Subido por Fredy Armando Ovalle Hidalgo

Coleccion 68+40

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MAYO 68
•
“El 68 y nosotros”
Arturo Taracena
•
“El remolino”
Maurice Echeverría
•
“Juntos pero no revueltos: 1968 o dos poéticas
en el campo de batalla”
Mario Palomo
•
“PARÍS 68: ESOS FUERON LOS DÍAS”
Mario Roberto Morales
•
“La cáscara de las rebeldías: alpiste, palomas
y rock”
Andrés Zepeda
•
“Lo que es no saber nada del 68”
Julio Serrano
INTRODUCCION
"Seamos realistas, exijamos lo imposible".
Aquí no era verano
Mayo 1968. Aquí no era verano. Era el comienzo
de la época de lluvia: humedad, zompopos,
tierra mojada. Se comenzaba a forjar entonces
la esperanza y la consciencia de muchachos
llenos de energía para transformar el mundo.
Para darle un sentido de colectividad a la
vida.
Dice Fernando Savataer que: "En el 68 murió en
Europa el totalitarismo comunista como ilusión
colectiva, no en el 89". ¿Lo mejor del 68? Que
hubo violencia contra las cosas, pero poca
contra las personas... y nunca terror. Además,
fue internacionalista: el lema más hermoso
sigue siendo "todos somos judíos alemanes" y
las organizaciones "sin fronteras" son deudoras
de Mayo.
Mientras allá moría el totalitarismo comunista
como ilusión colectiva. Aquí entre lluvias y
hormigueros se colaba la resaca de aquel verano
francés que aquí inspiraba a cierta juventud
inmiscuida y dada a la tarea de cambiar el
mundo, engrosaba las filas del combate por la
libertad individual y colectiva.
A continuación se presenta una serie de textos
de diversos colaboradores. Dentro los que se
encuentran: Mario Palomo, Julio Serrano, Andrés
Zepeda, Arturo Taracena, Mario Roberto Morales
y una colección de los impresos que circularon
por Paris, fotografías y una comparación de la
actualidad con alguien reflexionando Tlatelolco
1968 v Oaxaca hoy, Paris 1968 y los incidentes
de la quema de autos en el 2005 con la
Brunimania actual.
Esta colección la abre Arturo Taracena con "EL
68 y nosotros". Es un gran aporte. Da cuenta de
un contexto global
sobre lo que acontecía
aquellos días en el mundo. Sabemos que ese
"nosotros" del que habla Arturo se estira, nos
envuelve, nos hace hablar por los que ya no
están, por los desaparecieron, por esos a los
que el poder expulsó del tiempo.
"El
Remolino",
es
un
texto
de
estilo
impecable. Como un malabarista, Maurice juega
con las palabras exactas, introduce al lector
en eso del 68 que fue y que es. Esos que eran y
que son: "El poeta tiene ideas propias sobre la
vida y la muerte, sobre lo real y lo injusto:
sabe que todo es injusto". Este remolino que
Maurice ofrece al lector lleva consigo la pluma
fina que dice: mañana comenzó ayer.
Juntos pero no revueltos: 1968 o dos poéticas
en el campo de batalla, es un texto honesto, en
el que Palomo compara lo que fue allá el 68 y
aquí. "Dice: Hay que decirlo sin tapujos: en
Francia se produjeron revueltas, es cierto, y
fueron además unas revueltas aleccionadoras y
hermosas. Pero acá se gestaron revoluciones".
Palomo hace una mirada a la lógica poética de
la realidad revolucionaria y cómo ésta no tenía
como fin el mismo principio, a diferencia de
las revueltas de mayo 68 de Paris en las que la
magia y la euforia
por transformar el mundo
estuvo relacionada con el imprevisible futuro
de la revuelta
época.
y
el
principio
de
una
nueva
Mario Roberto hace un breve recuento desde su
propia
experiencia,
desde
su
1968,
las
memorias,
la
muerte
de
su
padre,
sus
influencias
literarias:
Camus,
Asturias,
Sartre, también desde la música "esos fueron
los días". Morales habla de su experiencia en
las FAR y cómo en ellas no se asumió aquella
cultura política gestada en Paris 68 por ser
"pequeño burguesa".
Para
Mario
Roberto
el
rechazo
de
las
organizaciones guerrilleras hacia expresiones
político­culturales basadas en la movilización
pública y solidaria de los estudiantes para con
la clase obrera del primer mundo, era la
expresión del atraso cultural del país.
Zepeda
habla
sobre
la
expansión
de
las
experimentaciones musicales en la década de los
sesenta
como
reflejo
de
las
agitaciones
políticas y manifestaciones socio­culturales.
Zepeda habla del rock como una manifestación re
rebeldía y cómo este tomó diversas formas para
hoy en día seguir siendo el peldaño desde donde
expresar el descontento de la humanidad de
vivir en un mundo que sentimos errado.
Desde su pluma fresca, fina y transparente
Julio Serrano, nos abre una ventana para
conocer desde su mirada cómo fue que llegó a él
aquello
de
"mayo
68",
"situacionismo"
y
cuestiones como éstas. Enamorado con lo que
halló de aquel legendario mayo 68, Serrano nos
ofrece la posibilidad de caminar en lo que fue
la búsqueda de la libertad de aquel mayo 68 y
aquí la cultura graffitera diciendo en una
calle de San Salvador "acá rifa el Crazy
Tamal". Serrano nos deja una esperanza.
Esta colección de textos son diversas miradas,
en
diversos
tiempos
y
contextos.
Todos
sostenidos sobre una base común: la necesidad
por el bienestar y libertad individual y
colectiva sigue siendo tarea pendiente.
Aquí no era verano. Ni primavera. Era invierno.
Llovía sobre la consciencia de los que eran y
ahora somos. De aquellos que ya no están y que
nos dejaron una visión del mundo. Una posible
forma de estar en él y de luchar en él. Esos
que desde cualquier lugar seguirán con los
puños levantados diciendo al mundo: "Seamos
realistas, exijamos lo imposible".
Esos que
con sus vivos y con sus muertos, seguimos con
horror pero también con la esperanza de
continuar la búsqueda de unos y otros para
hacer
esta
tierra
apasionadamente
más
habitable.
Somos y no somos los de entonces, los que
creyeron, los que soñaron, los que esperaron,
que no son los "perdedores", sino son una
puerta y una base desde donde pensar nuestra
historia y buscar posibles pistas y rutas sobre
una idea de la Guatemala a la que aspiraban
lograr algún día allí y entonces y de la que
podemos forjar aquí y ahora. Aquí no era
verano, era invierno, un invierno que no ha
cesado y que necesitamos entre todos parar para
por fin construir para todos una primavera para
el país.
El 68 y nosotros
Arturo Taracena Arriola
Marcela
me
ha
pedido
que
escriba
mis
impresiones y lecciones de Mayo de 1968, es
decir que aborde recuerdos de hace cuarenta
años. La mayor de las veces, los recuerdos
están
ligados
a
los
objetos
que
han
sobrevivido el paso de las décadas.
Es así que, entre las pocas fotografías que
conservo de esos años cruciales, siempre he
tenido predilección por una que me tomaron en
una casa de la Colonia Federal de la ciudad de
México, donde vivíamos los miembros del Cráter
que
seguíamos
ligados
al
movimiento
revolucionario guatemalteco. No recuerdo quién
la tomó y la misma logró pasar las normas de
seguridad que nos imponíamos. En ella estoy en
el dormitorio que compartíamos los solteros,
delante de tres afiches muy significativos de
esos años de sueño y sangre: las fotografías
del Ché, de Turcios Lima y el de Cohn­Bendit.
Tres personajes que en ese momento influían en
un muchacho guatemalteco de veinte años. Dos
de ellos ya muertos, convertidos en mito y, el
otro, un joven rebelde de carne y hueso. O
sea, una memoria revolucionaria que no era
casual, sino que respondía al espíritu de los
tiempos.
Por la televisión, la radio y la prensa nos
enteramos
de
los
sucesos
del
movimiento
estudiantil francés que en mayo convulsionó la
capital francesa y que, como llamarada, su
espíritu se extendió a otros jóvenes de
europeos. Los estudiantes exigían un nuevo
orden social en el seno de la sociedad
capitalista.
Exigían
una
democracia
participativa en universidades, fábricas y
comunas, y autonomía para muchos de los entes
administrativos.
Como la gran mayoría de la juventud de los
años sesenta, de este lado del océano,
nosotros también empezamos a soñar con un
mundo
sin
injusticias
y
racismo,
la
transformación de las relaciones entre el
hombre y la mujer, un socialismo de rostro
humano,
una
derrota
de
todo
tipo
de
imperialismo y, además, una patria digna y
soberana.
Aspirábamos
a
conformar
un
movimiento de izquierda nuevo, que luchase por
la equidad jurídica, económica, social y
cultural, y para ello vislumbrábamos ya una
alianza de los marxistas, los indígenas y los
cristianos con el fin de cambiar el legado que
nos
había
dejado
la
intervención
norteamericana de 1954 y el triunfo del
anticomunismo en las esferas del Estado.
Asimismo,
estábamos
impactados
por
los
acontecimientos internacionales de la década:
las resoluciones del Concilio Vaticano II, la
trágica muerte del Ché en Bolivia, las
revueltas estudiantiles en Europa, la protesta
de un pueblo durante la Primavera de Praga, el
asesinato de Martín Luther King, la ofensiva
vietnamita del Tet, los sucesos de Tlatelolco…
Las lecciones del mayo parisino hicieron que
nosotros
ansiásemos
ser
"ciudadanos
del
mundo", como diría Otto René Castillo. Pero
sobre todo, estábamos conscientes que la gran
lección del verano francés resultaba ser que
teníamos derecho a opinar, a decidir sobre
nuestro
propio
destino
y,
con
ello,
a
contribuir en la marcha del mundo.
Más adelante, por las relaciones políticas de
la tía Aura Marina Arriola entramos en
contacto con los fundadores del Il Manifesto,
periódico
de
la
izquierda
italiana
que
vanguardizaba la lucha política contra el
dogmatismo y buscaba darle a la ciudadanía una
dimensión participativa en la transformación
del Estado capitalista, con lo cual la
discusión política se profundizó, puesto que
nos vimos empapados en el debate de la
izquierda mundial. Por tanto, abrimos las
discusiones sobre la democracia interna, sobre
la crítica al socialismo real, sobre la
relación intrínseca entre lucha guerrillera y
la lucha de masas, sobre las causas de la
derrota de la Revolución de Octubre, etc.
Debates que para mí fueron acumulativos y que
me afirmaron el deseo de pensar por mí mismo.
Había una sólida base histórica para esa
fusión, pues de la misma forma que no
queríamos un régimen político dominado por el
Estado
militarista,
tampoco
queríamos
un
movimiento revolucionario dominado por el
estalinismo ni un Estado socialista policiaco.
Luchábamos por un “socialismo con rostro
humano”,
como
decía
el
eslogan
de
la
“Primavera de Praga”. Ellos comprendieron
antes que nosotros esa realidad de opresión
que conllevaría la derrota estratégica del
socialismo real en 1989. En pocas palabras, la
tentación totalitarista también existía en la
izquierda y debía de ser combatida, realidad
que desgraciadamente no resultó ser tan fácil
de erradicar.
En Francia, el Partido Comunista Francés,
hasta entonces el partido con mayor influencia
ideológica en el seno de la izquierda, había
perdido el control de las organizaciones
juveniles en las universidades y los liceos,
las
cuales
reclamaban
transformaciones
sociales en el ámbito de la enseñanza y de la
sociedad civil en general. Pronto se le fue de
las
manos
la
dirección
de
la
ola
de
solidaridad con Viet Nam y el Tercer Mundo,
encabezada
ya
por
maoístas,
trotskistas,
anarquistas, los hasta entonces grupúsculos
izquierdistas. Pero, sobre todo, se les empezó
a escapar el control de los sindicatos, pues a
raíz de los primeros enfrentamientos entre los
estudiantes y la policía en el Barrio Latino y
la Universidad de Nanterre, los obreros se les
unieron y, juntos, fueron actores de ese
movimiento que puede condensarse en tres
graffitis: ¡Corre camarada, el viejo mundo
está detrás de ti!, Desear la realidad está
bien,
realizar
los
deseos
está
mejor,
Prohibido prohibir…
Sin embargo, cuando llegamos a México a
finales de 1967, lejos estábamos de pensar que
1968 iba a impactarnos directamente por la
dimensión de los sucesos que también habrían
de vivirse en ese país, exigiendo el fin del
monopolio del Estado por un partido y una
dimensión ciudadana en la construcción del
futuro del país. Allí habíamos llegado mis
compañeros y yo provenientes de una Guatemala
convulsionada por la magnitud que tomaba la
represión en el marco de la Doctrina de
Seguridad Nacional, la cual había conllevado
la derrota de la primera etapa guerrillera
guatemalteca.
México era una ciudad que parecía estar ajena
a las luchas transformadoras que se habían
extendido por todo el continente desde el
triunfo de la Revolución cubana en 1959. El
Distrito Federal era apenas una aglomeración
urbana de cinco millones de habitantes, pero
para nosotros vivir en ella significó dar un
“salto planetario”, como le sucedió a Cardoza
y
Aragón
cuarenta
años
antes.
Estábamos
fascinados por aquellas inmensas avenidas con
camellones cubiertos de palmeras, por la
imponencia de sus construcciones. Pero, sobre
todo, por su mundo cultural y político. Largas
y ahumadas discusiones nocturnas, análisis de
las noticias de los periódicos, descubrimiento
de nuevas lecturas y sujetos de estudio. En
ella, los redactores de la revista Hora Cero ­
Daniel Molina, Julián Meza y Diana Rivera­ se
habían convertido en nuestro principal apoyo e
interlocución política, introduciéndonos en la
sociedad mexicana de izquierda. Por ellos
entramos en contacto con algunos de los que
serían
líderes
destacados
del
movimiento
estudiantil del 68, como Raúl Álvarez Garín, y
otros menos visibles, como Mario Solórzano
Foppa.
La interlocución con nuestros primeros amigos
nos llevó a asistir a la gran manifestación
universitaria del mes de agosto, encabezada
por el rector de la UNAM Javier Barros Sierra
y en la que participaron trescientas mil
personas. Surgía el Comité Nacional de Huelga.
El ambiente social se había radicalizado el
mes anterior a raíz de la represión que sufrió
una manifestación por la libertad de los
presos políticos y a favor de la Revolución
cubana, lo que dio inicio al movimiento
estudiantil y a la huelga universitaria. Luego
vino la manifestación silenciosa del 13 de
septiembre encabezada por los estudiantes de
Medicina, seguida de la ocupación militar de
la UNAM y la renuncia de Barros Sierra. Al
poco tiempo, la concentración de Tlatelolco.
El 2 de octubre más de 10,000 policías y
soldados terminaron emboscando en la Plaza de
la Tres Culturas a la dirigencia y la base
social del movimiento universitario mexicano,
provocando
su
desarticulación
el
encarcelamiento de los principales dirigentes.
Allí moriría Guillermo, el hermano de Diana,
de tan sólo quince años, atravesado por la
bala de una tanqueta. Varios días le costó a
la familia dar con el cadáver, luego de que
las
autoridades
mexicanas
negaron
su
existencia,
llegando
hasta
sustraer
su
expediente
de
la
preparatoria
en
que
estudiaba. Su muerte fue una estrella en
nuestro pecho, que iluminó nuestra decisión de
creer que valía la pena luchar por el cambio
de sociedad.
Finalmente, el 68 terminó para nosotros siendo
testigos en el Estadio Universitario del
rechazo al racismo por parte de los ganadores
de los 200 metros planos de las Olimpiadas de
México. A la hora de la premiación, ante más
de setenta mil almas, Tommy Smith y John
Carlos levantaron el puño, enguantado de
negro, como signo de protesta y adherencia al
movimiento de Panteras Negras. Gesto que les
ganaría la admiración de millones de blacks y
el
castigo
al
ostracismo
deportivo.
Su
exclusión ipso facto del equipo olímpico
norteamericano trajo consigo que Lee Evans,
Larry James y Ronald Freeman, triunfadores de
los 400 metros, mostrasen su solidaridad
política ataviados con una boina del mismo
color.
Hasta
el
propio
Bob
Beamon,
espectacular con sus 8.90 metros en el salto
de longitud, alzaría el puño. Para nosotros,
los Juegos Olímpicos estaban en el mismo
contexto de la lucha política en la que nos
habíamos imbricado, en la que el combate al
racismo
que
padecían
los
indígenas
guatemaltecos resultaba ser una prioridad.
Cuarenta años después no puedo dejar de pensar
que el auge hoy en día en América Latina de
las demandas por una democracia participativa,
por
justicia
social
equitativa
y
por
soberanías efectivas, algo tiene que ver con
el saldo en sueños, esfuerzos, exilios y hasta
muertes
y
desapariciones
de
los
jóvenes
latinoamericanos
a
quienes
los
años
60
impulsaron
al
combate
por
la
libertad
individual y colectiva.
El Remolino
Maurice Echeverría
1871. Un poeta, cuyo nombre ya nada significa,
se aprieta contra un muro, y observa extasiado
el desorden general que lo rodea. En su
cabeza, la Comuna es algo más que una Rabia
del Devenir Social, es algo más abstracto,
algo que surge por encima de la necesidad
histórica, un remolino nítido de formas, de
quintaesencias,
de
destinos
que
culminan
eternamente. Muy cerca del poeta, un niño
grita: sucio y libre, cae abatido de una
pedrada. El poeta, incrédulo, sortea los
peligros de la revuelta, para ayudar al niño.
Lo carga en brazos. El niño extiende un dedo,
para señalar el automóvil que está en llamas,
con el terror de quién ha visto un fantasma.
En efecto, es incomprensible, pero allí está,
magnífico y desolador: un carro arde en la
mitad de la calle. No uno: varios carros, de
hecho. Estamos en 1968. Estamos en mayo
exactamente. Estamos sobre todo en el Barrio
Latino. En uno de los muros está escrito: Je
suis marxiste tendance Groucho. Pero el poeta
no sabe quién es Groucho, y además está
demasiado
ocupado
recibiendo
los
golpes
ingenuos y hostiles de un policía. ¿Qué ha
pasado con el niño? No lo sabe. Desde el dolor
de sus costillas (ya tendrá alguna rota) lo
extraña melancólicamente.
El poeta cae rendido en el pavimento, sangra,
pero sobre todo tose, por culpa del gas
lacrimógeno, que va llenándolo todo, junto al
humo de las llamaradas. El poeta tiene ideas
propias sobre la vida y la muerte, sobre lo
real y lo injusto: sabe que todo es injusto.
Muchos carros (casi todos modelo 2005) siguen
ardiendo en la calle jadeante, y el fuego se
adhiere al cielo oscuro con cierta lealtad.
El niño (pero ya no es un niño, es un
adolescente, un árabe) lo carga ahora a él en
brazos,
lo
lleva
más
adelante,
en
el
remolino, entre las formas.
Juntos pero no revueltos:
1968 o dos poéticas en el campo
de batalla
En cuanto el velo místico deja de envolver,
revelando su trama, las relaciones de
explotación y la violencia que expresa su
movimiento, se descubre la lucha contra la
alienación y se define el espacio de una
claridad, de una ruptura, revelada de repente
como una lucha cuerpo a cuerpo con el poder
puesto al desnudo, expuesto en su fuerza bruta y
su debilidad. . . . momento sublime en que la
complejidad del mundo se vuelve tangible,
transparente, al alcance de todos.”
Raoul Vaneigem, “Banalités de base”
¿Dónde estás JOSÉ, en medio de todas estas
REVUELTAS?
Pinta del movimiento estudiantil mexicano
La guerra es sexo sublimado. ¿Por qué no intentan
el asunto real?
Pinta del “anti­war movement” en San Francisco
California
Estudiante, te vas a graduar de explotador!
Consigna que formó parte de la muralización de la
USAC
Texto: Mario Palomo
Me confieso culpable: tengo tiempo de huirle a
las
conmemoraciones
precisamente
por
su
tendencia a entrañar una asfixiante solemnidad
apologética de algo que quiso ser y que no fue.
La mayoría de éstas, al menos en nuestra
latitud, están traspasadas por una sensibilidad
que se satisface en reavivar el lado trágico
del pasado y casi nunca en recuperar su
vitalidad presente. ¿Herencia católica? No lo
sé, pero afirmo lo anterior convencido de que
asistir al pasado desde la nostalgia obliga a
recibirlo deformado. Eso no ayuda. Ayuda, en
cambio,
procurar
el
pasado
en
su
justa
dimensión
humana,
sin
idealizaciones
ni
menosprecios, para iluminar de mejor manera el
presente, pero también para que se nos revelen
sus secretos acuerdos con el futuro.
Digo lo anterior porque cuando me preguntaron
si
deseaba
escribir
algo
acerca
de
los
acontecimientos que giraron en torno al Mayo
Francés del 68, no pude ocultar mi atracción
por
la
dimensión
y
el
voltaje
poético­
revolucionario del sentido y del significado
que del mismo se derramó como una mancha de
aceite por todo el orbe. Pero hay algo más,
algo que tiene que ver con el hecho de que la
pregunta por aquella coyuntura nos la hagamos
cuarenta años después y desde un país que, a
diferencia
de
Francia,
fue
cruel
y
sistemáticamente
azotado
por
sus
osadías
libertarias. Hay que decirlo sin tapujos: en
Francia se produjeron revueltas, es cierto, y
fueron además unas revueltas aleccionadoras y
hermosas. Pero acá se gestaron revoluciones.
Tremenda diferencia que no pudo haber sido de
ninguna otra forma.
¿Por qué? En primera instancia porque nuestra
tentativa de hacer girar la rueda de la
historia
nacía
de
nuestras
propias
contradicciones
y
en
nuestras
propias
circunstancias, a saber, en medio de uno de
los más feroces de los capitalismos: el
capitalismo del subdesarrollo. También hay que
recordar que aquella coyuntura se daba en el
marco de la guerra fría y que en aquel marco,
el “mundo libre” era el nombre que las
potencias imperialistas se auto­recetaban a sí
mismas y de paso le regalaban en calidad de
alpiste
a
sus
oprimidas
colonias
y
neocolonias. Nuestro destino se planteaba
entonces, nada menos que como parte de un
proceso de liberación nacional, y en cuanto
tal, las fuerzas liberadoras enfrentaban a un
enemigo
interno
y
a
otro
externo,
poderosísimo.
Frente a esto es comprensible que a la
muchachada
guerrillera
toda
la
algarabía
francesa no le moviera un pelo: el grado de
compromiso
que
requería
un
proceso
revolucionario en el que la chaviza se las vio
defendiendo
sus
verdades
con
el
pellejo
obligaba
a
asumir
todo
con
una
lógica
completamente distinta de la lógica, digamos,
más festiva y liberal de la revuelta. Es por
ello que las consignas nuestras tuvieron más
que ver con la juntura sanguinolenta de las
opciones “Patria o Muerte”, y que la lírica que
les hiciera eco fuera un poema como “Vamos
Patria a Caminar” de Otto René Castillo, el
cual echó raíces fecundas en el imaginario
colectivo justamente ahí donde había necesidad
de afirmación nacional y popular. Eso sucedía
aquí mientras del otro lado del charco los
estudiantes
franceses
exploraban
las
posibilidades infinitas del placer en consignas
más lúdicas y juguetonas como: “todas las
reservas impuestas al placer, excitan el
placer de vivir sin reservas” o “amaos los
unos encima de los otros”. Y una gran favorita
personal:
“La
libertad
ajena
amplía
mi
libertad al infinito”.
Traigo estas diferencias a colación no para
restarle luz a ninguna, sino para establecer y
valorar la diferencia en la lógica que las
subyace. Tanto en la revolución como en la
revuelta existe una dimensión poética debido a
que ambas albergan nexos profundos con la
necesidad de hacer brotar en la superficie ese
infinito negado y oprimido presentido en cada
intercambio cotidiano. La diferencia de dicha
dimensión en cada una reside en su propia
lógica interna. La poesía, cuando es liberadora
­dice Walter Benjamín­ ya no tiene finalidad,
porque abre el infinito, y en la revuelta, vale
agregar, todo es poesía, la revuelta misma es
poesía, y precisamente por serlo es que es
capaz de tender puentes inconscientes con lo
mejor de sus tradiciones liberadoras: ¿Acaso no
había en el 68 Francés una reactivación de los
principios de la Revolución Francesa de 1879?
¿No conciliaba la común ocupación de las
fábricas y las universidades por parte de los
estudiantes y los trabajadores la necesidad de
afirmar
sus
propios
destinos,
las
mismas
tentativas de la Comuna de Paris en 1848? ¿No
es la imagen de los estudiantes haciendo
barricadas con los adoquines de la vieja
sociedad y además devolviéndoselos en calidad
de pedrada a las fuerzas represivas una imagen
poética y una herencia de la Comuna?
Todo esto siempre me hace pensar en una pequeña
frase que Marx escribió en “La ideología
alemana” y que al parecer todo el mundo pasó
por alto: “el comunismo –dice­ no es un estado
que debe implantarse, un ideal en el que haya
que contener a la realidad. Nosotros llamamos
comunismo
al
movimiento
real
de
los
trabajadores que anula y supera al estado
actual de cosas…” Es una cita explosiva que
aparte de obligar a poner las barbas en remojo,
sirve,
pienso,
para
apreciar
la
potencia
liberadora que no puede nacer de una idea
preconcebida y que solo puede existir y
anticiparse en y desde la vida cotidiana. Salta
a la vista entonces que, a diferencia de la
revuelta, la lógica de la revolución, tal como
se experimentaba en el conjunto de “guerras
calientes” que vivió Centroamérica y en todos
los frentes del tercer mundo en los que se
llevaba a cabo una Liberación Nacional, solo
podía implicar una organización jerárquica
anclada en la Vanguardia, en el Partido y en la
Comandancia.
La revolución entonces, a diferencia de la
revuelta, es algo que se produce: implica una
táctica y una estrategia, una acumulación de
fuerzas y su correspondiente culminación de
tareas y de etapas, así como la posibilidad de
prever un repliegue o un desenlace victorioso.
El
chispazo
de
espontaneidad
en
las
revoluciones casi siempre está reservado para
el final. Su dimensión poética profunda tiene
que ver con el acontecimiento previo en el que
todas las fuerzas de la sociedad se condensan
de manera convulsa y acelerada. En ese sentido,
se puede decir con Trotski que, “En instantes
como estos la conciencia teórica más elevada de
la época se fusiona con la acción directa de
las capas más profundas, de las masas oprimidas
más alejadas de toda teoría. Esta unión
creadora de lo consciente y lo inconsciente es
lo
que
suele
llamarse
inspiración.
Las
revoluciones
son
momentos
de
arrebatadora
inspiración de la historia”.
Como se ve, la lógica poética de nuestra
realidad revolucionaria se vio subordinada al
fin último de la revolución, mientras que en la
revuelta, el final es igual al principio mismo,
de tal manera que la magia y la electricidad
chispeante que se produce en el ambiente está
necesariamente
relacionada
con
la
imprevisibilidad misma de la revuelta y del
futuro que ésta anticipa.
No obstante, sería irresponsable querer reducir
el legado de lo mejor de dos experiencias
libertarias
a
sus
necesarias
dimensiones
poéticas, puesto que al fin y al cabo, lo que
se ponía en juego entonces de distintas maneras
era la emancipación humana, y no literatura
(sin menosprecio de sus corajudos aportes).
Negarse a ver eso es perder de vista la razón
por la que toda iniciativa emancipatoria,
únicamente
puede
llegar
a
serlo
en
el
imaginario social si tiene como condición
previa y necesaria la cualidad de poder servir
de acervo en la emancipación de la humanidad
entera. En ello no hay nada de nostalgia, por
el contrario: hoy por hoy son varios los
movimientos
de
insubordinación
que
al
constituir su identidad en contra de la
explotación y de la injusticia asisten a
múltiples memorias históricas, sin importar
donde ni hace cuánto sucedieron, aún cuando se
enfrentan a derroteros específicos y concretos.
Se sostiene de esta manera que el mundo no se
hace de la nada cada día y que toda memoria
histórica construida en torno a la emancipación
debe ser necesariamente patrimonio humano. Una
cosa muy distinta es que se recurra a la poesía
y a la imaginación literaria para poder
penetrar en el conocimiento de la dimensión
profunda de toda memoria y de toda realidad.
Talvez por eso los situacionistas, en su
calidad
de
artesanos
de
la
revuelta
y
previniendo contra la separación entre arte y
experiencia,
teoría
y
praxis,
llamaban
a
realizar la poesía en la vida misma.
De ahí que resulte sospechoso constatar que lo
que se tienda a evocar de los sesentas esté
saturado de referencias superficiales como “el
ambiente”, “el clima”, la “atmósfera” y “la
moda”. Esto tiene su explicación en el simple
hecho de que con ello se encubre la necesidad
de relacionar y comprender porqué razones el
mundo
entero
se
puso,
por
sus
propias
motivaciones histórico­concretas, en estado de
efervescencia con una sincronía nunca antes
vista: de China a la Plaza de Tlatelolco en
México, de la Universidad de Córdoba en
Argentina hasta las Universidades de Columbus y
de Berkeley; y de la primavera Parisina a la
primavera de Praga. La simultaneidad y la
expansividad que tuvo la revuelta ponen de
manifiesto, cuarenta años más tarde, que hay
algo muy vivo en ella que es imposible de
captar, de intuir siquiera, con la mirada
antiséptica del aburrido visitante de museo
para el cual el pasado solo se le puede revelar
de manera inofensiva y como un cúmulo de datos
inconexos que a nadie interesan ya.
Bien vistas las cosas, no cabe duda de que los
eventos
que
arrancaron
en
1966
con
la
Revolución Cultural China y que se sucedieron
en una apretada cadena de acontecimientos
vertiginosos
y
estremecedores,
fueron
en
conjunto
parte
de
una
ruptura
mayor:
acontecimientos tales como la muerte del Ché
Guevara en el 67; la impresión y rápida
difusión de “La Sociedad del Espectáculo” de
Guy Debord en Francia el mismo año (obra que se
constituyó
en
la
consciencia
teórica
más
elevada de la revuelta); sin olvidar los
conatos de “Liberación Nacional” puestos en
marcha por los “Black Panthers” en EEUU a los
que se sumaron las movilizaciones por los
derechos civiles y contra la guerra de Vietnam;
y en el mismo tiempo histórico, pero en otra
geografía, no se deben olvidar las protestas
estudiantiles en Praga, las cuales se erigieron
en contra la falsa cultura socialista lo mismo
que contra la costra ideológica que los
partidos comunistas en el poder hicieron del
marxismo en los países del llamado “socialismo
real”; y sin ir tan lejos, pero más al sur, es
imposible
obviar
los
experimentos
de
la
“autonomía obrera” y de la “fabrica social”,
vástagos ambos del “otoño caliente” italiano
del 69. Y por último, el hecho más importante
de nuestra historia reciente: el esparcimiento
incendiario de los movimientos de Liberación
Nacional en el tercer mundo, gracias a los
cuales se hizo patente la creciente necesidad,
sentida en toda América Latina, de asumir una
postura crítica frente la cultura represiva y
autoritaria
de
los
gobiernos
y
las
instituciones dominantes. Postura que tuvo su
cresta en la masacre de la plaza de Tlatelolco
en el 68, y su desembocadura en el 71, durante
el fugaz gobierno democrático del Presidente
socialista Salvador Allende en Chile.
La condensación de todos estos hechos en un
período tan corto obliga a pensar, a mas de
cuarenta años de distancia, que si en el plano
factual de cada país fue la revuelta con su
correlativo aplastamiento y cooptación lo que
predominó;
en
el
plano
civilizatorio
más
general, lo que se puso de relieve fue una
desbordante revolución cultural de alcance
universal.
Pero esta revolución, que solo fue tal en el
plano de la cultura, no pudo expresarse al
final en la transformación radical de las
estructuras de económicas, ni mucho menos en el
triunfo de la mayoría de revoluciones entonces
en marcha. Ni en el primer mundo ni en los
terceros
y
cuartos.
Se
expresó,
por
el
contrario, de manera imprevista y paradójica en
una bonita consigna de Mao –que en su contexto
no llegó a ser­ que decía “que se abran cien
flores
y
florezcan
cien
escuelas
de
pensamiento”; lo hizo también en la denuncia a
la prensa vendida, y por extravagante que pueda
sonar, se hizo patente en la práctica del amor
libre de las comunas hippies. Es por todo esto
que hoy podemos afirmar que lo que el 68 acabó
poniendo entredicho durante un largo período
­que se me ocurre duró hasta los conservadores
ochentas­, fueron nada menos que las tres
principales instituciones en las que se produce
y se reproduce la cultura moderna: La familia,
la escuela y los medios de comunicación.
Lo que sucedió después todavía no sabemos como
sacudírnoslo de encima. En eso andamos. Espero.
Lo único que comenzamos a intuir con cada vez
mayor claridad es que venimos de un largo
proceso de reacomodo capitalista desde el cual
ha operado una nueva y más perversa modalidad
en el cercenamiento de toda subjetividad libre
y creadora: me refiero a la introyección del
individualismo egoísta con sus correspondientes
aburrimientos y apatías, las cuales han sido
moldeadas con tal perfección que pueden ser
socorridas por los más sofisticados mecanismos
del mercado. Frente a esto, lo que nos queda
por resolver entonces es si lo que viene lo
habremos vivir como imaginación creadora, o por
el contrario, lo habremos de aceptar como
destino. Puesto que, como dijera una de las
consignas del 68 que sitúa al futuro siempre a
uno o varios palmos de coraje: “La gente que
muere lentamente en los calvarios mecanizados
del trabajo, es también la misma gente que está
discutiendo,
cantando,
bebiendo,
bailando,
haciendo el amor, apropiándose de las calles,
recogiendo las armas e inventando una nueva
poesía”.
Ciudad de Guatemala, 8 de Mayo del 2008
Paris 68: Esos fueron los dias
Mario Roberto Morales
Once upon a time there was a tavern
where we used to raise a glass or two.
Remember how we laughed away the hours
and dreamed of all the great things we would
do?
Those were the days, my friend,
we thought they’d never end…
En noviembre de 1968 llegué por primera vez a
Europa. Tenía 21 años. Mi padre había muerto
el año anterior en un accidente de automóvil y
eso me había puesto en contacto con el lado
oscuro de la vida. Terminaba mi tercer año en
la carrera de Letras y Filosofía y había
empezado a escribir unos relatos brevísimos
que seguí haciendo a lo largo de los dos meses
de gira cultural por Europa. Había leído a
Asturias, a Camus y a Sartre, entre otros, y
entre las ilusiones más grandes que llevaba
estaba la de conocer a Asturias y a Sartre en
París.
La repentina muerte de mi padre me había
sensibilizado
lo
suficiente
como
para
necesitar expresarme escribiendo líneas que yo
percibía como un juego verbal. Había también
leído a Marcuse, pero sus planteos no llegaron
a
conmoverme
tanto
como
los
de
los
existencialistas, a lo cual contribuyó sin
duda que desde 1966, cuando había ingresado a
la Universidad Rafael Landívar (la única
privada entonces), me había enrolado en las
filas de la guerrilla urbana de las Fuerzas
Armadas
Rebeldes
(FAR),
una
organización
revolucionaria
cuyo
jefe
indiscutido,
mi
admirado Luis Augusto Turcios Lima, había sido
asesinado ese mismo año, presumiblemente por
la CIA y el prosoviético Partido Guatemalteco
del Trabajo (PGT), mediante una bomba colocada
en el motor de su automóvil.
La cultura política que recibí por parte de
mis compañeros de las FAR descartaba cualquier
forma de lucha institucional y pacífica para
alcanzar mejores niveles de vida para las
mayorías campesinas y obreras y, en medio del
debate chino­soviético, los guerrilleros se
aferraban al ejemplo de la revolución cubana,
del
Che
Guevara
y
de
los
vietnamitas,
rechazando
los
planteos
de
los
partidos
comunistas, que buscaban desplegar luchas
legales con fines electoreros, para lo cual
negociaban con la derecha y con los militares.
Por extraña extensión de nuestra postura
militar, los jóvenes guerrilleros de entonces
rechazábamos cualquier forma de lucha que
pretendiera sustituir el eje de la lucha
armada. Fue por ello que esta cultura política
nos impidió valorar en su contexto la revuelta
estudiantil
de
mayo
de
1968
en
París,
haciéndonos rechazarla por pequeño­burguesa,
pero no fue obstáculo para que dos de mis
compañeros de aula y yo publicáramos en la
revista estudiantil Cara Parens, la cual
fundamos y dirigimos, y de la cual salieron
cinco números, algunas de las célebres frases
de los muros parisinos, como: “Prohibido
prohibir”, “La imaginación al poder”, “Sed
realistas, exigid lo imposible” y otras. En
esta
revista
se
publicaron
también
las
traducciones
de
los
versos
de
Andriei
Vasnisienski, hechas por Roberto Obregón, así
como los primeros poemas de éste a su regreso
de la Unión Soviética. También, los primeros
textos de Vargas­Llosa, Fuentes y Cortázar que
se leyeron en Guatemala. De modo que si
políticamente
rechacé
la
validez
de
la
revuelta parisina, en lo cultural la asumí
como
expresión
de
las
inquietudes
estudiantiles de los jóvenes de clase media
acomodada que nos sentíamos representados en
sus frases y que nos habíamos metido (algunos)
a la guerrilla, en la que la extracción
popular de sus combatientes (no de sus
dirigentes) impedía simpatizar con movimientos
juveniles que no propugnaran abiertamente por
una lucha armada que sirviera de detonante
para la insurrección de las masas y la
instauración del socialismo.
Fue así como llegué a Paris en noviembre de
1968, seis meses después de la revuelta
estudiantil, y me vi de pronto sentado frente
a nuestro embajador en Francia, Miguel Ángel
Asturias, a quien yo admiraba por haberme
revelado en sus novelas la posibilidad de
inventar un país grande y hermoso a pesar de
que en realidad fuera, como decía el poeta
Otto René Castillo, “pequeño y horrendo”, y
ante quien tenía reservas por la condena que
la izquierda revolucionaria le había echado
encima por aceptar aquella embajada, ofrecida
por un gobierno títere de los militares. A
Asturias le pregunté dónde podía encontrar a
Sartre y me mandó a La Coupole, en Saint
Germain de Près, en donde lo esperé cuatro
horas en vano, para después enterarme de que
se encontraba en Praga solidarizándose con la
lucha de los estudiantes checos contra la
invasión
soviética
a
Checoslovaquia.
Mi
admiración
por
él
creció
junto
a
mi
frustración por no haberlo conocido. Al día
siguiente visité La Sorbona, en donde pude ver
todavía altos volcanes de pupitres apilados
por todas partes, ventanas rotas y algunas
pintas a medio borrar en sus paredes.
Creo haber comprendido allí que las ansias
libertarias de las juventudes de entonces
hallaban en la reciente revuelta estudiantil
parisina
su
eco
y
su
representatividad
cultural, pues aquella gesta legitimaba la
ruptura generacional que la juventud había
asumido encargándose de cambiar el mundo
mediante la destrucción del absurdo hipócrita
burgués, que sólo llevaba a las guerras y al
consumismo sin más. Bajo el cielo gris y frío
de París, transcurriendo las húmedas calles
cercanas al Sena, me sentí acompañado por mis
contemporáneos
franceses,
quienes
(pensaba
yo), a pesar de no haber sido capaces de
organizar
guerrillas
para
luchar
por
la
libertad,
habían
convertido
los
espacios
universitarios en bastiones de la misma lucha
y las mismas aspiraciones que teníamos en
Guatemala y otros países de América Latina.
Lejos estaba yo entonces de imaginar que su
ejemplo habría de ser seguido, con trágicas
consecuencias, en mi país, en donde las
guerrillas, ya en su segunda época (en los
años 70) crearon frentes estudiantiles que
fueron reprimidos con la conocida brutalidad
del ejército contrainsurgente y que a la vez
constituyeron
canteras
inagotables
de
guerrilleros urbanos y de montaña.
En Londres, 1968 era el año de “God bless Tiny
Tim”, en los muros del Soho, de El violinista
en el tejado, en un teatro cercano a Picadilly
Circus, del estreno de El graduado y 2001
odisea del espacio en los cines del centro, y
de la gloria de Carnaby Street, por donde
anduve paseando y escuchando la música de los
Beatles que salía de las tiendas de artículos
de plástico. También de Those were the days,
cuyas notas recuerdo haber escuchado una vez
más bajando de Sorrento y mirando la bahía de
Nápoles a mis pies. Volví a Guatemala para la
Navidad de aquel año, y a lo largo de 1969 me
sumergí más en mi militancia de izquierda, la
cual duraría hasta 1991.
Ahora, no me cabe la menor duda de que el
rechazo militarista de la guerrilla de los
años 60 hacia expresiones político­culturales
basadas en la movilización pública y solidaria
de los estudiantes para con la clase obrera
del primer mundo, era la expresión del atraso
cultural de nuestro país, el cual alcanzaba
también a los guerrilleros tanto como a la
oligarquía, y que mi adhesión emotiva hacia
las frases de los muros de París en el 68,
expresaba la necesidad, sentida por muchos
guerrilleros de clase media, de articular la
lucha de clases con la dimensión cultural de
las juventudes de entonces. Pues, aunque esta
dimensión era en mucho consumista de productos
enlatados según la consigna de la “rebelión
para el consumo” del mercadeo y la publicidad
de Madison Avenue, creo que en nuestras
latitudes la hubiésemos dotado de contenidos
revolucionarios en lugar de convertirla en
algo negado exteriormente y apetecido en la
intimidad. Ahora, a ningún ex guerrillero le
da empacho confesar que le gustaba el rock ‘n
roll, pero en aquella época nadie lo habría
admitido.
Expresión
clasemediera
de
una
conciencia
revolucionaria
de
estudiantes
del
primer
mundo, inspirada en el anti burgués movimiento
cultural
situacionista,
la
revuelta
estudiantil de París en 1968 heredó al mundo
una dimensión cultural que luego reciclaron
los jipis tardíos, el movimiento New Age, los
revolucionarios setenteros, los cantautores de
la
Nueva
Trova
y
las
desorientadas
generaciones X, Y, Z y compañía, hasta
convertirla, junto a la efigie del Che, en una
lejana
divisa
ideológica
oscilante
entre
nebulosos
ideales
inconformistas
y
gratificantes consumos de un subido hedonismo
evasivo. Esta dimensión cultural no ha perdido
su encanto ni su validez porque expresa un
cúmulo de valores que el socialismo real y sus
luchas negaron (en vano) a sus juventudes
protagonistas, y que el capitalismo banalizó y
vulgarizó (con éxito) mediante el consumismo
juvenil y “rebelde” sin más. Es por ello que
el
rescate
crítico
de
aquellos
valores,
expresados en la revuelta misma, en las
declaraciones de sus dirigentes y en los muros
de París, tiene sentido y vigencia ahora,
cuando se celebra el 40 aniversario del hecho
histórico. En 1973, mi generación evocó la
revuelta de París cuando hicimos lo que
llamamos “la muralización de la USAC”, en la
que frases de Luis de Lión, como la colocada
en la Facultad de Economía y que decía
“Auditor es sinónimo de oreja”, y mías como
“Todo aquello por conseguir nos pertenece” y
“Yo hago la revolución con Marx Factor”,
intentaron aclimatar la experiencia parisina a
las temperaturas revolucionarias y juveniles
de nuestro trópico violento y esperanzado. Lo
demás, como se sabe, ya es historia.
Sirvan estos recuerdos no sólo para conmemorar
el mayo francés como una fallida gesta
estudiantil de reivindicaciones obreras y a la
vez como una victoria cultural sobre el
conformismo acomodado, sino sobre todo para
contribuir a dotar de sentido actual la
recepción que la juventud
que se rebela
contra el consumismo sin más está realizando
del pasado revolucionario del mundo, a fin de
darle continuidad a la lucha siempre vigente
por el bienestar colectivo. Tanto en la
valoración del mayo francés como en esta
lucha,
todos
estamos
protagonizando
una
fructífera comunicación intergeneracional que
deja
atrás
y
supera
con
mucho
las
conservadoras
posturas
yupis
con
que
la
juventud
del
neoliberalismo
asume
la
literatura, la cultura, la política, la ética,
la moral y el cambio revolucionario. Ya lo
decía uno de los muros de París: “El derecho
de vivir no se mendiga, se toma”.
La cáscara de las rebeldías:
alpiste, palomas y rock
Andrés Zepeda
Durante la segunda mitad de los sesentas, las
posibilidades de experimentación en la música
pop se expandieron como nunca, suprimiéndose
los límites entre lo clásico, el rock and
roll, la vanguardia y el mainstream. Fueron,
además, años de intensa agitación en lo
político, en lo social, en lo económico, en lo
espiritual, en lo estético y en lo cultural.
Se hizo cada vez más violento el choque entre
la
tradición
occidental
(de
herencia
judeocristiana y grecolatina) y los ismos de
reciente cuño; entre el modelo capitalista
moderno (heredero del iluminismo democrático y
de la revolución industrial) y los brotes de
insatisfacción,
hastío,
sinsentido,
desencanto, angustia, vacío y desesperación
que desde hacía ya bastante tiempo venían
provocando sus no pocos lastres.
Es probable que el súmmum de todo ello haya
convergido en los movimientos de protesta que,
alrededor del mundo (París, Praga, México, La
Habana…) y de manera más o menos simultánea,
ocurrieron hace cuarenta años exactamente, en
mayo de 1968. Y si el rock fue en aquel
entonces la única expresión musical capaz de
acoger en su seno semejante torbellino de
corrientes contradictorias, ello sin duda se
debe a su naturaleza de monstruo híbrido cuyo
vigor y frescura se mantienen a lo largo de
las décadas gracias a esa capacidad suya de
devorar
(sin
asco,
sin
reservas,
sin
vergüenzas, sin pudores, sin ningún tipo de
discriminación)
influencias
ajenas,
dejar de ellas sólo la cáscara…
hasta
Una cáscara que, posteriormente, es reciclada
hasta el hartazgo y convertida en moda, en
producto
de
consumo
masivo;
compota
predigerida, alpiste para atraer palomas con
el fin de intentar venderles algo más, siempre
algo más. Porque, hay que decirlo, fue en
buena medida gracias al sustrato casquivano y
populachero del rock que la industria del
entretenimiento se consolidó hasta convertirse
en lo que es hoy:un negocio multimillonario y
despótico
donde
reinan
los
criterios
comerciales por encima de cualquier miramiento
en pro de expandir las posibilidades de
experimentación en el arte.
Lo cual no quita que el rock (hijo bastardo
del jazz y del blues, después de todo) haya
sido también, desde sus albores, caja de
resonancia de los más genuinos e insolentes
estallidos de rebeldía; ni que siga siéndolo
aún hoy, prestándose siempre de buena gana a
acoger y difundir los escasos ecos subversivos
que la humanidad todavía es capaz de generar.
Qué mejor ejemplo de ello que el punk, aquel
rabioso alarido de amateurismo auténticamente
roquero surgido desde las entrañas de una
clase urbano­obrera británica que, a mediados
de los setentas, padecía tasas de desempleo
galopantes y malvivía asfixiada bajo normas
oficiales de conducta tan estrictas como
hipócritas. “Al maldecir a Dios y al Estado,
al trabajo y el ocio, al hogar y la familia,
al sexo y el juego, al público y a uno mismo,
durante un breve tiempo la música hizo
posible experimentar todas estas cosas como
si no se tratase de hechos naturales sino de
estructuras ideológicas: cosas que alguien ha
hecho y que consecuentemente pueden ser
alteradas, o incluso eliminadas”, destaca
Greil Marcus en su libro Rastros de carmín.
Por desgracia (pero leal a su raigambre de
música rock, en un principio rebelde pero
inmediatamente después degradada a mera pose,
desprovista
ya
de
su
contenido
y
su
coherencia originales), hoy el punk es sólo
la sombra de lo que fue. Nada qué ver con
aquellas
consignas
que
proclamaban
la
destrucción de ídolos, concebían la cultura
como una aberración y denunciaban el trabajo
como una obscenidad.
Ahora, en cambio, del punk sólo queda un
nicho de mercado (he ahí el alpiste) capaz de
atraer a hordas de pimpollos (he ahí a las
palomas) en crisis de rebeldía adolescente,
enemigos de la norma pero a la vez urgidos de
pertenecer
a
algo;
falsos
desencajados
sociales, temerosos de ir más allá de los
parámetros que impone la dictadura de lo
“cool”.
Borregos del consumo aficionados al rollo
gótico (peinados estrafalarios, sombras de
maquillaje alrededor de los ojos, pellejos
perforados,
accesorios
metálicos,
cuero
negro,
algodón
blanco;
ropa
descosida,
remendada
y
vuelta
a
descoser),
perros
falderos que escuchan música estridente pero
sólo en su calidad de conspicuos seguidores
de las veleidades de la moda; y que juegan,
por
vanidad,
a probarse
el
disfraz
de
buscapleitos… hasta que se aburren y pasan a
ensayar una máscara distinta. Y otra más. Y
otra.
Juventudes imitativas, presas del culto a la
personalidad, que han olvidado –o nunca
supieron siquiera– qué son la revolución y la
anarquía. Prueba de ello es que su pretendida
causticidad punkera no les impide sumergirse
en corrientes al uso como el ecologismo
hipersensible y romanticón, ni pronunciarse
en contra de la caza de ballenas, ni asistir
dos horas diarias al gimnasio, ni practicar
yoga tres veces por semana (o reunirse para
alabar a Cristo), ni comer frutas y verduras
y evitar el humo del tabaco, ni caer al borde
de la histeria si una llovizna amenaza con
estropear su esmeradísimo look de relumbrón.
Nomás la pura cáscara.
Lo que es no saber nada del 68
Julio Serrano
“La revuelta y solamente la revuelta
es creadora de la luz,
y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la
poesía, la libertad y el amor”.
Andre Breton
Con eso de que todos los años se repiten los
meses, resulta poco común en los libros de
historia encontrar alusiones a cualquiera de
esos 12 niños que empujan inquietos las
manecillas
del
reloj,
los
años
son
la
constante, es un hecho; de ahí que llamó mucho
mi atención la primera vez que escuché hablar
del mayo francés. Alguien lo sacó en alguna
conversación de café “mayo del 68”, de
inmediato un gran signo de interrogación
apareció en la nubecita de diálogo de mi
cabeza, ¿mayo?, sí, mayo.
Que
sí
que
los
anarquistas,
que
el
situacionismo, que la imaginación al poder,
que dice que un montón de jóvenes franceses
desarmaron las calles, estudiantes y obreros
manifestaron macizo todo un mes, hicieron
temblar entera a Francia, y, ¡oh cerecita del
pastel!, graffitiaron sus paredes con un
montón de líneas fuera de lo común, entre los
diferentes placazos se leían versos de Rimbaud
(hay que cambiar la vida), de Artaud (No es el
hombre, es el mundo el que se ha vuelto
anormal),
de
Breton
(La
belleza
será
convulsiva o no será), la idea de que la
poesía trasladara su discurso de los libros a
las
paredes,
de
la
sensibilidad
a
los
vergazos, de que algunos versos hicieran
hervir el pecho de algo como seiscientos mil
estudiantes
universitarios,
me
resultaba
bastante confusa pero emocionante.
Bastante entusiasmado con el asunto llegaba a
abrir la boca a la U o con mis hermanos, con
la mara pues, que resulta que en mayo del 68…
y cuando uno empieza a contar la banda se
emociona, y casi siempre con algún brillo
esperanzador
en
los
ojos
se
terminaban
comentando cosas como “ha de haber sido de a
huevo”,
“no
como
estos
pisados
quemando
burras”, “es que era la época de los hippies”,
o bien no faltaba quien levantara su dedito
ilustrador “ah, mayo del 68 claro…” y a dar
misa pues.
Seguí averiguando otros detalles de lo que se
me imaginaba más cercano a una fiesta que a un
movimiento. Cuando leí una de las famosas
consignas “prohibido prohibir”, pensé “ah eso
es de una rola de Fito Páez”, emocionado aún
con el rollo me daba cuenta que algo no me
estaba cuadrando, que seguía sin entender muy
bien
el
alma
de
aquel
fresco
bacanal
estudiantil, cuando se lo comenté a mi papá
una nostálgica sonrisa se le escapó, aquellos
años verdad, sí, aquellos años, ese era el
clavo, aquellos años, en aquel lugar, con
aquellos jóvenes entusiastas me resultaban
ajenos, lejanos, por eso nadie sabía nada del
asunto por acá, salvo a los que los alcanzara
la conversación de café sobre aquel mayo, y
luego la wikipedia, y bien, distante y todo
esta especie de capítulo de The wonder years
me seguía invitando a entenderle.
Leyendo una conversación entre Sartre y Cohn­
Bendit (uno de los líderes del quinto mes
francés), encontré la clave para sacarle raja
a todo esto, dice el estudiante “La única
oportunidad del movimiento es justamente ese
desorden que permite a las gentes hablar
libremente y que puede desembocar, por fin, en
cierta forma de autoorganización”, acomodando
el contexto a nuestro antojo Cohn­Bendit
podría estar hablando de la poesía, o de la
literatura, o de alguna de las vanguardias, o
de la adolescencia, igual, se refiere al
movimiento estudiantil de aquel mes, a esos
jóvenes que llamó atinadamente “una minoría
activa”. Es esa libertad la que deja la
sensación a ventana abierta, ese desorden
impetuoso al que luego la historia recriminó
no haberse organizado, haber dejado apagar las
llamas, casi con cualquier estudio sobre mayo
del 68 viene la frase “por qué fracasó”, y
total, más allá de los logros o desaciertos
del movimiento, la actitud, la reivindicación
del sonido de los cristales rotos, de aquella
“barbarie” juvenil que pasa gritando adentro
de las casas que están vivos. Ahí va el
asunto, por decirlo de alguna forma, para
bailar no se necesita organizarse.
Y a todo esto, hoy, acá, de este lado de la
historia, de este lado de la poesía, qué. Pues
qué de qué. Nuestra cultura graffitera se
desarrolla en las sabrosas paredes blancas de
los baños, en las tablas de los pupitres, en
ciertas esquinas y en las espaldas de los
asientos de los buses, y sin duda los mayos
guatemaltecos son muy distintos. Caen las
primeras lluvias y en la universidad hay
exámenes finales, y 40 años después de muchas
cosas, encontramos poético leer en una calle
de San Salvador “acá rifa el Crazy Tamal”, y
sí, parece que cada vez rompemos menos
ventanas, quemamos menos burras… pero ante la
mirada atónita de ciertas amarguras, puedo
afirmar que ya se nos ocurrirá algo porque
siempre algo se nos ocurre, y eso sí, aquí o
allá, la revuelta es la revuelta.
Compilación editada por Primer Palabra
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