo le confería
soberanía sobre las personas, las familias y la propiedad a aquel individuo que se presumía
capaz de utilizarla de modo razonable. Ese poder, aunque legítimo, no debía concederse de
manera completa y absoluta a nadie ni debía permitirse su ejercicio en soledad. La conclusión
era que “el gobierno representativo, entonces, no es pura y simplemente el gobierno de la
mayoría numérica, es el gobierno de la mayoría de aquellos que se encuentran calificados para
gobernar”.[77] La forma representativa de gobierno, “nunca olvidando que la razón y la
justicia, y consecuentemente el derecho a la soberanía, no residen completa y constantemente
en ningún lugar de la Tierra, presume que han de encontrarse en la mayoría, pero no se las
atribuye como sus cualidades ciertas y propias”.
El alegato de la “soberanía de la razón” de los doctrinarios se volvió atractivo para los
mexicanos, especialmente a partir de las revoluciones de 1848. Su abierta oposición a la ola
democrática que barría Europa y al socialismo resonó con fuerza en un país que jamás había
salido de los sobresaltos revolucionarios. Rafael de Rafael tradujo De la democracia en
Francia, libro en el cual Guizot reflexionaba sobre los acontecimientos que terminaron con la
monarquía de julio y su carrera política.[78] Para Guizot el caos en el que vivía Europa se
ocultaba bajo una palabra: democracia. En efecto,
ésta es la palabra soberana, universal; todos los partidos la invocan y quieren apropiársela como un talismán. […] Los
socialistas, los comunistas, los de la montaña, quieren que la república sea una democracia pura, absoluta, y ésta es para
ellos la condición de su legitimidad. Tal es el imperio de la palabra democracia que ningún gobierno, ningún partido osa ni
cree poder vivir sin inscribir esta palabra en su bandera.[79]
Sin embargo, la democracia era una “idea fatal”, que suscitaba incesantemente la guerra
social. Y ésa, pensaba Guizot, era la idea que debía extirparse.
Los conservadores mexicanos publicaron también a otros doctrinarios: el francés Barante
y el español Alcalá y Galiano. Hombre de letras, dotado de una “fina sensibilidad”, Barante
escribió en 1849 Cuestiones constitucionales a la sombra de la revolución de 1848.[80] Un
año después los conservadores mexicanos lo tradujeron.[81] Barante pensaba que la libertad
política era un medio para garantizar la libertad civil: “todo poder se ha establecido con esta
mira y para interés general”.[82] Se oponía al sufragio universal, pues “interrogar la opinión, o
para hablar con más exactitud, solicitar la voluntad de aquellos que no pueden comprender lo
que se les pregunta no es un procedimiento razonable”.[83] También se oponía a la soberanía
del pueblo: “si los monarcas no pueden tener la presunción de estar dotados de la luz divina,
los pueblos tampoco pueden pretender, dígalo quien quiera, que su voluntad sea siempre justa,
razonable y en conformidad a sus verdaderos intereses”.[84] Cualquier autoridad, sea cual
fuese su origen, que no ofrezca “garantías de justicia y de razón, es una usurpación, una
tiranía”. La soberanía del pueblo era
un principio abstracto que no es más real que la existencia del contrato social. Así como los hombres diseminados y libres
jamás se reunieron anticipadamente para formar entre ellos una sociedad civil, del mismo modo ésta no puede
instantáneamente abdicar sus leyes, remover sus magistrados y sus jefes, hacerse de una soberanía que nunca ejerció, y
delegarle bajo una forma libremente escogida en una autoridad que jamás será soberana.[85]
Toda autoridad social debía necesariamente “tener siempre razón, debe ser justa, ningún
poder está dispensado de este primer deber”.[86] El verdadero consentimiento del pueblo no
era el que se expresaba a través del sufragio universal, sino aquel que se conseguía gracias a
las acciones prudentes de gobierno. Un gobierno se legitimaba cuando procuraba al país “la
tranquilidad y la libertad, la justicia y la buena administración de los intereses generales, el
respeto a las leyes y pactos, el aumento de la prosperidad y bienestar, cuando se haya
sostenido en cumplimiento de estas condiciones, habrá obtenido el asentimiento nacional”.[87]
De forma similar, el español Antonio Alcalá Galiano, había sido un liberal que se pasó al
campo de los moderados.[88] No era visto como un conservador. En 1845 los liberales
mexicanos encontraron su actividad parlamentaria ejemplar.[89] Sin embargo, como las de
otros doctrinarios, su respuesta a la turbulencia social y política de 1848 fue categórica. En
1849 se publicó en México su obra Breves reflexiones sobre la índole de la crisis por que
están pasando los gobiernos y pueblos de Europa.[90] Ahí afirmaba: “no es sólo en Francia
donde acaba de variarse la forma de gobierno […] casi toda la Europa está revuelta”.[91]
Alcalá Galiano creía que en España los postulados del derecho natural habían “tomado un
sentido de abstracto rigor, desligado completamente de la realidad y con repercusiones sobre
la [realidad] misma inusitadamente desastrosas”.[92] En consecuencia, afirmó que no había
otros derechos políticos que los nacidos de la propia sociedad. Todos esos derechos debían
estar sometidos a limitaciones dictadas por el “común provecho”.[93]
En sus Breves reflexiones afirmaba que la desigualdad era “obra de la naturaleza”; por
ello la doctrina de la igualdad absoluta de los hombres era contraria “a los adelantamientos
del linaje humano”.[94] En efecto, “la igualdad en la hacienda sería universal pobreza, la
igualdad en el saber general ignorancia o poco menos, y hasta igualdad en la honradez,
tomando el término medio por modelo […] no pasaría de ser ausencia de maldad”.[95] Las
máximas abstractas y “no ciertas del todo”, como la igualdad y la fraternidad, tenían poco
valor para fundar en ellas a los gobiernos. Por el contrario, gobierno significaba “la
representación de la fuerza social, que ampara, reprime y a veces dirige, siendo barrera contra
la cual se estrellan las voluntades y los apetitos individuales cuando tiran a satisfacerse a
costa del provecho ajeno, y fuerza que pone en movimiento las demás del Estado”.[96] Alcalá
Galiano afirmaba que
dos clases de gobierno absolutos amenazaban repartirse a Europa; el uno llamándose monárquico o de orden, el otro
llevando diferentes nombres, de los cuales el que le compete donde quiera, es el de revolucionario […] el segundo dará
soltura a la pluma y a la imprenta, pero tratará con la mayor severidad a quien hubiere declarado pensamientos malos, esto
es, contrarios a sus doctrinas o su interés.[97]
Lo trascendente de la situación que vivía era la transferencia del poder político de las
clases medias a la plebe. Este movimiento tendría, inexorablemente, consecuencias
redistributivas: “los intereses llamados socialistas están ahora enlazados con los políticos y la
plebe sabe que con tener derechos no tiene ni lo bastante ni lo debido, sino un medio para
adquirir cierto grado de buen pasar, logrado a costa de los antes dueños de la riqueza. No se
prometía tanto ni tan bueno en la primera revolución de Francia”.[98]
Si bien los mexicanos tomaron prestados diversos argumentos de los doctrinarios, es
cierto que hay diferencias notables. A pesar de su crítica a la soberanía, estos últimos eran
defensores del gobierno representativo y de diferentes libertades, como la libertad de prensa.
Los mexicanos incorporaron la crítica doctrinaria de la soberanía a sus alegatos, pero no su
visión positiva del gobierno representativo. Sobre todo, no incorporaron la defensa de la
libertad, que los doctrinarios consideraban central en su programa ideológico. A fin de
cuentas, fue un fracaso el intento teórico de los doctrinarios por desvincular el gobierno
representativo de la soberanía popular. Triunfaron los argumentos fundacionales de Madison y
Constant, que proponían que el gobierno representativo era aquel que derivaba “todos sus
poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo”. Tal vez los doctrinarios no
lograron prevalecer porque de la soberanía del pueblo no se seguían las consecuencias que
ellos les atribuían. En particular, la soberanía popular no implica autogobierno.
LA RECEPCIÓN DE DONOSO CORTÉS EN M ÉXICO
Para apoyar su rechazo a la soberanía del pueblo, el obispo Munguía recurrió a la autoridad
de un doctrinario. De esta manera abría el apartado de la soberanía en su tratado sobre el
derecho natural:
viniendo al examen de este otro principio democrático, prescindimos de nuestras propias reflexiones para que hable por
nosotros […] no un escritor de la escuela teocrática, sino una de los partidarios más insignes de la libertad, un enemigo del
derecho divino de los reyes, y de los que menos coto ponen a su razón y a su pluma para llamar a la revisión y al examen los
elementos religiosos y políticos de la sociedad. Hay más: este escritor ilustre desarrolla todas las dotes del genio y todas las
prerrogativas de la inteligencia en sus escritos y puede servirnos aquí, no sólo para combatir este error funesto, sino también
para ministrar a la juventud estudiosa un bello modelo de elocuencia y de estilo.[99]
¿Quién era este liberal enemigo de la soberanía del pueblo? Nada menos que Juan Donoso
Cortés.
En efecto, Munguía citaba fragmentos de las Lecciones de derecho político de Donoso
Cortés, escritas en 1836.[100] Ahí el español se preguntaba: “¿qué es, pues, señores, el dogma
de la soberanía del pueblo, históricamente considerado? Es una máquina de guerra que sirvió
a la humanidad para destruir la obra de doce siglos”.[101] Considerada como un principio
social, la soberanía popular “no tenía valor alguno, porque lógicamente es insostenible y
prácticamente irrealizable”. Donoso Cortés repetía la crítica de Guizot: “para explicar la
validez de las decisiones de la mayoría es fuerza recurrir a la razón; ahora bien: si la razón es
bastante poderosa, si tiene títulos suficientes para dominar las voluntades, la razón es
soberana; pero ¿qué es entonces la soberanía del pueblo? Señores, un absurdo, un imposible”.
[102] En cambio, sostenía Donoso Cortés, “una nueva bandera cándida, resplandeciente,
inmaculada, ha aparecido en el mundo; su lema es: soberanía de la inteligencia, soberanía de
la justicia. Sigámosla, señores; desde su aparición, ella sola es la bandera de la libertad”.[103]
El punto relevante aquí es que, como admitía Munguía, el Donoso Cortés que escribió estas
líneas —a pesar de la crítica a la soberanía del pueblo— no era todavía el autor antiliberal
radical que inspiró al jurista alemán Carl Schmitt. Las Lecciones de derecho público
pertenecen a la fase liberal de Donoso Cortés, cuando estaba influido críticamente por los
doctrinarios franceses. Como hemos visto, la crítica de Donoso Cortés a la soberanía,
preconizada en la idea de la “soberanía de la inteligencia”, no es tradicionalista ni tampoco
original.[104] No sería sino hasta 1848 cuando, a resultas de la turbulencia política y social de
ese año, Donoso Cortés se desprendería de su doctrinarismo para embarcarse en un nuevo
camino ideológico.
Tal vez pudiera pensarse que la crítica radical de los conservadores mexicanos en 18481849 hacía eco de los alegatos tradicionalistas de Donoso Cortés en contra de la democracia y
el liberalismo. No es así. Donoso Cortés ciertamente tuvo un impacto en México. Sin
embargo, ¿cómo dar cuenta de él? Donoso Cortés fue leído tanto en clave doctrinaria como
tradicionalista. Como hemos visto, el obispo de Michoacán se refirió a él como un exponente
de la escuela liberal. Del periodo doctrinario, además de las Lecciones del Ateneo de
Madrid, Munguía citó otros textos, como La ley electoral.[105] Aunque el epítome del
tradicionalismo de Donoso Cortés, su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el
socialismo, no se publicó sino hasta 1851, los editores de El Universal conocieron el famoso
discurso pronunciado ante el parlamento español el 4 de enero de 1849, en el que Donoso
Cortés justificaba la “dictadura del sable”.[106] En efecto, ese discurso llamado “de la
dictadura”, fue publicado por El Universal los días 13 y 14 de marzo de 1849.[107] En ese
discurso Cortés argumentó:
la cuestión no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como
todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la
insurrección y la dictadura del gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del gobierno, como menos pesada y
menos afrentosa. Se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal, y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura
del sable, porque es más noble.
Los mexicanos registraron la idea de la necesidad de poder extraordinario, que pudiese
obrar por encima de la constitución.[108] Sin embargo, en ese discurso todavía no están
presentes las tesis filosóficas más radicales del español. Hay, sí, un rompimiento con el
liberalismo: “la libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos no vino al
mundo sino con el Salvador del mundo”.[109]
Brian Connaughton ha documentado la presencia de los escritos de Donoso Cortés en
México, en particular antes de la última dictadura de Santa Anna, entre 1853-1855.
Connaughton afirma que Donoso Cortés “dejó bien sentadas dos caras de la civilización: la
una afirmativa, católica y de progreso; la otra negativa, decadente y revolucionaria”.[110] En
otro lugar afirma:
las ideas de Juan Donoso Cortés empezaban a calar en México, quien recordaba a los mexicanos que ningún Estado
europeo estaba firme en esos momentos. Donoso Cortés asentaba contundentemente que “ha desaparecido la idea de la
autoridad divina y de la autoridad humana”. Frente a las revoluciones y su fuerza destructora, el autor español planteaba un
progreso católico. Ligando la religión directamente a la problemática de estabilidad política, Donoso Cortés insistía en que
“la afirmación política no es más que la consecuencia de la afirmación religiosa”. Igual que contemporáneos suyos en
México, Donoso Cortés veía el caso de Inglaterra y su moderada experiencia apegada a la tradición y a las prácticas
religiosas ancestrales como el ejemplo que debían seguir.[111]
Tiene razón Connaughton cuando afirma que las ideas de Donoso Cortés “debieron caer en
tierra fértil”.[112] Sin embargo, en aspectos claves los mexicanos en 1848-1849 fueron incluso
más lejos que el español en sus alegatos posteriores. La reflexión de Donoso Cortés sobre la
relación entre la política y la religión ciertamente abonó la crítica conservadora mexicana. Sin
embargo, esto ocurrió después de la polémica que nos ocupa aquí. En ese momento, Donoso
Cortés apenas comenzaba a eclosionar como un crítico tradicionalista, por lo que no se le
puede atribuir el radicalismo de los alegatos de Alamán y sus colegas en 1848-1849.
Para comprender la recepción de Donoso Cortés en México, conviene reconstruir la
reacción de los liberales, así como los alegatos explícitos de los conservadores. Poco después
del debate con los liberales, en junio de 1850, los editores de El Universal publicaron, en
forma de folletín, un discurso que Donoso Cortés pronunció en enero de ese año donde se
ocupaba del aspecto religioso.[113] En él señalaba: “desde esa revolución [1848], de
recordación tremenda, nada hay firme, nada hay seguro en Europa”.[114]
Para Donoso Cortés “la verdadera causa del mal hondo y profundo que aqueja a la Europa,
está en que ha desaparecido la idea de autoridad divina y de la autoridad humana”.[115] Por
ello se habían vuelto ingobernables los pueblos. El remedio radical, “contra la revolución y el
socialismo, no es más que el catolicismo, porque el catolicismo es la única doctrina que es su
contradicción absoluta. ¿Qué es, señores, el catolicismo? Es sabiduría y humildad. ¿Qué es el
socialismo, señores? Es orgullo y barbarie”.[116]
En la presentación del discurso, los editores de El Universal afirmaron:
los días que corremos son unos días bien aciagos. En ellos parece que han venido a desatarse sobre el mundo todos los
extravíos de la razón humana, todas las aberraciones del entendimiento, todas las malicias de la voluntad. No se profesan
errores aislados, no se proclaman doctrinas falsas apoyadas en otras verdaderas por medio de sofismas: se niega todo, se
predica todo lo malo, se rechaza todo lo bueno.[117]
Lo que los conservadores retomaron con más énfasis del discurso de Donoso Cortés fue la
presencia de la amenaza socialista. En efecto:
¿Con qué época del mundo podrá compararse la época que estamos atravesando? […] ¿hay en el reinado de la civilización
moderna algún siglo que se parezca en algo al siglo presente? Ninguno. […] ¡Oh! Nada es comparable con el socialismo de
nuestros días. El socialismo lo niega todo, porque niega los principios, Dios, ley, autoridad, gobierno, orden, mérito, virtud,
vicio, todo es ilusión para esa extravagante secta.
Sin embargo, el “supremo autor de las sociedades” no había de consentir que éstas
perecieran asesinadas por sí mismas, y para evitarlo “ha puesto a hombres grandes, hombres
justos, hombres enérgicos, que con voz de trueno señalan al mundo los precipicios de la
marcha actual […] uno de estos hombres es el sr. D. Juan Donoso Cortés, ese ilustre español
que representa en su patria los grandes principios conservadores y las ideas de orden y de
verdadero progreso”. Donoso Cortés tronaba indignado contra las “insensatas turbas que ha
levantado en medio de la Europa el nefando pendón de la impiedad universal, de la impiedad
social, de la impiedad religiosa”. Con todo, Donoso Cortés dejaba “un resquicio a la
esperanza, señalando con el dedo a la generación presente, el camino seguro de su salvación”.
¿Cuál era ese camino? Consistía en que “el mundo vuelva al camino recto por el sentimiento
religioso del catolicismo”.[118]
El 26 de junio El Siglo Diez y Nueve publicó una nota editorial en la cual afirmaba que del
discurso publicado por El Universal se desprendía que Donoso Cortés creía que la libertad
civil no era hija de la religión.[119] Dos días después los liberales volvían a la carga: “el sr.
Cortés […] juzga a la democracia como un principio opuesto a la religión católica y a la
buena organización civil de las naciones […] el sr. Donoso Cortés cree […] que las dinastías
y los principios aristocráticos pueden reconquistar su perdido imperio con el auspicio de la
religión católica”. En consecuencia, les parecía que el discurso, a pesar de contener “algunos
trozos de hermosa poesía y algunas verdades que no admiten contradicción”, también contenía
“sentencias y doctrinas que están muy distantes de ser ciertas y profecías que se cumplirán o
no […] el marqués de Valdegamas ha abusado mucho de la fertilidad de su imaginación”.[120]
Los editores de El Universal salieron en defensa de Donoso Cortés el 30 de junio.[121] En su
editorial respondieron a los editores del diario liberal haciendo diversas precisiones: “El sr.
Donoso Cortés no ha expresado nunca que la religión se pueda oponer a la libertad civil”. Lo
que Donoso Cortés había afirmado era que
el principio democrático no está en armonía con el principio católico, y además no es el más conveniente a la buena
organización de las sociedades humanas: pero no ha dicho que pueda ser incompatible la libertad civil con la religión católica,
puesto que la libertad civil no estriba precisamente en las formas democráticas, porque también se abriga y acaso con más
seguridad, bajo la protección de gobiernos fuertes y sabiamente consolidados.
Por ello, “si los sres. del Siglo se hubiesen referido a la libertad política no hubiéramos
replicado; pero la libertad civil es cosa diferente, lo cual no podrán negar nuestros colegas”.
[122]
Si en 1846 Alamán creía todavía que el gobierno representativo podía enmendarse por
medio de elecciones por clases y un nuevo tipo de representación, para 1850 había
abandonado las márgenes de ese sistema de gobierno. Lo que debía cambiarse no eran las
elecciones, sino los pilares filosóficos del sistema en su conjunto. El viaje hacia el desencanto
había llegado a su fin.
CONCLUSIÓN
¿Quiénes, en el mundo, articulaban a mediados del siglo XIX un alegato de esta naturaleza? Lo
notable de este conservadurismo es su excentricidad y su ambición. Mientras que en Europa
los conservadores intentaron frenar la ola democrática que pugnaba por ampliar la franquicia,
en México tuvo lugar un singular fenómeno. Los conservadores sintetizaron y radicalizaron
diferentes argumentos. Del tradicionalismo de Thorel y de la moderna crítica de los
doctrinarios tomaron la denuncia de la soberanía del pueblo. De igual forma recurrieron a las
reelaboraciones del derecho natural clásico para fundamentar su ataque a las bases filosóficas
del gobierno representativo tout court: el método electivo, las constituciones, etc. Nada
semejante ocurrió en Europa. Si bien los ingredientes no eran nuevos, sí lo fueron el particular
arreglo y la ambición teórica de corroer las certezas del siglo, así como el escepticismo
filosófico sobre la capacidad de las instituciones para ofrecer respuestas definitivas a los
problemas políticos. La síntesis de los elementos es original y radical: un ataque sin cuartel,
en clave universalista, a la modernidad política. Mientras que en Europa la crítica de los
doctrinarios a la soberanía popular tenía el propósito de deslegitimar las revoluciones y
detener la expansión del sufragio, para los mexicanos ese alegato serviría, en cambio, para
poner en tela de juicio todo el sistema. Así, en su ambición llevaron los argumentos más lejos.
El radicalismo de los alegatos de 1848-1849 precedió a la crítica de Donoso Cortés al
liberalismo y el socialismo. De hecho, es notable que la religión no figurara de manera
preeminente en los diferentes argumentos esgrimidos por los editorialistas de El Universal en
el curso de la polémica de 1848-1849. Esto ocurriría más tarde, cuando el conflicto entre la
Iglesia y los liberales se agudizó.
¿Cuál es la relevancia del momento Alamán para la historia del pensamiento político
occidental? Una posible respuesta es que los conservadores mexicanos fueron perspicaces y
visionarios críticos del liberalismo como lo fue, proponen algunos, Carl Schmitt. Los
conservadores habrían acertado al hacer evidentes las inviabilidades de orden racional de la
teoría liberal. Así, Elías J. Palti propone que el alegato conservador exhibió las “aporías” del
liberalismo:
el mérito de los monarquistas radicaría menos en la consistencia política e ideológica de su programa (cuyos basamentos
eran sumamente precarios) como en su habilidad para empujar a sus opositores a confrontar sus propios límites, revelando
el fondo de contingencia (irracionalidad) de las premisas sobre las que se funda el concepto liberal republicano. Contra lo
que suele afirmarse, al calor de esta disputa Alamán y los suyos (con frecuencia, blancos más de diatribas que de estudio
detenido) supieron desmontar el discurso liberal de la época, corroer críticamente sus cimientos y revelar una serie de
aporías a él inherentes.[123]
Una de ellas, propone Palti, era la paradoja del individuo soberano que quedaba sometido
a las leyes que él mismo hacía y que cancelaba su supuesta soberanía. En efecto, “la
ilegitimidad de toda autoridad sería una consecuencia no de una aplicación distorsionada del
principio de la ‘voluntad popular’ sino de aporías inherentes al concepto mismo que lo
vuelven incapaz de dar cuenta del origen y fundamento de dicha autoridad”.[124] En esta lectura
queda implícito que el liberalismo actual sigue padeciendo esas contradicciones.
Sin embargo, nótese que ninguno de los principales teóricos del derecho natural moderno
(ni los padres fundadores de la república norteamericana) afirmaba, como Alamán y los
editores de El Universal, que los individuos en el estado de naturaleza fueran “soberanos”. La
idea misma de soberanía —poder sancionado sobre los demás— es absurda en el Estado
prepolítico. El propio Locke se dedicó a combatir la idea de Robert Filmer, de que Adán
había sido dotado por Dios de la soberanía sobre sus hijos.[125] De igual manera, Madison, en
El Federalista, 39, había descartado claramente que los individuos fueran soberanos en el
gobierno representativo. Ese sistema no era una forma de autogobierno:
si buscamos un criterio que sirva de norma en los diferentes principios sobre los que se han establecido las distintas formas
de gobierno, podemos definir una república, o al menos dar este nombre a un gobierno que deriva todos sus poderes directa
o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de
aquél, durante un periodo limitado o mientras observen buena conducta.[126]
Nótese cómo en esta formulación la inviabilidad racional deja de existir. De hecho, la idea
de que había una aporía en el concepto de la soberanía del pueblo ya había sido planteada por
Guizot en la década de 1820 (y retomada por Donoso Cortés en la de 1830), pero la crítica no
tuvo mucha resonancia, porque de algún modo partía de un supuesto falso. En efecto, la idea
de ciudadanía clásica —entendida como saber mandar y saber obedecer— se transformó
críticamente con el surgimiento del gobierno representativo. Como afirma Bernard Manin:
cuando surgió el gobierno representativo, el tipo de igualdad política que estaba en el candelero era el de la igualdad de
derechos a consentir el poder, no —o en menor medida— la igualdad de oportunidades de obtener un cargo. Ello supone
que había emergido una nueva concepción de la ciudadanía: ahora los ciudadanos se consideraban ante todo fuente de
legitimidad política, más que personas deseosas de ocupar un cargo.[127]
Si los conservadores decimonónicos mexicanos no fueron perspicaces cazadores de
aporías, ¿cuál es la importancia del momento Alamán? Me parece que los argumentos de los
editores de El Universal pusieron en evidencia otra cosa: la continuidad de las bases morales
y filosóficas del gobierno representativo bien entrado el siglo XIX; una constante que, podemos
pensar, se extiende hasta las modernas democracias liberales. En cierto sentido, los
conservadores mexicanos podían presentarse como modernos cuando manifestaban que “el
destino del mundo ha sido hasta hoy el triunfo de las ideas conservadoras”.[128] Muchos
coincidían —y coinciden aún— con ellos. Desde el comienzo mismo del gobierno
representativo, a finales del siglo XVIII, sus bases filosóficas parecían irremediablemente
minadas: Hume había criticado de manera contundente la idea de un contrato original como
base de las sociedades, y Bentham hizo añicos las contradicciones insalvables de los derechos
proclamados en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de los
revolucionarios franceses. Cuando en 1807 el abate Thorel repitió las ideas de los
tradicionalistas, sus críticos lo acusaron de ser poco original. ¿Para qué repetir lo que ya
habían dicho los tradicionalistas? “Podrá objetársenos —respondió— que los errores de los
que hablamos han sido refutados ya en obras excelentes; que por otra parte la experiencia los
ha curado radicalmente; que nadie cree hoy ni en la igualdad ni en el contrato social, y que
los que fingen tener interés por él, tampoco lo creen”.[129] A estas críticas contestaba:
A todo responderemos en pocas palabras y con claridad. 1. Que todos los que creen que en el origen fueron los pueblos los
que se dieron gobiernos, creen sinceramente en las convenciones primitivas, como lo cree todo el mundo: luego aun se cree
sinceramente en el contrato social. 2. Que todos los que creen en las convenciones primitivas, creen con sinceridad que
los hombres eran antes iguales en derechos. Luego se cree aun con sinceridad en la igualdad.[130]
De ahí que fuera necesario negar que los gobiernos proviniesen originalmente de los
pueblos. Creo que Thorel tenía razón. Las convicciones morales que sostuvieron primero al
gobierno representativo y después a la democracia liberal, están informadas críticamente por
el derecho natural moderno. Ideas como el contrato social y la soberanía popular podrán haber
sido declaradas incoherentes y obsoletas, pero aun así conservan un enorme peso normativo.
Ni el tradicionalismo ni el utilitarismo ni el positivismo lograron erradicarlas. Viven
incrustadas en la letra misma de nuestras constituciones. Gracias a ellas consideramos que los
únicos sujetos básicos de derecho son los individuos: no los pueblos ni las colectividades.
Antes y después de 1848 los conservadores mexicanos hallaron en los diferentes alegatos
formulados en Europa no sólo razones en contra de las revoluciones y la expansión del
sufragio, sino elementos para articular una crítica más ambiciosa y general al gobierno
representativo. Se dieron cuenta de que la soberanía popular, la igualdad y el consentimiento
individual eran partes inseparables de esa forma de gobierno. En ese sentido, fueron más
perspicaces que los liberales doctrinarios franceses. La conclusión lógica a la que llegaron
era que todo el edificio del gobierno representativo debía ser demolido. Durante el momento
Alamán se hizo evidente que el constitucionalismo liberal estaba críticamente vinculado a la
igualdad y a la democracia. Tenían razón. Los conservadores lo tuvieron más claro que sus
adversarios políticos.
[Notas]
Luis Gonzaga Cuevas, Porvenir de México o juicio sobre su estado político en 18211851 (México, Imprenta de I. Cumplido, 1851), p. xii.
[1]
Los participantes del coloquio “Libertad y derecho natural en el siglo XIX en México”,
celebrado en Tepoztlán, Morelos, en junio de 2010, hicieron diversas aportaciones que fueron
de utilidad en la elaboración de este texto.
[2]
Los textos fueron compilados por Elías J. Palti, La política del disenso. La “polémica
en torno al monarquismo” (México, 1848-1850) y las aporías del liberalismo, comp. e
introd. de Elías J. Palti (México, FCE, 1998), p. 22.
[3]
Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora (México, Siglo XXI
Editores, 1994), p. 81. A pesar de que desde 1827 la fe en el poder redentor de las
constituciones empezó a mermarse, no desapareció del todo; prueba de ello es la escritura de
dos constituciones en ese periodo: las Siete Leyes de 1836 y las Bases Orgánicas de 1843.
[4]
[5]
Gonzaga, Porvenir…, p. iv.
Cecilia Noriega y Erika Pani, “Las propuestas ‘conservadoras’ en la década de 1840”,
en Erika Pani, coord., Conservadurismo y derechas en la historia de México (México, FCE /
Conaculta, 2009), pp. 200-201.
[6]
[7]
Gonzaga, Porvenir…, pp. iv-vi.
[8]
Gonzaga, Porvenir…, pp. vi-vii.
“Los hombres que quieren promover el restablecimiento de la moral pública con
simples reformas políticas que dejen subsistente ese conjunto de máximas que se hallan en
abierta contradicción con el espíritu del Evangelio, esos hombres, repito, ni hablan de buena
[9]
fe ni son dignos del triunfo a que aspiran”. Ibid., p. viii.
El diario se imprimió hasta el 13 de agosto de 1855. Sobre El Universal y su editor, el
impresor catalán Rafael de Rafael y Vilá, véase Montserrat Galí, “De Barcelona a L’Habana:
Rafael de Rafael, una vocació hispanoamericanista”, Bulleti de la Societat Catalana
D’Estudis Catalans (Barcelona, Institut D’Estudis Catalans, 1998); Javier Rodríguez Piña,
“Rafael de Rafael y Vilá: impresor, empresario y político conservador”, en Laura Beatriz
Suárez de la Torre, coord., Empresa y cultura en tinta y papel (1800-1860) (México, Instituto
Mora / UNAM, 2001), pp. 157-167; “Rafael de Rafael y Vilá: el conservadurismo como
empresa”, en Laura Suárez de la Torre, coord., Constructores de un cambio cultural:
impresores-editores y libreros en la ciudad de México, 1830-1855 (México, Instituto Mora,
2003), pp. 305-379; “La prensa y las ideas conservadoras a mediados del siglo XIX. Los
periódicos El Tiempo y El Universal”, en Miguel Ángel Castro, coord., Tipos y caracteres: la
prensa mexicana (1822-1855) (México, UNAM, 2001), pp. 253-263. Ignacio Aguilar y
Marocho era un abogado que había estado afiliado al bando liberal y había sido editor de El
Siglo Diez y Nueve. Ya en el campo conservador fue electo diputado por Michoacán al
congreso extraordinario de 1846. José Hilario Elguero era un joven abogado que se había
ocupado de su despacho; formó parte después del gobierno del emperador Maximiliano. El
padre Nájera era un sacerdote carmelita y lingüista; apoyó en 1829 el Plan de Jalapa que llevó
al general Anastasio Bustamante al poder. Piña señala que “Nájera fue, al parecer, una de las
cabezas del conservadurismo de la época, aunque sin aparecer nunca al frente de esta
corriente”, Piña, “La prensa y las ideas…”, p. 257.
[10]
Gracias al minucioso trabajo de Brian Connaughton podemos reconstruir el itinerario
intelectual de este grupo a partir de las obras que la imprenta de Rafael de Rafael tradujo y
publicó. Entre los autores que los editores de El Universal encontraron pertinentes a la
situación que vivía el país estaban: Donoso Cortés, François Guizot, Prosper de Barante,
Antonio Alcalá Galiano, el abate Thorel, etc. Brian Connaughton, “Voces europeas en la
temprana labor editorial mexicana, 1820-1860”, Historia Mexicana 55, núm. 3 (enero-marzo
de 2006), pp. 895-946; “Religión, conservadurismo y liberalismo. La economía política de la
fe, 1821-1857”, en Erika Pani, Conservadurismo y derechas…, pp. 324-363.
[11]
“Desengaños políticos.– fruto de las revoluciones.– deseos del país”, El Universal, 3
de junio de 1849, en Palti, Política del disenso, p. 409.
[12]
Por derecho natural moderno entiendo el conjunto de teorías surgidas en los siglos XVII
y XVIII que postulaban el estado de naturaleza como condición originaria de los hombres, y el
contrato social como única forma de crear sociedades civiles legítimas. En esa escuela se
encuentran Puffendorf, Hobbes, Locke y Rousseau. Sobre el derecho natural, véase John
Finnis, Natural Law and Natural Rights (Oxford, Oxford University Press, 1980); Richard
Tuck, Natural Rights Theories: Their Origins and Development (Cambridge, Cambridge
University Press, 1979); Heinrich Rommen, The Natural Law: A Study in Legal and Social
History and Philosophy (Indianapolis, Liberty Fund, 1998).
[13]
“Soberanía popular (segundo artículo)”, El Universal, 10 diciembre de 1848, en Palti,
Política del disenso, p. 171.
[14]
“Soberanía popular. Derechos (cuarto artículo)”, El Universal, 17 diciembre de 1848,
en ibid., p. 179.
[15]
[16]
Ibid., pp. 179-180.
[17]
Ibid., pp. 80-81.
“Soberanía popular. Derechos (quinto artículo)”, El Universal, 18 diciembre de 1848,
en ibid., p. 184.
[18]
[19]
Ibid., pp. 186-187.
[20]
Ibid., p. 188.
“Origen de las sociedades civiles (segundo artículo)”, El Siglo Diez y Nueve, 9 marzo
de 1849, en Palti, Política del disenso, p. 322.
[21]
“Igualdad ante la ley. Derechos novísimos. Teorías (primer artículo)”, El Siglo Diez y
Nueve, 16 de enero de 1849, en ibid., p. 241 (las cursivas son mías). El 17 de diciembre de
1848 El Universal había afirmado categóricamente: “o el hombre nace en sociedad, y
entonces si tiene derechos son los que la ley le concede; o fuera de la sociedad, y entonces
ningunos tiene, porque derecho, en la acepción de que tratamos, no puede haberlo donde no se
puede encontrar el deber”. “Soberanía popular. Derechos (cuarto artículo)”, en ibid., p. 179.
[22]
Sobre el artículo VII de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano,
Bentham escribió respecto a que los ciudadanos debían obedecer la ley y no resistir a la
autoridad: “Esta cláusula está muy bien, lo malo es que no viene a cuento. El título de este
código es Declaración de Derechos, y su cometido, por tanto, declarar esos derechos reales o
supuestos. Pero aquí, por una sola vez, se declara un deber, lo que parece un desliz, una
ligereza, aunque lo que el pueblo más necesite que se le recuerde sean sus deberes, porque de
sus derechos, cualesquiera que sean, es perfectamente capaz de cuidarse. Sin embargo, esto
ocurre por accidente, bajo un título equivocado y como si fuera un error; y es el único caso en
que se dice algo que induciría al pueblo a sospechar que existen cosas que le atañen como
deberes”. Jeremy Bentham, “Examen crítico”, en Josep Colomer, ed., Bentham. Antología,
trad. de Gonzalo Hernández y Montserrat Vancells (Barcelona, Ediciones Península, 1991), p.
135.
[23]
En La Política, Aristóteles afirmó: “Queda pues manifiestamente demostrado que lo
constitutivo de la ciudad no es el vivir en los mismos lugares, ni el no hacerse ningún daño los
unos a los otros, ni el mantener relaciones de comercio, aunque todas estas condiciones deben
concurrir necesariamente para que la ciudad exista, pero no bastan, no constituyen por sí solas
el carácter esencial de la ciudad. La única asociación que forma la ciudad es la que hace
compartir a las familias y a sus descendientes la ventura de una vida independiente y al abrigo
de la necesidad. […] El objeto del Estado es la felicidad de la existencia; todas las
instituciones tienen por objeto la felicidad. Y la ciudad es una asociación de familias y
poblados para gozar juntos de una vida feliz e independiente. Para algunos, la vida feliz es
vivir en la virtud; luego habrá que admitir que el objeto de la sociedad política no es la vida
en común únicamente, sino producir y fomentar las acciones honestas y virtuosas”. Aristóteles,
La Política, libro tercero, cap. V, 13-14, versión castellana de Nicolás Estévanez (París, Casa
[24]
Editorial Garnier Hermanos, 1920), p. 120.
“Origen de las sociedades civiles (segundo artículo)”, El Siglo Diez y Nueve, 9 de
marzo de 1849, en Palti, Política del disenso, pp. 324-326.
[25]
[26]
Ibid., p. 325.
David Hume, “Of the Original Contract”, The Philosophical Works of David Hume.
Including all the Essays, and exhibiting the more important Alterations and Corrections in
the successive editions by the Author, vol. 3 (Edimburgo, Adam Black and William Tait,
1826), pp. 510-532.
[27]
[28]
“Origen de las sociedades”, en Palti, Política del disenso, p. 325.
José Carlos Chiaramonte, “Los contenidos del derecho natural y de gentes y del
derecho canónico como ciencia de la sociedad y de la polítca”, Fundamentos intelectuales y
políticos de las independencias (Buenos Aires, Teseo, 2010), pp. 43-44. “El derecho natural
y el derecho canónico nutrían las posturas políticas aun de aquellos que no eran letrados, a
través de libros o de la prensa sino también de manera informal, en tertulias y otras formas de
sociabilidad”, p. 51.
[29]
Nicola Spedalieri, De’ diritti dell’uomo: libri 6: ne’ quali si dimostra, che la più
sicura custode de’ medesimi nella società civile è la religione cristiana; e che però l’unico
progetto utile alle presenti circostanze è di far rifiorire essa religione / Opera di Nicola
Spedalieri Siciliano (Asís, s. e., 1791).
[30]
[31]
Connaughton, “Religión, conservadurismo y liberalismo”, p. 334.
Derechos del hombre. Seis libros en los cuales se manifiesta que la más segura
custodia de los mismos derechos en la sociedad civil es la religión cristiana y que el
proyecto más útil y el único en las presentes circunstancias es el de hacer reflorecer la
misma religión. Obra del abate Nicolás Spedalieri, doctor y profesor de teología. Traducida
por el Dr. D. Juan Bautista de Arechederreta prebendado de la santa iglesia metropolitana
de México y rector del colegio nacional de San Juan de Letrán (México, Oficina de Martín
Rivera, 1824).
[32]
[33]
Ibid., p. iv.
[34]
Ibid., p. 7.
Ibid., pp. 22-23. De acuerdo con Spedalieri, los hombres tenían un derecho natural a
preservarse, a perfeccionarse, a tener la propiedad de lo que legítimamente hubieran
adquirido.
[35]
[36]
Connaughton, “Religión, conservadurismo y liberalismo”, p. 334.
[37]
Ibid., p. 336.
[38]
Spedalieri, Derechos…, p. 64.
Ibid., pp. 70-71. La soberanía venía de Dios, sin embargo, aunque Dios la quería, la
quería “con aquella voluntad general con que quiere todo lo que se sigue espontáneamente de
la naturaleza de los seres”, p. 119.
[39]
[40]
Ibid., p. 120.
José Enrique Covarrubias, “La publicación de Derechos del hombre de Nicola
Spedalieri en México (1824). Consideraciones en torno a un alegato utilitarista desde la
derecha”, en Margarita Moreno-Bonnet y María del Refugio González, coords., La génesis de
los derechos humanos en México (México, UNAM, 2006), pp. 207-218.
[41]
“Soberanía popular”, El Universal, 7 de diciembre de 1848, en Palti, Política del
disenso, p. 155.
[42]
[43]
Ibid., p. 156.
[44]
Ibid., pp. 158-159.
“Soberanía popular (segundo artículo)”, El Universal, 10 de diciembre de 1848, en
ibid., p. 168.
[45]
“Los revolucionarios y el gobierno”, El Monitor Republicano, 21 enero de 1849, en
ibid., p. 146.
[46]
“¿Todos los hombres nacen libres? ¿Todos permanecen libres? No, ni uno solo de los
que han existido, existen o existirán. Todos nacen por el contrario sometidos, en el más
absoluto sometimiento: el sometimiento de un niño indefenso a sus padres, de quienes depende
cada momento de su existencia. Todos nacemos con este sometimiento y permanecemos en él
durante años, muchos años, ya que la existencia del individuo y de la especie dependen de
ello”. Bentham, “Examen crítico”, p. 112. Sobre la influencia del pensador inglés en México,
Hale afirma que “la preocupación de Bentham por simplificar la constitución inglesa lo
convirtió políticamente en un Tory, con afinidades con el despotismo continental ilustrado”.
Hale, El liberalismo mexicano…, pp. 157-161. Líneas adelante, encontramos reproducida por
Hale una opinión de Mora de 1827: “la lectura y la inteligencia de Bentham no es para semi
sabios ni entendimientos vulgares”, p. 161.
[47]
[48]
Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia (Madrid, Tecnos, 1990), pp. 44-
45.
Thorel fue deportado a Inglaterra después de 1793, fecha en la que se encuentra su
nombre en uno de los registros del Ayuntamiento de Rouen. Al parecer, asistió a un debate
acerca de cómo debía reaccionar el gobierno local frente a la ejecución de Luis XVI. Según su
propio testimonio, en 1799 fue cura de una de las iglesias de Sussex, diócesis de Chichester.
Durante su estancia en Inglaterra tuvo una relación de amistad con John Buckner, obispo de esa
misma diócesis, así como con el duque de Kent. Jean-Baptiste Thorel, Deux lettres sur les
moyens d’arrêter l’esprit révolutionnaire et sur l’utilité que les rois peuvent retirer des
gens de lettres. Adressées à leurs majestés l’Empereur de Russie, le Roi de Prusse, et aux
autres Souverians qui pourront y trouver quelque intérêt (París, De l’imprimerie de Fain,
Place de l’Odéon, marzo, 1821); Édouard Gosselin, Journal des principaux épisodes de
l’époque révolutionnaire à Rouen dans les environs de 1789 à 1795 (Rouen, Imprimerie E.
Cagniard, 1867); Georges Dubosc, Les Habitations Souterraines en Normandie (1900),
http://www.bmlisieux.com/normandie/dubosc50.htm, consultado el 23 junio 2010; L’ami de la
religion et du Roi: Journal ecclésiastique, politique et littérature (París, Chez Adrien
[49]
Leclerc, Imp., 1823), vol. 34, p. 384. Agradezco a Frida Osorio por proporcionarme los
escasos datos biográficos de Thorel.
Jean-Baptiste Thorel, De l’origine des société, 3 vols. (París, Séguin, 1832); JeanBaptiste Thorel, Del origen de las sociedades, 3 vols. (Madrid, Burgos, 1823), vol. I, “Sobre
la soberanía y los poderes”. Hay diversas traducciones de Thorel.
[50]
[51]
Thorel, Del origen de las sociedades, p. 19.
[52]
Ibid., p. 35.
[53]
Ibid., p. 42.
Obras del abate Thorel, traducidas del francés por J. M. H. y S. (México, Tipografía
de R. Rafael, 1846). Compárese, por ejemplo, el alegato mexicano con estas líneas de Thorel,
cuando discute la cesión de derechos que ocurre en el contrato social: “es preciso arreglar las
cosas de modo que, pasado el contrato, cada miembro de la sociedad sea al propio tiempo
súbdito y soberano, gobernante y gobernado, dependiente e independiente; que obedezca y
que nadie le mande; y por último que sirva y que no tenga señor […] si alguna vez sucede la
calma a la tempestad, reposo a la agitación, y la reflexión al delirio; y si alguna vez libre el
universo del trastorno afrentoso en que ha habido de perecer, sale en fin bajo de sus ruinas, y
llega a poderse respirar en paz, no podrá concebirse cómo pudo adoptarse tan generalmente
una extravagancia como esa”. Ibid., p. 63.
[54]
Clemente Munguía, Del derecho natural en sus principios comunes y en sus diversas
ramificaciones, o sea, curso elemental de derecho natural y de gentes, público, político,
constitucional, y principios de legislación, 4 vols. (México, Imprenta de la Voz de la
Religión, 1849).
[55]
Sobre Munguía, véase David A. Brading, “Clemente de Jesús Munguía: intransigencia
ultramontana y la reforma mexicana”, en Manuel Ramos Medina, comp., I Coloquio Historia
de la Iglesia en el siglo XIX (México, Centro de Estudios de Historia de México Condumex,
1998), pp. 13-47; Pablo Mijangos, “The Lawyer of the Church: Bishop Clemente de Jesús
Munguía and the Ecclesiastical Response to the Liberal Revolution in Mexico (1810-1868)”,
tesis doctoral en historia (University of Texas at Austin, 2009); Faustino Martínez Martínez,
“El obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, y su aportación a la ciencia del
derecho en el México decimonónico: su tratado de derecho natural”, en Clemente Munguía,
Del derecho natural en sus principios comunes y en sus diversas ramificaciones, o sea,
curso elemental de derecho natural y de gentes, público, político, constitucional, y
principios de legislación, vol. I (México, Suprema Corte de Justicia / Comisión Nacional de
los Derechos Humanos, 2005), pp. ix-xviii.
[56]
[57]
Brading, “Clemente de Jesús Munguía”, p. 20.
[58]
Ibid., p. 22.
[59]
Brading, “Clemente de Jesús Munguía”, p. 22.
[60]
Munguía, Del derecho natural…, vol. III, p. 147.
[61]
Ibid., p. 72.
[62]
Ibid., p. 87.
[63]
Mijangos, “The Lawyer…”, pp. 135-136
[64]
Munguía, Del derecho natural…, vol. III, p. 103.
[65]
Ibid., p. 104.
[66]
Ibid., pp. 110-111.
Ibid., p. 115. “La sociedad tiene […] una facultad amplia concedida por su Autor para
designar sus gobiernos. La designación de éstos tiene, pues, siempre un origen social, a
diferencia del sacerdocio, que tiene personalmente un origen divino”. Ibid., p. 120.
[67]
Sobre los doctrinarios, véase Luis Diez del Corral, El liberalismo doctrinario
(Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984), pp. 155-181.
[68]
“¿Y cuál sería en este segundo caso el origen del privilegio exclusivo que se
concediese a este pequeño número? Si se dice que es la fuerza, como que no pertenece sino a
aquel que se apodera de ella, no constituye un verdadero derecho […] pero si se supone que el
poder de un corto número queda sancionado por el consentimiento de todos, entonces ya llega
a ser voluntad general”. Benjamin Constant, “De la soberanía del pueblo”, Curso de política
constitucional escrito por Mr. Benjamin Constant, traducido libremente al español por D.
Marcial Antonio López, vol. I (Burdeos, Imprenta de Lawalle Joven, 1823), pp. 25-26.
[69]
[70]
Diez del Corral, El liberalismo doctrinario, p. 238.
[71]
Ibid., p. 239.
Sobre Guizot y este periodo, véase Pierre Rosanvallon, Le Moment Guizot (París,
Gallimard, 1985).
[72]
François Guizot, The Origins of Representative Government in Europe (Indianapolis,
Liberty Fund, 2002), p. 52.
[73]
[74]
Ibid., p. 61.
[75]
Idem.
[76]
Guizot, The Origins of Representative Government in Europe, p. 62.
[77]
Ibid., p. 63.
[78]
François Guizot, De la démocratie en France (Leipzig, Brockhouse & Avenarius,
1849).
François Guizot, De la democracia en Francia. Por M. Guizot (México, Tipografía de
R. Rafael, 1849), pp. 5-6.
[79]
Amable-Guillaume-Prosper Brugiére Barante, Questions constitutionnelles (París, V.
Masson, 1849). Sobre Barante, véase Diez del Corral, El liberalismo doctrinario, pp. 163164; Friedrich Engel-Jánosi, “The Historical and Political Thought of Prosper de Barante”,
Four Studies in French Romantic Historical Writing (Baltimore, The Johns Hopkins
University Studies in Historical and Political Science, serie LXXI, núm. 2, 1955), pp. 57-87.
[80]
Mr. De Barante, Cuestiones constitucionales por Mr. De Barante. Miembro de la
Academia Francesa. Traducido de la segunda edición para El Universal por M. de la P.
(México, Tipografía de R. Rafael, 1850).
[81]
[82]
Ibid., p. 26.
[83]
Mr. De Barante, Cuestiones constitucionales…, p. 30.
[84]
Ibid., p. 6.
“El sentido real de la soberanía del pueblo es que toda autoridad ha sido instituida
para bien de aquel, y para proteger a todos y cada uno de los ciudadanos que lo componen;
que ningún interés particular debe ponerse en balanza con el general, y que ningún poder puede
presentarse alegando otros títulos que aquellos deberes que le han sido impuestos para el bien
común”, en ibid., pp. 8-9.
[85]
[86]
Ibid., p. 9.
[87]
Ibid., p. 11.
Galiano había llegado al moderantismo por vía del desencanto. Había sido un
doceañista entusiasta y entre los liberales del trienio liberal destacó por sus avanzadas
opiniones. Sobre Alcalá Galiano, véase Diez del Corral, Liberalismo doctrinario, pp. 533547.
[88]
El 28 de febrero de 1845 El Siglo Diez y Nueve publicó la minuta de la sesión de las
Cortes españolas del 18 de noviembre de 1844. En esa sesión se discutió una propuesta de
reforma a la constitución para que una parte de la cámara alta fuera hereditaria. Alcalá
Galiano habló en contra de la reforma. El Siglo Diez y Nueve, 28 de febrero de 1845.
[89]
Antonio Alcalá Galiano, Breves reflexiones sobre la índole de las crisis por que están
pasando los gobiernos y pueblos de Europa por el Exmo. señor D. Antonio Alcalá y Galiano
(México, Tipografía de R. Rafael, 1849).
[90]
[91]
Ibid., p. 5.
[92]
Diez del Corral, Liberalismo doctrinario, p. 537.
[93]
Ibid., p. 546.
[94]
Alcalá Galiano, Breves reflexiones…, p. 89.
[95]
Alcalá Galiano, Breves reflexiones…, p. 89.
[96]
Ibid., p. 64.
[97]
Ibid., p. 62.
[98]
Ibid., p. 32.
[99]
Munguía, Del derecho natural…, vol. III., p. 95.
Se refiere a la lección II, “De la soberanía del pueblo”, dictada por Donoso Cortés el
29 de noviembre de 1836 en el Ateneo de Madrid. Juan Donoso Cortés, Obras completas de
Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, vol. I (Madrid, Biblioteca de Autores
[100]
Cristianos, 1970), pp. 337-348.
[101]
Donoso Cortés, Obras completas…, vol. I, p. 344.
[102]
Ibid., p. 347.
[103]
Ibid., p. 348.
Sobre el joven Donoso, véase Gonzalo Larios Mengotti, Donoso Cortés, juventud,
política y romanticismo (Bilbao, Grafite Ediciones, 2003). Sobre Donoso, véase R. A.
Herrera, Donoso Cortés. Cassandra of the Age (Michigan, William B. Eerdmans Publishing
Company, 1995). La biografía más reconocida de Donoso es la de Edmund Schramm, Donoso
Cortés. Ejemplo del pensamiento de la tradición (Madrid, Ateneo, 1952).
[104]
“Uno de los primeros publicistas y de los más grandes jurisconsultos de España,
condenando el vicio de la nomenclatura que aún emplean los escritores para designar los
gobiernos, califica, por lo mismo, de absurda la ciencia en que se han expuesto sus teorías, y
concluye con estas palabras: ‘el volumen que ha de contener los principios del derecho
público constitucional no está escrito todavía y es el desideratum de la Europa’ ”. Munguía,
Del derecho natural…, vol. III, pp. 157-158. Munguía se refería a un texto de Donoso de
1835: “La ley electoral considerada en su base y en su relación con el espíritu de nuestras
instituciones”, en Marqués de Valdegamas, Colección escojida de los escritos del Exmo. Sr.
D. Juan Donoso Cortés, vol. I (Madrid, Establecimiento Tipográfico de D. Ramón Rodríguez
Rivera, 1848), pp. 275-304. Ahí Donoso repetía las usuales prevenciones liberales contra el
sufragio universal: “una ley de elecciones será viciosa siempre que su resultado sea conferir
la facultad electoral a los que no tengan derecho de elegir, porque eligiendo han de dar
existencia a un poder bastardo”. Esto era así porque la misión del poder era constituir a las
sociedades y “sólo la inteligencia puede establecer la unidad entre los individuos”. Y añadía:
“en el estado político y social de Europa tienen derecho a mandar los mejores; y como no los
conoce la ley, comisiona para que se los designe a los buenos: los electores al elegir no hacen
más que pronunciar un nombre que la ley busca y que no sabe”. Ibid., pp. 277, 283.
[105]
Cortés afirmaba en ese libro sobre la “escuela liberal”: “De todas las escuelas, ésta
es la más estéril, porque es la menos docta y la más egoísta. Como se ve, nada sabe de la
naturaleza del mal ni del bien; apenas tiene noticia de Dios, y no tiene noticia ninguna del
hombre. Impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal,
porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada, sin saberlo, a ir a
dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico o a los escollos socialistas”. Juan
Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (Madrid, Editora
Nacional, 1978).
[106]
“Discurso pronunciado por el Sr. Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, en la
sesión del día 3 de enero de 1849, en la discusión sobre el proyecto de contestación al
discurso de la corona”, El Universal, 13 y 14 de marzo de 1849.
[107]
Es probable que Donoso Cortés haya influido a los conservadores mexicanos en este
respecto. Por ejemplo, en un artículo publicado dos semanas después del discurso sobre la
dictadura, los editorialistas de El Universal afirmaban que en ciertas ocasiones los gobiernos
[108]
no sólo se veían precisados a infringir las constituciones, sino que “tenían la obligación de
hacerlo para cumplir con su principal y único deber”. En efecto: “no siendo posible prever, al
discutirse la ley fundamental, todos los casos y todas las circunstancias en que pueda
encontrarse la vida de una nación, claro es que puede llegar un día en que las prescripciones
literales de aquella ley sean insuficientes o ineficaces para obtener el fin que al promulgarla
se propusieron los legisladores. Éste no puede ni debe ser otro que el bien del país”. “Las
constituciones y los gobiernos (segundo artículo)”, El Universal, 29 de marzo de 1849, en
Elías J. Palti, Política del disenso, pp. 367-368. Aun antes del discurso sobre la dictadura, en
su fase doctrinaria Donoso había abogado por la necesidad de poderes excepcionales. En
1839 publicó un artículo en el cual apoyaba una propuesta de ley sobre poderes de
emergencia: “Proyecto de ley sobre estados excepcionales, presentado a las últimas cortes por
el ministerio de diciembre”, en Juan Donoso Cortés, Obras completas, vol. II, pp. 189-208.
Por su parte, Lucas Alamán había reconocido la utilidad de dichas facultades desde la década
de 1830, como lo constató en el Examen imparcial de la administración del general
Bustamante.
[109]
El Universal, 13 de marzo de 1849.
[110]
Connaughton, “Voces europeas…”, p. 930.
[111]
Connaughton, “Religión, conservadurismo y liberalismo”, pp. 347-351.
[112]
Ibid., p. 348.
“Discurso pronunciado en la sesión del 30 de enero de 1850 por D. Juan Donoso
Cortés, marqués de Valdegamas”, El Universal, 3 de junio de 1850 (folletín).
[113]
[114]
Ibid., p. 13.
[115]
Ibid., pp. 17-18.
[116]
Ibid., p. 29.
[117]
“Un discurso del Sr. Donoso Cortés”, El Universal, 3 de junio de 1850, p. 1.
[118]
Idem.
“El sermón del padre Ventura y el discurso del Sr. Donoso Cortés”, El Siglo Diez y
Nueve, 26 de junio de 1850.
[119]
“El sermón del padre Ventura y el discurso del marqués de Valdegamas”, El Siglo
Diez y Nueve, 28 de junio de 1850.
[120]
“El sermón del padre Ventura y el discurso del Sr. Donoso Cortés”, El Universal, 30
de junio de 1850.
[121]
[122]
Idem.
[123]
Palti, “Introducción”, p. 12.
[124]
Ibid., p. 27.
“Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son
recíprocos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás. Nada hay más evidente
[125]
que el que criaturas de la misma especie y rango, nacidas todas ellas para disfrutar en conjunto
las mismas ventajas naturales y para hacer uso de las mismas facultades, hayan de ser también
iguales entre sí, sin subordinación o sujeción de unas a otras, a menos que el amo y señor de
todas ellas, por alguna declaración manifiesta de su voluntad, ponga a una por encima de otra,
y le confiera, mediante un evidente y claro nombramiento, un derecho indudable de dominio y
de soberanía”. John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del
verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, trad. de Carlos Mellizo (Madrid, Alianza
Editorial, 1990), cap. II, “Del estado de la naturaleza”, p. 36. Las cursivas son mías.
“Es esencial que semejante gobierno proceda del gran conjunto de la sociedad, no de
una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella; pues si no fuera ése el caso, un
puñado de nobles tiránicos, que lleven a cabo la opresión mediante una delegación de sus
poderes, pueden aspirar a la calidad de republicanos y reclamar para su gobierno el honroso
título de república. Es suficiente para ese gobierno que las personas que lo administren sean
designadas directa o indirectamente por el pueblo, y que la tenencia de sus cargos sea alguna
de las que acabamos de especificar; ya que, de otro modo, todos los gobiernos que hay en los
Estados Unidos, así como cualquier otro gobierno popular que ha estado o pueda estar
organizado o bien llevado a la práctica, perdería su carácter de república”. Alexander
Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista, trad. de Gustavo Velasco (México, FCE,
1998), cap. XXXIX, “Conformidad del plan a los principios republicanos”, p. 159.
[126]
Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo (Madrid, Alianza
Editorial, 1998), p. 118.
[127]
“Los conservadores y la nación”, El Universal, 9 de enero de 1850, en Palti, La
política del disenso, p. 460.
[128]
Jean-Baptiste Thorel, La voz de la naturaleza. Sobre el origen de los gobiernos
(Tarragona, Oficina de Brusi, 1814), p. 11.
[129]
[130]
Idem.
CONCLUSIONES
La era de la construcción nacional en Hispanoamérica fue un periodo de angustia e
incertidumbre. La esperanza y el optimismo de los primeros años de la independencia pronto
fueron reemplazados por la desilusión. La frustración fue la musa de los hombres que pensaron
su realidad y la del mundo de maneras originales. El fracaso, sentenció Tocqueville, es un
maestro más aleccionador que el éxito. Sin embargo, la frustración no produjo en todos los
casos reflexiones críticas que fueran más allá de la autoflagelación. En realidad fue titánica la
tarea de construir nuevos regímenes políticos basados en un nuevo tipo de legitimidad. Ese
trabajo ciertamente no ocurrió en el vacío. Puesto que el gobierno representativo ya existía
cuando las nuevas naciones se independizaron, la tentación de tomar el modelo existente y
trasplantarlo a tierras americanas fue muy grande. El problema de esta forma de proceder no
fue, como creía Zea, que se perdió la independencia, sino que la importación a menudo se hizo
de manera acrítica. A pesar de ser los mayores consumidores del gobierno representativo en el
mundo, los hispanoamericanos no nos involucramos en los debates sobre sus principios.
El reto era atreverse a realizar con criterio propio la compleja traducción institucional de
la teoría política. Los constructores del gobierno representativo, de Madison a Sieyés,
llevaron a cabo esta tarea, produciendo intensos debates que involucraban por igual la
discusión de la Antigüedad clásica, así como de tratadistas como Montesquieu. Aunque los
hispanoamericanos, en general, leyeron y citaron numerosos autores y libros, rara vez se
enfrascaron en los debates fundacionales como lo hicieron los teóricos norteamericanos y
franceses. Para muchos esa labor era innecesaria: la cuestión había sido zanjada a finales del
siglo XVIII. Sin embargo, los hispanoamericanos tenían a su disposición un gran cúmulo de
evidencia empírica sobre el funcionamiento de los componentes institucionales que no fue
analizado sistemáticamente. El modo de imitación acrítica, y las anteojeras ideológicas que
ellos mismos se colocaron, impidieron esta reflexión en muchos casos. Este modo de
apropiación intelectual no ha pasado de moda; desde el marxismo en la década de 1960 hasta
el furor por la economía de mercado en la de 1980, los hispanoamericanos repetimos fórmulas
hechas y compramos teorías que rara vez examinamos a fondo. Nuestro hábito es el consumo,
no la producción intelectual.
De ahí la importancia de las ideas y los pensadores de este libro: son excepciones a la
regla. Compartir sus tesis ideológicas es menos importante que reconocer que se atrevieron a
pensar por sí mismos.
Lucas Alamán merece mención aparte. Su etapa como crítico interno del
constitucionalismo liberal muestra su perspicacia. El diseño de las instituciones era clave para
el funcionamiento del régimen. De ahí que con certeza identificara ambigüedades y omisiones.
Muy probablemente ese análisis se reflejó en propuestas concretas de reforma constitucional.
El tránsito de Alamán del liberalismo moderado al conservadurismo no fue súbito. El
momento crítico fue 1846: en ese año Alamán y su grupo propusieron una reconfiguración
significativa del gobierno representativo. Identificaron dos problemas estructurales al modelo
liberal republicano que se había seguido hasta entonces. Por un lado, un deficiente equilibrio
entre los poderes que había producido una inestabilidad crónica del poder ejecutivo,
evidenciada en la sucesión de periodos de gobierno inconclusos. Por el otro, la forma en que
se constituía el poder legislativo. A su juicio, los congresos eran una fuente de agitación. La
razón es que ellos percibían un déficit de representatividad: los individuos que llegaban al
congreso sólo se representaban a sí mismos y a sus facciones, no al vasto entramado de
intereses funcionales de la sociedad mexicana de la época. Pensaban que para remediar esa
situación no bastaban las soluciones convencionales (el sufragio censitario y las elecciones
intermedias).
El problema de la inestabilidad del ejecutivo tenía un remedio conocido: la monarquía
constitucional, donde la voluntad del rey era inviolable, pero la de los ministros no. Así, el
monarca funcionaba —Constant dixit— como un poder moderador de las fuerzas políticas en
pugna. Un rey era parte de la solución. Por ello Alamán participó alegremente en la
conspiración monarquista del gobierno español para instaurar a un miembro de la casa real de
España en México. Si bien la monarquía constitucional no era una solución original, sí lo era
en el contexto de las nuevas naciones de Hispanoamérica, que habían rehusado transitar por
ese camino. Sólo Iturbide se había atrevido, con desastrosas consecuencias, a intentarlo al
comienzo de la vida independiente de México.
No obstante, es fácil olvidar que hacia la tercera y cuarta décadas del siglo XIX el gobierno
representativo parecía estar mejor representado por las monarquías que por las repúblicas.
Sólo Estados Unidos desafiaba este patrón. Así, se equivocaba Guillermo Prieto cuando
calificaba como retrógrada la propuesta de la monarquía constitucional de Alamán y sus
partidarios. En efecto, en febrero de 1846 los editores de El Tiempo afirmaban: “la Holanda,
la Francia, la Inglaterra han hecho también en épocas más atrasadas, sus ensayos de república,
y han sacudido con disgusto y con espanto, para no morir, esa forma política, que, como entre
nosotros, les minaba la existencia”. Se preguntaban: “¿dónde están los hombres ilustrados que
en esos países de libertad proclaman sus doctrinas?” Lo que querían Alamán y sus seguidores
era “la forma de gobierno que […] han adoptado los países más avanzados y civilizados del
mundo”. Es decir, “una monarquía representativa” que uniera “el orden junto con la libertad
política y civil”. No podían saber que dos años más tarde una ola democrática de fermento
social barrería Europa.
Sin embargo, los editores de El Tiempo no eran del todo sinceros cuando afirmaban que
sólo deseaban un orden en el cual las cámaras fueran electivas y el poder real hereditario.
Querían más que eso. Si su solución —la monarquía— al problema de la inestabilidad del
poder ejecutivo era convencional, no lo era, en cambio, su respuesta al segundo problema
mencionado. El poder legislativo no podía constituirse de la misma manera que en las
monarquías representativas de Europa: dos cámaras, una popular, otra aristocrática. En
América no había aristocracias históricas. Pero más importante todavía era el arreglo
defectuoso de las elecciones en el gobierno representativo.[1] Ahí los conservadores
innovaron al inventar un camino paralelo basado en la representación colectiva de intereses
funcionales.
Visto en su conjunto, lo que estos hombres proponían era enmendar el sistema
representativo en uno de sus componentes centrales: la constitución del poder. En ambos casos
fracasaron: no habría rey ni un nuevo tipo de representación. El general Paredes y Arrillaga
nunca impulsó la creación de un régimen monárquico —como esperaban Alamán y los otros
conspiradores— y el experimento electoral de la primavera y el verano de 1846 tuvo corta
vida. A ese fracaso político se unieron dos acontecimientos de dimensiones apocalípticas para
los conservadores mexicanos: la desastrosa guerra de México contra los Estados Unidos con
la consiguiente derrota y pérdida de más de la mitad del territorio del país, y la revolución de
1848 en Europa. Una vez más, la frustración fue un poderoso acicate. Esta vez los márgenes
del gobierno representativo —de la modernidad política en su conjunto— ya no limitarían su
imaginación. La crisis “civilizacional” que creían vivir los obligó a salir al mundo, a hablar
no como mexicanos sino como ciudadanos cosmopolitas. En su crítica al centro, producida en
y desde la periferia, fueron más allá que cualquier pensador metropolitano de la época.
Revivieron la estridencia del tradicionalismo posrevolucionario, pero lo fortalecieron con
argumentos modernos, como la crítica de los doctrinarios franceses a la soberanía popular. A
diferencia del periodo en el cual todavía habitaban dentro de los confines del gobierno
representativo, esta nueva fase radical no tendría un programa político e institucional bien
definido. Querían destruir los cimientos de una edificación que encontraban defectuosa —los
derechos, la soberanía popular, las elecciones—, pero no sabían qué poner en su lugar. Es
notable que en los debates de 1848-1849 la religión, la Iglesia y la historia del periodo
colonial no figuraron de la misma forma que lo harían años después. Ello apunta a que esta
crítica no estaba particularmente en deuda con el pensamiento tradicionalista católico, aunque
es claro que tenía raíces religiosas. Como ha señalado David A. Brading, en los alegatos
ultramontanos de Clemente Munguía se echa de menos la escolástica. La lucha de estos
conservadores no era en nombre de la tradición, sino en contra de la modernidad. Su sello
inocultable es el desencanto; de ahí la enjundia de los conversos a una nueva fe. No podía ser
de otra manera, pues sus alegatos universales y radicales se producían de manera asincrónica.
En ese momento los conservadores en el mundo eran constructores de diques y presas. Lo que
buscaban —los propios doctrinarios y después hombres como Walter Bagehot en Inglaterra—
era mucho más modesto: refrenar la marejada democrática, en particular la expansión del
sufragio. Eran defensores del statu quo, no cruzados como los mexicanos.
Un reto doctrinario de esta naturaleza ameritaba, por parte de los liberales mexicanos, una
respuesta que estuviera firmemente anclada en los supuestos filosóficos del liberalismo. Los
conservadores se atrevieron a repensar los primeros principios. Los liberales, en cambio,
repitieron frases hechas. La ofensiva conservadora evidenció, además de otros asuntos, que el
liberalismo mexicano no estaba bien asentado en la modernidad política. Las grietas revelaron
que bebían de las mismas fuentes que sus estridentes adversarios: del derecho natural clásico.
Habían repetido demasiado las fórmulas del libro de texto de Constant, y leído muy poco a
Locke y a Montesquieu, menos a Madison y a los otros federalistas: probablemente habían
comprado los argumentos apologéticos de Spedalieri. Por eso estaban mal preparados para
enfrentar a aquellos que se atrevieron a pensar por sí mismos y que no necesitaron apoyar sus
alegatos con argumentos de autoridad (de ahí que omitieran citas y notas al pie). Tal vez esa
herencia común explica por qué fue necesaria una guerra civil, para que los liberales
finalmente se atrevieran —o se convencieran— de la necesidad de decretar la libertad de
cultos en 1860, tres años después de promulgada la “jacobina” constitución de 1857. Si el
conservadurismo era original, el liberalismo era derivativo. La forma en que los liberales
leyeron y emplearon a Alexis de Tocqueville es muestra de ello. Tal vez algunas de las
limitaciones de la tradición liberal en América Latina se deban a ese déficit de imaginación.
Para Lucas Alamán, después de la última frustración, vendría la ausencia de la justificación, el
erial de la dictadura. En ese páramo murió en 1853.
[Notas]
“Nuestra profesión de fe”, El Tiempo, 12 de febrero de 1846, reproducido en Gastón
García Cantú, comp., El pensamiento de la reacción mexicana, t. I (1810-1859) (México,
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[1]
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