Hora Santa: Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles Un testimonio firmado con la propia sangre “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” DIRECTOR: La de hoy es una solemnidad que nos invita a reposar en la Palabra. El martirio de los apóstoles Pedro y Pablo nos da la ocasión para que nos pongamos de cara al misterio de la Iglesia. Pedro y Pablo: dos caminos y un mismo destino Una antigua y muy respetable tradición asocia a Pedro y Pablo. Partiendo de Jerusalén, cada uno de ellos llegó por sus propios medios a la capital del Imperio Romano -en ese momento “centro del mundo”- para animar las comunidades daban testimonio de Cristo en este lugar clave. Allí evangelizaron hasta que sellaron su ministerio apostólico en el martirio, hasta que firmaron su testimonio de Jesús predicado con su propia sangre. Como cuenta el historiador Eusebio de Cesarea: “Por último de sus iniquidades, el emperador Nerón declaró la primera persecución contra los cristianos cuando los santísimos Apóstoles, Pedro y Pablo fueron coronados en el combate por Cristo con la corona del martirio” Y también Suplicio Severo: “Por leyes se prohibió la religión y por edicto se declaró no ser lícito el cristianismo. Entonces fueron condenados a muerte Pedro y Pablo. A Pablo le cortaron a espada el cuello, a Pedro lo levantaron en una cruz”. Dos martirios grabados en la memoria de la Iglesia Como dijo san Agustín: “Se celebra el mismo día la pasión de los dos apóstoles, pero los dos no hacen más que uno”. LECTOR 1. Dos tipos distintos Pero, ¿qué hay de común entre el humilde pescador de Galilea y el gran intelectual salido de la academia de Tarso y de la prestigiosa escuela de Gamaliel? Pedro anduvo con Jesús de Nazareth por los caminos de Galilea, siguiéndolo con generosidad, tomando el liderazgo entre sus compañeros, sufriendo las consecuencias de la terquedad de su noble corazón. Él acompañó al Maestro hasta el fin, o mejor, casi hasta el fin, cuando su debilidad lo llevó a negarlo; pero su fidelidad fue finalmente la del amor primero de Jesús, porque la mirada misericordiosa del Señor le llegó bien hondo y lo llamó de nuevo. Pablo no caminó con el Jesús terreno, ni escuchó sus parábolas, ni compartió con él la cena. Más bien -a pesar de que escuchó hablar de él- lo que hizo fue combatir a los cristianos que propagaban su memoria y afirmaban su resurrección. También él experimentó la misericordia del Resucitado, quien lo llamó en el camino de Damasco e hizo de él el intrépido apóstol que abrió tantos caminos al evangelio y formó muchas de las comunidades que todavía hoy siguen inspirando las nuestras. Un camino de comunión Pedro y Pablo, dos hombres bien diferentes en sus orígenes, formación y temperamento que, a pesar de sus resistencias, fueron ambos llamados y moldeados por las palabras y el Espíritu de Jesús. Pero el mismo Señor hizo que sus ministerios fueran complementarios y los constituyó en pilares de la Iglesia naciente. Hay que destacar que el entendimiento entre ellos no fue fácil. Ambos tuvieron que aprender los caminos de la “comunión”, núcleo del evangelio. Por ejemplo, en Gálatas 2,9, Pablo cuenta con alegría como en la visita a Jerusalén Pedro, Santiago y Juan “nos tendieron la mano en señal 1 de comunión”, pero también como luego tuvo que reprenderlo: “al ver que no procedía con rectitud, según la verdad del Evangelio, lo acusó de arrastrar a otros a “actuar la misma comedia” (ver 2,11-14). La complementariedad entre los dos apóstoles es necesaria. En materia de “comunión”, la Iglesia no nació “sabida”, ella tuvo que aprender. Es bonito ver eso: a pesar de contar con las “memoria” de la palabras y dichos de Jesús, entre los primeros cristianos nadie sabía de una vez por todas lo que había que hacer en todas las circunstancias de la vida. Por eso, cuando tenían un problema, dialogaban entre ellos y, si era el caso, no tenían reparo en debatir algunos temas polémicos que iban surgiendo. Lo importante era que: (1) lo hacían con una fidelidad total al Señor, sin apartar la mirada de Jesús; (2) se dejaban orientar por los apóstoles. Así, la Iglesia primitiva, fue un verdadero volcán de amor, abierta dócilmente a la guía del Espíritu Santo, pronta para el servicio de la Palabra. Esta era la raíz de la comunión eclesial que fue animada por los apóstoles. Hoy son motivo de fiesta “La Iglesia, hoy se regocija. Es la solemnidad de los Apóstoles que la adornaron con joyas sin precio, en la Gloria del Verbo hecho carne”. La memoria de los apóstoles Pedro y Pablo no es de ninguna manera secundaria. Cada uno de ellos, con su propio carisma, de Jerusalén a Roma, siguieron el camino de la Palabra, para que la Buena Noticia de Jesús muerto y resucitado pudiera ser escuchada por todos, y para que con su enseñanza la vida en Jesús resucitado tomara forma en los nuevos ambientes en los que penetraba el Evangelio. Su ministerio amasó el pan de la Iglesia con la levadura del Evangelio. Nosotros seguimos en esa misma ruta, dejándonos impactar por el ímpetu de su testimonio e intentando aprender siempre de nuevo una vida de “comunión” en todos los niveles de la Iglesia.(Silencio para hablar con quién sabemos nos ama) LECTOR 2 San Pedro nos cuenta: “El Señor ha enviado su ángel para liberarme de la manos de Herodes” (Hch 12,11). En los comienzos del servicio de Pedro en la comunidad cristiana de Jerusalén, había aun un gran temor a causa de la persecución de Herodes contra algunos miembros de la Iglesia. Habían matado a Santiago, y ahora encarcelado a Pedro, para complacer a la gente. Mientras estaba en la cárcel y encadenado, oye la voz del ángel que le dice: Date prisa, levántate… Ponte el cinturón y las sandalias… Envuélvete en el manto y sígueme” (Hch 12,7-8). Las cadenas cayeron y la puerta de la prisión se abrió sola. Pedro se da cuenta de que el Señor lo “ha librado de las manos de Herodes “se da cuenta de que Dios lo ha liberado del temor y de las cadenas. Si, el Señor nos libera de todo miedo y de todas las cadenas, de manera que podamos ser verdaderamente libres. La celebración litúrgica expresa bien esta realidad con las palabras del estribillo del Salmo responsorial: “El Señor me libro de todos mis temores” Aquí está el problema para nosotros, el del miedo y de los refugios. Nosotros –me preguntoqueridos hermanos ¿Tenemos miedo?, ¿de qué tenemos miedo? Y si lo tenemos, ¿qué refugios buscamos en nuestra vida para estar seguros? ¿Buscamos tal vez el apoyo de los que tienen poder en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el orgullo que busca gratificaciones y reconocimientos, y allí nos parece estar a salvo? ¿Dónde ponemos nuestra seguridad? El testimonio del apóstol Pedro nos recuerda que nuestro verdadero refugio es la confianza en Dios: ella disipa todo temor y nos hace libres de toda esclavitud y de toda tentación mundana. Hoy nos debemos sentir interpelados por el ejemplo de San Pedro a verificar nuestra confianza en el Señor. (1 minuto para hablar con Dios) 2 LECTOR 3 Pedro recobro su confianza cuando Jesús le dijo por tres veces:” Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15.16.17) Y al mismo tiempo, Simón, confeso por tres veces su amor por Jesús, reparando así su triple negación durante la pasión. Seguramente Pedro siente todavía dentro de si el resquemor de la herida de aquella decepción causada a su Señor en la noche de la traición. Ahora que El pregunta: “¿Me amas?”, Pedro no confía en sí mismo y en sus propias fuerzas, sino en Jesús y en su divina misericordia: “Señor, tú conoces todo; tu sabes que te quiero” (Jn 21,17). Y aquí desaparece el miedo, la inseguridad, la pusilanimidad. Pedro ha experimentado que la fidelidad de Dios es más grande que nuestras infidelidades y más fuerte que nuestras negaciones. Se da cuenta de que la fidelidad del Señor aparta nuestros temores y supera toda imaginación humana. También hoy, a nosotros, Jesús nos pregunta: “¿Me amas?” Lo hace precisamente porque conoce nuestros miedos y fatigas. Pedro nos muestra el camino. Fiarse de el que “sabe todo” de nosotros, no confiando en nuestras capacidad de serle fieles a Él, sino en su fidelidad inquebrantable. Jesús nunca nos abandona, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,13.) Dios es fiel. La fidelidad que Dios nos confirma incesantemente a nosotros, es la fuente de nuestra confianza y nuestra paz, más allá de nuestros méritos. La fidelidad del Señor para con nosotros mantiene encendido nuestro deseo de servirle y de servir a los hermanos en caridad. El amor de Jesús debe ser suficiente para Pedro. Él no debe ceder a la tentación de la curiosidad, de la envidia, como cuando, al ver a Juan cerca de allí, pregunto a Jesús: “Señor, y este, ¿qué?”(Jn 21,21) Pero Jesús, frente a estas tentaciones, le respondió ¿”A ti qué? Tu sígueme” (Jn 21,22). Estas experiencias de Pedro es un mensaje importante también para nosotros, queridos hermanos. El Señor repite hoy, a mí, a ustedes y a todos: “Sígueme” No pierdas tiempo en preguntas o chismes inútiles; no te entretengas en lo secundario, sino mira a lo esencial y sígueme. Sígueme a pesar de las dificultades Sígueme en la predicación del Evangelio Sígueme en el testimonio de una vida que corresponda al don de la gracia del Bautismo Sígueme en el hablar de mi a aquellos con los que vives, día tras día, en el esfuerzo del trabajo, del dialogo y de la amistad Sígueme en el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los últimos, para que a nadie le falte la Palabra de vida, que libera de todo miedo y da confianza en la fidelidad de Dios. Tú sígueme. 3 LECTOR 4 2. La “Roca” de la Iglesia El evangelio se centra en la persona de Pedro, el discípulo que Jesús ha venido educando progresivamente en la fe (ver Mateo 14,31). La revelación de la filiación divina de Jesús (“el Hijo de Dios vivo”), que hace de Pablo un apóstol (ver Gálatas 1,16), constituye a Simón Pedro en la roca sobre la cual Jesús construirá su Iglesia, una roca que ni aún las fuerzas del mal conseguirán abatir. Su confesión de fe expresa el sentir de la Iglesia entera, su fe es clara e inequívoca Esta escena se presenta en contraluz con dos relatos previos en los que los fariseos y saduceos: (1) son reprendidos por Jesús por pedir un signo para creer (Mateo 16,1-4); y él no les da un signo distinto a su persona); (2) son puestos como ejemplo de la actitud y de la doctrina que no hay que seguir (16,5-12). 2.1. Simón le dice a Jesús: “Tú eres…” Después que le hacen el repaso de las diversas opiniones que la gente tiene acerca de él (16,1314), Jesús les pregunta a los discípulos qué opinión tienen de Él. Entonces Simón Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (16,16). En esta confesión de fe, el apóstol reconoce la doble relacionalidad que caracteriza de manera inequívoca a Jesús: Estas experiencias de Pedro es un mensaje importante también para nosotros, queridos hermanos. (1) Con relación al pueblo, Jesús es el Cristo (Mesías): el único, el último y definitivo rey y pastor del pueblo de Israel, enviado por Dios para darle a este pueblo y a toda la humanidad la plenitud de vida (como se vio en la multiplicación de los panes y los otros milagros). (2) Con relación a Dios, Jesús es su Hijo: vive en una relación única, singular con Dios, caracterizada por el conocimiento recíproco, la igualdad y la comunión de amor entre el Padre y entre ellos (ver Mt 11,27). El Dios que revela Jesús es calificado como “Dios viviente”. Con esto se quiere decir que se trata del único Dios, el verdadero y real, que es vida en sí mismo, que ha creado todo, que su inmenso poder vence la muerte. Pero esto que Pedro dice de Dios tiene que ver directamente con Jesús. Jesús es el único Mesías que, profundamente ligado al poder vital mismo, al Dios viviente, está en capacidad concederle a la humanidad el bienestar verdadero, el crecimiento integral y armónico, y la plenitud de la existencia. Este don de la vida Jesús lo comunicará mediante su donación en el camino de la cruz. 2.2. Jesús le dice a Simón: “Tú eres…” Una vez que Pedro confiesa la fe, Jesús se detiene en un bellísimo discurso dirigido a él. Notemos: (1) Jesús se dirige a él con nombre propio y con su patronímico (nombre del papá) para indicar: -Su plena realidad humana: “Simón”. -Su origen y su historia: “Hijo de Jonás”. (2) Jesús le revela el don extraordinario que hizo posible esta confesión: el Padre celestial le dio este conocimiento (ver 11,27; 17,5) que no se puede alcanzar únicamente por medios humanos. Simón no sólo ha sido llamado por Jesús sino que también ha sido privilegiado por el Padre, por eso tiene todos los motivos para ser “Bienaventurado”, es decir, “¡Feliz!”. (3) Jesús le pone un nuevo nombre. Al “Tú eres” dicho por Simón a Jesús, Jesús le responde con otro “Tú eres” y le declara su nueva identidad: “Tú eres Pedro”, es decir “Roca”. Este término no aparecía antes en ninguna parte como nombre de persona, es una nueva creación de Jesús. Para Simón comienza una nueva vida. (4) Jesús le da una nueva tarea. Con la nueva existencia Jesús le da una nueva responsabilidad (como sucede en Gn 17,5.15; Nm 13,16; 2 Re 24,17). 4 LECTOR 5 Con tres imágenes Jesús describe la nueva tarea del apóstol: La Roca: una roca sobre la que Jesús edificará su Iglesia. La Iglesia es presentada como la comunidad de los que expresan la misma confesión de fe de Pedro. Pedro debe darle consistencia y firmeza a esta comunidad de fe. Por su parte Jesús le promete a la comunidad –la casa edificada sobre ella- una duración perenne y una gran solidez (ver la profecía de 2ª Samuel 7,1-17). Las Llaves: no significan que Pedro sea nombrado portero del cielo sino el administrador que representa al dueño de la casa ante los demás y que actúa por delegación suya. La imagen está tomada de Isaías 22,15-25, donde se describe el nombramiento de Eliakim como primer ministro del rey Ezequías de Judá. La imagen refuerza que Jesús sigue siendo el “Señor de la Iglesia”. El Atar y Desatar: es una imagen que indica la autoridad de su enseñanza (ver lo contrario en Mt 16,12). Pedro debe decir qué se permite y qué no en la comunidad; él tiene la tarea de acoger o excluir de ella. El punto de referencia de su enseñanza es la misma doctrina de Jesús; por ejemplo, en el Sermón de la Montaña Jesús ya ha establecido cuál es el comportamiento necesario para entrar en el cielo (ver 5,20; 7,21). Por esto, aunque su referencia constante es la Palabra de Jesús, la enseñanza de Pedro tiene valor vinculante. Con sus palabras a Pedro, Jesús se declara una vez más como el Señor de la Iglesia. Jesús es su pastor y nunca la abandona sino que le da una guía con autoridad. En la Iglesia todo proviene de Jesús y apunta a Él. Es cierto que quien edifica la Iglesia es Jesús, Él es el fundamento, la piedra angular. Pedro debe hacer visible este fundamento y esta piedra siendo signo de unidad y de comunión entre todos los discípulos que confiesan la misma fe. Con razón decía San Ambrosio: “Ubi Petrus, Ibi Ecclesia”, es decir, “donde está Pedro, allí está la Iglesia” Saber decir: “Mi Iglesia” ¿Cómo resuenan en nuestros oídos las palabras del Maestro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”? Jesús dice “mi Iglesia”, en singular, no “mis Iglesias”. Él ha pensado y deseado una sola Iglesia, no una multiplicidad de Iglesias independientes, o peor, en conflicto entre ellas. “Mía”, además de ser singular, es también un adjetivo posesivo. Jesús reconoce, por tanto, la Iglesia como “suya”, dice “mi Iglesia” como si un hombre dijera “mi esposa” o “mi cuerpo”. Se identifica con ella, no se avergüenza de ella. Sobre los labios de Jesús, la expresión “mi Iglesia” suena de manera idéntica. En las palabras de Jesús, notamos un fuerte llamado a todos los discípulos de Jesús a reconciliarse con la Iglesia. Renegar de la Iglesia es como renegar de la propia madre. “No puede tener a Dios por Padre”, decía san Cipriano, “quien no tiene a las Iglesia por Madre”. Un buen fruto de esta fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo sería que aprendiéramos a decir también nosotros los miembros de la Iglesia católica a la cual pertenecemos: “¡Mi Iglesia!”. Entremos en sintonía con Dios en esta solemnidad entrando en el espíritu de los apóstoles Pedro y Pablo, orando juntos: TODOS: “Me has dicho: ‘Anda y enseña a todas las naciones’ (Mt 28,19). Creí y por eso hablé (Sal 116,10; 2 Cor 4,13) Me prohibieron enseñar en tu Nombre (Hch 5,28), pero yo obedecí a Dios antes que a los hombres (Hch 5,29). Fui extremadamente humillado (Sal 116,3), pero estoy feliz de haber sido considerado digno de padecer ultrajes por el Nombre de Jesús (Hch 5,41). Y cada día, en el Templo y en las casas, 5 no dejé de anunciar, oh Jesús, que Tú eres el Cristo (Hch 5,42). Apacenté el rebaño que me confiaste, lo cuidé de buena gana, apacible con todos (1 Pe 5,2). Los que odiaban la paz me atacaron sin motivo (Sl 12). Me regocijé por tener parte en tus sufrimientos. Me alegraré cuando se manifieste tu Gloria. Fui ultrajado por tu Nombre, pero de eso me regocijé, pues tu Espíritu, oh Dios, reposó en mí. Padecí como cristiano y no tuve vergüenza. Glorifiqué a Dios por el Nombre de cristiano (1 Pe 4,14). Y tú, rompiste mis lazos (Sl 116,16). Reconocí verdaderamente que Tú mandaste a tu Ángel y me libraste de la expectación del pueblo (Hch 12,1-19). A ti me ofrezco en hostia de alabanza, y tu Nombre aún lo invoco (Sl 116,4). Cumplo mi promesa a la faz de todo el pueblo, en los atrios de tu Templo Santo, en medio de Jerusalén (Sl 116,18-19), no dejaré de anunciar que Tú eres el Cristo” (Oración compuesta con base en el Salmo 116, pasajes de los Hechos de los Apóstoles y 1ª Pedro 4 y 5; Preparada por el Monasterio Apostólico Piedra Blanca) Entrevista a San Pedro en el cielo Vamos a hacer una entrevista a aquel pescador de Galilea llamado Simón Pedro: Pregunta: ¿Qué sentiste al negar a Cristo? Respuesta: Fue el día más triste de mi vida; no se lo deseo a nadie. Yo era muy duro para llorar, pero ese día lloré a mares; no lo suficiente, porque toda la vida lloré esa falta. Sin embargo, por haber negado al Señor un día, lo amé muchísimo más que si nunca lo hubiera hecho. Esas negaciones fueron un hierro candente que me traspasó el corazón. Pregunta: ¿Prefieres el nombre de Pedro al de Simón? Respuesta: Sí, porque el nombre de Simón me lo pusieron mis padres; el de Pedro, Cristo. Además, es un nombre que encierra un gran significado. Por un lado me hace feliz que Él me haya hecho piedra de su Iglesia; por otro lado, me produce gran confusión, porque yo no era roca, sino polvo vil. Cristo ya no me llama Simón, Él prefiere llamarme roca; y en el cielo todos me llaman Pedro. Mi antiguo nombre ya se me olvidó. Cuando pienso en mi nuevo nombre, cuando me llaman Pedro, inmediatamente pienso en la Iglesia. Me llaman así con un sentido muy particular los demás vicarios de Cristo que me han seguido, y yo siento ganas de llamarles con el mismo nombre, porque todos somos piedra de la misma cantera, todos sostenemos a la Iglesia. Pregunta: ¿Por qué dijiste al Señor aquellas palabras: «Señor, a quién iremos, si Tú tienes palabras de vida eterna»? Respuesta: Me salieron del corazón. La situación era apurada, y había que hacer algo por el Maestro; veía a mis compañeros indecisos, y sentí la obligación de salvar la situación y confiar; por eso dije en plural: «¿A quien iremos Señor? Tú tienes palabras de vida eterna». Yo mismo no comprendía en ese tiempo muchas cosas del Maestro. Ni pienses que entendía la Eucaristía, pero dejé hablar al corazón, y el corazón me habló con la verdad. Yo amaba apasionadamente al Maestro y aproveché aquel momento supremo para decir bien claro y bien fuerte: «Yo me quedo contigo». Y, de lo que entonces dije, nunca me arrepentí. Pregunta: ¿Qué sentiste cuando Cristo Resucitado se te apareció? Respuesta: Es difícil, muy difícil de expresar, pero lo intentaré. Por un segundo creí ver un fantasma, luego sentí tal alegría que quise abrazarlo con todas mis fuerzas. «¡Es Él!» pensé, pero luego sentí cómo se me helaba la sangre, y quedé petrificado sin atreverme a mover. Él fue quien me abrazó con tal ternura, con tal fuerza... Y oí muy claras sus palabras: «Para mí sigues siendo el mismo Pedro de siempre». Pregunta: ¿Qué consejo nos das a los que seguimos en este mundo? 6 Respuesta: Puedo decirles que mi actual sucesor, FRANCISCO, es de los mejores. Háganle caso y les irá mejor. Pedro es el típico hombre, humilde de nacimiento, que se hizo grande al contacto con Cristo. El típico hombre, pecador como todos, pero que, arrepentido de su pecado, logró una santidad excelsa. Entrevista en el cielo a San Pablo Quisiéramos hoy hacerle algunas preguntas al fariseo Pablo de Tarso. Pregunta: ¿Qué sentiste en el camino hacia Damasco, caído en el suelo, tirado en el polvo? Respuesta: Yacía por tierra, convertido en polvo, todo mi pasado. Mis antiguas certezas, la intocable ley mosaica, mi alma de fariseo rabioso, toda mi vida anterior estaba enterrada en el polvo. Fue cuestión de segundos. Del polvo emergía poco a poco un hombre nuevo. Los métodos fueron violentos, tajantes, «es duro dar coces contra el aguijón», pero sólo así podía aprender la dura lección. En el camino hacia Damasco me encontré con el Maestro un día que nunca olvidaré. Aquella voz y aquel Cristo de Damasco se me clavaron como espada en el corazón. Cristo entró a saco en mi castillo rompiendo puertas, ventanas; una experiencia terrible; pero considero aquel día como el más grande de mi vida. Pregunta: ¿Sigues diciendo que todo lo que se sufre en este mundo es juego de niños, comparado con el cielo? Respuesta: Lo dije y lo digo. Durante mi vida terrena contemplé el cielo por un rato; ahora estaré en él eternamente. El precio que pagué fue muy pequeño. El cielo no tiene precio. ¡Qué pena da ver a tantos hombres y mujeres aferrados a las cosas de la tierra, olvidándose de la eternidad! Vale la pena sufrir sin fin y sin pausa para conquistar el cielo. El Cristo de Damasco será mío para siempre; llegando aquí lo primero que le he dicho al Señor ha sido: «Gracias Señor, por tirarme del caballo»; pues Él me pidió disculpas por la manera demasiado fuerte de hacerlo. Pregunta: ¿Qué querías decir con aquellas palabras: “¿Quién me arrancará del amor a Cristo?” Respuesta: Lo que las palabras significan: que estaba seguro de que nada ni nadie jamás me separaría de Él, y así fue. Y, si en la tierra pude decir con certeza estas palabras, en el cielo las puedo decir con mayor certeza todavía. El cielo consiste en: “Cristo es mío, yo soy de Cristo por toda la eternidad” ¿Sabes lo que se siente, cuando Él me dice: «Pablo, amigo mío?». Pregunta: Un día dijiste aquellas palabras: “Sé en quién he creído y estoy tranquilo”. Explícanos el sentido. Respuesta: Cuando llegué a conocerlo, no pude menos de seguirlo, de quererlo, de pasarme a sus filas; porque nadie como Él de justo, de santo, de verdadero. Supe desde el principio que no encontraría otro como Él, que nadie me amaría tanto como aquél que se entregó a la muerte y a la cruz por mí. Pregunta: ¿Un consejo desde el cielo para los de la tierra? Respuesta: Uno sólo, y se los doy con toda la fuerza: “Déjense atrapar por el mismo Señor que a mi me derribó en Damasco”. Si todos los enemigos del cristianismo fueran sinceros como Pablo de Tarso, un día u otro, la caída de un caballo, una experiencia fuerte o una caricia de Dios les haría exclamar como él: «Señor, ¿qué quieres que haga?». 7